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DE ESTOS QUE NO OS OLVIDAN

Ruth Behar
Universidad de Michigan
Yo había ido a la Universidad con la idea de convertirme en poeta y autora de ficción, pero
en mi último año cambié de parecer, me pasé a Antropología y solicité el ingreso en la
escuela de posgrado. Tenía muchas dudas acerca de si había tomado la decisión correcta.
Sabía que me habían aceptado en Princeton porque le había causado una buena impresión a
James Fernandez, el profesor que se convertiría en mi mentor. Jim había investigado
durante años en África Occidental y empezaba un nuevo trabajo de campo en Asturias, de
donde provenía su abuelo. Había recibido una buena subvención para llevar a graduados a
realizar trabajo de campo antropológico en distintas provincias del norte de España y estaba
buscando candidatos bien dispuestos. Jim apuntó a Joseba para trabajar en el País Vasco y a
John en Santander. Necesitaba un estudiante que fuera a León, a un pequeño pueblo
(población: 120 habitantes) llamado Santa María del Monte. ¿Quería ir yo? Por supuesto,
dije, sin saber en lo que me estaba metiendo. Era 1978 y yo tenía veintiún años. Mientras la
fecha de la partida en junio iba acercándose inexorablemente, me sentía desesperada ante la
idea de marcharme a España yo sola. Estaba enamorada y quería llevarme a mi novio,
David, conmigo. Había completado mi grado en tres años y terminado mi primer año de
posgrado en Princeton mientras que él estaba en su último año en Wesleyan, en
Connecticut. La idea de estar separados todo el verano parecía insoportable. Además,
estaba impaciente por pasear a David por España. Yo ya había estado en Madrid durante un
semestre en un programa de estudios en el extranjero y había pasado parte de un verano en
Cataluña. Quería que él conociera un lugar que consideraba parte de mi herencia como
inmigrante cubana y descendiente de judíos españoles. En ese momento, David era un serio
estudiante de ruso y matemáticas y sabía que me ayudaría todo lo que pudiera con mi
trabajo de campo. Me ponía nerviosa contárselo a Jim, así es que esperé hasta el último
minuto posible para hablarle de mi deseo de que David me acompañara. Su respuesta
inmediata fue que David sería una distracción para mi investigación. Insistió en que fuera
sola a España. “¿Qué son tres meses?” –dijo. “Habrás vuelto antes de que te des cuenta”.
No sé muy bien cómo me mantuve firme, pero le dije a Jim que no iría si David no venía
conmigo. Jim se mantuvo también en sus trece y dijo que tendría que retirar su oferta.

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Finalmente, David escribió una detallada carta en la que exponía su sincero interés en
aprender todo lo que pudiera sobre España y el trabajo de campo. Jim cedió, pero dijo que
podíamos ir los dos sólo si le decíamos a la gente del pueblo que estábamos casados. Nos
advirtió que, tan solo tres años después de la muerte del General Franco, los valores
sociales eran muy conservadores y sorprenderíamos y ofenderíamos a toda Santa María si
supieran que estábamos viviendo juntos y sin casar; “viviendo en pecado”, como dice la
expresión. Estaba preparada para contar esta mentira sin culpa. Sentía que estábamos casi
casados. Pero la carga de aquella mentira aumentó con una segunda mentira y eso la hizo
aún más pesada de llevar. Había decidido mantener en secreto para mis padres que me iba a
España con David. El simple hecho de que David no fuese judío, que hubiese elegido un
hombre de fuera de la tribu como novio, les había causado una pena y una tristeza
inmensas. Mi padre me declaró muerta. No realizó rituales fúnebres ni me dejo de lado
completamente, como es costumbre para algunos judíos ortodoxos, pero dejó de hablarme.
Mi madre solo me hablaba para decirme lo mucho que sufrían. Me habían expulsado. Ya no
era bienvenida en casa. Cuando mis padres me dejaron en el aeropuerto en Nueva York, no
tenían ni idea de que David estaba escondido en una esquina, esperando para unirse a mi
viaje. Tan pronto como estuvimos solos, caímos en los brazos del otro y yo lloré como una
huérfana. En Madrid nos alojamos en un hotel barato junto a la estación de Atocha y
tomamos el tren a León a la mañana siguiente. Sentí las piernas débiles mientras
arrastrábamos nuestras maletas hacia la plaza1 de la ciudad vieja en la que íbamos a comer
con Jim y su mujer Renate, antes de salir para Santa María. Por aquella época Jim me
parecía intimidatorio. Era alto y flexible por la escalada de montañas, tenía el pelo blanco y
hablaba susurrando. Me tenía que acercar mucho para oírlo. Renate, también con el pelo
blanco, tenía unos translúcidos ojos azules que querían atisbar tu alma. En la mesa nos
sentamos unos frente a otros comiendo un copioso cocido de garbanzos, ternera y chorizo
que me hizo sudar. Estaba segura de que me miraban con desaprobación por no haber
tenido la fuerza de voluntad para hacer mi primer trabajo de campo sola. El sol todavía
brillaba cuando nos dirigimos hacia el pueblo en su coche alquilado. Yo había traído una
maleta enorme llena con más ropa y más zapatos de los que necesitaba. Jim estaba
horrorizado por su tamaño y la aplastó en el asiento trasero entre David y yo. No podía
mirar a David para buscar seguridad, así que contemplé a través de la ventana las casas de

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adobe y las suaves praderas. Seguimos una larga curva y entonces Jim giró de repente hacia
la izquierda. Allí estaba Santa María, el lugar que Jim había elegido para que fuera mi
“campo”. Había hecho unos arreglos con la profesora de la escuela, que vivía a la entrada
del pueblo. Tras llamar a la puerta durante un rato nos dimos cuenta de que no estaba allí.
Un hombre llamado José Antonio, que estaba arreglando una cañería de drenaje junto a la
casa, nos dijo que los domingos la profesora se iba siempre con su marido al pueblo de éste,
Boñar. Jim explico nuestra situación y él le escuchó con simpatía, pero no tenía ni idea
acerca de los arreglos que pudieran haberse hecho. Nos ofreció alojarnos en la casa de sus
padres. Podíamos quedarnos esa noche. El lunes la profesora volvería y podríamos hablar
con ella.
Un momento después, David y yo estábamos cogiendo nuestras maletas y preparándonos
para pasar la noche en casa de unos desconocidos –que tampoco esperaban que dos jóvenes
huéspedes aparecieran de la nada– como si fuera la cosa más natural del mundo. Jim me
sacó una fotografía que he perdido hace tiempo pero que recuerdo muy vivamente. Llevaba
una blusa blanca, enrollada en los codos, una larga falda marrón con rizos en el dobladillo.
Y unas botas altas, con lazos de los que se cruzan delante. Mi pelo estaba recogido en un
moño en lo alto de la cabeza. Rara vez lo llevaba suelto. Parecía una mujer de la época de
los pioneros en la frontera americana. Jim hizo la foto mientras intentaba encajar mi
abominablemente pesada maleta a través de la puerta de madera. Esa es la primera imagen
que tengo de mí misma como antropóloga: con aquella falda larga y una maleta que apenas
podía meter por la puerta. Cuando salí de nuevo, Jim susurró “buena suerte”, y él y Renate
se apresuraron a irse, esperando poder cruzar la Cordillera Cantábrica antes de la puesta del
sol. 1 Esta y todas las demás cursivas aparecen en español en el original. (N. de T.)
No tuve oportunidad de preguntarle “¿y ahora qué hago?”. María, la madre de José
Antonio, nos enseñó el dormitorio del piso de arriba en el que dormiríamos. Ordenó a su
marido Virgilio, que era más viejo y pequeño que ella y que estaba cojo, que esperara en la
cocina para que no se cansara. Aunque no estaba cocinando, llevaba un mandil sobre el
vestido. Una chispa maliciosa encendió sus ojos. “¿Lleváis mucho tiempo casados?” –
preguntó. Se dirigió a mí porque era la única que hablaba español. Luché para pensar una
respuesta. “Un año” –contesté. “¿De verdad? Los dos parecéis tan jóvenes. Como
hermanos”. El sol había desaparecido bajo la cortina de un cielo sin nubes y el aire estaba

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fresco. María me vio apretar los brazos contra el pecho para mantener el calor y sacó una
manta más del armario y la puso sobre la cama.
“No creo que seáis asesinos. No vais a matarnos, ¿verdad? Y nosotros no vamos a mataros
a vosotros”. Con esas palabras, nos dejó solos la primera noche que pasamos en Santa
María, agarrándonos el uno al otro porque el frío empeoraba. Era junio, pensé, junio y hacía
mucho frío. Entonces recordé que estábamos al pie de las montañas. La mañana siguiente
hablé con la profesora y descubrí que había organizado las cosas para que nos quedáramos
en casa del cuñado de María, Balbino, el hermano pequeño de Virgilio, y su mujer Hilaria,
solo unas cuantas casas más allá. ¿Cómo es posible que María no lo supiera? Más tarde
descubrí que las dos familias se habían peleado hacía años por culpa de una herencia y que
mantenían las distancias. Noté que María se despedía de nosotros con cierta reticencia.
Lamentaba que nos marcháramos. Muy gentilmente, nos había dejado pasar la noche en su
casa gratis –tuvimos, eso sí, el detalle de no asesinarla a ella ni a su marido– y estaba
segura de que, además de que éramos ricos, Balbino se beneficiaría del alquiler que íbamos
a pagar. No pasaría mucho hasta que ella y el resto del pueblo descubrieran que solo éramos
unos pobres estudiantes sin nada más que ofrecer que nuestro deseo de ser testigos de sus
vidas. La entrada a la casa de Balbino e Hilaria era otra enorme puerta de madera. Ahora sé
para qué necesitaban tales puertas –para que vacas, ovejas, burros y otros animales de
granja pudieran entrar y salir–. María y Virgilio estaban jubilados y solo tenían unas
cuantas gallinas y conejos en una jaula. Por eso su casa parecía fantasmal. Pero, al entrar en
casa de sus cuñados, vi los animales corriendo libremente y relajándose en los establos que
circundaban el patio. Al igual que un cuento de hadas, se trataba a los animales como
personajes con personalidad humana. Las vacas tenían unos nombres preciosos. Siempre
recordaré a La Linda y La Mariposa, cuyas caras brillaban con infinita paciencia.
Hasta ese momento, nunca había estado en una casa en la que los humanos compartieran su
espacio vital con animales de granja. En mi familia nadie tenía gatos o perros. Nos
habíamos instalado en Nueva York tras abandonar Cuba y, al contrario que otros niños a los
que sus padres enviaban a campamentos de verano para que pudieran disfrutar del campo,
yo me quedaba en casa. Mis padres tampoco podían permitirse mandarme a un
campamento. La verdad es que no habría querido ir. Desde que era una niña pequeña, en
Cuba, me habían enseñado a portarme como una dama y a mantener mis vestidos limpios y

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bonitos. No tenía ningún deseo de estar en el campo, donde habría tenido que vivir en una
cabaña de madera y sentarme junto al fuego a cantar canciones estúpidas mientras me
ensuciaba y me picaban los mosquitos. El único cambio de escenario de Nueva York que
experimenté fue cuando mis padres ahorraron algo de dinero y, utilizando la mejor de las
tarifas bajas de hotel, fuimos a Miami Beach durante una semana en pleno verano; y otra
vez que, en una búsqueda desesperada por encontrar una playa tan hermosa como Varadero
en Cuba, visitamos a unos primos en Puerto Rico. Tras haber evitado el campo y habiendo
vivido una existencia completamente urbana, me encontré entrando por una pequeña puerta
lateral a la parte de la casa en la que vivían Hilaria y Balbino. Hilaria nos llevó al piso de
arriba y nos enseñó el dormitorio que ocuparíamos durante los siguientes tres meses. Estaba
en una esquina alejada, más allá de su cuarto, y el piso se inclinaba hacia los lados. Al
contrario que el dormitorio de la casa de María, era cálido y acogedor. Estaba encantada por
no tener que dormir con frío. “Qué calentito, qué bueno” –dije. Hilaria sonrió. Entonces
noté el olor, un olor distintivo, no estaba segura de a qué, un olor de calles embarradas tras
la lluvia, flores podridas, o una pizca de algo dulce convirtiéndose en amargo y
nauseabundo. “¿Qué es ese olor?” –pregunté. Hilaria contestó: “Los cerdos. Viven debajo
de vosotros”. Mis primeras notas de campo deberían haber mencionado a los cerdos.
Curiosamente, nunca escribí acerca de ellos, aunque fueran una presencia olfativa tan
importante en nuestras vidas durante tres meses. Tampoco escribí acerca del crucifijo que
había sobre la cama, que me hacía sentir incómoda. Lo bajé cuando nos fuimos a dormir. A
la mañana siguiente lo volví a colocar. Seguí realizando estas acciones secretas durante el
resto de nuestra estancia en Santa María. Un instinto de miedo y autoconservación me
había llevado a no revelar a la gente del pueblo que era judía. Si les hubiera chocado saber
que estaba viviendo en pecado con un hombre, pensé que saber que era descendiente de los
Judíos expulsados de España lo haría aún más. En la época de la Inquisición la gente se
mofaba de los judíos convertidos falsamente al catolicismo llamándolos marranos. Ahora,
yo era una marrana, una judía oculta viviendo encima de los cerdos. Pero, en vez de los
cerdos, fue un cordero lo que me inspiró para escribir, un cordero en apuros. Había crecido
hablando español en casa con mi familia cubana, pero no sabía qué palabra se utilizaba en
dicha lengua para “cordero”. Fue en Santa María donde descubrí que el hijo de la oveja
recibía el tierno nombre de corderín. El nombre y el cordero me impresionaron. El lunes, 5

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de junio de 1978, apunté con mi máquina de escribir: “El corderín por fin está en silencio.
Ahora a las 10:00 de la noche su madre vuelve finalmente a darle leche para mamar;
durante dos horas ha dejado escapar un inquietante grito de hambre y deseo, hambre por el
alimento, deseo por el pecho abierto y caliente. Mientras la paz se asienta en torno al patio,
vienen lentamente la oscuridad y el frío. Cada poco rato oímos el tono de barítono de la
madre; ni una palabra más del hijo”. Mi inclinación natural, antes de que tuviera alguna
idea acerca de cómo tenían que ser las notas de campo, era escribir poéticamente. No en
vano, tuve aspiraciones literarias. Con el tiempo, aprendí a acallar la poesía de todo lo que
veía a mi alrededor quedándome sorda a los lloros nocturnos del cordero, mientras trataba
de adquirir la voz de autoridad de la antropóloga que busca sin descanso información para
investigar y nada más. Esto es lo que me decepciona cuando leo mis notas de campo. Las
notas que recogí en el verano de 1978 están llenas de un sentimiento de encanto, el
sentimiento de haber caído del cielo en medio de un lugar incomparable. Pero después,
cuando volví a Santa María en el verano de 1979 y durante la larga temporada que pasé allí
desde el verano de 1980 hasta el otoño de 1981, escribí exclusivamente acerca de la
propiedad de la tierra, la herencia y los documentos históricos que estaba encontrando en el
pueblo y en la región: sólo lo que era relevante para mi disertación. Ahora desearía haber
escrito más acerca de corderos y de los intensos olores del pueblo –el hedor de orina y
mierda de los animales, el aroma del brezo en el campo–. Pero tras mi primer verano en
Santa María volví a Princeton y me pidieron que escribiera un informe sobre mi trabajo de
campo. Algunos profesores del Departamento encontraron el informe tan abismal que se
discutió poner fin a mi breve temporada en la escuela de posgrado. Mi trabajo carecía de
rigor académico. No entendía los conceptos teóricos. Expresaron su preocupación por mi
falta de maleabilidad –“incapaz de ser enseñada” es la expresión que recuerdo que usaron–.
Tenían razón: me resistía a ser educada, me resistía a ser “disciplinada”. Quería
convertirme en antropóloga, pero me negaba a rendirme al seco lenguaje analítico que me
enseñaban en la escuela de posgrado. Aún así, no quería catear. Me faltaba valor para
volver a Nueva York y trabajar como secretaria intentando escribir mis poemas y mis
novelas los fines de semana. Me iba a ceñir a la antropología incluso si me mataba.
En ese momento era demasiado joven y carente de poder como para darme cuenta de que
tendría que reformar la antropología precisamente para que no me matara –para que no

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matara mi alma–. Primero tenía que sobrevivir a la escuela de posgrado. Jim creía en mis
habilidades intelectuales y convenció a sus colegas para que me dieran una segunda
oportunidad. Después, para no decepcionarle, me hice rigurosa, concentrada, adepta a los
conceptos teóricos que aprendía. Permití que me enseñaran y ascendí de la clase de los
tontos a la cabeza de la clase. Jim nunca tuvo que volver a salir en mi defensa. Defendí mi
disertación con tanto éxito que el comité recomendó que la publicaran de inmediato. Más
tarde, cuando tuvimos un momento solos, Jim me dijo, en uno de sus susurros, que
esperaba algo diferente de mí. “¿Diferente?” –pregunté. “¿Cómo?”. Hizo una pausa. Quería
ser cuidadoso con sus palabras. Finalmente dijo que creía que habría más poesía, más
historias que contar. ¿Qué había pasado? Detecté pena en su voz, aunque estábamos
celebrando mis logros. No supe cómo contestarle. La segunda entrada de mis primeras
notas de campo la ocupó la fabricación de una mesa en la que pudiera escribir. El martes 6
de junio de 1978 reflexioné sobre el trabajo que había costado este proyecto: “Hoy a la 1:00
de la tarde, al volver de un paseo... me encontré a Balbino y a Hilaria ocupados en pensar
cómo hacerme una mesa. Esta mañana le dije a Hilaria que necesitaba un escritorio de
algún tipo para apoyar mi máquina de escribir; un bloque de madera y dos patas, dije, sería
suficiente. Se lo contó a Balbino”. Aquí describo los trozos de madera que Balbino
consideró adecuado emplear para fabricarme un escritorio. “Medimos 95 centímetros para
cada cara y entonces Balbino fue a buscar una motosierra. Serró las dos caras y se giró
hacia mí con una sonrisa. Colocó las dos tablas en el marco de madera y me pidió que las
situara correctamente –asiéntalos. Lo hice y entonces se marchó a buscar un martillo y
unos clavos”. Hilaria lavó la base y las patas, desechos de una vieja mesa, y entonces
desempolvó el escritorio que había hecho Balbino. Subimos arriba el escritorio y
descubrimos que quedaba torcido en el suelo inclinado. “Balbino trajo unos trocitos de
madera. Colocó uno bajo la pata corta y la mesa dejó de menearse. Coloqué mi máquina
encima. Aquí estoy, con la mesa más resistente que podría querer, una hecha a la medida”.
Estaba impresionada por la amabilidad de Balbino e Hilaria y por los desvelos que se
habían tomado para inventarse un escritorio con los restos de madera que tenían en casa.
Pudiendo haber escrito mis notas en la mesa de la cocina, había pedido un escritorio para
no molestarles, pero también para poder escribir en la privacidad de mi dormitorio (durante

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el día no olía tan mal). Con un ordenador portátil es posible escribir en cualquier lugar, en
cualquier superficie, pero no con una máquina de escribir manual que te obliga a teclear
cada una de las letras con auténtica fuerza. Mis primeras notas de campo se escribieron en
ese escritorio casero. Nunca se hundió ni se dobló. Aguantó todo el verano. Me habían
advertido de que hiciera una copia de carbón de todas mis notas y las mandara a casa por
seguridad. Abundaban las historias de horror acerca de antropólogos que perdían sus notas
en una maleta fuera de lugar, en un incendio repentino o en otro desastre natural. Cuando
escribía mis notas, insertaba un pliego de papel carbón entre dos folios sueltos para poder
quedarme el original y mandarle las copias a mi madre en Nueva York. Como David estaba
conmigo en secreto, nunca lo mencioné en las notas. Resultaba muy extraño, ya que éramos
inseparables, pero tenía que mantener mi tapadera. Resulta que mi madre leyó todas las
notas y mi padre unas cuantas páginas. No estaban intentando cotillear. Simplemente
querían saber qué tal me iba. Era un tiempo anterior a Internet, al correo electrónico, a los
móviles. No había teléfono en el pueblo. Nuestro único medio de mantenernos en contacto
era a través del correo postal, que tardaba dos semanas en cada dirección. Esperábamos no
tener que enviar nunca telegramas, pues eran para informar de malas noticias. Imaginaba
que mis notas de campo les daban a mis padres otra ventana a mi vida –lo que estaba
viendo y aprendiendo–. Eran el público y los guardianes de mis notas, las cuales guardaron
hasta que las reclamé recientemente. Pero mis padres tendrían que haber leído mis notas
con microscopio para haberme encontrado. No escribía sobre mi misma. Me escondía tras
las notas. Me convertí en un tornavoz para las gentes de Santa María que querían expresar
la preocupante inferioridad que sentían en una época en la que el mundo se estaba
modernizando y globalizando y ellos se quedaban atrás. Querían saber cómo los habíamos
encontrado. ¿Por qué, de todos los sitios a los que podríamos haber ido, habíamos ido a su
pueblo? Siempre contaba la historia sobre El profesor y La señora que se fijaron en el
pueblo desde la autopista y vieron cómo el rojo fuego del paisaje se convertía en verde
brillante cuando los regatos de agua empapaban los campos secos haciéndolos exuberantes;
todo gracias al pantano, la presa y el sistema de irrigación “que habían construido ellos
mismos”. “Ah, sí”, –respondía la gente con satisfacción. “Sí, lo construimos nosotros”.
Entonces dije que El Profesor había pensado que un lugar así, en el que la gente se había
unido para mejorar las cosas por sí mismos, merecía la atención de una joven estudiante de

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antropología. Sabían que veníamos de lejos. A menudo nos preguntaban: “¿Ahora es
invierno en América?”. Habían oído hablar de gente que había cruzado el mar hasta Buenos
Aires, donde las estaciones están al revés, y asumían que vivíamos en la misma América.
No podían entender por qué necesitábamos quedarnos tanto tiempo. La idea del turismo era
que la gente viajaba de un país a otro para ver cosas de valor y belleza. ¿Por qué había
elegido El Profesor un lugar tan mísero? Me dijeron, “aquí no hay nada que ver, aquí sólo
hay trabajo”. Una mujer señaló que si había venido a Santa María entonces debería trabajar
como ellos: escarbar, segar, regar. Escuchando esto, otra mujer dijo, “como nosotros no
debe trabajar, como burras, como esclavos, hasta que nos morimos”. Hilaria dijo que el
trabajo que hacían era “brutal” y que trabajaban como “brutos”.
Llegamos justo después del punto álgido del éxodo rural, cuando grandes cantidades de
personas rompieron sus ataduras con el campo y migraron a las ciudades de España y
Europa. Y habíamos llegado justo antes de que la mecanización aplastara a los pequeños
granjeros que vivían en pueblos e intentaban vivir de sus “cuatro vacas y cuatro tierras”.
Balbino e Hilaria, con cincuenta y tantos años, trabajaban su propio terreno con un par de
vacas uncidas al mismo yugo, como muchas otras familias habían hecho. También
ordeñaban las vacas y tenían ovejas, y criaban gallinas y conejos y cerdos para su propio
consumo y para la venta. Cultivaban fruta y vegetales de los que se alimentaban todo el
año. Una de las cosas más sorprendentes que me dieron para comer ese primer verano fue
una manzana marchita y gris que llevaba un año almacenada en el desván. Cuando tuve
dudas a la hora de morderla, Balbino se enfureció. “Está buena. No tiene la misma pinta
que esas bonitas manzanas rojas de la tienda, pero está buena”. En el lenguaje actual
diríamos que Balbino e Hilaria y sus vecinos perseguían un estilo de vida sostenible,
comiendo productos locales y dejando una huella de carbono mínima; pero ellos se veían a
sí mismos como gente atrasada, aferrándose a su dignidad con impotencia. Lo que les
consolaba era saber que estaban entre esa poca valiosa gente aún capaz de arrancar comida
de la tierra. Como dijo un hombre, “llegará un día en que tengamos que comer hierro”.
Aunque aceptaban la urbanización del campo como un destino inevitable, estaban
desencantados ante sus propios esfuerzos fallidos a la hora de abrazarla. En Santa María se
enorgullecían de su tradición de resolver los problemas como una comunidad. Habían sido
el primer pueblo de la zona en tener agua corriente. Pero, en su ignorancia, construyeron

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tan sólo un canal para una tubería, para el agua limpia. Al principio esto parecía correcto.
Pero cuando construyeron los baños, la gente se dio cuenta de que necesitaban otra tubería
para el agua sucia; de lo contrario, toda la porquería se acumularía en la calle.
Cuando Hilaria nos enseñó el baño, nos dijo que podíamos lavarnos todos los días en el
lavabo y bañarnos en la tina los domingos, tal y como hacían ellos, antes de ir a misa. El
retrete, dijo, era solo para “las aguas menores”. Para asegurarse de que entendíamos las
limitaciones, nos sacó al corral, donde La Linda y La Mariposa compartían su hogar con
otras tres vacas cuyos nombres, por desgracia, he olvidado. Señaló una pila de heno y un
montón de estiércol. Era allí donde hacías “lo otro”. Me quedé perpleja. Hilaria nos dio la
explicación para tontos: te hacías un nidito con el heno, te ponías en cuclillas, y cuando
terminabas mezclabas el heno y la mierda; entonces, lo echabas al montón con el rastrillo.
Intenté no parecer muy impactada ante la idea de compartir momentos íntimos con La
Linda y La Mariposa. Recordé cómo algunos de mis compañeros graduados, que trabajaban
Nueva Guinea y África, decían que España era “un lugar demasiado cómodo” para hacer
antropología. Qué equivocados estaban, pensé, mientras endurecía mis intestinos para un
verano de estreñimiento.
Semana tras semana, Balbino tenía que cargar toda la mierda acumulada en su carro de
madera, uncir a La Linda y La Mariposa para transportarlo, e ir a depositar la apestosa
porquería en los campos. Ninguna tarea era más baja: apilar cargas de mierda palada tras
palada y, después de colocarla en pulcras pilas para que se cociera al sol y se convirtiera en
mantillo, realizar la acción inversa en los campos. Esta no era la única forma brutal de
trabajo que hacía la gente de Santa María. Cortaban el heno a mano con la guadaña. Araban
el terreno rocoso con su par de vacas uncidas. Recogían patatas hasta que les dolían los
riñones y las manos les sangraban. Irrigaban sus campos, arrancando matas del suelo con
las azadas y mojándose tanto que luego sentían los huesos hechos puré. Cosechaban el trigo
y el centeno prácticamente a mano, las pajas formando una nube sobre sus cabezas y el
polvo metiéndose en sus ojos, gargantas, narices y en cada poro de su piel. Mataban a sus
propios cerdos, gallinas, conejos y ovejas y hacían salchichas y guisos. Producían
mantequilla con la leche de sus vacas y jabón con la grasa de sus ovejas. Asaban y
enlataban pimientos cultivados en sus jardines. Cocían los tomates que plantaban y hacían
salsa. Hacían mermelada de sus ciruelas. Trenzaban ajos y cebollas. Y depositaban

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cuidadosamente la cosecha de manzanas y patatas de cada año en una bodega fría y oscura
para poder tener qué comer durante los doce meses hasta la siguiente cosecha. Los pastores
llevaban sus ovejas al monte, pero todos los vecinos hacían turnos para sacar a pastar a
todas las vacas del pueblo cada día. Vivían a 90 kilómetros del Mar Cantábrico, pero sólo
un puñado de ellos había visto el océano alguna vez. Las vacaciones eran imposibles,
incluso en el invierno; los animales no podían ser desatendidos o morirían. Pero el domingo
descansaba todo el mundo. Balbino dijo, “si no descansamos de nuestro trabajo al menos
por un día, ¿qué somos? Solo burros”. “La tierra es muy señorita” era una expresión que
oía con frecuencia. La tierra era una dama, una princesa, y requería total dedicación,
incluso esclavitud. Y aún así, a pesar de todo el agotador trabajo para mantenerse, la gente
dependía cada vez más de los bienes que venían de fuera del pueblo. Los vendedores
llegaban en furgonetas todas las semanas vendiendo cualquier cosa imaginable. El
fresquero vendía naranjas y plátanos y otra fruta fresca que ellos no cultivaban. El
panadero les vendía hogazas redondas de pan porque las mujeres ya no lo horneaban ellas
mismas. El hombre de los ultramarinos vendía anchoas enlatadas, bolsas de almendras y
enormes botellas de aceitunas. El del vino vendía tinto barato y gaseosa en la que diluirlo y
hacerlo espumoso. Alguien más vendía detergente. Un camión venía de tanto en tanto con
las bombonas, las garrafas de gas naranja para calentar el agua y las estufas. Los hijos y
nietos de los habitantes del pueblo, que vivían en León, Madrid y Bilbao, volvían los fines
de semana y en verano. Aparcando sus coches nuevos y vestidos con moda deportiva
urbana, con dinero en sus bolsillos que quemar, intentando convencer a los mayores de que,
para que España progresase, era necesario gastar, gastar y gastar en vez de ahorrar, ahorrar
y ahorrar, como habían hecho toda su vida escondiendo el dinero bajo el colchón. “Tiene
que correr el dinero”, les decían a los ancianos. El dinero tenía que fluir. Y tenía que
permitirse que las nuevas ideas también fluyeran. La culpa del retraso del país la tenía la
gente que se había quedado en Santa María y en otros pueblos a lo largo de España.
Estaban obstaculizando el progreso. Los nuevos habitantes urbanos aspiraban a tener “un
piso, un coche, y un chalet”. Sacudían la cabeza y murmuraban acusaciones contra aquellos
que elegían trabajar como animales en el campo; “no están preparados para la
democracia”. Casi todo el mundo en Santa María creía en la autosuficiencia. Como dijo

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Balbino, “esto es lo más pobre de todo España. Aquí cada uno es su propio dueño. Aquí
uno tendrá dos vacas y otro tres y otro cuatro, pero mas o menos cada uno tiene lo suyo”.
Cuando pasé el año allí, me dijeron que debería criar mis propias gallinas para no tener que
comprar huevos. Todos habían conocido el hambre. Balbino despotricaba acerca de lo
malcriada que estaba la gente. Antes, decía, vivías de lo que cultivabas en tu tierra, y
matabas a un cerdo mal alimentado y hacías chorizo y jamón que tenía que durarte todo el
año. Pero, incluso aquellos que rara vez salían del pueblo habían conseguido ya televisores
en esas fechas y veían todo lo que se podía desear en el mundo. Desarrollaron un anhelo
por gran número de cosas que no podían producir por sí mismos. Estos deseos se
consideraban “vicios”. Entendían que, una vez que empiezas a desear, no hay medida. Así
que trataban de no desear tanto. Para desayunar seguían preparando en sus hornos de leña
sus sopas de ajo con cortezas de pan. Habían comprado hornos de gas, ya que se suponía
que debían tenerlos, pero los odiaban porque cocinaban demasiado deprisa y quemaban la
comida y el dinero. Tenían baños recién alicatados, con espejos relucientes y lavabos de
porcelana brillante, pero cagaban en los establos con las vacas. Mis simpatías estaban por
entero con la gente de Santa María y las terribles contradicciones a las que se enfrentaban.
Lo sentía por ellos, sentía la lucha en la que se agitaban por aferrarse a su viejo estilo de
vida mientras sucumbían a las tentaciones del consumismo. Y ellos, a cambio, me miraban
con una generosidad que yo no creía merecer, pues era una mentirosa ocultándoles
verdades a ellos e incluso a mis propios padres. Pero yo había despertado su vanidad y les
había dicho que su mayor tesoro era su historia viviente –sus leyendas y folklore y los
viejos documentos del pueblo y el hecho de que recordaran antiguas maneras de trabajar la
tierra– y, por ello, me trataban como a una nieta perdida que había venido de lejos para dar
validez a su decisión, para decirles que no estaban locos por quedarse en la tierra.
En ese momento estaba leyendo The Country and the City de Raymond Williams2 y su
mensaje pro-agrario me llegó al corazón: “si en cualquier caso hemos de sobrevivir,
tendremos que desarrollar y extender nuestras agriculturas activas... El trabajo en la tierra
habrá de convertirse en más importante y central en lugar de en menos. Una de las
deformaciones más chocantes del capitalismo industrial es que una de nuestras actividades
más centrales, urgentes y necesarias se vea desplazada de este modo, en el espacio, en el
tiempo o en ambos, que pueda ser asociada de forma convincente únicamente con el pasado

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o con tierras distantes” (1973: 300). Aunque creía en estas palabras, era consciente de que
yo resultaba ser la portavoz menos indicada para cualquier campaña de “regreso a la tierra”.
Bien dispuesta como era en mi juventud, resultaba completamente inútil como ayudante en
el campo. Tengo una alergia horrible a los árboles, al polen y la ambrosía. A mi llegada a
Santa María, explotó con fuerza. Tenía ataques de estornudos que me dejaban sin aliento.
Mis ojos lagrimeaban constantemente, como si acabara de ver una película triste. Un
médico venía dos veces a la semana a comprobar la presión sanguínea de los mayores. Yo
también era una paciente regular poniéndome inyecciones para controlar la fiera reacción
de mi cuerpo a la vegetación que florecía en todas partes. Pero las vacunas no eran lo
suficientemente fuertes como para aliviar mis síntomas. Me rascaba la piel enrojecida y me
sonaba la nariz mientras lanzaba heno al carro o arrancaba hierbajos. Como si eso no fuera
suficientemente malo, carecía de la resistencia para contemplar las matanzas de rutina que
mantienen la vida en el campo. Ver la proverbial gallina sin cabeza corriendo por el patio
tras ser decapitada o ver cómo los días de un conejo llegaban a su fin con uno de sus ojos
aplastado y rodando por el suelo como una canica de mármol, me daba tal vértigo que tenía
que sentarme y agarrarme a las patas de la silla para no caer desmayada. Cuando llegó el
momento de que Balbino e Hilaria mataran a uno de sus cerdos, cuyo olor dulce y denso
había llegado a conocer a lo largo del verano, me pidieron que sostuviera el cubo para
recoger la sangre, que más tarde usarían para hacer morcillas. Quizás, siendo yo misma una
marrana, imaginé parte de mi sangre llenando ese cubo. Me temblaron tanto las manos que
derramé parte de la sangre. Se rieron de mí y se llevaron el recipiente. Ni siquiera servía
para las tareas infantiles más básicas. Si la supervivencia de la raza humana dependiera de
mí, todos habríamos perecido. Así es que ¿para qué servía? Daba a la gente de Santa María
mi respeto. Ese era mi propósito allí. Otorgarles el respeto que nadie les había dado, el
respeto que no se daban a sí mismos con la confianza que deberían. Respeto por su trabajo,
respeto por su conocimiento, respeto por su valor, respeto por su obstinación por quedarse
enraizados en un lugar pequeño cuando el mundo entero había decidido que era más sabio
estar en lugares grandes donde el dinero fluía, como el océano que nunca habían visto, y se
soñaban grandes sueños. Era hija de inmigrante, y yo misma una niña inmigrante, había
tantos lugares abandonados en mi historia que ya no estaba segura de a dónde pertenecía,

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y aún así, el destino o la suerte me llevaron a una gente que tenían los pies firmemente
plantados en el suelo de su propia tierra y que no se iban a ninguna parte. Todo lo que podía
hacer por ellos era escribir sus historias y sacar sus fotografías. Las únicas herramientas que
sabía cómo empuñar eran mi pluma, mi máquina de escribir y mi cámara.
Empecé a documentar lo que pude de sus vidas. No quería que un solo momento se
perdiera para la posteridad. Pero era una novicia. Sabía que se me pasaban por alto muchas
cosas. Lamento las historias no escritas que jamás llegaron a mis notas de campo. Historias
que no sabía cómo contar. En un lugar tan pequeño como Santa María, llegué a conocer a
todos los habitantes, a algunos mejor que otros, pero en mi cabeza todavía puedo ir de casa
en casa de un extremo a otro del pueblo y recordar a aquellos que vivieron allí cuando yo
era una joven; recordar sus miradas y sus inusuales nombres, poéticos nombres latinos
como Venerable, Vitaliano, Laútico, Felicísimo, Dionisio, Apolonia, Aurora, Bonifacia,
Justa, Saturnina. Recuerdo a aquellos que eran débiles pero que nunca fueron tratados como
si tuvieran menos derecho a una vida humana plena. Recuerdo a Nicanora, que tenía
síndrome de Down, lavando sus pañuelos en la fuente porque su madre le había enseñado
tiernamente la importancia de mantenerlos limpios. Recuerdo a Fernando, discapacitado
cognitivo, al que cuidaban su hermana Inés y su cuñado Sixto, golpeando a las vacas
cuidadosamente con su bastón cuando las sacaba a pastar. Recuerdo la dulce sonrisa de
Aladino, confinado en su cama por una enfermedad congénita que hacía que su cabeza
fuera demasiado pesada para sus miembros, cuidado por su madre Petronila y sus
hermanos, Clara, Delmiro y Amable, que sufrían una forma menos tóxica de la misma
enfermedad.
Recuerdo que todos en el pueblo fueron amables conmigo y con David. La gente nos daba
tomates de sus jardines que sabían a caramelos. Nos enseñaron a leer el paisaje del pueblo
como un libro –cada camino, colina y pradera tenía un nombre y una historia–. Me dejaron
fotografiarlos incluso cuando estaban sudorosos y cansados. Y contaban historias. Muchas
historias. Acerca de aquellos que habían sido bendecidos y aquellos que habían sido
maldecidos. Historias tristes, historias divertidas e historias que eran tristes y divertidas
como aquella del cura ansioso que temía desmayarse dando misa y que tenía que ser
arrastrado hasta el altar. María, la que nos acogió aquella primera noche, era una cuentista
maravillosa. Conocía montones de refranes. Algunos de sus favoritos eran “hay quién por

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cegar el vecino, se saca los ojos” y “unos pa’ cestos y otros pa’ vendimiar en ellos”. David
se encargaba de anotar estos refranes y los cuentos de María en un cuadernito, porque su
letra era mejor que la mía y estaba intentando aprender español. A menudo pasábamos la
tarde visitando a María y nos reíamos recordando aquel comentario que había hecho el día
que nos conoció, acerca de que ni Virgilio ni ella planeaban asesinarnos mientras
dormíamos y que, con suerte, no los asesinaríamos.
Un día nos contó una historia sobre un pueblo en el que toda la gente quería ser rica. Dios
lo escuchó y envió un ángel para cumplir todos sus deseos. La gente estaba encantada. Se
apresuraron hacia la era para cantar y bailar, porque todos iban a ser ricos. Y el ángel llegó
y todo el mundo pidió un deseo. La primera persona pidió ovejas, montones de ovejas.
La siguiente persona pidió comida, montones de comida. La siguiente pidió tierra, mucha
tierra. La siguiente, sacos de oro. Y alguien quería montones de vacas. Todos los deseos se
cumplieron. Pero entonces el que había pedido montones de comida intentó encontrar un
sirviente que le sirviera la comida y, por supuesto, no había ninguno, porque todo el mundo
era rico, así que ¿quién iba a ser sirviente? El que se llevó las ovejas no pudo encontrar
pastores. Y el que consiguió el oro se quedó de pie guardándolo durante días, ya que no
pudo encontrar a nadie que le ayudara a llevarlo a casa. Finalmente, el que había pedido
montones de comida fue a ver al que había pedido sacos de oro. El que tenía el oro pidió al
que tenía comida que le ayudara y este aceptó. Pero después el que tenía oro tuvo que
ayudar al que tenía comida. Él también tenía que aprender a ser sirviente. Esta era una
fábula sobre el tipo de vida que querían en Santa María; todos tenían que ayudarse unos a
otros y tener dinero no te hacía mejor ni más importante que tener comida u ovejas o vacas
o tierra.
Mirando atrás, creo que fue una suerte que el primer lugar al que fui en mis viajes como
antropóloga fuera este pueblo al pie de la Cordillera Cantábrica que mi profesor eligió para
mí. Fue allí, entre gente que creía en un sentido fundamental de la humildad y el valor de
todos los seres humanos, donde supe que estaba en el camino adecuado. En aquellos días,
tras regresar a Princeton, resultaba siempre emocionante recibir una carta de Santa María
por valor de 43 pesetas en sellos que mostraban el ceño arrugado del rey Juan Carlos. A
veces el sobre llevaba un mensaje: “recuerdos del cartero Abilio”.

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María escribía con frecuencia y también había cartas de Hilaria, Saturnina y Sixto. Nos
contaban las últimas noticias de Santa María y nos informaban de quiénes habían pasado a
mejor vida. Ocupados con el trabajo durante gran parte de sus vidas, no estaban
acostumbrados a escribir y nos pedían que perdonáramos sus errores de ortografía. Para
despedirse, siempre decían “un fuerte abrazo de estos que no os olvidan”. Sé que este debe
de ser el modo estándar de terminar una carta que les habían enseñado, pero no podía evitar
que me emocionara que nos dijeran eso. Cuando respondía siempre escribía esas mismas
palabras. Y realmente quería decirlo. Nunca podré olvidarlos. Nunca, olvidar Santa María.
Fue un lugar de mi juventud. En donde el amor de desconocidos me dio comodidad y
esperanza cuando no podía ir a casa.

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