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Antropología de la primera persona

Del hombre no sólo se puede hablar en tercera persona, porque tal vez su rasgo más
diferenciador es que habla de él mismo en primera persona. Quizás lo que constituya más al
hombre es ser esa primera persona en el discurso, lo que es caracterizado en su esencia por la
autoconciencia, la relación consigo mismo. Ello es objeto de reflexión, ya que puede contener la
clave sobre la autonomía del hombre.

Aparecen así unos materiales y fuentes a tener en cuenta, cuyos autores se convierten a sí
mismos en objetos de preocupación y atención. Son las escrituras del yo. En ellas se pueden
encontrar elementos muy importantes, ya que es el hombre en cuanto sujeto intransferible el que se
convierte en objeto de reflexión.

Podíamos calificar:

- Escrituras autobiográficas
- Diarios
- Confesiones
- Correspondencia epistolar
- Memorias
- Etc.
-
En ellos, el sujeto que escribe se convierte también en su propio objeto de meditación.

Hay una distinción entre diario y autobiografía, que trasciende a otros géneros. Esta
diferencia fundamental es que un diario es el registro o notación de lo que el sujeto hace día a día,
tiene un valor notacional. Mientras que una autobiografía es una justificación de uno mismo, una
reconstrucción del pasado de uno y buscando un hilo conductor, donde se elimina lo que no encaja,
es una autodicea. Por ello toda autobiografía está movida por la unidad de sentido. La autobiografía
responde a un plan y a un programa, en tanto que un diario es un registro de las experiencias que
uno tiene y que no obedece a plan alguno.

Hay novelas, como el Ulises de Joyce o las novelas de Virginia Woolf, donde se reflejan estos
estados de conciencia y su estructura es de diario.

La distinción entre autobiografía y diario, está relacionada con otra distinción: la vida como
programa y la vida como experimento. La autobiografía sería la vida como plan, y el diario la
vida como experimento.

También se corresponde con la distinción romántica entre símbolo y alegoría. La


autobiografía, esa vida como proyecto, se corresponde con la alegoría y el turismo, en tanto que un
diario, experimento, está en relación con el símbolo, el viaje.

La escritura, la alegoría, no ilustra un concepto previo, mientras que un símbolo es una


especie de ser viviente que se remite a sí mismo y no sólo quiere ilustrar una idea abstracta previa.
Sin embargo, muchos filósofos tratan de convertir los símbolos en alegorías.

Esa contraposición se relaciona con una idea que yo quiero ilustrar, la alegoría, que sería la
autobiografía, y el diario, remitiéndose a sí mismo.

1
Autobiografía Diario

- Justificación de uno mismo - Notacional


- Vida como programa, plan - Vida como experimento
- Turista - Viajero
- Alegoría - Símbolo

La distinción entre diario y autobiografía trasciende así el campo del yo y afecta a otros, como
el literario, el del viaje, etc.

Una autobiografía es así una autodicea, una reconstrucción del pasado con una unidad de
sentido donde se elimina todo lo que no encaja.

Las memorias, es un tipo de escritura del yo, donde una persona de relevancia pública,
describe para las personas que lo conocen, como ha sido dicha vida. Es la presentación que un yo
hace de sí mismo en su dimensión pública.

Las Confesiones, como las de San Agustín o Rousseau, tienen principalmente la función de
contarle a alguien, sea a Dios o a un público, lo que verdaderamente son, porque se había puesto en
cuestión, por un motivo u otro, la sinceridad del autor. Es un intento de comprometerse con la
Divinidad o el público.

La correspondencia epistolar es un género de carteo con un amigo, que sirve para comunicar
o para perfeccionarse a uno mismo. Es una presentación del yo desde otro punto de vista, con la
intención de dar cuenta como uno se va perfeccionando o no con la ayuda de los interlocutores. El
Yo se convierte en objeto de reflexión para perfeccionarse a sí mismo, con la ayuda de las otras
personas.

“En cada hombre singular está la forma entera de la humana condición”, mantiene
Montaigne. Y se supone que hay una proximidad y trasparencia de uno consigo mismo que no hay
cuando se estudia al hombre en tercera persona. Es decir, uno puede conocer mejor a uno mismo,
que verlo en tercera persona.

La primera persona introduce en la antropología un acervo especial. La cuestión es así cómo


se constituye ese yo, cómo es esa relación del yo consigo mismo, si se constituye como
conocimiento o de reflexión práctica… etc.

1.“La comedia de la sinceridad”

1.1. Valéry, crítico de Stendhal


“Nunca se alabará demasiado la naturalidad”, mantenía Stendhal. Lo natural se manifiesta
de su forma más fuerza en la pasión, encontrando su antítesis en la vanidad, la preocupación de
qué dirán, que presiona para que nos acomodemos a las exigencias de la gente.

Sin embargo, Valéry critica esta posición y realiza una crítica contra esta doble ilusión,
realizando dos objeciones contra el proyecto de ser natural y de identificarse con lo natural:

1. En el seno de lo natural está lo convencional:


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En primer lugar, lo convencional o social, está dentro de lo natural, por lo que no se puede
evitar. En el seno de lo natural está lo convencional. Incluso en los momentos de mayor pasión y
frenesí, como los del amor del que habla Stendhal, uno imita modelos e imágenes amorosas,
haciendo uno lo que hacen otros, por lo que no es ese yo irreductible que se creía cuando era un yo
natural. Uno actúa como actúa la cultura en la que se desarrolla.

Y el propio Stendhal parece ofrecer, contra su voluntad, una prueba de que en lo natural está
lo convencional. Haciendo referencia a la historia de Paolo y Francesca Rimini, del Canto V de La
Divina Comedia de Dante, así como en el ejemplo del amor-pasión. Francesca cuenta que ella y su
amante leían el pasaje de Lancelot y cuando éste y Ginebra se besan, ellos también lo hacen. Así,
cuando la pasión brota, lo hace por efecto de la convención, y el ejemplo de Dante le daría la razón
a Valéry. Además, Valéry hace notar que en el ejemplo que proponía Stendhal, éste omitió, y no se
entiende que no fuera adrede, el siguiente verso:
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
La Divina Comedia, Canto V, verso 137, Dante
con el que claramente se apoyaría la tesis de Valéry, pues todo acaba siendo convencional,
acorde a un libro ya escrito, sea el del ciclo artúrico que leen Paolo y Francesca o la representación
del caballero Galeotto como el que propicia el encuentro entre Lancelot y Ginebra.

Además, para ellos (Paolo y Francesca) Galeotto y el propio libro, dice Francesco, son los que
provocan esa pasión, siendo además un libro muy difundido, como era el del ciclo artúrico. Su
amor-pasión sigue así un patrón convencional. Para Valéry, Stendhal corta adrede el ejemplo,
para no mostrar esta última parte de así como Galeotto inspiró a Lancelot, el libro y el autor les
inspiraron a ellos.

De esta manera, ser natural es ser como otro. La distinción entre auténtico e inauténtico se
define en el universo de las convenciones.

2. “La comedia de la sinceridad”:

Aún concediendo a Stendhal que existe un yo natural, sin convención, al tratar de coincidir lo
más posible con este yo, esforzándonos por ser natural, Stendhal habría sucumbido a una “comedia
de la sinceridad”. Para entenderlo, hay que aclarar el significado de sinceridad:

- En su sentido habitual es un reconocimiento franco de lo que pensamos o sentimos y


se lo transmitimos a los demás.

- Pero cuando entendemos por sinceridad el ideal de formar una unidad indivisa con
nuestro ser más íntimo, ello se viene abajo. En el momento en que tratamos de
verificarlos, hay una insuperable división del sujeto, entre el que observa y el objeto
observado. Al mismo tiempo, se trata de excluir al observador, que es parte
fundamental.

De esta manera, se puede llegar a ser sincero, pero no sincero de hecho. Porque en esa
insalvable división, el que trata de identificar queda fuera de la propia de la observación. Si
uno entiende por sincero el formar uno con su ser más íntimo, ello es imposible, porque en el
momento en que uno lo está verificando, la parte que lo verifica queda excluido.

Tan pronto como la voluntad interviene, el querer ser sincero consigo mismo es un principio
inevitable de falsificación. La sinceridad sería ese criterio inevitable de falsificación.

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Establecemos una distancia entre el yo que somos y el que queremos analizar, un abismo que
es imposible salvar, y es el que Valéry percibe en Stendhal. Nada impide tanto ser natural, como
intentar serlo.

Es un proyecto imposible o contradictorio la voluntad de ser sincero o natural consigo mismo,


si se entiende por ella la intención de ser uno consigo mismo, porque la parte que lo testifica
queda fuera de la unión.

Intentar refutar a Valéry:

Podemos tratar de refutar las objeciones de Valéry. El estatuto de la autenticidad hoy día es
ambiguo. En el plano teórico, pocos filósofos tratan de darle una articulación. Uno se ve inclinado
en ver sólo un espejismo o compulsión del espíritu que acarrearía consecuencias espantosas. Pero
en el plano existencial, uno desea ser uno mismo y no acomodarse o mimetizarse con otros.

La noción de autenticidad encierra así una verdad valiosa que merece ser rescatado. A pesar
de las objeciones tal vez quepa alcanzar un ideal de autenticidad depurado y decantado por la poda
de las consideraciones sobre ellas. Las objeciones que Valéry plantea, ponen de manifiesto dos
cuestiones de la autenticidad.

El ideal de autenticidad es blanco de muchas críticas desde hace tiempo. En el plano ético, su
cultivo parece que lleva a un solipsismo de la autenticidad y lleva a un desprecio de los demás.

La segunda crítica moral, denuncia que la autenticidad y la obsesión por ser auténtico inspira
una especie de fatuidad, es decir, de ser engreído y mostrar un sentimiento de superioridad, que
impide a sus adeptos, satisfechos de haber alcanzado su yo verdadero, de trascender lo que ya se es.

Estas preocupaciones no están carentes de sentido, pero para que llegasen a desacreditar la
noción de autenticidad, habría que suponer que no podría prevalecer sino es acostar de eliminar
otros valores.

Pero este presupuesto se puede rechazar porque no habría ningún valor que elimine ningún
otro. Incluso depurado de los valores de Stendhal, tampoco tiene que ser la autenticidad un valor
fundamental, absoluto, sino que se puede compatibilizar con otros valores, ya que en el seno de la
propia sociedad hay valores incompatibles entre sí.
Un valor no tiene por qué ser menos legítimo porque en ciertas circunstancias se sacrifique. Y
en este contexto habría que abordar el ideal de autenticidad.

Estas dos objeciones no serían tan fuertes si se tiene una concepción pluralista del mundo
moral. Para que tuviesen fuerza, la autenticidad debería ser un valor absoluto, pero si no creemos
en ningún valor absoluto y somos liberales en el sentido de una tolerancia positiva, pierden peso las
objeciones. Hay muchos valores incompatibles entre sí, y muchas veces sacrificamos uno a favor de
otro.

Isaiah Berlin mantiene esta posición de valores incompatibles, por lo que no puede existir
una sociedad utópica donde todos los valores coincidan armoniosamente. Los valores pueden
chocar y ello es evidente, por ello las civilizaciones chocan. Hay choques entre culturas, dentro de
la cultura, o entre las personas. Los valores pueden también chocar en un mismo individuo, pero
ello no quiere decir que unos sean verdaderos y otros falsos. Lo puede haber entre piedad-justicia,
entre libertad-igualdad, etc.

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La doble crítica que se hace desde la ética a la autenticidad pierde su fuerza si no hay una
concepción monista del mundo ética. Si se considera que hay varios valores, uno puede ser el de la
autenticidad, podado en ciertos contextos, y otro el de conocerse a sí mismo, que en otros contextos
se puede oponer a la autenticidad. Si tenemos una concepción como la de Berlin, las dificultades
planteadas por la ética son fácilmente superables.

El orden ético es más complejo de lo que la sistematización filosófica nos deja ver. La
estructura ética es pluralista, sin un valor fundamental que funde el resto de valores, ni uno supremo
que prevalezca frente a los demás. Y un valor no es menos real porque en ciertas circunstancias se
sacrifique a la vista de otros valores.

El pluralismo valorativo nos hace modificar el concepto de autenticidad. En determinadas


circunstancias puede conllevar inconvenientes decisivos. Ello no se expone tan fácilmente a las
críticas anteriores pero ello no significa que tengamos una comprensión cabal de autenticidad, sino
que ello es lo que pretendemos. Pero lo que no podemos hacer es definir autenticidad por sus
prejuicios y objeciones.

Las objeciones del mundo ético se pueden salvar con la pluralidad de valores. Pero las
objeciones de Valéry son mucho más fuertes y conservan toda su fuerza, e incluso aún más si no
hacemos de la autenticidad un valor supremo. Tal vez debamos eliminar elementos sobrevenidos a
la autenticidad para ver que es lo que sobrevive a la noción de incoherencia.

Muchos autores enumeran de forma más imprecisas las críticas de Valéry. Si la cuestión de la
autenticidad ha perdido fuerza en el debate debido a tantas convergencias contra ella, podemos
reabrirlo, retomando las ideas de Valéry y basándonos en la idea dos pensadores que han tratado sus
críticas como son René Girard y Jean-Paul Sartre. Ambos retoman las críticas de Valéry para
analizar la cuestión de autenticidad y exponen de forma más radical las críticas:

- Respecto al mimetismo, la mayor fuerza la tenemos en el análisis del mimetismo


social de René Girard.

- Para la argumentación según la cual tenemos la tentativa de formar una unidad


indivisa con nuestro ser más íntimo, esa “comedia de la sinceridad”, tenemos el texto
de Sartre, La mala fe.

Esta modificación de la autenticidad no constituye un ser en sí. Ser auténtico significa ser
puramente uno mismo, es decir, que el yo que se es se manifieste de manera intrínseca y sin
perturbaciones.

1.2. La crítica de Sartre de la sinceridad como mala fe


Se considera al Sartre de El ser y la nada como un filósofo de la autenticidad, por eso puede
sorprender que lo empleemos como crítico de este concepto. En esta obra, al ideal de la
autenticidad se le concede un papel mínimo y sólo en un pasaje, en una nota a la discusión sobre la
mala fe, se refiere Sartre a este ideal y esta referencia positiva resulta enigmática. En esta nota,
evoca:
Si bien es indiferente ser de buena o de mala fe, porque la mala fe alcanza a la
buena fe y se desliza en el origen mismo de su proyecto, ello no significa que no se
pueda escapar radicalmente a la mala fe. Pero esto supone una reasunción del ser

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podrido por sí mismo, reasunción a la que llamaremos autenticidad y cuya descripción
no cabe aquí.1
Al margen de esta nota, no emplea autenticidad sino para referirse al empleo que realiza
Heidegger y el cual critica. En su opinión, al haber incorporado una explicación ética no
explicitada, se debe evitar una nomenclatura que mezcle ontología y ética y que no quede claro.

No obstante, ello no implica que no hable de la autenticidad, pues se refiere a ella


posteriormente en la obra.

También en publicaciones anteriores a El ser y la nada emplea el concepto y evoca la


autenticidad como un ideal al que quiere aproximarse. Y en publicaciones posteriores, la
autenticidad ocupa un lugar central en la ontología ética que evoca.

Sartre disponía en la época de razones para desconfiar de la palabra autenticidad. Y aunque no


rechaza todas sus significaciones, una de ellas no puede verla con buenos ojos: la de que para ser
autentico hay que ser lo que se es para su ser verdadero. Según esto, la autenticidad es lo mismo
que Valéry critica a la sinceridad de Stendhal.

Sinceridad puede referirse a cosas muy diferentes. Frecuentemente es veracidad, franqueza,


cuando una persona no oculta sus pensamientos y deseos a otros, o cuando trata de no engañarse,
admitiendo que muchas veces no nos llevamos por nuestros deseos, sino por los de otros. La
sinceridad consiste en la ausencia de hipocresía o ceguera.

La autenticidad nunca significa una relación con otro que se aceptaría igual con una relación
consigo mismo. Es sólo una relación con uno mismo. Sinceridad y autenticidad son así conceptos
diferentes.

En el pasado, había un ideal de sinceridad que asociaba la veracidad para con otras personas
con la sinceridad para con uno mismo. Este ideal parece hoy estar pasado de moda, porque ya no
nos identificamos con nuestros roles sociales y hoy día sinceridad con uno mismo y con los demás
son muy diferentes.

Sartre, en El ser y la nada, argumenta que la sinceridad es una trampa, un proyecto


contradictorio e incoherente. El llega a ser el que eres, es la trampa de hoy. La sinceridad resulta
siempre y necesariamente una mentira para con uno mismo. Ello constituye su punto
culminante de la mala fe.

El espíritu de seriedad y formalidad es moldearse con las expectativas de los otros. La


sinceridad lejos de un antídoto contra estas ideas de convencionalidad, también hace del sujeto un
objeto, el yo verdadero que sería llegar a ser. Para ser auténtico, uno deberá dejar de ser sincero.

La crítica sartriana a la sinceridad es uno de los mayores ataques a la concepción de la


sinceridad. Sólo queda saber si la autenticidad puede ser concebida de otro modo. Ser auténtico no
será ser aquello que realmente se es.

Crítica al ideal de la sinceridad como ejemplo de mala fe:

Sartre desarrolla la idea de mala fe en la obra de El ser y la nada, tras examinar en el primer
capítulo la nada y la negación. Tal vez la mala fe de Sartre no es una mentira para con uno mismo,
sino una manera de la conciencia de estar en desacuerdo con nosotros mismo, sin ser conscientes de

1
Nota al pie de página, El ser y la nada, La mala fe, Editorial Losada, Pág. 118

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ello. Lo importante, en todo caso, es la duplicidad con uno mismo, que llama Sartre mala fe, y que
el ideal de sinceridad remite a ella, es una forma de mentira.

La mala fe de Sartre consiste en contemplarse como si uno fuese una cosa y no el ser
consciente que se es, cuando el propio esfuerzo de edificarse, destruye eso mismo.
Esta tentativa de convertirse en una cosa puede adaptar dos formas contrarias, que no está
claro en su análisis:

1. Facticidad: Se considera el carácter como la integridad del propio ser. Uno


consiste sólo en el rol social o su carácter. Se supone que se es lo que se es, definida
por sus rasgos y naturaleza. Su modo de vida no es suyo sino en y por relación
consigo. Pero este intento de exteriorizar la propia vida es vano, pues al querer
contemplarse desde lejos, uno se distingue de ella y trasciende la imagen:

2. Trascendencia: Con el pretexto de que ninguna categoría puede adoptar lo que es el


hombre (que no tiene esencia), se identifica con el carácter o rol social. Pero ello se
lleva a cabo para convencerse de que no se está ligado por más tiempo a este modo
de existencia, como si el sentido en que se trasciende aquello que se es
completamente fuese igual al modo en que una cosa se distingue de otra, cuando
ello también tiene la forma de otro objeto, con otro mundo objetivo

En cada uno de los mundos de la mala fe, uno se identifica con un objeto:

- En el primero con los trabajos, carácter o roles sociales.

- bien, como en el segundo caso, se quiere hacer de la diferencia un refugio, que no


tendría que ver con los roles trascendidos.

A esta última situación corresponde el sentido normal de la expresión mala fe, a saber, el
rechazo a confesar lo que con toda evidencia se cree o desea (el ejemplo de la mujer y su deseo
carnal). Pero no hay menos duplicidad cuando se identifica con los propios roles y deseos que no se
tiene en cuenta y pierde vista la manera en que se trasciende en el mundo. Y es a esta forma a la que
sucumbe la sinceridad como mala fe. En general, la consolidación de sí que se pretende con la
mala fe es imposible por el hecho de tratar de alcanzarla. Aquello de lo que en un caso se reniega,
en vano, es el elemento con el que el otro se quiere fundir.
Podemos resumir el contenido de la mala fe diciendo que es el proyecto incoherente en que
el yo se esfuerza por llegar a ser una de las dos dimensiones constitutivas del ser humano con
la exclusión de la otra.

Las dos dimensiones, trascendencia y facticidad, son inseparables y la mala fe es querer


reducir la realidad a una sola de ellas. Y lo propio del ser humano es ser las dos, lo cual le es
incómodo. Las dos formas de mala fe tratan de reducir al hombre a una sola. La sinceridad está
lejos de constituir esa forma de afirmar las dos realidades.

Lo esencial de su crítica es que al alejarse del yo verdadero para acomodarse a las exigencias
de los otros, se saca partido para no ser un objeto. Y la idea de poner fin a la traición de sí,
abandonarse a las exigencias de los otros no es sino la ensoñación de que uno puede hacerse uno
consigo mismo, negando la trascendencia. Así se cae en la primera forma de la mala fe. Al querer
alcanzar la perfecta coincidencia consigo mismo, pero entonces no haría falta llegar a ser.

El objetivo de la sinceridad y la mala fe no son tan diferentes. La mala fe es no querer estar


a distancia de nosotros mismo, por ello se equivoca si la definimos como un estar alejados de

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nosotros mismos. En razón de nuestra propia condición no podemos coincidir con nosotros mismos
y la mala fe es el esfuerzo desesperado por cubrir esa no coincidencia, negándola, llegando a ser
uno consigo mismo.

Al presuponerse recíprocamente las dos realidades ontológicas, facticidad y trascendencia,


nos encontramos a distancia de nosotros mismos, de ahí la incoherencia de la sinceridad.

- Facticidad: el modo concreto en que uno existe, su carácter y roles sociales.

- Trascendencia: capacidad de distanciarse de los roles.

La cuestión fundamental es que puesto que la constitución humana se constituye


indisolublemente por el intento subconsciente, semiconsciente o consciente de hacer movimiento de
reducir la condición humana a una de sus dos concisiones sería mala fe, de mentira.

Estos resultados se refieren a la subjetividad de Sartre. Para él, ser sujeto es tener una
determinada relación consigo mismo en razón de la cual se puede decir que uno es responsable de
sus pensamientos y acciones, de manera que puedan decirse suyos. Por ello, el sujeto puede tener un
yo. Pero su tratamiento es particular por la relación del yo consigo mismo. El sujeto siempre está a
una distancia de sí, por lo que identificarse consigo mismo es mentir, un acto de mala fe. El
verdadero yo es una escisión, incómodo, que no se puede evitar pero que uno trata de anestesiar con
la mala fe.

El sujeto siempre está a una distancia de sí, y no sólo en la reflexión, donde nos convertimos
en objeto de nuestra propia mirada, sino más radicalmente todavía en la naturaleza de nuestra
conciencia. La pretensión del sujeto de coincidir consigo mismo sería falsear la propia
naturaleza y por ello sería mentir y un acto de mala fe.

Aunque Sartre enuncia ello con una tesis paradójica y abusiva, No se es lo que se es ni se es lo
que no se es, esta relación es una relación práctica y, en un sentido, normativa. Nuestros deseos y
creencias se definen por los compromisos que nos hemos impuesto al hacerlos nuestros.

El yo todavía no es aquello con lo que se compromete ser, lo tiene que llevar a cabo. Aquello
a lo que se compromete ser es lo que aquello no es, sino lo que quiere ser, y ello ya introduce una
escisión.
Sartre está persuadido de que todos tenemos una tendencia a negar dicha escisión de
nuestro ser y cosificar nuestro yo, que a imagen de cualquier otro objeto sería algo totalmente
hecho y acabado. El yo se crea o se constituye en ese compromiso práctico. Y también está
convencido de que esa ilusión de nuestro yo como un objeto acabado, calificado de mala fe, es
seductora porque nos permite olvidar y pasar por alto, apoyándose en la actitud de seguridad de
ser espectadores de nosotros mismos, de que somos vulnerables. El yo auténtico se da en el
compromiso práctico, pues nadie puede hacerlo por nosotros.

Pero ahora, tenemos que ver si Sartre tiene razón al reducir la sinceridad a la mala fe. En la
medida en que sinceridad es franqueza o veracidad, no se ve afectada por la crítica, pero en su
sentido más ambicioso, sinceridad se entiende como el ser uno con su yo verdadero. Y la ubicuidad
de este ideal en nuestra sociedad, es evidente, aun cuando su prestigio filosófico haya disminuido.

El objetivo de la crítica sartreana sigue gozando de vigencia y que el ideal de sinceridad es


incoherente por sus críticas expuesta. En la medida en que se quiere llegar a ser algo, es evidente
que no se es, porque sino no tendría sentido alcanzarlo.

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Uno no busca un objetivo sino se pretende alcanzar, aunque ello tiene excepciones:

- Hay fines que no pueden lograrse si se pretenden alcanzar.

- Otros fines excluyen toda constatación de su realización (ej: esfuerzo para dormirse),
no se pueden advertid; son fines que no se notan, dice Stendhal. Habitualmente exigen
ser perseguidos de manera indirecta (por ejemplo, suele ser mejor pensar en otra cosa
si uno pretende dormirse).

Es evidente que la sinceridad, incluso si habría que buscarla de modo indirecto, es lo


contrario a un fin no constatado. La sinceridad, como ideal, proyecto, a partir de tratar de romper
con la mala fe y tener trasparencia consigo mismo constituye un fin que no puede lograrse sin
saberlo, pues requiere una lucidez total. La persecución de este ideal está condenada al fracaso,
pues sólo desde el exterior uno se puede alegrar de la coincidencia del yo consigo mismo. El hecho
de que se tenga que lograr con plena conciencia, imposibilita esa coincidencia.

Para Nietzsche, el llega a ser el que eres, fue una premisa que llega a tomar incluso como
subtitulo de Ecce homo. Pero ello es lo más alejado de su pensamiento, pues no cree en la
substancialidad del yo. Para él, llega a ser lo que eres evoca el amor del destino en el que uno se
identifica con todo lo que se ha llegado a ser en lugar de lamentar los momentos infelices, su eterno
retorno. Sin embargo, el hecho de que haya rechazado la noción de un yo verdadero, no cambia la
situación, porque el fin que se propone no escapa a la contradicción denunciada por Sartre.

Sin embargo, si el pensamiento es tan incoherente ¿por qué se piensa? Aparentemente muchas
personas se han persuadido de su sinceridad. Ello es posible, como Sartre indica (115 – 116) en la
medida en que hay una manera de creer en una cosa sin caer en ella, la mala fe. Tan pronto
como uno cree haberse persuadido de ser sincero, empieza a dudar de ello y redobla su esfuerzo
para lograrlo.

Pero si la sinceridad y autenticidad no se entiende así, como el caso de Stendhal, las críticas de
Valéry y Sartre no se sostienen. Porque para Stendhal la naturalidad, lo natural, es lo irreflexivo.
Por ello, la contradicción expuesta por Valéry y Sartre no estaría presente. Si se concibe el ideal de
sinceridad como Valéry y Sartre, es contradictorio e inconsistente y de mala fe, pero no es así como
lo concibe Stendhal. Stendhal entiende lo natural como lo irreflexivo, la pasión, y en este sentido no
se ve afectada con la crítica.

1.3. Pasión y espíritu de análisis en Stendhal


Stendhal está en una situación histórica compleja, estando influido por los intelectuales e
ideólogos como Helvetius o Rousseau, pero su afán por la autenticidad también lo acerca a los
románticos (a lo que también se aproxima como seguidor de Rousseau). Asimismo, hará una
distinción entre placer e interés o hedonismo. El hedonismo no es forzosamente lo mismo que el
egoísmo. Lo distintivo de la pasión amorosa es que uno se precipita al placer sin considerar el
propio interés, y de ahí lo esencial del proceso que Stendhal llama cristalización. La cristalización
amorosa, expresión acuñada por Stendhal, emplea la metáfora de las fábricas de las minas de sal,
donde si uno colocaba una rama, se decoraba con cristales de sal. La rama de por sí no tiene dichas
cristales, sino que son puestas desde fuera, y de la misma manera todas las cualidades que tiene el
amado no las tiene, sino que son colocadas por el amante. El objeto de deseo se adorna con
todas las perfecciones, con la imaginación uno coloca todos esos elementos para tener más placer.

La pasión auténtica es una especie de locura, alimentada no por los cálculos del interés sino
por la imaginación. El amor pasión escapa al análisis, por la misma razón que el amor pasión no se

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puede analizar cuando la sentimos. Si reflexionásemos sobre esta pasión cuando la sentimos y
analizásemos sus placeres, la suprimiríamos, porque la reflexión mide y es siempre interesada, es
siempre el instrumento de la vanidad, porque el interés de uno siempre es compararse con otros y
trepar. Dejamos de ser uno mismo para determinar nuestro propio bien. Por ello, el amor-pasión
auténtico debe ser irreflexivo e impulsivo.

De esto se sigue que tampoco podemos disecarlo una vez ocurrirlo, porque el análisis
psicológico es sacar los análisis de interés.

Este contraste entre reflexión y pasión es expuesto por Stendhal en su novela Rojo y Negro.
Julien Sorel, a partir de una vida atormentada por el calculo y el interés y por su ascenso social y
consagrado a seguir el ejemplo de Napoleón, se deja llevar por el amor apasionado en Madame de
Renal. Cuando Julien dispara sobre Madame de Renal por denunciarlo, Stendhal lo narra como un
acto inmotivado, el público lo apela a los celos y el propio Julien explica que no sabe por qué lo
hizo. Aunque toda la novela está movida por el interés y el cálculo, Julien termina con lo natural y
Stendhal refleja que en el reino de lo natural del siglo XIX la única distinción que no se compra es
la muerte.

El resumen de esta novela se expone en dos tesis principales:

- La reflexión no puede escapar a la vanidad, es decir a la consideración del otro,


con sus distintas modulaciones.
-
- Lo natural se opone esencial y fundamentalmente a la reflexión.

Si Sorel logra romper el dominio de los modelos impuestos por su sociedad sobre su espíritu,
no lo hace por conformarse al yo natural de sí mismo, sino que abandona el esfuerzo de alcanzar a
ser quienquiera que sea y se deja llevar primero por la cólera y segundo por su amor-pasión, es
decir, en ambos casos por pasiones. Dicho esto, podemos explicar las dos tesis.

1.4. Reflexión y “ser como otro”


La reflexión no puede escapar a la vanidad
Sobre la naturaleza de la reflexión, en primer lugar hay que subrayar que se puede explicar
de muchas maneras, es multiforme. En consecuencia, hay que hacer varias precisiones y
distinciones.

Una primera distinción es que la reflexión puede tener por objeto tanto al mundo exterior
como a uno mismo, es decir, la autorreflexión. Habitualmente se entiende por ver con más
discernimiento en nosotros mismos, por lo que podría parecer que siempre debe estar limitada a
uno. Pero no siempre es así, porque también reflexionamos sobre el mundo externo con el fin de
ver como influye en aspectos de otras cosas del exterior. Puedo reflexionar sobre enunciados del
mundo exterior sin acudir a la experiencia. Cuando reflexionamos sobre el mundo exterior pero
tratando de descubrir las implicaciones los conocimientos que ya hemos adquirimos, reflexionamos
sobre el mundo exterior pero sin salir de nosotros mismos, por lo que el proceso de análisis se
desarrolla dentro de lo que la experiencia ya nos ha transmitido.

Pero hay una segunda distinción fundamental, cuando observamos que el conocimiento no es
el único constituyente de la reflexión. Cuando reflexionamos sobre el mundo, realizamos una
reflexión teórica o cognoscitiva, lo hacemos para perfeccionar el conocimiento sobre él, y
podemos reflexionar sobre nosotros mismos para conocer mejor nuestras pasiones y a

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nosotros mismo, y cuando reflexionamos sobre lo que debemos hacer es para ver cuales son las
mejores acciones que avalan lo que queremos. A esta reflexión se opone otra que no es teórica o
cognoscitiva; es una reflexión práctica. Podemos reflexionar sobre nosotros mismos no para
aumentar nuestro conocimiento, sino para comprometernos más con nuestros sentimientos y
creencias, una vuelta reflexiva para asumir responsabilidades, comprometernos más y mejor
con nuestras creencias, deseos y acciones.

Mientras que en la reflexión teórica uno siempre tiene en cuenta el punto de vista de otro,
sea este otro el que sea, incluso impersonal, en la reflexión práctica cuando uno se compromete
con un deseo, creencia, intención, etc. ningún otro puede asumirlo. Si uno trata de analizar el yo con
la reflexión teórica, no encuentra salida, en el sentido que criticaba Sartre. Pero cuando uno se
compromete, ello es irreductible, porque nadie más puede hacerlo.

La concepción de reflexión práctica es menos conocida en filosofía que la teórica, aunque


puede ser más relevante si tenemos en cuenta que es donde se constituye el yo. Nadie puede
comprometerse por otro, por lo que el yo se constituye como tal definitivamente en el ámbito ético.
La reflexión práctica será la auténtica, porque constituye el yo, mientras que la reflexión
teórica sería inauténtica, porque posee vanidad y se tiene en cuenta el punto de vista de otro.

Cuando reflexionamos sobre nuestras posibilidades de acción para determinar la acción para
la que tenemos las mejores razones, no somos tanto nosotros mismo, sino el mundo, lo que
debemos hacer.

La tesis se puede formular así: cuando reflexionamos de este modo nos preocupamos
siempre por confrontar lo que hacemos con lo que otros pensarían. Tal vez apelamos a lo que
un individuo concreto y cercano diría, a un personaje admirado o a principios, pero también,
implícitamente, nos remitimos a otra persona impersonal. Es decir, cuando uno se remite a
principios abstractos, también lo hace a otro ser impersonal.

Sustituyendo el término de la vanidad por la noción más amplia de “tener en cuenta al otro”,
la postura de Stendhal se hace más plausible. Adam Smith desarrolló esta idea en su obra Teoría de
los sentimientos morales. Como mantiene Smith, en la reflexión teórica siempre debemos tener en
cuenta el punto de vista de otro, al contrario que en la reflexión práctica. Cuando creemos que
actuamos por consideraciones abstractas y no por un modelo que admiramos, ahí tampoco nos
liberamos del influjo de otros individuos. Es imposible juzgar nuestras acciones sin pensar por lo
que cualquier otro haría y pensaría ante la misma situación. Por ello, tenemos la necesidad de
remitirnos a un espectador imparcial, pero no deja de ser un otro al que apelamos. Cuando uno
invoca principios abstractos, siempre hay debajo un espectador imparcial como dice Adam Smith u
otro generalizado, como dice Herdert Mead.

En la reflexión teórica, ello implica que no podemos tener justificada una creencia si no fuera
porque otras personas, con las mismas creencias y la misma situación actuarían igual. Cuando el
objetivo último de la reflexión es sólo asegurarnos de que en verdad creemos algo, no la aceptamos
si no es porque creemos tener buenas razones para tenerla.

Volviendo al ideal de sinceridad, si éste constituye un fin reflexivo, lo es en la medida en que


se remite a la reflexión teórica. El proyecto de ser sincero requiere:

- Se trata de descubrir cuál es nuestro yo verdadero

- No lograremos ser sinceros sin percatarnos de la coincidencia con el verdadero yo.

11
Por ello, en esta reflexión teórica se tiene en cuenta el punto de vista del otro, por lo que no
es una que puede tener uno consigo mismo. Su dependencia de la reflexión teórica es lo que
condena el proyecto de ser sincero.

En el momento en que uno pretende ser uno consigo mismo, si en toda reflexión está la
vanidad de tener en cuenta al otro, no puede dejar de lado el juicio del otro, porque en la reflexión
teórica siempre está presente esa consideración del otro, aunque sea el espectador imparcial de
Adam Smith u otro generalizado de Herdert Mead. Al yo verdadero no le debería importar lo
que piensen los demás, pero tal despreocupación es inadmisible al constatar el estado mental en el
que estamos, pues es una reflexión cognitiva. Por ello, el proyecto de ser sincero no puede
alcanzar la indiferencia respecto al juicio del otro.

1.5. La naturalidad
Lo natural se opone, por esencia, a la reflexión
Lo natural se caracteriza por la ausencia de reflexión, por lo que sólo son naturales los
deseos, acciones, pensamientos, etc. donde no se tiene en cuenta al otro. Lo que se hace de manera
natural se hace sin pensar lo que otro piense y en la justificación que podría tener a ojos de uno
mismo. Se es natural en la medida que no se preocupa por la justificación y ello es lo que ocurre
con el amor-pasión irreflexivo.

Hay que entender la ausencia de reflexión en un sentido omnicomprensivo. Para Stendhal, ser
natural no es sólo no reflexionar ni pensar en lo que piensen los otros, sino también no constatar
el estado de ánimo de uno. Uno no puede constatar ese estado y no puede alegrarse por haberlo
alcanzado, evidentemente. Cuando uno, reflexivamente, trata de mostrar lo natural que es, trata de
mostrarlo a los otros y al querer demostrar que no se preocupa por los otros, se preocupa por ellos,
por lo que es una contradicción, lo natural se disipa, desaparece.
La natural excluye que uno tenga conciencia del propio ser. Podemos preguntarnos así si lo
natural constituye una posibilidad real o si es una categoría vacía. Cuando se tiene una emoción ella
no se puede observar, porque sino desaparece. Podemos reflexionar en ciertos aspectos, pero no
podemos analizar la emoción misma.

Sartre denomina irrealizables a esos actos de los que uno no puede ser consciente para
poder realizarlos y pone como ejemplo la aventura. Existen objetos pensables a distancia que
pueden ser descritos y representados una vez pasados pero no disfrutados en el momento en que
suceden. Los conocemos como existentes mediante una retrospección.

La aventura es solo una reconstrucción retroproyectiva de lo ocurrido, pero uno no puede


ser consciente de ella en el momento en que lo vive, un pensamiento que Sartre expone en su obra
La Náusea, donde su protagonista trata de escribir un diario de su vida de forma que sus hechos no
tuviesen conexión entre ellos, para descubrir que no puede hacerlo y finalmente debe elegir entre
vivir o contar. Sólo se puede concluir que no se pueden vivir las aventuras como aventuras, sino que
son existentes que sólo aparecen en el pasado, al relatarlo.

Lo natural es una categoría que se aplica de forma factorial, que analizamos de distintas
formas.

El ideal de sinceridad es un fin incoherente, pero lo natural no sucumbe a esta crítica,


porque no es un estado mental reflexivo, como era la sinceridad.

12
Así, parece que el ideal de irreflexibilidad salva las objeciones de Sartre y Valéry. El hecho
de que sea irreflexivo hace que no esté presente ese “otro” y por tanto se salva de estas críticas. Sin
embargo, ¿cómo salvarse de la “presencia del otro” ante la objeción de que en el seno de lo
natural está lo convencional?

2.El mimetismo social

2.1. La ubicuidad de la convención:


La segunda objeción de Valéry mantiene que las experiencias pueden quedar liberadas de la
incoherencia, pero no por ello quedan libre de que esas experiencias de lo natural esté
impregnadas de convencionalidad e imitación de otros modelos.

Sea la pasión reflexiva o irreflexiva, la pasión no puede ser auténtica si se entiende por ella
algo reducible a las exigencias de los otros. No se libera la pasión de la vanidad porque en el seno
de la pasión entendida como natural está la convención, están los otros.

La segunda objeción afecta así al núcleo mismo de la idea de lo natural. En cuanto a imitación
de los otros uno no se comporta como irreductible al yo.

Nuestros pensamientos y sentimientos cristalizan en el interior de una comunidad y están


marcadas con el sello y expectativas que adquirimos en su seno. No hay que considerar a las
convenciones como códigos rígidos que prescriben lo que hacer y pensar, no son tan inflexibles.
Generalmente una convención admite una pluralidad de comportamientos, en los que ha veces
hay lugar para la invención. La originalidad no tiene sentido sin el ejemplo que queremos ilustrar.
Y a veces tenemos experiencias tan imprevistas que revelan la insuficiencia de nuestras categorías
mentales, como no es lo mismo sentir la pasión como haberlo oído descrito.

La ubicuidad de la convención no significa que lo inhabitual o la invención sean ilusorias,


sino que implica que incluso experiencias como estas de la invención o lo inhabitual no son
cognoscibles si no es mediante la convención misma. Cuando tratamos de oponernos a ella, ella
misma nos marca este enfrentamiento. Cuando uno se opone a algo, se ha convertido en aquello a lo
que se opone.

La necesidad que tenemos de seguir el modelo de otros puede revestir formas más complejas.
En el caso más elemental nos apropiamos de los términos de la vida después de que otros los hayan
empleado. Pero iniciados en los usos de una sociedad, tenemos también una cierta heteronomía.
Uno puede encontrar placer en distinguirse de otro, pero esto no desmiente que nos alejamos de
unos para acercarnos a otros. Vemos así sólidas razones para cuestionar creencias de las que nos
hemos impregnado siguiendo el ejemplo de otros.
Los principios que guían nuestras reflexiones forman parte de una comunidad de juicios.
Razonamos sobre la base de lo que ya hemos aceptado y nuestras premisas derivan de formas de
pensamiento que mantiene Wittgenstein: “Así hemos aprendido a proceder”.

El obrar está condicionado por la comunidad a la que se pertenece. Y así Valéry formulo la
segunda objeción a Stendhal. No le critica tanto el culto a lo natural, sino la negativa a admitir
su aspecto convencional y que lo natural depende de lo convencional. El carácter de lo que
expresamos y el lenguaje tienen caracteres muy comunes. Se cree que sólo tenemos a otros como
modelos en cosas triviales, pero el mimetismo opera en nuestros sentimientos más íntimos. Por
ejemplo, en el amor-pasión uno se puede sentir liberado de las convenciones y donde la opinión de

13
los otros cuentan poco. Pero este amor-pasión tiene sus tópicos propios, como la luz de luna,
prados verdes, se ve al amado con una actitud de ensoñación, etc. Pero en estas ceremonias y
declaraciones observamos el influjo de la infinidad de ejemplos transmitidos por una literatura y
cinematografía en general que influyen en la vida cotidiana. Hay personas que nunca se habrían
enamorado si nunca hubieran oído hablar del amor.

Podemos recordar así la crítica de Valéry a Stendhal sobre el texto de la Divina Comedia:
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
La Divina Comedia, Canto V, verso 137, Dante
con el que claramente se apoyaría la tesis de Valéry, pues todo acaba siendo convencional, acorde a
un libro ya escrito, sea el del ciclo artúrico que leen Paolo y Francesca o la representación del
caballero Galeotto como el que propicia el encuentro entre Lancelot y Ginebra. El amor-pasión de
Paolo y Francesca sigue un patrón puramente convencional, al ser Galeotto y el propio libro los que
provocan esa pasión.

La autenticidad no puede tener así la naturalidad que le atribuyen sus defensores.


Incluso en los sentimientos más íntimos hay una heteronomía. Las partes más íntimas de nuestro
ser siguen modelos de otros. Somos seres tan volubles y móviles que acabamos experimentando
los sentimientos que fingimos.

La naturalidad no escapa a la vanidad, a ese punto de vista de los otros. Lo natural no se


sustrae al principio de Ser como otro. Esta segunda objeción de Valéry cuestiona la autenticidad
misma. Vimos que si bien el esfuerzo por coincidir con nuestro yo verdadero la noción de
autenticidad no se volvía incoherente. Ese esfuerzo por coincidir no podía ser exitoso porque no
podíamos lograr la identificación sin anularla. Pero hay momentos de espontaneidad donde no nos
vemos con los ojos de otro. Parece que estas circunstancias mostramos un carácter natural. En
ausencia de toda reflexión cognitiva no nos vemos bajo el punto de vista de otro. Ahora bien, el
problema es saber si estos momentos de espontaneidad son como pensamos realmente.

Hay experiencias donde no nos vemos bajo la mirada de otros, pero la crítica de Valéry es que
no por ello dejamos de estar bajo modelos preexistentes. La autenticidad está también
codificada. La ausencia de comparación, esa manera de vivir la ausencia de comparación se ajusta
a modelos culturales. La propia autenticidad es una convención, pero ello es difícil de aceptar si
analizamos las experiencias desde el exterior y nos dejamos envolver por su aura 2. Lo importante es
precisar el significado de la autenticidad y eliminarle los elementos espurios que se han mezclado
con su núcleo.

Esta segunda objeción de Valéry tiene una importancia vital. Se supone frecuentemente que
ser auténtico es beber de las fuentes del yo verdadero que está dentro de uno mismo y tener
contacto con él. Es esta idea tan extendida la que se pone en cuestión ¿Cómo puede existir ese yo
si por todos lados, incluso en los momentos de manifiesta espontaneidad, estamos

2
Algunos libros importantes que habla de la autenticidad como convención son:
- Ensayo El amor de occidente, Denis de Rougemont: como el amor-pasión desde que surge está sometido a
unos usos ritualizados
- Ensayo Las alegorías del amor, Lewis: como hay unas categorías codificadas que se siguen en el amor-
pasión
- El amor como pasión, Niklas Luhmann: estudio referido a los siglos XVII, XVIII y XIX sobre como la
pasión amorosa estaba auténticamente codificada
- Las leyes de la imitación, Tarde Le Bon: aspira a explicar todo comportamiento social a partir de la
imitación, como la educación, las instituciones, etc.

14
impregnados de convencionalidad? Y ¿qué se puede salvar de la naturalidad que defiende
Stendhal?

Esta crítica la podemos reconstruir no sólo con la crítica de Valéry, sino también con la del
pensador francés René Girard.

2.2. Ser como otro


Girard pone de manifiesto las distintas maneras en que nos modelamos a imagen de otros,
incluso en los momentos de espontaneidad. La espontaneidad es una mentira romántica y
explica las circunstancias en las que nace esta ilusión.

En su Ética, Spinoza sería el primero en considerar que la imitación no genera conformidad,


sino conflicto, mientras que Girard sería el segundo pensador que también lo considera. Para
Spinoza, la imitación no es principio de conformidad social, sino que cuando es una imitación del
deseo de otro genera conflicto social. Girard sostiene que cuando hay este conflicto social por la
apropiación mimética del objeto, el modo de resolverlo es buscando una víctima a la que se
atribuye la responsabilidad del caos social y posteriormente se le expulsa3. Por ejemplo, Edipo al
final de Edipo Rey, cuando se descubre que es el culpable de la peste y se le expulsa de la ciudad,
tras lo cual es divinizado ya que al ser expulsado se recupera el orden en la ciudad. Tebas sería la
unanimidad de todos contra Edipo, y luego es divinizado ya que el orden que recupera la ciudad se
debe a su marcha.

La premisa fundamental del pensamiento de Girard es la plasticidad del pensamiento


humano y, en consecuencia, el papel indispensable de las formas sociales en la formación de la
sociedad humana. Girard denuncia que uno desee un objeto por sí mismo, sino que hay un modelo
triangular: Sujeto – Objeto – Modelo a imitar.

Sujeto

Objeto Modelo
Girard niega que uno desee un objeto por las propiedades inmanentes de un objeto. No
hay objetos predeterminados que el hombre desee por su naturaleza intrínseca, todo lo contrario. El
sujeto espera de otro que le diga lo que debe desear. Lo propio del deseo es no ser propio, sino
ser imitación del deseo de otro.

Pero, en sí misma, la tesis no es novedosa, sino que es el punto de partida de la tradición


alemana antropológica del siglo XVII de Herder que define al hombre como ser carencial y que
recuperan posteriormente otros pensadores como Arnold Gehlen4.

El hombre es así un homo compensator, como dice Otto Marquard, ya que el hombre debe
compensar sus carencias con otras cosas. Marcado por su carencia de instinto y lo abstracto de sus

3
Salud: en latín Salus es salvación. El saludo es Valete.
4
Hay que distinguir entre pulsión, instinto y deseo. Las pulsiones son indiferencias, los instintos específicos y los
deseos también, pero Gehlen se refiere a los instintos.

15
capacidades innatas, el homo compensator solo se orienta en el mundo porque ha sido educado en el
marco de la sociedad circundante y se ve obligado a imitarlos.
Pascal ya había mantenido que nuestra naturaleza es la costumbre, y ello no es otra cosa que
nuestra imitación.

La costumbre es nuestra naturaleza. Quien se acostumbra a la fe la cree, y no


puede más que temer al infierno, y no cree otra cosa.

Quien se acostumbra a creer que el rey es terrible, etc.

¿Quién duda, pues, que nuestra alma, acostumbrada a ver número, espacio,
movimiento, cree eso y nada más que eso?
Pascal, Pensamientos, §126

Los padres temen que el amor natural de los hijos desaparezca. ¿Qué naturaleza,
pues, es ésta, sujeta a ser abolida?

La costumbre es una segunda naturaleza que destruye la primera. Pero, ¿qué es


la naturaleza?, ¿por qué la costumbre no es natural? Mucho temo que esta naturaleza
no sea más que una primera costumbre, como la costumbre es una segunda
naturaleza.
Pascal, Pensamientos, §126

Se considera que algo es deseable porque otro lo desea. Girard mantiene así este esquema
triangular. En el deseo no sólo hay un deseado y un deseante, sino también un modelo de deseo, al
que se le considera como tal por su prestigio, la admiración hacia él, etc. Sólo al seguir el modelo
de otro se encuentran las indicaciones para dar a nuestro deseo la forma propia. Pero el que es
considerado modelo tampoco escapa al mimetismo, pues al ver al que lo imitan, su posición se ve
reforzada. Y cuando no hay un rival, el deseo se debilita. Cuando el imitado, que puede convertirse
en un rival también en el ámbito intelectual, no ejerce como un rival, el deseo se debilita.

La teoría de Girard, con el peso decisivo que atribuye a la imitación, coincide con Pascal. La
naturaleza se imita. La antropología de Girard en sus fundamentos coincide con ello. Pero aventaja
al resto en su tratamiento de la teoría mimética.

La cuestión es así la contradicción la espontaneidad de ser uno mismo con la ubicuidad de la


convención. Si uno constantemente está imitando a otros, ¿dónde queda el yo irreductible al que
uno se remitía en la autenticidad?

Freud:

Otro pensador que también analiza de gran manera es Freud, uno de los autores que con
mayor carácter sistemático ha desarrollado el tema de la imitación en el análisis del deseo. Sin
embargo, el deseo originario no está influido por el mimetismo, que es el del infante por la
madre. Este dese es una relación de deseo intrínseco, objetiva, sin pasar por ningún mediador. El
tema se trata especialmente en el Capítulo VII de La violencia y lo sagrado de Girard, Freud y el
complejo de Edipo.

16
Este deseo del niño por la madre es definido por Freud como determinante para la forma de la
teoría psicoanalítica. En la medida en que el infante dese a su madre con deseo propio debe hacer
el descubrimiento propio de que tiene en su padre a un rival. Al caer en la cuenta de que su padre
está donde quiere llegar, el niño se verá impulsado a querer sustituirlo, pero al ser imposible el niño
no tiene otra salida que la de reprimir un deseo que no deja de ser menos esencial por el hecho de
ser prohibido.

Sin embargo, la historia familiar tiene otro tono cuando se admite, con Girard, que el deseo
del niño por la madre también es mimético, contra Freud. Si el niño ha configurado el deseo al
observar el trato que el padre da a la madre, no tendrá que descubrir al padre, sino su
descubrimiento brutal es su imposibilidad de satisfacer su deseo debido al obstáculo que supone su
propio padre. El resultado es una gran confusión, pero no debe ser el preludio de una tragedia
inevitable. Es decir, si hay una prohibición absoluta de acceder a la madre, al no ser un deseo
esencial y constitutivo, puede desplazarse a otras imitaciones y no al padre. El niño puede sustituir
el modelo del padre, lo que negaba Freud. No niega Girard la sexualidad infantil o los conflictos
profundos, sino que se niega a admitir excepciones al mimetismo del deseo humano.

¿Tiene límites la teoría de Girard?

¿No tiene la teoría de Girard límites evidentes? Podemos pensar que algunas de nuestras
capacidades y rasgos no pueden ser explicadas por esta teoría, como la capacidad de someternos a
normas objetivas y principios del pensamiento, normas de la acción, etc. No parece en estos casos
que estemos siguiente el ejemplo de otros. Una norma objetiva no se reduce a un comportamiento
de otro establecido como modelo, sino que es una norma para todos. Pero si reflexionamos no es
tan claro, pues también en la adhesión a normas objetivas no tengamos en cuenta a los otros.

Reflexionar sobre lo que hay que pensar o hacer equivale a representarnos lo que otro haría
y diría en la misma situación. El mimetismo es evidente cuando imitamos la conducta de un
modelo, sea real o imaginario. Pero el mimetismo también está presente, aunque sea en un
registro diferente, cuando nos sometemos a normas objetivas. Éstas las tenemos obligatorias a
todo individuo que imaginemos, real o ficticia, pero es necesario que nos ajustemos a la vista de ese
otro generalizado o el espectador imparcial de Adam Smith. Nos sometemos a la vista de un
espectador imparcial y queremos actuar como él lo haría.

Por tanto, es equivocado suponer que el mimetismo se limita a modelos de carne y hueso
individuales, reales o ficticios. El propio Girard se interesa por modelos concretos y parece sugerir
que la universalidad del mimetismo significa la anulidad de toda norma objetiva. Pero al proceder
así subestima el auténtico alcance de la concepción mimética, un error que tiene consecuencias para
su concepción del espíritu democrático. El pensamiento objetivo no es una excepción a la
presencia del mimetismo. En toda reflexión de lo que hay que pensar o hacer nos identificamos
con otro que goza de respeto y admiración ante nosotros, aunque sea abstracto, como el hombre
razonable. En el caso de que el mimetismo se extendiese así, no sería pertinente hablar de la
presencia de la convención, pues la idea de convención significa la influencia de individuos o
grupos sociales en los otros, lo que no sería igual al mimetismo.

El mimetismo se ha revelado más amplio a la reducción que hace Girard, pero hay que
llevar más lejos el propio análisis de la reflexión cuando decimos que lo hacemos de la reflexión
objetiva. No es elevándonos hasta un punto de vista desligado de toda comunidad de juicio como
damos con normas objetivas, sino que la universalidad es trascendencia de toda comunidad
empírica del juicio. La razón está anclada a toda comunidad sin comprometer su objetividad.
Las premisas de los razonamientos objetivos están ya dadas, son convencionales, pero estas

17
creencias dadas no pueden ser construidas individualmente, sino que se forman gracias a la
influencia de los otros. Así, todo conocimiento, hasta el más objetivo, tiene un carácter histórico.

2.3. Autenticidad y época democrática


Tras esta aclaración, podemos ver como en su base Girard critica la autenticidad. A ojos de
Girard la autenticidad no puede construir la expresión de la espontaneidad que pretende
demostrar y con ello coincide con Valéry. La aportación de Girard es la explicación de las
condiciones por las que se produce esa ilusión de la autenticidad como representante de la
espontaneidad y ello es debido a la sociedad democrática.

En el momento en que uno imita a otro, se cree que se está identificado como uno auténtico.
Pero el mimetismo llega hasta la constitución de su identidad. No se alcanza la más mínima
comprensión del mundo si no se amolda a la práctica de los otros. Uno no puede ser uno mismo sin
ser deudor de otro y ello está presente hasta en los mayores momentos de espontaneidad. Para ello,
para Girard es necesario hacer una serie de distinciones, distinguir las formas de mimetismo según
el que imita y el modelo que se imita.
La primera distinción es la que hay en el mimetismo entre:

- Mediación externa: se considera el modelo como inaccesible. Tiene el estatuto de un


ideal al que se procura ajustar la propia postura, tratando de alcanzar los valores que
imita. Así, en el ejemplo de Girard, Don Quijote vive a la luz de los caballeros que
nunca espera alcanzar, especialmente Amadis de Gaula.

- Mediación interna: se considera que se puede alcanzar el modelo. A este tipo posee
el tipo de envidia más común de poseer lo de otro. También pertenece a esta
mediación la vanidad que describe Stendhal cuando uno veía a otro disfrutar de una
cosa y quería también alcanzarla para disfrutarla.
Debemos hacer otra distinción. El individuo que toma a otro por modelo puede:

- Proclamar lo que le debe a ese modelo.

- Ocultar su deuda, hasta el punto de ocultársela a sí mismo.

¿Por qué se querría ocultar la dependencia al modela? Respondiendo a ello Girard desarrolla
el análisis que encierra la autenticidad.

En la mediación externa, cuando se sigue un modelo muy superior se puede ocultar la


admiración para evitar ser perseguido, es decir, por razones extrínsecas (como los primeros
cristianos para no ser perseguidos). Pero rara vez en la mediación externa se oculta la dependencia
del modelo, ya que la superioridad intrínseca del modelo está armonizado con la relación de
dependencia que se instaura en la sumisión a ese modelo.

Sin embargo, no ocurre igual en la mediación interna, donde no se acepta el sometimiento,


sino que hay una pretensión de igualdad. Se imita a un modelo que se considera un igual, en
principio, valorativamente. La actitud entonces es de desajustes, dividida entre:

- Dependencia del modelo, la dependencia que el mimetismo implica, el único modo en


el que el humano como ser carente puede ser orientado.

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- Creencia en la igualdad, negando la jerarquía, ligado a la libertad individual.

Ello no implica que no se pueda sobrellevar, pero es inestable y por ello uno está tentado a
buscar una solución, que es el considerar que uno es auténtico. En esta disonancia vital y
cognitiva la estrategia más común es persuadirse de que el deseo brota del interior del propio yo
y que la dependencia del modelo es sólo accesorio, un instrumento. Si, por ejemplo, trato de
imitar a James Dean lo hago porque sigo mi patrón de masculinidad, que coincide con la que el da.

Con el ideal de autenticidad se supera esta disonancia vital. Su libertad individual no


armoniza bien con la naturaleza última de sus motivaciones, la imitación. Por una parte está
comprometido con el principio de que todos los hombres son iguales, pero por otra está atrapado en
relaciones de imitación. Puede admitir que algunas de sus motivaciones puede provenir de la
imitación, pero esta confesión sólo la realiza en cosas triviales, sería impensable si trata de definir
su personalidad, su yo profundo. Así, el hombre democrático considera sus pasiones como
provenientes de su yo. Esta sería la función negativa de la autenticidad, el olvido de la relación de
dependencia.

Pero esta noción de autenticidad no es tan seductora si no tuviese también una función
positiva. La autenticidad, al no ser cuestión de nacimiento o posición social, se considera al alcance
de todo hombre. El hombre democrático puede admitir que coincide con otro, pero nunca dirá que
es dependencia, sino mera coincidencia. En lugar de reconocer las desigualdades y relaciones de
dependencia se crea una imagen de idea preestablecida donde las personas coinciden, pero no
dependen.

Girar trata además de explicar el origen y persistencia de la ilusión de la autenticidad. Así,


los méritos del análisis de Girard serían:

1. Descubre las raíces de un conflicto fundamental de la democracia moderna:

Se trata de la colisión entre los valores particulares y específicos constitutivos de la vida


democrática, como igualdad, libertad o fraternidad, y la realidad efectiva de la condición
humana, que es mimética y, por tanto, reconoce la jerarquía y la dependencia (necesidad
antropológica de apoyarse en los modelos que otros le ofrecen).

Se evoca la noción de autonomía personal, para asegurar el cumplimiento de los valores de


la democracia, pero también la vanidad de compararse con los otros, aunque sólo sea para
demostrar la superioridad, para erigirse como modelo sobre los inferiores.

Esta discordancia se ha hecho notar y han sido objeto de muchas críticas para comparar entre
la naturaleza fáctica del hombre (mimética) y la idea de igualdad. El análisis de Girard indica el
mecanismo que subyace a ello y permite entenderlo mejor.

La teoría de Girard se opone así a la de Tocqueville, que habla de una patología contingente
del espíritu democrático, mientras que la condición de Girard se refiere a una condición
permanente, esencial y necesaria. Las aspiraciones expresadas por los valores democráticos chocan
con la búsqueda de modelos del hombre que tomar como referencias.

Pero cuando se habla de espíritu democrático no sólo se refiere al ámbito político, sino a todas
las esferas de la vida. En todas ellas se ha impuesto ese valor de igualdad. La democracia liberal lo
único que incluye son los principios e instituciones que regulan las relaciones políticas de los
ciudadanos, prescindiendo del resto de esferas.

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La igualdad y autonomía del individuo, aun siendo valores políticos, no tienen por qué ser
trasladados a otras dimensiones vitales. El Estado no tiene por qué garantizar esta traslación, sino
que sólo se encarga de aplicar el principio de igualdad en el ámbito político.

A pesar de estas distinciones, no se puede negar el hecho de la difusión del individualismo


omnicomprensivo, que pretende que todos los individuos sean considerados iguales no sólo en el
ámbito político, sino en cualquier esfera. En este sentido se puede hablar del espíritu democrático.

2. Muestra como el ideal de autenticidad pertenece por naturaleza a la sociedad


democrática. Surge como ideal pero no se hace real.

Con frecuencia se dice que con la retirada de las tradiciones, la autenticidad abre el espacio a
la espontaneidad y adquiere importancia el proceso de personalización y autenticidad. Así, la
postmodernidad con su apoyo fundamental al apoyo a la diferencia estarían consumados a inaugurar
el reino de la autenticidad con su abanderamiento del derecho a la diferencia. Pero no por ello está
uno situado para ser uno mismo. Según las tradiciones han retrocedido ha avanzado la moda, en
la que uno se modela a imagen de otros.

La democracia no ha promovido condiciones para que el idea de autenticidad se lleve a cabo


de manera real.

El paso de la sociedad jerarquizada a la sociedad igualitaria ha dado paso al amor-pasión,


considerando que éste está impregnado de autenticidad.

El amor-pasión, sin embargo, también es una tradición. Sus principios han sido codificados
desde el siglo XVII que han alcanzado máximas como “El amor bastante es demasiado poco;
cuando se ama bastante es muy poco” o “es de la naturaleza del amor que sea excesivo, si no se
ama infinitamente no se ama bien”. Es al comienzo del siglo XIX cuando a estos sentimientos se
une la individualidad de la amada. Esta gramática de la emoción constituye una convención de la
sociedad moderna.

Es verdad que el amor-pasión se siente como un impulso espontáneo, pero analizado el


fenómeno desenfrenadamente se puede observar como algo vulgar y banal.

Cuando se examina desde el exterior los fenómenos de la autenticidad se revela su


convencionalismo. Se vive la dependencia con respecto del otro como una espontaneidad a
disposición de cada uno, y esta es la ilusión que marca Girard.

Sin embargo, la teoría de Girard no está exenta de críticas y se le pueden objetar dos defectos.

2.4. Mimetismo e igualdad


Para Girard la imitación es siempre de un individuo concreto, no tiene en cuenta el mimetismo
con respecto a Otro generalizado. Pero incluso cuando nos sometemos a normas abstractas se cae
en el mimetismo.

Por ello, el primer defecto de la crítica de Girard es que no despoja a la autenticidad de toda
su validez.

20
No tiene en cuenta la distinción entre

- Moldearse a imagen de otro deliberada y conscientemente, como propósito u


objetivo.

- Llevar a cabo acciones que están influidas por otro sin ser conscientes.

El peso que otorga al igualdad y mimetismo está basado en una inexactitud. Es inexacto
decir que el espíritu igualitario esté limitado o entorpecido por seguir el modelo de otro. Este
antagonismo se produce sólo cuando el modelo al que se imita es un individuo, real o imaginario,
al que se considera un igual. Pero si uno trata de imitar normas objetivas, ese Otro generalizado es
otro normativo y uno se regula con el punto de vista no de un igual, sino de otro ideal, superior, al
que todo el mundo estaría subordinado. Si se opera a un nivel abstracto, no existe la oposición
mencionada, sino que la limitación se rompe.

Cuando nos moldeamos en base a principios, razones o normas objetivas universales a las
cuales nos adaptamos, el ideal de igualdad se cumple, puesto que todos estaríamos sometidos a
este modelo generalizado que se considera superior.

Así, el hombre democrático no estaría en conflicto consigo. Pero ello no quiere decir que no
aparezca el conflicto señalado por Girard. En la vida moderna seguimos el modelo de muchos
individuos, para orientarnos en el mundo, una necesidad que tenemos al ser el animal carente y
necesitamos compensar con el mimetismo.

Es en razón de que desprecia nuestra capacidad de adecuarnos a normas objetivas por lo


que Girard presenta un cuadro tan desesperado de la sociedad moderna. Y tampoco parece
contemplar una moral universal si no es bajo el aspecto de una imitación de un individuo
excepcional: Cristo.

Girard, al no admitir excepción a la idea de no moldearnos sino es a imagen de otro, están


condenados a la autorrefutación pues, ¿entonces su teoría no es original y auténtica y está siendo
una imitación de otras anteriores?

Incluso cuando imitamos a alguien lo hacemos porque hay razones que no son irreductibles a
la persona, aunque estén encarnadas en ellas. Cuando imitamos a alguien lo hacemos porque
creemos que existen razones objetivas para ello. El ideal de universalidad se produce y se sigue
incluso cuando seguimos a un modelo real.

Para que una razón se presente como objetiva o impersonal debe ocurrir que las premisas en
las que nos fundamos y las razones que nos la dan deben aparecer como verdaderas, que parezca
que todo individuo se adapte a ellas, y no como atractivas porque una mayoría la aprueba. La
objetividad no se reduce a no ser nada porque no pueda ser todo.

La crítica fundamentalmente es que al tener Girard una concepción muy restringida del
mimetismo, al no incluir en él el someterse a normas donde se tiene en cuenta un Otro
generalizado. Por ello para él no es posible una moral universal sin una imitación de Cristo.

Sin embargo, el mimetismo es compatible con la igualdad si consideramos el mimetismo en


toda su dimensión, incluida la dimensión en la que imitamos aun Otro generalizado.

21
2.5. Ser uno mismo en medio de las convenciones
El segundo defecto de Girard es que su concepción de las posibilidades de la acción
humana es demasiado estrecha. Lo natural está también codificado y por ello la autenticidad es
una ilusión es la posición de Girard.

Pero hay todo un mundo entre estos dos ámbitos:

- La acción donde deliberadamente nos guiamos por el modelo de otro, donde la


deliberación, la reflexión es fundamental.

- Las acciones en las que estamos influidos por los otros, pero no lo hacemos de forma
deliberada, donde actuamos irreflexivamente.

En el primer caso seguimos el modelo de alguien a quien vemos como ejemplo, pero en el
segundo caso la reflexión está ausente, y no nos preocupamos por nuestra deuda con convenciones
existentes.

Cuando un individuo se empeña en ser como otro su acción no se puede considerar auténtica,
y si no se engaña sobre el carácter de su acción no caerá en la tentación de considerarla auténtica.
Pero si el individuo no trata de asimilarse a otro, conscientemente, ¿en qué sentido se engaña el
agente cuando cree que su acción es auténtica? No se trata de que la gente niegue su formación
cultural, sino que no presta atención a ello. Si hay espacio aquí para la ilusión es debido a un
presupuesto complementario. La noción de autenticidad es concebida de esta manera.

Pero es quimérico pensar que para ser natural y uno mismo hay que zafarse de las influencias
de los otros, puesto que siempre estamos influidos pos los otros.

Sin embargo, esta conclusión no prueba que la autenticidad sea un espejismo. Habría
autenticidad en una acción cuando ésta, aunque reproduzca convenciones, no lo hace
deliberadamente; en todo caso no sería original.

De esta manera tenemos estas reformulaciones:

- Originalidad: acción irreductible que no coincide con otras.

- Autenticidad: en las acciones en las que el mimetismo no se hace con el propósito de


seguir otros modelos.

Pero la autenticidad identificada con la originalidad es irreal.

Una reformulación así no es artificiosa, sino que conserva el valor esencial de autenticidad.
Hay algo valioso en la experiencia de ser nosotros mismos, de entregarnos a ello que no vemos con
los ojos de otro. No importa que esos sentimientos tengan origen en experiencias que nos han
formado. En esta medida, nuestros momentos de espontaneidad son tales como los hemos vivido.

En la actualidad, hay dos explicaciones que compiten entre sí, cada una de las cuales se basa
en algo equivocado de autenticidad:

- Reducirlo a estar liberado de la tradición.

- Escapar a las contradicciones de la modernidad (Girard).

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La individualidad de un hombre no se basa en los rasgos que los diferencias de los demás.
Tampoco hay que concebir la individualidad como autonomía, sino que, por el contrario, la
individualidad significa que es cada individuo, y no otro, el que vive su vida, para bien o para
mal. Es nuestra vida en conjunto la que es nuestra, pero los momentos en los que nos sentimos
plenamente nosotros son los que hacen reflejar esta verdad.

Ello nos obliga a reformular el concepto de autenticidad y eliminarle otros que se le han
añadido, dejándolo depurado. Ello se refleja en el fragmento del Fausto de Goethe:

MEFISTÓFELES. – Ciertamente, si no supera uno las cosas un poquito más a


fondo. Vamos a ver; mañana, con todo el honor imaginable, ¿no engañarás tu a la
pobre Margarita, y no le jurarás todo el amor de tu alma?

FAUSTO. – Y de todo corazón, sin duda alguna

MEFISTÓFELES. – Muy bien. Entonces, todo aquello de fidelidad y de amor


eterno, de pasión única e irresistible vendrá a resultar… ¿Y eso también saldrá del
corazón?

FAUSTO. – ¡Basta! Sí, saldrá… Cuando yo siento, y para expresar este


sentimiento, este frenesí, busco nombres sin hallar ninguno, y entonces con todos los
sentidos divago por el mundo tratando de coger todas las palabras más sublimes, y
llamo infinito, eterno, sí, eterno, este fuego que me abrasa, ¿es esto una diabólica
impostura?
Fausto, (Pág. 191 cátedra) v. 3125 – 3126, Goethe

Mefistófeles anticipa las palabras con las que Fausto se declarará a Margarita. Y al hacer su
invocación de amor, Fausto mostrará esta convención, lo que hace que Mefistófeles sostenga que su
amor no es auténtico.

Sin embargo, la respuesta de Fausto es que al declarar su amor, puede coincidir con otros
anteriores, pero no por ello es menos auténtico. Es posible que no sea original y que otros lo
sintieran antes, pero en tanto que es él quien lo siente, nadie más puede hacerlo por él.

Distinguimos así entre:

- Amor afectado: donde uno se propone seguir el modelo.


-
- Amor auténtico: uno no se propone seguir el modelo.

Fausto no niega los rasgos convencionales, pero él no los siente desde esa perspectiva, sino
que aunque su amor coincida con otros modelos anteriores, no los está siguiendo y, por tanto, es
auténtico.

Si por pasión auténtica entiendo no una original e irreductible, sino una pasión que puede
padecerse aunque coincida con otras, y que no se tiene lugar porque se quiera seguir el modelo de
alguien, aunque coincida con otros, tenemos una pasión auténtica depurada.

Si la pretensión de la autenticidad fuese la originalidad estaría condenada a extinguir. Pero


si por autenticidad entendemos una pasión afectada, que no es original y que uno siente lo que otros
sintieron, pero sin pretender deliberadamente imitarlo, sino que uno ya está influido por ello y
formado así, tenemos el verdadero sentido de autenticidad.

23
Las palabras de Fausto son de lo más convencional pero resaltan algo capital que es cómo no
importa tanto que sea original lo que sintamos, como sea nosotros quien lo sintamos.

No hay que suponer que para existir la naturalidad, la autenticidad deba dejar de ser
convencional. En todo caso, dejará de ser original. La autenticidad no escapa a lo convencional,
pero lo convencional a lo que se opone es a la originalidad, no a la autenticidad. De este modo,
se puede ser auténtico en el seno de lo convencional.

También es convencional la idea de no poder expresar la pasión con palabras, y no es menos


convencional reflejarla con lágrimas y gestos que con palabras.

Uno puede aceptar que lo que uno dice ya lo han dicho otros, pero ello no implica que lo que
uno sienta y diga valga menos. Que algo no sea original no implica que no sea auténtico. En este
sentido cobra relevancia la frase de La Bruyère que dice “Todo pensamiento es nuevo cuando se
expresa de una manera que le es propia”.

De esta manera, sintetizando lo expuesto en estos dos temas, cabe defender la verdad y validez
de la autenticidad y naturalidad reinterpretándola respecto al uso que tiene en el Romanticismo y
Stendhal. Esta reinterpretación requiere una doble poda:

- Por una parte hay que limpiarla de la interpretación de autenticidad como llegar a
ser uno consigo mismo, que es la que hacía Sartre o Valéry. Es podarla de la
interpretación del “llega a ser el que eres”. Y hay que eliminarla porque es un ideal
que resulta contradictorio.

- Por otra parte, hay que eliminar la noción de autenticidad como distinta de una
experiencia no afectada, es decir, identificarla con la originalidad.

Esta reinterpretación será importante en tanto que podemos realizar una auténtica
interpretación del Yo.

3.Reflexión y conocimiento de sí
En los temas anteriores no hemos abordado en profundidad un ámbito esencial como es el de
la Reflexión, ni tampoco una tesis a propósito de la distinción entre la reflexión teórica y la
reflexión práctica, en la que el Yo se constituía en una reflexión práctica. Estas nociones han
constituido flecos sueltos en las exposiciones anteriores.

3.1. Autenticidad y naturaleza del yo:


La reflexión parece oponerse al ideal de autenticidad. En la medida en que uno reflexiona
sobre lo que hay que hacer, uno se contempla con los ojos de los otros, ya se busque en individuos
concretos o nociones abstractas. En cualquier caso, en la reflexión uno no se limita a ser uno
mismo. No obstante, el hecho de que la autenticidad sea un valor no significa que deba prevalecer
por encima de otro. No hay un valor superior al que siempre haya que subordinar el resto. En
muchas ocasiones es mejor seguir el punto de vista de otro que aferrarse a lo que es uno; a veces
imitar a otro es muy positivo.

No hay porque considerar que la reflexión constituye en si misma un mal y considerar como
decía Rousseau: “Me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura,

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y que el hombre que medita es un animal depravado”. El mismo pluralismo que nos hace
considerar la autenticidad como un valor entre otros, también nos debe permitir otros valores.

Pero hay que observar los límites ontológicos del Yo. Uno puede prestar atención otros
objetos o no, pero uno no tendría noción del Yo sin una relación con uno mismo. “Pensar
consiste en ser consciente de que uno piensa”, como dice Locke en los Ensayos sobre el
entendimiento humano; para uno “es imposible percibir sin percibir que percibe”. Parece así que
en la reflexión encontramos un lugar constitutivo del Yo. Y en este ámbito, podríamos considerar
a Fichte el primer explorador en este terreno.

Pero habría paradojas al considerar a la reflexión como el lugar constitutivo del Yo. Fichte
enumera dos dificultades de ello:

- La Reflexión es un acto que se ejecuta, por lo que presupone la existencia de la gente,


de un sujeto que lo lleva a cabo, luego el Yo debe preexistir a su esfuerzo por volver
sobre sí mismo reflexivamente; por consiguiente el yo no se constituye
reflexivamente, sino que la Reflexión ya lo presupone.

- En la medida en que la Reflexión constituye un acto de conocimiento de sí,


presupone también como en todo juicio cognitivo que su objeto, el Yo, exista
independientemente del esfuerzo por conocerlo, de modo que esta reflexión
reflexiva no puede formar parte del Yo, que es su objeto.

Así, uno se ve obligado a admitir que el yo, en tanto sujeto y objeto de la reflexión, no podría
definirse por la relación de reflexión consigo mismo cualquiera que sea su forma:

 Como sujeto presupone a la gente ante de la reflexión.

 En cuanto objeto, al reflexionar sobre uno mismo se presupone que el objeto existe
ontológicamente antes.

De este modo, tenemos dos opciones:

- Que el yo no comporte relación consigo mismo; pero es poco tentadora, pues, ¿cómo
podría reconocerse el yo como es sin una conciencia? ¿Cómo uno podría conocer el
Yo, sin saber antes ese yo? Para constatar que poseo una determinada creencia, hace
falta primero que sea consciente de que soy yo mismo.

- La otra opción es que la relación con el Yo esté a un nivel más profundo que la
reflexión. Es esta opinión la que siguió el propio Fichte al elaborar una relación
consigo Prerreflexiva, que el llama intuición intelectual. Esta intuición prerreflexiva
permite que identifiquemos nuestro Yo.

Si hay circunstancias en las que somos nosotros mismos de modo pleno, el análisis de esas
circunstancias no puede no arrojar luz sobre la constitución de ese yo que somos. Pero en la medida
en la que esos momentos caracterizados por una ausencia de reflexión no nos están indicando esos
momentos de forma reflexiva como el Yo se relaciona consigo mismo. El yo no se constituye así
en el conocimiento, sino en las pasiones irreflexivas y en la reflexión práctica, no cognitiva. Es
ahí donde se constituye el Yo como Yo auténtico.

En resumen, lo que está en juego es una antropología y ontología del Yo. Los
comportamientos auténticos representan intervalos excepcionales en la continuidad del Yo.

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Nuestros gestos y palabras expresan de manera más intensa lo que somos en nuestro propio ser.
Esos momentos de autenticidad son el emblema del Yo y en ese sentido podremos determinar que
otra relación consigo constituye nuestra subjetividad.

Al apuntar los límites de la reflexión, debemos aclarar que señalábamos la reflexión cognitiva,
cuyo objetivo es conocer mejor su objeto. Si hay un Yo auténtico no puede proceder de esta
reflexión. Pero la noción de reflexión tiene muchas significaciones y por ello debemos admitir la
existencia de una reflexión práctica. Cuando uno se suscribe a una creencia o línea de conducta,
con la que se compromete por primera vez o ya tenía, y se compromete con ella conscientemente,
uno se comporta de manera reflexiva. Pero la intención no es entonces aumentar el conocimiento
que se tiene de sí mismo, sino que es un acto en el que uno se compromete formalmente respecto a
lo que se hace, consiste en lo que se va a pensar cuando uno se compromete con ello.

Por ejemplo, tras redactar sus 99 tesis y exponerlas en las puertas del palacio de Wittenberg, el
Papado exigió a Lutero retractarse de ellas. Ante ello, Lutero dijo “Hier steh ich, ich Kann nicht
ondevs”, es decir, “Aquí estoy yo, no puede ser otro”.

Con ello trata de reafirmar y ratificar que sigue comprometido con sus tesis. No pretende
aumentar su conocimiento, pero sigue siendo una reflexión, una reflexión práctica. El Yo auténtico
se constituiría en ese compromiso, porque nadie se puede comprometer en su lugar. No sería tanto
el conocimiento de sí mismo, porque otro puede también conocerte, quizás hasta mejor que tú. El
Yo se constituye así en el terreno de la ética. Lutero no se analizaba teórica o cognitivamente, sino
que marcaba que seguiría el camino que había tomado.

Habría que empezar por indicar que la autenticidad no se limita a los arranques irreflexivos,
sino que se puede dar en la reflexión práctica. Cuando uno desarrolla una acción con la
conciencia de que ningún otro puede hacerlo en su lugar está siendo un Yo auténtico. En esas
circunstancias uno no se contempla con los ojos de otro, sino que se confirma como el Yo que sólo
uno puede ser. Se confirma la individualidad. Hay así dos modos diferentes de autenticidad.

Teniendo esto en cuenta, dentro de la estructura reflexiva haremos una reformulación.


Siguiendo esta línea, a partir de ahora denominaremos:

- Natural: aquello a lo que se refería Stendhal, a la pasión, la acción irreflexiva.

- Autenticidad: englobará los dos modos, tanto lo natural como la reflexión práctica,
refiriéndonos a la capacidad de ser uno mismo sin modelarse desde el punto de vista de
otro; en la reflexión práctica, uno es uno mismo, aunque haya otros.

Dicho esto, podríamos responder a la objeción de que son numerosas las acciones
irreflexivas y mecánicas que no parecen acreedoras al título de auténticas (cepillar los dientes, etc.).
Esas acciones, aun irreflexivas no serían auténticas porque en ellas no hay ningún compromiso
ni se ve afectado el Yo en su propio ser irreductible.

Tenemos así:

- Por un lado hay acciones irreflexivas de este tipo, mecánico, donde el Yo no está
implicado y, por tanto, no serían auténticas.

- Por otro lado están las pasiones, que son lo natural, acciones irreflexivas y auténticas.

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- Hay acciones, experiencias, que son compromisos implícitos, no formulados
explícitamente, que son auténticos. Por ejemplo, Lutero antes de mencionar la frase
estaba comprometido con sus tesis.

- Por último, un caso privilegiado de autenticidad es la reflexión práctica, en la que uno


se compromete y nadie puede comprometerse por él.

Una vez reconocida la existencia de la reflexión práctica, se puede eliminar la objeción.


Está claro que no somos nosotros mismos cuando estamos distraídos. Pero entonces, ¿cómo
distinguir estos momentos de distracción con los momentos de autenticidad, donde en ambos hay
ausencia de reflexión?

La respuesta está en la reflexión práctica. Lo que distingue los momentos intensos de pasión
es que uno también se compromete con la reflexión práctica, se toma postura.

Por otra parte, como se mostraba en el caso de Fausto, se puede pasar de uno de los estados de
autenticidad a otro, como cuando declara su pasión ante Mefistófeles, y otras veces dejándose
arrastrar sin más.

Pero volviendo al precepto, debemos ver en la autenticidad el emblema del yo verdadero.


La reflexión práctica no constituye en sí misma la relación primordial, porque se pueden dar
compromisos sin explicitación. Se puede tener uno consigo mismo un compromiso interno. La
reflexión práctica pone de relieve lo que la reflexión cognitiva oculta y es que el yo se relaciona
consigo mismo justamente en el hecho de que se compromete y no en el hecho de que se
conoce. Este compromiso hace del yo el yo que sólo uno puede ser. Algo que también puso de
relieve Heidegger en su obra Ser y Tiempo, en el parágrafo 9 con el término Jemeimigxeit, que
podríamos traducir como “el carácter de ser cada vez mío”, que se muestra en el cuidado, el
parágrafo 49 de la misma obra.

En la reflexión cognitiva uno trata de entender el objeto acorde a principios y razones, y


cuando hay ese momento de subsunción se pasa por otro, por lo que hay un momento de
mimetismo, aunque sea abstracto, y no es uno mismo, de modo que no se compromete, sólo conoce
en qué consisten sus compromisos. La constitución práctica del yo se encuentra oculta en el
conocimiento de sí si se la toma como objeto de examen.

En cambio, la reflexión práctica no pasa por la remisión a otros y ello es lo que le permite
representar una forma de autenticidad, entendida por lo que sólo uno puede hacer, como en la
pasión, aunque coincida con lo que otros sienten o hagan.

Aunque la filosofía es objeto de reflexión, son pocos los filósofos que han pensado acerca de
la propia reflexión. Así, la misma distinción entre reflexión cognitiva y práctica, aunque clara una
vez analizada, ha sido poco estudiada por los diferentes autores. Es cierto que Fichte puso de
manifiesto la imposibilidad de concebir la relación consigo constitutiva del yo como una relación
reflexiva del yo. Pero su aportación puede parecer limitada en la medida de que en su naturaleza
positiva del yo no logró romper con el modelo de la reflexión cognitiva. Caracterizó la relación
prerreflexiva consigo como una intuición inmediata que el yo tendría de su propio ser. Esta
intuición intelectual representaba, finalmente, una forma de conocimiento, de modo que se
volvería a la reflexión cognitiva, siguiendo así bajo el modelo tradicional.

Fichte abre así el camino al decir que el Yo consiste en una actividad. Ello concuerda con la
tesis anterior de que el yo se relaciona consigo en una actividad práctica. Pero finalmente cedió a
la tentación de vaciar su idea en la noción de intuición, que es cognoscitiva, y a la autoposición del

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yo sólo le dio la explicación como una aprensión de sí, en la que sujeto y objeto forman una sola
cosa. Fichte es el primer filósofo que descubre que la verdadera naturaleza del yo es la actividad,
pero lo expone con modelos cognitivos y por ello se traiciona a sí mismo.

Serán autores posteriores de la filosofía reflexiva, como Paul Ricoeur, y sobre todo los
grandes críticos de esa tradición, como Bergson y Sartre, los que nos pueden resultar de ayuda.
Especialmente los dos últimos han sido útiles para analizar como el yo, cuando se convierte en
objeto reflexivo, no es el mismo yo que era antes de convertirse en tal objeto.

Sartre establece una distinción entre:

- Reflexión pura (opuesto a pura reflexión, sería similar a la reflexión práctica).

- Reflexión impura.

Esta distinción se solapa con la distinción entre reflexión práctica y cognitiva


respectivamente.

3.2. Fundamentos de una teoría reflexiva cognitiva:


¿En qué condiciones y situaciones surge la necesidad de reflexión? ¿Qué incita a reflexionar?
La reflexión sobre sí, cuando se pone al servicio del conocimiento se asemeja a la
interpretación que hace cualquier otro, con la diferencia de que ahora sujeto y objeto son la misma
persona. Diferencia tan clara como difícil de comprender.

Sartre distingue:

- Conciencia reflexiva: sujeto de reflexión.

- Conciencia reflexa: objeto de reflexión.

En la medida en que la reflexión es conocimiento es menester que lo reflexo sea objeto para lo
reflexivo, lo que implica separación de ser. Es necesario que lo reflexivo sea y no sea a la vez lo
reflexo.

No sólo la conciencia reflexiva difiere de su objeto porque consiste en el acto de pensar sobre
él, sino que la conciencia reflexiva sólo puede formular la perspectiva del objeto con la perspectiva
de otro.

No hay que concluir, no obstante, que la reflexión cognitiva sobre sí sea imposible, sino que
admitiremos que en ella no estará el verdadero yo y que no nos proporciona lo que nos queremos
que nos dé, en este sentido.

En general no se reflexiona por placer o por meditar siempre las palabras o acciones. Uno
medita cuando irrumpe una duda, que rompe la continuidad y automatismo de la costumbre.
Cuando se trata de la reflexión práctica, lo que está en cuestión, la duda que surge, es la seguridad
y rotundidad con que uno estaría dispuesto a suscribir las propias convicciones. En cambio, la
reflexión cognitiva nace de una duda referida a las propias convicciones y que conviene
resolver para una mejor comprensión de éstas. Es toparse con resistencias opuestas a los
proyectos cuando uno se siente obligado a reflexionar sobre lo que hasta ahora se había tenido como
cierto y garantizado. La reflexión surge cuando se rompe la continuidad. La reflexión aparece así
como un momento en la historia del deseo constitutivo de nuestro ser. Con esta fórmula, se pone

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de relieve la dinámica fundamental de la vida, que cuando es perturbada tiene que ser reestablecida
por la reflexión; la reflexión reestablece la continuidad. Uno no reflexionaría con vistas a superar
un obstáculo si no fuese con el objetivo de recobrarse y así seguir en mejores condiciones el propio
curso. Y eso presupone que hay una relación prerreflexiva consigo mismo, que no es como tal
reflexiva, pero ello no implica que no esté comprometido.

Los estados mentales que uno tiene no son solo descriptivos y normativos, sino también
prescriptivos. El compromiso con las creencias, sentimientos, deseos, etc., poseen un componente
prescriptivo, que obligan a comportarse de un modo determinado. La relación consigo es
prerreflexiva, pero posibilita la reflexión.

La tarea de la reflexión es poner en orden los compromisos, comprendiéndolos mejor o


revisándolos, ordenándolos… es una tentativa del ser propio, de recobrarse uno a sí mismo.

Así, no sobre la reflexión sobre el mundo, sino que podemos decir en particular sobre la
reflexión sobre sí que es un esfuerzo por retomarse, recobrarse, recuperarse, reapropiarse,
pero en este caso uno vuelve sobre sí para ocuparse de la relación consigo en cuanto tal. La
reflexión práctica es siempre sobre uno mismo, adoptando con plena conciencia una determinada
manera de comprometerse.

En cambio en la reflexión cognitiva uno proyecta la mirada sobre uno mismo cuando uno se
siente intrigado en saber lo que desea, piensa o quiere. Lo que se quiere es saber lo que se piensa
o desea, pero no se suscribe el compromiso, ya que ello también lo puede hacer cualquier otra
persona. Se quiere conocer mejor los compromisos en que está el pensamiento o la acción, pero ello
también lo podría hacer otro.
Lo que constituye el yo es el conjunto de estados mentales que uno tiene y cabe que uno
quiera describir exactamente cuales son y conocerlos. Y ello es muy distinto que la vuelta sobre sí
en la que uno no quiere conocerse, sino ratificar su compromiso.

Cada individuo tiene una concepción de sí, un conjunto de creencias, que pretende describir la
persona que es o querría ser. Este conjunto de creencias se definen por lo que llevan a hacer o
pensar, implican la obligación de comportarse con la manera de sí que proyectan. El individuo
puede verse así incitado en convertir sus creencias en objeto de reflexión, cuando observa que no
se comporta acorde a ellas, o que ellas no se ajustan a lo que se hace.

Cuando se trata de desembrollar los compromisos implícitos de lo que se piensa consigo, es la


oscuridad del mundo lo que se quiere disipar. Cuando se quiere ajustar la reflexión de sí, hay una
ruptura consigo mismo. Uno quiere reconstituirse en el lugar que se había perdido. En la reflexión
sobre sí podemos concluir que uno se apropia de sí de modo que pueda reconstituirse.

El hombre está obligado, en función de su naturaleza normativa, a vivir distante de sí


mismo. Uno está obligado a estar distante de sí mismo, es lo que no es no y no es lo que es, porque
está obligado a ser en función de sus creencias. La creencia que uno tiene le obliga a comportarse
de un determinado modo. Toda concepción que uno tenga de sí mismo, le compromete a ser
coherente con esa concepción y llegar a ser lo que se quiere. Si el individuo en la reflexión sobre sí
quiere recuperarse, en tanto que las creencias son razones al contar para una posibilidad de acción,
son razones para actuar y es ese carácter prescriptivo lo que introduce la distancia con uno mismo,
porque aun no es lo que quiere ser.

En la reflexión práctica sobre sí, se está igualmente ocupado en reapropiarse, pero de manera
diferente.

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De esta forma, la diferencia entre las dos formas de reflexión es:

- En la reflexión práctica el problema reside en el comportamiento o la conducta, y se


trata de que las acciones coincidan con las creencias, del compromiso con ellas. Aquí,
las creencias son indiscutibles.

- En la reflexión cognitiva, la reapropiación parte del orden del conocimiento, el


elemento problemático está en el conocimiento de lo que se quería ser. Lo que es
indiscutible aquí es el conocimiento acerca de esas creencias.

3.3. La interpretación psicológica:


Cuando alguien observa el comportamiento de una persona y trata de interpretarlo, en una
interpretación psicológica, es atribuirle unas sensaciones o emociones que hacen razonable ese
comportamiento. Si la persona posee ciertos deseos, sentimientos o creencias, ellas son razones
suficientes para hacer inteligible su comportamiento ante una situación.

Esto implica que si las creencias que uno tiene, en la medida que cuentan a favor de cierto
conocimiento o posibilidad de acción, predisponiendo o favoreciéndolos, esas creencias son
razones para ese comportamiento. Igual que si uno tiene deseos o emociones hacia cierto objeto,
es razón suficiente para que podamos comprender el por qué de su comportamiento, ya sea positivo
o negativo en los dos casos.

Esto también conlleva que las creencias o las emociones no sólo tienen un carácter
descriptivo, sino también prescriptivo o normativo. Cuando uno cree algo, en esa creencia se
encuentra una coherencia para comportarse de determinado modo. En toda creencia hay un
compromiso, es decir, de hacer algo que aún no está hecho, y en este sentido tiene un carácter
normativo.

El modelo cartesiano, acorde al cual el conocimiento es mera o pura representación no se


sostendría así, porque toda creencia y percepción posee el mencionado componente prescriptivo,
que nos dice como debemos comportarnos, tiene ese carácter normativo. Tener una creencia es
comprometerse con ella, como Lutero, no sólo conocer la creencia. Y uno deberá hacer lo que
prescribe la creencia, emoción, sentimiento que tiene, por ello el hombre es lo que todavía no es.
Las creencias no son sólo meramente representativas o descriptivas del mundo, sino también
prescriptivas y normativas.

Aquellas cosas a las que la descripción cognitiva vuelve, como son el qué sentimientos,
percepciones, sensaciones, sentimientos, etc. tiene uno, es decir, en esos mentales, hay un elemento
normativo, que hacen que el sujeto tenga una escisión, porque al comprometerse anticipa lo que
tiene que ser pero todavía no es.

3.4. La estructura de la reflexión cognitiva sobre uno


mismo:
En general todos los estados mentales de un individuo tienen un carácter normativo, una
naturaleza de un compromiso. Al creer o sentir algo, hace que uno se deba comportar
coherentemente con ello. Cuando una creencia cuenta a favor de algo, ello cuenta como una razón
para nuestra acción. Todo estado mental en la medida que tiene un contenido u objeto tiene un
carácter normativo y, desde cierto punto de vista, lo mismo ocurre con los estados mentales no
intencionales, como las sensaciones. Experiencias como las del dolor o el color en sí mismas son un

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estado afectivo que consiste en el padecerla. Pero hasta ellas tendrían un carácter prescriptivo.
Así, las sensaciones de este tipo no posee en cuanto tales la dimensión normativa, pero a poco que
el individuo tome conciencia de la sensación y reconozca la impresión del color o el dolor y las
incorpores a la vida mental, contarán a favor de su acción, es decir, tendrán ese aspecto normativo.

La intimidad en la que el sujeto vive necesariamente consigo no tiene nada de una relación de
percepción. La relación que tiene consigo el sujeto es de naturaleza práctica, consistiendo en que
el sujeto no piensa y actúa si no es comprometiéndose.

Cuando uno reflexiona, en la reflexión cognitiva, uno da por indiscutible el comportamiento


que uno ha tenido, sea de uno u otro. La cuestión es qué creencias debo tener para que el
comportamiento resulte razonable. Acudo entonces a estos mentales y para que el
comportamiento sea razonable tengo que atribuirme algunos de ellos. Y puede pasar que para
inteligir mi comportamiento, tenga que coger algunos estados mentales que no creía que tenía.

En este sentido, el rasgo distintivo de la reflexión cognitiva es que la diferencian entre las dos
reflexiones consiste en el responsable de lo que ocurre en el seno de uno mismo. Si el problema está
en que se pone en cuestión la acción que llevo a cabo, entonces es una reflexión práctica, porque
la acción no se ajusta a lo que las creencias, deseos, etc. me decían. El problema que uno hace que
trate de recuperarse es uno que surge en la conducta, es decir el comportarse acorde a los estados
mentales.

Pero en la reflexión cognitiva lo indiscutible es la acción y lo que quiero conocer, no


comprometer, son mis creencias, deseos, etc. en la medida en que parece que el comportamiento
que llevo a cabo no se ajusta a las que tenía. Aquí, la reapropiación de sí parte del otro lado. El
problema es del orden del conocimiento. Se tiene por indiscutible lo observado en las palabras o
acciones, estando el elemento problemático en la identificación por el conocimiento de lo que uno
se ha comprometido a ser. Así, uno se dedica a descubrir las creencias o estados propios o corregir
los que ya se tenía. Cuando se busca así el conocimiento de sí, es que se quiere poner orden en la
vida de uno. Pero el modo en que se procede no consiste en entregarse decididamente a los propios
compromisos, como la reflexión práctica donde se quiere volver a ser uno mismo. En la reflexión
cognitiva uno se divide en dos, haciendo de los actos psicológicos el objeto contemplativo que se
mira desde el exterior, hay una especie de “espectador imparcial”. Uno se estudia a sí mismo como
si fuese otro.

De esto deriva otra diferencia entre ambas:

- En la reflexión práctica, uno se ve obligado a fijar la atención en el objeto mismo de


la atención y se tiene por verdadera la creencia que uno tiene.

- En la reflexión cognitiva, hay una abstracción sobre el valor de la creencia que no hay
en la práctica, y lo importante es saber si se tiene o no.

3.5. El yo en la reflexión cognitiva:


Para entrar en posesión de uno mismo por el conocimiento, debe dividirse en:

- Sujeto cognoscente.

- Objeto conocido.

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Todos los elementos del análisis convergen para mostrar que esta manifestación no es
inocente. Es una transformación importante, porque escinde al sujeto. Cuando un individuo
investiga las creencias o deseos que le dan razones para hacer lo que ha hecho debe recurrir a un
punto de vista universal, al pensar lo que uno cualquiera hubiera hecho.

El conocimiento de sí no es una excepción a esta interpretación psicológica. A un sujeto le


es necesario dar ese rodeo universal para recobrarse mejor uno mismo. La inteligibilidad de mi
acción es universal en la medida que cada uno acudiría al mismo proceso para hacerla razonable.

El yo de la reflexión cognitiva es del que se trata de tener una comprensión universal. El


proceso se atribución es igual al que haría un tercero, para inteligir la acción. El individuo, al tratar
de conocerse, se coloca en la perspectiva de cualquier otro que analiza su comportamiento; y
analiza el objeto, que es él mismo, como si fuera otro.

La división del sujeto no significa, no obstante, que el conocimiento de sí esté condenado al


fracaso. Es cierto que el objeto de reflexión no es exactamente igual al sujeto que reflexiona, sino
que éste se sitúa siempre al margen de su objeto. Para convertirse en objeto de conocimiento el yo
debe aparecer bajo la forma de su inteligibilidad universal, que es una forma específica de la
reflexión cognitiva sin su equiparable en la reflexión práctica. Pero el hecho de que la relación
consigo tenga esta transformación, no significa que sea incoherente.

Si pudiese haber mala fe, se produciría por esa transformación, de ese rodeo universal
provocado por la escisión.
Tanto Sartre como Bergson, mantienen que la conciencia reflexiva cognitiva está destinada
a producir en la imagen de yo una deformación tan profunda que la idea de llegar a un
conocimiento de sí es una ilusión, debido a esa transformación en la reflexión. La conciencia
reflexiva es incapaz de dar cuenta de la cohesión del yo de modo satisfactorio, pues la realidad
vivida escapa al punto de vista distanciado que le es propio.

Sartre mismo reserva el término le moi (el yo) para este término ilusorio que es tentativa del
conocimiento de sí, el objeto inerte, acabado, y emplea le soi (el sí) para el yo activo, que
reflexiona, vivo, que designa la verdadera naturaleza del sujeto.

Pero no existe un abismo tan grande entre ambos, de modo que podríamos agrupar ambos bajo
le moi. El error de Bergson y Sartre instructivo y merece ser puesto de relieve. Consiste en que en el
esfuerzo de conocerse uno no es sólo un inventario de los estados mentales propios, sino
también como están ligados entre ellos, el papel que juegan en el conjunto del yo. Se quiere
descubrir el movimiento de unos estados a otros. Y la narración de las escrituras del yo o de un
personaje sería la mejor manera de exponer esto.

La dificultad reside en la incapacidad de la conciencia reflexiva para la producción de nos


estados a otros. Se acude a una relación de asociación y yuxtaposición, por asociacionismo
psicológico. La relación que critican Sartre y Bergson es mágica. Una relación causal no tendría
sentido sin un proceso subyacente del que causa y efecto son sucesivos; sin él, la causalidad
pertenecería al ámbito de la magia. Pero la verdadera objeción no es que la conciencia recurra a la
causalidad psíquica, sino que ésta es ininteligible, ya que no ofrece explicación al proceso
subyacente. Es una relación práctica consigo la que constituye la ligazón entre los elementos del
yo, no una reflexión. Así, la reflexión pura sería la reflexión práctica para Sartre, y la reflexión
impura la cognitiva.

No obstante, la conclusión es paradójica al incluir un error. Si la naturaleza del yo escapase


por completo a la conciencia cognitiva, ¿cómo podría el filósofo pretender llegar al conocimiento

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del que se está discutiendo? Si es imposible alcanzar a partir de la reflexión cognitiva nada de la
naturaleza del yo, ¿cómo el filósofo que reflexiona sobre ello puede decir si se llega o no a ese
saber? El error fundamental reside en pasar por alto la tarea de racionalización (dar razones
para un compromiso) que puede y debería llevar a cabo la reflexión cognitiva sobre sí. Nos
atribuimos creencias o deseos sólo si nos dan razones para comportarnos como hemos hecho. Así,
la cohesión y unidad dinámica del yo aparece en la reflexión cognitiva en la medida en que nos
interpretamos y realizamos una hermenéutica del yo. Es en la conciencia reflexiva donde se
constituye realidad unificadora de sí, que lleva de un estado mental a otro, o a una acción, y el
lugar más claro donde se muestra es en las escrituras del yo, en una narración en la que se muestra
como unos estados mentales producen otros, sin yuxtaposición.

Podemos concluir así, en nuestro esfuerzo por conocernos, que un estado de conciencia ha
producido otro. En la reflexión sobre nosotros mismos, como la interpretación sobre nosotros, rara
vez llega a descubrir completamente las razones y por ello es también lógica la crítica de Sartre y
Bergson. Pero ello no es defecto del proceso, sino de la falta de información.

La estructura el conocimiento de sí atestigua a la vez la naturaleza esencialmente práctica del


yo. Si identificamos las creencias y sensaciones en virtud de las razones que nos dan para actuar es
debido a su compromiso. Su ser consiste en el hecho de que estamos comprometidos a pensar y
actuar acorde a lo que prescriben. El yo se presenta como el yo que a título de conocimiento
debería ser universalmente inteligible. Así, la reflexión cognitiva no se aviene bien para expresar la
autenticidad, porque tenemos siempre en cuenta el punto de vista del otro, pero tampoco es ajeno a
la naturaleza de nuestro yo.
Para Sartre, el ser del sujeto es un ser que tiene que ser, que aún no es, lo que implica que el
ser del sujeto es una escisión, así como también refleja un compromiso. Ha captado bien así lo
prescriptivo del lenguaje. Así supone Sartre que es mediante una lección fundamental como las
razones llegan al ser, pero para él sería absurda, porque está más allá de todas las razones, sería
ininteligible. El pensamiento siempre debe someterse a unas exigencias, como las de la lógica. El
orden normativo está así más allá de la libertad del individuo, hay cosas que se le imponen. La
reflexión práctica está situada más cerca de la parte fundamental de nuestro ser.

4.La reflexión práctica


4.1. Obligaciones y confesiones:
Para iniciar el análisis de la reflexión práctica, debemos resumir sus rasgos distintivos. En
general, la reflexión pone orden en nuestras convicciones ante las perturbaciones que ocasionan las
dudas sobre uno mismo o sobre el mundo. Ya sea analizando nuestras creencias, o nuestras
acciones. Podemos dedicarnos a ratificar la creencia vacilante y tomar la resolución de respetar la
creencia de nosotros mismos, en cuyo caso hay una reflexión práctica. No ajustamos las creencias,
sino que nos recobramos reafirmando los compromisos o tomando otros nuevos. Esto es una
reflexión práctica, no teórica, pues no queremos saber quiénes somos, sino modelarnos.

Sin embargo, este cuadro de la reflexión práctica y el lenguaje son engañosos en el sentido de
que nos inducen a pensar que el ámbito de la reflexión práctica es más restringido de lo que en
verdad es. La reflexión práctica no sólo tiene lugar en situaciones excepcionales, donde se ratifica
o cambia el sentido de la vida, sino que, si se sabe mirar bien, es bastante común.

El prejuicio a combatir es la autoridad que parece que tenemos cuando queremos o


deseamos en el momento que lo decimos, la autoridad de esa confesión y a su primera persona.
Que las creencias o confesiones que decimos sean nuestros y tengan el sentido de compromisos,

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que nos dan razones para actuar, con ello se puede estar de acuerdo y aceptarlo y, a la vez, se nota
lo siguiente: es imposible o al menos muy raro que nos engañemos sobre ello, pues se supone
que es una confesión y que no mentimos. Me es inmediatamente evidente cómo puedo cometer un
error. Puedo equivocarme al hacer mía la creencia o deseo y otros pueden corregirme, pero parece
imposible que me engañe que es esto o aquello lo que creo y deseo.

La cuestión es así la autoridad de la primera persona de mi conciencia. No disponemos un


acceso igual a los pensamientos de otro, sino que para saber lo que piensa otro sólo hay una
reflexión cognitiva, inferir por sus acciones lo que piensa.

La respuesta tentadora y clásica a la relación que uno tiene consigo en la confesión de esos
pensamientos y nos permite decir que no accedemos igual a los pensamientos de un tercero
(respuesta que se remonta a Descartes, si no a los estoicos) es que se trata de una especie muy
particular de conocimiento de sí. Cuando decimos que yo creo o deseo algo, por parte de esta
tradición filosófica, constatamos y describimos de forma indudable el estado de nuestro espíritu. Y
se ha visto en ello el fundamento del saber, cogito ergo sum.

Si esto fuese así, y la autoridad pertenece a la reflexión cognitiva, entonces la relación


constitutiva de uno consigo mismo pertenecería al orden del conocimiento, con las paradojas que
conlleva, no a la reflexión práctica.

En estas circunstancias, se piensa que la reflexión cognitiva no está basada en la inferencia y


la observación, sino que habría una intuición, que nos da un conocimiento inmediato, no fundado
en pruebas.

Habría que admitir que toda reflexión práctica se fundamentaría en una reflexión cognitiva,
con la que la teoría del yo esbozada carecería de valor.

Esta tesis tradicional y clásica es errónea y su fallo reside en que podemos acceder a
nuestros deseos y creencias por el conocimiento de sí, y que este sólo se adquiere por medio de
una facultad misteriosa, una especie de autotelepatía.

La tesis que desarrollamos es que es en las confesiones vemos un acto reflexión práctica.
Hay un acceso privilegiado en las confesiones, pero reside en que nadie salvo nosotros puede
comprometerse con nuestras creencias y nuestros deseos, lo que es muy distinto de conocerlos.

En los momentos en que la reflexión sobre sí mismo llega a gozar de una autoridad
indudable, dice Sartre, apodícitcamente (como dice Husserl) no adoptamos un punto de vista sobre
(es conocimiento) mi estado mental, ni asumo la actitud del conocimiento en la que el objeto se
descubre junto con otras verdades y sólo se deja atrapar bajo una probabilidad.

Un acto de reflexión en el que ponemos el ser que tenemos que ser, es una descripción de la
naturaleza de las confesiones.

Comienza por llamar la atención sobre dos cualidades de la autoridad de nuestros estados
mentales, que pone un límite al estado de atribución.

Aunque nuestras creencias puedan disponernos a respetar las razones que nos dan, a veces
no las seguimos, de manera que somos incoherentes, en mayor o menor medida. Es decir, tenemos
ciertas creencias pero nuestro comportamiento revela otras.

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Es verdad que las implicaciones de un deseo no se pueden analizar sin tener en cuenta otras
cosas que quiere, debemos tener en cuenta todo el sistema. Pero cuando nos comportamos en
contra de lo que tenemos razones para desear, no es una creencia que tenemos, sino que deberíamos
de tener. Nunca habríamos tenido la creencia, sólo creer tenerla. El procedimiento por el que
atribuimos creencias a alguien no tiene la última palabra, sino que la interpretación debe
detenerse ante lo que declara el individuo. La confesión es suficiente para saber lo que cree en
ese momento.

La misma conclusión se impone en otra situación. Cuando queriendo inteligir nuestro


comportamiento, un tercero infiere, con lo que sabe, una creencia, puede no convencernos. Sabemos
que no tenemos ese pensamiento o creencia. No sirve agarrarse a esa interpretación, ni sirve
descartar la actuación como un error. Somos nosotros quienes dirimimos sobre lo que queremos.

Si a través del proceso de reconstrucción de razones que llevan a la acción, atribuyo a la


persona unas creencias por sus acciones, se las presento y él declara que no, es absurdo pensar que
esas creencias son sus móviles. Quizás las tuviera o tuviésemos en el pasado, porque el mentirse a
uno mismo es posible.

Estas dos situaciones demuestran que hay dos métodos para ver las creencias de un individuo:

- Lo que dice y confiesa.

- Atribuirle las creencias y deseos si razonase como debería.

Nos apoyamos en este segundo método cuando explicamos su comportamiento por la


atribución de deseo o creencia. Se los atribuimos por el punto de vista de que tal como lo
representamos le obligaría a aceptar.

Al regularse con la perspectiva del individuo, debe compaginarse con lo que está dispuesto a
declarar. Hay así una diferencia entre la autoridad de las confesiones y las atribuciones.

4.2. Defensa de la autoridad en primera persona


4.3. La pertinaz persistencia del modelo cartesiano
Cuando yo declaro desear algo de manera inmediata que ninguna interpretación o atribución
contraria tambalea, lo primero que debemos advertir es que no constituyen casos en las que nos
atribuimos creencias o deseos de lo que conocemos de nuestra perspectiva. Una confesión no se
reduce a una atribución, no nos hacemos una idea de nosotros mismos, no postulamos estados
mentales.

Pero filósofos como Ryle han mantenido que una confesión es una atribución. Para él la
proposición “Yo creo que p” es similar a “él cree que p” porque ambos:

- Están fundados en la observación.

- Lo que se puede inferir de ahí.

- La certeza que distingue al primer enunciado del segundo sólo refleja una diferencia
de grado: yo estoy mejor informado de mi propio caso que del otro.

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Pero esta tesis choca con los datos inmediatos de la experiencia. Cuando declaramos lo que
creemos, nos expresamos de manera inmediata. No nos vemos obligados a observar lo que
hacemos, sino que podemos contestar inmediatamente. Es cierto que en medio de una acción puedo
distraerme y pensar en otra cosa, en cuyo caso surge una duda y debo reflexionar para reubicarme.
Pero los casos excepcionales no hacen sino acentuar la diferencia entre confesión y atribución.

Las confesiones no son ejercicios de interpretación de sí, de hermenéutica. Anscombe


clasificó la intuición de una acción es lo que conocemos pero no por observación ni inferencia.

Pero este conocimiento es una quimera, a pesar del número de los filósofos que la apoya. No
negamos que estamos en condiciones de anunciar nuestras intenciones sin necesidad de observarnos
o deducirlas de nuestro comportamiento, así como es posible un conocimiento de sí, como ya
vimos. Pero resulta que la observación y la inferencia constituyen el motor de la reflexión
cognitiva, donde nos atribuimos creencias y deseos para dar cuenta de nuestras acciones. La ilusión
es que hay un conocimiento de sí sin observación e inferencia, mediante esa intuición
prerreflexiva originaria.

Incluso cuando con la imaginación y fantasía hay intuición, ya hay una observación de ella.
No es sólo observación exterior, sino que también hay un sentido interno.

Uno puede verse tentado a responder que la reflexión cognitiva se apoya en el hecho de que
mis creencias son transparentes por su naturaleza. Pero aunque esto tuviese sentido, no es
satisfactoria, pues no explica por qué medio la reflexión aprovecha esta transparencia previa. Los
defensores sostienen que es mediante un ojo interior y espiritual, pero no es más que una metáfora
y es difícil explicitarlo en algo menos poético. No pueden explicitar así esta introspección. Este ojo
interior sería una construcción filosófica absurda.
En realidad lo que se ha hecho es inventar un proceso fantasma análogo al proceso de
conocimiento de sí, pero tan íntimo que poseería una autoridad que no tienen las observaciones
empíricas.

En el modelo cartesiano y la dificultad de interpretar las confesiones en el ámbito de la


reflexión práctica, tiene una importancia fundamental la visión a la luz en la filosofía occidental.

La noción de introspección y el modelo cartesiano, como mantiene Ryle, se funda en una


especie de paraóptica. Una vez descartadas las metáforas visuales, ¿es posible abandonar el modelo
cartesiano? Muchos filósofos, habiendo comprobado que la percepción es mala guía, continúan
manteniendo que seguimos manteniendo un conocimiento directo de nuestras creencias y deseos.

Algunos tratan de fraguar unos conceptos no perceptivos para explicarlo. Shoemorker


sostienen que este conocimiento es diferente del conocimiento perceptivo, pero el concepto que
proponer para caracterizar positivamente este conocimiento, autoindicación, no disipa el misterio
en el asunto. No es comprensible que una creencia se autoindique por sí misma, como si fuese
un agente subalterno a nosotros. Y si somos nosotros los que la atrapamos, la aprendemos mediante
un proceso que no explica.

Otros filósofos, como Tugendhart, no conciben las confesiones como actos cognitivos, sino
de naturaleza expresiva. No quiere despojar a las confesiones de cualquier tipo de conocimiento,
sino que para él guardan un conocimiento de sí, con la particularidad que no se apoyan en ningún
proceso de conocimiento.

Filósofos así se dan cuenta de la limitación del modelo cartesiano, pero acaban cayendo en
él mediante esta oscuridad.

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Hay otros como Davidson, en su artículo La autoridad de la primera persona, que aunque
rechazan la idea de introspección afirma que tenemos un conocimiento especial de nuestras
creencias o deseos, pero no da una explicación positiva de él. El individuo conoce lo que desea
cuando lo expresa y conoce el significado de las palabras. Este argumento muestra que hay que
reconocer al individuo una autoridad cuando es sujeto de lo que cree o desea, pero Davidson da por
supuesto que ello pertenece al ámbito del conocimiento, no lo demuestra.

Moroun también hace notar, con razón, que habitualmente al confesar una creencia es
necesario que uno tenga ante él el espíritu que uno crea que este es el caso. Cuando me atribuyo así
una creencia me convierto en un espectador de mí mismo, y no será el carácter conmigo mismo si
confieso esta creencia. El problema es que si uno no se convierte en espectador de mi mismo al
decir una creencia, tendrán una finalidad diferente que la de conocimiento de uno mismo. Para
Moroun, no obstante, tiene un conocimiento de sí, pero de otra especie.

Esto nos lleva a la respuesta de Anscombe, en cuya opinión la solución consiste en superar
la concepción visual del conocimiento, específico de la filosofía moderna (aunque nos podemos
retrotraer a Descartes incluso a la filosofía griega), concepción que nos obliga a especificar en cada
caso un modo de acceso al objeto independiente.

Sin embargo, concebir otra forma de conocimiento es un acto desesperado. ¿Hacia que
objeto dirigiríamos nuestra mirada? El primer obstáculo a superar sería la autoridad de la primera
persona, que no podría ser visual o contemplativa.

A pesar del esfuerzo de estos filósofos por dar esa distinción entre atribuciones y confesiones,
no le dan el estatuto que merecen, de reflexión práctica. Hay así autores que quieren librarse del
modelo contemplativo cartesiano, pero acaba fracasando, ya que o no dicen esa otra forma de
conocimiento que es la confesión o acaban en una introspección con todas las características de la
reflexión cognitiva en el que hay una especie de ojo interno, donde uno tiene una intuición de sí
mismo.

4.4. El carácter no cognitivo de las confesiones. Discusión


de la categoría de atestación en la obra de Paul Ricoeur
La salida de esta posición consiste en romper con la posición según la cual las confesiones
transmiten un conocimiento de sí.

Si queremos renunciar a este prejuicio, debemos tener en cuenta que cada uno recibe el
derecho de anunciar sin discusión lo que cree, pues el objeto de debate no es lo que cree, sino si
tiene razón para creerlo. La autoridad de la primera persona sólo sería la autoridad de la
comunidad a la que pertenece. Pero esta posición tiene tan poco peso que sólo refleja la influencia
de la reflexión cognitiva.

Esta concepción no casa con los datos de la situación. Si sólo fuese una autoridad otorgada por
otro, podría renunciar a ella cuando quisiese. Yo u otro podría pronunciarse para decidir la cuestión
sobre lo que creo. Pero en ese caso no diríamos que hablamos de una confesión. Cuando hablamos
de una confesión reivindico una autoridad que le niego a otro. No se puede negar que en ese
acto se expresa una determinada relación consigo mismo.

Paul Ricoeur es uno de los filósofos que ha desmitificado esta circunstancia. Las situaciones
en las que creemos o queremos algo expresan una relación especial con nosotros mismos, pero no

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del orden del conocimiento, sino que tomamos postura y señalamos como nos vamos a
comportar en el porvenir de esa confesión. La vulnerabilidad de la confesión no es que puedan
ser falsas en el futuro, sino que pueden dejar de ser sinceras en el orden que hemos indicado.

La categoría que propone Ricoeur para esta situación del yo es la de atestación. Escribe
Ricoeur: Lo que Anscombe llama conocimiento sin observación pertenece al registro de la
atestación; sólo atestiguamos nuestro compromiso sobre lo que queremos o deseamos. Podemos
reflexionar sobre nuestra postura, para saber lo que queremos o deseamos, pero ello se funda sobre
la observación, y es dependiente de una confesión. Y no estamos en la misma situación cuando
queremos o deseamos, que cuando sabemos que queremos o deseamos. Cuando convertimos la
confesión en objeto de reflexión, el conocimiento que yo tengo de ella pertenece al mismo tipo que
el que puede tener cualquier otro de ella, porque no es propiamente confesión, sino que es ya
conocimiento, donde uno no tiene un acceso privilegiado que no pueda tener otro.

El análisis de Ricoeur confirma la tesis de que las confesiones son un ejercicio de la


reflexión práctica. Los que la consideran como conocimiento, ignoran la vuelta hacia sí. Los que
siguen el modelo cartesiano mantienen que es una actividad cognitiva, lo que obliga a elegir entre
dos opciones poco atractivas:

- El mundo cartesiano.

- La reducción de Ryle.

Pero el tipo de acción que realizamos en una confesión es de otra especie, donde cargamos
con el objeto de nuestra confesión. Si bien nuestros motivos para ello pueden ser distintos, ya sea
para ratificarla, para indicar en qué punto estamos, o cuando la asumimos por primera vez. La
reflexión práctica surge así también en las situaciones más banales de la vida.

Ricoeur trata de captar la relación esencialmente práctica que tenemos con nosotros
mismos. Cuando uno tiene un compromiso, pero es implícito o subconsciente, sin verse obligado a
ratificarlo explícitamente, hay una relación consigo mismo, pero puede que no haya reflexión
sobre el compromiso, pero ello no impide que el compromiso se de. Podríamos reservar así la
expresión compromiso consigo mismo a todo tipo de reflexión y reflexión práctica a aquel caso
en el que uno ratifica su compromiso. La relación primordial con uno mismo es esa situación en la
que no se ratifica, pero el momento privilegiado se manifiesta en la reflexión práctica, donde se
ratifica explícitamente el compromiso.

No hay que juzgar la sinceridad de una confesión acorde con su conformidad con la
psicología actual del individuo, sino que se mide y juzga a la hora de ver si ese compromiso se
cumple después o no. Todo depende de la resolución del individuo ante el compromiso al que se
ha suscrito. Para ver si una confesión es verdadera habrá que ver si se lleva a cabo en el futuro. Ser
sincero es comprometerse tal y como se ha declarado y ello claramente es un compromiso con el
futuro.

Hay que realizar una distinción entre mismidad e ipseidad. La mismidad remite a idem, son
los estados mentales, que dan la identidad, e ipse es uno en persona. Idem es lo mismo, en el
sentido de la identidad de rasgos, roles sociales o hábitos, y es lo que en Ricoeur se traduce por
mismidad; ipse es lo mismo referido a la persona, en persona, y sería la ipseidad.

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La naturaleza fáctica del yo se pone de manifiesto a través de esta distinción. En cierta
medida la identidad de una persona se puede concebir como una cosa, como un conjunto de rasgos
que pertenecen en el tiempo o cambian poco a poco de forma regular, y sería el carácter de
mismidad, idem. Pero si lo que se refiere es a rasgos de una persona, sería ipseidad, la persona se
encuentra comprometida por las disposiciones de carácter y puede ponerlas en cuestión.

Ricoeur le da el nombre de ipseidad para resaltar que se trata de una cierta relación consigo,
no yo mismo. Es la responsabilidad con la que el individuo carga con esas creencias y deseos
que son suyos. La ipseidad puede proyectar la identidad de una persona más allá de la constancia
del carácter. Es lo que ocurre cuando pertenezco fiel a mi palabra dada, que me he comprometido a
cumplir. Yo me tengo por el mismo que era antes, estableciendo la identidad por mi
compromiso, sea cual sea el grado de identidad psicológica en ambos periodos de mi vida.

La relación práctica consigo es a la que se refiere la ipseidad de Ricoeur, con el mérito de ver
que es esta relación práctica y no cognitiva de la que dan testimonios los actos de compromiso y de
creer o querer algo.

4.5. La superstición del conocimiento transparente de


uno mismo
Por un lado tenemos el contenido del objeto con el que uno se compromete, y otra el acceso
privilegiado a uno mismo. De esta forma, los problemas que tenemos son:

- Cómo uno está seguro que el pronombre personal Yo se refiere a uno mismo.

- Si esa seguridad depende o deriva del conocimiento de sí o de la reflexión práctica.

Hasta ahora sólo hemos referido a la autoridad que refiere al contenido de los propios
pensamientos. Cuando tengo una creencia, no me puedo engañar sobre el contenido de ese
pensamiento y que ese pronombre personal Yo no se refiere a otro que a uno mismo. Y ello no
se da cuando nos referimos a otros sujetos. Cuando hablamos de las creencias de otros individuos
podemos errar, porque debemos apoyarnos en la observación y la inferencia para saber el objeto del
que habla. Puedo tener un error de identificación con ese tercero, así como a uno mismo, pero eso
ya se refiere al ámbito cognitivo. Si, por ejemplo, no siento dolor pero veo mi brazo roto, puedo
suponer por error que ese brazo roto es el mío, pero ello es porque lo infiero, puedo equivocarme. O
como en la anécdota de Mach, que al subir agotado de un autobús, sin advertir el reflejo que veía
ante él, pensó en lo andrajoso que era aquél pedagogo y en lo desastroso que era, para luego
descubrir que era él mismo reflejado.

Así, respecto de uno mismo, si hay observación e inferencia puede equivocarse, pero ello es
porque se mueve en el campo cognitivo, no en el de la reflexión práctica.

Pero cuando confieso mi estado de ánimo en una confesión, de manera inmediata, donde está
excluida toda posibilidad de error, también está excluida la equivocación sobre el sujeto que lo
piensa, que soy Yo mismo.

Esta autoridad no se trata de un conocimiento de quienes somos, como opinaba la tradición


filosófica, no es una relación cognitiva. Puede ser que las confesiones dependan del orden de la
atestación y del conocimiento, pero para que haya un compromiso necesito saber que soy Yo
mismo quien lo realiza, no se basa en algo prerreflexión o una intuición especial. Es mi relación
esencialmente práctica conmigo mismo la que ahí se manifiesta y expresa.

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La primera cosa que debemos advertir es que si en esas circunstancias no puede haber error no
es por la identificación, que exige un conocimiento. Es decir, no me designo como el individuo que
satisface alguna caracterización de mi mismo que puedo disponer. Identificar un objeto consiste en
considerar que tiene unos rasgos característicos, cualidades diacríticas. La identificación tiene que
ver con la mismidad, el idem que hablaba Ricoeur. Pero yo no me designo así en mis creencias:

- Porque toda identificación de un objeto es falible porque puede no existir o no tener


las cualidades que percibimos.

- No puede sustituir al Yo en el enunciado citado ninguna descripción de mi


mismo; una descripción de mi mismo es una descripción como objeto, aquel que se
designa como yo no es igual a decir Yo. Dice más el enunciado “Yo creo que va a
llover”, que “Aquel que se designa como yo va a llover”, porque en el segundo caso
podría referirme también a otro que lo piensa en ese momento, ambas expresiones no
son equivalentes. En el primer caso, el Yo designa a uno mismo, uno se refiere a uno
mismo sin necesidad de otra apelación, me designo a mí sin necesidad de otra frase.

Por ello, la hipótesis del sentido interior no ayuda para iluminar el tema de la autorreferencia.
La introspección es sólo una metáfora. En la medida en que el sentido interior se considera como
percepción, no tiene lugar en este ámbito, porque en toda percepción cabe el error. Y si se
abandona la analogía no se tiene idea de lo que se está hablando.

El acceso privilegiado al Yo depende así de una relación no cognitiva sino práctica. Hay que
cambiar de registro. El sentido en que no me puedo engañar a la hora de designar al Yo, es que yo
me hago ese individuo cuando me designo al pronunciar esas palabras. Lo que garantiza que
Yo se refiere a mí no es un conocimiento íntimo de quien soy yo, sino que está asegurada por la
confesión de un compromiso, el compromiso de comportarse de manera incompatible con mi
creencia. Ningún otro individuo puede comprometerme en mi lugar y ello hace indiscutible la
referencia del pronombre Yo a mi mismo. La naturaleza práctica de la que gozo se manifiesta en la
base de la confianza que tengo a la hora de confesar este pensamiento.

Evidentemente puedo reflexionar sobre mi declaración, pero ya nos salimos de la confesión.


Este tipo de conocimiento no tiene misterio porque se basa en la confesión y cualquiera puede
obtenerlo, sea o no sea yo. Y por ello es diferente de la confianza inquebrantable que tengo en
que soy Yo el autor de mis pensamientos. El Yo es un acto preformativo, se forma sin que
reflexiones cognitivamente como él; uno puede tener un compromiso no explícito y eso ya te
constituye.

5.“Ser uno mismo” y “ser como otro”


5.1. Los dos modos de ser uno mismo
Frente a la opinión común, para ser auténticos no hay por qué escapar a las convenciones y
buscar ese yo original. Lo importante es el estado de ánimo con que pensamos o hacemos algo.
Somos nosotros mismos cuando no nos guiamos por otros modelos o nos observamos por ojos de
otros. Una cosa es estar marcado por la conducta por los otros y otra guiarse por unos modelos.

La autenticidad puede adoptar dos (o tres) formas diferentes:

- Naturalidad: cuando no reflexionamos sobre lo que hacemos.

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- La reflexión no se opone a la autenticidad si volvemos a nosotros mismos, no para
conocernos mejor, sino para comprometernos formalmente por alguna creencia o
línea de acción. Cuando la reflexión es práctica somos el individuo que sólo podemos
ser y aparece la naturaleza esencialmente práctica del yo y desaparece cualquier
referencia a los otros.

Esta forma reflexiva de la autenticidad, circunscribe mejor la manera primaria de ser nosotros
mismos, en donde no hay reflexión pero uno está relacionado primariamente consigo mismo,
aunque no haga explícito sus compromisos.

Si mostramos en esas ocasiones una cierta naturalidad en lugar de estar distraídos sin más, es
como ya dije en la medida en que nuestros gestos y acciones son una toma de postura y un
compromiso. Manifestamos esta relación primaria consigo y ella es una relación de autenticidad.

Desde este punto de vista, el “pero también lo digo yo” de La Bruyère es ambiguo. Puede
referirse a uno u otro modo, a la relación práctica o a la reflexión práctica.

- Relación práctica: uno puede haber dicho algo que ya dijeron otros sin pretenderlo,
habría actuado entonces con naturalidad, sin reflexionar.

- Reflexión práctica: también puede ser que se haya acordado de unas palabras de
aquellos autores y la utilice para sus propios fines, lo que dijeron otros es pertinente
para lo que decía.

Pero ¿en qué sentido esta eventualidad donde nos apropiamos del ejemplo de otro se distingue
de los casos en los que nos moldeamos a imagen del otro, del mimetismo social? ¿Por qué en el
primer caso a pesar de apoyarnos en un modelo seguimos siendo nosotros mismos sin querer ser
como otro?

Como dijimos, se trata de una de las operaciones de la reflexión cognitiva. Al ajustarnos al


punto de vista de otro es porque creemos que estamos en mejores condiciones de saber como
comportarnos, porque a nuestros ojos goza de más prestigio. Nuestra propia individualidad como tal
no ocupa el primer plano, sino que cualquier otro pensaría lo mismo si sintiese lo que nosotros y
nuestra admiración hacia el modelo.

Pero con la intervención de la reflexión práctica todo cambia, no queremos conocer razones o
comportamiento, sino asumir un plan de acción y ello nos reenvía al individuo que sólo nosotros
podemos ser. Al hacer propio esa conducta o creencia, nos hacemos nosotros, porque nadie puede
comprometerse o subrogarse en nuestro lugar. Un estado de espíritu de este tipo es el que expresa la
frase “pero también lo digo yo”, en el segundo sentido que hemos dicho. En esos momentos no
estamos ocupados en seguir a otro, aun cuando encontramos orientación en su ejemplo, pero lo
retomamos por nuestra cuenta. No nos orientamos por su punto de vista, sino que lo adoptamos.

5.2. El ámbito de la autenticidad


Hemos distinguido dos o tres formas de autenticidad. Lo que tienen en común es la idea de
ser plenamente nosotros mismos y constituir la naturaleza de nuestro propio ser.

Se trataba de eliminar el viejo cliché que sostiene que ser auténtico es coincidir con el
conjunto de rasgos e intereses que serían nuestros independientemente que las convenciones y los
otros. El Yo profundo así evocado es una quimera, sino que se constituye de un modo privilegiado

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en la reflexión práctica, y consigo mismo en el compromiso. La individualidad del yo reside en el
hecho de que se trata del yo que sólo nosotros tenemos que ser y por esta razón se encuentra en los
momentos auténticos. La autenticidad es un principio de individuación.

Siempre estamos a distancia de nosotros mismos, porque en la reflexión práctica hay una
escisión, pero diferente de la dada en la reflexión cognitiva. La distancia se crea porque en el
compromiso uno no es lo que todavía tiene que ser. Ser plenamente nosotros mismos es ser
una unidad con esa distancia interior, ya sea uno arrastrado por ella o ya la asuma
explícitamente. Es decir, si hay coincidencia consigo mismo en los momentos auténticos es que
coincidimos con nuestra no-coincidencia constitutiva, porque el carácter normativo del compromiso
implica una no-coincidencia.

Esto debe mucho a la ontología sartreana del para sí. Sartre quería remodelar la idea de
autenticidad para reconstruirla según la cual el yo se constituye en un compromiso consigo y quiere
ser lo que todavía no es. Para Sartre la idea de yo mismo es construirse uno mismo. Sartre
permite ver que en los momentos auténticos coincidimos con esa relación consigo que nos obliga a
anticiparnos a nosotros mismos en devenir.

El acto de reflexión cognitiva representa en sí mismo el compromiso de razonar acorde a


nuestras conclusiones. Y no directamente, pero si de manera implícita la relación se ser nosotros
mismos y nuestra relación de compromiso con el yo que sólo nosotros podemos ser.

En la reflexión cognitiva nos comprometemos al hacer juicio, pero lo hacemos ajustándonos a


la perspectiva de uno cualquiera podría pensar y por ello no somos nosotros mismos. Y ello ocurre
en cualquier empleo de la reflexión cognitiva, consideramos nuestras circunstancias bajo lo que se
podría pensar a partir de ellas. En la reflexión cognitiva nos dividimos en dos para volver sobre
nosotros mismos, pero lo que nos importa es cómo se tendría que hacer, por parte de cualquier otro.
Bajo este aspecto, al identificarnos con otro, no nos identificamos con nuestro ser.

La capacidad que tenemos de auparnos o sacarnos de nosotros mismos es una capacidad


asombrosa que no nos arranca de la relación normativa que hace de nuestro yo el yo que somos.
Esta capacidad de retroceso es estimable para la reflexión cognitiva, aunque no somos nosotros
mismos.

Así como es erróneo despreciar el conocimiento de sí, no siempre es un error tomar como
modelo un individuo imaginario. Si se pierde el sentido del a propia individualidad es, a veces, el
medio esencial para aprender algo de nuevo, escuchando o imitando a uno.

Debemos entender los contornos del valor de la autenticidad para saber lo que cae dentro de
su dominio y lo que queda fuera.

Hay así tres modos de ser auténtico.

- Los dos modos de conducta

 Lo natural.

 La reflexión práctica.

Su punto común es que en cada uno de ellos constituimos una unidad con nosotros mismos.
También debemos subrayar la gran medida en que la posibilidad de ser nosotros mismos constituye
una gran parte en el bienestar humano. Lo natural se pierde a base de pensar. Lo natural consiste

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en no apoyarse en modelo, pero no exige que se escape a su influjo, sino que inconscientemente
pueden estar influyendo. Hay cosas que no se pueden hacer deliberadamente, reflexionando sobre el
modo de conseguirla, sino es mediante una torpeza muy notable y perdiendo la gracia. A veces la
reflexión tiene como resultado la inhibición de una frescura envidiable de la gracia.

5.3. La inestabilidad de la reflexión práctica


No siempre la reflexión práctica se presenta como hemos indicado. Puede suceder que en el
momento mismo en que nos modelamos a imagen de otro (seguimos un modelo), confesemos
expresamente la creencia o deseo que tomamos en préstamo por ese medio. Es decir, nada
impide que la reflexión práctica sea vehículo de la inautenticidad, porque puede ocurrir que cuando
nos modelamos sobre otro confesemos la creencia o deseos que tomamos en préstamo.

Hay una cierta inestabilidad de la reflexión práctica, en virtud de la cual, perdiendo de vista
el problema que la suscita y su contenido, permitimos que se pierda esa vuelta sobre sí mismo y que
sufra el influjo deformante de otros intereses nuestros. Esta inestabilidad puede afectar a la
reflexión a todas sus formas y de maneras diferentes, pero sólo una nos importa, y es la manera en
que la reflexión práctica se aleja de su función básica.

En esos momentos nuestra atención oscila de manera que no consideramos al yo bajo su


aspecto individual, sino que lo asimilamos a la figura de otro, real o imaginario, que nos importa.
En este caso, el asumir el hecho de la relación consigo no nos impide vivir ese momento como otro
y falseamos la naturaleza de lo que estamos haciendo.

Podemos poner como ejemplo el personaje de Madame Bovary, de Flaubert, donde se ve la


perversión de la reflexión práctica, ya que al comprometerse con una línea de conducta lo hace no
como el ser que puede asumir el compromiso, sino imitando un modelo. Tras su primera cita secreta
con Rodolfo, se ve impulsada a exclamar “¡Tengo un amante! ¡Un amante!” recordando las
heroínas de las novelas que había leído. Embriagada por esos pensamientos, pierde de vista la
naturaleza del compromiso. La unicidad de su gesto se borra a favor del sentimiento de ser su
modelo y ella misma.

Se llega al colmo de la inautenticidad cuando uno persigue el imitar a otro en el momento


de comprometerse y Madame Bovary es el modelo de esa mala fe, y, sin embargo, el fenómeno
que encarna es muy frecuente. Pasamos tanto tiempo buscando nuestra orientación en el modelo de
otro, que no es raro seguir su ejemplo al circunscribirnos a un compromiso. Emma está tan
habituada a identificarse con las protagonistas de sus novelas, que a la hora de confesarse sus
compromisos no puede pronunciar la palabra yo sin imaginarse la legión lírica de aquellas mujeres
adúlteras, de ser otros. Flaubert no es el único que tenía razón cuando dijo Madame Bovary soy yo,
aunque es una cita apócrifa.

El rechazo a reconocer el acto de compromiso por lo que es se extiende más allá de una
dependencia de relación a modelos concretos. A la hora de ajustarnos a la perspectiva de otro
abstracto, formulamos nuestra determinación a respetarla como el acto de una fuerza mayor a
nosotros mismos. Decimos así, “el deber me empuja” en vez de decir que soy yo quien sigo el
deber, por ejemplo. Pero no hay instancia por encima de nosotros que nos pueda comprometer. Esas
razones son inoperantes, somos nosotros quienes hacemos que cuenten a favor de compromiso.
Sólo nosotros podemos ser nosotros mismos, ese ser que aún no somos.

La inestabilidad de la reflexión práctica puede adoptar otras formas, pero el deseo de


identificarnos con otros reviste una forma exclusiva cuando se identifica con la reflexión práctica.

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Al seguir el ejemplo de otro para lo que debemos hacer, dejamos de ser nosotros mismos para ser
otro.

En esta reflexión nos dividimos en dos, pero mientras en la reflexión cognitiva es


reconocida, en la reflexión práctica si hay inestabilidad es porque al mismo tiempo que uno se
compromete, como es una imitación, también podría hacerlo otro. Con frecuencia comentemos el
error de seguir los clichés e imitar a personajes que están en el candelero, cuando sería mejor que
reflexionásemos sobre nuestra conducta de una manera más imparcial.

Vauvenargues, el moralista francés, sostiene que “nadie está expuesto a más fallos que los
que sólo obran por reflexión”. Pero el modo en que nos engañamos en los casos dichos no
comporta una mentira a nosotros mismos. En la reflexión cognitiva reflexionamos mal o
demasiado, pero no modificamos el acto. La situación es muy distinta cuando conscientemente
imitamos a otro en nuestro compromiso. En el caso de Madame Bovary se pervierte el acto del
compromiso, cuando en este acto está asimilándose a otras. Al vivir como otro el acto de reflexión
práctica entramos en conflicto con nosotros mismos. El compromiso nos remite al individuo
que sólo nosotros podemos ver, y confundirnos con un modelo dominante equivale a
ocultarnos lo que está en juego y negamos el carácter de lo que estamos a punto de hacer (lo
que no ocurre en la reflexión cognitiva). Y la tendencia a imitar a otros adquiere un sesgo nuevo.
Esta remisión a otro forma parte de la operación, pero en el caso que examinamos, hablamos de
mala fe. Si Emma Bovary representa a la persona que ha perdido toda noción de sí, no es sólo
porque se remita a las imágenes, sino porque no puede sentir sus pasiones como pasiones que sólo
la comprometen a ella. Sus arrobos sólo la arrastran en medio de la legión lírica de mujeres
adúlteras que es destilado de sus lecturas.

La primera forma de inautenticidad era la reflexión cognitiva, pero no había mala fe. Pero
en este segundo caso, en la reflexión práctica, si hay mala fe, porque se corrompe la estructura
misma de la reflexión práctica. A esta segunda forma de inautenticidad recaemos muchas veces.
La fuerza de la costumbre nos hace caer en ello.

Para llegar a mirarnos de frente como el yo que sólo podemos ser, requiere grandes esfuerzos.

5.4. Autenticidad y conversión


Se necesita una conversión para despertar de la costumbre y el hábito que nos lleva a
conductas como la de Madame Bovary. En este contexto Sartre se veía evocado a la necesidad de
una conversión y retoma el análisis de la reflexión pura, ya iniciado en su obra El ser y la nada.

Pero el error de Sartre está en exagerar la amplitud del viraje exigido, la conversión. El
exige que se viva siempre auténticamente. La reflexión pura, nos despeja a lo reflexo, no como un
dato, sino como el ser que tenemos que ser. Constituye la forma original de la reflexión y su forma
ideal. Sin embargo, no debemos ver en ella el movimiento puro de vuelta de la reflexión, sino que
es la reflexión impura la que predomina, el esfuerzo por reapropiarnos hacernos una idea de la que
somos. Esta última es la habitual y por ello necesitamos una conversión.

Pero lo que Sartre entiende de la reflexión impura o cognitiva, es que tiene lugar cuando se
introduce al tratar de comprometernos y ahí que se pueda corromper la reflexión práctica.
Sartre apunta al tipo de inautenticidad que tratamos y su tesis principal es que si suscribimos un
compromiso contemplándonos siempre desde el punto de vista de otro, si no nos recobramos
como el individuo que tenemos que ser, nuestra intención es recobrarnos pero como el sujeto
cognoscente, es decir, queremos recobrarnos pero sólo para contemplar como lo hacemos.

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Adoptar en estas circunstancias la actitud de un espectador nos da así una doble sensación de
seguridad. Desvirtuamos la reflexión práctica introduciendo la cognitiva y la contemplación por
esa seguridad que nos da, porque en la reflexión práctica uno está sólo. Un objeto de
conocimiento, se deja dominar y constatar sus propiedades permite prever sus movimientos. Lo que
nos empuja a traicionar la reflexión práctica es la sensación de estar sólo y ser vulnerable, la
angustia ante el compromiso. Uno se siente sólo porque nadie puede comprometerse por él, y esa
soledad provoca inquietud, zozobra y angustia.

Desde el comienzo de El ser y la nada Sartre ataca la noción de un primado del conocimiento.
Para él, lo normal es que se produzca esta perversión y que en el núcleo de la reflexión práctica
haya esta contemplación. Pero este primado del conocimiento no es sólo un error filosófico, sino
también de la vida cotidiana. El ideal de sinceridad tiene una de sus fuentes de inspiración en esta
concepción. Y es en el fondo la misma concepción que se expresa en la deformación de nuestros
momentos en los que el acto de cargar con nuestro ser práctico se convierte en un acto
contemplativo.

De este modo, no es exagerado que Sartre hable de la necesidad de una conversión. Es


necesario estar a distancia del proyecto para contemplarlo, pero entonces no se compromete con él,
he ahí el problema. Mediante la conversión coincidimos con la verdad de nuestro ser porque en
la medida en que la reflexión se purifica (se convierte en reflexión pura) y nos remitimos a
nuestros compromisos en el momento de asumirlo, no por contemplación, sino viviéndolos como
actos de reflexión práctica, afirmamos su carácter y nuestra naturaleza de vivir sólo
comprometiéndonos.

La reflexión pura y auténtica es querer aquello que quiero. La reflexión no ve aquí lo reflexo y
no quiere verlo. Este viraje merece el nombre de conversión. Sartre apunta al objetivo de alcanzar
una existencia auténtica, de ser auténtico a cada instante de la vida. Sin embargo, es un objetivo
muy basto, no se puede y quizá no se deba llevar una vida auténtica continuamente, sino que habría
que pararse de vez en cuando para reflexionar. Podemos distinguir así entre:

- Inautenticidad: perversión o corrupción de la reflexión práctica.

- No-autenticidad: reflexión cognitiva, contemplación de uno mismo.

Lo que se trata de superar es la segunda forma de inautenticidad, que ahora hemos


mencionado como No-autenticidad, la tendencia a persistir en una actitud contemplativa hacia
nosotros cuando se trata de ratificar un compromiso. Ello nos impide ver que nosotros nos
aparecemos a nosotros mismos y resultamos ser para nosotros mismos el ser que solo nosotros
podemos ser. Y en la medida en que en esos momentos somos el yo que solo nosotros podemos ser,
somos auténticos. Pero ello no implica que una actitud contemplativa de nosotros esté siempre
fuera de lugar, como sí opinaban Sartre o Heidegger. El conocimiento de sí es indispensable y no
tiene nada de ilegítimo.

Al dividirnos en dos partes dejamos de ser nosotros mismos, pero la autenticidad no lo es


todo, y ahí está el error fundamental. La autenticidad es sólo un valor entre otros, y es
equivocado elevarlo como un valor supremo y omnicomprensivo. Conviene decir que a veces
acertamos al tratar de ser como otro. A fuerza de evocar la noción de una existencia auténtica
podemos menospreciar el conocimiento de sí, pero este punto de vista de vernos como otro puede
resultar muy esclarecedor.

Para Sartre todo conocimiento de sí es una forma de mala fe. Sin embargo, el conocimiento
de sí no pierde completamente la constitución práctica del yo, pues después de todo la acción

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del conocimiento de sí consiste en identificar nuestras creencias y deseos a la luz de razones que
tenemos para actuar, su condición de compromiso. El Yo, en tanto objeto de conocimiento, no está
tan alejado de la realidad de nuestro ser como para considerarlo una ilusión.

No obstante, Sartre defiende la posición contraria a toda costa. En Los cuadernos para la
moral sigue llevando la propuesta del yo hasta el punto de llegar a que la reflexión práctica sería
análoga al anonimato. En la reflexión pura cualquier moi desaparece y el hombre auténtico sería el
que asiste de forma anónima a su obra, como si el yo fuese odioso. Estas proposiciones, sin
embargo, no serían plausibles. El proyecto, en sí mismo, no tiene conciencia de sí, es sólo una
manera de hablar. Somos nosotros quienes tenemos conciencia de nuestros proyectos. Lo que la
reflexión práctica tematiza es el ser que hemos de ser.

5.5. Las trampas autorreferenciales de la virtud


La crítica a Sartre no es óbice para el reconocimiento de que ve una verdad importante,
aunque interpretada equivocadamente. Si se ve empujado a despojar a la reflexión práctica de
todo carácter personal es porque se enfrenta a una de las principales maneras en que esa reflexión
práctica puede pervertirse, debido a su fragilidad ante le posible contaminación del espectador.
Uno quiere contemplarse a sí mismo siendo virtuoso, en esa vanidad, en vez de centrarse en el
objeto o contenido del compromiso.

Cuando volvemos sobre nosotros para confirmar el compromiso debemos centrarnos en su


contenido, lo que no es necesario en la reflexión cognitiva, donde sólo importa conocer que quiero o
deseo, independientemente de cual sea el objeto.

En la autointerpretación o autoatribución el objeto de interés es nuestro estado mental en


cuanto tal, independientemente de su adecuación al mundo, pero en la reflexión práctica es
fundamental el objeto con el que nos comprometernos.

Una de las desviaciones, en la que se fija Sartre, es adoptar el punto de vista de un


espectador de nosotros mismos en vez de centrarnos en el objeto del compromiso, para
contemplarnos en el acto mismo de tomar postura. Y no nos contemplamos como el yo que
debemos ser, sino que hay una división entre:

- el yo contemplado.

- el yo contemplador.

Cada uno de los cuales concibe al restante como otro.

Esta deformación del yo, que se alimenta de todos los proyectos para contemplarse a sí
mismo, se encuentra por todas partes y puede deslizarse en cualquier acto deliberado. Sartre
acertaba al ejemplificarlo en el mundo ético, pues es el ámbito donde se presenta más fuertemente.

La perversión es pasar fácilmente de hacer el bien a parecer ser bueno u observándose


como tal. En la medida en que la ética exige valorar las acciones y las intenciones de la gente, es
fácil adelantarse a los demás. Pero cualquier propósito de este tipo produce un efecto inverso. El
hombre valiente no trata de desplegar su valor y si se actúa así solo revela una actitud egocéntrica.
El valor requiere defender un asunto a pesar del peligro. Aun cuando uno se entrega a este tipo de
conducta, para actuar virtuosamente hay que centrarse en el objeto, remitirse al yo que tiene que ser,
que es un hombre comprometido en satisfacer sus creencias y deseos.

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Sartre denuncia lo frecuente de esta perversión de la contemplación de uno mismo, cuando
uno solo tendría que estar ocupado en el objeto y contenido del compromiso.

Bernard Williams, en La ética y los límites de la filosofía, nota que, en este contexto, a fuerza
de preocuparse en los momentos por ser virtuoso, uno deja de preocuparse por comprometerse en la
acción, uno deja de ser suficientemente preocupante. La paradoja es sólo aparente. Al ser virtuoso,
uno se imagina como lo vería otro y qué pensaría de él. Se piensa en cómo los otros comentarían la
manera en que pensamos en nuestras acciones. Se trata, en estos casos, de una desorientación de la
atención ética, que debería estar dirigido al compromiso y no a la contemplación. Porque lo que
habría que hacer es concentrarse en el acto a realizar. Al tratar de actuar de manera virtuosa, uno se
erige como juez espectador, de modo que el centro de atención se traslada del objeto mismo al
estado de ánimo con que se actúa. Se ve uno empujado a contemplar el objeto del acto como menos
significativo que los rasgos de carácter del sujeto. Uno se contempla tal y como lo harían los demás
y se regocija en esa visión.

Por otra parte, esto no implica que haya una idea aberrante en la idea de cultivar la
virtud, pero hay que saber como hacerlo. Es con la reflexión cognitiva cuando uno reflexiona, ve
sus defectos y puede decidir ser mejor en el futuro. Querer mejorar y anunciar la intención, no es lo
mismo que el acto de contemplarse como hemos descrito.

La tesis es, así que no se logra cultivar la virtud si no es con la condición de no pensar en
ella en el momento mismo en que se trata de actuar.

Sartre iba en buena dirección cuando hablaba la ausencia del yo en la reflexión práctica,
porque ahí no era pertinente la contemplación. Es una de las principales manera en la que la
reflexión práctica se deja desviar, pero de ahí no se infiere, como hace Sartre, que la reflexión
práctica deba ser anónima. Lo esencial es que uno se relacione consigo mismo de manera
apropiada, con el yo que él solo puede ser. Si uno se vuelve a sí mismo de esa manera personal, se
vuelve al mundo y se olvida de sí.
Si Sartre se equivoca es porque en el fondo considera que la autenticidad es un ideal
aplicable a cada instante de la vida. Al darse cuenta de que el conocimiento de sí no es una
actitud en que no somos nosotros mismos, lo desprecia hasta el punto de eliminar la autenticidad
cualquier rastro de lo que él considera esta ilusión.

Pero la autenticidad no es un valor supremo ante el que resto de valores deben ceder. La
autenticidad sólo es un bien preponderante en los episodios de reflexión práctica.

Por su naturaleza, la reflexión cognitiva no supone mala fe, no nos pone en desacuerdo con
nosotros mismos.

El ser como otro no representa un mal en sí mismo. Ninguna regla jerárquica determina si es
mejor reflexionar sobre lo que hay que hacer o ser nosotros mismos y entregarnos a nosotros
mismos sea de modo implícito o de forma espontánea. Ningún bien humano es de tal envergadura
que sólo él trace lo que es la vida buena; éste es el fundamento del pluralismo ético.

5.6. Los fines inequívocos de la reflexión


Colocarse en el lugar del otro:

Antes de desarrollar el apartado, conviene hacer un paréntesis sobre el “Colocarse en el lugar


del otro”. Este Colocarse en el lugar del otro no tiene sentido ni en la reflexión práctica ni en las
pasiones. Nadie puede comprometerse por mí y nadie puede explicar por mí, en su totalidad,
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la experiencia pasional. La experiencia sensorial, perceptiva, etc. de un determinado
acontecimiento, no siente ni da cuenta de la experiencia total del acontecimiento. No podemos
colocarnos en el lugar del otro.

Ya Epicuro y Lucrecio decían que lo terrible de la muerte es tener miedo a la muerte. Por ello
no podemos situarnos en el lugar de un muerto y, en este sentido, sería mejor una muerte rápida,
instantánea e inconsciente sería mejor a una tortura.

Schopenhauer en su obra Dos fundamentos para la ética, mantiene que el movimiento de


piedad rousseauniano es un movimiento prerreflexivo de identificación con el ser sensible que
sufre.

Fernández de Oviedo cuenta como uno de los colonos españoles, en la colonización de


América, le da a una india una carta par que se la envíe a otra persona. Cuando va caminando, lanza
a un perro para que la ataque. El perro se lanza a por ella y ante ello, la chica se quedó tan
sorprendida y asustada que se arrojó al suelo y empezó a agitarse y a gemir, ante le cual, el perro se
detuvo y se acercó a ella, meándose encima y abrazándose a ella. Aquel perro dio muestras de
mayor caridad cristiana que los colonos que lo habían soltado.

Por otra parte, Heidegger también realizaba una diferencia ontológica (parágrafo 36):

- Modo negativo de solicitud: relacionándose con los otros del mismo modo que con los
objetos o cosas.

- Modos positivos de solicitud:

 Quitándole al otro el cuidado, la preocupación por su vida, y ocuparse por él. Se


asume por el otro aquello de lo que tendría que ocuparse. Se relaciona esto con la
piedad y la compasión, es un modo de existencia inauténtica.

 En vez de reemplazar al otro, uno se preocupa por que el otro se haga cargo de
su propia existencia. Este es por el que aboga Heidegger, es un Cuidado
auténtico, ayuda al otro a hacerse auténtico en su cuidado.

La operación de colocarse en el lugar del otro es siempre del ámbito de la reflexión cognitiva,
no cabe esta modalidad en la reflexión práctica.

Por otra parte, la operación en la que uno puede identificarse con el otro, no puede hacerse,
sino que lo que hay es una desindividualización en la que uno se disuelve y funde con el otro.

Y otra precisión es que la piedad cristiana es diferente de la caridad. La caridad cristiana es


reflexiva, mientras que una piedad como la de Rousseau es prerreflexiva. Podemos atender así al
ejemplo de Pascal, que nos dice como un cristiano había visto a un leproso y le fue a consultar al
propio Pascal para ver que es lo que tenía que hacer; a ello, le dijo que no le ayudase directamente,
porque tendría una relación horizontal y sería un acto irreflexivo, sino que tenía que dar la limosna
al párroco y así ayudaría al leproso porque es un hijo de Dios, sería un acto reflexivo, sería una
relación horizontal y no un movimiento de aproximación a él como ser sensible que sufre, como
mantendrá Rousseau.

Mencionado este paréntesis, podemos proseguir con la exposición.

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Es el contexto, la situación, según interpretada por el interesado, la que indica que camino
hay que seguir.

No reflexionamos por puro placer, sino para enfrentarnos ante la irrupción de una duda que
nos descoloca. La reflexión entra en escena para resolver un conflicto entre lo que cabía esperar
razonablemente y lo que se ha encontrado en la experiencia de uno, con objeto de recuperar la
relación normativa consigo. La forma que adopta la reflexión, está en función del problema surgido.
Pero para que sea sobre sí, debe ser sobre la relación consigo en cuanto a tal.

También en estas circunstancias la reflexión procede de una manera u otra en función del
carácter del problema. No es lo mismo una oscuridad ante algo que una discordancia entre
creencias y actos. Todo depende de la naturaleza específica de la dificultad. Puede haber una
reflexión práctica o cognitiva. Según el problema, deberemos recurrir a una u otra.

No es necesario decidir en abstracto si hay que actuar sin reflexionar, o dar un paso atrás y
reflexionar (reflexión cognitiva), o reafirmar los compromisos (reflexión práctica), sino que en
función del contexto y la situación uno decide lo que más le conviene, situándonos así en una ética
contextual.

Aunque esto encierra varias complicaciones también. Ha de cumplir la función para lo que ha
surgido la reflexión, este es el fin de la reflexión. Se trata de la manera en la que la reflexión debe
proceder y no de donde procede. La reflexión puede perderse o desviarse, como hemos visto, y
frecuentemente pierde de vista los factores que la suscitan.

Las complicaciones se presentan aun cuando no pierde de vista estos factores:

La primera deriva cuando una de las formas de reflexión debe preceder a otra, al menos
en dos etapas, para resolver el problema surgido. Por ejemplo, antes de decidir comprometerse o no
con una creencia religiosa, uno puede querer determinar si encuentra atractiva esa doctrina por el
consuelo que le proporciona o por su verdad. Un conocimiento más exacto de sí es necesario para
tomar postura de una manera más responsable. Y aunque sea menos frecuente, también es posible a
la inversa, con la reflexión cognitiva: es posible que queramos ver si uno es creyente y que realice
todos los rituales a fin de ver si lo hace con la convicción necesaria para que sean un acto de fe. En
conclusión, el problema es no saber si tengo unas creencias o no, en cuyo caso es reflexión
cognitiva, o si no me comprometo realmente con las creencias, donde tendríamos una reflexión
práctica.

Un segundo tipo de complicación, mas importante, es que puede ser que uno comience la
reflexión a partir de un contexto problemático, pero en el curso del tratamiento para
arreglarlo la reflexión cambie de registro, de modo que la cognitiva pase a la práctica o
viceversa. La idea de determinar lo que se cree es ambigua, pues significa:

- Acto de descubrir lo que se sabe previamente (reflexión cognitiva).

- Acto de deliberar para tomar postura por primera vez (reflexión práctica).

El espíritu, la mente, no es un cajón desastre y sus diferentes elementos están ligados de


muchas maneras. Y estas relaciones del espíritu, en gran parte, no sólo son parciales, sino también
virtuales, indeterminadas, posibles, pero no efectivas y prestadas a una disponibilidad. El
espíritu puede estar así en un estado indeterminado y no saber en qué zonas. El esfuerzo para
precisar cómo las creencias y deseos se relacionan, si se presentan como un mejor conocimiento de
si, corre el riesgo de dar una constitución de sí que antes no se tenía. En lugar de conocerse, uno

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termina por constituirse. Es inevitable, cuando uno se ocupa de dar un retrato comprensivo de sí,
aunque es difícil decir en qué momento se pasa de un registro a otro.

La mejor ilustración de esto son los Ensayos de Montaigne. En el prefacio al lector, de 1580,
donde se presenta Como yo mismo la materia de mi libro, estipula los términos del retrato que se
pretende ejecutar. Aunque la naturaleza del yo puede ser la inconstancia misma, Montaigne está
convencido que para pintar no el ser sino el paso, se trata de describir los meandros de su vida
mental, como son independientes del proyecto. El retrato que hace de sí será fiel o no en función de
la fidelidad al objeto. El objetivo es la sinceridad entendida como veracidad, sinceridad consigo
mismo, verse sin engaño.

Sin embargo, Rousseau criticaba el autorretrato de Montaigne al ser este interesado, era un
autorretrato de perfil, por su lado bueno. Sin embargo, el Montaigne que critica Rousseau es un
Montaigne que ya había abandonado hace tiempo, pues había pasado de describirse como era a
como quería ver. En los escasos añadidos que hizo posteriormente, Montaigne se vio que a medida
que configuraba ese yo, lo comprometía. El autor se manifiesta comprometido en la manera misma
de pintarse. “No he hecho más mi libro, que lo que mi libro me ha hecho a mí”, llega a decir, es
decir, el libro ha construido un libro con el que Montaigne se siente comprometido. Esto muestra el
abandono a la sinceridad evocado en el prefacio. Montaigne se ve reconocido a admitir el artificio
que quería evitar.

El arreglo de sí viene cuando Montaigne se pinta para otros. Pero si en lugar de representarse
para otros y configurarse como uno yo con características que no tenía, sólo se hubiese pintado para
sí, ¿no habría sido fiel a la sinceridad? Era así como Rousseau creía aventajar a Montaigne. Para
Rousseau, Montaigne escribió sus Ensayos para otros, mientras que Rousseau escribía para sí. Sin
embargo, aquí Rousseau también se engaña, porque no es posible no representarse para otro
cuando uno trata de conocerse a sí mismo, porque en la reflexión cognitiva adoptamos la
posición de un tercero, de un espectador. En la medida en que se pinta el propio autorretrato, hay
que pensarse para otro para ser universalmente inteligible. Hay que dejar de ser sincero, en el
sentido indicado, y relacionarse consigo en un sentido práctico.

La cuestión reside en que habitualmente no se sabe en qué momento y lugar la tarea de


formular una concepción de si deberá pasar de un registro cognitivo al práctico, es decir, en qué
momento cambia la naturaleza.

5.7. La reflexión y su reversible relación con los


problemas que la provocan

6.Prudencia y sabiduría
6.1. El yo y el tiempo

Hemos hablado de la vida del individuo como actos aislados, pero nos hemos ocupado poco
del hecho capitulo según el cual el Yo permanece en el tiempo y sigue siendo él mismo. La
pregunta es así, ¿en qué consiste la identidad a través del tiempo? ¿Cómo determinar que se trata
de un mismo yo a pesar de los compromisos y situaciones diferentes?

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La identidad y continuidad del yo depende de la relación en sus sucesivos momentos, en
su ligazón y no de un plan o proyecto de vida. Los pensamientos son míos porque están ligados en
los distintos momentos. No hay un Yo profundo que sea el verdadero yo del individuo. La
continuidad del Yo no puede ser una instancia formal, un sustrato sin cualidades a través del tiempo,
sin atributos, porque si variase la vida en cuestión dejaría de ser mía; si se cambiase esa instancia
formal, pero la experiencia siguiese siendo la que es, no tendría la sensación de haber cambiado, si
no cambian las experiencias y el sustrato permanece, no podría identificarme como Yo. La tesis no
es aceptable porque si mi cuerpo fuese sustituido por otro diferente, no dudaría que soy yo quien
habita ese cuerpo porque la continuidad del Yo está constituida por el enlace entre las distintas
experiencias. La identidad del Yo consiste en relaciones directas entre sus propios estados y no
de la continuidad del cuerpo.

En contra de Locke, como expone en el Ensayo sobre el entendimiento humano, la ligazón del
Yo no depende de lo subjetivo de la memoria. Se puede tener una experiencia particular y recordar y
no haber tenido esa experiencia, como he podido tener episodios de compromiso aunque no los
recuerdo. El estado del Yo debe ser objetivo, no subjetivo.

La teoría práctica del Yo que hemos elaborado permite responder y superar las dificultades
que se plantean a otras teorías. Si los estados mentales, como creencias, deseos y emociones, están
dotados del carácter dinámico y prescriptivo o normativo, es en cuanto compromisos en los que
se inscribe la relación consigo mismo que nos constituye como Yo. El encadenamiento de
pensamientos y acciones de un episodio de mi vida mental lleva el sello de mi auténtico Yo. La
estructura de los estados es lo que constituye el Yo y su encadenamiento de sucesiones es el que
hace que el Yo se constituya en cada uno de ellos. No es sólo la cohesión de un solo episodio de la
vida, sino de todos, de compromisos que llevan a otros, de cosas que llevan a otras cosas.

La identidad de la mismidad, de los rasgos de carácter, parece ser, en principio, una identidad
parecida a la que se tiene una cosa. Pero lo que diferenciaría la identidad de la mismidad sería que
esta identidad de la mismidad de una persona sería siempre el contenido de un quien, de un ipse. Se
podría decir que todo rasgo de carácter, de la mismidad, ocupa un lugar en el individuo por el modo
como ese rasgo le indica que razones hay para pensar o hacer algo o esto. Todo hábito formaría
parte de los rasgos del carácter y es una especie de compromiso fijo y duradero, y, es en esos
compromisos, en tanto juntan los distintos momentos y circunstancias, en los que se desarrolla la
vida de un individuo. Es esta la identidad de la mismidad.

En este contexto, es relevante la crítica de la identidad personal que desarrolla Parfitt, en la


obra Personas y razones. La identidad personal se refiere aquí a la identidad de la mismidad, del
idem, no del ipse, y por ello la crítica que le realiza Ricoeur es pertinente. El libro de Parfitt se
dedica a la identidad de la mismidad, pero no al hecho de que hay un ipse que tiene una relación
con sus hábitos y que se desarrolla en sus compromisos.
Por otro lado, la identidad personal tiene una estructura narrativa, porque los momentos de
la vida se suceden. Si lo plasmamos, tendría una forma de relato o novela corta.

Teniendo esto en cuenta, debemos decir que la vida de un individuo no tiene un esquema
englobante, no es una búsqueda unidireccional, sino que se constituye en diversos compromisos,
explícitos o implícitos, y tiene imprevistos. Su continuidad es parcial, fragmentaria. Es por el
encabalgamiento de las actividades por el que un Yo único puede recorrer la distancia que va
desde el nacimiento a la muerte.

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En este sentido, es ilustrativo un texto de la obra de Wittgenstein, Investigaciones filosóficas:

67. No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión «parecidos
de familia»; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que
se dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos,
andares, temperamento, etc., etc. — Y diré: los 'juegos' componen una familia.

Y del mismo modo componen una familia, por ejemplo, los tipos de números. ¿Por
qué llamamos a algo «número»? Bueno, quizá porque tiene un parentesco — directo —
con varias cosas que se han llamado números hasta ahora; y por ello, puede decirse,
obtiene un parentesco indirecto con otras que también llamamos así. Y extendemos
nuestro concepto de número como cuando al hilar trenzamos una madeja hilo a hilo.
Y la robustez de la madeja no reside en que una fibra cualquiera recorra toda su
longitud, sino en que se superpongan muchas fibras.

Pero si alguien quisiera decir: «Así pues, hay algo común a todas estas
construcciones — a saber, la disyunción de todas estas propiedades comunes» — yo
le respondería: aquí sólo juegas con las palabras. Del mismo modo se podría decir:
hay algo que recorre la madeja entera — a saber, la superposición continua de estas
fibras.
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, § 67

Otro punto sería el momento en el que el Yo se reconoce como muy distinto a sí mismo, el
Yo que aparece en la memoria involuntaria como dice Proust. Proust, en su obra A la búsqueda del
tiempo perdido, distingue así entre:

- Memoria voluntaria: cuando reconstruyo una figura de un Yo ficticio y prefabricado,


a partir de las preocupaciones, circunstancias e intereses presentes.

- Memoria involuntaria: pero hay otros momentos de memoria involuntaria, donde le


vienen a uno figuras de su pasado, sin pretenderlo, y ahí el espíritu reconstruye a través
de eso meandros y establece la sutil y directa relación entre ese Yo alejado, que
despeja al yo del Yo presente, sacándolo del presente y le da una visión atemporal del
pasado. El Yo presente descubre un Yo alejado, pero lo conecta con el presente a
través de esos meandros, como un relámpago.

A través de estos encadenamientos, del Yo que se constituye en compromisos y relaciones


prácticas, la continuidad del Yo es flexible, inestable, parcial, local, no establecida porque un hilo
mantenga la continuidad, como hemos ilustrado con el texto de Wittgenstein.

Esta concepción estaría mal vista por la concepción filosófica habitual de la idea de que la
unidad del Yo estaría constituida por la unidad de sentido y la continuidad que establecería un
proyecto o plan de vida.

Existe la impresión de que en planteamiento que hemos visto hay algo equivocado y que
deberíamos dar a nuestra vida la forma de una búsqueda unificada, y que las aparentes
discontinuidades se deben a la imperfección humana. Pero no hay nada de esto. Los imprevistos
constituyen a menudo un bien, sin los cuales la vida humana sería menos impresionante. Los
imprevistos son ocurrencias sobrevenidas, positivas. El prejuicio de la vida como continua es un
obstáculo para ver en la vida mejores posibilidades.

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6.2. La importancia de los bienes no previstos
6.3. El error socrático: Sócrates (Platón), Aristóteles,
Ortega y Rawls. Crítica del concepto del “plan de vida”
y de “vida como proyecto”
[…] Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisamente
éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que
vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo
que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún
menos. […]

Platón, Apología de Sócrates, 38a

Y la justicia era en realidad, según parece, algo de esa índole, mas no respecto
del quehacer exterior de lo suyo, sino respecto del quehacer interno, que es el que
verdaderamente concierne a sí mismo y a lo suyo, al no permitir a las especies que hay
dentro del alma hacer lo ajeno ni interferir una en las tareas de la otra. Tal hombre ha
de disponer bien lo que es suyo propio, en sentido estricto, y se autogobernará,
poniéndose en orden a sí mismo con amor y armonizando sus tres especies
simplemente como los tres términos de la escala musical [….]

Platón, República, 443d

Habiendo, pues, establecido respecto de estas cuestiones que todo el que es capaz
de vivir de acuerdo con su propia elección debe fijarse un blando para vivir bien –
honor o gloria o riqueza o cultura– y, manteniendo sus ojos en él, regular todos sus
actos (pues el no ordenar la vida a un fin es señal de gran necedad), es preciso, pues,
principalmente determinar, ante todo, en sí mismo, sin precipitación y sin negligencia,
en qué cosa de las que nos pertenecen consiste el vivir bien y cuáles son las
condiciones indispensables sin las cuales los hombres no lo poseen.[…]

Aristóteles, Ética Eudemia, Libro I, Capítulo 2

Una persona es feliz cuando esta realizando con más o menos éxito un plan de
vida racional, concebido con condiciones favorables y cree que tiene posibilidades
razonables de cumplir con tal plan.

Rawls, Teoría de la justicia.

Estas formulaciones son concepciones de la vida que estamos combatiendo. El defecto de la


noción de plan de vida es el tipo de actitud que expresa en relación con la existencia. Mantiene
que hay que conducir la propia vida en lugar de padecerla como acontecimientos fortuitos. Una vez
adoptado el punto de vista, se reflexiona de modo sistemático sobre los fines y medios para
alcanzarlo. En la medida en que se pone en marcha este plan racional, entonces se habrá definido el
carácter del bien global y la manera de lograrlo, aunque no haya garantía de éxito.

Sin embargo, esto es demasiado razonable. La formulación que hemos realizado no es


correcta, porque no hay que concebir la razón de forma tan estrecha. Nuestra experiencia puede

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variar acerca de lo que es valioso. En realidad, uno se engaña cuando uno supone que uno debe
guiar su vida o dejarla a la deriva. La racionalización humana está entre ambos extremos, es el
patrimonio de una vida que nosotros constituimos en parte, pero que también está en manos
del azar, de condiciones externas. A veces nos encontramos con bienes imprevistos que sólo el
azar nos proporciona y que pueden hacernos cambiar radicalmente ese plan de vida que teníamos,
que nos hacen cambiar los presupuestos del proyecto de vida que llevamos a cabo. Los imprevistos
pueden alterar todo el sistema de clasificación, aunque en nuestro plan de vida quisiéramos dejar un
lugar para ellos.

6.4. Los límites de la prudencia


6.5. La sabiduría
La sabiduría supera a la prudencia si entendemos ese espíritu que también está abierto a los
imprevistos. La sabiduría, frente a la prudencia, consiste en la tonalidad afectiva fundamental, la
actitud del espíritu en la que uno hace proyecto, sabiendo que son parciales, pero abierto a que haya
intermitencias del corazón, imprevistos, ocurrencias sobrevenidas. Cuando uno está abierto a ello,
uno descubre que es absurdo organizar la vida acorde a un plan y reducir la vida a ese proyecto.

Según Rawls, el hombre de juicio determina sus juicios, sopesando las circunstancias,
intereses y capacidades y debe evaluarlas no según en el momento actual, sino por lo que conocerá
a largo plazo. El error de Rawls consiste en suponer que la manera de vivir del mejor modo la
vida está determinada por anticipado, antes de vivirla y saber cuales serán nuestros bienes
intereses a lo largo de toda nuestra vida que definen nuestro bien global. Pero estos fines no son
previsibles.

No hay un Yo sustrato, no hay conocimiento íntimo de los diversos estados, prerreflexivo, un


conocimiento intuitivo por lo que el Yo se constituye. El Yo no se constituye con el conocimiento,
sino como los compromisos, el solapamiento de sus proyectos y esa continuidad del Yo toma
giros, no sólo inesperados, sino además felices. Si no queremos vivir engañados, no debemos vivir
acorde a ese plan de vida, sino saber que nuestro bien está siempre en devenir, que cobra vida a
lo largo de la fortuna de la vida.

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