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LA BUENA PREDICACION

LO QUE ES Y LO QUE NO ES

Abundantemente Ilustrado de las Escrituras y la Historia

por
GLENN CONJURSKE
Publicado por: Glenn Conjurske Rhinelander, WI 1984

Impreso en Estados Unidos de Norteamérica.


NOTA:
Este libro no tiene derechos de autor. Úsese libremente por cualquier persona que así lo desee, para la
gloria de Dios y el bien de las almas. Si alguien desea imprimirlo y publicar la obra entera, pueden
hacerlo libremente. Solamente les pido que impriman la obra sin alteraciones e incluyan esta nota
completa.

El Autor

PROLOGO:
Cuando empecé a escribir este libro, fue mi intención escribir solamente unas cuantas hojas para la lectura
de un amigo. Pero mi corazón estaba rebosando y no sabía como detenerme. Y verdaderamente, mi corazón
se ha expuesto a través de este pequeño libro. Aquí se encuentran las meditaciones de quince años, escritas
con muchas lágrimas. Que la unción del Espíritu Santo, permanezca sobre estas páginas y sobre el corazón y
la mente del lector.

Glenn Conjurske
20 de septiembre de 1983

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LA BUENA PREDICACIÓN
Creo que la buena predicación es algo muy fuera de lo común en nuestros días. El estado de
superficialidad, tibieza y mundanalidad que generalmente prevalece en la iglesia no hace factible producir
buenos predicadores. Y la clase de predicación que acostumbramos oír actualmente no parece que va a
poder poner remedio a la baja situación que impera en la iglesia. Así que la iglesia se hunde más y más en
la mundanalidad y tibieza, mientras que el mundo entero corre hacia el infierno.

¡Qué labor tan solemne es predicar la Palabra de Dios en estos días! Cuán intensamente debería indagar
cada predicador, ¿Qué es lo que hace una buena predicación? Y ¿Cómo se compara mi predicación con ese
modelo?

Qué es la buena predicación? : Ahora, debe ser evidente que la buena predicación es aquella que
cumple su propósito. Es la que hace un bien sólido y permanente en las almas de los hombres. Es
aquella que atrae, despierta, convence de pecado, convierte, santifica, edifica y afirma en la obra.

Pero, ¿Qué clase de predicación hará esto? Para decirlo en una forma sencilla, se trata de predicar la
Palabra de Dios en el poder del Espíritu Santo.

Pero siendo la naturaleza humana lo que es, cada predicador ha de pensar que esa es la descripción de su
propia predicación, aunque pocos son atraídos por el, y a pocos o a ninguno despierta, convierte, o impulsa
hacia la cosecha.

¿En qué consiste la buena predicación? Podemos considerar que se trata del contenido de la
predicación, y de la forma y del efecto de ésta.

A.- El contenido:

Desde luego, debe ser la palabra de Dios. Pero esto puede dar lugar a un gran engaño. Cualquier error que
se comete bajo el sol, clama tener el respaldo de la Biblia. Pero también, hay muchos que realmente toman
el contenido de su predicación de la Biblia, pero a pesar de ello, su predicación logra muy poco buen
resultad, porque se ocupan principalmente de puntos especulativos de la teología, o de profecía o tipología,
descuidando “los asuntos más importantes de la ley”.

Además, puede el hombre predicar la Escritura a la letra y carecer completamente del Espíritu y su poder.
Existen muchos predicadores muy dedicados a la predicación y enseñanza de la profecía. Y aún así su
mensaje poco se parece a los mensajes de los profetas. El mensaje de los profetas es fundamentalmente a lo
moral, y no intelectual. Sus escritos están llenos de reprensiones que dejan huella, de amonestaciones, de
persuasiones poderosas, de razonamientos convincentes, de intercesiones tiernas. Pero lo anterior es
ignorado por los predicadores modernos que se ocupan enteramente del esquema del curso de eventos
futuros.

Demasiado a menudo he visto con tristeza, anuncios de reuniones especiales en alguna iglesia, en la que se
llevará a cabo otra “Conferencia profética” Y toda mi alma grita, ¡Es la última cosa que necesitan! Ya
están hartos de “Profecía y planes providenciales” y siguen siendo materialistas y carnales, no ganan almas,
no son fervientes en la oración y no tienen sed de avivamiento. Podrán conocer las Escrituras al pie de la
letra, pero no tienen su Espíritu ni su poder. Ya han sido alimentados por mucho tiempo con una dieta,

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designada fundamentalmente para instruir su intelecto y han sido adormecidos por ella. Están necesitando
desesperadamente esa predicación que convencerá su conciencia y agitará su corazón.

El Espíritu de Dios ha venido para convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Y estas tres
cosas deberán ocupar una parte importante de nuestra predicación al mundo. Observen, Él no ha venido a
instruir al mundo sino a convencerlo. Yo, personalmente no tengo nada que decir en contra de instruir al
hombre, pero si digo que no es la primera cosa que necesitan. Todos los hombres tienen cierta cantidad de
luz, pero no obedecen la luz que tienen. No actúan conforme saben que deben actuar. Ellos necesitan ser
movidos, despertados, y persuadidos. Tienen que sentir lo que saben. ¡Necesitan ser convencidos! Ellos
necesitan ser convencidos de estas tres cosas elementales: Pecado, justicia y juicio. La Biblia es un libro
muy extenso sobre estas tres cosas. Ya sea que veamos los libros históricos del Antiguo Testamento, los
Proverbios, los Profetas, los Evangelios, las Epístolas, o el Apocalipsis, la gran carga del mensaje en todos
ellos es pecado, justicia y juicio. ¿Cómo es posible que tantos predicadores puedan predicar de la Biblia
semana tras semana y decir tan poco sobre estas tres cosas?

¿Cual debe ser el contenido de aquella predicación que se alinea al testimonio del Espíritu Santo?

Convencer de Pecado: La buena predicación debe tener como objetivo el producir convicción de
pecado, como la cosa primordial. La más grande necesidad del mundo actual es la convicción de pecado. Y
que poco vemos de ello. Que raro es que veamos pecadores quebrantados y afligidos por sus pecados. Que
raro es que los veamos temblando asombrados, postrándose y clamando, ¿Qué debo hacer para ser salvo?
Cuántos predicadores han predicado por años sin haber contemplado una vez siquiera esta visión. Hubo una
época en que veíamos esto diariamente en la iglesia de Dios, pero ¡Qué pena!, tales cosas no se ven más. La
convicción de pecado parece ser una cosa del pasado. ¿Y cuál sorpresa? Puesto que la predicación de hoy en
día ni siquiera va dirigida a producir esta convicción. Las energías de los predicadores se pierden en refutar
la evolución, en luchar contra la irreverencia en la televisión, en tratar de acomodar los eventos en el Medio
Oriente dentro del calendario de las profecías y hasta en cosas más necesarias y provechosas que estas,
descuidando así lo más importante, tener el entendimiento para poner la conciencia del rebelde culpable,
cara a cara con el Dios, tres veces Santo, y aborrecedor del pecado.

Refutamos los errores de los “religiosos” y sin embargo los “religiosos no son salvos”. Que ellos tengan
convicción de pecado y sus errores se evaporarán en el aire. Predicamos “apologética”, refutamos la
evolución, proclamamos la existencia de Dios, y sin embargo los incrédulos y escépticos se quedan como
están. Pero una vez que tengan convicción de pecado, su incredulidad saldrá volando por la ventana.
Apuntamos hacia una cosa equivocada al tratar con pecadores, y por lo tanto no logramos nada. Charles G.
Finney, hablando de su experiencia de toda una vida como evangelista poderoso, dice:

“El universalismo, el unitarismo, y realmente todas las formas de error fundamental, han dado lugar y
Desaparecido de la vista en la presencia de grandes avivamientos.
Yo he aprendido una y otra vez, que el hombre solo necesita tener realmente una convicción de pecado por
el Espíritu Santo, para dejar de una vez por todas, y gozosamente abandonar el universalismo y el
unitarismo” (*).

Finney en otra parte relata lo siguiente:

“El caso de un incrédulo, conocido mío, puede servir de ejemplo para ilustrar esto.
Había vivido con dos esposas “piadosas” sucesivamente; había leído casi todos los libros existentes sobre la
inspiración de las Escrituras - había discutido y cavilado y muy seguido pensado que él ya había
sobrepasado a los creyentes en asuntos de la Biblia;
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Y de hecho era el incrédulo más sutil que yo había conocido.

Pero eventualmente, un cambio llegó a él y sus ojos se abrieron para ver la horrible enormidad de su culpa.
Un día lo vi tan cargado por el pecado y la culpa que no podía levantar la vista. Inclinó su cabeza sobre
sus rodillas, se tapó la cara y gimió en agonía. En este estado lo dejé y fui a la reunión de oración. Al poco
rato llegó a la reunión, como nunca había llegado. Al salir de la reunión le dijo a su esposa:

“Tu siempre me has conocido como un incrédulo de corazón duro; pero mi incredulidad ha desaparecido.
No puedo decirte donde quedó, todo me parece como una tontería; no puedo concebir como alguna vez
pude creer y defender lo que creía.” (*).

También relata el caso de un universalista que llegó a la reunión armado con una pistola para matarle por
haber convertido a su esposa del universalismo. Dice:
“Él escuchó unos momentos y luego repentinamente a media reunión, cayó de su asiento y gritó, “¡Ay,
me estoy hundiendo en el infierno! ¡Ay Señor ten piedad de mi!” Su universalismo desapareció en un
abrir y cerrar de ojos; él ve su pecado, y ahora se está hundiendo en el infierno.” (**).

Podría relatar otros incidentes parecidos, pero desisto. Es evidente que la predicación que logra su
propósito, es la que convence de pecado. Ahora, para producir esto, de cualquier manera, debemos
apuntarnos hacia ello. Debemos dar un gran lugar al tema del pecado en nuestra predicación, tal como lo
tiene en la Biblia. Tampoco debemos estar contentos con predicar contra el pecado en una manera general,
porque todo el mundo diría “Amen” – y lo aplicaría a todos sus vecinos. Debemos predicar estrechamente,
de modo escrutador y específicamente, advirtiendo al pecador no solamente contra el pecado en general,
sino contra “su propio pecado” en particular. (Ezequiel 33:8-11)- contra “todos los pecados que ha
cometido” (Ezequiel 18:21.) Debemos hacer que el pecador entienda y sienta que su caminoes malvado, y
que sus pecados son una ofensa y una abominación para Dios. Debemos sacarlos fuera de su escondite,
desnudarlos de cualquier excusa y traerlos ante Dios con la boca tapada, con auto-condenación, y
culpabilidad. Esta es la principal finalidad de la predicación.

Frutos de arrepentimiento. Este fue el mensaje de Cristo y de todos Sus apóstoles. Cristo mando que “el
arrepentimiento y perdón de los pecados

Convencer de Justicia. La buena predicación llevará al hombre a tener hambre y sed de justicia.
Les persuadirá de que no hay felicidad ni salvación sin ella. La justicia habla de ser justos. Es ser y hacer
lo correcto. Es “dejar de hacer lo malo” y “aprender a hacer el bien” (Isaías 1:16-17.) Es arrepentirse, y
traer frutos de arrepentimiento. Este fue el mensaje de Cristo y de todos sus apóstoles. Cristo mando que “el
arrepentimiento y la remisión de pecados sea predicado en Su Nombre, en todas las naciones” (Lucas
24:47). El gran bulto en la predicación del apóstol Pablo (según nos dice él), fue desde el principio hasta el
final de su carrera “que todos se arrepientan y se vuelvan a Dios haciendo obras dignas de arrepentimiento.”
(Hechos 26:20.) Aún así, con todo esto, hay mucho antagonismo en la iglesia actualmente, contra la
predicación del arrepentimiento y hacer obras dignas de arrepentimiento. Muchos, clamando sostener la
doctrina de salvación por fe, niegan por completo la necesidad de arrepentimiento. Otros lo definen y lo
explican hasta hacerlo nulo. Existe un sentimiento general en todas partes, expresado y no-expresado, que
el hombre puede ser salvo sin ser justo. Por este medio, el hombre cree sostener la doctrina de salvación por
gracia. Pero la Biblia esta explícitamente siempre en contra de eso. “¿No sabéis que los injustos no
heredarán el reino de Dios? No erréis…” (1 de Corintios 6: 9) “Hijitos, nadie os engañe, el que hace
justicia es justo, como Él es justo. El que practica el pecado es del diablo…” (1 Juan 3:7-8.)

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Y es un hecho que los grandes predicadores del pasado, los predicadores cuyas predicaciones lograron su
finalidad, han estado predicando la justicia. Juan Wesley, cuyo éxito en el ministerio de la Palabra, quizá
sobrepase el de otros predicadores, desde los días de los apóstoles, nos dice así: “Si adecuadamente
juntamos la fe con las obras en todas nuestras predicaciones no nos faltará bendición. Pero de todas las
predicaciones, la que generalmente se conoce por predicación evangelista, es la más inútil, si es no es que la
más dañina; una aburrida, o bien, entretenida, declamación sobre los sufrimientos de Cristo, o la salvación
por fe sin inculcar fuertemente la santidad. Y veo más y más que esto naturalmente contribuye a eliminar la
santidad del mundo.” (*).
Charles G. Finney dice, “Debes estar dispuesto a renunciar a todos tus pecados y ser salvo de ellos, ¡todos,
ahora y en el futuro!

Hasta que concedas a esto, no podrás ser salvo de ninguna manera. Muchos estarían dispuestos a ser salvos
en el cielo, si pudieran conservar algunos pecados mientras estuvieran en la tierra – o más bien, creen que
les gustaría el cielo bajo esos términos. Pero la verdad es, que a ellos les disgustaría un corazón puro y
una vida de santidad en el cielo tanto como en la tierra, y ellos se engañan completamente a sí mismos al
suponer que están listos, y hasta dispuestos a ir a tal cielo que Dios ha preparado para Su gente. No, no
puede haber tal cielo, sino para aquellos que aceptan la salvación renunciando a todo pecado en este mundo.
Ellos deben tomar el Evangelio como un sistema que no hace concesiones con el pecado, que contempla la
liberación completa del pecado aún ahora, y provee como corresponde. Cualquier otro evangelio no es el
verdadero, y aceptar el Evangelio de Cristo en cualquier otro sentido es no aceptarlo. Su primera y última
condición es el juramento de una firme y eterna renuncia a todo pecado” (*).

D. L Moody dice, “No existe eso de que un hombre vaya al cielo sin que se arrepienta. Puedes predicar a
Cristo y ofrecer a Cristo, pero el hombre tiene que renunciar primero al pecado, tal como intentamos de
mostrarlo anoche. ‘Que el malvado deje su camino y el injusto sus pensamientos, y conviértase al Señor’
El arrepentimiento es girar, o voltear” (**).

En otra parte dice, “Hay algo que no puedes hacer, pecador que no te has arrepentido: no puedes entrar en
el Reino de Dios. Puedes venir aquí, puedes entrar a la iglesia, pero nunca entrarás al Reino de Dios sin
arrepentimiento.

“Dios es muy misericordioso, Él está lleno de amor y me puede perdonar. Bueno, puedes seguir con esa fe,
con esa ilusión, si así lo quieres; pero Dios dice que si no te arrepientes, debes morir. Dios es verdadero; El
no dice lo que es falso. Pueden tomarlo a la ligera, jóvenes, si así lo quieren, pero llegará el tiempo en el
que, si no se han arrepentido, no habrá mucha esperanza para ustedes. Deben ser fieles, deben rechazar todo
lo que no es bueno y santo. (***).

Charles Wesley, aunque ahora solo es conocido generalmente como escritor de himnos, fue sin embargo
uno de los predicadores más poderosos y efectivos. Escribió en su diario, “Prediqué en el bosque sobre esa
terrible palabra, “Vende todo”, con una gran asistencia. Cómo es posible que el diablo haya confundido a
esos maestros, quienes, por temor a enfocarse en las obras, se niegan a exhortar esta ¡primera obligación
universal! Si imponer las propias palabras de Cristo es predicar obras, entonces espero, siempre predicar
obras”. (*).

Pero actualmente vivimos en un día malo, en la cual el diablo ha confundido a la mayoría de los
predicadores, en la cual la gente le teme mas a la justicia que al pecado – le teme más a las “buenas obras”
que a las obras perversas – en la cual por medio de distinciones sutiles de refinamientos y dispensaciones, la
mitad de la Palabra de Dios se ha omitido.

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Las Palabras de Cristo, en lo particular, de este modo se han hecho nulas, y se estima como un legalismo
inexcusable, predicar lo que Él predicaba. Sin embargo, Pablo escribe, “Si alguno enseña otra cosa, y no se
conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está
envanecido, nada sabe…” (1 Timoteo 6:3-4.) Aquí se consideran tres cosas: sanas (o sólidas) palabras, las
palabras de Cristo Jesús (naturalmente como están registradas en los Evangelios), y la doctrina que es
conforme a la piedad.

Aquella doctrina que ignora o hace a un lado, las palabras del Señor Cristo Jesús (en el campo del perdón o
en otros campos) no es una doctrina sana, ni es la doctrina conforme a la piedad. No promueve la piedad.
No promueve obras sólidas y profundas en las almas de los hombres. Y observen, la doctrina que es
conforme a la piedad, es la que insiste que la piedad es esencial para la salvación. Esto es sin duda, el gran
bulto de “las palabras del Señor Jesucristo” lo cual es la razón fundamental por la que tantos están ansiosos
por asignarlos a una dispensación del pasado.

Porque Él predicó que si los hombres no perdonan a su prójimo, Dios no los perdonará a ellos; que si
amamos nuestra vida la perderemos y que si aborrecemos nuestra vida en este mundo, la guardaremos hasta
la eternidad; que nadie entrará al reino de los cielos sino solamente los que hacen la voluntad del Padre; y
otras muchas cosas como estas.

¿Quién predica estas cosas en la actualidad?.

Sin embargo, ésta solo es una doctrina sana, y solamente es lo que se calcula que llevará a cabo una obra
sólida y permanente en el alma de los hombres. Las predicaciones que son tan comunes en la actualidad, que
ignoran o niegan todo esto, las cuales no conocen otros términos de salvación, mas que “acepta a Cristo
como tu Salvador” (algo que la Biblia nunca menciona), no son “la doctrina conforme a la piedad”. No
promueve la justicia, sino el descuido y el pecado. No despierta las almas sino que las adormece. No salva
las almas, sino que las engaña y les da una falsa ilusión. Cuán desesperadamente necesitamos volver a la
predicación de la justicia.

Convencer de Juicio. La Biblia está llena, de principio a fin de “el juicio de Dios”. Sin embargo,
que poco cree el mundo en esto. Durante seis milenios el diablo ha estado predicando un mensaje: “No
moriréis” O sea, “Puedes pecar, y salirte con la tuya. Dios es amor y perdón, y no te llamará a cuentas.
Cristo murió por tus pecados, y por lo tanto, puedes vivir en pecado e ir al cielo al final. Peca hoy,
“confiesa” mañana, y vive por siempre feliz!” Y ¡cuánto ha engañado el diablo al mundo! Una multitud de
personas que profesan ser cristianos ¡han abrazado sus mentiras! y que poca predicación hemos oído
actualmente del juicio verdadero de Dios contra el pecado. El mismo Señor predicó muy frecuentemente
sobre el infierno y con las más solemnes y terribles palabras: “atormentados en esta llama” – “porque su
gusano nunca morirá ni su fuego se apagará” – “tinieblas exteriores” – “lloro y crujir de dientes” - “fuego
inextinguible”. En otra parte leemos, “ellos serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos”
¡Oh! Que tuviésemos una visión de lo que es el infierno! Esto abriría las compuertas de seriedad, de
elocuencia, de lágrimas, y de intercesión poderosa en nuestras almas. “Conociendo el terror del Señor”,
dice Pablo, “persuadimos a los hombres”. Si solamente el mundo pudiera tener una convicción de la
realidad, la certeza, y la severidad del juicio de Dios, habría almas arrebatadas por montones para el reino de
Dios. ¡Predicador, predica el juicio de Dios!

Pero más allá de todo esto, debemos predicar lo que propiamente llamamos Evangelio – las inescrutables
riquezas de Dios – el tierno amor de Dios que derrite, alcanza y atrae triunfante Las verdades anteriores
podrán quebrantar al pecador endurecido; el amor de Dios lo enternecerá y lo ganará. Si alguna vez un
hombre ha usado efectivamente la Palabra de Dios como un martillo para quebrantar corazones endurecidos,
ese hombre fue Charles G. Finney.
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Y aún leemos sobre él, “como el apóstol Juan, el presidente Finney hizo del amor el tema principal en su
edad avanzada. Difícilmente podía referirse al amor de Dios sin llorar” (*).

El mismo Finney dice, “Es un hecho, que esta manifestación de Dios en Cristo, quebranta realmente el
corazón de los pecadores. Ha suavizado muchos corazones, y lo hará con miles más. Ciertamente, si lo
vieras como es, y sintieras la fuerza de este amor en tu corazón, sollozarías en tu mismo asiento, te
quebrantarías y clamarías – ¿Jesús me amó tanto así? ¿Y yo podré seguir amando aún el pecado? ¡Ay! Tu
corazón se derretiría, como tantos otros se han quebrantado y derretido a través de los tiempos, cuando han
visto el amor de Jesús revelado en la cruz” (**).

No intento extenderme en esta parte del mensaje, porque el hecho es que en nuestros días hay generalmente
un énfasis unilateral sobre el amor y la gracia de Dios, y el descuido de su justicia, santidad, y juicio. Es
verdad, “Dios es amor”, pero también es cierto que, “Dios es luz”, sí, y “un fuego consumidor” Esta
solamente es la doctrina sana si toma totalmente en cuenta ambos lados de la naturaleza de Dios y ambos
lados de Su revelación. Esto hace una doctrina sana y esto hace una predicación útil. El gran Juan Wesley
escribió a uno de sus predicadores, “Veo el peligro en que estás, la cual quizá tú mismo no puedas ver. ¿No
crees que es igual de agradable para mí como también para ti predicar siempre del amor de Dios? ¿Y no
hay un momento cuando somos particularmente conducidos a eso, y encontramos una bendición peculiar
allí? Sin duda es así. Pero aún así, sería un error absoluto y además contra la Escritura, no predicar algo
más. Deja que la ley siempre prepare el camino para el Evangelio. Casi nunca he hablado aquí, tan
intensamente del amor de Dios en Cristo como anoche; pero solo fue después de que había quebrantado en
pedazos a los adormecidos. Ve tú y has lo mismo” (***).

En otra parte dice, “Creo que el método correcto para predicar es este. Al empezar la predicación en
cualquier lugar, después de una declaración general del amor de Dios a los pecadores y Su deseo de que
ellos sean salvos, predicar la ley de una manera dura, cercana, de la forma más escudriñadora posible;
entremezclando el Evangelio aquí y allá, mostrándolo como era, a distancia.

“Después de que más y más personas estén convencidas de pecado, podremos mezclar más y más el
Evangelio para de este modo provocar la fe, para levantar a una vida espiritual a aquellos a quienes la ley ha
matado; pero esto tampoco debe hacerse precipitadamente. Por lo tanto no es conveniente omitir por
completo la ley; no solamente porque podremos suponer que muchos de nuestros oyentes aún no están
convencidos, sino porque hay peligro que muchos de los que sí están convencidos sanarán sus heridas
levemente: por lo que solamente en una plática privada con un pecador verdaderamente convencido,
deberíamos presentar el puro Evangelio.

Pero a este respecto, muchos predicadores pueden decir, Todo esto es muy bueno para un evangelista, pero
yo no soy un evangelista. No es mi asunto salvar al perdido, sino edificar a los salvos. A tal cosa, debo
decir unas cuantas palabras. Para empezar, temo que esto muy frecuentemente es una excusa por la falta de
poder y de fruto. Es el trabajo de cada santo predicar la Palabra de Vida: cuanto más entonces, los que
están comprometidos en el ministerio público de la Palabra. Es muy fácil decir cuando no vemos almas
salvadas, “Este no es mi don. Mi don es edificar a los santos.” La edificación es algo difícil de medir o
contar. Muy fácilmente podemos convencernos que estamos logrando nuestra misión, cuando en realidad
estamos logrando muy poco o nada. Yo estoy convencido que la predicación que no convierte pecadores,
tampoco edifica santos. ¿No es esto lo más sencillo y significativo de las siguientes palabras del Apóstol
Pablo: “…pero la profecía (es por señal) no a los incrédulos, sino a los creyentes.” y “…el que profetiza
edifica a la iglesia.” (1 Cor. 14:22, 4.) No obstante, de ese mismo ministerio que es para provecho y
edificación de la iglesia él también nos dice, “Pero si todos profetizan, y entra algún incrédulo o indocto, por
todos es convencido, (convencido – la misma palabra que se usa en Juan 16:8), por todos es juzgado; lo
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oculto de su corazón se hace manifiesto; y así, postrándose sobre el rostro adorará a Dios, declarando que
verdaderamente Dios está entre vosotros.” (Vs. 24 y 25.) La implicación aquí es ineludible: aquel
ministerio que realmente edifica a la iglesia, también realmente, convence y convierte a los pecadores. Esta
Escritura también implica que es buena la predicación que no solamente imparte instrucción acerca de Dios
o Sus obras, sino la que hace que se sienta Su presencia. Esta es la clase de predicación que edifica a la
iglesia y convence y convierte a los pecadores.

Oswald J. Smith dice, “Existen hombres que sienten tener talentos especiales para la edificación de los
creyentes, así que se entregan enteramente a levantar Cristianos en la Fe. Aquí fue donde yo me desvié. Yo
sentí que tenía dones especiales para enseñar y hablar a jóvenes cristianos sobre la Vida Profunda, así que
preparé un número de exposiciones con la idea de dedicar mi tiempo a este trabajo, hasta que Dios
misericordiosamente abrió mis ojos y me mostró cuanto me había desviado del camino. No hay nada que
profundice la experiencia Cristiana, edifique creyentes y los levante en Fe, tan rápida y completamente
como el ver almas que son salvas. Las reuniones profundas en el Espíritu Santo, en las que el poder de Dios
está obrando poderosamente en la convicción y salvación de pecadores, hará más por los cristianos que años
de enseñanza sin ello” (*).

C.H. Spurgeon dice, “Ahora pienso que estoy destinado a nunca predicar un sermón en que no predique a
los pecadores. En verdad, pienso que un ministro que puede predicar un sermón sin dirigirse a los
pecadores no sabe predicar” (**).

Pero algunos predicadores dirán, “Sería inútil para mí predicar a los pecadores, porque generalmente
ninguno está presente. Generalmente predico en congregaciones compuestas solamente de creyentes.” ¡De
verdad! Y ¿podrías pedir una indicación mejor de que tu predicación no es lo que debería ser? Para
empezar, la predicación de la Palabra de Dios en el poder del Espíritu Santo es una gran fuerza de atracción.
De esto hablaremos después. Pero además, si aquellos santos a quienes has estado predicando fueran
verdaderamente edificados, como deberían serlo, estarían buscando afuera a los perdidos. He visto
suficiente de tales congregaciones que tienen sólo santos – algunas veces son congregaciones enteras de
santos canosos quienes no han podido salvar ni a sus propios hijos.

Pero la realidad es que puede haber más oportunidad de predicar a pecadores de lo que te imaginas. Ya que
tantos predicadores, por demasiado tiempo han estado cubriendo con yeso delgado su fracaso de predicar
arrepentimiento y justicia, que estoy persuadido que los miembros de muchas iglesias evangélicas y
fundamentalistas, están compuestas principalmente de personas que de hecho son inconversas, no
importando lo que ellos declaren. ¿Acaso no es indicación de esto su manera de vivir, indefinida y
mundana, su falta de amor por las cosas de Dios y el dejar de asistir a la mayoría de las reuniones de la
iglesia?

Bueno, pero nosotros sin demora admitimos que hay suficientes ocasiones para que prediquemos, también a
cristianos. ¡Sí! Hay mucha ocasión. “¿No es tiempo de que se haga algo?” dice Charles G. Finney. ¿No es
tiempo de que la iglesia abra brecha, que no se conforme al mundo sino que sea conforme al ejemplo del
espíritu de Cristo?

“Reconoces que quieres que los pecadores sean salvos. ¿Pero de que sirve, si ellos se hunden otra vez en su
conformismo con el mundo? Hermanos, confieso que estoy lleno de dolor ante la conducta de la iglesia.
¿Dónde están los resultados de los avivamientos gloriosos que hemos tenido? Creo que han sido
avivamientos genuinos de derramamiento del Espíritu Santo que ha gozado la iglesia en los últimos diez
años. Creo que los que se convirtieron en esos diez años, están dentro de los mejores cristianos de la tierra.
Sin embargo, después de todo, una gran parte del cuerpo de éstos, son una vergüenza para la iglesia. ¿De
qué serviría tener miles de nuevos miembros agregados a la iglesia, solo para que fueran igual que los que
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están ahora? ¿Acaso se vería la religión honrada con esto, tomando en cuenta los hombres impíos que están
en la iglesia? Una iglesia santa, que realmente está crucificada al mundo, y el mundo a ella, hará más por
recomendar el cristianismo, que todas las iglesias en el país viviendo como lo están haciendo en la
actualidad. ¡O! Si tuviera la fuerza para visitar iglesias otra vez, en lugar de predicar para convertir
pecadores, predicaría para atraer a las iglesias al evangelio común de la vida en santidad. ¿De qué sirve
convertir pecadores, solo para hacerlos cristianos como estos? (*).

Estas palabras, son demasiado ciertas – y hoy en día más que hace ciento cincuenta años, cuando Finney las
predicaba. A luz de estas palabras, no es difícil determinar cual debería ser el contenido de nuestra
predicación pueblo de Dios. Debemos obrar para atraerlos al espíritu y poder del cristianismo del Nuevo
Testamento. Debemos hacer que sus almas tengan sed del verdadero cristianismo del Nuevo Testamento –
específicamente que “…andemos como Él anduvo”(1 Jn 2:6); que sean perfectos como su Padre en los
cielos es perfecto(Mt 5:48); que estén firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere (Col 4:12);
que sean llenos de todo gozo y paz en el creer(Rom 15:13); que crezcan en la obra del Señor(1 Cor 15:58);
que se exhorten los unos a los otros cada día(Heb 3:13); que sean llenos de toda la plenitud de Dios(Ef
3:19); que sean mas que vencedores en medio de la tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o
desnudez, o peligro, o espada(Rom 8:35-37) – y así podríamos seguir y seguir. Este es el espíritu del
verdadero cristianismo del Nuevo Testamento. Pero ¡ay! Estas son las palabras que muy rara vez se
escuchan durante la predicación moderna. Pero poned al hombre a predicar estas cosas, no como doctrina
árida, sino como realidad viva que cautive su propia alma, y los santos serán efectivamente edificados y los
pecadores efectivamente convertidos.

B.- La Forma (la manera)

Pero debemos seguir con la manera en que predicamos, ya que dedicamos más tiempo del que pensaba
sobre el contenido de la predicación. Y yo considero verdaderamente que la manera reviste con más
importancia la predicación que el contenido. Al afirmar esto no quiere decir que es aceptable predicar lo
malo; pero es posible predicar lo correcto, y aún así, predicarlo de tal manera que no sea de provecho
alguno. Se puede predicar la verdad, y aún así, hacerlo de una manera tan aburrida, árida, tibia e
indiferente, que si llegara a lograr algo, sería únicamente adormecer a la gente. Por otra parte, un hombre
puede ser muy indocto y aún así, si ha logrado obtener un poco de verdad que trae convicción y salvación, a
través de su propia experiencia y si predica esa verdad en la manera correcta, logrará buen efecto y puede
ser de mucho provecho. C. H. Spurgeon dice, “He visto y escuchado algunos predicadores muy poco
elocuentes, y que aún así trajeron muchas almas al Salvador a través de la seriedad ferviente con la que
comparten su mensaje. No había, absolutamente nada en sus sermones (hasta el vendedor de comestibles
los usaba para envolver su mantequilla), pero aún así esos sermones débiles atrajeron muchos a Cristo. No
fue tanto lo que los predicadores dijeron, sino más bien la manera en que lo dijeron, lo que trajo convicción
a los corazones de los oyentes. La verdad más sencilla era llevada de tal manera por la intensidad de la
declaración y la emoción del hombre quien lo decía, que tenía un efecto sorprendente. (*).

Podríamos citar muchos ejemplos para ilustrar esto, pero para establecer mejor el punto, me limitaré a citar
el relato de dos casos extremos a los que me he enfrentado. Bud Robinson, miembro fundador de la Iglesia
del Nazareno, (fundada en 1908) cuyo ministro, más que la de cualquier otro logró mucho éxito, nació en
una cabaña hecha de leña, con pisos de tierra en las montañas de Tennessee. Creció en una casa de
borrachos, en la más baja de las pobrezas. Él era completamente analfabeto, tan tartamudo que hasta su
nombre se le dificultaba pronunciar cuando se lo preguntaban, era sujeto a frecuentes ataques epilépticos, y
era no-creyente. En tal condición fue a una reunión en un campamento y fue convertido gloriosamente. La
misma noche, recostado bajo un carretón, mirando las estrellas, demasiado feliz para poder dormir, Dios lo
llamó a predicar. Muy pronto él solicitó un permiso para predicar en la Iglesia Metodista, y ellos no
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queriendo desanimarlo y suponiendo que si no hacía bien tampoco haría mal, con ciertas reservas se lo
concedieron. En la siguiente conferencia trimestral, reportó sesenta convertidos. Una persona que lo
conoció dice, “En esos primeros días, lo vi pararse en la plataforma, con su ropa tosca, así como su persona,
tartamudeando y balbuceando en su intenso deseo de hablar, hasta que caía postrado al piso, echando
espuma por la boca inconsciente. Una y otra vez lo he visto ponerse de pie con lagrimas corriendo por su
cara, no pudiendo mas que decir seis palabras, “Vengan a Jesús, El les ama”. Y la gente venía a Cristo,
llenando el altar. (**).

Posteriormente, “Dios lo sanó de su epilepsia, lo sanó de su tartamudeo, y le soltó la lengua, hasta que llegó
a ser uno de predicadores más buscados y amados que Estados Unidos ha producido” (***). Sin embargo,
él tenía el poder de Dios para convertir pecadores antes de todo esto, cuando solamente podía balbucear seis
palabras.

El otro caso que tengo que relatar es aún más admirable. Lo relata David Marks, un predicador de gran
poder y mucho fruto. “Habiéndome retirado de la asamblea un corto trecho, escuché un sonido muy
singular en el granero donde se llevaba a cabo la reunión lo cual me causó gran ansiedad y alarma. Regresé
rápidamente; y al entrar a la reunión, ví a un joven al frente de el asamblea bañado en lágrimas; quien con
gestos y señas estaba tratando de describir el gozo del cielo y los horrores del infierno. El
sonido de su voz era inarticulado, pero cambiaba con las señas que hacía para expresar felicidad y desdicha.
Toda la asamblea fue profundamente impresionada; ante mi asombro, descubrí que este joven, aunque
sordomudo, había abierto su boca para persuadir a los perdidos, contra los caminos al infierno.
Recientemente había experimentado una esperanza en Dios y relataba su experiencia por medio de señas;
mostrando su temor al castigo, mirando al fuego, y apuntando hacia abajo; y su visión del cielo, tocando
cosas brillantes, doradas y apuntando hacia arriba. El deseaba y recibió el bautismo y se convirtió en un
miembro fiel de la iglesia. Las actividades de la asamblea le parecían tan interesantes, como a cualquier
otro miembro; y aunque no podía ni articular ni oír palabras, sí usaba sonidos peculiares para exhortar, orar
y cantar, acompañándolos con gestos adecuados. Comprendí que sus actividades públicas habían sido
bendecidas para la conversión de varios”. (*).

Marks se refiere otra vez al mismo joven algunos años más tarde, esta vez predicando a una gran asamblea:
“Sus sonidos inarticulados – sus lágrimas corriendo libremente – y sus gestos tan intensos, impresionaron
mucho a la asamblea, y aún los corazones más duros parecían sentir”. (**).

Ahora, si predicadores como estos pueden ganar almas, ¿no deberíamos avergonzarnos nosotros, quienes no
podemos lograrlo cuando estamos en pleno uso de nuestras facultades mentales y del cuerpo, y
(supuestamente) con una educación bíblica y teológica?. Pero me olvidaba. He dado estos ejemplos para
mostrar que la manera de nuestro predicar es de más peso que el contenido.

Entonces, ¿de qué manera debemos predicar? Sin pretender agotar el tema, yo respondo, con autoridad,
con sencillez, con intensidad, con solemnidad, con amor.

Autoridad. De aquel que habló como nunca otro ha hablado, leemos, “Y se admiraban de su
doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Marcos 1:22). Una cosa
está muy clara aquí: Las palabras de Cristo penetraban en el corazón de los oyentes. Ellos estaban
admirados (o sorprendidos) de sus enseñanzas. Eran totalmente diferentes de las enseñanzas de todos los
días. Eran con autoridad. ¿Y no podríamos con esto descubrir una buena razón por la cual la predicación en
la actualidad impresiona tan poco a los oyentes? Los hombres no hablan con autoridad, aunque lleven en
las manos un libro infalible. Ellos, pasivamente sugieren, en lugar de proclamar poderosamente. Predican
opiniones o “interpretaciones” en lugar de las verdades indudables que saben y sienten en el fondo de sus
propias almas,. Por una razón o por otra, ya sea por tibieza, falta de visión u otra causa, al hombre le falta
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una convicción sólida y profunda de la verdad en su propia alma. Por lo tanto su predicación no convence e
impresiona muy poco a los oyentes. La trompeta da un sonido impreciso, y a nadie conmueve. Predican
sobre Pablo y los Corintios o sobre Cristo y los fariseos, pero no toman la Palabra de Dios como una espada
de doble filo, o como martillo que rompe la roca en pedazos, imprimiendo la Palabra viva y encendida de
Dios en las almas de las personas que escuchan.

Martín Lutero estremeció al cristianismo porque habló con autoridad. Por este medio se opuso y estremeció
hasta el fundamento la iglesia que proclamó ser la única depositaria de la autoridad de Dios. Si Lutero no
hubiera hablado con autoridad, no hubiera impresionado en absoluto. Él habló con autoridad porque él tenía
una convicción firme dentro de su alma. La prueba de una convicción es la siguiente: si un hombre puede
sostener su doctrina sólo, a cara de todo el mundo (y de toda la iglesia, también) y si está dispuesto a dar su
vida por ella, es digna de llamarse “convicción”. Y así era la doctrina de Lutero para él. Dice él: “Estoy
seguro que mi doctrina procede del cielo. La he hecho triunfar contra ese quien en su dedo chiquito tiene
más fuerza y astucia que todos los papas, todos los reyes, y todos los doctores que han existido. Mi dogma
se levantará, y el papa caerá, a pesar de todas las puertas del infierno, todos los poderes del aire, de la tierra,
del mar”. (*). Tales afirmaciones abundan en los escritos de Luther.

Ahora, el hombre que tiene tal convicción de la verdad en su propia alma, hablará con autoridad. Y el
hombre que no la tenga, no hablará con autoridad, no importa que tan fuertemente trate de hacerlo, y
su predicación tendrá poco efecto en los corazones de sus oyentes. Nosotros solamente podemos insinuar
sobre este punto, que en este particular, como en otros de los cuales hablaremos más adelante, la predicación
del hombre será un fiel reflejo de él mismo. “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas
cosas…”(Mt 12:35). No puede levantarse por encima de lo que él realmente es. Lo que él es determinará el
valor de su predicación. Hablaremos más sobre esto mas adelante.

Sencillez. Pablo predicó, “no con palabras persuasivas de humana sabiduría” (1 Cor. 2:4). Al
principio de la carrera de Girolamo Savonarola, el gran italiano del siglo quince, uno de sus propios
discípulos le hizo notar que su forma de predicar no se comparaba favorablemente con la de un gran (pero
ahora olvidado) orador de esos días. A lo que Savonarola contestó casi enojado, “Estas elegancias y
ornamentos verbales, deberán dar lugar a una doctrina sana predicada con sencillez” (*). Savonarola no
deseaba impresionar a las personas con su predicación sino con la verdad. Y por medio de una “doctrina
sana predicada con sencillez” se convirtió en uno de los predicadores más elocuentes y poderosos de todos
los tiempos.

C.H. Spurgeon, dijo una vez, “odio la oratoria. Descenderé tan bajo como pueda. El lenguaje fino y de
altos vuelos me parece malvado cuando las almas se están muriendo”. (**).

A. T. Pierson dijo de D. L. Moody, “Él había aprendido a predicar con sencillez – mejor digamos, él no
había aprendido a predicar de otra forma; y en el lenguaje natural sin afectaciones, sin corrupciones por
parte de la fastidiosa cultura de las escuelas, él hablaba cara a cara con los hombres; y ellos le escuchaban”.
(***).

Ciertamente, a no ser por la “fastidiosa cultura de las escuelas”, habría muy poca necesidad de hablar
sobre este asunto. Pero las escuelas ministeriales, aunque designadas para enseñar la manera de predicar,
de hecho logran lo opuesto. Charles G. Finney dice, “Estoy aún solemnemente impresionado con la certeza
de que las escuelas echan a perder en alto grado a los ministros. Los ministros actualmente tienen gran
facilidad de conseguir información sobre cualquier pregunta teológica; y están mucho más preparados en
cuanto a la teología, historia y el aprendizaje bíblico, que lo que posiblemente lo han estado en cualquier
otra época del mundo. Y aún así, con todo su conocimiento no saben darle uso a todo lo que han aprendido.
Son en gran parte como David dentro de la armadura de Saúl. (*).
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“La armadura de Saúl” es precisamente con lo que estamos tratando aquí, ya sea que le llamemos
declamación, retórica, homilía, o “el arte de predicar”. Se trata de “la sabiduría de las palabras” No de la
“demostración del Espíritu y de poder”, ni puede contribuir una pizca para lograrlo. ¿Dónde quedó el
boceto literario de Pedro cuando fueron tres mil almas tocadas en el corazón y convertidas a Cristo por
medio de un discurso no premeditado? Esto fue una demostración del Espíritu y de poder, y nuevamente
afirmo que toda la educación del hombre en cuanto a la “sabiduría de las palabras” y la “excelencia del
lenguaje” no puede ni comenzar a lograrlo. Mientras estas cosas afecten el contenido, derrotarán su propio
plan. Pondrán la armadura de Saúl sobre el hombre de fe, y lejos de capacitarlo, lo estorbarán. Si los
jóvenes de nuestros días, fueran experimentados en los caminos de Dios, como lo fue David, si ellos
hubieran aprendido la eficacia de la fe y el poder de Dios, como aprendió David, rechazarían la armadura de
Saúl como lo hizo David, por ser tanto innecesaria como nociva. Pone la sabiduría del hombre en lugar del
poder de Dios. Pero mas allá de esto, es un hecho simple que los refinamientos del arte – “la fastidiosa
cultura de las escuelas” – nunca conmoverán a las multitudes como lo hace la sencillez de la naturaleza. Y
si nosotros no predicamos para conmover a la gente, ¿para qué predicamos? Brillantes oradores cosquillean
en los oídos de los cultos por algunos años, y luego son olvidados. Pero hombres sencillos y sin afectación
que predican no con palabras de sabiduría sino con demostraciones del Espíritu y de poder, conmueven a las
multitudes y sus nombres son inmortales.

Tales hombres fueron John Bunyan, Christmas Evans, D. L. Moody, C. H. Spurgeon, Gipsy Smith y Bill
Sunday – ninguno de los cuales poseía un ápice de “educación superior” o de “educación ministerial”. La
predicación de John Bunyan, aunque era el ejemplo de la sencillez, era poderosa y con fruto. El estudioso
John Owen solía ir a escucharlo cuando predicaba en Londres. “Charles II una vez le preguntó, maravillado
“¿como un hombre cortesano como era él, podía ir y sentarse a escuchar a un chambón iletrado?” “Si le
place a su Majestad,” contestó Owen, “si yo tuviera la habilidad para predicar como ese chambón,
gustosamente renunciaría a todos mis conocimientos” (*). Supongo que él nunca soñó que eso pudiera
haber sido exactamente lo que le hubiera costado.

Intensidad. La buena predicación es la que sale del corazón. Es la que nace del sentimiento y se
empapa en lágrimas. Y aquí es donde hemos llegado al centro del contenido. La emoción intensa, el
sentimiento del corazón es lo más anhelado en la predicación. Sin estos ingredientes, aunque buena en otros
aspectos, la predicación hará muy poco bien. Pero donde esto se encuentra, irá lejos para compensar
cualquier otra deficiencia. Esto lo demostramos abundantemente en los dos ejemplos que mencionamos
antes, de Bud Robinson convenciendo y convirtiendo a pecadores tartamudeando seis palabras, “con
lágrimas bañando su rostro” y del sordo-mudo que ganaba almas con sonidos inarticulados, con señas y
gestos, derramando lágrimas”. Aquí, realmente está el centro de todo el asunto; y yo creo que la ausencia
de lágrimas en la predicación de nuestros días es la indicación más segura que podemos tener, de la
debilidad y falta de fruto. Pablo dice, “…no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno”. (Hechos
20:31). Él escribió a los Corintios, “Porque por la mucha tribulación y angustia del corazón…”, y “…con
muchas lágrimas”. (2 Cor 2:4). Escribió a los Filipenses, “…y aún ahora lo digo llorando…”, (Fil 3:18).
Pablo sentía lo que predicaba y por lo tanto lo hacía sentir a otros. A él le conmovían las verdades que
manejaba, le conmovían hasta el fondo de su corazón y de su alma, y por lo tanto, él conmovía a otros.

Aquí está el secreto de una buena predicación, de una gran predicación, de una predicación con poder, y de
una predicación útil. La promesa de éxito es para él que, “…andando y llorando lleva la preciosa semilla.
Él indudablemente “volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”, (Sal 126:6). Frecuentemente nos
dicen (predicadores sin fruto), que Dios no requiere que tengamos éxito, solamente que seamos fieles. ¿No
se trata esto de otra excusa para la tibieza? Dios ha prometido éxito al hombre intenso y ferviente – al
hombre que predica con lágrimas. Y si no somos intensos y fervientes, ¿somos fieles? Cuando Cristo
envió a los doce, Él “…les dio poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades”,
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(Lucas 9:1). Y aún así, cuando se les presentó un caso real (versículo 40), no tuvieron poder y no pudieron
echar fuera al demonio. Que pobre excusa en su boca, hubiera sido decir, “No se requiere que tengamos
éxito, ¡solamente que seamos fieles”! Si ellos hubieran sido fieles hubieran tenido éxito. “¡Oh generación
incrédula y perversa!” dice el Señor, (Mt 17:17); y cuándo le preguntaron porqué no habían podido echar
fuera el demonio, Él les dijo, “Por vuestra poca fe”, (Mt 17:20). Si ellos hubieran tenido fe en la Palabra de
Cristo, si ellos hubieran sido intensos y fervientes, si se hubieran entregado a la oración y al ayuno, hubieran
tenido éxito. Es un hecho indudable que los predicadores de éxito, generalmente son predicadores intensos,
(aunque existen otros factores dentro del asunto), mientras mayor sea el fervor del hombre, más grande será
su fruto.

George Whitefield fue probablemente, el más grande predicador que ha caminado en la tierra desde los días
de los apóstoles. ¿Qué hizo que lo fuera? Los sermones que predicaba eran extemporáneos, frecuentemente
no premeditados y él “no sabía nada acerca del ejercicio de planear un sermón” (*) Así lo dice Cornelius
Winter, quien vivió bajo su mismo techo durante un año y medio. Los sermones que se han impreso son
inferiores en el contenido que aquellos de muchos otros predicadores, sin embargo cuando él los predicaba,
aquellas “efusiones de palabrerías” (como algunos las han nombrado), superaba todos los demás, y eran
transportados con la demostración del Espíritu y el poder. ¿Por qué? Cornelius Winter sigue diciendo,
“Casi nunca supe que él diera su sermón sin llorar, y creo que eran lágrimas sinceras. Frecuentemente su
voz era interrumpida por la emoción; y lo he escuchado decir desde el púlpito, ‘Ustedes me culpan por
llorar, pero ¿cómo puedo evitarlo si ustedes no lloran por sí mismos, aunque sus almas estén al borde de la
destrucción? y no sé en absoluto ¡si están escuchando su último sermón! Algunas veces él lloraba
excesivamente, pisoteaba fuerte y apasionadamente, y frecuentemente era tan sobrecogido que requería un
poco de tiempo para componerse.” (*). ¿Es algo sorprendente que semejante predicación penetraba en los
corazones de la gente? Un joven indiferente que escuchó a Whitefield por primera vez, describe la
manera y el efecto de su predicación: “El señor Whitefield describió el personaje del saduceo, esto no me
impresionó. Yo me consideraba tan buen cristiano como cualquier hombre en Inglaterra. De ahí prosiguió
con los fariseos. Él describió su decencia exterior, pero comentó que el veneno de una serpiente inflamaba
sus corazones. Esto me sacudió un poco. Más tarde en el curso de su sermón, se detuvo abruptamente; hizo
una pausa durante unos momentos; y estallo en un mar de lagrimas; levantó sus ojos y sus manos y exclamó
‘¡Oh, mis oyentes! ¡La ira que vendrá! ¡La ira que vendrá! Estas palabras se gravaron en mi corazón como
plomo en el agua. Lloré, y cuando el sermón se terminó, me retiré solo. Durante días enteros y semanas, no
podía pensar en otra cosa. Esas tremendas palabras me seguirían a donde quiera que fuera, ¡La ira que
vendrá!, ¡La ira que vendrá!” (**). El joven se convirtió muy pronto y más tarde se dedicó a predicar.

Charles Wesley también predicaba sin preparación previa, algunas veces abría su Biblia y predicaba sobre el
primer texto que se le presentara. De él leemos, “Sus discursos desde el púlpito no eran áridos ni
sistemáticos, sino que fluían de las visiones y sentimientos de su propia mente. Él tenía un talento
sobresaliente para expresar las verdades más importantes con sencillez y energía; y sus discursos eran
algunas veces verdaderamente apostólicos, forzando la convicción en los oyentes a pesar de la oposición
más determinante” (***).

Otra persona que lo conocía bien escribe, “Su don ministerial era en un aspecto, verdaderamente
extraordinario: llegaba lo más cerca de lo que creemos que era la manera original de predicar el evangelio
que yo haya visto… en donde sólo Dios y pecadores concienciados estaban delante de él, parecía que nada
podría oponerse a la sabiduría y poder con que él hablabapara usar las palabras de un hombre piadoso,
‘Eran rayos y truenos’ ” (*).

Evidentemente, esto no se puede acreditar como un principio de homilética, ya que la homilética nunca
produjo tal predicación, y Charles Wesley nunca usó la homilética. ¿Entonces qué? Era un hombre de
espíritu ferviente, como toda su vida lo testificó. Su predicación era, sobre todas las cosas, intensa.
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Predicaba del corazón, y muy frecuentemente, mientras hablaba, las lágrimas bañaban su rostro. Enseguida
su propia explicación sencilla de su poder: “Sentí cada palabra que pronuncié esta mañana. Lo que sale del
corazón, generalmente llega al corazón.” (**).

El poder de Charles G. Finney es bien conocido. De su predicacion, una persona dice, “Sus sermones eran
como relámpagos en cadena, destellando convicción a los corazones de los escépticos más determinantes.”
(***).

De sus emociones más intensas, leemos, “Podía hacer tronar los terrores de la ley con impresionante poder y
enseguida cambiar y ofrecer la misericordia del evangelio con la ternura y las lágrimas de Jeremías o de
Cristo” (****).

Finney describe su propia predicación: “Yo conservaba mi Biblia de bolsillo en mi mano, y les leía el
siguiente texto: ‘Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en El cree, no se pierda, mas tenga vida eterna’. No puedo recordar bien lo que dije, pero yo sé
que el detalle principal que mi mente elaboró fue el tratamiento que Dios recibía a cambio de Su amor. El
asunto afectó mucho a mi propia mente; y prediqué y derramémi alma y mis lágrimas juntamente”
“Realmente, solté todo mi corazón sobre ellos” “Realmente, sentí que yo podía hacer caer granizo y amor
sobre ellos al mismo tiempo” (*****)

Creo innecesario citar más ejemplos. Todos los grandes predicadores han sido predicadores intensos y el
llorar en el púlpito era tan común en un tiempo como lo es el reir en estos tiempos. ¡Ay aquellas lágrimas,
aquellas lágrimas!, dice John Angell James, “como nos reprenden por nuestra insensibilidad y muestran
nuestras deficiencias”. (*).

C.H. Spurgeon dice, “Espero no estar equivocado al suponer que todos nosotros somos totalmente sinceros
en el servicio al Maestro; asi que proseguiré con lo que me parece ser la siguiente calificación, en cuanto a
lo humano, para ganar almas, y esto es, evidente intensidad…Si un hombre ha de ser ganador de almas,
debe tener dentro de él emoción intensa, igual que sinceridad del corazón. Puedes predicar las advertencias
más solemnes y las amenazas más terribles, de una manera tan indiferente o descuidada, que a nadie
afectarán en lo más mínimo; y puedes repetir las exhortaciones más afectuosas de una manera tan
indiferente que a nadie conmoverán ni para amar ni para temer. Creo, hermanos, que para ganar almas, hay
mas del asunto de la intensidad, que de casi ninguna otra cosa.” (**).

No deseo que me mal interpreten al atribuír tanto poder a la intensidad, como si me olvidara de la necesidad
de la unción del Espíritu Santo. Ni por un momento. Pero yo creo que el Espíritu de Dios usa herramientas
correctas. Un hombre no usa un martillo para cortar un árbol. Igual, Dios no usa un predicador tibio e
indiferente para convertir a los pecadores. No quiero decir que Dios no pueda usar para nada, a tal
predicador; pero no lo usará mucho. No hará con él, lo que hará con un hombre intenso y ferviente. Si
estoy desesperado por cortar un árbol, y no puedo echar mano mas que de un martillo, podría ingeniármelas
para hacer caer el árbol a golpe de martillo. Pero esto si puedo decir: No cortaría muchos árboles con tal
método y claro que tampoco muy grandes. Y así mismo Dios podría usar un predicador aburrido para
convertir a pecadores. Puede que ganara uno aquí y otro allá, y los casos más difíciles ni los tocaría. Donde
Dios necesita que se trabaje, pone al hombre adecuado para ese trabajo. Y donde no encuentra ninguno,
ninguno podrá hacer el trabajo y derrama juicio en lugar de misericordia (Ez. 22:30-31). El poder del
Espíritu Santo no es sustituto para un hombre santo, ferviente e intenso. Llega sobre el hombre, lo unge, lo
llena, no para poner a un lado el poder y las facultades del hombre, sino para usarlas.

Solemnidad. Solemnidad o seriedad, va relacionada muy de cerca con la intensidad. Puede ser que
la solemnidad sea solamente una forma particular de la intensidad. No trataré de determinar eso. Creo que
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es bastante diferente, y bastante importante como para recibir un trato por separado. Los temas que ocupan
a un predicador de la Palabra de Dios son tales que deben inspirarlo a la más profunda solemnidad. ¡Dios!
¡Inmortalidad! ¡Pecado! ¡Santidad! ¡Juicio! ¡Eternidad! Seguramente no hay lugar para trivialidad aquí, y
es muy vergonzoso – excesivamente vergonzoso – que hayan tantos chistes y risas en el púlpito en estos
días.

No habrá risas cuando un predicador bromista se pare delante de Dios a darle cuentas de todas sus palabras
vanas y de las oportunidades solemnes – en congregaciones con pecadores perdidos frente a ellos – que así
malgastaron. No excluimos la risa del todo, ni en el púlpito ni en la vida misma. “…tiempo de llorar y
tiempo de reír…” (Eclesiastés 3:4). Sin embargo, en este mundo de pecado y tristezas, llorar siempre
tomará la delantera en aquellos que caminan con Dios. Leemos, “Bienaventurados los que lloran” – pero
nunca “Bienaventurados los que ríen” Aún más, se nos dice, “…¡Ay de vosotros, los que ahora reís! Porque
lamentaréis y lloraréis” (Lucas 6:25). Frecuentemente leemos que Cristo y Sus apóstoles lloraron – nunca
que rieron. Ciertamente su predicación no estaba llena de bromas tontas que en la actualidad son tan
comunes en el púlpito. Estas no son ni para gloria de Dios, ni para bien de las almas.

Bueno, pero el que no haya bromas y risas en la predicación del hombre, no es señal de que sea solemne.
La solemnidad descansa sobre el espíritu del hombre que está delante de la presencia de la eternidad, y
siente intensamente su terrible realidad. C. H. Spurgeon dice, “Algo de la sombra del tremendo último día
debe caer sobre nuestro espíritu y dar el acento de convicción a nuestro mensaje de misericordia, o
perderemos el verdadero poder de la intercesión”

“Aquel que intercede ante Cristo deberá ser movido con la perspectiva del día del juicio. Cuando yo llego a
aquella puerta detrás del púlpito, y la multitud estalla frente a mí, frecuentemente me siento consternado.
Pensar en esas miles de almas inmortales fijando la mirada a través de las ventanas de esos ojos
melancólicos, y yo debo predicarles a todos, y ser responsable de su sangre si no soy fiel a ellos. Les digo,
me hace sentir listo para devolverme (*).

Esto, mis amados, es la clase de solemnidad de la que estamos hablando. Un hombre que siente de ese
modo, naturalmente comunica ese sentimiento a sus oyentes. Así, leemos de John Wesley, “¡El señor
Wesley predicó en la iglesia a una numerosa congregacion, ¡serio como una tumba!, mientras pasaba
cincuenta y ocho minutos tratando de imponer ese tremendo pasaje de la segunda lección sobre Lázaro y el
hombre rico. Difícilmente podía abandonar La predicación de Jonathan Edwards se caracterizaba por la
solemnidad más profunda, y esa solemnidad servía para compensar las graves deficiencias en otros puntos.
Se le había enseñado a predicar en una forma que difícilmente se le puede llamar predicación: él escribía
sus sermones y se los leía a las personas – y aparentemente sin fervor o emoción. Su biógrafo dice, “Él
escribía sus sermones; con una letra tan pequeña e ilegible, que solamente se podía leer si se la acercaba
mucho a los ojos. Durante su predicación, él acostumbraba pararse, sosteniendo su pequeño manuscrito en
su mano izquierda, con su codo recargado en el púlpito o en la Biblia, su mano derecha casi nunca la
levantaba, excepto para dar vuelta a las hojas, y su persona casi sin moverse”. (**).

Más adelante leemos, “No tenía modulaciones estudiadas en su voz, y ningún gran énfasis. Muy rara vez
hacía gestos o se movía”. (***).

Sin embargo, con respecto al asunto, “Desde el primer paso hasta el último, solamente se enfocaba hacia la
salvacion de sus oyentes,” (****), y aunque él se extendía fuertemente sobre el pecado, la justicia y el
juicio, de cualquier manera, nunca le hacía falta demostrar la ternura o aflicción del evangelio de salvación.
(*****).

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Y a pesar de todas estas deficiencias, su predicación cautivaba a las personas de un modo extraordinario,
tanto así que leemos cosas como las siguientes: “Difícilmente había una sola persona en el pueblo, joven o
vieja, que quedara indiferente acerca de las cosas del mundo eterno. Aquellos que habían sido los mas
vanos e indiferentes, y aquellos que habían estado bien dispuestos a pensar y hablar ligeramente de la
religión vital y de la experimental, ahora eran sujetos a un gran despertar. Y la labor de conversión se
llevaba a cabo de la manera más sorprendente y aumentaba más y más; las almas llegaban como rebaños a
Cristo Jesús”. (*).

En el lado humano de las cosas, no podemos dar cuentas de tales resultados mas que viendo la intensa
solemnidad que caracterizaba todas sus predicaciones. Él sentía las realidades de la eternidad, y por lo tanto
hacía que los demás las sintieran. Su biógrafo dice, “Su presencia en el púlpito era con gracia, y su
declaración sencilla, perfectamente natural, y muy solemne”. (**). Otro escribe sobre él, “Un momento
extraordinario de convicción también se ha dado a veces bajo el ministerio del reverendo señor Edwards de
Northampton: un predicador de voz baja y moderada, con una manera natural de entregar el mensaje, y sin
que su cuerpo se agite, o ninguna otra cosa para llamar la atención, excepto su habitual y gran solemnidad,
mirando y hablando como si estuviera en la presencia de Dios, con un fuerte sentir de lo que decía”. (***).

Amor. No existe un poder en la tierra como el del amor. El amor gana y conquista donde todo lo
demás ha fracasado. Cultistas, no creyentes, Judíos y pecadores duros e indiferentes, de cualquier clase,
sentirán el poder del amor. “En una gran asamblea de Judíos Cristianos, noventa y tres porciento de ellos
testificaron que fueron animados a considerar el llamado de Jesucristo porque algún Cristiano Gentile
le había mostrado amor”. (****).

Me atrevo a ofrecerles una ilustración de esto, de mi experiencia, citando mi diario: “Llegué a una casa,
dónde estaban tres muchachos y una muchacha, evidentemente estudiantes. Me quedé cerca de dos horas,
pero mis argumentos eran deprimentes y sin ganancia, sobre todo la joven se oponía fuertemente a todo lo
que yo decía. De alguna manera llegamos al tema de la persecución, a lo que ella dijo, ‘Si usted quiere
saber algo de persecución, lea la historia de los Judíos’. ‘La miré a los ojos y le pregunté (lo que ya
sospechaba), ‘¿Eres Judía?’ Ella dijo, ‘Si’ Le dije, ‘Yo conozco la historia de los Judíos y cuando la leo
llóro’ Hice una pausa y las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas, pero continué mirándola a los
ojos, y dije, ‘Yo amo a los Judíos. Y Cristo ama a los Judíos’. En ese momento ella fue sobrecogida de
emoción y corrió fuera del cuarto lo más rápido que pudo, cerrando la puerta tras ella”. “Debo agregar, que
se me pasó apuntar que en esa ocasión cuando yo hablaba con ella, también ella estalló en lágrimas,
cubriéndose la cara con ambas manos para esconderlas, mientras salía corriendo del cuarto. Si acaso ella se
convirtió, no puedo decirlo, ya que no la volví a ver otra vez. Pero lo tengo grabado como un ejemplo del
poder del amor que conmueve los corazones, cuando ninguna otra cosa lo hace”.

Cuando lo que habla un predicador sale de un corazón lleno de amor, sus oyentes lo sentirán y se
conmoverán con esto, aunque la mayoría de ellos no puedan explicar que fue lo que los conmovió. En el
diario de John Wesley leemos, “Llegamos a Bolton como a las cinco de la tarde. Tan pronto entramos a la
calle principal, percibimos que los leones en Rochdale parecían ovejas comparados con los de Bolton.
Dificilmente había visto tanta ira y amargura en una criatura que llevaba la forma de hombre. Nos
siguieron, grotando, hasta la casa donde nos íbamos a quedar; y tan pronto entramos, tomaron posesión de
todas las avenidas alrededor, y llenaron las calles de un lado a otro. En ese momento uno de nosotros subió
y nos dijo que la turba había entrado en la casa. Creyendo que mi hora había llegado, bajé entre lo más
denso de la gente. Para entonces ya habían ocupado los cuartos de la planta baja. Pedí una silla. El viento
se había aquietado y todo estaba calmado y tranquilo. Mi corazón estaba lleno de amor, mis ojos de
lágrimas y mi boca de argumentos. Ellos quedaron sorprendidos, avergonzados, derretidos, y devoraron
cada palabra”. (*).

16
Pero, “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o
címbalo que retiñe” (1 Corintios 13:1). Podría complacer al oído, pero no conmoveré corazones ni ganaré
almas.

Pero en este, como en otros particulares, el amor debe ser real. Debemos tener el verdadero derramamiento
del amor que realmente habita en el corazón. El mejor ejemplo que yo conozco de ese amor puede
encontrarse en Samuel H. Hadley, superintendente durante algunos años de “Jerry McAuley Water Street
Mission” en Nueva York. R. A. Terry, dice de él, “Era la personificación del amor Cristiano”. (*). J.
Wilbur Chapman dice, “Es, sin embargo, el testimonio universal de aquellos que han sido mas fieles en su
asistencia a “Water Street”, que no era simplemente el modo en que el señor Hadley decía las cosas, sino
que era él mismo lo que contaba con los hombres que estaban dispuestos a escucharlo. Durante toda mi
experiencia como ministro, estoy seguro que nunca he conocido a alguien que fuera un ejemplo tan perfecto
del amor de Cristo a los pecadores como él mismo, y aún ahora un sin número de personas se levantan para
llamarlo bienaventurado”. (**).

Fue el poder del amor que le permitió convertir a cientos de los mas malvados y degradados hombres y
mujeres. Harry Monroe, del “Pacific Garden Mission” en Chicago, escribe, “El Capítulo 13 de 1 de
Corintios siempre ha sido una joya de rara belleza para mí. He leído comentarios de éste, pero nunca
entendí completamente su interpretación hasta que conocí a S. H. Hadley en una convención de trabajadores
cristianos en Tremont Temple de Boston en noviembre de 1892. Y mientras que otros pudieran preguntarse
el secreto de su maravilloso éxito, yo descubrí en esa ocasión que el poseía una pasión nacida de Dios hacia
las almas, que lo equipaba para lo que ha probado ser un extraordinario ministerio”. (***).

Mel Trotter, del Mel Trotter Mission en Grand Rapids, escribe, “Conocí por primera vez a S. H. Hadley en
Northfield, Massachusetts, hace seis años. Lo escuché hablar en ‘Round Top’; me acerqué lo más posible
frente a él en donde pudiera ver su cara y a la primera vista, mi corazón se fue tras él y yo lo amo desde
entonces. Mientras contaba la historia de su vida, lloré como un niño. Yo había padecido el mismo pecado.
Inmediatamente empecé a buscar el poder que él tenía. Platiqué con él acerca de su trabajo y acerca de su
misión, en general, pero no le dije que yo era un misionero. Quería aprender sus métodos y el secreto de su
poder.

En Chicago, el siguiente invierno en donde coincidimos en una Convención de Trabajadores Cristianos, fui
testigo de una demostración práctica de su poder. Descubrí que su poder estaba en su amor por las almas y
su amor por las almas venía de su amor por Cristo y la visión que viene por el bautizo del Espíritu Santo; así
que yo lo razoné así: para amar lo menos amable como lo hace S. H. Hadley, uno debe tener el amor de
Dios derramado en su corazón por el Espíritu Santo. Lo ví hablando con un borracho,y me acerqué para
escuchar lo que le decía, y él parado ahí llorando por un extraño que estaba borracho.

“Me retiré de donde estaba él y me fui a solas ante Dios, y permanecí ahí hasta que Él me dio el mismo
poder. Yo solía tratar de amar a las almas y sí gané algunas para Jesús, pero después de que S. H. Hadley
llegó a mi vida, no tuve que tratar más, Dios puso el amor ahí”. (*).

Ya sea que estemos predicando a santos o a pecadores, difícilmente puede algo exceder la importancia de
“… hablar la verdad en amor”. (Efesios 4:15). Un hombre puede predicar la verdad de Dios, y aún ser tan
duro y frío predicándola, que fracasa por completo en atraer, reconfortar y ganar los corazones de los
oyentes. Inclusive pueden alejarlos aún más lejos de Dios. “Hay hombres cuyas palabras son como golpes
de espada; mas la lengua de los sabios es medicina” (Proverbios 12:18). “…los entendidos…enseñan la
justicia…” (Daniel 12:3). “…el que gana almas es sabio” (Proverbios 11:30). Es el amor el que atrae los
corazones y gana almas – y también edifica a los santos, ya que “…el conocimiento envanece, pero el amor
edifica” (1 Corintios 8:1).
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C.- EFECTO.- Resultados de la buena predicación

Aquí está la mejor prueba. Sin importar que tan buena se crea que es una predicación, si no logra su
finalidad, ¿de qué sirve? Muy frecuentemente he escuchado predicadores que se auto consuelan con el
supuesto hecho que la Palabra de Dios no se les regresará vacía, sino que cumplirá el propósito para lo cual
fue enviada, aunque esa palabra predicada por ellos, no logre absolutamente nada. Este parecerá el
lenguaje de una fe piadosa, pero de hecho es el lenguaje de la tibieza. Es el lenguaje de alguien que se
contenta con no tener fruto. El mismo texto de las Escrituras en manos de la fe, tendría un efecto
completamente diferente: llevaría al hombre a arrodillarse, a luchar con Dios con fuerte clamor y lágrimas,
con gemidos indecibles, para reparar sus caminos; para usar y ser usado; hasta que pueda ver con sus
propios ojos el fruto de esa palabra. He visto a un predicador pentecostal, orar por la sanidad de una mujer,
que decía que no tenía un diente bueno en toda la boca. La declaró sana, aunque sus dientes permanecieron
igual, y con seriedad informó a la gente que dicha sanidad no necesitaba ser instantánea, pero que la obra de
seguro ya se estaba haciendo y que pronto tendría la boca llena de dientes sanos. Ahora, ¿es este un
lenguaje de fe o de insensatez y engaño? Y aún, no puedo detectar ninguna diferencia entre esto y la
suposición de muchos predicadores que la palabra que ellos predican está logrando el propósito de Dios,
aunque ellos no lo vean. Elías no oró así, sino que envió a su criado una y otra vez a buscar la nube,
mientras el continuaba luchando con Dios. Tampoco se conformaría mientras su criado le dijera “no hay
nada”. Tampoco desistiría hasta ver con sus propios ojos la nube levantándose. Y a esto Santiago le llama,
orar intensamente, a esto llama oración ferviente y eficaz. Y cuando empecemos a ver predicación ferviente
y eficaz, muy pronto veremos una pequeña nube en la lejanía y enseguida el cielo obscuro con nubes y
viento, y muy pronto la lluvia de bendiciones cayendo sobre el suelo reseco. La buena predicación logrará
su finalidad.

¿Entonces que resultados estamos buscando?

1.- Para empezar, la buena predicación atráe gente. “…la mies es mucha…” “…mirad los campos
porque ya están blancos para la siega”. Bajo la espuma y frivolidades de una vida de vanidad, bajo el
orgullo y autosuficiencia de una vida sin Dios, bajo la prisa de una vida de placer, bajo la dureza de una vida
de pecado, existe en cada hombre un corazón hambriento y una conciencia acusadora. “…pero los obreros
son pocos…”. ¡Cuan pocos son los predicadores que son capaces de penetrar a través del alboroto y
frivolidad, de la dureza y autosuficiencia y hablar a la misma alma del hombre! Tenemos predicadores en
abundancia, pero ¡cuan pocos pueden tomar la espada del Espíritu para perforar la armadura con que los
hombres se han fortificado contra Dios, y hablar a su mismo corazón y a su conciencia! Aún así, creo que
las verdades sobre el pecado, la justicia y el juicio, así como el tierno, expectante y sufrido amor de Dios,
predicados con autoridad, intensidad y amor, lograrán exactamente eso. Y cuando un hombre se levanta y
sabe predicar así, atraerá a la gente. Puede ser que ellos no comprendan por qué son atraídos a él, pero
saben e instintivamente sienten, que el predicador está limpiando las telarañas de lo más profundo de sus
corazones y almas, que les hace sentir lo que nunca han sentido antes, que los enfrenta cara a cara con estas
realidades que tocan el centro de su mismo ser y son poderosamente, o quizá irresistiblemente atraídos a él.

¡De qué manera era atraída la gente a Cristo! Lo siguieron al desierto, y permanecieron con Él tres días sin
comer, solamente para escuchar las palabras que salían de sus labios! Yo sé que Él habló como ningún otro
hombre. Yo sé que el Espíritu Santo fue derramado en Él sin medida. Pero nosotros podemos hablar la
misma verdad, con el mismo Espíritu, de acuerdo a nuestra medida, y ¿porqué no vemos la misma clase de
resultados, aunque en menor medida? Aún, ¿porqué no los mismos resultados y hasta en mayor medida, ya
que el mismo Cristo dijo, “…el que en Mí cree, las obras que Yo hago, él las hará también; y mayores hará
porque yo voy al Padre”. (Juan 14:12)? ¿Cuántas veces los hombres en nuestros tiempos explican esta

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Escritura, diciendo que no se aplica a obras milagrosas, o a obras físicas, sino solamente a obras
espirituales? Muy bien: aquí tenemos una obra espiritual para que la ejecutes.

Pero no necesitamos establecer el asunto así, ya que es un hecho, que a través del tiempo los servidores de
Cristo han atraído a la gente precisamente como el Señor lo hizo. De Juan el Bautista, leemos, “Y salía a Él
Jerusalén, y toda Judea, y toda la provincia de alrededor del Jordán”. (Mateo 3:5). Los predicadores de
estos días, deben construir “templos” elegantes y cómodos en grandes centros urbanos, equipados con
bancas acojinadas, pasillos alfombrados y aire acondicionado y además poner juegos, dar premios y
entretenimiento para atraer solamente una pequeña parte de la población urbana. Juan el Bautista no tenía
nada de esto. No construyó ningún templo, no tenía un “ministerio de camiones”, no ofrecía
entretenimiento o “música especial” y nunca gastó un centavo para “promoción”. Y aún así la gente se
juntaba para escuchar su predicación. “Y salía a Él…” – la gente salía al desierto, aunque no tenían
vehículos en que transportarse. Y ellos salían por una cosa solamente: iban a escuchar la Palabra de Dios,
predicada en el poder del Espíritu Santo.

Leemos que cuando Pablo predicaba en cierto lugar, “…se juntó casi toda la ciudad, para oír la Palabra de
Dios” para que, “....viendo los judíos la muchedumbre, se llenaron de celos…” (Hechos 13:44-45). La
incredulidad pensaría que esas cosas solamente eran para los apóstoles y profetas, pero no es así. La Palabra
de Dios predicada en el poder del Espíritu Santo siempre ha atraído muchedumbres, sin importar quién fuera
el predicador.

El simple mencionar del nombre de George Whitefield era suficiente para atraer a una multitud de miles de
personas en cualquier tiempo y cualquier lugar. Lo siguiente lo escribió Nathan Cole, granjero y carpintero
de Connecticut. Él era un hombre inconverso que sólo con escuchar del poder y éxito de la predicación del
Sr. Whitefield en varios lugares, lo había traído bajo convicción de pecado y por algún tiempo tuvo el deseo
de escucharlo. Un día entre 8 y 9 de la mañana, repentinamente, llegó un mensajero y dijo que el Sr.
Whitefield había predicado en Harford y Wethersfield el día anterior e iba a predicar en Middletown esa
mañana a las diez. “Yo estaba trabajando en mi campo. Dejé caer la herramienta que tenía en la mano y
corrí hacia la casa por mi esposa, diciéndole que se arreglara rápido para ir a escuchar al Sr. Whitefield
predicar en Middletown, luego corrí con toda mi alma hacia donde estaba mi caballo, temiendo que llegaría
tarde. Con el caballo listo y mi esposa y yo montándolo corrimos lo más fuerte que podía el caballo y
cuando éste empezaba a perder el aliento, me bajaba y le pedía a mi esposa que corriera lo más rápido que
pudiera sin parar o aflojar las riendas por mí, excepto si yo se lo pedía y yo corría tras el caballo hasta que
me faltaba el aliento y luego montaba de nuevo al caballo, y así lo hicimos varias veces para proteger al
caballo, (Lector, mire: ¡estoy hablando de un hombre incoverso que va a escuchar el Evangelio!).
Adelantábamos a cada momento como si estuviéramos huyendo para salvar la vida, todo el tiempo temiendo
que llegaríamos demasiado tarde para escuchar el sermón, pues teníamos que cabalgar doce millas en poco
más de una hora, rodeando la casa parroquial. Cuando llegamos al punto en que faltaba media milla del
camino que viene de Hartford, Wethersfield y Stepney a Middletown, en tierra alta, vi ante mi una nube de
niebla levantándose. Al principio pensé que salía del gran río pero conforme iba acercándome, oí un ruido
como de muchos caballos que venían frente a nosotros por el camino, y esta nube era del polvo que
levantaban las patas de los caballos. El polvo se levantaba sobre la punta del cerro y de los árboles; y
cuando llegué a casi veinte varas del camino, pude ver a hombres y caballos atravesando rápidamente entre
la nube, como sombras, mientras iba acercándome parecía como un desfile uniforme de caballos con sus
jinetes, apenas dejando un espacio entre uno y otro de lo largo de un caballo, todos los caballos estaban
llenos de sudor y espuma, su respiración saliendo fuertemente por sus narices con cada brinco. Cada
caballo parecía correr con todas sus fuerzas para llevar a su jinete a escuchar las buenas nuevas del cielo
para la salvación de las almas. Nosotros nos unimos al desfile, pero no oímos a ningún hombre decir ni una
sola palabra durante tres millas, sino que todos cabalgaban hacia enfrente con urgencia; y cuando llegamos
al lugar de la reunión en Middletown había una gran multitud, se decía que eran de tres a cuatro mil
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personas reunidas juntas. Miré hacia el Gran Río y vi a los transbordadores navegando veloces ida y vuelta
con más de su capacidad y los remeros ligeros y rápidos. Parecía que todo, hombres, caballos y
transbordadores, estaban luchando por su vida. La tierra y la ribera se veía negra con tantos hombres y
caballos; y por todo un trecho de doce millas no ví a ningún hombre trabajando en el campo, parecía que no
había nadie.” (*).

Por más de treinta años, Whitefield predicó día tras día, algunas veces dos y tres predicaciones diarias y
generalmente a muchos miles de gentes.

Por más de cincuenta años, John Wesley predicó dos y tres veces diarias, y en los breves comentarios que
hace al principio de sus diarios, constantemente leemos de “una inmensa multitud”, “una enorme multitud”,
“miles y miles” congregándose para escuchar su predicación. Y entiéndase que la mayoría del tiempo estas
multitudes no estaban sentados en un edificio cómodo, sino de pié bajo un cielo abierto, sí, muy seguido, de
pié durante una hora con la lluvia cayendo sobre sus cabezas, para escuchar predicar a este hombre de Dios.

Cuando C. H. Spurgeon empezó a predicar en Londres, muy pronto su nueva Capilla de Park Street, llegó a
llenarse hasta la asfixia. Se hicieron arreglos para ampliarla, mientras él predicaba en el gran “Exeter Hall”.
Pero ahí, igualmente, se llenó hasta la sofocación, y Spurgeon escribió en esa ocasión, “Yo estoy siempre
ahí pero la gente insiste hasta morir que les deje oír mi voz. Es muy extraño que tal poder salga de un
cuerpo tan pequeño que llena “Exeter Hall” hasta la asfixia y bloquea la Strand, para que los peatones
tengan que desviarse y todo el demás tráfico esté detenido.

Creo que yo podría asegurar una gran audiencia en lo profundo de la noche y bajo una fuerte nevada”. (**).

Además, “el Señor bendijo la Palabra más y más para la conversión de los oyentes, y “Exeter Hall” estuvo
atestada durante todo el tiempo de nuestra permanencia. Regresar a la calle de New Park, aunque ampliada,
era como intentar meter el mar en una cafetera. Estábamos más incómodos que antes. Negar la entrada a
muchos cientos fue la necesidad general si no la necesidad universal y aquellos que sí podían entrar, no
estaban nada mejor, ya que la multitud era densa en extremo, y el calor algo terrible aún al recordarse”. (*).

D. L. Moody constantemente contrataba el edificio más grande disponible para sus reuniones, o levantaba
edificios temporales que pudieran contener a miles de gentes. Su poder para atraer a la gente puede
ilustrarse con el siguiente incidente. Una vez él contrató un gran auditorio en Chicago para unas reuniones a
las diez de la mañana y tres de la tarde. Hizo esto a pesar de las objeciones de casi todos, ya que nadie
esperaba que pudiera atraer tal multitud en horas de trabajo. R.A. Torrey dice, “La primer mañana de las
reuniones, fui al auditorio media hora antes de la hora programada, e iba con temor y gran preocupación;
pensaba que el auditorio no estaría ni remotamente lleno. Cuando llegué para mi sorpresa, había una hilera
de cuatro filas que se extendía desde la entrada de la calle ‘Congress’ hasta la avenida ‘Wabash’, luego un
espacio para dejar pasar el tráfico y luego otra manzana y así sucesivamente. Entré por la puerta de atrás y
ahí había personas pidiendo que los dejaran entrar. Cuando se abrieron las puertas al público, a la hora
anunciada, teníamos un cordón de veinte policías para guardar el orden, pero la multitud era tan grande que
barrieron con los policías y el edificio se llenó con ocho mil personas, antes de poder cerrar las puertas. Y
pienso que afuera se quedaron otras tantas”. (**).

R. A. Torrey, también contrataba el edificio más grande disponible y cuando no encontraba alguno
suficientemente grande, levantaba uno temporal.

Aún así los edificios no podían contener a las multitudes. Citamos un ejemplo. “La multitud inundó la
‘Phillarmonic Hall’ donde las reuniones se llevaban a cabo, de tal manera que tuvimos que programar
reuniones dobles cada noche, la primera para mujeres y la segunda para hombres.
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Cuando el primer servicio se estaba levando a cabo, miles estaban gritando por fuera de las puertas para que
los dejaran entrar. La gente se quedaba de pié por una hora haciendo cuatro filas a los lados del edificio
bajo la lluvia, esperando poder entrar”. (*).

Además, “Una noche, después de poner un aviso ‘Auditorio lleno’, una gran multitud seguía esperando
alrededor de las puertas. El Sr. Armstrong, un misionero de la ciudad, salió y le dijo a la gente ‘El edificio
está lleno’; ‘¿Por qué no se van a sus casas?’ Una señora parada junto a él le dijo, ‘Por favor, señor,
estamos esperando a que alguien se desmaye’. El contestó, ‘Seguramente usted no quiere que alguien se
desmaye ¿verdad?’ ‘No’, dijo ella, ‘pero algunas veces alguien se desmaya y estoy esperando por si pasa,
para poder tomar su lugar’. La intensidad de ella despertó su curiosidad y le preguntó que si era cristiana.
Ella contestó que no. ‘Bueno’, le contestó él, ‘Probablemente pueda meterla por la puerta de atrás’ Él lo
logró y ella escuchó el sermón. Después de la reunión, él se dio cuenta que esa mujer fue una de las
primeras en acercarse al frente y públicamente confesar su aceptación a Cristo” (**).

Billy Sunday en todas partes levantaba tabernáculos temporales hechos de madera. El más grande podía
contener veintidós mil personas. Aún así, él nunca predicó en un edificio suficientemente grande que
pudiera acomodar a la multitud. “Lo vemos atrayendo multitudes sorprendentes, no solamente una o dos
veces, sino noche y día durante semanas. Vemos un gentío esperando entrar al gran tabernáculo antes de
que termine el servicio de la asamblea anterior. Vemos toda clase de organizaciones de hombres pidiendo
reservaciones. Vemos cantidad de personas de los pueblos circunvecinos, llegando en trenes. Y él está
atrayendo todas estas multitudes mientras escritores de revistas y críticos de la cristiandad declaran que el
púlpito ha perdido su poder. ¿ Cuántos otros hombres en Estados Unidos podrían atraer tal gentío semana
tras semana? ¿Podría cualquier media docena de los mejores oradores del país, juntos hacer ésto?

La elocuencia de Webster y Clay hace eco en los pasillos de la universidad y en plataformas políticas, pero
¿acaso alguna vez oímos que cualquiera de ellos atrajeran decenas de miles de gentes buscando escucharlos
por un período de diez semanas en el mismo lugar y sobre el mismo tema?” (*).

Antes de dejar este tema, debemos, otra vez observar que simplemente el predicar la Palabra de Dios fue lo
que atrajo toda esta multitud de personas. Hay un movimiento dentro de los lineamientos del
Fundamentalismo que atribuye gran importancia a las multitudes, y logran reunir grupos de buen tamaño, al
menos los domingos. Pero no es por el simple hecho de predicar la Palabra de Dios. Ellos dan la vuelta a la
tierra y mar, y no dejan ni una piedra sin voltear, buscando formas y medios para hacer que sigan llegando
las multitudes. Las reúnen por medio de concursos, juegos, premios, trampas, sobornos y entretenimientos
de todas clases. A todo esto, yo protesto solemnemente. Si la predicación fuera como debe ser, tales
medios serían innecesarios.

Hace algunos años escuché un sermón en apoyo de tales medios. El texto fue obtenido de Lucas 5:18
“…procuraban medios para llevarle adentro…” El texto fue usado para defender toda clase de “medios”
desde papalotes, globos y chicles, hasta pasillos alfombrados, asientos acojinados y enormes pianos. Pero
para empezar, la palabra “medios” no se encuentra para nada en el original y así aparece en letra cursiva en
la versión en Inglés. El texto simplemente dice “…ellos procuraban llevarle adentro…” Y si cuestionamos
el porqué ellos procuraban llevarle adentro, vemos que el apoyar tales medios constituye una verdadera
negación del espíritu y poder de esta Escritura. Se nos dice (versículo 17) que “…el poder del Señor estaba
con Él para sanar”. Y por esa única razón el lugar estaba tan abarrotado de gente que “…ya no cabían ni
aún a la puerta” (Marcos 2:2). El hecho sencillamente es, si el poder de Dios estuviera presente en nuestras
iglesias modernas, las multitudes serían atraídas como fueron atraídas a Cristo. Reconozco que el texto
habla del poder del Señor para sanar el cuerpo. Sin embargo, los ejemplos que hemos citado
abundantemente, demuestran que donde el poder del Señor está presente para salvar almas, se atráen
21
multitudes. “Juan (el Bautista) no efectuó ningún milagro”, ni tampoco George Whitefield, ni John Wesley,
ni D. L. Moody, ni muchos mas que pudiéramos mencionar. Ellos solamente predicaron el evangelio en el
poder del Espíritu Santo y las multitudes fueron atraídas a ellos.

Algunos podrían preguntarse, ¿No sería necesario que usáramos esos medios para traer gente a escuchar la
Palabra de Dios por vez primera? ¿ Cómo podrán ser atraídos a un hombre de quien nunca han oído hablar?
Yo respondo, ¿Cómo fueron atraídos a Cristo? ¿Acaso Él tenía asientos acojinados y vitrales, papalotes y
chicle para los niños? ¿Cómo fueron atraídos al desierto para oír a Juan el Bautista? ¿Cómo fueron atraídos
a los campos para oír a George Whitefield y John Wesley? Muy sencillo: por el testimonio de aquellos que
sí los habían oído antes. Si tan solo un hombre es conmovido por un predicador, muy pronto estará
hablando de él a otras personas, y a la medida en que su alma haya sido conmovida y bendecida, así será la
osadía y la insistencia para persuadir a otros para que los escuchen. Tan pronto el corazón de la samaritana
fue tocado y su conciencia examinada por las palabras de Cristo y la fuente de su ser expuesta ante este
predicador, y ella fue a buscar a los hombres de su comunidad, dejando olvidado su cántaro, diciéndoles,
“Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho”. Y este es siempre el caso. El relato sobre
un buen predicador muy pronto se difunde por todas partes, aunque él quiera o no. El habla a la misma
alma del hombre, responde sus preguntas más profundas, llena sus necesidades más apremiantes, y la gente
que ha sido conmovida por tal hombre no le permitirá que se quede en el anonimato. La buena predicación
atrae a la gente.

Pero debemos seguir adelante hacia otros resultados.

1.- La buena predicación conmueve a las personas. Les hace sentir. Les hace llorar. Hemos observado
que la ausencia de lágrimas en el púlpito moderno es la indicación más segura de su debilidad y falta de
fruto. Igualmente lo es la falta de lágrimas en el. Aunque no hay duda de que la falta de las lágrimas puede
ser atribuida a la tibieza y apatía de la gente en general, aún así la buena predicación podría cambiar esto.
Frecuentemente leemos de congregaciones enteras de gente, de gente impía, incluyendo los pecadores más
endurecidos, llorando abundantemente por los grandes predicadores del pasado.

George Whitefield escribió “Apenas sabemos lo que es tener una reunión sin lágrimas” (*).

En otra ocasión escribe, “Los dardos de la convicción penetraban tan rápida y abundantemente, y prevalecía
un llanto universal desde un lado de la congregación hasta el otro, que el buen señor J........ no podía dejar de
ir de lugar en lugar, para hablar, alentar y confortar las almas heridas. (*).

En otra ocasión, predicando cuando estaba enfermo, como frecuentemente lo hacía, dice, “La naturaleza
(después de una hora de su sermón), estaba casi completamente agotada; pero, ¡ay que vida! ¡Cuánto poder
se extendía por todas partes! Todos parecían estar enternecidos y fluían a las lágrimas”. (**).

Thomas Rankin, quien posteriormente fue uno de los miembros ambulantes del equipo de Wesley, escribe
de la primera vez que escuchó a Whitefield: “El sermón superó todos los sermones que había oído antes.
Más o menos a la mitad del sermón, me atreví a levantar la cabeza y vi a toda la gente alrededor del señor
Whitefield, bañados en lágrimas”. (***).

De la predicación de Christmas Evans leemos, “Las capillas y hasta los cementerios junto a las capillas
estaban abarrotados en un día de trabajo, por gente tratando de escucharme, aún a la mitad de la cosecha.
Frecuentemente predicaba al aire libre por la noche, y el gozo, cantos y alabanzas continuaban hasta el
amanecer de la siguiente mañana. Los asistentes se derretían en ternura en las diferentes reuniones, llorando
ríos de lágrimas y clamando de tal forma que uno supondría que la congregación entera, hombres y mujeres,
estaba completamente deshecha por el evangelio”. (****)
22
Charles Wesley escribe en su Diario, “Entré a mi ministerio en ‘Weaver’s-hall’ y empecé a exponer
sobre Isaías con gran libertad y poder. Estaban bañados en lágrimas por todas partes”. (*****).

En otra ocasión dice, “Leí oraciones y hablé acerca del estanque de Betesda durante dos horas. La
congregación completa estaba llorando”. (*).

Otra vez, “Prediqué del arrepentimiento según Apocalipsis 1:7 ‘He aquí viene con las nubes, y todo ojo lo
verá…’. El Señor abrió mi boca para convencer. Su palabra empezó a hundirse en sus corazones. De lado
a lado, muchos estaban llorando. (**).

Sobre la predicación de Savonarola, leemos que, “Las palabras no pueden describirlo, él estaba como si
hubiera sido empujado hacia adelante por un poder más allá del propio, y se llevaba consigo a la audiencia.
Hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones, trabajadores, poetas, filósofos, se desataron en
apasionadas lágrimas, mientras sus sollozos repercutían en la iglesia. El reportero que tomaba notas del
sermón, se vió obligado a escribir, ‘ En este momento, yo he sido sobrecogido por llanto y no he podido
continuar’”. (***). Su biógrafo nos cuenta que muchos de sus sermones fueron conservados parcialmente,
con anotaciones similares.

De David Marks leemos, “Había leído su ‘Narracion’ y consideraba que muchas de sus declaraciones
contenidas ahí con respecto al efecto que casi siempre tenían sus predicaciones eran completamente
inexplicables; pero cuando lo escuché por primera vez, mi incredulidad muy pronto se desvaneció por
completo. Era una temporada de comunión y el tema era sobre la Cena del Señor. Sentía que mi alma era
una vasija de lágrimas. Reprimí mis sollozos hasta que no pude, y lloré abiertamente. Y así les pasaba a
muchos otros”. (****).

De John Fletcher leemos, “Fue peculiarmente apoyado mientras exponía estas palabras tan alentadoras, no
desecharé a aquel que viene a mi. La gente fue afectada en forma extraordinaria, realmente derretida. Las
lágrimas corrían tan rápido de los ojos de los trabajadores de las minas de carbón, que sus caras negras
eran lavadas, por ellas”. (*).

Otra vez, “Él predicó esa noche sobre la Segunda Epístola de Tesalonicenses, capítulo 2:13. La
congregación completa estaba bañada en llanto. Habló como si acabara de platicar con Dios y los ángeles, y
no como un ser humano”. (**).

Francis Asbury escribe, “Ya había compartido casi dos tercias de mi sermón, y estaba actualizando las
palabras. Cuando, descendió tal poder que los cientos de asistentes cayeron al piso y la capilla parecía
temblar con la presencia de Dios. La capilla estaba llena de blancos y negros y muchos se quedaron afuera,
y por dondequiera que viéramos no había mas que ojos fluyendo llanto y caras bañadas en lágrimas y no se
oía otra cosa que gemidos y fuertes sollozos por Dios y el Señor Jesucristo. (***).

Pero me falta tiempo para contarles de John Wesley, de William Grimshaw, de Freeborn Garrettson, de
Benjamin Abbott, y una gran lista de predicadores metodistas, ignorantes e iletrados, de Daniel Rowlands,
de Rowland Hill, de Lorenzo Dow, de Charles G. Finney, de Asahel Nettleton, de D. L. Moody, de A.B.
Earle, de C. H. Spurgeon, de R. A. Torrey, de Jonathan Goforth, de Gipsy Smith. Cualquiera que hayan
sido las diferencias entre estos hombres en otros aspectos, tenían una cosa en común: todos conmovían a
sus oyentes a lágrimas.

La gente puede llorar por varias razones, pero en el fondo de todas esas razones encontramos este hecho: la
fuente de sus emociones se ha abierto en sus almas. Son conmovidos. Y éste es el primer resultado de una
23
buena predicación. Si la gente no es conmovida (aunque no necesariamente al punto de las lágrimas), no se
logrará ningún bien.

3.- Pero además, la buena predicación despierta a la gente. Las saca de su descuido y apatía. Los
enfrenta con las grandes realidades de la vida, de la muerte, y de la eternidad; los enfrenta con Dios, el cielo,
y el infierno los enfrenta con la incertidumbre de la vida y la certidumbre del juicio. Seguramente ellos ya
sabían estas cosas, pero no pensaban en ellas. Ahora casi no pueden pensar en otra cosa. Seguramente ellos
sabían de estas cosas desde antes pero ahora las sienten como una espada penetrando hasta el fondo de su
alma. Pueden ver las llamas del infierno ante ellos. Las palabras están constantemente resonando en sus
oídos, “Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno”. Tiemblan. Determinan intensamente huir de la ira
venidera. Considerando que antes solamente podían pensar en esforzarse para salir adelante en este mundo,
ahora solamente pueden pensar en esforzarse por entrar por la puerta estrecha.

Pero estoy avanzando demasiado rápido, y demasiado lejos. No existe un hombre sobre la faz de la tierra
por quien el diablo esté más interesado que por un pecador despertado, y hará todo lo posible para sacar de
su corazón la buena semilla para que no dé fruto. Y frecuentemente lo logra. Sin embargo, aunque los
cuidados y placeres de la vida frecuentemente ahogan la palabra, para que las más serias impresiones en una
persona se gasten sin lograr efecto alguno en su conversión, aún así tales impresiones fueron reales mientras
duraron. Despertó realmente a las terribles realidades de la eternidad. Y esta es una característica esencial
de la buena predicación. Realmente despierta a la gente. Una y otra vez, comunidades enteras han
despertado a las grandes realidades de la eternidad por medio de la predicación de un hombre de Dios, de tal
modo que las cosas mundanas que últimamente han acaparado todas sus energías sean triviales y molestas, y
la mente de las masas enteras esté comprometida en un gran interés sobre religión. La predicación de
George Whitefield, fue el principal elemento que produjo el “gran despertar” en Inglaterra, Estados Unidos
y Escocia. Sobre la situación de Estados Unidos en 1740, leemos lo siguiente, “Los cambios que suceden
aquí en cuanto a la religión, son por completo sorprendentes. Nunca antes la gente demostró un deseo tan
grande por escuchar sermones, ni los predicadores tan gran fervor y diligencia para llevar a cabo los trabajos
de su ministerio. La religión se ha convertido en el tema de casi todas las conversaciones. No hay solicitud
de libros excepto aquellos sobre piedad y devoción; y en lugar de canciones y baladas vanas, por doquier la
gente se entretiene con salmos, himnos y cantos espirituales. Todo esto bajo el poder de Dios, se debe al
éxito de la labor del Reverendo señor Whitefield”. (*).

Bajo la predicación de Asahel Nettleton, “El interés se manifestó tan intenso en cada parte del pueblo, que
cada vez que veían entrar en una casa al Sr. Nettleton, inmediatamente casi todo el vecindario se juntaría
para escuchar de sus labios una palabra de vida. Los agricultores dejaban el campo, los mecánicos sus
talleres, y las damas sus quehaceres domésticos, para indagar sobre el camino a la vida eterna. La religión
era el gran tema y de mayor interés en cada compañía y en casi toda ocasión”. (*).

De A. B. Earle leemos, “Muy pronto los convertidos empezaron a multiplicarse, y muchos maravillados y
con dudas, diciéndose uno al otro, ‘¿Qué significa esto?’ En lugar de la guerra civil de 1863 y las
condiciones del país, que durante tanto tiempo había sido el más absorbente tema de conversación, la
religión se convirtió en el tema más relevante que se trataba en las esquinas de las calles, en los lugares de
negocios, en los talleres y molinos. Todas clases y todas edades eran conmovidas de la misma manera,
desde el niño, hasta los que habían envejecido al servicio de satanás”. (**).

Francis Asbury dice, “Las multitudes que asistían en esa ocasión, regresaban a casa, todos avivados en Dios,
difundiendo la llama a través de sus vecindarios respectivos, de manera que se extendió de familia en
familia: para que en el curso de cuatro semanas varios cientos encontraran la paz con Dios. Y casi ninguna
conversación se escuchaba en la comunidad sino solamente cosas concernientes a Dios, ya fueran quejas de
los que seguían presos, gimiendo bajo el espíritu de esclavitud al temor; o el gozo de aquellos a quienes él
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espíritu de adopción les había enseñado a clamar ‘Abba Padre’. Las tristes disputas entre Inglaterra y sus
colonias, que hace poco acaparaban todas las conversaciones (esto fue escrito en la primavera de 1776),
parecen ahora olvidadas entre algunas gentes, mientras cosas de mayor importancia estan muy cerca del
corazón. (***).

De la predicación de James Haldane en Escocia, leemos, “La atención de casi todos era atraída a lo que ellos
llamaban este evangelio. Era verdaderamente nuevo a la mayoría que lo escuchaban, tanto en el
contenido como en la forma de compartirlo. Así que generalmente atraía la atención de la gente y
difícilmente se escuchaban conversaciones que no fueran sobre religión. (*).

No sólo vemos comunidades completas despertando, pero muy seguido vemos individuos tan
poderosamente tocados que quedan en verdad rendidos. Tiemblan. Lloran a viva voz y caen al suelo sin
sentido. El apóstol Juan, cuando compareció ante el Juez de las iglesias, “… caí como muerto a sus pies”.
(Apocalípsis 1:17). E incontables veces lo mismo ha pasado cuando pecadores han sido enfrentados con el
Juez de toda la tierra, a través de los grandes predicadores del pasado.

John Nelson cuenta, “Cuando el Sr. Charles Wesley regresó de Newcastle, el Señor estaba con Él de tal
forma, que los pilares del infierno parecían temblar: muchos que eran conocidos por apoyar el reino del
diablo, cayeron al suelo, mientras Él predicaba, como si les hubiera caído un rayo”. (**).

Freeborn Garrettson escribe, “Cerca de cuarenta gentes se reunieron; y mientras yo hablaba, el poder del
Señor llegó de una manera maravillosa: casi la mitad de los pobres pecadores presentes fueron derribados al
suelo, y clamaban por misericordia a tal grado que podían oírse a gran distancia”. (***).

Charles G. Finney escribe, “Me ví rodeado de pecadores ansiosos, con tal congoja, que hacía temblar cada
nervio, algunos rendidos por la emoción y tirados en el suelo, otros pidiendo alcanfor para prevenir
desmayarse, otros lanzando golpes como si estuvieran camino al infierno”. (****).

¡Oh, si las realidades de la eternidad pudieran llegar a los corazones de los pecadores en nuestros días!

4.- Pero además, la buena predicación convence a los hombres de pecado. Esto aunque muy relacionado
con el despertar, en realidad va un paso mas allá. Un hombre que ha experimentado el despertar, podrá
sentirse en peligro del fuego del infierno: un hombre convencido siente que es merecedor de ello, el hombre
despierto puede tener miedo: un hombre convencido tiene vergüenza.

Charles G. Finney escribe, “Se han levantado grandes maldades, y se han creado muchas esperanzas falsas
por no diferenciar entre el pecador despierto y el convencido”. (*).

Es una cosa muy fácil, en comparación, despertar a los hombres, ya que es un asunto que se trata de su
propio bien, y fácilmente llegan a sentir eso. Pero la convicción de pecado se trata principalmente con la
gloria de Dios, y a los hombres no les importa eso. Un hombre puede estar muy temeroso de los tormentos
del infierno, y al mismo tiempo pensar que Dios sería muy injusto si los mandara allá. Este hombre no está
convencido de pecado aunque ha experimentado el despertar. Leemos que la gente común y los publicanos
“…justificaban a Dios…”, mientras que los fariseos “…desecharon los designios de Dios respecto de sí
mismos…”. (Lucas 7:29-30). Un hombre convencido de pecado justifica a Dios, mientras se condena a sí
mismo. Y esto es probablemente lo más importante de las cosas. Un hombre no puede ser convertido
mientras se justifica a sí mismo, excusa su pecado y no piensa en el justo juicio de Dios. Él puede, a través
de su temor al infierno someterse aparentemente a los requisitos de Dios, pero no se somete de corazón. No
puede tener ni fe en, ni amor por un Dios a quien considera como injusto. Charles G. Finney dice más
adelante, “El hecho es que la conciencia siempre condena al pecador y justifica a Dios. La gran
25
controversia, por lo tanto, no es entre Dios y la conciencia, sino entre Dios y el corazón. Le corresponde al
corazón llegar al lugar ocupado por la conciencia, y aceptar completamente esto como justo y verdadero.
La conciencia tiene ya rato hablando; siempre ha sostenido una doctrina y por largo tiempo le ha resistido el
corazón. Ahora convertido, el corazón viene y entrega su total consentimiento a las decisiones de la
conciencia; que Dios es justo, y que el pecado y el propio pecador están absolutamente equivocados”. (**).

Un hombre convencido de pecado llega a sentir su culpa, su crimen, su ofensa, lo inexcusable de su pecado.
Él ve la excesiva maldad del pecado, y siente y acepta que su camino es perverso. La buena predicación
produce ese convencimiento de pecado. Las multitudes que hemos mencionado antes, que aceptaron el
consejo de Dios en contra de sí mismos (por las palabras de Juan el Bautista), y justificaron a Dios, “…eran
bautizados por Él en el río Jordán , confesando sus pecados” (Marcos 1:5). Una de las características más
marcadas del gran avivamiento en Manchuria bajo la predicación de Jonathan Goforth, fue la misma
confesión de pecado espontánea, pública, humillante y dolorosa. Goforth no pidió estas confesiones, tan
solo predicó la Palabra de Dios hasta que la gente estaba tan convencida de pecado que no podían guardar
silencio. O hablaban o explotaban.

Bajo la predicación de Freeborn Garrettson, “Un hombre conocido por su perversidad, llegó maldiciendo y
blasfemando como de costumbre, pero bajo la primera parte del sermón sus pecados cayeron, tal y cual, con
el peso de una piedra de molino sobre él. ‘Yo hubiera’, dijo él, ‘corrido de ahí, pero tenía miedo de poner
un pie delante del otro, para no caer al infierno, porque el hoyo estaba enfrente de mis ojos; y no veía forma
de escapar de él: Pensaba a cada minuto que caería; pero me sostenía fuertemente de la silla’ ”. (*).

Bajo la predicación de Benjamin Abbott: “en otra ocasión, una mujer “Cuáquera”, que llegó con tal
convicción de pecado bajo la predicación y tal angustia mental que no le ponía atención a su familia, ni
siquiera a su niño que amamantaba. En la mañana temprano me fueron a buscar: Cuando llegué, ella estaba
sentada con ambas manos jalandose fuertemente los cabellos, clamando, ‘¡Señor, ten misericordia de mí!
¡Sálvame, Señor, o moriré! ¡Iré al infierno!’ ”. (**).

Pero ahora generaciones completas viven y mueren sin jamás haber visto tales cosas.

5.- Pero además, la buena predicación convierte a las gentes. Las mueve a no solamente confesar sus
pecados, sino a abandonarlos. Las mueve a abandonar al mundo y rendirse a Dios, y a unirse a Su pueblo.
La Escritura nos dice, “…el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47).
William Bramwell escribió, “Hemos tenido tiempos de bendición, y diariamente algunos han sido salvos”
(*) Y esto era realmente cierto, bajo el ministerio de muchos de la clase a la que pertenecía Bramwell, el
más fructífero de todos los primeros predicadores Metodistas.

Observamos que en la Escritura mencionada dice que estos convertidos se añadían a la iglesia. Esto es, no
eran de los que hablan por hablar, basados en un evangelio fácil y afeminado que después no se volvía a
saber u oír de ellos. Los convertidos verdaderos son añadidos a la iglesia. Las iglesias apostólicas
“…aumentaban en número cada día”. (Hechos 16:5). Pero las iglesias de hoy en día han caído tan por
debajo de este estándar, que han cesado ya hace tiempo tan siquiera de esperar o soñar en tal cosa. Y aún
así, nada menos que esto, es el estándar de la Palabra de Dios, y nada menos debería satisfacernos. La
buena predicación producirá convertidos reales, y de este modo aumentarán en número las iglesias. No hay
mejor prueba que esta para determinar la buena predicación.

Debemos insistir ahora que cuando un convertido se “añade a la iglesia” no significa que simplemente su
nombre va a ser agregado a la lista de miembros. Existen muchas grandes iglesias que se jactan de grandes
membresías y también presumen que cuentan con un gran número de convertidos. Pero cuando
examinamos los registros reales de estas iglesias, debemos decir, que hay razón para sentir vergüenza y no
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orgullo. En primer lugar, de los miles o decenas de miles de convertidos que aseguran cada año, solamente
unos cuantos se bautizan o se añaden a la lista de miembros. Esto es bastante malo, pero lo peor es que
entre aquellos cuyos nombres se añaden a la lista de miembros, hay miles y decenas de miles que ni siquiera
asisten a las reuniones de los domingos. La iglesia más grande que se jacta de una membresía de 67,000,
tiene un promedio de asistencia de solamente 18,000. Ahora, el hecho simple es que hay miles de estos
miembros que no se añaden de ninguna manera a la iglesia. Se añade únicamente su nombre pero no
efectivamente. No son “…como piedras vivas…”. Ellos no son piedras vivas. No están convertidos. No
son salvos. El Señor añade a Su iglesia a aquellos que son salvos.

6.- Finalmente, la buena predicación edifica a la iglesia. Este es el negocio de todos los predicadores,
incluyendo los evangelistas. Ya que la Escritura dice, “Y Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra
del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. (Efesios 4:11-12). Los santos deben edificarse
para que se comprometan en la obra del ministerio. La edificación los hace ganadores de almas. Hechos
9:31 nos dice “…y eran edificadas, andando en el temor del Señor y se acrecentaban fortalecidas por el
Espíritu Santo”. La multiplicación sigue a la edificación. Así, llegamos otra vez al hecho que el resultado
final de una buena predicación será la multiplicación diaria en número. Una edificación real, una
afirmación real de fe, llevará directamente a un aumento en número. Esta debe ser la más verdadera prueba
de la buena predicación.

Estos son los resultados positivos de una buena predicación. Pero existe el otro lado:

7.- La buena predicación divide a las personas. “Porque he venido para poner en disensión al hombre
contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los
de su casa” (Mateo 10:35-36). Cuando Él predicó, “Hubo entonces disensión entre la gente a causa de Él”.
(Juan 7:43). He oído algunas veces que ciertas doctrinas o predicadores no podrían ser de Dios porque
dividen a la iglesia. Y sería cierto si dividieran iglesias santas y de Dios. Pero el hecho real es que hay
iglesias fundamentalistas por todas partes, que desesperadamente necesitan ser divididas. Hay una mezcla
de santo y no santo, limpio y sucio, salvo y perdido. La buena predicación las dividirá con rapidez. Llenará
a los santos verdaderos con gozo y bendición. Ellos serán capaces de sacarse los ojos, y poner sus vidas por
tal predicador. Pero provocará la enemistad, el coraje, la ira de los impíos, especialmente de los miembros
de la iglesia no convertidos. Y entre más apegada a la Escritura que esté, entre más investigada, entre más
poderosa sea la predicación, con más razón provocará la enemistad de los impíos. George Whitefield
despertó y convirtió a miles de pecadores, pero todo el tiempo fue tema de canciones de borrachines, fue
blanco de burlas sucias, fue el objeto de caricaturas y artículos procaces en revistas. También lo fue John
Wesley. También lo fue C. H. Spurgeon. Pero que lástima, tenemos otra generación de predicadores
actualmente, una generación de predicadores que no ofenden a nadie, complacen a todos, y no hacen ningún
provecho para nadie. Tal predicación ineficaz no es obra del Espíritu de Dios.
La predicación de Dios divide a la gente.

Pero, ¿porqué es tal predicación tan rara? Claramente hay algo radicalmente equivocado. Sin duda, la falta
más grande es el estado de la iglesia, superficial y tibio – un estado que generalmente invade tanto a los
predicadores como a los oyentes. Pero hay algo más. Pues hay muchos hombres santos, fieles y devotos, a
quienes, sin embargo, les falta el poder de Dios. Están como David dentro de la armadura de Saúl.

Las grandes cualidades de un buen predicador no se encuentran, de ninguna manera en su cabeza


sino en su corazón

Hay algo radical y constitucionalmente equivocado en la forma en que los hombres se preparan para el
ministerio. Los hombres piensan hacer predicadores a través de la educación y ordenación, y a los
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predicadores, por lo tanto, les falta la primera condición de un ministro de Cristo. John Angell James dice,
“Los predicadores incompetentes son una carga, así como los incongruentes han sido una deshonra en cada
sección de la iglesia, y un estorbo para el progreso del Evangelio en el mundo. Al escuchar a muchos de
ellos, uno está listo para preguntarse como es posible que alguna vez dentro de su corazón hayan imaginado
un llamado de Dios para una obra para la que parecen tener escasamente una sola condición más allá de su
piedad”. (*).

Charles G. Finney dice, “Hay un hecho sobre el cual la iglesia se está quejando, que la piedad de los jóvenes
sufre tanto en el curso de su educación, que cuando entran al ministerio, por más equipados que estén
intelectualmente, espiritualmente son bebés. Requieren cuidados y necesitan mas bien ser alimentados, en
lugar de poder alimentar a la Iglesia de Dios”. (**).

Además, “Tengo buenas razones para saber que las iglesias en muchos lugares están afligidas por la
necesidad de piedad viva y crecimiento en sus ministros. Los ministros están equipados con enseñanza
intelectual, literaria, filosófica y teológica, pero tristemente deficientes en unción. Tienen poco poder con
Dios o con los hombres. Instruyen el intelecto a cierta medida, pero no llenan las necesidades del corazón.
Los convertidos desfallecen de hambre bajo su predicación. Predican un Evangelio intelectual en lugar de
uno espiritual. (***).

¡Esta es toda la verdad! Las escuelas de hombres, preparan escribas y rabinos cultos, pero no
preparan hombres de Dios. Dios, por lo general, no hace Su labor a través de escribas y rabinos, sino a
través de profetas. Y Dios no hace profetas en escuelas de hombres, sino en el desierto. Juan el Bautista
“…estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel”. (Lucas 1:80). Moisés, aunque
docto en toda la sabiduría de los Egipcios, aunque hombre poderoso en palabra y hecho, y aunque recibió el
llamado de Dios para Su obra, tuvo que ir al lado obscuro del desierto por cuarenta años; después de lo cual
surgió, como Juan el Bautista, como un profeta de Dios. ESTA ES LA GRAN NECESIDAD DE LA
IGLESIA DE HOY EN DIA. No queremos reverendos ni doctores, sino PROFETAS. No queremos la
sabiduría del hombre sino el poder de Dios. No queremos hombres equipados con el armamento carnal de
la retórica y la elocuencia, sino hombres poderosos a través de Dios para abatir fortalezas. No queremos
hombres educados en la “sabiduría de las palabras” y la “excelencia del lenguaje” sino hombres que hablen
con lenguas de fuego. Y todas las escuelas ministeriales en el mundo no pueden hacerlo. Si pudieran, los
tendríamos en abundancia.

¿Qué hizo a los primeros predicadores Metodistas tener ese poder para Dios? La gran mayoría fueron,
como los apóstoles, “hombres ignorantes e indoctos”. No tenían escuelas ministeriales.

Peter Cartwright dice, “Supongamos ahora, que el Sr. Wesley, tuviera que haberse visto obligado a esperar
un equipo de predicadores bien entrenados literaria y teológicamente antes de empezar la gloriosa labor de
su tiempo, ¿qué hubiera sido del Metodismo durante la etapa de trabajo del Sr. Wesley? Supongamos que la
Iglesia Metodista Episcopal en la actualidad de los Estados Unidos hubiera estado bajo la necesidad de
esperar hombres con estas características, ¿cuál hubiera sido su condición hoy en día? A pesar de todos los
prejuicios de John Wesley, providencialmente, él vio que para lograr la gloriosa labor para la que Dios le
había levantado, debía ceder a la sabiduría superior de Jehová y enviar a sus ‘predicadores’ a despertar un
mundo adormilado. Si el Obispo Asbury hubiera esperado para tener esta elección de equipo de
predicadores, la incredulidad hubiera barrido a través de Estados Unidos de lado a lado”. (*).

Acerca del Metodismo Americano él dice, “En cerca de sesenta, años, más de un millón de miembros han
sido levantados y se han unido a la comunidad de la Iglesia Metodista Episcopal; y esto también, por un
cuerpo de ministros indoctos. Quizá, entre los miles de predicadores viajeros y locales, empleados y
comprometidos en este glorioso trabajo de salvar almas, y edificar la Iglesia Metodista, no había cincuenta
28
hombres que tuvieran más de una educación elemental de inglés, y otros tantos ni eso; y ninguno había sido
entrenado en una escuela teológica o un instituto bíblico”. (*).

Había cientos de estos predicadores Metodistas pioneros, que ya han sido olvidados. Ellos eran hombres
“ignorantes e iletrados” que no dejaron nada escrito, que no tuvieron biógrafos. Pero mientras vivieron,
llevaron el poder de Dios y el fuego del avivamiento a donde quiera que iban. De uno de ellos nos dicen,
“Él era la personificación viva de su tema, y con el alma en fuego derramaba la verdad viva hasta que cada
corazón era tocado. Frecuentemente hemos visto cientos abrumados por su elocuencia apasionada, como
los árboles del bosque bajo una tormenta. Y era irresistible. Cubre de acero tu corazón a más no poder;
llama toda tu filosofía y estoicismo, templa tu alma con la insensibilidad y resistencia del acero, rodéala con
una muralla de los prejuicios más fuertes; el relámpago de su elocuencia, acompañada por el tono profundo
y tremendamente sublime trueno de sus palabras, saliendo como fuego de su alma, derretirá tu dureza y
quebrará cada fortificación en la que estuvieras atrincherado, mientras que lágrimas de lo más profundo
romperán el sello de la fuente de tu alma, para salir espontáneamente como lluvia. La única manera de
escapar de su poder era huyendo de su presencia y de sus palabras”. (**).

Después de los primeros Metodistas, tal vez ningún cuerpo de predicadores presentaba frutos de su buena
predicación con tanta consistencia como los Presbiterianos de Cumberland. Esta era una denominación
nacida de un avivamiento. Almas recién despiertas, clamaban por el pan de vida. La cosecha era muy
grande, pero los obreros pocos. Los escribas y rabinos de la Iglesia Presbiteriana no podían tolerar la
predicación de hombres indoctos. Pero de todos modos, había algunos de ellos a quienes les
importaban más las almas que la corrección en el lenguaje; y aunque compartían los prejuicios como los
demas contra el “ministerio indocto”, se aventuraban en emplear hombres indoctos quienes evidentemente
tenían un don de Dios, para el ministerio de la palabra. La oposición continuaba, y eventualmente, después
de tratar por algún tiempo de vaciar el vino nuevo en odres viejos, fueron forzados a irse y formaron la
Iglesia Presbiteriana de Cumberland. Aunque todos tenían sus prejuicios por la “educación ministerial”,
fueron impulsados por el clamor de necesidad y realmente forzados por esta (ya que la nueva denominación
no tenía escuelas), para emplear un “ministerio indocto”. A fin de satisfacer sus prejuicios lo mejor posible,
impusieron un curso de estudio, y los jóvenes leían sus libros mientras que cabalgaban de un lugar en que
predicarían a otro. Mientras tanto llevaban consigo el poder de Dios a donde quiera que iban. Se rehusaban
a ir a grandes ciudades donde ya había iglesias establecidas, pero continuamente se extendían rumbo al
oeste hacia las nuevas fronteras, siguiendo la corriente de emigración, para predicar el evangelio en donde
más se necesitaba.

“¡Cuánto heroísmo se requiere para entrar al ministerio, bajo nuestro primer presbiterio! No había
parroquias, salarios ni posibilidad de algún reconocimiento. Viajar sin salario, a lomo de caballo a través de
tierras desoladas y salvajes hacia los hogares de los pioneros en las nuevas colonias; Cruzar ríos a nado y
dormir en el suelo raso, pasar hambre e ir medio mal vestido; Pertenecer a una iglesia pequeña que lucha por
sobrevivir, cuyas doctrinas y prácticas eran diligentemente mal interpretadas, como lo están aún en estos
días; Predicar en cabañas de madera sin pisos, o reunir a hombres rudos en campamentos cerca de algún
manantial, y ahí trabajar día y noche durante una semana, para que los hombres perdidos pudieran ser
salvos, y que nuestros nuevos territorios no fueran entregados a la incredulidad; Y después de todo esto,
finalmente morir en completa pobreza; Esta era la perspectiva que enfrentaba esa generación de nuestros
predicadores”. (*).

De uno de aquellos predicadores, leemos, “Philip McDonnold era un orador extemporáneo que no dejó
ningún escrito. Los ancianos decían que cuando Él salía del bosque (que era lo más cercano a un
“aposento” de oración en esos días) y cuando llegaba al púlpito, frecuentemente estaba más pálido que una
hoja de papel. Cuando empezaba su sermón, derramando sobre ellos torrentes de oratoria y fuego, había
sólo una forma de resistirlo, y esa era correr lo más rápido posible fuera del alcance de sus palabras. Cosas
29
maravillosas se relatan acerca de los resultados de su oratoria. La gente decía que Él frecuentemente los
hacía sentir como si el día del juicio había llegado”. (*).

¡Ay! amados, esta es la clase de predicadores y predicación que deseamos. Nada diferente servirá.
Innumerables pecadores cubren la tierra a nuestro alrededor, descuidados, seguros en su propia mente, e
indiferentes a pesar de que están cayendo diariamente, hora por hora en las llamas eternas , y nuestra
predicación, pobre, aburrida, fría y falta de llanto, no puede despertarlos, no puede cautivarlos, no puede
convertirlos. ¡Ay! cómo necesitamos el bautizo del Espíritu Santo y fuego! ¡Cuánto necesitamos un
bautizo en lágrimas!

Pero las escuelas no pueden proporcionarlo. Y si acaso tienen algún efecto, solo nos obstaculizan para
recibirlo. Las escuelas pretenden principalmente preparar la mente. Dios prepara el corazón. “en el
desierto” en la parte obscura del desierto, en algún rincón o esquina de la tierra, lejos de las amontonadas
formas de vivir, invisible y desconocido ante los ojos del hombre, lejos de los centros de enseñanza y
cultura. Allí es donde Dios prepara el corazón de los profetas. Lejos, en la ladera de la colina, siguiendo
unas cuantas ovejas en el desierto, Dios prepara “un hombre conforme a su corazón” para pastorear a su
pueblo Israel.

La mente puede ser culta o inculta, educada o indocta. Dios usa al docto y culto John Wesley o al ignorante
y rudo Bud Robinson, El puede usar al universitario George Whitefield, o al campesino Gipsy Smith que
no fue un sólo día a la escuela en su vida. El puede usar la fina dicción y elocuencia de Charles G. Finney,
o la gramática plagada de errores y palabras mal pronunciadas de D. L. Moody. En verdad, no tengo duda
que Dios prefiere usar al débil y al bajo y despreciado; y la mayoría de los grandes predicadores han sido
ignorantes e indoctos, tal como lo fueron los apóstoles de Cristo con la excepción de Pablo. Pero también
Dios puede usar a los doctos, cuando el corazón y el espíritu son los correctos. La educación o la falta de
ella no hace al predicador, así como la montura no hace al caballo.

Frecuentemente se nos dice que el hombre debe ser educado para alcanzar a los educados. Pero las
doctrinas bíblicas directamente contradicen este razonamiento, e igualmente los hechos de la historia. De D.
L. Moody (quien difícilmente podía leer cuando empezó su misión), leemos, “Un día, durante su gran
misión en Londres, el Sr. Moody estaba en una reunión en un teatro lleno con la audiencia más selecta.
Hombres y mujeres de la nobleza estaban ahí en gran número. Un miembro prominente de la familia real se
encontraba en el palco real. El Sr. Moody se levantó a leer la lección bíblica. Trató de leer Lucas 4:27 ‘Y
muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo…’ Cuando llegó al nombre de Eliseo, empezó
a tartamudear y balbucear. Comenzó de nuevo a leer desde el principio el versículo, e igual, cuando llegó a
la palabra Eliseo no pudo pronunciarla. Por tercera vez, empezó desde el principio del versículo y otra vez
el nombre Eliseo fue demasiado para él. Cerró la Biblia, con gran emoción, volteó hacia arriba y dijo, ‘¡Oh
Dios!. Usa esta lengua tartamuda para predicar a Cristo crucificado a estas personas’. El poder de Dios lo
cubrió y alguien que lo oyó entonces y lo había oído en ocasiones anteriores, me comentó después de la
reunión que nunca había oído al Sr. Moody derramar su alma en tal torrente de elocuencia como lo hizo
entonces, y el auditorio completo se derritió ante el poder de Dios”. (*).

Muchos ejemplos como este se podrían relatar, pero me limitaré al siguiente: “George W., un abogado
importante de Cincinnati, asistió a una reunión de avivamiento que presentó el Reverendo H. Hayes, un
amigo mío, admitiendo que el propósito era demostrar la falsedad de la religión revelada, pero antes de que
la reunión se cerrara George fue poderosamente convertido a Dios.

El Hno. Hayes le había disparado el arma del Evangelio algunas veces y pensó que sí había dado en el
blanco. Todos estaban ansiosos de saber el medio que había usado Dios para convertirlo.

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Había en la congregación un hombre llamado ‘Bud Thomas’ quien estaba apenas un grado sobre el retraso
mental, pero era muy piadoso y vivía alrededor de esta gente.

George, al contar las circunstancias de su despertar dijo: “Asistí a estas reuniones por varios días
como un incrédulo, pero en el festejo del amor, cuando escuché a ‘Bud Thomas’ hablar con tanta claridad y
fe acerca de su madre en el cielo, y como ella acostumbraba orar por su pobre y afligido hijo y del amor que
él tenía por Jesús y de su hermosa esperanza de reunirse con su querida madre en el cielo, yo lloré y vi con
esta sencilla experiencia, la verdad y la belleza de la religión, con tanta claridad que mi incredulidad se
evaporó como el rocío de la mañana al salir el sol”. (*).

Aún así, tal era el prejuicio del autor que relata este ejemplo, que en la siguiente página nos dice que la
¡educación literaria es de máxima importancia!

Las grandes cualidades de un buen predicador no se encuentran, de ninguna manera en su cabeza


sino en su corazón.

El gran Gipsy Smith dice: “Estaba predicando una noche en una ciudad importante del oeste. Al terminar el
servicio, un ministro amado llego a la antesala donde yo estaba sentado solo. Este hombre santo de pelo
blanco había gozado su día y estaba esperando a su Señor. Entró al cuarto y se dirigió directo hacia mí,
poniendo sus manos en mi cabeza. Pensé que me iba a bendecir y me quedé quieto un momento, con los
ojos cerrados esperando la bendición del profeta. Pensé que iba a bendecirme u orar por mí, pero en cambio
él empezó a tocar mi cabeza. Entonces sentí curiosidad y dije, ¿eres un frenólogo, o cuál es el problema?
Él contestó, ‘Estoy tratando de encontrar el secreto de tu éxito’. Yo le dije, ‘Estás tocando muy alto. Bájate
hasta aquí’ (indicándole el lugar de mi corazón). ‘No se encuentra en la cabeza. Es en el corazón donde se
encuentra el secreto’ ” (**). Tendremos mas que contar del gran corazón de este gran hombre. Mientras
tanto, sonreiremos por la ignorancia tonta del anciano ministro que pensó descubrir el secreto de su poder,
tocando su cabeza. Pero no podemos sonreír por la tonta ignorancia de las escuelas ministeriales que
piensan hacer predicadores educando sus cabezas. Ante tal ignorancia solamente podemos llorar.

El secreto realmente se encuentra en el corazón. Entonces, ¿qué clase de corazón debe tener el hombre para
ser un buen predicador?

El buen predicador debe tener un corazón lleno, un corazón ardiente y un corazón quebrantado.

1.- Un corazón lleno. Nótese que no decimos una mente llena. Hay una gran diferencia. Un hombre puede
tener una mente llena de la verdad, y aún así no hacerse ningún bien a sí mismo ni a cualquier otro. Puede
conservar la verdad dentro de un fanatismo sectario. Puede conservar la verdad en la injusticia. Puede
conservar la verdad, pero no caminar en ella. Pero si la verdad lo conserva a él, es verdad del corazón.
Entonces él camina en ella. Entonces el sabor de ella llena su vida entera. “…porque del corazón mana la
vida” (Proverbios 4:23).

Cuando Elías iba a ser arrebatado, los hijos de los profetas tenían los mismos conocimientos que Eliseo,
sólo que ellos los tenían en la mente y Eliseo en el corazón. Todos ellos podían decirle a Eliseo, “¿Sabes
que Jehová te quitará hoy a tu señor de sobre de ti?” (2 Reyes 2:3). Pero lo que ellos sabían no surtió
ningún efecto en ellos. Ellos sabían que el gran profeta sería arrebatado ese día, pero no les importaba. No
les importaba lo suficiente como para seguir a Elías y ver lo que pasaría. Era completamente diferente con
Eliseo. El tenía solo una palabra en su boca: “…Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré…” (2 Reyes
2:2). El no sabía más que los hijos de los profetas, pero le importaba más. Ellos tenían la verdad en sus
cabezas, Eliseo en su corazón. Ellos eran estudiantes de teología; Eliseo era profeta.

31
Pero hablando como lo hemos hecho sobre educación magisterial, no queremos decir de ninguna manera
que aprobamos o toleramos la ignorancia. Valoramos el conocimiento, siempre que sea el conocimiento
correcto, sostenida de una manera correcta. No es nuestra intención considerar que una mente llena de
psicología, retórica y de “artes y ciencias” tiene poco valor. Pero consideramos que un corazón lleno de las
cosas de Dios es de mas grande valor e importancia. Y las escuelas no pueden proporcionarlo. Quizá
podríamos obtener a la letra las Escrituras al asistir a la escuela. Pero obtener el espíritu y el poder de ellas
en el corazón es otra cosa. Y esto es lo que queremos decir con un corazón lleno.

Hemos visto como un hombre puede ser muy útil si es intenso y ferviente, aunque esté muy limitado en el
conocimiento. Y esto es verdad, pero tiene sus limitaciones. Escribiendo (en 1860) del gran despertar que
barrió toda Irlanda en 1859, C. H. Mckintosh dice, “Al principio de este movimiento, observamos una clase
de hombres que tomaron un lugar prominente en el trabajo, hombres intensos sin duda, quienes habiendo
sido convertidos a Cristo recientemente y siendo llenos con un profundo sentido del valor del alma inmortal,
anhelaban imprimir en otros uno o dos puntos de la verdad que ellos habían adquirido. Estos hombres,
cualquier cosa que hayan sido, y que seguramente fueron, usados por Dios, no han probado ser instrumentos
eficientes para la importante obra de edificar almas. Llenaban un lugar en un instante cuando el Espíritu de
Dios estaba derribando; pero no estaban disponibles cuando estaba edificando”. (*). Uno de esos hombres
fue Pablo al momento de su conversión. Inmediatamente predicó con poder para confusión de los Judíos.
Sin embargo su predicación debió ser muy limitada en su alcance, y después de esto, pasó por una etapa
obscura en Arabia y en Tarso, para surgir otra vez, años después con un corazón lleno y en posesión de
“abundancia de revelaciones”.

“…Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca
buenas cosas…” (Mateo 12:34-35). Aquí está la primera razón del éxito y el poder de los grandes
predicadores del pasado. Ellos tenían corazones llenos y de esa llenura sus bocas hablaban. Ellos no se
sentaban con “comentarios de púlpito” y con libros de bocetos e ilustraciones de sermones para preparar por
escrito un sermón y llevarlo al púlpito. No había necesidad de esto, porque “...de su interior corrían ríos de
agua viva” (Juan 7:38). Sus corazones estaban llenos y era imposible que ellos se pararan ante la
congregación de pecadores moribundos, y estar indecisos sobre lo que iban a decir. De esto Juan Newton
dice, “Creo, mi querido amigo, que si nuestras mentes se impresionaran realmente con todos los tópicos del
evangelio, sería difícil estudiar un sermón. Si yo estuviera seguro que tanto yo como el auditorio completo
fuéramos a morir y presentarnos ante Dios en el momento de terminar mi sermón, qué poco me
preocuparían los detalles pequeños de arreglo y estilo. Mi corazón enseñaría a mi boca, mis pensamientos
serían de peso, muy grandes, de hecho para expresarlos totalmente; y sería probable que encontrara las
mejores palabras que yo domino, listas para usarse”. (**). Además él testifica, “Y hasta donde me puedo
juzgar, rara vez tengo mayor éxito que cuando me obligan a hablar sin tan siquiera cinco minutos de
preparación; Algunas veces sin determinar cuál sería el texto ni cinco minutos antes de pararme frente al
púlpito”. (*). No considero a Newton como uno de los grandes predicadores, ya que su manera quizá no
era igual que su tema; sin embargo, él fue un predicador bueno y fructífero, y con la abundancia de su
corazón enseñando a su boca, no necesitaba preparar sus sermones.

Se mencionó antes que George Whitefield, uno de los más grandes predicadores, no preparaba sus
sermones. El dice, “La mejor preparación para predicar los domingos, es predicar cada día de la semana”
(**). El sí predicaba diariamente, muy seguido dos veces al día y frecuentemente durante dos horas cada
vez. Y siempre sin preparar sermones, ya que por la abundancia de su corazón su boca hablaba.
Escuchémoslo al pararse frente a una congregación de pecadores moribundos: “Muchas de estas
reflexiones, mis hermanos, se agolpan en mi mente. Ahora, bendito sea el Señor, que se goza en magnificar
Su fortaleza en la debilidad de este pobre gusano, me encuentro en una posición de no preocuparme tanto
acerca de lo que voy a decir sino de lo que voy a dejar de decir, mi estómago, como el de Eliúd, está lleno
de vino nuevo; ‘…de la abundancia de mi corazón, mi boca habla’. Ver tan grande multitud frente a mí, el
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sentir la majestad infinita de este Dios en cuyo nombre yo predico y ante quien, igual que ustedes, me
presentaré a darle cuentas. La incertidumbre de no saber si viviré otro día más para hablar con ustedes:
estas consideraciones, especialmente la presencia de Dios, que ahora siento sobre mi alma, me provee de
tanto material, que a veces no sé ni por donde empezar y por donde terminar mi sermón”. (***). Tampoco
Whitefield cansaba a su auditorio, era evidente porque miles de ellos se reunían para escucharlo día tras día,
durante treinta años. Los que cansan a sus oyentes, son quienes predican verdades de segunda mano,
obtenidas de comentarios y libros ilustrados.
De Howell Harris leemos, “Él empezó a hablar cientos de veces sin tener idea de lo que iba a decir. Él
seguiría asi, derramando cosas nuevas y viejas durante dos, tres y hasta cuatro horas seguidas. De hecho
hubo ocasiones en que sus servicios continuaron sin descanso durante seis horas. (*). Su
predicación tenía tanto éxito que después de haber empezado de la nada en 1736, para 1739 tenía
organizados a cientos de convertidos como en treinta comunidades.

De Gipsy Smith leemos, “Nunca sabe cual será el tema de su predicación hasta que entra al púlpito, a menos
que se haya anunciado previamente que hablaría sobre ‘su testimonio’ Frecuentemente en el salón
parroquial, diría, ‘¿Qué haré esta noche?’ El observa a la congregación, trata de hacer un diagnóstico de la
situación y muy seguido, aunque ya haya usado un texto específico, se encuentra, repentinamente, dirigido a
un sermón del que no había pensado. (**).

Charles Finney dice, “Cuando empecé a predicar y durante doce años de mi más temprano ministerio, no
escribía ni una palabra y regularmente me veía obligado a predicar sin ninguna preparación, excepto lo que
obtenía de la oración. Frecuentemente llegué al púlpito sin saber sobre que texto predicaría o que palabra
compartiría. Yo dependía de la ocasión y del Espíritu Santo que me diera el texto y abriera el tema
completo en mi mente; y ciertamente en ninguna parte de mi ministerio he predicado con mayor éxito y
poder”(***).

Me abstengo de decir más sobre este asunto, aunque podría escribirse un libro entero relacionado con esto
solamente. Es evidente que estos hombres predicaron de un corazón lleno. Creo es evidente también que
mucha de la predicación en la iglesia de hoy en día no proviene de corazones llenos. Podrá ser la verdad,
pero no es una verdad escrita en el corazón del predicador por el dedo de Dios, la palabra de verdad sin el
espíritu ni el poder, verdad conocida con la mente pero poco sentida en el corazón y extendida de manera
fría, seca y sin poder. No sale brotando fresca y cálida de un corazón lleno, y por lo tanto, no hace su
trabajo.

2.- Un corazón ardiente. Esto está relacionado muy cerca al punto anterior, pero aún así lo creo
suficientemente distinto como para tratarlo por separado. Un corazón ardiente es un corazón que no
solamente está lleno de la verdad, sino que arde con ella. Es un corazón ferviente, que siente las verdades
que maneja. Estoy convencido que más depende de esto que de otras cosas; Que el grado en que un hombre
posee un corazón ardiente irá más lejos que cualquier otra cosa para determinar su poder, o su falta de
poder. Es la predicación ferviente la que es poderosa. Y es un corazón ardiente el que hace que la
predicación sea ferviente.

De Juan el Bautista, quizá el más grande de los hombres y el más grande predicador que haya caminado por
la tierra, leemos, “Él era una luz ardiente y brillante”. Una luz ardiente es una luz brillante. Una luz que no
arde, no es luz. Y, ¿qué cosa arde sino el corazón?. Quienes escucharon a Cristo interpretar las Escrituras
dijeron, “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino…? (Lucas 24:32).

Entre todos los grandes predicadores que podemos citar, quizá no encontraremos mejor ejemplo de un
corazón ardiente que en Gipsy Smith. Harold Murray dice, “Cuando lo vi por primera vez en una reunión y
vi sus lágrimas corriendo por sus mejillas mientras contaba una historia que hacía llorar a sus oyentes quede
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intrigado. No podía ser tan espléndida actuación. No, no lo era. Llegó un día en que lo vi portarse
exactamente de la misma manera que cuando no había una gran multitud. Lo vi llorando cuando
prácticamente estaba solo en el bosque en que nació; En el lugar donde su mamá murió. Era tan difícil
contener sus lágrimas al pensar en el pasado, en quienes había amado, en los niños moribundos a quienes
ministró en Francia, como haber intentado contener el océano Atlántico. (*). Gipsy Smith sentía cosas y por
consecuencia hacía que otros sintieran. “El los ha ganado no por lo brillante y docto en el argumento
teológico, sino sólo siendo él mismo y comunicando su propia profundidad de sentimiento. (**).

Se dice de John Fletcher, “La oración, alabanza, amor y fervor, todos ardientes y elevados mas allá de lo
que uno pensaría ser alcanzable en este estado de debilidad, eran el elemento en la que él vivía
constantemente. Y en cuanto a los demás, su único trabajo era llamarlos, animarlos, y exhortarlos a subir
junto con él a la gloriosa fuente del ser y de la bendición. El no tenía tiempo libre para otra cosa. Lenguas,
artes, ciencias, gramática, retórica, lógica y hasta la propia divinidad según se le dice, eran echados a un
lado cuando él aparecía en el salón de clases entre los alumnos. La llenura de su corazón no le permitía
estar callado. Él tenía que hablar y ellos estaban más que listos para escuchar a este siervo y ministro de
Jesucristo, en lugar de estudiar a Salustio, Virgilio, Cicerón, o cualquier otro historiador, poeta o filósofo
griego o latino a quienes debían leer. Y rara vez escuchaban por largo rato, antes de soltar el llanto y cada
corazón obtenía fuego de la llama que ardía en su alma”. (*).

Aquí tenemos el método adecuado para comunicar la verdad. Debemos encenderla dentro de los corazones
de las personas. Y para hacer esto, debemos tener corazones ardientes nosotros mismos. La “homilética”
promueve una cierta organización y arreglo del material que se usará en la predicación para que la gente la
recuerde. Pero no funcionará. Instamos a quien sigue estos métodos que lo ponga a prueba con sus propios
oyentes, para ver cuanto recuerdan del sermón después de tan solo una semana. Seguramente se sentirán
humillados por el resultado. Pero la verdad que arde dentro del corazón no puede olvidarse. No se trata de
un arreglo cuidadoso de unos cuantos leños que darán calor levemente a la gente, sino fuego. No se trata de
un arreglo cuidadoso de un montón de doctrinas, puntos, o divisiones y subdivisiones, que darán calor a los
corazones, sino fuego. No existe ningún orden o arreglo debajo del sol que logre la obra de Dios en las
almas de los hombres. Lo que queremos es el bautizo del Espíritu Santo y fuego. Lo que queremos es un
corazón ardiente.

C. H. Spurgeon dice, “Yo no creo que el Santo Espíritu de Dios se preocupe en lo mas mínimo por tu
composición clásica. No creo que el Señor sienta gozo de tu retórica o de tu poesía, ni siquiera de esa
maravillosa exposisión con que terminas el sermón como la exhibición final del viejo “Vauxhall Gardens”,
cuando una profusión de fuegos artificiales cerraba el espectáculo. Ni siquiera el magnífico final hace que
el Señor obre en la salvación de pecadores. Si hay fuego, vida y verdad en el sermón entonces el mover del
Espíritu Santo hará Su obra, pero nada más. Sé intenso y no necesitarás ser elegante” (**).

En otra parte dice, “Es algo terrible, escuchar un sermón y sentir todo el tiempo que estás en medio de una
tormenta de nieve, o confinado en una casa hecha de hielo, clara pero helada, ordenada pero agotadora. Tu
te dirías, ‘Este fue un sermón bien dividido y bien planeado, pero no sé que le faltaba’; el secreto era que
había leña, pero no había fuego para encenderla. Preferimos un sermón en el que no haya un gran talento, ni
una profundidad de pensamiento; pero que salga fresco del crisol, y como metal fundido que queme lo que
encuentra en su camino”. (*).

Nos hemos referido antes al joven que escuchó a George Whitefield, y después, durante los siguientes días y
semanas, no podía pensar en otra cosa que no fuera “¡La ira que vendrá! ¡La ira que vendrá!”. No fue la
retórica y psicología que produjo esta reacción, sino el corazón ardiente y el torrente de lágrimas.

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Otro escribe, “En septiembre de 1741, fui a escuchar al señor Whitefield en Glasgow. Algunos de sus
primeros sermones llenaron por un tiempo mis inquietudes, pero el sermón del martes, poco antes de
terminarse, fundió mi corazón, (**). Ahora, ¿los arreglos homiléticos, funden corazones? ¿Los bocetos
ordenados, funden corazones? De ninguna manera, este no es fruto que proviene de principios homiléticos,
sino de un corazón ardiente; de una lengua ardiente, hablando de la abundancia de un corazón ardiente.

En cuanto a recordar sermones, Thomas Rankin comenta sobre la primera vez que escuchó la predicación de
Whitefield, “Recuerdo más de ese sermón que de todos los que había oído antes” (***).

Pero debo agregar una observación sobre este punto: el propósito de predicar no es llenar solamente la
mente con verdades, sino más bien conmover el corazón, traer al alma hacia el espíritu y el poder de esas
verdades. Es de poca importancia que se recuerden nuestros sermones a la letra, sino lo que importa es que
un bien permanente sea forjado en los corazones de los oyentes, que se salven almas, que los santos sean
dirigidos hacia el espíritu y poder de la verdad. Sobre los sermones de Whitefield, Cornelius Winter
escribe, “Aunque he perdido mucho del contenido de sus sermones, aún conservo su sabor” (*).

Peter Cartwright cuenta una cosa similar sobre la predicación de Henry Bascom, “a la que”, él dice, “me
rendí como a un sueño ameno. Un amigo sentado detrás de mí, exclamaba de tiempo en tiempo ‘¡Ay, temo
que ya vaya a terminar!’ Lo raro es que mientras recuerdo ese sermón como maravilloso, sin embargo, no
puedo traer a mi mente nada del mismo. Un amigo que me dijo ‘Me extrajo el alma y después de agitarla
bien, la colocó de nuevo adentro, sin darme ninguna nueva idea’, parece haber tenido una experiencia
similar” (**). Aquí, podemos suponer que fue una buena predicación, aunque por un lado, ninguna verdad
nueva se comunicó, por el otro, el contenido del sermón entero se olvidó. Pero su sabor no fue olvidado,
porque se fundió dentro del corazón.

Otro ejemplo sobre esto mismo se encuentra en el efecto que surtió sobre D. L. Moody la predicación de
Henry Moorhouse. Moorhouse era un hombre iletrado, que no sabía nada sobre homilética o retórica, pero
que predicaba de un corazón lleno y ardiente. Él fue a la iglesia de Moody en Chicago y predicó siete
noches seguidas sobre Juan 3:16. Moody estuvo ausente las dos primeras noches. Cuando regresó preguntó
a su esposa acerca de la predicación de Moorhouse: “ella dice, ‘Creo que te va a caer bien, aunque él
predica un poco diferente a como tú lo haces’. ‘¿Cómo es eso?’ ‘Bueno, él dice que Dios ama a los
pecadores’ ‘Bueno’, ‘dije yo’, ‘Él está equivocado’. Ella me contestó, ‘Creo que vas a estar de acuerdo con
él cuando lo escuches, porque él respalda todo lo que dice con la Palabra de Dios. Tu piensas que si un
hombre no predica como tú, está equivocado’. Fui esa noche a la iglesia y me di cuenta que todos llevaban
su Biblia. ‘Ahora’, dijo, ‘mis amigos, vamos al capítulo tres de Juan, versículo diez y seis’. Él predicó el
sermón más extraordinario basado en el versículo diez y seis’. No dividió su tema en ‘segundo’, ‘tercero’ y
‘cuarto’ – tomó el texto completo y luego se fue a través de toda la Biblia, desde Génesis hasta Apocalípsis,
demostrando que en todos los tiempos Dios amó al mundo; que Él mandó profetas, patriarcas y hombres
santos para advertirnos y envió a Su Hijo, y después que lo mataron, El envió al Espíritu Santo. Nunca
había comprendido cabalmente, hasta ese momento que Dios nos amara tanto. Este corazón mío empezó
a derretirse, y no pude contener las lágrimas”. (*).

Sigue contando Moody de como Moorhouse parecía tocar cada noche sucesivamente, las fibras más
sensibles, predicando del mismo modo, del mismo texto, hasta que el amor de Dios se convertía en una
realidad viva para sus oyentes. Ahora ya sea que Moody recordara a la letra estos sermones o no, es
irrelevante. El sabor de éstos nunca se aparto de él. Estaba fundido en su corazón. Fue impulsado con un
nuevo mensaje con el que debía a atraer y fundir los corazones de miles de personas. Y todo esto se llevo
acabo sin arreglos homiléticos, ni sermones preparados. Salieron de un corazón ardiente. ¿Cuándo abrirán
sus ojos los predicadores de hoy en día a la importancia de estos hechos sencillos?

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R. A. Torrey, dice, “Hermanos, esto es lo que necesitamos en el púlpito, ministros en fuego. ¡Qué hombres
tan fríos somos casi todos los predicadores! Aunque lo suficientemente ortodoxos y presentamos la verdad
más solemne respaldada con la fuerza de la razón, una gran belleza retórica y la elocuencia más
convincente; y nuestro auditorio sentado ahí, admirando nuestra fuerte predicación, pero no se arrepinten de
sus pecados. ¿por qué no? Porque no estamos en fuego. Convencemos al intelecto, sin fundir el corazón.
Pero llevemos al púlpito un ministro que está en fuego. Wesley fue uno de esos hombres, Whitefield fue
uno de esos hombres; Charles G. Finney fue uno de esos hombres. Llevemos al púlpito a un hombre en
fuego y la congregación se derretirá” (**).

3.- Un corazón quebrantado. El apóstol Pablo sentía una gran carga y tristeza constante en su corazón por
sus compatriotas perdidos. Cristo lloró por ellos. Y realmente quien no sienta esto debe tener un corazón
muy endurecido. C. H. Spurgeon dice, “ Es una cosa horrible en un hombre ser tan doctrinal que pueda
hablar fríamente de la condenación del maligno, de tal modo que si no es que alaba al Señor por esto,
tampoco le causa ninguna angustia en el corazón pensar en la ruina de millares de nuestra raza. ¡Esto es
horrible! Me choca escuchar sobre los terrores del Señor proclamados por hombres cuyos rostros duros,
tonos ásperos y espíritus sin sentimientos, revelan una especie de doctrina seca: toda el agua de la bondad
humana se evapora dentro de ellos. Y no teniendo sentimientos, ese predicador no crea ningún
sentimiento”. (*).

La esposa de D. L. Moody declara que Moody dijo que “nadie tenía derecho a predicar sobre el infierno,
excepto con un corazón quebrantado” (**). Moody tenía ese corazón quebrantado y eso es lo que le daba
lo que alguien describe como “esa ternura suplicante en su tono de voz que nunca he oído en otra persona”
(***). Él estaba lleno de ternura y compasión en todo su trato con las almas. El mismo autor habla de su
predicación, “¡Pero esa intercesión!” – ni una palabra mía puede darles una idea de lo que era; parecía que él
derramaba su alma en una intensa súplica y con lágrimas en los ojos les rogaba a todos en esta su última
noche de predicar el Evangelio en Glasgow, que buscaran a Dios y ellos seguramente lo encontrarían”.
(****).

R. A. Torrey era un hombre menos emotivo. Regularmente no lloraba durante sus predicaciones. No le
ganaba la emoción cuando trataba de convertir pecadores. Pero a pesar de su deficiencia en esto, él fundía
los corazones de los pecadores. “El se dirige a una multitud de hombres y mujeres borrachos y les habla del
amor de Jesús. Ni una palabra de reproche sale de sus labios. En un lenguaje sencillo habla del amor del
Salvador, de tal manera que la conciencia más endurecida despierta y el corazón más frío es tocado.
Tiernamente les suplica que dejen el pecado; Tan tiernamente y con tanto amor, que las lágrimas corren por
sus caras sucias, y suceden cientos de milagros de gracia. (*****).

¿Y cómo puede ser esto? ¿Cómo es posible que un hombre que él mismo no llora, pueda hacer llorar a
otros? Bajo ese exterior aparentemente frío se encuentra un corazón quebrantado. En una conferencia
sobre Fundamentos Cristianos que se efectuó en Filadelfia en 1919 él dijo, “El tema que me asignaron
para esta tarde es “Castigo Futuro”. Yo quisiera no hablar de tal tema. Tengo un temor que se aproxima al
terror de hablar sobre este tema. He postrado mi rostro ante Dios y sollozado al pensar lo que la Biblia nos
enseña sobre el tema, y he pensado también en lo que compromete. Me ha parecido una y otra vez, que no
puedo hacerlo. Creo que moriría gustoso en agonía y vergüenza si con esto asegurara que todos los
hombres en alguna parte, alguna vez, de alguna manera llegarán al arrepentimiento y por lo tanto serán
salvos. Para mí, la doctrina del “Castigo Futuro” no es solamente un asunto de teoría especulativa que yo
podría discutir sin emoción y fría intelectualidad”. (*).

Torrey predicó bastante sobre el infierno, sobre el día del juicio y sobre la ira de Dios; pero estas cosas las
predicó con un corazón quebrantado, y por lo tanto las personas se suavizaban y se derretían mientras eran
convencidas, y cientos de ellas se convertían.
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Tenemos un asunto final que mencionar: la unción del Espíritu Santo. Sin esto, nuestra predicación sería
estéril, sin fruto. Creo que un hombre que posee las condiciones de corazón mencionadas anteriormente, en
general será un hombre lleno del Espíritu Santo. No hay nada misterioso en esto. John Fletcher escribió,
“Una atención exagerada hacia la doctrina del Espíritu, me ha hecho hasta cierto grado, pasar por alto los
medios por los que el Espíritu trabaja, me refiero a la palabra de verdad que es la leña por la que el cielo nos
da calor. Yo preferiría el relámpago que la suave leña para encender el fuego”. (**). El relámpago nos
gustaría mas porque tendemos a que nos guste más el modo sencillo y rápido. Pero nada de esto existe.
Aún así, el uso constante de la palabra de verdad, no intelectualmente sino el caminar con Dios, el
perfeccionar la santidad, cambiar corazones, convertir a pecadores – esto por un hombre consagrado de
corazón, alma, mente y fuerzas, a la causa de Cristo- es el camino hacia la llenura del Espíritu Santo y el
poder de Dios.

Aún así, es posible que un hombre tenga las condiciones mencionadas antes, y de todos modos le falte el
poder del Espíritu Santo. Más aún, es posible que él lo posea y más tarde lo pierda, como le sucedió a
Sansón. Este tema es muy amplio para abordarlo ahora, pero no podemos cerrar sin decir unas pocas
palabras sobre ello. Es muy común, en nuestros días, que se nos diga que no busquemos el bautizo del
Espíritu Santo, que lo fue dado a la iglesia una vez para siempre, que nunca se repetirá, que es una
insensatez buscar algo que ya tenemos, que nos estamos exponiendo a las falsedades del diablo, etcétera.
Tales argumentos los contesto en dos formas:

Primero, los iniciadores y maestros de esta doctrina no han sido los grandes predicadores de la iglesia – ni
grandes evangelistas, ni grandes ganadores de almas, ni hombres con corazones ardientes y lenguas en
fuego, sino son predicadores estudiantes de la doctrina. Los grandes predicadores enteramente han estado
del otro lado. Ellos han pugnado intensamente por la necesidad indispensable del bautizo del Espíritu Santo
como la condición más relevante para predicar el Evangelio. C. H. Spurgeon, D. L. Moody, R. A. Torrey,
Jonathan Goforth, A. B. Earle, Charles G. Finney, y otros han pugnado explícitamente por esta doctrina.

Y en segundo lugar, se les dijo a los apóstoles, “…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros
el Espíritu Santo…” (Hechos 1:8) “…pero quedáos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis
investidos de poder desde lo alto”. (Lucas 24:49). Ahora, ¿de qué uso posible puede ser para nuestros
predicadores, estudiantes modernos, argumentar que ya poseen el bautizo del Espíritu Santo, cuando es
evidente para el mundo entero que no tienen poder? Hermanos, queremos algo real. Queremos el poder del
Espíritu Santo. El mundo se encamina al infierno porque no lo tenemos, mientras nosotros argumentamos
sobre palabras y nombres. Llámenlo como quieran. Llámenlo bautizo, unción, consagración, llenura,
abundancia o como les plazca, pero por amor de Dios, por amor de Cristo, por amor a las almas perdidas en
pecado, dejen la profesión y la doctrina vacía y póstrense sobre sus rostros ante Dios hasta que lo obtengan.
Entonces sabrán por su propia y gozosa experiencia, lo que significa una buena predicación

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