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Colección Teorema
Mario Perniola
El arte y su sombra
CÁTEDRA
TEOREMA
Título original de la obra:
L 'arte e la su a ombra
In t r o d u c c i ó n .................................................................................... 9
1. L a disensión p o sm o d e m a ..................................................... 47
2. E l cinism o de W arhol ............................................................ 50
3. Sexualidad, sufrim iento y g e n é tic a ..................................... 53
C a p ít u l o 4. H a c ia u n c in e f i l o s ó f i c o .................................. 57
1. ¿U n a filosofía v is u a l? ............................................................... 57
2. La biblioteca de las im ágenes n o v i s t a s ............................. 59
3. ¿Es justo castigar a las colaboradoras h o rizo n tale s?......... 61
4. O n d in ism o iconoclasta .......................................................... 65
5. Sordera y e n aje n ació n .............................................................. 68
7
C a p ít u l o 5. E l t e r c e r r é g im e n de l a r t e .............................. 71
B ib l io g r a f ía ............................................................................. 105
R e f e r e n c i a s ......................................................................................... 111
8
Introducción
9
Ésta consiste en disolver completamente el arte en la vida,
haciendo la competencia a los instrumentos de comunica
ción de masas, a la información y a la moda. Bajo esta pers
pectiva, el arte pierde toda especificidad; sus mensajes no se
distinguen de los de la publicidad sino es por el hecho de ser
autopromocionales. Lo que importa es la manifestación de
un relacionismo vitalista que puede ser puramente lúdico y
gratuito o encaminado, más bien, a adquirir un valor no en el
mercado del arte, sino en el de la comunicación. También en
este caso, las mediaciones constituyen parte esencial de la ope
ración artística, la cual, en cambio, apunta, precisamente, so
bre su inmediatez completamente desplegada y sin secretos.
Como si la actividad del artista no consistiese tanto en la pro
ducción de obras como en la acción, es decir, en una comu
nicación no subordinada al logro de un cierto fin político, co
mercial o de cualquier otra índole, y al margen de cualquier
otra función que no fuera la de llegar y, eventualmente, com
prometer al público.
Las dos líneas opuestas confluyen en la atribución al arte
de una simplicidad que, en el primer caso, se encuentra en la
obra producida, y, en el segundo, en la operación comunica
tiva; obviamente, para los partidarios de la comunicación ar
tística la obra es como un fetiche, mientras que para los parti
darios de la obra de arte la operación comunicativa es como
la manifestación de un vitalismo inconsistente. Pero, en am
bos casos, la problemática del arte deja paso a algo mucho
más banal.
La ingenuidad de ambas posiciones radica en la pretensión
común de captar el arte a plena luz, como entidad bien de
terminada o como inmediatez comunicativa, ignorando la
sombra que, inseparablemente, acompaña tanto la obra como
la operación artística. En otras palabras, el arte, hoy más que
nunca, deja tras de sí una sombra, una silueta menos lumino
sa en la que se retrae cuanto de inquietante y enigmático po
see. Cuanto más violenta es la luz con que se pretende envol
ver la obra y la operación artística, tanto más nítida es la som
bra que éstas proyectan; cuanto más diurna y banal es la
aproximación a la experiencia artística, tanto más se retrae y
se protege lo esencial de la misma en la sombra.
10
Como consecuencia del proceso general de desmitifica-
ción y de secularización, que afecta a todas las actividades
simbólicas, el arte actual sufre una doble simplificación: por
un lado, ésta se plasma en las obras, prescindiendo de todo lo
que es condición de la existencia de una obra de arte; por el
otro, en la realidad, prescindiendo de la densidad y de la com
plejidad de lo real. En una época multiforme como la nues
tra, el mundo del arte parece estar compuesto, en su mayor
parte, por necios para los que aquél se consuma en el precio
y en la interpretación de las obras, o en la eficacia y en la co
municabilidad del mensaje. Todo lo demás, es decir, lo que
hace posible la categoría del arte y la figura del artista, se con
sidera como una superfluidad metafísica de la que hay que
prescindir, como de una herencia gravosa de la que hay que
librarse cuanto antes, como un oropel inútil que oprime la
verdadera vida del arte. En definitiva, se considera «natural»
que algunos objetos sean obras de arte y que algunas personas
sean artistas; cualquier otra cuestión parece superflua.
Esta pasividad general del arte ante la gestión de las obras y
la comunicación ha provocado la reacción de aquellos que
reivindican para el arte el mantenimiento de un estatuto es
pecial, fundado en la transmisión de la tradición y en la so
lemnidad de los «valores». Sin embargo, éstos no relacionan
el carácter progresivo presente en la ingenuidad y en la nece
dad actual y se resguardan en la defensa imposible de una
trascendencia artística y estética en la que ellos mismos no
creen. Como en otros ámbitos de la cultura, también en el
arte el tradicionalismo es jactancioso; esto no constituye un
remedio contra la ingenuidad, pero prospera a costa de ésta y
de aquéllos a los que logra engañar. La reducción del arte a las
obras y a la comunicación también produce, de hecho, efec
tos positivos. No sólo se ha aproximado al arte de masas cada
vez con más público e individuos torpes, incapaces de captar
la diferencia entre la dimensión real y la simbólica, sino que
ha ampliado, enormemente, las fronteras del arte dirigiendo
la atención hacia la «cosalidad» y el «tránsito», cuestiones ig
noradas por concepciones demasiado espirituales y metafísi
cas del arte. Ahora bien, ¡ni la «cosalidad» ni el «tránsito» son
experiencias simples y «naturales»!
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El error de la reacción tradicionalista consiste en obstinarse
en situar lo que es dignó de interés, estima y admiración en lo
alto y aun lado; capta muy bien las degeneraciones implícitas
en la democratización del arte: la transformación de las gran
des exposiciones en luna park, el carácter, a la vez, violento y
efímero de las operaciones artísticas transgresoras, el predo
minio de la cantidad sobre la calidad, la tomadura de pelo al
público, la reducción de la profesionalidad a tejemanejes de
marchantes, la utilización cínica de los artistas y de los críti
cos, la homologación de los productos culturales, la difusión
de un clima de consenso plebiscitario en tomo a las stars, la
desaparición de la capacidad de crítica, la merma de las con
diciones para un crecimiento y un desarrollo originales y el
desconocimiento de las excelencias. Pero la reacción tradicio
nalista se equivoca al oponer a todos estos inconvenientes
una idea solemne del arte basada en un «valor» estético cuyas
características nadie puede ya exponer. No es en lo alto, en el
empíreo de los «valores» estéticos, y aún menos por los suelos,
en las oscuras profundidades de lo popular y de lo étnico,
donde se puede encontrar un remedio contra la banalización
del arte, sino a un lado, en la sombra que acompaña las expo
siciones de obras y las operaciones artístico-comunicativas.
La democratización del arte, con todas sus ingenuidades y
banalidades, con su mezcla de estupidez y de fatuidad, repre
senta un punto sin retomo en la historia de la cultura; por
muy desagradables y torpes que sean sus productos, sólo a su
sombra puede mantenerse y desarrollarse una experiencia
más sutil y refinada, más aguda y atenta de la obra y de la
operación artística. Cuanto más crece aquélla, mayor se hace
su sombra y mayores son los espacios que no llega a iluminar.
Por ello, no es ya en la metáfora del subsuelo sino en la de la
sombra donde se reconoce esta experiencia. A primera vista,
la sombra parece estar relacionada con una especie de esote-
rismo, con una cierta necesidad de ocultamiento y de mani
festación cauta y gradual; sin embargo, este esoterismo relati
vo no deriva de una estrategia ni de una propedéutica, sino de
la naturaleza misma de las cosas, para las que es esencial una
cierta protección y tutela y que requieren prudencia y discre
ción por parte de quien quiere disfrutarlas.
12
Por tanto, la sombra del arte no debe ser considerada como
algo negativo que mantiene una relación de oposición anta
gónica respecto al establishment del arte o respecto al mundo
de la comunicación. Sin instituciones artísticas y sin medios
de comunicación de masas, incluso la sombra desaparecería;
tampoco puede ser considerada como algo parasitario y ser
vil, sino, en todo caso, como una reserva a la que, constante
mente, le alcanza lo que está a plena luz. Sin embargo, es con
natural a la sombra el desaparecer apenas es expuesta a plena
luz y, ahí, radica su diferencia respecto a la canonización insti
tucional y a la transmisión mediática.
La ingenuidad del establishment artístico y del inmediatismo
comunicativo se revela, abiertamente, en el modo en que és
tos interpretan el conflicto. En general, tienden a negar la
existencia de una oposición y proyectan las relaciones entre
las distintas entidades en juego según los modelos de conci
liación y armonía tradicionales en las construcciones ideoló
gicas. Cuando esto no es posible, la dialéctica entre positivo y
negativo constituye el modo según el cual el canon se renue
va y el vitalismo logra un nuevo impulso. Pero la sombra no
cae en estas viejas trampas. Permanece ajena y diferente: no es
el elemento de una armonía más global, ni el momento de un
proceso dialéctico que prospera sobre las contradicciones. En
el fondo, la ingenuidad consiste en la pretensión de ganar al
adversario conciliándose con él o tomando su puesto. Sin
embargo, la sombra no se sitúa como adversaria, sino, en
todo caso, como la poseedora de un saber y de un sentir que
sólo ella puede alcanzar y que desaparece cuando la plena luz
quiere apropiárselo. Ello implica una experiencia más pro
funda del conflicto que la que puedan alcanzar la institución
y la comunicación, y, precisamente por ello, resulta inevitable
el establecimiento deformaciones de compromiso sin vencedores
ni vencidos. Por tanto, la sombra no comparte la idealización
del conflicto y de la victoria implícitos en la dialéctica; para la
misma, vencer es imposible y pensar en vencer ingenuo.
Estas afirmaciones se esclarecen si nos referimos al conte
nido de los capítulos que forman este libro. El primero versa
sobre el retomo del realismo en la experiencia de las artes ac
tuales; se analiza la categoría de «real», individualizando dos
13
aspectos de esta noción: lo real como idiocia y lo real como
esplendor. Ahora bien, lo real como idiocia es adecuado para
designar muchas manifestaciones artísticas del establishment y
de los medios de comunicación de masas; pero estos fenó
menos a menudo arrastran una sombra que, paradójicamen
te, brilla y posee cierta magnificencia. Sin embargo, no es po
sible llevar a plena luz este esplendor, so pena de que desapa
rezca. Sólo se manifiesta en la sombra.
El segundo capítulo se inspira en dos ideas clave de la es
tética tradicional, la de obra y la de placer. Roland Barthes
las ha sustituido, respectivamente, por texto y goce. Profun
dizando y radicalizando la investigación y la búsqueda de
Barthes, se alcanza lo neutro y la epojé, que pueden ser consi
derados como la sombra de la obra y del placer. Y, sin duda,
pertenece a la dimensión de la sombra la experiencia del sex
appeal de lo inorgánico en el que el quehacer artístico y el sentir
estético parecen confluir dando título a una de mis obras.
El tercer capítulo indaga la figura de Andy Warhol, cuya ac
tividad representa el máximo logro tanto en el ámbito «del arte
de las obras de arte» como en el de la comunicación artística;
muestra cómo se vio atrapado en una disensión no reconduci-
ble en los términos de una dialéctica entre positivo y negativo.
Fue Jean François Lyotard quien formuló la lógica paradójica
de la disensión: moderno y posmodemo van acompañados de
una sombra en la que se refugia la cuestión del «valor».
El capítulo cuarto, explorando la zona fronteriza entre la
película con imágenes y la película sin imágenes, examina
la posibilidad de un cine filosófico que supera los límites del
filme didáctico sin caer en la ingenua pretensión de propor
cionar una reproducción exacta de la realidad. Se trata de de
terminar la practicabilidad de un nuevo camino, a la vez fi
losófico y cinematográfico, que se sitúe en un terreno más
allá de la diferencia entre realidad y ficción, entre documental
y narración, y que pueda mantener una relación con la «ver
dad» sin ser oprimido por la mera mimesis de los hechos. Na
turalmente, esta «verdad» tendrá más las características de la
sombra que los de una representación sin velos.
En el capítulo quinto se afronta la situación del arte con
temporáneo con referencia a la investigación sociológica. Par
14
tiendo de la distinción entre los dos regímenes de la obra de
arte (el dotado de un aura y el caracterizado por el desencan
to técnico) establecida por Walter Benjamin, se individualiza
un tercer régimen del arte que tiene carácter virtual respecto
al paradigma que se ha impuesto hoy. Ésto, de hecho, ha
desmentido las previsiones de Benjamin y ha constituido una
mezcla bastante incongruente de aspectos que provienen del
mundo de la inspiración artística, de la opinión y del merca
do. El tercer régimen del arte, que es una especie de economía
política de la grandeza, puede considerarse como la sombra
que lleva consigo el paradigma contemporáneo.
Al final, en el capítulo sexto se analizan dos nociones afi
nes a la sombra, la de resto y la de cripta. Teniendo en cuenta
que las experiencias del antiarte situacionista, del arte con
ceptual y del Posthuman han acortado la distancia entre arte y
filosofía hasta el punto de que su destino parece convergir,
nos preguntamos cómo es posible sustraerse al cinismo me
lancólico que caracteriza ambas formas culturales. Se apunta
como alternativa el dispositivo de la incorporación críptica, la
cual puede constituir una defensa ante los procesos de nor
malización y de estandarización vigentes en la sociedad, que
se manifiestan, bien bajo la forma de la institucionalización
monumental, bien bajo el aspecto del vitalismo comunica
tivo.
15
C a p ít u l o p r im e r o
1. E l «sh o ck » d e lo re a l
17
y la comercialización del tiempo libre han favorecido el as
pecto hedonista y lúdico del arte. A lo largo de los años 80,
todo ello se ha manifestado, ampliamente, en la recuperación
de las formas tradicionales de la pintura, la literatura, la ar
quitectura y la música, en la solemnización de la cultura po
pular y en el «pensamiento débil», en lo «posmodemo» y en
la «transvanguardia». Posteriormente, la noción de virtual ha
abierto una nueva problemática que, a primera vista, parece
aportar elementos a favor de la desrealización y del aleja
miento de lo real1.
Al mismo tiempo, sin embargo, hemos asistido a la mani
festación y a la difusión de una sensibilidad artística de signo
opuesto que se ha configurado como una verdadera y autén
tica irrupción de lo real en el mundo rarefacto y, altamente,
simbólico del arte. La atención de los artistas se ha centrado
en los aspectos más violentos y más crudos de la realidad: los
temas de la muerte y del sexo son los que cobran mayor re
lieve. No se trata —como en el pasado— de una representa
ción lo más verídica posible de estas realidades, sino de una
exposición directa y pobre en mediaciones simbólicas de
eventos que suscitan turbación, repugnancia, además de aver
sión y horror. Las categorías del asco y de la abyección entran,
con prepotencia, en la reflexión estética, que se ve obligada a
abandonar el ideal de una contemplación pura y desinteresa
da a favor de una experiencia perturbadora en la que repul
sión y atracción, miedo y deseo, dolor y placer, rechazo y
complicidad se mezclan y se confunden. El cuerpo parece
adquirir, así, el máximo relieve, pero el acento ya no está si
tuado sobre la apariencia de las formas, sino, precisamente,
sobre lo que amenaza y compromete su integridad, sea me
diante penetraciones, desmembraciones, disecciones, sea me
diante prótesis, extensiones, interfaces. En efecto, lo real que
irrumpe y sacude el mundo del arte no es sólo aquello arrai
gado en la dimensión antropológica, sino también y, sobre
todo, aquello más bien ajeno e inquietante de los dispositivos
18
tecnológicos y económicos. El lugar decisivo de este realismo
extremo se convierte, así, en el encuentro entre el ser humano
y la máquina, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo na
tural y lo artificial, entre la pulsión y la electrónica, entre la
persona y la mercancía. El núcleo duro de lo real con el que
estamos obligados a enfrentamos es el cyborg, la cobaya tec
nológica, la moneda viva, el capital humano. La noción de
virtual, que a primera vista nos parecía unida a la tendencia
espectacular y desrealizante del arte, asume, por tanto, un sig
nificado opuesto: el cuerpo virtual, poseído y diseminado en
las redes, se convierte en otro objeto, extremadamente in
quietante, irreducible a la dimensión imaginaria y simbólica.
Lo que caracteriza esta realidad es la coincidencia de máxi
ma efectualidad y abstracción: en otras palabras, esto no hace
más que llevar a sus consecuencias extremas aquel proceso de
alienación y de enajenación que constituye el motor de la
modernidad. No nos movemos por cualquier sendero margi
nal, sino a lo largo de la vía principal del pensamiento occi
dental en el punto más avanzado de su recorrido, a lo largo
de una frontera que reclama ser traspasada. De ahí el carácter
eminentemente experimental y pionero de las experiencias ar
tísticas que se rehacen en la categoría del «realismo». Cierta
mente, este realismo, que ha sido definido como «poshuma
no» (Jeffrey Deitch), «traumático» (Hai Foster) y «psicòtico»
(por nosotros mismos), parece tener poco que ver con lo que
se ha entendido por este término hasta ahora. No obstante, lo
que ha cambiado no es la voluntad de proporcionar una ex
hibición de lo real, sino la idea misma de lo real, la cual nos
parece hoy, contradictoriamente, más pobre y más rica que
nunca. Todo ello puede interpretarse como miseria y estupi
dez extremas, es decir, como idiocia, o como suntuosidad ex
trema y aún más, es decir, como esplendor.
2. Id io c ia d e l r e a l is m o a c t u a l
19
multiplicidad y variedad de sus manifestaciones, puede consi
derarse, en conjunto, como el desarrollo de los horizontes
conceptuales abiertos por Kant y Hegel; ahora bien, estos ho
rizontes se han explorado en todas las direcciones. Por otra
parte, hace tiempo que las orientaciones más innovadoras de
1a reflexión filosófica consideran la estética como una apro
ximación reductiva e inadecuada a la obra de arte; sin em
bargo, no han logrado refundar sobre nuevas bases la especi
ficidad de la experiencia artística. Un deterioro aún mayor ha
corroído la crítica de arte: la problemática planteada a princi
pios del siglo xx por la Escuela de Viena ha sufrido una de
gradación irremediable. En el mejor de los casos, reproduce
discursos que tienen una relación únicamente ocasional y for
tuita con las obras y los artistas; generalmente, no va más allá
de la crónica y de la promoción publicitaria.
La profundización de todas las certezas estéticas y críticas
lleva a pensar que se puede captar lo real sin ninguna media
ción teórica y simbólica. Por otra parte, la transformación de
cualquier objeto o imagen de la vida corriente en una obra
de arte es una práctica común a partir de las neovanguardias de
los años 60; pero esta transformación requería la solemniza
ción del producto a través de la intervención del crítico y de
su inserción en la institución artística. El grado cero de la teo
ría, alcanzado hoy, desvanece también esta ilusión porque
priva de toda aura no sólo a la obra y al autor, sino también
al crítico y a la institución. Así reza el dicho marxista: «sin teo
ría ninguna revolución», que es el mismo sobre el que se fun
damenta la modernidad: «sin teoría ninguna institución». El
grado cero de la teoría lleva a una pasividad ante lo que exis
te de la que nada se salva. El realismo extremo actual tiene,
precisamente, esta pretensión: mostrar lo que existe sin nin
guna mediación teórica.
Pero ¿qué es lo real?, ¿lo real privado completamente de
toda mediación conceptual?, ¿una existencia totalmente
despojada de esencia?, ¿una realidad desprovista de cual
quier idea?, ¿un ser absolutamente independiente del pensa
miento?
El filósofo que se planteó estas cuestiones, Schelling, defi
nió lo que existe puramente como intransitivo, inmediato,
20
indudable, inmemorable e infundado. Como escribe un gran
intérprete de Schelling, el filósofo italiano Luigi Pareyson: «lo
que existe puramente es algo opaco, que permanece cerrado y
recalcitrante al pensamiento y refractario e impermeable a la
razón»2, «se alza solitario e inaccesible como en un desierto
inhabitable y sin caminos; se yergue como un peñasco esco
cés que no ofrece ningún punto de ataque, como una pared
desnuda sin agarraderos, como un muro liso e inaccesible»3.
Del mismo modo, otro intérprete de Schelling, el filósofo
esloveno Slavoj Zizek, subraya la divergencia radical, la in
compatibilidad ontològica entre la razón y lo real primordial,
radicalmente contingente, reacia a cualquier teorización:
Zizek muestra la afinidad sustancial entre «lo que existe» de
Schelling y la noción de «real» elaborada por Lacan4. Precisa
mente, el pensamiento de éste es el que proporciona la posi
bilidad de formular la poética del realismo extremo de las ar
tes actuales.
Como es bien sabido, Lacan distingue tres escenarios psí
quicos fundamentales: el simbólico, el imaginario y el real.
Este último es algo radicalmente distinto de lo verdadero, es
ajeno al lenguaje y a la dimensión simbólica. Así pues, lo que
se resiste a la simbolización es, justamente, esto: imposible de
simbolizar e imaginar, presenta aquellas características de irre-
ductibilidad opaca al pensamiento que Schelling le atribuye:
es, absolutamente, «sin fisura», ajeno a cualquier articulación
dialéctica, a cualquier oposición, incluso a aquélla entre pre
sencia y ausencia5.
El encuentro con lo real genera angustia y trauma; en efec
to, frente a lo real, todas las palabras y las categorías pierden
importancia. De este modo, para Hai Fostcr6 el trauma pare
ce la noción más adecuada para interpretar el arte actual, ca-
21
racterizado por la voluntad de situar al espectador ante algo
terrorífico y abyecto. De hecho, el cadáver constituye el obje
to perturbador por excelencia de este arte, aquello donde te
rror y abyección, repulsión y atracción se aproximan y se con
funden en la experiencia ambivalente e incierta del asco.
La tentación de hacer del asco la categoría principal de la
estética contemporánea no es pequeña; afecta, sobre todo, a
la correspondencia antitética que se establece con la noción
de gusto, núcleo central de la estética dieciochesca. La refle
xión más aguda en torno a la noción de asco sigue siendo
la del filósofo húngaro Aurei Kolnai7. Según éste, mientras la
angustia se centra en el sujeto, que llega a verse en un estado
de peligro y de amenaza y experimenta una necesidad de sal
vaguardia y protección, el asco está más claramente orientado
hacia lo exterior, tiene un carácter «intencional» (en sentido
fenomenològico) mayor que la angustia, permitiendo, así, un
mayor conocimiento del objeto que lo provoca. Lo asquero
so se impone a quien lo experimenta con una proximidad y
una contigüidad de la que carece lo angustioso y lo odioso;
aquél se comporta provocativamente, se acerca y nos empuja,
suscita no sólo repulsión, sino una atracción reprimida. Lo
que lo caracteriza es la contigüidad, su capacidad de penetra
ción y de contaminación. También para Kolnai, lo asque
roso por excelencia es el cadáver, máxima manifestación de
la putrefacción, de la descomposición, del paso de la vida a la
muerte; es algo que nos resulta extremadamente, próximo
porque representa el único destino absolutamente cierto
de nuestro cuerpo. Reflexionando sobre las características de
otros objetos asquerosos como los excrementos, las secrecio
nes, la mugre, los gusanos, el interior del cuerpo humano, los
tumores y la deformidad fisica, Kolnai llega a la conclusión
de que lo esencial de lo asqueroso consiste en un surplus de
vida, en una vitalidad orgánica exagerada y anormal que se di
lata y se propaga más allá de cualquier límite y de cualquier
forma y se ramifica homogeneizando todo en una masa in
forme y pútrida. La vida en sí no es asquerosa, sino su obsti
22
nación en permanecer y en extenderse allí donde debería ren
dirse y cesar; lo asqueroso es, precisamente, la pretensión de
lo vital de dilatarse a ultranza corrompiendo todo lo que en
tra en contacto con él. Esta concepción de la esencia de lo as
queroso como vida desregulada y rebelde ante cualquier for
ma permite comprender también el uso moral de la palabra:
de hecho, es asquerosa la intrusión de la inmediatez vital
(como los impulsos y los intereses personales) en todas las
cuestiones que tienen carácter objetivo y formal. La mentira
es asquerosa porque está llena de una viscosidad vital y emo
cional absurda e incongruente. Es asquerosa la impostura
cuando, bajo el manto de los idealismos, esconde los afectos
codiciosos y desordenados del individuo. Asquerosa es la co
bardía que consiste en la intrusión de una vitalidad malsana y
morbosa en situaciones que requieren la defensa de una elec
ción, el logro de una meta, el mantenimiento de una deci
sión. Según Kolnai, el economicismo puro y simple no es as
queroso cuando se oculta tras la mampara de los valores, de
la ideología, es decir, de una afectividad engañosa e hipócrita.
Por ejemplo, la institución del arte contemporáneo se con
vierte en asquerosa cuando oculta su carácter de mercado de
bienes de lujo tras la exaltación retórica de idealidades estéti
cas en las que nadie cree.
Indudablemente, algunos aspectos del arte actual pueden
interpretarse según las categorías del trauma y del asco. Sin
embargo, precisamente el análisis de Kolnai en torno a la na
turaleza del asco induce a formular algún interrogante: lo
real, de lo que Schelling y Lacan han captado la gran diferen
cia, irreducibilidad y heterogeneidad respecto a la razón,
¿puede identificarse con lo asqueroso?, ¿no es aún el asco
algo demasiado próximo al ser humano? Ciertamente, se pue
de afirmar la independencia y la primacía del asco sobre el
gusto y atribuirle un carácter disimétrico que lo libera de toda
oposición dialéctica: sin embargo, lo asqueroso está demasia
do entretejido e impregnado de vitalidad para constituir, ver
daderamente, una manifestación de lo real. Por lo que, en úl
timo análisis, parece más el punto de llegada del vitalismo del
siglo xx que la apertura de un nuevo horizonte poshumano y
posorgánico. Lo asqueroso es, de hecho, una vida impregna
23
da de muerte que continúa con más saña que nunca su lucha
contra la forma; es una vida desesperada y rabiosa en la que
hace estragos un frenesí de destrucción. En la propagación de
esta furia no hay nada de heterogéneo y de diferente: así, la
descomposición mezcla todo con todo y, al hacer cada cosa
indistinta e indiferente, homogeiniza todo lo que contamina.
Por tanto, el realismo del arte actual no puede estar sólo ca
racterizado por el asco y la abyección. Si queremos permane
cer cerca de lo real, así como intuyeron Schelling y Lacan, es
necesario moverse en una dirección completamente distinta
del vitalismo. Si se trata de un trauma, está relacionado con
un estado de desposeimiento y con la pereza. Schelling utili
za la expresión «estupor de la razón» y, aunque la distingue de
la obtusidad y la estupidez8, la relaciona con un estado de
aturdimiento y de estupefacción. En cuanto a Lacan, para él
lo real está relacionado con la «cosa», entendida como reali
dad muda, como algo extraño y ajeno al significado9; la cosa
se caracteriza por el hecho de que nos es imposible imaginar
la10. La idea de que el arte puede proporcionar una vía de ac
ceso a lo real y a la cosa es, en términos estrictamente laca-
nianos, insostenible; de hecho, el arte, según su opinión, per
tenece al orden simbólico y no al real. Sin embargo, no es
imposible repetir hoy, con referencia a la cosa lacaniana, la
operación llevada a cabo en el siglo XIX por Schopenhauer
respecto a la «cosa en sí» kantiana, es decir, atribuir al arte la
facultad de establecer una relación más directa y esencial con
entidades inaccesibles al pensamiento racional.
Esta operación ha sido realizada por el filósofo francés Clé-
ment Rosset11, quien introduce la noción de idiocia para in
dicar el carácter, a la vez, fortuito y determinado de lo real, lo
cual está, por un lado, necesariamente determinado, pero esta
determinación no implica ninguna racionalidad; en definiti
24
va, una determinación tal se impone con un carácter cons
trictivo e incluso violento. El término «idiocia» debe enten
derse en su doble acepción: junto al significado común de es
túpido y poseído de sinrazón existe el significado etimológi
co (del griego antiguo, idiotés), que es el de singular, particular,
único. Así, lo real sería idiota, precisamente, porque no existe
más que por sí mismo y es incapaz de aparecer de otro modo
que en el que está. Según Rosset, lo real tiene un carácter pé
treo y rugoso, es lo contrario a la vitalidad obstinada del asco.
Es incapaz de reflejarse, de duplicarse, de redoblarse en una
imagen especular. La actividad interpretativa consiste, pues,
en hacer salir lo real de su singularidad irreducible introdu
ciéndolo en un proceso; la producción de significados es un
valor añadido a lo real a través de una proyección imaginaria.
Este ejercicio interpretativo se lleva a cabo, continuamente,
en la vida cotidiana, para la que la experiencia de lo real en su
idiocia es algo raro. Según Rosset, captamos lo real en su idio
cia sólo en ciertas condiciones, como, por ejemplo, cuando es
tamos borrachos o cuando somos víctimas de una desilusión
amorosa. Aún existe una tercera vía hacia la idiocia y es la que
representa el arte. Al artista como genio de Schopenhauer y
de la tradición romántica le sucede el artista como idiota; lo
que tienen en común estas dos figuras, a primera vista antité
ticas, es la pretensión de captar la esencia de lo real más allá
de todas las mediaciones falaces del lenguaje y del pensa
miento.
La conexión entre arte e idiocia ya había sido descubierta
por Robert Musil12 en los años 30. Éste distinguía dos tipos
de estupidez: en primer lugar, la estupidez sencilla, honesta e
ingenua que proviene de una cierta debilidad de la razón;
ésta, con frecuencia, va ligada a la poesía y al arte porque en
el idiota mismo hay algo de poético en su modo de expresar
se, ajeno a los lugares comunes habituales. Pero el segundo
tipo de estupidez es más interesante, pues, a diferencia de la
anterior, está estrechamente ligada a un uso inestable e in
12 R. Musil, Über die Dummheit (1937), en Prosa und Stikke, Hamburgo, Ro
wohlt, 1978.
25
fructuoso de la inteligencia; la pretensión del arte actual de
captar lo real sin ninguna mediación nos hace pensar en este
tipo de estupidez. Si la esencia de la estupidez consiste en una
cierta inadecuación respecto a la funcionalidad de la vida, su
ejercicio le parece a Musil casi necesariamente ligado al arte;
por otra parte, no existe sólo la estupidez ocasional de los par
ticulares, también se da una estupidez constitucional de la co
lectividad, por lo que no se puede dejar de reconocer que el
artista idiota, en cuanto intérprete de su estupidez social, es
el verdadero artista orgánico de la sociedad actual.
3. E s p l e n d o r d e l r e a l is m o a c t u a l
26
traduce la palabra captation, que indica, precisamente, una do
ble acción de fascinación y aprisionamiento. Ahora bien, el
arte es, sin duda, afín a la moda porque comparte con ésta,
además de la excitación de la novedad y del desafío, la ebrie
dad que proviene de sentirse en contacto directo con el espí
ritu del tiempo; sin embargo, el arte no es nunca actual en el
sentido en que lo es la moda, es decir, sociológicamente do
minante. Ya el hecho de que el arte anticipe los tiempos veni
deros lo hace esencialmente «inactual»; aparte de lo que au
menta esta «inactualidad» está la aspiración a sustraerse al des
gaste del tiempo y a suscitar siempre sorpresa y asombro. De
ahí que a partir del momento en que el realismo extremo se
convierte en moda, pierde su relación con lo real y queda
atrapado en las redes de lo imaginario. Con respecto al arte,
la moda siempre lleva retraso, vive de imitaciones y de sobras.
La segunda tentación del arte actual es la de disolverse en
la comunicación. En efecto, precisamente el carácter pertur
bador de los mensajes transmitidos por la experiencia de lo
real exalta su valor comunicativo. Para una actividad como la
artística que se desenvuelve en un microambiente, muy a
menudo desvaído y asfixiante, su ingreso en circuitos comu
nicativos más vastos como los de la publicidad y la informa
ción puede parecer, a primera vista, algo atrayente. También
en este caso como en el de la moda lo imaginario se impone
a lo real y lo simbólico. Según Lacan, existen dos tipos de dis
cursos que presentan características opuestas: la palabra llena,
que articula la dimensión simbólica del lenguaje, se diferencia
fundamentalmente de la palabra hueca, que articula la dimen
sión imaginaria del lenguaje; únicamente, la primera tiene
sentido (serts), la segunda sólo significado13. Mientras la se
gunda es fácil y fluida, la primera es difícil y laboriosa de ar
ticular. Mientras la segunda está relacionada con los fenóme
nos de identificación ficticia, de agresividad y de alienación,
la primera constituye una palabra fundente que transforma,
profundamente, a quien habla y a quien escucha. Ahora bien,
es evidente que el arte extremo es tal porque aspira a esta sali
27
da; de otro modo, nada lo separaría de las corrientes artísticas
de los años 80 de los que con tanta ansia quiere distinguirse.
Aparte de la disolución de la obra de arte en la comunicación
no habría más que la continuación del vitalismo subjetivo.
De hecho, si existe un núcleo duro del arte, no hay que bus
carlo en el sujeto, en el artista, en su deseo de expresarse y de
comunicar, sino en la obra, en su singularidad radical, en su
irreducibilidad a una única identidad, en su carácter esencial
mente enigmático. El arte no puede disolverse nunca en la co
municación porque contiene un núcleo incomunicable que
es la fuente de una infinidad de interpretaciones. Bajo este as
pecto, es afín a lo real con lo que comparte la áspera y ardua
inconveniencia.
La positividad del realismo extremo hay que buscarla,
pues, en una dirección que salve la especificidad del arte, que
no la disuelva en la moda o en la comunicación. Schelling y
Lacan siguen indicándonos el camino. El estupor de la ra
zón, del que habla Schelling, no es sólo aturdimiento y estu
pefacción, también éxtasis; tal estado debe ser considerado
como un punto de partida para una búsqueda positiva que
arranca el pensamiento de la fisicidad y del mutismo14. Para
Schelling, ésta es la vía de la filosofía positiva, es decir, de una
razón que se enfrenta con algo que está situado fuera de la
misma y que, a su vez, está puesta fuera de sí. El aspecto esen
cial es, pues, un proceso de enajenación, el cual aún se perci
be no como una alienación que hay que superar, sino como
una situación que abre nuevos horizontes.
La noción de alteridad es fundamental en la obra de La-
can, el cual distingue un «Otro grande» (en mayúscula) y un
«otro pequeño»15. El «Otro grande» pertenece al orden sim
bólico y designa una alteridad radical irreducible a las pro
yecciones de lo imaginario: el lenguaje y la ley pertenecen al
ámbito del «Otro grande»; más específicamente, el lenguaje
se considera no como un medio para expresar la subjetividad
del yo, sino como una entidad dotada de una dimensión in
28
consciente, completamente diferente con respecto a la con
ciencia. A propósito del «otro pequeño», Lacan elabora la teo
ría más interesante y original, especialmente a partir del mo
mento (desde 1957) en que lo piensa con el nombre de objeto
(pequeño) a. De hecho, esta expresión caduca (a partir de 1963)
al adquirir las características de lo real: el objeto (pequeño) a es
el objeto que no puede alcanzarse jamás por definición, la
cosa en su realidad muda, inaccesible tanto al lenguaje como
al inconsciente.
Lo que pretende alcanzar el realismo extremo del arte ac
tual es, precisamente, el objeto (pequeño) a del que habla Lacan.
¡A través de éste lo real irrumpe no ya como trauma, sino
como esplendor!
En el seminario de 1960-1961, Lacan ya piensa el objeto (pe
queño) a atribuyéndole las características de la palabra griega
ágalma, tomada del Simposio de Platón. Ahora bien, dgalma
quiere decir gloria, ornamento, don, imagen de una divini
dad, y proviene del verbo agállo, que significa glorificar, exal
tar. En 1973 introduce la noción de semblante (semblant): de
fine objeto (pequeño) a como un «semblante de sep> y, al afirmar
que el amor se dirige hacia un semblante, lo pone en relación
con el goce16.
Sin embargo, para acceder al esplendor de lo real, es nece
sario un acercamiento más general y global a la obra de Lacan
que proviene de la consideración del objeto por excelencia de
su pensamiento: la psicosis y sus formaciones. Estas forma
ciones, es decir, los delirios y las alucinaciones, presentan una
característica particularmente importante: imponerse a quien
las padece como si pertenecieran a lo real. Para explicar este
mecanismo psíquico, Lacan introduce una nueva noción, la
de preclusión (forclusion); a diferencia de la remoción (refoule-
ment), la preclusión (que es el mecanismo específico de la psi
cosis) no está sepultada en el inconsciente, sino que es expul
sada del mismo. Sus significantes no han sido asimilados en
el orden simbólico. El elemento precluso procede del exte
rior. Lacan altera completamente un lugar común del psicoa
29
nálisis: la enfermedad mental (la más grave de todas la psico
sis) no nace del rechazo de lo real, sino de una carencia, de un
hueco en el orden simbólico. Para subrayar el carácter excén
trico y externo de estas experiencias, Lacan acuña el término
extimidad (en oposición a intimidad), con el que designa una
exterioridad radical que va más allá de la antítesis entre inter
no y externo.
Estos materiales teóricos parecen de la mayor importancia
para el arte y para la estética. Quien sólo tiene en cuenta la ab
yección del arte extremo sin ver su esplendor, queda prisio
nero de una idea ingenua de lo real. En las obras más signifi
cativas e importantes del realismo psicòtico hay una belleza
extrema para la que cabe restablecer un concepto de la tradi
ción filosófica olvidado hace más de dos siglos, la magnificen
cia. Durante el siglo x v i i i lo sublime y el lujo ocuparon el lu
gar de la magnificencia. A ésta, a la que Aristóteles y Tomás
de Aquino habían dado un gran reconocimiento teórico, no
le queda más que emprender un camino subterráneo a través
de los paraísos y los infiernos de las drogodependencias y las
psicosis17.
30
C a p ít u l o 2
Sentir la diferencia
1. E s t é t i c a y d if e r e n c ia
31
hacia la exploración de la oposición entre términos que no
son simétricamente polares el uno respecto al otro. Toda esta
gran vicisitud filosófica, la más original e importante del si
glo xx, se engloba, justamente, en la noción de «diferencia»,
entendida como no-identidad, como una desemejanza ma
yor que la del concepto lógico de diversidad y del dialéctico
de distinción. En otros términos, el ingreso en la experien
cia de la diferencia marca el abandono tanto de la lógica de
la identidad aristotélica como de la dialéctica hegeliana. Por
tanto, no es extraño que los pensadores de la diferencia sean
ajenos a la estética en sentido estricto; de hecho, éstos inau
guran una trama teórica nueva que es irreducible al kantismo
o al hegelismo. Sin embargo, su situación al margen de la tra
dición estética moderna no deriva de una atención exclusiva
a los problemas teóricos, de un desinterés respecto al sentir;
antes bien, justo al contrario, su estudio es el que les lleva a si
tuar aparte la estética poskantiana y poshegeliana como epi-
gónica y tardía.
En efecto, no está muy claro que la noción de «diferencia»
pueda considerarse como un verdadero concepto, análogo al
de «identidad» (en torno al cual gira la lógica aristotélica) o
al de «contradicción» (en torno al cual gira la dialéctica hege
liana). Más que en el horizonte de la pura especulación teóri
ca, se mueve en el ámbito (o su punto de partida al menos)
impuro del sentir, de las experiencias insólitas y perturbado
ras, irreducibles a la identidad, ambivalentes, excesivas, de las
que ha estado entretejida la existencia de tantos hombres y
mujeres del siglo xx. El pensamiento de la diferencia se ha
inspirado en este tipo de sensibilidad que mantiene relaciones
de parentesco con los estados psicopatológicos y los éxtasis
místicos, con las toxicomanías y las perversiones, con los han
dicaps y las minusvalías, con los «primitivos» y las «otras» cul
turas. En definitiva, se trata de un sentir que no tiene nada
que ver con aquellas exigencias de perfección y de concilia
ción que caracterizan el pensamiento estético moderno.
Se explica, así, la actitud suspicaz mantenida por los padres
fundadores del pensamiento de la diferencia respecto a la es
tética. Nietzsche considera esta última como un aspecto del
optimismo ajeno a la experiencia trágica; para Freud, la esté
32
tica se ocupa de argumentos que corresponden a estados de
ánimo positivos como lo bello y lo sublime, y obvia aquellos
aspectos del sentir que se caracterizan por estados de ánimo
negativos, como el perturbador precisamente; Heidegger
mantiene que la estética forma parte de la metafísica occiden
tal, es decir, de aquel pensamiento que se caracteriza por el ol
vido del Ser. No de otro modo, los pensadores franceses de la
diferencia (como Blanchot, Bataille y Klossowski) inauguran
una aproximación a las obras de la literatura y del arte que no
tiene nada que ver con la estética; también el filósofo italiano
Michelstaedter, que puede considerase como el representante
más importante de esta tendencia en Italia, es resueltamente
hostil a la estética de Croce.
2. G o c e y texto
33
goce es un sentir que sobrepasa la distinción entre placer y
dolor, engloba también lo que es desagradable, aburrido e in
cluso doloroso. Ello implica la pérdida del sujeto, la desa
parición, el fading — dice Barthes— de la identidad personal,
el abandono de cualquier cálculo cauto y prudente de las
gratificaciones. El goce es una experiencia excesiva que
irrumpe en la conciencia individual como un rayo, golpeán
dola y menoscabándola. El intento de superar el carácter he-
donista del placer ya había sido llevado a cabo por la estética
tradicional a través de la consideración de lo trágico y lo su
blime; pero en el goce del que habla Barthes hay algo más res
pecto a lo trágico y a lo sublime. Está el hecho de que éste es
una experiencia erótica, estrechamente ligada a la sensualidad.
Barthes subraya, repetidamente, el carácter perverso del goce,
es decir, su condición ajena a cualquier finalidad imaginable
y su inclinación hacia una búsqueda infinita e insaciable de lo
nuevo. Pero el goce también puede manifestarse bajo el as
pecto de una repetición excesiva y maníaca, de una coacción
repetitiva que subvierte y anula los significados convenciona
les a través de la reiteración mimètica y obsesiva, como cuan
do a fuerza de repetir una palabra la percibimos sólo como
mero sonido. Así, en la noción de goce elaborada por Barthes
se incluyen una serie de características que pertenecen, por
una parte, al libertinaje, por la otra, al masoquismo; por un
lado, a la flagrante efervescencia de la moda, por el otro, a la
perturbadora sexualidad del dolor. El goce parece, así, un con
junto de frivolidad y pulsión de muerte. Barthes libera, de
este modo, el sentir estético de la dimensión ascética y subli
mada que le parecía ser esencial, encontrándole un lugar en la
experiencia contemporánea. Como él mismo escribe, impri
me a la vieja categoría de la estética una ligera torsión que la
aleja de su fondo regresivo, idealista y la aproxima al cuerpo4.
Aplica una estrategia análoga en el paso de la noción de
obra a la de texto. Pero ¿qué quiere decir sentir el texto como
cuerpo? ¿A través de qué perversión una obra de arte se con
vierte en un texto? La primera condición de este paso es la li
34
beración de su aspecto ideológico; mientras que la obra sea
considerada, simplemente, como portadora de un significado
histórico, político, cultural o psicológico, nosotros la conce
bimos en su identidad, como producto dotado de una uni
dad lógica y moral. El ingreso de la obra en la problemática
de la diferencia resquebraja su perfección objetual, es decir,
deja de ser un objeto enteramente determinado por el autor
al que el goce no llega a rozar o rasgar lo más mínimo; no obs
tante, el lector prosigue la actividad creativa del autor en un
proceso sin fin. Esto no quiere decir que el texto se disuelva
en la comunicación ni que se establezca una primacía de la
recepción sobre la producción. Es justo al contrario, el texto
es irreducible al diálogo entre sujetos, es algo intransitivo, ató-
pico, paradójico; Barthes lo compara a un tejido, no porque
cubra ningún significado oculto, sino porque extiende su tra
ma incluso sobre éste. En otras palabras, nada escapa al texto.
Es ajeno a la lógica dialéctica del diálogo, al encuentro así
como al desencuentro de los discursos; el texto es autónomo
e independiente de la subjetividad de quien habla o de quien
escucha, de quien lee o de quien escribe. Se cumple, así, un
cambio de importancia fundamental para la estética: el paso
del «yo siento» al «se siente». Todo el ámbito de la afectividad
y de la sensibilidad se disloca en el espacio neutro del texto.
Si el masoquismo es — como habíamos visto— la perversión
del placer, el fetichismo es la perversión de la obra. El fetiche
es una especie de animación de lo inorgánico, una coinci
dencia de abstracción y materialidad. El texto, en efecto, se
presenta ante Barthes como algo que siente, desea y goza.
3. L a « e p o jé » y lo n eutro
35
mente, divergentes. Sin embargo, el pensamiento de Barthes
sigue prisionero de una dificultad fundamental: en concre
to, ni su idea de goce ni su idea de texto llegan a librarse
completamente de la subjetividad. El goce recae, algunas ve
ces, sobre la vertiente del hedonismo (es decir, sobre la idea
de una ampliación y de una extensión de las fronteras del
placer), otras sobre la vertiente del erotismo (es decir, de la
infinitud e insaciabilidad del deseo). Ahora bien, ni con el he
donismo ni con el erotismo es posible ir más allá del sujeto,
ambas son vías que nos hacen reincidir en la vertiente de la es
tética antes que hacemos volver a la vía de la diferencia. Un fe
nómeno análogo se produce en lo que respecta al texto: la po
lémica de Barthes contra la institucionalización del texto (es
decir, contra la especialización de los teóricos y de los críticos)
le lleva a acentuar el carácter personal, episódico e incidental
de su escritura, alejándola de la filosofía. Esta tendencia, evi
dente ya en la obra autobiográfica Roland Barthes (1975), se
acentúa en sus siguientes escritos como Incidentes (1987), su
obra postuma.
No obstante, en la obra Elplacer del texto están presentes ele
mentos que van en sentido contrario al sujeto, hacia una radi-
calización del sentir la diferencia. Son importantes dos: la
crítica del deseo y la idea del texto como cosa. Según Barthes,
la infinitud del deseo, que para muchos es como una garantía
de su carácter filosófico, en realidad, no hace más que gene
ralizar la decepción: ¡la diferencia no es ausencia! Mientras
pensemos la alternativa a la metafísica occidental en los tér
minos de carencia, seguiremos prisioneros de un modo de
pensar los opuestos (previsto ya en la metafísica de Aristóte
les) que es menor, no mayor, que la contradicción dialéctica.
La segunda idea, la del texto como cosa, aunque no se for
mule explícitamente, parece estar contenida en la distinción
entre representación y figuración (figuration) establecida por
Barthes: mientras que el texto como representación tiene un
carácter mediado que lo remite a la estructura tradicional del
conocimiento articulado sobre sujeto y objeto, la figuración
es un modo de aparición inmediato que lo aproxima a una
cosa. Mientras el texto como objeto recae enteramente en el
cuadro de la metafísica y de la estética tradicional, el texto
36
como cosa se encuentra en el horizonte abierto de la noción
de diferencia. La obra de Barthes L a cámara lúcida. Nota sobre
la fotografía (1980) puede considerarse como el desarrollo de
esta idea.
Sin embargo, la aparición de otros dos elementos puede
aportar una gran claridad y simplicidad a estas cuestiones in
trincadas y difíciles. Se trata de la experiencia de la epojé y la
noción de neutro. Barthes hace referencia a ambas5, pero no
llegan a alcanzar un lugar central en su obra. Y, sin embargo,
sólo a través de ellas el sentir sexual y el pensamiento de la di
ferencia pueden unirse de modo inseparable; sólo a través de
ellos la sexualidad y la filosofía revelan su copertenencia esen
cial. Como habíamos visto, la cuestión en tomo a la cual se
centra el pensamiento de Barthes puede ser formulada en es
tos términos: ¿cómo es posible salir del sentir subjetivo?,
¿cómo es posible sustraer el ámbito de las sensaciones, de la
afectividad y de la emotividad a la tiranía del «yo siento»?,
¿cómo se llega al impersonal «se siente»?, ¿qué hay que hacer
para descubrir otro territorio diferente, ajeno al sentir, en el
que el «yo» y el «tú» cedan finalmente el paso a una expe
riencia independiente del «se»? La filosofía occidental cono
ce la respuesta desde la época de la filosofía griega clásica. En
efecto, los escépticos y los estoicos introdujeron, por prime
ra vez, la experiencia de la epojé, es decir, de una suspensión
de las pasiones, de los afectos subjetivos. Estos, según los es
toicos, podían reducirse, todos, a cuatro fundamentales: el
placer, el dolor, el deseo y el miedo. La suspensión no debe
entenderse, no obstante, como una insensibilidad total, sino
como una participación impartícipe, una ebriedad sobria, un
sentir a distancia; en otras palabras, como si no fuese yo a sen
tir o, mejor, como si yo fuese una «cosa que siente» de modo
impersonal y sin límites, es decir, sin darse cuenta de dónde
acaba mi identidad corpórea y comienza el cuerpo de otra en
tidad física. Se trata, en suma, de un sentir que borra la sepa
ración entre el yo y el no yo, entre lo interno y lo externo, en
tre lo humano y las cosas.
37
Parece evidente que este tipo de sentir no puede definirse
recurriendo a categorías hedonistas, pues sería un más allá del
placer o del dolor; pero es, también, un más allá del goce por
que éste remite (como el éxtasis) a una experiencia demasiado
espiritual, mientras que, aquí, es esencial remitirlo al modo de
ser de la cosa, a la cual puede ser pertinente el carácter abs
tracto pero no el espiritual. Del mismo modo, parecen inade
cuadas las categorías eróticas: el deseo erótico implica la idea
de una tendencia hacia algo y, por tanto, la experiencia de
una privación, mientras que aquí se trata de una disponibili
dad, la cual, sin embargo, no es una verdadera presencia me
tafísica. En la idea de disponibilidad existe un aspecto más
opaco que, por un lado, tiende hacia la virtualidad, y, por el
otro, hacia el valor de cambio y el dinero. En fin, este sentir,
que es resueltamente ajeno a cualquier intento práctico o cog
noscitivo, ni siquiera puede considerarse estético porque no
tiene nada que ver con la sublimación asexuada de la expe
riencia estética.
Ahora bien, aunque la epojé es una noción bimilenaria, la
filosofía occidental la ha utilizado tímida y púdicamente.
Ha habido una epojé cognoscitiva (la antigua de los escépti
cos y la moderna de la fenomenología); ha habido una epo
jé moral (la del estoicismo y el neoestoicismo); pero no ha
habido una epojé sexual porque parece implícito en la se
xualidad el hecho de correr, vertiginosamente, hacia el or
gasmo, sin que sea posible ninguna suspensión a no ser tác
tica, es decir, dirigida a prolongar el placer o a aumentar el
deseo. El hecho es que la sexualidad se ha considerado fun
cional respecto a una gratificación o a la satisfacción de una
necesidad, casi nunca en el sentido de una perspectiva filo
sófica de búsqueda y de exploración de parajes descono
cidos.
La epojé sexual nos lleva, así, hacia una sexualidad más allá
del placer y del deseo, no realizada ya en los límites del or
gasmo sino suspensa en una excitación abstracta e infinita,
privada de consideración ante la belleza, la edad y, en general,
la forma. En oposición a la sexualidad vítalista, basada en la
diferencia de sexos, empapada de hedonismo y de erotismo,
se podría definir una sexualidad inorgánica, animada por el
38
«sex appeal de lo inorgánico»6. Aquí, la noción de neutro des
empeña un papel esencial: la sexualidad inorgánica se en
cuentra, de hecho, más allá de la oposición entre masculino y
femenino. Lo neutro, sin embargo, no debe entenderse como
recomposición armónica de lo masculino y de lo femenino,
como síntesis dialéctica de su oposición, sino, justo al contra
rio, como el punto de llegada de la experiencia de la diferen
cia, irreducible, pues, a una unidad y a una identidad. En
otras palabras, una sexualidad neutra no está sublimada ni
neutralizada; anulando la división entre masculino y femeni
no, instaura una multiplicidad de divisiones, dando lugar a
infinitas virtualidades sexuales. Ésta es, en efecto, la esencia
de la sexualidad: seccionar, establecer divisiones, crear dife
rencias. Pero para proseguir por esta vía es necesario, ante
todo, librarse de la falsa diferencia entre masculino y femeni
no, cuya función es la de afirmar identidades y sancionar dis
criminaciones.
39
soquistas y necrófilos, de los cuales el bondage evocado por las
momias es el más evidente. Además, si se piensa que Egipto
ha sido también el país de la escritura ideográfica por exce
lencia, se consigue aquella fusión entre sexualidad y textuali-
dad que Roland Barthes investiga en el texto sobre el que nos
hemos detenido.
Otra versión del sex appeal de lo inorgánico es aquella que
hace hincapié en la tecnología electrónica y cibernética. Podría
definirse como «la versión ciberpunk» del sex appecd inorgánico.
Inspirado por una voluntad de superar los límites naturales, se
pregunta sobre el sentir del cyborg, es decir, aquel personaje de
ciencia ficción cuyos órganos han sido sustituidos por aparatos
artificiales (por ejemplo, telecámaras por ojos y antenas por ore
jas). Esta perspectiva abre un horizonte de tipo «poshumano» o
«posorgánico», donde lo esencial es el traslado del centro de la
sensibilidad del hombre al ordenador. Nace, así, la problemáti
ca del «sentir artificial», cuyo carácter esencial es el ser experi
mental. El aspecto más interesante de esta orientación no es el
de proporcionar un sucedáneo de la sexualidad real (como en
el cibersexo), sino el de desarrollar la sexualidad neutra, la cual
se basa en una experiencia filosófica, la de la epojé. A través
de ésta, percibimos nuestro cuerpo como una cosa como, por
ejemplo, un vestido o un dispositivo electrónico. En otras pa
labras, el «sentir artificial» no es una réplica del sentir natural,
sino el ingreso en un sentir diferente, en una sexualidad dife
rente, neutra, no centrada ya en la identidad de la conciencia,
sino desbordante y excesiva: me hago un cuerpo ajeno, desob
jetivo la experiencia, salgo de mí y sitúo mis órganos y mi sen
tir en algo exterior, me convierto en la diferencia.
5. E l r e a l is m o p s ic ò t ic o
40
a la locura, más bien, a aquel tipo particular de locura que ha
sido definida como psicosis. En efecto, es característico de la
psicosis la identificación con el mundo exterior: estoy fasci
nado por la exterioridad. Me convierto en lo que veo, siento,
toco: de este modo, por así decir, la superficie de mi cuerpo
se identifica con la superficie del mundo exterior. A menudo,
esta tendencia asume un aspecto cósmico; por ejemplo, en un
texto clásico de principios del siglo xx, las famosas Memorias de
un neurópata (legado de un enfermo de los nervios) de Daniel Paul
Schreber, se describe el proceso a través del cual la pérdida de
la identidad coincide con la disponibilidad a convertirse en
cualquier cosa, a ser todo. Schreber siente que su cuerpo ya no
le pertenece: puede convertirse en la virgen María o en una
prostituta, en un santo nacional o en una mujer nórdica, en un
novicio jesuita o en una joven alsaciana que se retuerce en los
brazos de un oficial francés que quiere violarla, o incluso en
un príncipe mongol o en algo abstracto como la causa de
los fenómenos atmosféricos... Esta experiencia está unida a
una excitación que muy pronto se impone como la única ra
zón de vivir8.
El aspecto inquietante de este fenómeno es su difusión en
la sensibilidad estética contemporánea. En las tendencias ar
tísticas más avanzadas, la estructura tradicional de separación
entre el arte y lo real parece desplomarse definitivamente; ha
nacido una especie de «realismo psicótico» que anula cual
quier mediación. El arte pierde su distancia respecto a la rea
lidad y adquiere una fisicidad y una materialidad que nunca
había poseído antes; la música es sonido, el teatro es acción,
el arte figurativo tiene una consistencia a la vez visual, táctil
y conceptual... Ya no son imitaciones de la realidad, sino re
alidades tout court no mediadas ya por la experiencia estéti
ca; son extensiones de las facultades humanas que, sin em
bargo, ya no deben rendir cuentas al sujeto porque éste se
ha disuelto completamente en una exterioridad radical.
Esta tendencia artística orientada hacia un realismo cada
vez más crudo parece tener sus orígenes en el siglo pasado; el
41
realismo psicòtico actual podría ser considerado como el pun
to extremo de llegada del naturalismo, al que ya el filósofo
Wilhelm Dilthey, a fines del siglo xix, atribuía la pretensión
de captar la realidad de modo inmediato, sin detenerse si
quiera frente a lo fisiológico y a lo bestial9. Para Dilthey, el na
turalismo marca el fin de una concepción de la vida y del arte
iniciada en Europa en el Renacimiento. La cesión a la mera
factualidad empírica, implícita en la poética de la reproduc
ción de la realidad, representa la liquidación de la herencia fi
losófica y artística europea. De este modo, muchos años des
pués, el filósofo Gyorgy Lukács hace del naturalismo el blan
co polémico por excelencia de su estética, atribuyéndole las
mismas características: confusión entre arte y vida, reflejo
acritico de la realidad, apología de lo existente10.
Desde la época de Dilthey y de Lukács el naturalismo se
ha radicalizado. Precisamente durante la década de los 90
ha experimentado un desarrollo renovado y pujante, con
virtiéndose en la moda literaria y artística más en boga. Las
novelas de Bret Easton Ellis11 y de James Ellroy12 constitu
yen manifestaciones impresionantes del intento de adhe
sión perfecta de la literatura a las realidades criminales más
crueles.
El realismo psicòtico también se ha manifestado, justo a par
tir del comienzo de los noventa, en las artes figurativas a tra
vés de toda una serie de importantes exposiciones internacio
nales13 (Posthuman, Hors limites, L’art et la vie y Sensation), así
como de revistas de tendencia (Virus de Milán y Bloc Notes de
París). Otra expresión de esta tendencia es la representada
por los llamados artistas del «cuerpo extremo» (como el es
9 W. Dilthey, Die drei Epochen der modernen Aesthetik und ihre heutige Aufgabe,
en Gesammelte Schriften, vol. VI, Stuttgart-Göttingen, Teubner & Vandenhoeck
& Ruprecht, 1892.
10 G. Lukács, Wider den missverstandenen Realismus, Hamburgo, Claasen Ver
lag, 1958.
11 B. E. Ellis, American Psycho, Nueva York, Vintage Press, 1991.
12 J. Ellroy, My Dark Places, N ueva York, Random H ouse, 1996.
13 Posthuman, a cargo d e j. Deitch, Rivoli, Castello di Rivoli, 1992; H ors li
mites. L ’art et la vie, Paris, Centre Georges Pompidou, 1994; Sensation, Londres,
Royal Academy o f Arts, 1997.
42
pañol Marcel-lí Antúnez Roca, el francés Orlan o el austra
liano Stelarc), los cuales empeñan su cuerpo en experimen
tos peligrosos, orientados hacia el descubrimiento de nuevas
formas de percibir y de sentir14.
En el cine y en el vídeo, la poética de la reproducción de
un fenómeno real captado en el momento en que sucede ha
sido llevada hasta consecuencias extremas. Ésta ha sido, por
otra parte, una aspiración del cine desde sus orígenes (desde
los hermanos Lumière) que ha caracterizado toda la proble
mática del género documental (desde Vertov con el cinéma-vé-
rité de los años 60 hasta la antropología visual). En los años 90,
esta problemática se representa de un modo más radical: al
gunas películas de Wim Wenders y de Derek Jarman consti
tuyen una importante reflexión sobre el modo en que se arti
cula, hoy, la relación entre imagen y realidad.
Sin embargo, precisamente en el cine es donde el realismo
psicòtico muestra sus límites, y por dos razones: en primer lu
gar, resulta difícil considerar como manifestación de la dife
rencia el negocio de la reproducción bruta de las realidades
más crudas (sexo, violencia extrema, muerte); resulta difícil
negar que el gore, el splatter y el trash constituyen una versión
banal de experiencias que muy pocos conocen efectivamente;
en segundo lugar —esta razón parece más decisiva que la pri
mera— , no hay ninguna garantía de que sea cierto lo que ve
mos. De hecho, es posible manipular electrónicamente cual
quier documento visual. Se desmorona, así, aquel efecto de
verdad que constituía la razón principal de la excitación pro
vocada por este tipo de productos. Se podría decir que es la
electrónica y no la moral la que liquida el naturalismo y el ci-
néma-'vérité.
La noción de abyección elaborada por Julia Kristeva15 pare
ce proporcionar una interpretación bastante perspicaz de es
tos fenómenos; su carácter esencial es, precisamente, el de
rrumbe de la frontera entre interior y exterior, entre el den
tro y el fuera. El análisis de Kristeva se desarrolla en tres
43
niveles: psicoanalítico, religioso y literario. Según su opi
nión, para quien se identifica con la abyección, la evacua
ción de contenidos internos (como orina, sangre, esperma,
excrementos) se convierte en el único objeto de interés se
xual, porque desborda su identidad subjetiva, su «fuero in
terno» y, por tanto, lo garantiza indirectamente. A diferencia
de las religiones de sacrificios, que tienden a excluir cual
quier mezcla entre la pureza interior y la impureza exterior,
el cristianismo marca un punto de inflexión de importancia
fundamental porque interioriza y espiritualiza la impureza;
en un cierto sentido, introduce la abyección en la cultura y
en la literatura.
Sin embargo, me resisto a considerar la abyección como un
punto de llegada. No es preciso olvidar que el aspecto esen
cial del pensamiento de la diferencia es el esfuerzo de abrir un
camino alternativo respecto a las categorías de la ontoteología
occidental; en cambio, no es difícil captar en la abyección
una manifestación de absoluta hostilidad respecto al mundo
y al cuerpo humano, considerados como males. En otras pa
labras, sentir la diferencia no puede significar cruzarse de bra
zos ante los hechos más crudos y repelentes. Acabaríamos re
cayendo, precisamente, en aquello de lo que queremos li
bramos: el espiritualismo, el fanatismo antimundano, la
tradición más represiva. La poética del trash y de la abyección
restauran, indirectamente, justo aquello contra lo que se de
bate el pensamiento de la diferencia: isi el ser humano sólo es
una inmundicia, quiere decir que lo único esplendente es lo
trascendente!
6. H a c ia l o b e l l o e x t r e m o
44
conflictivos del discurso, sino, más bien al contrario, su
mantenimiento y su proliferación indefinida. El propósito
de Barthes era el de mostrar que «lo Neutro no correspondía
necesariamente a la imagen plana, consecuentemente depre
ciada, que tiene la Doxa, sino que podía constituir un valor
fuerte y activo»16. En otras palabras, entro en lo neutro cuan
do me doy cuenta de que la oposición ofrecida por la opi
nión pública (por ejemplo, entre masculino y femenino) es
inadecuada para describir mi experiencia, no porque haya
surgido una posibilidad de conciliación entre los dos térmi
nos, sino porque interviene un tercer término (por ejemplo,
el sentir de una sexualidad inorgánica) que es diferente res
pecto al modo en que se ha pensado la sexualidad hasta
ahora. Así, epojé no quiere decir ni insensibilidad ni indife
rencia ante datos de hecho, sino, únicamente, no estar impli
cados en un conflicto falso (por ejemplo, aquél entre mas
culino y iém em im XA ^ describir el sentimiento amoroso,
Barthes prescindía deTTexo~3riiabiatra,-geB«raknente^delo^
otro17. Contra la imposición del mundo contemporáneo de
elegir entre dos contendientes, entre dos facciones, entre
dos posibilidades, arbitrariamente dispuestas como antinó
micas, Barthes reivindica «el derecho de poder suspender el
juicio propio»18, refiriéndose expresamente a los antiguos fi
lósofos escépticos.
En conclusión, el realismo psicòtico permanece en el ám
bito de las experiencias alternativas únicamente en la medida
en que entiende lo real como lo que excede por definición la
banalidad, el status quo, el estado de hecho. Resulta engañoso
presentar lo feo como un tipo de belleza y la abyección como
una experiencia recomendable; sería como tomar la grosería
por sinceridad o la villanía por transparencia. Barthes enseña
que en lo más «reside la diferencia», el texto de la vida, la vida
como texto19. «Como consecuencia, es una diosa, una figura
invocable, una vía de intercesión.»
45
C a p ít u l o 3
Warhol y lo posmodemo
1. L a D IS E N S IÓ N P O S M O D E R N A
47
en la que, en un lado, se sitúan las nociones clave del moder
nismo, y, en el otro, aquéllas simétricamente opuestas del
posmodernismo; algunas de estas dicotomías (como proyecto
y caso, presencia y ausencia, tipo y mutante, semántica y re
tórica o metafísica e ironía) se han hecho famosas y tienen nu
merosísimas aplicaciones y variaciones. Al final de su obra, el
posmoderno David Harvey1 nos ofrece una tabla en la que las
determinaciones de Hassan, principalmente filosófico-litera-
rias, se integran con otras de características económico-políti
cas (de tipo capital monopolista-empresa, consumo colectivo-
capital simbólico, industrialización-desindustrialización y si
milares).
Estas tablas, con su esquematismo, son muy útiles para
comprender los contenidos de la poética posmodema; sin
embargo, es aún más importante preguntarse por qué la for
ma de la tabla dicotómica tiene una relación esencial con el
posmodemismo. De hecho, éste no podría subsistir sin apo
yarse en la modernidad de la que toma su propia razón de ser.
El esquema de la tabla de opuestos desvela el aspecto esencial
de lo posmodemo, es decir, su ser bloqueado en una duplica
ción opositiva. Esta oposición no se configura como una con
tradicción dialéctica de la que nace algo nuevo; de hecho, lo
posmodemo abandona el énfasis puesto en la novedad, en la
originalidad, en la vanguardia por la modernidad. Esta oposi
ción ni siquiera puede pensarse como una polaridad en la que
los dos términos son simétricos: lo posmodemo no está en el
mismo plano que lo moderno porque va después de éste, aun
que esta posteridad no debe pensarse, necesariamente, de
modo histórico. Desde el punto de vista dialéctico, lo posmo
demo aparece como un parásito de lo moderno; desde el pun
to de vista de la polaridad, aparece como un sustitutivo de lo
moderno. Visto desde fuera, lo posmodemo parece lo opuesto
de lo moderno y, sin embargo, es incapaz de ser verdadera
mente así. Su oposición sería veleidosa y su antagonismo que
daría subordinado como si faltasen el valor y la dignidad de
48
la lucha, como si no llegase a ser el enemigo real de lo mo
derno.
Esta problemática es el tema principal de la reflexión del fi
lósofo francés Jean-Franfois Lyotard, autor de La condición
posmodemS. En efecto, según éste, lo posmoderno forma
parte de lo moderno, tanto el uno como el otro se alejan del
pasado y lo consideran sospechoso. Pero mientras el primero
queda prisionero de aquellos ideales de emancipación de la
humanidad, que se han revelado como vanas ilusiones, el se
gundo se limita a los discursos fáciles y procede a una especie
de reelaboración parecida al análisis psicoanalítico. Por ello,
lo posmoderno debe ser entendido no como la mera repeti
ción de lo moderno, sino como su «anamnesis»3, su examen
desencantado y sin prejuicios, su versión crítica y desmitifi
cada.
Toda la obra de Andy Warhol se sostiene sobre esta tensión
entre moderno y posmodemo; su punto de partida es la ima
gen de la información moderna como la que se encuentra en
los periódicos, en la televisión y en la publicidad. Esta imagen
exhibe los mitos modernos de la belleza (Marilyn Monroe),
del bienestar (Coca-Cola), del poder (el presidente Mao), del
dinero (Agnelli), del éxito (Elvis Presley), etc.; Warhol la so
mete a un proceso de transformación que la sustrae del bu
siness, por así decir «directamente competitivo», y la introduce
en otro business, el del arte. Sin embargo, este último no es,
verdaderamente, una alternativa respecto al primero, pero
constituye, precisamente, una especie de duplicado opuesto
al primero. El Art Business constituye una especie de business
particular, pero es siempre una «producción», no un hacer
verdaderamente creativo: mientras el segundo implica la pre
sencia de un sujeto creador, el primero no tiene «nada de per
sonal». De ahí saca Warhol la conclusión de que si el artista
puede dejar de preocuparse por lo que escriban sobre él, el di
rector de una empresa artística debe tener en la máxima con
49
sideración su imagen por si la puede utilizar de algún modo.
En resumen, la promoción de uno mismo es un mecanismo
autónomo que, sin embargo, no funciona solo sino que im
plica el máximo compromiso. Bajo este aspecto, la obra de
Andy Warhol, La filosofía de Andy Warhol , constituye una
guía muy interesante del trabajo cultural posmodemo; mues
tra cómo la dirección artística no es menos ardua que la co
mercial; es una especie de vademecum del saber vivir en el que
se pueden encontrar consejos de sabiduría práctica de origen
antiguo, más bien estoicos, como no lamentarse nunca de
una situación hasta que se padece o distanciarse, totalmente,
de las propias emociones (como si se viviese en una película).
2. E l c in is m o d e W arh o l
50
venciones sociales era inseparable de una coherente práctica
de rechazo de los compromisos. Sloterdijk muestra, así, como
la anulación de las pasiones puede conducir a salidas opues
tas: en la antigüedad, a una conducta de libertad y de auto
nomía individual; en la posmodemidad, a un conformismo
cómplice de las peores bajezas. Por ello, el sentir posmodemo
parece paralizado por la disensión entre un conocimiento
muy lúcido y penetrante y una inmoralidad deliberada sin fre
nos y sin pudor.
Una disensión similar es evidente en Warhol, que ha sido
considerado, bastante a menudo, como un ejemplo iniguala
ble de cinismo. Su visión de la sociedad contemporánea care
ce de velos ideológicos y se aproxima a la de la contracultu
ra de los años 60; sin embargo, ello no le lleva a rechazar
abiertamente el capitalismo, el modas vivendi americano, sino
a establecer con estas realidades una relación de rivalidad pa
ródica, de duplicación opositiva, que puede compararse a la
de los travestís con la feminidad. Ahora bien, ¿qué es un tra
vestí?, ¿un enemigo o un amigo de la mujer? Parece, más
bien, alguien que introduce un juego estratégico diferente no
sólo de la lógica tradicional del conflicto político (que consi
dera al enemigo como un alter ego), sino también de la com
petencia desleal (que quiere alcanzar el mismo objetivo que el
competidor a través de cualquier medio). Pero Warhol no
piensa que el arte pueda representar una verdadera oposición
a la sociedad burguesa ni que ésta pueda proporcionar un
producto que ocupe, también parcialmente, el lugar de la in
dustria cultural. Las imágenes, los esquemas, las modalidades
son los del capitalismo avanzado y no hay otros; la única ac
ción artística posible consiste en producir cualquier cosa que
retome de modo exagerado sus formas despejándolas, dislo
cándolas en otro contexto que es, a la vez, igual y diferente
respecto al punto de partida. Al igual que el travestí es, a un
tiempo, superfemenino y antifemenino, el arte de Warhol es
supercapitalista y anticapitalista: por un lado, es una super-
mercancía cuyo valor económico está hiperbólicamente des
proporcionado con respecto al valor de los materiales emplea
dos y al trabajo invertido para realizarla; por el otro, el hecho
de que utilice los mismos materiales y las mismas formas que
51
los productos de la industria capitalista ridiculiza a esta última
en su propio terreno, el de la especulación y la explotación.
Así, el travestí, por un lado, exalta la feminidad más allá de
todo límite, y, por el otro, reprocha, implícitamente, a la mu
jer el no ser lo bastante femenina. En ambos casos existe un
único discurso posible, el de la feminidad para el travestido,
el del capitalismo moderno para el arte posmoderno; sin em
bargo, al mismo tiempo, ambos tienden a poner en entredi
cho el horizonte de la feminidad y de la sociedad capitalista.
Por lo demás, Warhol está profundamente fascinado por el
travestismo. En su película Women itt Revolt, las tres protago
nistas femeninas son interpretadas por travestís.
Sin embargo, a diferencia de cuanto ocurría en la época de
la contracultura, que caracterizó los años 60 y parte de los 70,
el posmodemismo sabe muy bien que no existe ningún tri
bunal ante el cual pueda presentar su propia acusación. ¡Es
más, si hubiera juicio, el imputado sería él! No está en condi
ciones de probar que ha sufrido un engaño, en cambio, debe
defenderse de la acusación de impostura. Lyotard ha dedica
do su libro más importante, L a diferencia8, a reflexionar, pre
cisamente, sobre aquella situación en la que la víctima no
puede probar que ha sufrido algún daño. La disensión (diffé-
rend)consistt, justo, en el hecho de que se priva al actor de
los medios para argumentar su causa y, por tanto, se con
vierte en víctima; en efecto, una lid se transforma en una di
sensión insoluble cuando no existe una única regla de juicio
aplicable a las dos partes encausadas. En el proceso incoado
de lo posmodemo a lo moderno, la causa del primero acaba
en una paradoja: presentar la repetición y la mimesis como
algo nuevo, que desbarata la lógica de la innovación típica de
la modernidad, significa caer en una antinomia lógica, que
Lyotard define, precisamente, con el término técnico de «di
sensión»: Extendiendo la lógica paradójica de la disensión a la
cuestión de lo posmodemo, me gustaría formular esta alter
nativa: o lo posmodemo presenta, efectivamente, algo nuevo
y entonces continúa la lógica de lo moderno y, por tanto, no
52
se le puede dirigir ninguna acusación, o lo posmodemo no
presenta nada nuevo y entonces continúa lo moderno y, por
ello, es su cómplice. En ambos casos, lo posmoderno es una
impostura; en el primer caso porque no dice ser lo que es en
realidad (es decir, moderno), en el segundo, porque dice ser
aquello que no es (es decir, nuevo). ¡No se puede justificar el
primer aspecto del dilema como una forma de «disimulación
honesta», porque lo posmodemo ostenta una intención agre
siva y despreciativa respecto a lo moderno!
Puede parecer provocador considerar a Warhol como una
víctima a la que resulta imposible hacer valer su propia cau
sa, ¡precisamente él, que representa el ejemplo por excelen
cia del éxito económico y mundano en el campo de .la cul
tura! Sin embargo, existe un lado miserable de Warhol que no
ha escondido: las páginas de su libro9 que relatan su preocu
pación por no faltar al gran «Acontecimiento» mundano
que reúne a un gran número de grandes estrellas en Roma,
la nueva capital de las celebridades, vierten una luz patética
y lastimosa sobre su proyecto artístico. Se nos presenta
como un pobre que persigue a los poderosos para fotogra
fiarse con ellos. Ciertamente, este comportamiento respon
de al propósito de vender, a peso de oro, la manipulación de
sus foto-teselas, lo cual está a años luz del estilo de los ver
daderos dandis, de aquellos espíritus libres como Brummel
y Baudelaire.
3. S e x u a l i d a d , s u f r im ie n t o y g e n é t ic a
53
a saltar fuera de aquella dialéctica entre desconocimiento y reco
nocimiento que caracteriza el movimiento del arte moderno. El
arte nuevo —observa— nunca es nuevo cuando se ha realizado,
llega a ser nuevo, al menos, pasados diez años desde que se pro
dujo; una vez más es prisionero de una disensión, una antino
mia de la que no puede salir.
Las vicisitudes culturales y artísticas que suceden al posmo
dernismo van hacia una resexualización y una revalorización
del arte; marcan una irrupción de lo real en el arte, de su fac
ción dura, de su núcleo más traumático y perturbador, que es
lo que atrae la atención de los artistas. El posmodemismo ha
bía desempeñado un papel anestesiante y narcótico respecto
al sexo y al sufrimiento. Ahora, la diferencia sexual y la ineli-
minabilidad del dolor son los que reivindican sus derechos,
como muestran las obras de Barbara Kruger, Cindy Sherman
o Jana Sterback. Por lo demás, Warhol se topó prematura y
dramáticamente con esta realidad, cuando Valerie Solanas,
fundadora del Scum (Societyfor Cutting Up Men), atentó con
tra su vida en 1968. La idea de que la relegitimación del arte
pasa a través de la experiencia del dolor corporal está implíci
ta en las así llamadas representaciones del «cuerpo extremo»;
a través de éstas se abre una problemática que no tiene ya
nada que ver con lo posmodemo.
La sexualidad y el dolor constituyen, por tanto, grandes de
safíos para el posmodernismo, pero no son los únicos, el
tercero procede del multiculturalismo. Este le reprocha su
complicidad con una política cultural imperialista, acusación
a la que se presta, particularmente, Warhol, pues atribuye a la
industria cultural americana una función hegemónica a esca
la mundial. La experiencia de su colaboración con el pintor
de origen caribe Jean-Michel Basquiat, iniciada en 1983, que
ha inspirado la película Basquiat de Julián Schnabel (en la
que el papel de Warhol lo interpreta magníficamente David
Bowie), merecería un atento estudio. De qué modo se conci
ba el neoprimitivismo de Basquiat con el posmodernismo es
una cuestión muy interesante; por un lado, aquél parece
portador de instancias vitalistas, profundamente arraigadas en
las vanguardias históricas, alternativas a la frigidez posmoder-
na; por el otro, el neoprimitivismo también puede contem-
54
piarse como una repetición de un aspecto importante de la
sensibilidad moderna. La colaboración entre Warhol y Bas-
quiat da lugar a un dilema insoluble, que podría resolverse
sólo con una crítica a la modernidad mucho más explícita y
radical que la que se ha hecho al posmodemismo.
El problema de fondo es el de una posible convergencia
entre la tradición occidental y las culturas extraeuropeas, pero
este acuerdo depende de una aproximación de tipo antropo
lógico a los orígenes antiguos de la civilización occidental que
saque a la luz las profundas afinidades con las culturas de
Africa y de Asia. Sin embargo, aunque la historia de las reli
giones y la antropología del mundo clásico (y la etnofilosofia)
han recorrido un largo camino en este sentido, aún no se en
trevé cómo podría afirmarse una tendencia neoantigua (que
no neoclásica) en el campo del arte figurativo, que fuese por
tadora de una sensibilidad alternativa a la imperante en la in
dustria cultural occidental. Quizás sea del desarrollo de la mú
sica rock de donde provengan las sugerencias más importantes
al respecto; ¡es importante resaltar el hecho de que Basquiat
fue, sobre todo, músico! En la mezcla entre la worldmusic y el
rock, en efecto, se puede entrever una solución neoantigua a la
disensión posmodema.
En conclusión, el posmodemismo tiene tres cruces: la se
xualidad, el sufrimiento y la genética. Estos tres elementos re
miten al cuerpo entendido como a l g o d e d a t o , sobre lo
que se puede operar pero de lo que no se puede prescindir. El
posmodemismo se topa con la fisiología. Mientras aquél po
nía el acento sobre la simulación y sobre la mimesis, la co
rriente fisiológica enfoca el «ser cosa» en toda su inconcep-
tualidad e incomprensibilidad. Vivimos en un contexto cul
tural que ya no es el del posmodemismo.
Surge una cuestión de importancia capital ante la que éste
había adoptado una actitud de negación (Verleugnungj: el va
lor. En efecto, por un lado, el posmodemismo niega la reali
dad de una diferencia de valor entre los productos culturales;
por el otro, toma conciencia de la existencia de un resto, de
un más y de un menos, de algo que no se llega a anular con
una operación aritmética cuyo resultado es cero. Como ya se
sabe, Freud elaboró la noción de negación utilizando el ejem-
55
pío privilegiado del fetichismo. Y es, precisamente, la catego
ría de fetichismo la que Baudrillard10 considera más adecuada
para explicar el fenómeno Warhol, con quien la superstición
del valor del arte ha sido sustituida por la fe.
Contrariamente a Leonardo da Vinci, quien convencía a
sus mecenas de que el tiempo dedicado a pensar tenía un va
lor, Warhol afirma su voluntad de ser pagado sólo por el tiem
po que dedica a producir; ¡atribuyendo, así, al tiempo de pro
ducción un valor hiperbólico, anula, prácticamente, su impor
tancia en la determinación del valor económico de sus obras!
Lo que cuenta es la idea inmediata, el concepto, que se feti-
chiza, precisamente, en la obra.
Todo esto podría llevamos a la conclusión de Joseph Ko-
suth, según la cual la filosofía sucede al arte actual. En efecto,
a este respecto, observa melancólicamente Lyotard11 que en
un universo en el que el éxito consiste en ahorrar tiempo,
pensar sólo tiene un defecto aunque incorregible: ¡que lo
hace perder! En la situación posmoderna, lo que cuenta es la
presentación publicitaria del libro, la que lo precede y lo di
suelve, ¡transformándolo rapidísimamente en un fondo de re
vista! ¿Cómo sustraer la filosofía a esta condición que la co
loca en una situación de humillación y de envilecimiento res
pecto al arte?, ¿a través de una producción desmesurada y un
presencialismo desatinado en los medios de comunicación?,
¿a través de la producción de «libros de artista» filosóficos?, ¿a
través de la invención de un vídeo y un cine filosóficos?
La respuesta de Lyotard es otra, el valor de una obra de arte
o de una obra de pensamiento depende de su capacidad de
generar futuro. En una sola palabra: ¡la obra apuesta por el
porvenir! En este término está comprendido el acaecer, el al
canzar, el llegar al destino... Pero ¿existe aún una posibilidad
de llegar para quien ha preferido exaltar a Mao en vez de a
Marcuse o a Liz Taylor en vez de a Lyotard?
56
C a p ít u l o 4
1. ¿ U n a f il o s o f ía v is u a l ?
57
losófico encuentra la intención documental, al menos, «al
atestiguar la existencia de algo anterior a sí mismo, o inde
pendiente de sí mismo; de algo que podría abordarse con
instrumentos cognitivos diferentes de los del cine»1. Sin em
bargo, los interrogantes de quien, partiendo de la filosofía,
afronta el cine de modo creativo son de signo opuesto: ¿es
posible hacer un filme verdaderamente filosófico, es decir,
un filme que no sea meramente didáctico, exhortatorio o
propagandista pero que constituya en sí mismo una obra fi
losófica relativamente autónoma? ¿La experiencia filosófica
es algo articulable sólo a través del lenguaje, o es posible es
tablecer relaciones entre el lenguaje y el mundo de las imá
genes, de los sonidos, de las acciones y de los lugares? ¿Jun
to a un pensamiento lingüístico existe un pensamiento vi
sual, sonoro, ritual, espacial? o ¿«las palabras tienen un
sentido [...] que las imágenes no tienen», como se ha soste
nido, provocativamente, a propósito de la obra de Chris
Marker?2. ¿Puede crear el cine una obra filosófica total que
comprenda y coordine escritura, visión, audición, suceso y
espacialidad?
Estas preguntas serían vanas si no surgiesen, precisamente,
de la confluencia de dos problemáticas, de las que una es fi
losófica y otra cinematográfica. Por un lado, la filosofía recu
rre siempre a procedimientos descriptivos que se asemejan a
los cinematográficos: por ejemplo, el libro de Gilíes Deleuze
sobre el barroco, E lpliegue1, está lleno de metáforas que pare
cen pedir una transposición fílmica. Por el otro, el cine mis
mo, en sus manifestaciones más reflexivas y conocidas, alber
ga dudas sobre la autonomía de la imagen y solicita la inter
vención de un lenguaje que tenga un estatuto diferente al
cotidiano: por ejemplo, el filme A Lisbon Story (1994) de
Wim Wenders tiene como argumento la experiencia de la in
suficiencia de la imagen.
58
2. La b i b l i o t e c a d e l a s i m á g e n e s n o v i s t a s
59
la película, el técnico de sonido Philip Win ter, existiese de
verdad? ¿Y si fuera el autor del sonido de la película sin ser el
actor? Estas preguntas sirven para hacemos comprender sobre
qué trama de efectos de realidad y de efectos de ficción se
debe regir hoy un producto cultural que quiera suscitar cier
to interés; más esencialmente, sirven también para hacernos
entender que ninguna obra puede pretender permanecer ce
rrada en su forma. Se desborda por doquier y requiere una
serie de integraciones extrínsecas que alteran la percepción
que tenemos de la misma. La filosofía, por fin: cuando apa
rece sobre la pantalla el gran director portugués Manuel de
Oliveira para explicamos que la película es la garantía de exis
tencia de un momento que pasa inmediatamente, tenemos la
impresión de que, después de cien años de historia del cine,
la línea documental está prevaleciendo, finalmente, sobre la
narrativa.
Pero la película de Wenders tiene una ambición aún mayor
que está ya plenamente formulada en la frase que reina en las
paredes de la habitación que alberga al protagonista: «Ah nao
ser eu toda a gente e toda a parte» [Ah, no ser todas las per
sonas de todos los lugares»]. Esta exclamación puede inter
pretarse de dos modos: por un lado, manifiesta un carácter
esencial de la psicosis; por el otro, revela una actitud cósmica
frente al mundo. El rechazo de la identidad individual, ha
cerse nada y nadie para poder llegar a ser todo, el mimetismo
llevado a la identificación completa con el sentir de otro re
presenta potentes dispositivos de conocimiento del mundo y
de la realidad, además de experiencias arrebatadoras, excitan
tes, diría vertiginosas, que, por un lado, consienten una com
prensión profunda de aspectos muy inquietantes de la locura,
y, por el otro, liberan de la tristeza y de la desesperación de ser
prisioneros de una identidad. Pero, además del aspecto psicò
tico y del cósmico del querer ser todo, existe un tercer aspec
to de carácter estrictamente cinematográfico que constituye la
trama misma de la película de Wenders. Ésta relata la historia
de un director que mientras está rodando en Lisboa es presa
de una serie de dudas y de perplejidades sobre el estatuto de
la imagen cinematográfica como representación de la reali
dad. De este modo, emprende un experimento que consiste
60
en retomar imágenes de la ciudad sin mirar por la ventanilla
de la cámara, abandonándose, al mismo tiempo, a una «deri
va urbana» sin retorno. El experimento se basa en el presu
puesto de que tales imágenes tienen una relación más esencial
con lo que representan: «¡una imagen no vista está en perfec
to unísono con el mundo!». Sin embargo, ¡sólo pueden ser
vistas por el espectador! Por ello, constituyen un testimonio,
un monumento, un fetiche que es «cosa» con el mismo dere
cho que lo que representan. Entre la ciudad y la imagen cine
matográfica ya no hay representación ni mimesis, sino identi
ficación total: el operador y el espectador desaparecen ambos
dejando que el objeto y su imagen se conjuguen sin contami
narse más de la mirada humana. El único documental «ver
dadero» sobre Lisboa sería «la biblioteca de las imágenes no
vistas», radical alternativa a las imágenes-basura de los vídeo-
idiotas de nuestro tiempo.
3. ¿Es JU S T O C A ST IG A R A LA S C O L A B O R A D O R A S H O R IZ O N
TA LES?
61
También, cuando Debord adopta imágenes documentales,
éstas valen más por su valor simbólico que por su especifi
cidad visual: por ejemplo, si en vez de los Beatles se mostra
ran los Rolling Stones y si en vez de Marilyn Monroe viéra
mos a Brigitte Bardot, no cambiaría nada. Por tanto, de la pe
lícula surge la impresión de la primacía absoluta del lenguaje
teórico, no importa si escrito o hablado. La imagen es algo se
cundario y accesorio que tiene un valor explicativo o propa
gandístico.
La ironía de la suerte ha querido que el documental Guy
Debord, son artet son temps (1994) de Brigitte Cornand lleve a
conclusiones opuestas. Realizado con imágenes de repertorio
televisivo (telenoticias, actualidades culturales...), contiene al
gunas de las secuencias más inquietantes y perturbadoras de
los últimos años, como la grabación de los últimos instantes
de vida de una niña sudamericana ahogada en el cenagal de
sencadenado por un terremoto, así como del intento de lin
chamiento de una mujer somalí acusada por sus compatriotas
de haber tenido relaciones sexuales con militares de las tropas
de la O N U enviadas a África. En estas dos secuencias, el as
pecto documental del cine experimenta su máxima exaltación:
la cámara graba episodios extremadamente trágicos en el mo
mento en que se producen sin que el operador introduzca
ningún juicio o comentario personal. De este modo, el audio
en directo nos hace escuchar el saludo desgarrador que la
niña dirige a la madre y el tumultuoso clamor que acompaña
el desvestimiento de la mujer somalí. Estas imágenes plan
tean problemas teóricos de la manera más directa y eficaz:
¿por qué la técnica moderna, que consiente la grabación de
tales tragedias en el momento en que se producen, es incapaz
de prestar ayuda a las víctimas?
El caso de la mujer somalí es aún más complejo; en efecto,
la grabación muestra cómo la turba amenazadora la obliga a
bajar de una camioneta de la O N U ante la impasibilidad de los
militares que la ocupan, reacios a inmiscuirse en asuntos que
piensan que no les conciernen y que los somalíes tienen que re
solver entre ellos. Su comportamiento nos trae a la memoria a
Poncio Pilatos, con el agravante de que son ellos mismos los
causantes del linchamiento. ¡Están en Somalia en misión de
62
paz, para resolver un asunto que los somalíes no llegan a re
solver entre ellos! ¡Pero entre sucesos públicos y sucesos pri
vados, entre asuntos militares y asuntos sexuales existe una
bonita diferencia! Al defender a la mujer somalí se exponen a
un gravísimo peligro; ¡además, la mujer se fue con ellos por
propia voluntad, conociendo de antemano a lo que se arries
gaba! La grabación muestra muchas otras cosas: ante todo, el
intento de la mujer de volver a subir a la camioneta, el recha
zo de un militar, el rostro y las acciones de sus verdugos,
como el joven que trata de golpearla con una piedra lanzada
con una honda, o el hombre que la persigue sin tregua, ver
dadero maestro de ceremonias de la lapidación, o muchos
otros que la apalean. De gran dramatismo es la carrera de la
mujer, que trata de encontrar ayuda en un coche de paso, sus
citando el miedo y el rechazo de sus pasajeros; brutalmente
agarrada y desvestida, vemos cómo le arrancan el tirante del
sujetador en medio de una vorágine de puñetazos, bofeta
das y patadas; después, de un salto, la mujer semidesnuda
logra acercarse a un carro de sandías (¿se habían imaginado al
guna vez que en un linchamiento pudieran aparecer tajadas
de sandía?) y coger un cuchillo con el que defenderse. Al mis
mo tiempo, alguien le arranca la parte inferior del vestido; el
intento de cubrirse le impide concentrarse verdaderamente
sobre el arma que tiene en la mano; entre tanto, otro la ha
agarrado por la muñeca del brazo que sostiene el cuchillo
centelleante. En este punto, estamos fascinados por la belleza
de la joven, que, enteramente desnuda, parece resplandecer no
menos que la deslumbrante superficie de la hoja de su arma.
En una decena de fotogramas se lleva a cabo una epifanía que
hace ascender a la pobre chica al paraíso de las máximas imá
genes del erotismo, junto a las Judith, a las Lucrecias y a las
Pentesileas del arte y de la literatura. En el tumulto general,
ella resbala bajo el carro de sandías; la última imagen de la se
cuencia muestra una confusa lucha de manos para arrebatarle
el cuchillo.
Todo ha durado 50 segundos, suficientes, sin embargo,
para sumir al espectador sensible y culto en el mayor de los
malestares. Sin duda —piensa—, el hecho es atroz; sin em
bargo, aquí no está sólo en juego el aspecto religioso, relativo
63
al castigo de las adúlteras, sino, y más importante aún, el as
pecto político relativo a la colaboración con el enemigo: las
tropas de la O N U son contempladas, sin duda, como el
enemigo por parte del fúndamentalismo islámico, que sos
tiene, con razón o sin ella (sobre esto el espectador ilustrado
no se pronuncia), que su propia supervivencia depende de su
capacidad de ser completamente impermeable al estilo de vida
de Occidente. Por tanto, deben impedir, por cualquier medio,
que sus mujeres, atraídas por los espejismos de Occidente,
ayuden al enemigo. Ciertamente, matar es demasiado, pero
desvestir y pasear desnuda por las calles a las mujeres que se
acuestan con el enemigo es algo que se ha hecho desde la Re
sistencia (existe una documentación fotográfica en el caso de
Francia, de la que se puede deducir la existencia de «maestros
de ceremonia» iguales a los somalíes)5; en aquella época, a es
tas mujeres se las llamaba, con cierta ironía, «colaboradoras
horizontales», y es probable que este tratamiento fuera más
galante y magnánimo que el que se le hubiera reservado a un
traidor de sexo masculino.
Así pues, el episodio forma parte de la lógica de la guerra,
que prescribe la pena capital para los traidores. Sin embargo,
el hecho de que haya sido rodado lo hace insoportable para
algunos. ¿Por qué? Dos razones explican el malestar: una de
carácter cognoscitivo y otra de carácter ético. Ambas contem
plan la identificación empática del espectador con escenas si
milares: la primera concierne al aspecto intelectual y cognos
citivo, la segunda al aspecto sensitivo y emocional. Sin duda,
éstas favorecen una actitud ingenuamente acrítica respecto al
vídeo y al cine, como si fuesen espejo de la realidad. En esta
bomba no veo elementos que puedan poner en duda la au
tenticidad de los hechos que representa; sin embargo, la ima
gen del soldado que mira más o menos indiferentemente la
escena podría ser un añadido del montaje. Es cierto que cuan
to más realista, espontánea e impredecible sea la toma de los
hechos, mayor es la intención de que se crea en la misma de
64
modo absoluto; la imagen parece proveer una prueba irrefu
table que anula cualquier actitud crítica, que exalta las «cues
tiones de hecho» respecto a las «cuestiones de derecho». Bajo
este aspecto, un cine tal no parece favorecer el surgimiento de
un espíritu filosófico. La segunda razón se refiere a la excita
ción que produce al espectador, parecida a la que experimen
tan los espectadores de la ejecución de una pena capital, con
el agravante de su absoluta irresponsabilidad. El espectador se
encuentra, pues, en una situación que es moralmente más
equívoca que la de los culpables efectivos.
El problema, por tanto, concierne a la utilización de una
secuencia similar. ¿Debemos colocarla en aquella «biblioteca
de las imágenes no vistas» y no visibles de la que habla Wen
ders? De opinión contraria han sido los autores de la trans
misión televisiva Blob, que han mostrado esta escena seguida
de imágenes del striptease de una actriz de películas eróticas.
Su problemática intelectual y su tonalidad emocional queda
así anulada completamente, según un presupuesto similar al
de Debord, quien considera todas las imágenes intercambia
bles entre sí. A alguno, en cambio, las imágenes del intento
de linchamiento de la somalí no le han parecido iguales a las
de un striptease6: tampoco a mí me parecen iguales. No por ra
zones de contenido, sino por razones estrictamente cinema
tográficas: en esos 50 segundos, el operador ha realizado un
intento perseguido por el cine desde sus orígenes: documen
tar un suceso único en el momento en que se produce y con
vertirse en eso mismo, en cuanto hecho fílmico, en un suce
so único.
4. O n d in is m o ic o n o c l a s t a
65
Sin embargo, no se trata de una obra radiofónica sino cinema
tográfica; sobre la pantalla se proyecta, incesantemente, du
rante todo el filme el color azul, mientras el audio es una es
pecie de diario poético con acompañamiento musical en el
que Jarman, enfermo terminal de sida, graba la pérdida pro
gresiva de la vista y el dramático deterioro de su propia salud.
Se trata de una película documental por excelencia, basada en
la identificación entre vida y cine, entre enfermedad y arte,
llena de episodios irónicos unas veces, dolorosos otras, que,
sin embargo, pide ser considerada como una obra y no como
el simple protocolo de una agonía. Durante los últimos años
se ha difundido en el ámbito de la antropología visual la ten
dencia a considerar tanto más científicamente interesante una
filmación cuanto menor sea la intervención del autor7: se co
rre así el riesgo de caer en una actitud ingenua, que aunando
el cientifismo con la espontaneidad imagina que la verdad
puede ofrecerse toda desnuda sin cualquier mediación de la
grabadora o de la cámara. La película de Jarman, precisa
mente por su carácter tan dramáticamente autobiográfico,
muestra, en cambio, que la confesión más personal y subje
tiva tiene siempre en una película (como en un libro) una
staged authenticity, una autenticidad puesta en escena, un
efecto-verdad. Pero esto no es el límite de la obra: por el
contrario, es su grandeza. Lo que importa no es el morirse
documentado en su inmediatez, sino lo que Jarman llega a
hacer de su morir. Pongamos que no se hubiese muerto; es
más, que ni siquiera hubiera estado enfermo y que toda la
película fuese un producto de su fantasía; que no fuera un
documental sino una película de ficción. ¿Cambiaría algo?
Diría que sí. De hecho, veríamos lo que Jarman imagina que
siente un enfermo de sida, no lo que Jarman ha hecho de su
enfermedad. En definitiva, con Blue nos encontramos en
una zona que es diferente tanto de la ficción como del pro
tocolo, que está descentrada tanto respecto a la imaginación
como respecto a la vida vivida, aunque esté en relación con
ambas.
66
Blue es una película unitaria, lo que satisface plenamente la
actitud filosófica de reconducir la gran variedad del mundo a
poquísimas entidades. En este caso, el título compendia tan
to los aspectos literarios como los metafóricos de la experien
cia: el oscurecimiento y la pérdida progresiva de la vista —la
cual no sólo se enuncia, sino que se propone y se impone al es
pectador—, el color del mar —el cual ocupa un lugar central
en el imaginario de Jarman—, el estado de depresión y de tris
teza en el que se sumerge, según un significado metafórico de
la palabra de la deriva, precisamente, el bines americano, en
fin, el horizonte de experiencias sexuales transgresivas de las
que proviene la enfermedad y a las que se permanece fiel por
que constituyen un destino (blue movie quiere decir película
pornográfica). Aboliciones de imágenes, sentimiento oceáni
co del vivir, más allá del principio del placer, sexualidad per
versa: éstas son las cuatro dimensiones de la «experiencia azul».
Una larga tradición nos ha acostumbrado a establecer una
estrecha relación entre aniconismo y religiosidad monoteísta
patriarcal: la absoluta trascendencia de Dios va acompañada
de la prohibición de hacer imágenes sagradas. El aniconismo
de Jarman tiene, en cambio, bases teóricas y afectivas com
pletamente diferentes: es la consecuencia de una pérdida de
la identidad y de la forma individual en una entidad indistin
ta, en el océano primordial, en la gran madre urobórica8, en
un arquetipo femenino imaginado como anterior y posterior
respecto a nuestra existencia individual. El gran psicólogo de
la sexualidad Henry Havelock Ellis ha definido con el térmi
no «ondinismo» la atracción conjunta de las aguas con el ero
tismo uretral9. Y, en efecto, el sentir de Jarman parece muy
próximo a la fuente de la que Ellis ha tomado su término, el
relato romántico «Ondina» de Friedrich de la Motte-Fou-
qué. Aquí, como en Blue, la sexualidad, el reclamo del agua
y la muerte van unidos a la memoria imborrable del amor
pasado.
67
5. S o r d e r a y e n a je n a c i ó n
10 D. Diderot, Lettre sur Us sourds et muets (1749), en Diderot Studies, VII, Gi
nebra, Droz, 1965.
68
mente filosófico. No por casualidad, veía Siegfried Kracauer
en esta enajenación, precisamente, la esencia del cine, como
si marcase el ingreso en una experiencia alternativa respecto a
la vida cotidiana11. Quizás el cine está en disposición de dar
nos lo que la escritura filosófica común logra transmitirnos
sólo con gran dificultad: un sentir impersonal y en suspen
sión o, por utilizar las palabras de Wittgenstein: «una ¿pojé co
loreada e intensa»12.
69
C a p ít u l o 5
1. A r t e s in a u r a , c r ít ic a s in t e o r ía
71
dójico de esta orientación consiste en el hecho de que la pasi
vidad sobre lo que existe no exime, en absoluto, a aquéllos de
expresar una opinión sobre los artistas; así, este tipo de crítica
abunda en valoraciones, apreciaciones y rechazos del todo in
motivados y superficiales. Sin embargo, bien visto, ello no de
pende tanto del hecho de que el crítico reivindica para sí mis
mo la libertad del artista como de la actitud del diletante que
expresa un juicio de gusto personal y privado. «Esto me gusta»,
«esto no me gusta», la mayoría de las veces no va más allá.
2. S o b r e la c r e d ib il id a d d e l a r t e y s o b r e la s in g u l a
r id a d D EL ARTISTA
72
ción fundamental de la teoría parece ser, más bien, la de con
siderar el arte desde un punto de vista secularizado y desen
cantado. Así, por un lado, la teoría no puede volver atrás ha
cia el aura; por el otro, sin embargo, tampoco puede autosu-
primirse y dejar que sea el público el que establezca empírica
e inmediatamente qué es y qué no es el arte.
Si se considera la vicisitud de las artes plásticas de los años
60 en adelante, parece que aquélla siguió un camino bastante
diferente al marcado por Benjamín; en efecto, éste relaciona
la desaparición del aura con la disolución del criterio de au
tenticidad de la obra y con la transformación del autor en una
especie de operador técnico. Ahora bien, estos tres elementos
del arte —aura, obra y autor— han sufrido transformaciones
inesperadas. En lo que respecta a la permanencia en la expe
riencia del arte de una dimensión trascendente no distinta de
la religiosa, se puede poner en duda que la secularización se
haya producido efectivamente. El paradigma religioso articu
lado sobre las tres figuras del profeta, de los fieles y del cura se
ha considerado pertinente para explicar el paradigma artístico,
articulado sobre las respectivas figuras del artista, del público y
del especialista3. Además, parece necesaria para la superviven
cia misma del objeto artístico una actitud de «creencia» que
permita afirmar su diferencia respecto a los objetos de la vida
cotidiana4. En cuanto al principio de autenticidad de la obra,
es indudable que se ha reforzado extraordinariamente; de he
cho, cuanto menos se distingue el objeto artístico del objeto
utilitario, como en el ready made, tanto más se debe certificar
y garantizar como único, irrepetible y dotado de autoridad
cultural. Al final, el artista ha sido implicado en un proceso
de singularización sin precedentes, que ha infringido, incluso,
aquellos principios de universalidad sobre los que se fundaba
la experiencia estética del x v i i i en adelante; su singularidad y
sus manifestaciones más transgresoras han acabado constitu
yendo el único criterio de valor del arte actual.
73
3. M ás a l l á d e l a u r a y d e l a r e p r o d u c c i ó n t é c n i c a
74
a Debord, de Castoriadis a Baudrillard), en este proceso de
descubrimiento han participado, en mayor medida, los pro
pios artistas (de Duchamp a Warhol, de Fontana a Boltanski,
de Christo a Beuys), autores de un trabajo no menos radical
que el de los pensadores.
4 . Pa r a d i g m a m o d e r n o y p a r a d ig m a c o n t e m p o r á n e o
75
dónales) desempeñan un papel principal jugando en ambos
terrenos, el de la valoración de las obras y el del evento me
diático. En efecto, a diferencia del pasado, se ha ido estable
ciendo un acuerdo entre la institución y el artista mediático-
transgresor en perjuicio del tercer término del «juego del
arte contemporáneo», el público; es decir, mientras en el pa
sado la institución compartía el punto de vista del público y
condenaba las operaciones transgresoras de la vanguardia,
hoy, en cambio, la institución cree más conveniente sustentar
y favorecer al artista transgresor porque del escándalo recaba
un beneficio, en términos de publicidad y de resonancia me
diática, que es mucho mayor del que podría obtener de la ad
hesión a los gustos tradicionales del público. De este modo,
ha nacido un arte de vanguardia en contacto directo con las
instituciones que ha logrado alcanzar, algunas veces, cuotas
de mercado más altas que el que se sustenta en las galerías
privadas y en el coleccionismo; ¡el comitente privilegiado
por el nuevo artista transgresor ya no es el marchante o el co
leccionista clarividente (como en el paradigma moderno),
sino la propia institución! La ruptura entre innovación artísti
ca y público se ha acrecentado enormemente hasta llegar a
convertirse en una verdadera y auténtica disensión irresolu
ble; el público podría compararse al espectador de una parti
da de ajedrez que ignora completamente las reglas del juego:
ve dos personas que mueven, alternativamente, estatuillas co
locadas sobre una cuadrícula. Sin embargo, al mismo tiempo,
la aceptación por parte de la institución anula el efecto
transgresor de la innovación artística y transforma todo el sis
tema del arte en un juego para iniciados del que —como obser
va justamente Nathalie Heinich—, ¡están ausentes aquellos
que aún podrían inquietarse!
¿Cómo salir de esta condición que termina generando un
profundo malestar no sólo en el público, sino en la mayor par
te de los artistas y de los mediadores (críticos, conservadores,
teóricos del arte)? En primer lugar, es necesario abandonar la
idea de que la transgresión constituye en sí misma un tipo de
oposición eficaz. Lo que ha caracterizado el arte moderno
desde la segunda mitad del xix hasta nuestros días ha sido la
transgresión, y su función polémica se ha agotado completa
76
mente. Una oposición basada en lo que niega ya le parecía a
Nietzsche un planteamiento meramente reactivo, incapaz de
afirmar la autonomía de la propia diferencia, y la había defi
nido en el último aforismo de la segunda parte de Humano,
demasiado humano, titulado «El viajero y su sombra», como «la
enfermedad de las cadenas». El arte actual padece aún esta en
fermedad y no se ha manifestado todavía en la plenitud de su
propia salud. Estas cadenas son «los errores graves y sensatos, a
la vez, de las ideas morales, religiosas y metafísicas»6. No basta
con desmitificar el arte despojándolo de su aura, la cual consti
tuye, precisamente, el modo metafísico, moral y religioso en
que ha sido pensada la diferencia de la obra de arte respecto al
mundo; esta desmitificación, que Benjamín relaciona con la
llegada de la reproducción técnica, termina, sin embargo, con
la laminación del arte sobre la realidad más insignificante, re
duciéndola a instrumento de recreación y de espectáculo edifi
cante. De modo muy elocuente, Gianni Vattimo ha subrayado
la importancia de completar el proceso de desmitificación a tra
vés de un «desenmascaramiento del desenmascaramiento»7: la
desmitificación, en efecto, aparece funcional respecto a las exi
gencias de una sociedad que ya no tiene necesidad de mante
ner la autonomía relativa de las actividades simbólicas, como el
arte, la filosofía y, más en general, los estudios humanistas.
Aquélla, por tanto, tiende a transformar a los portadores de las
actividades simbólicas en «funcionarios del sistema productivo,
sumiéndolos en una relación de referencia inmediata a las exi
gencias de la producción y de la organización social»8. Bajo este
aspecto, el arte sin aura del Posthuman y la crítica sin teoría que
la promueve constituirían una aceleración notable de este pro
ceso. La transgresión de las fronteras del arte no sería, pues, un
movimiento progresista, sino que tendería a despojar al artista,
al crítico y al conservador de cualquier autonomía, conducién
dolos al plano de la realidad, es decir, de la dependencia direc
77
ta de los imperativos económicos. De este modo, la reivindica
ción del aura de las obras de arte y de la autonomía de los mun
dos simbólicos asumiría, hoy, un significado de contestación
social, porque constituiría la última defensa con respecto al
dominio total y directo del capitalismo. En cambio, paradóji
camente, quien trabaja contra las mediaciones culturales, a fa
vor de la espontaneidad comunicativa y expositiva, no obstan
te sus intenciones progresistas, no haría más que acelerar el pro
ceso de liquidación de los mundos simbólicos.
Claro está, que el «paradigma contemporáneo» descrito por
Heinich, al que se atienen la mayor parte de las grandes insti
tuciones de arte actual, no sigue la vía de la desmitificación y
del desenmascaramiento, sino que promueve una hipermitifi-
cación. Por un lado exagera la singularidad del artista, por el
otro, disuelve todos los contenidos de su personalidad; por
un lado todavía propone obras a la apreciación del público,
por el otro, procede según estrategias desaprensivas de pro
moción de su propia imagen que no tienen nada que ver con
el arte. En otras palabras, el artista, el crítico, el teórico del arte
tienen que vérselas con situaciones muy turbias, en las que la
mezcla de cinismo, de intereses mercantiles y de rivalidades
personales obstaculiza una práctica profesional conecta. Ante
estas situaciones, tanto la defensa tradicional del aura como la
vía del desenmascaramiento y de la transgresión a ultranza no
tienen nada que hacer; en efecto, el «paradigma contemporá
neo» no niega el aura, pero la adultera a través de la valora
ción económica hiperbólica de la firma de algunos artistas
promovidos mediante estrategias que pertenecen al mercado
de la información y no al del arte; tampoco niega la transgre
sión, pero la hace ineficaz porque se apropia de la misma uti
lizándola en su propio beneficio.
5. E l p a p e l h e r o i c o -i r ó n i c o d e l a r t e y d e l a f i l o s o f í a
78
comunicativos. La reflexión sobre este fenómeno beneficia
no sólo a la sociología —como sostiene Nathalie Heinich en
su brillante estudio Ce que l’artfait a la sociobgie9— , sino, qui
zás aún más, a la filosofía. En efecto, mientras para la sociolo
gía el arte es (al menos, según Heinich) sólo un objeto de es
tudio que la obliga a afinar sus propios instrumentos de inves
tigación, para la filosofía es algo mucho más próximo porque
ella misma participa de ese régimen de singularidad, construi
do sobre la unicidad, la irreducibilidad, la originalidad y la
transgresión de los cánones sobre los que se rige el mundo del
arte. Por ejemplo, resulta difícil considerar una obra filosófica
como «buena» sólo porque se atiene a un nivel estándar; de
hecho, atribuirle una calificación tal significa desacreditarla, es
decir, considerarla carente de aquellos requisitos de innova
ción y de creatividad que se suponen esenciales en la produc
ción filosófica. Así, la expresión «carrera filosófica» no suena
menos reductiva que «carrera artística» porque implica una es
tandarización de lo que, por definición, es modelado por el
imperativo de la excepcionalidad. Como observa agudamente
Heinich, el ejercicio del arte es justo lo contrario de una carre
ra burocrática: mientras esta última persigue fines personales
(la promoción) a través de medios impersonales (la aplicación
de reglas), el artista (como el filósofo) persigue fines imperso
nales (la apertura de horizontes de experiencia caracterizados
por una pretensión de universalidad) a través de medios per
sonales (la tutela y el desarrollo de su propia singularidad).
Lo que ya no se puede proponer es la idea de un artista o
de un pensador orgánico, es decir, de un productor de in
novación que obtiene su propia credibilidad únicamente
del hecho de expresar las ideas y el modo de sentir de una
colectividad. En efecto, esta idea presupone, a su vez, que
hoy existe una colectividad, fundada en la nación o en la re
ligión, en la clase o en el sexo, o en cualquier otro dato, do
tada de una identidad única. Es interesante observar que,
también en los llamados Cultural Studies, las nociones mis
mas de cultura y de valor entran en colisión unas con otras: el
79
concepto de cultura (o de subcultura) parece, de hecho, liga
do a un presupuesto normativo de tipo tradicionalista y
conservador, que, en último análisis, apela a principios de
pureza, integridad y vitalidad social10; en cambio, la valora
ción en el ámbito del arte y de la filosofía implicaría la pro
moción de opciones y estrategias transgresoras respecto a los
cánones que pueden ser entendidos sólo por aquellos que
tienen los conocimientos y los instrumentos para compren
derlos, y que, por tanto, tenderían a constituirse como gru
po social autónomo dotado de intereses específicos11.
Por otra parte, tradicionalmente, las producciones del arte
y de la filosofía han reclamado, por sí mismas, un reconoci
miento universal, en cuanto potencial y virtual; por ello, la
innovación respecto a los modelos precedentes no puede ser
nunca demasiado grande, so pena de caer en la extravagancia
y en la inaccesibilidad. El artista y el filósofo tienden, por tan
to, a reconocerse en el papel «heroico-irónico»12 que, por un
lado, contiene un elemento de desafío con respecto a lo que es
socialmente dominante; por el otro, sin embargo, no puede
agotarse en la transgresión, so pena de permanecer en aquel
estado de subordinación respecto al pasado que Nietzsche de
finió como «la enfermedad de las cadenas».
La cuestión a la que no es fácil dar una respuesta es la de si
este papel «heroico-irónico» está hoy más en consonancia con
el filósofo que con el artista. Este último, en efecto, parece de
masiado seducido por las ambigüedades y las incongruencias
del «paradigma contemporáneo» como para poder alcanzar
aquel tercer régimen del artey de la experiencia estética que está más
allá del aura tradicional y del desencanto técnico. Paradójica
mente, el filósofo del arte parece hoy mejor equipado que el
artista para valorar, sin quedar prisionero del culto de las
obras, y para comunicar, sin ser víctima de las crudas realida
des de una transmisión inmediata.
80
6. G r a n d e z a , j u s t i f i c a c i ó n , c o m p r o m i s o
81
Este anclaje de la noción de grandeza a mundos específicos
y a situaciones concretas permite evitar el peligro opuesto a la
metafísica, es decir, el relativismo nihilista que ve tras toda gran
deza una miseria y tras la miseria una voluntad de poder. Esta
perspectiva, en cuanto que recurre muy frecuentemente a la
noción de «interés», no pertenece, sin embargo, a la esfera eco
nómica, la cual implica el sacrificio de las pulsiones de lo sin
gular, en pro de una idea general de grandeza. Según Boltanski
y Thévenot, la secularización y el desencanto llevados al extre
mo se autodestruyen, quebrantan cualquier relación política y
hacen retroceder hacia la búsqueda de «una autosatisfacción
que ya no se preocupa de establecer un acuerdo con los
otros»14, es decir, hacia el infantilismo que ellos definen como
el «gozar de la felicidad de ser pequeños»15. El nihilismo sería,
pues, una forma de infantilismo; de hecho, son los niños los
que no tienen aún acceso a un cierto tipo de generalidad, es de
cir, a un «universo sometido a la obligación de la justificación»,
en el que «la racionalidad de las conductas pueda ser puesta a
prueba»16.
Es importante que Boltanski y Thévenot reconozcan al
mundo de la inspiración (en el cual están comprendidas la
práctica del arte y de la filosofía) un significado político que no
es, en modo alguno, subordinable a los otros mundos; en
otras palabras, la práctica del arte y de la filosofía no son asun
tos privados: «En el mundo en el que los seres se aprecian por
su singularidad y en el que lo más general es lo más original, los
grandes siempre son, a la vez, únicos y universales»17. Para
Heinich, que ha desarrollado este aspecto, hasta ahora, las
ciencias sociales no han reconocido la importancia de la sin
gularidad y de la unicidad como factores de producción y de
acción; han adoptado criterios reductivistas dando por des
contado la superioridad de lo social respecto a lo singular: la
reducción a lo social no es un juicio de hecho sino un juicio
de valor. Es absurdo que disciplinas como la sociología, que
82
pretenden ser descriptivas y no normativas, sigan siendo víc
timas de tales prejuicios. No se trata, en absoluto, de revalori-
zar el significado ontológico de la singularidad, sino de «ins
talarse en la observación de la construcción de los valores»,
tomando en serio las motivaciones proporcionadas por los
actores18. En vez de imponer de modo autoritario y dogmáti
co la primacía de lo social, es preciso «poner en evidencia la
pluralidad de los regímenes de acción y de los regímenes axio-
lógicos»19, pasando del análisis de las esencias al de las repre
sentaciones. En otras palabras, lo relevante no es saber si la
originalidad existe de verdad o es una ilusión, sino conocer a
través de qué operaciones se construye, se mantiene y se di
suelve.
La concepción de la sociedad como algo orgánico y unita
rio es un mito sociológico: los distintos mundos individuali
zados por Boltanski y Thévenot son profundamente diferen
tes entre ellos. La función de lo teórico no es la de proponer
modelos de armonización total y de síntesis. Estos modelos,
en cuya invención la estética ha ejercido su fantasía, ocultan
las situaciones concretas en las que interactúan los seres hu
manos. Sin embargo, tampoco debemos asociar, indisoluble
mente, a cualquier mundo un grupo específico: «cada perso
na debe afrontar, cotidianamente, situaciones que dependen
de mundos distintos, saber reconocerlas y mostrarse capaz de
adaptarse a las mismas»20. Pero esta adaptación puede produ
cirse de dos modos: mediante un ajuste o mediante un com
promiso. Sólo en el segundo caso se tiene en cuenta la bús
queda de Un bien común: el ajuste es, en cambio, un acuerdo
contingente referido a la conveniencia de las dos partes, ca
rente de legitimidad y no universalizable. Las concesiones re
cíprocas sobre las que se basa un ajuste tienden a suspender la
disensión sin remontarse a las motivaciones sobre las que se ri
gen las diferentes valoraciones en tomo a la grandeza de las per
83
sonas, de las cosas o de las acciones en juego. Sólo en el com
promiso la búsqueda de un acuerdo lleva a los contendientes
a superar las contingencias y a formular una justificación para
sus propias palabras, comportamientos y acciones. Sin ju s
tificación no es posible, pues, ninguna grandeza ni ningún
acuerdo.
Si el caso del «paradigma contemporáneo» del arte se so
mete a esta ambiciosa teoría sociológica, se percibe, rápida
mente, que aquél se rige por ajustes y no por compromisos. Ins
tancias procedentes del mundo de la inspiración, del mundo
mercantilista y del mundo de la opinión convergen en acuer
dos que muchas veces no son manifiesto de los principios
que los sustentan. Todo ello crea desorientación no sólo en el
público, sino también en muchos artistas, críticos y aficiona
dos, y termina por situar el arte al margen de toda grandeza
posible. Sin embargo, los trabajos sociológicos a los que he
mos hecho referencia restringen la posibilidad de las adultera
ciones y de las fanfarronadas; en efecto, éstos plantean el pro
blema de los llamados «valores artísticos» de modo concreto
y atento a las situaciones específicas. Su planteamiento tiende
a estudiar de cerca las dinámicas de valoración y de devalua
ción, superando, asi, los límites de una aproximación dema
siado abstracta a los valores (típico de la filosofía del arte) o
demasiado superficial y extrínseca (típico de la sociología del
arte). Ello conlleva, también, una profunda renovación teóri
ca que se manifiesta en una significativa innovación concep
tual de la estética tradicional: el puesto del juicio lo ocupa la
justificación, el del genio la competencia, el del gusto la ad
miración por la grandeza. En el tercer régimen del arte, mu
chas oposiciones artificiosas, también, tienden a caer: se dan
las condiciones por las que artistas y críticos, conservadores y
teóricos se hallan unidos en una única lucha.
84
C a p ít u l o 6
El arte y el resto
1. L a f i l o s o f í a ... y l a s o t r a s a r t e s
85
En este ensayo intentaremos, ante todo, explorar las dos
vías que, partiendo de las artes, se han dirigido hacia la filo
sofía, extendiendo notablemente los límites de la noción
tradicional de arte y situando la teoría estética ante nuevos
problemas de difícil solución. Estos dos movimientos son
el antiarte situacionista y el arte conceptual de Kosuth.
2. E l a n t ia r t e s it u a c i o n is t a y e l e v e n t o
86
pulsiones infamantes, sin heredar su dinamismo y su fuerza
de atracción. La causa de este fracaso habría que buscarla
en un moralismo antiestético e iconoclasta, cuyos orígenes
se remontan a la Reforma. En este sentido, la crítica de De-
bord a la sociedad contemporánea del espectáculo sería la
versión actual del rechazo milenarista del arte y de la con
dena calvinista del teatro. En Debord permanecería viva y
activa la orientación antiestética y antimundana de la revo
lución religiosa del siglo xvi.
Ahora bien, no negamos que esta herencia religiosa esté
presente en el I. S.; sin embargo, pretendemos sostener que la
opción antiartística de Debord tiene un significado estético y
que, precisamente, de este aspecto proviene el interés actual
por su pensamiento. A primera vista, parece que para De
bord, el después del arte es la teoría crítica de la sociedad, la fi
losofía radical sería la heredera de la vanguardia artística, la
cual tiende, justamente, a su desaparición y a su disolución en
la teoría revolucionaria. Sin embargo, falta en Debord cual
quier inclinación hacia la utopía, ya que centra siempre su
atención en el conflicto presente, así como en la armonía fu
tura. De ello deriva la «dureza» que lo ha acompañado a lo
largo de su vida y que le ha permitido —como él mismo
dice— «estar en guerra con toda la tierra, sin reflexionar»2.
Esta «dureza» tiene, según mi opinión, un matiz cínico-es
toico que constituye la clave para comprender la n 9ción de la
que el I. S. toma su nombre, es decir, la situación. Ésta asume
su pleno significado en su oposición al espectáculo. Mientras
este último es «una relación social entre individuos, mediada
por las imágenes»3, la situación es más bien un evento, una di
mensión del acaecer que implica una fuerte experiencia del
presente y que conlleva una cierta coincidencia de libertad y
de destino. Ni Debord ni ningún otro situacionista han defi
nido de este modo la situación. Así pues, lo que proponemos
es una interpretación a posteriori de la idea de situación que,
por otra parte, corresponde exclusivamente a Debord. En
87
efecto, el sentido dado por la mayor parte de los situacionis-
tas a esta noción está viciado por un tono subjetivo y vitalista
que pertenece a la cultura de la época y que representa el as
pecto más caduco del movimiento. Justamente por ello, Gior-
gio Agamben, al presentar al público italiano las obras de De-
bord en 1990, estableció una conexión entre la noción de si
tuación y la idea nietzscheana del «eterno retomo de lo
mismo»4. La situación no es, en absoluto, ni la espontaneidad
creativa que huye de cualquier objetivación, ni la vitalidad
desbordante que no se deja atrapar de ninguna forma, ni
tampoco la liberación de la subjetividad.
A partir del momento en que se entiende la situación como
evento, se comprende que la opción antiartística de Debord
no es, necesariamente, una opción antiestética; el abando
no del arte no implica automáticamente también el aban
dono del horizonte estético. En efecto, desde la Grecia clási
ca el sentir estético se ha ido determinando sobre la oposición
entre dos modos opuestos de concebir la belleza: por un
lado, se ha pensado como forma, según una perspectiva
orientada hacia la apreciación de la obras de arte; por el otro,
como evento, según una perspectiva orientada hacia la expe
riencia de la sorpresa, de la fulguración, de algo irreducible a
la plácida contemplación de las esencias racionales. El filó
logo clásico italiano Cario Diano fue quien propuso una
interpretación del mundo griego basada, precisamente, en
la oposición entre los dos principios de la forma y del even
to [1952]5. Su contribución a la determinación del evento
ha sido muy importante: «Que algo suceda no basta para que
sea un evento, para ello es necesario que este acontecer yo lo
sienta como un acontecer para mí»6. Por tanto, no todo acon
tecimiento es un evento, sino sólo aquel que se presenta
como tyche. ¿Qué entendían los griegos con esta palabra? Ori
ginariamente, se entendía como lo contrario de amartía, que
quiere decir lanzar un proyectil que no alcanza el objetivo, y
7 A. Magris, L 'id ea di destino nel pensiero antico, 2 vols., U dine, Del Bian
co, 1984, pàg. 139.
8 M. Perniola, Isituazionisti, Rom a, Castelvecchi, 1998, pàgs. 155-71.
9 A. Magris, L ’idea di destino nelpensiero antico, cit., pàg. 294.
10 lbid., pàg. 297, nota 124.
89
temo de lo que parece conforme a la subjetividad y a la ra
cionalidad de lo particular. Como muestra Aldo Magris, el es
toicismo es irreducible al subjetivismo socrático, que se limi
ta a distinguir lo-que-está-en-nosotros de lo que no depende
de nosotros, y, por tanto, es prisionero de una concepción
bastante limitada de la autonomía del ensayo: considerar la
autoconciencia como garantía de libertad significa olvidar
que también lo que soy y lo que pienso pertenecen objetiva
mente al mundo. Para los estoicos, necesidad y libertad for
man parte, ambas, del destino; lo que piden al particular es
que forme parte de un diseño más amplio de su conciencia,
dando su consentimiento y orientando, así, su voluntad sub
jetiva en la dirección que requiere una racionalidad externa.
En otras palabras, se produce un evento cuando, en vez de
caer prisionero de la oposición entre interior y exterior, entre
subjetividad y mundo, encontramos una solución constructi
va que nos permite colocarnos, positivamente, en un proceso
que va más allá de nuestra persona.
Esta concepción del evento conduce a la afirmación de una
dimensión estética completamente original y nueva respecto a
las filosofías precedentes caracterizadas «por una intersección
singular entre contemplación y acción», a una especie de «en-
gagement dégagé»n que confiere una importancia decisiva a la
acción, separándola siempre del resultado práctico; por ello,
en la Antigüedad, el comportamiento estoico no se compara
ba al arte del médico o del piloto (que debían alcanzar su meta
a toda costa), sino al del bailarín. No hay evento sin ejercicio,
no hay situación sin repetición. Lo que se impone como lo
mejor para nosotros debe ser repetido, elaborado, transforma
do en lo que queremos subjetivamente; por tanto, bajo cierto
aspecto, la situación es un «tránsito de lo mismo a lo mismo»,
mediante el cual se establece una diferencia radical12. Sólo de
este modo un hecho puede convertirse en un evento, es decir,
en algo que ocurre para nosotros, aunque no sea nuestra sub
jetividad la que determine su aspecto concreto.
90
De esta estética del evento nace la idea del arte como ejer
cicio: como observa, con agudeza, Gianni Carchia, lo que
cuenta en el pensamiento estoico no es la obra de arte sino el
ejercicio, es decir, el momento procesual que conduce a la
misma, el movimiento productivo que la realiza. Esto desem
boca en una poética del gran estilo, en un cuidado extremo
de la expresión, en la búsqueda de una perfección extrema.
No por casualidad, se trata de características que reencontra
mos en los escritos y en las intervenciones de Debord; dis
tancia del mundo, estética de la lucha y contacto directo con
la historia han constituido, de hecho, características peculia
res de su modo de ser, que hunden sus raíces en una sensibi
lidad cínico-estoica madurada a través de la familiaridad con
los escritores franceses del siglo x v i i .
3. E l a r t e c o n c e p t u a l y l a n o id e n t id a d d e l a r t e
91
en la producción de formas y de objetos dotados de un esta
tuto particular, sino en la ampliación de la noción del arte. El
arte es, por tanto, una actividad posfilosófica por dos razones
al menos: en primer lugar, porque los filósofos se limitan a
proponer un concepto estático de arte en vez de ampliar sus
fronteras; en segundo lugar, porque, hoy en día, parecen ha
ber abandonado también esta función reduciéndose a meros
Librañans o f the Truth, bibliotecarios de la verdad. El «valor» de
determinados artistas posteriores a Duchamp puede sopesarse
por «lo que añaden a la concepción del arte»14. La pérdida de
credibilidad del arte a lo largo del siglo xx es una consecuen
cia de la modernidad que ha transformado las obras de arte
en «objetos que funcionan como reliquias religiosas»15, fun
dando su valor sólo sobre bases económicas, es decir, sobre la
penuria de mercancías dotadas de aura. Para Kosuth, el reto
del arte es, precisamente, la reconquista de su credibilidad:
como observa Gabriele Guercio en la introducción a la obra
de Kosuth L’arte dopo la filosofia, el artista contemporáneo
«vive expuesto al riesgo de que la verdad aportada por la pro
pia experiencia sea irremediablemente eclipsada por la pre
sunta fisicidad de las obras»16.
Surge así, claramente, una cuestión que había permanecido
latente con los situacionistas: el resto. Si lo esencial del arte es
la actividad del artista, las obras no son más que un residuo fí
sico (phisical residue), un resto de algo que es mucho más im
portante y esencial. «Los coleccionistas son irrelevantes para
la “condición artística” de una obra»17, la cual está en una re
lación de oposición con el espectáculo puesto en escena por
los medios de comunicación de masas, con el entretenimien
to que proporcionan. Una obra de arte no es más que la pre
sentación de la intención del artista, el cual, tautológicamen
te, certifica esta cualidad. Por ello, el artista conceptual asume
las funciones del crítico y se dirige a un público de artistas. Así,
el arte contemporáneo, como la ciencia, no consiente una
92
aproximación «ingenua», requiere una conciencia prelimi
nar del «estado del arte», de la situación en que se coloca. En
teoría, nada impide que los historiadores y los críticos de arte
también sean considerados como artistas; si no es así, es por
que éstos transforman «la cultura en naturaleza»18, es decir,
quedan prisioneros de una concepción morfológica y orgáni
ca del arte. Resaltar la actividad del artista no quiere decir le
gitimar un subjetivismo ingenuo; en arte no todo es posible,
así el arte conceptual, considerándose heredero de la filosofía,
tiende a presentar la propia idea del arte como un destino his
tórico.
La respuesta de las instituciones a las ideas provocadoras de
Kosuth no se hizo esperar. A principios de los años 70, Ge-
orge Dickie echó por tierra la tesis de Kosuth; no es el úni
co artista que establece qué es el arte, sino también el mun
do del arte (artworld). Formula así una teoría institucional del
arte, por la cual una obra de arte es un artefacto que ofrece su
propia candidatura a la apreciación de algunas personas
que actúan por cuenta de las instituciones19. No existe, por
tanto, una esencia del arte ni un modo especial de percepción
estética diferente al de la vida cotidiana. La teoría elaborada
por Dickie tiene dos vertientes polémicas: por un lado, el
esencialismo estético, para el que es posible individualizar y
definir la identidad del arte; por el otro, el conceptualismo ar
tístico, para el que esta identidad no es algo estático y defini
ble de una vez por todas, sino que se va ampliando progresi
vamente debido a la actividad de los artistas. El esencialismo
estético aparece muy ligado a presupuestos metafisicos, da
por universalmente válidos gustos y criterios que dependen,
estrechamente, de factores histórico-sociales. El conceptualis
mo artístico, por el que la identidad del arte depende de la
decisión del artista, parece, en cambio, hacer demasiadas con
cesiones al arbitrio subjetivo: repropone la noción romántica
de genio, librándola de todo límite y vaciándola de cualquier
contenido. El institucionalismo estético constituye una espe
93
cié de vía intermedia entre estas dos teorías opuestas: por un
lado, considera el arte como una categoría histórica y no me
tafísica; por el otro, introduce elementos de objetividad de
masiado determinables incluso empíricamente. Entre las nu
merosas críticas que ha suscitado esta teoría institucional del
arte nos parece más interesante la que acusa conformismo y
reflejo de los poderes consolidados. Sin embargo, para Dickie
el mundo del arte no se identifica con un único sistema de
arte (es decir, con el mercado artístico), sino que es la totali
dad de todos los sistemas artísticos y, por tanto, comprende
también las redes alternativas de los artistas y de los pensa
dores no conformistas. La pasividad ante el status quo no es
imputable, pues, a la teoría institucional del arte, sino a su in
terpretación restrictiva y tendenciosa. Lo que requiere, en
cambio, es un mínimo de sociabilidad: el genio también pre
supone la existencia, aunque virtual, de un público o de un
pequeñísimo círculo de admiradores; incluso el arte de los lo
cos se inscribe en una red de personas y de instituciones que
se ocupan del mismo.
A pesar de rechazar la esencia metafísica del arte, el arte
conceptual queda anclado en la idea de una identidad del
arte: éste se convierte en móvil, mutable, in progress, pero
siempre determinable. En el caso de Kosuth, asume, además,
el carácter de una tautología: «Las obras de arte —escribe—
son proposiciones analíticas. Es decir, vistas en su contexto
— como arte— no proporcionan informaciones de ningún
género sobre datos concretos»20. El arte conceptual se perfila,
pues, como una operación sin resto, que pretende conseguir
la verdad de la tautología que, según Wittgenstein, tiene una
certeza insustancial propia: de hecho, la tautología es incon-
dicionadamente verdadera y «no está en ninguna relación de
representación en la realidad» [4.462]21. Ésta se puede forma
lizar en la expresión: «Sip, entoncesp; y si q, entonces q», de
donde resulta evidente que no hay resto. De este modo, Ko-
94
suth aspira a un arte transparente; resulta particularmente sig
nificativo el hecho de que dedique una gran atención al agua
porque ésta carece de forma y de color.
En otro orden de cosas, la teoría institucional del arte tam
bién promueve una idea tautológica del arte; en su caso, la
tautología proviene no de una voluntad de romper los lazos
entre el arte y la realidad, sino, muy al contrario, de la ten
dencia a amoldar el arte a lo que existe, confiriéndole un ca
rácter institucional. No se trata de una tautología lógica, sino
de una circularidad social entre el arte, los artistas y el mundo
del arte, ninguno de los cuales remite al otro. ¡Tampoco en
este caso hay resto!
El filósofo francés Jean-Fran^ois Lyotard profundiza y de
sarrolla el pensamiento de Kosuth. En la introducción al tex
to de Kosuth, Lyotard pone en evidencia que los escritos que
aparecen en sus obras de arte no son nada transparentes ni
tautológicos como pretende su teoría: «La obra de Kosuth es
una meditación sobre la escritura»22, y la escritura esconde un
gesto, un resto de gesto (a remainder ofgesture), más allá de la le
gibilidad; en efecto, la frase escrita no es nunca transparente
como un cristal o fiel como un espejo. «El pensamiento es un
arte porque desea hacer “presentes” los otros significados que
esconde y no piensa. En el arte, como en el pensamiento, hay
un objetivo: el deseo de significar hasta el límite la totalidad
de los significados»23. Por tanto, quien dice resto dice tam
bién excedencia: «Este exceso en el arte y en el pensamiento
niega la evidencia del dato, socava lo legible» y muestra «que
no se ha dicho, escrito ni presentado todo».
Este pasaje de Lyotard es particularmente importante, pues
individualiza un punto de encuentro entre arte y filosofía al
no competir ya ambos entre sí. Ya no tiene sentido considerar
la filosofía como el después del arte (como pensaban Hegel y
los situacionistas) ni, por el contrario, considerar al arte como
el después de la filosofía (como pensaban Kosuth y el arte
95
conceptual). Filosofía y arte coinciden en el hecho de no ser
reducibles a una totalidad completa ni a una tautología: las
cuentas nunca son exactas; siempre existe una diferencia que
se presenta como resto o como exceso; en definitiva, en la
filosofía y en el arte siempre tenemos que vérnoslas con un
más o con un menos. Y ésta es la diferencia de la filosofía y
del arte respecto a la banalidad de lo que es igual a sí mismo.
Dice Lyotard: «La escritura deja de escribir el resto (remainder)
por el simple hecho de que escribe. Siempre habrá un resto.»
En el fondo, tanto los situacionistas como Kosuth preten
dían eliminar cualquier opacidad: los primeros en la nitidez
absoluta de la teoría crítica, el segundo en la evidencia ab
soluta de la tautología. Lyotard muestra que esta pretensión
es ingenua: «Lo perceptible no se percibe completamente; lo
visual es más que lo visible.» «La- tautología visible y legible
This is a sentence, insinúa la frase antinómica necesariamente
ilegible This is not a sentence, but a thing.» ¡Filosofía y arte con
fluyen, pues, en la experiencia de un exceso o de un resto, que
se revela opaco e impenetrable como una cosa! La cosa no es
sólo una entidad extema respecto a la filosofía y al arte, sino
que se insinúa en la sustancia misma de la escritura filosófica
y de la obra conceptual.
Lyotard ha interrumpido así la circularidad tautológica del
arte conceptual, mostrando la aparición inevitable de un res
to. Algo parecido ocurre también con la teoría institucional
del arte que, al igual que la de Kosuth, excluye la posibilidad
de un resto. Aquí, la ruptura del círculo tautológico ha sido
llevada a cabo por la socióloga francesa Nathalie Heinich24,
según la cual, el juego (jeu) del arte contemporáneo no puede
limitarse a los mediadores, a los que se suman, eventualmente,
los artistas. Existe un resto al que la teoría institucional del arte
no presta la necesaria atención: el público. Hoy en día, no se
entiende por «público» la restringida elite de los connaisseurs o
de los que frecuentan, tradicionalmente, los museos, a quie
nes Bourdieu incluye en la categoría de los socialmente dis
tinguidos. El lugar de los happyfew seguidores respetuosos de
96
la religión del arte ha sido tomado por una masa de profanos
que, frente a las provocaciones del arte contemporáneo,
adopta una actitud de indiferencia o, bastante más a menudo,
de franco rechazo. Entre el arte contemporáneo y la gran ma
yoría de la población se ha abierto un abismo cultural impre
sionante que se manifiesta en una serie de reacciones que van
de la ironía a la acusación de despilfarro de los fondos públi
cos. La relación entre el arte contemporáneo y el público ya
no se estructura, por tanto, sobre la demanda de admiración
o sobre el escándalo. El valor artístico tiende a basarse más en
el mercado de la información y de la comunicación que en la
cultura. El público profano, a cuyo remolque se sitúan los crí
ticos y los intelectuales tradicionales, interviene en la deter
minación de lo que es arte, precisamente, mediante su recha
zo. En efecto, como observa Natalie Heinich, desde hace más
de un siglo, las artes plásticas están bajo el signo de la trans
gresión y del desafío; su impopularidad desempeña un papel
muy importante en la determinación de su estatuto. En el cur
so de las últimas décadas, las instituciones y los administrado
res, que durante un tiempo compartían el rechazo del gran
público ante las provocaciones artísticas, han tendido a pasar
se al lado de los artistas y a favorecer los escándalos porque,
así, obtienen un beneficio publicitario valorable en términos
de notoriedad periodística y de afluencia de visitantes a las ex
posiciones. La vanguardia resulta, pues, ganadora, no tanto en
el ámbito del mercado del arte (como ocurrió hasta los años 80)
como en el institucional; ha logrado encontrar un aliado en
la administración, pero deja fuera un resto. Este resto es, pre
cisamente, el gran público de los profanos, que se convierte
— aunque de modo negativo y paradójico— en la clave del
éxito de las operaciones artísticas.
La relación entre juicio estético y democracia se ha alterado:
ya no es estéticamente interesante lo que complace a la opi
nión pública, sino lo que la irrita y la escandaliza. Tampoco en
el plano sociológico el arte es ya una tautología; ya no se re
suelve en lo que dictan las instituciones y el mundo del arte.
Queda un resto sociológicamente opaco que no pertenece al
mundo del arte y que interviene activamente, aunque de modo
negativo, en la determinación de su estatuto. Así, siguiendo la
97
problemática del arte conceptual en sus dos aspectos, el analíti
co y el sociológico, se llega a la misma conclusión: el arte no es
idéntico a sí mismo.
4. E l a r t e c o m o c r ip t a
98
portante y esencial que es la situación o la idea. En esta acep
ción, el resto implica un estado de inferioridad o de insufi
ciencia frente a cualquier cosa que se atribuya un valor ma
yor; las obras de arte serían un excedente parasitario respecto
a la actividad artística que se manifiesta por excelencia en el
evento o en la invención.
Este planteamiento, sin embargo, ha resultado bastante pe
ligroso, precisamente, por los destinos del arte y de la filoso
fía. En efecto, el evento y la invención corren ei riesgo de ser
pensados desde una perspectiva vitalista o funcionalista que
niega incluso la legitimidad a lo que no se disuelve en la pro-
cesualidad biológica o eficientista. Este modo de pensar es el
de algunas teorías de la comunicación, que comparan la so
ciedad con un organismo vivo25 y el arte con un flujo para el
que las obras suponen un obstáculo: el resto es considerado,
así, como unfetiche, convirtiéndose en objeto de una condena
a la vez estética y moral26. El verbo griego leipo, con sus de
rivados, es el que corresponde a esta acepción que subraya
la carencia, la ausencia, el abandono; su equivalente en latín
sería linquo, del que derivan muchas palabras de significado
tan lejano entre sí como delincuente, reliquia, deliquio.
Pero el resto puede entenderse en un sentido opuesto, que
está relacionado con la palabra latina restus (de sto) y que re
mite a la idea de estabilidad, firmeza y resistencia. Bajo este
aspecto, el resto del arte sería aquello que en la experiencia ar
tística se opone y se resiste a la homogeneización, al confor
mismo, a los procesos de producción de consenso masifica-
do, vigentes en la sociedad contemporánea, y, más en general,
a las tendencias a reducir la grandeza y la dignidad del arte.
Sin embargo, esta orientación no se dirige, en absoluto, hacia
la rehabilitación de la obra entendida como monumento. En la
noción de resto está implícita una toma de posición antimo
numental y anticlasicista. Si el arte es resto, quiere decir que
la idea de la obra como algo armónico y conciliado debe ser
dejada aparte porque el arte está atravesado por tensiones in-
99
temas, conflictos y fracturas. Si el arte es resto, quiere decir
que lo entero no se mantiene, no se afianza, se rompe en ele
mentos disimétricos y profundamente discordantes entre sí.
La polémica contra el reduccionismo comunicativo no im
plica, por tanto, ningún paso atrás hacia el arte de las obras de
arte ni hacia una concepción metafísica del arte y de la filo
sofía.
En efecto, no hay que olvidar que la situación contempo
ránea del arte y de la filosofía está abierta desde el fin del cla
sicismo y desde el hundimiento de la metafísica; está en rela
ción con aquel evento histórico que Nietzsche denominó «la
muerte de Dios», es decir, con el desvanecimiento de todas las
certezas estéticas, morales y cognoscitivas elaboradas por la
humanidad para vencer el miedo y conferir una cierta seguri
dad a la vida individual y colectiva, y que constituye lo que el
citado filósofo consideró, precisamente, como la premisa del
nihilismo.
Como es bien sabido, fue Freud quien proporcionó el aná
lisis más profundo del estado emocional provocado por la
pérdida de una persona amada o de una abstracción que ha
ocupado su lugar27. Para éste, las vicisitudes psíquicas a las
que da lugar este estado pueden ser bastante variadas: sólo la
«labor del dolop> permite esa elaboración psíquica que con
siente en retirar, progresivamente, la libido del objeto amado y
trasladarla a otros objetos del mundo exterior. Si este traslado
no se produce, puede producirse un síndrome melancólico, ca
racterizado por un gran abatimiento acompañado de la pérdi
da de la capacidad de amar y de un envilecimiento del sentido
del yo, que se expresa en autorreproches y en un arraigado sen
tido de culpa. Para Freud, la melancolía es la consecuencia del
fracaso de la «labor del luto». Si éste no tiene lugar, surge el sín
drome patológico en el que a un enorme empobrecimiento del
yo se une una actitud de acusación hacia los demás.
Este análisis de la melancolía proporciona una clave para
comprender el nihilismo, el cual sería una reacción melancóli
100
ca a la caída y a la desaparición de aquellos «valores» metafi-
sicos que han sustentado y apoyado el ascenso del arte y de la
filosofía como formas culturales-guía de Occidente. Frente a
la pérdida de estos «valores», la cultura occidental no está en
disposición de realizar la labor del luto, es decir, de separarse,
progresivamente, de su fundamento metafísico repensando la
«grandeza» del arte y de la filosofía de modo adecuado a las
nuevas condiciones históricas, sociales y económicas. La cul
tura occidental continúa estando poseída, sin saberlo, por el
pasado y revierte sobre sí misma la culpa de su desaparición
porque, inconscientemente, se identifica con ella. De ahí de
riva un cuadro cultural y artístico profundamente patológico
que se manifiesta, por un lado, en el sentimiento de una pro
funda inadecuación de sí mismos que llega hasta la autodeni-
gración y la abyección y, por el otro, en la incapacidad de
mantener nada digno de admiración o de estima. El arte y la
filosofía quedan prisioneros, así, de aquellos «valores» metafí-
sicos que niegan en apariencia. Su nihilismo (o cinismo) no es
una liberación de la tradición, no es un fenómeno de desen
canto o de secularización, sino, al contrario, es la indolencia
de señores decadentes y melancólicos que ya no están en dis
posición de situarse en la renegociación general de todas las
grandezas implícitas en el proceso de globalización. Los nihi
listas (o cínicos) actuales no son, de ningún modo, los herede
ros de los espritforts y de los dandies de los siglos pasados: son
melancólicos incapaces de reciclarse, de formar parte de la
nueva jerarquía de la grandeza.
Por otra parte, la negación de los «valores» llevada a cabo
por el nihilismo es algo muy próximo a aquel mecanismo
descrito por Freud con el término de Vemeinung (negación)
que consiste en expresar de modo negativo un pensamiento
cuya existencia se diluye28. En el caso específico del nihilismo,
la afirmación de los «valores» tradicionales puede entrar en la
conciencia a condición de ser negada. Estos «valores» no pue
den expresarse positivamente porque revelarían el no valor de
101
quien los propugna, su «no estar a la altura» de lo que sostie
ne. Al mismo tiempo, no pueden suprimirse, apartarse de su
realidad psíquica, porque ello requeriría la elaboración de
nuevos criterios de valoración. En otras palabras, además
de no reconocer su propia inadecuación, el nihilista melan
cólico prefiere negar la validez de lo nuevo. Así, el mundo del
arte y de la filosofía está lleno de melancólicos que se tienen
a sí mismos y al mundo «un gran despreció» porque no pue
den dejar de prolongar, psíquicamente, la existencia de lo que
ha perdido «valor». Freud observa que la melancolía pertene
ce a la constelación psíquica de la rebelión; pero la rebelión
del melancólico no será jamás una revolución porque aquélla
es, más bien, una queja respecto a algo que falta, queja que se
transforma en acusación frente a aquéllos que no comparten
su melancolía.
Nicholas Abraham y Maria Torok presentan un desarrollo
original de las nociones freudianas de luto y de melancolía en
la obra Lécorce et le noyeau (1987), que recoge ensayos escritos
en las décadas anteriores. Uniéndose a las ideas de un discí
pulo de Freud, Sándor Ferenczi, explican la labor del dolor
mediante el fenómeno de la introyección: el trauma de la pér
dida puede ser superado a través de una extensión de los in
tereses del Yo que se enriquece con nuevas perspectivas trans
firiendo la libido a otros objetos, manteniendo el recuerdo
del pasado. Completamente diferente de este proceso es, en
cambio, el fenómeno de la incorporación, que determinan de
modo muy singular. Mientras la introyección representa una
crecida del Yo, en la incorporación se instala en el interior del
Yo, de modo casi mágico e instantáneo, una entidad psíquica
extraña, dotada de autonomía propia, desconocida para
quien la lleva en sí y que constituye «una especie de incons
ciente artificial», distinto del inconsciente dinámico de la tra
dición psicoanalítica29. Esta entidad es similar a una tumba se
creta, a una cripta que preserva, como si estuviera muerto,
algo aún vivo y, secretamente, activo.
102
La incorporación críptica es un tercer destino del luto, neta
mente distinto no sólo de la labor del dolor (introyección),
sino también de la melancolía. En efecto, el criptóforo, es de
cir, aquel que lleva en sí una cripta, se oculta a sí mismo el he
cho de haber perdido algo, enmascara la herida porque es in
nombrable, «ya que su mera enunciación en palabras sería
mortífera para todos los lugares comunes»30. ¿Qué esconde
este complejo dispositivo? Contrariamente a lo que se podría
creer, no una ausencia, una carencia o un déficit, sino un gozo
que no puede ser reconocido como tal, que es innombrable
porque supone un atentado a la dignidad no del sujeto, sino
del personaje desaparecido, el cual desempeña una función
de ideal del Yo. En efecto, la pérdida ha tenido lugar, pero es
tal que no puede ser reconocida ni aun menos comunicada.
La cripta asume, así, la dimensión de un resto, entendido no
como avance, sino como realidad psíquica, «bloqueo de la rea
lidad», «tópico de la realidad»31.
El fenómeno de la incorporación críptica, descrito por
Abraham y Torok, ha sido revisado por Jacques Derrida en el
texto F(u)ori (1976), en el que se plantea la singularidad de un
espacio que se define, a la vez, como interior y exterior; la
cripta, de hecho, es «un lugar comprendido en otro pero rigu
rosamente separado del mismo, aislado del espacio general
mediante paredes, un recinto, un enclave»12; es el ejemplo de
una «exclusión intestina» o «inclusión clandestina». Para De
rrida, es la formación de compromiso de un conflicto que se
instaura con violencia y que es imposible resolver; es el único
modo de amar sin matar y de matar para no amar; es el teatro
general de una maniobra que se representa para evitar que la
contradicción se transforme en catástrofe.
Pero el aspecto más inquietante de la incorporación crípti
ca, que se halla sólo apuntado en los trabajos de Abraham y
Torok y de Derrida, es su resplandor, su esplendor, el relam
pagueo de algo que no se explica sólo con la confusión lin
103
güística entre glance (mirada) y Glanz (centelleo)33. El hecho es
que la cripta es una especie de utopía realizada que, precisa
mente por ello, debe ser silenciada so pena de reabrirse el con
flicto. Es un tesoro escondido que brilla sólo en la oscuridad.
La noción de incorporación críptica proporciona la posibi
lidad de pensar una tercera salida a la situación planteada por
el «hundimiento de los valores» y por la «muerte de Dios»;
muestra que es posible sustraerse al cinismo melancólico en
el que el arte y la filosofía parecen haber caído irremediable
mente, aunque al precio de encerrarlos en una cripta a la
que es muy complicado acceder. Al menos, así, quedan salva
guardados tanto de los fanáticos de las «obras» como de los
fanáticos de la comunicación. Bajo esta perspectiva, la labor
del filósofo-artista será la de guardián de tumbas tan magnífi
camente descrita: «está, allí, plantado para vigilar los ires y ve-
ñires de los parientes próximos que pretenden tener acceso a
la tumba a toda costa. Se permite la entrada de curiosos, ino
portunos o detectives..., será para reservarles pistas falsas o
tumbas ficticias. En cambio, los que tienen derecho a visita
serán objeto de maniobras y manipulaciones varias. La vida
de un guardián de tumbas — que debe tratar con esta multi
tud heterogénea— ha de estar llena de malicia, astucia y di
plomacia»34.
104
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