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TEXTOS XVIII.

[En el siglo XVIII] Con raras excepciones, los escritores se propusieron como una tarea primordial de su
quehacer literario la difusión y divulgación de una nueva ideología: la Ilustración.
Este designio llevaba implícito el descrédito del Antiguo Régimen –feudal y señorial– y la apertura a nuevas
formas de pensamiento en sus diversas modalidades, religiosa, política, científica y literaria. Hacer coherente este cúmulo
de incitaciones, aclarar y divulgar la nueva cosmovisión que comportaban fue, sin duda, la misión básica de los
intelectuales a lo largo de todo el siglo XVIII español.
Por ello, el público –lector o espectador– cobró un valor nuevo a los ojos de los autores; no se trataba, como
había sido común en el pasado, de tenerlo como admirador o temerlo como adversario; ahora se quería establecer una
comunicación activa, con el fin de forzarle a que sustituyese sus convicciones ideológicas tradicionales por otras
diferentes, y algunas diametralmente opuestas, a aquellas que habían sido la razón de ser y existir de los españoles
durante dos siglos.
Con todos los distingos y excepciones que provoca siempre una regla general, se puede afirmar que, por
primera vez en la historia española, la inmensa mayoría de los hombres de letras se sintieron hombres políticos, y la
política impregnó cuanto salió de sus plumas. Y como la política fue para ellos “el gobierno de la república que trata y
ordena las cosas que tocan a la policía, conservación y buena conducta de los hombres” –según la dieciochesca definición
suministrada por el Diccionario de Autoridades, en 1737–, en sus obras destacará una actitud moralizante, pedagógica y
reformista.
El movimiento ilustrado español, aun teniendo por base temas y motivos importados de Francia e Inglaterra,
no careció de acentos e interpretaciones propias. Su más evidente característica fue la moderación con que difundieron la
ideología del Siglo de las Luces. La censura les obligó a ser cautos, pero también la sociedad: nuestros ilustrados sabían
que muchos de los supuestos ideológicos que se iban extendiendo por Europa no serían fácilmente tolerados por el cuerpo
social de la nación española. De ahí el tono moderado y posibilista de sus escritos [...]
Lo que sí puede asegurarse es que los hombres que protagonizaron un movimiento cultural que se inicia en
España hacia 1680 y da fin en 1808 [...] fueron individuos llenos de un apasionado deseo de inaugurar una época que
rompiera amarras con el pasado, glorioso sí, pero ya caduco e inoperante. Para llevar a cabo el empeño tomaron como
guía la razón y nuevos métodos de trabajo basados en la observación, la investigación y la experimentación.
Los reformadores confiaron siempre en el éxito de una revolución pausada y pacífica, poniendo sus
esperanzas en el hombre raciona, quien, una vez marcado el camino perfecto, caminaría por él sin mayores problemas
hacia la meta soñada del progreso y la felicidad. A finales de la centuria el desaliento ganaba ya a muchos y el alegre
optimismo impregnado en sus escritos juveniles se teñirían de impotencia y desilusión.

ELENA CATENA, Historia de la literatura española.


FEIJOO. TEATRO CRÍTICO UNIVERSAL.
DISCURSO XVI.
En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas
las mujeres viene a ser lo mismo que ofender a todos los hombres, pues raro hay que no se interese en la precedencia de
su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres que apenas
admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos y en lo físico de imperfecciones; pero donde más fuerza
hace es en la limitación de sus entendimientos.

Llegamos ya al batidero mayor que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso que, si no me vale la
razón, no tengo mucho recurso a la autoridad; porque los autores que tocan esta materia (salvo uno u otro muy raro)
están tan a favor de la opinión del vulgo que casi uniforme hablan del entendimiento de las mujeres con desprecio. A la
verdad, bien pudiera responderse a la autoridad de los más de esos libros con el apólogo que a otro propósito trae el
siciliano Carducio en sus diálogos sobre la pintura. Yendo de camino un hombre y un león, se les ofreció disputar quiénes
eran más valientes, si los hombres, si los leones: cada uno daba la ventaja a su especie, hasta que, llegando a una fuente
de muy buena estructura, advirtió el hombre que en la coronación estaba figurado en mármol un hombre haciendo
pedazos a un león. Vuelto entonces a su competidor, en tono de vencedor, como quien había hallado contra él un
argumento concluyente, le dijo: "Acabarás ya de desengañarte de que los hombres son más valientes que los leones,
pues allí ves gemir oprimido y rendir la vida a un león debajo de los brazos de un hombre." "Bello argumento me traes-
respondió sonriéndose el león-. Esa estatua otro hombre la hizo, y así no es mucho que la formase como le estaba bien a
su especie. Yo te prometo que si un león la hubiera hecho, él hubiera vuelto la tortilla y plantado al león sobre el hombre,
haciendo pedazos de él para su plato." Al caso: hombres fueron los que escribieron esos libros, en que se condena por
muy inferior el entendimiento de las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo [...]. Ni ellas ni
nosotros podemos en este pleito ser jueces, porque somos partes.

[...] Estos discursos contra las mujeres son de hombres superficiales. Ven que, por lo común, no saben sino
aquellos oficios caseros a que están destinadas y de aquí infieren (aun sin saber que lo infieren de aquí, pues no hacen
sobre ello algún acto reflejo) que no son capaces de otra cosa. El más corto lógico sabe que de al carencia del acto a la
carencia de la potencia no vale la ilación; y así, de que las mujeres no sepan más, no se infiere que no tengan talento
para más. Nadie sabe más que aquella facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino bárbaramente, que la
habilidad no se extiende a más que la aplicación. Si todos los hombres se dedicasen a la agricultura [...] de modo que no
supiesen otra cosa, ¿sería esto fundamento para discurrir que no son los hombres hábiles para otra cosa? [...] Si en todo
el mundo hubiera la misma costumbre, tendrían sin duda las mujeres a los hombres por inhábiles para las letras, como
hoy juzgan los hombres ser inhábiles a las mujeres. Y como aquel se hace, pues procede sobre el mismo fundamento.
Fray Benito Jerónimo Feijoo, Cartas
eruditas y curiosas
Concédese que, por lo común, es vicio del estilo la
introducción de voces nuevas o extrañas en el idioma
propio. Pero, ¿por qué? Porque hay muy pocas
manos que tengan la destreza necesaria para hacer
esa mezcla. Es menester, para ello, un tino sutil, un
discernimiento delicado. Supongo que no ha de haber
afectación, que no ha de haber exceso. Supongo
también que es lícito el uso de voz de idioma extraño,
cuando no hay equivalente en el propio; de modo que
aunque se pueda explicar lo mismo con el complejo
de dos o tres voces domésticas, es mejor hacerlo con
una solo, venga de donde viniere. Por este motivo en
menos de un siglo se han añadido más de mil voces
latinas a la lengua francesa ,y otras tantas, y muchas
más, entre latinas y francesas, a la castellana. Yo me
atrevo a señalar en nuestro nuevo diccionario más de
dos mil, de las cuales ninguna se hallará en los
autores españoles que escribieron antes de empezar
el pasado siglo. Si tantas adiciones hasta ahora
fueron lícitas, ¿por qué no lo serán otras ahora?
Pensar que ya la lengua castellana u otra alguna del
mundo tiene toda la extensión posible o necesaria,
sólo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud
de las ideas, para cuya expresión se requieren
distintas voces.
Los que a todas las peregrinas niegan la entrada en
nuestra locución, llamarán a esta austeridad «pureza
de la lengua castellana». Es cosa vulgarísima
nombrar las cosas como lo ha menester el capricho,
el error o la pasión. ¡Pureza! Antes deberá llamar
«pobreza», desnudez, miseria, sequedad.
CADALSO. CARTAS MARRUECAS. Carta XLIV De Nuño a Gazel.
Empiezo a responder a tu última carta por donde la acabaste. Confírmate en la idea de que la naturaleza del hombre está corrompida y, para valerme
de tu propia expresión, suele viciar hasta las virtudes mismas. La economía es, sin duda, una virtud moral, y el hombre que es extremado en ella la vuelve en el
vicio llamado avaricia; la liberalidad se muda en prodigalidad, y así de las restantes. El amor de la patria es ciego como cualquiera otro amor; y si el entendimiento
no le dirige, puede muy bien aplaudir lo malo, desechar lo bueno, venerar lo ridículo y despreciar lo respetable. De esto nace que, hablando con ciego cariño de la
antigüedad, va el español expuesto a muchos yerros siempre que no se haga la distinción siguiente. En dos clases divido los españoles que hablan con
entusiasmo de la antigüedad de su nación: los que entienden por antigüedad el siglo último, y los que por esta voz comprenden el antepasado y anteriores.
El siglo pasado no nos ofrece cosa que pueda lisonjearnos. Se me figura España desde fin de 1500 como una casa grande que ha sido magnífica y
sólida, pero que por el discurso de los siglos se va cayendo y cogiendo debajo a los habitantes. Aquí se desploma un pedazo del techo, allí se hunden dos
paredes, más allá se rompen dos columnas, por esta parte faltó un cimiento, por aquélla se entró el agua de las fuentes, por la otra se abre el piso; los moradores
gimen, no saben dónde acudir; aquí se ahoga en la cuna el dulce fruto del matrimonio fiel; allí muere de golpes de las ruinas, y aun más del dolor de ver a este
espectáculo, el anciano padre de la familia; más allá entran ladrones a aprovecharse de la desgracia; no lejos roban los mismos criados, por estar mejor
instruidos, lo que no pueden los ladrones que lo ignoran.
Si esta pintura te parece más poética que verdadera, registra la historia, y verás cuán justa es la comparación. Al empezar este siglo, toda la
monarquía española, comprendidas las dos Américas, media Italia y Flandes, apenas podía mantener veinte mil hombres, y ésos mal pagados y peor
disciplinados. Seis navíos de pésima construcción, llamados galeones, y que traían de Indias el dinero que escapase los piratas y corsarios; seis galeras ociosas
en Cartagena, y algunos navíos que se alquilaban según las urgencias para transporte de España a Italia, y de Italia a España, formaban toda la armada real. Las
rentas reales, sin bastar para mantener la corona, sobraban para aniquilar al vasallo, por las confusiones introducidas en su cobro y distribución. La agricultura,
totalmente arruinada, el comercio, meramente pasivo, y las fábricas, destruidas, eran inútiles a la monarquía. Las ciencias iban decayendo cada día. Introducíanse
tediosas y vanas disputas que se llamaban filosofía; en la poesía admitían equívocos ridículos y pueriles; el Pronóstico, que se hacía junto con el Almanak, lleno
de insulseces de astrología judiciaria, formaba casi toda la matemática que se conocía; voces hinchadas y campanudas, frases dislocadas, gestos teatrales iban
apoderándose de la oratoria práctica y especulativa. Aun los hombres grandes que produjo aquella era solían sujetarse al mal gusto del siglo, como hermosos
esclavos de tiranos feísimos. ¿Quién, pues, aplaudirá tal siglo?
Pero ¿quién no se envanece si se habla del siglo anterior, en que todo español era un soldado respetable? Del siglo en que nuestras armas
conquistaban las dos Américas y las islas de Asia, aterraban a África e incomodaban a toda Europa con ejércitos pequeños en número y grandes por su gloria,
mantenidos en Italia, Alemania, Francia y Flandes, y cubrían los mares con escuadras y armadas de navíos, galeones y galeras; del siglo en que la academia de
Salamanca hacía el primer papel entre las universidades del mundo; del siglo en que nuestro idioma se hablaba por todos los sabios y nobles de Europa. ¿Y
quién podrá tener voto en materias críticas, que confunda dos eras tan diferentes, que parece en ellas la nación dos pueblos diversos? ¿Equivocará un
entendimiento mediano un tercio de españoles delante de Túnez, mandado por Carlos I, con la guardia de la cuchilla de Carlos II? ¿A Garcilaso con Villamediana?
¿Al Brocense con cualquiera de los humanistas de Felipe IV? ¿A don Juan de Austria, hermano de Felipe II, con don Juan de Austria, hijo de Felipe IV? Créeme
que la voz antigüedad es demasiado amplia, como la mayor parte de las que pronuncian los hombres con sobrada ligereza.
La predilección con que se suele hablar de todas las cosas antiguas, sin distinción de crítica, es menos efecto de amor hacia ellas que de odio a
nuestros contemporáneos. Cualquiera virtud de nuestros coetáneos nos ofende porque la miramos como un fuerte argumento contra nuestros defectos; y vamos a
buscar las prendas de nuestros abuelos, por no confesar las de nuestros hermanos, con tanto ahínco que no distinguimos al abuelo que murió en su cama, sin
haber salido de ella, del que murió en campaña, habiendo vivido siempre cargado con sus armas; ni dejamos de confundir al abuelo nuestro, que no supo cuántas
leguas tiene un grado geográfico, con los Álavas y otros, que anunciaron los descubrimientos matemáticos hechos un siglo después por los mayores hombres de
aquella facultad. Basta que no les hayamos conocido, para que los queramos; así como basta que tratemos a los de nuestros días, para que sean objeto de
nuestra envidia o desprecio.
Es tan ciega y tan absurda esta indiscreta pasión a la antigüedad, que un amigo mío, bastante gracioso por cierto, hizo una exquisita burla de uno de
los que adolecen de esta enfermedad. Enseñóle un soneto de los más hermosos de Hernando de Herrera, diciéndole que lo acababa de componer un
condiscípulo suyo. Arrojólo al suelo el imparcial crítico, diciéndole que no se podía leer de puro flojo e insípido. De allí a pocos días, compuso el mismo muchacho
una octava, insulsa si las hay, y se la llevó al oráculo, diciendo que había hallado aquella composición en un manuscrito de letra de la monja de Méjico. Al oírlo,
exclamó el otro diciendo: -Esto sí que es poesía, invención, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación -y tantas cosas más que se me olvidaron-;
pero no a mi sobrino, que se quedó con ellas de memoria, y cuando oye se lee alguna infelicidad del siglo pasado delante de un apasionado de aquella era,
siempre exclama con increíble entusiasmo irónico: -¡Esto sí que es invención, poesía, lenguaje, armonía, dulzura, fluidez, elegancia, elevación!
Espero cartas de Ben-Beley; y tú manda a Nuño.
JOVELLANOS. Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas.

Este pueblo necesita diversiones, pero no espectáculos. No ha menester que el gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse. En los pocos días, en las breves horas
que puede destinar a su solaz y recreo, él buscará, él inventará sus entretenimientos; basta que se le dé libertad y protección para disfrutarlos. Un día de fiesta claro y sereno en que
pueda libremente pasear, correr, tirar a la barra, jugar a la pelota, al tejuelo, a los bolos, merendar, beber, bailar y triscar por el campo, llenará todos sus deseos y le ofrecerá la
diversión y el placer más cumplidos. ¡A tan poca costa se puede divertir a un pueblo, por grande y numeroso que sea!
Sin embargo, ¿cómo es posible que la mayor parte de los pueblos de España no se divierten en manera alguna? Cualquiera que haya corrido nuestras provincias habrá
hecho muchas veces esta dolorosa observación. En los días más solemnes, en vez de la alegría y bullicio que debieran anunciar el contento de sus moradores, reina en las calles y
plazas una perezosa inacción, un triste silencio, que no se pueden advertir sin admiración ni lástima. Si algunas personas salen de sus casas, no parece sino que el tedio y la
ociosidad las echan de ellas y las arrastran al ejido, al humilladero, a la plaza o al pórtico de la iglesia, donde, embozados en sus capas o al arrimo de alguna esquina, o sentados o
vagando acá y acullá sin objeto ni propósito determinado, pasan tristemente las horas y las tardes enteras sin espaciarse ni divertirse. Y si a eso se añade la aridez e inmundicia de
los lugares, la pobreza y desaliño de sus vecinos, el aire triste y silencioso, la pereza y falta de unión y movimiento que se notan en todas partes, ¿quién será el que no se sorprenda
y entristezca a vista de tan raro fenómeno?
No es de este lugar descubrir todas las causas que concurren a producirle; sean las que fueren, se puede asegurar que todas emanarán de las leyes. Pero sin salir de
nuestro propósito no podemos callar que una de las más ordinarias y conocidas está en la mala policía de muchos pueblos. El celo indiscreto de no pocos jueces se persuade a que
la mayor perfección del gobierno municipal se cifra en la sujeción del pueblo y a que la suma del buen orden consiste en que sus moradores se estremezcan a la voz de la justicia y
en que nadie se atreva a moverse ni cespitar al oír su nombre. En consecuencia, cualquiera bulla, cualquiera gresca o algazara recibe el nombre de asonada y alboroto; cualquiera
disensión, cualquiera pendencia es objeto de un procedimiento criminal, y trae en pos de sí pesquisas y procesos y prisiones y multas, y todo el séquito de molestias y vejaciones
forenses. Bajo tan dura policía el pueblo se acobarda y entristece, y sacrificando su gusto a su seguridad renuncia la diversión pública e inocente, pero sin embargo peligrosa, y
prefiere la soledad y la inacción, tristes a la verdad y dolorosas, pero al mismo tiempo seguras.
De semejante sistema han nacido infinitos reglamentos de policía, no solo contrarios al contento de los pueblos sino también a su prosperidad, y no por eso observados
con menos rigor y dureza. En unas partes se prohíben las músicas y cencerradas, y en otras las veladas y bailes. En unas se obliga a los vecinos a cerrarse en sus casas a la
queda, y en otras a no salir a la calle sin luz, a no pararse en las esquinas, a no juntarse en corrillos y a otras semejantes privaciones. El furor de mandar y, alguna vez, la codicia de
los jueces han extendido hasta las más ruines aldeas reglamentos que apenas pudiera exigir la confusión de una corte; y el infeliz gañán, que ha sudado sobre los terrones del
campo y dormido en la era toda la semana, no puede en la noche del sábado gritar libremente en la plaza de su lugar, ni entonar un romance a la puerta de su novia.
Aun el país en que vivo, aunque tan señalado entre todos por su laboriosidad, por su natural alegría y por la inocencia de sus costumbres, no ha podido librarse de
semejantes reglamentos, y el disgusto con que son recibidos, y de que he sido testigo alguna vez, me sugiere ahora estas reflexiones. La dispersión de su población ni exige ni
permite por fortuna la policía municipal inventada para los pueblos agregados, pero los nuestros se juntan a divertirse en las romerías y allí es donde los reglamentos de policía los
siguen e importunan. Se ha prohibido en ellas el uso de los palos, que hace aquí necesarios, más que la defensa, la fragosidad del país; se han vedado las danzas de los hombres;
se ha hecho cesar a media tarde las de las mujeres, y finalmente se obliga a disolver antes de la oración las romerías, que son la única diversión de estos laboriosos e inocentes
pueblos. ¿Cómo es posible que estén bien hallados y contentos con tan molesta policía?
Se dirá que todo se sufre, y es verdad; todo se sufre, pero se sufre de mala gana; todo se sufre, pero ¿quién no temerá las consecuencias de tan largo y forzado
sufrimiento? El estado de libertad es una situación de paz, de comodidad y de alegría; el de sujeción lo es de agitación, de violencia y disgusto; por consiguiente, el primero es
durable, el segundo expuesto a mudanzas. No basta, pues, que los pueblos estén quietos; es preciso que estén contentos, y solo en corazones insensibles o en cabezas vacías de
todo principio de humanidad, y aun de política, puede abrigarse la idea de aspirar a lo primero sin lo segundo.
Los que miran con indiferencia este punto, o no penetran la relación que hay entre la libertad y la prosperidad de los pueblos, o por lo menos la desprecian, y tan malo
es uno como otro. Sin embargo, esta relación es bien clara y bien digna de la atención de una administración justa y suave. Un pueblo libre y alegre será precisamente activo y
laborioso; y siéndolo, será bien morigerado y obediente a la justicia. Cuanto más goce, tanto más amará el gobierno en que vive, tanto mejor le obedecerá, tanto más de buen grado
concurrirá a sustentarle y defenderle. Cuanto más goce tanto más tendrá que perder, tanto más temerá el desorden y tanto más respetará la autoridad destinada a reprimirlo. Este
pueblo tendrá más ansia de enriquecerse porque sabrá que aumentará su placer al paso que su fortuna. En una palabra, aspirará con más ardor a su felicidad porque estará más
seguro de gozarla. Siendo, pues, éste el primer objeto de todo buen gobierno, ¿no es claro que no debe ser mirado con descuido ni indiferencia?
Hasta lo que se llama prosperidad pública, si acaso es otra cosa que el resultado de la felicidad individual, pende también de este objeto; porque el poder y la fuerza de
un Estado no consiste tanto en la muchedumbre y en la riqueza cuanto, y principalmente, en el carácter moral de sus habitantes. En efecto, ¿qué fuerza tendría una nación
compuesta de hombres débiles y corrompidos, de hombres duros, insensibles y ajenos de todo interés, de todo amor público?
Por el contrario, unos hombres frecuentemente congregados a solazarse y divertirse en común formarán siempre un pueblo unido y afectuoso, conocerán un interés
general y estarán más distantes de sacrificarle a su interés particular. Serán de ánimo más elevado porque serán más libres y, por lo mismo, serán también de corazón más recto y
esforzado. Cada uno estimará a su clase porque se estimará a sí mismo y estimará a las demás porque querrá que la suya sea estimada. De este modo, respetando la jerarquía y el
orden establecidos por la constitución, vivirán según ella, la amarán y la defenderán vigorosamente, creyendo que se defienden a sí mismos. Tan cierto es que la libertad y la alegría
de los pueblos están más distantes del desorden que la sujeción y la tristeza.
JOVELLANOS

Así corrió la suerte de este espectáculo, más o menos asistido o celebrado según su aparato, y también según el
gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores aplausos bastasen a librarle de alguna
censura eclesiástica, y menos de aquella con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el
clamor de sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados, y parecía empeñarlos más y más
en sostenerle, cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo de los
buenos espíritus como sentimiento de los que juzgan las cosas por meras apariencias.
Es por cierto muy digno de admiración que este punto se haya presentado a la discusión como un problema difícil
de resolver. La lucha de toros no ha sido jamás una diversión, ni cotidiana, ni muy frecuentada, ni de todos los
pueblos de España, ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás; en otras
se circunscribió a las capitales, y dondequiera que fueron celebrados lo fue solamente a largos periodos y
concurriendo a verla el pueblo de las capitales y tal cual aldea circunvecina. Se puede, por tanto, calcular que de
todo el pueblo de España, apenas la centésima parte habrá visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se
ha pretendido darle el título de diversión nacional?
Pero si tal quiere llamarse porque se conoce entre nosotros desde muy antiguo, porque siempre se ha concurrido
a ella y celebrado con grande aplauso, porque ya no se conserva en otro país alguno de la culta Europa, ¿quién
podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo, creer que el arrojo y destreza de una
docena de hombres, criados desde su niñez en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o
salen estropeados de él, se puede presentar a la misma Europa como un argumento de valor y bizarría española,
es un absurdo. Y sostener que en la proscripción de estas fiestas, que por otra parte puede producir grandes
bienes políticos, hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni en el orden moral ni en el civil, es
ciertamente una ilusión, un delirio de la preocupación. Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente
este espectáculo y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún
se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios.
MELÉNDEZ VALDÉS
La noche y el día, «La noche y el día,
¿qué tienen de igual? ¿qué tienen de igual?»
¿De dónde, donosa, Estréllase, y mira,
el lindo lunar y torna a mirar,
que sobre tu seno mientra el pensamiento
se vino a posar? mil vueltas le da,
¿Cómo, di, la nieve iluso, perdido,
lleva mancha tal? ansiando encontrar,
La noche y el día, la noche y el día
¿qué tienen de igual? ¿qué tienen de igual?
¿Qué tienen las sombras Cuando tú lo cubres
con la claridad, de un albo cendal,
ni un oscuro punto por sus leves hilos
con la alba canal se pugna escapar.
que un val de azucenas ¡Señuelo del gusto!
hiende por mitad? ¡dulcísimo imán!
La noche y el día, La noche y el día,
¿qué tienen de igual? ¿qué tienen de igual?
Premiando sus hojas, Turgente tu seno
el ciego rapaz se ve palpitar,
por juego un granate y a su blando impulso
fue entre ellas a echar; él viene y él va;
mirolo y riose, diciéndome mudo
y dijo vivaz: con cada compás:
«La noche y el día, «La noche y el día,
¿qué tienen de igual?» ¿qué tienen de igual?»
En él sus saetas Semeja una rosa
se puso a probar, que en medio el cristal
mas nunca lo hallara de un limpio arroyuelo
su punta fatal. meciéndose está,
Y diz que picado, clamando yo al verle
se le oyó gritar: subir y bajar:
«La noche y el día, «La noche y el día,
¿qué tienen de igual?» ¿qué tienen de igual?»
Entonces su madre ¡Mi bien!, si alcanzases
la parda señal la llaga mortal
por término puso que tu lunarcito
de gracia y beldad, me pudo causar,
do clama el deseo no así preguntaras,
al verse estrellar: burlando mi mal:
TOMÁS DE IRIARTE. EL BURRO FLAUTISTA.

Esta fabulilla, En la flauta el aire


salga bien o mal, se hubo de colar,
me ha ocurrido ahora y sonó la flauta
por casualidad. por casualidad.
Cerca de unos prados «¡Oh!», dijo el borrico,
que hay en mi lugar, «¡qué bien sé tocar!
pasaba un borrico ¡y dirán que es mala
por casualidad. la música asnal!».
Una flauta en ellos Sin reglas del arte,
halló, que un zagal borriquitos hay
se dejó olvidada que una vez aciertan
por casualidad. por casualidad.
Acercóse a olerla
el dicho animal,
y dio un resoplido
por casualidad.
TOMÁS DE IRIARTE.
Un caballerito de estos tiempos.
Levántome a las mil, como quien soy;
me lavo. Que me vengan a afeitar.
Traigan el chocolate, y a peinar.
Un libro... Ya leí; basta por hoy.
Si me buscan, que digan que no
estoy.
Polvos... Venga el vestido verdemar...
¿Si estará ya la misa en el altar?
¿Han puesto la berlina? Pues me
voy.
Hice ya tres visitas. A comer...
Traigan barajas. Ya jugué. Perdí...
Pongan el tiro; al campo, y a correr...
Ya doña Eulalia esperará por mí...
Dio la una. A cenar, y a recoger...
-¿Y es este un racional? -Dicen que
sí.
Nicasio Álvarez Cienfuegos

¡Ay! ¡ay, que parte! ¡que la pierdo! abierta


del coche triste la funesta puerta
la llama a su prisión. Laura adorada,
Laura, mi Laura ¿que de mí olvidada
entras donde esos bárbaros crueles
lejos te llevan de mi lado amante?
¡Ay! Que el zagal el látigo estallante
chasquea, y los ruidosos cascabeles
y las esquilas suenan, y al estruendo
los rápidos caballos van corriendo.
¿Y corren, corren, y de mí la alejan?
¿La alejan más y más sin que mi llanto
mueva a piedad su bárbara dureza?
JOVELLANOS: MEMORIA SOBRE DIVERSIONES Y ESPECTÁCULOS PÚBLICOS.

La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena.
No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una bárbara preferencia; de aquellos que aborta una
cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos, que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para
desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesía, el chiste cómico y la agudeza
castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen
sentido; hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras
naciones, y que la porción más cuerda de la nuestra ha visto siempre, y, ve todavía, con entusiasmo y delicia. Seré
siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables, la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y
naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste,
las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero ¿qué importa, si estos mismos dramas, mirados a la luz de los
preceptos. y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no
pueden tolerar?
¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de tal crítico moderno “se ven pintadas con el
colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas; los engaños, los artificios, las perfidias; fugas de doncellas,
escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso pundonor;
robos autorizados, violencias intentadas y cumplidas, bufones insolentes, criados que hacen gala y ganancia de sus
infames tercerías"? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben
desaparecer de sus ojos cuanto antes.
Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas por otros capaces de deleitar e instruir, presentando
ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el
teatro.
He aquí el grande objeto de la legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un
teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser Supremo y a la religión de nuestros
padres; de amor a la patria, al soberano y a la Constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios
de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes
buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y
celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien
público, celosos de su libertad y de sus derechos, y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la
iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a
estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban la
sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la
supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría,
de amistad, y en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando
salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones .v caprichos.
CADALSO. NOCHES LÚGUBRES. ACTO I.

TEDIATO.- ¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido por los lamentos que se
oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de mi corazón. El cielo también se conjura contra
mi quietud, si alguna me quedara. El nublado crece. La luz de esos relámpagos..., ¡qué
horrorosa! Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y parece producir otro más
cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro
de delicias; la cuna en que se cría la esperanza de las casas; la descansada cama de los
ancianos venerables; todo se inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que no se crea
mortal en este instante... ¡Ay, si fuese el último de mi vida, cuán grato sería para mí! ¡Cuán
horrible ahora! ¡Cuán horrible! Más lo fue el día, el triste día que fue causa de la escena en que
ahora me hallo.
Lorenzo no viene. ¿Vendrá, acaso? ¡Cobarde! ¿Le espantará este aparato que Naturaleza
le ofrece? No ve lo interior de mi corazón... ¡Cuánto más se horrorizaría! ¿Si la esperanza del
premio le traerá? Sin duda..., el dinero... ¡Ay, dinero, lo que puedes! Un pecho sólo se te ha
resistido... Ya no existe... Ya tu dominio es absoluto... Ya no existe el solo pecho que se te ha
resistido.
Las dos están al caer... Ésta es la hora de cita para Lorenzo... ¡Memoria! ¡Triste memoria!
¡Cruel memoria! Más tempestades formas en mi alma que nubes en el aire. También ésta es la
hora en que yo solía pisar estas mismas calles en otros tiempos muy diferentes de éstos. ¡Cuán
diferentes! Desde aquélla a éstos todo ha mudado en el mundo; todo, menos yo.
¿Si será de Lorenzo aquella luz trémula y triste que descubro? Suya será. ¿Quién sino él,
y en este lance, y por tal premio, saldría de su casa? Él es. El rostro pálido, flaco, sucio, barbado
y temeroso; el azadón y pico que trae al hombro, el vestido lúgubre, las piernas desnudas, los
pies descalzos, que pisan con turbación; todo me indica ser Lorenzo, el sepulturero del templo,
aquel bulto, cuyo encuentro horrorizaría a quien le viese. Él es, sin duda; se acerca;
desembózome, y le enseño mi luz. Ya llega. ¡Lorenzo! ¡Lorenzo!
MORATÍN. La comedia nueva o el café.
DON PEDRO.- (…) ¿Qué ha estudiado usted? ¿Quién le ha enseñado
el arte? ¿Qué modelos se ha propuesto usted para la imitación?
¿No ve usted que en todas las facultades hay un método de
enseñanza y unas reglas que seguir y observar; que a ellas debe
acompañar una aplicación constante y laboriosa, y que sin estas
circunstancias, unidas al talento, nunca se formarán grandes
profesores, porque nadie sabe sin aprender? Pues ¿por dónde
usted, que carece de tales requisitos, presume que habrá podido
hacer algo bueno? ¿Qué, no hay más sino meterse a escribir, a
salga lo que salga, y en ocho días zurcir un embrollo, ponerlo en
malos versos, darle al teatro y ya soy autor? ¿Qué, no hay más que
escribir comedias? Si han de ser como la de usted o como las
demás que se le parecen, poco talento, poco estudio y poco tiempo
son necesarios; pero si han de ser buenas (créame usted) se
necesita toda la vida de un hombre, un ingenio muy sobresaliente,
un estudio infatigable, observación continua, sensibilidad, juicio
exquisito, y todavía no hay seguridad de llegar a la perfección.

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