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Bertold Brecht

Diálogo entre Ziffel y Kalle

DIALOGOS DE FUGITIVOS
BIBLIOGRAFIA ELEMENTAL
Los escritos de Brecht están publicados en veinte
volúmenes de Obras Completas, por Suhrkamp
Verlag K. G., Frankfurt a/Main, en la edición
original.
Merecen citarse los tomos de Théatre Complet,
publicados por L’Arche, París, y las ediciones de
algunas de sus obras editadas en inglés por Methuen
Ltd., Londres.

En castellano:
Teatro Completo en doce tomos, Ediciones Nueva
Visión, Buenos Aires. La revista “Primer Acto” ha
publicado, sobre todo en sus números 46, 76, 84 y
86, diversas obras y trabajos sobre Brecht.
En el volumen de Teatro Alemán Contemporáneo,
de Editorial Aguilar, Madrid, se incluye una versión
de El alma buena de Sechuan.
Aymá Editora, en su colección Voz Imagen, ha
publicado en el número 9 La ópera de perra gorda.

Otras ediciones de obras de Brecht son:


Los trabajos del señor Julio César, novela publicada
en castellano por la Compañía General Fabril
Editora de Buenos Aires, y en francés por L’Arche,
París.
Breviario de Estética Teatral, Ediciones La Rosa
Blindada, Buenos Aires.
Poemas y Canciones, en dos ediciones distintas: una
de ellas, reciente, de Alianza Editorial, Madrid.
I
SOBRE PASAPORTES
SOBRE LA PARIDAD CERVEZA-CIGARRO
SOBRE EL AMOR AL ORDEN

La furia de la guerra había asolado media Europa, pero todavía era joven y bonita y pensaba
cómo podría saltar hacia América, mientras que en el bar de la estación de Helsingfors dos
hombres, sentados, lanzando en torno a ellos miradas circunspectas, hablaban de política.
Uno era alto y grueso y tenía las manos blancas; el otro, más rechoncho tenía las manos de un
obrero metalúrgico. EI aIto sostenía levantado su vaso de cerveza y miraba a través de él.

EL ALTO: Esta cerveza no es cerveza, Io que se equilibra


con el hecho de que los cigarros tampoco son cigarros;
pero el pasaporte tiene que ser un pasaporte para que a
uno le dejen entrar en el país.
EL RECHONCHO: El pasaporte es la parte más noble del
hombre. Además, no se fabrica de una manera tan senci-
lla como un hombre. Se puede hacer un hombre en cual-
quier parte, del modo más despreocupado y sin causa ra-
zonable, pero nunca un pasaporte. Por eso, se reconocerá
el valor de un pasaporte si es bueno, mientras que a un
hombre por bueno que sea, no siempre se le reconocerá
su valor.
EL ALTO: Se puede decir que el hombre no es más que el
vehículo material de un pasaporte. Se le introduce el pa-
saporte en el bolsillo interior de la chaqueta igual que se
mete un paquete de acciones en la caja fuerte. En sí, la
caja fuerte no tiene ningún valor, pero contiene valores.
EL RECHONCHO: Y, sin embargo, se puede sostener que,
hasta cierto punto, el hombre es necesario para el pasa-
porte. El pasaporte es lo principal, hay que descubrirse
ante él; pero sin el hombre correspondiente el pasaporte
no sería posible o, al menos, no del todo. Pasa igual que
con el cirujano, que necesita al enfermo para poder ope-
rar; en este sentido no es autónomo; aun con todos sus
estudios, no es más que una mitad. Y en un Estado mo-
derno ocurre lo mismo; Io principal es el Führer o el Duce,
pero ellos también necesitan gente a la que dirigir. Ellos
son grandes, pero alguien tiene que responder de su gran-
deza, de lo contrario no funciona.
EL ALTO: Los dos nombres que ha mencionado usted me
hacen pensar en esta cerveza y estos cigarros. Quiero creer
que son productos de primera calidad, lo mejor que se
puede encontrar aquí; y yo veo una feliz circunstancia en
el hecho de que la cerveza no sea cerveza y los cigarros no
sean cigarros, pues si, por casualidad, no existiera ningu-
na analogía, difícilmente se haría funcionar este restau-
rante. Yo sospecho que el café tampoco es café.
EL RECHONCHO: ¿Qué quiere usted decir con eso de
feliz circunstancia?
EL ALTO: Quiero decir que se ha restablecido el equilibrio.
Ninguno tiene que temer la comparación con el otro y
pueden, codo con codo, desafiar al mundo entero; nin-
guno de ellos encuentra un amigo mejor y sus reuniones
transcurren en perfecta armonía. Pero si el café, por ejem-
plo, fuera café y sólo la cerveza no fuera cerveza, el mun-
do renegaría fácilmente de la cerveza por su inferior cali-
dad, y ¿qué pasaría entonces? Pero le aparto de su tema,
el pasaporte.
EL RECHONCHO: No es un tema tan alegre como para
no dejarrne apartar de él. Lo que me extraña es que se
ocupen tanto en estos momentos de contar y registrar a
la gente como si pudiera perdérseles alguno; de lo contra-
rio, no estarían ahora así. Pero necesitan saber con exacti-
tud que se es éste y no otro, como si no diera absoluta-
mente igual a quién dejar morir de hambre.
El alto y corpulento se levanta, se inclina y dice: «Me llamo ZIFFEL, físico». El rechoncho
parece reflexionar sobre si debe levantarse también, pero cambia de opinión y permanece
sentado. Murmura: «Llámeme KALLE, es suficiente». El alto vuelve a sentarse y da una
ofendida chupada del cigarro que habia criticado varias veces antes de volver a hablar.

ZIFFEL: La preocupación por el hombre ha aumentado


mucho en los últimos años, especialmente con los nue-
vos regímenes. El Estado se ocupa de uno, no es como
antes. Los grandes hombres que han surgido en varios
lugares de Europa manifiestan un gran interés por los
individuos y nunca consiguen bastantes. Necesitan mu-
chos. Al principio se rompía uno la cabeza pensando por
qué el Führer reunía hombres en todos los territorios li-
mítrofes y los transportaba al interior de Alemania. Sólo
ahora, con la guerra, se ha aclarado. Tiene un desgaste
bastante grande y necesita grandes cantidades. Pero el
motivo principal de que existan los pasaportes es el or-
den. En unos tiempos como estos, el orden es absoluta-
mente necesario. Supongamos que usted y yo vamos de
un lado para otro sin un documento que atestigüe quié-
nes somos, de modo que cuando tuvieran que deportar-
nos no nos podrían encontrar; eso sería el desorden. Hace
un momento hablaba usted de un cirujano. Si la cirugía
funciona es porque el cirujano sabe en qué lugar del cuerpo
se halla, por ejemplo, el apéndice. Si el apéndice pudiera,
sin saberlo el cirujano, trasladarse a la cabeza o a la rodi-
lla, su extirpación plantearía dificultades. Todos aquellos
que amen el orden se lo confirmarán.
KALLE: El hombre más ordenado que he conocido en mi
vida era un tal Schiefinger, un SS del campo de Dachau.
Se contaba de él que no permitía a su amante mover el
culo ningún otro día que el sábado, ni a otra hora que
por la noche, ni siquiera por descuido. En el bar donde
ella trabajaba le estaba prohibido poner la botella de li-
monada con el culo mojado sobre la mesa. Cuando él
nos azotaba con el látigo de cuero, obraba tan concienzu-
damente que las marcas que nos producía formaban un
dibujo tan perfecto que habrían podido resistir la verifi-
cación con la cinta métrica. Tenía tan asimilado el senti-
do del orden, que habría preferido no azotarnos a hacerlo
sin método.
ZIFFEL: Ese es un punto muy importante. En ninguna parte
se vela más por el orden que en la cárcel o en el ejército.
Esto es así desde tiempos proverbiales. El general francés
que al comienzo de la guerra del setenta anunció al Em-
perador Napoleón III que el ejército estaba preparado
hasta el último botón, no habría prometido poco si hu-
biera sido cierto. Lo que importa es el último botón. Tie-
nen que estar todos los botones. Con el último botón se
gana la guerra. También es importante la última gota de
sangre, pero no tanto como el último botón. Se ganará la
guerra por el orden. Nunca se puede poner tanto orden
en la sangre como en los botones.
KALLE: «Ultimo» es una de sus palabras favoritas. En la
ciénaga aquella, el SS de guardia siempre decía que había
que cavar con la última energía. Yo me preguntaba a me-
nudo por qué no podíamos hacerlo con la primera. Pero
tenía que ser la última, de lo contrario no le hacía gracia.
También están empeñados en ganar la guerra con la últi-
ma energía.
ZIFFEL: Tienen interés en que sea serio.
KALLE: Sangrientamente serio. Si no es sangriento, no es
serio.
ZIFFEL: Eso nos hace volver a los botones. Ni siquiera en
el mundo de los negocios juega el orden un papel tan
importante como en el ejército; a pesar de que en los
negocios, con un orden meticuloso, se consiguen benefi-
cios, mientras que la guerra sólo produce pérdidas. Po-
dría pensarse que tiene más importancia un céntimo en
los negocios que un bot6n en la guerra.
KALLE: Los botones en sí no importan mucho en la gue-
rra; en ninguna parte se malgasta tanto material, eso lo
sabe cualquiera. Se llega a la saciedad. ¿Se ha visto jamás
a la Intendencia hacer economías? El orden no consiste
en economizar.
ZIFFEL: Claro que no. Consiste en despilfarrar metódica-
mente. Todo lo que se malgasta, se pudre o se destruye,
tiene que constar en un papel y ser numerado; eso es el
orden. Pero la razón principal de este orden es pedagógi-
ca. El hombre no puede realizar determinadas funciones
si no lo hace como es debido. A saber, las cosas absurdas.
Haga usted a un prisionero cavar una fosa, llenarla y vol-
verla a cavar, y déjele hacerlo tan chapuceramente como
le dé la gana: o se volverá loco o se rebelará, lo que viene
a ser lo mismo. Por el contrario, si se le obliga a empuñar
la pala así y no unos centímetros más abajo, si se tiende
un cordel por donde tiene que hincar la herramienta para
que la fosa quede trazada en línea recta, y si se vigila, al
llenarla de nuevo, que el suelo del patio quede tan liso
como si nunca se hubiera cavado una fosa, entonces el
trabajo resulta factible y todo marcha a pedir de boca,
como se suele decir. Por otra parte, en los tiempos que
corren apenas se puede mantener a la humanidad sin co-
rrupción, que es también una forma de desorden. Halla-
rá humanidad donde encuentre un empleado que robe.
Hay ocasiones en que, con un poco de corrupción hasta
se podría obtener justicia. En Austria, en la oficina de
pasaportes, yo di una propina para adelantar mi turno.
Le noté en la cara a un empleado que era buena persona
y que aceptaría. Los regímenes fascistas reprimen la co-
rrupción, precisamente porque ellos son inhumanos.
KALLE: Alguien dijo una vez que la mierda no era más que
materia fuera de su lugar. En una maceta, a decir verdad,
no se puede llamar mierda a la mierda. En el fondo, yo
estoy a favor del orden. Pero una vez vi una película de
Charlie Chaplin en la que guardaba sus trajes, etc., en
una maleta, mejor dicho, lo echaba todo dentro y cerraba
de golpe. Pero le quedaba muy desordenado porque so-
bresalían muchas cosas, entonces, cogía unas tijeras y, sim-
plemente, cortaba las mangas, los pantalones, en fin, todo
lo que colgaba fuera. Este modo de actuar me asombró
mucho. Veo que no tiene usted en mucha consideración
el amor al orden.
ZIFFEL: Me limito a reconocer las enormes ventajas de la
negligencia. La negligencia ha salvado la vida a miles de
personas. En tiempos de guerra, ha bastado a veces la
más ligera desviación en el cumplimiento de una orden,
para que un hombre haya salido con vida.
KALLE: Eso es cierto. Mi tío estaba en una trinchera, en
Argonne, cuando recibieron por teléfono la orden de re-
plegarse y sin pérdida de tiempo. Pero ellos no obedecie-
ron inmediatamente, porque antes querían comerse las
patatas que habían asado; y de este modo fueron hechos
prisioneros y, por lo tanto, salvados.
ZIFFEL: O pongamos por caso un aviador. Está cansado y
no consigue leer correctamente los instrumentos de me-
dición. Su carga de bombas cae al lado de un gran edifi-
cio de viviendas, en lugar de caer sobre él. Medio cente-
nar de personas se han salvado. Lo que yo opino es que
los hombres no están maduros para una virtud como el
amor al orden. Su inteligencia no está suficientemente
desarrollada para esta virtud. Sus empresas son idiotas y
sólo una negligente y desordenada ejecución de sus pla-
nes puede preservarles de mayores daños.
KALLE: Yo tuve un mozo de laboratorio, el señor Zeisig,
que tenía todo en perfecto orden, lo que le daba mucho
trabajo. Continuamente estaba limpiando y ordenando.
Si le llamaban a uno al teléfono cuando tenía algún ma-
terial preparado para un experimento, él colocaba todo
en su sitio rápidamente lo que tardaba uno en volver, y
todas las mañanas las mesas estaban blancas y brillantes,
es decir, que los papeles de notas habían desaparecido
para siempre en el cubo de la basura. Pero se esforzaba
tanto que no se le podía decir nada. Claro que algo se
decía pero se colocaba uno en una posición injusta. Y
cuando volvía a desaparecer algo, mejor dicho, a ser colo-
cado en su sitio, él se quedaba mirándolo a uno con sus
ojos transparentes, en los que no había ni un átomo de
inteligencia, y daba lástima. Nunca me habría imaginado
que el señor Zeisig pudiera tener una vida privada, pero
la tenía. Cuando Hitler subió al poder se descubrió que
el señor Zeisig había sido todo aquel tiempo un antiguo
militante. La mañana en la que Hitler fue nombrado
Canciller del Reich me dijo, colgando mi abrigo en la
percha con todo esmero: ahora, doctor, se va a poner or-
den en Alemania. Pues bien, el señor Zeisig ha cumplido
su palabra.
ZIFFEL: A mí no me gustaria vivir en un país en el que
reine un orden excepcional. Allí reinará la escasez. Claro
que también se podría llamar orden al hecho de gastar a
manos llenas, como en nuestro país, pero sólo en tiempo
de guerra. Aunque aún no hemos llegado a tanto.
KALLE: Podría expresarse así: donde nada está en el sitio
adecuado, allí hay desorden. Donde en el sitio adecuado
no hay nada, allí hay orden.
ZIFFEL: Hoy en día, por regla general, hay orden allí don-
de no hay nada. Es un fenómeno de carencia.
El rechoncho asintió, pero molesto por el tono de gravedad
que percibió o creyó percibir en las últimas frases, porque
él era muy sensible en esas cuestiones. Vació su taza de
café a pequeños sorbos.
Poco después, se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
II
SOBRE EL MATERIALISMO VULGAR
SOBRE LOS LIBREPENSADORES
ZIFFEL ESCRIBE SUS MEMORIAS SOBRE EL AUMENTO DE HOMBRES
IMPORTANTES

ZIFFEL y KALLE se sorprendieron mucho cuando volvieron a encontrarse, dos días más
tarde, en el bar de la estación. KALLE no había cambiado. ZIFFEL iba ya sin el grueso
abrigo que llevaba la última vez, a pesar del clima veraniego.

ZIFFEL: He encontrado una habitación. Cada vez que co-


loco mis noventa kilos estoy contento. No es cosa fácil en
estos tiempos transportar tal masa de carne. Y, natural-
mente, la responsabilidad es mayor. Que se deterioren
noventa kilos es más grave que sólo sesenta y cinco.
KALLE: Pero eso tiene que facilitarle las cosas. La corpu-
lencia hace buena impresión, indica bienestar y eso da
una buena impresión.
ZIFFEL: Yo no como más que usted.
KALLE: No sea tan susceptible. Yo no tengo nada en con-
tra de que usted coma hasta hartarse. Entre gente distin-
guida, quizá se considere un deshonor sentir hambre, pero
a nosotros no nos parece vergonzoso llenar la andorga.
ZIFFEL: Encuentro que hay algo de razón en que el llama-
do materialismo esté desacreditado en la buena sociedad;
se habla con gusto de los placeres viles y materiales y se
aconseja a las clases inferiores que no se arrojen en sus
brazos. Consejo innecesario porque, de todos modos, no
tienen la calderilla que hace falta para eso. Con frecuen-
cia me he preguntado por qué los escritores de izquierdas
no hacen, para incitar a la gente, sabrosas descripciones
de los placeres que se tienen, cuando se tiene con qué.
Sólo veo manuales con los que uno se puede informar
sobre la filosofía y la moral propias de la buena sociedad.
¿Por qué no hay manuales de la buena comida y otras
cosas agradables que no conocen las clases inferiores?
¡Como si los de abajo no desconocieran más que a Kant!
Claro que es triste que tanta gente no haya visto las Pirá-
mides, pero me angustia mucho más que tampoco haya
visto aún un solomillo en salsa de champiñón. Una sim-
ple descripción de las diferentes variedades de quesos,
comprensible y sugestiva, o la evocación artística y sensi-
ble de una auténtica tortilla contribuiría, sin ninguna
duda, a cultivar los espíritus. Un buen estofado de vaca
empareja con el humanismo a las mil maravillas. ¿Sabe
usted cómo se va en unos zapatos decentes? Quiero decir
ligeros, hechos a medida, de piel fina, con los que se sien-
te usted como un bailarín. Y unos pantalones bien corta-
dos, de paño suave, ¿quién de ustedes los conoce? Pero es
una ignorancia que se venga. La ignorancia sobre filetes,
zapatos y pantalones es doble: ustedes ignoran el sabor de
estos placeres y no saben cómo los pueden alcanzar. Pero
la ignorancia es triple si ni siquiera saben que existen.
KALLE: Nosotros no necesitamos el apetito, tenemos el
hambre.
ZIFFEL: Sin duda. Esa es la única cosa que no han aprendi-
do en los libros. Y leyendo a los escritores de izquierdas se
podría creer que también tienen que aprender en los li-
bros que tienen hambre. Los alemanes tienen una limita-
da capacidad para el materialismo. En cuanto lo encuen-
tran, hacen en seguida un concepto; según eso, un mate-
rialista es el que piensa que las ideas resultan de las condi-
ciones materiales y no al revés; después de eso, ya no se
habla más de la materia. Se podría creer que no existen
en Alemania más que dos clases de gente: los curas y los
enemigos de los curas. Los defensores de este mundo,
flacas y pálidas figuras, que conocen todos los sistemas
filosóficos, y los defensores del otro mundo, hombres cor-
pulentos que conocen todas las clases de vinos. Un día oí
una disputa entre un cura y un anticura. El anticura re-
prochaba al cura que no pensaba más que en comer, y el
cura le respondió que el señor contradictor no pensaba
más que en los curas. Ambos tenían razón. La religión ha
producido los más valientes héroes y los más sutiles eru-
ditos, pero siempre ha sido un poco molesta. En su lugar
aparece ahora un ardiente ateísmo que es progresista, pero
que exige mucho tiempo.
KALLE: Algo de verdad hay en ello. Yo estaba con los libre-
pensadores. Nuestras convicciones no nos dejaban un mo-
mento de respiro. Los ratos que nos dejaba libres la lucha
por la escuela laica los empleábamos en desenmascarar al
Ejército de Salvación. Y teníamos que quitarnos tiempo
a las horas de las comidas para hacer propaganda a favor
de la incineración. A veces, yo mismo tenía la impresión
de que, vistos desde lejos cuando luchábamos en contra
de la religión con tanto fervor y tanta fe, se nos podría
tomar por una secta especialmente activa. Me separé de
ellos porque mi amiga me puso ante la alternativa de ser
librepensador o salir con ella los domingos. Durante lar-
go tiempo tuve un sentimiento de culpabilidad por no
hacer ya nada contra la religión.
ZIFFEL: Me alegro de que los dejara.
KALLE: Pero me incorporé a otro grupo.
ZIFFEL: Y retuvo usted a su amiga.
KALLE: No, la perdí porque, cuando ingresé, volvió a po-
nerme ante la misma alternativa. Con la religión pasa lo
mismo que con el alcohol. No se le puede privar a la gente
de él mientras sea para ellos un progreso. Los peores bebe-
dores eran los cocheros en invierno. Los choferes de hoy,
que tienen calor dentro de sus coches, se pueden ahorrar el
gasto.
ZIFFEL: ¿Quiere usted decir que no está contra el aguar-
diente, sino a favor de los motores?
KALLE: Algo así. ¿Está usted contento con su habitación?
ZIFFEL: Aún no me lo he preguntado. Yo no hago pregun-
tas ni resuelvo problemas si la respuesta más exacta y la
solución definitiva no me hacen avanzar. Si caigo en un
charco, no me pregunto si prefiero la calefacción central
o la estufa. Me propongo escribir mis memorias en esta
habitación.
KALLE: Yo creía que sólo al final de su vida escribía uno
sus memorias. Entonces se tiene una exacta visión de
conjunto y sabe uno expresarse con tacto.
ZIFFEL: Yo no tengo una visión de conjunto y no me ex-
preso con tacto, pero cumplo con la primera condición
tan bien como cualquier otro en este continente, es decir,
que probablemente he llegado al final de mi existencia.
Este no es el mejor lugar para escribir porque, para eso,
yo necesito cigarros y aquí se encuentran con dificultad a
causa del bloqueo. Pero, para ochenta páginas de gran
formato, puedo arreglarme con cuarenta cigarros en to-
tal, si procedo metódicamente. Por el momento, aún
puedo encontrarlos. Me preocupa más otra cosa. Nadie
se sorprendería si oyera que una persona importante se
proponía informar a sus contemporáneos sobre su vida,
sus opiniones y sus propósitos. Pero yo tengo esa inten-
ción y soy un hombre sin importancia.
KALLE: Así puede usted contar con un éxito por sorpresa.
ZIFFEL: ¿Quiere decir con un golpe de mano a mansalva,
en un momento en que el enemigo, el lector, anda dis-
traído y descuida ponerse a la defensiva a tiempo?
KALLE: Exacto. Descubrirá que usted es alguien sin im-
portancia cuando ya sea demasiado tarde. Para entonces,
usted le habrá inculcado ya una buena parte de sus ideas.
Se las habrá tragado ávidamente, sin pensarlo y cuando
empiece a entrever que todo aquello no tiene sentido, ya
le ha hecho usted familiarizarse con sus objetivos. Y aun-
que después adopte una postura crítica, siempre quedará
algo.
ZIFFEL miró de un modo escrutador a KALLE, pero no pudo descubrir en él la menor
perfidia. KALLE le dirigía una mirada sincera y alentadora. ZIFFEL bebió un trago de su
cerveza, que no era cerveza, y recuperó su mirada especulativa, perdida en el vacío.

ZIFFEL: Considerándolo desde un punto de vista moral


me siento en mi derecho. Mientras que las opiniones de
las personas importantes son pregonadas a son de trom-
peta por todas partes, se las aplaude y se las paga caras, las
de la gente insignificante son despreciadas y prohibidas.
Por consiguiente, las personas insignificantes, si quieren
escribir y ser publicadas, tienen que defender las ideas de
los importantes en vez de las suyas propias. Esta situa-
ción me parece intolerable.
KALLE: Quizá podría usted escribir un libro pequeño, un
librito de bolsillo.
ZIFFEL: Y ¿por qué un libro pequeño? Veo que me ataca
usted por la espalda. Usted piensa que un hombre impor-
tante tiene derecho a escribir un libro voluminoso, aunque
exija del lector más de lo que éste puede dar, de modo que
sus pretensiones resultan excesivas. ¡En cambio, yo, que
quiero dar a conocer ideas verdaderamente sin importan-
cia, ideas que cualquiera puede hacer suyas, si no las tiene
ya sin atreverse a confesárselo, debo ser breve!
KALLE: Estoy de acuerdo con usted en que esto forma par-
te de la tiranía general. ¿Por qué no puede un individuo
cualquiera exponer con amplitud sus opiniones y ser es-
cuchado cortésmente?
ZIFFEL: Ahí comete usted un error. Desearía aclarar que yo
soy, en efecto, una persona sin importancia, pero de nin-
gún modo un individuo cualquiera. Ahí existe una confu-
sión de conceptos. Mientras que no es corriente hablar de
un «importante individuo cualquiera», no se hallan repa-
ros a decir continuamente «cualquier individuo sin impor-
tancia». Yo protesto enérgicamente contra esto. También
entre nosotros, las gentes sin importancia, hay enormes
diferencias. Así como hay personas que poseen en una ex-
traordinaria medida cualidades tales como valor, talento,
altruismo, existen también personas que no las poseen en
una medida extraordinaria. Yo pertenezco a ellos, en tanto
que constituyo una excepción, y, por consiguiente, no soy
un cualquiera.
KALLE: Perdone.
ZIFFEL: No hay duda de que en nuestra época las gentes
insignificantes están en vías de extinción. El progreso de
la ciencia, de la técnica y, sobre todo, de la política ha
traído consigo su desaparición de la superficie terrestre.
La asombrosa capacidad de nuestra época para hacer algo
a partir de nada, ha producido una cantidad enorme de
hombres importantes. Surgen en masas cada vez más gi-
gantescas, mejor dicho, desfilan en masas cada vez más
gigantescas. Donde quiera que se mire, no se encuentran
más que individuos que se conducen como los más gran-
des héroes y santos. ¿Dónde se ha podido contemplar en
el pasado tanto valor, abnegación y talento? Antes no
habrían sido posibles guerras como las nuestras ni tiem-
pos de paz como los nuestros. Habrían requerido dema-
siadas virtudes y más hombres eminentes de los que exis-
tían.
KALLE: Pero si la época de los no-héroes, por decirlo así, ya
quedó atrás, es posible que sus ideas ya no interesen.
ZIFFEL: ¡Al contrario! Precisamente por resultar raros es
por lo que interesan los sentimientos y las ideologías. ¡Qué
no daríamos por llegar a conocer con más exactitud, por
ejemplo, la vida interior de alguno de los últimos saurios,
esos grandes herbívoros que aparecieron sobre nuestro
globo terrestre en los tiempos prehistóricos! Probablemen-
te se extinguieron porque no podían competir en impor-
tancia con las otras criaturas; pero, por eso mismo, cual-
quier documento auténtico sobre ellos suscitaría interés.
KALLE: Si usted se compara con los saurios, ya es hora de
que escriba sus memorias, porque, si tarda un poco más,
tal vez nadie pueda ya entenderle.
ZIFFEL: Las mutaciones se realizan con violenta rapidez.
En nuestros días la ciencia admite que la transición de
una época a otra se verifica a tirones; también se podría
decir de golpe. Durante mucho tiempo se producen pe-
queñisimas alteraciones, discordancias y deformaciones
que preparan el cambio. Pero la mutación en sí se opera
con dramática brusquedad. Durante largo tiempo aún
Ios saurios continuaron frecuentando, por decirlo así, la
mejor sociedad, aunque ya habían sido un tanto relega-
dos a segundo plano. No quedaba nada detrás de ellos,
pero todavía se les saludaba. En el calendario nobiliario
del mundo animal ocupaban aún un puesto honorable,
aunque no fuera más que por su edad. Todavía se consi-
deraba de buena educación comer hierba, aunque los ani-
males bien preferían ya la came. Todavía no era vergon-
zoso medir veinte metros de la cabeza a la cola aun cuan-
do ya no representara un mérito. Las cosas marchan así
durante cierto tiempo y, de repente, se produce el cam-
bio absoluto. Si no tiene usted grandes reparos le rogaría
que escuchara de vez en cuando algún capítulo de mis
memorias.
KALLE: No tengo inconveniente.
Poco después se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
III
SOBRE EL HOMBRE INHUMANO
PEQUEÑAS EXIGENCIAS DE LA ESCUELA
HERRNREITTER

ZIFFEL iba casi a diario al bar de la estación, porque en el gran local había un pequeño
stand para tabacos y, a horas variables, aparecía una muchacha con un par de bolsas bajo el
brazo, abría el stand y vendía cigarros y cigarrillos durante diez minutos. ZlFFEL tenía ya
un capítulo de sus memorias en el bolsillo interior de su chaqueta y esperaba a KALLE. Como
éste no vino en toda la semana, ZIFFEL llegó a pensar que había escrito este capítulo
inútilmente y dejó de escribir. A excepción de KALLE, no conocía en Helsingfors a nadie que
hablase alemán. Pero al décimo o undécimo día apareció KALLE y no acusó particulares
síntomas de sobresalto cuando ZIFFEL sacó su manuscrito.

ZIFFEL: Comienzo con una introducción en la que hago


observar, modestamente, que las opiniones que me pro-
pongo exponer eran, al menos hasta hace poco tiempo,
las opiniones de millones de personas, de modo que no
es posible que carezcan totalmente de interés. Paso por
alto la introducción y otro pasaje y llego inmediatamente
después a la exposición sobre la educación que he recibi-
do. Considero este estudio muy interesante y algunos pun-
tos verdaderamente notables. Inclínese un poco hacia
adelante para que el ruido del local no le distraiga. (Lee.)
“Sé que con frecuencia se pone en duda la calidad de
nuestras escuelas. El sublime principio sobre el que se
basan no es conocido o no es apreciado en su justo valor.
Consiste en introducir en seguida al adolescente, a su edad
más delicada, en el mundo tal como es. Sin rodeos y sin
decirle nada, se le arroja en la ciénaga: ¡nadar o tragar el
fango!
”Los profesores tienen la abnegada misión de encarnar a los
tipos fundamentales de humanidad, con los que el adoles-
cente tendrá que habérselas más tarde a lo largo de su vida.
Así tiene ocasión de estudiar, de cuatro a seis horas diarias,
la brutalidad, la maldad y la injusticia. Para una enseñanza
tal ningún precio sería demasiado alto, pero es impartida
incluso gratuitamente, a expensas del Estado.
”En la escuela, el inhumano se presenta ante el adolescente
en inolvidables configuraciones. Goza de un poder casi
ilimitado. Provisto de conocimientos pedagógicos y larga
experiencia, forma al alumno a su imagen.
”El alumno aprende todo lo que es necesario para abrirse
camino en la vida. Las mismas enseñanzas que son nece-
sarias para abrirse camino en la escuela. Se trata del frau-
de, la simulación de conocimientos, la habilidad para
vengarse impunemente, para asimilar con rapidez los lu-
gares comunes, la adulación, el servilismo, la disposición
para delatar a los compañeros ante los superiores, etcéte-
ra, etc.
”Lo más importante es el conocimiento del hombre y el
alumno lo obtendrá por el conocimiento de los profeso-
res. Tiene que descubrir las debilidades de los maestros y
saber aprovecharse de ellas; de lo contrario nunca podrá
oponer resistencia al sinfín de bienes culturales, totalmente
inútiles que le quieren inculcar. Nuestro mejor profesor
era un hombre alto, asombrosamente feo, que en su ju-
ventud, según dicen, había aspirado a una cátedra, aun-
que fracasó en el intento. Esta decepción hizo que se de-
sarrollaran todas las energías latentes en él. Le gustaba
someternos de improviso a un examen y lanzaba grititos
de placer cuando no sabíamos contestar. Pero aún se hizo
más odioso por su costumbre de meterse detrás del piza-
rrón, dos o tres veces durante la clase, para pescar en el
bolsillo de su chaqueta un trozo de queso sin envolver
que masticaba mientras seguía explicando. Nos daba cla-
ses de química pero lo mismo podría habernos enseñado
a desenredar madejas. Necesitaba una materia de ense-
ñanza, como los actores necesitan un argumento para su
lucimiento. Su deber era hacer de nosotros hombres. No
le salía mal. No aprendimos química con él, pero sí apren-
dimos a vengarnos. Todos los años venía un inspector y
decían que quería ver lo que aprendíamos, pero nosotros
sabíamos que lo que quería ver era lo que enseñaban los
profesores. Una de las veces que vino aprovechamos la
ocasión para hundir a nuestro profesor. No respondimos
a una sola pregunta y continuamos sentados como imbé-
ciles. Ese día, no mostr6 aquel hombre ningún placer por
nuestra ignorancia. Contrajo una ictericia, estuvo en cama
bastante tiempo y, cuando volvió, nunca más fue ya el
voluptuoso masticador de queso que era antes. El profe-
sor de francés tenía otra debilidad. Veneraba a una diosa
maligna que exigía terribles sacrificios: la justicia. Mi com-
pañero B. fue el que sacó provecho más hábilmente. Al
corregir los ejercicios escritos, de cuya calidad dependía
nuestro paso a la clase siguiente, el profesor tenía la cos-
tumbre de anotar en una hoja aparte, después de cada
nombre, el número de faltas. A la derecha de las faltas
escribía las notas, de manera que le resultaba claro con
un simple golpe de vista. Por ejemplo, 0 faltas daban por
resultado un I, la mejor nota; 10 faltas daban un II, etc.
En nuestros ejercicios subrayaba las faltas en rojo. Los
menos hábiles trataban a veces de raspar con el cortaplu-
mas algunos trazos rojos, se acercaban después al profe-
sor y le hacían observar que había algún error en el total
de las faltas, demasiado alto. El profesor cogía el papel, lo
inclinaba simplemente hacia un lado y percibía las partes
satinadas por el pulimento con la uña del pulgar sobre las
superficies raspadas. B. procedía de otro modo. En su
ejercicio, ya corregido, subrayaba con tinta roja algunos
pasajes perfectamente correctos y avanzaba con aire ofen-
dido, preguntando qué era lo que estaba mal. El profesor
tenía que admitir lo que no estaba mal, raspar él mismo
los trazos rojos y restar las borradas del total de faltas de
su hoja. Naturalmente, con esto se modificaba también
la nota. Hay que reconocer que este alumno había apren-
dido a discurrir en la escuela.
”El Estado aseguraba de una manera muy simple la vitali-
dad de la enseñanza. Como cada profesor sólo tenía que
enseñar, año tras año, una determinada cantidad de co-
nocimientos, perdía completamente el interés por la ma-
teria y nada le desviaba ya del fin principal: desplegar sus
energías vitales ante los alumnos. Todas sus frustraciones,
sus preocupaciones financieras, sus desdichas familiares
las arreglaba en clase haciendo participar a sus alumnos.
Sin ningún interés por su asignatura, podía concentrarse
en formar las almas de los muchachos y enseñarles todas
las formas del fraude. Así los preparaba para entrar en un
mundo en el que se enfrentarían precisamente a gentes
como él, seres deformados, corrompidos, pillos. Parece
que actualmente las escuelas o, al menos, algunas de ellas
estarán basadas sobre otros principios que los de mis años
escolares. Los niños serían tratados en ellas con justicia y
comprensión. Si fuera así, lo sentiría mucho. Nosotros
aprendimos en la escuela cosas como las diferencias so-
ciales; esto formaba parte de las materias de enseñanza.
Los hijos de la gente bien estaban mejor tratados que los
de la gente que trabajaba. Si llegara a ser suprimida esta
disciplina de los actuales planes escolares, los jóvenes ten-
drían que aprender en la vida esta distinción de trato, de
tan fundamental importancia. Todo lo que hubieran
aprendido en el trato con sus profesores les induciría en
la vida real, que es tan distinta de la de la escuela, a come-
ter los actos más ridículos. Serían ingeniosamente enga-
ñados acerca de cómo el mundo se portaría con ellos.
Contarían con el fair play, la benevolencia y el interés y
serían entregados a la sociedad sin aprendizaje, sin defen-
sa y sin recursos.
”¡Yo sí que fui preparado de un modo completamente dis-
tinto! Yo entré en la vida provisto de sólidos conocimien-
tos sobre la naturaleza humana.
”Después de haber terminado hasta cierto punto mi educa-
ción, tenía motivos para creer que, dotado de algunos
vicios medianos y añadiéndoles algunas ruindades no
demasiado difíciles de aprender, llegaría a defenderme
bastante bien en la vida. Pero era una ilusión. Un día de
pronto se exigieron «virtudes»”. Y con esto termino por
hoy, porque ya lo he fatigado.
KALLE: Su indulgente opinión respecto de la escuela es
poco común y, por así decirlo, de un elevado punto de
vista. En todo caso ahora es cuando me doy cuenta de
que yo también aprendí algo. Recuerdo que el primer día
recibimos ya una buena lección. Cuando entramos en la
clase limpios, con nuestras carteras, y cuando los padres
se habían marchado, el maestro nos alineó junto a la pa-
red y ordenó: «Que cada uno busque un sitio», y noso-
tros nos dirigimos a los bancos. Un alumno no encontró
sitio porque faltaba uno y se quedó buscando entre las
mesas, mientras todos los demás estábamos sentados. El
maestro le pilló de pie y le largó una bofetada. Para todos
nosotros fue una buena lección: no se debe tener mala
suerte.
ZIFFEL: Era un genio de maestro. ¿Cómo se llamaba?
KALLE: Herrnreitter.
ZIFFEL: Me asombra que se quedara en simple maestro de
escuela. Tenía que tener algún enemigo en la dirección.
KALLE: También era muy buena una costumbre que intro-
dujo otro profesor. Decía que quería despertar nuestro
pundonor cuando alguno...
ZIFFEL: Perdóneme, pero yo continúo con Herrnreiter. Qué
sutil modelo en pequeño construyó con sus simples me-
dios. Un aula corriente y un puesto de menos y ya tenían
bien claro ante los ojos el mundo que les esperaba. Sólo
con un par de trazos audaces lo esbozó plásticamente ante
ustedes. ¡Una obra maestra! Y apuesto a que lo hizo de un
modo instintivo, por pura intuición. ¡Un simple maestro
de escuela!
KALLE: En todo caso, recibe ese tardío reconocimiento. El
otro era mucho más vulgar. Era partidario de la limpieza.
Cuando alguno usaba un pañuelo sucio porque su madre
no había tenido ninguno limpio que darle, le obligaba a
levantarse y a decir, agitando el pañuelo: “Tengo una ban-
dera de mocos”.
ZIFFEL: También está bien, pero no pasa de ser una me-
dianía. Usted mismo dice que quería despertar el pundo-
nor. Era un espíritu convencional. Herrnreitter tenía la
chispa del ingenio. No daba la solución. Se limitaba a
plantear el problema con fuerza, a reflejar la realidad. ¡Les
dejaba por completo a ustedes el trabajo de sacar las con-
clusiones! El procedimiento resultaba mucho más fecun-
do. Le estoy muy agradecido por haberme hecho conocer
un espíritu como ése.
KALLE: No hay por qué.
Poco después se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
IV
EL MONUMENTO DEL GRAN POETA KIVI
LOS POBRES SON EDUCADOS VIRTUOSAMENTE
PORNOGRAFIA

Un día que hacía buen tiempo, ZIFFEL y KALLE caminaron un rato juntos, charlando.
Atravesaron la plaza de la estación y se detuvieron ante un gran monumento de piedra que
representaba a un hombre sentado.

ZIFFEL: Es Kivi; se dice que hay que leer algo de él.


KALLE: Parece que fue un buen poeta, pero murió de ham-
bre. La poesía no le resultó provechosa.
ZIFFEL: He oído que es una costumbre de este país que los
mejores poetas mueran de hambre. Pero sólo en parte se
lleva a la práctica puesto que también el alcohol parece
que ha hecho sucumbir a muchos.
KALLE: Me gustaría saber por qué lo han colocado delante
de la estación.
ZIFFEL: Probablemente como ejemplo aleccionador. Todo
lo consiguen con amenazas. El que lo esculpió tenía sen-
tido del humor. Le ha dado una expresión ensoñadora: se
diría que sueña con un mendrugo sin amo.
KALLE: También ha habido algunos que le han dicho al
público su opinión.
ZIFFEL: Sí, pero casi siempre en forma poética o, por cual-
quier causa, confusa. Esto me recuerda la historia, que leí
en alguna parte, del hombre de la habitación de al lado.
Una mujer tenía algo que ver con un sujeto al cual des-
preciaba en el fondo y otro hombre, llamémosle X, se
enteró del asunto. Como a ella le importaba mucho su
estima, se las arregló para que X, una de las veces que
estaba en la cama con el que llamaremos Y, pudiera escu-
charlo todo desde la habitación de al lado. Su plan se
basaba en el hecho de que X oía, pero no veía. Como Y
estaba ya un poco frío con ella, se vio obligada a excitar-
lo. Por ejemplo, se puso a arreglarse el liguero delante de
Y, para que lo viera todo bien. Pero, al mismo tiempo, le
decía algo desagradable para que X, al lado, pudiera oír-
lo. Y así continuaron. Ella se agarraba a Y y gemía: “¡Quí-
tame las manos de encima!”, volvía hacia él las nalgas y
decía en un estertor: “¡No permitiré que abuses de mí!”,
caía desfallecida de rodillas y gritaba: “¡Puerco!”; era Y
quien veía y X quien oía, y así salvaba su dignidad. Un
caso parecido era el del poeta que recitaba en un cabaret.
Antes de su actuación, siempre iba al patio a ensuciarse
los zapatos para que el público viera que él, por ellos, ni
siquiera se tomaba la molestia de limpiárselos.
KALLE: ¿Ha escrito usted algo nuevo?
ZIFFEL: He tomado notas. Me gustaría leérselas porque
no creo que encuentre tiempo para ordenarlas en capítu-
los. Empiezo por la “primera cuartilla”. (lee.)
“Batallas de bolas de nieve. Pan con mantequilla. El chico
de los Pschierer. Dolor de cabeza de mamá. Demasiado
tarde para comer. Enseñanza escolar. Libros de texto.
Goma de borrar. Cuarto de hora de recreo. Sacudir las
castañas. El perro del carnicero de la esquina. Los niños
como es debido no van descalzos. Un cortaplumas vale
más que tres peonzas. Jugar a las canicas. Jugar al aro.
Patín de ruedas. Caña. Romper a pedradas el escaparate.
Yo no he sido. Verse obligado a comer chucrut es saluda-
ble. Papá quiere tener tranquilidad. Ir a la cama. Otto
preocupa a su mamá. No se dice cagar. Mirar de frente al
dar la mano.”
¿Qué le parece esto?
KALLE: Continúe leyendo. Todavía no sé.
ZIFFEL: “Tocan a vísperas en Santa Ana. Ir a buscar cerve-
za. El cochero de los señores de la calle Klaucke se ha
ahorcado. Maruja está sentada en una piedra. Jugar a
poner de punta el cuchillo con los nudillos, con los co-
dos, con la barbilla, con la coronilla, con el hombro. Tam-
bién se puede clavar el cuchillo inclinado en el suelo. El
ha escrito algo con tiza en la puerta del establo. Se ha
dado parte a la policía. Jugar a los cinco. Se arroja la mo-
neda de cinco pfennigs contra la pared. A qué distancia
ha saltado. El da un brinco y la para. Los asesinos, a chi-
rona. ¿Con tiza? ¿Dónde la habrá encontrado? Jugar a las
picas. Se clavan en el suelo estacas puntiagudas y se sacan
golpeando con otra estaca. De lo contrario, te clavaré yo
a golpes en el suelo, ¡so puerco! Y el comercio con los
soldados de plomo. Indios, germanos, rusos, japoneses,
caballeros, Napoleón, bávaros, romanos. Repetidor. Tú
debías saberlo, viejo tramposo. Perro. Mierdoso. Caga-
calzones. Picajoso del culo. Rufián, Lechuguino. Imbé-
cil. Animal. Estúpido. Bruto. Cobarde. Estercolero. So-
cialista. Descamisado. Puta. Bastardo. Canijo. Varicoso.
(Mea-a-chorritos.) Cheposo. Prohibido pedir limosna.
Tenga cuidado, cuatro casas más allá vive un policía”.
Tercera cuartilla: “Domingo por la tarde. La charanga del
restaurante-jardín. Salchichas calientes con panecillos.
Estas chicas tienen una enfermedad mala. Si vas con
mujeres... Hasengasse, 11. El párroco de San Máximo.
Joseph, el de los Kramlich, se ordena sacerdote. Ojeras
azules. No es pecado confesarse cuando se es un guapo
niño. Si uno no sabe contener, se atrapa una. En el bos-
que de abedules. Los bancos. Los tirantes del pantalón.
Los malos elementos copian. Suspenso. Las manos fuera
de los bolsillos, ¡cornudos! La bicicleta. Primero, dejar
secar la goma. Detrás de la oreja, todavía no. La hora del
gran desprecio en la biblioteca circulante. La señorita con
gafas. Cinco pfennigs por libro. Con pechos. En los ba-
ños públicos, sin toalla, sólo 10 pfennigs. Reservado para
señoras. Castañas. Lejos, en el Sur. También sobre las
murallas de la ciudad. Al final, barquero y barca. El pue-
blo de Dios. Date buena vida.”
KALLE: ¿Cómo se las arregla para que eso sea coherente?
¿Anota simplemente lo que le pasa por la cabeza?
ZIFFEL: De ningún modo. Corrijo, pero con este material.
¿Quiere escuchar otra cuartilla?
KALLE: Claro que sí.
ZIFFEL: «Sienta bien, pero las consecuencias. El período.
Maruja está sentada en la colina de los escaramujos y coge
arándanos. Aldeanos fríos. Ella se deja hacer. Se deja aga-
rrar. Los huevos. Antes de los dieciséis es castigable. Cin-
co veces. Cuando soplan los vientos, sujeta bien tu falda,
muchacha, si se puede ver algo. De pie. No hay cuidado.
Cinco marcos. Durante las flores de mayo. Impúdico.
Pecado mortal. Es un sentimiento que parte el alma. Que
es tan agudo como una hoja de afeitar. Darse una paliza.
El ha dado un nombre falso. ¡Ah!, qué maravilloso era
sobre la cortadora. Cuando el hombre estaba en presidio.
Desvirgada. En el parque municipal han tomado nota de
usted. Al principio, ellas se resisten. Un helado cuesta
cinco pfennigs. El cine, veinticinco. A ellas les gusta.
¡Mírame a los ojos! ¡Por detrás! O a la francesa.»
Quinta cuartilla:
«Zola. Cochinadas. Casanova por las ilustraciones de Ba-
yros. Maupassant. Nietzsche. Cuadros de batallas de Blei-
btreu. Entonces mi emperador cabalgará sobre mi tum-
ba. En la biblioteca de préstamos. Y en la biblioteca mu-
nicipal. Si te pasas todo el día leyendo, a los diecinueve
años estarás hecho una piltrafa neurasténica. Pero ¿hay
un Dios? ¡Más vale que hagas deporte como los otros! O
es bueno o es todopoderoso. Ese es el cinismo moderno.
Una profesión intelectual. Y le corresponderá a la menta-
lidad alemana. No consiento tales opiniones mientras te
sientes a la mesa de tu padre. A ver si se restablece el
mundo. Da náuseas. In corpore sano. Gobineau, el Re-
nacimiento, Hombres del Renacimiento, pero las profe-
siones intelectuales están repletas. Fausto. En la mochila
de cada alemán. A la muerte cantando. En los bosques,
los pajarillos cantaban de un modo maravilloso. ¡No de-
bes preguntarme nunca! ¿Shakespeare es inglés? Los ale-
manes somos el pueblo más culto. Fausto. El maestro de
escuela alemán ganó la guerra del setenta. Intoxicación
por gas y mens sana. Como un sabio en el monte de Ve-
nus. Paz a sus cenizas: se mantuvo firme. Bismarck era
aficionado a la música. Dios está con los justos, ellos no
saben lo que se hacen. Los batallones más fuertes se bas-
tan a sí mismos. La miel sintética es más nutritiva que la
miel natural, que es demasiado cara como alimento po-
pular. La ciencia lo ha constatado. Tres constataciones
contrarias conquistadas. La victoria final es la mejor. Se
aceptan donaciones incluso después de la representación.»
KALLE: Encuentro graciosa la manera en que desemboca
en la guerra.
ZIFFEL: ¿Cree usted que debería ordenarlo en capítulos?
KALLE: ¿Para qué?
ZIFFEL: Tiene un aire demasiado moderno. Lo moderno
está anticuado.
KALLE: Usted no puede guiarse por eso. El hombre como
tal también está anticuado. Está anticuado pensar, está
anticuado vivir, está anticuado comer. Yo creo que usted
puede escribir lo que quiera, porque publicar también
está anticuado.
ZIFFEL: Sus palabras me tranquilizan. Las notas de estas
cinco cuartillas se me ocurrieron sólo como un bosquejo
para un retrato. Las memorias tratan de las virtudes.
KALLE: Yo he pensado en sus memorias. Nosotros, en los
barrios pobres, hemos recibido una educación mucho más
virtuosa que ustedes. Cuando yo tenía siete años, por la
mañana temprano, antes de ir a la escuela, tenía que re-
partir periódicos; eso es diligencia. Y dejábamos que nues-
tros padres nos quitaran el dinero; eso es obediencia.
Cuando el padre volvía a casa borracho, le parecía injusto
haberse bebido media paga semanal y nos daba una pali-
za. Así pudimos aprender a soportar el dolor. Y cuando
no había más que patatas para comer, y pocas, aún tenía-
mos que decir «gracias», yo creo que por gratitud.
ZIFFEL: Así nacieron en ustedes un gran número de virtu-
des. A nadie se le puede explotar tanto como a los pobres.
Se les puede robar hasta la virtud. Pero yo estoy conven-
cido de que ustedes siempre han dejado algo que desear.
Nosotros tuvimos una vez una criada que era trabajado-
ra, limpia y todo lo demás, en especial diligente. Se le-
vantaba a las seis de la mañana y casi nunca salía, de ma-
nera que no tenía ningún amigo y se veía en la necesidad
de distraerse con nosotros. Nos había enseñado toda cla-
se de juegos; por ejemplo, teníamos que buscar pequeños
objetos, como una goma de borrar, que ella se había es-
condido en alguna parte, al final de la media, entre los
pechos, o donde terminan las piernas. A nosotros nos
gustaba mucho este juego, pero mi hermano pequeño
fue tan tonto como para contárselo a mamá y ella no lo
encontró divertido. Dijo que éramos demasiado peque-
ños para ese juego y que María no era tan virtuosa como
ella había pensado. Como ve usted, no era perfecta. Mi
padre lo atribuyó al hecho de que procedía del pueblo.
KALLE: Su padre debió darle más días de salida. Pero en-
tonces, evidentemente, la vajilla se habría quedado sin
fregar, de modo que ustedes dependían de su virtuosi-
dad.
ZIFFEL: Era muy agradable esa dependencia. Recuerdo qué
placer me produjo descubrir después que la moral tenía
fallos en la aplicación. A los diecisiete años tuve una ami-
guita, alumna de las Ursulinas; tenía quince años, pero es-
taba muy desarrollada. Fuimos a patinar cogidos del brazo
y me bastó poco tiempo para darme cuenta de que me
amaba por el modo de jadear cuando la besé al volver a
casa. Confié el secreto a un amigo y comprendimos que
había que hacer algo. Pero me dijo que no sería tan fácil.
Por falta de conocimientos previos, se habían presentado
ya situaciones muy penosas, como la de aquellos dos que
no podían separarse de ningún modo. Eso se ve a veces en
los perros, aunque se les echa un cubo de agua y se despe-
gan. Pero a los dos en cuestión fue necesario recogerlos en
ambulancia y puede usted imaginarse su apuro. No se ría,
yo me tomé el problema muy en serio. Me fui con una
prostituta y conseguí los conocimientos precisos.
KALLE: A eso le llamo yo sentido de la responsabilidad. Si
no lo hubieran cultivado en usted desde pequeño, no lo
habría tenido.
ZIFFEL: Ya que estamos hoy en el tema de la pornografía,
¿ha observado usted lo que sucede cuando se practica con
arte? Utilice el método fotográfico y lo que resulta es una
indecencia. A usted, un hombre cultivado, no se le ocurri-
ría colgar algo así en la pared. Es el mero acto sexual, trata-
do con más o menos detalle. Y después tome usted Leda y
el Cisne, un ejemplo de bestialidad delicadamente pinta-
do. En sí, no es una práctica muy idónea para la sociedad,
pero se le estampa el sello del arte al conjunto y puede uno
enseñárselo a sus hijos si es necesario. Y desde el punto de
vista sexual, el efecto es diez veces mayor, precisamente
porque es arte. El arte resulta mucho más excitante que
una vulgar especulación sobre la sensualidad.
KALLE: Yo siempre he pensado que se leía demasiado poco
a los clásicos.
ZIFFEL: En las bibliotecas de las cárceles, sobre todo, no
debían faltar. Mi lema sería: ¡Buenos libros en las biblio-
tecas de las prisiones! Esto sería un objetivo en la vida de
los reformadores del sistema penitenciario. Si ellos pu-
dieran llevar a cabo esta tarea, las prisiones pronto perde-
rían todo su encanto para las autoridades. Se darían cuenta
de que se había terminado su justicia de «medio año de
castidad por haber robado un saco de patatas».
KALLE: ¿Tampoco es usted partidario de la castidad?
ZIFFEL: Estoy en contra de toda reglamentación en una
pocilga.
KALLE: Antes de estar con los librepensadores, estuve con
los nudistas. Son las gentes más castas que existen. No
encuentran nada indecente, ni se escandalizan por nada.
Están orgullosos de haberse sobrepuesto al pudor y de
poder pagar sus cuotas de socios. Como yo estaba un poco
retrasado respecto a ellos, me preguntaron si no me sen-
tía incómodo. Entonces les dejé y me arrojé de nuevo en
los brazos de la impudicia. Es decir, que durante un cier-
to tiempo no tuve ningún deseo. Había visto demasiado.
Con la clase de vida que llevan en las fábricas y en las
viviendas mal ventiladas, las gentes no pueden tener el
aire de Venus o de Adonis.
ZIFFEL: Exacto. Yo soy partidario de un país en el que ten-
ga un sentido ser impúdico.
Volvieron, atravesando otra vez la gran plaza de la estación. Después se separaron y se
alejaron, cada uno por su lado.
V
MEMORIAS DE ZIFFEL II
DIFICULTADES DE LOS GRANDES HOMBRES
¿POSEE UNA FORTUNA ESE “COMO-SE-LLAMA-EXACTAMENTE”?

Cuando ZIFFEL y KALLE se encontraron de nuevo, ZIFFEL había terminado el capítulo


siguiente de sus memorias.

ZIFFEL: Lee.
“Yo soy físico de profesión. Una rama de la física, la me-
cánica, que ha contribuido grandemente a la configura-
ción de la vida moderna; sin embargo, yo tengo poco que
ver con las máquinas. Incluso aquellos de mis colegas que
dan algunos consejos a los ingenieros para la construc-
ción de los stukas, y hasta estos ingenieros trrabajan, poco
más o menos, con la misma tranquilidad y tan alejados
de este mundo como un alto funcionario de ferrocarriles,
por ejemplo.
Pasé casi diez años de mi vida en un instituto situado en
una calle tranquila, bordeada de jardines. Comía en un
restaurante cercano; del arreglo de mi apartamento se
ocupaba una asistenta y me hice amigo de personas de mi
especialidad.
Hacía la vida tranquila de un animal intelectual. Como
ya he dicho, había disfrutado de una escuela convenien-
te, a lo que había que añadir ciertos privilegios, que quizá
no eran muy importantes, pero que me proporcionaban
una considerable ventaja. Yo procedía de una “buena fa-
milia”, y mis padres, a costa de grandes sacrificios econó-
micos, me habían situado en posesión de una cultura que
me proporcioanba una existencia muy diferente de la que
podían llevar millones de pobres diablos a mi alrededor.
Indiscutiblemente, yo era un señor y, como tal, podía
comer caliente varias veces al día, fumar lo que quisiera,
ir al teatro por la noche y tomar tantos baños como me
apeteciera. Mis zapatos eran cómodos y mi pantalón no
parecía un saco. Podía apreciar un cuadro y una pieza
musical no me ponía en un apuro. Y si hablaba del tiem-
po con mi asistenta, se consideraba un rasgo de humani-
dad por mi parte. La época era relativamente tranquila.
El gobierno de la República no era ni bueno ni malo, por
lo tanto, más bien bueno en conjunto, puesto que sólo se
ocupaba de sus propios asuntos, como la distribución de
los cargos, etc., dejando casi en paz a las gentes que sólo
indirectamente tenían algo que ver con ellos y que cons-
tituían el pueblo. En todo caso, yo salía adelante gracias a
mis dones naturales —como siempre fueron—. Claro que
en mi profesión, como en otras, no faltaban las friccio-
nes. En ocasiones eran necesarias algunas pequeñas bru-
talidades, se tratara de una mujer o de un colega; de vez
en cuando, alguna debilidad de carácter de mediana im-
portancia, pero, en el fondo, nada que no pudiera arre-
glar fácilmente, tan fácilmente como cualquier otro de
mi mismo medio. Desgraciadamente, los días de la Re-
pública estaban contados.
Yo no tengo la intención ni la capacidad para esbozar un
cuadro del brusco y terrible aumento del paro forzoso y de
la depauperación general, ni para revelar las fuerzas que
repercutían en ello. Lo que resultaba más alarmante en esta
amenazadora situación era que en ninguna parte se podían
descubrir las causas del repentino empeoramiento.
Parecía que todo el mundo civilizado era sacudido por
convulsiones inquietants. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Los
hombres de los institutos de estudios de la coyuntura,
que disponían sin embargo de datos precisos en el ámbi-
to de los fenómenos económicos, sólo utilizaban la cabe-
za para moverla negativamente. Los políticos “se pusie-
ron en movimiento” como las vigas de una casa durante
un temblor de tierra. Las publicaciones científicas de los
economistas se agotaron y, en su lugar, se fundaron innu-
merables revistas de astrología.
Yo hice una extraña observación.
Comprobé que en los centros de la civilización la vida se
había hecho tan complicada que ni siquiera los mejores
cerebros podían ya abarcarla, ni hacer la menor previ-
sión. Todos sin excepción, con toda nuestra existencia,
dependíamos de la economía, y la economía es un asunto
tan complicado que, para comprenderla en su totalidad,
hace falta más inteligencia de la que existe. ¡Los hombres
habían edificado una economía cuya comprensión reque-
ría superhombres!
El análisis de la situación tropezaba con dificultades muy
particulares. Recuerdo ahora un experimento de la física
moderna, el factor de incertidumbre, de Heisenberg. Se
trata de lo siguiente: Las investigaciones en el campo del
átomo resultaban entorpecidas porque necesitábamos len-
tes de gran aumento para poder observar los procesos en
las más pequeñas partículas de materia. La luz de los mi-
croscopios tiene que ser tan fuerte que provoca elevacio-
ens de temperatura y alteraciones, verdaderas revolucio-
nes en el mundo de los átomos. Mientras lo observába-
mos, quemábamos precisamente aquello que queríamos
observar. De manera que no observábamos la vida nor-
mal de ese microcosmos, sino una vida perturbada por
nuestra observación. En el ámbito social parece que exis-
ten ahora fenómenos análogos. El análisis de los procesos
sociales no deja intactos tales procesos, sino que actúa
sobre ellos con bastante intensidad. Actúa, sin más, de
un modo revolucionario. Probablemente, éste es el moti-
vo por el que los medios dirigentes estimulan tan poco
los análisis en profundidad en el campo social.
Como no aparecía ningún superhombre capaz de domi-
nar esta economía y ciertas gentes proponían ya simplifi-
carla radicalmente, para hacerla dominable y dirigible, se
prestó oído en tal situación a algunos hombres que pro-
clamaron su resolución de no tener absolutamente en
cuenta la economía.
De repente, este ¿Cómo-se-llama-exactamente? estuvo en
todas las bocas.
Desde hace años, este hombre excepcional había reunido
en torno a él, en una ciudad de provincia, célebre por su
arte y por su cerveza, a varios pequeñoburgueses y les
había convencido, con una elocuencia insólita en nues-
tro país, de que estaban en vísperas de una gran época.
Después de hacer el payaso durante algunos años, ganó
la confianza del presidente del Reich, un general que ha-
bía perdido la primera guerra mundial y fue puesto en
situación de preparar la segunda.
Pero yo, que ya había vivido una de esas grandes épocas
en mi juventud, solicité con urgencia un puesto en Praga
y abandoné el país precipitadamente.”

KALLE quiso interrumpir la lectura en varias ocasiones, pero su respeto por la letra escrita le
había contenido.

KALLE: ¿Cuándo oyó usted hablar del fascismo por prime-


ra vez?
ZIFFEL: Hace años, como de un movimiento dirigido con-
tra los eternos retrasos de los trenes italianos y que quería
resucitar la grandeza del Imperio Romano. Oí que los
afiliados llevaban camisas negras. Pero yo considero un
error creer que sobre lo negro no se ve la suciedad. Las
camisas marrones son mucho más prácticas, pero, claro,
este movimiento vino después y pudo sacar provecho de
las experiencias del primero. Lo más grave, para mí, es
que el tipo prometía al pueblo italiano una vida peligrosa
—vita pericolosa—. Según los periódicos italianos, pare-
ce que esto desencadenó en la población un tempestuoso
júbilo.
KALLE: Ya veo, a usted las grandes épocas le hacen salir
corriendo. No quiere dejarse convencer de que hay que
actuar como un héroe.
ZIFFEL: De paso he ido adquiriendo un par de pequeñas
virtudes para mi uso particular; nada extraordinario ni
costoso, sólo para el gasto. Por ejemplo, me permití el
lujo de contradecir al gran Stilte en un problema de la
teoría atómica, a riesgo de que me hiciera pedazos, cien-
tíficamente hablando. Para que se haga usted una idea, le
diré que esto es, más o menos, equiparable al primer es-
calamiento del monte Cervino. Yo creo que usted me con-
sidera como un hombre condescendiente, pero eso es
porque no me ha visto en el laboratorio.
KALLE: A juzgar por sus palabras, se le podría tomar por
un pequeñoburgués preocupado únicamente por su con-
veniencia y que quiere tener tranquilidad.
ZIFFEL: Ya sé a qué se refiere. Los que consideran inopor-
tuno que se les impida pudrirse. Pero yo considero in-
oportuno que se me impida desarrollarme mentalmente,
o mejor aún, desarrollar alguna otra cosa fuera de mí
mismo, por ejemplo, la teoría atómica. Conquistar el
dominio sobre la atmósfera es distinto que conquistar el
dominio en el aire.
KALLE: Con usted, los grandes hombres no tienen las co-
sas fáciles.
ZIFFEL: No veo ninguna razón para facilitárselas especial-
mente.
KALLE: Cuando, económicamente, se tiene libertad de
movimientos, resulta mucho más fácil ponerles dificulta-
des, al menos por algún tiempo. Para los que no tienen
nada, resulta más difícil.
ZIFFEL: Ellos enfocan todo hacia esas gentes sin recursos,
es decir, el pueblo. Estos movimientos fascistas se califi-
can en todas partes de movimientos populares. Contra
los ricos adoptan con frecuencia un tono muy duro, so-
bre todo, cuando tratan de ser tacaños en las subvencio-
nes a la caja del partido y no comprenden su propio inte-
rés. Aunque yo estoy convencido de que son las pequeñas
contribuciones las que importan. Y cuanto más duros son
con los ricos en sus discursos, con más abundancia aflu-
yen las pequeñas donaciones y más se enriquecen ellos.
Pero deben hacer algo a cambio. Actualmente se exige
demasiado de los grandes hombres. No es extraño que no
puedan satisfacer estas terribles exigencias. Se les pide,
por ejemplo, que sean totalmente desinteresados. Me
gustaría saber cómo se las van a componer y por qué ellos
precisamente. Siempre se están viendo lbigados a asegu-
rar que ellos no sacan provecho alguno, sino disgustos,
preocupaciones y noches de insomnio, y ese ¿Cómo-se-
llama-exactamente?, en público, tiene que verter lágri-
mas a litros para probar su buena fe. El pueblo sólo le
seguirá a la guerra si ¿Cómo-se-llama-exactamente? la
desencadena por idealismo y no por codicia.
KALLE: Hace unos años dijo en un discurso que él no poseía
ni grandes propiedades ni cuenta bancaria. Esta declara-
ción fue acogida con frialdad. Unos, por haberse apodera-
do de una o dos propiedades, resultaron desagradablemente
afectados, y los otros se negaban a aceptar el regalo de los
campos de concentración, que él había construido para
ellos. La gente se devanaba los seesos tratando de adivinar
de qué vivía. Y se acabó por descubrir que él no necesitaba
gran cosa, ya que tenía entrada gratuita en la ópera. Por
último, para cortar las habladurías, tuvo que decidirse a
seguir una profesión. Eligió la de escritor. Como canciller
del Reich, decretó que no se le debía pagar nada en cuanto
canciller, que era una satisfacción para él; pero a continua-
ción decretó que, en cuanto escritor, se le comprara su li-
bro “Mi lucha”. De esta manera, su lucha se convirtió en
un éxito completo. Con los derechos de autor se compró
la Reichswehr y el palacio de la Cancillería del Reich, y ha
vivido muy decentemente.
ZIFFEL: Es interesante observar las molestias que se toman
para demostrar que las masacres de millones de personas,
la tiranía y la mutilación espiritual de todo el pueblo, lo
hacen gratuitamente, sin cobrar nada por ello.
KALLE: Tienen que probar que ellos no se paran en nimie-
dades. Viven en la esfera de las grandes ideas y todo el
bajo mundo les es extraño cuando planean una guerra.
Después de lo cual, se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
VI
TRISTE SUERTE DE LAS GRANDES IDEAS
LA POBLACION CIVIL ES UN PROBLEMA

ZIFFEL miraba con aire sombrío los polvorientos jardínes del ministerio de Asuntos
Exteriores, donde le tenían que renovar su permiso de residencia. En un periódico sueco,
expuesto en una vitrina, había visto las noticias sobre el avance de los alemanes en Francia.

ZIFFEL: La gente hace fracasar todas las grandes ideas.


KALLE: Mi cuñado estaría de acuerdo con usted. Le atrapó
un brazo el engranaje de una transmisión y tuvo la idea
de abrir un estanco, en el que vendería también artículos
de mercería, como agujas, hilo y algodón de zurcir, por-
que a las mujeres ya les gusta fumar, pero no les gusta ir al
estanco. La idea fracasó porque no consiguió la licencia.
Pero no importó mucho porque, de todas formas, nunca
habría reunido el dinero necesario.
ZIFFEL: Eso no es lo que yo llamo una gran idea. Una gran
idea es la guerra total. ¿Ha leído usted cómo, durante
estos días, en Francia, la población civil ha perturbado el
curso de la guerra total ? Dicen que ha echado por tierra
todos los planes del Estado Mayor. Ha entorpecido las
operaciones militares, ya que las oleadas de fugitivos blo-
queaban las carreteras e impedían los movimientos de tro-
pas. Los tanques quedaron detenidos por el gentío, cuan-
do por fin se han inventado ya máquinas que ni siquiera
se atascan en un pantano y que pueden derribar un bos-
que. Las gentes hambrientas han devorado las reservas de
provisiones de las tropas.
Así que la población civil se ha revelado como una verda-
dera plaga de langosta. En el periódico, un experto en
cuestiones logísticas subraya con inquietud que la pobla-
ción civil se ha convertido en un grave problema para los
militares.
KALLE: ¿Para los alemanes?
ZIFFEL: No, para los propios; la población francesa para
los militares franceses.
KALLE: Eso es sabotaje.
ZIFFEL: Por lo menos en el resultado. ¿Para qué sirven los
más meticulosos cálculos del Estado Mayor, si el pueblo
siempre se mete por medio y provoca la inseguridad en el
escenario de la guerra? Ni las órdenes, ni las advertencias,
m las exhortaciones, ni las llamadas a la razón, parecen
haberlo remediado. Apenas aparecían sobre una ciudad
los aviones enemigos con sus bombas incendiarias, todo
lo que tenía piernas salía corriendo, sin pararse a pensar
ni por un momento que perturbaban sensiblemente las
operaciones militares. Los habitantes emprendían la hui-
da sin consideración.
KALLE: ¿Y quién tiene la culpa?
ZIFFEL: Se tendría que haber pensado a tiempo en la eva-
cuación del continente. Sólo el alejamiento total de la
población podría permitir el desarrollo racional de las
operaciones y el aprovechamiento íntegro de las nuevas
armas. Y tendría que ser una evacuación permanente,
porque las guerras modernas estallan con la rapidez de
un rayo, y si en ese momento no está todo dispuesto, es
decir, si no se ha quitado de enmedio a la gente, todo está
perdido. Y esta evacuación tendría que llevarse a cabo en
el mundo entero, porque las guerras se propagan a una
velocidad vertiginosa y nunca se sabe dónde se va a decla-
rar la ofensiva.
KALLE: ¿ Una evacuación permanente en el mundo ente-
ro? Eso requiere organización.
ZIFFEL: Existe una sugerencia del general Amadeo Stulp-
nagel que sería aplicable, al menos como solución provi-
sional. El general propone que la población civil propia
sea depositada, por medio de aviones de transporte y pa-
racaídas, detrás de las líneas contrarias, en territorio ene-
migo. Esto produciría un doble efecto en el sentido de-
seado. Primero, se liberaría el campo de operaciones pro-
pio, el despliegue de las tropas se podría efectuar sin con-
tratiempos y los víveres beneficiarían íntegramente al ejér-
cito; segundo, se sembraría el desconcierto en la retaguar-
dia enemiga. Las vías de acceso y las líneas de cumunica-
ción del adversario serían bloqueadas.
KALLE: jEso es el huevo de Colón! Como ha dicho el
Führer, los huevos de Colón están tirados por las calles.
Basta con que venga alguien y los levante, con lo cual se
refería a sí mismo.
ZIFFEL; Esta idea es auténticamente alemana por su auda-
cia y su carácter no convencional. Pero no es una solu-
ción definitiva del problema. Porque, como es lógico, en
represalia, el enemigo también lanzaría inmediatamente
a su población civil en territorio contrario. La guerra siem-
pre se rige por el principio «Ojo por ojo, diente por dien-
te». Una cosa es segura; si no se quiere que la guerra total
quede sólo en proyecto para el futuro, habrá que encon-
trar una solución. La alternativa es muy simple; o se hace
desaparecer la población, o la guerra es imposible. Cual-
quier día, y pronto, habrá que tomar una decisión.
ZIFFEL vació su vaso tan lentamente como si fuera el último. Después, se separaron y se
alejaron, cada uno por su lado.
VII
MEMORIAS DE ZIFFEL III
SOBRE LA CULTURA

ZlFFEL sacaba algunas hojas manuscritas del bolsillo de su chaqueta, cuando KALLE se
apresuró a hacerle una pregunta.

KALLE: ¿Ha habido algún acontecimiento especial que le


haya hecho marcharse? En sus memorias no dice usted nada
de ello. Sólo se percibe cierta repugnancia a quedarse.
ZlFFEL: No lo he mencionado porque no creo que sea de
interés general. En el instituto teníamos un ayudante que
era incapaz de distinguir un protón de un núcleo. Per-
suadido de que el carácter judío del sistema era lo que
obstaculizaba su ascenso, ingresó en el partido. Una vez
tuve que corregir uno de sus trabajos y a él le pareció que
yo no encajaba en la revolución nacional y que le perse-
guía con odio porque él era partidario de ese ¿Cómo-se-
llama-exactamente? Sólo por esto, mi estancia en Alema-
nia se hizo prohlemática cuando ese ¿Cómo-se-llama-exac-
tamente? tomó el poder. Por naturaleza, yo soy incapaz
de entregarme sin reservas a grandes y sublimes senti-
mientos, y no estoy a la altura de un régimen enérgico.
En las épocas de grandeza las gentes como yo perturban
el armónico conjunto. Oí decir que se habían construido
algunos campos para proteger en elIos a las gentes como
yo contra la cólera del pueblo; pero a mí esos campos no
me seducían. Voy a seguir leyendo.
KALLE: ¿Quiere decir que no se sentía usted suficiente-
mente cultivado para ese pais?
ZIFFEL: Ni con mucho lo bastante cultivado como para
poder seguir existiendo humanamente entre toda esa ba-
sura. Llámelo debilidad, pero yo no soy tan humano como
para seguir siendo un hombre ante tanta inhumanidad.
KALLE: Yo conocí a un individuo que era quimico y fabri-
caba gases asfixiantes. Personalmente, era pacifista y daba
conferencias contra la locura de la guerra, ante las Juven-
tudes pacifistas. Era tan acerbo en su exposición que con-
tinuamente tenían que exhortarle a que moderase sus
expresiones.
ZIFFEL: ¿ Por qué lo dejaban ustedes hablar?
KALLE: Porque tenía razón cuando decia que él no tenia
nada que ver con lo que fabricaba; -no más de lo que
tiene que ver cualquier obrero de una fábrica de bicicle-
tas con las bicicletas. Y él estaba en contra, como noso-
tros, de que el hombre no tenga nada que ver con lo que
fabrica. Sabiamos muy bien que trabajábamos para la
guerra, mientras trabajábamos. Porque si las bicicletas,
que en sí son objetos inocentes, no pueden pasar las fron-
teras porque los mercados están saturados, entonces son
los tanques los que un buen dia pasarán las fronteras, eso
es evidente. He oido decir a la gente que el comercio y la
economía son humanos y que sólo la guerra es inhuma-
na. Pero el comercio y la economia, primero, no son hu-
manos, y segundo, en nuestro pais conducen a la guerra.
Y luego quieren una guerra humana. Que haya guerra,
¡pero no contra la población civil! Con cañones, ¡pero no
con gases asfixiantes! Oi decir que el Congreso america-
no ha limitado, y por vía legal, al diez por ciento los be-
neficios de las industrias de armamento. ¡Del mismo
modo, habría podido limitar legalmente al diez por cien-
to las pérdidas humanas durante la guerra! La barbarie
nace de la barbarie, puesto que la guerra nace de la eco-
nomia. Perdóneme que me haya puesto politico.
ZIFFEL: La cultura no tiene absolutamente nada que ver
con la economía.
KALLE: Desgraciadamente.
ZIFFEL: ¿Qué quiere decir ese desgraciadamente? Háble-
me con claridad. Soy un científico y comprendo con len-
titud.
KALLE: Yo he ido a la Universidad popular. Dudaba entre
estudiar a Walther von der Vogelweide, química, o la flo-
ra de la edad de piedra. Desde un punto de vista práctico,
daba lo mismo; ninguna de estas cosas habría podido ser-
virme para nada. Cuando usted estudiaba física lo hacia
con miras a las posibles ganancias y sólo adquirió los co-
nocimientos que podía revender. Para nosotros era sólo
una cuestión de cultura y se trataba de saber en qué di-
rección nos íbamos a cultivar.
ZlFFEL: ¿y qué dirección eligió usted?
KALLE: Me decidí por Walther von der Vogelweide y, al
principio, aquello marchó bien, pero después me quedé
sin trabajo y, como por la noche estaba muy cansado,
renuncié a estudiar. Las conferencias eran libres, no cos-
taban nada y no aportaban nada, pero un pequeño volu-
men de Reclam costaba tanto como un paquete de ciga-
rrillos. Quizá yo no tenia la disposición adecuada para
vencer todas las dificultades. El hijo de mi patrona, con
el tiempo, llegó a aprenderse de memoria toda la nomen-
clatura del reino vegetal; tenía una voluntad de hierro.
Ni una sola noche salía a dar un paseo, ni al cine, no
hacía más que cultivarse e incluso se esforzó tanto que
tuvo que usar gafas, lo que le molestaba para su trabajo
en el torno. Aunque al final le dio lo mismo, porque se
quedó sin trabajo.
ZIFFEL: Como usted dice, querer cultivarse o no depende
sólo de uno mismo. Estoy seguro de que el hijo de su
patrona habría podido hacer aún más. Lo cierto es que, a
pesar de todo, no aprovechó plenamente su tiempo; si se
hubiera detenido a pensarlo, prubablemente habría des-
cubierto la cantidad de veces que iba al retrete sin un
libro, o cuántas veces levantaba la vista del libro, mien-
tras estudiaba. Aunque sólo fueran tres segundos, pero
sume usted la cantidad de veces que se ha levantado la
vista al leer durante veinte o treinta años, ¡eso puede dar
toda una semana de pérdida de tiempo! El mundo vege-
tal es de una colosal amplitud; conocerlo a fondo exige
una pasión inhumana por la materia, especialmente de
un mecánico que tiene otra cosa que hacer. Y es comple-
tamente equivocado que usted se plantee la pregunta de
si el saber es productivo; pues quien no aspira a la ciencia
no debe meterse donde no le llaman, porque no es un
espíritu científico.
KALLE: Yo no me planteé la pregunta cuando decidí hacer
el curso.
ZIFFEL: En ese caso era usted apto para ello y la ciencia,
por su parte, no tiene nada que reprocharle. Usted estaba
facultado para asistir a los cursos sobre Walther von der
Vogelweide hasta hacerse viejo, e incluso, desde un pun-
to de vista ético, era usted superior al profesor que daba
las conferencias, porque él, de todos modos, sacaba pro-
vecho de su ciencia. Lástima que no continuara usted.
KALLE: No sé si a la larga habría tenido sentido. ¿Para qué
cultivar mi capacidad estética contemplando los cuadros
de Rubens, cuando todas las chicas que me rodean tie-
nen el color de cara que les da el trabajo en la fábrica? ¡EI
hijo de mi patrona estudia el reino vegetal, y su madre no
tiene dinero para comprar una lechuga!
ZIFFEL: Podríamos expresarlo así: cuando en un país la
sed de cultura adopta un aire tan heroico y altruista que
le llama la atención a todo el mundo y se la considera una
gran virtud, el aspecto bajo el que se presenta ese país es
poco favorable.
Poco después, ZIFFEL y KALLE se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
VIII
SOBRE EL CONCEPTO DE LA BONDAD
LAS ATROCIDADES ALEMANAS
CONFUCIO HABLA DE LOS PROLETARIOS
SOBRE LA SERIEDAD

KALLE: La palabra “bueno” tiene un regusto desagradable.


ZIFFEL: Los americanos tienen un término para un hom-
bre bueno; es “sucker”, que se pronuncia sagger; lo mejor
es escupirlo desde un ángulo de la boca. Designa al que
cae en las trampas, al infeliz burlado, al que busca el pillo
cuando tiene hambre.
KALLE: Lo mejor es imaginar a un “simpático mozo de
panadería” del brazo de un “campechano metalúrgico”;
entonces se le cae a uno la venda de los ojos. Por regla
general, buenos son sólo aquellos a los que no se denomi-
na “gente bien”. Nos visten los obreros textiles, nos ali-
mentan los obreros agrícolas, nos dan alojamiento los al-
bañiles y los obreros metalúrgicos, nos dan de beber los
obreros de las fábricas de cerveza, nos instruyen los tipó-
grafos, y todo por una miserable retribución, como es
notorio; un desinterés tal no se ha visto ni en el Sermón
de la Montaña.
ZIFFEL: ¿Y quién le dice que son buenos? Para serlo les
falta conformarse con que su retribución sea miserable y
alegrarse de que nosotros vivamos bien. Pero no están
conformes ni alegres.
KALLE: No se haga usted el tonto. Contésteme a esta pre-
gunta: ¿Les aconsejaria usted, en conciencia y de cora-
zón, que se alegraran de su miserable salario?
ZIFFEL: No.
KALLE: Entonces, ¿no quiere usted que sean buenos? ¿O
sólo fuera de su trabajo, después de la jornada? Tal vez
para con un gato que no puede bajar de un árbol, y de un
modo que no dé mucho que hacer.
ZIFFEL: Yo no aconsejaria a nadie que, sin la mayor pru-
dencia, se comportara como un ser humano. El riesgo es
demasiado grande. En Alemania, después de la primera
guerra mundial, se publicó un libro con un sensacional
t[itulo: “¡El hombre es bueno!”. En seguida me sent[i in-
quieto y no respir[e tranquilo hasta que un cr[itico
escribi[o: “El hombre es bueno, la ternera suculenta”. Por
otra parte, encontr[e un poema de un autor dramático
con el que fui al instituto, que no describe la bondad
como algo heroico. Dice asi:
En mi pared está colgada una talla japonesa,
Máscara de un demonio maligno, cubierta con
barniz de oro.
Yo miro compasivo,
Las venas hinchadas de su frente, que denotan
Cuán penoso es ser malo.
Esto me conduce a una pregunta: ¿Qué piensa usted de
las atrocidades alemanas? Dicho sea de paso, yo tengo
algunos reparos contra la palabra “alemán”. “Ser alemán
significa ser profundo”, se trate de encerar el suelo o de
exterminar a los judios. “Todo alemán tiene inclinación
hacia una cátedra de filosofía”. Si se la utilizara solamente
para diferenciar a los alemanes, bueno, pero se la pro-
nuncia con acento sangrante y lleno de sentimiento. Yo
podria comprender que el alemán, después de haberse
hecho notar en París, a las puertas de Stalingrado o en
Lidice, sienta al fin el deseo de despojarse de su nombre.
¿Cómo podría empezar una nueva vida, si todos lo cono-
cen? Para diferenciarnos de los otros, nos podríamos lla-
mar, por ejemplo, el noveno país, los novenos, con un
alma novena, o algo por el estilo. Y de vez en cuando
habría que cambiar de cifra para que no volviera a adqui-
rir el tono sentimental. Repugna ver a cualquier zopenco
comportarse de un modo tan orgulloso como si hubiera
escrito “La pasión según San Mateo” o “La viuda alegre”.
Pero me he apartado del tema Yo quería simplemente pre-
guntarle: ¿Cree usted en las atrocidades alemanas?
KALLE: Sí.
ZIFFEL: ¡Y no cree que es propaganda?
KALLE: ¿De los aliados?
ZIFFEL: O de los nazis.
KALLE: Yo creo francamente, que en el ejército alemán rei-
na una gran crueldad. Si usted quiere avasallar y saquear,
tendrá que golpear hasta que le duela el brazo. Con per-
suasión y zalemas no conseguirá que nadie le entregue lo
que posee; aunque hablara usted como los ángeles, no le
harían caso.
ZIFFEL: “En el ejército alemán reina una gran crueldad”.
La expresión es equívoca, usted lo sabe.
KALLE: Algunos sostienen una opinión errónea sobre lo
que es reinar o gobernar. La mayor parte de las gentes
ignoran durante toda su vida que están dominadas, esto
es un hecho. Creen que actúan como lo harían si no hu-
biera en absoluto autoridad ni nada que los gobernase. A
veces, cuando se dan cuenta de su error, se ponen furio-
sos. Se piensa que si Hitler domina Alemania, significa
que gobierna, pero muchos opinan de otro modo; sim-
plemente, porque él gobierna, no siempre -mejor dicho,
nunca- pueden ellos hacer prevalecer su opinión. Sin
embargo, es otra cosa. Claro que existe esa gente, pero lo
definitivo es que muy pronto no será él solo quien go-
bierne, sino también sus ideas. El tiene también los me-
dios para dominar sus mentes. Les da, por ejemplo, una
información sobre algo que sucede. Aunque piensen que
la información es falsa, siguen sin disponer de una verda-
dera, es decir, están sin informar. Además, si quiere con-
seguir gente para una de sus sucias invasiones, no tiene
que hacer más que apelar a lo “más bello y más noble”
que hay en ellos. He copiado un poema que circulaba
por Estocolmo y que no está mal.
El individuo rechoncho revuelve en su cartera, completamente llena de documentos
manoseados y de recortes de periódico llenos de dobleces, y saca una hoja escrita a lápiz.
Lee el poema “Desfile de los vicios y las virtudes” de la “Colección de Steffin”:

Desfile dc los vicios y las virtudes.


En la Soirée de la Opresión, celebrada rccientemente, se
presentaron a toque de trombones ciertas personalida-
des, que testimoniaron su adhesión a los detentadores del
poder.
La Venganza, compuesta y engalanada como la Concien-
cia, dio prueba de su infalible memoria. El pequeño y
contrahecho personaje cosechó grandes aplausos.
La Brutalidad, mirando desamparada a su alrededor, hizo
una aparición desafortunada: resbaló sobre la platafor-
ma, pero arregló la situación porque, en un acceso de
cólera, dio tal patada en el suelo que hizo un agujero.
Tras ella apareció el Odio a la Cultura, que, lanzando es-
pumarajos por la boca, conjuró a los ignorantes a sacu-
dirse el lastre del saber. “¡Abajo los que quieren saber más!”,
gritaba como consigna, y los que no sabían nada le trans-
portaron sobre sus hombros cansados fuera del salón.
También hizo acto de presencia el Servilismo, que a sí
mismo se presentó como el gran artifice del hambre. Antes
de retirarse se inclinó una vez más ante algunos obesos
bribones a los que él había procurado altos puestos.
La Alegría del Mal Ajeno, la cómica más querida, creó
ambiente en la sala. Sufrió, por cierto, un pequeño acci-
dente: a fuerza de reír se produjo una hernia.
En la segunda parte de esta función de propaganda, la
primera en aparecer fue la Ambición, esa gran deportista.
Saltó con tal fuerza, que su pequeña cabeza se descalabró
contra una viga. Pero ni pestañeó entonces, ni en el mo-
mento en que uno de los organizadores de la fiesta le
prendió una condecoración en plena carne con un largo
alfiler.
Un poco pálida, quizá por timidez, se presentó la Justicia.
Habló de cosas insignificantes y prometió para un futuro
próximo una más amplia exposición.
El Deseo de saber, un muchacho vigoroso, habló de cómo
le habia abierto los ojos el régimen y de las narices gan-
chudas, culpables de las irregularidades públicas.
Salió después el Altruismo, un mozo alto y flaco con cara
de honradez, que llevaba en su mano callosa un gran pla-
to de imitaci[on de estaño. Colectaba los pfennigs de los
obreros y dec[ia quedamente, con voz cansina: ¡Pensad
en vuestros hijos! Tambi[en el Orden, calvo bajo su lim-
pia gorra, avanzó hacia el estrado. Entregó títulos de doc-
tor a los mendaces y de cirujano a los asesinos. En su
ropaje gris no había ni una mota de polvo, aunque por la
noche iba a los patios interiores a rebuscar en los cubos
de la basura. Los expoliados desfilaban delante de su mesa
en interminable procesión y a cada uno le extendia un
recibo con sus manos varicosas. Su hermana, la Econo-
mia, presentó una cesta con mendrugos de pan que ella
había quitado de la boca a los enfermos en los hospitales.
El Celo, jadeando como un perseguido a muerte, con se-
ñales de látigo en el cuello, dio una representación gra-
tuita. En menos tiempo del que se necesita para sonarse,
atornilló una granada. Y como suplemento, antes de lo
que se pudiera tardar en decir ¡oh!, preparó gas asfixiante
para dos mil familias.
Todas estas celebridades, hijos y nietos del Frío y del Ham-
bre, se presentaron ante el pueblo y confesaron, sin mira-
mientos, que estaban al servicio de la Opresión.
ZIFFEL: En su opinión, ese Hitler podría haber hecho de
los doce apóstoles un buen Escalón de Protección. (1)
Schutzstaffel o SS, escal[on de protecci[on (del partido na-
cionalsocialista).
KALLE: Sólo se saca provecho cuando se ponen en juego
todos los medios.
ZIFFEL: “El capitalismo es el culpable de todo”. Eso es una
simpleza.
KALLE: Desgraciadamente no lo es.
ZIFFEL: Estoy de acuerdo con usted en que no se le conoce
lo suficiente, e incluso llegaría a confesarle que yo mismo
tengo una peligrosa inclinación a evitar las simplezas,
aunque sean verdades útiles. En química no se podría
tener tal costumbre. ¿Sabe usted que su Confucio, Karl
Marx, ha evaluado muy fríamente las cualidades morales
del proletariado? Les echa piropos, lo admito, pero que
los proletarios son seres inferiores lo ha sacado Goebbels
del mismísimo Karl Marx. Sólo que Marx opinaba que
ya están hartos de serlo.
KALLE: ¿Cómo puede pretender que Marx ha insultado a
los obreros? No sea usted tan original, se lo ruego.
ZIFFEL: Déjeme ser original porque si no soy estúpido, y
¿qué gana usted con ello? Marx no ha insultado a los obre-
ros, ha constatado que la burguesía los insulta. Mi cono-
cimiento del marxismo es imperfecto, más vale que esté
prevenido. Un mediano conocimiento del marxismo cues-
ta hoy día, según me ha asegurado un colega, de veinte a
veinticinco mil marcos oro, y esto sin contar con las com-
plicaciones. Por menos no conseguiría usted nada bueno,
a lo sumo un marxismo de calidad inferior, sin Hegel, o
un marxismo en el que faltara Ricardo, etc. Además, mi
colega sólo contaba el coste de los libros, los derechos de
matrícula en la Universidad y las horas de trabajo, y no lo
que dejaba de ganar por las dificultades que surgieran en
su carrera o por un eventual encarcelamiento; y omitía
también que el rendimiento en las profesiones burguesas
disminuye seriamente después de una profunda lectura
de Marx; en determinadas materias, como Historia y Fi-
losofía, nunca se llegará a ser realmente bueno si se ha
estudiado toda la obra de Marx.
KALLE: ¿Y qué hay de la inferioridad de los trabajadores?
ZIFFEL: La idea parece ser la siguiente -sin garantía, como
ya le he dicho-: se le niega al proletario la cualidad de
hombre, es decir, la suya propia, de modo que, desnatu-
ralizado como está en un mundo en el que es esencial
para él la naturaleza humana, tiene que tratar de hacer
algo. Según Marx, el homo sapiens sólo hace algo cuan-
do la ruina absoluta le cubre hasta los ojos. Los más ele-
vados ideales sólo se los deja arrancar por la fuerza. Uni-
camente en caso de necesidad hace lo preciso, así que
sólo lucha por la cualidad de hombre cuando no tiene
más remedio. De este modo, asume el proletario su mi-
sión de elevar a la humanidad a un nivel superior.
KALLE: Sicmpre he estado en contra de esa misión, como
si dijéramos, instintivamente. Tiene un tono lisonjero,
pero yo he desconfiado siempre de los lisonjeadores, ¿us-
ted no? Tengo curiosidad por saber lo que significa la
palabra “misión”; quiero decir, literalmente.
ZIFFEL: Viene del latín mittere, enviar.
KALLE: Me lo imaginaba. Una vez más le toca al proleta-
riado ser la fregona. Ustedes se imaginan un Estado ideal
y nosotros debemos realizarlo. Nosotros somos los ejecu-
tores y ustedes siguen siendo los que dirigen, ¿no es así?
Nosotros debrmos salvar a la humanidad, pero ¿quién es
la humanidad? Ustedes. En Estocolmo coincidí con un
emigrante judío, un banquero que tenía el título de con-
sejero de comercio; me reprochó muy seriamente que no-
sotros, los socialistas, no sólo no habíamos hecho la revo-
lución, sino que, además, habíamos dejado a Hitler to-
mar el poder. El habría deseado, según parece, algo así
como una Alemania de los consejos comerciales. A los
rusos también se los ha juzgado desde ese punto de vista.
El “Frankfurter Zeitung” siempre estaba repitiendo que
en Rusia no existía un verdadero comunismo, y por eso
la Unión Soviética tenía mala prensa. Decía el periódico,
y en un tono objetivo, que era un experimento interesan-
te, como si sólo quisiera hacer depender su juicio defini-
tivo de si el experimento era técnicamente realizable. Pero
quizá los nobles franceses hablaron de la guillotina en los
mismos términos.
ZIFFEL: Si le he comprendido bien, quiere decir que se
niega usted a liberar a la humanidad.
KALLE: En todo caso, no le pagaré el café. Algunas veces,
no me lo tome usted a mal, me irrito conmigo mismo
por estar sentado, diciendo agudezas en momentos como
éstos.
ZIFFEL: Yo podría responderle, primero, que ni usted ni
yo hemos comido lo suficiente para hablar de cuestiones
verdaderamente serias, sobre todo con dos divisiones
motorizadas alemanas en el pa[is y sin visado. Segundo,
que la seriedad como modo de vivir est[a un poco des-
acreditada en estos momentos; porque quienes han prac-
ticado siempre la mayor seriedad han sido Hitler y los
suyos. El forma parte de los asesinos serios, el asesinato es
algo muy serio. No es de carácter ligero, los polacos se lo
confirmarán. Comparado con él, Buda era un humoris-
ta. Y tercero, nosotros no tenemos necesidad de compor-
tarnos con dignidad, no somos carniceros. Una buena
causa siempre se puede tratar también de un modo diver-
tido.
KALLE: Como dijo en un brindis el empleado de una fu-
neraria: la burguesía no tiene nada que perder, excepto su
dinero.
Poco después se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
IX
SUIZA, CELEBRE POR SU AMOR A LA LIBERTAD Y POR SUS QUESOS
EDUCACION EJEMPLAR EN ALEMANIA
LOS AMERICANOS

ZIFFEL: Suiza es un país famoso porque allí se puede ser


libre. A condición de ser turista.
KALLE: Yo estuve allí y no me sentí muy libre.
ZIFFEL: Sin duda, no se alojó usted en un hotel. Hay que
vivir en un hotel. De ese modo puede ir adonde quiera.
En torno a las más altas montañas, desde las cuales el
panorama es tan hermoso, no hay empalizadas ni obstá-
culos. Dicen que en ningún lugar se siente uno más libre
que en la cima de una montaña.
KALLE: He oído que los suizos no suben nunca, a menos
que sean guías, y entonces no son del todo libres porque
tienen que llevar a los turistas.
ZIFFEL: Los guías de montaña tienen, sin duda, menos
sed de libertad que los otros suizos. Esta histórica sed de
libertad de Suiza proviene de la situación desfavorable
del país. Está rodeada de grandes potencias que la ocupa-
rían con gusto. Por lo tanto, los suizos tienen que estar
continuamente alerta. Si su situación fuera distinta, no
necesitarían la sed de libertad. Nunca se ha oído hablar
de la sed de libertad de los esquimales. Geográficamente,
están mejor situados.
KALLE: Los suizos han tenido suerte con eso de que varios
países a la vez abrigaran malas intenciones respecto a ellos.
Ninguno quiere dejarle Suiza al otro. Si se les pasa la suerte,
es decir, si una de las potencias se hace más fuerte, se
acabó.
ZIFFEL: Si quiere saber mi opinión, le diré que lo mejor es
marcharse de un país en el que se ha encontrado una gran
sed de libertad.
En un país mejor situado, tal sed es superflua.
KALLE: Tiene usted razón. Un lugar en el que se habla
tanto de libertad es sospechoso. Me extrañaba que una
frase como “En nuestro país hay libertad”, siempre apa-
reciera cuando alguien se quejaba de falta de libertad.
En seguida se le decía: “En nuestro país hay libertad de
opinión. En nuestro país cada uno puede tener las con-
vicciones que quiera”. Es verdad, puesto que en todas
partes es así. Lo único que se prohibe es exteriorizar esas
convicciones. Seria delictivo. En Suiza, si dice usted con-
tra el fascismo algo más de la simple afirmación de que
no le gusta, lo cual no tiene importancia, le contestarán
en seguida: “Esas ideas no se pueden exteriorizar porque
ponen en peligro nuestra libertad; los alemanes nos inva-
dirían”. O diga usted sin más ni más que está a favor del
comunismo. Le explicarán inmediatamente que no pue-
de decir eso, porque el comunismo es la falta de libertad;
la prueba es que en un régimen comunista, los capitalis-
tas no son libres. Se los persigue porque tienen opiniones
diferentes, y ni siquiera los obreros son libres de admitir
trabajo en sus casas.
En un restaurante me dijo un señor: “¡Intente usted en
Rusia tener una iniciativa y montar una fábrica! Ni si-
quiera puede comprar una casa”. Yo le dije: “Y aquí, ¿pue-
do?”. “En todo momento”, dijo él, “extiende usted un
cheque y ya está”. Lamenté mucho no tener cuenta co-
rriente en un banco, porque entonces habría podido
montar una fábrica.
ZIFFEL: Lo que quiere decir que, en su vida privada, dis-
pone usted de algunas libertades y que no le detienen en
el acto, si, en la mesa de un café, exterioriza unas ideas
que se apartan de las permitidas.
KALLE: Aquí no se puede mantener una opinión ni en la
mesa de un café. Los alemanes, y otros antes que ellos,
han descubierto que hasta eso es peligroso. Y han llegado
a meterse debajo de las mesas de los cafés. Han cortado
de raíz la sed de libertad de los pequeñoburgueses.
ZIFFEL: Hacen lo que pueden, pero todavía no han logra-
do sus fines. Sus campos de concentración son institu-
ciones modelo, pero Roma no se construyó en un día y la
gente aún se permite un montón de libertades. Por ejem-
plo, incluso en Alemania aún puede usted, de vez en cuan-
do, pasear libremente por la ciudad y pararse delante de
las tiendas, aunque no esté bien visto porque no tiene un
objetivo.
KALLE: Es cierto, siempre necesitan un objetivo. Sobre el
objetivo se disparan tiros.
ZIFFEL: Equivocadamente, se han tomado como una so-
lemne patraña sus declaraciones sobre el valor educativo
de los campos de concentración. Son establecimientos
modelo para la educación. Los experimentan con sus ene-
migos, pero están concebidos para todo el mundo. Claro
que su régimen aún no se ha impuesto del todo y es débil
todavía. Por ejemplo, que los obreros, después del traba-
jo, vuelvan todavía a sus casas, tienen que considerarlo
en el fondo como una situación increíblemente anticua-
da. Aún están lejos de haber incorporado a todo el mun-
do. Bueno, tienen a los niños a partir de los seis años y
después, entre las Juventudes de ese ¿Cómose-llama-exac-
tamente?, los militares y el partido, tienen a los adoles-
centes y a los hombres. Pero, ¿qué pasa, por ejemplo, con
los viejos? ¿Dónde está la Sección de Viejos de ese ¿Cómo-
se-llama-exactamente? Esa es una grave omisión. Es muy
posible que de ahi les surja un día algún peligro.
KALLE: Yo tampoco estoy seguro de que se haya hecho ya
todo por los niños. Los niños mayores podrían muy bien
vigilar los pasos de sus padres y los más pequeños po-
drían recoger chatarra; pero quizá habría que empezar
antes, desde el seno materno. Ahi habría un campo de
actividad para la ciencia.
Que las embarazadas escuchen marchas militares y que ten-
gan a la cabecera de la cama una ampliación del Führer
no creo que les perjuique, pero estos procedimientos son
primitivos. Habría que inventar ejercicios para embara-
zadas que actuaran sobre el feto.
El ministerio de propaganda debe dedicarse al feto, no
hay que perder ni un minuto.
ZIFFEL: La asistencia al niño es infinitamente importante.
El niño es el más preciado bien que tiene la nación. El
rostro del Tercer Reich será el rostro que tenga la nueva
generación; por lo tanto, tendrá que tener un bigote a lo
¿Cómo-se-llama-exactamente?; pero la educación comien-
za en el seno materno. Que las embarazadas deben hacer
ejercicio, es una regla muy antigua. El sólo hecho de do-
blar hacia atrás la cabeza, para ver llegar los bombarderos
enemigos, es una buena cosa.
KALLE Tal vez sea lo más importante apartar a los adoles-
centes, e incluso a los jóvenes, de todo lugar donde pue-
dan ser pervertidos y distanciados del Estado, sobre todo
del mundo del trabajo. ¿De qué sirve inculcar a los ado-
lescentes una fe incondicional en el Führer y en el porve-
nir, con tanto esmero y tanto rigor, si luego, cuando tiene
que trabajar, es extorsionado y explotado y acaba convir-
tiéndose en un amargado y un escéptico? Habría que su-
primir la necesidad de trabajar.
ZIFFEL: Eso es cierto; daría buen resultado.
KALLE: Mientras tengamos que trabajar para vivir, la sed
de libertad puede nacer en cualquier momento. Porque
es demasiado duro.
ZIFFEL: Para la mayor parte.
KALLE: Mire usted los americanos, un gran pueblo. Al prin-
cipio tuvieron que defenderse de las usurpaciones de los
indios y ahora les han caído encima los millonarios. Los
reyes de la alimentación los asaltan continuamente, los
trust del petróleo los cercan, los magnates de los ferroca-
rriles les imponen contribuciones. El enemigo es astuto y
cruel, los mantiene apresados en las fábricas de automó-
viles y arrastra a mujeres y niños al fondo de las minas de
carbón. Los periódicos les tienden emboscadas y los ban-
cos los acechan al pasar, en pleno día, y estos hombres,
sobre los que pueden disparar en cualquier momento,
continúan, incluso cuando les disparan, luchando como
salvajes por su libertad, para que cada uno pueda hacer lo
que quiera; cosa que los millonarios celebran con suma
satisfacción.
ZIFFEL (entusiasmado): Eso es: como los animales salvajes,
necesitan estar siempre en plena forma, si no, son some-
tidos. Quizá les gustaría, aunque sólo fuera una vez, an-
dar cabizbajos, mirar sombríamente al vacío y saborear a
sus anchas el hastío de la vida; pero no es posible, les
costaría la existencia en el acto, lo sé de buena fuente.
Tengo un tío en América que vino cuando yo era un mu-
chacho; nunca lo olvidaré. El pobre hombre se mostraba
optimista durante todo el día. Su rostro estaba siempre
desfigurado por una confiada sonrisa que dejaba ver sus
dientes de oro; varias veces al día le atizaba a mi padre,
que padecía de reuma, golpes de estímulo en los hom-
bros y en la espalda; a cada golpe, mi padre se contraía de
dolor. Se había traído de allá un automóvil -en aquella
época todavía eran poco frecuentesy un día hicimos una
excursión al Kobelberg; durante el trayecto hablaba sin
cesar de los tiempos en los que era necesario subir a la
montaña a pie. Cuando íbamos monte arriba, el coche se
quedó parado y tuvimos que terminar la ascensión an-
dando. Pero aún agotó su último aliento en asegurarnos
que los automóviles llegarían a ser mejores.
KALLE: Precisamente los americanos hablan con especial
vehemencia de la libertad. Como he dicho antes, es sos-
pechoso. Para que un hombre hable de libertad, es preci-
so que le apriete el zapato. A las personas que llevan buen
calzado, pocas veces las oirá usted hablar de lo cómodos
que son sus zapatos, de lo bien que les vienen y de que no
aprietan, de que no tienen callos ni soportarían tenerlos.
A fuerza de oír hablar de libertad, me llené de entusias-
mo por América y quise hacerme ciudadano americano
o, al menos, ir a ese país de la libertad. Corrí de Herodes
a Pilatos, Herodes no tenia tiempo y Pilatos tenía impe-
dimentos. E! cónsul me exigió que diera cuatro vueltas a
la manzana a cuatro patas y después que un médico certi-
ficara que no me habian salido callos. Luego tuve que
asegurar bajo juramento que no tenia opiniones. Yo lo
juré mirándole a los ojos, pero el cónsul me adivinó el
juego y me pidió que probara igualmente que nunca las
habia tenido. Eso no lo pude probar. y así es como nunca
llegué al país de la libertad. No estoy seguro de que mi
amor a la libertad haya sido suficiente para ese pais.
Poco después, ZIFFEL y KALLE se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
X
FRANCIA O EL PATRIOTISMO
SOBRE EL ARRAIGAMIENTO

ZIFFEL se vio obligado a hacer una triste confidencia a KALLE: no veia posibilidad alguna
de continuar sus memorias, porque había vivido muy pocos acontecimientos.

KALLE: Tiene usted que haber vivido alguno.


Si no ha tenido grandes experiencias, las habrá tenido
pequeñas. ¡Describa las pequeñas!
ZIFFEL: Eso de que cada uno tiene una vida propia, es sólo
en teoría. Pero es un sofisma, en realidad, porque la afir-
mación sólo es válida en el plano lógico, en el que se pue-
de llamar vida al hecho de vegetar setenta años o sola-
mente tres. Conozco el dicho de que la contemplación
de un guijarro junto a un arroyuelo puede proporcionar
el mismo goce que la contemplación del monte Cervino.
En ambos casos se puede admirar, por decirlo así, la obra
del Creador; pero yo prefiero admirarla en el monte Cer-
vino, es cuestión de gustos. Claro que se puede hablar de
todo de una manera interesante, pero no todas las cosas
merecen interés. En todo caso, yo he agotado ya mis
memorias y es bastante triste.
KALLE: Pero puede usted contarme dónde estuvo, por
qué se marchó, en fin, explicar cómo ha vivido.
ZIFFEL: Entonces, venimos a parar a Francia. La patrie.
Me alegro de no ser francés. Los franceses se ven obliga-
dos a ser demasiado patriotas para mi gusto.
KALLE: Pues diga con toda franqueza lo que tiene usted en
contra.
ZIFFEL: Es un país en el que hay que practicar el patriotis-
mo como un vicio, y no solamente como una virtud. Los
franceses no están casados con Francia, sino que Francia es
su amante. ¡Y qué celosa es!
KALLE: Yo tuve una amiga que me preguntaba, cada cuar-
to de hora, si la amaba todavía. Cuando me acostaba con
ella, decía que yo la amaba sólo por la cama, y cuando
prestaba atención a su charla, me decía que si fuera muda
ya no la querría. Aquello era agotador.
ZIFFEL: Una vez, en Francia, un poeta adquirió fama de
original porque se marchó al extranjero. Escribieron mu-
cho sobre él, preguntándose si se trataba de un caso pato-
lógico o de auténtica originalidad.
KALLE: Parece que en Francia valoran tanto el amor a la
patria, que lo sitúan inmediatamente después del amor a
la buena comida.
Y he oído que este último está allí mucho más desarrollado
que en cualquier otro sitio. Pero lo peor es que a la gente
rara vez se le permite ser patriota.
ZIFFEL: ¿Cómo es eso?
KALLE: Pongamos por caso esta guerra. Todo empezó cuan-
do el hombre de la calle votó a la izquierda y reclamó la
jornada de siete horas. El oro no pudo hacer nada, pero
los capitales se congelaron y emprendieron viaje a Améri-
ca. De este modo se hizo imposible el rearme. El hombre
de la calle estaba en contra del fascismo, por la misma
razón que estaba a favor de la jornada de siete horas. Y así
es cómo se produjo la guerra. Los generales declararon
que, sin rearme, no podían hacer nada, e interrumpieron
las hostilidades; asimismo porque pensaron que el hom-
bre de la calle no podría hacer nada si las tropas enemigas
ocupaban el país y cuidaban del mantenimiento del or-
den. Los patriotas que querían seguir luchando han sido
detenidos y les harán ver lo que significa estar en contra
del Estado. En Checoslovaquia ha pasado algo muy pare-
cido. Hay que ser un patriota colosal para seguir siendo
patriota en un país como ése; como lo conozco, supongo
que lo admitirá.
ZIFFEL: Siempre me ha parecido curioso que se deba amar
de un modo especial precisamente al país en el que se
pagan los impuestos. La base del patriotismo es saber con-
tentarse con poco; una excelente cualidad cuando no se
tiene nada.
KALLE: Lo que perjudica al patriotismo es que, en defini-
tiva, no existe verdadera elección Es como si se debiera
amar a la mujer con la que uno se ha casado, en lugar de
casarse con la mujer que uno ama. Por esto es por lo que
yo desearía que me dejaran elegir antes. Por ejemplo, que
me enseñen un trozo de Francia, un pedazo de la buena
Inglaterra, una o dos montañas de Suiza y algo del litoral
noruego; entonces, yo señalaré uno de ellos y diré: Este
es el que adopto como patria; así, sí que lo apreciaría.
Pero ahora es como si uno estimara más que a nada la
ventana por la que se cayó un día.
ZIFFEL: Es un punto de vista cínico, de persona desarrai-
gada, que me gusta.
KALLE: En general, se dice siempre que hay que tener rai-
gambre. Estoy convencido de que los únicos seres que
tienen raíces, los árboles, preferirían no tenerlas. Enton-
ces, también ellos podrían volar en avión.
ZIFFEL: Dicen que se ama aquello por lo que se ha vertido
el sudor. Esta sería una explicación para un fenómeno
como el patriotismo.
KALLE: Yo, no. Yo no amo aquello por lo que he vertido
sudor, ni siquiera todo aquello por lo que he vertido mi
semen. Una vez tuve un asunto con una chica, con la cual
me fui a dar un paseo en coche hasta el Wannsee porque
me gustaba su tipo y porque tenía varias cosas bonitas; pero
ella empezó por almorzar, después quiso remar, luego tuvo
que tomar café y, al final, yo estaba tan harto que la habría
plantado sin más ni más en los matorrales, si hubiera nece-
sitado aún medio minuto más para quitarse la ropa. Y le
repito que tenía una figura espléndida.
ZIFFEL: Sin duda. Usted dijo que tenía cosas bonitas. Cuan-
do imagino el país en el que me gustaría vivir, elijo uno
en el que, al murmurar por descuido algo así como “¡Qué
lindo es este país!”, le erigieran a uno un monumento
como patriota. Porque esta frase, completamente inespe-
rada en un país así, causaría sensación y sería realmente
apreciada. Claro que habría que erigir también un mo-
numento a aquellos que no murmuran nada, precisamen-
te, porque no han dicho nada superfluo.
KALLE: Usted ha dejado que le quiten el gusto por su país
los patriotas que lo ocupan. Yo pienso a veces: ¡qué bello
país tendríamos si lo tuviéramos! Recuerdo un poema que
enumeraba algunos de sus atractivos. No crea que tengo
inclinación por los poemas.
Este, al que me refiero, lo vi por casualidad en alguna
parte y ya no me lo sé entero: sobre todo, he olvidado lo
que dice de las provincias. Con algunos claros, dice así:
¡Apacibles bosques de Baviera,
Ciudades del Main
Rhön flanqueado de pinos,
Umbrosa Selva Negra!
Después viene algo que he olvidado, algo que guarda re-
lación con ello, y luego continúa:
Rojizas colinas de Turingia,
Ralos arbustos de las marcas.
Ciudades negras del Ruhr,
Surcado por gabarras de hierro.
Una laguna, algo más en medio, y luego:
Y también tú, Berlín,
ciudad múltiple
Tan activa por encima
y por debajo del asfalto,
y vosotros, puertos hanseáticos,
Bulliciosas ciudades de Sajonia,
Ciudades de Silesia,
que miráis hacia el Este,
Cubiertas de humo.
El sentido del poema es: ¡habría que conquistarlo, valdría
la pena!
ZIFFEL, sorprendido, observó a KALLE pero no pudiendo descubrir en él ningún rastro de
la cara de tonto [que ponen todos los que exteriorizan algún sentimiento irracional], vació su
vaso echando hacia atrás la cabeza.
XI
DINAMARCA O EL HUMOR
SOBRE LA DIALECTICA HEGELIANA

La conversación recayó sobre Dinamarca, en donde, tanto ZIFFEL como KALLE, había
estado porque este país se encontraba en su camino.

ZIFFEL: La gente tiene allí un humor enteramente prover-


bial; KALLE: Pero no tienen ascensores. Hablo por expe-
riencia. Los daneses son gente muy cordial y nos brinda-
ron su hospitalidad. Se pusieron a cavilar cómo podrían
procurarnos de qué vivir, pero la solución se nos ocurrió
a nosotros mismos. Por suerte para nosotros en su capital
las casas no tienen ascensor, y ahí es donde entramos en
juego. En opinión de todos, habría sido humillante para
nosotros tener que aceptar limosnas, en vez de ganarnos
ese dinero trabajando. Descubrimos que los inquilinos,
incluso los de los pisos más altos, tenían que bajar los
cubos de la basura por la escalera y nos encargamos noso-
tros de esa tarea; eso era más digno.
ZIFFEL: Los daneses son muy ingeniosos. Aún hoy hablan
con gusto de un ministro de Finanzas, el único que les ha
dado algo por su dinero: les ha dejado una historia diver-
tida.
Cuando una comisión se presentó en su casa para inspec-
cionar las cuentas, se levantó muy digno, dio un golpe
sobre la mesa y dijo: “Señores, si insisten en la inspec-
ción, dejo de ser ministro de Finanzas”. Después de esto,
la comisión se marchó y no volvió hasta seis meses des-
pués. Entonces se descubrió que él había dicho 1a pura
verdad. Le metieron en la cárcel y mantuvieron su me-
moria en alta estima.
KALLE: Su humor se ha desarrollado particularmente du-
rante la primera guerra mundial.
Permanecieron neutrales e hicieron buenos negocios. Todo
lo que podía flotar hasta las costas inglesas se lo vendie-
ron a Inglaterra como barcos. Es decir, ellos no los deno-
minaban propiamente barcos, sino que los designaban
como superficies flotantes. Era más exacto. De esta ma-
nera consiguieron una gran prosperidad nacional. Per-
dieron más marinos que cualquier potencia beligerante.
ZIFFEL: Sí, tomaron la guerra por el lado alegre. También
vendían gulasch y metían en las latas todo lo que olía
demasiado mal para dejarlo tirado a su alrededor. Cuan-
do estalló la segunda guerra mundial, volvieron a esperar,
muy atentos y desarmados hasta el último botón. Repe-
tían continuamente: somos demasiado débiles para de-
fendernos, tenemos que vender cerdos. Una vez, un mi-
nistro extranjero quiso hablarles e infundirles aliento con-
tándoles una historia de caza que sucedió en la estepa.
Un águila se lanzó sobre una liebre. La liebre no pudo o
no quiso salir corriendo. Tumbándose boca arriba, gol-
peó repetidamente con sus patas posteriores la caja torá-
cica del águila. La liebre tiene las patas posteriores muy
fuertes, adecuadas para la carrera. Los daneses se rieron
mucho con esta historia, por su faceta cómica, y le dije-
ron al ministro que no tenían por qué temer a los alema-
nes, puesto que si los alemanes ocupaban Dinamarca no
podrian comprar allí más cerdos, ya que los rusos en ese
caso, dejarían de enviar el pienso necesario para cebarlos.
Los daneses se sentían tan seguros, que ni siquiera se
asustaron cuando los alemanes les propusieron un pacto
de no agresión.
KALLE: Eran demócratas e insistían en el derecho que debe
tener cada uno a decir agudezas. Tenían un gobierno so-
cialdemócrata, pero sólo conservaban al Presidente del
Consejo de Ministros, porque su barba era muy cómica.
ZIFFEL: Estaban convencidos de que el fascismo no tenía
nada que hacer en su país, porque ellos tenían demasiado
sentido del humor. Vivían, más o menos, de la venta de
cerdos y tenían que estar en buenas relaciones con los
alemanes, porque los alemanes necesitaban sus cerdos.
Pero hacían chistes sobre ellos mismos; decían, por ejem-
plo, que en la venta de cerdos hay que andar con cuidado
para que no se joda la marrana. Desgraciadamente, el fas-
cismo no se ofendió porque en Dinamarca no se lo toma-
ra en serio, sino que una mañana apareció en el aire con
una docena de aviones y ocupó todo el país.
Los daneses no cesaban de asegurar que su humor era,
por desgracia, intraducible, porque consistía únicamente
en pequeños giros del lenguaje, cada uno de los cuales
tenía su propia fuerza cómica; detalle que pudo también
contribuir a que los alemanes no percibieran que no se
les tomaba en serio.
A partir de ese momento, los daneses no recibieron más
que pedazos de papel a cambio de sus cerdos. De manera
que su humor fue sometido a una dura prueba, porque
una cosa es vender cerdos a alguien a quien se desprecia,
y otra muy distinta no cobrar ni un sólo cerdo de alguien
a quien se desprecia.
KALLE: Sin embargo, se permitieron una broma cuando se
produjo la ocupación. Los alemanes llegaron una maña-
na muy temprano, porque son muy madrugadores; tie-
nen el sueño muy inquieto a causa de su policía. Un ba-
tallón danés que se olió la invasión, se puso rápidamente
en movimiento en columna de marcha. Se encaminaron
hacia el Sund, que separa Dinamarca de Suecia, y mar-
charon durante muchas horas hasta que llegaron al trans-
bordador, pagaron su pasaje y se pasaron a Suecia. Una
vez allí, concedieron una entrevista a la prensa para expli-
car que el batallón había querido que Dinamarca conser-
vara su potencial bélico. Pero los suecos les hicieron vol-
ver, porque batallones de esa clase tienen ellos bastantes.
ZIFFEL: Vivir en un país donde no hay humor es insopor-
table, pero aún lo es más vivir en un país donde hace falta
humor.
KALLE: Cuando mi madre no tenía nada de mantequilla,
nos untaba humor en el pan. No sabe mal, pero no calma
el hambre.
ZIFFEL: Al hablar de humor, siempre pienso en el filósofo
Hegel. Fui a la blblioteca a buscar algunas de sus obras
para estar, filosóficamente, a la altura de usted.
KALLE: Hábleme de Hegel. No estoy suficientemente cul-
tivado para leerlo.
ZIFFEL: Tuvo talento para ser uno de los más grandes hu-
moristas entre los filósofos, aparte de Sócrates, que utili-
zaba un método análogo. Pero, al parecer, tuvo mala suerte
y fue destinado a Prusia, y así es como se dedicó al servi-
cio del Estado. Por lo que he podido deducir, tenía un
tic: guiñaba un ojo, defecto de nacimiento que le duró
hasta su muerte; sin ser consciente de ello, guiñaba el ojo
continuamente; del mismo modo que otros tienen un
irreprimible baile de San Vito. Tenía tanto humor que
era incapaz, por ejemplo, de pensar en el orden sin el
desorden. Tenía muy claro que el extremo desorden se
halla en la proximidad inmediata del orden más estricto.
Fue tan lejos, que incluso llegó a decir: ¡en un solo y mis-
mo lugar! Entendía por Estado algo que surge allí donde
se manifiestan las más agudas contradicciones entre las
clases, de modo que, por decirlo así, la armonía del Esta-
do se nutre de la desarmonía de las clases. Combatió el
principio de que uno y uno son iguales, no sólo porque
todo lo que existe se transforma inevitablemente y sin
descanso en algo distinto, es decir, en su contrario, sino
también porque no existe nada idéntico a sí mismo. Como
a todos los humoristas, le interesó especialmente la trans-
formación de las cosas. Ya conoce usted el dicho berlinés:
“¡Cómo has cambiado, Emilio!”. Se ocupó de la cobardía
de los valientes y de la valentía de los cobardes; en gene-
ral, de la contradicción que existe en todas las cosas y, en
particular, de la mutación brusca. Ya comprende lo que
quiero decir: todo marcha con calma y flemáticamente y,
de pronto, se produce el estallido. En Hegel, los concep-
tos no cesan de balancearse en su silla, lo que proporcio-
na, ante todo, una impresión muy agradable, hasta que la
silla cae patas arriba.
Leí su libro, “La gran lógica”, un día que padecía de reu-
matismo y no podía moverme.
Es una de las más grandes obras de humor de la literatura
mundial. Trata del modo de vivir de los conceptos, esos
seres resbaladizos, inestables e irresponsables; de cómo se
insultan unos a otros y luchan a cuchilladas, y luego se
sientan a cenar a la misma mesa, como si nada hubiera
ocurrido. Se manifiestan, como si dijéramos, por parejas,
cada uno está casado con su contrario, y resuelven sus
negocios como pareja; es decir, firman contratos como
pareja, ponen pleitos como pareja, organizan agresiones
e invasiones como pareja, escriben libros y hacen declara-
ciones bajo juramento como pareja, y por supuesto, en
cada caso, reñidos y discordes entre sí. Aquello que afir-
ma el orden, su inseparable compañero, el desorden, lo
impugna de inmediato, a ser posible, al mismo tiempo.
Ni pueden vivir el uno sin el otro, ni el uno con el otro.
KALLE: ¿Sólo trata el libro de esos conceptos? ZIFFEL:
Los conceptos que se forma uno de las cosas son muy
importantes. Son los asideros con los cuales se las puede
manejar. El libro trata de cómo es posible insertarse en
las causas del proceso en curso. El llama dialéctica a la
ironía de las cosas. Como todo gran humorista, expone
sus ideas con una seriedad mortal. Pero dígame, ¿dónde
ha oído usted hablar de él? KALLE: En política.
ZIFFEL: Esa es otra de sus ironías. Los más grandes revolu-
cionarios se califican a sí mismos de discípulos de un filó-
sofo que ha sido el más grande defensor del Estado. Al
mismo tiempo, y esto dice mucho en su favor, tienen
sentido del humor. Todavía no he conocido un hombre
sin humor que haya comprendido la dialéctica de Hegel.
KALLE: Nosotros nos hemos interesado mucho por él. Nos
daban extractos suyos. Con Hegel, como con los cangre-
jos, hay que atenerse a los extractos. Nos interesaba por-
que habíamos visto ya muchas cosas que no carecían de
ironía, en el sentido que usted la describe. Por ejemplo,
aquellos de nosotros que pertenecían al pueblo y entra-
ron en el gobierno, sufrieron una transformación muy
curiosa: una vez en el gobierno, ya no pertenecían al pue-
blo, sino al gobierno. La primera vez que oí la palabra
ironía fue en 1918.
El poder de Ludendorff era más grande que nunca, podía
meter la nariz en todo; la disciplina era férrea, parecía
que todo iba a durar mil años, y apenas unos días más
tarde, Ludendorff se puso unas gafas oscuras y pasó la
frontera, en vez de hacérsela pasar a un nuevo ejército,
como había planeado. O el caso de un agricultor durante
el período de agitación campesina que organizamos. Es-
taba contra nosotros porque, según decía, queríamos qui-
tarle todo, pero luego fueron los bancos y los latifundis-
tas los que se lo quitaron. Un campesino me dijo: ésos
son los peores comunistas. ¡Si esto no es una ironía!
ZIFFEL: La mejor escuela para la dialéctica es la emigra-
ción. Los dialécticos más penetrantes son los fugitivos.
Son fugitivos a causa de los cambios y no se interesan
nada más que por los cambios. De los menores indicios
deducen los más grandes acontecimientos, es decir, si son
capaces de reflexionar. Si sus adversarios triunfan, calcu-
lan cuánto les ha costado la victoria, y tienen ojo certero
para las contradicciones. ¡Viva la dialéctica!
Si no hubieran temido causar sensación en el local levantándose solemnernente para chocar
los vasos, ZIFFEL y KALLE de ningún modo se habrían quedado sentados. Pero en esas
circunstancias, se contentaron con levantarse mentalmente. Poco después, se separaron y se
alejaron, cada uno por su lado.
XII
SUECIA O EL AMOR AL PROJIMO
UN CASO DE ASMA

ZIFFEL: Los nazis dicen: “El interés general prevalece so-


bre el interés particular”. Eso es comunismo y se lo diré a
mamá.
KALLE: Ya está usted hablando otra vez contra su propia
convicción, por el placer de llevarme la contraria. Esa frase
quiere decir simplemente que el Estado está antes que los
súbditos, y el Estado son los nazis, ¡basta!
ZIFFEL: Esa es una exageración que me gusta. Se podría
decir sin exagerar que la frase constituye una contradic-
ción insuperable entre el interés del individuo y el interés
de la colectividad. Eso es, sin duda, lo que suscita su des-
precio. Yo también diria que algo hay podrido en un país
donde el egoismo es sistemáticamente difamado.
KALLE: En una democracia, como las que conocemos...
ZIFFEL: No es necesario ese “como las que conocemos”.
KALLE: En una democracia, pues, se acostumbra decir que
hay que establecer un equilibrio entre el egoismo de los
que poseen algo y el de los que no poseen nada. Eviden-
temente, eso es absurdo. Reprocharle su egoísmo a un
capitalista es reprocharle que sea capitalista. Sólo él tiene
provecho, puesto que se aprovecha de los otros. Los obre-
ros no pueden aprovecharse de los capitalistas. La frase:
“El interés general prevalece sobre el interés particular”,
debería decir: “Respecto a la explotación, ningún indivi-
duo tiene derecho a explotar a otro o a todos, sino que
todos deben explotar...”; y ahora sea tan amable de decir-
me qué explotan.
ZIFFEL: Hay en usted un lógico y un semántico, tenga
cuidado. Basta con que diga que una colectividad debe
ser organizada de tal manera que lo que es del interés del
individuo sea del interés de todos. Entonces ya no es ne-
cesario vilipendiar el egoísmo, e incluso se le podrá ala-
bar y alentar públicamente.
KALLE: Eso sólo es posible donde el provecho de uno solo
no resulte ya únicamente de las privaciones de muchos,
sean estas privaciones causadas o simplemente admiti-
das.
ZIFFEL: Después de Dinamarca, me refugié en Suecia. Es
un país en el que el amor al hombre está muy desarrolla-
do, lo mismo que el amor a la profesión, en el sentido
más noble del término. El caso más interesante de amor a
la profesión se dio en un hombre que no era sueco. Pero
eso no afecta a la teoría, pues fue en Suecia donde se de-
sarrolló especialmente su conciencia profesional y donde
fue puesta a prueba. La historia le ocurrió a un biólogo y
yo le rogué que me hiciera una relación objetiva. Si lo
desea, se la leeré.
Lee en voz alta:
“Con la ayuda de algunos científicos escandinavos que
me habían visitado en mi instituto o habían publicado
en sus revistas algunos de mis trabajos, obtuve un permi-
so de estancia en Escandinavia. Lo único que se me exi-
gia era que en ningún caso realizara allí trabajo alguno,
científico o no. Con gran sentimiento di mi conformi-
dad a esa cláusula, afligido por no poder ayudar ya, como
antes, a mis amigos escandinavos. Sin embargo, yo com-
prendía que esta amistad, ganada por mis actividades cien-
tíficas, sólo podía conservarla en adelante renunciando a
esas actividades. Pues si bien es verdad que no había de-
masiados físicos, si se tienen en cuenta los avances de la
física, también lo es que no habia suficientes institutos de
física. Mis amigos querían vivir. Lo desagradable para mí
radicaba en que, como no me podía ganar la vida, depen-
día de la generosidad de mis colegas. Se esforzaron en
conseguirme una subvención que me compensara de no
hacer nada. Hicieron por mí todo lo que pudieron, de
modo que no pasé hambre. Desgraciadamente, poco des-
pués de mi llegada a Suecia, caí gravemente enfermo. Un
asma tenaz me atormentaba de tal modo que pronto me
agotaba y vi cómo mis fuerzas se consumian rápidamen-
te. Con grandes esfuerzos arrastraba mi frágil armazón
de piel y huesos de médico en médico, pero ninguno podía
proporcionarme alivio.
Cuandó me encontraba ya al borde del agotamiento, me
enteré de que se haIlaba en la ciudad un médico famoso
en otros tiempos, que habia descubierto y puesto a punto
un tratamiento nuevo y muy eficaz contra el asma. Inclu-
so era compatriota mío. Me arrastré hasta su casa y, sacu-
dido por accesos de tos, le confié mis penas. Se alojaba en
una habitación muy pequeña de un piso interior y la silla
en la que me dejé caer era la única que había, de manera
que él tuvo que permanecer de pie. Apoyado en una có-
moda desvencijada, sobre la que se veían los restos de una
miserable cena -yo le había interrumpido cuando comía-
, comenzó a interrogarme. Sus preguntas me llenaron de
asombro. No se referían, como yo habría podido esperar,
a mi enfermedad, sino a cosas tales como mis relaciones,
mis conocidos, mis ideas, mis manías, etc. Cuando llevá-
bamos hablando aproximadamente un cuarto de hora,
cortó de pronto la conversación y me confesó sonriendo
adónde quería ir a parar con su extraña consulta. Quería,
me dijo, asegurarse no de mi estado físico, sino de mi
carácter. Para obtener su permiso de estancia cn Escandi-
navia. tuvo que comprometerse, igual que yo, a no ejer-
cer su profesión. Si me trataba médicamente, se arriesga-
ba a ser expulsado del país. Antes de examinarme tenía
que saber si yo era una persona seria que no divulgaría
que él me había ayudado. Entre los accesos de tos le ase-
guré seriamente que, servicio por servicio, le prometía
olvidarlo tan pronto como me hubiera curado. Pareció
aligerado de un gran peso y me citó en una clínica donde
se le permitía trabajar como asistente sin sueldo. El titu-
lar del servicio era un hombre comprensivo y, en deter-
minados casos, dejaba las manos libres al especialista. Des-
graciadamente, tuvimos un contratiempo: este médico se
iba con permiso a la mañana siguiente. Así que X tuvo
que exponer el caso al suplente, persona a la que no co-
nocía. Este le comunicó que podía convocar al paciente.
Yo llegué antes de la hora y estuve charlando con X en
una salita de la clínica reservada para los médicos. “No se
me permite ejercer, dijo X, porque la corporación médica
tiene que defenderse contra la competencia. Se apoya en
una ley que fue promulgada antiguamente contra los cu-
randeros. Naturalmente, se hizo en interés de los pacien-
tes, para que no fueran tratados por gente que no sabe
nada.” Cuando entramos en la sala de operaciones ya es-
taba allí el médico suplente. Pero lo curioso es que se
estaba desinfectando las manos. Era un hombre íntegro y
campechano que, mientras se cepillaba las uñas y con la
pequeña cabeza calva vuelta hacia mí, dijo: -Bueno, va-
mos a ensayar el nuevo método de su amigo. Si no sirve
para nada, tampoco le hará mal. Yo siempre he estado a
favor de que las nuevas técnicas se experimenten a fondo.
-Yo pensaba que podría descargarle de esta pequeña ope-
ración -dijo X, esforzándose por disimular su miedo-. La
he practicado ya cientos de veces, ¿sabe?
-Pero, ¿qué se ha figurado usted? -exclamó el suplente-.
Se hará bien. He comprendido perfectamente sus expli-
caciones. Si está usted muy inquieto puede indicarme el
punto exacto. -Y volviéndose hacia mí-: No tenga miedo,
no le pasaré nota de mis honorarios. Sé que es usted refu-
giado. Ni las insinuaciones de X aunque. fueron muy in-
sistentes, ni mis miradas de terror hicieron desistir al su-
plente de hacerlo lo mejor que pudo.
El resultado no fue muy bueno. No había encontrado el
punto preciso en la pared nasal y mis crisis no disminu-
yeron. Por el contrario, la fracasada operación provocó
una hinchazón de las mucosas y, aunque el titular del
servicio había vuelto ya de su permiso, X no podía hacer
nada por el momento. Hasta una semana más tarde no le
fue posible empezar el tratamiento. Mi estado mejoró en
seguida de un modo prodigioso. X me trataba cada dos
días y no se produjeron más crisis. Sentado en el antepe-
cho de la ventana de mi habitación, tocaba la armónica,
cosa que no había podido hacer desde mucho tiempo atrás.
Sólo pensar en ello me habría provocado, dos semanas
antes, un espantoso acceso de tos.
Pero un día, cuando llegué a la clínica, no encontré allí a
X.
-El doctor ya no trabaja aquí -me dijo fríamente la enfer-
mera y desapareció en el despacho del médico del servi-
cio. Fui a ver a X. Aunque era casi mediodía, aún estaba
en la cama. Me asombró mucho porque era un hombre
activo y metódico, y no estaba enfermo.
-Así ahorro carbón -se excusó-, y, además, no sabría qué
hacer si me levantara. Resultó que un dentista que lo ha-
bía visto en la clínica escribió a las autoridades denun-
ciándole por ejercicio ilegal. La clínica tuvo que despe-
dirlo. No podía volver a entrar allí.
-Ya no puedo hacer nada -dijo vacilante y en voz baja-.
Hay que contar con que ahora me vigilan y puede que
me expulsen. Evitaba mirarme mientras hablaba y yo me
quedé aún unos minutos, sentado sobre la única silla,
manteniendo una conversación lánguida y artificial.
Dos días más tarde tuve una nueva crisis. Fue por la no-
che y me preocupaba que mi insoportable tos molestara a
los dueños de la casa. Yo pagaba menos del alquiler nor-
mal. A la mañana siguiente, después de haber sufrido dos
accesos más, estaba sentado jadeante cerca de la ventana,
cuando llamaron a la puerta y entró X.
-No es necesario que me diga nada -dijo en seguida-, ya
lo veo; es una vergüenza. He traído una especie de instru-
mento y, si usted aprieta los dientes, ya que no puedo
anestesiarle, trataré de hacer una prueba. Sacó de su bol-
sillo una caja de cigarros y extrajo del algodón unas pin-
zas que él mismo había enderezado. Sentado en mi cama,
yo le sostenía la lámpara del escritorio mientras él me
cauterizaba el nervio. Pero al salir, le paró en el pasillo la
dueña del piso para preguntarle si podía ver la garganta a
su hijita. Por lo tanto, sabían que era médico. El trata-
miento ya no podía llevarse a cabo en mi habitación.
Era un problema, porque ni X ni yo conocíamos un lu-
gar seguro. Los dos días siguientes -durante los cuales, a
Dios gracias, me sentí mejor- lo discutimos varias veces y
la tarde del segundo día X me comunicó que había en-
contrado un sitio. Hablaba, como siempre, con un tono
enérgico, muy en gran médico (bien sabe Dios que lo
era) y sin hacer la menor alusión al peligro que corría
curándome.
El lugar seguro era los aseos de un gran hotel, cerca de la
estación. En el camino hacia allí, y mirando de reojo a X,
tuve conciencia de lo extraño de nuestra situación. De
estatura bastante alta, X caminaba, imponente, en una
costosa pelliza que debía de haber salvado del naufragio.
Nadie habría pensado al verle que no iba a su clínica o a
dar una de sus famosas clases, sino a los aseos de un hotel,
que él mismo había elegido como sala de operaciones.
De hecho, el lugar estaba completamente desierto a esas
horas; tampoco había personal de servicio y, como esta-
ban situados en el sótano, si venía alguien se oirían los
pasos mucho antes de que pudiera entrar. La única difi-
cultad era la débil iluminación. X se situó de tal manera
que podía vigilar la puerta de entrada. Su prodigiosa ha-
bilidad se sobrepuso a la tenue luz del recinto y triunfó
sobre la mezquindad de un instrumento preparado con
tanto esfuerzo. Mientras se me saltaban las lágrimas por
el intenso dolor, pensaba yo en los enormes triunfos que
la ciencia había conseguido en nuestro siglo. De pronto,
detrás de X, una voz dijo en sueco:
-¿Qué hacen ustedes aquí?
Un hombre grueso, de aspecto bastante vulgar, con un
gorro de piel en la cabeza, acababa de salir de uno de los
WC de puertas blancas y nos miraba receloso con los ojos
entornados, mientras terminaba de ajustarse la ropa. Per-
cibí cómo el cuerpo de X se ponía literalmente rígido,
pero su mano no tembló ni un instante. Con un movi-
miento suave y seguro retiró las pinzas de mi dolorida
nariz. Entonces fue cuando se volvió hacia el extraño.
Este no se movió ni repitió la pregunta. X tampoco ha-
bló, se limitó a murmurar algunas palabras ininteligibles,
mientras guardaba apresuradamente las pinzas en el bol-
sillo de su chaqueta, como si se tratase de un puñal con el
que hubiera intentado asesinarme.
Ante su conciencia científica, el cargo más grave que se le
podía hacer en toda esta acción ilegal era haberla realiza-
do con un instrumento tan irrisorio y antiprofesional.
Con gesto inseguro -ahora sí temblaban sus manos- reco-
gió su pelliza del suelo, se la echó sobre el brazo, muy
pálido en ese momento, y me empujó hacia la puerta. Yo
no volví la cabeza. El hombre grueso no dijo nada. Pro-
bablemente nos estaba mirando estupefacto y sospechando
por nuestro medroso comportamiento que había inte-
rrumpido alguna práctica ilícita, quizá también aliviado
de que no le hubiéramos hecho frente. En definitiva, éra-
mos dos. Atravesamos el hall del hotel sin ser detenidos,
recorrimos después la calle con las cabezas hundidas en
nuestros abrigos y nos separamos, sin muchas palabras,
en la primera esquina. X estaba ya a más de cinco pasos
cuando me asaltó un verdadero ciclón de tos que me lan-
zó contra la pared de una casa. Aún pude ver cómo X
volvía la cabeza hacia mí mientras se alejaba y su cara me
pareció desencajada. Creo que aquella noche agarré el
enfriamiento que me retuvo tres semanas en la cama. Por
poco me cuesta la vida, pero, después, mi asma había
desaparecido.”
KALLE: Me imagino que X debió de quedarse un poco
sorprendido cuando observó en el extranjero que los pa-
cientes son en realidad clientes.
ZIFFEL: Ese aspecto de la ciencia permanece fácilmente
oculto para los sabios, en tanto que sabios. Sólo lo cono-
cen cuando la ejercen. El profesor que da un curso sobre
los filósofos jónicos no tiene la sensación de que vende
una mercancía, como un tendero de ultramarinos.
KALLE: Sus alumnos son clientes. Hasta el enfermo es clien-
te del cura que le da la extremaunción. Se trata de un
servicio a la clientela. La historia que me ha contado se
adapta muy bien a su colección de casos vividos. Porque
resulta inquietante estar en un país en el que se depende
del altruísmo de los demás; de un altruísmo tal que po-
nen en juego por usted sus propios intereses. Se está más
seguro en un país en el que no es necesario el altruísmo
para curarle a uno.
ZIFFEL: Si puede usted pagar, en ninguna parte dependerá
del altruísmo de los demás.
KALLE: Claro, “si...”.
Poco después se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
XIII
LAPONIA O EL DOMINIO DE SI MISMO y LA VALENTIA
SABANDIJAS

ZIFFEL y KALLE exploraron el país; KALLE, metiendo la nariz acá y allá, como
representante de artículos de escritorio, mientras ZIFFEL, herido en su amor propio, buscaba
empleo como químico. De vez en cuando se encontraban en la capital, en el bar de la
estación, lugar que había llegado a gustarles a ambos por su carácter inhóspito. Ante un vaso
de cerveza, que no era cerveza, y una taza de café, que no era café, se comunicaban sus
experiencias.

ZIFFEL: César describió la Galia. Conocía bien el país por


haber derrotado allí a los galos. ¡Ziffel, describe G; tú lo
conoces bien por ser e1 país donde has sido derrotado!
No encuentro trabajo aquí.
KALLE: Este es un buen preámbulo, como los que yo espe-
ro siempre de usted. No es necesario que diga más, puede
tranquilizarse; ya sé que no ha visto nada.
ZIFFEL: He visto bastante para saber que es un país que
cultiva eminentes virtudes. Por ejemplo, el dominio de sí
mismo. Es un paraíso para los estoicos. Seguramente ha-
brá leído usted algo sobre la calma estoica con la que aque-
llos filósofos de la antigüedad aceptaban toda clase de
desgracias. Su lema era: quien quiera dominar a otros,
tendrá que aprender a dominarse a sí mismo. Pero se de-
bería decir: quien quiera dominar a otros, tendrá que en-
señarles a dominarse a sí mismos. Así, pues, en este país,
la gente no sólo está dominada por los terratenientes y
los industriales, sino también por ellos mismos; eso es lo
que se llama democracia. El primer mandamiento del
dominio sobre sí mismo es cerrar la boca. En la democra-
cia se le añade la libertad de palabra; ambas cosas se con-
cilian porque está prohibido abusar de esta libertad cuando
se habla.
¿Lo ha comprendido?
KALLE: No.
ZIFFEL: No importa. Sólo es difícil en teoría; en la prácti-
ca es muy sencillo. Uno tiene derecho a hablar de todo lo
que no se relacione con cuestiones militares. En cuanto a
cuáles son cuestiones militares, son los militares, por su-
puesto, quienes poseen los conocimientos técnicos para
decidirlo. Los militares tienen las mayores responsabili-
dades. Por lo tanto, tienen también el mayor sentido de
la responsabilidad.
KALLE: Hay un Parlamento. En la calle X vive una mujer
con cinco hijos, viuda, que se gana la vida como lavande-
ra. Un día se enteró de que iba a haber elecciones de di-
putados y se fue a la alcaldía de su distrito, donde estaban
expuestas las listas electorales. No encontró en ellas su
nombre y quiso organizar un escándalo, porque creyó que
la engañaban. Pero se le demostró que la Cámara había
dictado una ley, según la cual, las personas que recibían
pensión del Estado no tenían derecho al voto. Pero ella
quería votar, principalmente, porque su pensión era in-
significante y, además, porque no quería una pensión,
sino un salario decente por trabajar todo el día. Parece
que se marchó gritando: “¡Al diablo vuestro Parlamen-
to!”. Los policías hicieron la vista gorda y, según dicen,
no le pasó nada.
ZIFFEL: Me sorprende que no pudiera dominarse.
KALLE: También es peligroso. En especial, cuando pueden
todos menos uno. Si ninguno puede dominarse, es dis-
tinto; entonces no es necesario. Pasa lo mismo que con
las costumbres y los usos en general. Si es costumbre lle-
var un sombrero de paja roja en invierno, uno puede lle-
var tranquilamente un sombrero de paja roja en invier-
no. En un país donde nadie sabe dominarse, es superfluo
hacerlo.
ZIFFEL: Hace unos días recordé una historia. Un hombre
llega a la orilla de un río en el momento en que parte una
barca llena de gente. Tiene tanta prisa que salta sobre la
barca. Se le hace sitio, aunque todos están ya muy apreta-
dos, y nadie dice nada durante la travesía hasta la otra
orilla. En el desembarcadero espera un grupo de solda-
dos que recibe a los pasajeros y los empuja, en montón,
contra un muro. Allí son alineados, los soldados cargan
sus armas, se colocan en posición y, a la orden de “fuego”,
se fusila al primero de la fila. Después, van cayendo uno
tras otro, hasta que sólo queda el hombre que había salta-
do al final sobre la barca. El oficial se disponía a gritar
“fuego”, cuando interviene un secretario que coteja el
número de la lista con el de personas ya fusiladas. Descu-
bre que hay uno de más y le preguntan al hombre por
qué iba con los otros y por qué no dijo nada cuando se
disponían a fusilarle. ¿Sabe usted lo que se descubrió? Que
había tenido tres hermanos y una hermana.
KALLE: Siempre he oído decir que esta gente es muy taci-
turna. Se considera como una característica nacional.
Como es una población mixta y bilingüe, se podría decir
que este pueblo se calla en dos idiomas.
ZIFFEL: Se podría decir. Pero no en voz alta.

Antes de levantar la sesión, KALLE hizo una propuesta de tipo comercial. En sus correrías
había descubierto que la ciudad estaba infestada de chinches. Y lo curioso era que no había
ningún establecimiento que las exterminara. Con un pequeño capital se podía fundar uno.
ZIFFEL prometió pensar en la proposición. Dudaba un poco de que se pudiera llevar
fácilmente a la población a emprender algo contra las sabandijas. Contaban con un excesivo
dominio de sí mismos. Así es que se separaron sin haber resuelto nada y se alejaron, cada uno
por su lado.
XIV
SOBRE LA DEMOCRACIA
SOBRE LA SINGULARIDAD DE LA PALABRA “PUEBLO”
SOBRE LA FALTA DE LIBERTAD EN REGIMEN COMUNISTA
SOBRE EL MIEDO AL CAOS Y A PENSAR

Cuando volvieron a verse, KALLE propuso cambiar de local. Le parecía que en un bar con
autoservicio, a menos de diez minutos de allí, era mejor el café. El corpulento puso una cara
desolada. Parecía no esperar nada de un cambio de ambiente; de manera que se quedaron.

ZIFFEL: La democracia entre dos es muy difícil. Debería-


mos adoptar la votación al peso, así podría yo conseguir
la mayoría. Sería justificable, puesto que, si mi trasero
depende de mí, se puede admitir que lo lleve a votar con-
migo.
KALLE: En conjunto, usted tiene un aire democrático. Creo
que se debe a que es usted corpulento, y eso, de por sí, ya
causa una impresión afable. Por democrático se entiende
algo como simpático, es decir, cuando se trata de un ca-
ballero; en un pobre diablo, más bien es desvergonzado.
Un conocido mío, camarero, se quejaba mucho de un
rico tratante en cereales que nunca daba una propina de-
corosa, porque, según le dijo un día en voz alta a otro
cliente, como buen demócrata que era, no quería humi-
llar al camarero. “Yo tampoco aceptaría propina”, dijo.
“¿Debo considerarle a él como un ser inferior?”.
ZIFFEL: No creo que se pueda hablar del término “demo-
crático” como de una cualidad.
KALLE: ¿Por qué no? A mí me parece que hasta los perros,
por ejemplo, cuando han comido bien, tienen un aire
más democrático que cuando no han comido. Las apa-
riencias tienen que tener alguna importancia. Yo pienso
incluso que es lo esencial. Mire usted Finlandia; tiene un
aspecto democrático. Pero, si aparta la fachada diciendo
que le importa un rábano, ¿qué es lo que queda? Seguro
que una democracia, no.
ZIFFEL: Tengo la impresión de que sería mejor que nos
fuéramos a su autoservicio.
ZIFFEL se levanta quejumbroso y alarga la mano hacia su gabán. Pero KALLE le detiene.
KALLE: No se desanime usted; ese es el defecto de todas las
democracias. No puede negar que Alemania tenía un aire
absolutamente democrático, hasta que tuvo un aire fas-
cista. Los generales vencidos concedieron al propietario
de un café, Ebert, una línea personal con el Gran Cuartel
General, para que pudiera telefonear en caso de agitación
popular. Los consejeros ministeriales y los altos magistra-
dos conferenciaron con él como si fuera la cosa más na-
tural del mundo, y si de vez en cuando uno de ellos se
tapaba la nariz, no era más que una prueba evidente de
que ya no podían ir donde querían, sino que tenían que
pasar por Ebert, el propietario de un café; de lo contra-
rio, adiós cargos y pensiones. He oído decir que uno de
los industriales del Ruhr, pangermanista notorio, osó un
día resistirse. Entonces, el propietario del café, cortés pero
firmemente, le rogó que se sentara en una silla; luego, él
se hizo levantar por dos socialdemócratas y puso su pie
sobre la nuca del industrial. Esos señores comprendieron
que necesitaban tras ellos un movimiento popular o no
adelantarían nada. Un par de hábiles operaciones les per-
mitieron alcanzar este objetivo. Primero, con la inflación,
desangraron a la clase media que estaba arruinada. Con
la política arancelaria y la política aduanera los campesi-
nos fueron arruinados en beneficio de los latifundistas
prusianos. Con los miles de millones en préstamos que
pidieron a los bancos extranjeros racionalizaron sus fá-
bricas tan bien que podían funcionar con muchos menos
obreros. De este modo, una gran parte de la clase trabaja-
dora quedó reducida a la mendicidad. Con la clase me-
dia, campesinos y obreros arruinados, crearon el movi-
miento popular nacional-socialista, que les permitió tra-
mar cómodamente una nueva guerra mundial. Todo su-
cedió sin que el orden interior fuera alterado. Un orden
garantizado por ese nuevo ejército de mercenarios que
los aliados les habían concedido, desde el principio, para
luchar contra el enemigo de dentro.
ZIFFEL: Sin embargo, era una democracia, aunque esos
demócratas fueran demasiado benévolos. No habían com-
prendido el sentido de la palabra democracia. Quiero
decir, su sentido literal: soberanía del pueblo.
KALLE: La palabra “pueblo” es muy singular, ¿no le ha lla-
mado la atención nunca? Tiene un significado completa-
mente distinto hacia fuera que hacia dentro. Para fuera,
para los otros pueblos, los grandes industriales, los lati-
fundistas, los altos funcionarios, los generales, los obis-
pos, etc., forman parte naturalmente del pueblo alemán
y no de otro. Pero hacia dentro, donde se trata del poder,
siempre oirá usted a esos señores hablar del pueblo como
de “la masa” o “la gente vulgar”, etcétera; ellos no forman
parte de eso. Mejor sería que el pueblo hablara también
así y dijera que esos señores no forman parte del pueblo.
Entonces, la expresión “soberanía del pueblo” cobraría
un sentido por completo razonable, tiene que admitirlo.
ZIFFEL: En tal caso, esa soberanía del pueblo no sería de-
mocrática, sino dictatorial.
KALLE: Es justo; sería una dictadura de 999 ciudadanos
sobre el milésimo.
ZIFFEL: Todo eso sería bueno y justo si no significara el
comunismo. Me concederá usted que el comunismo des-
truye la libertad del individuo.
KALLE: ¿Se siente usted especialmente libre?
ZIFFEL: No especialmente, si me lo pregunta usted así. Pero,
¿por qué iba yo a cambiar la falta de libertad en régimen
capitalista por la falta de libertad en régimen comunista?
La segunda, al menos, parece usted admitirla.
KALLE: Sin reparos. No voy a hacer promesas. Nadie que
detente el poder es absolutamente libre, el pueblo no lo
es más. Los capitalistas tampoco son absolutamente li-
bres, ¿qué se cree usted? No son libres, por ejemplo, de
instalar a un comunista como presidente. O de fabricar
tantos trajes como se necesitan; sólo pueden fabricar tan-
tos como puedan vender. Por otra parte, en régimen co-
munista le está a usted prohibido dejarse explotar; esta
libertad está ya suprimida.
ZIFFEL: Le diré una cosa: el poder sólo lo toma el pueblo
en caso de extrema necesidad. Esto guarda relación con
el hecho de que el hombre sólo piensa en caso de necesi-
dad extrema. Cuando el agua le llega al cuello. La gente
tiene miedo del caos.
KALLE: Por miedo al caos, terminarán por encontrarse aga-
zapados en los sótanos, bajo las casas bombardeadas y
con los SS, revólver en mano, a su espalda.
ZIFFEL: No tendrán nada en el estómago, ni podrán salir a
enterrar a sus hijos, pero reinará el orden y casi no ten-
drán necesidad de pensar.
ZIFFEL se incorporó. Su interés, que durante las explicaciones políticas de KALLE había
decaído un poco, se reavivó.

ZIFFEL: No querría que tuviera usted la impresión de que


critico a la gente. Todo lo contrario. Pensar es doloroso.
Todo hombre prudente lo evita cuanto puede. En países
como los que conozco, donde pensar es necesario en tal
medida, es verdaderamente imposible vivir. Al menos, lo
que yo llamo vivir.
Preocupado, vació su vaso. Poco después, se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
XV
EL PENSAMIENTO COMO UN PLACER
SOBRE LOS PLACERES
TERMINOLOGIA CRITICA
LA BURGUESIA NO TIENE SENTIDO DE LA HISTORIA

KALLE: Descubrir en usted, un intelectual, tal antipatía a la


obligación de pensar, es algo que me interesa. Sin embar-
go, no tiene usted nada contra su profesión; al contrario.
ZIFFEL: Excepto que es una profesión.
KALLE: Eso es el desarrollo moderno. Se ha creado una
verdadera casta, los intelectuales precisamente, que tie-
nen que encargarse del pensamiento y reciben un entre-
namiento especial para ello. Están obligados a arrendar
su cabeza a los empresarios, como nosotros nuestras ma-
nos. Naturalmente, ustedes tienen la impresión de que
piensan para la colectividad; pero es como si nosotros
creyéramos que construíamos autos para la colectividad,
cosa que no creemos -porque sabemos muy bien que es
para los patronos; y ¡al diablo con la colectividad!
ZIFFEL: ¿ Quiere usted decir que sólo pienso en mí mis-
mo, cuando pienso en cómo puedo vender lo que pienso.
y que lo que pienso no es en beneficio mío, es decir, de la
colectividad?
KALLE: Sí.
ZIFFEL: He leído que los americanos, cuyo grado de desa-
rrollo es superior, habían reconocido a las ideas en gene-
ral como mercancías. Un periódico importante decía: “La
principal tarea del Presidente es vender la guerra al Con-
greso y al país”. Se refería a la idea de entrar en guerra. En
las discusiones sobre problemas científicos o artísticos,
cuando uno quiere expresar su aprobación, se dice: lo
compro. La palabra convencer ha sido simplemente sus-
tituida por la palabra vender, que es más acertada.
KALLE: Y en esas condiciones, es fácil tomar aversión al
pensamiento. Pensar no es un placer.
ZIFFEL: En todo caso, estamos de acuerdo en que la bús-
queda del placer es una de las más grandes virtudes. Allí
donde se le ponen dificultades o donde se le difama, hay
algo podrido.
KALLE: El placer de pensar, ya lo he dicho, ha desapareci-
do en gran parte. Todos los placeres en general. En pri-
mer lugar, son caros. Por echar una mirada al paisaje hay
que pagar: un bello panorama es una mina de oro. Se
paga hasta por cagar, puesto que hay que pagar para ir a
un WC. Yo conocía a un tipo en Estocolmo que me visi-
taba con regularidad. Creí que era por mi conversación,
pero era por mi retrete; el suyo era infecto.
ZIFFEL: El poeta francés Villon escribió un poema en el
que se quejaba de no poder hacer el amor porque no con-
seguía comer decentemente. Los placeres de la mesa no
podía ni soñarlos.
KALLE: O el placer de obsequiar, por ejemplo.
Abarca desde la hospitalidad hasta la elecciÓn de un cor-
taplumas para un niño. O el hecho de ir al cine. Tiene
que gustarle a usted una película que no les ha gustado a
las personas que la han hecho. Pero lo grave es que los
placeres están completamente separados del resto de la
vida. No son más que una distracción, para que pueda
uno volver a hacer lo que no le causa placer alguno. Sólo
se paga lo que no proporciona placer. Un día se me que-
jaba una prostituta de que no había querido pagar un
cliente porque ella, sin darse cuenta, había lanzado un
voluptuoso suspiro. Me preguntó cómo eran estas cosas
en un régimen comunista. Pero nos hemos desviado de
nuestro tema.
ZIFFEL: Sólo puedo felicitarme por ello. No estamos pre-
parados para sacar algo en limpio. Nada nos obliga, pues,
a fabricar sólo sombreros o encendedores para cigarros.
Podemos pensar lo que queramos, o lo que podamos.
Nuestros pensamientos son como la cerveza gratis. Por
otra parte, no desearía ser mal interpretado, puesto que
no soy un gobierno y no puedo sacar provecho de ello.
Yo no me he pronunciado en contra del pensamiento,
como ha podido parecer; soy lo que el Doctor Goebbels
llama un animal intelectual. Solamente estoy en contra
de la sociedad en la que nadie puede sobrevivir sin entre-
garse a operaciones intelectuales de dimensiones gigan-
tescas, es decir, una sociedad como la desearía el Doctor
Goebbels, quien, por otra parte, resuelve perfectamente
el problema prohibiendo pensar.
KALLE: Yo no estoy por completo de acuerdo con los que
se limitan a decir que Hitler es un imbécil. Parecen creer
que, en el momento en que se pusiera a pensar, dejaría de
ser Hitler.
ZIFFEL: Algo de verdad hay en ello. Una especie de parque
nacional para el pensamiento, donde está prohibido ca-
zar ideas, no sólo existe en la Alemania de Hitler; lo que
ocurre es que en Alemania, por decirlo así, han sido elec-
trificados. Tachar de poco inteligente el discurso que pro-
nunció Hitler en el año 32 ante los industriales renanos,
es pereza mental. Comparados con este discurso, los artí-
culos y alocuciones de los liberales de tipo medio son
puro infantilismo. Hitler sabe, por lo menos, que no puede
tener capitalismo sin guerra. Cosa que no saben los libe-
rales. Por ejemplo, la literatura alemana, que, según Karl
Kraus, se ha hundido con escritores como Mann y Me-
hring.
KALLE: Creen todavía que pueden tener un carnicero pro-
hibiéndole legalmente matar.
ZIFFEL: Es un campo de acción maravilloso para quien
tenga sentido del humor. ¿Se da usted cuenta de que la
mejor solución a la angustiosa pregunta “¿Cómo se pue-
de mantener la libre concurrencia sin caer en la anarquía?”,
son los monopolios. Y, naturalmente, las tentativas de los
monopolios para establecer un orden internacional con-
ducen directamente a las guerras internacionales.
Las guerras no son otra cosa que las tentativas de mante-
ner la paz.
KALLE: La segunda guerra mundial estalló antes de que
pudiera aparecer una sola obra histórica sobre la primera.
ZIFFEL: La palabra “estallar” lo dice todo. Se emplea prin-
cipalmente para las epidemias e implica que nadie las pro-
voca y nadie las puede evitar. Incluso hoy, cuando se la
aplica al hambre en la India, es una mistificación total,
puesto que está organizada simplemente por los especu-
ladores.
KALLE: También se utiliza esa palabra para el amor. A ve-
ces está en su lugar. A la mujer de un amigo mío le suce-
dió así: durante un viaje en tren paró en un hotel con un
señor.
Por economía, tomaron una habitación para dos y el amor
estalló entre ambos, sin que ella pudiera hacer nada por
evitarlo. Además, la mayor parte de los esposos se acues-
tan juntos sin que estalle nunca entre ellos el más míni-
mo amor. Dicen que la guerra estalla cuando un Estado -
y quizá también sus aliados- es particulannente belicoso.
Es decir, cuando tiende al empleo de la fuerza.
Pero yo me pregunto a menudo quién es responsable en
caso de inundación. En general, se califica al río de “de-
vastador” y a su lecho de muy pacífico, con sus pintores-
cas fajinas y sus diques de cemento. Es el río el que viene
a devastarlo todo, él es el culpable, naturalmente, por
mucho que grite que ha llovido a torrentes en la monta-
ña, que toda el agua se ha precipitado sobre él y que no
pudo arreglarse con ese lecho.
ZIFFEL: La expresión “arreglarse con” también es significa-
tiva. “No puedo arreglarme con mi ración de pan”, no
significa que uno se halle en estado de guerra declarada
con el pan, pero si digo “no puedo arreglarme con us-
ted”, sí equivale a una declaración de guerra. La mayoría
de las veces sólo quiere decir que yo exijo de usted algo,
sin lo cual usted no puede arreglarse. Y entonces, ¿qué
objeto tiene que cada uno le grite al otro que tiene un
mal carácter y que es intratable? Para volver a la historio-
grafía: nosotros no tenemos. Yo leí en Suecia las memo-
rias de Barras. Era un jacobino que se hizo miembro del
Directorio, después de haber contribuido a eliminar a
Robespierre.
Sus memorias están escritas con un sentido histórico asom-
broso. Cuando trata de su revolución, la burguesía usa
un estilo auténticamente histórico, pero no cuando trata
del resto de su política, incluidas sus guerras.
Su política es la continuación de sus negocios por otros
medios y tratar públicamente de sus negocios, no le gus-
ta. La burguesía únicamente está desconcertada cuando
la política degenera en guerra, porque los burgueses están
muy en contra de ella. La burguesía ha dirigido las más
largas y las más grandes guerras de la Historia y, al mismo
tiempo, es auténticamente pacifista. Como un borracho
cuando levanta su vaso de schnaps, todos los gobiernos,
cuando van a la guerra, declaran: es definitivamcnte la
última.
KALLE: Si se piensa, realmentc son los nuevos Estados los
más nobles y los más delicados que hayan desencadenado
jamás grandes guerras. Antes, había siempre alguna gue-
rra sostenida por interés. Eso se ha acabado. Actualmen-
te, si un Estado quiere anexionarse un granero de otro
país, dice con indignación que tiene que ir porque allí
hay propietarios sin escrúpulos o ministros que se han
casado con zorras, lo que degrada el género humano. En
suma, que ninguno de estos Estados aprueba sus propios
motivos para declarar una guerra, sino que, por el con-
trario, los aborrece y se busca otros mejores. La única
nación con poca delicadeza es la Unión Soviética, que
para su ocupación de Polonia, derrotada ya por los nazis,
no pretextó ningún motivo aceptable, de manera que el
mundo tuvo que suponer que había actuado por razones
de seguridad militar, es decir, por motivos muy bajos y
muy egoístas.
ZIFFEL: Sin embargo, espero que usted no comparta la
opinión vulgar de que los ingleses estuvieron a punto de
intervenir en la primera guerra de Finlandia sólo por las
minas de níquel que poseían allí, mejor dicho, que algu-
nos de ellos poseían allí, y no por amor a las pequeñas
naciones.
KALLE: Me alegro de que me haya prevenido, porque esta-
ba a punto de decirlo; pero, si es vulgar, desde luego me
lo callo. Para cometer un crimen, lo mejor es tener un
motivo especialmente repugnante. Se le achacarán en se-
guida los motivos más nobles, porque tan repugnantes
no son posibles. Una vez, en Hannover, un asesino fue
absuelto porque confesó haber descuartizado a una maes-
tra para conseguir un marco cincuenta que se gastó en
bebida. Los miembros del jurado, siguiendo los consejos
del defensor, no le creyeron porque era demasiado bes-
tial. Se creen de buena gana los nobles motivos para las
guerras modernas, porque los motivos reales que uno se
puede imaginar son demasiado sucios.
ZIFFEL: Querido amigo, simplificando la historia de ese
modo, le presta usted un flaco servicio a la llamada con-
cepción materialista de la historia. Los capitalistas no son
simplemente ladrones, por la sencilla razón de que los la-
drones no son capitalistas.
KALLE: Es cierto; lo único que podría inclinarle a uno a tal
simplificación es, a lo sumo, que también ellos obtienen
botín.
ZIFFEL: Botín no es la palabra exacta. En todo caso, se
puede hablar de explotación, y usted sabe muy bien que
eso es otra cosa. (1.)
KALLE: Lo malo es que “explotación” no figura en el cate-
cismo y en ninguna parte se le atribuye la calificación de
“inmoral” o “bestial”.
ZIFFEL: Señor Winter, se hace tarde.
Y con estas palabras se pusieron en pie, se separaron y se alejaroon, cada uno por su lado.

(1) Se juega con el sentido y el sonido de las palabras Beute = botín y Ausbeute = explotación. El
juego fonético se pierde en castellano (N. del T.).
XVI
SOBRE RAZAS DE SEÑORES
SOBRE LA DOMINACION MUNDIAL

La organización de una empresa para la exterminación de las chinches requería mucho


tiempo, porque los gases sólo podían comprarse en el extranjero. Y no se concedían divisas para
tales cosas. ZIFFEL y KALLE se reunían en junta en el bar de la estación. Iban con
frecuencia a hablar de Alemania, que por aquellos días reivindicaba, cada vez más alto, la
dominación mundial.

ZIFFEL: La idea de raza, en un pequeñoburgués, es la vo-


luntad de conseguir un titulo nobiliario. De un golpe
adquiere antepasados y ya tiene algo que contemplar ha-
cia atrás y alguien a quien mirar desde arriba. Nosotros,
los alemanes, conseguimos de este modo hasta una espe-
cie de historia. Si no hemos sido una nación, podemos
haber sido, al menos, una raza. En sí, la pequeña burgue-
sía no es más imperialista que la alta burguesía. ¿Por qué
lo iba a ser?, pero tiene mayor dosis de mala conciencia y,
para su expansión, necesita un pretexto. No le gusta darle
a uno un codazo en la barriga, si no está en su derecho. Si
tiene que patear a alguien, le gusta que sea en cumpli-
miento de su deber. La industria necesita mercados, aun-
que corra la sangre. El petróleo es más denso que la san-
gre. Pero no se puede hacer la guerra por los mercados,
eso sería una ligereza; hay que hacerla para probar que se
es una raza de señores. Empezamos por reintegrarnos to-
dos los alemanes al Reich y terminamos integrando tam-
bién a los polacos, a los daneses y a los holandeses. Así,
los protegemos.
Les interesa tener buenos señores.
KALLE: El problema que se les plantea a los alemanes es el
de fabricar el suficiente número de señores. Una vez, en
el campo de concentración, el comandante nos hizo tro-
tar por el patio que formaban los barracones durante tres
horas y después nos obligó a hacer doscientas flexiones
de piernas. Luego, nos alineamos en dos filas y pronun-
ció un discurso. “Nosotros, los alemanes, somos un pue-
blo de señores”, gritaba con su voz chillona. “Os haré
sudar, pedazo de puercos, hasta que haya hecho de voso-
tros unos representantes de esta raza de señores, que se
puedan mostrar al mundo sin sonrojarse. ¿Cómo queréis
dominar el mundo, si sois unos cobardes y unos pacifis-
tas? La cobardía y el pacifismo lo dejamos para las razas
ennegrecidas de Occidente. Desde el punto de vista ra-
cial, cualquier alemán es tan superior a esta chusma como
un abeto a un hongo. Os voy a pulir los cojones hasta
que lo hayáis comprendido y vengáis a agradecerme, de
rodillas, el haberos dotado, por orden del Führer, de una
naturaleza de señores”.
ZIFFEL: ¿Cómo reaccionó usted ante esa inmoral preten-
sión?
KALLE: No muy bien. Por otra parte, no me atrevía a decir
francamente que no aspiraba a la dominación mundial.
Me golpeaban y después el comandante llegó incluso a
conversar una vez conmigo. Parecía agotado porque aca-
baba de asistir, con el estómago vacío, a dos sesiones de
latigazos. Tendido sobre su diván de crin, acariciaba a su
San Bernardo. “¿Ves?”, dijo pensativo, “tienes que conquis-
tar el dominio del mundo. No te queda otra salida. En
política exterior pasa exactamente lo mismo que en nues-
tra política interior. Mira mi caso. Yo trabajaba en seguros.
Uno de los directores era judío. Pretextando que yo no
conseguía pólizas y que gastaba algunas primas en mi pro-
pio provecho, me plantó en la calle. No me quedaba otra
solución que ingresar en un partido que aspirase a la con-
quista del poder estatal. Y si mi ejemplo no te basta, mira
al mismo Führer. Poco antes de la toma del poder estaba
en total bancarrota. Ya no habria podido encontrar em-
pleo en ninguna parte. La única profesión que le quedaba
abierta era la de dictador. Y ahora, mira Alemania. Está en
plena bancarrota. ¡Una industria colosal y sin mercados ni
materias primas! ¡La única esperanza es la dominación mun-
dial! ¡Observa las cosas desde este punto de vista!”.
ZIFFEL: Sólo procediendo con un despiadado rigor, po-
drán alcanzar sus fines. Con rigor, de un cobarde se pue-
de hacer un monstruo.
En principio, usted puede hacer aplastar bajo las bombas la
mayor ciudad del mundo por pequeños empleados de los
que nunca podian entrar en el despacho de su jefe sin
que les dieran palpitaciones. Es un problema técnico. Hay
que añadir el adiestramiento practicado según criterios
científicos. Hasta el hombre más sensato pucde ser adies-
trado de tal modo que le resulte lo más sencillo del mun-
do realizar un acto heroico. Automáticamente, se con-
vierte en un héroe.
Sólo poniendo en juego toda su fuerza de voluntad, seria
capaz de no actuar heroicamente. Sólo concentrando toda
su imaginación, podria concebir un acto que no fuera de
heroísmo. La propaganda, las amenazas y el ejemplo con-
vierten a casi todos en héroes, quitándoles la voluntad. En
el comienzo mismo de esta gran época, yo vi comportarse
a mi portero como un gobernador en país ocupado, al re-
dactor deportivo de un periodicucho como un represen-
tante de la cultura, y a un estanquero como un capitán de
industria. Ciertos elementos criminales que hasta enton-
ces habían robado en las casas muy discretamente para no
llamar la atención, la mayor parte de las veces amparados
en la oscuridad de la noche, empezaron a hacerlo de día,
públicamente y procurando que sus hazañas salieran en los
periódicos. Con una pequeña cantidad de ciertas especias
puede usted cambiar hasta tal punto el sabor de un plato
de pasta, que resulte completamente nuevo. Del mismo
modo, todo lo que se veía había adquirido un carácter com-
pletamente nuevo. Y, sin duda, amenazador. Al principio,
sólo algunas personas amenazaban a otras, después, algu-
nas personas amenazaban a todo el mundo, y al final, to-
dos amenazaban a todos. Por la noche, la gente se dormía
pensando en las amenazas a las que había estado expuesta
durante ese día y en las amenazas que ellos mismos po-
drían proferir al día siguiente.
KALLE: En poco tiempo han conseguido intimidarse unos
a otros hasta el punto que refiere la presente historia. Un
extranjero va a ver a un alemán, con el que tiene relacio-
nes comerciales. ¿Cómo les van las cosas con el nuevo
régimen? le pregunta, una vez en su despacho. El alemán
se pone pálido, murmura algo ininteligible, agarra su som-
brero empuja al extranjero hacia la puerta. Este espera
enterarse de algo cuando lleguen a la calle, pero su amigo
mira en todas las direcciones con recelo y le hace entrar
en un bar donde elige una mesa en un rincón, lejos de los
demás clientes. Piden coñac y el extranjero repite su pre-
gunta, pero el alemán, desconfiado, mira de reojo la lám-
para de mesa, cuyo pie de bronce es muy voluminoso.
Pagan y el alemán lleva al amigo a su piso de soltero, lo
introduce directamente en el cuarto de baño, abre los
grifos. Y, con el ruido del agua, en una voz apenas per-
ceptible y a muy corta distancia, le dice: Estamos satisfe-
chos.
ZIFFEL: Sin una fuerte organización policíaca y una vigi-
lancia constante, es imposible hacer de mngún pueblo
una raza de señores.
Siempre volverá a su estado primitivo. Afortunadamen-
te, el Estado está en condiciones de ejercer alguna pre-
sión en ese asunto. Por ejemplo, no es indispensable que
le dé a la gente algo que comer; un golpe en la boca, de
vez en cuando, será suficiente. La conquista del mundo
empieza con el espíritu de sacrificio y depende de él en
absoluto. Las únicas criaturas que no conocen el espíritu
de sacrificio son los tanques, los stukas y, en general, to-
das las máquinas. Son las únicas que se niegan a soportar
hambre y sed, y prestan oídos sordos a los argumentos
más sólidos. Ningún tipo de propaganda es capaz de in-
ducirles a trabajar sin estar alimentadas. Ni la promesa de
un porvenir paradisíaco, con inmensos mares de gasoli-
na, puede conseguir que sigan combatiendo sin carbu-
rante. El grito «si vosotras no resistís, el país está perdi-
do», cae en el vacío de su indiferencia. ¿De qué serviría
hacerlas evocar un pasado glorioso? No tienen fe en el
Führer, ni miedo de su policía. No hay unidad de las S.S.
que pueda romper su huelga, y se declaran en huelga en
cuanto les falta alimento. El júbilo, a secas, no les da fuer-
zas.
Hay que engrasarlas continuamente, y el pueblo tiene que
imponerse las mayores privaciones para que a ellas nunca
les falte nada.
Si se las descuida, no manifiestan cólera, pero tampoco
comprensión; simplemente, se oxidan. Son las criaturas
que más fácilmente conservan su dignidad en este país.
KALLE: El alemán ha tenido una historia desdichada; por
eso se ha desarrollado en él una obediencia como no se
encuentra en ninguna otra parte. Obedece hasta cuando
se quiere hacer de él un hombre dominador. Puede usted
gritarle: «¡Flexiona las rodillas!» o “¡Mira de frente!» o «¡Do-
mina el mundo!»; siempre hará todo lo posible por cum-
plir la orden. Lo primero que tuvieron que enseñarle fue
a distinguir qué es un alemán y qué no lo es. Para ello se
sirvieron de las nociones de sangre y suelo. Sólo un ale-
mán tiene derecho a verter su sangre por el Führer y sólo
un alemán tiene derecho a quitarle a un alemán su suelo.
El detenido en el campo de concentración y su tortura-
dor son de la misma sangre y como proceden del mismo
suelo, son de la misma raza. Yo siempre he estado en con-
tra de los vínculos de la sangre y de cualquier otra cosa
que me vincule. Me gusta tener las manos libres. Es cier-
to que uno no puede elegir a su padre; por eso él puede
arrearle a uno con el cinto.
Si uno pudiera elegir otro padre, él no haría tanto ruido
al comer.
ZIFFEL: Si usted rompe todos los vínculos, hasta los más
sagrados, es lógico que se lo tomen a mal.
KALLE: ¿Cómo que yo los rompo? La familia la han des-
truido los capitalistas, y los vínculos entre mi país y yo los
ha roto ése ¿Cómo-se-llama-exactamente? Yo no soy más
egoísta que cualquier otro, pero no me dejo empujar a la
dominación del mundo. En eso me mantengo firme. No
poseo el ilimitado espíritu de sacrificio que hace falta para
eso.
Tras de lo cual, volvieron a ocuparse durante unos momentos de la destrucción de las chinches
y, después, se separaron y se alejaron, cada uno por su lado.
XVII
ZIFFEL EXPLICA SU AVERSION A TODAS LAS VIRTUDES

Llegó el otoño con lluvia y con frío. La dulce Francia había caído. La gente se escondía debajo
de la tierra. Sentado en el bar de la estación de H., ZIFFEL cortaba un cupón de su cartilla
del pan.

ZIFFEL: Kalle, Kalle, ¿qué podríamos hacer, pobres de no-


sotros? Por todas partes se exigen actos sobrehumanos;
¿adónde podemos ir? Ya no son uno o dos pueblos los
que viven una época de grandeza, sino que llega inconte-
nible a todos los pueblos. Ninguno escapará a la gran
época. A algunos les gustaría no tener que soportar esta
experiencia y dejársela a los demás, pero no se puede ha-
cer nada, tienen que quitarse esa idea de la cabeza. En
todo el continente los actos heroicos aumentan, las reali-
zaciones del hombre común son cada vez más gigantes-
cas. Todos los días se inventa una nueva virtud. Para ha-
cerse con un saco de harina se necesita tanta energía como
antes para roturar la tierra de toda una provincia. Para
averiguar si hay que huir hoy mismo o si se puede huir
mañana, hace falta una inteligencia que, un par de déca-
das antes, habría bastado para crear una obra inmortal.
Se requiere un valor homérico para salir a la calle, y, en
suma, para ser tolerado se necesita la abnegación de un
Buda. Sólo si se dispone del amor al prójimo de un San
Francisco de Asís, puede uno dominarse para no cometer
un crimen.
El mundo se convertirá en un lugar de residencia para
héroes: ¿adónde podemos ir? Durante cierto tiempo pa-
recía que el mundo podría hacerse habitable y la gente
dio un suspiro de alivio. La vida se hizo más fácil.
El telar, la máquina de vapor, el auto, el avión, la cirugía,
la electricidad, el piramidón, aparecieron y el hombre
pudo hacerse más perezoso, más cobarde, más quejum-
broso, más sibarita; en resumen, más feliz. Todas estas
máquinas servían para que cualquiera pudiera hacerlo
todo. Se contaba con gente completamente normal, de
talla mediana. ¿Qué ha ocurrido con este esperanzador
desarrollo? El mundo está otra vez lleno de las más absur-
das pretensiones y exigencias. Necesitamos un mundo en
el que sea suficiente un mínimo de inteligencia, de valor,
de patriotismo, de pundonor, de sentido de la justicia,
etc.; y ¿qué tenemos? Se lo digo, estoy harto de ser vir-
tuoso, porque nada anda bien; de ser abnegado, porque
reina una penuria inútil; de ser laborioso como una abe-
ja, porque falta organización; de ser valiente, porque mi
gobierno me embarca en sus guerras. Kalle, hombre,
amigo mío, estoy harto de todas las virtudes y me niego a
convertirme en un héroe.

La camarera recogió el cupón del pan, el señor FULANO invadía Grecia, ROOSEVELT
iniciaba su campaña electoral, CHURCHILL y los peces esperaban la invasión, el ¿Cómo-se-
llama-exactamente? enviaba tropas a Rumania y la Unión Soviética continuaba callada.
XVIII
KALLE DICE LA ULTIMA PALABRA
UN ADEMAN IMPRECISO

KALLE: He consultado con la almohada su patética queja


de ayer y su hastío en materia de heroísmo. Creo que lo
voy a contratar. He encontrado un socio capitalista para
la fundación de mi empresa de exterminación de chin-
ches, de responsabilidad limitada.
ZIFFEL: Acepto el puesto con un sentimiento de duda.
KALLE: Hablemos ahora de sus convicciones.
Usted me ha dado a entender que está tratando de en-
contrar un país donde haya una situación, en la cual vir-
tudes tan molestas como el patriotismo, la sed de liber-
tad, la bondad o el altruísmo, sean tan poco útiles como
decir mierda a la patria, como el servilismo, la brutalidad
o el egoísmo. Esta situación es el socialismo.
ZIFFEL: Perdone, ese es un giro sorprendente.
KALLE se levanta de la silla y alza su taza de café.
KALLE: Le invito a levantarse, a brindar conmigo por el
socialismo. Pero hágalo de manera que no llame la aten-
ción en el bar. Al mismo tiempo, le prevengo que para
llegar a este fin serán necesarias toda clase de cualidades;
el valor más extraordinario, la sed de libertad más pro-
funda, el altruísmo más grande y el más absoluto egoís-
mo.
ZIFFEL: Me lo temía.
ZIFFEL se levantó con su taza en la mano e hizo con ella un ademán impreciso, que nadie
podía interpretar como un intento de brindis.
OBRAS. CRONOLOGIA COMPARADA DE BERTOLT BRECHT (1898-1956)

1918 BAAL Kaiser, Gas; Mayakovski, Misterio bufo.

1919. TAMBORES EN LA NOCHE. Toller, La transformación.

1921. EN LA ESPESURA DE LAS CIUDADES. Pirandello, Seis personajes en busca de autor;

1924. LA VIDA DE EDUARDO II DE INGLATERRA. Karel Capek, De la vida de los insectos; O’Neill, El
mono velludo; Shaw, Santa Juana; Elmer Rice, La
máquina de sumar; O’Casey, Juno y el pavo real.

1925. HOMBRE POR HOMBRE. Cocteau, Orfeo.

1928. LA OPERA DE DOS CENTAVOS. Weiserborn, Submarino S4; O’Neill, Extraño


interludio; Pagno, Topaze.

1929. APOGEO Y CAIDA DE LA CIUDAD DE MAHAGONNY. Bruckner, Enfermedad de juventud; O’Casey,

LA PIEZA DIDACTICA DE BADEN BADEN. La copa de plata.

1930. EL QUE DICE SI, EL QUE DICE NO, LA EXCEPCION Pirandello, Esta noche se improvisa.

Y LA REGLA, LA DECISION.

1931. SANTA JUANA DE LOS MATADEROS. Gorki, Sómov y otros; Alberti, El hombre
deshabitado.

1934. LA MADRE, CABEZAS REDONDAS, CABEZAS Anouilh, El baile de los ladrones; Hauptmann,

PUNTIAGUDAS, HORACIOS Y CURIACEOS. El arpa de oro; García Lorca, Bodas de sangre;


O’Neill, El luto le sienta bien a Electra; O’Casey,
Puertas adentro; Gertrude Stein, Cuatro santos en
tres actos.

1937. LOS FUSILES DE LA MADRE CARRAR. Salacrou, La tierra es redonda; Eliot, Asesinato en
la catedral; Sherwood, El bosque petrificado;
Priestley, El tiempo y los Conway; Odets, El
muchacho de oro; Hernández, El labrador de más
aire.

1938. MIEDO Y MISERIAS DEL III REICH, VIDA DE GALILEO Cocteau, Los padres terribles; Wilder, Nuestra
ciudad.

1939. EL PROCESO DE LUCULO, MADRE CORAJE Y SUS HIJOS. Giraudoux, Ondina; Saroyan, El momento de tu
vida, Mi corazón está en las montañas.

1940. LA PERSONA BUENA DE SECHUAN. Tennessee Williams, Orfeo desciende.

1941. EL SEÑOR PUNTILLA Y SU CRIADO MATTI, Montherlant, La reina muerta.

LA RESISTIBLE ASCENSION DE ARTURO VI.

1944. SCHWEYK EN LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. Sartre, A puerta cerrada; Anouilh, Antígona; Alberti,
El adefesio.

1945. LAS VISIONES DE SIMONE MACHARD, Frisch, Ahora vuelven a cantar; T. Williams, El zoo

EL CIRCULO DE TIZA CAUCASIANO. de cristal; O’Casey, Hojas de espliego y lavanda.

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