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Introducción.
A. El hombre como un ser dramático que busca un final significativo.
I. El problema de la identidad.
1. Identidad subjetiva e identidad objetiva.
2. Identidad e intimidad.
3. La síntesis personaje-relato. El lugar de la memoria.
4. El diálogo que fundamenta la dignidad de los personajes
5. El hombre busca realidad
6. El lenguaje de la naturaleza y el pensamiento ecológico. La evolución y el
lugar del cuerpo humano.
7. El lugar de los sentimientos.
8. El lugar de la razón.
II. El carácter dramático (representativo) de la existencia.
1. La acción biográfica (o sobre el lugar de la conciencia).
* La acción heroica como acción redentora.
2. El juego entre aventura y final.
* Albert Camus: la apuesta por el instante presente.
3. El hombre como actor y espectador de su vida.
III. Los modos del conocimiento humano.
2. Verdad metafórica y verdad personal.
3. La ciencia desenmascaradora: ¿ciencia vs. fundamentalismo?
4. El lugar de los mitos.
IV. Entre la angustia y la felicidad.
1. El problema del dolor. Planteamiento.
2. El problema del dolor. Intentos de solución.
3. El problema del dolor. El sentido de la salvación personal.
(El problema del dolor. La pregunta como grito.)
4. La noción de felicidad.
*El lugar de la nostalgia.
B. La imagen confiada del mundo: la noción de juego.
1. El mundo como hogar (o sobre la paternidad del mundo).
2. El mundo como regalo (o sobre la condición filial del hombre).
3. La libertad como espacio de gracia (o sobre el espíritu festivo).
4. La plenitud como entrega (una presencia real-comestible).
5. El mito encarnado y los ‘retazos de la canción’.
6. El carácter fundamental del creer
Conclusión.
Epílogo.
Un cuerpo vivo en crecimiento transformador.
a) ¿Institución o cuerpo vivo?
b) Un cuerpo en crecimiento transformador.
c) El principio extra ecclesia nulla salus.
Introducción.
Para dar con las otras respuestas posibles hay que plantearse bien -leer e
imaginar- qué es lo que pasa en el problema. No hay que quedarse en el cliché,
en la respuesta inmediata y consabida, en el triángulo equilátero que sugiere la
formulación del problema y que es una trampa, sino que hay que saber utilizar
la imaginación.
Un periodista es una persona a la que se le pide que comunique lo que pasa. Y
esto es algo muy serio y difícil. Por ejemplo, hacerle una entrevista a un
personaje es algo muy difícil, es de las cosas para la que se requiere más
preparación; no se trata de formular unas cuantas preguntas superficiales y
consabidas, sino dar en el clavo, captar la actitud de fondo, sacar a la luz en las
respuestas el alma de ese personaje. Para eso hay que saber mucha psicología,
mucha antropología fundamental. Algo parecido sucede con un reportaje.
Una vez, vi cómo un profesor de filosofía de mucho prestigio y muy sabio era
incapaz de entender una película de A. Tarkovski titulada El espejo ;
ciertamente la película no es de fácil lectura, pero si se atiende a las imágenes
que se van sucediendo, uno descubre que habla de la mujer (esposa, madre,
hija) como espejo del hombre, como foco que da sentido al titanismo del
hombre (aunque existen otras interpretaciones posibles, como sucede en toda
creación abierta, aunque todas estas interpretaciones, aunque se muevan en
distintos niveles, son paralelas, están unas dentro de otras). La inteligencia de
ese profesor era deductiva: muy poderosa para seguir un discurso y aplicar las
conclusiones, para formular un sistema explicativo; pero era lenta para inducir
de una realidad nueva el sentido que la animaba; como no encontraba
referentes en la película para lo que él ya sabía, la película permaneció
hermética para él. A veces se encuentra uno este tipo de inteligencia en
personas menos cultas, que saben más de la vida, que tienen más
connaturalidad con ella: escritores, madres, etc. El profesor se encontró con
que no tenía ningún juicio hecho sobre lo que pasaba en la película, y por eso
no supo lo que pasaba. En la vida nos encontramos muchas veces con
momentos en los que no tenemos un juicio hecho, y tenemos que descubrir el
sentido por nosotros mismos, original y personalmente; y otras creemos que sí
tenemos un juicio hecho y nos equivocamos (esto es mucho más grave): ‘ése
es un sinvergüenza’, etc. Y lo importante es la vida: la teoría es para la vida y
no la vida para la teoría.)
Lo que nos proponemos en este curso es algo bastante ambicioso y difícil.
Durante este 1º de Ciencias de la Información, se encontrarán con tres grandes
dimensiones de discurso. Por un lado, estudiarán lo que constituye un texto
narrativo: su sintaxis, su semántica, su composición, etc. Se enfrentarán con
problemas de composición (cómo contar una historia de otra manera
-paráfrasis-, como resumir un narración amplia, cómo describir un objeto
conocido, etc). Para esto recurrirán a la imaginación, pero una imaginación
formal o ‘matemática’. Se trata de descomponer algo dado -un cuento, una
información, algo que nos cuentan- y recomponerlo en una expresión concreta
-artículo, cuento, etc-. La descomposición supone una comprensión, y en la
recomposición se advierta la profundidad de esa comprensión. Lo que se
describe o cuenta debe ‘parecer’ real, debe ser convincente, tener coherencia,
explicar la realidad que se transmite: la ficción que se cree debe seguir una
reglas, un discurso lógico. Se mueve todo esto en el campo de la expresión.
Por otra parte, estudiarán un discurso concreto, la Historia contemporánea.
Aquí lo que se busca es saber qué ha pasado, como camino para entender qué
nos pasa (por eso el estudio de la historia es tan atractivo, ya que siempre nos
fascina el poder explicarnos el presente desde el pasado). El estudio de los
hechos y descubrir un sistema explicativo, un modelo que dé sentido a los
hechos -lo que pasó es que...- es algo muy complejo, para lo que utilizarán
también la imaginación, esta vez una imaginación más sistémica o geométrica;
la explicación será ordenada, coherente, inteligible, verosímil: por eso resultará
gratificante para la mente, al ser algo claro y sistemático. Pero se trata de una
interpretación, y toda interpretación se hace desde el presente: se busca
conexiones, corrientes de ideas, se aísla períodos, se identifica a los
protagonistas... todo desde la perspectiva del hoy, con el fin de descubrir cómo
han influido en el presente. Todo esto supone reordenar el pasado, porque los
que vivieron los hechos probablemente no los vieron así, eso no es todo lo que
les pasaba y, al mismo tiempo, es más de lo que les pasaba, porque no tenían
la perspectiva que tenemos nosotros, no sabían cómo iban a terminar sus
acciones (distinción entre tiempo vivido y tiempo histórico); por eso las
biografías dicen más de los personajes que la Historia, constituyen un relato
más humano. Y en el relato histórico también se sigue un discurso que debe
ser coherente, debe seguir una reglas; y, por esto, debe simplificar, tomar sólo
lo relevante del pasado desde el presente, componer una historia: siempre
tiene cierta carga de ficción, ya que aquí también se da una descomposición y
recomposición (que no quiere decir mentira: aquí ficción significa percibir la
esencia de una realidad y expresarla remarcando precisamente lo esencial,
recomponer la apariencia de esa realidad para hacerla más significativa, más
expresiva, se busca un efecto expresivo).
Pero aún se puede dar un paso más. La narración de ficción o creativa del
primer nivel, y la explicativa-histórica del segundo, presuponen algo común: el
hombre es un ser que él mismo es una historia, un personaje dentro del relato
de su vida, un hombre que tiene unos interrogantes, y unas incertidumbres, y
angustias e inquietudes, y algo que le mueve, etc; todo eso se refleja en la
manera que tiene de reflexionar sobre su propia vida -que siempre es una
reflexión narrativa-, y en la manera que tiene de inventar historias. Lo que
vamos a estudiar nosotros es ese fondo que justifica las reflexiones de la
Historia y las invensiones de la ficción. Nuestro punto de referencia será ese
fondo común que se plasma en historia y en ficción; vamos a hablar de lo que
supone ese tiempo vivido del hombre, de qué es lo que ‘le’ pasa, y cómo eso
se manifiesta en un relato, en la manía que tiene el ser humano de contar su
vida o de escuchar relatos sobre la vida de otros. De ahí el título de la
asignatura. Entre el ideal irrealizable de una ‘ficción pura’ y el de una ‘historia
pura’ se extiende el amplio espectro de todos los relatos sobre el hombre y su
vida (habrá historia con más o menos carga de ficción y viceversa): lo que
vamos a estudiar es la sustancia misma de ese amplio espectro.
Para esto debemos huir de lo que es demasiado claro y distinto, de lo que
cuadre con demasiada facilidad. No acudiremos a un pensamiento geométrico.
No nos interesan los problemas ni las respuestas teóricas, sino la realidad en
vivo, en concreto, tal como la viven y sienten los hombres concretos. Las
veremos expresadas en obras maestras del cine y la literatura (por maestros
que han sabido enfrentarse con los problemas y los han expresado con
genialidad). Todo esto será difícil de entender, aunque parezca fácil. Requisito:
conectar con las preguntas; vamos a estudiar las grandes preguntas que se ha
formulado el hombre a lo largo de la historia, de su historia, reflejada en las
obras de ficción. Y veremos surgir de esas preguntas las actitudes que
caracterizan al hombre, sus maneras de concebir el mundo. Una actitud no es
una acción, es más difícil de detectar y de juzgar, muchas veces se esconde
detrás de las acciones que ha promovido, y sólo entra indirectamente -en
oblicuo- en el relato. “Actitud no significa sólo lo que conscientemente se
quiere, ni siquiera el rasgo fundamental cognoscible de este querer. Ni debe
tampoco concebirse moralmente como la afirmación del bien o del mal.
'Actitud' es, más bien, la profunda posición que precede todo querer
consciente; el hermetismo o apertura internos, la angostura o la generosidad,
el miedo o la disposición a la ayuda, la debilidad o la fuerza, todas las cuales
son propiedades que determinan el querer y dirección primeros de la vida,
constituyendo así, sin más, su decisión preliminar. En la misma medida en que
la actitud se modifica -y puede modificarse: en este punto tiene lugar la
verdadera metanoia - se modifica también el destino” (Guardini, Mundo y
persona ).
(Advertencia: estudiar, dejarse exigir; es preferible tener un buen enemigo (un
profesor que intenta poner a sus alumnos a su nivel, es decir, que quiere que
sus alumnos lleguen a ser sus amigos), que un mal amigo que todo le parece
bien, que no exige, tal vez porque piensa que sus alumnos no tienen remedio).
“Desde este punto de vista, la promesa de la gloria tal como la hemos descrito
se torna pertinente en grado sumo para nuestro deseo más profundo, pues
gloria significa merecer la aprobación de Dios, ser acogido por Él, respuesta,
reconocimiento y recibimiento feliz en el corazón de las cosas. La puerta a la
que hemos estado llamando durante toda la vida se abrirá finalmente. Tal vez
parezca torpe describir la gloria como 'ser conocidos realmente por Dios'. Sin
embargo, éste es el lenguaje del Nuevo Testamento. San Pablo no promete a
los que aman a Dios, como cabría esperar, que conocerán al Señor, sino que
será conocidos por Él (I Cor. 8,3). La misma idea resuena de un modo terrible
en otro pasaje: 'No te conozco. Apártate de Mí'.
(...)La nostalgia sentida durante toda la vida, el anhelo de reunirnos en el
universo con algo de lo que ahora nos sentimos separados, de estar tras la
puerta vista siempre desde fuera, no es, pues, mera fantasía neurótica, sino el
más fiel exponente de nuestra situación real. Ser llamados a entrar supondría
una gloria y un honor muy superiores a nuestros méritos y, consecuentemente,
la curación de ese viejo dolor” (Lewis).
En este curso vamos a recorrer este camino, vamos a emprender un viaje. Y
todo viaje supone un cambio, un disolver lo acostumbrado, las rutinas, los
puntos de referencia familiares, y buscar algo nuevo. Pero algo nuevo que, a la
vez, es lo más viejo: nosotros mismos, aquello que en el fondo somos. El
hombre viaja para conocerse a sí mismo, para llegar a aquel que realmente es.
Viajar comparte el carácter del sueño, que es siempre una visión que está más
allá de lo normal, de lo razonable. Tal vez, como creen muchas tribus
primitivas, en el comienzo de toda conciencia están los sueños, el hombre
aprende lo fundamental a través de los sueños. Todo arte es un sueño.
(En la vida del hombre se encuentarn unas preguntas esenciales; responder a
ellas de una manera u otra no es indiferente: afecta al mismo modo de ser de
ese hombre, lo configuran de un modo o de otro).
I. El problema de la identidad.
Es, en definitiva, el 'no pienses que es peor', 'el que piensa sufre', ‘el que
piensa pierde’... 'vive y nada más'.
Ahora bien, unas preguntas que nos podríamos hacer son las siguientes: ¿se
puede decir yo sin ser consciente?; si la felicidad pertenece a alguien, ¿quién
es ese alguien que no es más que algo?; o dicho con sencillez, ¿se puede ser
feliz sin saberlo?, ¿no será esta identidad tan inconsciente demasiado parecida
a la identidad de una silla? Si nunca salgo fuera de mí mismo, si no me objetivo
y me veo desde fuera, ¿puedo llegar a saber quién soy?
Tenemos la experiencia de que cuando somos felices, gran parte de esa
felicidad es poder pensar en ella, poder contarla, hacerla consciente para
nosotros y para los demás; y compadecemos a aquellos que podrían ser felices
y no lo son porque ‘no se dan cuenta’. Parece que nadie puede ser feliz sin
saberlo. Por eso recurrimos a la repetición de las jugadas, a revivir el hecho, a
contarlo para que sea otra vez. Parece que cuando algo bueno nos pasa todo
pasa muy rápido, casi no nos damos cuenta; y para saborearlo mejor lo
recordamos, como para terminar de vivirlo del todo.
Además, el mismo Pessoa nos dice el precio que hay que pagar por ésta
tranquilidad: ‘tu nada se te entregó’. Ya no hay un quién que recoja los frutos
de la inconciencia. Lo expresa muy bien al comparar al hombre con un pastor
de sus sentimientos; el pastor es la conciencia del rebaño, el guía. Pues para
Pessoa, el pastor debe desaparecer poco a poco, que las ovejas cobren todo el
protagonismo. Pero entonces ya no se podrá decir que alguien es feliz, sino
que algo vive, la vida misma corre; ya no hay identidad que recoja la victoria,
porque el sujeto se habrá disgregado. Cuando digo que el vuelo de un pájaro
es hermoso, no me refiero a cada instante del vuelo, sino que integro desde mi
conciencia de observador todo el vuelo, como una sinfonía. Es decir, en cierta
manera debo salirme fuera de lo sólo vivo para verlo en su conjunto, con un
sentido, un acabamiento. Igual que la gracia de un gesto o de una manera de
andar no la percibe el que gesticula en cuanto gesticulante o el que anda en
cuanto caminante, sino el que le observa, o él mismo al mirarse en un espejo.
Se podría decir que el animal y el niño no ‘tienen’ alegrías, sino que ‘son’ esa
alegría (lo mismo se podría decir de un dolor, o del hambre, etc), no tienen una
conciencia desde la que decir ‘estoy alegre’ y, así, relativizar esa alegría, sino
que son todo alegría. No hay un sujeto al que le pase algo, que es consciente
de eso que le está pasando, sino que las cosas pasan en él y a través de él, y
precisamente por eso ‘pasan’, no queda nada.
No es lo mismo que a uno ‘le pasen cosas’ (hambre, placer, impulso sexual,
miedo) que que él ‘haga’ cosas (robe para comer, huya ante el miedo, etc);
que uno pase miedo no es más que el comienzo de una historia, lo importante
es lo que uno haga con su miedo. Es decir, para ser protagonista de mi vida
debo ser dueño de ella, libre, consciente de mis actos. Las circunstancias no
me determinan de tal modo que ya no pueda responder de mis actos, que ya
no sea autor de mi vida. Ser dueño de mi vida, responder de mis actos, es lo
propio de mi dignidad como hombre -a un loco o a un subnormal, que no
responde de sus actos, aunque sigue siendo digno en su ser hombre, sus actos
no corresponden con esa dignidad, no se le pueden imputar, no se le puede
castigar o reprochar su conducta-. Por eso nos molesta cuando se nos trata
como a un menor de edad, que no puede responder de sus actos, que hay que
vigilarle o encerrarle para que no se haga daño.
Por otra parte, sólo siendo consciente de mí mismo puedo entender a los
demás como conciencias de sí, como seres que tienen intimidad; la visión del
mundo centrada en mis ojos no hace justicia del 'en sí' de los demás, no los
valora en sí mismos, sino sólo en cuanto seres que son medios para mí (me
dan de comer, me abrigan, etc, como sucede en el niño).
Estamos buscando comprender cada uno de las dos experiencias -subjetiva y
objetiva- de la identidad, para intentar integrarlas de verdad. Hemos visto la
subjetiva y hemos intentado aislarla -en cuanto contrapuesta a la objetiva- en
estado puro. Partiendo de la subjetividad pura -la simple identidad consigo
mismo- hemos desembocado en la pérdida del yo propio y del de los demás:
llevar al ‘yo soy yo’ al extremo desemboca en un ‘no soy yo’, porque soy
inconsciente, es como si estuviera dormido y sin sueños. Sin embargo, algo de
verdad había en el planteamiento inicial, lo experimentamos como real. Pero
un obstáculo se nos ha interpuesto en el camino. Antes de precisarlo, vayamos
al otro polo de la cuestión.
Hemos visto cómo la perspectiva subjetiva nos ha planteado sus carencias y
nos lanza al polo opuesto: la objetividad.
Si la experiencia "subjetiva" de la identidad -la conciencia individual- es algo
que conocemos todos, también nos es muy familiar la experiencia "objetiva".
Por un lado, siempre nos formamos una imagen de nosotros mismos,
reflexionamos, nos vemos como somos para aceptarnos o rechazarnos (y esto
lo hacemos recordando y pensando en lo que hemos dicho, hecho...en lo que
'nos' ha pasado); esta imagen es como un espejo de nosotros mismos, donde
nos miramos como desde fuera (reflexionar es verse reflejado en algo). La
experiencia que se tiene al reflexionar es la de ser conscientes de sí, y por eso
poseerse a sí mismo, tenerse delante, tomar posesión de sí: ‘este soy yo’. Esta
experiencia es tan fuerte como la de la subjetividad; Isak Dinesen nos relata un
caso en Lejos de Africa (donde se ve cómo un nativo pasa -de golpe- de la
prehistoria a la historia):
“Dos días después, Jogona volvió temprano por la mañana, cuando yo estaba
escribiendo a máquina, y me pidió que escribiera para él la historia de sus
relaciones con el niño muerto y su familia. Quería llevarle el informe al
Comisionado del Distrito en Dagoretti. Jogona me impresionó hondamente por
su sencillez, porque se le veía muy afectado y no disimulaba sus emociones.
Estaba claro que consideraba que su decisión era un paso muy serio y
peligroso; sentía un temor reverente.
“Escribí aquella declaración. Me tomó mucho tiempo porque era un largo
informe de acontecimientos que habían ocurrido hacía más de seis años y
extremadamente complicados. Mientras hablaba, Jogona tenía con frecuencia
que interrumpirse, volvía sobre las cosas y las reconstruía. La mayor parte del
tiempo tuvo la cabeza entre las manos, golpeándose a veces gravemente el
cogote como si de allí fueran a salir los hechos. Una vez se levantó y apoyó la
cara contra la pared, como hacen las mujeres kikuyus cuando paren.
“Cuando Jogona terminó su relato y yo terminé la transcripción, le dije que iba
a leérselo. Se volvió como para concentrarse mejor.
“Pero apenas había leído su nombre, "Y envió a buscar a Jogona Kanyagga, que
era su amigo y vivía no muy lejos", se volvió rápidamente y me miró con ojos
chispeantes, tan llenos de alegría que transformaron al anciano en un chico, en
el mismísimo símbolo de la juventud. De nuevo, cuando terminaba el
documento y leía su nombre, que figuraba como comprobación debajo de la
marca de su dedo pulgar, me miró otra vez con expresión vivaz, pero esta vez
más profunda y calmada, con una nueva dignidad.
“Una mirada como la que Adán habría lanzado al Señor cuando lo formó del
polvo y éste espiró en su nariz el soplo de la vida y el hombre se convirtió en
un alma viviente. Yo lo había creado y le había mostrado cómo era: Jogona
Kanyagga para siempre. Cuando le entregué el papel, lo tomó respetuosa y
ávidamente, lo dobló, lo guardó en una esquina de su túnica y se quedó con la
mano allí puesta. No podía permitirse perderlo, porque su alma estaba allí y
aquella era la prueba de su existencia. Allí estaba lo que Jogona Kanyagga
había hecho y que conservaría su nombre para siempre: la carne se había
hecho palabra y vivía entre nosotros llena de gracia y de verdad”.
Jogona, de una vida inmediata y espontánea, en la que no tenía ningún soporte
donde poder proyectarse y reconocerse como en un espejo, pasa a
experimentar que su vida está escrita en un papel, que radicalmente este que
está en el papel soy yo.
El recurso a un objeto para ser conscientes y poseer la propia identidad
proyectándose en él -la declaración de Jogona, pero también los utensilios del
oficio (uno se enorgullece y se siente más uno mismo con sus libros recién
comprados, o con su mesa de arquitecto, o con su equipo de fútbol, o con su
material de escalada)- es una constante en la vida del hombre. Necesitamos
tener una imagen de nosotros mismos -de nuestra valía, nuestra posición, etc-
en la que nos vemos ‘reflejados’, en la que nos vemos desde fuera. Son marcas
de identificación personal.
Pero esos objetos son, a la vez, elementos o ‘marcas’ de identificación social,
señas de identidad que me integran en un grupo reconocido en la sociedad,
que dan testimonio de una condición o destreza adquirida o de una capacidad
reconocida. De nada me serviría tener esas señas si nadie las reconociera
(tener los libros pero no haber sido admitido, tener el título pero estar en el
paro). Necesitamos sentirnos reconocidos en un papel, y para esto
necesitamos estar integrados en un escenario con otros personajes, en una
trama reconocida por todos. El hombre es un ser que necesita -para
identificarse- ser mirado por otros: existe para ser mirado y reconocido. Tiene
una conciencia social.
De ahí que todos necesitemos ser aceptados por las personas que nos rodean,
queremos sentirnos integrados en el escenario de nuestra vida: todos nos
vemos con los ojos de los demás. Por eso, queremos integrar la imagen que
tenemos de nosotros en la imagen que los demás tienen de nosotros.
Procuramos que los demás nos reconozcan como nosotros queremos ser
reconocidos; si esto sucede, nos sentimos felices, podemos afirmar ‘este soy
yo’. Si fuéramos mal vistos por todos, no nos atreveríamos a actuar, nos
retiraríamos del escenario (ej del que es visto por todos como ladrón, o el que
intenta convencer a sus amigos que la chica que le gusta no es tan fea). Y ese
afán de integración se manifiesta en la importancia que damos a nuestra
imagen, a nuestra apariencia: cómo vestir, pensar, hablar... para ser aceptados
y reconocidos. Y por eso siempre tendemos a dar explicaciones de nuestra
conducta, para integrarla en esa imagen, para no ser malinterpretados.
Este es el papel que juegan las modas (queremos expresar nuestro original
modo de ser (bohemio, triunfador, etc) pero para esto acudo a unas imágenes
que ya están acuñadas por otros, a un lenguaje expresivo que no he puesto yo:
por eso, en realidad, 'voy de' bohemio, triunfador, etc). Podemos decir, pues,
que en nuestra alma existe una tendencia innata a la integración, a ser
reconocidos según una imagen que objetivamos, que representamos -y en ese
reconocimiento de otros nos reconocemos a nosotros mismos-: "éste" soy yo
(terminamos de reconocernos, completamos la visión objetiva de nuestra
identidad). Tanto la imagen que nos creamos como el recurso a las modas,
supone un vernos desde fuera, un objetivarnos. (Por ejemplo, cuando algo nos
duele o no nos explicamos lo que nos pasa, sentirnos incluidos en una ley
general nos da confianza: a ti lo que te pasa es..., eres un caso
típico...síndrome de Fritzberger, señor Fritzberger).
Por eso, desempeñar un papel previsto, ya prefigurado por la sociedad, es
actuar, separarse de alguna manera del yo y ser "algo" que soy yo. Y siempre
actuar suena a no espontáneo, a estudiado, a reflexivo. Reflexionar es
reflejarse, verse en los ojos de los demás, extrañarse, verse desde fuera,
integrados en un esquema explicativo (Adán y Eva que corrían desnudos por el
Paraíso, todo era inmediato e ingenuo...en la reflexión descubren que están
desnudos). Sin embargo, resulta que cuando de verdad me reconozco en ese
escenario social y en ese papel, entonces tengo la convicción de que tengo
identidad, de que soy alguien para los demás y, consecuentemente, para mí
mismo, que soy protagonista de una historia reconocible; tal vez sea yo menos
espontáneamente que en una identidad subjetiva, pero me parece que es más
sólida esa identidad objetiva. De ahí que a la hora de definir la dignidad
humana, es esencial el ‘reconocimiento’ de los demás; el hombre está
revestido de una dignidad que consiste en el lugar, el papel y el valor que
encarna en la sociedad, y sin el reconocimiento de los demás esta dignidad se
desvanece. Esto se ve muy bien en El último , de Murnau: lo que daba dignidad
y valor a la vida de un portero era su uniforme -su pobreza, su vejez, sus
torpezas estaban revestidas por la dignidad de su trabajo-; todos le respetan y
él es el orgullo de su barrio; cuando pierde su trabajo y le desvisten, no queda
casi nada, como una tortuga fuera de su caparazón; la falta de reconocimiento
le quita fuerzas para vivir, pierde su orgullo y sólo le queda esperar la muerte.
Aquí ya no estamos en un ‘mundo propio’, centrado en mí, sino que somos
conscientes de que existe un ‘mundo común’, un escenario en el que juego un
papel, en el que me comunico con otros ‘en sí’; he pasado del egocentrismo a
un un estado excéntrico.
Pero también podemos llevar esta experiencia objetiva al estado puro. Toda
explicación sistemática es alienante, me toma como caso de una ley general:
lo que te pasa a ti es lo típico... Por ser una abstracción, no responde
plenamente a la realidad, uno no se siente plenamente reconocido: los
sistemas se derrumban cuando se enfrentan con la realidad (Voegelin). Marx
prohibía explícitamente plantear preguntas concretas. Las explicaciones del
tipo "en el fondo lo que pasa es" no son reales cuano ya no están situadas en
el mundo real, cuando ya no responden a mi caso concreto e irrepetible; y por
su misma esencia tienden a perder de vista lo concreto e irrepetible de cada
persona. Entonces es cuando uno empieza a sentirse alienado en su mundo, un
extraño en la sociedad, y se presenta la crisis de identidad propia de toda crisis
cultural: 'este' ya no soy yo, ya no me reconozco en este papel social.
Este aspecto ‘objetivo’ en estado puro trae consigo también otra
manifestación: muchas veces dejamos que las cosas sigan su curso, más que
vivir ‘nos dejamos vivir’ por otros o por las circunstancias, no tomamos las
riendas de nuestra vida, no somos nosotros mismos, estamos alienados,
parece que hacemos muchas cosas pero no nos pasa nada de verdad: ¿por qué
estudias esta carrera?, porque mis padres querían que estudiara y ésta era
más fácil; ¿por qué tienes estos amigos?, porque amigos hay que tener y estos
estaban ahí; ¿por qué sales con esa chica?, con alguna hay que salir y ésta se
prestó... pero luego es el trabajo, la mujer... vamos dejando que las decisiones
se tomen por sí solas, porque se nos cruzan en el camino, porque son las que
exige el papel, las exigencias del guión, es lo que se espera de mí, y no por
convicción; no hay encuentros verdaderos con los demás, ni verdaderos
amigos, ni verdadero amor, ni trabajo: estamos atrapados en el papel (y nos
preocupamos por caer bien, por ser aceptados, por integrarme en ese grupo de
amigos, por integrarme en el trabajo... pero en todo esto no hago lo que de
verdad quiero, sino lo que me dictan los demás). (Como el que intenta
adaptarse al tono de una conversación ‘interesante’, y todos no hacen más que
actuar tontamente; o el que siempre quiere ir a la moda, o adopta gestos
estereotipados que encajan en un ambiente: todo por buscar sentirse
aceptado, por buscar sentir que pertenece a algo). Vamos haciendo muchas
cosas pero eso que hacemos no nos pasa de verdad, no nos afecta de verdad,
no influye en nuestra identidad -‘yo no soy el que hace todo esto, la vida que
vivo no es mi vida, ya no me reconozco en este papel’-. Nos convertimos en
‘pura apariencia’, sin trasfondo real. Pero una vida así es gris y aburrida, vacía.
Se trabaja mucho por trabajar -en algo hay que gastar energías-, o se trabaja lo
justo, qué más da. Y entonces intentamos ‘llenar’ la vida con ‘sensaciones de
vivir’; pero una sensación no es real, el vacío sigue estando vacío. Esto lo
describió un ‘poeta maldito’ francés:
Se extinguió de entusiasmo y murió de pereza,
si vive es por olvido; no nació de ningún modo,
va donde el viento le deja.
Es cual bazofia compleja,
mezcla adúltera de todo.
(...)
Murió mirándose vivir
y por no saber terminar
vivió dejándose morir.
(Epitafio, T. Corbiére)
A esto se le llama en lenguaje psiquiátrico esquizofrenia: la persona tiene
varias máscaras, con las que representa distintos papeles según sean las
circunstancias. Uno vive para las apariencias, de cara a los demás, con el fin de
cumplir con el sistema (es la virtud aparente: aquella que sólo se vive si hay
vigilancia o publicidad). Con los padres, con los amigos, en la universidad,
durante la semana, en el fin de semana. No se sabe cuándo es él mismo,
porque en el fondo nunca es él mismo, sino la máscara que pide la
circunstancia, lo que queda bien, lo que pide el entorno. Por eso se cae en
contradicciones: le digo al amigo que le aprecio y luego hablo mal de él, parece
que quiero a mis padres pero los pongo a caldo y no tengo confianza con ellos
(les miento), digo que tengo una convicciones y luego las niego con las obras,
etc. Este ‘estar hecho pedazos’ que es la esquizofrenia termina minando la
personalidad, y la persona se siente vacía, ya no sabe quién es; se ha dejado
llevar por los ambientes y ya no sabe cuál es su ambiente, qué es verdad y qué
es mentira.
Esta crisis también se experimenta como si dentro de uno hubiera otro u otros,
uno siente que podría ser de distintas maneras con sólo dejarse llevar por
distintos ambientes (esto se siente con intensidad al cambiar de ambientes: un
viaje a otro país, otra ciudad, otros amigos...); y esto intranquiliza: no sé cuál
soy.
Esta cuestión no es nueva. Ya T.S. Eliot lo plantea en La Tierra Baldía:
Ciudad irreal,
bajo la niebla parda de un amanecer de invierno,
una multitud fluía por el Puente de Londres, tantos,
no creí que la muerte hubiera deshecho a tantos.
Se exhalaban suspiros, breves y poco frecuentes,
y cada cual llevaba los ojos fijos ante sus pies.
2. Identidad e intimidad.
Con esto, hemos dado un paso más en la integración del aspecto subjetivo y
objetivo de la propia identidad; ya no se trata sólo de encarnar un papel
haciéndolo mi papel, sino que es toda mi historia lo que debo asumir, con su
pasado, presente y futuro. Debo ser coherente en mi vida: mi historia debe
adecuarse a mi fondo, y debe ser coherente en su desarrollo; una ‘trampa’
narrativa es siempre una mentira, un no asumir ese hecho de mi historia. Toda
ruptura de la unidad y coherencia narrativa supone siempre una traición a la
propia intimidad, una incoherencia personal. Ya volveremos sobre este punto
crucial al hablar de las acciones biográficas.
Según esto, se ve mejor qué significa ser real o tener identidad, ser auténtico.
El dejarse llevar sólo por el estado de ánimo o por los sentimientos (Pessoa)
lleva consigo una pérdida: es lo dionisíaco, el romper los límites y lanzarse al
éxtasis (música, droga, velocidad, violencia), para tener una experiencia de
absoluto -siente sólo lo que sientes, sin ser consciente, sin ser tú-: pero yo ya
no estoy allí para recoger la victoria, yo ya no escribo nada. El integrarse
totalmente en el sistema-papel (económico, laboral, universitario, social), el
fundirme en la lógica que me explica y lo explica todo (estoicismo,
racionalismo, Hegel, Vuelo nocturno de Saint-Exupery), también me pierde por
alienación, por abstracción: no vivo mi historia, sino la historia que otros han
escrito para mí.
Pero ¿cómo es posible esa identidad irrepetible, real, que se hace en la
historia? ¿Cómo es posible que todo quede, que todo se guarde "en" la
persona? ¿No será todo una ilusión, un afán de supervivencia, un aferrarse a lo
que pasa y no vuelve? ¿No será lo real el sujeto que no se conoce (el río oscuro
de la sangre) y el sistema que me conserva? Hoy en día, la isla de la identidad
es pequeña y está rodeada por los dos torrentes alienantes. La dialéctica
sistemático-dionisíaco (el triste ‘empapelamiento’ y la reacción desenfrenada,
inconsciente, ante aquel) parece dominar la vida del hombre; la gente ya no se
cree que sea protagonista de una historia interesante e irrepetible, a lo único
que aspira es a sobrevivir sin mucho dolor, es decir, sin pensar mucho. Por
esto, hoy el problema es una generalizada crisis de identidad ‘inconsciente’,
porque no se quiere la conciencia. ¿Qué la puede salvar, dónde puede
encontrar apoyo y justificación? (Los esposos que no se conocen; en su tiempo
se despertaron pasiones mutuamente, pero ya...; o los amigos de pasar el rato:
no se conocen, no se importan de verdad. Cumplir el papel durante la semana
y perderse en el fin de semana: esta dialéctica, que hoy está tan generalizada,
como manera de equilibrar lo pesado y gris con el no pensar que es peor,
destruye totalmente todo esbozo de historia personal). Parece que lo subjetivo
puro y lo objetivo puro conviven muy bien: uno se pierde en su papel y se
pierde en sus sueños.
Si el mundo es algo lógico, ordenado, sin fisuras, sin saltos libres, sin
sorpresas, lo razonable sería decir que esa isla es una ilusión y que cada uno
no es nada, un momento que pasa, una pieza sustituible. Juan Ramón Jiménez
ha reflejado esta experiencia magistralmente.
Días nulos, cual los días de parada indiferencia
de Dios antecreador.
Todo duro, entero todo,
en mole de un orden negro,
como un yo tan solo yo.
Vamos a hacer un nuevo rodeo para mostrar desde otra perspectiva lo que
acabamos de proponer. Aunque este rodeo a la vez nos mostrará una vertiente
práctica de lo que llevamos dicho. La cuestión que estamos estudiando es la
relación entre la propia interioridad y la realidad externa; es lo que algunos
autores han definido como ‘conciencia vital’, o ‘experiencia vital’, en cuanto
distinta a un conocimiento meramente teórico -lo que se conoce sólo ‘de oídas’
o a ‘través de otros’-, aquello que lleva a reproches como ‘tú eres un teórico,
pero esto yo lo sé por experiencia’, ‘tú sabes de las cosas por los libros, pero
no las has vivido’, o ‘si supieras lo que es pasar por esto que estoy pasando no
dirías lo que dices’, o ‘es que no te enteras de lo que pasa’. En Alice , de lo que
se trataba era de reconocer los propios sentimientos, caer en la cuenta de lo
que se está viviendo, enterarse.
Tradicionalmente, se ha contrapuesto el sentimiento a la razón. Los
sentimientos serían lo superficial, lo efímero, lo caprichoso, lo subjetivo; y la
razón sería lo permanente, lo que verdaderamente cuenta. Sentimiento sería la
impresión inmediata -superficial- de las cosas y el impulso ciego hacia lo
inmediato, y la razón sería la expresión del conocimiento fundado y del deber
moral, la voz de la conciencia: lo intrínseco opuesto a lo extrínseco. Y algo
curioso: los que defienden los sentimientos frente a la razón sostienen que
estos son ‘lo natural’, lo que nace espontáneamente, que sigue su rumbo si no
se le ponen trabas artificiales; y los que defienden la razón sostienen que el
hombre tiene una naturaleza a la que debe obedecer, que se le presenta en la
voz de la conciencia. ¿Están hablando del mismo concepto de naturaleza?
Dicho de otra manera: cuando afirmo que algo me gusta, ¿me refiero a una
cualidad que está en la realidad o a algo que sólo pasa en mí?, ¿es algo
objetivo o subjetivo? Vayamos por partes.
Comencemos por una distinción. Una realidad despierta algo en nosotros
-admiración, sorpresa, miedo, gusto, rechazo, etc-, nos afecta de una manera
determinada, nos cambia por dentro -‘antes vivía tan tranquilo y ahora he
conocido a éste y...’. Esa realidad percibida empieza a contar para nosotros.
Ese afecto -que es un efecto de la realidad en nosotros- motiva una respuesta
afectiva, es decir, le damos una valoración emotiva a esa realidad y obramos
en consecuencia -lo deseamos, lo amamos, lo rehuimos, etc-. El modo en que
nos afecta algo determina la respuesta afectiva: se trata de dos momentos
afectivos distintos, pero responden a una unidad de experiencia. A esta unidad
de experiencia vamos a llamarla sentimiento.
El afecto -cómo me afecta la realidad- me informa sobre cómo estoy por dentro
-más o menos sensible, más o menos necesitado, que conecto más o menos
con este tipo de personas-, me sitúa en la existencia, me informa sobre mis
simpatías y afinidades. Pero este darme cuenta de qué es lo que me gusta o
quiero -este darme cuenta de cómo soy si conecto con esto o con lo otro, o de
esta manera u otra- es algo que sólo descubro en la realidad que me afecta,
nunca en el vacío de una reflexión ‘pura’.
Esta cuestión del sentimiento tiene una importancia capital en todo lo que se
refiere a la recepción y a la creación literaria, y a la crítica literaria. Uno de los
problemas que uno se plantea a la hora de escribir es que a uno no se le ocurre
nada, o se le ocurre lo típico; esto responde a una carencia de imaginación.
También uno se plantea problemas para comentar una obra literaria, o para
marcar diferencias entre dos autores, de percibir lo específico de cada uno, etc.
La capacidad de percibir y distinguir entre dos autores es algo complejo;
normalmente caemos en generalidades (‘este escribe bien, y el otro...también;
este muestra la interioridad de sus personajes, y el otro... también’), y así no
hay quién distinga, todo parece lo mismo (como en el chiste de las ovejas
blancas y las negras...también). En la obra literaria -y en la vida misma- lo que
se nos transmite es una cualidad, lo que nos afectan son cualidades de las
cosas, pero cualidades específicas; conseguir percibir y expresar la cualidad
específica de un pueblo, de un objeto, de una persona, de una novela, es lo
propio de un buen escritor, y más si lo sabe expresar con un adjetivo, o una
frase. Pero para percibir una cualidad y expresarla hace falta imaginación. Los
sentimientos son la percepción y la manifestación subjetiva -personal- de esas
cualidades específicas de las cosas (esas cualidades nos afectan, despiertan
ciertos sentimientos y, correlativamente, motivan una respuesta afectiva).
Conozco la cualidad específica de lo real en los sentimientos que la realidad
despierta en mí, en el modo en el que me afecta esa realidad. Así, podríamos
afirmar que el sentimiento no es aún un juicio (el juicio es propio de la razón),
pero sí una percepción, y no de cualquier tipo, sino significativa, es decir, dice
algo al sujeto que está cargado de sentido para él, el sujeto se siente
involucrado en esa percepción.
Aquí es importante establecer una distinción. Ciertamente los sentimientos
tienen una faceta instintiva (el amor está basado en el instinto sexual), pero
van mucho más allá que los instintos, porque atienden a las cualidades
específicas, al objeto concreto considerado en sí, y no sólo a las necesidades e
impulsos instintivos. En el animal, el instinto atiende a una necesidad del
sujeto (se trata de un interés particular): cualquier conejo satisface el hambre
del águila o cualquier cachorro satisface el instinto materno de una perra. En el
hombre, los sentimientos está referidos a algo concreto e irrepetible: no
cualquier mujer satisface el afán e ser amado, los hijos no son intercambiables.
Conocemos de verdad algo en la medida en la que hemos percibido su cualidad
específica, es decir, irrepetible. Y a percibir esa cualidad, a ese estar
capacitado para detectar lo específico de una realidad, lo llamamos
sensibilidad: a más sensibilidad, más capacidad de percepción y distinción. Un
ejercicio muy bueno para la imaginación es preguntarse siempre por qué algo
me ha gustado o disgustado; así podré ir distinguiendo entre distintos gustos y
disgustos, y aprenderé a distinguir cuándo he entendido verdaderamente algo
y cuándo no.
Por otra parte, al ser el sentimiento la manera que tiene la realidad de
afectarme -de implicarme-, en los sentimientos yo despierto a la realidad y a
mí mismo, descubro la realidad y me descubro a mí mismo: se produce un
enriquecimiento -crecimiento- de mi personalidad (experiencia, sensibilidad,
conocimiento, mundo imterior).
Vamos a comenzar haciendo tres comprobaciones de tipo fenomenológico (de
la vida misma):
*Sin "sentimiento" la realidad aparece fría y opaca, aburrida, rutinaria; cuando
aparece un sentimiento, parece que todo se ilumina, que adquiere sentido (vid.
las típicas películas del hombre gris que sigue la racionalidad de su vida
aburrida, y ante un sentimiento nuevo todo cambia). Es más, uno comprueba
que ese sentimiento, por ilógico o sorprendente que parezca, vale más que
todas las razones, y uno está dispuesto a tirar todas las razones por la ventana.
De alguna manera uno se siente más uno mismo (‘soy yo al fin’) con ese
sentimiento, uno se siente vivo, por fin ‘se ha encontrado a sí mismo’. El
sentimiento es algo que se despierta ante alguien o algo, y que nos despierta
de un sueño aburrido. De lo contrario, nos encontramos con ese fenómeno tan
extendido hoy de la indiferencia y la apatía: las personas y las cosas no me
dicen nada, no me afectan, no consigo reaccionar ante ellas. Del hombre que
siente por primera vez algo se puede decir que por fin le pasa algo, hasta el
momento es como si no le sucediera nada.
*Parece que es más fácil elaborar o deshacerse de un razonamiento que de un
sentimiento. Si estoy estudiando política internacional y me da por escribir un
artículo, se lo llevo al profesor de Relaciones internacionales y me lo machaca,
seguramente pasaré un momento de humillación y de rebeldía, pero enseguida
caeré en la cuenta de los fallos y los corregiré: habré cambiado de teoría
fácilmente. Pero si lo que estoy es enamorado (o me siento culpable por algo
que he hecho a un amigo, o me siento incomprendido por mis padres),
entonces, por muchas razones que tenga para desechar ese sentimiento (no
me hace caso, es fea, hay otras mejores...) no podré conseguirlo con tanta
sencillez. Es más, aunque busque amigos que me hablen mal de esa persona y
me la desaconsejen, y con esas reflexiones me sienta aliviado, apenas vuelva a
estar solo... Luego, aunque uno no lo quiera, ese sentimiento es más mío que
un razonamiento, estoy más identificado con él, no me puedo separar de él
porque sería, de algún modo, separarme de mi mismo, y por eso resulta más
comprometido: es más radical en mí; es algo más propio de uno mismo que los
razonamientos -por eso es más difícil cambiarlo-: es más fácil cambiarse de
ropa que empezar o dejar de querer a una persona.
Por eso sólo podemos dominar la ‘expresión’ de nuestros sentimientos -aunque
no siempre (disimularlos, atemperarlos)-, pero nunca el dominio puede llegar a
provocarlos o fabricarlos (provocar un sentimiento artificialmente es
desnaturalizar el sentimiento, éste ya no quiere decir nada: desinhibirse
mediante el alcohol o una droga no es ser uno mismo, provocar un sentimiento
en uno mismo o en otro mediante artificios no es más que un engaño), ni
hacerlos desaparecer voluntariamente. Es decir, sentir algo o dejarlo de sentir
no depende de nosotros sino de la presencia de alguien o algo que despierta
ese sentimiento. Al sentir el hombre se encuentra afectado por alguien o algo a
quien no se domina o controla. No puedo ir con prejuicios o pretensiones a la
realidad, porque entonces no haría más que engañarme a mí mismo,
quedarme sólo con lo que yo buscaba, una simple proyección de mis
necesidades en la realidad. Lo apropiado es, ante la realidad, prestarle
atención, dejar que me afecte a su manera, dejarla que me sorprenda.
*Juzgamos a las personas por sus sentimientos más que por sus razonamiento
o conocimientos: por qué cosas le afectan y cómo le afectan y por cómo son
sus respuestas afectivas. Un catedrático de ética, o una personalidad política,
etc puede carecer totalmente de los sentimientos propios de la amistad: puede
ser desleal, egoísta, murmurador, tramposo... Otra persona sin conocimientos y
torpe de inteligencia puede tener esos sentimientos en grado sumo: leal, fiel,
entregado... Para amigo elegiremos siempre al segundo, a pesar de sus
carencias. Porque alguien es sobre todo lo que siente, vale lo que vale su
corazón.
Estas tres comprobaciones descansan en tres virtudes que tienen los
sentimientos:
+Los sentimientos funcionan como despertadores. Un hombre aburrido, que no
encuentra sentido a lo que hace ni a las personas con las que convive, está
como encerrado en sí mismo. Nada de fuera le afecta y le saca de su
encerramiento. El sentimiento es esa misma afección: algo de fuera me ha
llamado la atención, y ahora estoy en "éxtasis"; ahora dependo de eso que me
ha afectado, pierdo -de alguna manera- control sobre mí mismo. Y esa realidad
que me ha despertado me está enriqueciendo: se abre el campo de mi
experiencia -hasta ahora limitado a mí mismo-, descubro algo bueno, un
interés, un nuevo valor. Ahora estoy vivo, ahora soy yo. (Por eso las historias
pueden más que las teorías: porque integran sentimientos e identidades, no
sólo veo las ideas o las afirmaciones sobre lo que sea la realidad, sino que veo
cómo afectan a los personajes, las veo ‘compuestas’ en la realidad).
+Los sentimientos posibilitan -y constituyen- la convicción (en el doble sentido
de estar convencido y ser convincente). Cuando alguien siente lo que dice, lo
que piensa o lo que cree, entonces es convincente, se ve que se lo cree, hay
una identificación entre la persona y lo que dice, piensa... (Cuando hablamos
de algo que no nos afecta, no nos peleamos, vemos todo desde fuera; cuando
sí nos afecta, peleamos, discutimos...como si en eso nos fuera algo vital; o dos
profesores pueden ‘saber’ lo mismo de Hamlet, peru uno repite la lección y el
otro la vive: el que es capaz de ‘hacer sentir’ Hamlet a sus alumnos, en el
fondo sabe más de Hamlet, tiene la experiencia de Hamlet, lo ha entendido en
mayor medida). Lo que nos transmite es no sólo el razonamiento, sino cómo le
afecta, hasta qué punto se identifica con él: me contagia su pasión. Y por eso
se puede decir que el que siente algo lo ha entendido más: sentir es
comprender de una manera especial. Por eso, la buena música -que juega con
sentimientos- nos hace entender la letra de la canción; al darnos un marco
afectivo nos permite que calemos en su significado.
+Los sentimientos revelan la intimidad de aquello que me ha afectado y,
también, la del afectado: me doy cuenta de qué era lo que me pasaba, lo que
buscaba, qué era lo que me faltaba, en definitiva, de quién era de verdad.
Cuando alguien me llama la atención (aunque ya le conociera, pero hasta hoy
me había sido indiferente), siento que se establece una simpatía-comunicación
especial entre esa persona y yo (sin necesidad que esa comunicación se
traduzca en palabras, quizá incluso sin que la otra persona lo advierta): creo
que la conozco, que sé como es, quién es (por eso me siento con fuerzas para
defenderla si se habla mal de ella por incomprensión, incluso con fuerza para
meterme en la vida de ella para ayudarla o corregirla), y que ‘va conmigo’. Es
decir, en el sentimiento se produce una valoración: descubro la importancia
que tiene esa realidad para mí. Esa persona concreta, dentro del númer de
gente que conozco y que me es indeferente, ha resaltado -para bien o para
mal-, he experimentado un encuentro personal con ella, me ha impresionado.
Es más, se puede decir que en esa intuición vemos también las posibilidades
de esa persona, su futuro, su "ideal", que la vemos en su final: que conocemos
a esa persona más que ella a sí misma. Sin esa experiencia de intimidad no
podemos decir que conocemos a alguien. Sólo nos conocen quienes nos
quieren. Incluso se puede decir que sólo conoce su arte aquel que experimenta
el placer de realizarlo: sabe escribir el que siente el placer de la escritura; el
que sólo la conoce en teoría o el que escribe porque se lo ordenan, aunque
tenga la técnica, no sabe escribir.
Esto se comprueba en el aprendizaje moral de los niños (y, por tanto, del
hombre). Los niños aprenden lo bueno y lo malo y, sobre todo, el grado de
bondad o maldad al observar las respuestas emotivas que sus actos despiertan
en los otros. El “has hecho llorar a tu hermana”, o que la madre llore o se
enfade de verdad -sienta indignación-, indica al niño el alcance y la repercusión
de su acción. Si el niño no fuera sensible a los sentimientos ajenos, si no fuera
capaz de compadecerse del sufrimiento que ha causado -si no supiera ponerse
en el lugar del otro-, perdería su capacidad de valorar y su sentido moral. Si la
respuesta a su acción es un simple castigo automático, toman la infracción
como leve, como una travesura. Si ven que causan dolor, la infracción se torna
culpable, y ya no se sienten traviesoso sino malos.
Por eso, al niño no se le enseña a realizar una serie de conductas que debe
seguir por temor a un castigo, o por una serie de razonamientos lógicos de
conveniencia, sino que se le inculca -se le educa=educir- una serie de
sentimientos que se reconocen y manifiestan en una serie de conductas:
‘tienes que querer a tu hermanito’, ‘da las gracias’, ‘los hombres no lloran’, ‘la
envidia es mala’, etc.
“S. Agustín define la virtud como ordo amoris, la ordenada condición de los
sentimientos por la que a cada objeto se le atribuye el tipo y el grado de amor
que le corresponde. Aristóteles afirma que el horizonte de la educación es el de
hacer del alumno tanto lo que debe hacer de él como lo que no. Cuando llegue
a la edad en que se empieza a reflexionar, el alumno que haya sido educado
según "afectos ordenados" o "sentimientos adecuados" reconocerá fácilmente
los primeros principios de la Etica; pero para el hombre corrupto, estos
principios jamás serán en absoluto admitidos y no podrá progresar en esta
ciencia. Ya Platón dijo lo mismo antes que Aristóteles. El pequeño animal
humano no obtendrá las respuestas adecuadas al primer intento. Se le debe
enseñar a sentir agrado, simpatía, disgusto o aversión hacia aquellas cosas que
son realmente gratas, simpáticas, desagradables o repugnantes. "Y todo esto
antes de estar en edad de razonar, de modo que, cuando la Razón venga por
fin a él, entonces, estando de ese modo educado, le abra sus brazos en señal
de bienvenida y la reconozca a cauda de la afinidad que siente por ella" (La
República, 402 A)” (Lewis).
En el mismo sentido, decir que algo ‘ha herido mis sentimientos’ es lo mismo
que afirmar que ha herido mis valores o aquello que valoro. Y esos
sentimientos no se han adquirido mediante un proceso racional y voluntario de
asunción, sino que a uno ‘se le pegan’, lo aprende casi inconscientemente de
sus padres, de sus experiencias, de las personas a las que admira, etc. Así, uno
tiene la sensibilidad despierta a un tipo de valores (odio al disimulo o a la
doblez, al egoísmo, etc), y en esto consiste en gran medida lo que se llama
carácter.
De ahí que los sentimientos sean de suyo comunicativos, tienden a expresarse
(a veces contra la voluntad del sujeto, y entonces son aún más significativos).
El hombre que siente resulta más expresivo.
De esto podemos concluir que es afortunado aquel que sea capaz de
sentimientos, que tenga corazón, que le afecten las cosas y por eso le pasen
muchas cosas. Probablemente se equivocará muchas veces, llorará y sufrirá,
pero también será feliz porque estará vivo. Es más vulnerable, tiene más
altibajos, es más afectable: los sentimentos son peligrosos porque no se
dominan tan fácilmente, pero sólo se puede acertar de verdad con la felicidad
si se tienen sentimientos. Y al mismo tiempo, uno persona que siente lo que
vive, conoce más a la personas y a las realidades que le rodean, se entera más
de la vida, porque la conoce desde dentro, está más involucrado y
comprometido con ella. Un hombre frío, indiferente, sin corazón, es un
aburrimiento. Además, el que es capaz de sentir es un despertador para los
demás (nunca está aburrido, siempre le pasa algo, siempre tiene algo que
contar, y por eso nunca aburre, a uno le pasan cosas con él, descubre muchas
cosas, aprende y se sorprende con él (‘explícame por qué te ha gustado tanto
esto, cómo te ha afectado, a ver si yo también lo descubro y me despierto’). Ya
vimos que es distinto que a uno le pasen cosas que protagonizarlas -asumirlas,
reaccionar, etc- con voluntad; pero a alguien a quien no le pase nada será muy
difícil que pueda hacer algo valioso, que pueda escribir una historia
interesante: uno que no tenga amigos y al que nada le pase será como un
Robinson en una isla desierta, por libre que parezca ser todo lo que haga será
intrascendente (comer, dormir, pasear... solo).
Desde una perspectiva filosófica, se nos podría achacar una cierta ingenuidad:
todo esto es muy bonito, pero los sentimientos sin la razón son ciegos, se
pierden. Y no estamos rechazando la razón, sólo una noción de razón
"extrínseca", que necesariamente es "sentida" como agresora y alienante. El
camino que vamos a seguir no es el de establecer un equilibrio entre razón y
sentimientos. Necesitamos una referencia exterior al binomio psicológico, y esa
referencia es la realidad (¿tal vez la ‘naturaleza’ de la que hablan ambos
contrincantes?. Pero vayamos por orden.
Sigamos adelante planteándonos una cuestión: ¿en qué consiste disfrutar de
un buen libro?, ¿cuándo y cómo se disfruta de una buena lectura?, ¿cómo se
aprende a distinguir las peculiaridades de una obra de arte o de una realidad?
¿Cuál es el secreto para saber apreciar algo? Vayamos por partes.
¿Qué diríamos de un señor que jugara al fútbol porque se lo recomendó el
médico, sobre todo si vemos que no se toma muy en serio los partidos?
Diríamos que es un hombre serio -no juega por placer sino por deber- pero
nadie diría que es un jugador serio: lo que hace es jugar a jugar, hace que
juega, pero el juego no le importa en sí mismo (nunca descubrirá el secreto del
fútbol, el placer de jugar, la grandeza de participar en un juego, nunca podrá
apreciarlo). Lo mismo se puede decir del que acude a la música sólo para
bailar, pero que no la escucha. Es decir, si no tomo la realidad tal como es, con
su valor propio, como algo en sí, no puedo disfrutar plenamente de ella; debe
haber una entrega desinteresada al juego (disfrutar de una realidad en sí,
tomarse en serio esa realidad, siempre supone experimentarla como juego).
Acceder a una realidad por motivos ajenos a ella es no disfrutarla, cortar la
fuente de sentimientos profundos y auténticos que sólo ella es capaz de
despertar. (Hay que hacer notar que estamos distinguiendo entre sentimiento
y la realidad que despierta el sentimiento).
Sólo se siente de verdad cuando se produce esa conexión íntima con la
realidad; el sentimiento es esa conexión. Sentir el fútbol o sentir la música es
haber conectado, saber apreciar.
Para que el sentimiento se dé de verdad, para que realmente sea una
percepción de la realidad, debe apuntar a la realidad, el sujeto debe
experimentar -percibir en el sentimiento- el valor en sí de lo real. Hemos
hablado ya de distinguir realidades (cualidades específicas, lo específico de
una realidad que la distingue valorativamente de las demás), y esto sólo lo
puedo hacer sabiendo distinguir sentimientos (ya que el sentimiento es la
afección que esa realidad produce en mí, y sólo a partir de esa afección,
leyendo en ese sentimiento, puedo conocer algo de la realidad).Según lo que
hemos dicho, lo que determina la autenticidad de un sentimiento es la fidelidad
a la realidad que lo despierta (fidelidad quiere decir sintonía, adecuación). Esta
fidelidad reclama que a realidades distintas deben corresponder sentimientos
distintos.
¿Es lo mismo el sentimiento de peligro que despierta un piel roja que el que
despierta un asesino? Para el buen lector (un niño debajo de su manta) serán
distintos: el piel roja está fuera de la civilización, no se puede hablar con él,
pero que pertenezca a otra civilización no quiere decir que sea un renegado,
sino un extraño; el asesino es un fuera de la ley, es decir, un renegado,
pertenecía a mi mundo pero lo ha rechazado: puedo hablar con él, pero no
puedo confiarme. Igual que son distintas las películas de Indiana Jones (donde
lo importante es que pasen cosas, una detrás de otra, que me mantengan
despierto) y Guerra de Galaxias, donde lo que pasa tiene profundidad,
horizonte, historia, sabor añejo, telón de fondo; cada acción tiene mucha
resonancia, la película se toma tiempo para crearla (ej: Alec Guiness en papel
secundario pero clave). La acción es la luz que ilumina (que pase algo), pero a
la vez debe haber resonancia, algo que sea iluminado en la acción. Ni tampoco
es igual quedarse encerrado dentro (he sido recluido, estoy protegido pero
contra mi voluntad, se me considera peligroso, o estoy a merced del que me ha
encerrado) que fuera (estoy desamparado, he sido rechazado, soy libre pero
estoy fuera). Y no es lo mismo el temor que despierta un león (‘hay un león
suelto en el pasillo’), cuyo peligro yo sé descifrar bien, que el que despierta un
fantasma (uno no sabe bien a qué atenerse, es un poder desconocido,
misterioso, no sé cómo me podría dañar, me siento a su merced, uno
experimenta un especial desmayo).
Luego los sentimientos no son algo que nazca sólo en mi interior, algo
meramente psicológico. Los estados de mero placer no me dicen nada de la
realidad, en ellos no existe propiamente percepción: sólo me interesa que
"algo" despierte "algo" en mí, me da igual que sea una persona, una pastilla,
etc; es una búsqueda aislada, solitaria, clausurada, de simple entretenimiento,
lo cual implica aburrimiento previo, un escepticismo radical, apatía. Más que de
sentimientos se trata de sensaciones, más que de un ‘sentido’ de la realidad
son ‘sensaciones de vivir’, más que de sentir a otra persona se trataría de
sentirse bien. Esta manera de tratar la realidad no sólo me hace desconocerla
y no disfrutarla, no reconocer su riqueza interior (si de mi amigo sólo busco que
me haga reír, o de mis padres busco protección y dinero, difícilmente conoceré
cómo es mi amigo o mis padres, serán para mí sólo 'algo' que satisface unas
necesidades, no tendré sensibilidad para apreciarlos), sino que también la
daña (como el alcohólico al que le importa poco la calidad del vino: lo que
busca es su efecto en el organismo, lo que quiere es estar borracho, no
importa con qué), pues la trata con indiferencia, sólo la utiliza, (en el fondo
todo le da igual), y cuando tiene un problema o ya deja de satisfacer la
abandona. Tratar la realidad así, como simple consumo -como ya vimos-
supone no apreciar esa realidad concreta.
Además, en estos casos, se sustituye la realidad por una simple intensidad
emotiva, una intensidad que permanece amorfa, en la que cuenta sólo la
‘cantidad’, la repetición frenética: sólo se puede aumentar o disminuir las
dosis, pero nunca ‘cualificarla’, darle un sentido o un valor, una profundidad.
Esta es la actitud propia del que está dominado por un vicio: lo que le interesa
es el estado anímico producido y no la realidad que lo despierta o la cualidad
del sentimiento; es un querer sentir por sentir, estar despierto por estar
despierto, aunque sea artificialmente; esto responde a una situación previa de
vacío, de apatía, de aburrimiento, de la que se quiere salir sea como sea.
Un sentimentalista se deja llevar por un solo sentimiento siempre,
repetitivamente, estará tocando la misma tecla siempre -quiere sentir placer
sexual y en todo lo está buscando, etc-, querrá continuamente provocar un
sentimiento y así estará traicionando también la realidad. Es esto algo muy
monótono para el sujeto y también tiránico para la realidad (como por ejemplo
el sentimiento materno de una madre, si no es matizado por otros y se adapta
a la realidad y edad del hijo, acaba destrozando al hijo). Cuando hablamos de
sentir nos referimos a la sensibilidad, a la capacidad para apreciar las
realidades que se me presentan. La oclusión del sentimiento en sí mismo, que
es el sentimentalismo, lleva a la sensibilidad a funcionar siempre ‘en bloque’,
sin discernir, sin matizar, de manera tosca. Y al no discernir, al no disfrutar de
verdad ‘con’ las cosas, debe acudir a la intensidad, a un sentir frenético, que
termina cansando, y que para mantenerlo en funcionamiento debe acudir a
artificios (droga, pornografía, violencia, etc).
Esto se comprueba en la educación del niño. Cuando un niño hace algo malo,
se le recrimina: ¿no te da vergüenza mentirle a tus padres? Lo que se recrimina
es lo malo de la mentira, y por eso se le dice que debería sentir vergüenza ante
esa mentira. Pero la causa de la vergüenza es la mentira, y lo que especifica el
tipo de vergüenza es la mentira a los padres (distinta que la vergüenza de
haber fallado un gol, o de robar al vecino). Si la vergüenza fuera un
sentimiento indeferenciado y cerrado en sí mismo, sería simple vergüenza de
ser pillado, no sería un sentimiento genuino, no encerraría ninguna emoción o
valor, sería simple instinto de supervivencia contrariado: ‘la próxima no me
pillan’.
Por otra parte, muchas veces se confunde la profundidad de un sentimiento
con su simple intensidad emotiva, con su estar a flor de piel. Un sentimiento
puede ‘sentirse’ con gran intensidad en un momento determinado, y puede
dejar de sentirse a continuación. Pero la realidad y profundidad de un
sentimiento se debe juzgar por el grado en el que lo encarnamos, por cómo
repercute en la propia vida. Por ejemplo, podemos sentir un intensísimo
enamoramiento una noche de fiesta, pero esa emoción puede pasar al cabo de
poco tiempo sin dejar rastro; en cambio, el cariño a nuestros padres
normalmente no se experimenta con especial intensidad, pero si alguno de
ellos muriera nos parecería que se nos hunde el mundo. Los sentimientos
profundos y arraigados, además, dan energía para realizar una serie de tareas
duras en sí mismas y a lo largo de mucho tiempo. Los cuidados de una madre
se apoyan en sus sentimientos, aunque muchas veces pueda sentirse cansada
de sus hijos o enfadada con ellos. Si no sintiera de verdad, todo sería rutina, no
aguantaría y no reflejaría amor en ninguno de sus gestos.
El que se cierra en sus estados emotivos o sensaciones lo que hace en realidad
es huir de la realidad. El amor es muy bonito, pero si seguir a la persona
amada lleva consigo muchos problemas o peligros y uno no se siente con
fuerzas para afrontarlos, será preferible guardarlo en un recuerdo nostálgico
placentero y doloroso a la vez (como se ve en La edad de la inocencia). Cierto
romanticismo sentimentalista no es más que cobardía: es un intento de
crearme un mundo interior a mi medida y nada comprometido o peligroso, que
sustituya al mundo real.
Cuando nos enfrentamos a una realidad cualquiera -una persona, una obra
literaria, etc-, no podemos proyectar sobre ella lo que ya llevamos dentro,
nuestros prejuicios o pretensiones, como si la realidad concreta fuera un simple
soporte sobre lo que proyectamos lo que ya sabemos, no podemos utilizarla
como un simple pretexto para ‘sentir’ lo que queremos sentir. La realidad es
algo distinto a nosotros, y por eso siempre tiene algo que aportarnos, algo que
enseñarnos; y lo hará de una manera inesperada, sorprendente: por eso se
dice que ‘nos despierta’. Pero para eso, debemos silenciar el ruido interior y
escuchar lo que nos dice. La literatura, el cine o las personas no son realidades
que se puedan consumir. “Nos sentamos frente a un cuadro para que éste nos
haga algo, no para hacer nosotros algo con él. Lo primero que exige cualquier
obra de arte es una entrega. Mirar. Escuchar. Recibir. Apartarse uno mismo del
camino. No vale preguntarse primero si la obra que se tiene delante merece
esa entrega, porque sin haberse entregado es imposible descubrirlo” (Lewis).
Una persona que no sepa distinguir entre sentimientos es un mal lector o
escritor (como un pintor que no distingue los colores, o un músico que no
distingue las notas: es monótono, aburrido). Es más, encerrarse en el puro
sentir sin importar qué se siente quita sensibilidad a los sentimientos (se hacen
indiferentes, se hacen toscos y débiles: comer sin importar qué). Una persona
así tiene poco gusto. La sensibilidad supone sentimientos reales, diversificados,
intensos: es capacidad de sentir. Podríamos concluir que la realidad no es sólo
causa eficiente (‘esto es obra de...’) de nuestros sentimientos, sino causa
formal (‘esto sólo lo pudo haber hecho...’, esto tiene su forma); es lo que da
contenido real, identidad, a los sentimientos: la amistad es un sentimiento
distinto del amor humano, del éxito profesional, etc; el contenido de mi
felicidad es esta persona, no la simple causa eficiente que podría sustituirse
por una pastilla. Napoleón ganaba batallas por el placer de ganarlas, no por
placer sensual... Si se pierde la realidad que sostiene al sentimiento, éste
acaba por perder su sentido (como el pueblo marinero que da la espalda al
mar, pero sigue construyendo barcos para decoración: son barcos, pero no
sirven para navegar, ya no tienen la fuerza de su carácter marinero).
Así, se debe llegar a un ajuste internoentre la cualidad de la realidad que
percibo y lo que siento; ajuste interno significa que no se da por una mediación
extrínseca, sino que tal ajuste es inmediato; la percepción de la realidad debe
ser apropiada -adecuada- a cada realidad, debe existir una verdadera
apreciación de sus cualidades específicas.
Es necesaria una sintonía entre sentimiento y realidad; es tan pobre una
persona que no sabe distinguir entre el chorizo o el caviar (carece de
capacidad de percepción, su registro es muy pobre), como la persona que
siente pasión no por una mujer o por un ideal, sino por un chuletón (confunde
registros, se equivoca, no siente lo apropiado): no es proporcionado, no puede
haber verdadera sintonía. Una sensibilidad pobre, un registro pobre de
percepción, lleva consigo que el sujeto vive una realidad pobre, que no se
entera, que no distingue, no disfruta en toda su hondura de la realidad.
A su vez, la capacidad de distinguir entre sentimientos diferentes que
sintonizan con realidades diferentes, postula una jerarquía de sentimientos;
hay sentimientos que no sólo se adecúan más a una realidad, sino que son
superiores, porque la realidad en la que están arraigados es superior. Si una
persona nos dijera que el manjar superior es el chorizo grasiento, diríamos que
tiene mal gusto, y nos sentiríamos con autoridad para juzgarlo y aún para
enseñarle a distinguir. No lo veríamos como una simple disparidad de gustos
('sobre gustos no hay nada escrito'), sino como una carencia suya y una
sabiduría nuestra. Y esta jerarquía nos parecería evidente y natural, no una
imposición arbitraria. Desde una percepción nos sentimos con capacidad para
juzgar de las que están en un lugar inferior en la jerarquía (no así las
superiores, aunque captemos esa superioridad). Por eso nos dejamos guiar por
aquellos que tienen mejor gusto, aunque empecemos a ciegas; pero siempre la
meta será llegar a gustar por mí mismo, tener yo esa sensibilidad (la ceguera
no puede ser definitiva).
Esta jerarquía también la reconocemos cuando se nos plantean conflictos entre
dos valores o sentimientos de valor (no se trata de un conflicto entre razón-
deber y sentimiento, sino entre distintos sentimientos). Esto lo podemos
comprobar en un caso: a veces, lo que nos apetece es no ayudar a un amigo,
porque ayudarlo es muy complicado, y me tira más la tranquilidad; sin
embargo, yo ‘sé’ que debo ayudarlo, que el sentido del deber de ayudar es
superior al impulso de conservación (o uno se enamora de la novia de su mejor
amigo). No se trata de medir cuál sentimiento se siente más, porque son
sentimientos distintos: el plomo pesa más que el oro, pero no por eso vale
más, son cosas muy distintas, no se pueden medir con la misma balanza. Es
decir, existe otra percepción o sentimiento que me dice que tengo que
ayudarlo, que me sentiría muy mal si no lo hiciera; la simple sensación interna
de inercia y huida del esfuerzo choca con el sentido de obligación de la
amistad; y lo que hago es fortalecer este sentimiento en favor del primero,
aunque la pereza siempre es más inmediata, está más a flor de piel y por eso
se pueda ‘sentir’ con más viveza: lo que hago es caer en la cuenta de con cuál
de las dos opciones ‘me sentiré mejor’, cuál de los dos sentimientos es más
profundo y duradero, es decir, más real.
Si situara todas las opciones posibles en un mismo nivel, todas las opciones
perderían su valor, se reducirían al valor de la opción más pobre. Si equiparo
ayudar a un amigo, ayudar a un extraño y ganar dinero, rebajo las dos
primeras a la tercera, y entonces todo será simple interés.
Otro ejemplo: una persona me gusta mucho pero no le digo nada por
vergüenza: estamos ante dos sentimientos que responden a realidades
distintas (una persona en cuanto su simpatía y el miedo a hacer el ridículo); un
observador imparcial, diría que la simpatía está por encima al miedo al ridículo,
y que es absurdo que no le diga nada: luego existe una jerarquía, no es simple
problema de gustos.
Luego el secreto para apreciar la realidad, para enriquecer la propia
sensibilidad (dos cosas se implican mutuamente) es tomarse la realidad en
serio, entrar en su juego (toda lectura es un juego), aceptar su valor en sí y no
simplemente 'para mí', entregarse a ella... sólo así se puede llegar a apreciarla
en su justo valor, a reconocer su significado (su semántica y no sólo su
sintaxis).
Así llegamos a dos conclusiones.
La sensibilidad me permite vivir, experimentar, apreciar las realidades que
componen mi vida. Y también me permiten conocerme, comprobar con qué
cosas sintonizo, cuál es mi sensibilidad. Conozco la realidad y me conozco a mí
mismo en los sentimientos. Luego también tiene mucho que ver con mi propia
identidad/intimidad. Llevarme bien con mis sentimientos es llevarme bien con
la realidad y conmigo mismo. Por esto es importante educar la propia
sensibilidad, tener un registro amplio y a la vez ajustado, sentir cada cosa
como realmente es. Es llevarse bien con la naturaleza, llevarse bien con el
propio cuerpo, saber distinguir y valorar las distintas afecciones de mi cuerpo
-pasión, impulso, etc-, y también las de mi psique. Es, en definitiva, estar en
situación de saber qué es lo que me pasa, cómo me afectan las cosas y por
qué: vivir adecuadamente la naturaleza, la propia corporalidad y la propia vida
psíquica. Sentir adecuadamente la cualidad de una realidad es establecer una
relación viva y ajustada entre esa realidad y mi intimidad: esa realidad me
afecta de verdad, la vivo, la habito, de alguna manera la soy. Cada realidad
tiene su manera de afectarme y cada sujeto tiene su manera de ser afectado; a
cada uno le afectará a su manera, aunque una misma realidad percibida a su
manera por varios no deje de ser ella misma, serán distintas manera de
percibir la misma realidad/cualidad. Por que se trata de distintas maneras
personales -según el carácter de cada uno- de apreciar la misma realidad,
podrá establecerse un diálogo verdadero y eficaz entre ellos, estarán hablando
de lo mismo según distintas perspectivas personales.
Cuando no se siente o no se siente lo adecuado, se experimenta una
alienación, un desarraigo, un extrañamiento y una inadaptación con respecto a
la realidad y con respecto a mí mismo (como en el niño que está descubriendo
su cuerpo y que se siente extraño, que no sabe qué le sucede, y por eso cae en
muchas torpezas). Tener sensibilidad es aprender a leer el lenguaje de la
naturaleza, como lo intentaron, frente al racionalismo ilustrado, los autores
románticos: Thoreau y Whitman, Melville, Wordsworth y Coleridge. El
sentimiento no se puede provocar a voluntad; es algo de fuera, que tiene el
encanto de lo que no se espera, que viene a deshora, que nos sorprende, lo
único que nos puede despertar; y lo único que se pide de nosotros es que
estemos atentos, con nuestra sensibilidad preparada, que estemos abiertos
-sin prejuicios ni pretensiones, sin buscar nada demasiado prefijado- a lo que
nos pueda pasar. Tener un amplio registro en el que recoger lo específico de
cada cualidad.
Y en segundo lugar, sólo el sentimiento -que en definitiva significa que algo me
ha pasado de verdad, me ha afectado en mi interior, es realmente algo mío- es
lo que ‘vivifica’ la propia historia, lo que la activa, le da intensidad y valor,
interés personal. Las personas y los acontecimiento cobran valor personal
cuando se sitúan en una intimidad. La razón teórica es incapaz de producir esta
energía afectiva, esta fuerza vital. Mientras algo -una realidad, una verdad- no
me afecte, es como si no la terminara de entender, como si no me dijera nada:
no me entra; y por eso nos parece inútil insistir en esa dirección. Lo que
queremos es aprender a gustar de las cosas por nosotros mismos; al principio
alguien nos puede guiar, pero no puede estar haciéndolo continuamente, sería
una farsa, sería funcionar siempre de oídas.
(De ahí que en Blade Runner, los replicantes busquen no sólo prolongar la vida,
sino también crearse recuerdos donde integrar sus sentimientos: vivir es
sentir; por eso a Deckard, Roy le enseña el amor a la vida, y Rachel le enseña a
sentir, ya que él estaba ‘muerto’, todo le era indiferente). “Aunque la vida y el
espíritu son esencialmente distintos, ambos principios están en el hombre en
relación mutua: el espíritu idea la vida, y la vida es la única que puede poner
en actividad y realizar el espíritu, desde el más simple de sus actos hasta la
ejecución de una de esas obras a que atribuimos valor y sentido espiritual”
(Scheler). Sólo está vivo lo que acontece en la intimidad de las personas, y sólo
lo vivo es capaz de dar sentido y fuerzas al hombre para continuar su propia
historia.
8. El lugar de la razón.
Ahora nos queda por situar la razón con respecto al binomio realidad-
sentimiento. Y este es un paso necesario, porque el sentimiento solo no basta
para apreciar la realidad. Esto se ve en la siguiente cuestión: parece que
estamos muy seguros -de una manera inmediata- de lo que sentimos, mientras
que deducimos lo que sienten los demás -de manera mediata- por lo que
hacen, dicen, reaccionan, etc. Yo sé qué es lo que siento sin necesidad de
razonarlo o deducirlo; pero para saber qué sienten los demás necesito la razón.
Sin embargo, no está tan claro que uno sepa qué es lo que siente sin pensarlo
o ponerlo en relación con otras cosas.
El problema es el siguiente: muchas veces, dos sentimientos se contraponen (o
seguir un impulso bohemio, de disfrutar de la vida y dedicarme a pensar o
escribir por libre, o cumplir con un sentimiento de deber y estudiar: ambos
impulsos son sentimientos), ¿quién es el juez que decide? Está claro que no es
el sentimiento, porque ambos lo son; ni tampoco es el más fuerte o intenso,
porque muchas veces vence el más débil -el estudio-: ¿quién le ha dado la
razón a éste?; debe tratarse de una instancia que esté, de alguna manera, por
encima de los sentimientos, que los vea desde fuera.
También, a veces, cuando nos dejamos llevar fanáticamente por un
sentimiento, se nos pide que paremos un poco el carro y que razonemos, que
nos estamos echando a perder, que hay otras realidades y otros sentimientos,
o que estamos echando a perder eso mismo que tanto sentimos. ¿Y qué es
razonar? Para ‘reorientar’ nuestros sentimientos la razón recurre a
representaciones de la imaginación, que refrenan el impulso emotivo inferior
en favor del superior. Entonces, ¿la razón decide qué sentimiento se debe
seguir y cuál no?, ¿con qué criterio? Veremos que la razón sólo hace de árbitro
entre esos dos sentimientos y ayuda con esas representaciones, pero no
decreta nada.
También nos podríamos preguntar qué es lo que me dice que un sentimiento
es el adecuado para esa realidad, que he llegado a una sintonía; o qué me dice
a mí que un sentimiento es superior a otro. Hace falta un tercer factor que me
indique si voy bien o mal. Vamos a analizar este fenómeno: ¿qué quiere decir
razonar?
No nos sirve una noción de razón extrínseca a los sentimientos, absolutamente
separada de ellos, que hablara otro lenguaje, porque nos llevaría al siguiente
esquema explicativo de la psicología humana:
*sentimientos: son el impulso,
una búsqueda ciega de una sen-
sación interior, clausurada e
incomunicable, irracional el yo: campo de batalla
*razón: es la autoridad extrínseca,
la moral, lo normado, lo conveniente
para hacer posible la convivencia
social
Entender y seguir los propios sentimientos no significa, por eso, seguir sin más
los propios instintos e impulsos. Un instinto es siempre ciego, sólo desea el
objeto que le satisface como puro objeto o instrumento, nunca entra en una
valoración. El sediento quiere agua, y una vez que ha bebido se olvida del
agua. El sentimiento se da propiamente cuando el sujeto descubre la realidad
que lo despierta. Así, el sentimiento es algo propiamente humano, que abre
paso a la acción humana. “La acción humana no es simplemente un
acontecimiento instintivo. Más bien, la acción comienza sólo cuando
refrenamos nuestro instinto y no nos entregamos sin más a él. El hambre no
fuerza a comer. Mas tampoco es un hecho neutral que precise una premisa
ulterior para convertirse en motivo de acción.(...) El instinto se distingue de
otros hechos en que tiene ya un carácter vectorial. El instinto mueve, hace que
se preste atención a las solicitaciones (inclinatio), es decir, es por sí mismo
fundamento de las acciones que sirven para satisfacerlo. Como seres libres
enfrentados a un mundo de puros matters of facts, no podríamos descubrir en
los hechos referidos fundamentos para la acción. (...)Sólo como seres naturales
dotados de inclinaciones y de trascendencia volitiva pueden transformarse
para nosotros los hechos exteriores en motivos para la acción.(...)
“Por tanto el instinto es para nosotros motivo suficiente para hacer algo
tendente a satisfacerlo sólo cuando lo secundamos, cuando asumimos
libremente el sentido vectorial que en él se esconde. A su vez, esto podemos
hacerlo sólo cuando percibimos el sentido referido ‘como’ sentido, no cuando lo
percibimos como factum brutum, sino como algo susceptible de interpretación,
como algo que es ya un modo de lenguaje. La interpretación del instinto no
acontece por sí misma, no es naturaleza, sino aquello que llamamos lo
racional. Sólo en la razón se manifiesta la naturaleza como naturaleza(...). El
sentido del instinto se revela únicamente cuando pierde su fuerza
inmediatamente determinante como instinto y se entiende como algo
susceptible de ser traducido en el lenguaje” (Spaemann). Es decir, necesitamos
reflexionar sobre lo que sentimos para descubrir qué es exactamente lo que
estamos sintiendo: el sentimiento se siente de verdad cuando lo interpretamos
racionalmente. Y que algo esté correctamente interpretado supone, por una
parte, que se ha entendido su cualidad específica, y, por otra, que se sabe
cómo expresar.
Es decir, sentimos algo de verdad cuando somos conscientes de ese sentir;
pero para ser conscientes de ese sentir antes hay que sentir, tener la
experiencia. A partir de esa experiencia, de ese sentimiento que me indica mi
lugar en el mundo, en qué situación viva y real me encuentro con respecto a la
realidad que me rodea, puedo, mediante la reflexión, llegar a comprender esa
situación mía, ser consciente de ella. Se produce entre sentimiento y razón una
relación circular, se requieren mutuamente, se coimplican.
“Situados dentro del movimiento de su promoción mutua, sentir y conocer 'se
explican' recíprocamente, el uno por el otro: por un lado, la facultad de conocer
engendra realmente, al jerarquizarse, los grados del sentimiento, liberándolo
de la confusión esencial; y por otro lado, el sentimiento engendra
verdaderamente la intención del conocer en todos sus niveles. En esta génesis
recíproca es en la que se constituye la unidad del sentir, del Fühlen, del
feeling” (Ricoeur).
Para darme cuenta de qué es lo que me pasa necesito reflexionar; cuando
reflexiono es cuando soy consciente, en eso consiste la misma conciencia; pero
para ser consciente de algo, antes debe existir ese algo como experiencia:
para darme cuenta de que estoy enamorado antes tengo que estarlo; sólo
somos conscientes y podemos pensar aquello que ya vivimos (sólo sabe qué es
la amistad el que tiene amigos). Dicho de otra manera: sentir ya es conocer la
realidad, conocerla de una manera inmediata y existencial; con la razón tomo
consciencia de ese conocimiento: re-conozco. Por eso, la antropología
estadística no sirve de mucho: si un marciano -que no tuviera experiencia de lo
que es ser hombre, que no hubiera experimentado ningún sentimiento
humano, sino que sólo tuviera en común con nosotros su racionalidad, una
racionalidad meramente lógico-formal- hiciera un estudio estadístico del
terrícola, no llegaría a ninguna conclusión con sentido: 30% les gustan las
patatas, 45% tienen pocos amigos, etc; pero nunca entendería que distinción
existencial -qué es lo que importa más- existe entre los gustos culinarios y la
amistad, porque nunca habría experimentado esas realidades, nunca habría
tenido sentimientos humanos, vería todo desde fuera; o si alguien quisiera
deducir de la fisiología del paladar y de la bioquímica lo que es ‘dulce’, no
llegaría a ninguna conclusión significativa, ya que se debe partir de la
experiencia de lo dulce para luego estudiar cómo funciona.
Así como decíamos que la realidad es causa formal de los sentimientos,
podemos ahora afirmar que los sentimientos son causa formal de los
razonamientos. Aquí entra la noción de ‘naturaleza’: la realidad como norma de
mi sensibilidad, de mi conocer y de mi obrar es ‘naturaleza’; pero naturaleza
quiere decir que existen significados propios de las cosas, que las cosas
significan algo, que tienen unas cualidades específicas que me dicen algo a mí,
que me afectan; mis sentimientos son significativos porque la realidad ya lo es
-o, más bien, ésta se hace significativa al entrar en mi vida, pero conservando
sus propiedades-; la razón lee ese significado en mis sentimientos, reconoce su
sentido, los ve desde dentro. El hecho de que existan significados es lo que
explica que existan sentimientos. Y los sentimientos son lo más propio del ser
humano, lo que demuestra de una manera clara su espiritualidad (más incluso
que la razón); si fuéramos máquinas biológicas, sería algo absurdo hablar de
significados -un proceso mecánico no significa nada, simplemente funciona-;
pero al hombre le importan las cosas, le afectan, las sienta, pasan realmente
en su interior. Afirmar que el hombre es un ser espiritual es lo mismo que
afirmar que tiene intimidad.
Decir ‘lo siento’ es lo mismo que decir ‘significa algo para mí’. El simple instinto
no significa, pero tampoco el simple conocimiento objetivo. La cualidad
específica de la realidad despierta un sentimiento específico en mí, es decir, un
significado, y ese significado debe ser interpretado y comprendido por la razón.
Sin razón el significado -el sentimiento- permanece inconsciente, pero sin
significado no hay interpretación posible.
Ciertamente, los sentimientos son naturales, es decir, se corresponden con la
realidad, son verdaderos; pero también la naturaleza debe ser leída por algo
que esté más allá de los sentimientos, que pueda identificarlos, compararlos,
ordenarlos. ¿Qués es razonar? Es leer en los sentimientos el sentido de la
realidad, de lo que me pasa (es el intus-legere, pero no en la realidad en
directo -esto es algo imposible, la razón no se trata en directo con la realidad,
ni tampoco sólo a través de otra razón: debe partir siempre de una experiencia
viva-, sino en los sentimientos. La razón es señora del hogar de los
sentimientos (los reconoce, los objetiva, los comunica), y no una tirana, porque
ambas buscan y se alimentan de la realidad. La razón no decreta qué
sentimiento es el correcto sin atender a los sentimientos; lo que hace es
comprenderlos hasta el fondo y mostrarle al sujeto qué es lo que
verdaderamente busca (como una madre que comprende a sus hijos, que sabe
qué es lo que les pasa y qué es lo que necesitan), sin imponerle
arbitrariamente una respuesta prefabricada.
Los sentimientos son plenos en la razón, y la razón es recta -humana- en los
sentimientos. O dicho de otra manera, el sentimiento sin la razón no se termina
de sentir, y la razón sin el sentimiento no termina de comprender. Nuestra
sensibilidad es la de un ser espiritual y nuestro espíritu es el de un ser sensible.
También Unamuno vio muy bien esto (Credo poético):
Piensa el sentimiento, siente el pensamiento;
que tus cantos tengan nidos en la tierra,
y que cuando en vuelo a los cielos suban
tras las nubes no se pierdan.
Peso necesitan, en las alas peso,
la columna de humo se disipa entera,
algo que no es música es la poesía,
lo pesado sólo queda.
Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido.
¿Sentimiento puro? Quien ello crea,
de la fuente del sentir nunca ha llegado
a la viva y honda vena.
Es decir, hay que pensar lo que se siente y sentir lo que se piensa: lo sentido
pero no pensado no se termina de sentir, y lo pensado pero no sentido no se
termina de pensar. Existe un continuo entre realidad, sentimiento y razón. La
realidad es de suyo sensible, comunica verdaderamente algo a los sentidos, su
afección es real y formal. Y los sentimientos son razonables, poseen ya las
raíces de la racionalidad, la razón llega a ellos como a su propio hogar. Esto
tiene una consecuencia inmediata: sin pensamiento, los sentimientos no llegan
a su perfección, no se terminan de sentir, quedan toscos e incompletos; al que
no piensa las cosas no le terminan de pasar del todo -'¿sentimiento puro?'-; y la
razón sin sentimiento, sin experiencia real, sin conciencia vital, sin encarnación
en una situación concreta, queda abstracta, informe.
Por eso, siempre buscamos identificar nuestros sentimientos, diferenciarlos (no
es que simplemente sienta algo, sino que amo; y no amo de cualquier manera,
sino de una muy específica a esa persona). Identificar los sentimientos,
precisar su cualidad específica, lo vamos consiguiendo al traducirlos en gestos
y palabras. El adolescente escribe poesía porque quiere circunscribir e
identificar lo que siente. El buen poeta es el que da con la expresión acertada
del sentimiento específico. La pobreza de expresión denota pobreza de
sensibilidad: todo permanece amorfo e indiferenciado.
“La vida está despierta cuando la razón deja de ser un instrumento al servicio
del instinto y se convierte en forma de la vida. Entonces cesa de hallarse
abstractamente frente a la vida, deviene concreta, se llena de fuerza viva
-como fantasía creadora y querer resuelto o benevolencia-. En ella, la realidad
se manifiesta tal como es, es decir, como luz amable”. “Para el ser que ha
despertado a la razón, la transformación de la vida mediante el logos y el llenar
de vida la racionalidad es un proceso sin fin. Entenderlo como tarea es, en sí
mismo, un don: el don de empezar a despertar” (Spaemann). La razón llega a
la vida como “señor largamente esperado que llega a su casa” (Coleridge). Las
cosas ‘nos pasan’ de verdad, pasan en plenitud, nos ‘terminan’ de pasar,
cuando son acogidas en la razón, cuando se hacen plenamente conscientes,
cuando las terminamos de entender. En esto consiste la intimidad, esto es
tener un mundo interior, ser reflexivo, enterarse más de las cosas.
Pero, ¿cómo realiza esto la razón?, ¿cómo puede dar coherencia o corregir el
rumbo de los sentimientos sin negarlos?, ¿no estaremos buscando la
cuadratura del círculo? Lo que hace la razón es 'leer' en los sentimientos,
descubre en ellos su más íntima esencia, reconoce su significado, descubre lo
que de real existe en ellos (ya vimos que la realidad es el alma de los
sentimientos). Y al iluminarlos así, también es capaz de corregirlos,
reorientarlos, juzgarlos, ... no desde una instancia externa, sino desde sí
mismos, desde su propia esencia, desde lo que ellos verdaderamente son y
buscan: desde dentro. La razón no puede saltarse los sentimientos y mirar
directamente la realidad, porque esa realidad ya no sería significativa para el
sujeto, ya no sería algo que le sucede a él. La razón desarrolla y hace
evolucionar lo que uno siente hacia una plenitud, hacia una sensibilidad más
rica; comprueba si esos sentimentos están correctamente enfocados, si la
realidad se refleja correctamente en ellos, si se ve bien a través de ellos. Se
trata de una actividad autoreguladora, crítica, que verifica el ajuste entre
sentimiento y realidad, como puede ser el enfocar una cámara: voy ajustando
el foco pero siempre veo a través de él, y si sé lo que es estar enfocado es
porque alguna vez lo vi enfocado, o creo presumir lo que es estar enfocado: la
razón está más allá del foco pero siempre mira a través del foco. La razón no
crea la verdad, no es la sustancia de la experiencia. La razón sólo me habla del
ajuste entre sentimiento y realidad, me recuerda que lo que me interesa es la
realidad y no sólo mis impresiones.
Lo que muchas veces nos hace corregir un sentimiento inadecuado -un rencor
sin motivo suficiente, o el egoísmo- no es la fría razón correctora, sino otro
sentimiento más profundo, como se le enseña al niño: ‘¿no te da vergüenza
enfadarte así?’.
Los sentimientos son el humus donde crece la razón. La razón no hace más que
pasarlos del lado oscuro al lado luminoso de nuestra mente (Lewis): la razón
nos lleva a comprender con claridad y fidelidad nuestros sentimientos, porque
ahí es donde somos nosotros mismos. Sin embargo, la razón es un momento
de la vida -de la intimidad- y no la vida un momento de la razón (éste es el
tema central). Es decir, el centro de gravedad está en la vida, en la propia
interioridad, en los sentimientos plenos, en lo que de verdad nos ha pasado. No
me basta saber las cosas en teoría -se trate de un gusto artístico que estoy
cultivando, o de un juicio moral, o de una forma de tomarse la vida-, sino que
necesito vivirlas, sentirlas, descubrir por mí mismo, en mi interior -en mi
sensibilidad- su valor e importancia, su sentido -de qué sirve saberlo todo de
Picasso si nunca se ha sentido a Picasso, si no me gusta de verdad-.
Todo esto no es subjetivismo o relativismo barato, sino poner la realidad en
referencia directa a la persona, se trata de perspectiva, de punto de vista
personal e irrepetible.
Supongamos que nos enseñan un principio moral; puedo entenderlo y
obedecerlo porque así me lo explican y así lo hace todo el mundo; pero si yo no
siento la maldad de lo prohibido, si sólo lo sigo ‘de oídas’, algo falla: mi
sensibilidad irá por un lado y mi razón por otro, estaré dividido y no sabré
justificar ante mí mismo mi conducta, iré inseguro, con poca convicción,
traicionaré más fácilmente esos principios, porque no tendrán tanto peso en
mí: me faltará coherencia interior. Igual que una persona que normalmente
tenga unas ganas locas de forrar a su madre, pero se aguante porque ‘eso está
mal’: a éste algo le falla en su sensibilidad, en su corazón -no es que sea un
hombre muy sacrificado que reprime sus ganas de darle un puntapié a su
madre, sino que es un poco bestia, razonable pero bestia-. Es decir, cuando
algo bueno se nos hace excesivamente costoso, casi forzado, es que nos falta
convicción, que algo falla en nosotros: falta virtud -‘fuerza’- y sensibilidad. Y
todo el mundo debería saber que una madre se merece cariño y respeto,
porque esto es de sentido -experiencia- común: todos hemos experimentado
qué tipo de relación se tiene con una madre (si alguien nunca lo ha
experimentado ni en sí ni en otros, entonces sí es disculpable que quiera
pegarle a su odiosa madre). Pero el punto de partida es siempre la experiencia
propia, los sentimientos propios de esa realidad.
(“Para resistir a las tentaciones que le asaltan, puede imponerse
mortificaciones, entregarse al estudio o a ejercicios físicos, etc. (...) Pero no se
trata aquí más que de fuerzas, las más neutras y brutas, las menos cualificadas
de la vida orgánica. El instinto no aportará su concurso específico y cualitativo
en la realización de esas maniobras ascéticas; por el contrario, el instinto será
vejado, paralizado, domado por el ideal, pero permanecerá profundamente
extraño a ese ideal. Este es el caso del asceta clásico que vence la carne, pero
a quien la carne, siempre rebelde, atormenta. El cambio es profundo, la
sublimación nula. Pero si ese mismo hombre un día ve apaciguarse su tensión
interior, si ve las imágenes y los recuerdos, antes 'culpables' y sediciosos,
despojarse de su ganga de emociones turbias y transfigurarse en sentimientos
que son como el prolongamiento, las auras sensitivas del amor espiritual,
estaremos entonces frente a la sublimación propiamente dicha: en el primer
caso, el instinto será sólo sominado, en el segundo será integrado por el
espíritu.(...) Si no fuera por el malhadado uso que de él se ha hecho, el término
freudiano übertragen (trasponer, transferir) sería admirablemente revelador.
'Llevar más allá', no existe fórmula que pueda simbolizar mejor ese profundo
gesto del alma por el cual el instinto vibra y 'focaliza' (se pone en foco) más
allá de sí mismo” (Thibon).)
Lo que se debe buscar es llegar a sentir eso que me enseñan, que
presumiblemente estará en lo correcto: debo adecuar mi sensibilidad a la
realidad, y la razón me va ayudando a entender mis sentimientos, si realmente
están ajustados. Lo importante es vivir las cosas como propias, no
simplemente saberlas o hacerlas porque otro me ha dicho -ese pintor me tiene
que llegar a gustar a mí, no porque me hayan dicho que es bueno y me tendría
que gustar; esa conducta la debo seguir porque me parece justa a mí, no
simplemente porque me lo han dicho-. Nos planteamos otra vez el tema de la
autenticidad: debo hacer las cosas porque las siento, porque las valoro. Tal vez
al principio no lo sienta, y siga la autoridad de otro; pero la meta es llegar a
verlo yo, que eso sea algo mío, que sea yo mismo al hacerlo. La autoridad nos
orienta (como el que nos enseña a apreciar el buen vino), pero lo que
buscamos es llegar a sentirlo/comprenderlo por nosotros mismos. Lo que me
importa es la realidad (el vino), y por eso seguimos la autoridad (que no es más
que experiencia acumulada, capacidad de apreciar adquirida); pero lo
debemos apreciar nosotros: esto no es subjetivismo, sino intimidad. Y uno
terminará por reconocer que esa realidad es superior que otra, o que eso es lo
que se debe sentir ante esa realidad, como el niño que intenta dibujar un
círculo, al ver uno perfecto se da cuenta de que era eso lo que quería dibujar.
La obediencia a la autoridad (es decir, seguir sus consejos cuando aún no los
veo) no es una estupidez al principio, ya que uno espera que adonde me lleva
la autoridad es a saber saborear aquello que cuando lo tenga diré que era lo
que estaba buscando desde el principio sin saberlo.
La razón nos orienta en esta búsqueda de autenticidad, que no es más que la
búsqueda de un ajuste adecuado con la realidad: conectar correctamente con
las cosas, con su valor. Acudamos a un ejemplo. Un sentimiento amoroso no
puede llevar consigo desear el mal a la persona amada porque ésta no
corresponda a ese amor; esto no sería amar, sería más bien orgullo y egoísmo;
la razón, al descubrir este sentimiento vengativo dentro del amoroso, nos hace
caer en la cuenta de lo que nos pasa, y procurar cambiar ese sentimiento,
desear como mejor y más pleno el desinterés; y esto lo advierto porque
conozco amores desinteresados, los he experimentado y reconozco que son
mejores, me siento mejor en ellos.
Otro ejemplo: un héroe no es simplemente un hombre que con su razón se ha
impuesto al sentimiento de miedo; el miedo es una manifestación del instinto
de conservación; la falta de miedo indica una anormalidad: es propia del
temerario (el que cruza Pío XII por paso peatonal, o el que juega a la ruleta
rusa cuando está aburrido), que nunca es un héroe; héroe es el que tiene
miedo y lo supera por algo superior, arriesga su vida para alcanzar un valor
que supera la simple vida biológica; pero ese algo superior está implícito en el
instinto de conservación y consiguientemente en el miedo: ¿vale la pena
conservar una vida cobarde? Intuir que una vida cobarde no merece ser vivida,
que la vergüenza de mí mismo sería insoportable, está ya en la realidad de la
conservación. En el que se suicida sucede algo similar: no es que pierda el
miedo -su instinto de conservación- y por eso se tire por la ventana, sino que
su instinto de conservación le dice que no merece la pena vivir así, a lo que le
tiene miedo es a vivir; la razón iluminará esto, mostrando que el suicidio no es
la mejor manera de huir, etc. (Ej de Coleridge y la cascada: sublime más que
hermosa)
La razón puede también orientarnos hacia lo que deberíamos sentir ante una
realidad pero aún no lo conseguimos. Por ejemplo, un mandamiento moral, o
una decisión sobre nuestra vida que se nos hace muy cuesta arriba: la razón
puede anticipar los resultados representándolos en la imaginación. La
representación es hacerse una composición de lugar, hacer presente, como si
ya fuera actual, la consecuencia de ese impulso: cómo me sentiré después. Así
puede despertar el sentimiento adecuado, y postergar el que no lo es tanto. Es
decir, la razón arroja una luz sobre lo que realmente siento y sobre su
adecuación a la realidad, me permite ver el calado de mis sentimientos y
compararlos y juzgarlos con ese criterio que es la realidad, y esto siempre
desde mis sentimientos y desde fuera a la vez.
Este ‘desde dentro y desde fuera a la vez’ es muy importante: la razón lee en
los sentimientos y sólo en ellos, pero a la vez no es sentimiento, es una
instancia que está como por encima de ellos, y así es capaz de detectar su
adecuación con la realidad y la jerarquía que existe entre ellos.
Por eso hay que pensar, es una necesidad que tenemos para ser y vivir
plenamente, es un requisito de la verdadera intimidad -“sin repetir la vida en la
imaginación no se puede estar del todo vivo, la falta de imaginación impide
que las personas existan” (I. Dinesen)-. Pensar, ser conscientes de lo que nos
pasa, es abrir los ojos, despertar a la realidad de nuestra vida; y sólo así
despiertos es cuando de verdad vivimos o de verdad nos pasan cosas, porque
nos enteramos de qué es lo que nos pasa y de qué es lo que buscamos.
Pero pensar muchas veces cuesta, porque es comprometido; reflexionar sobre
lo que me pasa puede traer sorpresas desagradables, o complicarme la vida, o
enseñarme un deber que debo cumplir si quiero ser realmente el que soy, o
revelarme qué es lo que verdaderamente siento y busco y en qué estoy
perdiendo el tiempo o rehuyendo la realidad. Pensar en teorías, o sobre la
situación política o económica, o sobre el fútbol, es poco comprometido. Pero
pensar sobre uno mismo es algo muy arriesgado, algo que la gente rehuye, por
eso no le gusta la soledad o el silencio. Pero rehuir del pensamiento es una
actitud infantil, frívola, como la del avestruz que esconde la cabeza para no ver
el peligro, porque no pensar es no vivir del todo, y no vivir es meterse en una
fantasía irreal que temina desengañándonos y, lo que es peor, que nos quita la
sensibilidad para percibir lo que realmente vale, aquello donde puede estar de
verdad nuestra felicidad real; no pensar es vivir en un sueño irreal, como el
señor de la camilla: siente, pero no siente en realidad, no siente él. Darse
cuenta de lo que a uno le pasa y de lo que pasa a su alrededor, vivir
plenamente la vida, es una condición de plenitud. Wordsworth ha encarnado
esta actitud en el poeta, que es quien más siente y quien más piensa:
Si en verdad tu luz procede del Cielo,
entonces, a la medida de esta luz celeste,
brilla, Poeta, en tu aposento y sé dichoso.
Las estrellas que excelsas hace su tamaño
y arrojan desde el cenit su fulgor
(aunque sólo media tierra pudiera contemplarlas,
aunque sólo media esfera conociera su esplendor)
no son de origen más divino
ni de esencia más pura que la que arde
como humilde hoguera en la cumbre
de una oscura montaña; o que esas que parecen
colgar, como parpadeantes lámparas de invierno,
entre las ramas de los árboles deshojados;
todas son inmortales vástagos de un mismo Señor.
Así, a la medida de esta luz regalada,
brilla, Poeta, en tu aposento y sé dichoso.
Hasta aquí hemos hablado del principio de novedad que tiene toda acción
biográfica: hemos visto cómo la identidad propia se perfila a golpe de acción, y
cómo esa acción no es el mero resultado de premisas anteriores. Y hemos visto
también una forma de huida de la historia, en el existencialismo de Camus.
Hemos distinguido dos actitudes que se corresponden a dos maneras de
representar la vida humana:el cinismo y el fanatismo. Vamos a llegar a una
conclusión en estos temas.
Hemos dicho que Camus ve a sus personajes más como espectadores que
como actores de su propia vida. El afán de seguridad lleva a sus protagonistas
a salirse del escenario y verse desde fuera, sin que le afecten las cosas, con
indiferencia. Al no comprometerse con aquello que hacen, al no aventurar
ninguna decisión ni aventurarse a la acción, lo que hacen es ‘representar’ un
papel (como El comediante), es decir, ponerse una máscara, pero un papel o
una máscara que no es él: más que un actor es un papel representado, no
asumido, no encarnado. Ante todo el sinsentido que cae sobre mí como una
piedra, no queda más que refugiarse en la indiferencia o en el absurdo; sólo
cabe convivir sin esperanza con el sinsentido, como sucede en el teatro
"individual-vertical" de Ionesco y de Samuel Beckett, y del mismo Camus.
La actitud fanática y la cínica se correspondía a una ausencia de sentido en las
cosas, al menos a la ausencia de un sentido humano. Todo es extraño, hostil,
despiadado. Ante esto, el fanático buscaba cambiarlo todo, constituirse en
autor absoluto de la obra; pero un fanático es siempre un actor solitario,
enfrentado con todo el mundo que no le entiende, incomunicado e
incomprendido; por eso, se cansa enseguida -a menos de que se trate de un
loco-, y por eso busca una idea en la que encuadrar su fanatismo, su sentido
de superioridad; será una idea que marche inexorablemente hacia el triunfo, y
yo contribuyo a él (aquí se encuadran los sistemas ideológicos); pero en el
fondo yo ya no soy nada más que un servidor de esa idea, lo que equivale a
disolver la identidad en una idea o en una concepción abstracta del mundo
(como sucede en los personajes del teatro "social-horizontal" del Sartre
comunista, de Bertolt Brecht, o de Shaw). En este teatro se ve al personaje
como actor solitario, como revolucionario, como transformador que se enfrenta
solo al destino, inseguro, que tiene todo por hacer pero ninguna instancia
segura en la que refugiarse.
Además, como hemos visto, el hombre muchas veces descubre que no puede
actuar e influir en el mundo en el que vive, que éste es demasiado complejo
para comprenderlo y tomas decisiones eficaces; ni tampoco influye en las
personas -las percibe alejadas, fuera de sintonía-; ni en sí mismo -su
inconsciente se le escapa, le empuja a donde no sabe, no sabe lo que quiere o
lo que busca-... y cae en la impotencia, y tiende a encerrarse en sí mismo.
La postura del fanático carece de un punto de vista seguro: todo es inestable,
engañoso, hostil; todo está por hacer y exige mi sacrificio aunque no sé cómo
llegará a su final o porqué exige precisamente mi sacrificio, todo puede ser
inútil. La postura del cínico es muy segura, pero no se siente capaz de realizar
nada con sentido.
Pero estas dos maneras de concebir el teatro responden a una verdad humana
radical: o el hombre se compromete con su acción, se siente libre y viviendo él
mismo, con iniciativas y creando un mundo, pero radicalmente inseguro; o se
siente seguro pero a cambio de su libertad y de una vida auténtica. Tanto la
iniciativa como la seguridad son necesarias para la vida humana. Sin seguridad
no actuamos, y sin acción, ¿de qué sirve estar seguros? (Entre ambos
extremos, buscando un equilibrio necesario que contemple al hombre como
autor, actor y espectador de su vida, se mueve el teatro de Thornton Wilder,
T.S. Eliot, Tennessee Williams, Arthur Miller, John Patrick.)
Para resolver este dilema vamos a acudir a una experiencia común. Cuando
leemos una aventura, la disfrutamos precisamente en la medida en que nos
metemos con ella. Pero jamás nos gustaría "ser" ese personaje o "estar" en su
situación comprometida. Más bien, cuando nuestro héroe lo tiene más crudo,
nos gusta sentir el calor y la comodidad del sillón en el que leemos. O cuando
asistimos a un melodrama, lloramos por la desgracia del protagonista, pero no
es un llorar doloroso -el llorar real del que sufre-, sino el llorar propio de la
compasión, un llorar agradable -por eso nos gusta ese melodrama, y estamos
dispuestos a verlo otra vez-; es un llorar ‘distante’, con la distancia propia del
espectador, que no vive eso, que está a salvo, que sólo contempla un hecho
doloroso. El punto de la satisfacción se encuentra entre el compromiso y la
distancia que da seguridad. (Como el niño que se tapa los ojos ante la película
de terror, o mira entre los dedos, lo que hace es manifestar su situación de
espectador, su ser ajeno a lo que ocurre: veo si quiero). Cuando más sentimos
el peso y el riesgo de la acción, intentamos reafirmar nuestra condición segura
de espectador. Y, por el contrario, cuando nuestra vida es demasiado cómoda y
aburrida -segura- nos gustaría que nos pasara algo interesante, algo que
tuviera riesgo y aventura, una novedad. El hombre se mueve siempre entre la
seguridad del espectador y el riesgo del actor.
Este dualismo se puede traducir en la proposición: el hombre es actor y
espectador de su propia vida, o al menos busca, para su felicidad, conjugar
ambos aspectos. Como actor vive su vida, se identifica con ella, está
comprometido. Si no actuara, es decir, si simplemente dejara transcurrir su
vida viéndola pasar como un simple espectador, esa vida no sería suya, todo lo
que le pasa sería como si le pasara a otro, no habría responsabilidad alguna -ni
mérito ni culpa-. Como espectador me veo como desde fuera -con los ojos de
los demás- y con perspectiva de totalidad -compongo mi vida, esa mirada es
un principio de composición que completa el principio de innovación de la
acción-: me veo desde un lugar seguro, separado del fragor de la batalla, con
horizonte. Tengo un palco seguro desde donde aventurarme a vivir, tengo una
confianza en el final feliz. Ser sólo actor sería demasiado pesado, sin seguridad
alguna ni perspectiva, y tarde o temprano desistiría para convertirme en puro
espectador (o papel representado).
Ahora bien, la seguridad que busca el espectador cínico es una seguridad que
se fundamenta en la desconfianza; luego es una seguridad poco segura, la
seguridad de aquel al que nada le importa y es inaccesible al dolor. Pero
cuando uno quiere sentirse seguro de verdad, cuando procura acceder a una
instancia desde la cual ver con confianza el final de su historia, lo que busca
precisamente es confiar.
Aquí nos vamos a plantear los tipos de conocimiento con que funciona el
hombre, y de qué manera determina esto su visión del mundo y de su propia
vida. Vamos a estudiar las distintas actitudes que el hombre adopta ante la
vida según sea la manera de concebir su capacidad de conocer la realidad.
¿Existe un conocimiento confiado? ¿O todo conocimiento seguro se funda en
una sospecha, en una desconfianza, en una crítica?
1. Verdad unívoca y verdad metafórica.
Vamos a estudiar los dos modos fundamentales de conocimiento, el unívoco y
el metafórico. Esta distinción es de capital importancia a la hora de entender la
cultura y también el valor y el alcance de las propias experiencias y
conocimientos. Confundirlos es no aclararse con lo que a uno le pasa o con lo
que uno piensa.
El conocimiento unívoco, propio de la ciencia, trabaja con datos empíricos,
exactos, funcionales, por ejemplo, “esta noche tendremos 14º bajo cero”; me
da un dato exacto, verificable empíricamente y funcional -sé qué
consecuencias tiene un frío intenso y qué medidas debo adoptar-. El
conocimiento metafórico, propio del arte y la literatura, trabaja con
comparaciones, con cierta ambigüedad, no aporta nada funcional, por ejemplo,
“el frío de la noche me quemaba la piel”. El primero me da un dato exacto y
comprobable con el que puedo adoptar medidas preventivas. El segundo no es
ni exacto (es y no es), ni verificable científicamente, ni es funcional; pero si yo
nunca he sentido en mi carne un frío de -14º, me transmitirá mediante una
comparación (‘quemar la piel’) una experiencia vital que no me aportaba el
simple dato empírico. Antes de describir estos dos tipos de conocimiento,
vamos a ilustrarlos con dos parejas de distinciones.
1. En El Castillo , de Franz Kafka, se nos presenta una situación agobiante en la
que el protagonista, un agrimensor, es contratado por el señor de un castillo
para medir sus tierras; pero al llegar al pueblo, nadie sabe decirle cuál es su
trabajo, para qué se le ha contratado; va preguntando y cada instancia le
remite a la superior; así se pierde en una infinita cadena de instancias de poder
-una ciega cadena lógica, aplastantemente lógica y coherente- sin llegar nunca
a la fuente o causa de todo el sistema: todo es absolutamente lógico y
sistemático, pero el proceso lógico es incapaz de llegar a una conclusión o de
encontrar su comienzo: por esto es a la vez, absolutamente absurdo, es la
locura (lo mismo se ve en El Proceso ). Se trata de una cadena infinita pero sin
primer eslabón, lo que produce una sensación de angustia como de quien se
ahoga sin encontrar donde aferrarse para salir a flote. Falta el fundamento que
dé sentido a toda la cadena, que justifique toda la acción.
Por el contrario, los cuentos infantiles tienen una característica peculiar: la
magia. Esta magia no es un capricho, sino que obedece a la necesidad de dar
respuestas fundamentales a la mente infantil. El niño siempre pregunta ‘por
qué’, quiere ir más atrás en las causas hasta llegar a una convincente, original,
fundamental. Las explicaciones lógicas, los procesos causa-consecuencia, no le
bastan, no le muestran el origen: hace falto un ‘salto mágico’ -un sueño
infantil- para llegar al fundamento. El cuento le aporta, adecuado a su mente
infantil, el fundamento que justifica la acción y la existencia de las cosas. Y la
convicción siempre está en la voluntad de alguien poderoso: “los árboles son
así porque una vez un duende...”, “hay animales malos porque una vez un ogro
tenía en su castillo animales y los hizo malos”, etc. Es decir, se personalizan los
fenómenos naturales, la dicha o desdicha de una persona, etc (no es un
problema simplemente estructural o sistemático, no es azar o pura evolución o
lógica). Y esa voluntad no es caprichosa ni contradictoria: obedece al modo de
ser del que realiza la acción: el fundamento de la existencia de los animales
malos es la voluntad mala de un ogro, el fundamento del verde de las hojas es
la voluntad verde de un duende. De ahí también que las culturas primitivas
divinizaran (personalizaran) las fuerzas naturales.
2. Dos problemas de lógica.
-Cómo numerar los círculos del 1 al 8, de modo que en círculos contiguos no
haya números contiguos.
Ahora vamos a "cocinar" los ingredientes que hemos presentado en los dos
capítulos anteriores.
Hoy se ha planteado un debate (que no es más que la continuación del debate
que se inició en el s.XVII) entre ciencia experimental y convicciones personales
(llámese fe, valores, poesía, amor, etc). O lo que es lo mismo, un debate entre
el pensamiento analítico y el pensamiento abierto o intuitivo o de significados.
El pensamiento científico-analítico, como ya vimos, funciona buscando la causa
necesaria del objeto que estudia. Para encontrarla, simplifica la realidad a un
esquema conceptual que permita inducir su ley de funcionamiento (su ‘cómo’
más simple). Para ello, necesariamente reduce, omite una serie de factores
que son irrelevantes para la solución del problema, opera una verdadera
disección en la realidad que estudia: separa, aisla, descontextualiza. El
conocimiento científico sólo accede al ámbito externo de las cosas, es
extrínseco -desde fuera observa el cómo-, no penetra nunca en la intimidad -al
contrario que en el trato-. Para cuestiones físicas, este método es válido (el
único válido). Pero ¿qué sucede cuando este problema se aplica a cuestiones
humanas, a cuestiones de sentido y de enfoque?
La reducción, entonces, se muestra empobrecedora, caprichosa, falseante: es
reduccionismo. La fórmula que se aplica es ‘esto, en el fondo, no es más
que...’, lo que explica este fenómeno no es más que... Se busca encerrar la
realidad de que se trate en una fórmula segura y precisa, fácilmente
controlable y verificable; encontrar un automatismo seguro, que me permita
alcanzar sin temor al fracaso un efecto determinado: poder apretar un botón y
ya está. Aplicado a la caída de los cuerpos o al funcionamiento de una planta
industrial, es una fórmula adecuada: no es más que la ley de la gravedad o una
técnica de organización, cuya fórmula es ésta. Pero no sucede lo mismo
cuando se aplica al amor humano, o a la amistad, o a lo que quiere decir ser
feliz: esto no se puede encerrar en una fórmula fácilmente inteligible y
comunicable, como que dos más dos son cuatro (Freud: el amor no es más que
cuestiones bioquímicas que algún día la ciencia desvelará y desmitificará; o
Nietzsche: la vida social y familiar no es más que voluntad de poder; o el
liberalismo y la voluntad de lucro; o el hedonismo y la voluntad de placer). Lo
que se busca con esto es reducir y disecar las cosas para que quepan enteras
en la cabeza. Pero la realidad es demasiado rica para caber en una cabeza
llena de prejuicios; todo enamorado que se precie se escandalizará de Freud, o
todo hombre honrado de Nietzsche, etc, y dirá: lo que siento o hago es mucho
más que eso (simplificación que no nos resulta chocante en el primer
problema).
Es decir, descubrimos que el análisis simplifica, descompone y reduce los
problemas humanos, pero que existen otras formas de afrontarlos más
adecuada y respetuosa de su realidad. Es como el caso del enfoque del zoom:
aquí hay un poro y un pelo, toda la cara es un conjunto de poros y pelos, no es
más que poros y pelos. O como el niño al que le muestran una manzana, una
pera y un plátano y le preguntan cuántas cosas ve, y dice una manzana...
¡abstrae niño, simplifica! No, tu problema es que te has pasado de rosca, que
no enfocas lo significativo. Vamos a ver qué sucede cuando esto se aplica de
manera radical, qué tipo de mentalidad engendra esta manera de pensar.
Como dijo Octavio Paz, para ellos “la realidad última no es una presencia, sino
una ecuación”.
Veamos la pobreza de la descomposición y del perspectivismo que no tienen
en cuenta la totalidad, en una representación gráfica:
(El doctor )
Hemos visto cómo el itinerario de Camus, que es el itinerario del que vive en la
experiencia del sinsentido, comienza con la experiencia del dolor no asimilado,
no superado, no integrado en un contexto significativo. El dolor es uno de los
dos grandes misterios -junto al amor- de la vida del hombre, y por eso
constituye uno de los elementos esenciales de los relatos, no sólo
temáticamente, sino sobre todo como característica esencial, como punto de
vista o foco de luz ineludible.
La experiencia del dolor no es una frivolidad, es la realidad más seria con la
que nos podemos encontrar, No es algo que se pueda ignorar, o minimizar, o
esquivar. El choque es siempre frontal, seco, duro, sin tregua. Es más: por bien
que nos vaya todo, por felices que seamos, cuando nos encontramos con el
dolor (en nosotros mismos o en otros) nos parece que todo es irreal, que todos
los bienes o momentos felices son una frivolidad vacía frente a la cruda
realidad del dolor, que el dolor es más auténtico y tiene más peso que todo lo
demás. El dolor nos abre los ojos, nos hace valorar otras cosas y mirar como
tonterías muchas cosas que antes nos importaban. Es una luz intensa que
descubre la mentira o falsedad de situaciones y personas, que desenmascara
todo lo que en nuestra vida era irreal. El dolor da una sabiduría especial a
quien lo padece de una manera u otra. Más allá del rechazo y del miedo al
dolor, el dolor supone una ocasión de acceder a un plano más profundo de la
vida, de descubrir el verdadero sentido de la vida. Es decir, el dolor es algo tan
tremendo que esconde tantas cosas buenas como malas.
Lo peor que le puede pasar al hombre es que no le pase nada: no piensa, no
siente, no vive. Y el dolor es un despertador.
Miguel Hernández es uno de los poetas que más ha ahondado en esta
experiencia:
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Pena con pena y pena desayuno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel pero importuno.
Cardos, penas, me ponen su corona,
cardos, penas, me azuzan sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
circundada de penas y de cardos...
¡Cuánto penar para morirse uno!
(Miguel Hernández)
El dolor es aquella realidad que rompe al hombre por dentro. No nos referimos
a un simple dolor funcional, que tiene una utilidad curativa -me duele la muela
para que sepa que la tengo mal; sería muy peligroso ser insensible, pues me
enteraría que se está quemando mi mano por el olfato... eso sí, ya tendría
material para un bocata- o que promete una salida inmediata -me tomo la
aspirina y se acabó-, sino al dolor que da con la esencia de lo doloroso: aquello
que no tiene ningún sentido, ninguna salida; aquello que hiende hasta el fondo.
El poeta lo dice muy bien. El verdadero dolor no tiene ningún lugar seguro
‘fuera’ del dolor desde donde uno pueda relativizar el dolor (consuelo,
explicación, no es para tanto)... y entonces todo es dolor tenaz, desesperación.
Aquí es donde se experimenta -y esto es fundamental- la terrible desproporción
entre las aspiraciones humanas -una aspiración infinita a la felicidad, un creer
que uno se merece ser feliz, que la vida sólo merece llamarse vida si es una
vida feliz- y lo precario de esas aspiraciones: “¡Cuánto penar para morirse
uno!”.
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler, me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte. (...)
(Elegía a Ramón Sijé)
Por eso, hablar del sentido del dolor es algo paradójico, confuso, ya que
encontrar un sentido al dolor es en gran medida eliminar el dolor, empezar a
hablar de otra cosa que del dolor. Cuando de verdad nos encontramos con un
ser dolorido, roto, partido, hablar es inútil, suena a hueco, las palabras se
hacen falsas según salen de la boca -como pequeños payasitos ridículos-.
(Como el chiste del amigo al que se le muere el padre: no te preocupes, que a
lo mejor ni siquiera era tu padre). Un ser verdaderamente dolorido esta solo
entre el cielo y la tierra. Sólo puede sentirse comprendido por alguien que esté
pasando por lo mismo. ‘Consolar’ no se puede hacer hablando, razonando: ‘la
vida es así’, ‘podría ser peor’, ‘piensa en los hijos que te quedan’... molesta
más que ayuda, precisamente porque ese dolor es inexplicable. Lo que es
eficaz realmente es el abrazo, el cariño que envuelve con un apretón fuerte y
mantiene los pedazos unidos, porque uno está roto; es acompañar, es ayudar
con la verdadera compasión.
(Por eso consolar es algo que sólo puede hacer alguien que sepa amar, que
tenga en su corazón un amor fuerte y generoso, que aguante el tirón: “Podría
decirse que el cirujano que durante horas y horas trabaja en el quirófano hace
ciertamente mucho por el enfermo o herido. Pero a pesar de lo necesario y
eficaz de su intervención, lo que da es su hacer. Ha dado su tiempo, su talento,
su habilidad. Pero la esposa que acompaña da su ser, su vida. No hace nada,
pero acompañar hora tras hora y día tras día al ser amado que sufre es mucho
más agotador que el trabajo del cirujano. La energía que reclama no es técnica
o científica, sino humana, y exige dar la propia fuerza vital, exige dar ese amor
unificante en el que vivimos, nos movemos y existimos” (Ruiz Retegui, NT nº
431, p.43); por eso da miedo encontrarse con alguien que sufre de verdad, nos
parece que no tendremos fuerza para ayudarle, que uno está incapacitado y
que ese dolor nos pone delante una realidad -el dolor- cuya sola presencia nos
asusta. Y consolar es siempre agotador, porque consolar es compasión, ‘sufrir
con’.)
Por otra parte, compadecerse de un dolor ajeno es reconocer la dignidad de
otro, el valor que radica en toda persona por desvalida que parezca. Se
establece entonces una comunicación muy especial, una sintonía. La
solidaridad ante el dolor debe estar presente en la misma percepción de ese
dolor, de manera que en ningún momento sea algo indiferente. “De ahí que no
percibamos en absoluto el sufrimiento ajeno más que como algo por cuya
virtud el que sufre deja de ser mero objeto y se convierte como identidad en un
ser real para nosotros(...) Por eso, la percepción efectiva del sufrimiento no es
posible nunca como constatación meramente neutral. Esa percepción se halla
unida siempre con una toma de posición, ya sea con la tendencia a aliviar o a
socorrer, ya sea con la tendencia a no hacerlo. La actitud neutral de darse por
enterado es ya un acto opuesto a la benevolencia racional(...). Cuando se trata
de la experiencia ajena, la percepción y la opinión son inseparables.
Deshacerla mediante la reflexión sobre la insignificancia del caso singular
percibido casualmente significa deshacerla mediante un sofisma” (Spaemann).
El dolor nunca es cuantificable, no se puede medir fríamente el grado de un
dolor extremo y afirmar que no es para tanto, o que los ha habido peores, o
que tiene un sentido dentro de un proceso histórico. Por eso uno se siente
radicalmente solo e incomprendido: es muy difícil que alguien se haga cargo de
lo que me pasa, a no ser que esté pasando por lo mismo o que me quiera
mucho. Todo dolor extremo afecta a una persona amenazando con agotar su
resistencia, corroyendo el sentido de su vida, y participa del carácter absoluto
que tiene esa persona, de su dignidad e irrepetibilidad: no se puede
menospreciar ni jugar con el dolor serio de las personas. Además, está fuera de
btodo control: no se puede remediar así como así. El dolor es inconmensurable:
cada uno sufre en un grado que no se puede comparar con el dolor de otros
(‘otros lo pasan peor’), porque cómo sé cuánto le duele al otro. Yo sólo sé
cuánto me duele a mí, y me duele mucho. Si acaso podría comparar distintos
dolores que he experimentado a lo largo del tiempo.
Y el poeta también nos habla de la rebelión, de las ganas de destruirlo todo... y
de la absoluta y oscura postración...y de la evasión (perderse en la naturaleza,
en un anestésico ‘todo es todo’)..., incluso se asoma al cinismo. El que sufre
demasiado puede acabar siendo una piltrafa moral, puede que no se pueda
volver a levantar, que no se recupere del golpe, que acabe en una triste
desesperación. El dolor es el gran escándalo, la gran pregunta hecha a la
existencia y a Dios, y la falta de respuesta se debe tomar como causa
suficiente de desesperación y de cinismo. (El caso de Ivan Karamazov: el
sufrimiento de un niño inocente es absolutamente inexplicable, y si el mundo
sigue adelante y si algunos a pesar de esta injusticia van al cielo, “yo devuelvo
mi billete de entrada”).
Hay dolores que tienen sentido, hay muertes que son un final cargado de días
y duelen menos, ...pero los ‘humillados y ofendidos’, los desgraciados, los
dolientes, son un grito incontestable, son la acusación inapelable contra la
cruda realidad: ¡cúanto penar para morirse uno! Se ha producido una ruptura
brutal entre la cruda realidad y el ideal hermoso: ¡puta vida! Y ante esta
realidad o, al menos, posibilidad, frente a la seguridad de que un día me tocará
a mí, toda la vida adquiere una fisonomía fantasmal, pierde realidad, queda en
entredicho, se relativiza radicalmente. Sobre todas las cosas -por muy bien que
vaya todo- se cierne siempre la gran amenaza: todo está en entredicho, el
hombre es un ‘colgado’ en la existencia. Un poeta lo expresó muy bien:
La acción es pasajera -un paso, un soplo,
el movimiento de un músculo -de esta manera o de otra-;
después viene un vacío
en el que nos sentimos como hombres traicionados:
el sufrimiento es permanente, oscuro, tenebroso,
y comparte la naturaleza de lo infinito.
(Los fronterizos , Wordsworth)
Es lógico, por esto, que ésta sea la gran pregunta de la existencia, aquella a la
que hay que contestar antes de decidirse a vivir, aquella que deja en suspenso
todas las ilusiones y felicidades, aquella a la que todos los hombres de una
manera u otra han intentado dar respuesta.
¿Dónde se manifiesta el dolor principalmente? Podríamos hablar de tres
aspectos. Por un lado el destino, aquello que me encuentro a la hora de actuar
y que no depende de mí. Destino es mi cuerpo con sus limitaciones, mi familia,
mi posición social, mi cultura; destino son las acciones de los demás que
influyen en mi vida, o mis acciones pasadas de las cuales no había calculado
todas sus consecuencias. Son todos los presupuestos de mis decisiones y de mi
acción: asì nací, así me hicieron, así salí. El destino tiene un cierto carácter de
comienzo, de punto de partida, ineludible.
Por otro lado está la muerte, que es el final, cuando se termina la propia
historia o nuestra historia con otra persona: ya no queda nada más qué hacer,
ya todo terminó, lo que no se hizo ya no se hará nunca (y no sólo mueren las
personas, sino también las relaciones, los amores, etc). Y se trata de un final
tremendo, no de un final feliz o cumplido y lógico: ‘murió rodeado de sus
bisnietos’. Es un final que trunca algo que tenía que durar, que no podía
terminar así, acabarse tan pronto. Toda muerte es un misterio (igual que todo
nacimiento, que todo destino), ya que es algo que no se puede experimentar,
ni siquiera imaginar: nadie se puede imaginar ni su nacimiento ni su muerte.
Los testigos del nacer y del morir no pueden declarar: el bebé y el cadáver.
Vivimos entre dos oscuridades que nos superan infinitamente.
Y también el sufrimiento, que no es principio ni final del camino, sino en medio
del camino, como ocupándolo todo: en el momento del dolor, hasta los
recuerdos bonitos duelen y no queda esperanza, el camino se hunde por
delante y por detrás (en el fondo, es el aspecto subjetivo del dolor objetivo que
reportan el destino y la muerte).
Durante la historia de la Humanidad, el hombre ha intentado superar este dolor
(el problema del mal) de diversas maneras, ha buscado la fuente de la eterna
juventud (muerte), la lámpara de Aladino (destino), el anestésico que elimine el
sufrimiento (el Grial). Para el hombre ésta ha sido la meta de todo progreso
verdadero: superar el dolor. Los demás progresos resultan anegdóticos. Y no se
ha tratado sólo de conseguir una explicación teórica del dolor (que como vimos
no sirve), sino de superarlo, de actuar contra él.
4. La noción de felicidad.
(En este curso, hemos visto cómo sólo se puede entender el problema de la
realización personal (el problema de la felicidad, o del sentido, o de la
salvación personal, o como se quiera llamar) desde la perspectiva de la propia
identidad irrepetible. Que para entender esta identidad hay que superar una
visión simplemente subjetiva y una visión simplemente objetiva de la misma,
es decir, integrar ambas en la noción de intimidad personal. Que descubrimos
las características de la intimidad a través de los sentimientos y de la razón,
que nos permiten percibir la realidad -naturaleza- y mi propia realidad
-identidad-. Que esta intimidad -cómo soy, cuál es mi actitud y mi lugar en el
mundo- no está simplemente guardada en mi interior como en un frasco, sino
que se realiza y se manifiesta a través de las acciones biográficas que
constituyen mi historia; en mi propia historia descubro mi identidad. Salvar mi
identidad del paso del tiempo es, también, salvar la historia que la constituye,
y así llegamos a la noción de eternidad. Después de este recorrido, vamos a
estudiar la noción de felicidad. Aristóteles comienza su Ética a Nicómaco
diciendo que todos los hombres buscan la felicidad: este es el punto de partida
de todo pensamiento ético, político, social, económico, etc. Lo que tenemos
que ver es en qué consiste esa felicidad y si esa felicidad es posible).
Pues a la hora de plantearnos en qué consiste la felicidad, podemos aventurar
que consiste, en principio, en vivir una experiencia tan trascendente, tan capaz
de englobar la vida entera, y tan plenificador de esa vida, tan bien orientado -o
de unas costumbres que encarnan de tal manera esa plenitud-, que uno puede
afirmar que vale o que ha valido la pena vivir, que no me cambiaría ya por
nadie (es una manera más gráfica de decir que uno es feliz); es decir, no
cambiaría esta felicidad concreta por ninguna otra posible, por ninguna de las
felicidades de otros, que ‘esto es, es, es. Amén’, como dijo Rilke de sus Elegías
de Duino , que este momento o mi relación con esta persona soy yo. Así, pues,
el momento radicalmente feliz es lo que verdaderamente me identifica: este
momento soy yo, ésta es ‘mi’ felicidad -hay otras felicidades posibles, pero
ésta es la mía, esta es la que quiero, esto es lo que buscaba en el fondo, éste
es mi lugar, este soy yo-. La experiencia de la felicidad es el descubrimiento de
mi verdadera identidad, de aquello que en el fondo busco. La pregunta ‘¿quién
soy?’ es la misma que ‘¿dónde está mi felicidad?’.
Hemos visto cómo hay actos que trascienden el momento englobando toda la
vida, dándole un sentido o quitándoselo quizá para siempre; aunque que esto
se dé en una sola acción es algo raro. Lo que quiero decir es que no se trata de
algo meramente puntual, un éxito parcial -o un fracaso- que traiga consigo
placer o dolor, una acción restringida a un objetivo verificable, sino de algo
abierto, que de alguna manera lo engloba todo, que me habla de la totalidad
de mi propia vida. Normalmente, suele componerse de un conjunto de acciones
o costumbres, de esos hábitos que componen mi vida (mi convivencia con una
persona a la que quiero, mi relación con los amigos, el trabajo, etc), lo que le
da a mi vida un sentido. Pero ese conjunto de acciones debe estar vertebrado
sobre algo que le dé una unidad y un sentido: el valor o el amor de mi vida
(aquello que no cambiaría por nada). Sólo algo lo suficientemente radical
-trascendental- es capaz de dar valor a los actos que componen mi vida, puede
otorgarle un sentido desde dentro. No se trata sólo de una acción mía, sino de
algo -un valor- o de alguien -un amor- que da trascendencia -importancia para
mí- a todas las acciones, desde las más elevadas a las más vulgares. A esta
unidad o trascendencia de sentido la llamamos felicidad.
Si la felicidad consistiera en un conjunto aceptable de objetivos parciales
alcanzados (un porcentaje relativamente alto de éxitos en lo que me he
propuesto), decir si soy o no feliz sería muy simple: sería cuestión de
contabilidad. Pero no es así la realidad: muchas personas tienen un altísimo
porcentaje, pero no son felices, su vida como un todo no es feliz. Porque hace
falta algo que esté por encima de los éxitos y los fracasos parciales que dé
sentido y trascendencia -o relativice- esos éxitos y fracasos. ¿Qué más me da
triunfar si nadie se alegra de verdad conmigo? ¿O qué importa fracasar si la
persona a la que quiero me acompaña? Los objetivos -y las verdades- parciales
(política, economía, profesión, aficiones, diversiones) sólo tienen significado si
están enmarcadas en un sentido profundo, entrañable: en un amor, en una
familia, en unos amigos de verdad. El que no tiene ese fundamento entrañable,
por mucho que sepa, trabaje, mande, gane y se divierta, será, en el fondo, un
fracasado, un desengañado, que se refugia en eso para superar el vacío
interior. Pero, ¿de qué sirve ganar mucho dinero si no tengo dónde invertirlo, si
nadie me lo guarda?, ¿o de qué sirve tener prestigio si nos hay nadie que me
admire de verdad?
Que las cosas que nos gustan o nos hacen felices de alguna manera no se
agotan en el simple placer del momento, que la felicidad no está en un
conjunto de éxitos parciales, se descubre en el carácter complejo -y muchas
veces paradójico- del disfrute o de la experiencia feliz. Una madre puede estar
muy cansada de cuidar a sus hijos; su dedicación puede haber frustrado
muchos de sus proyectos -aficiones, amistades, diversiones-, incluso puede
estar al borde del agotamiento psíquico y físico, y sin embargo es feliz
cuidándolos; desde fuera puede parecer una desgraciada -’no has hecho nada
de lo que te gusta-, pero ella es feliz, considera que su vida tiene sentido y no
se cambiaría por nadie. También se ve cuando uno va al cine y llora ante la
tristeza de una historia, pero se trata de un llorar agradable, parece que hasta
se disfruta de un placer de llorar; y la gente vuelve a ver la película para volver
a llorar, afirmando que es muy bonita (‘pero si te hace llorar no vayas, ¿para
qué quieres pasarlo mal’; ‘es que me gusta’); este ‘gustar’ no se agota en el
mal rato que se pasa con el protagonista: es que se descubre algo valioso en la
acción -en el sufrimiento- que trasciende la acción o el mal rato concreto, y es
eso lo que gusta.
“Lo que habría que analizar no es esa 'facultad de desear', sino lo que
Aristóteles llamó el ergon humano, es decir, el proyecto existencial del hombre
tomado como realidad indivisible. La investigación sobre el obrar humano y de
su suprema y última aspiración nos revelaría que la felicidad es el
coronamiento de un destino y no el término de una serie de deseos
particulares. En este sentido podemos decir que la felicidad es un todo y no
una suma; y sobre ese horizonte total se van destacando las aspiraciones
parciales y el rosario de deseos desgranados de nuestra vida.(...) La forma en
que mi experiencia me señala la felicidad es archivando señales de mi destino
a ella. Se trata de experiencias privilegiadas, de esos momentos preciosos en
que se me comunica la seguridad de que voy por el buen camino. De pronto se
rasga el horizonte, se abren ante mis ojos posibilidades ilimitadas, y el
sentimiento de la ‘inmensidad’ responde entonces dialécticamente al
‘sentimiento de estrechamiento’(...)”. Como vio bien Aristóteles, la vida no
consiste en una carrera en la que alcanzar el mayor número de objetivos
particulares posibles, sino en un tiro al blanco donde lo que interesa es acertar.
Y para acertar el truco está en apuntar bien, en saber mirar al lugar correcto, y
no en ir deprisa.
“Entonces diremos que el campo total de motivación es un campo orientado; el
carácter es el origen cero de esa orientación del campo y la felicidad su
término infinito. Esta imagen nos hace comprender que la felicidad no se nos
comunica en ninguna experiencia; únicamente se la designa en una conciencia
de dirección (y de pertenencia). Ningún acto nos presenta ni nos brinda la
felicidad; pero los contactos de nuestra vida que con más título merecen el
apelativo de ‘acontecimientos’ nos indican la dirección de la felicidad. 'Todo
acontecimiento encierra un sentido -nos recuerda Thévenaz- y precisamente
por eso, por ser un sentido, y un sentido reconocido, pertenece a la categoría
de los ‘acontecimientos’.
“Los acontecimientos que nos hablan de la felicidad son los que disipan un
nubarrón, los que nos descubren amplias perspectivas existenciales: la
saturación de sentido, el exceso, el colmo, la inmensidad, tales son los
indicadores de que vamos ‘dirigidos hacia’ la dicha. Pero yo no acertaría a
discernir esas señales ni sabría descifrarlas como ‘anticipos trascendentes’ de
la dicha, si la razón no constituyera en mí la exigencia de la totalidad.(...) La
razón nos abre la dimensión de la totalidad, pero la que nos asegura de que
esa razón no nos es extraña, que coincide con nuestro destino, que es interior
a él y, por decirlo así, cooriginario con él, es la conciencia de dirección”
(Ricoeur).
Este sentido de comprobar la dirección y la pertenencia se podría traducir en la
afirmación de que la felicidad es el tipo más radical de reconocimiento: cuando
me siento feliz es cuando más reconozco qué busco y quién soy, y me
reconozco como algo real y en buen camino.
Aquí se nos vuelve a plantear la distinción entre simple placer cerrado y alegría
abierta. La felicidad pertenece a este segundo orden; por eso uno dice ‘soy
feliz’ y no ‘estoy feliz’, que denota una carencia. La felicidad postula un
carácter desmedido, desproporcionado a los medios y a las realidades (‘esto’
tan concreto y limitado me reporta una felicidad infinita, tan infinita como mi
anhelo, no hay insatisfacción: todo está colmado -no cabe una felicidad
insatisfecha, no sería sincera-), a la que no se llega calculadamente,
premeditadamente, como un fin particular del que espero x y quiero recibir x,
del que se puede juzgar fácilmente si estoy satisfecho o no, si la acción ha
tenido éxito o me ha defraudado. La felicidad tiene que ver con toda la vida:
habla de plenitud, de totalidad y de algo definitivo.
Uno, cuando se siente feliz, no hace más que comprobar que va por buen
camino, que estoy en mi sitio; pero nunca piensa que ya está, que ya no queda
nada más que alcanzar, sino que sigue con la inquietud -confiada- de que debe
seguir buscando o que debe conservar lo conseguido. La persona que le hace
feliz posee una riqueza inagotable, un cada-vez-más: lo mejor está por llegar;
si no confiara en sa riqueza, esa persona no le estaría haciendo feliz, y debería
pensar en encontrar en otras algo que complete esa carencia. El simple placer
cerrado, clausurado a un ‘después’ a un ‘aún queda más’, deja un descontento
que no parece ser signo, ni promesa, ni garantía de felicidad. Si nos
estacionamos en el placer, corremos el riesgo de paralizar sobre la marcha la
dinámica de la actividad y de perder de vista el horizonte de la verdadera
felicidad. El que es feliz lo es porque también sabe que puede serlo más, que la
fuente no se agota, que vive de una promesa fidedigna.
Entonces la felicidad exigirá conservarla, como hemos visto al hablar de la
eternidad: debo guardarlo, no negarlo con mi conducta posterior, ser coherente
con ese momento que constituye mi verdadera esencia, mi identidad, aquello
que yo en el fondo busco y soy. La segunda pregunta después de ver en qué
consiste ser feliz es: ¿puede haber una experiencia -una realidad concreta- tan
trascendente como ésta? ¿O existe una persona de la que yo pueda afirmar
que es mi felicidad definitiva? Es decir: ¿existe un lugar privilegiado en el que
pueda sentirme verdaderamente feliz, un lugar que supere la desproporción
entre mi anhelo infinito de felicidad y lo limitado de la vida? Vamos a ver si es
posible que existan momentos así, y para ver la posibilidad de algo, hay que
descubrir aquello que lo hace posible.
La pregunta que nos hacemos es sobre la desproporción que se plantea en
toda experiencia de felicidad: por un lado el anhelo y la felicidad son infinitos,
pero por otro aquello que lo llena y lo produce es limitado, es una realidad
concreta y particular. Pero antes, para centrar la pregunta, vamos a analizar
tres concepciones -creo que las únicas posibles- del mundo que se han dado a
lo largo de la historia, y que pueden clarificar este tema (recuérdese que nos
estamos refiriendo a la felicidad, a si es posible decir soy radicalmente feliz).
Para los griegos, el mundo en el que habita el hombre es un lugar finito y
limitado (finito quiere decir no trascendente, que no hay nada que esté más
allá del mundo que tenga relación con este mundo; incluso los dioses eran
mundanos -se peleaban entre ellos y con los hombres, sentían envidia, tenían
hijos con los hombres, y estaban, como los hombres, sujetos al destino del
mundo: el mundo no había sido hecho por ellos, y por eso no dependía de ellos;
limitado significa que estaba espacial y temporalmente reducido a unos límites,
que era algo concreto, reducido a un tiempo y a un lugar, irrepetible, histórico);
para ellos, el mundo era algo habitado por dioses, donde el hombre luchaba
por realizar gestas que se guardaran en la memoria, pero todos estaban
sujetos a un destino implacable: la muerte del hombre, ante la que los dioses
inmortales no podían hacer nada (los dioses se divertían con los hombres, ellos
eran su única diversión, ya que su inmortalidad era muy aburrida).
El mundo griego era un mundo en el que no cabía la felicidad plena, donde no
se podía decir que este momento o esta persona eran definitivos, es decir,
trascendentes. Por eso los griegos son hombres resignados, con una
resignación cargada de fuerza y de tristeza; esto se ve en la grandiosa
escultura griega -sólo imitada por la romana, y sorprendentemente superada
por la románica y la gótica-: eran hombres que sentían la fuerza de la vida, de
las obras grandes, de las aretai, pero que a la vez eran conscientes de que el
destino es inexorable, que todo se acaba en su momento de plenitud (el
guerrero al que una flecha daba en el corazón en pleno grito de euforia); esto
se refleja magistralmente en esta escultura sin igual, y también en todas las
tragedias griegas, cuyo tema consistía en esta lucha y en esta resignación.
Al llegar el cristianismo, esta concepción del mundo experimenta un cambio
radical, de una intensidad difícil de imaginar; la fe cristiana sostiene que existe
un Dios creador que es, por eso, trascendente al mundo, que no está sujeto al
mundo; para los cristianos, el mundo está en las manos de Dios, y por eso es
limitado (es algo concreto, el hombre tiene un tiempo y un lugar para vivir, su
vida no se repite, y toda concreción es una limitación: ‘te ha tocado este
cuerpo, esta familia, etc’). Esta limitación -la defensa de la convicción de que
este mundo es un lugar central privilegiado- es lo que explica la polémica con
Galileo (cuya teoría desplazaba la Tierra del centro a la periferia). Y es más
limitado, más concreto que el de los griegos, porque precisamente es una obra
de arte de Dios (igual que un cuadro es de las cosas más concretas que
existen, por ser obra radicalmente querida por un artista). Dios está más allá
de la limitación, es lo que envuelve el mundo; Él es infinito, eterno,
trascendente. Pero a la vez, Dios ‘entra en el mundo’ por la Encarnación
realizada en Jesucristo: existió y existe un hombre concreto, limitado, hijo de
María, nacido en Belén, galileo, carpintero, etc. que, a la vez, es el Dios
trascendente que estaba más allá de toda limitación. Es decir, hay un punto
limitado que es a la vez infinito, eterno, trascendente. Luego si un hombre fue
y es Dios, todos los hombres de todos los tiempos, todas las situaciones,
pueden ser infinitas, eternas, trascendentes: si Dios se hace hombre y mundo,
entonces el hombre y el mundo se pueden convertir en algo divino.
El mundo cristiano es limitado e infinito a la vez; cada momento concreto de la
vida de cada hombre concreto puede ser algo infinito. Esto es de un optimismo
radical: sí puedo decir que este momento es eterno, que esta persona es mi
felicidad. Normalmente, todo lo concreto y limitado nos parece algo cutre: mis
padres son limitados, mi trabajo, incluso la persona a la que amo es limitada,
¿cómo sé que no encontraré algo mejor, porque todo lo limitado es mejorable?
Pues el cristiano cree que su vida concreta puede ser infinita, que sí tiene un
lugar en el mundo. Aquí también se fundamenta la fe en la obra de arte: ¿cómo
una pinceladas concretas, o una piedra esculpida, pueden encerrar una belleza
eterna, infinita?
La visión postcristiana considera que el mundo ya no es algo divino, infinito; el
mundo es materia organizada según unas leyes, al que se ha llegado por
evolución, y que el hombre puede dominar mediante la ciencia; y es, a la vez,
ilimitado: el universo está en expansión, se extiende ilimitadamente, igual que
el tiempo. Por mucho que uno recoora el universo este no se acaba. No hay
lugares propios, no hay centros privilegiados. Y también la información se
expande (el problema de los sistemas inter-net): no hay manera de controlar y
de configurar tanta información (el volumen de información crece más rápido
que la capacidad de asimilarla: esto lo describe muy bien Borges en El Aleph,
donde el protagonista ve todo, y desde entonces todo da igual, ya no tiene una
perspectiva personal desde la que mirar unas cosas y no poder mirar otras). Ya
no hay un mundo pequeño pero mío, todo se mueve demasiado rápido y sin
concierto: el hombre se encuentra descentrado y desconcertado, ya no tiene
un lugar al que pertenece. Con esto, se llega a un mundo monótono, regular,
donde todo es en el fondo lo mismo: las mismas leyes físicas o psicológicas, el
mismo hombre... es un mundo mecánico, cuyas piezas se pueden llegar a
conocer, que siempre se repite, y no hay nada más.
Y no hay nada trascendente en el doble sentido -que tiene mucho sentido- de
la palabra: nada que esté más allá y nada que valga la pena absolutamente
más acá: todo es radicalmente intrascendente (Camus). Todo pasa, todo se
repite, todos son casos de unas leyes universales; es una concepción cíclica del
tiempo y del espacio (en un mundo circularmente ilimitado en el espacio y en
el tiempo -la teoría de la relatividad de Einstein es circular, cíclica- todo lo
posible según las leyes se da y se repite mil veces: El inmortal, de Borges). En
un mundo así no cabe buscar la felicidad; la felicidad no existe, no hay
momentos, ni lugares, ni personas privilegiados; ni siquiera cabe resignación
(no tienen la grandeza de los griegos, que al menos intentaban hacer algo
grande); intentarlo duele, por eso no hay ni que planteárselo. Siempre todo es
más de lo mismo: la vida es una carrera sin meta para alcanzar más pero de lo
mismo, y por eso sólo cabe correr.
Esto se podría plantear abordando el tema de la relación entre idealismo (ideal,
sueño, ficción: Dinesen en Tempestades) y realidad (Meyrinck en El cardenal
Napelus).
Un intento fallido de integrar ambos aspectos de la vida humana se ve en La
rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen (similar a la experiencia que transmite
la Oda a una urna griega , de Keats), aunque en ese fracaso se pueden
estudiar con claridad los dos fragmentos que quedan después de la fractura: la
pantalla separa absolutamente el mundo de la ficción del mundo de las
butacas; la realidad necesita del ideal para sobrevivir, y el ideal de la realidad
para ser consistente y verdadero (aquí radica una gran verdad: el ideal que no
es, que no se da en el espacio y el tiempo, queda reducido a una simple
abstracción, a una quimera, una ilusión para tontos; este ideal ‘flotante’ sería
análogo a los dioses griegos: no les ‘pasaría’ de verdad, a su historia le faltaría
toda concreción y realidad, serían seres aburridos; y la realidad sin ideal es
triste, desesperanzada, terriblemente cutre; todo sería demasiado contingente,
demasiado ‘por casualidad’, lo mismo podría ser esto que su contrario, nada
sería de verdad, en plenitud, con necesidad -‘tenía que conocerte’, ‘esto me
tenía que pasar’, ‘esto ahora es’-; el mundo sería pura apariencia, fugacidad,
sombra, maya ; esto se ve en Cielo sobre Berlín )... tanto se reclaman que
terminan oyéndose mutuamente..., pero para Woody Allen el casamiento entre
ambos es imposible: sólo queda la cruda realidad cotidiana y, si acaso, una
ocasional fuga al cine-refugio.
Allen nos presenta los dos mundos: uno ideal, romántico, atractivo,
representado por Tom Baxter, y otro cutre, limitado, triste, sometido,
representado por Cecilia. ¿Cabe una relación entre el mundo ideal tras la
pantalla y el real de las butacas? Para ver esto, Tom salta de la pantalla y se
introduce en la realidad. ¿Qué sucede? Cuando de la película se extrae el ideal,
ésta se bloquea, se queda sin norte, sin sentido, y ya no pasa nada; por eso se
ponen a hablar y a discutir, igual que los que están en las butacas: ahora son
iguales que los reales. Para la real Cecilia, al estar con Tom, todo cambia:
ahora tiene el ideal con el que antes sólo soñaba -ella es una soñadora, por eso
provoca el salto de Tom-, y comienza a creer en sí misma, en la felicidad. Pero
Tom no podía sobrevivir en la realidad: su idealismo es rechazado, porque es
demasiado exigente, elevado, peligroso, radical; es un ingenuo que sólo puede
recibir bofetadas en la vida: todo le empuja a volver a la pantalla (¿‘tú qué
haces aquí?’). Incluso Cecilia termina por apuntarse a la realidad del actor
-‘Tom es mío, lo he hecho yo’-: el casamiento de Tom con Cecilia era imposible
en la realidad; pero también era imposible en la película: cuando ella entra, la
película salta, ya que un personaje imprevisto destroza el ideal -el ideal
siempre es lo previsto, como debería ser, lo que no se nos ocurre cómo
mejorar-.
Cecilia se queda con el actor, que como es real, la abandona. Y a ella no le
queda otra cosa que volver al cine a seguir soñando. Toda la historia, con su
recurso a lo inverosímil, nos dice qué es el ideal para el hombre: un sueño
donde refugiarse de la cutrez de la existencia.
Woody Allen no encuentra un final feliz, una unión entre ideal y realidad,
porque su punto de partida ya es pesimista, al poner el ideal en la pura ficción,
en un más allá totalmente separado de la realidad, con un espacio, un tiempo,
una lógica y unos personajes totalmente distintos a los reales, al poner el ideal
en un más allá separado del más acá, al esteblecer que la pantalla separa
inexorablemente el ideal de la realidad. Cuando alguien cree que es feliz, es
que se ha saltado la pantalla, es que vive en una quimera, y tarde o temprano
se dará la bofetada.
En esta percepción de la trsiteza de la realidad que nunca alcanza el ideal se
encuentra lo trágico, tanto griego como romántico como existencialista. Es la
‘grandeza’ del héroe derrotado y resignado. “Lo trágico (clásico y romántico)
postula un mundo alejado del Dios vivo. Lo trágico significa que en un mundo
tal lo noble perece porque está ligado a la debilidad o al orgullo y que, al
perecer, se eleva hacia un espacio 'ideal'. El núcleo esencial de lo trágico, a
pesar de los sentimientos elevados y el presentimiento de libertad que puede
sentir el que lo vive, es, en el fondo, la irrevocabilidad.(...) Por consiguiente es
muy grave, pero esta gravedad es, en el fondo, puramente estética. La esfera
'ideal' o 'espiritual' que se eleva por encima de él lo muestra bien a las claras.
Es el pálido fulgor y el último vestigio del reino de la libertad, es decir, del reino
de Dios y de su gracia, en el cual se había creído antiguamente. No queda más
que este residuo que no compromete a nada y que sólo consuela al que no
mira con demasiada exactitud” (Guardini).
Aquí Allen plantea una cuestión radical. Y aquí sólo cabe dos respuestas. Una
es la de la película: no cabe felicidad plena, encontrar el ideal en la vida
concreta. Esta separación radical entre el más-acá y el más-allá es la postura
del cínico -la de Camus- con el agravante de rechazar el cine ‘romántico’ como
engañador o de evasión de la cruda realidad; pero también es la visión
pseudoreligiosa del misticismo, que desprecia esta vida poniendo su esperanza
en una futura, que está más allá (cuando el cristiano habla del más allá del
cielo separado del más acá de la tierra, ¿no estará haciendo lo mismo que W.
Allen, sólo que diacrónicamente, separando ambos mundos con la frontera de
la muerte?) Pero, ¿cuál es la otra visión posible? ¿Es posible una integración
entre realidad e ideal?, ¿se puede encontrar el absoluto o la felicidad en lo
particular-finito? En el fondo es la pregunta de cómo se relaciona el Dios
absoluto con mi felicidad concreta, el más-allá con el más-acá.
Esto mismo se plantea en la letra y el videoclip de Losing my religion, de
R.E.M.:
La vida es más grande
es más grande que tú, y tú no eres yo.
Los trechos a los que me dirigiré...
La distancia está en tus ojos.
Oh no, he dicho demasiado,
he dejado constancia.
Aquel soy yo, arrinconado,
aquel soy yo, en el foco de luz,
perdiendo mi religión.
Intentando mantenerme contigo,
y no sé si seré capaz de hacerlo.
Oh no, he dicho demasiado...
no he dicho suficiente.
Pensé que te oí riendo,
pensé que te oí cantar,
pienso que pensé que te vi intentarlo.
Pero sólo era un sueño,
sólo un sueño.
Cada susurro
de cada hora de lucidez,
estoy eligiendo mis confesiones.
Intentando mantener la mirada puesta en ti
como un herido, perdido y ciego estúpido, estúpido.
Oh no, he dicho demasiado,
he dejado constancia.
Considera esto, considera esto,
la herida de este siglo, considera esto,
el tropezón que me puso de rodillas fracasó.
Y qué si todas estas fantasías aparecen agitándose a mi alrededor...
Ahora he dicho demasiado.
Pensé que te oí riendo,
pensé que te oí cantar,
pienso que pensé que te vi intentarlo.
Pero sólo era un sueño,
¡intenta, llora, por qué, intenta!
Pero sólo era un sueño,
sólo un sueño.
En el videoclip se pueden observar cuatro escenas:
1) la habitación en la que Stipe parece preocupado y nervioso (movimientos
truncados, saltos, parche en la pared), pensando. Llueve, los otros pasan
corriendo mirando con temos hacia el cielo, se rompe una jarra de leche
(infancia e ilusión perdida). Uno le anima apretando su hombro, pero todos le
miran inexpresivos y lejanos: no pueden comprender qué le pasa.
2) un ángel (arriba a la derecha) negro-blanco, subido a un taburete, parece
que es a quien se dirige la canción; un San Sebastián atravesado de flechas de
lo alto; un individuo ambiguo y triste, con amuletos; una mujeres de carnaval
con ojos nostálgicos; un ángel viejo se cae del árbol, y el angél no puede
sujetarle ni puede echarle una mano para que sube (tampoco parece intentarlo
muy en serio)
3) le recogen unos personajes salidos de un cuadro de Rembrandt; le ayudan
pero con indiferencia: urgan en la herida con curiosidad, intentan ponerlo de
pie y atarle a un poste para que se sostengan sus alas en posición, le hacen
daño, le tiran una piedra, una mujer parece rezar dándole la espalda y se
enfada porque uno se ríe. Rostros serios y lejanos.
4) unos mineros, siderurgos, soldado imperial, científico, con rostros duros y
decididos, forjan un ala metálica (primero a la izquierda, luego a la derecha
Al final, el ala angelical aparece en el atril que sujeta la partitura.
Otra vez aparece la idea de abismo, de distancia, de lejanía. Una caída que no
tiene sentido, que los deja a todos tristes y nostálgicos, separados de todo
ideal de felicidad. El dios de ese mundo caído es un dios lejano, indiferente,
serio... como el mundo. Todo atisbo de luz era sólo un sueño. La alternativa es
montarse la vida, dominarla, no depender de una alas de verdad; que cada uno
se fabrique sus alas... pero esto es tan feo y triste. Parece que la única salida
es la música, el arte (el cine, según Allen). Pero también es sólo un sueño.
Veamos si algo análogo ocurre con el tema -o meta- de la felicidad. Cuando
experimentamos la felicidad, creemos firmemente que eso no puede ser una
simple ilusión, un engaño pasajero; ese instante, esa persona, son de verdad
infinitos, tienen que serlo, si no todo sería una burla.
Parece que la única salida al escepticismo honrado es el peculiar sueño
cine/música/poesía. Aquí podríamos añadir el amor, que es una realidad
máximamente creativa. El arte parece que constituye un impulso que da un
poco de sentido y brillo a la vida. Sólo en el arte y en el amor se tiene la
experiencia (misteriosa, muchas veces fugaz) de que lo infinito y lo limitado
puede ir juntos. Pero algo debe fundamentar esta experiencia, porque si no
todo sería una ilusión pasajera.
De alguna manera todos buscamos algo que nos haga felices: un ideal, una
persona, una familia, un trabajo, ... Pero cuando alcanzamos esas cosas -o en
la misma búsqueda- ya somos plenamente felices, estamos plenamente
satisfechos, intuimos que esa felicidad no se reduce a ‘tener’ aquello que nos
llena, que no está la plenitud en el simple éxito de la posesión (no se puede
decir ‘la tengo’, como uno tiene una presa en las manos: un rico sin sensiblidad
que compra cuadros no los posee de verdad, en cambio un pobre con
sensibilidad que los contempla sí).
Y de alguna manera, esto también sucede en el sufrimiento, en la pasividad del
dolor: el dolor -que es fidelidad a lo perdido, como el llanto es fidelidad al amor
al que ha muerto, o al amor que se sintió una vez, y también como el desgarro
del fracaso es testimonio del valor de lo que se perdió o no se llegó a alcanzar,
y ese testimonio fiel, muy distinto a la experiencia de La zorra y las uvas, da
una cierta posesión sobre ese valor, posesión que llena más que el desprecio o
la indiferencia- puede guardar tanta intensidad humana como el éxito:
No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.
(La voz a ti debida , Pedro Salinas)
Como en la película, “el sufrimiento de hoy es la felicidad de entonces”. Así, se
comprueba que el sufrimiento no se opone propiamente a la felicidad, sino que
puede ser otra cara de la misma moneda.
Lo que sí se opone a la felicidad es el desengaño: cuando algo nos deja de
entusiasmar, es como si se tornara opaco, sin alma ni atractivo, como si ya no
fuera capaz de reflejar esa plenitud (señal de que no la tenía absolutamente,
sino relativamente, como un espejo tiene una imagen, o más bien como un
espejo que es capaz de ser aquello que refleja). Aquello que hasta hace poco
era todo, ya no es nada, y uno se siente defraudado, intrigado por esa pérdida
de brillo, sin comprender por qué se ha desactivado.
Ambas experiencias -la ilusión y la desilusión- pueden indicarnos dos cosas: o
bien que todo ha sido un engaño, una ilusión que me ha sido útil mientras
duró, y que deberé buscar otra para la próxima temporada, o bien nos indican
que existe algo que se ‘encarna’ en aquello que amamos y que ‘vuela’
misteriosamente cuando la meta conseguida nos desengaña -no estaba ahí
desde el principio, no era eso lo que buscaba-. Es lo que podríamos llamar
brillo: eso posee un brillo especial, buscamos que la realidad brille así para
nosotros.
De alguna manera vislumbramos que en ‘eso’ que tenemos o que buscamos
hay algo más, que en ‘eso’ se refleja una plenitud infinita, que ‘eso’ brilla para
nosotros porque ‘algo’ brilla ‘en’ él (y digo ‘en eso’ porque ‘eso’
verdaderamente lo contiene); y por eso nos sentimos legitimados a decir ‘eres
un cielo’, ‘esto es la gloria’, ‘tú para mí lo eres todo’ ... por cursi que esto
pueda sonar. Es un regalo, una fuente inagotable de sorpresas, una promesa
segura, una realidad que se me escapa de las manos pero que siempre vuelve
para llenarme. Y en esa realidad brillan todas las cualidades del mundo, todo lo
que es valioso para mí (no puedo cifrar lo que me gusta de ella en algo
concreto y medible: el azul de sus ojos, sus apuntes o sus chistes): me gusta
todo porque todo lo valioso brilla en ella, el mundo entero brilla en ella... algo
infinito -más allá del mundo- brilla en ella. Me gusta todo porque lo es todo
para mí.
Esta cualidad de totalidad -de brillo- que tiene aquello que me hace feliz, si la
analizamos -si razonamos sobre el sentimiento de felicidad-, encontramos dos
notas: la presencia y la trascendencia del momento.
Nos encontramos ante una noción radical del presente, mucho más seria que la
existencialista. Ahora el carpe diem adquiere todo su sentido. vid Balthasar, La
verdad, p. 217-23 (la situación concreta nos habla de 'presencia', de una aguda
acentuación del aquí; la presencia es una fuente, promesa y esperanza, "se da
como lo que siempre acaba de llegar", habla de un futuro, "y el futuro no es un
estado del ser o del tiempo puesto junto al presente y separable de éste, sino
una dirección del presente y del existir mismo"; habla de un cada-vez-más
comparativo, una plenitud; y esta plenitud está ya presente en el aquí, como
don superior al recipiente ("este excedente existe sólo si se espera un 'más
tarde' que el que ya es, pero superior en cada caso a la facultad aprehensora,
interior al don ofrecido y actualmente presente del existir. El don es siempre
mayor que la capacidad para recibirlo; una parte del cumplimiento consistirá
siempre en reconocer este excedente del presente sobre todo presente, esta
opulencia del ser eterno, grávida de futuro y generadora del futuro".) La
presencia de la persona amada tiene un brillo especial, que no sé de dónde
viene ni en qué consiste, pero que está ahí, misterioso.
El presente habla de lo irrepetible, de la 'hora' que sólo pasa una vez, y por eso
es radical; "El instante del ser es caduco, y lo es en la medida de ser
irrecuperable. Esta caducidad es lo que le confiere al instante su insustituible
carácter valioso; su valor es tan grande que literalmente nada puede
compensarlo. No sólo es algo único: es la unicidad misma, la especialidad
cualitativa del ser hasta en la última partícula de su extensión. De esta relación
del presente con la caducidad, incluso de esta última amenaza del presente
que lleva en sí hasta el pasado, cada instante de la existencia mundana
obtiene precisamente su infinita y eterna gravedad". "Con este ropaje
temporal, la verdad es sólo lo que podemos llamar situación. En la situación la
verdad se agudiza en un marcado presente: aquí o nunca hay que
aprehenderla". “No me puedo perder este instante, esa sonrisa, ese gesto
irrepetible y único”. La presencia habla de una particular intensidad del
momento: este momento, esa sonrisa, esa canción, lo que siento ahora, es algo
único, que no se puede repetir a voluntad.
Y es trascendente: ahí hay algo más que no se puede medir ni controlar, un
brillo misterioso. El brillo que estas realidades tienen para mí sólo se explica
porque en ellas brilla lo infinito (cuando vemos un objeto brillar, reconocemos
que algo extraño le pasa, no es simplemente él, sino que tiene una energía
especial -arde- o en él anida una presencia misteriosa; es decir, el simple
objeto no puede brillar). Sin esa trascendencia, las realidades serían muy
limitadas, demasiado explicables, un engaño tal vez, una ilusión pasajera,
nunca algo pleno y definitivo.
Al experimentar esta felicidad, sabemos que esa persona es algo infinito para
mí no porque sea una ilusión, sino porque es infinita y yo he tenido la suerte de
descubrirla. No es fruto de un deseo infinito que siempre quedará truncado
-desengañado- tarde o temprano, sino que ese valor está en la persona y lo
que me toca a mí es saber apreciarlo. Pero, si no es una ilusión, ¿de dónde le
viene a esa persona ese valor infinto, dónde se encuentra el fundamento?
Al amar y ser feliz somos conscientes de que amamos y disfrutamos de más
que aquello que tenemos, aunque sea aquello lo que lo despierta y realiza. Por
eso, al tener algo grande, nos sentimos agradecidos para con todo el mundo, y
generosos para con todos: todo nos sonríe, la felicidad nos abre (el fracaso nos
encierra en la defensa y el egoísmo, en la envidia). Uno va buscando y
‘coleccionando’ metas y en todas busca y encuentra la gran meta, la gran
plenitud...¿Dios? Aquí está la segunda respuesta posible. Porque llamamos Dios
a aquel que es absoluto e infinito, eterno.
De alguna manera Dios se refleja en mi amigo y ‘es’ mi amigo, se refleja en la
novia, la esposa, los hijos, el trabajo... y es mi novia, mis hijos, mi trabajo. No
digo que Dios sea ‘como’ una novia para mí (esto sería una metáfora poética),
ni que ella sea un dios (esto sería idolatría barata), sino que es algo más
radical: mi novia, mi amigo, mis hijos, mi trabajo ‘son’ Dios ‘para mí’, porque
en ellos veo reflejada una plenitud infinita que es Dios. Uno de los hombres
más sensibles e inteligentes y honrados de la historia, San Agustín, lo vio así:
“te buscaba fuera de mí -en los razonamientos, en los libros- y Tú estabas
dentro de mí”. Es decir, en el núcleo más genuino de lo que siento, en el fondo
del corazón, en lo que esa persona es verdaderamente para mí, en el cogollo
de todo lo que me pasa de verdad, de todo lo que realmente me importa,
encuentro a Dios, está Dios.
No es que la persona amada sea un sustituto o sucedáneo de Dios, ni un
simple reflejo suyo. La afirmación es radical: esa persona es Dios para mí,
encarna a Dios, fuera de ella no puedo encontrar a Dios, o al menos me es muy
difícil. Esa persona es el lugar privilegiado que adaba buscando, el santuario
donde puedo encontrar y adorar a Dios. Sin ese Dios que brilla en la persona, la
limitación parecería insuperable, todo estaría condenado a la opacidad.
Pero, ¿cómo sé yo que todo esto no es más que una ilusión engañosa? ¿Qué
me garantiza que sí existan esos lugares privilegiados para mí? Aquí acudimos
a un modo de pensar muy especial, a un relato que nos permite entender la
solución del problema, a encontrar la síntesis entre infinito y limitado, entre
más allá y más acá, una afirmación que supera la desproporción y la
desconfianza: la Encarnación del Verbo. Aquí se encuentra el centro y la raíz de
toda creación artística y de todo amor, el fundamento de todo intento de
encernar el sentido y la belleza en una realidad limitada.
Tal vez un día uno descubra qué quiere decir esto; tal vez me dé cuenta en ese
minuto del significado profundo del misterio de la Encarnación: Dios se hizo
hombre concreto, trabajo concreto, cuerpo y habla concretos, lágrimas y
dolores concretos, tomó y se tomó un tiempo concreto, para tomar y tomarse
todos los tiempos, para ser amigo, novia, trabajo, dolores, alegrías concretas.
Entre lo infinito y lo limitado no hay un abismo infranqueable, sino que lo
infinito ‘para mí’ puede estar en cada cosa: entre lo infinito y lo limitado no hay
distancia, pueden estar más unidos de lo que sea imaginable.
Aquí hemos tocado un techo. Estamos explicando cosas que en el fondo son
inexplicables. Esta experiencia de la felicidad constituye un misterio. Son
realidades que de hecho experimentamos, y que además constituyen el núcleo
de nuestra existencia, aquello que más nos importa. Pero para llegar a
comprenderlas el camino no es tan sencillo. Hemos utilizado un método muy
especial, que nos ha ayudado a atisbar aquello que queremos decir, pero el
camino se desdibuja detrás de nuestras pisadas: puedo decir ‘aquí es’, pero no
me preguntes ‘dónde’ ni ‘por dónde has llegado’. La felicidad resulta tan
segura y a la vez tan intangible como lo expresa Eliot.
Dios no quiere poseer un protagonismo exclusivista en la felicidad del hombre,
sino que brilla, se esconde y aparece a la vez, en las personas y situaciones
concretas del hombre. (Y también, ese ideal encarnado fue expulsado fuera
(era la Luz, pero las tinieblas no la recibieron); pero la diferencia es que ese
ideal encarnado es concreto y real, y es poderoso (con un poder fáctico sobre
todo): Dios es bueno y poderoso, es amor eficaz). Por esto puedo ser idealista
sin ser un imbécil, y enamorarme sin hacer una estupidez: en la realidad hay
cosas verdaderamente valiosas...cuando me enamoro de alguien es que
descubro a Dios en él, intuyo algo dormido más allá de todo defecto o
limitación y me siento con fuerzas de despertarlo. La Encarnación es la
garantía para todos los idealistas y enamorados. (La Encarnación del Verbo, del
Ideal en el cual han sido creada todas las cosas, no es un mito atemporal y, por
tanto, hipotético, sino realidad histórica (por fuerte que suene, como si dijera
que la justicia y la paz se encontraron en Iturrama y Fuente del Hierro (si un
profesor dijera esto, se pensaría que se ha vuelto loco): parece que dos
órdenes distintos del ser se encuentran); esto ha sido posible porque ese Verbo
que es la cifra de Dios y del mundo era ya antes Persona). La Encarnación es el
Lugar Privilegiado que justifica todos los lugares privilegiados: sé que yo
también tengo esos lugares, esas oportunidades, que existen, y sólo tengo que
estar lo suficientemente atento y confiado como para dar con ellos.
Esto lo vio muy bien J.R.Jiménez, al final de su vida, cuando un poeta cae en la
cuenta del camino recorrido y llega a la sabiduría de la madurez:
Yo he acumulado mi esperanza
en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito;
a todo yo le había puesto nombre
y tú has tomado el puesto
de toda esta nombradía.(...)
Todos los nombres que yo puse
al universo que por ti me recreaba yo,
se me están convirtiendo en uno y en un
dios.
El dios que es siempre al fin,
el dios creado y recreado y recreado
por gracia y sin esfuerzo.
El Dios. El nombre conseguido de los nombres.
(El nombre conseguido de los nombres)
Entonces, cuando uno ama a una persona y ve en ella su felicidad, ¿basta con
eso para decir que cree en Dios? Sí, si ese amor es pleno, si de verdad sabe
querer así. Pero para querer así hacen falta muchas fuerzas, mucha confianza,
mucha fe, no sólo en esa persona, sino en el mundo, en la vida, en el futuro.
Sin fe y esperanza en un Dios bueno y poderoso, en un Dios fiel y salvador, es
muy difícil querer así, sin estar buscándose a uno mismo, fiándose de verdad y
hasta el final.
Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la transparencia, dios, la transparencia,
el uno al fin, dios ahora sólito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para ti he creado.
(La transparencia, dios, la transparencia)
(Aunque al mismo tiempo, al encarnase Dios, ha querido ser uno entre muchos,
ocupar por sí mismo un lugar en nuestro corazón, ser objeto de unos
sentimientos concretos, "hace cola" con las demás cosas que centran nuestro
interés esperando que llegue su turno, es Eucaristía: lo cual nos revela de qué
buena pasta "humana" es su corazón; Dios no sólo se esconde y se muestra en
cada cosa, sino que también es humilde al esperar su turno; y es que el Dios
cristiano es un Dios humilde, escondido ("Aprended de Mí..."); es más, se
muestra como auténtico en su humildad y ocultamiento).
(Según palabras del Señor, el mensaje que Él vino a traer a la tierra con su
Encarnación-Muerte-Resurrección es que Dios es Padre de cada hombre. Pero
esto exige una puesta en escena adecuada para captar todo el alcance del
mensaje. A eso vamos.)
¿Qué es el carnaval? ¿Qué busca la gente disfrazándose? ¿Una simple
impunidad moral? No sólo, ni principalmente. La esencia de la fiesta
carnavalesca -igual que del estilo literario carnavalesco- es huir de uno mismo.
¿Por qué? Una de las tareas más arduas con las que se enfrenta el hombre es
la de aceptarse a sí mismo. Las limitaciones personales con las que se
encuentra, la necesidad de superarlas, la responsabilidad de ser uno mismo, de
tener que responder cuando se nos llama, puede llegar a pesar de una manera
insoportable. Esconderse tras una máscara, dejar de ser uno mismo, supone un
alivio, una ilusión evasiva.
El problema es un problema de seguridad; el que no se acepta a sí mismo se
siente radicalmente inseguro, desamparado. No está muy seguros de sí mismo,
de sus posibilidades y talentos. La seguridad y la aceptación las buscamos
siempre en otros, ya que es imposible tener seguridad en sí mismo en contra
de todo el mundo. Necesitamos que al menos alguien reconozca esos talentos
("por lo menos me han aprobado un examen, tan inútil no soy"). De ahí que el
nombre siempre nos lo ponen otros, es algo con lo que me enuentro; ponerse
uno mismo un nombre es siempre algo artificial. El que no está seguro de sí
mismo, del valor de su vida, de su lugar en el mundo, no se atreve a nada, se
siente radicalmente solo, no se atreve a ser feliz, a abrirse a los demás. De ahí
que necesite imperiosamente que alguien le dé seguridad, que alguien crea en
él, le quiera tal como es: esta es la clave, que alguien le quiera porque sí, sin
condiciones ni calibrando las cualidades. Pero esta seguridad dependiente del
reconocimiento de otros no es tan segura, porque quién me dice que los otros
saben qué es lo que reconocen, o que los que me quieren siempre me querrán.
Este tipo de seguridad es necesariamente precaria. Necesita un apoyo que sea
en sí mismo seguro, un comienzo absoluto, como en los cuentos infantiles.
Esto se ve con claridad en un cuento de Hawthorne, Wakefield , donde esta
necesidad humana está muy bien perfilada y convertida en lugar común. Un
hombre abandona su hogar para comprobar el efecto de su marcha. Se
hospeda en un lugar cercano y vigila. Pero lo que en un comienzo era cosa de
días, se convierte en una broma que dura veinte años. Lo que hace ese hombre
es salirse de su papel para observar el vacío que deja, comprobar su valía
midiendo el agujero que produce su ausencia. Pero esta vía de encontrarse a sí
mismo o de comprobar por sí mismo su valor, sólo le lleva a dejar de ser él
mismo, a perder todo valor; en el fondo nada le importa fuera de sí mismo, por
eso, ¿qué más da volver? La frialdad del personaje es demoníaca -la frialdad
con la que ve sufrir a las personas que le quieren-, es la misma encarnación del
cinismo.
¿Qué tipo de apoyo colmará ese afán de seguridad? Que esto reviste una
especie de paternidad ya lo vio Kafka en su Carta al padre . Pero vamos por
partes. ¿Por qué un hombre debe aceptarse a sí mismo para ser él mismo? ¿Por
qué la infelicidad encierra siempre un no aceptarme como soy? Y esa sombra
de rechazo, desprecio e incluso odio hacia mis propias limitaciones puede
acompañarnos toda la vida, a veces sin darnos cuenta, como una sombra a la
que nos hemos acostumbrado. Que debamos aceptarnos para ser nosotros
implica -esto hay que verlo despacio- que somos seres regalados -donados- a
nosotros mismos, nuestra forma de ser es la del regalo (¡ !). Es decir, alguien
nos ha dado a nosotros mismos, y esto es lo que podemos aceptar o rechazar,
esto es llevarse bien o mal con los orígenes. Por eso no aceptarme como soy
(como me he sido dado) es dejar de ser, no llegar a ser en plenitud, romper la
fuente de la que nazco. Claro está que aquel que me da debe ser bueno, no
debe estar jugándome una mala pasada. Es decir, debe ser el que me da y
además bueno, debe darme por mí mismo, por mi bien, y no por puro interés
egoísta. Debe quererme a mí por mí mismo, darme a mí por mi bien y para mi
bien. Es decir, debe ser padre. En dos palabras, debe ser poderoso (capaz de
dar el ser, fuente originaria, comienzo absoluto, lo totalmente seguro) y bueno
(que quiera a las cosas por sí mismas).
Para entender bien este punto, este paso lógico entre aceptación de sí mismo y
existencia como regalo, vamos a estudiar la realidad del juego infantil, que es
el lugar donde la radicalidad del recibir se da una manera más nítida y pura.
El niño juega sin pensar en para qué sirve ese juego, no busca un fin educativo
o de aprendizaje: no busca un premio más allá del mismo juego; para él el
juego ya tiene un valor en sí, es algo desinteresado. Su vida se desborda en
ritmo, en juego, en brinco: se expresa a sí mismo con total ingenuidad y
confianza, es auténtico y espontáneo. Pero esto lleva consigo un a priori , una
condición de posibilidad del juego: el niño intuye que el mundo que le rodea y
él mismo son cosas cargadas de sentido, de misterio, de sorpresa, que por eso
son inagotables, que no se desgastan: no cabe jugar en una situación de
penuria e inseguridad; y que además tienen que ver con él, le tienen que
obedecer, están a su disposición, son suyas. Y esto no es egoísmo infantil, sino
la intuición de que todo es regalo, y por eso todo es sobreabundante,
inagotable. El juego siempre se multiplica (quiero más, y más, y más), el niño
no para quieto, no entiende que haya limitaciones de horario, de espacio o de
presupuesto. Sólo se detiene para dormir cuando está agotado, y vuelta a
empezar (aunque para el niño, jugar y dormir es casi lo mismo, en los dos vive
confiado y seguro); todo es despreocupación, sobreabundante, y, por eso,
gratuito (sale gratis).
En la experiencia del regalo está implícita la intuición de que uno está aquí por
algo, tiene un sentido, no ha sido fruto de un accidente, no ha sido
simplemente arrojado. Si todo es regalo es que antes yo también soy un
regalo: estoy aquí porque he sido querido incondicionalmente, absolutamente.
Y ese motivo debe ser originario, no puede depender de algo anterior, porque
él mismo es el fundamento de todo lo demás -es un punto de partida y no un
punto de llegada, una premisa y no una conclusión: no existe nada previo que
determine ese origen-. El niño sabe que está ahí porque alguien le ha querido y
le quiere porque sí, sin exigirle ninguna condición previa: no hay porqués, ni
razones, ni condiciones. (Guille: ‘Mamá, lo importante es que nos queremos, no
te fijes en lo anegdótico’).
Muchos psicólogos sostienen que la experiencia del amor de sus padres la
adquiere el niño en las primeras semanas de vida. Dostoievski describe este
fenómeno en uno de sus pasajes más conmovedores: el príncipe Mischkin, en
El idiota , para transmitir a un hombre desesperado la experiencia del sentido,
le cuenta que una vez iba por la calle y se cruzó con una campesina muy joven,
que llevaba en brazos a un niño recién nacido; de pronto vio cómo a la mujer
se le iluminó el rostro viendo a su hijo, y que se santiguó; “Yo, como siempre
voy haciéndole preguntas a la gente, me acerqué y le pregunté por qué se
había santiguado”; y ella le contesta que porque su hijo le había sonreído por
primera vez, y que fue tal su alegría que pensó que Dios debería sentir algo
parecido cuando un hombre se arrodilla y le reza.
Esta es la experiencia de reconocer a la madre, de caer en la cuenta de que
todos esos cuidados y mimos en los que el niño se está despertando a la
existencia provienen de ese rostro, y entonces le sonríe: ‘¡ah!, eras tú’. Y lo
que reconoce le gusta, por eso sonríe; no hace falta explicarle el sentido de la
vida o la ventaja de vivir: eso ya lo sabe, ya lo vive, porque está a gusto en su
hogar, para empezar -que es lo principal- esto está bien; no es un ser sin hogar
que después es adoptado en uno, sino que desde su mismo origen es querido,
es regalo. El niño experimenta el sentido de la existencia en el sueño, antes de
llegar a la conciencia, mientras duerme. Cuando la razón despierta, se
encuentra ya en un mundo con sentido. Esto explica esa curiosa pillería risueña
de los niños, esa habitual sonrisa traviesa, propia del que sabe que juega con
ventaja, de aquel que está seguro de que tiene todas las de ganar. Antes de
que el hombre haya llegado al uso de razón ya ha aprendido lo fundamental.
Esta experiencia original del cariño de su madre es lo que le fundamenta en la
vida: estoy aquí por pleno derecho, porque me han querido, no por accidente;
no tengo que ganar un concurso para que me acepten en este mundo, para
que me den un puesto en la vida como si fuera en una empresa, sino que todo
es regalo y por eso todo es mío. Él ya ha sido querido en el seno materno, y lo
es en el regazo de su madre; el hueco entre sus piernas es su lugar propio, es
su cobijo, y, desde ese hueco, todos los lugares le son propios, hogareños, no
tiene que andar pidiendo permiso. A partir de esa experiencia original de ser
querido porque sí, con seguridad, que es su punto de partida radical, el niño
integra todas las otras experiencias en un mundo que ya tiene sentido. Por eso,
el espacio en el que se mueve no está clausurado, no es estrecho ni
amenazante: está abierto, y puede dar en él volteretas infinitas, todo le dice
‘amén’, todo es ocasión de juego, todas las cosas -el árbol, el perro, la
mariposa, etc- le dejan que juegue con ellas; y él todo lo acepta con una
sonrisa dulce y sorprendida. Porque -y aquí está la clave- experimentar el
mundo y la propia existencia como un regalo amoroso da una radical
seguridad. El niño siempre está apoyándose en ese amor de sus padres que
constituye su hogar; y por eso vive en una plena confianza, es ingenuo y
despreocupado, porque todos son amigos. Parece que el ser humano necesita
sentirse poseído, pertenecer con todas las fibras de su ser a alguien que a su
vez le pertenezca por completo. Poseer y ser poseído, pertenecer a alguien que
le pertenece: esto es hogar.
“El cuerpo contra el que se estrecha, como una almohada suave, caliente,
nutricia, es una almohada amorosa en la que se puede refugiar porque ya
antes había sido su refugio. El despertar de su conocimiento es algo tardío en
comparación con este misterio abisal que lo precede en una perspectiva
incalculable. La conciencia ve limitadamente lo que estaba allí desde hacía
tiempo y, por tanto, sólo lo puede confirmar (cfr. El cultivo de árboles de
Navidad). (...)
“Pero se despierta al amor del tú, igual que en el seno del tú había antes
dormido. La experiencia de la entrada consciente en una realidad que le
protege y que le abraza, deja algo que no podrá superar la conciencia posterior
que crece y madura. Es natural, pues, que el niño vea lo absoluto, perciba a
"Dios" en su madre y en sus procreadores (Parsifal, Simplicius), y que sólo en
un segundo y tercer estadio tenga que aprender a distinguir el amor a Dios del
amor experimentado (...).
“El niño juega porque experimenta el ser y la existencia como una luz
inalcanzable de gracia. No podría jugar si como un mendigo en un banquete de
bodas, al llegar como de una región extraña, oscura y fría, se le recibiera sólo
por "gracia", es decir, por una misericordia que se ha hecho venir de lo alto,
algo a lo que no tendría "derecho". Juega porque este ser libremente acogido
es lo primero de todo que él experimenta en el dominio del ser. Él es en cuanto
que se le permite ser como algo amado. Existir es tan maravilloso como
evidente. Todo, absolutamente todo lo que podrá y deberá añadirse después,
será explicitación de esta primera experiencia. No hay ninguna "seriedad de la
vida" que pueda sobrepasar este comienzo. No hay ninguna "asunción
administrativa" de la existencia que la pueda hacer avanzar más allá de esta
primera experiencia de asombro y de juego. No hay ningún encuentro -con
amigos o enemigos o millares de indiferentes- que pueda añadir algo al
encuentro con la primera sonrisa de la madre (...).
“La experiencia primera contiene ya lo insuperable, id quo maius cogitare non
potest . Es una experiencia en la que la diferencia dormita todavía sin abrirse a
la unidad de la gracia de amor: es a la vez antes y después del trágico hecho
de la diferencia que más tarde irrumpe. Sin embargo, la gracia de amor ya
reina aquí, porque lo obvio no es lo fáctico con sus encorsetamientos y
marcados confines, sino que es la totalidad completamente abierta y llena de
gracia, en donde cualquier espacio está ya permitido para cabriolas sin fin:
esto significa una existencia como juego” (Gloria, V).
Ya no se puede decir nada más significativo, ya no se puede dar una
explicación más completa: ya todo está dicho de la mejor -de la única- manera.
El verdadero regalo -desinteresado, espontáneo, radical- es algo de algún
modo infinito, supera toda limitación, no se guarda nada, no pone límites ni
condiciones, supone y significa una entrega auténtica. Por esta ilimitación y
esta ‘arbitrariedad’, constituye algo radicalmente nuevo, originario, un punto
de partida generador de futuro. De ahí que sea algo propio de la infancia -los
niños son los que más entienden de regalos y los que mejor saben regalar, con
más plenitud y transparencia-. Y el agradecimiento que despierta este tipo de
regalo participa de la infinitud del regalo.
El niño puede jugar porque se siente rico en un mundo seguro, en donde está
por derecho propio, es decir, porque alguien le ha querido con un amor que no
se retira, que no tiene que ganar mediante oposición, que no es precario. Por
eso juega con total libertad mientras se sabe bajo el cuidado de sus padres, y
se siente con derecho a jugar con todo. Su juego no es el juego superficial del
existencialista, que cambia para huir, para distraerse de su vacío, para
enmascarar su angustia y su indigencia: es un juego intranquilo, nervioso,
crispado; si juega es precisamente por que está plenamente confiado, porque
se siente rico, juega con serenidad, y si cambia es porque su juego es
inagotable (y por eso agotador para lo que viven con él). Si pierde esa
seguridad, ya no juega, pierde toda su espontaneidad, entra en el mundo del
aparentar para defenderse. Y es que el niño se experimenta a sí mismo como
regalo, algo que se le da desinteresadamente, que está ahí porque le han
querido a él, y por eso se cree con derecho de disponer todo según su fantasía:
tú eres el malo..., y oponerse a sus deseos lo ve como una injusticia. En el
juego todo es suyo porque él es por derecho propio, por amor. Por eso, cuando
no están sus padres, o descubre que no se quieren o no le quieren, deja de
jugar, pierde esa capacidad, todo se le hace hostil y precario.
En el juego el niño es en plenitud, se expresa plenamente, saca fuera lo mejor
que tiene: sólo en la confianza puede aventurarse a esa desnudez ingenua.
(Por eso, cuando hay visitas y la madre les muestra cómo juega el hijo, pierde
su espontaneidad, como Guille y la foto). “El camino de todo lo bueno arranca
de mi puesta en juego esencial” (Guardini). Por eso, el hombre necesita que se
le dé confianza. La revelación del Padre crea ese ambiente de confianza
fundamental, es como el comienzo absoluto de los cuentos infantiles. Y aquí y
sólo aquí se mueve la dignidad del hombre, dignidad que no es un título
jurídico-institucional, un reconocimiento formal de su libertad y autonomía,
sino mucho más: es afirmar que esa persona vale absolutamente, que no
puede ser reducida a la funcionalidad de un sistema, que nadie puede ser
marginado. Ser regalo es ser infinitamente más que, tener un brillo absoluto,
un atractivo absoluto. El mundo está constituido como regalo: algo que
expresa amor, desinterés, sorpresa, benevolencia, providencia (por eso un
regalo necesario o previsto o de cumplido no es plenamente regalo, y el valor
afectivo (y efectivo) del regalo no está en el valor material, sino en la entrega y
el sacrificio que significa, que lleva detrás). El niño intuye que él es regalo y el
mundo en el que vive posee el brillo del regalo. Y el mundo es verdaderamente
así de rico: las especies animales no siguen la ley de la funcionalidad y de la
economía, sino la de una riqueza desbordante.
“Los cuentos son una tentativa de exponer esto en estado puro. En ellos
aparece la existencia de tal modo que siempre triunfa lo gracioso y lo
benévolo. Por eso resultan tan naturales a los niños, cuyo mundo está
construido así. En un sentido más profundo son también verdaderos para el
adulto, porque le cercioran de un elemento que él olvida con facilidad;
ciertamente, 'hacerse viejo' significa que el sentido de lo gracioso disminuye,
que el espíritu se dosifica. Contra esto, los cuentos son una medicina,
supuesto, por lo pronto, que el ánimo pueda todavía soportarlos” (Guardini).
Pero esto lo vemos también en las personas enamoradas: juegan entre ellas,
hacen que se enfadan, o que se aburren, etc, porque por un lado ven ese amor
como un regalo pleno e inagotable, y por otro están seguras de su amor mutuo
(no así en los primeros lances amorosos, cuando uno tiene que ganarse el
amor del otro, donde todo es miedo, precariedad y suceptibilidades); parece
que este juego es la manera más apropiada de expresar el cariño y la
seguridad que se tienen mutuamente, que en ese juego ‘brilla’ más su amor.
Por eso, también necesitan hacerse regalos ‘graciosos’, porque sí,
desproporcionados, que no obedecen a una razón calculable o útil, sino por
puro ‘porque sí’. Y también el artista cuando crea está jugando, ama su obra
porque sí, porque le gusta, porque es la expresión de su alma, y por eso le
cuesta comercializarla (al artesano le cuesta poner precio a sus obras); el
artista confía en su capacidad y en sus obras, en el mundo que él ve y cómo lo
ve, en que a este mundo vale la pena cantarlo (¡qué bien que todo sea así!). Y
cuando alguien valora su arte, tiende a regalarlo.
En esa confianza nace el juego y sólo en ella; y el juego es la actividad más
plena que puede realizar el hombre, es donde plenamente él es él mismo, en la
confianza el hombre saca fuera lo mejor de sí mismo. Pero al mismo tiempo
este juego no es un juego tonto, superficial, evasivo, existencialista. Es algo
que se toma muy en serio; el niño, porque valora su mundo y su vida, valora
también el juego, se lo cree (no todo da igual, como creía Camus); el niño sigue
las reglas de su juego (‘tú eres el malo’, ‘ahora te tienes que morir’), y no
permite que nadie se tome en broma su juego. Pero lo mismo sucede con los
enamorados, que en los juegos de su amor se están tomando muy en serio. Y
lo mismo el artista. Sin embargo, no se trata de una seriedad crispada, fruto de
una inseguridad o de una desconfianza -no es la seriedad triste, el dramatismo
del existencialista-, sino fresca y alegre, infantil.
Ahora bien, si este mundo se experimenta y se manifiesta en el juego, si todos
tenemos consciencia de ser regalo y sobre esta consciencia edificamos una
vida con sentido, entonces este mundo como totalidad y la existencia humana
en su conjunto postulan la existencia de un amor que regala, que es el
arranque de todos los dones y de todos los amores, de alguien que ha dado
esta forma amorosa a este mundo: es decir, postulan la existencia de una
paternidad sobre todas las cosas. Pero este postulado el hombre lo ‘reconoce’
-en el sentido que ya hemos dado a esta palabra: como se reconoce la pieza
clave de un rompecabezas- al serle comunicado que Dios es un Padre. Esta
afirmación está presente en muchas religiones, pero de una manera radical en
el cristianismo (su oración es el Padrenuestro ). Por eso se dice que Dios juega
con los hombres como un Padre con sus hijos. Él es la fuente de confianza
plena, el único que puede dar respuesta válida cuando me pregunto por qué
soy como soy, el único que me da fuerza para superar las limitaciones. Si el
hombre no ve el mundo y su propia vida desde esta perspectiva, entonces se
ve como un ser arrojado en el mundo, sin explicaciones, sin sentido, sin
bondad alguna: un ser maldito condenado a vivir al este del Edén.
De aquí se desprende que la revelación del Padre toca el núcleo de la
necesidad del hombre. Esto no quiere decir que Dios Padre sea la proyección
de una necesidad del hombre (esta objeción encierra un sofisma barato,
porque si existe una necesidad es porque algo realmente hace falta, toda
necesidad postula algo que debería estar pero que ahora falta: nadie sufre por
no tener tres brazos), sino que esa revelación nos muestra dónde radicaba ese
malestar, nos muestra qué y cómo somos: revelar al Padre es revelar al
hombre como hijo.
Por eso, la revelación del Padre es una revelación que inspira confianza, toda
su fuerza expresiva se centra en la confianza filial (parresia ). Es decir, quiere
despertar en el hombre la confianza que tiene un niño con su padre. Puede
parecer infantilismo, y sin embargo... , la actitud del niño es más sabia de lo
que parece.
(Que Dios sea Padre y que esto suponga una respuesta al tremendo obstáculo
de la aceptación de sí mismo es sorprendente, pero -dentro de lo que cabe-
razonable. Ahora vamos a acercarnos al misterio de que Dios es también Hijo,
tanto como Padre. Y veremos qué luz proyecta esto sobre la realidad del
hombre.)
De lo que hemos visto en el apartado anterior se desprende que el hombre es,
en su más íntima realidad, hijo, alguien que recibe su existencia como un
regalo. Esta afirmación reviste una importancia capital a la hora de entender la
propia vida. Para entender esto, vamos a acudir a Saint-Exupéry. Este autor es
un hombre curioso. Decide ser aviador, por lo que de aventura tiene esto en
aquella época, pero aventura en un sentido profundo: para ahondar en el
corazón humano, para enfrentarse con la muerte, con las realidades últimas.
Desde su posición en la vida, va descubriendo una serie de verdades a las que
pocos llegan. Apunta al núcleo del problema del hombre contemporáneo de un
modo directo (más allá de cuestiones de libertad de conciencia, estructura
económica, circunstancias históricas, etc). En El Principito , un cuento infantil
que es considerado de una profundidad poco común, plantea la necesidad del
hombre de volver a ser niño, hijo (cuestión que plantearon muchos literatos al
final de sus vidas: Novalis, Rilke, Hölderlin, Dostoievski, Eliot, etc).
La actitud infantil, tan devaluada en nuestra cultura, se ve como la genuina
condición humana y como requisito indispensable para alcanzar la felicidad.
Vamos a acudir a un texto de su novela Tierra de hombres : "Viejo burócrata,
camarada mío aquí presente, nadie te ha hecho evadirte nunca, pero no eres
tú responsable de esto. Has construido a fuerza de cegar con cemento, como
las termitas, todos los escapes hacia la luz. Te has envuelto totalmente en tu
seguridad burguesa, en tus rutinas, en los ritos sofocantes de tu vida
provinciana; has levantado esa humilde barrera contra los vientos y las mareas
y las estrellas. No quieres inquietarte con los grandes problemas; sin duda te
ha costado bastante olvidar tu condición de hombre. No habitas un planeta
errante, no te haces preguntas sin respuesta: eres un pequeño burgués de
Tolouse. Nadie te cogió por los hombros cuando todavía era tiempo. Ahora el
barro de que estás hecho se ha secado y endurecido, y nadie sabría ya
despertar en ti al músico dormido o al poeta o al astrónomo que quizá te
habitaban entonces" (p. 23-4).
Aquí se achaca al hombre de hoy su fuerte carácter de autosuficiencia y de
seguridad en sí mismo, en las cuales es educado desde pequeño. Aprende a
buscar seguridades, regularidades, estabilidad, rutina. Quiere saber
exactamente a qué atenerse con las personas y las cosas, delimitar las
relaciones y sus exigencias, tener todo bajo control; desechar las preguntas
con respuestas problemáticas, tener unos derechos exigibles claros, ejercer un
dominio sobre las situaciones de la vida, no depender de la generosidad o del
amor de otras personas, de lo sorpresivo, de lo novedoso, de lo imprevisto.
Todo esto le da miedo. Es la vida burguesa que hoy domina nuestra cultura por
entero. Y esta manera de enfrentarse a la vida mata en ellos al músico, al
poeta, al astrónomo, aquello que en el hombre se roza con lo maravilloso y
profundo: al niño. La sociedad en la que vivimos se funda en el puro esfuerzo:
nada es regalado, todo te lo tienes que conseguir tú; la sociedad de mercado
te ofrece muchas opciones, pero las debes adquirir tú: se trata de un
autoservicio. Vamos a comprobar cómo toda felicidad tiene forma de regalo,
sólo puede ser regalada.
Ya vimos algo sobre la vida como regalo, la vida como una existencia en
recepeción. Ahora vamos a plantearnos una fenomenología del regalo, llegar a
comprender cuál es su esencia. El regalo es regalo cuando no es ‘debido’, o
‘costumbre’, o ‘previsto’, o ‘interesado’, sino cuando es espontáneo, porque sí,
porque sale de dentro y por eso muestra lo que hay dentro. En el regalo, el
donante se da a sí mismo, hay una identidad arquetípica entre donante y don
(en el regalo veo los sentimientos del donante); en el regalo se valora el
sacrificio personal, la entrega que supone; por eso aceptar un regalo es
comprometido y hacerlo es revelador. Es algo muy significativo. Si alguien
acepta un regalo comprometido, acepta lo que el regalo significa (por eso, si
después se dice que no hay nada, uno se enfada: ¿entonces por qué aceptaste
el regalo?, -porque no estaba mal, -sinvergüenza, haber avisado antes,
devuélveme el regalo).
Ya vimos cómo el regalo es algo propio del niño, es al niño a quien se le hace
regalos. El niño ve su vida y todo lo que se le da como un regalo. Al ser un ser
necesitado, en su vida está implícita la súplica, el pedir todo porque lo necesita
todo (cuando algo le gusta, dice ¿me lo regalas?, ‘hombre, no me lo puedes
pagar, así que qué remedio’): es el gran mendigo. Y no dice ‘por favor’ porque
no le parece violento o extraño pedir, él cree que se le debe atender por ser
necesitado, radicalmente necesitado; y en la petición también está implícita la
gratitud (por eso tampoco le sale decir ‘gracias’, va de suyo, es algo que ya se
sabe: Guille y la roñica). Siempre hacer o recibir un regalo de verdad es una
experiencia infantil. Y por eso sólo es capaz de recibir un regalo el que es
confiado como un niño, el que acepta depender de otros, el que está dispuesto
a ser agradecido, es decir, a aceptar su dependencia.
El regalo tiene un brillo especial porque en él brilla una voluntad amorosa, un
porque sí radical: ‘quiero regalártelo, me sale regalártelo’. El objeto concreto
adquiere un valor especial, que yo no puedo dárselo por mí mismo (nadie
puede regalarse a sí mismo algo: voy, me lo compro yo y que me lo envuelvan
para regalo). En la vida, todas las cosas esenciales deben poseer el brillo del
regalo: un amor, una amistad, etc.
¿Dónde está el núcleo de la infancia y la filiación que defiende Saint-Exupéry,
de esta confianza infantil? ¿Por qué sólo en ella puede el hombre descubrirse a
sí mismo y encontrar la felicidad? Acudamos a una página de El Principito :
“-El desierto es hermoso, dijo el Principito.
Y era verdad. Siempre he amado el desierto. Nos sentamos sobre una duna de
arena. No se ve nada. No se oye nada. Y, sin embargo, algo irradia en silencio...
-Lo que embellece al desierto, dijo el Principito, es que oculta un pozo en algún
sitio...
Quedé sorprendido al comprender de pronto esta misteriosa irradiación de la
arena. En mi infancia vivía en una casa antigua, y la leyenda contaba que
había allí un tesoro escondido. Naturalmente, nadie ha podido descubrirlo
nunca, ni quizá nadie lo haya intentado. Pero aquel tesoro encantaba toda la
casa. Mi casa ocultaba un tesoro en el fondo de su corazón...
-Sí, le decía yo al Principito; ya se trate de la casa, de las estrellas o del
desierto, lo que constituye su belleza ¡es invisible!
-Me gusta, respondió, que estés de acuerdo con mi zorro.
Como el Principito se dormía, lo tomé en brazos y me puse otra vez en camino.
Me sentía emocionado. Me parecía llevar un tesoro frágil. Me parecía incluso
como si no hubiera nada más frágil en la tierra. Contemplaba, a la luz de la
luna, aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, aquellos mechones de
cabello que temblaban al viento, y me decía: lo que estoy viendo es una
corteza. Lo más importante es invisible... Y, caminando así, descubrí el pozo al
amanecer”.
Lo que realmente importa en la vida, lo que la hace brillar, como al desierto, es
intangible, invisible, incontrolable. Es un regalo, tiene el brillo del regalo, y sólo
lo puedo recibir como un niño. La existencia humana es frágil, vulnerable,
indefensa; el Principito representa el alma humana, lo más genuino que tiene
el hombre; como tal, depende del cariño que se le dé, de la aceptación de los
demás; su felicidad no está en sus manos, no la puede organizar o controlar,
no se puede ‘domesticar’; para esto necesita siempre de otros, es algo que le
regalan otros, para lo que está en manos de otros, en lo que ya no depende de
sí mismo. Para ser feliz siempre dependo de otro, estoy indefenso ante otro
que es el que me debe hacer feliz: un amor, un amigo, mi madre, etc.
El hombre en solitario no llega a nada, no se termina de conocer, no sabe
quién es ni qué es lo que busca. El amor no se puede comprar, ni puedo
exigirle a otra persona que me quiera para hacerme feliz, ni puedo decidir
enamorarme. La felicidad es algo que me encuentro como un regalo, el amor
es algo que me viene ‘mientras duermo’, sin saber cómo, sin controlar. La
dependencia es absoluta. Todo esto me lo tienen que regalar, le tiene que salir
espontáneo al otro, porque sí, porque quiere, y yo no puedo dominar el que de
hecho le salga.
Lo que da brillo al regalo es algo intangible e invisible: es porque sí, lo más
originario, no hay nada que lo determine o que lo asegure. El amor de otro no
se puede amarrar: es una sorpresa que me llevo cada día, no se puede pedir
garantías.
Por eso sólo la actitud infantil hace posible el regalo de la felicidad o del amor,
sólo en el regalo puedo llegar a conocerme de verdad y encontrar mi lugar en
la vida, estar donde tengo que estar. El maduro, el que quiere controlarlo todo
y comprarlo todo jamás sabrá lo que quiere decir ser amado o ser feliz.
El Principito está dormido y es llevado en brazos por el aviador. El aviador es
guiado por la fresca confianza del Principito. Lo que se ve es una corteza. Lo
que da valor y sentido a la materialidad de la vida es algo escondido, que no se
puede tocar ni dominar: la intimidad de una persona a la que me asomo, el
valor de una vida, o de la amistad, etc, es un misterio que no se puede
controlar, dominar, demostrar, encorsetar, delimitar, asegurar... sino del cual
sólo se puede participar con agradecimiento, como se participa de la riqueza
personal de un regalo. Y un regalo es siempre algo que recibo sin merecerlo,
sin habérmelo ganado o asegurado.
Todo esto es algo que no se puede explicar después, sino sólo apuntar o
evocar. Como ya vimos, intentar dominar este misterio es matarlo, intentar
amarrar la felicidad es perderla (pensamiento analítico): intentar dominar el
cariño de otra persona, o asegurarlo, o delimitarlo... es matar ese cariño o esa
amistad. Cuando se busca una verdad y se intenta arrancarle esa verdad a las
cosas (el ir con pentotal por la vida), esa misma verdad se pierde, se echa a
perder (todo experimento pasa por la destrucción de aquello con que se
experimenta). Cuando intento reducir las cosas a mi medida, ponerlas bajo
control, sin sorpresas ni dependencias, entonces las estropeo: lo pierdo todo.
Es necesario entregarse, confiar, dejarse llevar, como el niño en brazos del
aviador: lo más frágil de este mundo. Y así, sólo así, al final se descubre el
pozo; porque el pozo es lo suficientemente providente como para guiarme
hacia él. El abandono del niño es la clave para que se me desvele el misterio.
Hay que dejar que las cosas sean por sí mismas, que los demás me hagan feliz
sin exigirles seguridades, no caer en la impaciencia, no ir buscando la verdad-
seguridad a toda costa, no forzar las situaciones, o preguntar en exceso, o
poner a prueba, o experimentar: hay que contemplar a la persona, dejarla ser y
contemplarla, esperar a que se desvele por sí misma, con naturalidad. Sólo el
que es confiado alcanza el premio, el que se pone en manos de los demás, el
que se hace vulnerable.
Por eso, para conocer de verdad a las personas primero debo mirarles con
confianza y cariño; la mirada del detective no se entera de casi nada, sólo de lo
extrínseco. La mirada cariñosa llega a lo hondo de la persona, entra en la
intimidad, conoce de verdad. Es como la mirada de John Ford en sus películas:
todo es entrañable, misterioso, cercano, simpático, familiar y, por eso,
verdadero.
Aquí se nos vuelve a revelar una vez más el sentido del tiempo humano. Nunca
tenemos el sentido de lo que nos pasa, porque el sentido es algo distendido en
el tiempo. Somos llevados en el tiempo como en una malla, como una madre
lleva a su hijo. No vemos de golpe lo que somos, nuestros defectos, el abismo
de nuestro corazón: esto nos asustaría y podría hacernos desesperar. No
sabemos el por qué de un fracaso, de una mala temporada, etc, y esto nos
hace ponernos nerviosos: querríamos todo ya, sin delaciones, pero a esto se le
llama impaciencia, en lo que tal vez consistió el pecado de nuestros primeros
padres. Ni tampoco vemos el fruto de nuestros adelantos, porque de otra
forma nos llenaríamos de soberbia. Los hilos de nuestro tiempo están en
manos del Señor. A nosotros nos toca esperar, aguantar, resistir el paso del
tiempo, pasar nosotros a través del tiempo, con la confianza de que al final se
entenderá todo, todo estará bien terminado. “Sólo en el tiempo se vence el
tiempo” (T.S. Eliot).
Pero este abandono supone un riesgo, una aventura, un abandonar lo seguro,
el refugio burgués. Ser hijo es una actividad, no es pura pasividad; supone un
riesgo, el riesgo de confiar. Amar es siempre inseguro, porque uno se queda
indefenso ante la persona que ama, puede ser herido con facilidad; el burgués
es el que no acepta esta inseguridad, y por eso se atrinchera en su seguridad
previsora. La confianza es una actividad serena, pero cargada de intensidad,
como los movimientos de un pura sangre. Lo dice Rilke (Libro de las Horas):
Vivo mi vida sobre las cosas, en amplias órbitas
que cada vez se alejan más.
Quizá la última no llegue a cerrarse,
pero yo, al menos, quiero intentarlo.
Me vuelvo hacia Dios en esta vuelta sin edad,
desde hace miles de años.
¿Quién soy? Lo ignoro todavía: halcón, tempestad
o canto poderoso.
Conclusión.
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(hasta aquí llega lo que he explicado en Fundamentos de Antropología I; lo que
sigue -que explicaba en Teología I-, aunque es un tema clave, no parece
apropiado para la nueva asignatura, pero lo dejo aquí por si sirve)
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Epílogo.
Un cuerpo vivo en crecimiento transformador.