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PUCP: tiempo de refundación

Martín Tanaka
Pontificia Universidad Católica del Perú
Profesor Principal - Departamento de Ciencias Sociales
Diciembre 2018

Lanzo estas ideas para contribuir, espero, al necesario debate sobre el futuro de
nuestra universidad que debemos tener en la PUCP.

Estudié la carrera de Sociología en la Facultad de Ciencias Sociales de la PUCP


en la década de los años ochenta; en Estudios Generales Letras fui elegido
Secretario de Organización, como parte del Centro Federado de Estudiantes, y
nos tocó vivir en 1984 la huelga de trabajadores, apoyada por los estudiantes,
que tomó la universidad por varias semanas. En los últimos años de estudiante y
los primeros de egresado fui Jefe de Prácticas en Estudios Generales Letras.
Después de hacer la Maestría en Ciencias Sociales y el Doctorado en Ciencia
Política fuera del país, volví a dictar a finales de los noventa tanto en la Maestría
de Sociología como en la de Ciencia Política y Gobierno. En el nuevo siglo dejaron
de llamarme para dictar, y después de algunos años volví, en 2005, para dictar
en la nueva carrera de pregrado de Ciencia Política y Gobierno, ya
ininterrumpidamente. Primero como contratado por horas, luego a tiempo
completo desde 2008; nombrado en 2009, llegué a Profesor Principal en 2015.
Creo que a lo largo de los años he visto la “gran transformación” que vivió nuestra
institución.

Yo ingresé en 1983, cuando Estudios Generales Letras tenía unos 1000


estudiantes, no los 5000 que tiene ahora; cuando ingresaba uno de cada diez o
quince postulantes vía examen de admisión, y no existían las múltiples formas de
ingreso de hoy. Pocos años después de haber egresado de la Facultad de Ciencias
Sociales, en 1995, el Departamento de Ciencias Sociales tenía 19 profesores a
tiempo completo, en dos especialidades; en 2015 tenía 48, en tres, y pronto
seremos cuatro especialidades, y los profesores tenemos un nuevo edificio, que
compartimos con el Departamento de Economía, que reemplaza al inaugurado en
1971. No solo somos muchos más, además muchos de los viejos profesores de
varias décadas de docencia, que encarnaban la imagen de la institución, están ya
jubilados.

La universidad que yo conocí había ya experimentado grandes cambios,


especialmente durante el rectorado de Felipe Mac Gregor, entre 1963 y 1977,
cuando se mudó al fundo Pando. Pero todavía pesaba mucho la herencia del
pasado: una universidad relativamente pequeña, en la que “todos” se conocían,
con un fuerte sello conservador, en la que se educaba buena parte de la “elite”
limeña (universidad pituca, para decirlo técnicamente). Esa universidad podría
caracterizarse como feudal, con Facultades o Departamentos que funcionaban
como Señoríos, un sistema en el que había una nobleza, con sus
correspondientes relaciones de fidelidad y vasallaje (interprétese esta
comparación en un sentido literal, no metafórico). En la que el rectorado debía
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velar por el bienestar el reino, representarlo ante otros reinados vecinos, pero
respetar escrupulosamente a los diversos feudos, base de su reinado.
Había muchos señores notables, magníficos, dignos de admiración y reverencia;
también los había bárbaros o simplemente mediocres. Se trataba de una sociedad
de castas, jerárquica y estamental; más cerrada en unos ambientes, más abierta
en otros, pero me atrevería a caracterizar de ese modo a la universidad en la que
me tocó estudiar. Políticamente hablando, la derecha académica estaba y era
influyente en la universidad; la parte importante de la izquierda académica
estaba en las ONGs, así que la que estaba regularmente en la universidad
quedaba subordinada, vista como infiltrada gracias a la generosidad del padre
Mac Gregor. En este marco, lo más “fresco” creo que venía de los teólogos de la
Teología de la Liberación, de la Facultad de Ciencias Sociales y de los “Wisconsin
Boys” en Derecho (uno formado por ellos, Marcial Rubio); si bien el movimiento
estudiantil era hegemonizado por la izquierda, desde la presidencia de la FEPUC
de Javier Diez Canseco en 1970, el grueso y lo más influyente del profesorado no
compartía la radicalización que se veía en los estudiantes.

Con los años del fujimorismo muchas cosas cambiaron. Después del cataclismo
de finales de los ochenta y del ajuste de inicios de los noventa, el país empezaba
lentamente a recuperarse, pero bajo nuevos términos. Muchas más universidades
privadas empezaron a aparecer, las opciones de la élite ya no eran solo la
Católica, la de Lima y la Pacífico: aparecieron la Universidad de Ciencias
Aplicadas y la San Ignacio de Loyola, por ejemplo, entre muchas otras, ubicadas
al este de la ciudad. Las elites empezaron a alejarse de Pando. Al mismo tiempo,
una nueva sociedad emergía, y una nueva clase media empezó a acceder a la
PUCP. La ciudad hizo cada vez más complicados los desplazamientos, y nuestra
universidad es hoy en buena medida una institución de Lima norte y oeste.
Nuestra universidad empezó a crecer y a diversificarse, y a nutrirse de la llegada
de personas con otras formaciones y sensibilidades.

Otro cambio importante ocurrió durante el rectorado de Salomón Lerner (1994-


2004): la universidad pasó de mostrar un perfil político conservador, a aparecer
como progresista. El propio Lerner tuvo esa mutación, y la conformación de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación (2001-2003) fue emblemática en ese
proceso. Es desde entonces que la universidad aparece asociada a la causa de los
Derechos Humanos, a la defensa de la democracia, y a las causas “políticamente
correctas”. En el nuevo siglo, sin ser demasiado conscientes, estábamos ya ante
una nueva universidad. La PUCP se sentía todavía cómoda con su imagen más
comprometida e identificada con los cambios en el país y su posición relativa de
liderazgo, pero sin ser muy consciente de su provincianismo y de lo mal, de lo
mediocre que se veía en realidad desde estándares internacionales.

En 2009, con la llegada de Marcial Rubio, me parece que se intentó tomar en


serio un proceso de institucionalización, por así decirlo. Modernización,
implantación de reglas generales, impulso a la investigación (que no existía en
realidad), democracia interna, meritocracia, internacionalización. Ese modelo de
universidad es el que todos defendimos en el enfrentamiento con el Arzobispado
de Lima, que marcó prácticamente toda su gestión. Rubio habló en más de una
ocasión de la construcción de una república. Pero en realidad, a la luz del
conocimiento de los hechos más recientes, se trató de una suerte de despotismo
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ilustrado. O de una suerte de “presidencia imperial”, siguiendo la imagen de


Enrique Krauze al analizar el sistema político mexicano. La herencia colonial
fagocitando la república. Elecciones, Consejo, Asamblea, autonomía de las
Facultades y los Departamentos, pero en realidad la preservación de los Señoríos
más resistentes, cogobierno y representación que son en realidad ficciones, un
poder central ejercido sin mayores restricciones. Se trató de institucionalizar,
pero todavía quedaron demasiadas herencias del pasado; se trató de modernizar,
pero por vías y estilos muy verticales; se trató de democratizar, pero el manejo
continuó siendo opaco y excluyente.

La universidad que conocí como docente y luego desde algunos cargos de


responsabilidad era entonces una universidad anómica, víctima de un proceso de
modernización acelerado, parcial e inconcluso, como se diría desde la sociología.
Así, resultaba que algunas cosas no se podían hacer, pero muchos las hacían; la
clave era saber qué procedimiento excepcional invocar, qué puerta tocar, qué
llamada hacer, a qué tradición apelar, qué contacto movilizar. Para los recién
llegados, si no pertenecen o son asimilados por alguna panaka, es imposible
moverse bien en una cultura institucional llena de vericuetos. Otras cosas están
en principio abiertas para todos bajo el principio de igualdad, pero descubres que
en realidad “unos son más iguales que otros”. En los últimos años hemos vivido
un cambio muy profundo, pero que no terminamos de definir: hemos debilitado
mucho la vieja universidad señorial, feudal y conservadora, pero no hemos
eliminado del todo el patrimonialismo, la arbitrariedad y las prácticas verticales;
hemos avanzado mucho en institucionalización, pero no terminamos de ser
transparentes, democráticos, meritocráticos.

La crisis del rectorado saliente, las circunstancias de su abrupta caída, su


soledad y aislamiento, me parece, se explican porque fue lo suficientemente
reformista para despertar el encono de quienes perdieron privilegios, pero sin
llegar a concitar el respaldo de quienes buscan (buscamos) un manejo
democrático y republicano de la universidad, por así decirlo. Y no lo logró porque
el manejo de las cosas siguió siendo opaco, porque para avanzar se tuvieron
seguramente que hacer muchas concesiones, porque había demasiadas cosas que
no se podían compartir con transparencia: como el manejo de las moras de los
estudiantes; como los ingresos “extra” y el trato especial que recibían algunos
colegas.

Una historia trágica. Este rectorado, me parece, mereció y pudo tener un mucho
mejor final. Le tocó lidiar con fuerzas, enfrentar a adversarios terribles, dentro y
fuera de la universidad, en nombre de la institucionalización, la modernización,
la defensa de la autonomía. Pero en algún momento se perdió el rumbo. Un final
triste, injusto, pero dadas las circunstancias, inevitable.

Llegamos a la necesidad de enfrentar la crisis presente, la más profunda que


haya afectado a nuestra centenaria universidad, cuando pensábamos que nada
peor podría pasar que el conflicto con la iglesia. Este año hemos registrado
denuncias de acoso laboral y sexual, de malos manejos administrativos, de un
grosero incumplimiento de la ley en el manejo de los cobros por moras a los
estudiantes, que compromete a nuestra autoridad más alta. Ha sido un año
terrible, pero en medio de todo siento que teníamos que tocar fondo para darnos
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cuenta de que debemos movernos con decisión hacia una universidad abierta,
igualitaria, democrática, transparente, plenamente republicana. Nuestro modelo
de universidad es único: somos privada, pero no tenemos dueño y no tenemos
fines de lucro; parecemos por nuestra autonomía una universidad pública, pero
no recibimos ningún apoyo del Estado. Somos Pontificia y Católica, pero con
pluralismo, libertad de conciencia y libertad de cátedra. En realidad, somos una
suerte de república independiente, integrada por ciudadanos (profesores,
estudiantes, graduados, trabajadores), con derechos a elegir y ser elegidos, a
decidir colectivamente nuestro destino, conscientes de que llevamos sobre
nuestros hombros una tradición y trayectoria de más de cien años, cuyas
realizaciones debemos honrar. Se han hecho públicos problemas muy diversos,
pero ello ocurre no porque seamos peores que otros, sino porque somos en buena
medida una universidad democrática, capaz de discutir sus problemas de manera
abierta y sin temores. En este proceso, por supuesto, se incurre en excesos,
injusticias y exageraciones, pero es peor la discreción si ella no empuja los
cambios.

Ahora que lo pienso mejor, acaso más que hablar de una república, que puede
sonar pomposo y grandilocuente, y llevar a la consideración de la existencia de
una “clase política” alejada de los ciudadanos, quizá haya que pensar en nuestra
universidad como una suerte de cooperativa, autogestionaria, educativa y sin
fines de lucro. Todos somos trabajadores y somos iguales. Sin accionistas
mayoritarios, sin privilegios, regidos por el principio de un trabajador, un voto.
Podemos ocupar cargos directivos, pero solo transitoriamente, Somos
esencialmente trabajadores. No deben formarse castas burocráticas o
administrativas. Quienes gobiernan transitoriamente, deben regirse por la
búsqueda del bien común, por el mantenimiento y crecimiento del patrimonio
común, por nuestros principios recogidos en nuestra Constitución (estatuto), y
legitimarse en el consenso, el respaldo y el entusiasmo capaces de generar en
todos los socios. Y al dejar de ser autoridades, hemos de volver a ser un docente
sufrido más, que tiene que asegurarse de cumplir su carga horaria semestre a
semestre. Aspiro a ese modelo de universidad, y creo que es posible. Creo que el
terremoto, el cataclismo, la ruptura del pacto social interno que estamos viviendo,
abre la gran oportunidad para que dejemos definitivamente atrás prácticas que a
estas alturas deben ser totalmente erradicadas, y reconstruyamos una
universidad de la que podamos sentirnos plenamente orgullosos.

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