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ROLO, FRANCISCO SOLANO LÓPEZ, UNA MAMBORETÁ, Y EL ASUNTO DE

LA CHIMENEA

Ir a dormir a la casa Quinta de su padre le pareció la mejor decisión. Tenía dinero para
pasajes y gastos de comida. De tener suerte con La Lujanera, calculaba poder llegar antes del
anochecer.

Se dijo que en La Reja compraria algo de fiambre(ni siquiera podía imaginar en preparar
comida hasta ver con que elementos contaría en la casona).

Mientras esperaba el 52, comenzó a sentir un agudo dolor, como si decenas de alfileres le
interesaran su cuero cabelludo.

“Y ya lo sabés: si no das bien el examen, más vale que no vuelvas”.

Las palabras de su padre, le resonaban con la estridencia de un serrucho desdentado.

No pudo evitar pensar en el sufrimiento de su madre si ésta no hubiere muerto; de cualquier


manera, su decisión era irrevocable. “Es mejor así. No me importa nada lo que pueda pasar”

Antes de ascender al colectivo volvió a mirar el edificio de Olivera y Rivadavia. Por un


momento, creyó ver a su hermana asomada a la ventana del comedor.

-Hasta La Reja- dijo, tratando que su voz sonara grave.

Lentamente, zigzagueando entre los pasajeros, avanzó hacia el fondo del autobús

Recién se sentó al llegar a la altura de la estación Liniers.

Estirando las piernas, apoyó la sien sobre la ruidosa ventanilla y cerró los ojos. Sólo quería
distenderse unos minutos; le pesaba tanto la cabeza, que por momentos, tenía la sensación de
que una morsa intangible prensaba imaginariamente su frente y su nuca.

Pronto se quedó dormido.

Despertó en Ituzaingó, justo en el momento que el 52 pasaba frente a la barrera 80.

Restregándose los ojos, se dio cuenta que debería tratar de no volverse a dormir, a riesgo de
pasar de largo por su destino.

Mirando de reojo el periódico de su acompañante, le llamó la atención un titular que hacía


referencia al problema de los bebés desaparecidos durante la dictadura. En la página siguiente,
alcanzó a leer una reseña sobre el conflicto con Iraq, dando cuenta de un nuevo bombardeo en
una misión conjunta de EE.UU y el Reino Unido.

A propósito, recordó un comentario de Felipe:" ...estos yanquis hijos de puta siempre se las
ingenian para fabricar conflictos dónde usar las armas”.

Felipe era uno de los compañeros de estudio. Felipe, el militante de la pequeña agrupación de
la Juventud socialista( “el único de la clase” pensó) que se las sabía todas. Y en alguna

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medida era cierto. Primero en matemáticas. Primero en las difíciles de Química y Física.
Primero con las chicas... y hasta en debutar sexualmente antes que los demás.

Recordó entonces la vergüenza que le habían hecho pasar, a propósito del debut sexual de su
compañero.. “ ¿Qué semen... ? ¿Pero qué términos usás Rolo? Leche, se llama, ché. Leche.
Qué me venís con ese asunto del semen, boludo...”

Pero sin embargo, todos se resistían a creerle - como él aseguraba – que mantenía relaciones
sexuales con su profesora particular de inglés(20 años mayor que él), la cuál, a tenor de las
aseveraciones de Felipe, era un camión; una princesa oriental o una mina que no se podía
creer, todo, por supuesto, pintado verbalmente, al estilo de un Velásquez de la palabra.

Moviéndose en su asiento, trató de pensar en otras cosas; el tema sexual solía inquietarlo y
confundirlo. Claro que su propio desarrollo sexual había sido mucho más traumático: mientras
sus compañeros habían sido asesorados por sus padres en el tema, él debió asumir en soledad
sus propias dudas.

De pronto, como si quisiera quitarse el peso de este recuerdo, abrió las carpetas con las
pruebas escritas. Historia: 0. ¿Cuál es el nombre del dictador Paraguayo, vencido por los
ejércitos de la Triple Alianza?. Respuesta: Joaquín de la Pezuela. Ahora, en medio de una
cómplice y silenciosa sonrisa, pensaba que de haber puesto Mariscal Francisco Solano López,
y de haber respondido que “... el general Bolívar murió en el año 1830” en lugar de no sé,
seguramente la nota hubiera alcanzado para un 6 ( claro que también había desertado en
Lengua y Matemática por propia decisión.).

Ya desde la víspera, estaba seguro de presentarse en el examen sólo para obedecer a su padre.
Pero que de ninguna manera le interesaba eximirse para su probable ingreso a la Escuela
Naval Militar. Si bien ignoraba los motivos reales de su actitud, era consciente del fastidio
que le provocaba su padre, cada vez que éste invocaba “... la importancia de la Armada, y del
ejemplo patriótico de sus hombres en la guerra del Atlántico Sur, y que de no haber sido por
el maldito accidente yo sería ahora un orgulloso oficial...” y que patatín y patatín,
machacando siempre, tratando de meterle en la cabeza el dichoso uniforme azul con los
botones dorados.

Con fastidio, arrojó la carpeta por la ventanilla con esa sensación de rabia que lo dominaba
cada vez que pensaba en su padre.

Se preguntó por qué no lo querría, como por ejemplo, querían sus compañeros a sus padres;
sí, sabía, que las cosas se habían ido deteriorando entre ellos, después que su padre decidiera
juntarse con una hermosa y joven mujer, un año después de la muerte de su madre.”Papá: no
quiero que venga a vivir esa mujer con nosotros...” Fue inútil. El no quiso escucharlo. Para
colmo, esa nueva mujer le resultó extremadamente antipática desde el día que la
conoció.”Mandona, es mandona; una mandona de porquería”.

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Llegó a La Reja en momentos en que la luz solar desdibujaba las copas de los árboles.
Rápidamente cruzó el paso a nivel y en el primer almacén que encontró, compró cien gramos
de jamón crudo, un pan lacteado y una gaseosa.

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Diez minutos después subía al colectivo sintiendo que una aguda excitación crecía en su
interior solapadamente. Tomado del pasamano, dejó navegar sus ojos entre rostros cansados y
miradas recelosas.

Al descender, se encontró con una incipiente bruma que no dejaba ver más allá de los cien
metros. Apuró el paso. No tenía llave de la casona y estaba seguro de que dependería de la
buena suerte para entrar.”Tal vez forzando una ventana, o la misma puerta...” pensó, tratando
de darse ánimo.

Eso sí, tenía un plan y estaba dispuesto a llevarlo a cabo a costa de cualquier sacrificio; había
decidido quedarse en esa casa dos o tres días, tiempo suficiente- según creía- para hacerle
comprender a su padre que en el futuro las cosas serían diferentes.

Al divisar la finca comenzó a sentir un extraño cosquilleo, como si aislados racimos de


hormigas deslizaran sus frágiles patas entre sus vísceras.

Desde la muerte de su madre – un año atrás- no había vuelto a penetrar en esa sobria finca de
reminiscencias arquitectónicas normandas.

En esos momentos, el recuerdo de aquella trágica desaparición, puso un perno de emoción


contenida en su cerebro; apenas un ligero estremecimiento que se descolgó de su boca en
forma de bufido.

Antes de saltar el tapial, se quedó unos instantes mirando el rojizo color de las nubes, visión
fugaz pero suficiente para que aflorara en su memoria el pasado tiempo de boy-scout.”Así te
vas acostumbrando a una futura carrera militar. Aún devaluada por estos políticos corruptos,
sigue siendo la mejor opción, hijo. De cualquier manera- y es bueno que lo sepas: volveremos
otra vez...” Imposible olvidar las palabras de su padre; imposible sustraerse al rígido esquema
de la vida familiar convertida por aquel en un pequeño cuartel, un coto castrense privado
ganado por el resentimiento. Sabía que su padre había sido rechazado por culpa de una tara
física casi imperceptible, producto de una caída en moto.

Durante un par de horas, intentó forzar la puerta de entrada al comedor y luego la de la


cocina, intentos reiteradamente fallidos( hasta el recurso de introducir una rama a través de
las persianas a modo de cuña, también había resultado inútil); claro que estas frustraciones
no habían podido doblegar su voluntad Sabía que estaba comprometido a no rendirse ante
ningún obstáculo.

Trepando a un viejo roble llegó hasta la parte más alta del tejado, en el sector desde el cuál,
una pequeña terraza permitía el acceso a una enorme chimenea. Pronto, la idea de deslizarse a
través del hueco de la tronera le pareció algo riesgoso pero posible. Entonces, asistido por su
propio entusiasmo, catapultó su cuerpo como un gimnasta consumado, sentándose al borde
del espacioso hueco.

Casi rozando una telaraña, vio que a través del orificio, los ladrillos refractarios perdían sus
líneas asimétricas un par de metros más abajo.

La noche, surgida casi subrepticiamente, lucía una luna gorda que hacía brillar su luz
amarillenta sobre el tejado.

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Desde el alféizar de la tronera, los contornos celestes de la piscina comenzaron a liberar
recuerdos trágicos puntualmente dolorosos; pequeños y sostenidos estiletazos que mantenían
activo un sector del cerebro que solía reclamarle cuotas de culpabilidad.

Rolo cerró sus labios aspirando profundamente el húmedo perfume de la clorofila.

Por última vez forzó la mirada en busca del mínimo rastro de luz dentro del hueco.
Comprendió de pronto que ése, y no otro, sería el único medio de acceder al interior de la
finca de su padre. Claro que de sólo pensarlo se sintió tocado por una descarga química... No
obstante, antes de abandonar el tejado, se animó a romper parte de la telaraña extendida sobre
la tronera, con la intención de cotejar el espacio físico de su cuerpo dentro del conducto.

Sosteniéndose sobre sus antebrazos, se introdujo con precaución –tanteando cada centímetro
de los ladrillos refractarios—hasta un poco más abajo de su cintura.

Respiró aliviado. El hueco parecía tener suficiente holgura; tanta, que incluso podía mover
los pies como si estuviera pedaleando en el vacío.

Ya fuera de la chimenea, caminó con sumo cuidado debido a que la humedad había tornado
resbaladizo el esmalte de las tejas.

Una vez en el suelo, comenzó a juntar hojarasca reseca y a trasladarla debajo de la galería, en
el lugar más reparado. Era tanta la cantidad de hojas caídas, que el primer pensamiento fue el
de armar una lonja con éstas, buscando utilizarlas a guisa de cama ( había tomado la decisión
de no arriesgarse a penetrar a través de la tronera, hasta la mañana siguiente) para el caso de
no lograr acceder al interior.

Sólo en esos momentos, tuvo la impresión de que la luna gorda y geométrica lo miraba entre
las ramas altas de los pinos.

Comió lentamente, acompañado de los últimos graznidos de las aves y el monótono canto de
un grillo.

Acuciado por una incipiente sensación de cansancio y algunos espasmos producidos por una
brisa fresca, se recostó sobre las hojas que crujieron al contacto de su cuerpo( recién entonces,
cruzaron por su cerebro las supuestas imágenes de su padre, realizando diligencias en su
búsqueda).

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Despertó a media mañana sintiendo un agudo dolor en la cintura. Cuándo se puso de pie, notó
que entre las entrepiernas ( sentía los genitales tumefactos), y a lo largo de ambas
extremidades, un orín tibio se deslizaba con pereza.

Recordó que había soñado con su madre, reviviendo en los vericuetos de su mente, unas
pasadas vacaciones en Mendoza. Se veía caminando descalzo sobre la nieve- acuciado por
un seco pero intenso frío-, mientras ella le decía con un tono de ternura en su voz, que corriera
a abrigarse.

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Se esforzó por retener de manera coherente otras imágenes pero fue inútil. Casi entumecido,
comenzó a saltar y correr en medio de alaridos, esquivando los árboles como solía hacerlo
durante su cercana infancia.

Al oír el ruido de un vehículo, se encaramó en el portón justo en los instantes que pasaba el
camión del repartidor de leche( Rolo no lo veía desde las vísperas de la muerte de su madre)
que se abastecía en La Serenísima.

A los gritos, trató de llamar la atención del conductor sin resultado: Fiel a su costumbre, el
hombre continuaba escuchando los tangos de Julio Sosa al máximo volumen; eso sí, le
extrañó que pasara por ese lugar un día laborable y en pleno Otoño, teniendo en cuenta que el
vecindario estaba compuesto por ocasionales moradores de fin de semana.

Contrariado, se descolgó del portón y regresó a la galería. Allí, buscó el sector dónde el sol
asomaba su timidez mañanera y se quitó el pantalón y las medias. Por suerte, había tomado
la decisión de llevar un toallón, y ahora sentía el primer placer en muchas horas, deslizando el
algodón entre su piel.

Los diez grados de temperatura se hacían sentir entre sus desnudos poros; sin embargo,
podía resistir la sensación térmica algo más baja, asistido por el sol que abría su gran boca
entre los ladrillos.

Al cabo de algo más de dos horas, se calzó el pantalón ya casi seco, y se dispuso a penetrar
en el interior de la casa, utilizando la chimenea como elemento físico de acceso.

Antes de treparse nuevamente al tejado, trató - una vez más- de forzar las puertas y ventanas
pero el intento resultó otra vez inútil.

Corrió luego hasta el galpón, y, sobre la losa de éste, vio una cuerda amarillenta y reseca, de
unos ocho o nueve metros de longitud según sus cálculos. Mientras la deslizaba entre sus
manos, notó que el sisal estaba deshilachado en algunos tramos.”¿Aguantará esta mierda?”,
pensó entonces. Para salir un tanto de su duda, seleccionó la rama del árbol que creía más
fuerte, y ató a ésta una de las extremidades de la soga. Luego, a modo de cincha, cargó toda su
energía, tensando la cuerda hasta agotar su propia resistencia. El resultado le pareció confiable
– ya se imaginaba descolgándose por la garganta de ladrillos -, y se dispuso a poner en
marcha el plan que había elaborado horas antes.

Caminando sigilosamente entre las tejas -cada vez que apoyaba un pie le parecía que pisaba
un excremento chirle y resbaladizo- llegó hasta la base de la chimenea, justo cuándo su
adrenalina comenzaba a desperezarse. Enancado en la tronera, volvió a mirar hacia el temido
interior. “Tiene que ser fácil”, se dijo desafiando su propio miedo.

Pensando que en sus innumerables visitas a la Quinta jamás había reparado siquiera en la
chimenea, trató de concentrarse imaginado la forma del hogar. : Recordó la base ancha, los
ladrillos barnizados, la repisa de cedro con las figuras de marfil que su madre atesorara con
particular devoción, y hasta se acordó de un retrato de su hermana, fotografiada durante un
cumpleaños de ésta en esa casa.

Después de quitarse los zapatos, hizo un lazo con la cuerda, sujetándola alrededor de la
tronera, calzando el otro extremo debajo de sus hombros. Tanteando con sus pies la lisa

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superficie de los ladrillos refractarios, comenzó a deslizarse muy lentamente. El descenso fue
normal hasta unos dos metros más abajo. En ese punto, Rolo cayó en la cuenta que el hueco
se tornaba angosto sintiendo que sus brazos perdían soltura de movimientos.

Utilizando sus pies a guisa de palanca, escaló hasta volver a ganar espacio para su cuerpo.
Luego, apoyándose sobre su espalda, dudó unos instantes. Apostaba que con sólo dos o tres
brazolazas volvería a respirar el aire fresco que pasaba por encima de su cabeza. Claro que
también se dijo que si se rendía a su propio miedo, no podría castigar a su padre. La opción
por lo tanto, no admitía dilaciones: o seguía adelante con el plan hasta las últimas
consecuencias, o tendría que regresar a su casa, humillado, con el agregado de una profunda
frustración( se imaginó con la cabeza gacha, acatando los reproches reiterados y agresivos de
su padre; esto le dio nuevo impulso a su propósito)

Deslizando los pies por el lugar dónde se angostaba el conducto, notó que éste bifurcaba su
recorrido a través de un sensible recodo. Acosado por el resentimiento hacia su padre, aspiró
hondo y empujó el cuerpo hacia abajo; pronto sintió que los huesos de la cadera abrían un
surco a través del hollín pegado en los ladrillos. Sólo entonces comprendió que había sido
un idiota al subestimar ese inesperado contraste arquitectónico. Sin embargo, sintió un gran
alivio al notar que sus pies se movían con soltura.

Aspirando repetidas veces, trató de retener la mayor cantidad de aire en sus pulmones.
Comenzó a bajar unos centímetros, hasta el instante en que un agudo dolor lo dejó
momentáneamente paralizado.

Mirando hacia el lado en que el sol se colaba entre los ladrillos, vio una furtiva y pequeña
sombra en movimiento, justo cuándo el viento silbaba a lo largo de la tronera.

Volvió a aspirar. Una, dos, tres veces, con el pensamiento fijo de que en cada intento, el aire
que pretendía quitar de sus pulmones, fabricaría el intersticio milimétricamente necesario para
permitir que el cuerpo se hiciera algo más liviano y ligero en el descenso. En el último
intento, cuándo el esfuerzo comenzaba a pensionar los tejidos musculares, sintió un
cimbronazo entre sus manos

De pronto, como la arboladura de un yate herido por una tormenta, la soga comenzó a
deshilacharse justo en la parte que ésta mordía la base de la tronera. Momentos en que,
apoyando las manos en ambas paredes, presionó fuertemente hacia abajo, con la sensación de
que cada una de sus billones de células, se aunaban en el largo y sostenido grito parido por
una creciente angustia.

Repentinamente fue como sentirse tomado por la angustia; como si una ventosa inasible
comenzara a aspirarle la piel humedecida por el miedo que crecía arrollador en su cerebro.
Ahora, sólo ahora comenzaba a tomar noción del peligro a que estaba expuesto. Peligro que
amenazaba convertirse en pánico, cuando un imprevisto y lacerante dolor de sus caderas,
corrió de pronto entre sus músculos hasta la altura de sus hombros.

Rolo no pudo evitar que un Dios pequeño brotara de su boca, mientras, de manera
descontrolada, trataba de ascender hacia el rectángulo de luz.

En el primer intento ni siquiera se movió. En el siguiente, el cimbronazo fue tan violento que
la soga soltó un par de trenzas con un seco chasquido.

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Al voltear su cabeza, vio el cordón de sangre bajando por uno de los antebrazos.

Recordó al maestro boys-scout ”: ...cuándo se sientan en peligro, griten, griten siempre


cuántas veces puedan. Sólo después usen el cerebro para pensar”

En esos instantes, al mirar hacia arriba, observó como la araña trabajaba aceleradamente
reparando el tejido que él había destruido.

Durante algunos minutos, Rolo se quedó inmóvil, consciente de que debería actuar con el
mayor equilibrio.

Mientras trataba de ordenar sus pensamientos, sintió un leve cosquilleo a la altura de una
axila. Entonces giró la vista en el preciso instante que el cascarón negro y lustroso de una
cucaracha emergía detrás de uno de sus hombros.

Veloz, el insecto corrió hasta el final del conducto rozando con sus antenas la maltrecha
telaraña. Allí se detuvo, empujó su cuerpo hacia la izquierda, luego a la derecha hasta que,
repentinamente, optó por invertir el sentido de su trayectoria.

Al verla, Rolo se revolvió intranquilo; luego de chocar una y otra vez con su hombro derecho,
la cucaracha comenzó a deslizarse por los poros pegajosos de su piel, a la altura del cuello.

No pudo evitar una revulsiva sensación de asco. Imposibilitado de espantarla con sus manos,
todos sus ancestros gritaron movilizados por su propia repugnancia.

El insecto se detuvo, movió repetidamente sus antenas y luego desapareció a través de un


intersticio entre su brazo y el tórax.

............

Había perdido la noción del tiempo. La luz del sol constituía su única referencia al respecto.
Este, después de caer a plomo sobre su cabeza, ahora dibujaba un triángulo irregular hacia el
final de la tronera.

Durante algo más de dos horas, había intentado zafar sin éxito de su incómoda situación.
Sentía un agudo dolor desde los muslos hasta los antebrazos; por momentos, tenía la
sensación que le faltaba el aire, y por momentos también, era sacudido por una tos ronca y
gutural.

Aguzando el oído, había tratado de escuchar el paso de algún vehículo. Sólo de manera
esporádica le llegaron los decibeles amortiguados de un motor, desde alguna de las calles de
la periferia.

Por supuesto que sus gritos resultaron inútiles ( en realidad lo único que había logrado era
fijar un doloroso tirón en su garganta, áspera y reseca como una lija).

Tenía sed; una sed casi insufrible que le obligaba a morder los labios con desesperación.

Rolo pensó en su madre mientras el viento comenzaba a filtrar su siseo entre las hendijas.

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Por encima de su cabeza, la araña estaba punto de completar su siempre eficaz y mortífera
trampa. Ahora la veía libar en un círculo perfecto que estaba cerrándose lenta pero
inexorablemente.

También la araña le producía asco, sólo que éste era diferente al que sentía frente a la
cucaracha, algo así como una especie de temor ancestral( imaginar que la araña podría caer
sobre su cara, lo llenaba de espanto).

Estaba verdaderamente asustado. Consciente que una primaria sensación de impotencia e


insoportable angustia, se ramificaba en su cerebro. Claro que aún no se sentía derrotado. La
experiencia campamentista del año pasado – cuándo le tocara dormir sólo de noche, en plena
montaña –le resultaba ahora sumamente provechosa.

Cierto es que no era lo mismo. Por entonces, acurrucado en su bolsa de dormir al lado del
fuego, supo controlar sus miedos; y en esto- él lo sabía –radicaba el secreto para dominar
cualquier situación límite.

Trató de relajarse; aún le pesaban los recuerdos de sus pasadas tribulaciones, claro que –por
suerte para él – podía seguir confiando en sus naturales mecanismos de defensa. Sabía que el
recurso supremo de la cuerda permanecía intacto. Creía que, asiéndose fuertemente de la
misma y utilizando los pies como palanca, lograría la tan ansiada liberación ( también estaba
esperanzado en que el lechero – de regreso hacia su casa- pudiera oír sus gritos).

De pronto comenzó a hablar a viva voz ”: El nombre del mariscal era Solano López. Sí, tío,
ese Solano López que vos me contaste como les hizo pito catalán a los ingleses hijos de puta.
Yo sabía todo, claro que lo sabía, mamá. Sabía que el Paraguay se estaba convirtiendo en una
potencia y que los hijos de puta brasileños tampoco lo podían permitir. Sí mamá, era Solano
López, yo lo sabía. Qué boludo que fui, qué boludo... ¿Por qué murió mi mamá? ¿Por qué
mamá? ¿Por qué?”

Después el sollozo repetido, la maldita garganta dolorida con esa horrible sensación de que
alguien raspaba un vidrio entre sus carnes una y otra vez, sintiendo los pulmones como un
globo tenso a punto de estallar.

Oyendo el paso lejano de un convoy ferroviario, se percató que la luz del sol había
desaparecido del interior de la tronera( a través del orificio ahora el firmamento se mostraba
añil y limpio de nubes).

La araña, que ya había terminado su plan, permanecía quieta en la tenue penumbra de un


rincón. Rolo veía su cuerpo robusto, con las patas alzadas como un tenso amortiguador,
sabiendo que estaba al acecho, lista para caer sobre su próxima víctima.

En esos momentos, volvió a irrumpir la cucaracha. Corriendo a través de los ladrillos


refractarios, se detenía bruscamente para reanudar su carrera una y otra vez, como si un sino
misterioso la empujara hacia el final de la tronera, dónde la brisa movía la frágil telaraña. Sin
embargo, a escasos centímetros de ésta, frenaba su carrera, desplazaba sus antenas a modo de
radar, y salía disparada en busca de uno de los vértices de la chimenea.

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Rolo asió la cuerda con sus manos. Lentamente deslizó los nudos de sisal efectuando una
doble vuelta sobre su muñeca derecha y luego comenzó a tirar de la cuerda con fuerza, hasta
que la misma quedó rígida y extremadamente tensa. Un metro por arriba de su cabeza, vio el
nudo suelto y desflecado, sintiendo de pronto que una extraña corriente física tomaba cada
centímetro cúbico de su piel.

Entonces, el corazón comenzó a desbordarlo en miedo, sabiendo que era el momento de


jugarse el todo por el todo.

Presentía que el repartidor de leche no tardaría en pasar y que cada centímetro que lo acercara
a la cúspide de la chimenea, sería fundamental a la hora de pedir auxilio.

Por enésima vez volvió a pensar en su madre, sobre todo en aquel domingo por la mañana que
la había visto tan demacrada al momento de levantarse; ahora recordaba cuánto le había
llamado entonces la atención el rostro de color tiza y unas profundas ojeras que resaltaban
como nunca sus enormes ojos verdes.

Recordó el momento en que se enteró que ella era cardiaca, justo un día antes de cumplir los
diez años.”Lo que necesita es tranquilidad. Tenemos que evitar que tenga disgustos”.

Rolo dejó dormida en su paladar la última de las palabras de su padre, tratando de hacer viva
la memoria. “Pero no es nada serio – le había acotado entonces -; el médico dice que pronto se
recuperará”

Nunca pudo saber si su padre le había mentido deliberadamente. Lo cierto es que él no veía
mejora alguna en ella. A pesar de los cuidados y prevenciones de todo tipo, la figura de su
madre se consumía, ahuesándose sensiblemente.

Pese a esto, aquel domingo creyó verla muy feliz, sentada bajo el alero de la galería,
escuchando como siempre la música de Vivaldi( Rolo la imaginó en paz, ajena totalmente a la
enfermedad que ya había comenzado a entorpecer el armonioso fluir de su sangre).

Aún dentro de su delgadez, creyó percibir en el rostro de ella cierto parecido al de Catherine
Deneuve, la actriz que tanto le impactara a través de un cartel publicitario. Claro que eso
había sido antes del desdichado asunto ocurrido en la pileta.

Desde entonces, siempre tuvo plena conciencia de que jamás olvidaría el rostro angustiado de
su madre, en los momentos en que, acalambrado en una pierna, trataba desesperadamente de
alcanzar el borde del natatorio( siempre maldijo ese estúpido y falso orgullo, que le impidiera
reclamar el auxilio de su padre)

Jamás pudo quitarse de su mente lo que ocurrió después, cuando ella lo vió con la boca
abierta, jadeante y morada, agitando los brazos como aspas de molino incontrolables. Luego
oyó su desgarrador grito, mientras su cuerpo caía como quebrado en dos, con la sensación de
que el agua – como un animal viscoso- lo arrastraba hacia el fondo de sus fauces.

Cuándo abrió los ojos – de bruces contra el césped-, sintió las manos grandes y callosas de su
padre flexionándole la espalda tratando de quitarle el agua que comprometía a sus
pulmones( sólo cuándo alzó la vista volvió a ver a su madre: el rostro blanco como un
secante, tocado por una sonrisa peregrina ligeramente dibujada en sus labios gruesos y

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extremadamente violáceos, sintiendo que las manos ahuesadas de ella, se deslizaban por sus
antebrazos) .

Nunca le habían sonado tan dulces sus palabras. Vívidamente, recordó cómo, poco antes de
retirarse a dormir la siesta, ella lo había mirado de una manera intensa y extraña.

Luego fue todo tan repentino... ; un ruido proveniente de la habitación contigua, su padre que
aparece corriendo desde la galería con él detrás... ; preguntas maquinales, exclamaciones , y
una retahíla de gritos contenidos a partir del momento en que ambos la encuentran tirada junto
a la mesa de luz ,con aquellos enormes ojos verdes mirando fijos e inmutables el cielorraso.

Rolo se mordió los labios. ¡Cuántas pesadillas lo atormentaron noche tras noche! Pesadillas
crecidas, alimentadas desde el mismo momento que le dijera a su padre que él se sentía
culpable de aquella muerte.

Durante instantes que le parecieron interminables, había mirado la boca de su progenitor a la


espera de las mágicas palabras. Sin embargo, éstas no llegaron nunca. Por el contrario, no
pudo evitar un sollozo cuándo una voz áspera y acerada dijo a secas: “el destino lo quiso así”.

.................................................................

Mientras perduraba en su boca el gusto salobre del jamón crudo, la sed se tornaba cada vez
más acuciante.

Sorpresivamente, un trueno descargó sus irregulares decibeles a través de la estructura de la


casa, momentos en los que sintió que los paneles de la chimenea reverberaban en sus manos.

La otrora brisa, pronto se convirtió en un ventarrón que soplaba del Oeste, arrancando las
hojas de los árboles y algunas frágiles ramas.

Rolo oyó el chirrido de goznes gastados, mezclado con el ruido producido por una de las
puertas del interior de la casa, golpeando contra un objeto metálico.

En tanto los truenos repicaban como sordas campanadas, el viento aumentaba de intensidad;
una densa hojarasca girando en remolino, se introdujo con violencia en la tronera.

Imprevistamente- como consecuencia del ventarrón-, una mamboretá cayó encima de la


telaraña. Ya en medio de un pánico casi incontrolable, Rolo vió que la voraz mantis batía las
alas con furibunda energía, haciendo oscilar los finos hilos libados por la araña.

Durante algunos minutos, ésta se mantuvo en su escondrijo. Sólo cuándo la mantis dejó de
moverse por unos instantes, asomó a la luz con extremada cautela.

A Rolo la escena le resultaba alucinante. Como hipnotizado, veía como la araña se deslizaba
entre los filamentos de su arquitectura libando un nuevo hilo, girando lentamente en torno al
“tata Dios”; a la manera de un gallo de riña, ora se acercaba, ora se alejaba, tratando de no
cometer error alguno. Sin duda, la naturaleza se había encargado de escribir en sus genes que
esa presa no sería un bocado fácil. Y no lo era: con sus pinzas hacia delante a manera de
temibles espolones, la mantis dibujaba fintas defensivas a la espera del feroz ataque.

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Observando el natural pero angustioso ejercicio de la lucha por la supervivencia, Rolo
comenzó a sentir una aguda opresión. Casi al instante, notó que gruesas gotas de sudor le
brotaban a lo largo y ancho de su frente como pústulas malolientes( pronto, todo el contorno
de su cara pareció inundarse, en una interminable sucesión de poros que explotaban en
cadena sometidos a los genes de la angustia)

Acuciado por una sostenida sensación de impotencia, vió cómo la mamboretá –que tenía sus
extremidades enredadas en aquellos pegajosos hilos- se debatía débilmente. Segura de su
victoria, la araña avanzaba ahora hacia ella con la macabra soltura de la muerte.

Sin saber por qué, Rolo tomó partido por la mantis. Ciertamente, el tata dios no era
precisamente un insecto de su devoción, y mucho menos, desde el momento que supo que
esos feroces animales seccionaban el cuello de sus víctimas antes de devorarlas; sin embargo,
en estas circunstancias, estaba seguro de poder hacer cualquier cosa con tal de liberarlo de
aquella trampa perfecta.

En esos momentos, la araña replegó su vientre sacudida por un espasmo; luego, se acercó
aún más a la mantis y durante unos segundos -que a Rolo le resultaron interminables -,
permaneció inmutable mientras las patas de su víctima hendían el aire convulsivamente.

Desde su posición.- algo más de un metro de distancia- Rolo podía ver los ojos múltiples de
la araña escrutando fijamente a esa pequeña masa de materia en movimiento, y entonces no
pudo evitar que otro recuerdo -dormido durante mucho tiempo en su cerebro -, abortase con
violencia: ocho años de edad, sentado en la cama de su habitación. Los relámpagos que
retratan la escena una y otra vez, mientras el viento trepida sobre la ventana. Se ha despertado
sobresaltado y le dice a su madre entre sollozos que no quiere más al gato; que por favor lo
regale o, mejor aún, que lo abandone porque él no podrá volver a tocarlo después de lo que
pasó; la madre que indaga en la angustia y otra vez la voz entrecortada explicándole el horror
y el miedo cuándo el michi, después de cazar una laucha “... la tenía agarrada con una de sus
patas, mamá, y después la soltaba y otra vez la agarraba, la laucha corría por el patio y el gato
vuelta a amarrarla mamá, no la soltaba y yo miraba y le quería pegar al michi y agarré la
escoba y le pegué fuerte en la cabeza, así, así, pero la lauchita ya no se movía porque estaba
muerta, mamá...”

Ahora, después de ocho o nueve años, el pasado se hace lágrima abierta al recordar la fatídica
pregunta a su madre”: ¿ Por qué Dios era tan malo?’

La respuesta en referencia a que Dios disponía así las cosas porque “... quiere llevarse al
ratoncito a su lado “, no hizo más que aumentar su desamparo.. Desde ese momento, - en
cuánto a creencias religiosas - se convirtió en el trasgresor de la familia: no más oraciones
por la noche ni más asistencias forzadas a las misas dominicales; hasta el hombre de espíritu
castrense debió aceptar resignadamente este estado de cosas, harto de arengas y amenazas.

De cualquier manera, estas disquisiciones fueron brutalmente arrancadas de su cerebro por un


nuevo y soberano trueno que estremeció toda la mampostería de la casa. En esos momentos,
el cielo parecía una sábana negra lista para ser enjuagada; mientras, el olor cercano a tierra
mojada, ya comenzaba a filtrarse a través de la tronera.

Como presintiendo el aguacero, la araña abandonó repentinamente su momentánea pasividad,


y, en una actitud ancestral marcada por la supervivencia, se lanzó sobre su presa.

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Arrastrando la filigrana babosa que resaltaba aún más sobre el telón de fondo de los cúmulos-
nimbos, sometida a la dictadura de sus genes, convertida en una perfecta máquina de muerte,
la araña libaba alrededor del cuerpo de la mamboretá, deslizándose con soltura sobre el dibujo
geométrico de su trampa, segura de que su víctima- ya con las fuerzas agotadas -, apenas
podía observar su trayectoria.

Como parte de una escenografía de terror, el ventarrón movía de un lado a otro la frágil pero
segura estructura; en esos momentos, Rolo tuvo la sensación que otro frente de angustia
cavaba zanjas en su espíritu..

Al mirar su reloj, se dio cuenta que el repartidor de leche no tardaría en pasar, si bien no
estaba seguro del horario en que lo haría.

Era la instancia para hacer el esfuerzo supremo, tratando de lograr zafar sus caderas del
estrecho hueco, consciente que si lograba hacerlo, no tendría más remedio que atravesar la
inmunda trampa de la araña; sin embargo, estaba dispuesto; la sola y terrorífica idea de pasar
la noche en ese lugar, le daba la fuerza adicional que necesitaba.

Miró hacia el orificio de salida, justo en el instante que la araña se movía como sacudida por
un espasmo; ésta se acercó a la mamboretá, y durante unos segundos se mantuvo quieta
frente a su indefensa víctima, Rolo había asistido al espectáculo dramático de la araña,
mientras ésta envolvía a su víctima. Por eso, al verla en acción nuevamente, intuyó que
volvía por el remate De repente, abriéndose paso a través de la frágil estructura, el velludo
insecto comenzó a girar en sentido transversal al dibujo de la trampa. En contado minutos, el
cuerpo de la mamboretá – salvo la cabeza y la parte superior de sus patas delanteras- quedó
enrollado como un matambre hasta que, después de violentas convulsiones, todo su cuerpo
quedó inerte; Rolo supuso que la araña - mientras libaba -, habría mordido a la mantis en el
vientre.. Mientras tanto, la realidad no parecía tener consideración de ningún tipo con sus
angustias y sus miedos: la lluvia se había convertido en un violento aguacero que lo obligaba
a actuar con suma rapidez y decisión.

Por enésima vez vió la soga herida, apenas firme en un trazo de sisal que no ofrecía
demasiada confianza. Sabía que sopesado en varias ocasiones su posible capacidad de
resistencia, jalando de ésta con fuerza, y, en todos los intentos, la soga se había mostrado
resistente.

Claro que también sabía, que- en el momento de jugar la alternativa suprema-, no sólo serían
los brazos los que ejercerían presión sobre los maltrechos hilos: lo haría todo el conjunto de
sus músculos, forzados a actuar en extrema tensión, e incluso por momentos, su propio peso
muerto, que terminaría por comprometer seriamente la estructura dañada de la soga.

Desechando toda duda, tomó la decisión de operar con urgencia; por lo tanto, ciñendo la
cuerda con una vuelta más a su muñeca, comenzó a tirar apoyando ambos pies en la pared.

Sólo alcanzó a ascender un par de centímetros, antes que la cuerda, restallando como un
latigazo, se rompiera abruptamente.

Seudónimo: 2+2=5

Tomado de un hecho real publicado en el diario “La Razón” (N del A)

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