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Laurel O’Donell

El honor de un
c aba l l e r o
Para las alegrías de mi vida:
John, Brynn, Jason y Taylor.
Seguid siempre los dictados de vuestro corazón.

Y claro, para mi esposo, Jack.


Sin tu ayuda, nunca hubiera podido
escribir estas maravillosas historias.

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ÍNDICE

QUERIDO LECTOR ......................................................................... 5


Un beso robado ....................................................................... 6
Prólogo .................................................................................... 7
Capítulo 1 ...............................................................................12
Capítulo 2 ...............................................................................21
Capítulo 3 ...............................................................................28
Capítulo 4 ...............................................................................34
Capítulo 5 ...............................................................................38
Capítulo 6 ...............................................................................42
Capítulo 7 ...............................................................................46
Capítulo 8 ...............................................................................55
Capítulo 9 ...............................................................................60
Capítulo 10 .............................................................................68
Capítulo 11 .............................................................................74
Capítulo 12 .............................................................................79
Capítulo 13 .............................................................................86
Capítulo 14 .............................................................................92
Capítulo 15 .............................................................................99
Capítulo 16 ........................................................................... 105
Capítulo 17 ........................................................................... 109
Capítulo 18 ........................................................................... 114
Capítulo 19 ........................................................................... 119
Capítulo 20 ........................................................................... 126
Capítulo 21 ........................................................................... 130
Capítulo 22 ........................................................................... 136
Capítulo 23 ........................................................................... 141
Capítulo 24 ........................................................................... 146
Capítulo 25 ........................................................................... 151
Capítulo 26 ........................................................................... 155
Capítulo 27 ........................................................................... 161
Capítulo 28 ........................................................................... 166
Capítulo 29 ........................................................................... 169
Capítulo 30 ........................................................................... 175
Capítulo 31 ........................................................................... 180
Capítulo 32 ........................................................................... 185

-3-
Capítulo 33 ........................................................................... 191
Capítulo 34 ........................................................................... 199
Capítulo 35 ........................................................................... 206
Capítulo 36 ........................................................................... 210
Capítulo 37 ........................................................................... 213
Capítulo 38 ........................................................................... 217
Capítulo 39 ........................................................................... 223
Capítulo 40 ........................................................................... 229
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA ..................................................... 235

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

QUERIDO LECTOR
Estoy muy feliz de que hayas escogido leer la historia de Taylor y Slane. Taylor
se ha convertido en una de mis heroínas favoritas. Es combativa, tiene mucha fuerza
de voluntad y, además, sabe utilizar la espada como cualquier hombre. Como es una
mercenaria que vive en las calles, nunca piensa en el honor. Hace lo que debe para
sobrevivir. Slane, por otra parte, es, de verdad, un hombre de honor. Es galante y
caballeroso. Es el tipo de héroe en el que las mujeres piensan cuando se imaginan un
caballero medieval. ¿Cómo pueden juntarse un hombre de honor y una mercenaria?
¡Bueno, tendrás que leer El honor de un caballero para descubrirlo!
Gracias de nuevo por dejar que El honor de un caballero te lleve a un maravilloso
mundo de aventuras, esplendor medieval y amor.

LAUREL O'DONNELL

***

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Un beso robado

—¿Por qué no me habías hablado de tu prometida?


Slane desvió la mirada. ¿Por qué se sentía culpable? ¿Por qué sentía que, de
alguna manera, la había traicionado? Era una idea ridícula. Él no tenía por qué ser
leal con esa mujer, sólo tenía que serlo con su hermano.
—No era importante —dijo en un tono defensivo—. Nuestra relación... la tuya y
la mía... no es nada más de lo que parece.
—Supongo, entonces, que estaba equivocada —murmuró ella.
Slane se fijó en la manera en que los labios de ella temblaban, en la forma en
que su garganta se movía.
—Nunca he tenido intención de hacerte daño, Taylor —dijo en voz baja.
—No, pero me lo has hecho.
Sus ojos eran grandes y del verde más profundo que Slane hubiera visto jamás.
La titilante luz de la vela la iluminaba de una manera casi angelical. Sin ser invitado,
tomó un mechón del cabello de Taylor y lo enroscó entre sus dedos.
—¡Dios mío, eres preciosa!
—Es mejor que te alejes de mí. Que te vayas muy, muy lejos —le advirtió ella—.
Sólo te traeré problemas.
Slane asintió y repitió:
—Muy, muy lejos —pero levantó la mano para pasarla alrededor de la barbilla
de Taylor, sobre su mejilla. Después se vio a sí mismo acercando su brazo hacia la
cabeza de ella, sus labios a los de la mujer. El dulce aliento femenino abanicó su
rostro.
Ella lo miró. Era tan guapo...
Él bajó sus labios hacia los de ella...

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Prólogo

Inglaterra, 1340

Taylor Sullivan se preguntó si su madre se habría vuelto loca. En semejantes


circunstancias, nadie en su sano juicio habría podido irradiar una sonrisa tan
resplandeciente como la que se dibujaba en los labios de su madre. ¿Cómo podía
sonreír cuando se encontraban en esa indescriptible y horrorosa situación? La niña se
preguntó si aquello era posible. Su cuerpo tembló de miedo. Tuvo que agarrarse
firmemente las pequeñas manos para evitar que su madre se diera cuenta de que sus
dedos temblaban de terror y desdicha.
El traje negro de la madre contrastaba con su pálida piel de alabastro, haciendo
que pareciera de un blanco casi fantasmal. Su cabello castaño estaba recogido en una
gruesa trenza que colgaba a lo largo de la espalda y que se balanceaba, como una
soga, de un lado a otro a medida que caminaba hacia Taylor.
Taylor bajó la cabeza, incapaz de mirar el radiante rostro de su madre.
—Oh, querida —murmuró esta última y tendió las manos para tomar las de
Taylor—. ¿Por qué tienes esa cara tan triste?
De repente y sin poder controlarse, Taylor se lanzó hacia ella, abrazándola con
toda la fuerza de que fue capaz.
Con una risa sobresaltada, la mujer le devolvió el abrazo. Taylor cerró con
fuerza los ojos, luchando contra las lágrimas que la quemaban.
Su madre le acarició la cabeza con calma, tratando de tranquilizarla.
—No te preocupes —murmuró—. Él vendrá a por mí. Sé que lo hará.
Taylor se separó de su madre para poder ver sus ojos azules. Estaban vidriosos
y tenían una mirada lejana, de ensueño. La misma sonrisa feliz que la pequeña había
visto en los labios de su madre cuando había entrado por primera vez en la
habitación volvió a dibujarse en sus labios.
—Él no dejará que me quemen —continuó, a pesar de que los reflejos de las
velas que estaban en la habitación torturaban a la pobre niña con la visión de las
terribles cosas que estaban a punto de suceder.
Su madre se dirigió hacia la ventana. Puso las manos sobre la fría cornisa y miró
fijamente el cielo de la naciente mañana.
—Nos queremos demasiado —susurró.
—¿Padre? —preguntó Taylor con una débil esperanza.
Su madre se rió suavemente.
—No —dijo.
Taylor oyó que la puerta que estaba detrás de ella se abría; se volvió y vio a dos
guardias parados allí. Para una niña de doce años, aquellos dos hombres fornidos

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

parecían unos gigantes con armaduras plateadas. La luz arrojó profundas sombras
sobre sus rostros, transformándolos en horripilantes máscaras que hicieron que
Taylor se acordara de los ogros de los cuentos que solía contarle su madre.
—Llegó la hora, milady —dijo uno de los ogros con una voz que sonó hosca y
amenazante a los oídos de Taylor.
La desesperada mirada de la pequeña se volcó de nuevo sobre su madre. Se le
estaba acabando el tiempo. Tenía que parar aquello, detener ese horror.
—¡No! —gritó la niña, encontrando por fin algo de fuerza en su voz—. ¡No
pueden hacer eso! —Agarró a su madre del brazo, empujándola hacia el fondo de la
habitación.
Su madre le tocó suavemente la mejilla.
—Él vendrá —le volvió a decir y, con delicadeza, apartó de su brazo los
pequeños dedos de Taylor. Luego, se dirigió hacia la puerta.
Taylor observó la figura erguida y alta de su madre y deseó poder sentir la
confianza que ella exhibía. De inmediato, las dos bestias se situaron detrás de la
mujer, formando una maciza pared de carne musculosa y acero frío. Taylor se vio
envuelta en un sentimiento que la hundía cada vez más en la desesperación Siguió al
cortejo hasta que llegaron al pasillo. Sólo había una única oportunidad. Sólo existía
un hombre que podría evitarlo.
Voló a través del corredor vacío, completamente consciente del cielo que
despertaba a medida que el sol ponía en fuga a la oscuridad de la tierra;
completamente consciente de que los rayos del sol presagiaban la fatalidad del
destino de sí madre. No podía lograr que sus pequeños pies se movierar con la
suficiente rapidez a través de las resbaladizas piedra; del pasillo. El traje de seda se le
enredaba en las piernas, refrenando sus apresurados pasos. Por fin, se detuvo frente
a una puerta cerrada. El miedo surgió como una ola salvaje, compitiendo con el
valor. Pero, como un brioso caballero, luchó contra su pavor y alzó la mano para
empujar la puerta.
La habitación estaba oscura, excepto por la luz de una única vela que estaba en
un escritorio. Taylor avanzó titubeante. Entre sombras, pudo reconocer la silueta de
un hombrd sentado detrás del gran escritorio.
El hombre alzó lentamente sus ojos negros cuando ella entró. La llamarada
ondeante de la vela lanzaba reflejos rojizos y anaranjados hacia su rostro, dibujando
sombras demoníacas sobre las cejas.
A pesar de que los cinco sentidos le decían que corriera, que no provocara la
furia de su padre, Taylor sabía que no podía darse por vencida.
—Por favor —murmuró—. Ten piedad.
El hombre se recostó y sus ojos desaparecieron completamente en la oscuridad.
Después de un largo momento, se restregó los ojos con aire cansado.
—La amo, tú lo sabes —murmuró—. Se lo di todo. Le di todo lo que quiso. —
Movió la cabeza y el pelo gris se agitó sobre sus hombros.
Taylor creyó descubrir un destello en los ojos de su padre cuando él levantó la
cabeza; se preguntó si podría ser una lágrima.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Esto no se lo puedo perdonar —se quejó—. No habrá piedad.


—Por favor, padre —susurró, casi incapaz de contener el terror que la
atenazaba.
Su padre, de repente, le pareció más viejo de lo que nunca antes lo había visto;
las arrugas sobre las cejas, las líneas alrededor de la boca; todas parecieron
profundizarse y oscurecerse.
—El amor verdadero no existe —murmuró—. Recuerda eso, hija.
—Pero mi madre...
El hombre se levantó y caminó hasta la ventana, donde se veía que el sol apenas
empezaba a aparecer en el horizonte. La luz de la mañana lo bañó en una marea roja.
Una repentina brisa levantó su capa hasta los hombros y la tela voló detrás de él; por
un momento, pareció que tuviera alas.
—La quemarán dentro de unos minutos —dijo secamente.
Taylor retrocedió. Tenía frío. Era tan implacable... ¿Cómo podía decir que
amaba a su madre y después sentenciarla a muerte? Se puso de pie, erguida, y lo
miró, tratando de esconder su dolor y su desesperación.
Había fracasado. No había sido capaz de conseguir que su padre cambiara de
opinión. En la distancia, escuchó el amenazador soniquete de los tambores. Tenía que
darse prisa. Ya estaba empezando.
Se dirigió hacia la puerta, pero una voz tronó a través de la habitación.
—Te quedarás conmigo —le ordenó.
—No. —Taylor emitió un sollozo. Tenía que despedirse de su madre.
—Te quedarás a mi lado y aprenderás a lo que lleva la infidelidad.
Sintió que sus entrañas daban un vuelco. La sangre le retumbaba en los oídos,
ahogando el ruido de los tambores.
—Por favor, padre —le suplicó.
—Te quedarás —le dijo con un tono de voz al cual no podía desobedecer.
Por un prolongado momento, un extraño silencio envolvió el castillo y, a su vez,
el corazón de Taylor. Pensó en desobedecerlo y salir corriendo para estar con su
madre, pero nunca, en sus doce años de vida, lo había desafiado. Años de estricta
disciplina le impidieron hacerlo ahora.
En silencio, le suplicó a Dios que salvara a su madre. Rezó para que ella
estuviera en lo cierto: Él iría a rescatarla. Desesperadamente, quería creer lo mismo
que su madre. Desesperadamente, quería que un caballero de radiante armadura
llegara corriendo a rescatarla y la salvara de las llamas a las cuales la había
condenado su padre.
Las palabras de la madre retumbaron en su mente:
—No dejará que me quemen.
Una llama de esperanza se encendió en el pecho de Taylor. Su madre parecía
tan segura de lo que decía... ¿Podría estar en lo cierto? ¿Él la salvaría?
Taylor se apresuró a ir hasta la ventana, al lado de su padre. Su mirada
enardecida no estaba, sin embargo, dirigida al patio donde se desarrollaba el horror
de la ejecución de su madre. Sus ojos buscaron al caballero a lo lejos, en el puente y la

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

carretera. Buscaron al caballero de honor que rescataría a su madre. Pero el puente y


la carretera estaban vacíos. Silenciosos.
—Nos amamos demasiado —había dicho su madre.
Taylor miró esperanzada la carretera vacía, esperando al que iba a rescatar a su
madre. Esperó.
La confesión de su padre retumbó como un eco en su mente:
«La amo».
Y esperó.
«El amor verdadero no existe».
De repente, Taylor comprendió las palabras de su padre y tuvo una revelación
escalofriante. No habría ningún rescate. Su madre se quemaría. El pánico se apoderó
de ella por completo y tembló. A medida que un humo negro y llamas anaranjadas
giraban para fundirse con los rayos del amanecer, un grito acabó con el silencio.
De repente, se levantó en el cielo del amanecer un estallido de llamas
triunfantes; sus hambrientas lenguas lamiendo la noche que moría. Para una niña
aterrorizada, aquélla era la cara de la muerte. Taylor cayó de rodillas, poniendo la
cara entre sus manos, llenando, con su llanto agonizante, el repentino silencio de su
madre.

Jared Mantle maldijo. ¿En qué se estaba convirtiendo Inglaterra si permitían


que una buena mujer como lady Diana fuera quemada?
Diana era una de las mujeres más piadosas que Jared había conocido en su vida.
Años atrás, ella lo había encontrado en la carretera, herido y al borde de la muerte.
Lo había llevado al castillo Sullivan y había cuidado de él hasta que recuperó su
salud. Luego, le había pedido a lord Sullivan que aceptara los servicios de Jared. Se
necesitaron diez largos años de arduo trabajo, pero Jared finalmente había alcanzado
el rango de capitán. Había entrenado a la mayoría de los hombres que en aquel
mismo instante custodiaban el castillo. Pocos hombres, o ninguno, podían vencerlo
en combate.
Ahora, después de quince años de fidelidad y devoción, Jared se encontró en el
mismo punto en el que había comenzado: solo. Se tocó su corta barba. Estaba seguro
de que Sullivan lo dejaría quedarse, pero no podía permanecer en el mismo lugar en
donde habían quemado a una amable y generosa mujer. Jared, triste, sacudió la
cabeza. Además, era hora de que buscara su propia fortuna antes de que no pudiera
levantar una espada.
Se amarró el cinturón y la espada y observó la habitación por última vez. Se
metió en los bolsillos las pocas monedas que había ahorrado durante sus años de
servicio a los Sullivan, se dirigió a la puerta y salió hacia la noche.
La luna era una pequeña línea de luz en el aún oscuro cielo, un estrecho ojo que
observaba su partida. Avanzó hacia lo profundo del jardín.
De repente, Jared se puso tenso. Instintivamente, supo que alguien estaba allí.
Se escondió en la oscuridad y observó con ojos curiosos cómo una silueta entraba a

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

escondidas al patio vacío. Agachado y concentrado, vio que la figura se movía con
agilidad de sombra en sombra, hacia los portones principales.
Jared entornó los ojos y se movió silenciosamente a través del patio, sus largas
zancadas acercándolo a la figura, de espaldas a él.
—Es demasiado tarde para un paseo nocturno —dijo Jared en voz baja. La
figura se volvió para mirarlo. Unos ojos verdes relumbraron, desafiantes, hacia él.
Rápidamente, la niña puso los brazos detrás de la espalda, para que él no viera algo
que sujetaba con fuerza en las manos.
El movimiento lo sorprendió. Aunque llevaba el rostro oculto bajo una capa de
terciopelo, la reconoció de inmediato. La hija de Diana. ¿Qué hacía una niña como
ella paseando por allí a esas horas de la noche?, se preguntó. Y además, sin ningún
acompañante.
—¡No trates de detenerme! —le dijo la pequeña.
Por primera vez, Jared vio el hatillo que cargaba sobre los hombros. Ella
empezó a alejarse, pero el hombre la sujetó por la muñeca y tiró de ella. El anillo de
su dedo resplandeció en la luz azul de la noche. El anillo tenía dibujadas dos espadas
entrelazadas con una gran letra S, grabada en el centro. Levantó sus ojos hacia los de
la jovencita.
¿Habría robado el anillo?
Taylor levantó la barbilla y lo miró desafiante.
—Era de mi madre —dijo con voz firme.
La miró detenidamente durante un momento.
—¿Estás huyendo? —le preguntó.
—Me marcho de aquí —contestó ella.
—¿Sin nadie que te cuide? ¿Ni un guardia?
—¡No necesito ningún guardia!
Jared reflexionó un instante sobre esas palabras. Pudo ver rasgos de la madre en
cada uno de sus orgullosos movimientos: en la preocupación que se encontraba bajo
su mirada desafiante; en el valor con el que movía los hombros. Era tan joven... Tan
joven y tan inexperta. Jared miró hacia las puertas. El mundo exterior se la comería
viva.
—¿Adónde te diriges?
Taylor hizo una pausa momentánea. Miró la puerta de madera y después hacia
las paredes que rodeaban el castillo, como si allí se encontrara la respuesta.
—A Londres —contestó finalmente.
Él gruñó en voz baja. Taylor no tenía ni idea de aquello en lo que se estaba
metiendo; no sospechaba qué clase de gente estaba esperando allí fuera para
aprovecharse de una niña de doce años. Seguramente terminaría de prostituta. O
muerta, en la carretera, sin su elegante capa de terciopelo. Durante un momento se
preguntó si se le habría ocurrido meter algo de comida en su hatillo. La miró de
reojo. «Bueno, creo que, al menos, le debo esto a milady», se dijo a sí mismo.
—Hacia allá me dirijo yo. ¿Puedo acompañarte?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 1

Ocho años después

Slane Donovan se bajó de su caballo negro frente a una pequeña tienda y lo


amarró a un árbol cercano. Woodland Hills era un pueblo sencillo. Sólo había una
tienda, y se encontraba frente a ella. El letrero que colgaba de un palo de madera
estropeado por el clima y que sobresalía del techo de paja chirriaba a medida que se
movía de un lado a otro con la suave brisa. Miró las calcinadas palabras quemadas en
la madera.
«Productos Benjamín».
Una extraña sensación en la nuca le hizo desviar la mirada a la puerta de la
tienda. Una niña estaba plantada allí, mirándolo con unos enormes ojos castaños.
Slane le sonrió y le tocó la cabeza mientras entraba en la tienda.
Estaba oscuro, sólo había un leve resplandor a su izquierda, en la zona
iluminada por el fuego de una enorme chimenea, y detrás de él, en la entrada, que
estaba iluminada por el sol. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Slane
se dio cuenta de que al fondo de la tienda había un hombre barriendo. Cuando oyó
que Slane entraba, cesó en su actividad y lo miró, mientras sostenía la escoba con
ambas manos.
—Buenos días, señor —lo saludó—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Tú debes de ser Benjamín.
Benjamín asintió.
—Sí, ¿qué se le ofrece?
Slane miró a su alrededor y vio varias mesas, dispuestas a modo de escaparate.
En algunas había dagas con puntas torcidas, cuchillos oxidados, mazos con
empuñaduras desportilladas y muchas otras armas. En otras se exhibían utensilios de
cocina o herramientas de agricultura. Las repisas que llenaban las paredes estaban
repletas de comidas variadas, vegetales llenos de tierra, platos y unas cuantas tiras de
carne salada.
—Sólo necesito información —dijo Slane.
Benjamín comenzó a barrer de nuevo.
—En estos días, nada es gratis, señor.
Slane suspiró y sacó una moneda de oro del bolsillo.
—Estoy buscando un anillo —dijo—. Con dos espadas cruzadas y una S
encima.
Los ojos del hombre se iluminaron cuando vio la moneda de oro. Alargó la
mano para hacerse con ella, pero Slane la retiró.
—¿Has visto el anillo?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Sí, no hace ni dos días que se lo vi puesto a una mujer.


—¿Sabes hacia qué lugar se fue la mujer? —preguntó Slane.
—Salió hacia el oeste. Me imagino que iba hacia Fulton.
Slane asintió y le dio la moneda al hombre. Benjamín, codicioso, la arrebató de
la mano de Slane.
Fulton. Ése era un viaje de sólo un día. Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Vio
que la niña lo miraba fijamente y sus ojos se abrieron de par en par antes de que se
quitara de delante de la puerta. Slane sonrió. Salió de la tienda y se acercó a su
caballo.
Los suaves pasos de la niña lo siguieron.
—¿Ha hecho algo malo?
Slane se dio la vuelta al oír la suave voz de la niña.
—No —le dijo con tono amable.
—Entonces, ¿por qué quieres encontrarla? —preguntó.
Slane sonrió y se arrodilló frente a ella. Sus ojos eran grandes, castaños e
inocentes.
—Estoy buscando el anillo.
—Oh.
Slane le acarició la cabeza y se montó en el caballo.
—¿Lo estás buscando como esos otros hombres de esta mañana?
Slane se quedó helado.
—¿A qué otros hombres te refieres?
—Unos hombres que esta mañana estaban preguntando también por el anillo y
por la mujer —dijo ella—. Uno de ellos era muy antipático; tenía pelo en el labio. No
me gustó nada.
—Corydon —murmuró Slane mientras miraba hacia la carretera. Cuando
Corydon había ganado las tierras que rodeaban las de Donovan y Sullivan cinco años
antes, el mismo Slane se le había acercado pacíficamente, tratando de establecer una
relación cordial con su vecino. Pero Corydon se burló de sus esfuerzos y atacó a sus
compañeros. Dos hombres buenos fueron asesinados ese día. Slane todavía podía
escuchar la risa de Corydon.
Ahora había empezado a reunir un ejército. Suficientes hombres como para
cercar un castillo. Slane supo que le quedaba poco tiempo para completar su misión.
Corydon tenía un hambre insaciable de propiedades, de tierras.
Slane volvió a mirar a la pequeña. No podía tener más de cuatro años, pero
obviamente era mucho más inteligente que las niñas de su edad. Le brindó una de
sus más amables sonrisas.
—Gracias, pequeña —dijo—. Has sido de gran ayuda.
La niña puso las manitas sobre su boca y se rió. Slane azuzó su caballo y el
animal salió al trote. Al poco, Slane clavó espuelas para que apresurara la marcha.
Con Corydon tan cerca, sabía que no podía perder tiempo. Necesitaba ayuda.
Necesitaba personas expertas en seguir rastros.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

El brazo pegó fuertemente contra la mesa. Sonaron carcajadas alrededor de la


habitación, retumbaron diversos ruidos y, por fin, lo que más le gustaba oír a Taylor:
el sonido de las monedas chocando entre sí. Vio que Jared se levantaba de la mesa,
con una sonrisa victoriosa en su barbudo rostro. La cota de malla giró con su
movimiento y el cuero brilló turbiamente en el fuego a medida que se ponía de pie.
Taylor miró el fuego, contempló sus llamas ondeantes y un instante después volvió
el rostro.
El que acababa de perder el reñido pulso con Jared, un hombre alto y fornido,
se puso en pie frotándose el dolorido brazo. Taylor se quedó inmóvil durante un
instante y, con mucha discreción, movió la mano hacia la empuñadura de su espada,
pero cuando vio que el hombre derrotado alzaba los hombros y bajaba la cabeza, se
relajó. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Esta vez no iban a tener problemas. En
otras ocasiones, Jared y ella habían tenido que salir peleando de fondas y tabernas. A
la mayoría de los hombres les costaba mucho separarse de la moneda que tanto les
había costado ganar.
Jared saludó a algunas personas y dio varios golpecillos en algunas espaldas.
La mayoría de los hombres que apostaban creían que era de mal gusto darle su
moneda a una mujer, y Jared no podía ocuparse de eso porque tenía que cultivar sus
relaciones y hablar con los clientes del lugar en el que estuvieran y con su oponente
del momento, para calmar los ánimos y evitar males mayores. Por ese motivo, Taylor
y Jared habían decidido que lo mejor era contratar a un hombre que recogiera las
ganancías. Taylor se recostó contra la pared, al fondo de la taberna, buscando en el
lugar a la pequeña y turbia criatura. Había decidido permanecer discretamente
separada de los clientes, vigilando la espalda de Jared.
Vio que Irwin iba de uno en uno a través de la oscura habitación, recolectando
algunas monedas que lanzaban destellos con la luz de la antorcha cuando las ponían
en la palma de su mano. La forma en que apretaba las manos contra su pecho, la
manera en que se escabullía, hacía que Taylor pensara en una rata. Manteniendo la
mirada fija en él, Taylor tomó la jarra de cerveza de la mesa que estaba frente a ella.
Irwin extendió la mano frente al siguiente hombre, el cual le puso dos monedas en la
palma, haciendo una mueca y retirándose. La joven alzó la jarra hacia los labios, pero
hizo una pausa cuando vio que los ojos de Irwin se movían de izquierda a derecha.
Supo lo que iba a hacer incluso antes de verle meter las monedas en su propio
bolsillo. Taylor entrecerró sus ojos verdes y echó la cabeza hacia atrás para beberse
de un solo trago la cerveza que quedaba en la jarra.
Cuando Irwin finalmente se acercó hasta donde ella estaba, Taylor ya iba por su
segunda cerveza. Una sonrisa se esbozó en su rostro de roedor a medida que tocaba
la bolsa llena de monedas, riéndose feliz.
—¡Les hemos vaciado los bolsillos! —Dejó caer la bolsa encima de la mesa; las
monedas tintinearon pesadamente cuando tocaron la superficie de madera.
Taylor agarró la bolsa. La sopesó en la mano durante un momento y se sintió

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

gratificada cuando vio que la sonrisa de Irwin empezaba a desvanecerse. Anudó los
lazos que rodeaban su cintura, mientras lo miraba.
—Es un placer hacer negocios con usted, Irwin —dijo, y dio un paso al frente,
dejándolo atrás.
Irwin se movió para cortarle el paso.
Volvió lentamente los ojos hacia él.
—Mi paga —se quejó. Extendió la mano, con la palma hacia arriba.
—¿Sabes una cosa, Irwin? Tal como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes
pedirle a Jared que te pague, pero él es un hombre inteligente y todo lo que tendría
que hacer sería mirarte a los ojos para ver que lo has estafado. —El rostro de Irwin
pasó del gris al blanco. Pero se recuperó rápidamente.
—¿Estafado? Yo soy un hombre recto. Yo nunca...
—Te he visto, Irwin.
Farfulló por un momento, sus manos temblando nerviosamente.
—¡Ha sido un error, un malentendido!
Taylor asintió.
—Lo sé. Y te entiendo, de verdad. Pero me temo que Jared no es de los que
perdonan. ¿Sabes lo que le hizo al último hombre al que atrapó con las manos en
nuestra bolsa llena de dinero?
Irwin negó con la cabeza, los ojos negros abiertos, esperando ansiosamente la
respuesta.
—Lo siguió hasta un callejón y... bueno, nunca se volvió a ver a ese infeliz.
Supongo que terminó convertido en comida para ratas.
—¿Comida para ratas? —repitió Irwin.
Taylor asintió.
—No es de los que perdonan.
—Tú... tú has dicho que tengo dos opciones.
—Pues sí. Puedes llevarte lo que te he visto robar de nuestro dinero... y
desaparecer.
Irwin no se movió durante un largo rato. Taylor sonrió para sus adentros al ver
cómo la nariz del bribón se contraía nerviosamente.
—Pero... —protestó sin mucha convicción.
Taylor alzó un dedo, indicándole que se callara.
—Comida para ratas —le recordó—. Y la próxima vez —murmuró, acercando
su rostro al del hombre— asegúrate de que nadie te esté mirando cuando robes.
—¡Sully! —exclamó Jared.
Taylor se dio la vuelta y vio a Jared abriéndose paso entre la multitud que lo
felicitaba. Era casi medio metro más alto que ella; su cabeza calva resplandecía a la
luz de la antorcha.
—¡Yo pago la cerveza esta noche! —le dijo.
Taylor asintió.
—Es lo lógico. Irwin, aquí... —Taylor se volvió hacia Irwin sólo para darse
cuenta de que había desaparecido. Esbozó una sonrisa que iluminó su rostro—. A

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

estos bribones no les gusta nada que los atrapen robando.


—¡Dios mío! ¿Otro? —gruñó Jared—. Es difícil encontrar a alguien de confianza
hoy en día. ¿Cuánto ha robado?
—No lo suficiente como para limitar seriamente nuestras ganancias de hoy —
dijo Taylor mientras sostenía la bolsa en la palma de su mano—. ¡Parece que
dormiremos en una cama esta noche!
Jared bajó la cabeza, muy serio. Tomó el brazo de Taylor y la llevó hasta un
rincón donde nadie podía oírlos.
—No podemos seguir así, Sully —murmuró—. Tenemos que encontrar trabajo.
Unas pocas monedas ganadas cuando apostamos no nos duran más de una noche.
—Te preocupas demasiado, amigo mío. Estoy segura de que la mañana nos
traerá mejor suerte y un sueldo. Ya lo verás. —Se dio la vuelta para regresar hacia la
multitud, pero Jared le sujetó con más fuerza el brazo.
—Si mañana no pasa nada, nos vamos hacia el norte. ¿De acuerdo?
Taylor suspiró. No quería irse al norte a buscar trabajo. Era demasiado cerca.
Demasiado cerca del lugar que había estado tratando de evitar pisar durante todos
esos años. Apretó los dientes y rechazó los recuerdos desagradables que amenazaban
con apoderarse de sus sentidos.
Jared le sacudió el brazo.
—¿De acuerdo?
Taylor se soltó.
—De acuerdo —afirmó sin ganas. Se dio la vuelta y pasó a través de la clientela
para salir al aire de la noche.
El norte. Miró las estrellas y, de repente, sus esplendores brillantes se disiparon,
transportándola en el tiempo.
Las llamas brotaron frente a sus ojos. Un grito horrible y torturador retumbó en
sus oídos. Sacudió la cabeza bruscamente y bebió un largo trago de cerveza. El
espeso líquido pasó por la lengua y atravesó la garganta, desvaneciendo los
recuerdos.
—Es peligroso que una mujer pasee sola por estas calles —dijo una voz.
Taylor hizo un gesto de disgusto al reconocer la voz. Normalmente, cuando les
decía a las bestias que se mantuvieran alejadas, éstas le hacían caso. Pero parecía que
Irwin no era tan inteligente como los demás.
—Irwin —murmuró Taylor y se dio la vuelta—. Te dije que te llevaras lo que
tenías... —Se detuvo a mitad de la frase. La luz del fuego que resplandecía a través de
la ventana de la taberna iluminaba a tres hombres parados en el callejón; frente a ella:
Irwin y dos individuos fornidos. «Así que nuestra pequeña rata tiene amigos», pensó
Taylor. Se recostó contra una caja de madera que se encontraba en la oscura calle.
—No estoy satisfecho con el pago que he recibido —dijo Irwin.
—Ya lo supongo —murmuró Taylor, llevándose la jarra a la boca, con toda
tranquilidad.
—Y ahora lo quiero todo.
Taylor bebió un largo trago de cerveza.

- 16 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Todo? ¿No nos estamos volviendo un poco codiciosos, Irwin?


El hombre encogió sus diminutos y delgados hombros.
—Si tengo que obtener mi justa paga de esta manera, igual puedo llevármelo
todo.
Taylor bajó la cabeza, suspirando.
—Supongo que no puedo convencerte de lo contrario. —Algo en ella deseaba
que así fuera. Las manos le picaban y tenía ganas de jugar con su espada un ratito.
—Oh, tu lengua es ingeniosa, pero necesitarás más que palabras para hacerme
cambiar de parecer.
Taylor puso la jarra encima de la caja, con cuidado para que no se vertiera el
contenido. Se enderezó y se enfrentó a Irwin.
—Muy bien.
Los pequeños y negros ojos de Irwin se abrieron.
—¿Nos vas a dar la bolsa?
Taylor rió con ganas. No podía creérselo.
—Verás, Irwin —dijo—... Si quieres la bolsa, tendrás que apoderarte de ella tú
mismo.
Los compañeros de Irwin se rieron burlonamente.
La media luna que alumbraba el cielo iluminó el callejón, permitiendo que
Taylor pudiera ver a sus oponentes a medida que se acercaban a ella. Ambos eran
hombres grandes, vestidos con sucios pantalones cortos y harapientas túnicas: uno
de ellos tenía una barba larga, oscura y mal cuidada que le llegaba casi hasta el
vientre; al otro le faltaban dos dientes. Se movían despacio y con cuidado. Taylor
estaba segura de que el volumen de esos hombres iba a ser, más que una ayuda, un
impedimento en la pelea.
—Atrápala —Irwin dijo entre dientes.
—¡Eh, Irwin! —advirtió Taylor—. Tú no eres el que está haciendo el trabajo
sucio. Dales un momento para pensar. Aquí, señores. Déjenme facilitarles las cosas.
Que uno de ustedes se ponga a mi derecha y el otro a mi izquierda. Traten de
rodearme.
Los dos hombres se miraron con recelo antes de hacer lo que Taylor les decía.
—¡Que plan más ingenioso! —dijo Taylor riendo. Continuó mirando de frente a
Irwin pero manteniendo a los otros dos hombres bien localizados y controlados en su
visión periférica. De repente, los hombres actuaron. El de la barba se apresuró hacia
ella desde la derecha, mientras el otro lo hacía desde la izquierda.
Taylor dio un paso hacia atrás y después otro hacia delante. Los dos hombres
chocaron y el desdentado se cayó de espaldas, sentado. Taylor giró a tiempo para ver
que el hombre de la barba se acercaba a ella. Oyó un movimiento a sus espaldas y
lanzó su codo hacia atrás con firmeza, golpeando las costillas de Irwin, para después
evitar el ataque del hombre de la barba con un ágil movimiento de dos pasos que la
alejaron de él.
—Si esto es lo mejor que pueden hacer, deberían marcharse ahora mismo —dijo
en tono de burla.

- 17 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Se paró a dos pasos de la pared, en un lugar en donde era capaz de ver a todos
los hombres. El que había caído se puso de pie. Irwin estaba al lado del de barba,
tocándose el vientre.
El hombre al que le faltaban dos dientes sacó una pequeña daga. Toda la
divertida alegría que Taylor había sentido hasta ese momento desapareció de
repente. Cuando se sacaban armas, ya no se trataba de un juego. En ese momento, ya
se trataba de pelear por su vida. Desenfundó la espada. Los hombres se detuvieron
confundidos, sin saber cómo reaccionar.
—¡Es una mujer! No sabe cómo usarla —les aseguró Irwin—. Es sólo una
fanfarronada, para montar un espectáculo. —Irwin tragó saliva. —Vamos, no seáis
cobardes, no os pago para que huyáis de las peleas —les dijo a sus hombres—.
Vosotros sois dos... y ella es sólo una...
El hombre al que le faltaban los dientes se decidió al fin, y avanzó hacia la
muchacha, furioso; el odio se reflejaba en sus ojos oscuros. Esa joven lo había
insultado enfrentándose a él sin mostrar el menor asomo de miedo, y por eso ardía
de rabia. Taylor pensó que eso la beneficiaba, pues cuando a un hombre lo ciega la
rabia está perdido. De todos modos, se dijo, no debía pelear; debía huir de allí lo más
rápidamente posible...
Eso le decía la razón. Pero los dolorosos recuerdos permanecían en su interior,
como brasas todavía calientes. Necesitaba enterrarlas de nuevo. Necesitaba una
pelea.
El rufián se le acercó con pasos firmes. Taylor no se movió hasta que él trató de
atacarla. Luego se agachó y se alejó con un giró veloz, pero él la persiguió. Taylor
detuvo uno de sus movimientos y la daga de su agresor rebotó inofensivamente en el
filo de su espada. Él siguió atacándola y ella se movió con cuidado alrededor del
pequeño espacio que había en el callejón, esperando el momento ideal para actuar.
Finalmente, con un brusco movimiento, el hombre acercó su arma al rostro de Taylor
y ella aprovechó el momento. Echó la cabeza hacia atrás, alejándose del filo de la
daga en el mismo instante en que ésta pasaba justo debajo de su barbilla, al tiempo
que intentaba clavarle la espada. Pretendía herirlo lo suficiente como para asustarlo,
pero el idiota se le plantó delante y la espada se enterró en su pecho. Por un
momento, todo se congeló. Los oscuros ojos del hombre sin dientes se agrandaron
con sorpresa; su boca se entumeció por el aturdimiento. Abrió la mano y soltó la
daga, que cayó, rebotando contra el suelo.
Taylor sacó de un tirón la espada del pecho del herido y se volvió para salir
corriendo.
El puñetazo que le dieron en el rostro la hizo caer y rodar por el suelo. Su
cabeza dio frenéticas vueltas durante un momento, mientras le ardía la mejilla con un
dolor insoportable. Una patada en el costado la hizo girar hasta quedar de espaldas.
Permaneció quieta, con los ojos abiertos, tratando de recuperar el aliento; no sabía
bien si los puntos blancos que brillaban frente a sus ojos eran las estrellas de la noche
o retazos de dolor que le enturbiaban la vista.
Un rostro oscuro, de toscas facciones, apareció en su campo de visión; tenía el

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

cabello sucio y la cara cubierta de costras. Sintió que unas manos sacudían sus
hombros, vio que unos labios se movían y escuchó sonidos ininteligibles. De pronto,
un nuevo puñetazo la hizo echar la cabeza hacia atrás. Esta vez estuvo segura de que
los resplandores blancos que inundaban su visión no venían de los cielos.
Permaneció quieta durante un rato largo, su mejilla haciendo presión contra la
suciedad y el polvo del suelo. Lentamente, las estrellas que flotaban frente a ella se
desvanecieron y el mundo volvió a su ser. La luz de la luna bañaba su jarra de
cerveza, que naturalmente se había volcado durante la pelea. Sus ojos recorrieron el
pequeño río de cerveza que formaba un pequeño charco en el suelo.
Las palabras del hombre de la barba interrumpieron su mareo.
—¿Ya has tenido suficiente?
—Me habéis tirado la cerveza —se quejó Taylor. Fue castigada con una patada
brutal en el abdomen.
A medida que levantaba su brazo herido para protegerse de cualquier otro
ataque, escuchó unas carcajadas.
—Estabas en lo cierto —le murmuró Irwin al oído—. Ha sido un gran
espectáculo.
Sus risas chillonas se desvanecieron a lo lejos.
Taylor se quedó acostada en la calle durante un largo rato, viendo cómo se
agrandaba el charco que formaba la cerveza y deseando que los zumbidos de su
cabeza se detuvieran. Notó el sabor de la sangre en la boca y rastreó con la lengua
hasta que descubrió que tenía una herida en el labio. Se puso boca arriba con
dificultad y levantó una mano para tocarse la mejilla izquierda, que le ardía de dolor.
Sabía que se hincharía y le saldría un moretón. Cerró los ojos, haciendo un inventario
de sus heridas: el estómago, el costado, pero sobre todo el rostro. La mejilla izquierda
era lo que peor estaba. La derecha también le ardía, pero el dolor no era ni
remotamente parecido al que sentía en el lado izquierdo. Ya sentía la hinchazón
alrededor del ojo izquierdo. Por lo menos creía que no se había roto nada.
La cabeza le daba vueltas y le dolía de manera insoportable. Se frotó la frente
con las yemas de los dedos, intentando, sin éxito, que desapareciera el dolor. Abrió
los ojos para contemplar los cielos y al Dios que la había entregado a semejante
destino.
¡Entonces fue cuando se dio cuenta de que su anillo ya no estaba! ¡El anillo de
su madre! ¡Se lo habían quitado del dedo!
Trató de ponerse en pie, pero sólo pudo ponerse de rodillas, sus piernas no la
obedecían.
—¡Maldición! —Susurraba, quejándose a medida que sentía dolor en cada
músculo de su cuerpo. No estaba en condiciones de perseguir a los ladrones, pero se
juró que recuperaría el anillo. Como fuera.
Echó un rápido vistazo al callejón, esperando que no se hubieran llevado nada
más. El hombre al que le faltaban los dientes se encontraba tirado a menos de dos
metros de ella. Sus ojos pasaron rápidamente por encima de él y por la cerveza
derramada y se posaron en el callejón. ¿Dónde estaba su espada? No era eso lo que

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

estaban buscando. ¿Se la habrían robado, acaso, para venderla?


Divisó su arma en el suelo, entre las sombras que se formaban cerca de la pared
de la taberna y suspiró aliviada.
El repentino relinchar de unos caballos la paralizó. Se escondió entre las
sombras de la taberna, esperando que quienquiera que fuera no mirase hacia el
callejón; y que no fuera ningún miserable caballero con ganas de hacer el bien. Ya
tenía suficientes problemas en varios pueblos.
Los caballos atravesaron el callejón sin detenerse. Taylor salió silenciosamente
de las sombras y miró de nuevo el cuerpo que se encontraba a unos cuantos metros
de ella. Definitivamente, el bribón estaba muerto, su pecho quieto y sin vida. No era
el primer hombre al que había matado y, probablemente, tampoco sería el último.
Siempre que no la atraparan en ese momento, allí, al lado del cadáver y con su
espada manchada por la sangre del muerto.
El goteo de la cerveza llamó su atención y giró la cabeza. La jarra estaba volcada
sobre una caja. Se incorporó y la tomó; después gateó hasta su espada y la recogió
con manos temblorosas. Arrodillada, envainó el acero, después de cuatro intentos
fallidos.
Se puso en pie, usando la pared como punto de apoyo. Como pudo, hizo acopio
de toda su determinación, ahuyentó el dolor y pudo enderezarse lo suficiente como
para caminar hasta la taberna. Cada paso era una agonía; con cada uno de ellos el
dolor se extendía sin piedad por todo el cuerpo.
Finalmente, la puerta abierta de la taberna apareció frente a ella. Dio un paso
hacia la entrada y se detuvo, se recostó contra el marco de madera y cerró los ojos,
sabiéndose incapaz de mantenerse en pie durante mucho tiempo.
—¡Sully!
Cuando Taylor abrió sus ojos, vio a Jared sentado al otro lado de la taberna,
entre dos voluptuosas mozas. Al verla, el hombre se levantó de un salto y corrió a su
lado. La invadió una sensación de alivio tal que la tensión que hasta entonces la
había mantenido en pie se evaporó, y comenzó a invadirla una relajante dejadez.
Levantó su vaso vacío.
—Necesito... otra ronda —se quejó antes de caer desvanecida en los brazos de
Jared.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 2

Slane entró en la fonda Wolf; sus ojos azules se entrecerraron con recelo a
medida que evaluaba la estancia principal. Era el tipo de antro en donde se
fraguaban problemas en cada esquina; en donde, bajo cada sombra, acechaban
ladrones y en donde un asesino podía ser contratado con un chelín. Escuchó risas y
conversaciones a su alrededor. Una prostituta que estaba sentada cerca de la puerta
se agachó debajo de la mesa para mostrarle sus habilidades a un comerciante ansioso
de aprender. Cuatro hombres con cota de malla estaban sentados a la derecha de
Slane; todos tenían la mirada turbia por haber bebido demasiada cerveza. La mayoría
de las mesas estaban ocupadas por figuras solitarias que bebían o que llenaban sus
barrigas con verduras al vapor y cordero. Nadie pareció notar su presencia, pero él
sabía que todos eran conscientes de que había entrado.
—¿Qué puedo hacer por usted, milord?
Slane se volvió y vio a un hombre bajito a su lado. Su calva cabeza apenas le
llegaba al hombro.
—Estoy buscando a un hombre llamado Jared Mantle.
El posadero se rió con satisfacción.
—Milord debe comprender que yo no puedo...
Rápidamente, Slane sacó una moneda de oro, silenciando las objeciones del
posadero. Cuando se hubo guardado la moneda, el hombre apuntó con su dedo
regordete en dirección a una mesa que había en la parte trasera, a la cual estaban
sentados dos hombres. Slane atravesó la habitación, dirigiéndose hacia la mesa
señalada.
Una única vela iluminaba las dos figuras que conversaban con mucha seriedad;
uno de ellos debía de ser comerciante, pues ningún caballero que se respetara se
vestiría con colores tan escandalosos ni se amarraría al cinto una pañoleta amarilla y
roja. Los ojos de Slane evaluaron rápidamente la armadura de cuero que llevaba el
otro hombre y notó la seguridad en sí mismo que irradiaba, por lo que dedujo que
era Jared. Era mucho más viejo de lo que se había imaginado, pero su edad era,
probablemente, un testimonio de su destreza. Todavía estaba vivo, después de todo.
—¿Jared Mantle? —preguntó Slane.
El hombre levantó sus ojos desconfiados y alerta, que se encontraron con los de
Slane.
—¿Quién pregunta?
Slane miró al comerciante y después a Jared.
—Slane Donovan.
Jared entornó los ojos, sin entender qué pretendía su interlocutor.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Yo soy Mantle. ¿Tenemos algún negocio pendiente?


—Me gustaría contratarte.
—Eso es lo que estoy haciendo yo en este mismo instante —protestó el
comerciante.
—Te puedo ofrecer el doble de lo que este hombre te está ofreciendo —dijo
Slane—. Necesito tus servicios de inmediato.
Jared clavó la mirada en el comerciante.
—¿Puedes pagarle el doble de lo que le estás ofreciendo? —preguntó el recién
llegado.
El comerciante negó con la cabeza y se puso en pie.
—Tal vez la próxima vez —murmuró y lanzó una irritada mirada a Slane antes
de partir.
Cuando Slane se sentó en el puesto que quedó vacío, Jared tomó la palabra.
—¿Qué tipo de servicio necesitas?
Al caballero no se le escapó que había algo de escepticismo en el tono de voz
del otro. ¿Acaso Jared había tenido negocios con su hermano Richard? No importaba.
—Necesito que encuentres un anillo.
—¿Un anillo? —repitió Jared—. ¿Por qué te puede importar un anillo?
—Eso es asunto mío, ¿puedes encontrarlo?
—¿Cómo es el anillo?
Slane abrió la boca para responder, pero, de repente, una mujer se sentó en el
asiento que estaba al lado de Jared. Molesto con la intromisión, Slane frunció el
ceño... hasta que vio su rostro. Estaba lleno de moretones y heridas.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Quién te ha golpeado de esa manera?
La mujer miró a Slane. El ojo que no estaba cerrado por la hinchazón se
entrecerró inmediatamente y su inflamada boca se curvó en una sonrisa poco
amable.
—Un amigo.
Slane se estremeció por semejante frialdad.
—Si nos disculpas, estamos hablando de negocios. No necesito tus servicios.
La mujer no se inmutó.
—Si se trata de negocios, entonces también puedes hablar conmigo. Jared y yo
somos socios.
Slane lanzó una incisiva mirada a Jared, quien asintió con un destello de burla
en los ojos.
—Sólo quiero contratarte a ti —le dijo a Jared.
—Nos contratas a ambos o a ninguno —dijo Jared. Slane, pensativo, la miró a
ella, que le respondió lanzándole una mirada fría. Se dirigió a Jared.
—Está bien. Pero no voy a pagarte más. Cobrarás lo que habíamos establecido.
—¿Por el trabajo de dos? —objetó la mujer. Slane se cruzó de brazos.
—Tomadlo o dejadlo, pero decidios rápido, tengo prisa.
Miró a la mujer y vio un brillo de resignación en sus ojos mientras contemplaba
a Jared, quien asintió.

- 22 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Cuál es el trabajo? —preguntó ella.


Slane se inclinó sobre la mesa.
—Estoy buscando un anillo. Dos espadas cruzadas debajo de una S.
Quietos, Jared y la mujer se quedaron sentados durante un momento y después
se miraron mutuamente. De repente, la mujer se echó a reír.
—¿Qué es lo gracioso? —preguntó Slane agresivamente.
Su rostro solemne le hizo gracia a Taylor, que soltó una carcajada.
—Ésta será la moneda más fácil de ganar de nuestras vidas —dijo al fin, cuando
la risa le permitió hablar.
Slane se quedó perplejo.
—¿Sabes, acaso, dónde está?
Ella asintió y comenzó a ponerse de pie, pero Slane la sujetó del brazo,
deteniendo su movimiento.
—Mira, mujer, si sabes dónde está es mejor que me lo digas. Tu trabajo puede
comenzar y terminar aquí mismo.
Ella dudó un instante, lanzó una rápida mirada a Jared y luego volvió su
atención a Slane.
—Sully —dijo finalmente, mientras esbozaba una sonrisa. Con el labio
hinchado, más que agradable, la sonrisa era un tanto grotesca—. Mi nombre es Sully,
no mujer.

Taylor se recostó contra la pared y se cruzó de brazos mientras observaba con


curiosidad a Slane. ¿Por qué estaría interesado en el anillo de su madre? Llevaban
casi un día entero viajando juntos y hasta ahora no había dicho ni una sola palabra
sobre los motivos de semejante búsqueda.
Él la miró y ella le lanzó una brillante sonrisa a través de su hinchado labio.
Slane frunció el ceño y se dio la vuelta.
Taylor volvió a centrar su atención en Jared, que estaba muy serio, hablando
con un hombre grande, alguien que era casi tan alto como él, pero con un físico
menos atractivo. La barriga le caía por encima de los pantalones; los músculos de sus
brazos eran flácidos. La primera vez que Jared lo vio sospechó que se trataba del
chismoso del pueblo. Y como siempre, Jared estaba en lo cierto. El hombre la miró
sonriendo y después se dirigió a Jared, con el que empezó a hablar rápidamente.
Taylor intentó aprovechar esos minutos para ver si podía sacarle algo a Slane.
—Ese anillo debe de ser muy importante para que te haya sacado de la
comodidad del castillo Donovan.
—Sí —contestó con voz profunda Slane. Ella lo miró con ironía. Era como
hablarle a una pared; una pared musculosa, con un largo y maravilloso pelo rubio,
pero, de todas maneras, una pared.
Jared y el hombre con el que hablaba se acercaron a ellos; Jared venía con la
misma expresión exasperada que siempre adquiría su rostro cuando algún hombre
se le insinuaba insistentemente a Taylor. Ella sacudió la cabeza. Nunca aprenden. ¿O

- 23 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

es que había que enseñarles modales a todos los hombres?


—Dice que no me dará la información si no le complaces, ya sabes... —explicó
Jared.
A medida que los labios del hombre se convertían en una desdeñosa sonrisa, los
ojos de Slane se agrandaron con rabia.
Taylor se separó de la pared y puso la mano en el pecho a Slane para
tranquilizarlo.
—No te preocupes —le dijo—. Estoy acostumbrada a esto.
—No estarás pensando... —comenzó a decir Slane, pero Taylor volcó su
atención en Jared.
—¿Le has ofrecido una moneda de oro?
Jared dudó un momento.
—Dos —dijo.
Taylor le sonrió al hombre.
—¿Sabes? Te estás poniendo muy pesado —le dijo—. Todo lo que necesitamos
es información. ¿Has visto el anillo?
El hombre asintió.
—Lo he visto. Pero ésa es toda la información que lograréis sacarme a menos
que vea algún tipo de acción.
—¿Acción? —repitió Taylor—. ¿Es todo lo que quieres?
Entonces, antes de que ninguno pudiera reaccionar, le propinó en el estómago
un tremendo puñetazo que hizo que el hombre se doblara a causa del dolor. Taylor
lo empujó hacia atrás, contra el pie de Jared que, casualmente, estaba
convenientemente ubicado para que se tropezara, y cayó en el suelo con estrépito.
Taylor sacó su espada y se la puso en el cuello.
—¿Éste es el tipo de acción que querías? —le preguntó.
El hombre contuvo las ganas de tragar saliva cuando Taylor le pinchó la
garganta con la punta de su espada.
—Todo lo que te pedimos es que nos cuentes lo que sepas de ese anillo. Sé que
vas a colaborar con nosotros, ¿verdad? —Taylor aflojó un poco la presión de la punta
de su espada.
—No quiero problemas —alcanzó a decir el hombre.
—¡Habla! —le ordenó.
—Salieron hacia Briarwood —dijo—. ¡Juro que eso es todo lo que sé! ¡Se fueron
hacia el norte!
Taylor hizo una pausa. Sabía que él estaba demasiado asustado como para
mentir. De todas maneras, le gustaba la sensación que le producía ver a aquella
sabandija arrastrándose por el suelo.
—Tal vez la próxima vez te lo pienses antes de insultar a una mujer.
El hombre se sentó y puso las manos alrededor del cuello; la miró con odio.
Jared se situó detrás de ella, de manera protectora. Finalmente, el hombre
golpeado entrecerró los ojos, se puso de pie y partió.
Los ojos de Taylor brillaban con satisfacción.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Te apuesto lo que quieras a que haces muchos amigos con esa actitud —dijo
Slane, moviéndose hacia los establos.
—Nadie necesita amigos como ése —replicó Taylor, mirando, por última vez, la
espalda del hombre que se alejaba y siguiendo a Slane.
—Buen trabajo —la felicitó Jared acercándose al dúo.

Slane iba en su caballo detrás de Sully y Jared. Su mirada estaba puesta en la


enigmática Sully. Su larga trenza negra se balanceaba de un lado a otro sobre la
armadura de cuero curtido, que había sido entallada para que se ajustara bien a su
pequeña figura. Y ciertamente el artesano había hecho un trabajo admirable. En
efecto, le quedaba muy bien. Usaba mallas negras debajo de la armadura. Unas botas
negras escondían sus pantorrillas. La espada amarrada a su cintura llamaba la
atención de Slane cada vez que la miraba. Rara vez había visto a una mujer con una
espada y se preguntó si Sully sería buena espadachina.
Era una pena que probablemente no tuviera tiempo de descubrirlo. Volvió a
centrarse en su misión.
La mujer Sullivan.
Estaba seguro de que una vez que encontrara el anillo, encontraría a la mujer y
su búsqueda acabaría. Se preguntó cómo sería aquella mujer. ¿Se le notaría que había
estado sola durante ocho años? ¿Estaría cansada y demacrada por la falta de comida
y las fatigas a las que debía de haber estado expuesta? ¿Estaría envejecida por todos
sus afanes y la desgraciada vida que había llevado? No sabía nada de esa mujer. Sólo
que tenía veinte años y que su pelo era negro. Eso era todo lo que sabía.
Sus ojos se posaron en los dos caballos que le precedían cuando uno de los
animales resopló. Sully sonrió a Jared con un aire de complicidad y azuzó a su
caballo para que tomara la delantera. Slane se preguntó si esos dos serían amantes. Si
lo eran, ¿cómo había permitido Jared que la golpearan de esa manera? ¿Qué le habría
pasado? ¿Quién le había dado esa brutal paliza? ¿Y por qué, si Sully era su mujer,
permitía Jared que alguien le hiciera daño? Él mataría sin dudarlo a cualquiera que le
pusiera una mano encima a Elizabeth.
Suspiró levemente, pensando que Elizabeth lo estaba esperando en su casa en
Bristol. Le había mandado un mensaje diciéndole que iba a permanecer allí por un
tiempo más, cosa que a él no le importó, todo lo contrario, pues ella estaba con su
mejor amigo, John Flynn. Sabía que John cuidaría a Elizabeth y la protegería mientras
él no estuviera. No tardaría demasiado, pues había contratado al mejor rastreador de
Francia. Pronto daría con lo que buscaba.
Slane fustigó su caballo y se acercó a Jared. Antes de hablar, miró con
curiosidad al mercenario. En efecto, era viejo. Tenía profundas arrugas alrededor de
los ojos y la piel de sus mejillas era flácida y apagada. Miró a Sully. ¿Qué podía ver
ella en ese hombre? ¿Qué tipo de placer podía darle? Inmediatamente, Slane tuvo
otro pensamiento. Tal vez no eran amantes. Tal vez su relación consistía más en algo
cercano a un padre cuidando de su hija.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Estamos llegando a Briarwood —anunció Jared.


—¿Estás seguro de que el anillo está ahí? —preguntó Slane.
—Mira —dijo Jared—, me pagas para rastrear, y eso es lo que estoy haciendo.
Encontraré el anillo, no lo dudes.
Slane asintió, satisfecho. Cabalgaron en silencio durante unos momentos, con el
sol ardiente calentando sus hombros.
—Trabajaste para lord Sullivan durante muchos años, ¿no?
Slane sintió la mirada de Jared.
—Sí. De eso ya hace mucho tiempo.
—Háblame de la muchacha —ordenó Slane.
—¿La muchacha?
—Taylor Sullivan —clarificó Slane—. ¿Cómo era físicamente?
—Eso fue hace mucho tiempo —insistió Jared, manteniendo los ojos clavados
en la carretera—. Me sorprendió que saliera huyendo, no creía que fuera capaz de
hacerlo.
Slane miró fijamente a Jared, sin decir nada. Después de un momento de
silencio, Jared añadió:
—Supongo que cuando tu madre muere, eres capaz de hacer cosas impulsivas.
—¿Y no la has visto desde entonces?
—No —dijo Jared—. Y no sé si podría reconocerla si la viera ahora, después de
tantos años.
—¿Qué recuerdas de ella?
—¿Por qué quieres saberlo?
Slane vio cómo Jared apretaba los puños sobre las riendas del caballo. No tenía
intención de contarle sus razones.
—Curiosidad, solamente.
Slane sintió la mirada de Jared sobre él. Sus ojos azules lo miraban con odio,
cosa que le extrañó. ¿Por qué le odiaba ese hombre? Pero la sensación pasó
rápidamente y Slane pensó que quizá lo había imaginado.
—Por lo que recuerdo, era una gorda perezosa —dijo Jared—. Había sólo un
bonito atributo en ella. Tenía el cabello más rubio y brillante que jamás se haya visto.
Parecía oro.
—Cabello rubio —murmuró Slane—. En efecto.
Dejó que su caballo fuera un poco más despacio. Examinó la espalda de Jared
durante un buen rato, extrañado por la conducta del hombre. ¿Por qué estaría
mintiendo Jared? Evidentemente, le estaba ocultando algo, pero ¿qué y por qué?

Jared estaba sentado debajo de un árbol; a unos pocos pasos de él, Taylor
caminaba hacia delante y hacia atrás. Con cada paso, sus músculos se estiraban y casi
lanzaba exclamaciones de placer. Después de una cabalgada tan larga, se sentía feliz
de haberse bajado de la montura. Hizo una pausa para mirar, por encima de su
hombro, el riachuelo donde estaban bebiendo los caballos y vio a Slane echándose

- 26 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

agua en el rostro.
—¿Por qué estará buscando el anillo? —preguntó Taylor.
Jared bufó.
—No lo sé —respondió, bebiendo un poco de cerveza de su cantimplora. Se
limpió la boca con la manga y se la ofreció a Taylor—. Pero parece que no está
interesado sólo en el anillo.
Taylor tomó la cantimplora y la levantó hacia sus labios. La refrescante cerveza
bajó por su garganta llena de polvo.
—Me ha estado preguntando por ti —susurró Jared.
Taylor bajó la cantimplora y miró a Jared sorprendida. Él levantó las cejas y
asintió. Volvió a mirar a Slane, quien ahora estaba de pie, estirándose, con los brazos
levantados ál cielo.
—¿Qué le dijiste?—preguntó Taylor.
Jared se rió.
—Que eras una niña gorda, perezosa y rubia.
Taylor levantó la ceja, divertida.
—¿Y te creyó?
—Ellos no te conocen como yo —dijo Jared, riéndose con satisfacción.
Taylor se agachó al lado de su amigo y le entregó la cantimplora.
—¿Crees que lo envía mi padre?
Jared miró a Slane con los ojos entornados. Un gesto de desconfianza se dibujó
en su rostro.
—No lo sé —dijo al fin, en un tono muy bajo—. Todo lo que sé es que ese
hombre no me gusta.
Su mirada se volcó sobre Taylor.
—Así que mantente alejada de él, ¿me oyes?
—Ya me conoces, Jared —dijo Taylor—. Yo no busco problemas.
Jared bufó y se restregó el rostro con las manos.
Taylor caminó hacia los caballos. Slane estaba revisando las riendas y las
correas del animal y ella se fijó en sus hombros fuertes y en su dorada cabellera.
¡Había oído tantas historias sobre él! Lord Slane Donovan, del Castillo Donovan, el
que había ganado el torneo en Warwickshire. Después, había ganado también en
Glavindale. Y otro. Y también había oído hablar de las grandes batallas en las que
había peleado al lado del Rey. Se estremeció. Todo le parecía tan irreal. Iba a
apartarse de allí, cuando la llamó la suave voz de él.
—¿Dónde estaba Jared cuando te hirieron?
De manera lenta, Taylor se dio la vuelta y le dijo:
—Él no es mi protector. Soy una mujer libre y hago lo que deseo.
Él levantó su mirada y ella se sorprendió de lo azules que eran sus ojos.
Enseguida, esas cejas castañas se inclinaron sobre sus ojos y volvió a concentrarse en
el caballo. ¡La había ignorado sin decir una sola palabra! Se llenó de exasperación.
Pero en esa exasperación había algo de victoria, pues ella era la mujer a la que estaba
buscando; se encontraba justamente a su lado... ¡y él ni siquiera lo sabía!

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 3

Cabalgaron hasta Briarwood, adonde llegaron para la puesta de sol. Jared y


Slane se adelantaron a la fonda para asegurarse unos cuartos y ordenar una cena
caliente, mientras Taylor llevaba los animales al establo. Cuando se bajó del caballo,
notó unas nubes grises a lo lejos, una promesa de lluvia.
—Parece que va llover muy fuerte —dijo la voz de un niño pequeño.
Taylor se volvió hacia él, vislumbrando rayos a través de las agitadas nubes y
escuchando cómo resonaban los truenos en la distancia. El rubio cabello del chico
estaba muy sucio y el flequillo le caía sobre la frente, tapándole los ojos. Le entregó
las riendas, asintiendo.
—Sí, eso parece —le contestó. Señaló a los animales—. Encárgate de estos
caballos.
—Los cuidaré bien —prometió el niño, quitándose el pelo del rostro—. He
cuidado a muchos caballos. Una vez, incluso, cuidé a un caballo de guerra.
Taylor le sonrió.
—Seguro que eres el mejor.
El chico sonrió radiante, asintiendo con la cabeza. Estaba a punto de partir
cuando el muchacho añadió:
—Nunca había visto a una mujer con una espada.
Taylor sintió de pronto renacer antiguos miedos. Se puso alerta. El niño
examinó su rostro durante un momento y ella enderezó la espalda, incómoda.
—Pareces haber participado en varias peleas —añadió.
Después de un momento, Taylor decidió que el chico no tenía malas intenciones
y le sonrió con sus agrietados labios.
—Sí que lo he hecho —contestó—. Tal vez regrese más tarde y te cuente algunas
de mis batallitas.
El chico asintió entusiasmado.
—¡Eso sería genial!
—Cuida de los caballos.
El muchacho asintió y se los llevó. Taylor se dio la vuelta para irse y se encontró
con que Slane estaba como clavado en la puerta del establo, mirándola. La pilló por
sorpresa verlo allí, tan quieto y a la vez tan relajado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—Ya he conseguido habitaciones para nosotros —le dijo Slane—. ¿Tienes
hambre?
La idea de una comida de verdad, caliente, consiguió que la boca se le hiciera
agua. Un plato de avena era un lujo. La mayor parte de las veces, Jared y ella tenían

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

que comer lo que la tierra les ofreciera. Fresas. Un conejo aquí o allá. Un puñado de
nueces. Raíces. Poder degustar una fresca taza de avena le parecía el colmo de la
buena vida.
—Un poco —admitió entre dientes.
Él hizo un gesto hacia la posada, guiándola.
Pero los pies de Taylor no se movieron. ¿Qué hacía Slane ahí afuera? ¿Por qué
no estaba en la fonda, esperándola? Era muy sospechoso.
—Soy capaz de asegurarme de que cuiden bien de los caballos —le dijo—. No
necesito ayuda.
—Soy bastante consciente de eso —contestó Slane.
—¿Entonces qué haces aquí? —le preguntó—. ¿Estás vigilándome?
Slane se enderezó un poco.
—Sólo quería asegurarme de que te encontrabas bien —dijo.
Taylor lo miró, escéptica.
—Estoy perfectamente bien —dijo en un tono condescendiente—. No necesito
un guardaespaldas, gracias. Entraré dentro de un minuto.
—Como quieras. —Slane hablaba con un tono muy tranquilo y se dirigió hacia
la fonda.
Cuando Taylor vio que Slane desaparecía, un sentimiento extraño se apoderó
de ella. De repente, tuvo la clara impresión de que aquel hombre no mentía, de que
era cierto que sólo quería asegurarse de que ella se encontraba bien. «No seas tonta»,
se dijo, para apartar esos pensamientos, «él no tiene interés alguno en tu bienestar».
Y, sin embargo, el pensamiento permaneció en su cabeza, dejándola inquieta.
Decidió que le contaría una rápida historia al chico. Para cuando hubiera terminado,
estaba segura de que este sentimiento habría desaparecido.

Jared se llevó la jarra de cerveza a los labios y bebió un gran sorbo. Cuando
volvió a poner el vaso en la mesa, se dio cuenta de que Slane estaba en la puerta,
buscándolo. Alzó el brazo y lo agitó en el aire para llamarlo.
—¿Dónde está Sully?
—Cuidando de los caballos —contestó Slane mientras se sentaba frente a él.
Jared llamó al posadero y el pequeño y regordete hombre se dirigió hacia ellos.
Pidieron tres tazas de avena y un pato. El posadero asintió con satisfacción y se
dirigió hacia la cocina.
—Conoces bien a Sully —le dijo Slane.
—Lo suficiente —contestó Jared.
—¿Dónde os conocisteis?
—Haces demasiadas preguntas para ser un hombre que se niega a contestar las
preguntas que le hacen los demás.
Slane se quedó en silencio.
—Fuimos contratados por el mismo señor hace algunos años. Cuando ese
trabajo se terminó, permanecimos juntos. —Jared se encogió de hombros, como si

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

decir eso fuera suficiente. Slane abrió la boca para hacer otra pregunta, pero el otro lo
interrumpió—. Después de cenar, hablaré con el posadero para averiguar si él ha
visto el anillo o si alguien ha tratado de venderlo.
Slane entornó los ojos.
—¿Venderlo? —preguntó—. ¿Por qué tratarían de venderlo?
—Es de plata... debe de valer bastantes monedas. Si fue robado o...
—¿Quién te ha dicho que había sido robado? —preguntó Slane con tono
exigente.
—Bueno, me imaginé...
—¿Y cómo sabías que el anillo era de plata? —Él no había mencionado ese
detalle.
Jared tragó saliva y miró hacia otro lado.
La puerta se abrió de nuevo, haciendo que una ola de viento inundara la
habitación y se agitaran, amenazantes, las llamas del fuego. Taylor entró y cerró la
puerta.
Jared se sintió aliviado a medida que ella se acercaba. Taylor se detuvo antes de
llegar a la mesa, sacudiéndose el polvo y mirando a los dos hombres.
—¿Qué tal vais, chicos? —preguntó con voz inocente.
Slane dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.
—Ya es suficiente —ordenó—. Quiero respuestas.
Taylor lo ignoró y se sentó muy tranquila. Bebió un sorbo de cerveza. Luego,
dejó la jarra sobre la mesa y habló.
—¿Respuestas a qué?
—Quiere saber por qué creo que el anillo fue robado —le dijo Jared.
—Y cómo supo que el anillo era de plata —añadió rápidamente Slane.
—Él trabajaba para lord Sullivan, es obvio que conoce el anillo.
La mirada de Slane pasó de Jared a Taylor. Jared se puso tenso, pero enseguida
se acordó de que Taylor no era de las que cedían. Ni siquiera frente a un furioso lord.
—¿Cómo sabías que se trataba del anillo de los Sullivan? Yo no os he dicho a
ninguno de los dos que el anillo que busco sea el anillo de los Sullivan —preguntó
Slane.
Taylor no dejó de sonreír.
—Nos describiste el anillo; y yo conozco el blasón de Sullivan porque en una
ocasión trabajé para él.
Jared sonrió, satisfecho. Ella pensaba de manera rápida y eso le hacía sentirse
orgulloso.
Slane se recostó en su asiento, pero su mirada todavía reflejaba sospecha. Se
cruzó de brazos.
—Vale... pero nada de eso explica cómo sabe Jared que el anillo ha sido robado.
Taylor lo imitó, recostándose contra el asiento y cruzándose de brazos.
A Jared le costó mucho trabajo no soltar una carcajada.
—Bueno —contestó Taylor—, si Sullivan no lo tiene y está buscándolo... debe
de ser porque se lo han robado.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se estremeció. Se inclinó hacia ella sobre la mesa.


—¿Cómo es que tú tienes todas las respuestas?
Taylor se inclinó hacia él.
—Jared y yo hemos hablado de esto —dijo—. Y hemos sacado nuestras
conclusiones.
Una risa estruendosa surgió de la garganta de Jared. Cuando los dos pares de
ojos se volcaron hacia él, trató de disimular la risa mientras tosía y miraba hacia la
puerta.
Pero su diversión desapareció de manera rápida cuando vio que su presa
entraba por la puerta de la fonda, seguida de cuatro hombres grandes.

Taylor vio cómo la alegría se esfumaba de los ojos de Jared a medida que
miraba algo por encima de su hombro. Un escalofrío le recorrió la espalda y giró la
cabeza. Cuando vio a Irwin estuvo a punto de lanzarse sobre él, pero se contuvo.
Cerró los ojos un segundo para controlar la rabia. Cuando los abrió, estaba más
tranquila, aunque el corazón seguía golpeándole con fuerza en el pecho.
Jared puso las manos sobre las de ella.
—No hagas nada apresurado —le advirtió.
—Nunca hago nada sin pensarlo antes —replicó tranquila, forzando las
palabras a través de sus apretados dientes. No le quitó la mirada de encima a Irwin.
—¿Qué pasa? —preguntó Slane.
Taylor sintió la sangre desbocándose a través de todas las venas de su cuerpo.
Trató de ponerse en pie, pero Slane la agarró del brazo.
—¿Adónde vas? —le preguntó, dejando de mirar a los hombres que acababan
de entrar—. No te estoy pagando para que arregles cuentas con un ex amante.
—Ésta va por cuenta de la casa —contestó con su usual sarcasmo y trató de
soltar su brazo. Pero Slane no la soltó, y se encaró con él, mirándolo con rabia.
—No me servirías de nada si te matan —le dijo—. Muerta, no podrías concluir
tu trabajo.
—No soy yo la que va a morir —le contestó ella.
—Él tiene el anillo que estás buscando —interrumpió Jared.
Slane se giró para mirar a los hombres.
—¿Un hombre? —murmuró.
—No te metas en esto —le advirtió Taylor—. Ésta es mi pelea y no quisiera que
te hirieran tu bonito rostro. —Le sonrió con sus todavía hinchados labios antes de
liberar su brazo y clavar su mirada en Irwin.
En el momento en que Taylor se puso en pie, los ojos de Irwin se fijaron en ella.
Sus pequeños rasgos se llenaron de pavor y sus diminutos ojos se movieron
nerviosamente de un lado a otro. Por un momento, Taylor pensó que Irwin iba a salir
corriendo. Aparentemente, sin embargo, los cuatros hombres que estaban detrás de
él lo envalentonaron, ya que, de repente, se enderezó y se acercó a ella.
Los ojos de Taylor se achicaron y se pasó la lengua por los labios. Estaba

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

pensando, sin duda, en lo que podía ocurrir en los siguientes momentos.


—¡Bien! —Irwin sonrió con desdén—. Veo que disfrutaste de la lección que te
di. ¿Quieres más?
Taylor tuvo que respirar hondo antes de que la calma que siempre se apoderaba
de ella, finalmente llegara.
—No tanto como disfrutarás tú de la lección que te voy a dar yo —contestó.
—¿Todavía tan orgullosa? —Irwin extendió su mano para tocarle el rostro pero
antes de que sus regordetes dedos la tocaran, ella tomó su brazo y se lo retorció
detrás de la espalda.
—Creo que has tomado algo que no te pertenece —afirmó con calma.
El cuerpo de Irwin se dobló junto con su brazo mientras emitía un grito de
dolor.
—Te ofrecí resolver este asunto antes, Irwin. Pero ya no hay trato.
—¡Por favor! —exclamó el posadero—. No quiero problemas aquí.
—Danos el anillo y nos iremos tranquilamente —dijo Jared, mientras se
inclinaba en su asiento.
Taylor apretó firmemente la mano de Irwin. Él aulló por el apretón. No deseaba
nada más que golpear a ese pequeño roedor, que sintiera una porción de su propio
dolor. Pero si Irwin le daba el anillo, ella se iría.
Deseó que no se lo diera. Le torció un poco la mano y él emitió un grito de
dolor.
Los cuatro hombres que estaban detrás de Irwin se movieron hacia delante, sin
saber a qué carta quedarse. Sus iluminados rostros se concentraron en Taylor.
—¡Te lo daría, lo juro! Pero... —Irwin chilló cuando ella volvió a retorcerle el
brazo, esta vez con más fuerza.
—Todo lo que tienes que hacer es darnos el anillo. Ni siquiera te estoy pidiendo
la moneda que nos robaste.
—¡A pelear afuera! —vociferó el posadero.
Uno de los compañeros de Irwin sonrió, dejando ver dos filas de dientes
torcidos y negros.
—Yo lo gané.
Ella se agachó hasta el oído de Irwin.
—Estoy decepcionada, Irwin, muy decepcionada —le dijo mientras lo
empujaba. El pequeño hombre, derrumbado, cayó al suelo.
Slane puso su mano en la muñeca de Taylor.
—Esto no es necesario. El anillo no es tan importante para mí. Sólo deseo
encontrar a la supuesta mujer que lo llevaba puesto.
—El anillo es importante para mí —le contestó exaltada. Liberó su mano y
desenvainó su espada.
El ruido que hizo Jared sacando su arma se oyó como un eco del sonido que
había producido Taylor al sacar la suya.
—¡Por favor, nada de armas! —gritó el asustado posadero.
Taylor escuchó la maldición que murmuró Slane, pero apuntó su arma al cuello

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

del hombre regordete.


—Dame el anillo y nos iremos.
Despacio, él se aproximó a ella.
—¡No me hagas usar esto! —dijo ella.
—No la usarías —le dijo en tono burlón—. No tengo, ningún arma, por lo que
herirme va en contra de tus principios.
Taylor levantó las cejas y con un pequeño movimiento de su muñeca, le rasgó el
brazo con la punta de la espada, haciendo que sangrara.
—Obviamente, me estás confundiendo con un caballero —dijo ella, tranquila—.
Dame el anillo o te atravieso con esta espada.
La herida que le causó pareció enfurecerlo. Se lanzó hacia Taylor y ella tuvo que
dar un paso rápido hacia un lado para evitar que el hombre cayera encima de ella.
Pero antes de que eso sucediera, Jared extendió una pierna, de modo que el gordo
tropezó y se estrelló contra una mesa. Platos y vasos salieron volando. Jared
aprovechó su caída y le quitó la bolsa de monedas que llevaba colgada del cinturón.
Taylor vio cómo Jared miraba dentro de la bolsa. Se puso tensa... ¿Y si el anillo
no estaba allí? Pero su compañero la miró y asintió con la cabeza. Permitió que sus
labios esbozaran una sonrisa, pero la sonrisa murió enseguida, cuando alguien le dio
un golpe que la hizo caer contra Slane. Mientras caía, vio cómo Irwin salía corriendo
de la taberna. Se quitó a Slane de encima para salir en su persecución.
—¡Sully, espera! —exclamó Slane, pero tuvo que agacharse y evitar el puño que
se dirigía a su barbilla en el momento en que la habitación estalló en una
monumental pelea.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 4

—¡Alguien tiene que pagar por todo este desastre! —El posadero gritaba
extendiendo sus brazos para señalar las mesas destrozadas, los vasos rotos y toda la
comida esparcida por el suelo—. ¡Miren cómo ha quedado mi posada! ¿Saben cuánto
me costará arreglar todo esto?
Slane lo ignoró y se tocó el labio herido. Jared y él se habían defendido bien de
los compañeros de la rata. Tres de ellos habían salido corriendo rápidamente, y el
hombre gordo al que Taylor había derribado aún seguía en el suelo. El puñetazo
recibido por Slane en la mandíbula había sido el primero, último y por tanto único
golpe que había recibido. Levantó la cabeza y miró a Jared, quien todavía estaba en
guardia en la puerta, esperando a que Sully regresara.
Jared se paseó frente a la puerta, como un padre preocupado por su hija. Slane
notaba que se le tensaban los músculos a medida que abría y cerraba los puños. En
un par de ocasiones se echó hacia delante, como para salir corriendo a buscar a
Taylor, pero se contuvo, resignado a dejar que lidiara sola con Irwin. Jared vio que
Slane lo miraba y negó con la cabeza. Slane estaba ahora seguro del tipo de relación
que tenían. Si fueran amantes, Jared habría salido a buscarla.
—¿Cómo podré hacer negocios ahora? ¿Dónde comerán mis clientes? —
continuaba lamentándose el posadero.
Slane estaba cansado de oír sus quejas. La cabeza le dolía cada vez más.
—Nosotros nos encargaremos de eso —le dijo, impaciente.
El posadero cesó al momento en sus lamentaciones, asustado por el tono
agresivo de Slane. Por alguna razón, éste se sintió incómodo. No estaba seguro de si
era porque Sully no había regresado todavía o porque habían encontrado el anillo,
pero no a la mujer que él buscaba. Se pasó las manos por la cabeza, acariciándose el
pelo. «¡Dios mío!», pensó. «Tal vez ni siquiera esté viva».
Volvió a pensar en Sully. Ya debería estar de vuelta. Miró a Jared, quien estaba
tratando de atisbar algo a través de la oscura calle. Fuera, una feroz lluvia impedía
ver casi cualquier cosa situada más allá de unos cuantos metros. Slane oía la lluvia
golpeando contra el techo. A pesar de su malherido rostro, Taylor parecía capaz de
cuidarse sola, se recordó a sí mismo. Pero era emocional e impulsiva; ¿le habría
pasado algo?
Slane se puso de pie y pasó por encima de un hombre que estaba en el suelo.
Puso una mano en el hombro de Jared para darle ánimo.
—Volverá —le aseguró, aunque él mismo no estaba muy seguro.
Jared suspiró, manteniendo la mirada fija en la calle.
—Le daré unos cuantos minutos más y saldré a buscarla.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No podrás encontrarla con esta lluvia —dijo Slane, retirando la mano del
hombro del Jared. A pesar de su pesimismo, sabía que, si el otro se empeñaba en
buscarla, él lo ayudaría. Y desde luego nada le importaría el aguacero, pues
consideraba que lo ocurrido era, al menos en parte, culpa suya.
Se recostó contra la pared y tocó la bolsa que había recuperado Jared; tras unos
momentos de duda, la vació en la palma de la mano: cuatro chelines y el anillo, eso
era todo. Slane bufó. ¿De qué le servía el anillo si la chica Sullivan no lo llevaba
puesto? Dejó que las cuatro monedas cayeran encima del cuerpo que se encontraba a
sus pies. Desaparecieron entre los dobleces de la camisa del hombre regordete.
Jared levantó un asiento del suelo y se sentó en él, negando con la cabeza.
«Un padre preocupado», pensó Slane.
El silencio descendió sobre la habitación como una nube, cubriéndolo todo.
Slane vio cómo el posadero lo miraba de reojo desde una esquina; el hombre se
escondió rápidamente cuando vio que Slane también lo estaba mirando a él.
—No puedo dejaros solos ni un minuto.
Slane miró hacia la alegre voz y se encontró con Sully, que entraba como un
ciclón por la puerta, con las ropas empapadas y el cabello goteando.
—Mirad el desastre que habéis organizado.
Un extraño sentimiento de alivio se apoderó de Slane al ver el herido rostro de
Sully. Y notó, con satisfacción, que no había nuevas heridas.
Jared gritó desde su asiento.
—¿Estás bien?
Sully asintió.
—¿Y qué pasó con Irwin? ¿Está...?
—No nos volverá a molestar —prometió en tono grave. Su mirada se posó en
Slane—. Bien... ¿has encontrado lo que buscabas?
Slane levantó el anillo, mostrándoselo.
Taylor caminó hacia él y le quitó el anillo de la mano, inspeccionándolo. Miró a
Slane por un instante y él alcanzó a ver un destello de victoria en aquel ojo verde que
no estaba hinchado. La tomó del brazo, alejándola de los demasiado curiosos oídos
del posadero, y la llevó hacia una mesa cerca del fuego.
Rápidamente, Taylor se soltó, alejándose del fuego. Slane la miró
interrogativamente y la siguió a una mesa lejos del calor de las llamas. Se sentó frente
a ella.
—Antes que nada, quiero agradecerte que me ayudaras a encontrar el anillo.
Taylor se encogió de hombros y abrió la boca para decir algo, pero Slane se
apresuró a hablar.
—¿Cómo sabías quién lo tenía? —preguntó.
—Yo sé muchas cosas —replicó evasivamente.
Slane bufó.
—Él te lo quitó a ti, ¿verdad?
Observó la incomodidad en el rostro de Taylor. Ella se enderezó, como
preparándose para responder a una agresión. ¿Contra quién? ¿Contra él?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Te dejaré conservar el anillo si me dices una cosa.


Taylor no se relajó; se mantuvo tan tiesa como una tabla.
Él se acercó hacia ella para susurrar:
—¿A quién le robaste el anillo?
Algo sucedió en su rostro, pero Slane no supo si era rabia o miedo.
—¿Dónde está ella? ¿La mataste? —continuó.
Taylor cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, lo miró con tristeza.
—Estoy ofendida, Slane —dijo con un hilo de voz—. De veras que lo estoy. No
tengo la costumbre de robar. —Movió la cabeza y su cabello largo y mojado se movió
sobre los hombros—. Además, yo no mato a mujeres. Bueno... salvo que se lo
merezcan...
Gotas de lluvia cayeron de su empapada ropa a medida que se levantaba de la
silla y ponía las manos en sus estrechas caderas.
—Me has defraudado, Slane. —Taylor tomó la mano de Slane y la abrió,
depositando el anillo en su palma—. Páganos y nos iremos.
Slane puso de nuevo el anillo en la mesa.
—¿Cómo llegaste a tener este anillo antes de que Irwin te lo quitara?
—Me temo que se acabó el tiempo para las preguntas —dijo ella—. Como
también se acabó nuestro contrato. Páganos.
Slane frunció el ceño, maldiciendo la irracionalidad de las mujeres. Buscó en sus
ojos, como tratando de encontrar respuesta en ellos para después tomar el anillo y
meterlo en la bolsa de cuero que llevaba al cinto. Maldijo de manera inaudible
mientras metía su mano en la bolsa de las monedas para pagarle.

Slane se quitó la bolsa del cinturón y la puso en la mesa al lado de la cama.


Sacudió la cabeza. No estaba seguro de cómo debía seguir el rastro de la mujer
Sullivan. Jared y Sully habían sido su mejor oportunidad.
Se quitó la espada y el cinturón y se estaba preparando para quitarse la túnica
cuando golpearon en la puerta. Slane se quejó con frustración e impaciencia y fue a
abrir.
El posadero estaba allí, y movía las manos nerviosamente.
—Abajo hay un hombre que quiere hablar con usted.
—Bien —dijo Slane y lo siguió, bajando las escaleras. Cuando llegaron, el rubio
caballero recorrió la sala con la mirada, pero no vio a nadie que pareciera estar
buscándolo.
—Debe de haberse marchado —dijo el posadero, encogiéndose de hombros.
—¿Cómo era? —preguntó Slane.
De nuevo, el hombre se encogió de hombros.
—Alto. Cabello oscuro. Delgado...
Slane no conocía a nadie que respondiera a esa descripción.
—Bueno, si regresa, dígale que espere hasta mañana —dijo, yéndose de nuevo a
su cuarto.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Se quitó la túnica y se acostó sobre la cama de paja. Durante un momento se


preguntó quién podría estar buscándolo allí. ¿Sería John con un mensaje de
Elizabeth? ¿Habría noticias sobre el castillo Donovan? Se olvidó enseguida de estas
preguntas y, de inmediato, su agitado pensamiento se centró en Sully. Había algo en
ella... No podía descifrar muy bien qué era. No se parecía a nadie a quien hubiese
conocido antes. Era inteligente, valiente e impulsiva. Pero también desafiante, terca e
irreflexiva.
Extendió su mano hacia la mesa de noche y tomó la bolsa que contenía el anillo.
Crujió. Confundido, frunció el ceño y abrió la bolsa. No había nada en ella, a
excepción de un pedazo de pergamino. Empezó a sentir que la indignación lo
carcomía. Apretó fuertemente su mandíbula mientras sacaba el pedazo de
pergamino. Leyó:

Lord Slane,
Gracias por ayudarme a recuperar el anillo de mi madre.
Sully.

Abrumado por la sorpresa, Slane sólo podía mirar fijamente la nota. Enseguida,
sus manos comenzaron a temblar de ira mientras arrugaba lentamente el pergamino
en su puño apretado.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 5

—No debiste decírselo —dijo Jared prácticamente a gritos debido al estruendo


que producía la lluvia que caía.
—No pude aguantar las ganas de darle un golpe a su arrogancia. ¿Puedes creer
que pensó que me había matado a mí misma? —exclamó Taylor.
—Ahora te buscará —le recordó Jared, mientras sus caballos cabalgaban por la
oscura y embarrada carretera.
Taylor se encogió de hombros levemente.
—No nos resultará difícil darle esquinazo. Él no conoce como nosotros los
pueblos, los lugares ni la gente. Además, no sabe rastrear. ¿Por qué crees que nos
contrató?
Jared gruñó en señal de desaprobación, retirándose la molesta y constante
lluvia de los ojos.
—Es peligroso cabalgar toda la noche bajo esta lluvia —le dijo a Sully—. No me
gusta.
—Lo hemos hecho antes —dijo ella—. Lo único que no me gusta a mí es esta
lluvia. —Miró hacia el cielo negro que ocultaba la luna y las estrellas y parpadeó,
tratando de deshacerse, sin gran éxito, de las gotas de lluvia que caían en sus ojos.
—Es la única razón por la que accedí a viajar esta noche. Nadie en su sano juicio
sale en una noche como ésta —dijo Jared. Hizo una pausa momentánea—. Sabes lo
que esto significa. Dormiremos por turnos otra vez, en el bosque.
Taylor entornó los ojos.
—Quizá no haga falta —murmuró.
—¿Qué estás tramando?
—Planeo darle una lección al arrogante lord —prometió Taylor—. Una lección
que no olvidará.
Jared se quejó.
—Sully... Si se enfada, sólo conseguirás que te busque con más determinación.
Taylor se quitó el pelo mojado de los ojos.
—Dentro de una semana desapareceremos. Nunca nos encontrará —dijo de
manera orgullosa.
—¿No tienes curiosidad por saber qué quería? —preguntó Jared.
—No —respondió Taylor secamente—. Si no nos lo dijo desde un principio, no
puede ser nada bueno.
A pesar de que eso era cierto, una parte de ella no pudo evitar preguntarse qué
querría. Le hubiera gustado estar presente cuando él conoció la verdad. Le hubiera
gustado ver el resplandor de sorpresa y furia en esos hermosos ojos azules...

- 38 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

«¿Qué estás pensando?», se regañó a sí misma. «Olvídate de él. Nunca lo


volverás a ver».
Por un momento se sintió extrañamente triste.

—Tiene el rostro herido e hinchado y viaja con un hombre mayor —dijo Slane.
El dueño del establo asintió.
—Sí, los he visto. Ayer estuvieron aquí, temprano. —Dejó caer un balde de
pienso en el comedero de los caballos—. No dijeron mucho, pero pararon en la
fonda. A mediodía, ya habían partido.
«Estaban viajando de noche», pensó Slane. «Hicieron lo mismo que yo habría
hecho si fuera ellos». Maldijo a su hermano en silencio. De no ser por Richard, él no
estaría metido en aquel lío. Esa pequeña arpía lo estaba obligando a perseguirla. No
tenía tiempo para eso. Elizabeth lo estaba esperando.
—¿Hacia dónde se fueron? —preguntó.
—Hacia el oeste. Hacia Woodland Hills —contestó.
—Gracias —dijo Slane mientras sacaba su caballo del establo. Miró hacia el
oeste. Un niño corría al lado de la carretera. Un campesino guiaba un caballo que
tiraba de una carga de paja. Pero Slane no les prestó atención.
Ella se estaba alejando del castillo Donovan. Lo estaba alejando de Elizabeth.
Pero no podía dejar de perseguirla. Se había convertido en un asunto que iba más
allá de su deuda con Richard, más allá de la lealtad a su familia. Ella lo había
insultado. Había herido su orgullo. Y se burlaba de él. La encontraría muy pronto y
le demostraría que nadie... ¡nadie!... se burla de Slane Donovan.

Taylor echó la cabeza hacia atrás, riéndose, y su risa retumbó a través del
bosque. Las pequeñas llamas de la fogata que Jared había prendido se reflejaban,
brillantes, sobre el rostro de Taylor.
—¿Así que Slane estuvo ayer en el pueblo?
Jared asintió y avivó las llamas con un palo.
—Debo admitir que es un hombre persistente. Cualquier otro se hubiera dado
por vencido —dijo Taylor. Se recostó sobre el lecho de hojas que había construido—.
Ya ha pasado más de una semana.
—Ese herrero también dijo que había otro hombre preguntando por el anillo y
la mujer que lo llevaba puesto.
La sonrisa de Taylor desapareció.
—Dijo que el hombre parecía un mercenario, que llevaba una espada y una
armadura acolchada. No me gusta esto. Si fuese un único hombre el que nos persigue
—negó con la cabeza—. Pero es más de uno. No me gusta nada en absoluto. Aquí
está pasando algo muy peligroso, Sully.
De repente, por el rabillo del ojo detectó que algo se movía; vio un rápido
resplandor de movimiento. Se enderezó y puso su mano en la espada.

- 39 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Jared —murmuró con tono de alarma, urgente.


Sin dudarlo, Jared tomó su espada rápidamente del suelo y se enfrentó a los
oscuros árboles que había frente a él.
Taylor se puso de pie de un salto, dándole la espalda a Jared. Sacó su espada,
lista para hacer frente a cualquier enemigo. Con una mirada experimentada muchas
veces, examinó cuidadosamente los oscuros alrededores del bosque. Esperaron a que
algo o alguien saliera de la oscuridad.
Pero no había movimiento alguno en el bosque. Su silencioso reto sólo fue
respondido por el sonido del viento meciendo las hojas de los árboles.
—¿Qué has visto? —le preguntó Jared.
—Algo se ha movido —contestó Taylor, esforzándose para ver entre las
sombras de la noche—. Hay alguien ahí.
Levantó un poco la cabeza, como para escuchar mejor. Pero le respondió el
silencio. Ningún grillo cantaba, ningún buho ululaba. Todos los animales se habían
callado. Apretó la mano en la empuñadura de la espada.
Jared se volvió y ella se movió con él.
—Tal vez sólo sea un animal.
Taylor continuó observando fijamente las sombras. Quizá sólo se trataba de un
animal. Un jabalí, o un...
¡El bosque explotó en una cacofonía y un caos de movimientos! De la oscuridad
saltaron figuras que parecían nacer de los árboles mismos. Eran varios hombres que
blandían espadas y hachas. De manera instintiva, Taylor se enfrentó a un hombre
que se lanzó directo hacia ella. Pero el atacante, experto en la lucha, desvió y anuló la
ofensiva de Taylor. Ella evadió el golpe y tuvo que girar rápidamente para evitar otro
mandoble de un segundo atacante. Se cayó, lanzó su espada hacia el primer
desconocido y logró tocarlo en el estómago, pero su espada rebotó, inofensiva, sobre
el metal. ¡Llevaban armaduras debajo de sus túnicas negras!
El segundo atacante, no mucho más que una sombra negra bailando a la luz del
fuego, se le echó encima. Mientras Taylor evitaba el golpe, usó una pierna para darle
una patada al primer atacante, quien estaba tratando de acercarse a ella.
Sabía que apenas tenía unos segundos preciosos para deshacerse del segundo
atacante antes de que el primero se volviera a unir a la pelea. Se lanzó hacia delante,
atacando al segundo hombre incesantemente; abalanzándose, virando con
movimientos bruscos, arremetiendo contra él. Pero éste logró neutralizar cada
embestida. La chica apretó los dientes y volvió a amenazarlo con la espada. De
nuevo, el hombre la evitó, quitándole la espada de un manotazo y empujándola. Ella
reaccionó agitando su muñeca rápidamente, alargó la mano y, sin pensarlo dos veces,
pues no había tiempo, dirigió la punta de la espada contra la cabeza de su agresor y
se la enterró en el cráneo. El hombre cayó, muerto.
Eran buenos guerreros, pensó, alejándose a toda prisa del hombre que acababa
de caer. Eran demasiado buenos peleando como para ser ladrones o simples asesinos.
Miró a Jared y lo vio ocupado luchando contra otros dos atacantes. A sus pies, vio a
un hombre muerto.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Detrás de ella sonaron pasos apresurados, por lo que se volvió y logró, justo a
tiempo, evitar la espada de su primer atacante. Blandió la suya una y otra vez
haciéndole retroceder. Casi había logrado acorralarlo, cuando él se sobrepuso y atacó
de nuevo a Taylor con fuerzas renovadas; pero no le sirvió de mucho, porque la
joven estaba preparada y, tras un rápido movimiento, lo hirió en la mano. El
desconocido lanzó un grito de dolor y dejó caer su espada, que Taylor alejó
rápidamente de una patada. Asustado, el hombre echó un vistazo y vio a sus
camaradas caídos. Entonces, con una expresión de espanto en el rostro, salió
corriendo y desapareció en el bosque.
Taylor trató de ayudar a Jared en su batalla contra el último de sus agresores
que quedaba en pie. Blandía un hacha frente a Jared y éste logró agacharse en el
último segundo, dejando que el arma le pasara rozando la cabeza. Agachado, Jared
lanzó su espada, pero la hoja rebotó inútilmente en la armadura del atacante.
Taylor blandió su acero contra él, alcanzando a tocarle en el hombro. Gritó y
agitó el hacha con más fuerza, pero la chica logró esquivar la punta del hacha, la cual
cayó, enterrándose en el suelo. Taylor le dio una patada, para que quedase lejos de su
alcance.
Jared le propinó entonces un tremendo golpe en el costado, logrando abrir un
pequeño agujero a través de la armadura. El hombre se quedó quieto durante un
segundo antes de desplomarse al suelo como un árbol talado en seco.
Taylor se volvió y examinó el bosque en busca de más atacantes. Pero nadie
salió de la oscuridad.
—¿Estás bien? —le preguntó Jared, falto de aire.
Taylor asintió y lo miró, buscando heridas en el cuerpo de su amigo, pero no
encontró ninguna. Se quedó quieta, respirando con dificultad hasta que su corazón
recuperó el ritmo normal de sus latidos. Entonces se arrodilló junto al hombre caído
y lo empujó para colocarlo boca arriba. Su rostro estaba cubierto con un paño negro,
haciéndolo parecer un verdugo. Revisó su armadura y la túnica negra que lo cubría.
Miró a Jared y le dijo:
—No tiene insignia.
—¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó Jared.
Con un rápido movimiento, Taylor le quitó la máscara que llevaba puesta.
Esperaba poder reconocerlo, pero jamás había visto aquel rostro. Pasó su espada a
través de la máscara, limpiándole la sangre. Miró a Jared, con sus ojos negros llenos
de determinación.
—No lo sé, pero te juro que voy a averiguarlo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 6

Slane estaba sorprendido de lo fácil que había sido seguir el rastro de Taylor. Al
principio. Durante una semana, Slane les había seguido los pasos y ellos le llevaban
una ventaja de medio día. Pero hacia el final de esa primera semana, su rastro
desapareció repentinamente, como si se hubieran desvanecido en el aire.
Slane se dio cuenta entonces de que Taylor había estado jugando con él. Le
había permitido seguirla, llevándolo por bosques peligrosos y pueblos
multitudinarios. Cuando el juego se volvió aburrido, ella simplemente decidió acabar
con él, dejándolo detrás y perdido.
A pesar de todo, Slane continuó su búsqueda y pasó otra semana tratando de
conseguir cualquier pista sobre ellos, preguntando, buscando y analizando, hasta que
se quedó sin pistas ni recursos de rastreo. Frustrado, insatisfecho y furioso más allá
de toda racionalidad, Slane tomó una habitación en una fonda para viajeros.
En su habitación, solo, pensó en sus desgracias mientras se daba un baño en
una tina de madera. Movió el cuerpo, hundiéndose más en el agua. Tomó un
recipiente de cerámica del suelo, cerca de la bañera, y se echó el contenido sobre la
cabeza, suspirando fuertemente mientras notaba que el agua templada recorría todo
su cuerpo, limpiando la suciedad. Nunca encontraría a esa mujer. Frustrado, golpeó
la bañera con el recipiente antes de dejarlo de nuevo en el suelo. La rabia hervía en
sus venas cada vez que pensaba en lo fácil que hubiera sido pegarle en la cabeza... si
hubiera sabido que ésa era la mujer que buscaba. Las claves habían estado allí: su
comportamiento extraño, su conocimiento del anillo. Pero él había sido demasiado
ciego para verlas en ese momento.
«Demasiado ciego y, sencillamente, demasiado estúpido», se dijo.
Slane hundió el rostro en el agua, tratando de disolver así la ira, pero el calor
del agua sólo parecía aumentar su rabia. «Cuando encuentre a esa maldita mujer, le
torceré el cuello. Aprenderá el verdadero significado del respeto». Sacó la cabeza del
agua y a medida que varios chorros de líquido tibio bajaban por su rostro, sintió que
una pequeña sonrisa se dibujaba en sus labios. Se vio a sí mismo enseñándole la
forma en que debía tratar a un caballero del reino.
De repente, una figura oscura se movió en las sombras de la habitación y Slane
se quedó paralizado. ¡Alguien estaba en su habitación! Miró rápidamente hacia su
derecha y vio su espada todavía enfundada, apoyada contra la pata de un asiento al
otro lado del cuarto. Maldita sea. Demasiado lejos.
—Habría renunciado gustosa al dinero que me pagaste sólo para poder ver la
expresión de tu rostro cuando recibiste mi nota —dijo una voz femenina mientras
salía de las sombras y recorría los pocos pasos que la separaban de la bañera.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

A pesar de que iba cubierta por una capa marrón y una capucha que escondía la
mitad de su rostro, Slane la reconoció de inmediato.
—Tú... —dijo en un susurro. ¡La mujer Sullivan! Sus dedos se clavaron en el
borde de la bañera y sintió cómo sus uñas se enterraban en la madera. Imaginó que la
madera era la suave piel del cuello de Taylor y logró tranquilizarse un poco. ¿Qué
diablos estaba haciendo allí?
—¿No te alegras de verme? —preguntó la joven, riendo.
Cogió una banqueta que había al lado de la cama y la puso cerca de la bañera.
Se sentó y lo miró divertida.
—He oído que me estabas buscando.
Slane se quedó quieto. Allí tenía a la mujer a la que había estado buscando,
sentada en un asiento a menos de medio metro, y todo lo que podía hacer era mirarla
asombrado. A la luz de la vela, el maltrecho y herido rostro que recordaba había
desaparecido, las heridas habían sido reemplazadas por una mejilla tan redonda y
suave que se encontró a sí mismo abrumado por la perfección. Percibió que Taylor
olía a lavanda gracias a una pequeña brisa que entró por las ventanas abiertas y
circuló por toda la habitación, envolviéndolo todo en un delicado aroma. Sintió una
pulsión debajo del agua y cambió su posición para que su virilidad no ascendiera
hasta la superficie del agua.
«Se trata sólo de la mejilla de una mujer», se reprochó a sí mismo Slane. «Has
visto miles de mejillas en tu vida».
Taylor movió los labios provocativamente antes de quitarse la capucha. A
medida que la tela se retiraba y destapaba la cabeza, su cabello negro se agitaba
salvajemente sobre los hombros. Inmediatamente se fijó en la redondez de sus labios;
la hinchazón que antes los desfiguraba había desaparecido por completo.
—¿Estabas buscándome o mis fuentes de información estaban equivocadas?
Slane sintió que las pulsaciones de su entrepierna aumentaban con velocidad.
Se hundió en la bañera, poniendo el brazo disimuladamente entre los muslos. Era
una criatura absolutamente maravillosa. ¿Cómo podía saber él que detrás de aquellas
heridas y moretones se encontraba la mujer más bella que jamás había visto? Se
obligó a sí mismo a apartar la mirada de su rostro. Ella se merecía su desprecio por lo
que había hecho, no su deseo.
—Sabes muy bien que te he estado buscando —contestó—. ¿Has venido a reírte
de mí por no haber sido capaz de encontrarte?
—Bueno... —Hablaba burlonamente, con la risa todavía en la voz y una sonrisa
en los labios.
¡Maldición! Slane examinó el reflejo de Taylor que se formaba en el agua de la
bañera.
—¿Por qué has venido? —exclamó pensando otra vez en lo inútil que resultaba
su espada al otro lado de la habitación.
—Vayamos al grano, ¿no te parece, Slane? —Su rostro perdió de repente el
gesto burlón, casi amable—. ¿Por qué me estabas buscando?
—¿Por qué me lo preguntas a mí? ¿No te lo dijeron tus fuentes? —preguntó

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane con aspereza.


—Slane Donovan —murmuró y él se sorprendió por la suavidad de su tono de
voz—. Oí hablar mucho de ti cuando era pequeña. Eras un héroe. Slane Donovan
esto, Slane Donovan lo otro. En el pueblo sólo se hablaba de tus hazañas.
Slane levantó la vista para mirarla atentamente. Se sorprendió por la ternura y
la tibieza que vio en esos grandes y verdes ojos, parecidos a una piedra preciosa...
¿Lo que sentía era, acaso, admiración? De repente, ella le dio un golpe en la pared y
Slane dejó de ver su alma a través de sus ojos.
—¿Me buscas para matarme? —le preguntó la mujer. Slane se enfureció. Él era
un caballero; él no mataba mujeres... ni siquiera a las que llevaban espada.
—Si de verdad pensaras que te estaba persiguiendo para matarte, no estarías
sentada a un metro de mí ni estarías moviendo el pelo como si fueras una prostituta
en una taberna, buscando una cama —dijo Slane.
El comentario resultó ser más duro que lo que había deseado y vio cómo en los
ojos de Taylor comenzaba a brillar la ira. De nuevo se preguntó por qué estaría allí
Taylor. Debía de tener algún motivo. Quizá lo necesitara para algo, se dijo. Slane
sabía que ella no se expondría a que la atrapase si no tuviera una razón muy
poderosa para presentarse ante él ¿Para qué lo necesitaría?
—Créeme, si necesitara una cama donde dormir, ¡no sería la tuya! —respondió
agresivamente, saltando del asiento—. Si no me dices lo que quiero saber, encontraré
a alguien que lo haga. —Se incorporó para irse.
Slane se levantó del agua como el antiguo dios Poseidón, con el líquido
recorriendo todo su cuerpo. Su expresión era severa, su boca estaba tensa y sus
dientes apretados. Tomó la muñeca de Taylor entre sus dedos y apretó con fuerza.
—Ya te escapaste de mí una vez —bufó—. No lo harás de nuevo.
Vio cómo Taylor recorría su cuerpo con la mirada, pero dudó cuando llegó a su
cintura. Entonces alzó los ojos para encontrarse con los de Slane. ¿Era acaso
vergüenza lo que se podía leer en su mirada?, se preguntó Slane. ¿O tal vez
desprecio?
—Eres muy arrogante, ¿no? —le preguntó suavemente mientras dibujaba una
pequeña sonrisa en sus labios—. Dime por qué me persigues, dime quiénes me
persiguen. —Era mitad súplica y mitad mandato.
¿Persiguen? ¿Había más de uno?, se preguntó Slane.
—¡Mercenarios! —dijo en voz alta. ¿Acaso otros la habían encontrado? Parecía
que en su voz había una preocupación genuina, un temor que le afectaba a pesar de
la rabia que sentía. Slane le soltó el brazo.
Taylor se liberó y se alejó de él.
—Esos hombres no eran mercenarios —contestó, y le dio la espalda.
Slane la alcanzó y la sujetó de un brazo para retenerla. Entonces, al mirar su
brazo, vio la parte baja de su cuerpo y se dio cuenta que estaba desnudo.
Avergonzado, tomó sus mallas del suelo y se las puso rápidamente. Cuando volvió a
mirar hacia arriba, la encontró contemplándolo con aquellos malditos ojos; unos ojos
que le hacían querer indagar a fondo para poder encontrar los extraños misterios que

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

prometían revelar algún día. Alcanzó su túnica, se la puso por encima de la cabeza y
se ató las botas.
De repente, se oyó un estruendo en la calle e inmediatamente después el sonido
de espadas chocando en abierta batalla.
Taylor se quitó la capa y sacó su arma para correr hacia la puerta.
Pero, antes de que pudiera dar dos pasos, la puerta se abrió bruscamente y el
cuerpo de Jared la atravesó volando.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 7

Jared cayó en el suelo frente a Taylor y se quedó quieto, con los ojos abiertos y
vidriosos mirándola a ella. Una gran mancha de sangre se extendía sobre su
abdomen, agrandándose y volviéndose más roja a cada instante. Escuchó voces a su
alrededor y supo que debía mirar hacia arriba; que debía dejar de mirar a su amigo,
tendido en el duro suelo, sin moverse. Pero parecía no poder dejar de mirarlo. «Esto
no está ocurriendo», pensó. «Esto no está ocurriendo».
—¿Qué diablos está pasando?
El grito de Slane la sacó de su estupor. Miró hacia arriba y vio a cuatro hombres
vestidos de negro entrando a toda prisa a la habitación, con sus armas listas para
atacar. Una daga voló hacia la cabeza de Slane pero él logró esquivarla lanzándose al
suelo. El puntiagudo puñal se clavó en la pared, detrás de él. Slane rodó por el suelo
y empuñó su arma, arrojándose detrás de la bañera, que estaba en medio de la
habitación.
Tratando de deshacer la bruma de incredulidad que la estaba paralizando,
Taylor volvió los ojos para enfocarlos en Jared. ¿Por qué estaba todavía en el suelo?
¿Por qué no se había levantado para enfrentarse a sus atacantes? Creyó oír que Slane
la llamaba por su nombre, pero su confusa mente se negaba a concentrarse en nada
que no fuera Jared.
De reojo, logró ver un movimiento y giró para ver cómo uno de los hombres de
negro levantaba su espada para atacarla. De repente, Slane estaba allí. Salió de detrás
de la bañera y, de un fuerte empujón, tiró a su atacante al suelo.
—¡Taylor!
Como en la distancia, Taylor oyó que Slane la llamaba de nuevo. Pero no fue
verdaderamente consciente de ello hasta que el caballero la agarró con firmeza y tiró
de ella para alejarla del lugar en donde se había quedado clavada.
Aquellos hombres habían herido a Jared. El horror de esa verdad surgió como
un murmullo en su mente.
Una de las espadas pasó muy cerca del hombro de Slane pero éste logró darse
la vuelta rápidamente para enfrentarse al soldado.
Taylor sintió un agudo dolor en su antebrazo. Miró hacia abajo, sorprendida al
ver que sólo estaba apretando, como había hecho tantas veces, la empuñadura de su
espada. Pero el brazo le dolía... hasta que aflojó la presión de sus dedos en torno a la
empuñadura. Cuando un segundo y un tercer soldado se lanzaron a atacarla, Taylor
se supo defender, agachándose hacia la derecha para evitar un golpe y haciendo
chocar su espada contra la del otro soldado. Actuó por instinto, sin pensar, hasta que
finalmente el peso bien conocido de su espada la condujo de vuelta a la horrible

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

realidad.
Aquellos hombres habían herido a Jared; ese pensamiento la fortaleció,
azuzando la ira que quemaba su corazón.
Se desahogó dándole una patada en la ingle a uno de ellos, que se dobló de
dolor, lo que Taylor aprovechó para darle otra patada, ahora en el costado,
haciéndolo rodar por el suelo.
Alcanzó a ver el resplandor de otra espada, pero no tuvo tiempo de esquivar el
golpe. El filo le cortó el labio y luego cayó sobre el cuerpo, enviando una oleada de
dolor que le pareció que le llegaba hasta la cintura; pero la armadura de cuero
absorbió la peor parte del dolor, el cual disminuyó convirtiéndose en una pequeña
molestia. Lanzó un puño hacia atrás y descargó un tremendo puñetazo en la mejilla
del soldado, que se quejó agudamente y se tambaleó hacía atrás. Taylor retrocedió,
examinando rápida y cuidadosamente sus alrededores.
Vio que Slane derrotaba a su oponente, dándole un rápido golpe en el
estómago; después, giró hacia atrás y vio a los otros tres hombres, todos de pie,
cercándola.
Slane se volvió para ayudar a Taylor y atacó al hombre que tenía más cerca,
quien respondió con mucha pericia, revolviéndose y dándole al caballero una patada
que lo hizo caer al suelo, lanzando un grito de dolor. Pero no estaba derrotado, y
logró rechazar de un puñetazo el segundo ataque de su agresor, quien cayó al suelo
como un fardo.
Taylor aún estaba conmocionada. Esos hombres habían matado a Jared. ¡No!,
gritó una voz dentro de ella, en un intento desesperado para ignorar tan terrible
posibilidad. ¡No está muerto! Blandió su espada y, de manera experta, se la clavó en
el cuello a uno de los hombres, que cayó al suelo, tropezándose contra otro de los
atacantes. Los tristes ojos de Taylor regresaron a Jared. Todavía no se movía. Sus ojos
permanecían abiertos y no parpadeaba. Su pecho estaba quieto. «¡Tengo que llegar a
él!», pensó, y dio un paso hacia delante. El soldado que había derribado de un
puñetazo ya estaba recuperado y se levantó para bloquearle el camino.
—¡No! —gritó otra vez, y lo atacó brutalmente, blandiendo su espada una y
otra vez, los metales chocando ente sí. Pero ese soldado era un experto esgrimista, y
esquivó cada uno de los golpes de Taylor con poco esfuerzo.
Por fin, cansada de ese juego, Taylor le dio una patada en el estómago,
lanzándolo hacia atrás. Entonces se volvió para acercarse a Jared, sólo para
encontrarse con otro hombre que la estaba amenazando con su espada. Levantó su
arma justo a tiempo para bloquearla, pero la fuerza del choque la hizo retroceder
unos pasos.
Frunció el ceño, con todos sus sentidos alerta, esperando un repentino ataque
de sus opositores. Entonces, oyó un amenazador sonido de muchos pasos en el suelo
de madera del corredor y se volvió a mirar hacia la puerta. Media docena de
hombres vestidos con los mismos tajes negros entraron en la habitación, con sus
armas listas para el ataque.
Taylor maldijo. Eran demasiados.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se plantó delante de ella, con evidente intención de protegerla.


Sin embargo, extrañamente, los hombres no atacaron. Se quedaron de pie,
silenciosos, como estatuas oscuras y sin rostro. Después, el golpe seco de unos pasos
rompió el silencio.
Un individuo alto entró en la habitación. Una capa del color del ébano lo cubría.
Tenía un rostro duro, una cara con agudos ángulos y piel quemada por el sol. Un
fino bigote dibujaba una estrecha línea sobre su labio superior. La mirada de Taylor
se detuvo en sus ojos, momentáneamente congelados por la negrura de su seria
mirada. Taylor notó que Slane se ponía muy tenso al ver a aquel hombre.
El desconocido miró con desprecio a todos los presentes y de manera agresiva
dijo:
—Débiles imbéciles.
Después sus negros ojos se posaron sobre Slane y sus labios se curvaron con
odio. Entornó sus oscuros ojos.
—Matadlo —ordenó—. Y hacedlo lentamente. Traedme a la mujer, ¡y la quiero
viva!
Se dio la vuelta y con él lo hizo su capa, siguiéndolo como una bandera.
Taylor sintió que la sensación de la derrota brotaba dentro de ella como una
marea imparable. Apenas había podido vencer a los primeros atacantes y ahora su
número se había triplicado. Supo que la iban a atrapar... y que iban a matar a Slane.
Él la miraba, sus ojos llenos de una inexorable decisión de luchar. La joven miró
la habitación, en busca de una manera de escapar. Pero sólo había una ventana. Y
estaban en el segundo piso.
De repente, los atacantes se movieron hacia delante; eran como una negra
muralla móvil que amenazaba con aplastarlos con su peso.
Después, Taylor vio que Slane se desplazaba hacia adelante, moviéndola
mientras la abrazaba, apretándola con fuerza contra su pecho. Se movió mucho más
rápido, su instinto los llevaba a la ventana, el único lugar por donde podían escapar...
Hacia la ventana... ¡y a través de ella! Madera y trozos de cristal salieron volando en
mil pequeños pedazos a su alrededor al tiempo que sus cuerpos atravesaban el
vidrio.
Mientras caían al vacío, Taylor miró por una milésima de segundo el increíble
cielo estrellado y percibió la brisa del aire libre en sus oídos. De repente, su visión se
nubló cuando sintió que su cuerpo se movía en mitad de la caída. En ese instante fue
consciente de que Slane se había puesto debajo de ella para ser él quien recibiera lo
peor del impacto. Las estrellas desaparecieron, rápidamente reemplazadas por el
sólido cuerpo de Slane, que había puesto la cabeza de Taylor en su pecho.
Todo esto sucedió en apenas unos mínimos instantes. Tras el golpe contra los
cristales y la sensación del aire libre en sus pulmones, Taylor sintió el impacto del
golpe. Una tremenda sacudida, como si hubiera sido lanzada al centro de un salvaje
tornado.
Mareada, no se pudo mover durante un rato que le pareció interminable; su
cabeza descansaba sobre algo firme pero cálido. Sintió cómo el cojín humano que la

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

protegía se movía y la empujaba. Trató de tomar aliento.


Slane la agarró con firmeza del brazo, tratando de mirar en sus ojos.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Taylor movió la cabeza, intentando deshacerse de la bruma que amenazaba con
tomar posesión de ella. Intentó asentir, pero no estaba segura de haberlo logrado.
Algo sabía muy salado en sus labios y rápidamente lo lamió. Slane la ayudo a
ponerse en pie y miró a su alrededor. Habían tenido mucha suerte; habían caído en la
parte de atrás del carro de un mercader, que estaba lleno de paquetes de lino, bolsas
de condimentos y sacos de grano. La mayoría de las bolsas se habían abierto y sus
contenidos se habían esparcido por todas partes, llenando el suelo de pedazos de sal,
montañas de pimienta y una piscina de trigo.
Taylor miró a Slane, que en ese momento se estaba agachando para recuperar
su arma pero cuya mirada estaba fija en algo que había sobre ellos. Siguió la mirada
de Slane: en la ventana había dos soldados que los miraban fijamente. Uno de los
atacantes se subió al alféizar, listo para lanzarse sobre ellos y una repentina ola de
adrenalina pasó por las venas de Taylor, sofocando cualquier dolor, ahogando
cualquier sentimiento.
—Vámonos —le susurró Slane, tomándola de la muñeca y acercándola a él.
Taylor recuperó su espada del suelo y siguió a Slane a través del callejón. En el
momento en que doblaron una esquina, vio a uno de los hombres vestidos de negro
saltar a través de la ventana.
Slane la llevó a través del callejón. Pasaron por la parte trasera de unas casas. Se
volvió y se metió por otro callejón. Una y otra vez, Slane se desplazaba a través del
pueblo, doblando y retrocediendo varias veces hasta que Taylor perdió el sentido de
la orientación. Su cabeza se perdía en el caos de todos los acontecimientos recientes.
Desorientada y confundida, se agarró de la mano de Slane como si fuera su
salvavidas.
Finalmente, salieron del pueblo y llegaron al bosque. Allí, Slane se movió con
rapidez, andando muy deprisa, aunque sin correr, forzándola hasta que empezaron a
dolerle las piernas. Entonces se cayó.
Slane se detuvo y miró a su alrededor. Durante unos instantes examinó
cuidadosamente los árboles que los rodeaban y, aparentemente satisfecho de su
inspección, se relajó. Entonces la miró con mucha atención.
—¿Estás herida? —le preguntó.
Taylor comenzó a temblar. Miró las copas de los árboles, examinó el bosque a
su alrededor y, finalmente, se puso en pie y empezó a desandar el camino, por el
mismo lugar por el que habían llegado hasta allí, en dirección al pueblo.
—Tengo que regresar —le anunció a Slane.
—¿Estás loca? —El hombre se acercó a ella, sombrío como una nube de
tormenta.
Taylor se volvió hacia él.
—No dejaré a Jared así —objetó.
Slane la miró fijamente durante un momento. Su expresión se suavizó mientras

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

le decía:
—Taylor, Jared está muerto.
—¡No lo sabes!
—He visto a muchos muertos.
—¡Y yo también, por eso sé que no está muerto!
Él conocía los riesgos de ser su cómplice, de llevarla a todas partes consigo...,
pensó Taylor.
—¡No está muerto!
Jared sabía que era muy peligroso viajar con ella...
Slane la miró con una expresión de calmada tristeza, sus ojos azules penetrando
hasta el fondo del alma de Taylor.
—¡No está muerto! —Lo repetía a pesar de que sabía que sus palabras no eran
verdad. Había visto la muerte innumerables veces; había matado a varias personas,
pero nunca pensó que le podría ocurrir a Jared. Taylor sintió que la angustia le
rasgaba el corazón y sintió cómo sus ojos ardían con abrasadoras lágrimas. Ellos
sabían que su padre enviaría hombres a buscarla algún día.
Se alejó de Slane a medida que las hirvientes lágrimas inundaban sus ojos. «Se
ha ido», pensó. «Se ha ido, como mi madre».
—Taylor.
La voz de Slane era un suave murmullo, una caricia.
Deseaba con todo su corazón ceder ante sus sentimientos; quería ser consolada.
Casi acudió a él... casi se dejó tocar por él.
Pero no lo hizo. Como había hecho años atrás, se desprendió de su dolor y se
limpió los ojos con la manga, rechazando cualquier sentimiento de autocompasión.
Jared estaba muerto. Ahora ella estaba sola.
Y tendría que cuidarse sola. Nadie la protegería. Sacudió los hombros
levemente, como para deshacerse también de la idea de la muerte de Jared, y evitó la
mirada fija de Slane. Pero no pudo controlar las lágrimas que amenazaban con salir
de sus ojos, sin importar cuántas veces se dijera a sí misma que debía seguir adelante,
sin importar cuántas veces se dijera a sí misma que era culpa de Jared por... por
ofrecerle su amistad.
Su labio inferior tembló, y luego tembló su cuerpo entero. Una única lágrima se
deslizó por su mejilla.
Slane le puso un dedo en la barbilla, levantándola suavemente hasta que sus
ojos se encontraron con los de él. Su mirada azul profunda penetró en su mente como
si pudiera leer todos sus pensamientos, todos sus dolorosos recuerdos. Ella no podía
esconder el dolor que sentía. En ese momento no, todavía no.
—Lo siento —murmuró él.
Y de verdad lo sentía. Se notaba en la sinceridad de su voz, en la sombra de
dolor que se asomaba a sus ojos. Pero todo lo que podía hacer Taylor era quedarse
allí, de pie, conteniendo los sollozos que amenazaban con consumir su cuerpo.
Él se acercó, tomó un mechón de cabello de Taylor que estaba sobre su mejilla y
se lo colocó suavemente detrás de la oreja.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Taylor luchó contra la amenaza de perder el dominio de sí misma, el abismo


oscuro que estaba esperando tragársela desde la muerte de su madre. Colocó su
cabeza contra la palma de la mano de Slane y éste le acarició la mejilla. Cerró los ojos,
pero se le escaparon unas lágrimas. Sintió la fría mano de Slane contra su caliente
mejilla y, después, contra su nuca, mientras él la acercaba a su pecho.
El pecho de Slane era fuerte, tibio y seguro. Puso la frente contra su pecho y
sintió cómo unos dedos, fuertes y tiernos a la vez, acariciaban su cuello. El pelo cayó
como una cascada sobre su rostro, cubriéndolo. Era la primera vez, desde la muerte
de su madre, que dejaba que la tristeza se apoderara de ella. Lloró en silencio; las
lágrimas brotaron de sus ojos como una suave lluvia.
Jared había sido más que un amigo. En realidad, fue su única familia durante
ocho años. Había sido su maestro, su protector. La conocía más de lo que ella se
conocía a sí misma. La podía consolar y decirle lo que había que hacer. Había
impedido que hiciera muchas tonterías; le había dado consejos de enorme valor sobre
numerosos asuntos. Y ella sabía que siempre podía hablar con él. De lo que fuese.
Y ahora ya no estaba.
Lentamente, su llanto fue cesando. Se limpió los ojos y la nariz y miró a Slane,
que la contemplaba con una mirada apacible, su dorado cabello ondeando levemente
con la suave brisa. Entonces fue cuando Taylor se dio cuenta de que sus brazos
estaban alrededor de ella, abrazándola.
Y le gustó.
Slane la soltó, y la joven sintió que un extraño temblor recorría su cuerpo. Se
sintió sola, desamparada, sin sus brazos.
Se alejó de él.
Un viento frío se deslizó entre ellos y la joven levantó la mano para apartar de
su cara un mechón de cabello.
La mirada de Slane bajó hasta la muñeca de Taylor.
—Estás herida —dijo suavemente.
Taylor miró hacia abajo y vio que tenía moretones por todo el brazo y que la
muñeca estaba hinchada. Debía de ser del golpe de la caída.
Al ser consciente de las heridas, sintió el dolor, como si acabara de recibirlas en
ese momento. Pero negó con la cabeza.
—No es nada —murmuró. Y enseguida notó cómo surgían otros dolores,
pulsaciones de contusiones innumerables que parecían cubrir todo su cuerpo.
Slane la agarró de la mano. Le miró otra vez la muñeca con sus impresionantes
ojos azules. Taylor siguió la mirada de Slane pero no se detuvo en su lesionada piel
sino en la tierna forma en que él la sostenía. Sus largos dedos se enroscaron en su
mano, protegiéndola, sosteniéndola cuidadosamente.
—¿Te duele? —le preguntó.
Una sonrisa torcida se formó en sus labios.
—Sólo cuando la muevo —contestó.
—¿Puedes moverla?
—Sólo si quiero sentir dolor.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane rodeó la muñeca de Taylor con sus manos, y ella lo dejó hacer. Permitió
que le acariciara suavemente la muñeca. Sabía que no estaba rota. Pero le gustó la
forma en que él la tocaba, y también su suavidad y la preocupación que mostraba por
ella.
Durante un momento, no era la mujer que había sido cazada. Durante un
momento, él no era el cazador. Sólo eran un hombre y una mujer.
—¿Cuánto tiempo hacía que lo conocías? —Slane hizo la pregunta sin levantar
sus ojos hacia los de ella.
—Ocho años. —Él levantó la mirada para encontrarse con la de ella y Taylor
pudo ver sorpresa en sus ojos. Ella sonrió—. Nos fuimos juntos del castillo.
Él agachó la cabeza para posar los ojos de nuevo sobre su muñeca.
—¿Te enseñó a pelear?
—Jared decía que teníamos dos maneras de ganarnos la vida: la lucha y la
prostitución.
Taylor vio la expresión de desagrado en el rostro de Slane.
—Dijo que, naturalmente, nosotros elegiríamos la lucha. Por eso me enseñó a
pelear.
Slane dio suavemente la vuelta a la mano de Taylor para inspeccionar la palma.
Luego deslizó su dedo índice sobre los nudillos.
—No tendrías que haberlo hecho.
—Yo quise hacerlo.
—¿Por qué no regresaste al castillo? —preguntó Slane.
—¿Después de lo que hizo mi padre? —refunfuñó Taylor—. No quiero verlo...
Nunca lo volveré a ver.
—Él te quiere ver.
Taylor se quedó inmóvil. Después de todo ese tiempo, ¡finalmente se
preguntaba dónde estaba y qué hacía su propia hija! Una repentina añoranza surgió,
sin embargo, dentro de su pecho. De pronto quiso volver donde estaban los amigos
que había dejado; quiso volver a las tierras que había amado. Pero la imagen de su
padre bailó burlonamente sobre la idílica escena de su ensoñación. Había tratado de
prepararse para este momento, pero ahora que se enfrentaba a él no sentía sino
amargura. Se soltó de la mano de Slane.
—¿Así que por eso me buscabas?
¿Por qué se sentía tan traicionada?
—Está viejo y quiere reconciliarse —lo defendió Slane.
—Quiere tener una heredera —dijo ella—. Pues ya puede ir olvidándose de eso,
porque no regresaré.
—¿No quieres verlo? ¿No piensas hablar con él? —preguntó Slane.
—No tengo nada que decirle.
—Es tu padre, por el amor de Dios. Si quiere verte de nuevo, tú tienes una
obligación...
—Un buen consejo, sobre todo viniendo de un hombre que nunca escuchó a su
padre —contestó Taylor.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se sorprendió con esa respuesta.


—Sí, lo sé. Sé que tu padre quería que fueras sacerdote. Pero tu huiste a...
¿huiste al castillo de tu tío?
Slane se cruzó de brazos.
Una fría sonrisa se dibujó en los labios de Taylor.
—Y te convertiste en un caballero. En contra de los deseos de tu padre. No eres
el más adecuado para decirme que debo escuchar a mi padre.
—Esto es diferente —dijo Slane orgullosamente.
—¿Por qué?
—Yo tenía una vocación. Y no era la de ser un cura.
—Yo también tengo una vocación —dijo ella mientras le daba la espalda—. Y
no es la de ver a mi padre de nuevo.
Slane la tocó el brazo, deteniendo su movimiento.
—¿Adónde piensas ir? ¿Qué crees que harás? ¿Qué puede hacer una mujer sola
en este mundo? Te matarán en la primera fonda en la que pares. O tal vez en el
camino hacia la fonda.
Taylor se alejó de su contacto.
—He sobrevivido todo este tiempo.
—Tenías a Jared —contestó Slane.
Ella se quedó inmóvil, lidiando con su ira y su duelo durante un momento,
mirando fijamente aquellos duros ojos azules.
—No tienes sitio al que ir —insistió Slane en un tono de voz más suave—. Ven
conmigo.
Taylor sabía que él estaba en lo cierto. Tenía que decidir qué hacer, hacia dónde
ir. Pero se negó a pensar en ello. Se negó a pensar en nadie que no fuera Jared, o en
unos ojos grandes, azules y reconfortantes.
—Puedes viajar conmigo hasta que decidas qué quieres hacer.
Taylor volvió la cabeza hacia las vacías sombras del bosque.
—Te diriges hacia las tierras de los Sullivan. —Sus palabras eran mitad
afirmación, mitad pregunta.
—Sí —dijo Slane.
Taylor sintió que se le formaba un nudo en el estómago. No sabía qué hacer. Si
Jared estuviera allí, podrían haberlo hablado. Pero no estaba y no volvería a estar.
Y todo era culpa suya. Sintió unas lágrimas amenazantes en sus ojos, pero peleó
contra ellas rápidamente.
—Te pagaré —propuso Slane.
La afirmación la sorprendió. ¿Pagar? Sintió cómo la risa le subía por la garganta
—¿Con qué? —preguntó—. Tu oro está en tu habitación, en la fonda.
Slane frunció el ceño y ella casi pudo percibir la maldición silenciosa que salía
de sus labios. Entonces, Taylor se quitó una bolsa llena de monedas que llevaba
colgada del cinturón. Cuando los ojos de Slane se abrieron, incrédulos, ella se echó a
reír, aunque las lágrimas aún corrían por sus mejillas.
—¡Eso es mío! —exclamó Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Lo encontré en tu habitación —admitió ella.


La risa desapareció y, como si la mano de un gigante la oprimiera, se sintió
atrapada por un sentimiento de tristeza. Era culpa suya. Jared lo sabía. Él no quería
regresar, pero ella insistió porque quería ver a Slane. Y ahora su orgullo había
matado al único hombre en el mundo que había sido su amigo. Había pensado en
aliviar la preocupación de Jared con una bolsa llena de monedas. En cambio, ahora
sostenía la bolsa en su temblorosa mano, sin poderla presentar a nadie más que a su
dueño.
Slane dio un paso hacia delante y Taylor pensó que iba a hacerse con la bolsa.
Pero no lo hizo. Se acercó para poner sus brazos alrededor de ella, abrazándola.
Taylor se puso tensa, resistiéndose instintivamente a su consuelo. Pero no pudo
aguantar su agonía, el horrible dolor de su pérdida. Se recostó sobre él y lo siguió a
un lugar donde había muchas piedras.
Exhausta, Taylor dejó que Slane la acomodara en el suelo, entre un pino y una
piedra grande.
La bolsa de las monedas quedó en el suelo, cerca de sus pies, olvidada.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 8

Slane miró detenidamente a Taylor, que dormía recostada contra su cuerpo.


Dormía tan profundamente que ni siquiera el estruendo de los cascos de un millón
de caballos hubiera podido despertarla. Acarició su espalda desde el cuello con la
yema de los dedos, y sintió su piel suave. Estaba maravillado de que los moretones
hubieran desaparecido por completo de su cuerpo, dejando una piel tersa e
inmaculada tras la salida del sol. Los labios ya no estaban hinchados, sino que, por el
contrario, eran encantadores, llenos y sensuales. Surgió en él un repentino deseo de
tocarlos.
Horrorizado por sus propios pensamientos, Slane la acomodó en el suelo y se
alejó de ella. Taylor gimió suavemente y buscó el calor que él había dejado en el
suelo. «¡Dios mío!», se dijo Slane, «¿qué me pasa? Debo pensar en Elizabeth, que está
esperándome. Sí, Elizabeth».
Pasó la mano sobre sus ojos, tratando de hacer desaparecer la fatiga que notaba
en ellos. «Debo de estar cansado y confundido».
Sin embargo, su mirada regresaba, como si estuviera hechizado, hacia Taylor.
«Si no fuera por mí, ella no estaría metida en esto. Yo fui quien la encontró, yo
fui quien la metió en este infierno de la huida de los hombres de Corydon y de la
consiguiente pérdida su amigo».
Paseó meditabundo, enredando los dedos en su rubia cabellera. Si él no la
hubiera encontrado, seguramente lo habría hecho otro. ¡Era evidente que estaba
mejor con él que en las manos de algún mercenario que sólo buscara la recompensa
que su hermano había ofrecido por ella! Slane estaba seguro de que todos los
mercenarios de Francia la estaban buscando en ese preciso instante.
El sol se asomó firmemente sobre el horizonte y el cielo cobró vida con el
inminente amanecer. Slane sabía que debían continuar su camino pronto. No habían
logrado poner la suficiente distancia entre ellos y Corydon. Diez millas era muy
poco. Aun así, él no quería despertarla.
Su mirada volvió a ella, que permanecía escondida entre una roca y un pino. No
podía despertarla. Necesitaba toda su fuerza para enfrentarse al futuro. La dejaría
dormir, le daría un momento de paz, de descanso.
Fijó la mirada en el camino que se extendía frente a ellos, el camino que los
llevaría al castillo Donovan.

Taylor no había terminado aún de abrir los ojos cuando todo lo que había
pasado volvió a ella en veloces imágenes sucesivas grabadas en su memoria: el

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

cuerpo de Jared rompiendo la puerta, hombres encapuchados, de negro, blandiendo


espadas contra ella, Slane empujándola por la ventana, Slane abrazándola de manera
reconfortante y calmando su angustia. De repente se incorporó, se sentó y echó un
rápido vistazo a su alrededor, pero la figura de Slane no aparecía por ninguna parte.
Salió de la protección que la roca y el pino le brindaban y dejó que los rayos del
sol la bañaran, intentando forzar sus parpados para que la protegieran de la luz
brillante. El sol le daba casi directamente sobre la cabeza. Levantó la mirada para
observar la esfera dorada con asombro. ¡Nunca dormía tanto tiempo! Recorrió el
lugar con la mirada, hasta que finalmente vio a Slane, que se dirigía hacia ella con las
manos levantadas a la altura del pecho, sosteniendo en ellas un puñado de frutos
silvestres.
Por un instante se sorprendió; Slane parecía un dios de la antigüedad, con el
pelo dorado ondeando sobre los hombros, la piel bronceada besada por el sol, los
ojos azules brillando como las más preciosas gemas. Pero no fue ese radiante brillo lo
que llamó su atención; fue la manera en que él la miraba, con cierta reserva.
Taylor echó un vistazo a los frutos que él llevaba en las manos y luego subió la
mirada hasta encontrarse con sus ojos.
Él se llevó uno de los frutos a la boca.
—¿Has descansado? Porque ya es hora de partir. —Le ofreció uno de los frutos.
Taylor aceptó el obsequio y lo estudió distraídamente, sin prestarle ninguna
atención. Reanudaron su camino hacia el castillo Sullivan. Ella no quería ver de
nuevo a su padre. Verlo ahora no cambiaría el pasado, no le devolvería a su madre.
—Slane, creo que deberías saber que no tengo ninguna intención de regresar al
castillo Sullivan.
Levantó la mirada y vio en él un gesto de desaprobación.
—Esa decisión la debes tomar tú. Pero estoy seguro de que hay otros
mercenarios...
Ella levantó la mano que tenía libre.
—Lo sé. Me lo has dicho antes. Pero lo que aún no me has dicho es quiénes eran
esos caballeros negros.
Slane respiró profundamente.
—Son los hombres de Corydon. Tu padre y mi hermano, Richard, se han unido
para combatir a Corydon, quien ha amenazado con apoderarse de sus tierras.
—¿Corydon?
—Hace cinco años, él se apoderó de las tierras que hay al oeste de Sullivan.
Corydon cree que como tu padre es viejo ya no representa una gran amenaza. Él sólo
deja que el tiempo pase.
—¿Y en qué se supone que podría ayudar mi regreso?
—Los caballeros del castillo Sullivan han estado bastante inquietos. Creen que,
sin ningún heredero, si tu padre muere, el castillo Sullivan caerá fácilmente en poder
de Corydon. Muchos de ellos ya han desertado. Tu padre necesita un heredero.
Ella se llevó otro fruto a la boca y lo masticó, pensativa.
—Bueno, y ¿qué tiene que ver tu hermano en todo esto?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Richard despilfarró sus riquezas, agotando su fortuna. Las defensas del


castillo Donovan son muy precarias. No tiene mucho tiempo: en menos de dos meses
no tendrá suficiente oro para pagar a sus caballeros.
—Así que mi padre tiene el oro y Richard tiene los caballeros.
—Tu padre fue quien pidió ayuda a Richard para localizarte.
—Y a cambio Richard recibe el oro —afirmó Taylor—. Y es ahí donde apareces
tú.
Slane asintió.
—Richard me pidió que te encontrara y buscó la ayuda de un grupo de
mercenarios. Ha sido muy insistente con el asunto. —Slane suspiró y contempló el
cielo durante un largo rato—. Taylor, hay mucho más en juego de lo que te
imaginas... Las vidas y el bienestar de dos reinos, de cientos de familias, dependen de
tu retorno al castillo Sullivan.
—¿Es verdad eso? —Tragó saliva, imitando un gesto de preocupación. Sus ojos
eran tan azules, tan condenadamente... puros—. ¿Y qué?
Taylor vio el desconcierto en la mirada asombrada de Slane y en su boca
abierta, y sintió una repentina oleada de satisfacción. Entonces los labios del
caballero se cerraron incrédulos.
—Tal vez no hayas entendido lo que te he dicho.
—Lo he entendido perfectamente. Es sólo que no me importa. ¿Dónde estaban
ellos, hace ocho años, cuando mi madre ardía en la hoguera? ¿Dónde estaban ellos
cuando esos tipos asesinaron a Jared? —Taylor negó con la cabeza—. No, Slane, no
me importa lo que le suceda a esa gente.
—Pero...
—No hay peros. Me tienen sin cuidado los pobres campesinos que han
trabajado duramente toda su vida. ¿Acaso no lo hemos hecho todos?
Slane la miró intensamente por un momento.
—¿Por qué no vienes conmigo al castillo Donovan? Allí estarás a salvo de
Corydon y podrás ganar tiempo para decidir lo que quieres hacer.
Taylor ya conocía su decisión. Ella nunca regresaría al castillo de su padre.
Nunca. Pero la tentación de un lecho cálido y una cena bien cocinada era demasiada
como para que ella, tan hambrienta, la pasara por alto. Por otra parte, le daría tiempo
para pensar acerca de sus planes para el futuro.
—Ya veremos —murmuró.
Slane asintió y comenzó a caminar hacia el norte. Taylor se unió a él.
—¿Vamos a hacer todo el camino andando? —preguntó.
—Sólo hasta que consigamos caballos —respondió Slane y le ofreció el puñado
de frutos que llevaba aún en la mano. Esta vez, Taylor los recibió con agrado y se
comió un buen puñado.

Después de haber caminado a buen paso durante más de medio día, sin
descanso, Taylor y Slane llegaron a un hermoso prado enmarcado por una tupida

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

pared de árboles a un lado y un río al otro.


—Nos detendremos aquí —anunció Slane observando el sol poniente.
Taylor sólo se encogió de hombros y se acercó al río para limpiarse el sudor
acumulado durante el viaje.
Slane la observó durante un buen rato. Taylor no había tenido tiempo de
hacerse la trenza esa mañana, y llevaba el cabello suelto, formando encantadores
rizos sobre su espalda. La había visto pasar la mano por esos hermosos bucles en
repetidas ocasiones a lo largo del día, y en todas esas oportunidades no había podido
sino sonreír. Afortunadamente, no se había trenzado el cabello; a él le gustaba mucho
la manera en la que la luz del sol reflejaba visos azulados en cada mechón. Imaginó
incluso lo que se sentiría al tocarlo. Jamás había prestado tanta atención al pelo
castaño de Elizabeth, también hermoso. Claro que rara vez podía verlo; ella siempre
lo llevaba recogido y escondido bajo una de esas horribles cofias o sombreros
ridículos que solía usar. Slane caminó hacia la mitad de la pradera y se quitó la
túnica. «Una buena hora de práctica es lo que necesito», pensó. «Solamente mi
espada y yo». Le gustaba entrenar sin camisa, con el cálido sol bañando su piel.
Siempre se había sentido fuerte bajo el resplandor del sol, fuerte y lleno de energía.
Removió su espada de la vaina y vio su reflejo en el reluciente metal. De pronto oyó
algo y alzó la cabeza para escuchar... Sí, parecía un chapoteo en el agua. Y entonces la
vio. Taylor se encontraba arrodillada a la orilla del río; su torneado trasero apuntaba
directamente a él.
Un torrente de deseo explotó en su interior atravesando todo su cuerpo. Fue tan
alarmante e inesperado que tuvo que volverse para evitar mirarla. ¿De dónde
provenía aquello?, se preguntó, intentando combatir la repentina corriente de pasión
que viajaba como un torrente incontenible por sus venas. Respiró profundamente,
intentando calmarse, pero tuvo que pasar un largo rato antes de que su deseo se
atenuara, convirtiéndose en un impulso que pudiera controlar.
Blandió su pesada espada, sujetándola con las dos manos, los músculos de
hombros y antebrazos se tensaron con la ya conocida maniobra. Movió los brazos
formando un amplio círculo en el aire para llevar la espada lentamente sobre su
cabeza. Se mantuvo así durante un momento; la espada todavía sobre él y la luz
decreciente del atardecer arrancando llamaradas de la espada. Su cabello dorado le
bañaba los hombros como una cascada que se extendía hasta la mitad de su espalda.
Slane se concentraba en estirar sus músculos, entrenándolos para entrar en
acción cuando fuera necesario, afilando así su destreza para la batalla. Y a decir
verdad ya estaba listo: era un guerrero, un caballero. Había plantado cara y
derrotado a cuanto enemigo se había cruzado en su camino.
Lentamente, bajó el arma llevándola de un lado al otro de su cuerpo, hasta que
la espada quedó apuntando hacia el río. Y entonces se quedó congelado.
Unos cautivadores ojos verdes lo observaban directamente. Taylor se
encontraba sentada con una rodilla recogida contra su pecho, mirándolo con
atención. Pero no había trazos de sarcasmo en su mirada. No, no era la irreverente y
burlesca mirada a la que él ya estaba acostumbrado. Fue entonces cuando ella volvió

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

su rostro y un largo y oscuro mechón de cabello cayó sobre uno de sus senos.
Durante un momento, él creyó sentir que lo observaba con profunda admiración,
como lo hacían todas las damas de la corte. Había sorpresa en aquellos ojos. Pero
seguramente se lo había imaginado, pues Taylor no se parecía a las mujeres que
había conocido hasta entonces. Era muy distinta.
Dio un paso hacia ella.
—¿Tú no practicas? ¿No te entrenas? —le preguntó.
Taylor clavó en él los ojos, otra vez llenos de sarcasmo.
—Estoy segura de que habrá suficientes oportunidades para practicar. Pero en
este momento estoy muy cansada.
Slane la observó mientras ella se acomodaba bajo las ramas de un inmenso
roble, y luego le dio la espalda nuevamente para volver a concentrarse en su
actividad.
Taylor permaneció observándolo en silencio. No estaba cansada en absoluto.
Estaba agitada, y la extraña agitación aumentaba dentro de ella a medida que
contemplaba los movimientos de aquel hombre que, no sabía por qué razón, de
repente llenaba todos sus pensamientos.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 9

—Slane —susurró Taylor, tocando levemente el hombro a su nuevo compañero


de viaje—, ¿podemos detenernos en la taberna después de escabullirnos por las
calles?
Slane la miró y frunció el ceño; la irritación que sentía se reflejaba con claridad
en su mirada.
—No nos escabullimos —dijo mirándola a los ojos. Taylor soltó una risa
burlona.
—Hemos estado abrazando las sombras desde el momento en que llegamos a
Sudbury esta tarde. Yo a eso le llamo escabullirse.
—¿Y por qué hablas en susurros? —preguntó Slane.
—¿Acaso no es lo que se hace cuando uno anda escabulléndose?
Un mercader pasó en un carruaje muy cargado que crujía mientras se
desplazaba por la desnivelada y polvorienta carretera que atravesaba el pueblo de
Sudbury.
Slane agarró a Taylor por el brazo y la llevó hacia la protección que les brindaba
la sombra.
—No estamos escabulléndonos —insistió.
Taylor levantó los brazos, rindiéndose.
—Bien, bien. Me rindo. ¿Podemos detenernos en la taberna?
Slane asintió.
—Necesitamos alforjas y bebidas.
—Podría intentar comprar un par de caballos... —Taylor entonces dirigió su
mirada hacia un pequeño establo situado junto a una herrería cercana.
—No —dijo enfáticamente Slane—. No debemos separarnos.
Taylor miró fijamente los ojos azules de Slane y asintió mostrando que estaba
de acuerdo. Lo único que quería en ese preciso instante era una buena cerveza para
calmar su sed. No quería discutir con aquel terco noble; no quería discrepar en
asuntos tan insignificantes como ése. Sólo estaba cansada de tanto caminar, le dolían
las piernas y tenía los pies hinchados.
Continuaron su camino, pasando por el estrecho espacio que había entre las
casas. Algunos mercaderes habían montado tenderetes en la calle para exhibir sus
mercancías, pero la mayoría usaba la casa como escaparate de su tienda. La
decoraban con coloridos toldos y letreros de madera tallados a mano donde
anunciaban los bienes que tenían en venta. Los campesinos llenaban las calles,
rodeando las tiendas y las carpas de los mercaderes, regateando. El día de mercado
estaba en pleno apogeo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se detuvo frente a una carreta para negociar con un mercader de cueros.
Por supuesto, intentaba adquirir algunos frascos, alforjas y botas para transportar
vino. Taylor caminaba pensativa por delante de él.
Ella zigzagueaba atravesando las hileras de tiendas, inspeccionando las
rebanadas de pan humeante expuestas en una repisa, en una panadería, y
degustando un trozo de carne salada de venado bajo el toldo de otro mercader.
Entonces se acercó a la caseta de un vendedor de condimentos. Tazas de hierbas
picadas, pimientos y sal llenaban su larga mesa de madera. Taylor se quedó mirando
un enorme tazón de roble lleno de ajos frescos. Una tremenda ola de tristeza inundó
su corazón. A Jared le encantaba visitar a los mercaderes de especias. El ajo siempre
había sido su condimento favorito. Ella siempre le decía que hedía durante días
después de comerlo, pero él se limitaba a reírse de ella y le decía que prefería oler a
ajos que oler a los horribles perfumes con los que los nobles se empapaban. Él se
quedaba hablando con los mercaderes durante horas, discutiendo las mejores
maneras de usar anís, jengibre o pimienta para realzar el sabor de la comida. Era el
hombre más feliz del mundo cuando discutía sobre la mejor manera de condimentar
un conejo o un pato.
—¿Te gusta mi cebolla?
Taylor miró al mercader que se dirigía a ella, un hombre sorprendentemente
delgado, con una cara llena de pecas y unos pocos pelos de barba roja saliendo del
mentón.
—¿Qué? —En el primer instante no estaba segura de que el hombre se hubiera
dirigido a ella.
—Mis cebollas. Veo que las encuentras de tu gusto.
Confundida, Taylor lo miró con aire interrogante. El pecoso mercader apuntó
con el dedo a sus ojos.
—Sólo una buena cebolla puede lograr eso, ¿no?
Taylor pasó la mano por el borde de sus ojos y los encontró húmedos.
—Sí, tienes buenas cebollas —dijo, con una voz ligeramente más fuerte que un
suspiro—. Muy buenas cebollas.
Siguió caminando con mucho cuidado, asegurándose de que estaba siempre
protegida por la mirada de Slane. Se secó las lágrimas con la mano, esperando que
Slane no hubiera sido testigo de ese momento de debilidad, y se recolocó un mechón
de pelo que se había liberado de la trenza. Echó un vistazo a la calle, a los peatones
que avanzaban con prisa para llegar a sus destinos.
Cuando miró hacia el otro lado, un destello de luz en la mitad de la calle llamó
su atención. El objeto estaba medio enterrado en el polvo, pero Taylor podía ver un
brillo plateado bajo el sol. Se agachó y volvió a incorporase, sosteniendo una
embarrada joya entre sus manos.
Entonces alguien gritó desde uno de los puestos:
—¡Ladrón!
Taylor dobló levemente las rodillas y su mano voló a la empuñadura de su
espada. El pequeño mercader adornado con joyas de oro no estaba apuntando su

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

furioso y tembloroso dedo hacia ella, sino hacia un hombre vestido con mallas
harapientas y una sucia túnica que estaba parado junto a su tenderete. Tenía una
espesa barba cubierta de migajas de lo que debía ser su última comida. No parecía un
ladrón. La mayoría de los ladrones habrían corrido hacia la multitud para
desaparecer en medio del gentío, pero ese hombre se detuvo, sencillamente,
quedándose parado con una expresión de desconcierto, casi de miedo.
—¡Ladrón! —gritó el mercader de nuevo, mientras se abalanzaba sobre el
hombre y lo apresaba bruscamente del brazo, para empujarlo contra el mostrador del
kiosco—. ¡Devuélvame ese anillo!
El barbudo abrió los ojos, sorprendido.
—Yo... yo no he robado nada —protestó tímidamente.
Taylor miró el anillo que se encontraba en la palma de su mano y frunció el
ceño levemente.
—Una joya interesante —murmuró una voz familiar con un tono provocador.
Levantó la mirada para ver a Slane estudiando el anillo en su mano—. ¿Lo compraste
con esa bolsa repleta de monedas que llevas siempre contigo? —Taylor hizo un gesto
de desconcierto.
—Lo encontré en la calle —contestó ella.
En el puesto más cercano a ellos, el mercader sujetaba con fuerza la muñeca del
hombre de la barba, empujando su mano sobre el mostrador. El mercader se volvió y
tomó un largo y amenazante cuchillo que colgaba de la pared detrás de él.
—Creo que eso le pertenece al mercader, ¿no te parece? —preguntó Slane.
Taylor abrió los labios para contestar, mientras que el mercader gritaba ferozmente al
hombre.
—¿Sabe usted qué hago con los ladrones?
Slane la interrumpió antes de que pudiera dar cualquier explicación.
—¿Dejarías que le cortaran la mano a ese hombre sólo para poder usar esta
nueva joya? —dijo sin esconder la ira en su tono.
Taylor abrió sus ojos ante la dolorosa acusación. ¿Tan mala opinión tenía de
ella? De cualquier modo, le dejaría pensar lo que quisiera. Se dio la vuelta y se alejó
de allí.
Slane la agarró por la muñeca, apretándola dolorosamente y forzándola así a
abrir la mano. Le quitó el anillo. Luego, se dirigió al mercader cuando estaba a punto
de dejar caer el cuchillo sobre la muñeca inmóvil del hombre de la barba.
—¡Deténgase! —le ordenó—. ¡Yo tengo su anillo!
El mercader miró a Slane y bajó lentamente su cuchillo. Aún tenía agarrado al
campesino.
—¿Dónde está? —preguntó el mercader bruscamente.
Slane extendió la mano y dejó caer el anillo encima del mostrador.
—Deje ir a ese hombre.
El mercader le lanzó una mirada de sospecha.
—¿Y cómo lo ha encontrado usted? —le preguntó agresivamente.
—Se había caído a la calle. —Slane dio un paso hacia el mercader, su mano

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

empuñando firmemente la espada, por si acaso—. Deje que este hombre se vaya.
El mercader obedeció y soltó el brazo. El hombre no desperdició un segundo y
salió corriendo lo más rápido que pudo a través de la multitud, desapareciendo entre
el enorme gentío. Slane dio otro paso hacia el mercader.
—Espero que la próxima vez no castigue a un hombre antes de haberse
asegurado de que es culpable.
Taylor estaba frotándose sus doloridas muñecas. Se encontraba pensativa y
ausente. Tan condenadamente noble. ¿Y si el anillo que ella encontró no fuera el
mismo que el mercader echaba de menos? ¿Y si el hombre realmente lo había robado
y lo había tirado en la mitad de la calle para que un cómplice lo recogiera? El anillo
tuvo que llegar allí de alguna manera, no había ido por sus propios medios. Tal vez
el hombre no era tan inocente como Slane creía. Negó con la cabeza. Slane y ella eran
muy diferentes. Nunca verían las cosas de la misma manera. Además, ella habría
devuelto el anillo si Slane le hubiera dado la oportunidad de hacerlo.
Taylor continuó caminando por la calle.
Slane apuró el paso para alcanzarla, y en cuestión de segundos logró caminar a
su lado, adoptando su ritmo.
—¿Por qué no le devolviste el anillo al mercader? ¿Acaso no te importaba que
ese hombre pudiera perder la mano?
Taylor se detuvo momentáneamente y contempló el vasto cielo. Sus ojos tenían
el más sutil toque de tristeza.
—Debes de tener muy mala opinión de mí.
Slane se detuvo a su lado.
—Tal vez no entiendo tu manera de pensar. He sido educado para seguir un
estricto código de comportamiento. Un código que al parecer tú no sigues.
—El único código que yo sigo es aquel que me ayuda a mantenerme viva —dijo
ella—. Durante ocho años he estado mirando constantemente por encima de mi
hombro para cuidarme la espalda. Sospecho de todo... y de todos. —Lo miró durante
un largo rato sin entender siquiera por qué confiaba en él cuando todo lo que había
aprendido le dictaba que se alejara de Slane sin mirar atrás.
—No tienes que sospechar de mí —le susurró Slane—. Estoy aquí para
ayudarte.
Taylor lo miró fijamente a los ojos tratando de ver más allá de la evidente
honestidad que brillaba a través de sus gestos. Pero no podía.
—No puedo confiar en ti —replicó, y continuó su camino.

El silencio reinaba en la sala de estar de la posada Sudbury. La mayoría de las


mesas estaban vacías. Slane examinaba a Taylor con la mirada. Haciendo caso omiso
al frío, ella había insistido en sentarse a la mesa más alejada de la hoguera que
calentaba el lugar. Se recostó en el asiento y descansó un pie de manera casual sobre
el borde de la silla. A propósito, dio la espalda al fuego, y se quedó mirando su
cerveza fijamente como si estuviera meditando algo. Su cena permanecía intacta.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane observaba la forma en que las coloridas luces del fuego bailaban como
pequeños diablillos sobre el negro pelo de Taylor. Era una mujer vibrante, llena de
vida. No obstante, también estaba llena de misteriosos pensamientos que él no tenía
la esperanza de llegar a comprender. Quizá la analizaba más de la cuenta y sacaba
demasiadas conclusiones sobre ella. Después de todo, era sólo una mujer.
Slane se volvió a concentrar en su cena y llevó una pierna de cordero a su boca,
arrancándole un enorme mordisco.
—¿Qué estás pensando? —preguntó con la boca llena.
Taylor levantó la mirada de su cerveza.
—¿Acaso tu código no dice nada sobre lo conveniente o inconveniente de
hablar con la boca llena? —dijo en tono de broma.
Slane se sintió terriblemente avergonzado, lo cual le resultó muy incómodo
porque nunca se había sentido avergonzado. Se cubrió la boca con la mano y dejó de
mirarla para terminar de masticar el bocado de cordero. «Maldita sea por hacerme
sentir como un tonto. Y me maldigo por darle importancia a lo que piensa».
—Estoy pensando en lo que haré en el futuro —dijo ella finalmente, rompiendo
el silencio.
Slane la miró de nuevo, sorprendido, y devolvió la pierna de cordero al plato.
—Pensé que ya lo habíamos acordado. Pensé que vendrías conmigo al castillo
Donovan.
—Yo te dije que ya veríamos.
Slane pensó en dejarla ir para regresar solo al castillo Donovan. Su simple
presencia se había tornado inquietante. Pero también pensó en el otro juramento que
había hecho a su hermano. Un juramento que su honor no le permitía romper.
—Hay otras personas buscándote. Aunque me dejes, acabarías igual en el
castillo.
—O podría no hacerlo.
—¿Crees de verdad que estás preparada para vivir tu vida de esa manera,
mirando constantemente sobre tu hombro para cuidarte las espaldas?
—Llevo haciéndolo ocho años.
—Pues ya va siendo hora de cambiar —dijo Slane—. Enfréntate a tu pasado y
ponle fin a esta situación.
—Es muy fácil para ti decirlo, Slane —respondió ella—. No eres tú quien debe
hacerlo.
Slane resopló, incrédulo.
—Ya lo hice —murmuró—. Una vez. —En ese momento sintió la mirada
curiosa e interrogante de Taylor sobre él.
—¿Fue cuando desafiaste a tu padre? ¿Cuando te convertiste en caballero?
Ella observaba con atención su vaso de cerveza, lo que le dio a Slane una no
deseada pero irresistible oportunidad para estudiar cuidadosamente sus facciones.
Sus largas pestañas le acariciaban las suaves mejillas mientras miraba la bebida, Los
labios llenos y cautivadores se habían humedecido con la resplandeciente cerveza.
¡Por Dios! No había manera de negar la belleza de sus facciones. Si fuera vestida con

- 64 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

un traje de fino terciopelo y no con la rústica armadura de cuero que llevaba, todos
los hombres de Inglaterra se pelearían por su atención y por su mano. Su mirada se
paseó por el hermoso cabello de Taylor, tan oscuro como el cielo de la noche, y llegó
a su suave y elegante cuello de bronceada piel, tan cremosa, tan perfecta. De repente
alejó su mirada de Taylor, incómodo, al darse cuenta de que podría observarla
durante todo el día sin dejar de asombrarse por su belleza. ¿De qué estaban
hablando? Ah, sí. Su padre.
—Sí, fue un escándalo —dijo Slane—. Mi padre quería convertirme en
sacerdote, en un servidor de la iglesia. Ya había un caballero en casa: mi hermano
Richard. —Rió amargamente, acomodando las piernas en una nueva posición—.
¿Puedes imaginarme vestido de sacerdote?
—No —contestó Taylor de manera rotunda. Slane estaba asombrado por lo que
perfectamente podría ser la primera respuesta sincera que ella le había dado hasta el
momento.
—Yo tampoco —admitió él—. Así que me escapé y huí al castillo de mi tío. Él
me entrenó y me patrocinó en secreto.
—Tu padre debió de enfadarse mucho.
—Estaba muchísimo más que enfadado. No sólo se negó a hablar a mi tío
después de aquel incidente, sino que además me vetó, me prohibió la entrada en mi
hogar y me amenazó con desheredarme.
—Lo normal, en tu caso, hubiera sido que los demás caballeros del reino te
rechazaran, que te convirtieras en un guerrero errante, sin hogar —dijo Taylor sin
aparente emoción.
—Sin honor. —Los ojos de Slane se cerraron levemente—. Pero mi hermano
Richard convenció a mi padre para que volviera a admitirme. Le dijo que
abandonaría el castillo si no me permitía regresar a casa con mi honor intacto. Mi
padre necesitaba un heredero, alguien responsable como Richard. Así que finalmente
accedió. —Rió con tristeza, al tiempo qué la amargura se hacía más notable en su
voz—. Pero no regresé en ese momento. Me mantuve alejado durante años del
castillo Donovan, asistiendo a torneos y peleando en guerras locales.
—¿Por qué no regresaste a casa? —Taylor parecía cada vez más interesada.
Ahora fue Slane quien miró meditabundo su vaso de cerveza.
—Regresé —contestó. Revolvió la bebida con suavidad y finalmente tomó un
largo trago—. Hace un año. Estaba listo para perdonarlo todo, para afrentar mi
nuevo futuro. Pero mi padre murió justo antes de mi regreso.
—Lo lamento —susurró Taylor.
Slane se encogió de hombros.
—Richard era ya el dueño del castillo Donovan.
Taylor sonrió, negando con la cabeza.
—No es ésa la historia que yo había oído.
Slane le dirigió una mirada de sorpresa.
—¿No? ¿Qué estás diciendo? —Percibió una extraña satisfacción en los ojos de
su compañera de viaje, un cierto aire travieso que emanaba de ella burlonamente.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Lo que yo oí, lo que me contaron cuando aún vivía en el castillo de mi padre,
fue que tú dejaste el castillo para hallar tu propio destino. Atravesaste muchos
pueblos buscando una manera de demostrar tu valor. Por fin, llegaste a un pueblo
asediado por un dragón, al que, por supuesto, mataste, convirtiéndote en el héroe del
lugar. De igual manera, en los pueblos vecinos luchaste contra un gigante, mataste a
un hechicero y salvaste a una doncella, según algunos una princesa, de ser
secuestrada. Incluso en una historia encontraste el Santo Grial.
El caballero no pudo contener la risa.
—Es un trabajo muy impresionante para alguien que sólo asistió a torneos y
peleó en pequeñas guerras, ¿no crees? ¿Y qué me dices de ti? ¿No has matado a
ningún dragón?
Ella negó con la cabeza mientras una entretenida sonrisa se dibujaba en su
rostro.
—Sólo he matado a algunos dragones de tipo humano —contestó—. Tú sabes
muy bien que yo no hago cosas heroicas.
—Cuéntame entonces tus aventuras después de dejar el castillo. ¿Adónde
fuiste?, ¿qué hiciste?
La mirada de Taylor cambió sutilmente. El brillo alegre de sus ojos fue
sustituido por otro de dolor.
—Jared... —dijo ella, y se quedó callada. La simple mención de su nombre
provocaba que se le hiciera un nudo en la garganta. Cerró los ojos por un instante y
Slane pudo ver cómo luchaba para alejar la amenazante tristeza de sus ojos. Miró a
Slane y continuó—. Jared no sabía qué hacer conmigo. No estoy segura de las
razones por las cuales él siquiera quería seguir conmigo, pero me alegra que lo
hiciera. Fui insoportable al principio. Testaruda, voluntariosa, desafiante. No tenía
ningún respeto hacia la autoridad.
Slane soltó una risilla.
—¿Y qué ha cambiado de todo eso?
Taylor lo miró sobresaltada, y sonrió. Continuó como si no la hubiera
interrumpido.
—Finalmente, fuimos a casa de un viejo amigo de Jared. Vivía en una carreta
gitana en el bosque Grey. A eso lo llamamos nuestro hogar durante una temporada.
Jared me entrenó, me enseñó a luchar. Y Alexander... bueno, digamos que yo era
muy joven y muy ingenua entonces. Me enamoré perdidamente de Alexander.
Slane sintió un agudo dolor en el corazón. Su mano apretó compulsivamente el
vaso de cerveza.
—Y ese tal Alexander ¿te correspondió?
Se quedaron en silencio unos momentos. Finalmente Slane levantó la mirada
hacia Taylor. Ella lo estaba mirando de una manera muy extraña.
—No creo que eso sea de tu incumbencia.
Slane asintió con la cabeza. Le disgustó mucho el sentimiento de ansiedad que
atravesaba su cuerpo. Eligió, entonces, finalizar la conversación acerca de su pasado.
Había cosas que él no debería saber. Había cosas que él no quería saber.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Discúlpame, por favor —se excusó Taylor mientras se levantaba de la silla—.


Estoy cansada, muy cansada.
Slane se levantó y asintió de nuevo, deseándole que pasara una buena noche. La
siguió con la mirada mientras desaparecía por las escaleras hacia su cuarto. Entonces
levantó el vaso y bebió un profundo trago.
Esa mujer lo afectaba mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Eso
debía cambiar.

Taylor se mantenía despierta en su lecho de heno, pensando en lo que Slane le


había dicho hacía un momento.
«Enfréntate a tu pasado y ponle fin a esta situación».
Le había preguntado si estaba preparada para vivir siempre en guardia,
mirando siempre hacia atrás, sobre su hombro, para cubrirse las espaldas. Y ella le
había respondido que llevaba ocho años haciéndolo. Pero Jared había estado junto a
ella a lo largo de esos ocho años, cuidándola, queriéndola. ¿Podría hacerlo sola
ahora?
Tal vez estaba siendo vencida por el cansancio de esos ocho largos años; ocho
años mendigando trabajos y luchando por cada plato de comida. Tal vez era el hecho
de que por fin estaba aceptando la realidad de la muerte de Jared... la horrible
realidad de que Jared nunca volvería a pelear a su lado, nunca compartiría con ella
una sonrisa secreta o un abrazo delicado. Lo echaba mucho de menos. Tal vez
simplemente se encontraba agotada y no podía pensar. Lo único que sabía con
certeza era que sentía una nueva determinación hirviendo en su sangre. Sabía
también que sólo había una cosa que pudiera calmar esa tremenda desazón.
Taylor bajó las escaleras de la posada, muy tarde; se dirigió sigilosamente hacia
el posadero y le entregó un pequeño pergamino enrollado. Él lo tomó y lo miró por
un momento antes de volver su mirada hacia la joven.
—Entrégaselo a Corydon —ordenó—. Dile que es de parte de Taylor Sullivan.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 10

Después de una noche agitada, llena de oscuros sueños en los que Jared y unos
hombres vestidos de negro la observaban desde las sombras de su mente, Taylor se
levantó. Era un día luminoso. Los cálidos rayos del sol, aunque no pudieron borrar
sus sueños enteramente, sí ayudaron a disminuir la sensación incómoda que aún no
la había abandonado del todo, después de la noche que había pasado, plagada de
pesadillas y malos presagios.
Se vistió lo más rápido que pudo y bajó las escaleras para reunirse con Slane. En
cuanto entró en el salón, intuyó un peligro, algo que no podía precisar, un
sentimiento amenazador que la hizo ponerse alerta. Observó el salón con atención.
Cerca de la mitad de las mesas estaban ocupadas por granjeros o guerreros. Ninguno
de los guerreros llevaba casco. Vio cómo los hombros de Slane se relajaban al tiempo
que se dirigía hacia un hombre que cargaba una bandeja llena de vasos de cerveza.
Taylor se dirigió hacia el fondo del salón y se instaló en una mesa cerca del
pasillo. Mientras se deslizaba en el asiento, volvió a examinar el salón, haciendo un
inventario de sus ocupantes. Un cansado granjero levantó un vaso de cerveza hacia
sus labios, los oscuros círculos debajo de sus ojos contaban la historia de un hombre
que no había dormido mucho últimamente. Taylor se preguntó si también en sus ojos
se notaría el cansancio, pero no llegó a responderse porque le llamó la atención una
mesa donde estaban sentados varios guerreros, todos embebidos en una seria
conversación. Uno de los hombres dirigió su mirada hacia Taylor, pero enseguida
volvió su atención hacia sus compañeros. Siguió recorriendo el salón con la mirada y
observó a Slane, que estaba hablando con el posadero. Trató de mirar hacia otro lado,
pero había algo en Slane que hizo que su mirada se mantuviera sobre él. Tenía una
figura muy imponente, era dos palmos más alto que el posadero. Sus fuertes manos
reposaban en sus caderas mientras hablaba. La fuerte contextura de sus músculos
podía verse plenamente debajo de su túnica de tela translúcida. Su rubia melena caía
sobre sus hombros como una suerte de cascada dorada. Cuando él sintió que Taylor
lo miraba, le sonrió suave y placenteramente. Ella le devolvió la sonrisa.
Se tranquilizó después de su examen, no parecía que los amenazara ningún
peligro. «Debo de estar más cansada de lo que creía», pensó. Ésa era la única razón
que podía encontrar para explicarse la calidez que sentía en el vientre. «Jared se
avergonzaría de mí», se dijo. Él le había enseñado a estar alerta, a mantener sus
sentidos despiertos, sin importar cuan cansado se sintiera su cuerpo. Ésa era la única
manera de sobrevivir, de evitar a cualquier hombre al que su padre hubiera enviado
tras ella, y Jared le insistía en que esa actitud debía ser tan natural para ella como
respirar: desconfiar de todos; no confiar en nadie.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Ahora descubría que no era tan dura como pensaba. Aquí estaba, sintiéndose
perturbada por la simple sonrisa de un hombre al que apenas conocía. ¿Por qué
estaba siguiendo ciegamente a Slane al castillo de su hermano? Porque... ¿no tenía
adónde ir?
¿O era, tal vez, porque Jared se había ido y ella necesitaba alguien a su lado,
ahora que el mundo parecía estar en su contra? Y Slane era el único que estaba al
alcance. Pero había algo más. Le gustaba provocarlo. Le gustaba juguetear con él... Le
gustaba Slane. Él era todo lo que ella no era. Él tenía todo lo que ella no tenía. Y a
pesar de que él desaprobaba su manera de vivir, de vez en cuando lo había
sorprendido mirándola. Y había algo en su forma de mirarla, algo que hacía que
Taylor deseara estar en sus brazos.
No. Ella no quería sentirse así.
Volvió a observar el salón, alejando sus pensamientos de Slane. Dos hombres,
seguramente comerciantes, la observaban desde una mesa cerca del fuego.
De pronto, el ruido producido por un hombre que se levantaba de otra mesa,
interrumpió sus pensamientos. El hombre empujó su silla hacia atrás de una manera
casi violenta y dejó a sus compañeros sin quitarle de encima la mirada a Taylor,
mientras se aproximaba a ella.

Por un momento sus ojos se encontraron. Había algo familiar que la perturbaba
en este hombre gordo que se dirigía hacia ella. Lentamente, el reconocimiento se
pintó en su cara y se puso tensa. Miró a los dos amigos que habían quedado en la
mesa y la estaban contemplando con una sonrisa burlona.
Cuando llegó donde ella estaba, el hombre gordo dio un fuerte golpe en la
mesa.
—¿Sully? —sus carcajadas reverberaron en el salón—. Yo sabía que algún día
nos volveríamos a encontrar —su voz era nasal, marcada por un silbido incómodo
que instantáneamente le puso los nervios de punta. Ella lo recordaba muy bien.
—Hola, Hugh —dijo con frialdad—. Ha pasado mucho tiempo.
Hugh recorrió el salón con la mirada.
—¿Dónde está Jared?
—Él no está aquí —dijo ella.
Hugh frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir con que él no está aquí? Tiene que estar, sois inseparables.
—Él no está aquí —repitió ella.
Hugh tomó una silla, se sentó gruñendo. Las patas de la silla crujieron debajo
de su peso.
—Es una condenada pena —dijo suavemente Hugh—. Una pena —dijo
mientras un silbido salía de su nariz.
—¿Todavía trabajas en el negocio de la carne? —preguntó Taylor.
Hugh sonrió mostrando una grotesca sonrisa sin dientes.
—Prefiero llamarlo placer.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Su risa despidió un fétido olor que alcanzó a Taylor, la cual no pudo ocultar un
gesto de repugnancia.
—Jared y tú me debéis mucho dinero —dijo Hugh—. Aquella chica pudo
haberme dado mucho.
—Era una niña —gruñó Taylor.
—A muchos señores les gustan jóvenes —repuso Hugh.
Taylor apretó los dientes.
—Eres muy inocente —agregó Hugh, alcanzando el brazo de Taylor a través de
la mesa y frotando su grasienta mano en él—. Si accedes a trabajar para mí, podría
hacer mucho dinero. Seguro que eres salvaje...
—Eres un cerdo, Hugh —dijo calmadamente—. El mundo sería un lugar mejor
sin ti. Y si no me quitas tu mano en este instante, voy a tener que hacer del mundo un
lugar mejor.
Hugh dejó de frotar su brazo y Taylor vio, con placer, la ira en sus ojos.
—Siento que lo veas así. Sólo tengo dos alternativas. Dame el dinero que me
debes.
—No te debo nada.
—Mataste a dos de mis hombres esa noche —gruñó Hugh.
—Y mataría diez más para mantener a esa niña lejos de tu repulsivo alcance.
Vete de aquí ahora, antes de que te atraviese la garganta con mi espada. Me pones
enferma.
Hugh se puso en pie con brusquedad, tirando la mesa al hacerlo. Su mano se
dirigió hacia la daga que estaba en su cinturón pero Taylor estaba preparada para él.
Ya había sacado la espada y la estaba apuntando a la enorme barriga de Hugh.
—¿Cuál es el problema?
Taylor reconoció una voz familiar y se volvió para ver que Slane estaba de pie
junto a ella.
—Esto no te incumbe —dijo Hugh—. Así que aléjate.
Su silbido se hacía cada vez más ruidoso.
Slane le lanzó a Taylor una mirada.
—Sí me incumbe. Verás... la dama está conmigo.
—¿Dama? —Hugh miró a sus hombres—. Muchachos, ¿alguien ve a una dama
por aquí?
Sus hombres rieron estrepitosamente.
Taylor no respondió a su provocación, manteniendo la punta de espada a sólo
unos centímetros de su estómago. El asco que el enorme hombre le producía se podía
ver con claridad en cada línea de su rostro.
Hugh volvió su atención a Slane.
—Ella robó algo que era mío, me debe mucho dinero.
Slane metió la mano dentro de la bolsa que estaba en su cinturón.
Taylor se incorporó al instante, presionando su manó sobre Slane para detener
su movimiento.
—Ninguna moneda para él —dijo silenciosamente.

- 70 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Entonces morirás —replicó Hugh.


—Eso está por verse —replicó agresiva Taylor.
—Todo esto puede negociarse —dijo Slane—. No hay necesidad de pelear.
Hugh miró a Taylor, sus ojos rojos y ardientes de ira y orgullo herido.
Finalmente, miró a Slane de arriba abajo.
—Sí —dijo después de una pausa—. Creo que nosotros, los hombres, podemos
solucionar este problema.
Hugh le pasó a Slane un brazo por encima del hombro, como si hubieran sido
amigos toda la vida. Taylor apretó los dientes y sintió náuseas, sólo quería quitar el
brazo de Hugh del hombro de Slane.
Justo cuando ella empezaba a bajar su espada, vio que la mano de Hugh se
aproximaba a su vaina. Pero no tuvo tiempo de sacar su arma porque Taylor, rápida,
atajó su movimiento, haciéndole un corte en la muñeca. Hugh tiró su arma,
revolcándose de dolor, tocándose su muñeca que sangraba. Slane se enfureció,
mirando a Taylor. Ella estaba lista, esperando que los amigos de Hugh se unieran a la
batalla, pero ellos se quedaron sentados en la mesa, contemplando la escena sin
siquiera moverse.
—La bruja me ha cortado —protestó Hugh, su voz temblando de dolor.
—¡Lo has hecho por venganza! —La acusó Slane—. Y lo has atacado por la
espalda.
Sorprendida por la reacción de Slane, Taylor abrió la boca para defenderse. Pero
lentamente la cerró. Ella no tenía que explicarle sus acciones a nadie. Jared,
ciertamente, nunca hubiera cuestionado su juicio. Pero Slane no era Jared. Taylor
guardó su espada. Sus manos temblaban tanto que le dolían.
¡Qué estúpido!, ella no podía creer que se hubiera puesto del lado de Hugh.
Levantó la barbilla, negándose a entender el dolor en su alma.
«Así es como él me ve», pensó. «Igual a Hugh. ¿Y por qué diablos debería
importarme? ¿Por qué debería...?»
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Slane.
Ella lo miró, llenándolo de reproches con la fuerza de su mirada. En ese mismo
momento, el sol brilló en una de las ventanas de la fonda, capturando el brillo de sus
ojos zafiro. Ella estaba furiosa con él. Sí. Furiosa con él por ser tan condenadamente
orgulloso. Furiosa con él por ser tan condenadamente noble. Furiosa con él por ser el
hombre más guapo que jamás había visto. Pero aún más furiosa consigo misma, por
preocuparse de lo que él pensara de ella, por haberle permitido que se acercara lo
suficiente como para ponerla tan furiosa. Se controló y lo miró con una calma fría.
—Por venganza —le dijo antes de volverse y mirar hacia la ventana.
Slane miró al suelo, donde la luz del sol se reflejaba sobre la daga de Hugh.

Viajaron todo el día, parando sólo dos veces a que los caballos, que Slane había
comprado en Sudbury, descansaran. Cuando el sol se puso, buscaron una fonda.
Escondido en mitad del bosque, el edificio era más un mesón de dos pisos que una

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

posada. Amarraron sus caballos en un establo, donde un niño prometió cuidarlos.


Slane entró por la puerta iluminada por una tenue luz. Taylor lo siguió y pidió
una cerveza. El alto y lánguido administrador la observó detalladamente, refunfuñó
en desaprobación pero reapareció en unos segundos con la cerveza.
Slane empezó a hablar con el administrador y Taylor se alejó para esperarlo
cerca de las escaleras. La fonda estaba totalmente vacía. «Slane debería estarme
agradecido», pensó Taylor. Aún estaba dolida por su reacción de esa mañana.
Slane se acercó a ella con una cansada mirada en sus ojos. También estaba
rendido y le indicó con la cabeza que subieran a sus habitaciones.

Era muy tarde cuando Taylor bajó las escaleras de la fonda. Vio al posadero al
fondo, mezclando cerveza y agua. Sonrió cuando vio que trataba de esconder la
botella.
Sacó un pergamino enrollado. Con mano temblorosa, el posadero tomó el rollo,
observándolo.
—Dáselo a Corydon —le indicó Taylor—. Dile que es de parte de Taylor
Sullivan.

Slane miró el techo; sus manos estaban descansando detrás de su cabeza. Era
tarde, pero no había sido capaz de dormirse. La paja de la cama era demasiado fina;
la fonda estaba demasiado silenciosa; la noche demasiado fría. Se preguntó si Taylor
tendría frío. Había viajado la mayor parte del día en silencio. Ahora, miraba la puerta
que separaba sus habitaciones. ¿Estaría dormida? ¿Su cabello estaría esparcido por
toda la almohada en espléndidos rizos? ¿Estarían sus labios separados a medida que
tomaba dulce aliento tras dulce aliento? ¿Estaría desnuda bajo las sábanas?
Maldiciendo en silencio, se puso de lado, dándole la espalda a la puerta. ¿Qué
derecho tenía él de imaginarse semejantes cosas?
Forzó sus pensamientos para que se concentraran en otra cosa. ¿Por qué ella no
le había dicho que Hugh había sacado una daga? Él había tratado de hablar con ella
mientras cabalgaban pero Taylor no había querido escuchar, levantando la barbilla
de manera desafiante e ignorando sus esfuerzos por disculparse.
Él había cometido el error de acusarla, cuando ella lo único que había hecho era
defenderlo. «¿Defenderme?», pensó Slane. «¡Esa mujer me ha salvado la vida!». Negó
con su cabeza y volvió a darse la vuelta. No le había dado el crédito que se merecía.
¿Y qué había hecho Taylor para que Hugh creyera que ella le debía dinero?
Hubiera querido preguntárselo, pero sabía que ya la había ofendido al asumir que
ella era culpable, por lo que se guardó las preguntas para sí mismo.
Ella era una criatura de desinhibidas emociones. Era deslumbrante, desafiante,
atrevida y valiente. Cosas que no podrían describir a Elizabeth.
Elizabeth. Pensó en su frágil figura, en sus amables ojos. Sus labios. Pero no
eran los labios de Elizabeth los que su imaginación trajo a colación. Esos labios tenían

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

una curva sarcástica y sensual.


De repente, un pequeño llanto llegó a sus oídos. Un llanto que había sido
interrumpido. Un llanto que provenía de una voz muy familiar. ¡El llanto de Taylor!
En el siguiente instante, Slane estaba fuera de la cama, con la espada en la mano,
tratando de abrir la puerta que los separaba.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 11

Lo que vio Slane le produjo tanta furia que por un instante se le nubló la vista.
Pero sólo por un instante. Un hombre con el labio cortado estaba en el borde de la
cama de Taylor, separándole las piernas. Otro hombre, con una cicatriz debajo del ojo
izquierdo, tenía una mano sobre la boca de Taylor y su puño enredado en su grueso
cabello.
Pero ésa no fue la imagen que causó olas de ira en Slane. Ésa no fue la imagen
que hizo que se llevara la mano a la espada. Ésa no fue la imagen que hizo que
sintiera una ira insoportable de la cual ni siquiera había oído hablar en su vida. Fue
la imagen de Hugh montado con sus piernas abiertas, sobre Taylor, estrujándole los
brazos.
Los lascivos ojos del hombre estaban muy abiertos, celebrando el expuesto
pecho de Taylor.
—Tú me darás más de lo que me corresponde —decía. El silbido de su aliento
se convirtió en una amenaza.
—¡No! —gritó Slane, lanzándose hacia el hombre más cercano, blandiendo su
espada en una ira ciega. El asustado hombre, se apartó de él, cayendo sobre Hugh y
Taylor, aplastándolos.
El hombre del labio cortado dejó caer rápidamente los pies de Taylor y sacó su
espada. Slane se enfrentó a él, cruzaron armas pero la ira lo consumía de tal manera
que ninguno de sus movimientos fue efectivo. El hombre los esquivó todos,
convirtiéndolos en inofensivos golpes.
—¡Quítate de encima de mí, cerdo gordo! —gritó Taylor, dando patadas,
tratando de liberarse.
Bruscamente Hugh empujó al hombre de la cicatriz, apartándolo de Taylor, y
acomodó su sexo entre las piernas de la joven, pero ella se defendió dándole un
puñetazo. Entonces él le dio un golpe en la cabeza, lo que la dejó aturdida por unos
segundos.
—¡Matadlo! —les ordenó Hugh a sus hombres—. Después la poseeremos.
El hombre del labio cortado se unió al primero para atacar a Slane con una
daga, bloqueándole la visión de Taylor. Invadía a Slane una ira furiosa, por lo que
empujó al hombre de la cicatriz y comenzó a darle golpes. El hombre trató de
defenderse pero la ira que hervía dentro de Slane era demasiado grande para que se
detuviera. Slane le enterró la espada en el estómago, y el desgraciado cayó al suelo
como una piedra. Hecho una fiera, Slane fijó sus ojos en el del labio cortado, que
parecía aterrorizado por lo que le había sucedido a su compañero. Miró con horror la
espada ensangrentada de Slane y dejó caer su arma.

- 74 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Detrás del hombre, Slane vio a Hugh quitándole la manta a Taylor y dejando al
descubierto su vientre.
—Fuera de mi camino —le gritó Slane.
El hombre dio un paso dubitativo hacia la puerta.
—Ahora —ordenó Slane.
El hombre salió corriendo de la habitación.
—¡Qué buen trabajo!
Slane miró a Hugh y le asestó un golpe. La mano herida de Hugh seguía
asiendo a Taylor, mientras que con la otra mano presionaba la daga contra su blanca
garganta.
—Podemos compartirla, ¿sabes? —sugirió Hugh, siguiendo la mirada de Slane.
Se sintió enfermo sólo de pensarlo y levantó su espada—. No, no —advirtió Hugh—.
Si te pones, tonto ella morirá.
Taylor parecía débil y mareada.
—No puedo creer que hayas dejado escapar a su amigo —murmuró.
Slane apretó los dientes. Ella estaba en lo cierto. Él debió haberlos matado a
todos. Su puño apretó la espada.
—Déjame pasar —advirtió Hugh de nuevo, presionando aún más la espada
contra la piel de Taylor.
—Si la hieres, tu muerte será la más desagradable —replicó Slane.
—Tus valientes palabras no me engañan —dijo Hugh—. Yo conozco a los de tu
clase. Se suponía que tú debías protegerla. Si la mato, habrás fallado, un deshonor
que mi muerte no podrá reparar. Ahora retrocede o la mato.
Después de un largo y tormentoso momento, Slane bajó lentamente su arma.
No podía poner en riesgo la vida de Taylor. Él lo sabía y Hugh lo sabía también. Se
alejó de la puerta.
—Estoy desilusionada, Slane —dijo Taylor mientras Hugh la llevaba hacia la
puerta. Su familiar sonrisa burlona volvió a dibujarse en los labios de Taylor—. Al
menos, escúpele o algo.
Hugh se acercó; ahora Taylor estaba a un paso de Slane, delante del hombre
gordo como si fuera un escudo. Taylor y Slane cruzaron miradas por un rápido
segundo. Algo pasó por los ojos de ella. Algo que no era ni mareo ni
desvanecimiento. Slane supo que algo iba a ocurrir.
De repente, Taylor metió un dedo en la herida de la mano de Hugh y apartó la
daga de su cuello usando la otra mano.
Hugh la dejó ir con un quejido de dolor, pero Slane interrumpió su quejido,
clavándole la espada. Hugh miró sus manos ensangrentadas y luego miró a Slane,
sonrió, mostrando unos dientes amarillos e, inmediatamente después, cayó al suelo.
Slane esquivó la caída con agilidad. El cuerpo produjo un ruido sordo al
golpear contra el suelo. Después se hizo el silencio.
En el instante de silencio, Slane pudo sentir su propio corazón latiendo en su
garganta. Se volvió hacia Taylor, que estaba sentada, muy quieta, sobre la cama, sus
piernas escondidas bajo su cuerpo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane sintió cómo le subía la ansiedad por el cuerpo. ¿Estaría herida? No veía
sangre.
Se había cubierto con la manta y Slane pudo ver cómo asomaba el dedo
meñique de uno de sus pies bajo la lana. Sus ojos se movieron hacia arriba,
inspeccionándola para ver si tenía alguna herida. Se detuvo en la piel desnuda que
está justo encima de los pechos. A la suave luz de la luna que brillaba a través de la
ventana abierta, su piel se veía como un suave pétalo de rosa e igualmente delicada.
Sus ojos se movieron hacia el cuello de Taylor, pero éste prácticamente no había sido
tocado por la daga de Hugh; sólo tenía un pequeño punto rojo que no tardaría en
desaparecer. Slane se sintió aliviado y tragó saliva.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Taylor asintió y un mechón de su negro pelo se movió hacia delante, sobre sus
hombros.
Slane se acercó y le extendió la mano. Ella pasó de mirar el cuerpo de Hugh a
mirar a Slane. Extendió su mano y sus dedos se tocaron.
Slane se estremeció con el contacto. Miró la mano de Taylor, admirado por su
pequeñez. La ayudó a ponerse en pie. Cuando se levantó, Taylor parecía de la
realeza, una diosa cuyo cabello negro caía como una cascada sobre sus hombros. La
manta se deslizó unos centímetros.
De repente, Slane deseó quitarle la manta y verle sus deliciosos y perfectos
pechos.
—Te tomaste tu tiempo... ¿no? —murmuró ella.
Slane sintió que la garganta se le secaba más.
—¿Estás herida?
—Sólo en el orgullo.
Slane sintió que algo se movía en su mano y se dio cuenta que todavía tenía la
mano de Taylor en la suya. Sabía que debía soltarla, pero había algo en él que hacía
que sus dedos se aferraran orgullosamente a los de ella, ignorando la orden que su
mente les había enviado.
Sus verdes ojos resplandecieron en su cara brillando como esmeraldas
hirvientes a la luz del sol. Después de haber sido atacada, ¿cómo podía estar allí, de
pie, tan bella?, se preguntó Slane. ¡Dios mío! Estaba radiante. ¿No sabía, acaso, lo que
le estaba haciendo a él? Lo sabía. Slane estaba seguro de esto. Esa pequeña arpía
estaba tratando de seducirlo, de desviarlo de su código, de hacerle romper sus
promesas.
Y estaba funcionando. Soltó rápidamente su mano y se echó para atrás, casi
tropezándose con su propio pie en su afán.
—Bueno... sí... —se aclaró la garganta a medida que se volvía a mirar a Hugh—.
Le diré al posadero que saque estos cuerpos de aquí y...
Ella se enderezó y él pudo jurar que vio algo similar al miedo en los ojos de
Taylor antes de que su rostro adquiriera la misma expresión calmada de siempre.
Slane vaciló. ¿Quién sabía qué otros hombres la estaban buscando? Él ya sabía
que Corydon la estaba persiguiendo y si ese bufón de Hugh había podido entrar tan

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

fácilmente a su habitación...
¿Cómo podía dejarla sola ahora, después de lo ocurrido?
—¿Cómo entraron los hombres? —preguntó Slane.
Taylor levantó los hombros y se subió un poco la manta.
—Estaban aquí cuando me desperté.
Slane sintió una pizca de decepción cuando Taylor le dio la espalda. Quería
seguir mirando su hermoso rostro para siempre.
Apretando la manta contra su pecho, Taylor se sentó en la cama; parecía una
reina sentándose en su trono.
—¿Cerraste la puerta con seguro? —le preguntó Slane.
—¿Parezco tonta?
No, pensó él. Sabía que ella había echado el cerrojo a la puerta, así que sólo
podía haber una respuesta a esa pregunta; sólo había una persona que tuviera otras
llaves: el posadero. Slane decidió bajar a hablar con él y se dirigió hacia la puerta.
—¿Slane?
Él se detuvo ante la suavidad de su voz; nunca la había oído hablar con ese tono
de incertidumbre.
—Tal vez podrías quedarte... un momento... —sugirió ella.
Slane vaciló.
—¿Quedarme? —repitió. Dios, cómo quería quedarse. Pero Elizabeth... No.
Taylor era peligrosa. No podía quedarse. Ni un minuto más.
—No puedo. —Se hizo un largo silencio—. Estarás bien si aseguras la puerta —
le dijo, tratando de tranquilizarse más a sí mismo que a ella. Cuando ella no contestó,
la miró por encima del hombro... y enseguida supo que no debía haberlo hecho.
Taylor se sentó recta como una tabla, sujetando la manta contra su pecho. Su
cabello caía en oscuras ondas sobre sus hombros, pasando por sus brazos y llegando
hasta su cintura. Era una verdadera diosa.
—Sí —murmuró ella—. Imagino que estás en lo cierto.
Slane respiró hondo. Estaba contento de que ella estuviera siendo racional.
Estaba contento de que ella lo entendiera. Extendió su mano para abrir la puerta y
sintió que un gran peso se le quitaba de encima.
—Después de todo, no queremos comprometer tu reputación. Sería más que
deshonroso que pasaras más de cinco minutos en una habitación conmigo. ¿Qué
pensarán los granjeros de ti?
Slane se quedó helado cuando oyó estas palabras. ¿Sería porque eran verdad o
porque se estaba burlando de él? ¿O ambas cosas? Dudó durante un instante, su
sentido del deber luchando contra su sentido del bien y del mal. Después abandonó
la habitación, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

Slane limpió su espada en su habitación con un paño, la guardó y bajó las


escaleras. Observó todo lo que ocurría a su alrededor: una habitación vacía, el fuego
que ya estaba casi apagado, las sombras en la pared. Finalmente, vio al posadero

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

sentado en una mesa cerca del fondo de la habitación principal. Tenía la cabeza hacia
delante, descansando sobre el pecho. Cuando Slane se acercó a él, pudo ver que tenía
los ojos cerrados.
«Así que así fue como pudieron entrar», pensó Slane. «Estaba dormido y le
quitaron las llaves». Sintió cómo la furia hervía en su sangre, lista para explotar como
un volcán. Pensó en lo que le hubiera podido pasar a Taylor por culpa de este
idiota...
—Señor, no estoy nada satisfecho con el servicio de este lugar —dijo en un tono
áspero.
El posadero no se movió.
Slane le puso una mano firme encima del hombro.
—Escúcheme, idiota... —empezó a decir pero se detuvo cuando el hombre se
cayó, golpeando su cabeza contra la mesa.
Slane retrocedió cuando vio la daga enterrada en su espalda. Miró hacia arriba,
hacia las escaleras, donde estaba el cuarto de Taylor. ¿En qué se había metido?, se
preguntó.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 12

Slane paso toda la mañana explicándole al guardia lo que había ocurrido en la


fonda. Taylor habría dejado que los cuerpos se pudrieran sin decirle nada a nadie,
pero Slane no, él era un hombre recto, que hacía en cada momento lo que tenía que
hacer
Slane fue el único que habló, porque los custodios de la ley y el orden no
parecían muy interesados en lo que había sucedido y no hicieron preguntas, ni
siquiera una. Así que Taylor se alegró de contar con Slane, pues ella no habría tenido
tanta paciencia y seguramente habría acabado estropeándolo todo.
Cuando todo se hubo aclarado, el oficial los dejó seguir viaje, y Taylor y Slane
se encaminaron hacia Edinbrook.
Después de cabalgar durante horas, Taylor pudo vislumbrar el pueblo a la
distancia. Ubicado en un pequeño valle que se extendía a sus pies, las casas y los
edificios destacaban como pequeñas flores. Al este del pueblo, la gigantesca mole de
piedra que constituía el castillo de Edinbrook sobresalía como una sombra
imponente, mirando desde arriba a los habitantes del lugar como un padre severo
miraría a sus inocentes hijos antes de castigarlos por una falta imperdonable.
Taylor desvió su mirada del castillo hacia el pueblo y suspiró en silencio. Otra
cama. Podría acostumbrarse a viajar de este modo. Una sonrisa se esbozó en sus
labios.
—¿Te gusta el paisaje? —dijo él.
Miró a Slane, que cabalgaba a su lado; sobre el caballo, su cuerpo se movía con
suavidad. Luego contempló las colinas; flotaba una apacible brisa y Taylor inhaló el
aroma de las flores del valle.
—No me gusta demasiado —contestó.
Slane refunfuñó un poco.
—¿Qué le robaste a Hugh para que estuviera tan furioso contigo? —se atrevió a
decir finalmente Slane.
Taylor le miró la cara de arriba abajo: sus cejas frondosas, su barbilla. Él estaba
acostumbrado a que todos contestaran sus preguntas, eso era obvio, dada la
expresión de alerta que reflejaban sus ojos, pendiente de la más leve insumisión. Pero
no fue eso lo que la asustó. Tampoco se asustó por el brillo frío de sus claros ojos
azules, ni por la expresión de superioridad que se leía en su rostro... Lo que de
verdad le dio miedo, lo que, incomprensiblemente, más le dolió fue que al mirarlo
tuvo la absoluta convicción de que la estaba juzgando.
Taylor desvió la mirada.
—No me creerías —le dijo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Siempre creo la verdad —le dijo Slane.


Taylor cerró sus labios, como pensando. Podría decirle una mentira y salvar su
propia deshonrosa reputación. Lo último que quería era que Slane la viera como una
mercenaria con un corazón de oro. Porque ella no era eso. Es más, era totalmente lo
opuesto. Pero Slane deseaba saber la verdad.
—Hugh era una bolsa de basura humana. Probablemente estaba por ahí, de
nuevo, buscando una nueva carne para su negocio.
Slane asintió.
—Un burdel.
—No —contestó Taylor—. Esclavitud. Claro, si Hugh no podía obtener de un
lord o un caballero o de cualquier persona a la que hubiera intimidado, el precio que
solicitaba... entonces sí, no tenía ningún inconveniente en ejercer de proxeneta. Hacía
negocios con el cuerpo de una mujer, la usaba, sacaba de ella todo el dinero que
podía y luego la dejaba tirada en la calle para que se la comieran los buitres.
Ella había visto a Hugh hacer esto. Lo había visto abandonando a una mujer en
la calle, una mujer de la que habían abusado tanto que ya no podía defenderse de las
aves de rapiña que la atacaban. Taylor se sintió enferma de sólo pensarlo.
—Estás diciendo que tú no... gracias a Dios... —dijo Slane estupefacto.
Ella se volvió a mirarlo, sin poderlo creer. ¡Nunca se había prostituido en su
vida! Suspiró y negó con la cabeza, malhumorada.
—Te dije que nunca me creerías —murmuró y azotó a su caballo para alejarse
galopando. Él nunca la entendería. Nunca podría ver más allá de su fachada. Y era
mejor así. En realidad, Taylor no quería que ese hombre llegara a entenderla.
Slane la alcanzó en su caballo pero disminuyó el paso justo a su lado.
—¿Entonces, te escapaste?
Taylor recordó los gritos y las peleas.
—Sí —dijo de forma tranquilizadora—. Nos escapamos. —No tenía por qué
mencionar a la niña que Hugh había raptado, apartándola de sus padres.
—Con la ayuda de Jared.
—Nunca hubiera podido hacerlo sin él.
Jared había peleado a su lado, protegiendo tanto a la niña como la espalda de
Taylor.
—¿Y Hugh quería llevarte ahora con él?
—Mira, eso fue hace mucho tiempo. ¿Por qué no nos olvidamos de este tema?
Le sonrió, pero había tanta compasión en sus ojos que se puso furiosa.
—Que tipo más estúpido... —refunfuñó.
—Mira... No era yo. Hugh le robó una niña gitana a su madre. Jared y yo...
—¿Tú rescataste a la niña?
Su tono incrédulo de voz la enfureció aún más.
—Nos pagaban bien —dijo.
Una mirada comprensiva disipó la nube de duda del rostro de Slane. Soltó las
riendas de su caballo, asintiendo, como si, finalmente, hubiera comprendido a
Taylor.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Taylor esperó hasta que Slane, tras azuzar a su caballo, la pasó. «Sí», pensó.
«Nos pagaron bien: leyéndonos la mano, lo único con lo que la mujer gitana podía
pagarnos». Y se sintieron muy bien recompensados. Tuvieron bastante con arrancar a
la pobre niña de las horrorosas garras de Hugh.
Pero Slane no necesitaba saber eso.

Slane se bajó de su caballo y le dio las riendas a un niño del establo, quien
sonrió y se llevó a los animales. Miró a Taylor, que estaba en la puerta del establo,
concentrada, mirando algo al otro lado del camino. Ella se había negado a mirarlo
después de haber galopado hacia el pueblo, adelantándosele. Pero él no. Estaba lejos
de no mirarla.
Taylor estaba de pie, muy tiesa, erguida y orgullosa, con su largo cabello negro
en una gruesa trenza que colgaba sobre su espalda. Él la había visto esa mañana, en
la fonda, mientras le daba vueltas a su cabello con la misma gracia con la que se
peinaban las mujeres del castillo.
Negó con la cabeza y dejó de mirarla. Nunca podría entender cómo había caído
tan bajo, cómo podía haber llegado a ser una mercenaria. ¡Ser pagada por haber
salvado a una niña pequeña de las manos de Hugh! Se sintió desilusionado y no
supo exactamente por qué. No tenía razón alguna para esperar nada más de ella.
Slane dejó los establos y se acercó a Taylor. Por un momento, sólo un momento,
cuando su mirada siguió la curvatura de la mejilla hacia sus labios, sintió que su
pulso se aceleraba repentinamente. Ella lo miró.
Todo se detuvo en ese instante. Esos ojos verdes penetraron su alma, buscando
las profundidades de su ser. Ahondaron hasta el fondo y sacaron algo tibio y tierno
que él no sabía que tenía dentro. El sentimiento lo rodeó como el fuego cálido del
hogar en una noche lluviosa.
Rápidamente dirigió su mirada hacia otro lado, lejos de Taylor. No se había
dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que lo dejó salir
todo en una silenciosa exhalación. Parpadeó por un momento, sin saber qué acababa
de ocurrir. Intranquilo, le entregó la capa que le había comprado a un mercader en
Sudbury.
—Ponte esto —le indicó y se dirigió hacia el centro del pueblo.
Cuando Slane miró hacia abajo, se alegró al ver de reojo que la parte de abajo de
la capa marrón estaba alrededor de las botas de Taylor. Era un poco grande para ella
pero funcionaría por ahora como disfraz. Corydon conocía a Taylor, así que debía
llevar oculto el rostro si quería ahorrarse desagradables encuentros.
Slane se dio cuenta de que ella ni siquiera le había preguntado nada y sonrió.
Lo había entendido sin palabras. ¿Se estaba formando algún acuerdo tácito entre
ellos?
Se sintió feliz por un momento... hasta que vio a un grupo de soldados
dirigiéndose hacia ellos. Los reconoció de inmediato y se detuvo. Sus túnicas negras
anunciaban su alianza: Corydon.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Dio un paso hacia atrás y se volvió sólo para ver otro grupo, más pequeño, de
caballeros vestidos de negro acercándose a ellos por la calle.
Taylor se movió hacia delante pero Slane la agarró por la muñeca y la empujó
hacia unas sombras creadas por una puerta cercana. Furtivamente, Slane miró a
ambos lados de la calle. Estaba vacía, no había ni campesinos ni compradores
alrededor. Si salían de su escondite los verían.
Entonces oyó un ruido procedente de la puerta que estaba detrás de ellos y
miró para descubrir que era la mano de Taylor que movía el picaporte
insistentemente de manera infructuosa.
Volvió a mirar hacia la calle. Los soldados se aproximaban. Eran demasiados,
no podían plantarles cara, pues eso sólo significaría la muerte de Slane y la captura
de Taylor.
—Quédate aquí —le indicó Taylor, poniéndolo delante de ella como si fuera un
escudo.
Por lo menos esto la protegerá, pensó Slane.
De repente, ella se lanzó hacia él, envolviendo sus brazos en el cuello de Slane,
que se habría caído al suelo si no hubiera estado apoyado en el marco de la puerta.
Abrió la boca para regañarla pero, rápidamente, Taylor presionó sus labios contra los
de él, acercando también su cuerpo.
Inmovilizado por la sorpresa, Slane entreabrió la boca mientras los labios de
Taylor se posaban sobre los suyos; por un momento, apretó el pequeño cuerpo de la
joven contra el de él, sintiendo cómo lo invadía una oleada de excitación. Se
estremeció y trató de soltarse pero el abrazo de Taylor era firme y no le permitía
alejarse.
Por fin logró quitar sus labios de los de ella y exclamar:
—¿Qué diablos estás haciendo, mujer? ¿Has perdido el sentido?
—A menos de que quieras perder más que los sentidos, me devolverás el afecto
que te estoy ofreciendo. Y más vale que lo hagas bien —le advirtió murmurando y
mordisqueándole el oído.
Slane sintió brotes de placer a través de todo su cuerpo. Su mente le decía que
se resistiera pero su cuerpo ya estaba sucumbiendo a la seducción. Inmediatamente
después, su nublada mente se concentró lo suficiente para entender lo que Taylor
estaba haciendo. Un disfraz desesperado: una prostituta y su cliente.
Taylor siguió besándolo mientras le pasaba las manos por el cabello,
aferrándose a él como si sus labios fueran su única salvación. Slane apretó su
pequeño cuerpo, intentando que a los ojos de los observadores la escena pareciera
natural. Sabía que debía ser convincente, de lo contrario estarían acabados.
Decidido a seguirle el juego, pasó su lengua con suavidad sobre los labios de
Taylor, tratando de que los abriera para él. Sintió cómo se estremecía ella mientras
los abría. Era una excelente actriz o...
A la distancia, Slane escuchó unos pasos marchando cada vez más cerca de
ellos, por lo que la apretó con más fuerza. Metió su lengua más hondo en su boca
hasta que un suave gemido escapó a través de los labios abiertos de Taylor. Entonces

- 82 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

él sintió que se tambaleaba...


Las curvas del cuerpo de Taylor encajaban perfectamente con su cuerpo; su
busto, lleno, se presionaba pesadamente contra los músculos del pecho de él.
Pequeños escalofríos seguían el camino de sus dedos cuando pasaban por su piel;
pedazos de calor inflamaban su alma. La esencia de ella parecía haberse solidificado,
envolviéndolo en un remolino de pasión. Slane ya no escuchaba los pasos en la calle,
ya no le importaba si los atrapaban o no: sólo quería que este momento continuara
para siempre.
De repente, un hombre tosió detrás de ellos. A pesar de que el beso de Taylor
hacía que el cuerpo de Slane se sintiera tibio, la amenaza del peligro agujereó el
momento como si hubiera sido una daga. A punto estuvo de bajar la mano para
tomar su espada.
Las manos de Taylor bajaron hasta la cintura de Slane y siguieron hacia el culo.
Él luchó para controlarse a medida que ella lo apretaba suavemente, recorriendo con
sus manos su firme redondez.
Slane se alejó un poco para mirar la verde profundidad de los ojos de Taylor.
¿Qué quería de él? ¿Hacía eso sólo para esconderse? ¿O estaba desafiándolo,
probándolo, para ver hasta dónde podía llegar? Pasó sus manos por los mechones de
su cabello, deshaciendo su trenza, conteniendo los gemidos que querían salir de su
garganta, lleno de pasión por ella. Se aferró fogosamente a sus labios, con un brusco
y casi doloroso movimiento. Si estaba jugando con él, le enseñaría lo que significaba
excitarlo de esa manera.
El beso de ella fue tan apasionado como el de él, la intensa necesidad de él fue
correspondida con el deseo de ella. Slane sintió cómo temblaba Taylor por la
intensidad del beso. La deseaba como nunca había deseado nada en la vida. Quería
ver cómo sería su cuerpo bajo esa armadura de cuero. Le quería besar los pechos, y
su vientre y su...
De repente, Taylor se alejó. Slane la miró durante un largo momento, tratando
desesperadamente de recuperar el control sobre su acalorado cuerpo. Ella se paró
frente a él como un héroe derrotado, su mandíbula hacia arriba, sus ojos brillantes
de...
¿De qué? ¿De pasión? ¿O de burla?
Slane sintió que una corriente de viento helado lo atravesaba. ¿Qué estaba
haciendo? ¿Qué estaba pensando?
—Lo has hecho muy bien —dijo ella—. Muy bueno. Has sido muy convincente,
pero no hace falta que sigamos. Los soldados ya han pasado, ya se han ido.
En efecto, ya se habían ido. Hacía tiempo. Las calles estaban vacías.
Slane suspiró estoicamente y reflexionó durante un momento. ¿Estaría
actuando en realidad? ¿Podía ese beso no haber significado nada para ella cuando lo
había excitado tanto a él?
—Sí, se han ido —dijo, incómodo. Se alejó de ella y se fue hacia la calle. Había
hecho mal al besarla de manera tan apasionada. ¡Estaba comprometido, por el amor
de Dios!

- 83 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No te preocupes, Slane —dijo Taylor, dándole un golpecillo en la espalda—.


No le diré a nadie que te ha gustado.
Slane se volvió a mirarla. Estaba furioso.
—¡No hablaremos de esto nunca más! —le gritó—. He hecho lo que tenía que
hacer, pero eso es todo.
Durante un momento, Taylor se quedó de pie, con la boca y los ojos abiertos.
Después, pasó al lado de él, rozándolo, pero se tropezó con el dobladillo de su capa.
Furiosa, se quito la capa. La dobló cuidadosamente y se la entregó. Cuando él trató
de recibirla, ella la dejó caer sobre el polvoriento suelo.
Le dio la espalda y empezó a caminar deprisa por la calle.
Slane, despacio, se agachó y recogió la capa. El olor a lavanda de Taylor parecía
penetrar la tela. Se puso la capa en el rostro y llenó sus pulmones con la esencia de
Taylor Sullivan.

Taylor no podía siquiera mirar a Slane. Su ira y su dolor eran demasiado


recientes. No podía ignorarlos, no podía comportarse como si nada hubiera pasado.
Debido a que los soldados de Corydon se encontraban en Edinbrook, Slane
pensó que sería buena idea dormir en el bosque, y Taylor estuvo de acuerdo, aunque
tuvo tiempo de arrepentirse durante las largas horas que pasó despierta tumbada
sobre la dura y fría tierra, expuesta a los elementos de la naturaleza, al viento helado
y a los inquietantes sonidos de extraños animales. No durmió, pero sabía que la
naturaleza no tenía nada que ver con su insomnio. La reacción de Slane a su débil
intento de comunicación después del beso la había herido profundamente. No
esperaba que los besos de Slane despertaran en ella tanta pasión... Y antes de que
hubiera tenido tiempo de entender qué había sucedido entre los dos, él la había
rechazado, la había humillado.
Todavía tenía ganas de contarle cuál había sido el pago que habían recibido
Jared y ella por ayudar a la niña gitana, pero se negaba a darle a Slane lo que él decía
que quería. La verdad. «Que piense de mí lo que quiera», se dijo Taylor. Había algo
morbosamente satisfactorio en guardarse la verdad para ella sola. Estaría perdida si
empezaba a buscar la aprobación de Slane.
Miró con rechazo las fresas que él le ofrecía y se dio la vuelta para empezar a
arreglar su caballo y continuar el viaje hasta el castillo Donovan.
El castillo Donovan... ¿Qué hacía ella yendo hacia allí?
Debería acabar con esa farsa y despedirse de Slane. Pero, ¿qué haría? ¿Buscaría
otro trabajo? Tal vez podría conseguir un trabajo en el castillo Donovan. Era una
posibilidad tan verosímil como cualquier otra.
Taylor puso su mano en la silla de montar, preparándose para subirse a su
caballo. Ahí fue cuando escuchó el silencio del bosque alrededor de ella. Un
misterioso silencio donde debería haber docenas de diferentes sonidos llenando el
aire. Taylor se quedó paralizada y recordó el ataque de los caballeros de negro
cuando estaba con Jared.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Aflojó su espada de la vaina, sin dejar de observar cuidadosamente los


alrededores, buscando cualquier señal de algún atacante. El viento sopló con
suavidad a través de los árboles, haciendo sonar las hojas y las ramas. Miró a Slane,
que estaba agachado, inspeccionando el freno del caballo.
Al sentir su mirada, Slane alzó la vista. Se entendieron sin palabras, y Taylor vio
cómo él dirigía la mano despacio a su espada; sus ojos abiertos, alarmados.
Entonces Taylor oyó cómo su caballo relinchaba detrás de ella... pero supo que
era demasiado tarde. Se dio la vuelta, sólo para ver que la punta de una espada se
posaba contra su garganta.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 13

Slane corrió apresuradamente a ayudar a Taylor; su cuerpo explotaba de


urgencia en cada movimiento. La punta afilada del cuchillo del enemigo se
encontraba peligrosamente cerca a la suave garganta de la joven. Llegaría demasiado
tarde; ya iba a morir. Ese indeseado pensamiento llegó a su mente de manera
inesperada, haciendo que un miedo poderoso naciera en todo su cuerpo.
De repente, Taylor se lanzó a los brazos de su atacante, abrazándolo jubilosa y
riéndose con verdadero deleite.
Slane tropezó y por poco cae al suelo, mientras el hombre rodeaba a Taylor en
un abrazo que parecía un abrigo de alegría. Inmediatamente, Slane se enderezó,
poniéndose tan tenso y rígido como una tabla. Una feroz ola de resentimiento lo
invadió; quería atravesar a ese hombre con su espada.
¿Por qué no le sonreía a él de la misma manera? Pero sólo ese pensamiento era
ridículo, ¡absurdo! ¿Por qué debía ella sonreírle de esa manera? Y, ¿por qué querría él
que lo hiciera?
—¡No puedo creerlo! —exclamó Taylor—. ¿Qué haces tú aquí?
Slane deslizó su mirada hacia el hombre. Sus ojos azules miraban a Taylor con
tal deleite que quiso golpearle en la cara para borrarle la sonrisa de los labios. Odió a
ese hombre inmediatamente. Lo odiaba por ser capaz de hacer a Taylor tan feliz.
Cerró la boca y apretó los dientes.
—Ya me he enterado de lo que le sucedió a Jared —dijo el hombre con gesto de
pesar.
Una profunda tristeza invadió los ojos de Taylor mientras fruncía el ceño en un
gesto de dolor y Slane sintió cómo la culpa lo envolvía en un sudario de vergüenza.
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué había sido tan egoísta?
—Sí —dijo ella suavemente soltándose del hombre que la abrazaba.
—Quería saber si te encontrabas bien.
Slane dio un paso adelante.
—Está muy bien —afirmó con brusquedad. Taylor le lanzó una mirada de
dolor, que él sintió que se clavaba en su cuerpo como una flecha.
El hombre desvió sus ojos hacia Slane.
—¿Quién es usted? —preguntó sin alterar su voz.
—Yo iba a hacerle la misma pregunta —respondió Slane.
—Él es Slane Donovan —dijo Taylor—. Slane, él es Alexander Hawksmoor.
¡Alexander! La sola palabra causó trepidantes temblores en el cuerpo de Slane.
¿Sería el mismo Alexander de quien había estado tan enamorada unos años atrás?
—Puedes guardar tu espada —aconsejó Taylor.

- 86 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane miró hacia abajo, sorprendido de que aún estuviera agarrando


fuertemente su arma con el puño. Enfundó su espada mientras veía cómo Taylor
volvía a dirigir su mirada a su amigo.
—Estoy bien —le dijo Taylor a Alexander.
—¿Estás segura?
—¿Por qué no habría de estarlo? —protestó Slane—. Se encuentra bajo mi
cuidado.
De nuevo, las miradas de Alexander y Taylor giraron hacia él. De pronto, Slane
se sintió como un intruso que intentaba escuchar una conversación privada. Apretó
el puño y rechinó los dientes con fuerza.
Alexander lo ignoró.
—Sully, ¿te encuentras bien? —Bajó la voz y siguió diciendo—: ¿No te estará
obligando a viajar con él?
Slane no podía creer lo que estaba oyendo. Esos dos hablaban de él como si no
estuviera presente.
—No —dijo Taylor.
Alexander ladeó la cabeza y le lanzó una mirada de sospecha a su amiga.
Ella sonrió.
—Es él quien paga la comida y la posada.
Alexander miró hacia el bosque.
—Se trata de una posada bastante barata.
—La de anoche estuvo mejor —dijo Taylor—. Ya conoces la facilidad que tengo
para atraer problemas en las posadas. Alexander asintió.
—Me lo contaron, por eso pude seguirte el rastro. Y pude verte saliendo del
pueblo anoche. —Señaló el bosque—. Te seguí hasta aquí.
—¿Así de fácil, eh? —preguntó Slane.
Taylor se volvió hacia él con las manos en la cintura.
—Alexander es aún más hábil de lo que es Jared siguiéndole el rastro a una
persona. —Hizo una pausa y añadió suavemente—: De lo que era.
Alexander enfrentó a Slane con la mirada.
—No ha resultado difícil.
Incapaz de soportar otro segundo en presencia de ese hombre, Slane dio la
vuelta y se alejó de ellos dirigiéndose hacia su caballo. Sus voces flotaban en el aire y
le llegaban a él con la brisa.
—No puedes quedarte quieta —dijo Alexander—. Ni siquiera por un momento.
Hay demasiada gente buscándote.
Slane tomó las riendas de su caballo bruscamente y el corcel relinchó y dio un
paso hacia atrás. Dirigió su caballo hacia el lado de Taylor.
—¿Estás lista?
Taylor miró a Alexander con una mirada que expresaba algo similar a la
nostalgia.
El puño de Slane se apretó alrededor de las riendas.
—¿Viajarías con nosotros? —preguntó ella.

- 87 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane abrió la boca para protestar, pero rápidamente la cerró para hacer un
enfático gesto de desprecio con sus labios.
Alexander le echó una mirada a Slane.
—Me encantaría. Durante un rato.
Slane sabía que debía estar agradecido porque hubiera otra espada para
proteger a Taylor. Pero no lo estaba. La tensión, la desconfianza y la antipatía que
sentía hacia ese individuo nublaban su buen entendimiento. No quería que ese
Alexander estuviera con él... o más bien, con Taylor. Se balanceó sobre su caballo.
¿Qué le estaba pasando? A Taylor le vendría bien tener a un viejo amigo a su
lado. Especialmente después de la reciente muerte de Jared. Pero ¿por qué tenía que
ser Alexander?

Alexander se bajó de su caballo y ató el animal a un árbol cerca de un arroyo.


Miró a Taylor justo en el momento en que ella observaba a un Slane meditabundo.
Se pusieron en marcha. Donovan cabalgó delante de los otros dos a buen paso
durante todo el viaje, la espalda tan recta como una vara, las manos apretando las
riendas del caballo, tan firme y fuertemente que los nudillos se le habían vuelto
blancos.
Taylor había estado pensativa durante todo el trayecto. En varias ocasiones
había observado a Slane con una mirada agitada y abstraída que hacía que se grabara
una línea en medio de su frente. Algo había pasado entre ellos. Alexander estaba
seguro de eso.
Cuando se detuvieron, Taylor bajó de su caballo y fue a inclinarse en la orilla
del arroyo para echarse agua en el rostro. Cuando levantó la cabeza vio que
Alexander estaba allí, de pie junto a ella, observándola.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó suavemente.
—¿A qué te refieres?
—No juegues ese juego conmigo —advirtió Alexander—. Conozco muy bien
esas miradas tuyas de ojos bien abiertos. —Taylor rió suavemente, pero Alexander
continuó—. Ese Corydon no es ningún tonto. —Vio cómo la risa se desvanecía de su
rostro y, antes de que ella volviera la cabeza alcanzó a observar también cómo la
rabia estrechaba sus ojos—. No creas que lo has despistado... Te aseguro que no anda
muy lejos de aquí.
Taylor no le hizo caso. Se acercó a su caballo y abrió su bolsa, ocupándose en
tocar los objetos que allí se encontraban.
Alexander se paró detrás de ella.
—Sus intenciones son capturarte o matarte. De cualquier manera, es
descabellado dejarle un rastro tan obvio.
—No sé a qué te refieres —dijo ella bruscamente.
Alexander la tomó del hombro y la hizo volverse para que lo mirara de frente.
—Sé lo que has estado haciendo.
—Tú no sabes nada. No fuimos lo suficientemente importantes para ti hace seis

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años, así que no finjas que ahora lo soy.


—Yo tengo una tarea —dijo Alexander, enderezando su espalda.
—También la tenías entonces —dijo ella con suavidad—. Tú nos abandonaste
sabiendo que podíamos necesitarte.
Alexander se quedó observando su espalda.
—Jared tenía su manera de hacer las cosas. Yo tenía la mía. No había forma de
conciliarlas.
Permanecieron un rato en silencio.
—¿Por qué vas al castillo Donovan? —preguntó Alexander.
Taylor se encogió de hombros.
—Es probable que el hermano de Slane esté buscando mercenarios para
contratarlos.
Alexander frunció el ceño.
—Eres impetuosa. Eres imprudente. No puedes trabajar para un noble sin un
Jared que tranquilice las cosas.
—Entonces, ¿por qué no tomas tú el lugar de Jared? —dijo con sarcasmo.
Alexander suspiró.
—Aún debo cazar gitanos.
Taylor negó con la cabeza.
—¿Sigues con esa empresa, eh?
Liberar la tierra del azote de los gitanos era una tarea que Alexander se había
impuesto hacía muchos años. No iba a abandonar aquello para ser su compañero.
Aun así, no podía evitar sentir la vieja culpa subir por su cuerpo hasta su cabeza. Ella
ya no tenía a nadie. Estaba tan sola como él. Posó una mano sobre su hombro y lo
apretó suavemente. Taylor se sacudió la mano de su hombro, alejándose de él.
Alexander se quedó parado durante un largo rato, observando su espalda tensa.
Habían sido los mejores amigos hacía mucho tiempo. Y sabía que ella todavía estaba
apenada. La abrazó, envolviendo su rígido cuerpo con sus brazos.
Al principio ella se resistió, peleando contra el gesto de amistad. Pero después
suspiró y se recostó completamente sobre él.
—Te deseo mucha suerte con tu loca estrategia. Lo que sea que estés planeando,
espero que resulte como tú lo quieres —susurró Alexander. Pero él sabía que no sería
así. Y sabía también que sólo había una manera de protegerla. Su mirada se posó
sobre Slane Donovan.
Slane sacó un trozo de pan de sus alforjas. Lo había comprado en Sudbury y
estaba duro y reseco. Partió un pedazo y se lo llevó a los labios mientras se volvía
para ver a Taylor. Pero el pequeño pedazo de pan nunca alcanzó su boca, pues Slane
se congeló al contemplar el cuadro que tenía frente a él. La ira se apoderó de su
cuerpo con cada caricia que la mano de Alexander daba a la espalda de Taylor. Un
intenso dolor martirizaba su cuerpo. Se dio cuenta de que tenía la mandíbula
apretada con tanta fuerza que sus músculos se estaban entumeciendo. Taylor
descansaba su cabeza sobre el hombro de Alexander con la familiaridad de los
amantes. Emanaba tanta calma junto a ese hombre que a Slane se le heló la sangre en

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las venas.
Apartó la mirada bruscamente para evitar la perturbadora escena y, más aún,
para huir del súbito impulso de darle un puñetazo a ese hombre. Bajó la mirada y
encontró sus manos fuertemente cerradas con el pan aplastado entre ellas.
Asqueado de sí mismo, arrojó el pedazo de pan violentamente. Debería estar
pensando en Elizabeth, sola, esperándolo, en lugar de dolerse porque otro hombre
tocara a Taylor.
Se obligó a caminar con calma hacia el arroyo. No era de su incumbencia lo que
Taylor hiciera con su vida. Él tenía una vida propia para vivir. Elizabeth. Con
esfuerzo, trató de reconstruir la imagen de Elizabeth en su mente, y luchó para
encontrarla en su memoria. Se sorprendió del mucho tiempo que le llevó recordar
que ella tenía los ojos marrones y grandes. Ojos marrones y grandes que lo miraban
siempre con absoluta confianza. En los últimos tiempos, su relación con Elizabeth
había mejorado mucho. Ahora podían sentarse y encontrar una agradable compañía
el uno en el otro, e incluso reír juntos. Recordó sus suaves y pequeñas sonrisas, la
manera en la que su mano cubría su boca mientras reía, como si demostrar cualquier
signo de diversión fuera un acto poco femenino. La extrañaba. Sí, como se extraña a
una hermana.
Miró sobre su hombro a Taylor y a Alexander, apenas vislumbrándolos entre
los caballos. Se habían separado pero no completamente. Se encontraban tan cerca
como para que Alexander estirara su mano y acariciara su mejilla.
Slane frunció el ceño. ¿Qué le estaba haciendo Taylor? Era el beso, se dijo a sí
mismo. El sabor de sus labios permanecía en él como un fantasma. Debía recordar su
cometido: acompañarla en su regreso al castillo Donovan. Además de eso, ella no
debía interesarle.
—¿Donovan?
Slane se volvió para encontrar a Alexander detrás de él.
—Los acompañaré sólo hasta aquí —dijo Alexander.
Una sensación de alivio atravesó a Slane tan completa e intensamente que se
sintió mareado. Sus manos se abrieron; su rostro se relajó. Los músculos de sus
hombros se aflojaron. Todo lo que pudo hacer fue asentir.
Alexander rió con suavidad. Miró nuevamente a Taylor, y Slane siguió su
mirada. Ella se encontraba al lado de un enorme árbol de maple. Parecía pequeña y
muy vulnerable. Cuando Alexander volvió su mirada hacia Slane, encontró en él una
cierta dureza.
—Sully le ha estado dejando rollos de pergamino a Corydon, invitándolo a que
la encuentre.
—¡No!
—Por eso pude encontrarlos yo tan fácilmente. Y le aseguro que los hombres de
Corydon están ya muy cerca.
—Ella jamás haría una cosa así —dijo Slane mirando a Taylor, quien se
encontraba recostada contra el árbol, sentada con las rodillas apoyadas sobre su
pecho.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Alexander se encogió de hombros.


—Encontré una carta en Sudbury y otra en una posada situada entre Sudbury y
Edinbrook.
—Está mintiendo —gruñó Slane.
Los ojos de Alexander se entrecerraron levemente.
—Si yo fuera un hombre más quisquilloso, lo retaría por poner en duda mi
palabra. Mantenga sus ojos sobre ella.
Dio media vuelta y se marchó, dejando a Slane sin saber qué pensar de todo
aquello.
«¿Por qué?», se preguntó. «¿Por qué, en el nombre del señor, haría ella algo
así?»
No tenía sentido. Pero ¿qué tenía sentido cuando se trataba de Taylor Sullivan?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 14

Taylor estudió el techo de paja de la posada Village en Trenton. La vela que se


consumía al lado de su cama generaba sombras que se proyectaban en el techo.
Sombras profundas. Sombras oscuras. Sombras negras que parecían hombres
vestidos con batas oscuras. Las llamas parpadeaban haciendo una burlesca escena de
sombras que perseguían sus presas blandiendo sus armas a lo largo del techo de
paja.
Su rabia la había mantenido despierta hasta bien entrada la noche. Su
determinación la impulsaba a llevar a cabo su misión. Haber visto a Alexander
hablando de Jared sólo había servido para revivir su ira. Jared sería vengado. Ella se
encargaría de que así fuera. No le importaba lo que eso le pudiera costar, lo que
pudiera suponer para ella, ni siquiera, lo que pudiera suponer para Slane si decidía
cruzarse en su camino. Slane. ¿Por qué la confundía tanto ese hombre? Todo lo
demás parecía simple y claro. Simple porque sólo existía una cosa: vengar a Jared.
Eso era lo único que le importaba. Si se concentraba en eso, nada podría impedir que
lo lograra.
Finalmente, se levantó de la cama, tomó un pedazo de pergamino y un pequeño
frasco de su bolsa y se sentó en el suelo, al lado de la cama. Alzó la mano derecha y
contempló durante un momento el anillo que llevaba en el dedo. Eran dos espadas
cruzadas sobre una S: el escudo de la familia Sullivan, anillo de su madre.
Tapó el pequeño frasco con un dedo y lo volcó cuidadosamente. Cuando lo
soltó, un gran círculo negro cubría la punta de su dedo índice. Con gran precisión
esparció la tinta sobre el escudo del anillo y lo presionó sobre el pergamino, dándole
así un sello oficial. Limpió el anillo y su dedo en la sábana.
Después enrolló el pergamino, se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Se
detuvo para escuchar si había ruidos; pero no percibió sonido alguno. Con mucho
cuidado, abrió la puerta y le echó un vistazo al vestíbulo. La puerta de Slane se
encontraba cerrada, el vestíbulo vacío. Salió de su habitación, cerrando
silenciosamente la puerta, y fue a la sala de estar para buscar al encargado. Encontró
al hombre arreglando la pata de una silla, su cabeza inclinada sobre su sitio de
trabajo, su calva cabeza reflejando la ya moribunda luz del fuego de la chimenea. El
hombre levantó su mirada para observarla, a medida que ella se le aproximaba.
Taylor alargó su mano con el pergamino para entregárselo al encargado.
—Si un señor llamado Corydon llegase a venir, entregúele esto —le ordenó—.
Dígale que es de parte de Taylor Sullivan.
El encargado levantó su rostro para mirarla fijamente a los ojos y después
desvió su mirada hacia el pergamino. Se aproximó para tomar el papel que le había

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

sido ofrecido, pero, repentinamente, otra mano más grande se metió en medio y le
arrancó el papel a Taylor de los dedos.
—Yo tomaré eso.
Taylor dio un saltito y se volvió para encontrar a Slane detrás de ella con el
pergamino firmemente agarrado. El corazón se le sacudió en el pecho. Se aproximó a
Slane para tomar el rollo de su mano, pero él, hábilmente, lo alejó de su alcance.
Desenrolló el pergamino; sus ojos azules estudiaron el papel durante un largo
rato, antes de levantar su mirada hacia Taylor.
Tragó saliva con esfuerzo. Su instinto le dictaba a Taylor que corriera para
escapar de la furia que se alcanzaba a ver ardiendo en la mirada de Slane. Pero, en
lugar de eso, levantó la cabeza y lo miró valientemente a los ojos.
No dejó de mirarla mientras le decía al posadero:
—Discúlpenos, por favor.
Taylor pudo oír una ira apenas moderada en su voz. Escalofríos de pavor
subieron como disparos por su cuerpo.
Haciendo un gesto de comprensión, el posadero tomó la silla para dejarla a un
lado y se alejó por el vestíbulo.
La mirada acalorada de Slane se clavó en ella. Tenía los ojos vidriosos y
apretaba con rabia el pergamino. Durante un momento desenfrenado, Taylor pensó
que iba a golpearla. Y lo hizo, pero con palabras.
—¿Estás loca? —le reclamó con un silencioso susurro—. ¿Acaso estás poseída
por los demonios?
Oh sí, estaba poseída por demonios. Pero no por el tipo de demonios en que él
estaba pensando.
Slane levantó el puño con el que fuertemente agarraba el pergamino para situar
el fajo de papel frente a los ojos de Taylor.
—¿De qué se trata todo esto?
Ella abrió la boca para dar explicaciones, pero lo pensó mejor y volvió a cerrarla
sin decir nada. ¿Cómo podría contarle que estaba decidida a vengar la muerte de
Jared? ¿Cómo podía hablarle de su agonía por haberlo perdido? No tenía ninguna
intención de exponerse a sí misma a una situación tan ridicula. Cerró la boca y se
alejó para irse.
Slane la tomó fuertemente del brazo y la empujó hasta el centro de la sala, cerca
de la chimenea. Los ojos de Taylor se desviaron rápida y ansiosamente para mirar el
fuego, antes de liberar su brazo de la mano de Slane y alejarse de la chimenea
avanzando hacia las escaleras.
Slane la tomó del brazo para detenerla.
—Me vas a decir qué es lo que intentas hacer con estas cartas. ¿Acaso quieres
traicionarme?
Negó con la cabeza mientras sus ojos se llenaban de confusión.
—Quería que Corydon me encontrara —admitió.
Los ojos de Slane se entrecerraron hasta convertirse en ardientes destellos
azules.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Él asesinó a tu amigo. ¿Quieres seguir la misma suerte que Jared?


Slane le sacudió el brazo.
—Tuvimos suerte la vez pasada de poder escapar ilesos. Jared no tuvo la misma
suerte. ¡Él murió por protegerte!
Las palabras de Slane fueron como una puñalada en su corazón. Su visión se
nubló de repente.
—Él sacrificó su vida por tu libertad. Yo no voy a dar mi vida por ti. —Lanzó el
pergamino al suelo y se alejó de ella—. Puedes jugar ese juego sola.
—Él conocía los riesgos que se corren cuando se viaja conmigo —dijo Taylor en
un gruñido—. Sabía que su vida estaba en riesgo todos los días que pasara junto a
mí.
Slane giró la cabeza hacia ella, sus dientes apretados con fuerza.
—¡Era tu amigo! ¡Y ahora tú cortejas a su asesino como si fuera un amante! Si
Corydon sabe hacia dónde nos dirigimos, ¿no crees que hará todo lo que esté en su
mano para detenernos?
Taylor se encaró con Slane. Tenía los puños apretados y todo su cuerpo
temblaba.
—En eso confío.
Slane dio un paso hacia ella.
—¡Estás loca! —dijo con convicción. La tomó de los hombros inesperadamente
y Taylor pudo ver la angustia en sus ojos azules—. ¿Sabes lo que ese hombre podría
hacerte?
—¿Sabes lo que podría hacerle yo a él?
Slane la contempló durante un largo rato como si leyera sus pensamientos más
profundos. La rabia fue desapareciendo mientras el entendimiento iluminaba
lentamente sus ojos. La luz de la comprensión iluminó su rostro y sus manos se
relajaron sobre los hombros de Taylor.
—Taylor, eso es muy honorable por tu parte, pero...
—El honor no tiene nada que ver con esto —replicó con vehemencia, soltándose
de Slane—. Jared no era sólo mi amigo... era mi familia. Estaría muerta si no fuera
por él. Todo eso le debo.
Slane se quedó estático, aparentemente paralizado por su confesión.
Sacudida por las fuertes emociones que la invadían, le dio la espalda para que
él no pudiera leer en sus ojos. Slane quedó frente a las titilantes sombras producidas
por las llamas bailarinas de la chimenea. Cruzó sus brazos delante de su acalorado
cuerpo.
—¿Crees que tienes una oportunidad con Corydon?
Eso la tenía sin cuidado. Lo único que sabía era que al menos debía intentarlo.
—Te matará, y tu muerte y la de Jared no servirán para nada. —Slane dio un
paso para acercarse. Taylor podía sentir su mirada sobre ella, la cercanía de su
cuerpo—. ¿No querrás que su muerte quede sin ser vengada?
—No —dijo ella después de un momento.
—Entonces debes unir fuerzas con mi hermano —sugirió Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Yo no necesito ayuda de nadie —insistió Taylor.


—Corydon tiene hombres que lo protegen, guardias junto a él todo el tiempo.
No es un hombre tonto. Si así fuera, yo ya lo habría matado hace mucho por
atreverse a posar su mirada sobre las tierras Donovan. —Le dio la vuelta para
mirarla de frente—. Con los hombres y los recursos de Richard, puedes vengar la
muerte de Jared. Sé que en el fondo tú sabes eso.
Taylor contempló una sombra que ondeaba en el muro. Un tronco explotó
suavemente en la chimenea y unas cuantas chispas salieron volando por el aire. Sabía
que él tenía razón. Pero el asunto central seguía siendo que ella no confiaba en los
nobles. ¿Confiar en Richard, aliarse con él? No estaba segura de poder hacerlo.
Se volvió para decírselo, pero la mirada tierna con que la estaba contemplando
la tomó por sorpresa; hubiera podido jurar que había admiración en sus ojos. Cerró
la boca y respiró profundamente.
—Supongo que tienes razón —se oyó decir a sí misma.
Slane le tomó la mano y una sonrisa iluminó su rostro. De repente, Taylor se
quedó sin aliento cuando él levantó los nudillos hacia su boca. Al sentir el roce de sus
labios en su piel, una poderosa sensación de exaltación atravesó todo su cuerpo. En
ese momento soltó suavemente su mano de la de Slane.
La sonrisa dibujada en la boca de él no se atenuó.
—Entonces cabalgaremos rumbo al castillo Donovan —dijo—. Deberíamos
llegar dentro de una semana, si el tiempo se mantiene igual.
Pero ella no estaba escuchando sus palabras, se estaba masajeando los nudillos.
Una extraña y punzante sensación permanecía justo en el sitio donde los labios de
Slane habían acariciado su piel. Sabía que unir fuerzas con Richard era la única
manera de vencer a Corydon, y así vengar la muerte de Jared. Sin embargo, no podía
ignorar la constante sensación de que eso parecía demasiado fácil. ¿Por qué Richard
habría de unir fuerzas con ella?
En el momento en que ella dio el primer paso para regresar a su habitación,
Slane la detuvo agarrándola del hombro con gentileza.
—¿No más cartas? —preguntó suavemente.
Taylor asintió.
—No más cartas.
Movió su dedo, acariciando el mentón de Taylor, mostrándole una sonrisa. Ese
movimiento calentó su interior, cubriéndola de una súbita sensación de placer. No
pudo evitar devolverle una sonrisa. Entonces le dio la espalda, y ella se dio cuenta de
que su momento bajo el sol había terminado. La realidad volvió a golpearla como
una bofetada, su sonrisa se borró y fue reemplazada por el recelo.

Justo cuando llegaron a Sherville, una brumosa lluvia comenzó a saturar el aire.
Alcanzaron a refugiarse en una posada antes de la estrepitosa caída de un fuerte
aguacero.
Slane nunca había visto tanta gente en una posada. Algunos parecían muy

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enfermos; sus caras estaban pálidas y la piel les colgaba de sus escuálidos huesos.
Slane avanzó a través del gentío usando sus hombros, empujando a los
campesinos para llegar hasta donde estaba el posadero y asegurar su alojamiento.
Cuando se dio la vuelta y miró la sala de estar, frunció el ceño. En la parte más
alejada del cuarto, un hombre tosió severamente y se dobló con un brusco
movimiento, apretando su pecho como si se estuviera incendiando.
—Esta maldita plaga está por todas partes —murmuró un hombre cerca de
Slane.
—Todas las personas que todavía pueden sostenerse en pie están huyendo de la
ciudad —añadió otra voz.
Slane se abrió paso hasta la mesa, donde Taylor lo aguardaba entre una docena
de hombres y mujeres; todas las mesas de la posada estaban abarrotadas. Slane se
sentó en el borde del banco, opuesto a ella, y alcanzó una de las cervezas que la
camarera de la posada había dejado frente a él. Tomó un largo trago y bajó el vaso.
—He conseguido una habitación para los dos esta noche —dijo.
Ella asintió levemente para indicar que lo había escuchado, pero no dijo palabra
alguna. Apartó un mechón de cabello de su cara, sus ojos estaba posados sobre el
hombre que estaba a su lado, que se inclinaba sobre ella cada vez que se llevaba un
bocado de comida a la boca. Taylor se alejó un poco más del hombre, pero Slane vio
la irritación reflejada en las tensas líneas que se formaron alrededor de su boca.
Miró a Slane, frunciendo el ceño, enfurecida, y se puso en pie para tomar
súbitamente una de las jarras de cerveza que había sobre la mesa.
—Creo que voy a subir a mi habitación ahora.
Slane carraspeó deliberadamente, apartando su mirada.
—Nuestra habitación —la corrigió.
Ella se detuvo congelada.
—¿Qué?
—El posadero sólo tenía una habitación disponible. Probablemente la última
habitación disponible de este pueblo.
—¿No te preocupa tu reputación? —preguntó ella.
—No tengo más opciones.
Taylor giró alejándose de la mesa, agarrando con fuerza la jarra de cerveza con
su temblorosa mano. Mientras se abría paso entre la enorme multitud, fue empujada
rudamente. Se tropezó y soltó la jarra, que cayó al suelo y rodó, dejando un rastro de
tibia cerveza a lo largo de la superficie. Taylor recobró su postura y se encaró con el
desventurado hombre que la había empujado.
Slane se puso tenso. No le parecía muy apropiado increpar al pobre granjero
por lo que había ocurrido. Sólo había sido un accidente.
El hombre se disculpó. Le rogó sinceramente a Taylor que lo perdonara. Ella
rugió algo que hizo que el rostro del granjero palideciera; entonces caminó furiosa
buscando la puerta.
Slane hizo un gesto con la cabeza y se incorporó, agarrando su jarra de cerveza
y la siguió. Una vez fuera, la vio sentada bajo la protección de un enorme árbol, con

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

la cabeza entre los brazos. La lluvia caía levemente a su alrededor. Él recordó que la
primera vez que los había contratado a Jared y a ella, la había visto tan valiente, tan
llena de confianza... confianza suficiente para mentir sobre su verdadera identidad y
mostrarse tranquila al hacerlo. No obstante, las últimas semanas habían sido
demasiado intensas. Ella había perdido a su más cercano amigo. Se habían enterado
de que su padre, un hombre al que ella no le había importado durante ocho años,
quería verla. Se encontraba abrumada por todo esto.
Las sombras del árbol, que se balanceaba lentamente, la sumían en una
oscuridad que apenas permitía vislumbrar su rostro cuando algún rayo de luna se
colaba entre las delgadas nubes.
Slane sabía que debía dejarla sola, que necesitaba tiempo para resolver todas
sus inquietudes. Pero, de alguna manera, no podía mantenerse lejos de ella. Encorvó
los hombros y atravesó velozmente la carretera evitando la lluvia. Se sentó en el
suelo junto a ella, mirándole furtivamente el rostro.
—No quiero tu compasión.
—No te la estoy dando. Sólo quiero que sepas que no estás sola.
Ella resopló suavemente, incrédula.
Le dio su jarra de cerveza y ella lo miró antes de aceptarla.
Slane sabía ahora que Taylor no era lo que parecía ser. Pretendía ser fuerte e
inalterable, alguien a quien no le importaba lo que estaba bien. Aun así, sentía
intensamente. Tenía un arraigado sentido del honor. Y le había salvado la vida de la
daga de Hugh, sin jactarse jamás de haberlo hecho. Slane aventuró otra mirada hacia
ella.
Bajo un rayo perdido de luz de luna, un mechón de su cabello relució como
ónix negro. Slane quería tocar la oscura seda para comprobar si verdaderamente era
tan suave como parecía. Él sabía que no debía, pero en el siguiente instante, su mano
se levantó para acariciar su cabello. Era más suave de lo que había imaginado. Sus
ojos se volvieron a los de ella. Eran tan brillantes, tan llenos de ilusión... Y había
dolor en esos ojos... dolor que Slane quería mitigar desesperadamente.
Posó la palma de su mano sobre la mejilla de Taylor, acariciándola con su
pulgar. En contraste con su tez blanca como la luz de la luna, su mano parecía negra.
Volvió a mirarla a los ojos. Las más brillantes y preciosas esmeraldas que jamás
había visto le devolvían la mirada, brillantes, centelleantes.
—Taylor —susurró.
—Slane, no lo hagas —murmuró ella.
Él no estaba seguro de haber entendido.
—No creo que pueda resistir... —Alejó su rostro de la caricia de Slane y se puso
de pie—. Debemos regresar a la posada.
Slane se incorporó rápidamente para no dejarla escapar.
—¿Qué has dicho, Taylor?
Ella no le contestó.
—¿Te he herido de alguna manera?
—Yo sólo protejo tu reputación. No quiero que te encuentren aquí afuera con

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

una persona como yo.


—¿Crees que pones en tanto riesgo mi reputación?
—Yo creo que me tienes miedo —contesto ella.
—¿Dices que te tengo miedo? —Slane rió.
Pero Taylor no rió. Se volvió para mirarlo, y su increíble belleza inocente, de
hecho, sí hizo que él se sintiera atemorizado. De repente, Slane supo que haría
cualquier cosa por aquella criatura, aquella mujer que lo estaba volviendo loco. La
risa se detuvo instantáneamente en su garganta. Sabía que debía mirar hacia otro
lado antes de que ella pudiera percibir la verdad en sus ojos, pero cuando vio una
sonrisilla sarcástica en su mirada supo que ya era demasiado tarde.
Taylor comenzó a alejarse de él.
Slane pudo ver la indiferencia en su rostro, la máscara que utilizaba para
esconder sus sentimientos eficientemente. Odiaba su lado sarcástico. La tomó de los
brazos para detenerla.
—No, no pongas ese muro frente a mí, Taylor. He visto la persona que puedes
ser. He visto la persona que se esconde detrás de ese muro. No me excluyas. Hablo
muy en serio, Taylor. Tú me importas.
Pero ella permanecía impasible, como si no estuviera oyéndole. Slane la sacudió
suavemente.
—¿Me estás escuchando?
—Te estoy escuchando —susurró—. Pero no puedo hacer lo que me pides.
—¿Por qué? —preguntó en agonía, rehusándose a dejarla ir por el miedo a que
ella volviera a esconderse detrás del muro.
Los ojos de Taylor se movían rápidamente, mirando alternativamente un ojo de
Slane y después el otro, como si buscaran algo con desesperación.
—¿Por qué? —reclamó, sacudiéndola fuerte y desesperadamente.
—Te destruiría —susurró Taylor.
Completamente sorprendido, Slane la soltó. Ella corrió hacia la tenue lluvia,
desapareciendo entre las sombras que se proyectaban en la posada.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 15

Taylor pasó la noche caminando en círculos alrededor de la fonda, tratando de


encontrar algo en qué pensar que no fuera Slane. Quería pensar en cualquier cosa,
menos en cómo hacía él que se sintiera.
La lluvia había cesado y la luna descendía en el cielo mientras ella regresaba a
la fonda. Empujó la puerta y vio que la habitación principal estaba vacía. Un niño
pequeño estaba sentado en un rincón, su cabeza tambaleándose sobre su hombro. Se
paró apenas Taylor entró.
Ella le sonrió y le hizo un gesto de que se volviera a sentar, negando con su
cabeza. El niño, despacio y dubitativo, regresó a su rincón. No tenía más de ocho
años de edad. Debería estar durmiendo hacía rato.
Taylor miró hacia las escaleras. Ni siquiera sabía cuál era su habitación. La
habitación de los dos. Suspiró. «Parece que voy a terminar compartiendo el rincón
con el niño», pensó.
—¿Estás lista?
Taylor se sobresaltó y giró mientras ponía su mano en la espada. Unos
profundos ojos azules miraron sus movimientos con una intensidad que atravesó su
alma. Relajó su mano, quitándola del arma, a pesar de que no sintió que sus hombros
se relajaran. Sus ojos los evaluaron rápidamente con una mirada.
—¿Me estabas esperando? —preguntó recelosa.
—Claro —respondió Slane, dirigiéndose hacia las escaleras
—Oh —dijo ella, siguiéndolo—. Tenías que asegurarte de que no había
cambiado de opinión con respecto a escribir esas notas.
Slane se detuvo y Taylor casi se estrella contra él. Se volvió y la miró, diciéndole
sencillamente.
—No. Tenía que asegurarme que supieras cuál era nuestra habitación.
Nuestra. La palabra la hizo sentir escalofríos.
Slane se dio la vuelta y siguió subiendo las escaleras. Nerviosa, Taylor miró
hacia abajo y vio al niño que estaba dormido en su rincón. Sintió una especie de
envidia al ver la pacífica expresión de su cara. Negó con la cabeza mientras seguía a
Slane a la habitación.
Había esperado estar tan agotada cuando llegaran que pensó que iba a ser muy
fácil quedarse dormida de inmediato. Pero cuando entró en la habitación supo que
no iba a ser tan sencillo. Había el espacio justo para una sola cama, ni siquiera cabían
dos personas. Taylor se sintió inquieta y fuera de lugar. Miró hacia el corredor como
si una ruta de escape se hubiera abierto de pronto.
—¿Vas a dejar la puerta abierta toda la noche? —le preguntó Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Pensé que eso ayudaría a proteger tu reputación —contestó sarcásticamente y


entró a la habitación.
Slane la miró. Estaban casi pecho contra pecho. Taylor podía ver el cansancio en
las oscuras líneas debajo de sus ojos.
—Tal vez deberías estar más preocupada por tu propia reputación.
—¿Mi reputación? —repitió alzando un poco el tono de voz—. No creo que
pueda empeorar.
Slane dio un paso hacia ella y Taylor sintió que se ahogaba.
La miró con esos infinitos ojos azules que le recordaban un cielo despejado.
Levantó su brazo y le rozó el hombro. «Me va a besar», pensó ella. Su mirada bajó
hacia los labios de Slane, anticipando la sensación.
Oyó un sonido a sus espaldas y tardó un momento en darse cuenta de que era
la puerta que se había cerrado. «Estoy sola en una habitación con Slane», pensó.
«Una pequeña habitación. Una muy pequeña habitación con sólo una cama». Sintió
que sus venas ardían.
—Taylor —dijo él en un tono similar a un suspiro.
El cuerpo de ella tembló y se dio cuenta de que era puro deseo lo que sentía. El
deseo de ser besada por Slane.
—Estoy cansado. Mañana tenemos un largo día por delante —dijo él.
Cansado. Es decir que su plan, al menos, sí había funcionado para él, lástima
que no para ella. La inundó la desilusión cuando Slane se alejó y su fría realidad le
dio un golpe en la mejilla. No se besarían.
—Deberías dormir también —le dijo, agachándose al lado de la cama para
tumbarse en el suelo.
—¿Vas a dormir en el suelo?
—¿Dónde quieres que duerma?, ¿en el pasillo?
Taylor levantó la tela que cubría la cama.
—Sólo hay una manta.
Slane esperó ansioso a que ella continuara.
—No es lo suficientemente grande para cubrirnos a ambos.
—Entonces, te cubrirá a ti —dijo sencillamente, acostándose en el suelo y
dándole la espalda.
Taylor miró la manta en su mano durante un momento, después la dejó caer
sobre la cama y se tumbó sobre ella. Se quitó la espada y la puso al lado de la cama.
Se quitó las botas y las lanzó no muy ceremoniosamente al suelo. Se cubrió todo el
cuerpo con la manta.
¿Quién había dicho que ella quería besarlo?
Sus ojos se cerraron.

Se despertó sobresaltada. Estaba bañada en sudor, la túnica pegada a su mojada


piel. Recordó haber soñado con llamas, con Jared y con hombres de negro de ojos
rojos brillantes. En la oscuridad, extendió la mano para encontrar su espada y se

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relajó un poco.
La luz de la luna entraba suavemente por la ventana, lo que le permitió ver a
Slane dormido en el suelo al lado de la cama. Extendió la mano para despertarlo pero
se detuvo a medio camino. ¿Qué podría decirle? ¿Que estaba tan asustada como una
niña pequeña?
Movió las piernas en la cama pero cuando la paja sonó, se quedó inmóvil. Sus
ojos se movieron hacia Slane, pero no se había movido. Silenciosamente, tomó la
espada y se puso en pie. Miró de nuevo a Slane, recogió sus botas y se acercó a la
puerta.
—¿Adónde vas?
Taylor saltó. Slane estaba todavía acostado en el suelo pero sus ojos ahora
estaban abiertos.
—Por una cerveza —explicó murmurando como si todavía tratara de no
despertarlo.
—No creo que sea una buena idea que vayas sola al salón principal.
—¿Quieres sostener mi mano mientras voy al baño? —le dijo con sarcasmo—. O
tal vez me puedes dar la comida con una cuchara ya que, claramente, no soy capaz
de hacer nada yo sola.
Después de un momento, Slane respondió:
—Por lo menos ponte la capa que te compré.
Taylor tomó la capa que él le lanzó y salió de la habitación. Hizo una pausa en
el corredor para ponerse las botas y la capa antes de bajar al salón comunal. Pidió
una cerveza al posadero y se sentó en la parte de atrás del salón, en la sombra.
Mirando su cerveza, Taylor reflexionó sobre lo que había sentido cuando Slane
la había tocado. Se había sentido cálida y... amada. ¿Amor? Se rió de sí misma. Sabía
que no existía tal cosa como el amor. Lo que ella y Slane podían compartir sólo podía
ser lujuria. Se preguntó si lo que sentía por Slane era el mismo sentimiento que había
hecho que mataran a su madre.
Su madre. Incluso ahora, ocho años después, su recuerdo era todavía muy
doloroso. Se limpió las lágrimas y se llevó la cerveza a la boca. Tal vez era tan
doloroso para ella porque nunca había entendido cómo su padre pudo matar a su
madre. O qué tipo de amor había causado que su madre tuviera tanta fe en un
hombre que nunca apareció para salvarla. Eso no podía ser amor. Su padre no podía
haber amado a su madre. Uno no quema a alguien al que ama.
No existía tal cosa como el amor verdadero. Su padre se lo había dicho aquel
aciago día, y ahora ella estaba convencida de que era verdad. El amor era una ilusión:
algo que la gente murmuraba al oído de su compañero pero que, realmente, no
sentía. Lo que ella sentía por Slane sólo era deseo.
De repente, la puerta se abrió y vio a seis hombres vestidos de negro entrando
en la fonda. Por unos segundos, el corazón dejó de latirle. Uno de los hombres señaló
hacia la parte de atrás de la sala y después hacia las escaleras.
Taylor se puso la capucha para esconder su rostro entre las sombras de la capa,
y esperó hasta que los hombres hubieron pasado por delante de ella; después se puso

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

en pie y se encaminó hacia las escaleras.


Caminó despacio, midiendo cuidadosamente cada paso, esperando que el jefe
del grupo no la viera, conteniendo la respiración, anticipando el descubrimiento. Oyó
cómo, una vez arriba, los soldados abrían metódicamente cada puerta, buscando.
Se cubrió un poco más el rostro a medida que subía muy despacio las escaleras.
Uno de los guardias apareció en lo alto y empezó a bajar hacia ella. Taylor dudó
cuando lo vio acercarse pero continuó su ascenso. Él pasó por su lado, rozándole el
hombro. Ella se detuvo, apretando los dientes mientras él pasaba a su lado.
Llegó al segundo piso y vio a dos soldados dándole golpes a una puerta que
estaba a tres puertas de su habitación. Se apresuró hacia su cuarto y empujó la
puerta, entrando sin ser vista.
Apenas entró en la habitación y cerró, sintió que una mano la tomaba de la
cintura, empujándola hacia un pecho firme como una piedra. Otra mano presionaba
una daga en su garganta.
Taylor aguantó la respiración durante un momento antes de escuchar una
exhalación exasperada.
—¿Taylor? —un fuerte murmullo sonó en su oído.
—No podemos quedarnos aquí, Slane —murmuró ella—. Los hombres de
Corydon están buscándonos en la fonda.
Slane la soltó.
—¿Cuántos son?
—Seis. Probablemente más.
El sonido de la madera rompiéndose cerca la hizo saltar. Su corazón empezó a
latir frenéticamente en su pecho.
Slane la tomó de la mano, hizo una pausa para tomar la bolsa que estaba en la
mesa y se acercó a la ventana. Abrió las cortinas y le indicó a Taylor con la cabeza
que saliera por allí.
Taylor se montó en la cornisa y miró hacia abajo. El suelo estaba sólo a cinco
metros de distancia y no sintió ningún miedo cuando Slane la tomó del brazo y la
ayudó a bajar. Taylor aterrizó en cuclillas y rápidamente se puso de pie, moviéndose
para recostarse contra la pared. En el lejano horizonte, el sol apenas estaba saliendo;
el mundo estaba todavía cubierto por la oscuridad de la noche. Se escondió en las
sombras, buscando en la calle alguna señal de los hombres de Corydon.
Slane descendió al suelo de manera silenciosa, haciendo tanto ruido como un
fantasma.
Intercambiaron miradas y empezaron a caminar hacia el camino que los alejaba
del pueblo.
—¿Y nuestros caballos? —preguntó Taylor murmurando.
—Están en los establos, frente a la fonda. No podemos arriesgarnos a ir por
ellos.
Justo en ese momento, Taylor escuchó un suave relincho y se dio la vuelta para
ver a varios caballos amarrados a unos árboles. Se detuvo por un momento,
buscando a algún guarda que estuviera cerca. Slane se acercó a ella, murmurando:

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Qué ocurre?
—Tengo una idea mejor —contestó ella y lo guió hacia los caballos.
Los caballos se movieron nerviosamente cuando notaron que Taylor se
aproximaba, pero ella los acalló con suaves palabras. Miró por encima del hombro a
Slane, que estaba a su lado, protegiéndola. Le indicó que se apurara con un rápido
movimiento de la mano.
Taylor agarró las riendas del caballo más cercano y del que estaba a su lado y
los guió hacia la puerta con una expresión de triunfo en su rostro.
—¿Haces esto a menudo? —le preguntó Slane mientras tomaba uno de los
caballos y montaba.
Taylor subió a su caballo y lo miró con una agradable sonrisa.
—Sólo se lo hago a las personas que no me gustan.
Movió la cabeza hacia atrás cuando vio la marca del caballo en su costado. La
marca de Corydon. Azotó al caballo y salió cabalgando por el camino.
Con una sonrisa de satisfacción, Slane también azotó a su caballo, siguiendo a la
pequeña impulsiva.

La incesante y persistente llovizna cubría a Slane con una pequeña capa de


humedad. La lluvia había comenzado apenas habían vislumbrado el pequeño pueblo
de Bristol.
Slane se encogió de hombros y sintió su ropa y su cabello empapados. Miró a
Taylor; a pesar de que parecía una rata ahogada le seguía pareciendo adorable.
Taylor le sonrió y él le devolvió el gesto. Ninguno de los dos había mencionado el
beso desde que había ocurrido. Slane se negaba a pensar en eso... salvo por las
noches, justo antes de dormirse.
Y ahora era consciente de que no podía quitarle la mirada de encima a Taylor.
Ella era orgullosa y valiente y..., ¡por Dios!, era la mujer más bella que había visto en
su vida. Slane desvió su mirada, lejos de ella.
Era, además, inalcanzable. Y siempre lo sería.
En mitad del camino de Bristol, un hombre vestido con una túnica oscura y
pantalones marrones bloqueó el camino, alzando sus brazos frente a ellos. Slane miró
hacia todos los lados, buscando una señal de los hombres de Corydon. Pero las
planas tierras de su alrededor no albergaban escondites. Frunciendo el ceño, detuvo
su caballo.
—No se permite la entrada de gente enferma a la cuidad —anunció el hombre,
acercándose al caballo de Taylor. Caminó alrededor de los dos, examinándolos de
manera intensa, fijándose, particularmente, en si sus pieles estaban manchadas—.
¿Estás enfermo? —preguntó.
Slane negó con la cabeza e intercambió miradas de confusión con Taylor.
—Entonces que Dios esté con vosotros si entráis en este pueblo —murmuró el
hombre, dejándolos pasar.
Slane sintió cómo el terror le subía como una culebra por la espalda.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

El caballo de Taylor bailó nerviosamente en círculos antes de que ella pudiera


ubicarlo cerca del de Slane.
—No entremos —dijo ella—. Podemos esquivar el pueblo dando un rodeo.
—Nos retrasaríamos tres días —apuntó Slane—. Hay un río bloqueando la ruta
hacia el oeste y un tupido bosque hacia el este. Primero veamos a qué viene toda esta
conmoción. Si vemos que la cosa está muy mal, nos vamos por donde dices. Pero
puede que no sea para tanto.
A medida que se iban acercando a los edificios de las afueras del pueblo,
empezaron a oler un aroma fétido, de putrefacción. Penetrante y nocivo. El olor de la
muerte.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 16

Un terrible silencio los saludó cuando entraron en Bristol; un extraño silencio


que hizo que Slane moviera su cabeza de un lado a otro a medida que cabalgaban
hacia el corazón del pueblo, escuchando cuidadosamente por si oía un sonido
familiar, un sonido cualquiera. Su mirada pasó por las tiendas, las pequeñas casas
construidas una al lado de otra. Pero el pueblo estaba vacío y quieto, a excepción del
eco que producían sus caballos.
En la calle, justo enfrente de ellos, Slane vio a un hombre tirado en el suelo,
boca abajo. Una rata pasaba justo a su lado, se detuvo para olerlo y siguió su camino.
Taylor se bajó de su montura. Durante un largo rato, sencillamente se quedó
mirando el cadáver.
Slane ubicó su caballo cerca de ella, alerta por si fuera algún tipo de trampa.
Con la punta de su bota, Taylor colocó al hombre boca arriba. Sus ojos estaban
completamente abiertos, mirando, sin vida, hacia el cielo.
Horrorizada, la joven se alejó del cadáver.
—¿Qué pasa? —preguntó Slane.
—Su cuello. Mira su cuello.
Slane lo miró, las glándulas de su cuello estaban horriblemente hinchadas, la
piel oscura y descolorida.
—La peste —susurró Taylor, limpiándose las manos en su túnica y enterrando
la punta de su bota en la tierra para limpiarla. Miró a Slane y éste pudo ver que había
algo cercano al pánico en sus ojos.
De repente aparecieron marchando calle arriba unas dos docenas de hombres
con el pecho desnudo, iban gritando, dirigiendo sus plegarias al cielo, cantando
oraciones a Dios. Cada uno de ellos sostenía una cuerda o un lazo de algún tipo y se
daban latigazos, haciendo sangrar sus heridas que ya cubrían la mayor parte de su
piel. Slane puso su mano sobre la vaina de la espada pero la dejó guardada; nunca
había visto nada similar antes y no sabía qué harían estos hombres en caso de que la
sacara.
Taylor montó en su caballo.
—Vámonos de aquí, Slane —le rogó—. Por favor, no quiero estar más tiempo.
Slane no le contestó. ¿Qué querían esos hombres? ¿Atacarían el castillo tratando
de encontrar algún santuario que los protegiera de toda esa locura? Slane se puso
tenso, sus ojos giraron hacia el castillo que brillaba en la distancia. Entonces picó
espuelas, dirigiendo a su caballo en un galope frenético directamente hacia el
corazón del pueblo.
—¡Slane! —gritó Taylor. Lo siguió furiosa.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane trató de ignorar el siempre creciente número de cadáveres, que


aumentaba a medida que se acercaba al castillo. Oyó que Taylor lo llamaba, pero no
le prestó atención. Azotó al caballo, moviendo las riendas para que la bestia corriera
aún más deprisa. Rápido. ¡Tenía que llegar al castillo!
De repente, una mujer se atravesó en el camino, su ropa estaba rota, partes de
su piel estaban manchadas y tenía las axilas tan hinchadas que parecían dos melones
podridos. El caballo de Slane relinchó agudamente y se echó para atrás. Sintió que se
caía de la silla y trató de agarrarse a algo, a cualquier cosa, pero no había nada. Flotó
por el aire durante un angustioso momento y cayó de espaldas al suelo, golpeándose
la cabeza.
—¡Slane! —Taylor se bajó de su caballo y corrió junto a él—. ¿Estás bien? —le
preguntó. Lo tomó del brazo para ayudarlo a ponerse en pie.
—Debo llegar al castillo —dijo él.
—¿Estás loco? ¡Vámonos de aquí!
—No —contestó Slane.
—¿Por qué? —preguntó Taylor.
Slane vio cómo la moribunda mujer se tropezaba al cruzar la calle y desaparecía
en las sombras de una tienda cercana.
—Tengo que ver a Elizabeth —contestó Slane.
—¿Elizabeth? —repitió Taylor, asombrada.
Slane se montó de nuevo en el caballo, puso sus botas en los estribos y empezó
a cabalgar hacia el castillo, dejando a Taylor sola en medio del camino.

Taylor siguió a Slane hasta el castillo. Esperaba que él se detuviera cuando


llegara, pero no lo hizo. El puente levadizo se bajó cuando Slane se acercó y los
guardias pronunciaron un saludo entre dientes. Cuando entró, Taylor miró hacia
arriba, donde estaban las torres con los guardias y una extraña sensación de fatalidad
se instaló en la boca de su estómago. Los soldados parecían reconocer a Slane.
¿Dónde estaba? ¿Y quién era esa Elizabeth que había hecho que Slane enloqueciera
de repente?
Vio que él cabalgaba rápidamente a través de las puertas del interior del castillo
y lo persiguió. Alcanzó a entrar justo a tiempo para ver cómo Slane llegaba a la torre
central del castillo. La piel de sus brazos se erizó. Se sentía como una intrusa en este
extraño y silencioso castillo y, sin embargo, siguió a Slane. Este corrió por un pasillo
y después subió unas escaleras de caracol.
Taylor subió de dos en dos los escalones que la llevaban hacia lo desconocido.
Intentaba no perder de vista a Slane.
Él le llevaba mucha ventaja, pero cuando llegó al final de las escaleras lo vio
entrar en una de las habitaciones al fondo del corredor y lo persiguió corriendo, sólo
para detenerse con brusquedad cuando vio lo que estaba ocurriendo dentro. Slane
abrazaba a una mujer que estaba en la cama, meciéndose levemente, besándole
suavemente los labios, susurrando su nombre una y otra vez.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Elizabeth, Elizabeth, Elizabeth.


La garganta de Taylor se cerró firmemente y tuvo que tragar saliva. Sus ojos se
ensombrecieron de dolor antes de volverse y abandonar la habitación.
Caminó por el corredor, manteniendo la espalda recta, a pesar de que sentía
que iba a echarse a llorar. Ella no era una persona débil. Nunca se abandonaría a ese
tipo de sentimientos.
Tal vez Elizabeth era su hermana, una prima, algún pariente. Pero Taylor sabía
que no era así.
Se movió por el castillo como un fantasma. La imagen de Slane abrazando a esa
mujer, a esa Elizabeth. Se sintió perdida, abandonada.
Finalmente deambuló hasta el salón real. Estaba vacío y su vastedad sólo
parecía agrandar la soledad que sentía. Se apartó de la puerta tanto como pudo,
buscando un lugar que la pudiera alejar de él, un lugar que la distanciara de la
confusión y el dolor que la invadían. Se volvió para mirar las dos puertas grandes
por las que acababa de entrar, pensando, de alguna manera, que Slane aparecería de
un momento a otro y le explicaría lo que estaba pasando. Pero la puerta permaneció
vacía.
Taylor se tropezó contra una pared y se detuvo por un momento, recostada en
ella. Pero ¿qué estaba haciendo? Nunca había necesitado a nadie. Y no necesitaba a
Slane. Pero ¿qué haría ahora? No tenía dinero ni comida. Se estremeció al darse
cuenta de que había puesto toda su confianza en él.
La invadió la desolación. Se deslizó por la helada pared de piedra y se tapó la
cabeza con los brazos. Nunca se había sentido tan perdida en su vida.
Entonces escuchó unos pasos y levantó levemente la cabeza para ver entre sus
brazos, esperando de algún modo que fuera Slane quien caminaba hacia ella. Su
corazón se estremeció de decepción al ver, escondida bajo una mesa de madera,
cómo la falda de lana de una mujer campesina se movía de un lado a otro,
aproximándose hacia ella. La mesa no la dejaba ver al resto de la mujer.
Detrás de la primera mujer venía una segunda, su falda verde de lana un poco
más corta que la de la primera.
—¿Cuándo ha vuelto? Lord Slane supuestamente estaba buscando a esa niña —
dijo una de las mujeres.
Taylor giró levemente, conteniendo la respiración.
—Hace pocos minutos —dijo la voz de una persona mayor—. Y gracias a Dios
que llegó en este momento.
—Lady Elizabeth estaba gritando su nombre anoche.
—Estoy rezando para que sobreviva.
El corazón de Taylor dio un vuelco. ¿Acaso la mujer acababa de decir que
Elizabeth estaba gritando el nombre de Slane?
—Estará mejor ahora que lord Slane está aquí —aseguró la voz de la mujer más
vieja—. Él la cuidará... ya lo verás. Pon esa taza aquí.
—Pero si es la peste...
—Ni una palabra, niña —contestó agresivamente la mujer mayor—. No dejaré

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

que se hable de esa manera. Lady Elizabeth no tiene la peste. Además, las cosas
mejorarán ahora. Estoy segura. Lord Slane querrá seguir con los planes que tenían.
—Pero nadie querrá venir a este pueblo maldito.
—No creo que les importe que haya o no invitados en su boda. ¡Después de
todo llevan un año esperando!
¿Boda? La mente de Taylor se negó a interiorizar esa palabra, se negó a aceptar
lo que las voces estaban diciendo.
—Me imagino que tienes razón. Si lady Elizabeth sobrevive...
—Claro que lo hará. Cuántas veces te lo tengo que decir...
Taylor vio cómo las mujeres salían del salón real. Luchó contra las ganas que
tenía de echar a correr detrás de ellas y sacudirlas para exigir una explicación. En vez
de hacer eso, se quedó sentada, quieta durante un largo momento, incapaz de
poderse mover, sin querer pensar. Pero los pensamientos llegaron a ella, de todas
maneras.
Una boda. Habría una boda.
Cuando se puso en pie, sus piernas temblaban. Si se concentraba en andar sin
caerse conseguiría no pensar en lo que acababa de oír... No pensar en cómo Slane no
le había dicho la verdad.
¡Que Elizabeth era su prometida!

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 17

Desesperada, Taylor deambuló por el castillo, intentando aclarar su mente. Pero


la única imagen que tenía en la cabeza era la de Slane abrazando a su prometida.
Nunca se había sentido tan mal. Incluso la idea de tomarse unas cervezas le dejaba
un mal sabor en la boca. «Es culpa mía», pensaba una y otra vez. «Dejé que se
acercara a mí». Y ahora estaba atrapada en un pueblo azotado por esa terrible
enfermedad, no tenía una moneda, ni comida ni amigos.
Luchó contra las lágrimas que de repente aparecieron en sus ojos. Estaba
furiosa consigo misma por haber dejado que un caballero noble se acercara lo
suficiente como para poder destruirla. Tenía que alejarse de él antes de que la
atrapara otra vez con alguno de sus malditos encantos, sus dulces palabras o sus
suaves miradas.
Podía destruirla, como aquel caballero sin rostro de sus pesadillas, aquel que
destruyó a su madre.
Se deshizo rápidamente de esos dolorosos recuerdos y se concentró en tratar de
pensar en cómo salir de allí. Caminaba por el pasillo distraída, pensando en su
situación, cuando, al doblar una esquina, se encontró con cuatro hombres que
tomaban cerveza y jugaban a los dados.
Esbozó una sonrisa al ver que el dado giraba en el suelo de piedra.

Las horas pasaron en un suspiro, una tras otra, sin sentir. Taylor tenía un
considerable montón de monedas frente a ella y una cerveza en la mano que no le
supo amarga, para nada. Levantó los dados, los agitó vigorosamente en su mano y
después los dejó caer al suelo.
Hubo un momento de silencio mientras los dados caían en posición; después
hubo un bramido de incredulidad que hizo que Taylor sonriera levemente. Se agachó
para recoger las monedas del suelo y las añadió a su montón.
—¡Tienes más suerte que a una verruga en la mano de un rey! —gritó uno de
los hombres.
—¡Dejadlos volar de nuevo, muchachos! —dijo Taylor animándolos con una
sonrisa que los desarmó—. Mi suerte tiene que acabar en algún momento.
El hombre que estaba sentado al lado de ella se rió, pasó su oscuro cabello sobre
sus hombros y le puso la mano en la espalda a Taylor.
—Suéltala, desgraciado —bufó una voz.
Taylor vio que una sombra se acercaba a ella. Comenzó a ponerse en pie pero se
detuvo al ver que la figura entraba en el círculo de luz de la antorcha. Slane apareció,

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

con un gesto de desagrado en su boca. Se paró frente al compañero de Taylor y le dio


una patada en la mitad del pecho, tirándolo al suelo.
Incrédula, Taylor miró a Slane y después se acercó a su compañero.
—¿Estás bien? —le preguntó.
El hombre asintió y se levantó un poco, con la ayuda de los codos.
—¡Lord Slane! Un millón de disculpas... —Desvió su mirada hacia Taylor y
dijo—: No lo sabía.
Los otros tres hombres se habían levantado cuando reconocieron a Slane.
Parecían nerviosos y se movían como si fueran a huir de un momento a otro.
—Si nos disculpáis, la señorita y yo tenemos asuntos que discutir —dijo Slane
con un tono de voz pesado y amenazante—. Guardaos vuestros dados y largaos de
aquí.
Los hombres obedecieron rápidamente, mirando con curiosidad a Taylor a
medida que partían.
El hombre de cabello oscuro dudó lo suficiente para preguntarle a Taylor:
—¿Debo esperar?
Ella asintió y el hombre partió sin decir más. Taylor le dio la espalda a Slane y
empezó a recoger sus ganancias, que eran muy abundantes.
—Veo que te sientes muy cómoda aquí —comentó Slane en un tono de voz que
reflejaba desagrado—. Te has aclimatado con mucha rapidez.
—Necesito las monedas para la comida y al hombre como acompañante. A
pesar de que soy una mercenaria, el camino sigue siendo peligroso para una mujer.
Especialmente por las noches —dijo, agachándose de nuevo para amarrar la bolsa de
las monedas ganadas.
Con la parte de atrás de su mano, Slane le dio un golpe a la bolsa de las
monedas, haciéndola volar hasta que cayó al suelo de piedra y se abrió de modo que
su contenido se dispersó por toda la habitación.
—No necesitas dinero —le dijo Slane muy serio. La tomó de la mano y, amable
y suavemente, la ayudó a ponerse en pie; pero su voz no sonó tan amable cuando
dijo—: Y no necesitas un acompañante. Si ese hombre te toca de nuevo, le romperé
los dedos.
—No te pertenezco y no puedes darme órdenes. —Se forzó a calmarse—. Estás
comprometido, Donovan. Y no conmigo. Yo estaría más preocupado por mí si
estuviera en tu lugar.
—¿Puedes meterte en la cama con facilidad con cualquier extraño? —inquirió
Slane.
Ella se volvió y se agachó para recoger las monedas y meterlas dentro de la
bolsa y le dijo:
—¿Y a ti qué te importa? Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir.
Slane cerró su mano, convirtiéndola en un puño firme.
—Si no me importara, ¿estaría ahora aquí, hablando contigo?
Taylor se sentó en el suelo y levantó su mirada hacia él. Un mechón de su
cabello cayó sobre sus ojos.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No entiendo qué es lo que quieres. —Se rió entre dientes, de manera triste—.
Debo decir que me tenías engañada. Creí que te entendía. Y después... —Su barbilla
tembló. No, no podía llorar—... Después la vi a ella.
Desvió la mirada rápidamente, hacia la bolsa de las monedas que estaba sobre
sus piernas. Sus temblorosas manos trataban de anudarla con un hilo, pero no lo
lograban. Finalmente, se detuvo y cerró los puños, tratando de controlar sus
temblores.
—Elizabeth no es el problema aquí —dijo, sencillamente, Slane—. Di mi palabra
de que te llevaría al castillo de tu padre.
Ella lo miró sorprendida.
—¡Bastardo! —murmuró.
Ante las frías manipulaciones de ese hombre, Taylor sintió que todos los años
durante los cuales Jared le había enseñado a no perder el control se derrumbaban
para convertirse en nada. Se puso en pie, sintiendo una mezcla de rabia, miedo y
agonía.
—¡Entonces tendrás que romper esa promesa!
Se dio la vuelta para salir corriendo y sintió que su garganta se cerraba y que
indeseables lágrimas subían hacia sus ojos. Pero no le mostraría a Slane lo mucho que
la había herido. ¡Nunca le dejaría ver sus lágrimas!
Slane la tomó del brazo y le dio la vuelta para que lo mirara de frente.
—Mi palabra es sagrada para mí. La promesa que le hice a mi hermano no se
romperá. Juro por mi tumba que no será así. Si tengo que ponerte cuatro guardias
para que vigilen todos y cada uno de tus movimientos veinticuatro horas al día, así lo
haré. Te lo aseguro, Taylor, te lo aseguro.
—Tu maldita promesa... Con tu hermano está bien ¿no? De un noble a un noble.
Pero a una mercenaria, a una marginada... en este caso tu promesa no significa
nada... ¿verdad? ¡Me mentiste! ¿También eso formaba de tu promesa? ¿Sí? Mentiste.
¡Todo fue una mentira, sólo para traerme hasta aquí! Cuando dijiste que te
importaba, ¡estabas fingiendo! Bueno, pues yo también lo estaba haciendo. ¡No
significas nada para mí!, eres otro de esos nobles que miente y hace que una mujer
piense que tu... —Se detuvo bruscamente y sintió cómo temblaba su pecho—. No
eres mejor que mi padre...
Una lágrima rodó por su mejilla.
—Te odio, Slane Donovan. Y escupo en tu cara.
Trató de lanzarle un escupitajo pero su boca estaba seca. Le dio la espalda,
limpiándose el rostro con la manga de la túnica.
Slane frunció el ceño y entornó los ojos.
—Nunca te he mentido, Taylor —dijo suavemente—. Yo no miento. Va en
contra del código al que le he jurado mi vida y mi lealtad. Puede que me odies, pero
una cosa es ser mentiroso y yo no lo soy.
—¡Tu preciado código es un chiste! —gritó ella, con los ojos llenos de
lágrimas—. Y a mí no me hables amablemente, que no me engañarás de nuevo con
tus suaves palabras, así que guárdalas para tu prometida.

- 111 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Trató de soltar su brazo.


Slane la siguió sosteniendo firmemente e incluso la atrajo un poco hacia él.
—Si piensas que he usado palabras amables contigo para engañarte, estás
sencillamente equivocada.
—¡Suéltame, maldito mentiroso! —exigió Taylor.
Slane mantenía firme su mano sobre el brazo de ella. La miró fijamente a los
ojos, tratando de encontrar la razón de su irracional comportamiento. Pero no hubo
explicación alguna. Al instante la soltó.
—Vete ya, vete corriendo con tu sucio amiguito, si eso es lo que quieres. Tus
insultos me han deshonrado.
La garganta de Taylor empezó a funcionar de nuevo mientras lo miraba
fijamente durante un largo momento; sus lágrimas parecían brotes de sangre a la luz
del sol del final de la tarde. Finalmente, se dio la vuelta y corrió por el pasillo,
metiéndose la bolsa de monedas entre sus pechos.

Taylor se retiró a uno de los silenciosos y tranquilos jardines. Era obvio que esos
jardines alguna vez habían sido hermosos, pero ahora parecían ruinas. Malas hierbas
cubrían los rosales, como tratando de ahogar su esplendor. Se sentó en uno de los
bancos del jardín con la bolsa de las monedas sobre las piernas y dejó caer la cabeza
hacia delante. Algunas lágrimas cayeron sobre la bolsa, convirtiéndose en pequeñas
manchas doradas a la luz de los moribundos rayos del sol. Sentía que no podía
detener las lágrimas y, en cierto modo, no quería hacerlo.
Ella había creído que le importaba. Y claro que le importaba. Sólo que no era
ella la que le importaba, sino la alianza entre su hermano y su propio padre. Y
Elizabeth. Pero ella no. Ella había confiado en él. Había confiado en sus sentimientos
hacia él. Pero ahora estos sentimientos estaban rotos en miles de fragmentos.
Durante esos últimos ocho años sólo había tenido un amigo... un verdadero
amigo. Y cuando lo perdió encontró a Slane. Él estaba allí y ella necesitaba a alguien.
Alguien en quien confiar... un amigo. ¿Por qué había llegado a pensar que ella le
importaba? Ahora sabía que no, que nunca le había importado...
Taylor se puso de pie y empezó a caminar, tratando de controlarse. De manera
frenética se limpiaba las lágrimas que seguían saliendo de sus ojos.
¿Qué podía esperar de un noble? Había esperado mucho más de lo que él era
capaz de ofrecer, eso estaba claro. De todas maneras... su beso. ¿Por qué ese beso la
había hecho ilusionarse? Él había sido tan amable con ella cuando todos los demás la
miraban como una paria...
«Maldito sea», pensó. La había manipulado. Había utilizado las palabras
precisas y ella había caído en su juego como una niña pequeña. Y, sin embargo, le
gustaba cómo la había hecho sentirse. Como una igual.
Se dirigió hacia el patio interior del castillo. Ésa era la razón por la que debía
irse de allí. Él la había hecho darse cuenta de lo que significaba que un hombre la
mirara... como se mira a una mujer.

- 112 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Sus pasos la llevaron hacia el establo. Amarró la bolsa de las monedas a su


cinturón y entró al sombrío edificio, caminando rápido hacia su caballo. Lo estaba
desamarrando cuando escuchó la voz de un hombre.
—Me alegro de que hayas venido.
—Yo también, Forrest —contestó ella, reconociendo la voz del hombre que
estaba a su lado cuando jugaban a los dados y que le había ofrecido sus servicios
voluntariamente—. Móntate y vámonos de aquí —añadió Taylor. Pero a medida que
él salió de la oscuridad, su corazón se paralizó.
El hombre estaba sangrando por la boca.
Taylor dio un paso hacia atrás.
Forrest se limpió los labios y observó la sangre en sus dedos.
—No ha parado de sangrar desde que acabamos de jugar —dijo—. No lo puedo
entender.
Taylor sacó la espada.
—Quédate ahí —le ordenó. Los hombres con los que había jugado a los dados
habían hablado de las señales de esa muerte negra. Los escupitajos sangrientos eran
los primeros síntomas. Después salían unas protuberancias debajo de los brazos,
cerca del cuello o en otros lugares del cuerpo. La protuberancia se convertía,
eventualmente, en manchas negras—. No te me acerques.
—Vamos, querida. Sólo un besito antes de que nos vayamos.
—Creo que buscaré a otro acompañante —dijo ella—. No necesitaré de tus
servicios.
—Pero yo sí necesitaré los tuyos —contestó mientras se acercaba a ella.
Taylor detuvo su brazo usando la parte plana de su espada.
—La próxima vez usaré la espada. Ahora, apártate.
—Te he deseado desde que te vi por primera vez. Eres fuego —le dijo mientras
se acercaba—. Y ahora parece que mi tiempo se está acabando. No me matarás y si lo
haces...
Levantó los hombros.
Se acercó más a ella, intentando tomarla del brazo.
Taylor gritó y le clavó la espada con toda su fuerza, atravesándole el estómago.
El hombre se tambaleó y cayó hacia atrás, poniéndose la mano en la mortal herida.
Respirando con fuerza, Taylor caminó hacia la puerta. La peste estaba en todas
partes. Miró al hombre caído y tembló de repulsión. La hubiera podido infectar sólo
con tocarla. Todo su cuerpo tembló mientras se subía al caballo rápidamente y salía
de los establos, cabalgando hacia la noche.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 18

Slane se asomó a la ventana y miró fijamente la luz del naciente sol. «No debí
dejar que se fuera», pensó de nuevo. «Debí detenerla. He comprometido mi promesa.
¿Y para qué? Debido a mi ira irracional. A mis sentimientos». Nunca había permitido
que sus sentimientos se apoderaran así de él. Siempre había podido controlarlos.
Pero no con Taylor. Sus acusaciones se habían clavado profundamente en su
corazón. ¡Y sus palabras estaban tan llenas de odio! Pero... ¿tenía razón?, preguntó
una voz. No. No tenía razón. Él no era un mentiroso.
Bajó su mirada a la cornisa de la ventana. Había tratado de decirse a sí mismo
que no le importaba que ella se hubiera marchado. Y no le importaba. Pero cuando
su enfado se calmó, empezó a importarle. Entonces se puso a buscarla por todo el
castillo, en cada habitación y en cada rincón. Pero lo único que encontró fue el
cadáver de su acompañante. El hombre infectado por la peste sólo había hecho que
su preocupación por Taylor creciera. No sólo se enfrentaba a la amenaza de los
hombres de Corydon y de los mercenarios de Richard, sino que además ahora tenía
que luchar contra la peste.
Cada segundo de cada minuto, Slane tenía que luchar contra el deseo de
olvidarse de todo lo importante para salir corriendo tras ella. La necesidad de
protegerla y verla sana y salva era tan fuerte que lo estaba destruyendo. Pero iba en
contra de su código. ¿Cómo podía dejar a Elizabeth cuando estaba tan enferma?
Tenía que sacarla de ese pueblo invadido por la peste o nunca sobreviviría.
Trató de decirse que Taylor era tan fuerte, tan experimentada que estaría bien
hasta que él pudiera llevar a Elizabeth sana y salva al castillo Donovan. Después
regresaría, encontraría a Taylor y la llevaría ante su hermano. Pero en el fondo sabía
que Taylor estaba en peligro, un peligro mortal. Cada momento que pasaba al lado
de Elizabeth era un momento más en el que Taylor podía salir herida. O caer
asesinada. Cerró su mano en un puño. Sí, ella era fuerte y experimentada, pero
también era una mujer... y ahora estaba sola.
Si pudiera conseguir a alguien que cuidara de Elizabeth, alguien que la llevara a
salvo al castillo Donovan... Pero ella era su responsabilidad. Responsabilidad, una
extraña manera de pensar en su prometida, pensó. Pero, extraña o no, sabía que era
la verdad.
—¿Slane?
Slane se dio la vuelta al escuchar el sonido de la voz de Elizabeth. Sus ojos
estaban ahora abiertos, vidriosos debido a la fiebre. Se acercó a ella y le vio una capa
de sudor en la frente. No había mostrado ningún síntoma de la muerte negra y Slane
se sentía aliviado por eso. Se arrodilló a su lado, tomando suavemente su mano.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Sintió que su piel ardía.


—Has regresado —suspiró ella.
—Claro —contestó él, mirando fijamente sus vidriosos ojos marrones.
—Oh, querido —murmuró—. Estoy tan feliz de que estés aquí.
Slane asintió.
—Todo estará bien ahora. Sólo descansa —le susurró mientras le retiraba un
mechón de oscuro cabello de su húmedo rostro.
—Pero esa horrible plaga. Slane, debemos irnos de aquí.
Con cada fibra de su cuerpo, Slane quería sacar de allí a Elizabeth. Quería
buscar a Taylor. Esperaba que Taylor estuviera marchando en dirección al castillo
Donovan. Pero sabía que no era así.
Elizabeth le apretó la mano y su mente volvió a concentrarse en ella. Besó
repetidamente la mano de su prometida.
—Cuando estés bien de nuevo, nos iremos —le dijo.
Una pequeña sonrisa apareció en los labios de ella y sus párpados se cerraron
nuevamente.
Slane regresó a la ventana, esperando ver a Taylor en algún lugar del pueblo, a
pesar de que sabía que no iba a ser así.
De repente, la puerta se abrió y Slane vio entrar a su amigo John Flynn. Corrió a
saludarlo, tomándolo del brazo, como era la costumbre. Slane se había preguntado
por su amigo John muchas veces: dónde estaría, qué sería de él y si la peste lo habría
matado o no. Pero ahora, viendo a John parado en la puerta de la habitación, Slane
supo que podía irse a buscar a Taylor y que Elizabeth estaría muy bien acompañada
y cuidada.
—¡Slane! —lo saludó John con una gigante sonrisa en su boca—. ¡Estoy tan feliz
de que hayas regresado!
Sus ojos color café ya no reflejaban esa fácil felicidad que Slane recordaba.
Además, cargaba una espada en su cintura, lo cual era inusual, especialmente
estando dentro de las seguras paredes del castillo. Se había cortado el cabello castaño
oscuro en forma redonda, seguramente siguiendo los deseos de Elizabeth. Durante
los últimos seis meses, ella había estado tratando de convencer a Slane de que se
cortara el cabello de esa manera, siguiendo las tendencias de la moda.
—Elizabeth te ha estado llamando —continuó John.
Sus ojos eran cálidos pero lo miraban fijamente.
—Has vuelto por Elizabeth, ¿no es cierto?
Slane miró hacia otro lado, tratando de evadir los ojos de John.
—Estaba acompañando a Taylor al castillo Donovan cuando...
—¿Encontraste a Taylor Sullivan? —le preguntó John con un tono de voz lleno
de excitación.
Slane asintió.
—Sí, pero la he perdido.
—¿Qué quieres decir?
—Tuvimos una pelea y ella se fue —admitió Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Se fue? —preguntó John—. ¿No la ataste?


—No soy un bárbaro —contestó agresivamente Slane.
—Tal vez debiste hacerlo —sugirió John.
—Ella no es un objeto. Es una mujer.
En la cama, Elizabeth volteó la cabeza y cambió de posición por lo que durante
unos instantes Slane centró toda su atención en su prometida. Cuando volvió a estar
tranquila, reanudó la conversación con su amigo:
—No está bien lo que hace Richard... se está portando mal con ella.
John levantó los hombros.
—Eso a ti no te incumbe —le dijo.
Slane refunfuñó y le dio la espalda a John.
—Sea como sea tengo que ir a buscarla.
—¡No puedes dejar a Elizabeth en este estado! —dijo firmemente John—. No
creo que tenga la peste pero, de todas formas, está muy enferma.
Los ojos de Slane se posaron en Elizabeth. Estaba tan pálida y se veía
completamente indefensa. Rezongó para sus adentros. Sabía que no podía dejar a
Elizabeth. Su responsabilidad estaba allí, con ella.
—Alguien más encontrará a la mujer Sullivan —dijo John—. Richard tendrá a
su prometida.
Los ojos de Slane se posaron inmediatamente en John. Lo tomó firme, casi
dolorosamente, del brazo y, de manera urgente, le dijo:
—Tienes que encontrarla. Tienes que encontrarla antes de que alguien más lo
haga.
Confundido pero leyendo la obvia desesperación e insistencia que mostraba su
amigo en sus súplicas, John asintió y dijo:
—Lo intentaré.

Al día siguiente, Slane se sentó en el salón real, observando un vaso de cerveza


que estaba allí. La inmensa sala estaba extrañamente vacía. Sólo quedaban unos
cuantos sirvientes leales que habían permanecido allí para cuidar de la señora de la
casa. Y no eran muchos, pues Slane podía contarlos con los dedos de una mano. En
silencio, maldijo a los desertores. De todas maneras, Elizabeth no los necesitaba. La
fiebre había bajado sustancialmente la noche anterior y ahora estaba descansando.
Slane sabía que sobreviviría.
También sabía que Taylor podía no tener la misma suerte. Se encontraba allá
afuera, entre los enfermos, luchando por su vida. Sola. Se puso de pie y empezó a
deambular, maldiciendo a su hermano por haberle encomendado esa misión.
¿Y qué le había pasado a John? Hacía veinticuatro horas que había partido y
aún no había tenido noticias de él. ¿Acaso había mandado a su amigo a encontrarse
con la muerte?
Apenas estos pensamientos cruzaron por su mente, Slane escuchó unos pasos,
se volvió y vio entrar a John.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se acercó rápidamente a él.


—¿Y bien? —preguntó—. ¿Está ella aquí? ¿La has encontrado?
John refunfuñó y negó con la cabeza.
—No he podido encontrar ningún rastro de ella. Nadie la ha visto. Es como si
hubiera desaparecido.
Slane suspiró. Conocía todo acerca de las desapariciones de Taylor. Sí que lo
conocía. ¿Qué planes tendría? ¿Hacia dónde se estaría dirigiendo?
John preguntó:
—¿Cómo está lady Elizabeth?
Slane asintió.
—Mucho mejor. Le ha bajado la fiebre. Se pondrá bien.
John suspiró y dijo:
—Gracias al Señor.
Slane sabía que se debería sentir afortunado, pero no era así. Se sentía infeliz y
preocupado.
—Toma un poco de cerveza. También hay una olla llena de avena en la cocina,
come lo que quieras —le dijo a John y luego se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó John.
Slane dudó por un momento. Quería ir en busca de Taylor con todo su ser. Pero
sabía que esto era imposible.
—A ver a Elizabeth —dijo de manera afligida.

Elizabeth abrió los ojos. La luz se colaba en su cuarto por entre las cortinas
abiertas, pero algo oscuro le impedía ver la claridad. Por un momento pensó que era
John, pero después vio con más nitidez un cabello dorado que colgaba en brillantes
ondas sobre unos fuertes hombros. Supo que era su amado. Se animó inmensamente
y se sintió casi como su antiguo ser. Se sentó en la cama.
Slane se apartó de la ventana al ver su movimiento. Había un algo de
preocupación y un poco de rabia en su ceño, que desapareció cuando la vio sentada
en la cama. Se puso a su lado y Elizabeth le ofreció su mano.
Su inmensa mano cubrió toda la de ella, llenándola de calor.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor —sonrió Elizabeth—. Mejor, ahora que estás aquí.
Una mirada de preocupación enturbió los ojos azules de Slane por un
momento, pero desapareció segundos después de haber asomado. Le sonrió pero
Elizabeth pudo descubrir la tensión alrededor de sus labios.
—¿Ocurre algo malo? —le preguntó.
—No —dijo él—. Todo estará bien ahora que estás mejorando —le dijo mientras
le acariciaba la mano.
Elizabeth miró la mano de Slane sobre la suya. La estaba acariciando de una
manera ausente, como si su mente estuviera concentrada en otra cosa.
—¿No has terminado de buscar a la muchacha, verdad?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se puso de pie.


—No —admitió.
Elizabeth sintió una chispa de desilusión en el pecho. La iba a dejar de nuevo.
Por eso estaba actuando así, distraído. Deseó que no tuviera que perder el tiempo
buscando a otra mujer, pero sabía que eso era lo que su honor exigía. Y ella no
aceptaría otra cosa.
—Está bien, querido —trató de tranquilizarlo—. De veras.
Slane la examinó durante un momento, se acercó junto a ella y se arrodilló al
lado de la cama. Tomó sus manos entre las de él y presionó su frente contra las
muñecas de Elizabeth.
—Oh, Elizabeth —gimió—. Lo siento tanto.
Ella acarició su dorado cabello.
—No tienes por qué sentirlo, Slane —murmuró.
Pero Slane permaneció en su posición reverencial durante un largo rato.
Cuando finalmente se puso de pie, sus hombros se irguieron y hubo determinación
en su voz.
—Nos vamos al castillo Donovan dentro de dos días.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 19

Slane detuvo su caballo frente a la posada Queen, y descendió de él


rápidamente. Durante tres días había intentado no demostrar su ansiedad y su
desesperación. John había salido una vez más en busca de Taylor, pero
infructuosamente. Slane sabía que ya no podrían encontrarla. Había partido hacía
mucho tiempo.
Miró a John y le dijo:
—Quédate aquí con lady Elizabeth. Yo iré a ver si hay habitaciones disponibles.
John asintió y Slane entró a la posada.
La posada estaba conformada por una marea de cuerpos. No habría
habitaciones disponibles aquella noche: era de esperarse. Slane incluso dudaba de
que hubiese aunque fuera un espacio en el suelo para cuando llegara la noche. Aun
así, algo lo obligó a pararse bajo el marco de la puerta y barrer con su mirada la
enorme sala de estar de la posada. Taylor no estaría allí, pensó. Pero la encontraría,
se juró a sí mismo. La encontraría.
Unos ojos llenos de miedo llamaron su atención; otros ojos llenos de
desesperanza evadieron su mirada. Hombres, mujeres y niños... todos huyendo de
un enemigo invisible, sin saber dónde, cuándo o a quién atacaría primero.
Slane dio un paso para dirigirse a la puerta de salida y en ese momento vio
fugazmente algo familiar. La túnica de una mujer. Un par de calzas conocidas.
Volvió a la sala de estar. Ella estaba sentada en la parte posterior del recinto; su
descuidado pelo le tapaba el rostro. Slane continuó con paso decidido mientras la
multitud se apartaba de él a su paso. Ella parecía inanimada, sus brazos cruzados
sobre una mesa de madera, su pelo colgando salvajemente como si no lo hubiera
peinado en varios días. Su túnica estaba rota a la altura del hombro y había sangre
seca alrededor del agujero. Su cabeza y hombros estaban doblados hacia su pecho
como si estuviera dormida. Slane apenas podía creer lo que veían sus ojos, ¡apenas
podía creer su suerte!
—¿Taylor? —preguntó en voz alta.
—Hola —murmuró ella.
El alivio que había comenzado a apoderarse de él cuando la encontró fue
reemplazado instantáneamente por una creciente preocupación. Estaba herida, y al
parecer de gravedad. Había cortes en su ropa. Cortes de espada... estaba seguro de
ello. Y por cómo se veían las heridas, estaba seguro de que no habían sido limpiadas
y cuidadas adecuadamente.
—¿Taylor? —repitió Slane al ver que ella no levantaba la cabeza para mirarlo—.
No tienes muy buen aspecto. —Un intenso sentimiento de protección ardió dentro de

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

él—. Vamos —dijo—. Debes venir conmigo.


Taylor extendió sus manos sobre la mesa, de tal manera que las mangas de su
túnica se recogieron. Varias cuerdas ataban sus muñecas, fuertemente aprisionadas,
y raspaban su piel.
—No eres la única persona que quiere que lo acompañe.
—¿Qué clase de broma retorcida es ésta? —preguntó Slane enfurecido—.
¿Quién te ha hecho esto? —Agarró las cuerdas y las agitó como si ese simple
movimiento la pudiera liberar.
Taylor hizo un gesto de dolor; su rostro se retorcía en agonía.
—Te agradecería que no hicieras eso —alcanzó a decir, sofocada, a través de sus
apretados dientes.
Mortificado, Slane soltó las cuerdas.
—Lo siento —dijo. Rápidamente se sentó en el banco que se encontraba frente a
ella y acercó su cuerpo al de Taylor. Aproximó su mano al rostro de la joven y
removió con mucho cuidado los mechones de cabello que se encontraban posados
sobre su mejilla, para intentar ver sus ojos—. ¿Quién te ha tomado prisionera?
¿Dónde están las personas que te han hecho esto?
Finalmente, Taylor lo miró a través de los cabellos que volvían a cubrir su
rostro. Tras sus débiles rizos, sus ojos podían verse cansados y vidriosos.
—Un mercenario llamado Magnus Gale.
Los ojos de Slane se abrieron sorprendidos al escuchar ese nombre. Había
trabajado con ese hombre alguna vez. Evidentemente, Magnus quería ganarse la
recompensa que Richard había ofrecido a quien le llevara a Taylor.
—Me acorraló y peleamos. Es un muy buen adversario, ¿sabes? De lo contrario
no estaría sentada aquí.
Slane se quedó horrorizado al ver los oscuros moretones en su mejilla y los
cortes en los labios. La ira se apoderó de él y ahora hervía en su sangre.
—Magnus. Fuimos compañeros una vez. Pero era un bastardo tan brutal que no
pude continuar a su lado. —Slane frunció el ceño y de nuevo barrió con su mirada la
sala de estar—. ¿Dónde está?
«¿Y por qué estás tú sentada aquí?». Se preguntó, pero no lo dijo en voz alta.
¿Podría Magnus haber apagado el fuego de esa mujer indomable?
—Ha ido a buscar comida —dijo Taylor—. Y regresará, si es que no está
observándonos en este momento. Slane... —susurró ella implorando, pero se detuvo.
Slane la miró a los ojos, en los que se dibujaba la más absoluta desesperación.
—Al diablo con él —dijo—. Ven conmigo ahora. —Dio una vuelta a la mesa
para ir junto a Taylor—. Aunque quieras escupirme en la cara, ¿no te parece mejor
estar bajo mi cuidado? —preguntó con un tono sincero—. Yo por lo menos no te
ataría como a una esclava.
Ella lo miró, agradecida.
—Sólo si me compras una cerveza cuando estemos ya lejos de aquí —dijo,
extendiendo sus manos hacia él.
—Te compraré dos —dijo Slane sonriendo. Se agachó un poco y metió la mano

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

en una de sus botas y, tras haber sacado una pequeña daga, cortó rápidamente la
soga que ataba las manos de Taylor.
La joven se frotó sus doloridas muñecas. De repente, se quedó inmóvil, como si
ese simple movimiento le hubiera causado mucho dolor.
—Slane... No sé si podré caminar. La herida del costado duele como el diablo;
todavía está sangrando.
Slane sintió cómo sus dientes rechinaban. Ese bastardo pagaría por eso, se juró
en silencio. Debía tomarla en brazos y sacarla de allí, pero no había ninguna manera
de atravesar el gentío. De repente, un pensamiento surgió en su mente. No era
agradable, pero no había otra opción. Se cortó en el dedo índice con la daga y puso el
arma de nuevo en su bota.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Taylor.
—Sacándote de aquí —contestó Slane. Escudriñó a su alrededor hasta que
encontró un borracho inconsciente en el suelo. Se agachó y limpió su dedo cerca de la
boca del hombre, manchándole la piel del rostro con sangre. Después se puso de pie
y retrocedió hasta tropezarse con un granjero. El granjero se volvió al ver los
horrorizados ojos de Slane y siguió su mirada hasta encontrarse con el borracho.
El granjero tragó saliva y apuntó con un dedo tembloroso.
—¡Mirad!
—¡Dos mío, ese hombre tiene la peste! —gritó alguien detrás de Slane.
—¡La peste está aquí! —gritó otra mujer al ver la sangre cerca de los labios del
borracho—. La muerte negra ha entrado en la posada.
Todas las personas que estaban de pie corrieron en estampida hacia la puerta de
entrada, empujándose y dándose codazos frenéticamente para salir. Una sonrisa de
satisfacción se dibujó en los labios de Slane mientras observaba el alocado gentío
correr hacia la puerta. En ese momento un niño se tambaleó y cayó sobre sus manos
y rodillas haciendo que la sonrisa de Slane se borrara de su rostro. Cientos de pies se
estrellaban pesadamente contra el suelo alrededor del pequeño mientras la
estampida de gente huía de la muerte negra. Slane saltó sobre una mesa que se
encontraba caída en el suelo y se abalanzó sobre el niño, pero sabía que cuando lo
alcanzara sería demasiado tarde.
Entonces apareció Taylor y agarró a la criatura con un abrazo protector. Slane
vio cómo un hombre se tropezaba contra ella y la tiraba al suelo de un fuerte
empujón. Inmediatamente, Slane apuró su carrera para alcanzarla, pero mientras
corría hacia ella, Taylor logró gatear hasta incorporarse y recostarse contra una
pared, protegiendo al niño con su cuerpo del tumulto.
Finalmente Slane los alcanzó y se acomodó de tal manera que su cuerpo sirviera
de escudo para proteger a Taylor de los empellones y golpes del enloquecido gentío.
Con el niño retorciéndose entre ellos, Slane inclinó su cabeza orgulloso para
encontrarse con los ojos de Taylor. Pero cuando ella levantó hacia él sus exquisitos
ojos, Slane vio un destello de dolor brillando en su mirada. Taylor empezó a caer
lentamente contra la pared, y Slane pudo abrazarla por los hombros con una mano,
mientras tomaba al niño con la otra. De pronto, una mujer apareció a su lado y se

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

llevó al niño. Slane apenas pudo verla abrazar al pequeño y alejarse velozmente en la
oscuridad de la noche.
Tomó a Taylor en sus brazos, negándose a reconocer el miedo que
prácticamente lo paralizaba y le cortaba la respiración. Ignorando sus temores, llevó
a Taylor con mucho cuidado hasta un banco, donde la tumbó.
—Francamente, me has decepcionado, Slane Donovan —murmuró Taylor y se
detuvo, agotada por el esfuerzo. Luego, muy despacio, levantó el brazo derecho y
señaló su túnica.
Slane siguió su mirada. La túnica estaba empapada con sangre fresca. La
angustia lo atravesó como una espada.
—Aléjate de ella Donovan.
Slane se volvió y vio a Magnus Gale. El hombre sostenía una plato de comida
con una mano y con la otra apretaba la empuñadura de su espada. Era musculoso y
se encontraba cubierto por un protector de cota de malla.
—Ella me pertenece —añadió Magnus, apretando su mandíbula—. Y también
me pertenece la recompensa que ofrecen por su cabeza.
—No habrá tal recompensa, Magnus —lo corrigió Slane, incorporándose para
encararse con él—. La llevaré al castillo de mi hermano—. Se volvió hacia Taylor—.
Necesitamos un médico —dijo. Examinó el lugar con sus ojos para quitarse
finalmente la túnica y apretarla alrededor de la herida de Taylor. Tomó la mano de la
joven y notó que estaba muy fría. La rabia se apoderó de él. Besó sus nudillos antes
de posar su mano firmemente sobre la herida—. Continúa apretando la herida o te
desangrarás hasta morir.
Magnus dio una palmada en el hombro desnudo de Slane.
—Ella no irá a ningún lado contigo. Yo la llevaré al castillo Donovan.
Slane giró y atacó con la velocidad de una cobra, envolviendo su mano
alrededor del cuello de Magnus. El plato de comida cayó al suelo y la comida se
esparció por todas partes.
Slane se abalanzó sobre Magnus, forzándolo a tropezar de espaldas.
Finalmente, lo empujó contra la pared; el golpe fue tan fuerte que Taylor creyó notar
cómo temblaba el edifició. Pero Slane ni se inmutó, sólo sacó violentamente la espada
de Magnus de su vaina y la arrojó al otro extremo de la habitación. Luego apretó más
la garganta de Magnus.
—Tal vez no me has oído la primera vez, sucia escoria —dijo Slane a través de
su contraída mandíbula—. La dama viaja conmigo.
Magnus trató de liberarse por un instante. Al cabo de un rato se quedó
completamente quieto.
—Mi señor —dijo el encargado de la posada—. No quiero problemas aquí. Por
favor. Resuelva sus asuntos fuera.
—Esa es una buena idea —contestó Slane. Sostuvo a Magnus de tal manera que
no pudiera moverse y se dirigió de nuevo a Taylor—. ¿Podrás salir sola? —preguntó.
—No... no lo sé —dijo ella en un susurro.
De repente, Magnus lanzó una patada a Slane, que se cayó de espaldas.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Inmediatamente, el mercenario sacó una daga de su cinturón.


—Vas a morir, Donovan —dijo sonriendo sarcástocamente, mientras bajaba su
daga hacia él.
Slane detuvo el ataque de Magnus, tomándolo de la muñeca, mientras el mortal
filo de la daga se suspendía a sólo unos centímetros de su pecho. Slane se las arregló
de tal modo que pudo mover los pies bajo el cuerpo de su enemigo, y le dio una
patada que lo tiró de espaldas.
Ambos hombres se incorporaron con agilidad y se quedaron mirándose,
recelosos.
—¿Qué significa ella para ti, Donovan? ¿Por qué arriesgas tu vida para salvarla?
—gruñó Magnus, retrocediendo hacia Taylor.
—Si ella muere, tú también morirás.
Magnus se rió entre dientes, retrocediendo aún hacia ella. Slane lanzó su cuerpo
hacia él, pero Magnus intentó apuñalarlo un vez más, deteniendo el movimiento.
Entonces, Magnus se movió súbitamente y corrió hacia Taylor.
Un pequeño grito se escapó de la garganta de Taylor mientras lanzaba
instintivos puñetazos a Magnus. Pero sus reflejos eran lentos y él esquivó sus golpes
con facilidad, tomándola por la cintura con sus enormes manos. El abrazo, tan cerca
de su herida, la hizo llorar al ser levantada por el mercenario.
Pero Slane ya se había recuperado, y reaccionó con rapidez. De un salto, estuvo
nuevamente de pie frente a Magnus. Su puño no se detuvo hasta encontrarse con la
nariz de su enemigo, y sonrió con una sombría satisfacción al oír el ruido del hueso al
romperse tras el impacto.
Magnus aguantó el golpe; su cabeza se meció bruscamente hacia atrás, pero no
soltó a Taylor, por el contrario, le apretó aun más la cintura. Cuando la sangre
empezó a brotar de su destrozada nariz, sonrió. Entonces, su pesada bota golpeó a
Slane en el abdomen.
—Ella es mía —gritó Magnus—. Puedes quedarte con ella cuando me hayan
pagado la recompensa.
—No vale nada si está muerta, idiota —rugió Slane, luchando contra el dolor de
su abdomen. La mano de Slane se movió en dirección a su espada, y cuando vio que
los ojos de Magnus se desviaban para seguir ese movimiento, levantó un vaso de
cerveza con la otra mano y arrojó el líquido a la cara de su adversario.
Después de que la cerveza alcanzara sus ojos, el hombre parpadeó, en un
intento desesperado por aclararse la vista.
Slane agarró la muñeca de Magnus y, tomando a Taylor del brazo, se la
arrebató con fuerza. Retrocedió y dio otro contundente puñetazo a la ya sangrante
nariz de Magnus. El puñetazo fue seguido por un último y veloz ataque que se
estrelló contra el mentón del mercenario.
Magnus cayó pesadamente al suelo, mientras su daga se estrellaba
estruendosamente contra la superficie.
La ira todavía hervía en el cuerpo de Slane mientras se abalanzaba sobre
Magnus. El hombre golpeó a Slane, deteniendo su ataque, y se incorporó para

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

arremeter contra él, golpeándolo de nuevo en el abdomen con el hombro, pero Slane
lo esquivó y lanzó un pesado golpe que se estrelló contra la garganta de Magnus. Se
escuchó un escalofriante crujido. Entonces, Magnus se desplomó sobre él,
repentinamente. Su enorme mole lo aprisionó sin misericordia. Slane luchó para
liberarse del peso y se movió hasta que, por fin, pudo hacer un movimiento de
palanca con su rodilla y empujar el cuerpo de Magnus con la pierna lo suficiente
como para deslizarse. Se incorporó y asumió una postura dominante sobre el cuerpo
del hombre que estaba boca abajo frente a él, esperando a que se levantara.
Pero nunca lo hizo.
Slane esperó un largo instante antes de agacharse y tomar el cuerpo de Magnus
del hombro para darle la vuelta. Los ojos del mercenario estaban muy abiertos y
vidriosos. Sin vida.
—Mi bar —gimió el posadero, quien reaparecía detrás de una mesa volteada—.
¿Quién va a pagar por todos los daños y la pérdida de mis ingresos?
La mirada de Slane se desvió hacia Taylor; no se había movido del sitio donde
había caído. Su cabeza estaba doblada hacia su pecho, su pelo cubría
desordenadamente su cara, y gotas de sangre comenzaban a caer del costado de su
túnica.
—Busque un doctor —dijo Slane acaloradamente— antes de que destruya el
resto de su posada.
Slane se movió hacia Taylor y se arrodilló a su lado. Sus propios pensamientos
parecían burlarse de él. Taylor era muy fuerte, muy valiente... Se pondría bien.
Pero Taylor no se movía y Slane tenía miedo de tocarla, miedo de no ver sus
ojos abrirse una vez más.
—¿Taylor? —susurró con una voz ronca.
Buscó con su mano el cuerpo de Taylor, sólo para descubrir que estaba
temblando. Con suavidad tocó su cuello y rezó, conteniendo el aliento. Con un alivio
tan intenso que lo llevó al borde del agotamiento, sintió su sangre pulsar bajo su tibia
piel.
—Oh, Dios —susurró con gratitud. Rápidamente, tomó su túnica de nuevo y
una vez más la presionó sobre la herida del costado. Le apartó el cabello de la cara
para poder verla—. ¿Taylor? Taylor, ¿puedes escucharme?
Ella entreabrió los ojos, como si fuera a dormirse en cualquier momento.
—Oh —gimió, tratando de incorporarse. El dolor le recorrió todo el cuerpo,
torturando cada una de sus articulaciones. Dobló su cuerpo llevando sus rodillas
hacia su pecho, y levantó la mano para posarla sobre su herida. Su mano tocó la de
Slane. En ese momento, abrió los ojos para encontrarse con su mirada.
La agonía que reflejaba su mirada le rompió el alma.
—Duele tanto, Slane...
Retiró el poco cabello que quedaba sobre su rostro, maldiciéndose por no
haberlo hecho antes.
—El posadero ha ido a buscar un médico. Te pondrás bien —la animó, tratando
de esconder la duda en su mente.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Realmente me vendría bien... —Lo miró nuevamente, durante un prolongado


momento, antes de que la agonía cambiara la expresión de su rostro—. Slane —dijo
ella con dificultad. Las lágrimas llenaban sus ojos.
Él acercó el cuerpo de Taylor hacia el suyo, hundiendo su rostro en su cabello y
besando su sien.
—Aquí estoy, Taylor —susurró—. No te dejaré.
—¿Slane? —preguntó una voz masculina desde la puerta de entrada—. ¿Qué
está pasando aquí?
Slane echó un fugaz vistazo y vio a Elizabeth y a John, parados unos pasos
dentro de la posada.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 20

El primer impulso de Slane fue soltar a Taylor y acostarla de nuevo en el suelo


con mucho cuidado. Pero su cuerpo se negó a obedecer. Su segundo impulso fue
explicar absolutamente todo de una sola vez en un torrente de palabras. Pero sus
labios se negaron a obedecer. Su tercer impulso fue abrazar a Taylor con más fuerza,
como si ella necesitara ser protegida de la esbelta mujer que estaba de pie en el marco
de la puerta y que miraba con ojos agudos e inquisitivos. Sus brazos obedecieron este
último impulso de manera casi inmediata.
Las cejas de Elizabeth se contrajeron levemente. Echó una mirada a la
habitación, encontrándose con mesas rotas y con el hombre que yacía muerto en el
suelo. Cuando sus ojos se reencontraron con los de Slane, estaban llenos de
confusión.
—Amor mío, ¿qué ha pasado? ¿Te encuentras bien?
A medida que Elizabeth se aproximaba, Slane notó la arrogancia y la leve
inclinación de su barbilla cuando miraba a Taylor. Notó cómo el resentimiento se
revolvía en alguna parte, en su interior. Pero ¿no había reaccionado él igual cuando
conoció a Taylor?
—Sí, yo estoy bien —contestó Slane—. Pero ella no lo está. Tiene una profunda
herida en el costado izquierdo y hay que curarla. El posadero ha ido a buscar a un
médico, pero no sé si encontrará uno lo suficientemente experimentado como para
ayudarla.
—Déjame hacerlo —dijo Elizabeth, arrodillándose junto a él—. Soy lo
suficientemente capaz. Sabes que lo soy.
Empujó a Slane con delicadeza para quitarlo de en medio, pero él se negaba a
soltar a Taylor.
—Querido, tráeme toallas limpias y agua tibia. Tengo una bolsa en la silla de tu
caballo. Tráemela.
Slane miró a Taylor una vez más. Un sentimiento de angustia se apoderó de él y
lo obligó a apretar a Taylor con más fuerza. Si se iba, si la soltaba, ella podría no
volver. Ella podría cerrar los ojos y no volver a abrirlos de nuevo. Algo similar al
pánico nacía en él. Notó la sangre en sus dedos. La sangre de Taylor. Pero si no la
soltaba e impedía que Elizabeth atendiera sus heridas, moriría desangrada.
La acomodó lo mejor que pudo en el suelo, y vio cómo Elizabeth levantaba la
túnica de Taylor. La herida era peor de lo que él pensaba. La sangre manaba de su
cuerpo, derramándose sobre su cremosa piel. El oscuro fluido se veía como una
horrible mancha que la contaminaba lentamente.
La preocupación lo carcomía. Volvió la cabeza para encontrarse a Taylor

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

mirándolo con atención. Vio tal pánico en sus ojos que impulsivamente tomó su
mano.
—Te pondrás bien —le dijo para tranquilizarla—. Elizabeth me ha curado en
más de una ocasión.
—Querido —dijo Elizabeth en tono reiterativo—. Mi bolsa.
Slane asintió y se apresuró hacia la puerta, dándole la misma orden a John.
Habló brevemente con una camarera, dándole instrucciones para conseguir toallas
limpias y agua tibia. Cuando hablaba, sus ojos se mantenían vigilando a Taylor. Veía
cada inspiración, cada gesto de dolor. Incluso, pudo sentir el segundo en el que ella
cerró los ojos. Esperó a que los abriera de nuevo. Pero sus párpados permanecían
cerrados. «Abre los ojos, Taylor», deseó profundamente. Sus ojos continuaban
cerrados. Se la veía tan serena, tan llena de paz como si estuviera dormida o...
Incapaz de aguantar más su punzante temor, Slane corrió al lado de Taylor.
—¿Elizabeth?
—Hay que llevarla a una habitación con cama. No puedo hacerlo aquí. Voy a
coserle la herida, y tendrá que estar muy quieta después para que el hilo no se
rompa, tenemos que moverla ahora porque luego no podremos hacerlo.
Slane asintió.
—Estoy seguro de que hay suficientes habitaciones disponibles en este lugar.
Slane miró a Taylor, a su amoratado y torturado rostro, pero en esta ocasión él
ya conocía la belleza que se escondía tras las horribles marcas que estropeaban sus
facciones. Era una belleza que relucía a través de los hematomas y del barro. Un
mechón de cabello había caído sobre sus ojos, y él quería apartarlo
desesperadamente. En cambio, se agachó y la alzó en sus brazos, tratando de ignorar
la flacidez de su cuerpo y la manera en que su cabeza caía hacia atrás. Hizo lo posible
por ignorar el sentimiento de ansiedad que creaba un vacío en su estómago.
Elizabeth lo siguió hacia las escaleras. Sacudió la cabeza, desempolvando su
vestido.
—No puedo imaginar cómo una mujer puede meterse en peleas y acabar con
una herida de espada. Debe de ser una mujer sin ninguna educación ni refinamiento.
¿Quién es, mi señor?
Los dientes de Slane rechinaron.
—Es la futura esposa de mi hermano —contestó.
—¡Pobre Richard! Me temo que se sentirá gravemente decepcionado.

—¿Slane?
Slane despertó sobresaltado. Tardó unos instantes en recordar que había dejado
a Elizabeth acomodada en una habitación y después había ido a sentarse al lado de
Taylor. Estar a su lado era inevitable.
Había estado tan furioso, tan enfadado cuando se dio cuenta de que Taylor se
había ido. Pero ahora, enfrentado al pensamiento de que ella podría morir, encontró
que su ira se había desvanecido y algo más... algo que no había sentido antes estaba

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

surgiendo en su pecho.
Sus ojos se acostumbraron a la tenue luz que producía la vela. Los hermosos
ojos verdes de Taylor estaban abiertos y lo miraban directamente. Se precipitó hacia
la cama, arrodillándose. Tomó su mano. Su cuerpo se estremeció de alivio. Se inclinó
hacia ella, acariciando su mejilla con los nudillos; no se sorprendió al sentir su piel
febril al tacto. Se apresuró a empapar un pedazo de tela en un recipiente con agua
que estaba en el suelo cerca de la cama y lo pasó sobre la frente de la chica.
—Taylor, Taylor —susurró para sí—. ¿Qué voy a hacer contigo?
—Podrías traerme una cerveza —susurró ella.
Slane sonrió suavemente mientras continuaba refrescando la frente de Taylor
con el retazo de tela. Su mirada se posó sobre sus verdes ojos.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Ella gimió.
—Me siento como si un caballo me hubiera pisoteado —contestó al cabo de un
rato. Levantó su mano y se la llevó al costado, acariciando suavemente su herida.
Frunció levemente el ceño y sus facciones se ensombrecieron. Cuando devolvió la
mirada a Slane, sus ojos se veían decididos—. ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó.
Slane apartó la mirada y depositó de nuevo el pedazo de tela dentro del
recipiente. ¿Por qué se sentía culpable? Como si la hubiera traicionado de alguna
manera. Era una idea ridícula. No le había jurado lealtad a esa mujer, sólo a su
hermano.
—No era importante —dijo a la defensiva—. Nuestra relación, la tuya y la mía,
no es nada más de lo que parece.
Aún no podía levantar la mirada y enfrentarse a ella. Escuchó un ruido y volvió
la cabeza para ver los torneados labios de Taylor retorcerse, llenos de cinismo.
—Supongo que estaba equivocada —susurró ella.
Slane vio cómo sus labios temblaban, la manera en la que su garganta se movía.
—Nunca fue mi intención herirte, Taylor —dijo suavemente.
—No, esas cosas pasan.
Slane decidió dejar de sentirse culpable. Pero algo se lo impedía.
—Dime, ¿qué ibas a hacer? ¿Adónde planeabas ir cuando huíste de mi lado?
—Realmente no me importaba adonde ir —contestó ella—. Siempre y cuando
fuera lejos de ti.
Esta vez, Slane logró sostenerle la mirada. Sus ojos parecían más enormes y
verdes que antes. Recordaban a un exuberante bosque verde. La luz emitida por la
vela sobre su cabeza, la hacía verse angelical.
De manera inconsciente, sus dedos levantaron un mechón de su hermosa
cabellera que se enredó entre sus nudillos.
—Dios mío, eres muy hermosa.
—Será mejor que te alejes de mí. Muy lejos de mí —advirtió ella—. Sólo te
traeré problemas.
Slane asintió. Sabía que ella tenía toda la razón, que debía alejarse de ella lo más
que pudiera. Pero Taylor lo necesitaba.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Muy lejos de ti —repitió. Pero levantó la mano para acariciar su barbilla y


después su mejilla. Deslizó su dedo a través de su cabello, susurrando—. Pensé que
te había perdido. —Entonces movió el brazo para rodearle la cabeza. Sus labios se
quedaron a pocos centímetros de los de ella. Su dulce aliento rozaba su rostro...
Un golpe en la puerta lo hizo incorporarse totalmente.
—¡Señor! —llamó una voz tras la puerta.
Slane se quedó mirando hacia la puerta, prácticamente congelado en el lugar.
—¿Slane? —La voz llamó tras la puerta una vez más y esta vez Slane supo que
se trataba de John—. He visto varios hombres de extraña apariencia caminando por
las calles. No han venido aún a la posada, pero creo que lo harán dentro de poco.
Slane lanzó a Taylor una mirada familiar. Los hombres de Corydon. Se
incorporó y dio un paso hacia la puerta, pero entonces dudó. No debía estar allí. No
debía estar en la habitación de Taylor. No pudo evitar mirarla de nuevo. Durante un
largo rato, se miraron el uno al otro intensamente. Había simpatía en la mirada de
Taylor, sin embargo vio trazos de humillación en un sombrío gesto que hizo con sus
labios.
—Slane no está aquí —le gritó Taylor a John.
—Lamento molestarla, lady Taylor —contestó John tras un breve momento—.
Si lo ve, por favor dígale que lo necesitan abajo.
Durante lo que pareció una eternidad, los dos permanecieron inmóviles; sus
miradas parecían prolongarse en el tiempo. Finalmente, los pasos que se alejaban
fuera de la habitación rompieron la magia del momento. Taylor cerró los ojos y Slane
sintió su agonía, su vergüenza.
«¿Qué estoy haciendo, en el nombre del Cielo?», se preguntó en silencio. «No
debería estar aquí, en mitad de la noche, sintiéndome como un criminal. Yo vine
solamente porque ella está herida». Sin embargo, muy dentro de él, sabía que ésa no
era la razón por la que estaba allí. Sentía algo por ella, algo muy fuerte. Y era aquello
que sentía lo que ponía en peligro su reputación. Tenía un compromiso de honor con
Elizabeth y con su hermano. Pero, a pesar de todo, existía algo dentro de él que
quería mandarlo todo al demonio. Quería tener a Taylor. Quería tenerla con cada
músculo de su cuerpo.
Slane permaneció rígidamente erguido.
—¿Vas a intentar huir otra vez?
—Difícilmente podría ir a ninguna parte en las condiciones en que me
encuentro —contestó ella con igual grado de formalidad.
Al menos no había rastros de sarcasmo en su voz.
—Por favor, quédate y déjame encargarme de tus heridas hasta que sanen
completamente.
Taylor asintió. Slane se dirigió una vez más hacia la puerta y de nuevo se
detuvo. ¿Cómo podría mantenerse alejado de ella? ¿Cómo podría mantener su
juramento a Elizabeth y honrar a su hermano teniendo a Taylor tan cerca?
Slane abrió la puerta y salió de la habitación.
¿Cómo podría no hacerlo?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 21

—No podemos moverla —le dijo Slane a John. Miró de frente a su amigo en el
salón principal; el fuego de la fogata brillaba detrás de él—. No hasta que los puntos
hayan sanado.
—No es seguro estar aquí —murmuró John, acercándose a él—. Piensa cuán
peligroso es para Elizabeth.
—¿Qué quieres que haga? —exigió Slane, dirigiéndole una fulminante mirada a
John.
El hombre se enderezó un poco pero no dijo nada.
—No puedo mover a Taylor —repitió Slane. Se cruzó de brazos y miró, furioso,
a John—. Esperaba que el temor a la peste retrasara a Corydon.
—Puedo llevarme a Elizabeth —ofreció John—. Puedo acompañarla hasta el
castillo Donovan y tú te reunirás allí con nosotros cuando Taylor esté lo
suficientemente bien como para moverse.
Slane negó con su cabeza.
—Tú solo no podrás con Corydon y no puedo dejar sola a Taylor. Si hubiera
alguien más a quien yo pudiera confiar a Elizabeth...
John refunfuñó y se sentó con fuerza en un banco cercano.
—¿Estás completamente seguro de que se trata de Corydon? —preguntó Slane.
—No —admitió John—. Pero debemos asumir que se trata de él. De todos
modos da igual, aunque no lo fuera. Tú sabes que no tardará en venir.
Slane sabía que John estaba en lo cierto. Sabía que no había manera de que ellos
dos fueran capaces de proteger a dos mujeres indefensas de las fuerzas de Corydon.
Pero si se movían, a Taylor podrían abrírsele los puntos y empezaría a sangrar de
nuevo o las heridas podían infectarse. Suspiró.
—No tenemos opción sino esperar hasta que Taylor se recupere lo suficiente
como para cabalgar. Tenemos que arriesgarnos.

¡Los hombres de Corydon!


Taylor se apresuró a sentarse, sus ojos llenos de pánico examinaron toda la
habitación. Sintió un dolor ardiente en el costado. Se tocó la herida, sintiendo la
suavidad del paño que la cubría. Hizo una mueca de dolor y se sentó, quieta, durante
un momento, esperando que el dolor se calmara un poco. Lentamente, su agonía fue
cesando y se tomó un momento para mirar bien la oscura habitación. Los pequeños
rayos de luz que se colaban por entre las cortinas no le mostraron sino una habitación
vacía. Se incorporó y se levantó con dificultad. Caminó despacio hasta la ventana,

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

midiendo cada paso. Con una de sus manos sobre la herida, abrió las cortinas y la
fuerte luz del sol que inundó la habitación la encegueció. Se cubrió los ojos y alejó su
rostro de los poderosos rayos del sol. Después de un momento, se puso la mano
sobre la frente, haciendo sombra, y volvió su mirada hacia la calle que estaba abajo.
También estaba vacía. No veía a los hombres de Corydon ni a ningún
mercenario. Es más, no veía a nadie. Ni siquiera a Slane.
De repente, la puerta que estaba detrás de ella se abrió y Taylor se dio la vuelta,
poniendo su mano, de manera instintiva, en su arma. Pero no iba armada. Sintió otra
oleada de dolor en el costado.
Una mujer con una bandeja de comida en sus manos entró a la habitación.
Taylor hizo una mueca de desagrado y se puso la mano de nuevo en la herida,
maldiciendo en voz baja. Conocía ese rostro.
Odiaba ese rostro.
La mujer pasó cuando vio a Taylor en la ventana. Durante un corto momento,
sus ojos se cruzaron. Elizabeth era hermosa. Su cabello color almendra brillaba a la
luz del sol; su piel era impecable. Conscientemente, Taylor llevó su mano a su mejilla
herida, tratando de ocultarla de los ojos de la mujer. Algo se debilitó en ella. ¿Cómo
se le había ocurrido competir con una mujer que era todo lo que un hombre podía
desear?
Elizabeth puso la bandeja en la mesa cerca de la cama y se apresuró hacia ella.
—No deberías estar fuera de la cama —dijo en un tono de voz suave y
cariñoso—. Se te abrirán los puntos. —Trató de tomar a Taylor del brazo.
Taylor la esquivó de una manera tan violenta que golpeó su codo contra las
cortinas detrás de ella. Volvió a sentir que le dolía la herida y necesitó de toda su
fuerza para no doblarse del dolor.
—Yo puedo sola —le dijo entre dientes. Pero a pesar de su afirmación, se quedó
cerca de la ventana, con la mano en la herida.
Elizabeth se cruzó de brazos y le dijo:
—Te he traído algo de comida. La avena está sorprendentemente buena para
ser de una fonda.
Sería una esposa maravillosa. Una madre maravillosa. Un torrente de dolor
surgió dentro de Taylor, amenazando con derrumbarla. Peleó contra el nudo que
sentía en la garganta para no llorar. Elizabeth era todo lo que ella misma pudo haber
sido.
Elizabeth se acercó a la cama y le hizo un gesto.
—Por favor. Déjame mirarte los puntos.
Taylor no podía dejar de mirarle la mano a Elizabeth. Tan delgada, tan suave.
Agraciada. Eficiente.
Taylor la odiaba. Mirando a la prometida de Slane a la cara, no podía encontrar
ninguna razón, ninguna, para que Slane no se casara con ella. Incluso su maldita
mano era perfecta.
—Soy perfectamente capaz de cuidarme mis propias heridas.
Elizabeth juntó sus perfectas y pequeñas manos y, sencillamente, dijo:

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Eso veo.
—No —dijo Taylor con una ira y una amargura que nunca había sentido
antes—. No creo que lo hagas. No creo que puedas.
Elizabeth frunció el ceño y dijo:
—Slane me ha pedido que cuide de ti. Con todo lo que sabes de heridas,
deberías saber que estarse moviendo puede hacer que se abran los puntos. Y no
queremos que te desangres, ¿verdad?
Taylor sonrió de una manera infame.
—Bueno, al menos una de nosotras no quiere eso.
Elizabeth se puso muy seria. Estaba empezando a perder la paciencia.
—Desde que mi amado me pidió que te cuidara, he venido a tu habitación dos
veces al día a traerte las comidas.
Amado. Taylor sintió que miles de puñales se le clavaban en el corazón.
Temerosa de lo que pudiera decir, le dio la espalda a Elizabeth para mirar hacia la
ventana. El brillante sol la cegó, pero ella siguió mirando fijamente la luz.
Pasó un largo momento antes de que Taylor oyera los suaves pasos de
Elizabeth a través de la habitación y el suave sonido de la puerta cerrándose.
Taylor regresó lentamente a su cama y se sentó en ella cuidadosamente,
manteniendo el brazo izquierdo contra su costado herido. La angustia se apoderó de
ella, llenándola de rabia, de confusión pero, sobre todo, de un sentimiento de derrota.
Levantó los ojos hacia la bandeja y vio vendajes limpios y también pan y una
taza de avena. Sabía que tenía que cambiarse los vendajes. Lo sabía pero no le
importaba. De todas maneras, cuanto más tiempo estuviera herida, más tiempo
tendría para estar cerca de Slane.

Slane entró en la fonda silenciosamente y vio a John sentado en una de las


mesas cerca del fuego.
—Nada —anunció con alivio y extendió sus manos invitándolo a sentarse junto
al fuego. Había estado afuera la mayoría de la tarde, examinando la zona por si veía
alguna señal de Corydon o de sus hombres. Pero los únicos hombres que encontró
fueron sombras que, infectadas con la peste, pedían ayuda o cuerpos putrefactos
tirados en mitad de la calle. No había ninguna señal de Corydon.
Slane escuchó unos pasos y se volvió para ver a Elizabeth, que se le estaba
acercando con un vaso de cerveza en la mano. Le dio las gracias sonriendo y tomó el
vaso de sus manos. Bebió un gran sorbo y, satisfecho, le preguntó:
—¿Todo bien el día de hoy?
Elizabeth miró a John.
Slane enderezó la espalda y preguntó:
—¿Qué pasa?
Elizabeth volvió sus ojos a Slane.
—Lo he hecho lo mejor que he podido, de verdad... Por favor, no estés
desilusionado.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane puso su vaso de cerveza rápidamente en una mesa cercana y tomó a


Elizabeth de las manos.
—¿Se trata de Taylor?
—Es una chicha muy obstinada. No aceptó ninguno de mis ofrecimientos para
ayudarla. No dejó que le cambiara los vendajes —dijo Elizabeth.
Slane levantó sus ojos al techo, soltando las manos de Elizabeth.
—Y no quiere comer. No lo ha hecho en todo el día —añadió Elizabeth—. Pensé
que me iba a tirar la bandeja encima la última vez que estuve en su habitación.
El rostro de Slane iba poniéndose cada vez más rojo a medida que se dirigía
hacia las escaleras. ¿Cómo pretendía Taylor recuperar las fuerzas si no comía? ¡Y
sabía que había que cambiarle las vendas! ¿Qué estaba pensando? «¡Maldita sea!»,
pensó Slane. «¿No es suficiente con que regrese a la fonda exhausto después de todo
un día de búsqueda, sino que ahora, además, tengo que lidiar con este absurdo?».
Cuando llegó al segundo piso, sus puños estaban cerrados tan firmemente que le
dolía la mano.
Slane empujó y abrió de par en par la puerta de la habitación de Taylor. Fue tan
duro el golpe que la puerta rebotó contra la pared.
—No has comido nada —proclamó. Sin embargo, al verla su voz se suavizó un
poco. Estaba sentada en la cama, la luz de la vela brillaba sobre su salvaje cabello,
resaltando la delicada curva de su mejilla. Se desvaneció toda la furia que sentía.
—No tenía hambre.
¡Oh, Dios! ¿Por qué esa mujer lo afectaba tanto? Atravesó la habitación en dos
zancadas y antes de que ella levantara la cabeza vislumbró sus negras ojeras.
—No has permitido que Elizabeth te cambiara los vendajes.
Taylor frunció el ceño y miró hacia la ventana.
La luz de la vela titilaba, iluminando su piel con un tono dorado. Slane estaba
esperando una discusión y se había preparado para ello. Tal vez ella estaba tan
cansada como aparentaba. Se sentó en el borde de la cama; Taylor seguía sin mirarlo
a los ojos.
Taylor hizo una mueca de disgusto durante un momento pero al instante
desapareció.
—No te hará ningún bien dejarte morir de hambre —dijo en un tono de voz
más calmado. Estaba esperando que Taylor se involucrara en la conversación.
Y funcionó. Taylor alzó la cabeza y lo miró. Entonces Slane pudo ver la ira en
sus ojos brillando casi con la misma fuerza del fuego que ardía en la vela.
—Entonces no me mandes la comida con tu maldita amada —le contestó
agitada. De repente, hizo un gesto de dolor y cerró los ojos.
—Taylor —dijo él con urgencia y extendió su mano hacia ella.
—¡Maldito seas!
Taylor sujetó firmemente la muñeca de Slane antes de que él pudiera tocarla.
—¡Vete de aquí!
¿Por qué había sido tan idiota?, pensó Slane. Él conocía el dolor y el ardor
constante que ella estaba sintiendo. Amablemente, le quitó la muñeca de su mano.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Ella abrió los ojos, sorprendida.


Entonces él se acercó más a ella y le apartó unos mechones de cabello de la
frente.
—No tienes que esconderte de mí, Taylor —murmuró, mirándola—. Sé lo
mucho que te duele.
Una mirada de extrañeza apareció en la cara de Taylor. Incertidumbre.
Aceptación. Pareció relajarse un poco al lado de Slane y él sintió que le habían
regalado el mundo. No se quiso mover durante un largo rato. No quería moverse
nunca de allí. En esa habitación podía olvidarse de sus promesas y sus códigos y
concentrarse sólo en ella y en su recuperación.
Pero no... ¿Qué le pasaba? ¿Acaso no tenía conciencia? ¿No tenía sentido del
honor? Se alejó un poco de ella. Él tenía promesas que cumplir. Su prometida estaba
esperándolo en el piso de abajo...
Y, sin embargo, sentía que no podía irse de allí. Sus manos siguieron su mirada
hacia ella. Tocó el dobladillo de la túnica de Taylor y dudó durante un momento,
controlando sus nervios. Controlando sus sentimientos. Despacio, Slane empezó a
subirle la túnica. La subió sobre sus curvas caderas, sobre su cintura.
Una venda blanca envolvía su estómago. Slane retiró la venda con mucho
cuidado; luego, muy despacio para no hacerle daño, le quitó los otros vendajes llenos
de sangre.
Frunció el ceño a medida que examinaba la horrible línea roja que atravesaba su
piel, los hilos negros de las puntadas. Ninguna espada debía haberla tocado. De
manera delicada, acercó su mano para examinarle los puntos. Cuando sus dedos
tocaron su piel, sintió cómo ella se estremecía. Sintió cómo el cuerpo de Taylor se
ponía tenso y de inmediato la miró. Pero en sus ojos no había rasgo de dolor.
Slane bajó su mirada hacia su desnuda piel. No pudo evitar fijarse en los
erguidos senos de Taylor que se escondían debajo de su túnica.
Instantáneamente, su sangre hirvió de deseo y sintió cómo su miembro crecía y
se endurecía. Sorprendido, se dio cuenta de que sus manos estaban acariciando la
piel de Taylor y que sus caricias ya no se limitaban a su herida. Ahora sus manos
estaban cerca de la parte redonda de sus senos, la parte que se escondía debajo de la
tela. Si pasaba un segundo más...
Desvió su mirada de sus senos, concentrándose en la herida. Tosió suavemente
pero su tos sonó como si un explosivo trueno en el silencio de la habitación.
—No parece infectado —dijo al fin.
—No —coincidió Taylor, en un tono de voz un poco agresivo.
Ella tenía sus ojos clavados en él por lo que Slane sintió que una oleada de
tibieza atravesaba todo su cuerpo. Pasó sus dedos sobre la piel de Taylor, hacia su
cintura, donde permaneció un poco más de lo debido. Sólo estaba curándole las
heridas, se decía. Había que cambiarle las vendas y alguien tenía que hacerlo.
Sus ojos se movieron, nuevamente, hacia sus senos. El ritmo de su respiración
parecía coincidir con el palpitar de la sangre en sus oídos. Después la miró pero no
fueron sus ojos los que llamaron su atención. Fueron sus labios. Estaban

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

entreabiertos y húmedos, como si acabara de lamerlos. Y eran llenos, tan llenos...


Suplicando ser besados. Llamándolo.
Slane maldijo en silencio; tomó una de las vendas limpias que estaban en la
bandeja cerca de la cama y se la puso en la herida a Taylor. Ella hizo un movimiento
de dolor y Slane le dirigió una mirada de arrepentimiento.
—Lo siento —susurró.
Puso el vendaje alrededor del estómago de Taylor y lo aseguró bien para que no
se le quitara. Movió su mano alrededor de la venda, preguntándose cómo sería sentir
su piel contra la de él. Preguntándose cómo se vería con el cabello suelto, acostada
debajo de él, esos bellos ojos iluminados y sus labios entreabiertos...
Se alejó de ella tan rápidamente que tiró los vendajes que estaban en la mesa. Su
cuerpo temblaba de una manera tan feroz que salió volando de la habitación sin decir
una sola palabra.

Slane abrió la puerta del cuarto de Elizabeth, quien estaba sentada en la cama,
sus finos y marrones bucles liberados de su peinado y sueltos, cayendo sobre su
espalda. La joven se volvió y saludó a Slane con una exuberante sonrisa.
—Estaba pensando que tal vez deberíamos invitar a nuestra boda a Duke Roza.
Tal vez traiga un poco de su famosa sidra.
Slane no había escuchado ni una palabra de lo que había dicho Elizabeth.
Caminó hacia ella, la tomó por los brazos y la atrajo hacia él. Bajó sus labios hacia los
de ella y la besó. Con todas sus fuerzas, intentó imaginarla en la cama con él, su
delgado cuerpo enrollado amorosamente entre sus brazos. Pero no importaba cuánto
lo intentara, sus pensamientos regresaban al cuerpo de Taylor. Y es que ese pequeño
vistazo a su desnuda y cremosa piel cerca de la parte redonda de sus senos lo había
afectado demasiado...
Besó a su prometida, intentando con todas sus fuerzas sentirse atraído por ella...
Pero estaba perdido. Lo supo en ese mismo momento. Nunca podría sentir la misma
pasión por Elizabeth que sentía por Taylor. Bufó de manera feroz y soltó a su
prometida, alejándose de ella. No se atrevió ni a mirarla a los ojos.
—Lo siento —susurró.
Slane le dio la espalda y salió de la habitación, cerrando suavemente la puerta
detrás de él. Se iba a casar con Elizabeth. Taylor estaba comprometida con su
hermano. Ella salvaría cientos de vidas inocentes si se casaba con Richard. Slane le
había prometido a su hermano que se la llevaría. Le había dado su palabra. Su
palabra era su promesa.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 22

A medida que las heridas de Taylor iban sanando, ella estaba cada vez más
ansiosa por salir de la habitación, necesitaba moverse y hacer algo de ejercicio. Se
había escapado de la cama más de una vez, tratando de estirar las piernas, tratando
de que sus músculos funcionaran de nuevo.
Un día abrió las cortinas de su habitación para ver la brillante mañana, si no
llovía bajaría a estirar las piernas. Entonces oyó la risa de una mujer y volvió su
mirada hacia la calle. Al principio, no vio a nadie pero luego vio dos figuras: Slane y
Elizabeth. Slane señalaba alguna cosa y Elizabeth reía.
Taylor se alejó de la ventana. Pero no lo hizo lo suficientemente rápido y tuvo
tiempo de ver cómo Slane besaba en la mejilla a Elizabeth. Con una maldición, cerró
las cortinas y regresó a la oscuridad de su cuarto. Eso había sucedido hacía tres días y
no había vuelto a abrir las cortinas desde entonces.
Pero ahora sentía que cada minuto su agitación y su incomodidad crecían
dentro de ella, volviéndose cada vez más fuertes. Debía salir de ese maldito cuarto
antes de que las paredes se le cayeran encima... Se levantó de la cama y a pesar de
saber que no debía hacerlo, salió de su habitación, deteniéndose en la puerta para
examinar el corredor. Estaba vacío, así que lo atravesó corriendo y bajó las escaleras.
Cuando llegó al último escalón, examinó el salón y el corredor y, con alivio, los
encontró vacíos y silenciosos. El fuego ardía al fondo de la habitación. Alcanzó a
sentir algunas corrientes de calor y éstas lograron disipar un poco la gélida humedad
de esa fría habitación. Por un momento, pensó en acercarse al fuego, al calor...
acercarse a las brasas traicioneras y destellantes que siseaban negras promesas de
carne humana chamuscada.
Dejó de mirar el fuego y se sentó en una mesa cerca de las escaleras, volviendo
el asiento para favorecer la posición de su herida.
Hacía tres días que Slane no iba a verla. La única que la había visitado en esos
días solitarios para ayudarle a cambiar los vendajes y darle comida había sido la
esposa del posadero. Taylor negó con la cabeza.
¿Qué esperaba, acaso? Desde luego, prefería no ver a Elizabeth. Y sabía que
Slane estaba haciendo todo lo posible para estar lejos de ella.
—¿Puedo traerle algo?
Taylor vio al posadero. Se llamaba Rollins, recordó Taylor. Ella le ofreció una
pequeña sonrisa.
—Una cerveza —dijo y después escuchó los pasos del posadero, alejándose
hacia la parte trasera de la posada.
Taylor descansó su barbilla contra la parte de atrás del asiento. No necesitaba a

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

nadie. Podía sobrevivir por su cuenta. Entonces, ¿por qué se sentía tan sola?
Algo le rozó la pierna y ella miró hacia abajo. Un gato se estaba frotando contra
ella.
Un sentimiento de desolación la invadió y se agachó para acariciar el pelo del
gato. «No necesito a nadie», se dijo a sí misma de manera orgullosa. «Y deja de tener
pena de ti misma. Y deja de pensar en él».
—Aquí está.
Era la voz de una mujer. El gato salió corriendo.
Escuchó cómo se acercaban unos pasos y sintió que el conocido sentimiento de
odio la invadía.
—¿Qué haces aquí? Slane se ha llevado un buen susto al ver que tu habitación
estaba vacía.
Por supuesto, era Elizabeth.
Taylor no podía verlos juntos. La imagen de Slane besando la mejilla de
Elizabeth reapareció en su memoria; había tratado de alejar esa imagen de su mente
con todas sus fuerzas, pero no podía, la imagen permanecía incrustada en su
memoria, negándose a abandonarla.
—No deberías estar aquí —dijo Slane—. Es pronto para que salgas de tu
habitación.
El timbre de su voz hizo que Taylor temblara. Trató de ignorar los temblores
pero una parte de su corazón se estaba derrumbando.
Después de un momento de incómodo silencio, Elizabeth preguntó:
—¿Cómo te sientes? ¿Te encuentras mejor?
Taylor no contestó. ¿Cómo podía responder cuando se sentiría mejor si
estuviera muerta?
—Tienes mejor aspecto —observó Elizabeth—. Ahora todo lo que debes hacer
es lavarte bien el cabello y quedarás como una chica bastante atractiva, ¿verdad,
Slane?
No hubo respuesta pero Taylor pudo sentir la mirada de Slane en su espalda.
—Estoy segura de que le encantarás a Richard —continuó Elizabeth. Taylor
hubiera jurado que había algo de desdén en su voz.
¿Qué importancia tenía el hecho de que ella le gustara o no a Richard? Todo lo
que quería era unir sus fuerzas con él para matar a Corydon. Lo haría por Jared.
Taylor se dio la vuelta y miró a la pareja. Eran perfectos. Un hombre y su mujer.
El estómago le dio un vuelco. Eran el uno para el otro. No había sitio para una
mercenaria indeseable como ella.
Sus ojos se posaron en los de Slane y pensó que había detectado un poco de
simpatía antes de que él desviara su mirada hacia Elizabeth.
Por un momento, el silencio llegó a ellos como una nube de tormenta, tapando
el sol. Finalmente, Taylor pasó al lado de Slane y se apresuró a subir las escaleras
pues prefería la frialdad de su habitación que ese tipo de compañía. Sabía que no
podía permanecer ahí. Cada día que pasaba se destruía más a sí misma.
¿Por qué le había dolido tanto ver a Slane besando a Elizabeth? Él no debería

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importarle. No debería darle importancia a lo que él pensara o a quién besara.


Pero sí le importaba.
Fue a su habitación y se sentó en la cama. Se iría de allí, debía hacerlo, aunque
eso significara encontrarse con algún otro Magnus Gale. Pero su herida no estaba
curada del todo; le dolía y aún no podía viajar. Los movimientos del caballo harían
que sus heridas volvieran a abrirse.
Oyó un golpe en la puerta y luego un ruidito.
—¿Taylor?
Su desprevenido corazón dejó de latir cuando vio frente a la puerta la figura de
Slane dibujada a través de la luz de la antorcha que se filtraba del corredor. La luz de
la antorcha atravesaba su cabello rubio y hacía que la punta de su espada pareciera
de oro. Después, cerró la puerta detrás de él, encerrándose en la oscuridad. En la
oscuridad de ella.
Taylor se agachó para recoger el bolso que estaba en la mesa al lado de su cama.
—¿Adónde crees que vas?
—Deberías estar más preocupado por tu prometida.
—Dijiste que te quedarías hasta que tus heridas sanaran.
Ella levantó sus ojos para mirar los de él.
—Algunas heridas no sanan.
—¿Qué se supone que significa eso?
Taylor se puso de pie, sus ojos buscando el rostro de Slane. Pero la oscuridad de
la habitación escondía su expresión. Taylor encendió la vela que estaba en la mesa,
con cuidado de mantener sus dedos bien alejados de la llama, y se volvió hacia Slane.
—Significa que, si me quedo más tiempo aquí, alguno de los dos saldrá herido.
—No digas tonterías —replicó él, desviando la mirada.
—Slane —negó Taylor con la cabeza—, no puedo quedarme.
—¿Por qué? —preguntó él.
Taylor dio un resoplido de risa.
—Porque no me gusta Elizabeth —contestó—. Y no creo que yo le caiga bien a
ella.
—¿Elizabeth? —Slane se volvió hacia ella, sorprendido—. Es amable, tierna y
hermosa. ¿Por qué no te gusta?
Taylor se recostó contra la mesa, mientras suspiraba.
—No me gusta porque es amable, tierna y hermosa.
—No te burles de mí —le advirtió Slane.
—No lo estoy haciendo —dijo Taylor amablemente.
—Si te vas, te van a perseguir como a un animal. Ya sabes lo que te hizo
Magnus. No podría soportar que volvieran a hacerte daño.
Taylor lo miró fijamente. Sus ojos azules brillaban de sinceridad. ¿No se daba
cuenta de lo mucho que la estaba hiriendo?
—Taylor —Slane la tomó de su muñeca—. ¿Quieres que te pongan grilletes y
que un mercenario sin corazón te arrastre hasta el castillo Donovan?
Ella miró la mano de Slane sobre su muñeca.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No —murmuró—. Pero tampoco quiero que me lleve allí un noble sin
corazón.
Slane la soltó como si lo hubiera quemado.
—Sí tengo corazón.
—Pero desearías no tenerlo. —Él frunció el ceño pero ella continuó—. Ni
siquiera puedes mirarme cuando Elizabeth está a tu lado.
Slane miró hacia otro lugar, apretando sus puños. Taylor miró fijamente su
espalda, como tratando de memorizar cada detalle de él. Como tratando de... ¿De
qué? Ellos no tenían esperanza. No podrían tener ningún futuro juntos. Y ella no
quería ningún futuro con él, se dijo a sí misma de manera firme mientras sentía un
nudo en la garganta y lágrimas quemándole los ojos.
Taylor se sentó en la cama y sintió cómo empezaba a arderle la herida de
nuevo. Miró hacia sus manos entrelazadas, ¿Por qué no dejaba que se fuera? ¿Por
qué no podía actuar de manera racional? ¿Por qué...?
Slane se arrodilló frente a ella, tomándola firmemente del brazo, forzándola a
que lo mirara a los ojos.
—No quiero herirte.
—Entonces, déjame ir —le suplicó.
—No puedo.
—¿No te das cuenta de lo que estás haciendo? Me estás condenando a...
—No te estoy condenando a nada, te estoy salvando —la interrumpió.
Taylor miró los confusos ojos azules de Slane y deseó... deseó no haberlo
conocido nunca. Deseó que su padre nunca hubiera querido reconciliarse con ella.
¿Cómo podría vivir en el castillo Donovan viendo a Slane feliz con su hermosa
esposa?
—Soy tu amigo —dijo Slane.
¿Amigos? ¿Eso era todo?, se preguntó Taylor en silencio. Entonces, ¿por qué
sentía que él le estaba arrancando el corazón, lanzándolo al suelo y enterrándole la
punta de su espada? La amargura la embargó. ¿Cómo se atrevía a tratarla de esa
manera?
—No. No eres mi amigo. Nunca seremos amigos. Así que regresa donde tu
pequeña novia. No necesito tu protección. No necesito nada de ti.
Slane se irguió sobre ella como una estatua.
—Estoy atado a mi promesa. Me comprometí a llevarte ante Richard. Y lo haré.
Una repentina sospecha invadió sus pensamientos. ¿Por qué Slane le había
prometido a su hermano que la llevaría ante él? ¿Por qué Richard necesitaba verla en
el castillo Donovan? Tal vez su padre estuviera allí, pensó, esperándola.
Pero después, sus sospechas se desvanecieron a medida que se perdió en la
mirada profunda y azul de Slane, que nublaba sus pensamientos.
«Idiota», pensó Taylor. «Idiota. Antes eras una mujer muy práctica. Y ahora,
basta con una mirada de esos profundos ojos para que te conviertas en barro entre
sus manos».
Intentó sostenerle la mirada, y casi lo consiguió, aunque estaba temblando.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No te preocupes, Slane —dijo al fin, sin poder ocultar las lágrimas—. No me
voy a morir.
Pasó un largo momento antes de que ella escuchara los pasos de Slane alejarse y
el crujido de la puerta antes de cerrarse.
Se quedó de pie, sin moverse, dejando que la angustia de haber sido tan idiota
la invadiera. Después arrojó la cabeza sobre la almohada y sollozó...

Slane se detuvo con la mano en el pomo de la puerta, escuchando cómo lloraba


Taylor. Necesitó reunir toda su fuerza de voluntad para no abrir de par en par la
puerta, abrazarla y susurrarle palabras consoladoras al oído.
—¿Slane?
Levantó los ojos y vio a Elizabeth, que tenía una expresión de preocupación en
el rostro. Durante un largo momento, él sólo la miró. Sus dedos no habían soltado la
manija de la puerta.
—Se quiere ir —murmuró y se sorprendió de la fragilidad que se notaba en su
propia voz.
Elizabeth posó su mano en su hombro, de manera gentil.
—Entonces, déjala.
Slane negó con su cabeza, irguiéndose un poco.
—Le prometí a Richard que se la llevaría con bien.
Elizabeth suspiró, abrazándolo.
—Oh, Slane.
Antes, Slane se hubiera echado en brazos de su futura esposa, pero ahora sólo
se sentía incómodo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 23

Momentos después Slane besó a Elizabeth, dándole las buenas noches y,


suavemente, cerró la puerta de la habitación de su novia. Se volvió hacia su propio
cuarto, al otro lado del corredor, pero su mirada se desvió hacia otra puerta. La de
Taylor. Se quedó mirando fijamente la barrera de madera, deseando que la puerta
desapareciera y él pudiera verla durmiendo plácidamente. Por fin, se volvió y se
dirigió hacia su habitación.
—¿Slane?
La voz retumbó alrededor de él.
—¿Estás bien? —le preguntó John.
Él asintió, pasándose una mano por la ceja.
—Sólo estoy cansado.
John asintió.
—Supongo que ha sido una jornada bastante agotadora —dijo. Pensativo, se
quedó mirando la puerta de la habitación de Taylor durante un momento—. No es,
para nada, como me la había imaginado.
Slane miró sorprendido a su amigo.
—¿Qué quieres decir?
De repente, sintió que lo invadía la urgencia de defenderse.
—No lo sé —continuó John—. No esperaba que fuera una mercenaria. Tal vez
una tabernera o una costurera pero no una mercenaria. Una mujer que pelea con una
espada...
Slane asintió.
—Fue una sorpresa para todos —dijo mientras le daba una palmadita al
hombro de John—. Por lo menos la encontré.
Se movió para dar un paso frente a John pero la voz de su amigo lo detuvo.
—Hay un hombre abajo. Entró hace unos momentos. Creo que es un
mercenario.
De manera instantánea, Slane se dirigió hacia las escaleras. ¿Se trataría de uno
de los mercenarios que Richard había enviado? Maldijo la recompensa que había
ofrecido su hermano por la entrega de Taylor.
Vio al hombre apenas llegó al segundo nivel. Se estaba calentando junto al
fuego, su largo cabello castaño le llegaba hasta los hombros. Su armadura de cuero
estaba raída y casi no reflejaba la luz de las llamas. El hombre miró por encima de su
hombro y Slane lo reconoció de inmediato. Colm Duffy, uno de los hombres que
Richard había contratado para encontrar a Taylor.
Colm se puso de pie a medida que Slane se acercaba hacia él.

- 141 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Lord Donovan —lo saludó Colm, extendiendo la mano.


Slane le dio la mano y dijo.
—Duffy. —Estudió con interés el rostro de Colm. Pero sus ojos azules pálidos
no revelaron mucho.
—¿Qué está haciendo aquí, milord? —le preguntó Colm.
—¿La has seguido hasta aquí, verdad?
Colm soltó la mano de Slane.
—Así que es cierto. —Se frotó el cuello y dijo—: Maldita sea. Me hubiera sido
útil el dinero de la recompensa.
—Ella está ahora bajo mi protección —dijo Slane con firmeza.
Colm extendió sus manos ante él.
—No voy a discutir con usted, pero ¿cómo la encontró? La he estado siguiendo
durante semanas.
—Ella vino a mí —dijo evasivamente Slane.
—¿Es verdad que está herida? —preguntó Colm.
Slane lo miró fijamente pero detectó un movimiento que le hizo darse la vuelta.
Vio al posadero salir agachado de la habitación en donde estaban. «Idiota», pensó.
«Tiene la boca tan grande como un abismo».
Slane asintió, respondiendo la pregunta de Colm.
—No puede quedarse aquí —le susurró Colm—. Es demasiado peligroso.
—No la puedo mover —contestó Slane, dándole la espalda a Colm para ver las
llamas del fuego—. Aún es demasiado pronto.
—Los hombres de Corydon están por todas partes y no tienen ningún interés en
la recompensa. Sólo la quieren muerta. No puede quedarse aquí.
Slane se puso tenso. Podía pasar una semana antes de que Taylor estuviera en
condiciones de viajar. Y cada día Corydon estaría más cerca de ellos.
—En este momento, no tengo opción.
—Me alegro de no ser yo el que tiene que tomar esa decisión —murmuró Colm,
volviéndose hacia el fuego—. Sólo me quedo esta noche. Mañana me iré.
—¿Hacia dónde vas? —preguntó Slane.
—No estoy seguro todavía. Supongo que allá donde me paguen bien —contestó
Colm. Miró hacia las escaleras y después a Slane—: ¿Es verdad que está aquí con su
prometida?
Slane asintió.
—Milord, si la mujer Sullivan está herida y no se puede mover, tendrá que
quedarse. Pero lady Elizabeth no debería estar aquí.
Tenía razón, mientras permaneciera en ese lugar, Elizabeth estaba en el mismo
peligro que Taylor. La rigidez constante que sentía Slane en los hombros, de repente
se hizo más intensa hasta que sus músculos estuvieron tan tensos como una cuerda
recién templada.
—Estaría dispuesto a asegurarme de que Elizabeth llegara sana y salva al
castillo Donovan por unas cuantas monedas de oro —sugirió Colm.
Slane se sintió ofendido. Sabía que su responsabilidad era escoltar a Elizabeth.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Él mismo era el que debía llevar a su futura esposa al castillo de su hermano. Pero no
podía. No con Taylor herida. No podía hacer dos cosas a la vez. Y Taylor necesitaba
más de su protección. Era a ella a quien Corydon quería matar.
Elizabeth no debería estar donde se encontraba el peligro. Dos hombres podían
ofrecerle la protección que ella necesitaba para viajar de manera segura hasta el
castillo Donovan. John y Colm. Podía mandar a John con Elizabeth y pagarle a Colm
para que los acompañara. Así estaría segura. Nada malo le sucedería en tal
compañía. Y la vería de nuevo cuando llegara con Taylor al castillo Donovan.
Asintió pero no se sorprendió de la facilidad con que le había llegado la
respuesta.

Slane se recostó en la pared que quedaba al lado de la puerta de Taylor. Sabía


que no se había escapado por la ventana. Tenía que saber que su herida empezaría a
sangrar si trataba de colgarse de una cuerda. «No», pensó. «Es orgullosa, pero no
estúpida».
Las sombras del corredor lo mantendrían lo suficientemente escondido como
para alcanzar a ver el rostro de Taylor en el momento en que saliera de su habitación.
Ella vendría por ese lado, lo sabía.
Había esperado toda la noche hasta que escuchó que una puerta crujía. Levantó
la cabeza y vio una figura sombría salir de la habitación.
Slane suspiró y se enderezó, preparándose para la confrontación. Espero a que
Taylor caminara por el corredor antes de moverse silenciosamente detrás de ella.
De repente, ella se dio la vuelta e hizo que Slane se detuviera. Esos maravillosos
ojos verdes estaban un poco entrecerrados, pero no pudo evitar quedarse mirándolos
como si lo hubieran embrujado. Algo resplandeció con la luz de la antorcha y Slane
bajó la mirada, viendo que tenía una daga apuntando a su estómago.
—¿Estás despierto muy tarde, no Slane? —su voz sonó suave y vigorosa.
—¿Qué planeas hacer con eso?
Se puso la daga en la palma de la mano.
—Nadie me obliga a quedarme donde no quiero. Y tengo la ligera impresión de
que no me dejarías ir.
—¿Piensas atravesarme con esa arma? —le preguntó, incrédulo.
—No necesito atravesarte para desarmarte —le contestó ella.
Slane creyó detectar tristeza en su voz, pero no estaba seguro. Se sintió furioso.
—Tendrás que hacer mucho más que atravesarme si me quieres desarmar —
contestó.
—No hagas que esto sea difícil —dijo ella mientras retrocedía un paso.
—No puedo dejar que te vayas —dijo él en un tono de voz un poco más alto.
—No creo que tengas muchas más opciones. —Taylor dio un paso hacia la
escalera.
Slane se lanzó frente a ella, tomándola de la muñeca. Se quedaron así durante
un momento, mirándose a los ojos.

- 143 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Irte no te servirá de nada. Enfréntate a tu destino.


—Mi destino no es ver a mi padre —dijo Taylor.
—Por lo menos habla con él —le urgió Slane.
—No.
Trató de liberar su brazo pero Slane la sostenía firmemente.
—Sólo así te librarás de todo esto. Es la única manera. ¿Crees...?
Ella le dio un fuerte pisotón, y a pesar de que Slane sintió cómo el dolor
explotaba en su pierna, no le soltó el brazo. Por el contrario, la cogió con mucha más
fuerza, hasta que detectó un brillo de agonía en sus ojos. Taylor abrió la mano para
dejar caer la daga al suelo.
Los ojos de ella bailaban con ira y determinación y Slane sabía que trataría de
escaparse de nuevo, hasta que lo lograra. Pero no podía vigilarla constantemente.
Cuanto más fuerte la sujetaba, más trataba ella de liberarse.
Despacio, le soltó la muñeca.
Los ojos de Taylor se abrieron con sorpresa. Retrocedió un paso, después otro,
sin quitar sus ojos de Slane.
Él la vio retroceder. ¿Qué estaba pensando? ¡No podía dejarla ir! Pero tampoco
podía retenerla. Tenía que haber alguna manera de solucionar esto.
Otro paso.
Slane sintió que la desesperación le quemaba el pecho. Recordó la primera vez
que la vio. Su rostro estaba herido pero su espíritu era indomable. Siempre lo había
sido.
Otro paso.
Pero estaba convencido de que ella no aguantaría tanta presión. Y mucho
menos sola, y con Corydon y los mercenarios persiguiéndola. Gracias a él, esos
asesinos sabían quién era ella. Conocían su rostro.
Otro paso.
Y la extrañaría. Terriblemente. Extrañaría su sonrisa, sus ojos brillantes. Su
vivacidad. Su particular forma de ver la vida. No era tan insensible como quería
hacerle creer a todo el mundo. Slane recordó al niño que ella había salvado de ser
atacado en esa misma posada.
Dio un paso hacia las escaleras para impedirle continuar, pero no hizo falta
porque al llegar al último escalón, Taylor se detuvo. Su mano descansaba en el
pasamanos.
La mano de Slane se deslizó por la madera buscando una respuesta. Como si
con eso pudiera transmitirle todos sus sentimientos, las cosas que no podía decir.
Una triste sonrisa afloró a sus labios y Taylor retiró la mano. Le dio la espalda.
Slane la miró y pensó que era una pequeña luchadora. Corría tantos riesgos...
Pero lo enfurecía que estuviera jugando con su vida. Apostándola. Se encontraría
mucho más segura si estuviera... ¡apostando! ¡Eso era!
—Taylor —la llamó.
Ella se detuvo y lo miró despacio. Su cabello oscuro caía, en gruesos rizos, sobre
sus hombros.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Sabes apostar. ¿Te gustaría ganar un poco de dinero?


Taylor levantó la cabeza, entrecerrando sus ojos con curiosidad. Se volvió hacia
él.
Slane bajó las escaleras.
—Te apuesto tu libertad y el pago de un mes a cambio de que te quedes
conmigo hasta que lleguemos al castillo Donovan.
Detectó un brillo de interés en su mirada. Bendito sea ese codicioso corazoncillo
suyo, pensó mientras la esperanza florecía en su pecho.
—Eres bastante buena con esa espada. —Vio cómo Taylor miraba hacia su
espada, amarrada a su cintura—. Pero te apuesto a que yo soy mejor que tú.
La joven levantó sus ojos hacia los de él. Sus redondos labios sonrieron un poco.
—No sería una pelea muy justa —dijo suavemente—. Estoy herida.
—Pelearemos dentro de una semana, si estás en forma.
Slane la vio dudar mientras ella miraba su lado herido.
—Y pelearé con la izquierda.
Taylor levantó sus gloriosos ojos hacia él. Una sonrisa le iluminó el rostro.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 24

Después de pasar la mayor parte de la mañana descansando en la cama, Taylor


se sentó en la parte de atrás del salón principal, lejos del fuego. Sus piernas estaban
extendidas frente a ella y su cabeza estaba recostada contra el respaldo de la silla, de
tal manera que su largo cabello negro caía casi hasta el suelo.
Escuchó pisadas fuertes bajando por la escalera. Era un ruido de botas. Un
hombre. Los pasos se detuvieron al final de las escaleras y el cuerpo de Taylor
revivió con un fuego que le hizo cosquillas. Slane. Sabía, con certeza, que era él. Era
desesperante la forma en que su cuerpo reaccionaba ante él. Y sólo estaba pensando
en él; ¡ni siquiera lo había visto!
Los pasos se acercaron y Taylor escuchó el sonido de una silla contra el suelo.
—No deberías estar sola aquí abajo.
Una sonrisa se extendió a lo largo de su rostro. En efecto, era Slane.
—Estás aquí —no pudo evitar provocarlo.
Y Slane cayó directo en la trampa.
—No lo estaba hace unos momentos —dijo, con una voz grave pero un poco
vacilante, a medida que ella repitió las palabras al mismo tiempo que él.
Taylor se rió suavemente, abriendo un poco los ojos para mirarlo.
—Eres tan predecible...
La miró en silencio durante un momento. Taylor estaba esperando que
reaccionara y le echara uno de sus sermones; pero Slane suspiró y se sentó.
—¿Me conoces tan bien? —le preguntó—. ¿Cómo es posible cuando yo no sé
nada acerca de ti?
Taylor miró hacia otro lado.
—Tengo que conocer a las personas para poder sobrevivir.
—¿Y soy tan fácil de conocer?
—Normalmente sí, lo eres —admitió.
—¿Y tú? ¿Por qué es tan difícil conocerte?
Lo miró muy seria. En sus ojos había un brillo extraño. Prevención. Cautela.
Desconfianza.
—Porque tengo que protegerme. No puedo ir por ahí desprevenida,
mostrándome tal como soy en realidad —dijo, y sintió que Slane se volvía a mirarla.
—¿Ha sido muy difícil para ti, verdad? Muy doloroso...
El exceso de simpatía en su voz la enfureció.
—No me tengas lástima —dijo.
—Supongo que, después de todo, no eres tan difícil de conocer —dijo Slane
sonriendo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

El calor ardía en sus mejillas y Taylor tuvo que sonreír y mover la cabeza. Sin
desearlo, sintió que su cuerpo se hundía en el asiento, relajándose. La calidez de la
sonrisa de Slane la envolvió y llegó hasta su alma, lugar al que el fuego distante de la
habitación, no alcanzaba a llegar.
—¿Siempre has sido así de embustero?
—Aprendo rápido —murmuró Slane.
Sorprendida, Taylor lo miró y se rió.
—Entonces debo de ser una muy mala influencia para tu noble carácter.
—No estoy tan seguro de que sea cierto eso del noble carácter, pero sí, eres una
mala influencia para mí de otras formas.
Slane hizo una pequeña pausa. Sus ojos, como si tuvieran voluntad propia,
viajaron despacio de arriba abajo por el cuerpo de Taylor.
—Muy mala influencia, en efecto.
—Pero me imagino que es bueno para vosotros, los nobles, tratar de vez en
cuando con gente común y corriente —dijo Taylor mirándolo a través de sus
pestañas—. No es bueno quedarse en ese pedestal todo el tiempo.
Slane asintió.
—Sí. Ocasionalmente, sí siento la necesidad de sentarme con el campesinado. Es
la única manera de mantenerse el contacto con lo que está sucediendo, en realidad,
en el país. —Se rascó la barbilla, esperando una respuesta. Cuando vio que no iba a
recibir ninguna, añadió—: Entonces, niña campesina, contadme algún chisme local.
—Oh, sí, milord, como gustéis —respondió ella—. ¿Deseáis que haga la venia
mientras os cuento el chisme o prefieres que tus mozas permanezcan de pie?
—Prefiero que todas mis mozas se postren ante mí en señal de adoración —
contestó Slane.
—Entonces no debes tener muchas mozas realmente deseosas —replicó Taylor.
De repente, la asaltó la imagen de Slane abrazando y besando a una mujer con
cabello largo y castaño. Tosió y subió sus rodillas hacía su pecho.
—En realidad, prefiero las que dan la pelea —dijo él—. Son mucho más
interesantes.
—Me imagino —murmuró ella.
Se quedaron en silencio, el crujido del fuego era lo único que se escuchaba en la
habitación. Taylor no pudo evitar volverse para mirar a Slane. Y cuando lo hizo, se
dio cuenta de que él también la estaba mirando. La joven sonrió al ver que la
contemplaba con una expresión muy cariñosa. Y él respondió también con una
sonrisa. El rostro de Slane se había transformado. Ya no tenía esa mirada oscura y
preocupada a la cual ella se había acostumbrado. Era una mirada llena de calidez y
promesas. Sintió que sus preocupaciones se desvanecían bajo su destello.
Inmediatamente, Taylor tuvo una revelación tan clara que le ardió el corazón: no era
digna de él, incluso en caso de que él llegara a poseerla. Si ella llegara a tocar el alma
de Slane, un alma pura y blanca, ésta se tornaría negra y se calcinaría como ocurría
con su propio corazón.
Taylor miró hacia el lado opuesto del cuarto, donde ardían las llamas del fuego.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Por qué no me miras? —le preguntó suavemente—. ¿Le temes a algo?


—¿Temer? —se rió y se volvió a mirarlo, con ojos valientes, amenazantes—. No
le tengo miedo a nada.
—Yo creo que sí —dijo en voz muy baja—. Creo que le temes a muchas cosas
pero te escondes tras el escudo de la indiferencia.
Sorprendida de que Slane le hubiera leído tan bien el pensamiento, Taylor le
dio de nuevo la espalda, pero esta vez evitó mirar el fuego. Esta vez se fijó en la
pared, en las sombras que creaban las llamas ondeantes.
—Dime lo que ves, Taylor. —Su voz era muy suave—. Dime lo que te asusta, lo
que hace que no quieras enfrentarte al mundo.
La luz jugaba en la pared de enfrente, oscilando alrededor de sus dos siluetas
oscuras como si fuera fuego quemando víctimas. Sus ojos se inundaron de lágrimas
incontrolables.
—Allí no encontrarás la respuesta —le murmuró.
La voz de Slane sonó tan cerca como si se hubiera acercado para susurrarle al
oído. Ella se volvió a mirarlo y la imagen de él se vio desdibujada por sus vidriosos
ojos. Slane estaba cerca, muy cerca. Sus ojos azules brillaron como la parte más
caliente de una llama. Sorprendida, Taylor parpadeó y acercó su mirada, pero sólo
vio la luz del fuego reflejada.
Las seductoras llamaradas se habían apoderado de su atención, la
atormentaban; las parpadeantes llamaradas la atraían, le hacían señas para que se
acercara a ellas.
De repente, se dio cuenta de que estaba temblando a pesar de que se encontraba
en medio de una calurosa habitación.
—¿Taylor?
Ella casi no escuchó. Podía ver el oscuro humo alzándose como dedos hacia el
cielo azul en el castillo Sullivan. Recordó ese horrible olor de carne quemada como si
estuviera sucediendo una vez más.
—¿Taylor?
Parpadeó y trató de olvidarse de esas imágenes. Los recuerdos se habían ido.
Pero no el olor. Nunca podría deshacerse de ese fétido olor.
Vio que Slane la estaba mirando con preocupación. Pasó un momento antes de
que se diera cuenta de que él la estaba tomando de la mano con firmeza.
—¿Estás bien?
Todo lo que ella quería hacer en ese momento era acurrucarse en su pecho,
abrazarlo para recibir todo el calor y la protección que él pudiera darle. Pero no se
movió; sólo asintió.
—Estás temblando —observó Slane y frotó sus manos de manera vigorosa para
calentarla—. ¿Adónde te fuiste hace un momento? Parecía que hubieras visto a un
fantasma.
—Un recuerdo —contestó con la garganta seca.
Slane miró las llamas antes de volverse hacia ella.
—¿Un recuerdo que tiene que ver con el fuego?

- 148 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Taylor asintió pero no estaba dispuesta o no podía hablar más del asunto.
—¿Un recuerdo que tiene que ver con tu madre?
Taylor se volvió como si Slane le hubiera pegado una bofetada y estuvo a punto
de ponerse de pie pero no lo hizo.
—Sé que la quemaron —dijo suavemente Slane.
La joven trató de levantarse pero Slane se puso de pie y colocó sus dos manos
encima del asiento, atrapándola. Había algo similar al pánico corriendo por las venas
de Taylor, revolviendo su vientre, diciéndole que huyera.
—Eso sucedió hace mucho tiempo, Taylor —dijo Slane—. Es hora de que
puedas hablar de ello.
Taylor desvió su mirada, incapaz de encontrarse con sus ojos. Sólo había una
manera de escaparse.
—¿Dónde está Elizabeth?
Slane le puso la mano en la barbilla y le levantó el rostro, forzándola a mirarlo a
los ojos. Taylor sintió como si un rayo la hubiera atravesado.
—La envié al castillo Donovan.
Solos. Estaban solos. ¿Era un tonto? ¿O en realidad creía que su honor podía
protegerlo? Su dedo pulgar rozó la mejilla de Taylor, siguiendo el ángulo. La joven
sintió que su corazón latía con rapidez. Desbocado.
La mirada de Slane se posó en los labios de Taylor. La caricia de sus ojos le
provocó un placentero cosquilleo y Taylor aguantó la respiración, temerosa de
moverse, temerosa de que él fuera a retirar la mano de su barbilla. Instintivamente,
se lamió los labios como si eso fuera a esconderlos de Slane.
Él tragó saliva. Estaba tan cerca que su aliento llegaba al rostro de Taylor, con
un dulce y leve olor a cerveza. La mano de Slane pasó de la barbilla hacia su nuca y
después descansó sobre su hombro.
Quería que la besara. Desesperadamente, necesitaba sentir los labios de Slane
contra los suyos. Pero no podía moverse. Estaba atrapada en su embrujadora mirada,
en sus caricias.
Después, Slane se acercó tanto a ella que sus narices estuvieron a punto de
tocarse. Su garganta emitió un sonido, como si fuera a decir algo, pero cuando ella
bajó la mirada sus labios se cerraron sin emitir una sola palabra. La sangre de Taylor
palpitaba en sus oídos; su cuerpo entero temblaba con un deseo que nunca antes
había sentido.
El fuego crepitó y salieron unas cuantas chispas de la madera ardiente.
De repente, la tomó de los hombros firmemente, sus dedos enterrándose en la
piel de Taylor.
—Soy un hombre honorable —dijo entre dientes—. He dado mi palabra.
Taylor abrió la boca para decir algo. Quería decirle que estaba bien, que lo
entendía. Ella sabía qué clase de hombre era él. Pero las palabras no le salieron.
Slane agachó su cabeza y Taylor cerró los ojos, anticipando el beso. Pero, en
lugar de besarla, él se alejó con un quejido.
—No sería suficiente —bufó—. No contigo...

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Salió de la habitación y subió las escaleras casi corriendo, sin volverse a mirarla
ni una sola vez.
Taylor permaneció sentada con los ojos cerrados, deseando que regresara,
deseando sentir sus dedos rozando su piel. Pero ninguno de los dos deseos se
cumplió. Cuando abrió los ojos, la habitación estaba vacía. Su mirada se volcó en la
sombra que quedaba en la pared, rodeada de la luz ondeante del fuego. Sintió que la
luz la rodeaba y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Con un suspiro, se puso de pie y
volvió a su habitación.
Apenas entró, se quitó la espada y la dejó en la cama. Caminó alrededor de la
habitación durante un momento, inquieta por los sentimientos que Slane había
despertado en ella. Después, su mirada se posó de nuevo en la espada.
La luna llena brillaba en el cielo, y su resplandeciente luminiscencia se reflejaba
sobre la lustrada hoja plateada de la espada. Sabía que debería tomarla. Sabía que
debería prepararse y practicar para la batalla contra Slane. Pero había una parte de
ella que no quería hacerlo. Una parte de ella deseaba que Slane la derrotara.
No. No podía rendirse ante él. Sabía que tenía que pelear con cada gramo de
fuerza que tuviera. Como le había enseñado Jared.
Tomó la empuñadura de la espada, mirando fijamente el reflejo de la luna en la
brillante hoja. Sus ojos se rodearon de tristeza; había líneas de tristeza cerca de su
boca. Taylor nunca se había visto tan sola y tan perdida en su vida.
Ese rostro, esa imagen que la miraba desde el pulido filo de la espada no era
ella. Ella era mucho más fuerte que esa cosilla debilucha de ojos trágicos. La mano de
Taylor sujetó con firmeza el mango de la espada. Sabía lo que tenía que hacer.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 25

—¿Estás segura de que te encuentras bien? —Slane jadeó, mirando el costado


de Taylor que estaba herido.
Una luna naranja bañaba a Slane y a Taylor a medida que sus espadas chocaban
en la noche.
—Si tienes miedo de pelear conmigo, puedes rendirte ahora mismo —contestó
Taylor.
Slane sintió que una sonrisa afloraba a sus labios y, por más de que quisiera, no
podía borrarla. Se sentía muy orgulloso de ella al verla allí, peleando. Nunca se
rendía. Obviamente, ella había sabido aprovechar esa última semana y había estado
entrenándose.
Taylor se movió hacia la izquierda y después giró con sorprendente rapidez.
Slane esquivó el golpe pero tuvo que moverse bastante rápido. Realmente, era muy
buena. Mucho mejor de lo que él había creído. Sólo un ojo entrenado podía detectar
cómo sacaba partido de sus cualidades. No era tan fuerte como él pero era mucho
más veloz. Como una esquiva y pequeña gata. Sus ojos verdes incluso parecían
brillar en la oscuridad.
En la mitad de la lucha, su rostro se enrojeció con un brillo radiante. Emanaba
tanta vida... como si la lucha la hiciera florecer. Entonces Slane pensó que ella no
debía conocer otra cosa, pues toda su vida había sido una continua batalla.
Taylor arqueó la espada sobre su cabeza y cuando él se movió para bloquearla,
bajó el arma y trató de enterrarla en su cuerpo. Maldiciendo, Slane tuvo que girar
para esquivar la acometida de Taylor. Joder, ¡era muy rápida! Ella continuó
acosándolo con su espada, lanzando golpe tras golpe.
Respirando de manera agitada, Taylor hizo una pausa y giró un poco hacia su
izquierda. De repente, lanzó un golpe hacia su derecha, pero retrocedió cuando Slane
se movió para bloquear su movimiento. Una suave risa salió burbujeando de su
garganta, sorprendiéndolo.
—¿Te estás tomando esto bastante en serio, no? —le preguntó Taylor.
—Siento que es importante aquello por lo que estoy peleando —respondió
Slane, alejando el sentimiento cálido que le había producido su risa para concentrarse
en la batalla.
—Deberías aprender a relajarte —le aconsejó Taylor.
—Y tú deberías aprender a no... —Slane lanzó su espada hacia Taylor haciendo
un firme arco— hablar tanto. Ten cuidado, no deberías hablar tanto cuando estás
pelando.
Taylor respondió al golpe de Slane como una luchadora entrenada. Se acercó a

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

él, ofreciéndole la más sarcástica de las sonrisas.


—Pero así es como gano mis peleas —murmuró en un áspero tono de voz.
Slane movió su espada hacia ella, acercándola a su cuerpo.
—No todas —dijo él en un tono de voz levemente más alto que un susurro.
Slane se acercó más a ella y Taylor tuvo que retroceder un paso.
Pero después se detuvo, empujando la espada de Slane y levantando esos
malditos labios llenos hacia los de él.
—¿Amas a Elizabeth?
Sorprendido, estuvo a punto de caer de espaldas, pero se enderezó
instantáneamente.
—Nos vamos a casar —contestó—. ¿Importa si la amo o no?
Sus labios entreabiertos atrajeron su mirada. Su boca se veía tan suave, como
unos suaves cojines de terciopelo en donde él podría descansar sus labios.
—El honor y el deber no son tan oscilantes y escurridizos como el amor —logró
añadir.
—El amor no existe —dijo ella mientras escupía con repentina amargura—. Sólo
quería saber si eras lo suficientemente tonto como para creer en él —le dijo mientras
lo empujaba. Su espada brilló con la luz de la luna a medida que retrocedió, después
se lanzó para adelante y su espada pasó rozando la cabeza de Slane.
Él levantó su espada, apretando con fuerza la empuñadura, y se quejó cuando
recibió el golpe, sorprendido por la fuerza y sintiendo una descarga en los músculos
del brazo. Pero reaccionó con rapidez, redirigiendo el movimiento de Taylor hacia un
lado, forzándola a bajar su espada y obligándola a clavar la punta de su arma en el
suelo. El dulce olor del aliento de la joven llegó a su rostro a medida que ella subía la
cabeza. Taylor empujó su espada hacia un lado y retrocedió un paso.
Se enderezó y lo miró con furia.
—Ella será una buena esposa —dijo. Su rostro era una máscara de compostura
pero su pecho se movía de arriba abajo al ritmo de su agitada respiración.
Slane observó el pecho de Taylor y sintió que sus entrañas ardían cada vez más
a medida que veía cómo sus senos crecían y se apretaban contra la tela de su túnica
con cada una de sus gloriosas respiraciones. Sería tan sencillo usar su espada para
cortar la tela, derribando la última barrera que había entre su hambrienta mirada y la
suave piel de la mujer. Gruñó, desviando su mirada. El pensamiento lo había
enfurecido pues había llegado a él de manera fácil. Demasiado fácil. Blandió su
espada con fuerza, tanto que el aire gritó cuando el metal de plata lo atravesó de
manera violenta.
Taylor levantó su espada para bloquear el golpe, pero en el momento en que el
arma de Slane tocó la suya, se cayó debido al brutal peso del contacto. Su trasero
aterrizó en el suelo, y la joven dio un grito.
Los ojos de Slane se agrandaron por la sorpresa. ¡No pretendía herirla!
—Lo siento, Taylor —dijo rápidamente y le extendió una mano.
Ella se apoyó en uno de sus pies y le dio una patada a las rodillas de Slane con
la otra pierna, haciendo que se cayera al suelo. Entonces se lanzó hacia delante,

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

colocando la punta de su espada en el cuello de su contrincante.


Slane frunció el ceño cuando vio la expresión de triunfo reflejada en sus ojos
verdes a través de una chispa de diversión.
—Has hecho trampa, eso es deshonroso —dijo él.
—Me gusta ganar —dijo ella con una amplia sonrisa esbozada en sus labios—.
Ríndete —le urgió Taylor.
Slane sintió que los músculos de su mandíbula se endurecían y que sus ojos se
entrecerraban. Ella presionó la punta de su espada en su piel. Los labios de Slane se
apretaron cuando murmuró.
—Me rindo.

Slane se paró en la oscuridad del salón principal, mientras miraba a Taylor


comer. Por lo menos su apetito había regresado. Comía incontroladamente, como si
fuera la última comida que probaría en mucho tiempo. Su oscuro cabello brillaba con
la oscilante luz del fuego, gruesas ondas negras caían sobre su espalda cuando se
agachaba sobre su avena.
¡Le había ganado!, pensó por enésima vez. Y Taylor no perdía tiempo
aceptando su triunfo; ya había guardado sus cosas y estaba lista para partir en cuanto
acabara de comer. Se marchaba. Slane apretó los dientes y miró hacia otro lado.
No debería importarle. ¡Ella le había ganado de una manera deshonrosa! Lo
había engañado. Pero sí le importaba. Y mucho. No era haber perdido la apuesta, no
era que ella le hubiera ganado... No, no era eso lo que le molestaba. Era que al perder
la apuesta la había perdido también a ella. Se había prometido a sí mismo que no
diría nada cuando ella partiera. En eso había consistido su apuesta. ¡Pero no había
contado con perder! Era muy bueno, capaz de ganar al más experto. No había
dudado ni un minuto de que él la vencería.
¡Pero ella lo había engatusado con su cuerpo y sus embrujadoras miradas! ¡Lo
había distraído con sus infernales conversaciones! ¡Con razón había perdido!
Ninguna pelea con ella podría ser justa. Ella siempre lo tendría en desventaja
con sus suaves curvas, el sonido de sirena de su voz, las eternas profundidades de
sus ojos color esmeralda.
Slane lanzó su cabeza para atrás y tomó un gran sorbo de su cerveza. Se quedó
mirando el reflejo de su imagen en la brillante superficie del líquido. Sus ojos
parecían embrujados, poseídos por la imagen de una mujer que no podía tener. ¡Y
que no debería desear! Miró la causa de su angustia.
Taylor abrió su boca para mordisquear su pan. A medida que estudiaba sus
sensuales labios color cereza, su inocencia parecía convertirse en provocación y
después en seducción. A pesar de que estaba de pie en la parte de atrás del salón, su
boca llenó su visión como si estuviera sentada a centímetros del él. Su mirada
recorrió las mejillas de la joven, sorprendiéndose con su delicada redondez, con su
moderado color que les daba una apariencia vivaz y vibrante.
Taylor se volvió para mirarlo directamente. Sus ojos atrajeron los de él,

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

forzándolos a que la miraran. Durante un largo momento, se le olvidó quién era,


dónde estaba. Sus gemas esmeraldas brillaban, joyas preciosas enterradas en el
tesoro que era su cara.
De repente, Slane empezó a caminar hacia ella. Acabaría con esa farsa. ¿Cómo
podía pensar en abandonar su protección? ¿Cómo podía pensar que sobreviviría un
día sola con los hombres de Corydon y los mercenarios de Richard buscándola, sobre
todo después de lo que había ocurrido la última vez que lo había intentado?
Se acercó a ella y su sombra cayó sobre Taylor como una nube de tormenta. Se
detuvo y durante un largo rato se limitó a mirar sus ojos inquisidores mientras sentía
cómo la furia ardía por todo su cuerpo. Abrió su boca para ordenarle que se quedara
con él, que se quedara a su lado... pero, de repente, se detuvo. Había perdido. Había
dado su palabra de que la dejaría ir.
Taylor empujó con su pie el asiento en el que estaba reposando su pierna y
Slane, calladamente, se sentó en él.
No podía hacer nada salvo mirarla. La forma en que su cabello caía sobre sus
hombros en nubes de rizos, la manera en que sus profundos ojos verdes parecían ver
a través de su alma, leyéndolo y comprendiéndolo. Después los párpados de Taylor
cayeron sobre sus ojos, mirando el vaso de cerveza.
—Sería mucho más prudente que te quedaras —dijo finalmente Slane de forma
silenciosa.
Ella esbozó una sonrisa y dijo:
—Sabía que no ibas a respetar la apuesta.
—No estoy tratando de detenerte —insistió—. Sólo creo que deberías
considerar tus opciones.
Ella levantó sus luminosos ojos hacia él.
—Lo he hecho.
—¡Hum! Prefieres correr el riesgo de enfrentarte a docenas de luchadores
entrenados que quieren matarte o quién sabe cuántos mercenarios que quieren
secuestrarte. Matarte. Secuestrarte. Puede que ambas cosas —dijo Slane mirando a
Taylor—. Es verdad. La decisión es fácil.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 26

Era el momento de partir y Taylor lo sabía. El momento de dejar a Slane. Había


sido ese momento desde hacía media hora, desde hacía muchas horas. Pero sentir el
duro cuerpo de Slane tan íntimamente apretado contra el suyo; sentir sus labios
contra los suyos, aumentaba su deseo de recibir más de sus caricias. ¿Cómo podía
irse cuando cada uno de sus sentidos le pedía quedarse? ¿Cómo podía quedarse
cuando su mente le pedía huir sin mirar atrás? Dejó de pasearse de un lado al otro de
la habitación, para sentarse pesadamente en la cama junto a su equipaje.
—Diablos —murmuró. Un torbellino de sentimientos la inundaba. Su cerebro
estaba a punto de estallar. Dejó caer la cabeza entre las manos, lamentando su
indecisión. Nunca en su vida había estado tan confundida.
Se frotó las sienes y agitó la cabeza desordenadamente, llena de confusión.
¿Qué pensaría Jared de ella ahora?, se preguntó.
Lentamente, se quitó las manos del rostro.
Había llegado tan lejos para vengar la muerte de su amigo, pensó. Y ahora
estaba huyendo de nuevo, en mitad de la noche como un niño asustado. ¿Cómo
podía abandonarlo así? ¿Cómo podía permitir que la muerte de Jared hubiera sido en
vano? Pero también sabía que su Slane no querría que ella continuara huyendo...
Entonces, ¿por qué quería irse con tanta prisa?
Volvió su mirada hacia la ventana. La luna luchaba por iluminar el mundo,
pero unas densas nubes bloqueaban sus débiles intentos, haciendo que la noche
permaneciera en completa oscuridad. La inolvidable imagen de Slane con sus
húmedos labios posados sobre su mejilla revoloteaba en su mente. El dolor que sintió
en el pecho fue tan fuerte como cuando lo experimentó la primera vez, cuando fue
testigo y protagonista de la escena. Lentamente bajó la mirada hacia el oscuro suelo.
No quería ser herida. Pondría tanta distancia entre ella y Slane como le fuera posible,
olvidando todo: la posibilidad de un trabajo remunerado, comida y alimentación
gratuita. Olvidando vengar a Jared.
Sabía que una simple mirada picaresca de los azules y profundos ojos de ese
hombre, o una sonrisa seductora de sus labios, podrían hacer que ella lo olvidara
todo. Por eso no había partido todavía. Tenía miedo de encontrarse con Slane
esperándola en la sala de estar de la posada. Esperándola con sus preocupados ojos
azules. Esperándola con sus fuertes brazos. Esperándola con sus peligrosos labios.
Estaba segura de que si llegaba a besarla una vez más, ella jamás lo dejaría. En lo más
recóndito de su corazón, sabía que no quería abandonarlo. Quería quedarse con él.
Tal vez, sólo tal vez, se olvidaría de Elizabeth y la tomaría a ella en sus brazos una
vez más...

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Pero también sabía que él jamás rompería su voto. Su honor. Su juramento.


Ahora sentía miedo de que su anhelo de tener a Slane empañara su juicio, dándole
demasiadas razones para quedarse. Después de todo, ¿no podía ella vengar a Jared
sin ayuda? ¿Necesitaba la compañía de Slane para ir al castillo Donovan? Claro que
sería mucho más fácil con Slane a su lado, pagando por su comida. Además, él
podría buscar ayuda de su hermano contra los hombres de Corydon. ¿Y si acudía a
su padre? Su padre estaba esperándola en el castillo Donovan. ¿Podría verlo otra vez,
después de todos esos años, sólo para estar con Slane un poco más? Encorvó los
hombros, su largo y negro cabello cayó sobre su rostro y se posó sobre su regazo. No
le importaba volver a ver a su padre. Lo único que le importaba era Slane. No quería
abandonarlo.
¿Cuál era el problema, entonces? Pensó.
«No me iré. Nunca me ha importado nadie. ¿Por qué cambiar eso ahora? Si me
voy a quedar, al diablo la reputación de Slane, al diablo su honor. Me quedaré. Haré
lo que me parezca, tal y como lo he hecho durante los últimos ocho años».
Pero ése era el problema. Querer. No sabía lo que quería de Slane. Tampoco
sabía si, cuando ya lo supiera, él le podría dar lo que ella quería. Sin embargo, tenía
que averiguarlo, tenía que saber qué tenía él que la hacía sentirse tan... tan mujer.
Se levantó y se dirigió decidida hacia la puerta, abriéndola de par en par. De
cualquier modo, iba a vengar la muerte de Jared.
Caminó sigilosamente por el vacío pasillo, dándose prisa para no perder su
valentía. Después de todo, Slane era quien pagaba su comida y alojamiento.
Posó su mano sobre el picaporte de la puerta de la habitación de Slane, y estuvo
a punto de desistir, llena de miedo. Su corazón palpitaba furiosamente en su pecho.
Le tenía miedo a...
«No tengo miedo», se dijo a sí misma. «A nada». Empujó la puerta y entró en la
oscura habitación. Vio una sombra moverse, y después escuchó el familiar sonido de
una espada al desenfundarse. En medio de la tenue luz que entraba a la habitación,
Taylor vio el reflejo de la cuchilla apuntando a su garganta. Sin embargo, eso no la
asustó tanto como enfrentarse a esos ojos azules que brillaban en la oscuridad.
Se humedeció los labios.
—Me quedaré contigo —anunció.
Tras un largo rato, la espada descendió y dejó de amenazar su cuello,
sumiéndose en la oscuridad de donde vino. La habitación estaba tan silenciosa como
una capilla.
—Te acompañaré al castillo Donovan —aclaró, preguntándose si él la
escuchaba. Finalmente, dio un paso hacia atrás, antes de volverse y salir de la
habitación. Cerró la puerta tras ella.

Slane se dejó caer sobre la cama, profundamente anonadado, sin dejar de mirar
hacia la puerta. ¿Acaso había sido Taylor quien había entrado en su habitación,
anunciando que iría al castillo Donovan? ¿O sería que por fin se había quedado

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

dormido y lo había soñado? Un glorioso y maravilloso sueño.


No, algo había cambiado en su corazón. ¡Después de todo, ella iría al castillo
Donovan!
Pero ¿a qué se debía el súbito cambio de parecer? Se preguntó. ¿Qué esperaba
ella a cambio? Nunca hacía nada si no había ganancias. Entonces cayó en la cuenta,
con una amplia sonrisa, de que ya no le importaban sus motivos. ¡Taylor iría con él!
Estaría a salvo junto a él. Ningún mercenario se atrevería a capturarla. Los hombres
de Corydon jamás posarían sus manos sobre ella. De repente, la sensación de júbilo
que sentía fue rápidamente reemplazada por la duda.
Pero también iría al castillo Donovan para estar con su hermano Richard. Para
ser su prometida.
Con sólo pensar en ello, una extraña sensación de melancolía se apoderó de él.
Esposa de Richard. No podía ni siquiera imaginarlo. Richard nunca toleraría su
sarcasmo. Nunca apreciaría su sabiduría. Nunca vería su belleza. Como Elizabeth,
Richard sólo vería a la mercenaria, sólo vería el cabello enredado y despeinado, sólo
vería las manos callosas. Richard nunca vería cómo se reflejaba la luz de la luna en su
preciosa cabellera; tampoco apreciaría la habilidad con que desenvainaba su espada.
No. Richard percibiría su sarcasmo como falta de respeto, su humor como insolencia.
Slane frunció el ceño. ¿Realmente la estaba enviando hacia un lugar más seguro? ¿O
la estaba poniendo en un riesgo aún mayor?
Debería decírselo. Decirle la verdadera razón por la cual la buscaba. Él sólo le
había contado una parte de la verdad; no le había contado la historia completa. No le
había dicho que su padre la había prometido en matrimonio a su hermano Richard.
Su mirada se elevó hacia la puerta. Pero, si se lo contaba, ella nunca iría al
castillo Donovan con él. Nunca estaría a salvo.

Taylor se sentó en el cuarto de estar, de espaldas a la chimenea, observando la


manera en que las sombras de las llamas titilantes se proyectaban danzando sobre los
muros alrededor de su oscura silueta. No podía evitar preguntarse si había hecho lo
correcto al quedarse al lado de Slane. Se encogió de hombros y pensó: lo que está
hecho, hecho está.
El repentino siseo del fuego la despertó del trance hipnótico en el que la habían
sumergido las distorsionadas sombras en el muro. Se arrebujó en la manta y se
envolvió con ella la mano que sostenía un vaso de cerveza. Comenzó a elevarlo hacia
su boca, cuando quedó congelada...
Cómo podía tener la esperanza de competir contra Elizabeth. ¿Competir? ¡No
estaba tratando de competir! Terminó de elevar el vaso hacia sus labios y bebió. Sus
sentimientos se habían convertido en un revoltijo que habitaba su interior. Debía
tratar de aclararlos. Debía entender qué era aquello que estaba sintiendo. Pero ¿cómo
podría hacer eso cuando muchos de esos sentimientos eran totalmente nuevos? Se
puso en pie y se dio la vuelta. Encontró frente a ella a un hombre de nariz torcida y
ojos negros que la miraba con mucha atención. Por encima del hombro alcanzó a ver

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

a otro individuo a unos metros del hombre que la miraba.


Taylor dio un paso para rodearlo, pero el hombre se movió bloqueándole el
camino. No se encontraba de humor para discutir con ese hombre y, por un
momento, pensó en golpearlo en la entrepierna con la rodilla. Pero estaba segura de
que Slane le reprocharía que hiciera algo así.
—Con su permiso —murmuró y, una vez más, intentó rodearlo. De nuevo, el
hombre le bloqueó el camino, y esta vez su amigo se acercó y se paró a su lado.
—La vimos en este lugar y pensamos que deseaba compañía —dijo el hombre
firmemente.
Taylor apretó los dientes.
—No, gracias —contestó.
—Ah, tiene modales —dijo el hombre de la nariz torcida.
—Sí, es evidente que no fue criada en las calles —añadió el amigo.
—Me temo que debemos insistir —dijo el de la nariz torcida, sonriendo.
Basta ya de cortesías, pensó Taylor.
—Lo que ustedes dos, gentiles hombres, no entienden es que no me agrada la
compañía de sujetos como ustedes.
—¿Qué hay de malo en nosotros? —preguntó el de la nariz torcida.
—Deberían bañarse más a menudo —respondió Taylor.
—¿Nos está insultando? —preguntó el amigo.
—No —mintió ella—. Sólo trato de darles un consejo amigable.
—¿Nos está aconsejando? —preguntó el amigo.
—Déjeme aconsejarla a mí también. Mantenga su bocaza cerrada y sus lindas
piernas abiertas. ¿No, Simon?
El hombre que se hacía llamar Simon se rió desde lo más profundo de su
garganta.
Los ojos de Taylor se abrieron levemente. Abrió las piernas y preguntó con
aparente inocencia:
—¿Así?
—Más abiertas —replicó Simon.
—¿Quiere decir usted que las abra así? —Taylor batió su pierna hacia arriba,
golpeando el pecho de Simon.
Mientras Simon caía hacia atrás como consecuencia de la fuerte patada, el
hombre amigable se lanzó hacia ella, pero Taylor fácilmente lo evadió alejando su
cuerpo del alcance de su atacante. El hombre se estrelló contra una mesa que había
detrás de ella.
—Me temo que no cumpliré sus deseos —dijo, poniendo su pie sobre la
garganta de Simon. En ese momento, Taylor vio un rápido movimiento en las
escaleras y miró hacia arriba. Él apareció como un ángel oscuro, un ensombrecido
espejismo emergiendo de las tinieblas—. Slane —susurró Taylor.
En ese momento, el puño del amigo de Simon alcanzó su mandíbula y la envió,
dando botes, al suelo. El vaso que llevaba en la mano voló por los aires, esparciendo
su contenido sobre el suelo de madera. Taylor vio desde el suelo cómo la espada de

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane silbó, cortó el aire, golpeó la carne y derramó sangre. Unos instantes después
los dos hombres yacían muertos a sus pies. El encargado de la posada y su hija se
habían escabullido a un sitio seguro en el momento en el que comenzó la pelea. Sólo
Slane estaba de pie cerca de los bultos sin vida de los dos criminales. Slane apretó la
espada con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron de alabastro. Entonces, escupió
sobre los cadáveres.
Lentamente, Taylor se levantó, mientras Slane tomaba un trapo que encontró en
una mesa cercana para limpiar su espada. Una vez la limpió, la plateada superficie
del arma volvió a brillar. Puso de nuevo la espada en su vaina y miró a Taylor con
cierto aire de asesino. Ella estuvo a punto de estremecerse, pero mantuvo la
compostura.
—¿Estás bien? —Sus palabras eran gentiles, generando un crudo contraste con
la letal mirada que se podía percibir en sus ojos.
Taylor asintió.
Slane se irguió completamente y se volvió para encararse con el encargado de la
posada y su hija, quienes se encontraban asomados tras la puerta de la cocina. Señaló
a Taylor:
—Esta mujer está conmigo. Si los veo a ustedes o a sus patrones mirándola con
desdén, recibirán la misma lección que han recibido estos desgraciados.
Asombrada por la intensidad de su ira, Taylor levantó su mano distraída y se
sobó la mejilla; supuso que, en su propio estilo inusual, él acababa de defender su
honor... si le quedaba algo de ello todavía. Se acercó a él, examinando la masacre.
—Habría podido encargarme de ellos sola, ¿sabes? Y probablemente todavía
estarían vivos.
—No merecían menos de lo que han obtenido —contestó Slane cerrando los
ojos. Después de un rato los abrió lentamente. Posó sus dedos sobre la mejilla de
Taylor y ella sintió cómo su corazón se aceleraba con la caricia. En los profundos ojos
azules de Slane, pudo ver su ira y su preocupación. Y también pudo ver sus
disculpas.
Taylor sonrió levemente.
—Me he encontrado en peores situaciones.
Slane sonrió.
—De eso no me cabe la menor duda.
Miró de nuevo al encargado de la posada y a su hija, quienes se encontraban
acurrucados. Cuando Slane volvió su mirada hacia Taylor, los dos supieron que no
podrían quedarse allí por más tiempo.
—Llegó el momento de marcharnos —anunció Slane en un tono moderado.
—Justo cuando me estaba empezando a gustar este lugar —murmuró ella.
—Busca tu bolsa y yo pagaré lo que debemos y unas pocas monedas de más
para que se encarguen de estos dos desgraciados —dijo Slane suavemente y señaló
los dos cuerpos con la cabeza.
Taylor asintió y se dirigió a las escaleras. Sabía que debían partir. Rápidamente
el rumor correría; el rumor acerca un hombre y una mujer, los dos fuertemente

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

armados. Corydon enviaría a sus hombres. Ella no podía pelear bien todavía. Aún no
estaba lo suficientemente recuperada para luchar tan bien como sabía hacerlo.
Cuando regresó con sus cosas, Slane ya había pagado la cuenta y se encontraba
subiendo las escaleras para recoger sus pertenencias.
—Oye, Slane —dijo Taylor llamando su atención.
Él se volvió para mirarla por encima del hombro.
—La vida sería endemoniadamente aburrida sin mí, ¿no crees?

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Capítulo 27

Tras un largo día de viaje, Taylor no podía creer que finalmente había llegado el
momento de bajarse de su caballo. Ató su corcel a un árbol, cerca de un arroyo,
regodeándose al estirarse y moverse. Se había debilitado por estar sentada en la
posada. Necesitaba ejercicio para tonificar los músculos.
Posó los ojos sobre la pequeña colina frente a ella. Se acercaban cada vez más al
castillo Donovan. Y cuanto más se aproximaban, más sentía que un fuerte
nerviosismo se apoderaba de ella.
Taylor miró entonces a Slane. Él acariciaba su corcel mientras el animal bebía
agua del pequeño arroyo. El sol se estaba poniendo y la tenue luz dorada parecía
estirarse suavemente para tocarle todo el cuerpo, una vez más. Taylor estaba
cautivada por el poder que veía en las manos de Slane mientras acariciaba el cuello
de su caballo. Lo había visto blandir su espada con fuerza desmedida, pero verlo
hacer una tarea tan sencilla como acicalar su corcel la sorprendía desmedidamente.
Su mirada se paseaba a lo largo del cuerpo de Slane; desde sus fuertes hombros,
pasando por su esbelta cintura, finalizando en sus mallas, que se curvaban
hermosamente sobre los músculos de sus piernas.
De pronto, él se volvió y fijó su mirada en Taylor. Intentando parecer que no lo
había notado, ella se movió y dirigió su mirada a un prado despejado que se veía a
su derecha. Sintió cómo el cálido rubor se apoderaba de sus mejillas, y rápidamente
se dirigió hacia la leve colina que bordeaba el prado, alejándose de Slane.
Cuando llegó a la cima de la colina, sintió un fuerte vacío en el estómago. Frente
a ella se extendían las más hermosas tierras que había visto en toda su vida. Grupos
de árboles coloreaban las enormes y verdes praderas. Perfectas colinas, cubiertas de
un intenso y verde césped, llenaban el paisaje. Un lago azul resplandeciente se
asomaba tras una de las laderas.
«¡Oh, Dios», pensó. «No sabía que estuviéramos tan cerca». Sintió cómo la
tensión agarrotaba sus músculos mientras una enorme oleada de recuerdos la
invadía, inclemente.
—¿Taylor?
Al oír la voz de Slane, dio un saltito y se volvió para mirarlo.
La sonrisa con la que él se había acercado inicialmente había desaparecido
sustituida por un gesto de preocupación.
—¿Estás bien?
—Estamos entrando en las tierras de Sullivan —dijo Taylor con tal mesura que
hasta ella misma se sorprendió.
Slane asintió.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Sabes que debemos atravesar esta comarca para llegar al castillo Donovan.
Taylor volvió su mirada hacia el hermoso paisaje. Sí, lo sabía. Sin embargo, no
estaba preparada. Durante años había evitado entrar a estas tierras. Había evitado
cualquier cosa que tuviera que ver con ellas, y se había negado a aceptar cualquier
trabajo que tan sólo la acercara a la propiedad Donovan. Ahora, parada en la puerta
de su antiguo hogar, sintió que una punzante ansiedad se apoderaba de ella. Tenía
que alejarse de esas tierras, de esos dolorosos y perseverantes recuerdos.
Se había vuelto para huir, para correr lejos de allí, cuando se topó cara a cara
con Slane.
Gentil, pero firmemente, Slane posó sus manos sobre los hombros de Taylor.
—Todo está bien, Taylor —dijo con una tranquilizadora y melodiosa voz.
Taylor humedeció sus labios y miró a su alrededor, como si los hombres de su
padre fueran a salir de los árboles que los rodeaban y la fueran a llevar velozmente al
castillo Sullivan.
Slane la tomó del mentón y la obligó a mirarlo fijamente a los ojos.
—No dejaré que te pase nada —susurró—. Te lo prometo.
Su tacto y su mirada sincera le infundieron cierta sensación de calma, y sus
palabras borraron el miedo. Él era un hombre que honraba su palabra. Su juramento.
Su honor. Taylor sabía que cumplía lo que decía. Se inclinó hacia él, posando su
mejilla en su hombro.
Slane la abrazó, dándole mayor seguridad.
Humo, llamas, borrosos recuerdos se prolongaban en su mente. Taylor dejó
caer su cabeza hacia un lado, reposando su mejilla sobre el hombro de Slane. Las
lágrimas quemaban sus ojos; la nube de humo, producida por las llamas de sus
recuerdos, irritaba sus pupilas. Quiso borrar las imágenes, borrarlas de una vez para
no tener que volver a verlas jamás. Se negó a reconocer el efecto que esos recuerdos
tenían sobre ella. Todo había pasado hacía mucho tiempo. Todo había terminado.
Se alejó del abrazo de Slane, dejando atrás la comodidad y tranquilidad que él
le ofrecía. Bajó de la colina y se dirigió hacia los caballos.
—¡Taylor! —llamó Slane.
Ella se detuvo, pero no se volvió. Su corazón temblaba añorando su tacto, su
sosiego. Tenía miedo de volverse; miedo de no poder resistir el encanto y el consuelo
que él le ofrecía. Le tenía miedo... tenía miedo a enamorarse de él.
—¡Humo!
Se volvió. Slane señalaba hacia la comarca de Sullivan. Los recuerdos de humo
y fuego resurgieron en su mente. Comenzó a temblar. No podía ser. No podía haber
humo. No podía haber fuego. Eso había pasado hacía años. Temblando, se volvió de
nuevo y dio la espalda a Slane.
—No me importa —dijo con frialdad.
—¿No te importa? —Sus largos pasos lo llevaron a alcanzarla justo cuando ella
se paró frente a los caballos—. Tal vez pienses que no te importa. Pero te importa.
¡Éste es tu hogar!
—Lo fue —contestó ella—. Pero ya no lo es.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¡Pero eres la heredera! Tu padre...


—¡Mi padre no me importa! —gritó—. No me importa después de lo que hizo.
Slane frunció el ceño aún más. Se dirigió a su caballo y montó.
—Puede que necesiten ayuda —dijo, como si con ello lo explicara y resolviera
todo.
La iracunda mirada de Taylor chocaba con la furiosa mirada de Slane.
Finalmente, dio rienda al corcel y espoleó a su caballo en dirección a la columna de
humo.
Taylor lo vio partir. Pequeñas nubes de polvo fueron levantadas por los cascos
del caballo que se alejaba a toda velocidad. Entonces, su figura desapareció tras la
colina y la sangre hirvió en las venas de Taylor. ¿Quién diablos se creía que era,
rescatando a cuanta maldita persona lo necesitara? ¡Podría ser una trampa! ¡Pero si
caía se lo tenía bien merecido!
Se quedó mirando hacia el lugar por donde Slane había desaparecido.
—¡Por favor! —murmuró y se subió de un salto al caballo.
La luna brillaba en lo alto del cielo cuando Taylor alcanzó a Slane, justo antes de
entrar al pueblo. Él estaba muy rígido sobre su caballo, pero no fue eso lo que llamó
la atención de Taylor: fue el pueblo. A su alrededor sólo había casas destruidas y
ennegrecidas, víctimas de la voraz ira del fuego. Había humo que aún salía de la
mayoría de los edificios. Se sentó con la mente en blanco, sorprendida y aterrada. Sus
manos apretaban compulsivamente las riendas de su caballo.
Slane condujo a su caballo por la calle principal del pueblo.
Sin que Taylor lo espoleara para que se moviera, su caballo avanzó también.
Olas de terror pasaban por su mirada cuando posaba sus ojos sobre unas ruinas
informes... la casa donde vivía la señora Mulder. Ella hacía la mejor tarta de manzana
de la comarca, y Taylor iba a ver a la anciana todos los días sólo para probarla.
Apartó su mirada de la cascara quemada y vio, entonces, la casa de granjero
George. El humo se elevaba en una carbonizada y ennegrecida columna que se
enredaba con los rayos de la luna. Mucho tiempo atrás, ella se había sentado en esa
misma habitación para jugar a la doncella en apuros con Jeffrey, el hijo del granjero
George.
Entonces vio la casa de los De Luca. Su amiga Julie había vivido allí. Dios, no
había pensado en ella desde hacía...
Su caballo se acercó un poco más a los encendidos restos de la casa. Julie solía ir
al castillo con su madre, que trabajaba en la cocina. Taylor y Julie solían espiar a los
caballeros y elegir a sus favoritos mientras los hombres competían en las justas. A
veces incluso imaginaban que aquellos hombres competían para honrarlas a ellas.
Julie...
El caballo de Taylor se detuvo. El animal rasgó la tierra superficialmente,
levantando cenizas. El calor irradiaba en oleadas que salían de las entrañas de la
casa.
Una torturante sensación anonadaba a Taylor y la llevaba a no creer lo que veía.
¿Qué había pasado? Todo a su alrededor era destrucción. El pueblo yacía en

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

humeantes ruinas, quemado y convertido en cenizas. El humo quemaba sus narices,


su olor nauseabundo cerraba su garganta. Pasó los dedos por debajo de sus fosas
nasales, desesperada por deshacerse del desagradable hedor.
Sus ojos buscaban en las calles algún superviviente. Pero no había signos de
personas vivas, ni lamentos de personas heridas. Sólo existía el intenso calor y el
crujir ocasional de algún madero quemado.
Desconcertada, se apartó del ennegrecido cuadro y su caballo obedeció su
orden. El animal se retiró sacudiendo la cabeza, como demostrando la incomodidad
causada por las imágenes que llegaban a sus ojos.
De repente, una carbonizada viga se partió en dos y chocó contra el suelo,
enviando una lluvia de incandescentes brasas al cielo nocturno. Con una fuerte
sacudida, Taylor se dio cuenta del sitio en que se encontraba, y desesperada por
escapar, espoleó a su caballo con fuerza. Encabritado, el animal se tambaleó hacia
delante y siguió por la carretera, en medio de las desoladas ruinas de lo que solía ser
un próspero pueblo.
A medida que la joven aceleraba dejando atrás la desgarradora escena, el
castillo Sullivan aparecía frente a ella llamándola silenciosamente con su puente
levadizo. Las torres de vigías estaban vacías; ahora eran vacuas hendiduras en las
paredes del castillo, y parecían más las heridas dejadas por una daga que había
atravesado la piedra que las ventanas defensivas que debían ser. En otro tiempo
había sido un vibrante centro de vida. Taylor sabía que el castillo era ahora un baldío
monumento a los muertos.
Su mirada se posó de inmediato sobre un objeto que colgaba de las paredes del
castillo. Tiró de las riendas, logrando detener su corcel. Bajo ella, el animal hacía
nerviosas cabriolas. Vio, entonces, el objeto que colgaba de las paredes y se dio
cuenta de que tenía forma humana. Era un hombre. Un hombre que pendía de una
cuerda, colgado de los brazos. La cuerda que ataba sus muñecas se estiraba a lo largo
de la pared y parecía estar atada al borde superior del muro. Cada instinto dentro de
Taylor le gritaba que corriera. Que se fuera del pueblo y se alejara del castillo. Pero
no podía apartar los ojos del cuerpo. Su ropa estaba hecha jirones. Su plateado
cabello se pegaba a su rostro. De repente, el hombre movió la cabeza y se quejó con
fuerza.
Taylor oyó el sonido de los cascos de un caballo acercarse.
—Yo lo bajaré de allí —oyó decir a Slane detrás de ella.
Taylor giró su cabeza para ver a Slane montando su caballo sobre el puente
levadizo, dirigiéndose al abierto portón del castillo. Volvió la mirada al hombre,
balanceando su pierna sobre el caballo para desmontarse. Se acercó a él entornando
los ojos. Había en él algo familiar.
El hombre se quejó una vez más sacudiendo la cabeza. Los empapados
mechones de su cabello se pegaban a la sangre en su cara. Tenía heridas por todo el
cuerpo; su piel estaba cubierta de cenizas y hollín. Lo habían torturado, estaba segura
de ello. Pero ¿quién habría sido?
De pronto, el hombre cayó al suelo. Taylor echó un vistazo hacia arriba y vio

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

que Slane la miraba desde lo alto. Hizo un gesto con la cara y se apartó. Taylor volvió
la mirada al hombre caído y se acercó a él. Había recibido una fuerte paliza y no
había manera de saber cuánto tiempo llevaba allí colgado.
Se agachó y lo tomó del brazo, arrastrándolo para darle la vuelta. Se quedó
helada al ver su rostro. Aun maltratada y azotada, reconoció esa cara. Sus entrañas
eran un remolino de agonía y rechazo. Finalmente, se alejó de él; su cara se convirtió
en una máscara de desprecio.
—¿Quién es? —preguntó Slane, saliendo del castillo.
—Mi padre —susurró ella.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 28

Slane se agachó al lado del hombre que estaba en el suelo y puso la oreja cerca
de su pecho. El más leve temblor de su corazón palpitaba suavemente contra su oído.
Slane levantó la cabeza y puso una mano cerca de los labios del hombre. Unas
débiles corrientes de aire golpeaban su mano a intervalos regulares. Slane quitó la
mano y miró los ojos cerrados del hombre.
—¿Lord Sullivan? —dijo.
El hombre se quejó y abrió lentamente los ojos.
—¿Quién le hizo esto? —exigió Slane.
Lord Sullivan abrió la boca pero no salió ningún sonido de ella.
Slane se volvió hacia Taylor. El viento de la noche levantaba levemente los rizos
de su cabello y los lanzaba con delicadeza hacia atrás, hacia sus hombros. De otra
manera, no se habría movido. Estaba parada como una estatua de granito, mirando
con ojos fríos.
—Se está muriendo —susurró Slane, furioso con la inmovilidad de Taylor.
Pero ni estas palabras hicieron que se acercara a su padre; no se arrodilló con
ternura ni lloró.
—Es tu padre —le recordó Slane, sorprendido por su frialdad.
—¿Taylor?
La entrecortada voz de lord Sullivan hizo que Slane se volviera hacia él. Sus
ojos se habían agrandado, convirtiéndose en piscinas de un marrón profundo. Su
mirada pasó de Slane a Taylor con un renovado vigor, como si se le hubiera
concedido un deseo. Pero la felicidad que Slane detectó por un momento en el rostro
del viejo, se desvaneció de repente.
Slane se volvió hacia Taylor. No se había movido. Ni siquiera había
parpadeado. ¡Maldita sea!, pensó. ¿Qué le pasa a Taylor? Se puso de pie y se acercó a
ella.
—¡Es tu padre! —murmuró con dureza—. Ve a él.
Pero ella no se movió. No se volvió a mirar a Slane tampoco, sólo miraba a su
padre con una expresión tal de desprecio que Slane se sorprendió.
—Taylor —rogó su padre—. Al fin te encuentro. —Extendió su vieja y
temblorosa mano hacia ella, sus dedos abiertos, como tratando de alcanzar algo—.
Perdóname, hija.
Taylor se puso tensa, apretó la mandíbula y cerró los ojos.
—Perdóname —le rogó.
Slane esperó, como lo hizo el padre de Taylor, que estaba deseoso de escuchar
las palabras que lo sanarían. Slane se volvió a mirarla, urgiéndola a que lo perdonara.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Ella abrió un poco los labios pero la palabra que salió de ellos no fue una que lo
absolviera.
—Nunca —gruñó.
La mano del viejo se convirtió en un puño y cayó al suelo.
—Taylor —exclamó Slane—. Se está muriendo. Déjalo irse en paz.
—¿Y mi madre qué? —contestó ella furiosa—. ¿Murió, acaso, en paz cuando
esas llamas devoraron su piel? ¿Sí?
Lord Sullivan se quejó. Cuando Slane se volvió hacia él, sus ojos se volcaron
hacia su cabeza antes de que su cuerpo se agitara contra la tierra y exhalara su último
aliento. Slane se arrodilló a su lado poniendo una mano cerca de la boca del viejo.
Pero sabía que lord Sullivan estaba muerto. Colocó una mano en su pecho y rezó en
silencio. Su último deseo no se había cumplido. No lo habían perdonado como él
esperaba. Después de tantos años, de tanto dolor... Taylor habría podido dejarlo
morir con honor, en paz, pero ella no sabía nada acerca del honor como tampoco del
amor.
Slane se volvió a mirarla con incredulidad, como si ella fuera una oscura diosa
sorda a los ruegos desesperados de sus fieles.
—¡Es tu padre! ¡Y está muerto! Ahora no podrás experimentar su amor. Nunca.
¿Por qué? ¿Por qué no has podido perdonar a un hombre que estaba a punto de
morir?
—¿Por qué debería haberlo hecho después de lo que le hizo a mi madre?
—¡Quería tu perdón, Taylor! Ahora está muerto.
—Me parece muy bien —replicó ella, furiosa—. Se lo merece. Mató a mi madre
sin remordimiento alguno. No fue piadoso con ella. Ni siquiera cuando yo se lo pedí.
Él se negó a escuchar mis ruegos. Y yo le rogué; le rogué que no le hiciera daño. Le
rogué que no la separara de mi lado. —Aparecieron lágrimas en sus ojos—. Ni
siquiera dejó que me despidiera de ella.
Slane vio una brillante tristeza llenar sus ojos, pero estaba tan furioso con ella
por ser tan insensible que no pudo evitar apretar su puño frente a sus ojos.
—¡Era tu padre! ¡Él te dio la vida! ¡Lo maldijiste! ¡Lo maldijiste en una horrible
muerte de la cual nunca podrá escapar! ¡Habrías podido darle la paz con tres
malditas palabras! ¡Sólo tres palabras, Taylor!
Taylor no retrocedió cuando vio que Slane se le acercaba.
—¿Perdonó él, acaso, a mi madre? —le respondió Taylor—. ¡La asesinó! ¡Le
quitó la vida al permitir que la quemaran! ¿Existe una muerte más horrible que ésa?
No tengo por qué darle paz. ¡Que se pudra por lo que me hizo a mí! ¡Por lo que le
hizo a ella!
—¡Escucha lo que dices! —gritó Slane.
Pero ella no estaba escuchando. Su voz se quebró en el momento en que intentó
hablar.
—¡No sabes lo que es el que te quiten a tu madre! Nunca lo perdonaré. ¡Nunca!
Slane bajó el tono de su voz.
—¿No te das cuenta de lo que acabas de hacer, Taylor? —dijo mientras esperaba

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

ver una horrible expresión reflejada en sus ojos cuando entendiera lo que acababa de
ocurrir. Pero esa expresión nunca llegó—. Has abandonado a tu madre para siempre
—dijo Slane—. Has escogido que la ira y el odio de tu padre se vuelvan tuyas. Ahora
tienes su frío corazón latiendo en tu pecho, no el de tu madre.
Taylor comenzó a mover la cabeza, negando sus palabras, pero se detuvo,
paralizada por la incredulidad. Su boca se abrió en una silenciosa negación pero su
voz se ahogó en la agonía de la revelación provocada por Slane. El dolor que le causó
pensar en lo que se había convertido, inundó sus párpados y se derramó por sus
mejillas. Se quedó de pie, temblando, su cuerpo entero agitándose de tristeza.
Slane abrió su boca para hablar pero, de repente, Taylor se dio la vuelta,
corriendo hacia su caballo. En un único fluido movimiento, se montó en el caballo y
salió cabalgando.
—¡Taylor! —Slane se apresuró a su caballo y se montó en él rápidamente—.
¡Taylor! —gritó de nuevo pero sabía que ella no se detendría. Cabalgaba como una
mujer poseída, sus manos moviendo las riendas una y otra vez, su cabello volando
de manera salvaje.
Slane espoleó a su caballo con toda su fuerza, exigiéndole que cabalgara lo más
rápido posible.
Taylor continuó cabalgando, se acercó a un bosque cercano y después
desapareció entre sus profundas sombras.
—¡Taylor, detente! —gritó Slane, persiguiéndola por entre los gruesos árboles.
Sabía que ella era una experta amazona pero también sabía que no estaba
concentrada, no estaba pensando hacia dónde se dirigía. Slane vio cómo el caballo de
Taylor se tropezó contra un árbol caído y su corazón se detuvo por un momento,
mientras vio cómo ella estuvo a punto de caerse durante un largo momento y
después pudo volver a acomodarse. Tenía que alcanzarla.
Clavó las espuelas con fuerza para que su caballo se adentrara en las
profundidades del bosque, esquivando árboles caídos y ramas amenazantes. Vio que
el caballo de Taylor se tropezaba y fustigó al suyo para que fuera más rápido. Su
corazón dio un vuelco al imaginarse la agonía que ella debería estar sintiendo. Sabía
que él, de alguna manera, le había causado esa agonía pero ella debía ver la verdad...
Slane sabía que debía alcanzarla si quería que se detuviera. Sintió cómo la
sangre le palpitaba en los oídos y el viento lo rozaba. Su caballo esquivó otro árbol
caído y se vio a sí mismo justo detrás de Taylor, siguiéndola por un pequeño sendero
despejado.
Justo en ese momento, una sombra negra se posó sobre Slane, oscureciendo la
luz de la luna. Miró hacia arriba y vio una inmensa pared de árboles frente a ellos.
Una masa dura de troncos y ramas caídas que resultaban impenetrables para un
caballo.
—¡Taylor! —gritó.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 29

Slane espoleó a su caballo con fuerza y el animal cabalgó hacia delante. Se


acercó a Taylor, extendiendo su mano lo más que pudo. Envolviendo su brazo
alrededor de la cintura de ella, la pudo levantar de su caballo.
Taylor lo empujó, luchando contra él, provocando que los dos se cayeran. Se
golpearon contra el suelo; ella cayó sobre su lado derecho y él sobre su espalda. Slane
hizo una mueca de dolor, pero enseguida se sintió bien. El dolor desapareció tan
rápido como había llegado.
Taylor trató de alejarse de Slane pero él no la dejó.
—Estáte quieta —dijo, y la tomó de la muñeca, acercándola de nuevo hacia él.
La joven empezó a darle golpes en el hombro, tratando desesperadamente de
soltarse, pero él le inmovilizó las piernas con el peso de su cuerpo y se subió encima
de ella, usando sus manos para clavar los derrotados brazos de la joven en el suelo.
—¡Ya es suficiente! —bufó.
Se sorprendió cuando la chica dejó de pelear y detuvo sus esfuerzos por
escapar. Con asombro, vio que su rostro estaba bañado en lágrimas y sintió
estupefacción y culpa.
La mirada de Taylor era tan triste que su alma estalló en mil pedazos. Un
sollozo escapó de sus labios y Slane deseó poder sacarla de esa agonía. Quería tocar
su dolor y borrarlo. Deseaba curar su alma. Pasó sus dedos por la mejilla de Taylor,
siguiendo el ángulo de su rostro y limpió las lágrimas de su piel.
Ella abrió los labios para respirar y la mirada de Slane se desvió a su boca. Era
tan adorable... Y estaba tan herida... Agachó la cabeza y presionó sus labios contra la
temblorosa boca de ella, tratando de tranquilizarla. Era sólo para tranquilizarla.
Pero sucedió algo que no había planeado. Su cuerpo cobró vida de inmediato y
lo sacudió de un lado a otro. Era como si se estuviera alimentando de la viveza de
Taylor, de su pujanza y necesidad... Se alejó un poco para mirarla a los ojos. Se
habían hinchado con el llanto pero había otra cosa en ellos, algo escondido en sus
profundidades. Algo que lo llamaba y que él no podía negar ni rechazar.
Sintió que su cuerpo se llenaba de urgencia de manera feroz y que lo estaban
arrastrando hacia un infierno, hacia un fuego de necesidad ardiente que sólo podía
ser calmado por una cosa. Slane agachó su cabeza hacia los labios de Taylor,
reclamándolos. La necesitaba tanto como ella a él. La deseaba como nunca antes
había deseado a nadie. Y esta vez no se detendría. La boca de Taylor se abrió y él la
saboreó por completo, explorando los dulces espacios, alimentándose de sus
deliciosos labios. Su hombría creció de manera fuerte bajo sus pantalones,
hinchándose contra la tela, deseando explorar el oscuro vacío que yacía a pocos

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

centímetros debajo de él.


Sintió que la sangre palpitaba en sus sienes y sus labios arrasaron los de ella. Su
consciencia pareció arder y después brilló como nunca. Se sintió más vivo de lo que
jamás se había sentido y fue consciente de la manera en que cada centímetro de su
cuerpo se encontraba íntimamente unido al de ella; su pecho contra sus senos, su
bulto contra su núcleo. La sangre corrió por sus venas quemándolo como lava
ardiente. La soltó durante un momento pero ella, inmediatamente, puso sus manos
sobre sus brazos, negándose a interrumpir el momento.
En vez de alejarse, Slane metió su mano ente la túnica de Taylor y tocó sus
senos, envolviéndolos en un círculo con sus dedos, masajeándolos con su dedo
pulgar. Su piel, su carne era firme y suave y llenaba su mano.
Taylor jadeó y Slane la besó de nuevo, adentrando su lengua mucho más que
antes, jugando en los vacíos de su boca, explorando cada parte con su lengua. Las
manos de Taylor se movieron de sus brazos a su espalda, recorriendo sus fuertes
músculos con suaves caricias.
Slane deslizó su mano sobre el cuello de Taylor y metió sus manos debajo de su
túnica, casi arrancándosela por la prisa, por el deseo que tenía de sentir su piel.
Cuando sus dedos cercaron la redondez delicada de sus senos, sintió que ella se
arqueaba debajo de él, tratando de tomar aliento. Entonces levantó las rodillas y su
núcleo femenino se encontró presionado contra la masculinidad de Slane. Éste
hundió su cabeza en el cuello de ella, saboreando su piel, deseándola con una
urgencia que nunca había sentido por nadie más.
Taylor apretó sus caderas contra él, respondiendo a sus caricias con un fuerte
gemido que enardeció los ya candentes sentidos de Slane. Se deslizó hacia uno de los
lados del cuerpo de Taylor, dándole besos a lo largo de su garganta hasta la punta de
su túnica. Movió su mano por fuera de su vestido y sobre su plano vientre, desde la
planicie de su ombligo hasta el final de su túnica, lo cual lo había llevado
peligrosamente cerca de su feminidad. Slane deslizó su mano hasta el final de su
túnica y sintió el calor que emanaba debajo de la tela cuando pasó sus dedos por
encima de la túnica. Bajó la mano un poco más y tocó la parte de adentro del muslo
de Taylor, dejando que un dedo se acercara lo suficiente a su feminidad como para
que ella se estremeciera. El crudo olor de la lujuria de Taylor lo inundaba y Slane
permitió que el dulce aroma lo embriagara, que el intoxicante olor a ella poseyera sus
sentidos.
Slane movió su mano sobre su vientre y ella puso una temblorosa mano encima
de la de él, deteniendo su movimiento. Slane la miró confundido.
—No sabes lo que estás haciendo —murmuró Taylor con un áspero tono de
voz.
La confusión de Slane desapareció y una oscura sonrisa se esbozó en sus labios.
—Sé exactamente lo que estoy haciendo —le susurró con voz sedosa antes de
deslizar su mano dentro de sus bragas. Movió sus dedos cerca de la humedad de su
feminidad y tocó los suaves rizos de pelo que escondían su perla. A medida que
Slane deslizaba sus dedos por entre el femenino pelo de Taylor sentía cómo lo

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

acariciaban con una sedosa suavidad que le permitía acercarse cada vez más hacia
los húmedos pétalos de su feminidad. Los tocó de manera delicada y los abrió para
tocar la joya preciosa que se encontraba escondida debajo de ellos. El dulce sonido de
su voz jadeante, la suave curva de su espalda arqueada, en efecto, mostraban que
Slane sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Taylor no hubiera podido detenerlo aunque lo hubiera deseado. Pero lo único
que quería era más de él, más de sus caricias. Temblores de placer inundaron su piel
y la pasión palpitó a través de sus venas a medida que él la acariciaba, llevándola
hasta las cimas del gozo.
Slane quitó su mano de la feminidad de Taylor y se sorprendió gratamente al
escuchar un quejido de objeción. Despacio, comenzó a desvestirla, levantando su
túnica sobre su plano vientre, pasando por sus delgadas costillas y sobre sus senos.
Bajó su cabeza hacia sus montañas, adorando su piel con suaves besos. Le quitó la
túnica con cuidado, sin apartar los labios de sus senos. Su lengua recorría la punta
rosada de sus duros pezones.
Taylor jadeó, su mente iba de un lado a otro, su mundo giraba sobre su eje.
Los labios de Slane volvieron a reclamar los de Taylor, apretándolos hasta que
ella quedó sin aliento. Sus manos recorrieron los costados del cuerpo de la joven
hasta llegar a su cintura. Los besos de Slane recorrieron la garganta de Taylor hasta el
valle entre sus senos.
Cuando hubo liberado el cuerpo de Taylor de su vestimenta, la miró con
adoración. Era la mujer más bella que jamás había visto. Rápidamente, se quitó la
camisa.
Taylor observó la gloriosa desnudez que revelaba Slane. Como si hubieran
corrido una cortina, se reveló su bronceado pecho, brillando como el bronce a la luz
del sol. Los músculos alineaban su exquisita figura y más músculos aparecían
ciñendo su estómago. Nunca había visto a un hombre más apuesto. Cuando se quitó
los pantalones, se maravilló con la firmeza de sus piernas.
Se agachó hacia ella pero se sostuvo un rato sobre ella con sus manos,
observando sus ojos. Ella extendió sus brazos hacia él, pasando sus manos a lo largo
de sus brazos, de sus hombros y de su cabello.
Se acercó hacia ella y Taylor inspiró profundamente cuando el pecho de Slane
tocó sus senos desnudos, sus pezones temblando de placer. Después, el cuerpo de
Slane cubrió el de ella como una tibia manta. Sintió que algo le tocaba su lugar más
íntimo y supo de inmediato de qué se trataba. Abrió sus piernas, tratando de sentirlo
contra ella, tratando de estar más cerca de él.
Slane casi explota con su invitación. Su miembro, al adelantarse, encontró una
caliente humedad esperándolo. Taylor lo deseaba tanto como él a ella. Slane gimió
suavemente cuando se dio cuenta del deseo que la consumía. Bajó su mano y de
nuevo tocó su núcleo, abriéndolo. La joven levantó las caderas y él se encontró
fácilmente dentro de ella.
Sintió que se ponía rígida y se detuvo, alejándose un poco para mirarla a la
cara. ¿Podría ser verdad?, se preguntó a sí mismo. ¿Podría ser virgen? La besó en los

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

labios con una poderosa pasión y después le besó todo el cuello con besos ardientes y
húmedos. Acarició suavemente uno de sus senos, como si estuviera usando una
pluma, hasta que ella se relajó de nuevo.
La penetró por completo.
Taylor gimió y lanzó su cuerpo hacia delante, indecisa. Él respondió a su
invitación y comenzó a moverse. Primero lo hizo despacio y después su ritmo se
incrementó a medida que ella coordinó sus movimientos con los de él. Un éxtasis
maravilloso crecía dentro de Taylor hasta que sintió que no podía más. Él le tocó los
senos, masajeándolos, apretándolos y besó su cuello con caricias de líquido caliente.
El deseo de ella creció hasta picos de pasión palpitantes, pasando a través de las
estrellas hasta llegar a un cielo que no sabía que existía. Después, él le besó los labios
de un modo tan ferozmente posesivo que la lanzó hacia los cielos, haciéndola
explotar en millones de luces centellantes. Se mantuvo en esos cielos durante un
largo momento hasta que su cuerpo cayó de nuevo en la tierra como si fuera una
estrella fugaz, quemándose como un feroz infierno. Finalmente, Taylor permaneció
acostada allí, debajo de él, sin aliento.
Slane la miró anonadado. Antes, había pensado que era hermosa pero no era
nada comparada con la vibrante criatura que estaba ahora debajo de él. Sus mejillas
eran rosadas y brillantes, su aliento fluía más suavemente en un dulce ritmo de
felicidad. Era mucho más de lo que hubiera podido imaginarse. Era todo lo que
siempre había deseado. Y con ese pensamiento, volvió a penetrarla, una y otra vez
hasta que su propio mundo explotó en un gozo comparable al de ella. Se endureció y
dejó que sus semillas la invadieran mientras la sostenía con fuerza y se unían sus
cuerpos y sus almas.
Lentamente, la realidad empezó a penetrar su mente. Sintió la brisa de la noche
enfriando su caluroso cuerpo. Escuchó a su caballo a lejos y a algunos pájaros a su
derecha. Pero, sobre todo, podía sentir los senos de Taylor contra su pecho, su plano
vientre contra el de él, su hombría protegida dentro de la tibieza de ella. Despacio, se
salió de ella, rodando hacia un lado.
Taylor no quería abrir los ojos; estaba segura de que todo había sido un sueño.
Se sentía... segura, de alguna manera. Era tonto y ridículo pero se sentía tranquila y
tibia y...
Abrió los ojos. La oscuridad del cielo se había desvanecido y había sido
reemplazada por el rojo del sol naciente. Sintió la blanda hierba bajo su espalda,
escuchó un suave relincho y miró hacia el lugar de donde procedía el ruido. Vio el
caballo de Slane comiendo.
Volvió su mirada a Slane. Él la estaba mirando con una pequeña sonrisa en su
rostro.
—¿Qué? —le preguntó ella de manera defensiva.
—Eres hermosa —murmuró Slane.
Taylor no estaba preparada para la honestidad que irradiaba la voz de Slane.
Sintió cómo subió el calor a sus mejillas y tuvo que volver la cabeza.
La risa estruendosa de Slane agitó su cuerpo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No aceptas los elogios muy bien, ¿no?


—Lo siento. Eso no me lo enseñó Jared —respondió ella y tomó su túnica.
Pero Slane fue más rápido. La tomó del suelo y la alejó de ella.
—¿Y te enseñó a besar de esa manera? —le preguntó en un tono de voz
extrañamente oscuro—. ¿O cómo responder de esa forma a las caricias de un
hombre?
—Claro que no —dijo, tratando de alcanzar su túnica.
Slane apartó la prenda para que ella no pudiera alcanzarla.
—Entonces, ¿alguien más te enseñó?
—No —dijo ella y bajó su brazo. Su mirada pareció distante cuando Taylor
empezó a recordar—. Hubo un hombre o, mejor, muchacho, que estuvo cerca. Pero
yo no confiaba en él —dijo—. Al final se demostró que yo tenía razón. Era un ladrón
y un mentiroso.
—¿No hubo otros? —le preguntó Slane.
Algo en su voz alteró los nervios de Taylor, por lo que levantó la cabeza. ¡No lo
había descubierto! ¡Slane había pensado que ella había dormido con otros hombres!
Slane se rió.
—Yo soy tu... Tú nunca...
Taylor negó con la cabeza y él se arrepintió de lo que había hecho. Se dio la
vuelta.
—No, no ha habido ningún hombre antes que tú.
Se armó de valor frente a la posibilidad de que él la rechazara.
Pero no hubo rechazo. Su mirada se suavizó con ternura. Había un brillo
posesivo en su mirada, y algo más... algo que ella no reconocía. Una sonrisa curvó los
labios de Slane y se acercó a ella para plantarle un beso en la mejilla.
Taylor alzó la cabeza para mirarlo directamente. Estaba tan cerca de ella que
pudo sentir el calor de su aliento como una brisa en sus labios. La acercó a él,
rodeándola en un fuerte abrazo.
Asombrada, Taylor no pudo corresponderle. Dejó que él la abrazara, sintiendo
el calor de su cuerpo contra el de ella. Sintió las caricias de su mejilla contra su
cabeza.
Finalmente, puso sus brazos alrededor de él, sosteniéndolo con firmeza,
nerviosa, como si tuviera miedo de que se fuera a desvanecer y ella se quedara sola,
de nuevo. Permanecieron así durante un largo rato, la luz del amanecer iluminando
sus cuerpos entrecruzados.
Un dolor que empezaba en su pecho y se extendía por todo su cuerpo se
apoderó de Taylor. Tenía la extraña sensación de que era la última vez que Slane y
ella estarían juntos. Se apartó un poco para mirarlo a los ojos; le acarició el cabello, el
rostro, y trató de memorizar ese momento. Nunca había sentido lo que estaba
experimentando. Se quería quedar con él para siempre, ser parte de su vida.
—Tengo que enterrar a tu padre —murmuró Slane—. No tienes que regresar.
—Iré contigo —dijo ella.
Slane tocó su mejilla suavemente, después se agachó y le besó los labios. Le

- 173 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

ofreció su túnica.
Taylor la tomó y se la puso por encima de la cabeza. Slane se puso las medias y
Taylor hizo lo mismo. Trató de alcanzar una de sus botas pero miró a Slane por
encima de su hombro. La estaba mirando de manera serena. Ella se enderezó y lo
miró con sospecha. Pero su recelo desapareció cuando vio que en la mirada de Slane
sólo había ternura.
El caballo relinchó a la distancia, Slane rió y acercó a Taylor hacia él, besándole
el cuello. Pero todos los instintos de Taylor afloraron. Se puso tan rígida como una
piedra.
Slane apartó las manos.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Taylor se concentró en escuchar pero no había ningún ruido. Los pájaros, el
bosque a su alrededor estaba quieto, silencioso y en guardia.
—Slane —le advirtió, mientras buscaba con su mirada por entre los árboles que
estaban a su alrededor.
Slane siguió la mirada de Taylor, acercándola a él de manera protectora.
Todos los instintos del cuerpo le decían a Taylor que sacara su arma. Su mirada
se volcó sobre el caballo de Slane. ¿Dónde diablos está mi corcel?, se preguntó. ¡Su
espada estaba en su caballo! ¡Miró a su alrededor pero no había rastro de él!
Se acercó al caballo de Slane, pero Slane la tomó de la muñeca.
—¿Qué? —preguntó ella, mirándolo. Pero Slane estaba mirando algo que estaba
justo frente a él.
Taylor volvió la cabeza y vio una fila de hombres vestidos de negro que se
acercaba hacia ellos. Algunos los apuntaban con arcos y flechas; otros desenvainaron
sus espadas. Taylor se paralizó cuando vio al hombre que caminaba delante de los
demás. Estaba todo vestido de negro y su oscura capa ondeaba detrás de él con la
brisa; parecía el ala de un murciélago. Una sonrisa horrible se dibujaba a lo largo de
sus delgados labios y sus ojos oscuros.
—Corydon —refunfuñó Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 30

El odio ardía en las venas de Taylor, a medida que observaba al hombre vestido
de negro. Examinó el suelo con la esperanza de encontrar un arma de cualquier tipo,
pero no halló nada. Ni siquiera un tronco viejo. Ahí estaba ella, cara a cara con el
asesino de Jared, apenas vestida y completamente desarmada. Vio a Corydon
aproximarse con los ojos entrecerrados. Dio un brusco paso hacia delante, hacia él,
tomando impulso con la mano, lista para atacar con el puño.
Inmediatamente, Slane tomó la muñeca de Taylor, que se encontraba ya en el
aire, y la atrajo hacia él en un gesto de protección. Luego se situó entre ella y
Corydon intentando protegerla de la mirada lasciva del hombre y también para
impedir que Taylor llevara a cabo algún acto impulsivo.
—¡Él mató a Jared! —susurró Taylor.
—Hacerte matar no te hará ningún bien —respondió Slane.
Sólo en ese momento la mirada de Taylor se desvió hacia los arqueros, quienes
ya estiraban sus arcos, tensaban sus cuerdas y apuntaban sus flechas directamente al
pecho de la joven.
—Llevo mucho tiempo buscándote, querida —le dijo Corydon—. Qué suerte
encontrarte por fin —rió con cierto aire lujurioso—. Qué placer tan absoluto. Tus
pequeñas notas de amor fueron de gran ayuda. Me sentí tan decepcionado cuando
dejé de hallarlas.
Taylor se movió intentando rodear a Slane y pararse frente a él, pero él la
detuvo, tomándola de la muñeca.
Corydon le echó un vistazo al castillo, que ardía envuelto en llamas.
—Cuando desapareciste tuve que inventar un nuevo plan.
Los ojos de Slane siguieron la mirada de Corydon; la incredulidad y el rechazo
que sintió hacia ese hombre hicieron que lo mirara con un profundo desprecio.
—Fue usted —le susurró Slane—. Usted quemó la aldea y el castillo.
Taylor sintió que un hielo congelaba su sangre. Toda la destrucción y
devastación que acababa de ver había sido obra de Corydon. Ese hombre no sólo
había asesinado al único amigo verdadero que ella había tenido, sino que también
había quemado a cientos de personas inocentes.
—Yo sabía que, de todas las personas, sería usted quien la traería —le dijo a
Slane. Luego, su oscura mirada se dirigió hacia Taylor—. Así que vine hasta aquí
para sitiar el castillo y esperar a que tú llegaras, Taylor. Lo único que tuve que hacer
fue llamar a la puerta y convencer a tu viejo padre de que eras mi prisionera.
Corydon soltó una suave risilla, pasando su mano, cubierta por un guante
negro, sobre su bigote.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

La espalda de Taylor se enderezó del pavor que sintió. Seguramente, su padre


no habría sido tan estúpido como para caer en esa trampa...
—Debo decir que me encontré muy sorprendido al ver cuánto le importabas a
tu padre. Si yo hubiera sabido lo fácil que era tomar el castillo Sullivan, lo habría
hecho muchísimo antes.
—Es usted un bastardo —susurró Slane—. ¡Asesinó a gente indefensa!
Corydon sacudió sus hombros, cubiertos por una capa negra.
—Yo sólo quemé la aldea y el castillo para llamar tu atención. Reconstruir es
algo fácil comparado con encontrar a una mujer. A una mujer que era demasiado
peligrosa como para dejarla escapar. No podía dejar sola a la heredera de las tierras
Sullivan. Sabía que, si lo hacía, ella acabaría uniéndose a mis enemigos, ¿no es cierto,
Donovan? Ahora, muévase a un lado y déjeme tomar mi premio.
El remordimiento y la confusión inundaron a Taylor. A pesar de que ella había
tratado de apartarse de su linaje y de dejar atrás su pasado durante los últimos ocho
años, todo aquello surgió como un espectro, como un fantasma acechante. Su
posición noble había sido la causa de toda esa muerte y de toda esa destrucción.
Muchas personas habían muerto por ella...
—¡Esta mujer ya no significa nada para ti! Su hogar está completamente
quemado. Su padre está muerto.
—Pero ella sigue viva y aún representa una amenaza —respondió Corydon—.
Además, puede que valga mucho más de lo que yo haya imaginado jamás. He visto
cómo la protege usted, y el jueguecito de coqueteo que se traen los dos. Uno se
pregunta... ¿cómo es posible que usted sienta algo por ella?
Taylor vio que Slane se ponía tenso, y vio también cómo sus manos se contraían
para apretar su puño. Posó una mano sobre su hombro para tratar de calmarlo.
—Hacerte matar no te hará ningún bien —le susurró.
Pero sus palabras no tuvieron efecto alguno sobre él. Los músculos de Slane se
endurecieron bajo los dedos de Taylor. Ella podía sentir su rabia y su tensión.
Slane observó a Corydon durante un largo y tenso rato. Los dos nobles se
miraron de arriba abajo; el odio que sentían el uno por el otro fue claramente visible
en el desprecio mutuo grabado en sus gestos y movimientos.
—Corydon, tengo una propuesta para usted —dijo Slane finalmente.
Corydon se tapó la boca con la mano, deteniendo su risa.
—Por favor, no me aburra haciéndome proposiciones...
—Una pelea. Usted y yo —dijo Slane.
Corydon se enderezó. Su oscura mirada atravesó a Slane.
—Hasta la muerte —añadió Slane.
El corazón de Taylor se sacudió.
—¿Una pelea dices? —replicó Corydon pensativo.
—Aquí. Ahora. Usted y yo. Si usted gana, se queda con Taylor y yo moriré. Si
yo gano, Taylor y yo salimos libres de aquí.
—Slane —dijo Taylor con un grito sofocado, el miedo se apoderaba de su
corazón.

- 176 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Ante la indecisión de Corydon, Slane agregó.


—¿Qué pasa, Corydon? ¿Tiene miedo?
Lentamente, una sonrisa se dibujó en los labios de Corydon.
—Esta oportunidad es demasiado buena como para dejarla pasar. Bien. Acepto
su desafío. —Se dio vuelta y comenzó a quitarse la capa.
Slane miró a Taylor.
—Sin importar el resultado —susurró él—, huye hacia el bosque. ¿Me
entiendes?
—No —dijo ella—. No hagas esto. No tienes que hacerlo.
Slane levantó sus ojos para ver los de ella.
—¿Qué otra opción tengo? —preguntó él delicadamente.
Taylor miró fijamente sus ojos azules.
—No vale la pena defender mi honor. Es una batalla perdida.
—Me importa un bledo tu honor en este momento —dijo Slane, sonriendo. Pasó
un dedo por la mejilla de Taylor—. Estoy defendiendo tu vida.
Se miraron con intensidad durante unos segundos. Luego, Slane volvió la
cabeza hacia su caballo, que cargaba su espada.
Fue entonces cuando Taylor vio a Corydon aproximarse con su espada
levantada.
—¡Slane! —le advirtió.
Slane la empujó con fuerza fuera del alcance de la espada. Taylor se recompuso
rápidamente, dio una vuelta y vio cómo Slane esquivó el amenazante filo.
—¡Él no está armado! —gritó Taylor.
Corydon se paró frente ella, su rostro evidenciaba diversión.
—Él mismo ha dicho aquí y ahora.
—¡Tiene que darle un arma! ¿Qué clase de pelea sería ésta si uno de los
contrincantes está desarmado?
Corydon sonrió con malicia.
—Del mejor tipo, querida. La clase de pelea que yo gano.
Slane lamentó haber sido tan ingenuo. Debió haber previsto el engaño de
Corydon. Sabía que ese hombre no era de fiar. Pero estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa para darle a Taylor la oportunidad de escapar. Ahora se enfrentaba a
su más temido oponente, semidesnudo y desarmado.
Corydon se acercó lentamente, lleno de confianza, con una sonrisa burlona que
estiraba sus delgados labios.
—Su arma está lejos de su alcance. Ríndase ante mí ahora y le daré una muerte
rápida.
Slane estrechó los ojos. Echó un vistazo a Taylor y la vio incorporándose.
Parecía tan pequeña y frágil en comparación con Corydon... Nunca dejaría que ese
hombre posara sus manos sobre ella. La sola idea de que Corydon pensara siquiera
en tocar a Taylor hacía que Slane se sintiera brutalmente furioso. No podía perder
esa pelea. La vida de Taylor dependía de ello.
Corydon atacó de nuevo con su espada y Slane la esquivó otra vez, logrando

- 177 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

apenas burlar el filo del arma. Debía concentrarse en la batalla, pues si seguía
pensando en Taylor estaba perdido. Concentró su esfuerzo y su mirada en Corydon.
Si tan sólo pudiera quitarle la espada...
Corydon hizo un amago hacia la izquierda, pero dirigió su espada a la derecha.
Slane esquivó el movimiento con facilidad. Continuó burlando las embestidas de
Corydon hasta que éste lanzó un espadazo dirigido a su cabeza. Slane se movió en
dirección al filo y agarró la muñeca del hombre, deteniendo el movimiento.
Slane mantuvo la distancia entre él y Corydon, los músculos le dolían. Entonces
Corydon pisó el descalzo pie de Slane, quien gimió y dio un empellón a su oponente,
forzándolo a retroceder, y tratando de ignorar el dolor que sentía en el pie.
Miró con furia la oscura cara de su enemigo. Los dedos de sus pies palpitaban
en agonía, pero Slane sacó el dolor de su mente. Corydon no era un hombre
honorable, y tampoco lo era su forma de luchar.
Entonces una idea se formó en su mente. Una idea que bordeaba el deshonor.
Recordó el movimiento que le había dado a Taylor la victoria sobre él cuando
combatieron.
Slane pudo evadir la espada de Corydon durante un buen rato. Pero finalmente
el enemigo logró posar la afilada hoja con fuerza sobre su pecho, empujándolo hacia
atrás. Él se tropezó y cayó sobre su trasero.
Corydon elevó la espada sobre su cabeza para dar la estocada final. Fue
entonces cuando Slane se apoyó en uno de sus talones y lanzó la otra pierna hacia su
enemigo. Pero en lugar de ponerle una limpia zancadilla a Corydon, como alguna
vez había visto hacer a Taylor, Slane le dio una patada justo en el centro de la rodilla,
derribándolo como un árbol que cayó derecho hacia él.
Mientras caía, Corydon logró apuntar su espada hacia abajo y dirigirla a Slane.
Sin embargo, su brazo se encontraba ligeramente desviado. La espada cayó en el
suelo a sólo unos pocos centímetros de distancia del rostro de Slane. El peso del
cuerpo de Corydon empujó el arma hacia abajo, enterrándola en la tierra.
Slane levantó el puño y lo golpeó en la cara y en el estómago. Corydon se
movió para bajarse de encima de Slane, quien inmediatamente lo golpeó de nuevo en
la cara. Slane intentó tomar la espada de la tierra para atacar a Corydon, pero la
espada se encontraba firmemente enterrada y no logró extraerla del suelo.
Corydon lo agarró por detrás, rodeando sus hombros con los brazos, luego le
dio la vuelta con mucha fuerza y le dio dos golpes en el estómago. Un terrible dolor
explotó en su interior a través de su garganta, haciéndolo doblarse sobre sus rodillas.
Cuando Corydon asestó un firme golpe sobre su rostro, Slane sintió que caía al fondo
de un abismo.
Pero se recuperó al instante. Se levantó del suelo y sacudió la cabeza, tratando
de aclararse la vista. Cuando sus ojos comenzaron a enfocar el panorama, vio a
Corydon tratando de desenterrar la espada del suelo. La movía con frenesí,
intentando desesperadamente liberar la espada de las garras de la tierra.
Slane se agachó y se acercó a Corydon como un rayo, empujándolo y alejándolo
así del arma. Cuando Corydon se volvió, Slane le dio dos fuertes golpes en la cara y

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

luego otro en la barbilla, lo que mandó a su enemigo directamente al suelo.


Volvió a donde estaba la espada y tiró con fuerza de ella. El arma se deslizó con
mucha dificultad de su funda de tierra. Se volvió justo en el momento en el que
Corydon se abalanzaba contra él. La cuchilla alzada firmemente hacia el frente
recibió a Corydon, clavándosele en el estómago.
Slane se quedó quieto durante un largo rato, contemplando a su enemigo.
Tomó fuertemente la espada con el puño, observando cómo la incredulidad se
dibujaba en el rostro de Corydon. Después de un momento, Slane dio un paso hacia
atrás soltando la espada.
Las manos de Corydon aferraban de forma convulsiva la empuñadura, que se
encontraba enterrada en su estómago.
Echó una mirada a la espada y luego a Slane. Cayó hacia delante sobre sus
rodillas. Un hilo se sangre asomaba por un lado de su boca.
Slane miró encima de la cabeza de Corydon y vio el alivio en los ojos de Taylor.
Levantó una mano para limpiar la sangre que le manaba del labio y dio unos pasos
alrededor de Corydon para reunirse con Taylor.
—Matadlos —ordenó Corydon con una voz agonizante—. Matadlos a los dos.
Corydon se inclinó hacia el suelo y luego permaneció inmóvil.
Los arqueros levantaron sus arcos y apuntaron sus flechas mortales hacia
Taylor y Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 31

Los arqueros tensaron los arcos, fijando su blanco. Slane tomó el brazo de
Taylor y tiró de ella, poniéndola detrás de él. Se preparó, entonces, para afrontar el
primer ataque de las flechas.
De repente, se escucharon gritos que provenían del bosque tras los arqueros. En
ese momento, los hombres de los arcos se volvieron a tiempo para ver una
guarnición de jinetes emanar de las profundidades del bosque, blandiendo sus
espadas. Los jinetes atravesaron la línea formada por los arqueros, cortándola como
maleza.
Slane echó un fugaz vistazo al campo de batalla. Pudo ver a varios arqueros
aún apuntándole a él, e intentando acatar las órdenes de su señor. Llevó a Taylor al
suelo y la cubrió con su propio cuerpo. Varias flechas silbaron sobre sus cabezas.
Debajo de él, Slane podía sentir el suelo temblando cada vez que golpeaban los
cascos de los caballos y las botas de los soldados. A su alrededor, oía el furioso rugir
de los caballos, los gritos de los hombres que morían y el sonido de una flecha
rompiendo una cota de malla. Una nube de polvo golpeó su cara. Volvió la mirada y
vio la punta de una flecha clavada en el suelo a pocos centímetros de su mejilla.
Taylor se sacudió bajo él, pero Slane no pensaba dejarla salir de ahí hasta estar
seguro de lo que estaba pasando. Levantó la cabeza para poder ver mejor a los jinetes
que se encontraban lejos. Unos pocos se habían separado del grupo para perseguir a
los arqueros que aún quedaban en pie, tratando de escapar para protegerse en el
bosque. El resto de los jinetes combatían contra varios caballeros de armadura negra.
Slane se incorporó, permitiendo que Taylor hiciera lo mismo.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Slane no contestó. Conocía muy bien los colores y los escudos. De hecho,
conocía a algunos de los hombres; los iba reconociendo a medida que se acercaban.
Se mantuvo en pie mientras uno de los jinetes se aproximaba a él. El enorme caballo
de guerra levantó la pata y la dejó caer pesadamente al lado de Slane. Pedazos de
tierra volaron y cayeron sobre sus pies descalzos. Slane miró los ojos negros del
jinete. Pero la mirada del jinete no estaba dirigida a él; estaba dirigida a Taylor.
—¿Es ella? —preguntó el jinete.
Slane fijó su mirada sobre él, entrecerrando los ojos y mostrando malestar ante
la mirada lujuriosa del jinete, que examinaba a Taylor con desfachatez.
—Sí, Richard, ella es Taylor —dijo Slane con disgusto.
Finalmente, la mirada del jinete se dirigió a Slane.
—Bien hecho, hermano —reconoció—. Con esta acción te libras de deberes
conmigo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane sintió la mirada de Taylor sobre él, pero no se atrevió a enfrentarse a ella
en ese momento. Después tendría tiempo para explicarle todo. Luego podría volver a
enderezar las cosas.
—¿Cómo nos habéis encontrado? —preguntó Slane a Richard.
—Elizabeth tuvo la precaución de decirme que podríais encontraros en peligro
—explicó Richard, mientras tranquilizaba a su caballo, que aún estaba excitado por la
batalla—. Y como sabía por dónde vendríais salí para encontrarme con vosotros por
el camino.
Slane gruñó.
—Y, por lo que veo, hice bien —dijo Richard, echando un vistazo a los restos
que se veían en el suelo.
—Sí —asintió Slane. Fijó de nuevo la mirada en su hermano—. Corydon está
muerto.
—¿Muerto? —preguntó Richard anonadado.
—Sí —dijo Slane sin emoción alguna. Se sentía muerto por dentro ahora que
Richard estaba allí, ahora que su hermano se llevaría a Taylor de su lado—. Lo
derroté en combate.
—Vaya, parece que éste es mi día de suerte —dijo Richard alegremente—. Bien
hecho, hermano. Cuando regresemos al castillo Donovan daremos un banquete, y
celebraremos así tu triunfo. —Su mirada se posó en Taylor, sus ojos pequeños y
oscuros como los de una serpiente—. Y el mío. —Richard le tendió una mano a
Taylor, y algo muy parecido al pánico se apoderó de Slane. Taylor se alejó de la
mano extendida y la expresión jovial de Richard se tornó negra inmediatamente.
Slane sabía que su hermano estaba acostumbrado a que las mujeres le
obedecieran sin hacer preguntas. Dio un paso hacia delante.
—Ella tiene su propio caballo para montar —dijo.
—¿Sí? —Richard examinó el campo de batalla—. ¿Dónde? ¿Dónde está su
caballo?
Slane miró a Taylor, quien, a su vez, lo miraba con una desolación tan profunda
que pudo sentirla en su alma. Quería abrazarla, tenerla entre sus brazos y llevársela.
En lugar de eso, señaló su caballo en la distancia.
—Allí —dijo.
Richard miró hacia el caballo.
—Muy bien —dijo—. Ella montará su propio caballo.
Slane le dio la espalda a su hermano, cubriendo a Taylor para impedir que la
pudiera ver.
—Ve con él —susurró, esperando que en esta ocasión ella no discutiera.
Taylor lo miró con aprensión.
—Hablaré contigo más tarde en el castillo —prometió Slane, acariciando su
mejilla con la punta de los dedos.
Entonces, fue recompensado con una rápida transformación. Los ojos de Taylor
se encendieron de ternura y una sonrisa se asomó a sus labios. Asintió y se dirigió
hacia donde estaba el caballo. Slane la observaba con una ansiedad creciente,

- 181 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

mientras que ella tomaba el caballo de las riendas y subía sobre el animal.
Cuando Slane volvió la cabeza, su mirada chocó con los ojos sospechosos e
inquisitivos de Richard. Se irguió para que sus ojos quedaran al mismo nivel que los
de su hermano. Sabía que no podía luchar más contra lo que sentía por Taylor.
Aquellos sentimientos eran más fuertes que él. Y, francamente, no quería luchar
contra ellos. Ahora, simplemente debía enderezar las cosas. Aún no había perdido su
honor.

El castillo Donovan se irguió ante los ojos de Taylor como una montaña. Una
extraña e inquietante sensación recorrió su cuerpo, mientras desviaba los ojos para
mirar a Richard. Él la observaba, como lo había hecho durante todo el viaje al castillo
Donovan. No le gustaba ese hombre. No le gustaban sus oscuros y furtivos ojos, ni la
abrupta brusquedad con que trataba a todos los que lo rodeaban. No, él no le
gustaba. Ni siquiera un poco. ¡Porque no se parecía nada a Slane!
Miró por encima del hombro, con la esperanza de ver a Slane, pero no halló
señal de él. Aún sentía una ráfaga de emoción cuando pensaba en sus besos, sus
caricias, la tierna manera en la que le había hecho el amor. Ansiaba sentir su piel
contra la de Slane, sus labios contra los de él. Y era ésa la oportunidad que le ofrecía
el castillo Donovan. La oportunidad de estar con Slane. Se negó a pensar en lo que
pudiera depararle el futuro. Se negó a pensar en algo que no fuera el castillo Do-
novan... por ahora.
Los cascos del caballo golpearon estrepitosamente sobre el puente levadizo,
irritando los oídos de Taylor. Estaba entrando al castillo. Richard la seguía mirando
fijamente como si ella fuera alguna especie de premio. Ahora que su padre y
Corydon estaban muertos, ¿por qué era ella tan importante para él? ¿Por qué la
contemplaba con tanto triunfo en la mirada?
Lo miró de reojo. Aquellos pequeños ojos negros la contemplaban como... como
los de una serpiente. No podía dejar de sentir que en cualquier momento la atacaría.
Enfadada por su incertidumbre y por la perturbación que le estaba causando
Richard, volvió la cabeza para encararlo, mirándolo fijamente a los ojos.
—¿Tiene algún problema? —le preguntó.
La sonrisa desapareció de su rostro. Sus ojos hervían de furia, sus dientes
rechinaban. Obviamente, él no estaba acostumbrado a que le hablaran de esa manera.
Pero ahora que Slane había matado a Corydon, ahora que la muerte de Jared había
sido vengada, ella ya no necesitaba la ayuda de Richard. Poco le importaba lo que él
pensara.
Richard se acercó a ella.
—Obviamente, aún tienes que aprender unas cuantas cosas —murmuró—,
como, por ejemplo, respeto. —Se enderezó en su silla—. Yo te enseñaré eso.
Taylor resopló con disgusto e incredulidad, a medida que entraban por el
portón hacia el patio interior. «Qué tonto tan pomposo», pensó mientras
contemplaba el castillo. Era una enorme fortaleza que albergaba muchas

- 182 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

construcciones pequeñas de mercaderes. Continuaron a caballo hasta llegar a unos


aposentos. Taylor comenzó a desmontar de su caballo, y en ese momento Richard la
tomó del brazo, fuerte y dolorosamente, deteniendo su movimiento.
—Usted siga a su señor —le ordenó.
Taylor negó con la cabeza, y cuando Richard le soltó el brazo no pudo evitar
decirle:
—No veo por aquí a nadie que pueda ser mi señor. Cuando lo vea, lo seguiré.
No necesitaba mirar a Richard para sentir su furia. Rápidamente, Richard se
bajó del caballo con los ojos ardientes de ira.
—¡Mi señor! —gritó un niño.
Era un niño pequeño, que se detuvo para hacer una venia, antes de salir
corriendo, de vuelta a la casa de la servidumbre.
Taylor contempló a Richard; sus ojos ahora mostraban consternación. ¿Qué
clase de señor atemorizaba tanto a los niños que rápidamente se alejaban de él con
los ojos abiertos por el miedo?, se preguntó Taylor. ¿Cómo podrían ser productivos
unos sirvientes tan aterrorizados?
Richard entró como un rayo en la casa de la servidumbre, dejando a Taylor
parada, sola, en el patio. Taylor veía cómo las personas se apartaban con miedo del
camino que iba recorriendo él. Una mujer que cargaba una canasta llena de ropa se
tropezó con un hombre regordete en su afán por alejarse del camino que abría
Richard a su paso. La canasta voló por los aires y cuando aterrizó las prendas se
esparcieron por el suelo.
Los ojos de Taylor se desviaron desde las prendas dispersas por todas partes
hacia el camino que tomaba Richard.
El interior del castillo estaba ya oscuro. A medida que se acercaba hacia la
puerta se sentía cada vez más perdida. Pero debía entrar. No podía quedarse
esperando a Slane en mitad del patio.
Ni siquiera había comenzado a pisar la severa oscuridad cuando fue tomada del
cuello y empujada contra la pared. Richard acercó su cara a la de ella, gruñendo:
—Me mostrará usted el respeto que, estoy seguro, me merezco por ser su señor
y su futuro esposo. ¿Queda absolutamente claro? —Sus dedos se enroscaron con
fuerza alrededor del cuello de Taylor, haciendo que la joven tuviera que luchar para
respirar.
Taylor trató de remover los dedos de su cuello pero él los apretó con fuerza
hasta dejarla sin respiración. Taylor peleó, tratando de dar patadas a Richard para
liberarse de sus garras.
—¿Queda absolutamente claro? —exigió.
Un pensamiento consciente se formó en la mente de Taylor. Libre, debía estar
libre. Apretó el puño para golpear a Richard en la nariz. Pero su visión disminuyó a
medida que la oscuridad se apoderaba de ella. Levantó su puño con las últimas
fuerzas que le quedaban.
Oyó de nuevo la voz de Richard desde lejos.
—¿Queda absolutamente claro?

- 183 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Cuando al fin la liberó, Taylor cayó al suelo sobre una rodilla. Se frotó el cuello,
intentando tomar cada dolorosa bocanada de aire posible.
Una mueca de satisfacción curvó los labios de Richard, mientras gritaba por
encima de ella.
—Ana.
Taylor vio que por lo menos cinco sirvientes merodeaban en la sombra,
tratando de escapar de las órdenes de su señor.
—Indíquele a lady Taylor su habitación —ordenó.
«Esposo», pensó Taylor entumecida, dándose cuenta, finalmente, de lo que él
había dicho.
Una de las mujeres dio un paso hacia delante haciendo una reverencia.
Antes de irse, Richard añadió:
—Asegúrese de que lleve un vestido apropiado.
Taylor respiró con lentitud, intentando calmarse, hasta que su pulso volvió a su
ritmo natural. «Esposo», pensó nuevamente. ¿Qué diablos...?
—¿Milady?
Taylor desvió su mirada hacia Ana. Era una mujer joven, de unos quince años,
de ojos y pelo castaños.
—Por aquí—dijo ella, dirigiéndose a las escaleras.
Las lágrimas inundaron los ojos de Taylor. «¡Debe de haber algún error!»,
pensó. ¿Cómo podía Richard pensar que iba a convertirse en su esposo? ¿Por qué
quería casarse con ella? ¿Qué le podía ofrecer a él? De pronto, se le ocurrió en un
momento de lucidez. La dote. Si Richard estaba tan desesperado por el oro, ¿se la
habría pedido en matrimonio a su padre a cambio de una sustanciosa dote? Pero, de
ser así... ¿por qué Slane no le había dicho nada? ¿Acaso él no lo sabía? Y con su padre
muerto, ¿quién daría la dote? A menos que... Taylor se recostó lentamente contra el
muro. Ahora que su padre estaba muerto, ella era la única heredera legítima del
castillo y las tierras Sullivan. ¿Sería eso lo que quería Richard?
Taylor giró para echar un vistazo desesperado a la enorme puerta doble tras
ella. Dos guardias permanecían vigilantes justo al otro lado de la puerta.
Ana la tomó del brazo con delicadeza.
—Por aquí, milady.
Taylor dio un paso, luego otro, permitiendo que Ana la guiara. Slane vendría.
Le diría que todo había sido un error, que no sabía nada sobre los deseos de Richard
de casarse con ella.
Pero incluso mientras pensaba esto no podía evitar sentir la traición enrollarse
sobre ella como una serpiente.

- 184 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 32

—No tienes que casarte con ella —le dijo Slane a Richard.
En cuanto llegó al castillo, Slane buscó de inmediato a su hermano, a quien
encontró en el solar estudiando cuidadosamente sus libros de contabilidad. Se
sorprendió al ver cuánto tiempo podía su hermano mirar las penosas cifras que se
hallaban en aquel libro. Parecía como si estuviera esperando a que mágicamente los
números se multiplicaran frente a sus ojos.
Richard alzó la mirada por encima de la libreta.
—¿De qué diablos estás hablando?
—No necesitas su dote. Puedes dejarla.
—¿Dejarla? —exclamó Richard, cayendo sobre su silla con cierta exasperación—
. ¿Acaso has perdido el sentido común, hermano?
Slane frunció el seño y dio un paso hacia delante, diciendo:
—Richard...
Posó firmemente sus manos sobre el escritorio y se inclinó hacia su hermano.
—Corydon está muerto. La amenaza de invasión ya no existe.
—Siempre existe una amenaza de invasión. Corydon era sólo un tonto entre los
muchos que están al acecho. Aún necesito caballeros y soldados para vigilar mi
castillo.
Slane empezó a sentir que un río de agujas le pasaba por la nuca y se deslizaba
por su piel como una araña mortal buscando un blanco en el cual inyectar su veneno.
—Tú no la quieres. Y ella no quiere convertirse en tu esposa.
Richard se encogió de hombros.
—Me imagino que una esposa podría convertirse en un inconveniente.
—Ella no se quiere casar. Déjala ir —aconsejó Slane.
Richard frunció el ceño.
—¿A quién le importa lo que ella quiera o no quiera? Lo importante es lo que
yo necesito.
Slane sintió que su sangre comenzaba a hervir.
—Richard, tú no la necesitas.
—Necesito su dote igual que antes —dijo Richard moviendo sus manos en un
gesto de impaciencia.
—Si la dote es lo único que necesitas, toma las tierras y termina con todo esto.
Ella no quiere ni una sola parte de ese terreno.
—Ella es la heredera de esas tierras. No quiero tener ningún problema legal.
Esas tierras serán mías legalmente y por matrimonio, y todo gracias a ti. ¿Te he
dicho, hermano, lo orgulloso que estoy de ti? Sabía que de todas las personas, serías

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

tú el único que no me fallaría. Todos esos mercenarios son inútiles. —Richard hizo
un gesto de decepción con el labio—. ¡Pero tú! Ah, hermano, ¡yo sabía que podría
confiar en ti!
Slane cruzó los brazos sobre su pecho, mirando fijamente a su hermano.
—Me encontré con algunos de esos mercenarios en el camino —dijo Slane
secamente—, y uno de ellos casi mata a Taylor.
—Es una pena. Pero por fortuna tú los superaste a todos y conseguiste
traérmela. Muy bien hecho, hermano. Bien hecho. —Richard levanto los brazos por
encima de la cabeza, gimiendo suavemente, luego se puso de pie.
Slane observó a su hermano durante un largo rato. En ese momento lo odiaba
por su frialdad y su ambición.
—¿Dónde está ahora?
—Vamos a celebrar el éxito de tu misión. ¿Me acompañarás, verdad? —Pasó al
lado de Slane, rozándolo.
Slane lo tomó de la manga y lo obligó a volverse, de manera que su hermano
quedara cara a cara con él.
—Respóndeme. ¿Dónde está? ¿Dónde la tienes? —exigió Slane.
—Por ahora, ella se encuentra en el antiguo cuarto de madre. —Richard se
inclinó hacia—. Has debido de aprender mucho en tus viajes con ella. Dime... ¿cómo
te las arreglaste para no tener que amordazarla?
Slane sintió la rabia viajar por sus venas.
—Ella es una criatura elocuente que no se reserva sus opiniones —asintió
Slane—. Pero ésa no es la forma en la que se trata a una mujer.
Richard se encogió de hombros.
—Es imprudente y necesita el brazo duro de un hombre. —Sus ojos brillaron,
mostrando expectativa. Slane tenía que hacer grandes esfuerzos para controlar su
furia.
—Richard, tú siempre crees que todo el mundo necesita probar tu duro brazo.
Richard hizo un leve gesto de desinterés.
—Lo que ya funciona no vale la pena cambiarlo.
—Yo creo que en el caso de Taylor vale la pena cambiar de idea. —Slane se
dirigió hacia la puerta—. No reacciona bien a los golpes. —Hizo una pausa y estiró el
brazo para abrir—. ¿No la vas a liberar?
—Nunca he tenido intenciones de liberarla —respondió Richard—. Tú lo sabes.
Slane se sintió desolado. Había sido un tonto al llevar a Taylor al castillo. ¿En
qué había estado pensando? Sólo quería pagarle a su hermano la deuda que tenía con
él para poder seguir con su vida, y ahora se daba cuenta de lo equivocado que había
estado.
—Ah —dijo Richard, mostrando una risilla que iluminaba su rostro—. Todo
este tema del matrimonio te ha hecho olvidar a tu amada. Bueno, hermano, ya te he
alejado de ella por mucho tiempo. Debe de estar esperándote en el gran salón. Ve a
buscarla.
Slane abrió la puerta con brusquedad. Sus pensamientos no estaban en absoluto

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

con Elizabeth. Debía ver a Taylor. Debía asegurarse de que se encontraba bien.
—¿Por qué no cenáis con mi prometida y conmigo? —sugirió Richard.
Prometida. Slane quedó congelado, agarrotado por la manera en la que Richard
pronunció aquella palabra. Como si Taylor fuera una posesión.
Richard pasó al lado de Slane, lo rozó, pero no lo miró.
Slane, dubitativo, se detuvo a pensar un momento. No le gustaba nada la forma
en que lo trataba Richard. No le gustaba la mirada astuta en los ojos de su hermano.
Estaba tramando algo. Pero Slane sabía que su única opción pasaba por seguirle el
juego. Richard era el señor del castillo y su palabra era la ley. Una ley a la cual Slane
había jurado lealtad, por encima de todo.

A pesar de las peticiones y los ruegos de Ana, Taylor decidió usar únicamente
sus mallas y su túnica. Ya no le importaban las miradas de los guardias, ni los ojos
curiosos de los campesinos que la miraban como si fuera un bicho raro mientras se
dirigía al gran salón. Se sentó en el lugar que le indicaron y se bebió de un solo trago
la jarra de cerveza que le sirvieron.
Echó un vistazo al salón. Todos los campesinos se deleitaban con su ración de
comida. Los guardias descansaban en sillas. De cuando en cuando se escabullían
para tomar otra cerveza y en su trayecto pellizcaban los traseros de las criadas que se
encontraban por allí. Un acróbata hacía piruetas en mitad del salón, lanzando bolsas
de frijoles en círculos. Los perros ladraban de emoción y corrían de mesa en mesa
para robar las sobras de comida que caían al suelo.
Desde los ojos de Taylor, que se encontraba en la mesa principal, el gran salón
era un caos total. No podía evitar pensar que todo aquello estaba mal. No podía estar
allí. Eso tenía que ser un error. Examinó el salón de arriba abajo, dirigiendo sus ojos
continuamente hacia las grandes puertas de madera. Por allí entraría la única
persona en la que ella confiaba; la única persona que podía explicarle qué era lo que
estaba sucediendo.
Slane dijo que regresaría. Ni siquiera había terminado de pensar aquello,
cuando dos hombres se pasearon a través de las grandes puertas de madera. El
corazón de Taylor cesó de latir durante un segundo, mientras la preocupación roía su
conciencia. Se recostó en su silla, forzándose a sí misma a calmarse.
Esposa. La oscura y horrible palabra se negaba a abandonar sus pensamientos.
Esposa ¿Por qué Slane no le había dicho nada? Seguramente él tampoco lo sabía. De
haberlo sabido, jamás la habría llevado al castillo Donovan. Y mucho menos después
de lo que habían compartido.
Cuando Slane y Richard se aproximaron, Taylor no pudo evitar notar el paso
fuerte, el carisma y el verdadero poder de Slane. Era fascinante observarlo. Se trataba
del hombre más apuesto del salón. Atenta sólo a su amado, Taylor no alcanzó a notar
el gesto de amargura en el ceño de Richard.
Las miradas de Slane y de Taylor se encontraron. Algo en su mirada le enviaba
una vibración que atravesaba todo su cuerpo, una señal de esperanza que se esparcía

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

en su corazón.
Mientras daban la vuelta a la mesa para acomodarse, Taylor se puso de pie para
saludar a Slane. La sonrisa que invadió su alma alcanzó a revelarse en sus labios. De
repente, supo que todo iría bien.
Pero en ese momento Richard se puso delante de Slane y la miró con odio. Un
seco golpe en la mejilla sorprendió a Taylor y la envió, tambaleándose, de vuelta a su
silla. La fuerza del golpe fue tal que la joven terminó con su silla en el suelo.
—¡Taylor! —Slane, pasó por encima de la silla para arrodillarse en el suelo al
lado de ella. La ayudó a enderezarse y sentarse—. ¿Estás bien?
Taylor negó con la cabeza y aquel movimiento hizo que él fijara la mirada en su
cuello. Vio allí las huellas de la mano de Richard, tornándose ya en moretones
oscuros. Taylor pudo ver cómo los ojos de Slane se abrieron con incredulidad y furia.
Cuando alzó la mirada, desde los moretones hasta los ojos de Taylor, el dolor y la
culpa comenzaron a nublar sus siempre asombrosos ojos azules. Su mandíbula se
contrajo y su puño se cerró mientras se ponía de pie lentamente para enfrentarse a su
hermano.
—Maldito seas, Richard.
La mejilla de Taylor dolía mucho, pero ese dolor no se comparaba con la
desazón que sentía viajar por su cuerpo. Se acercó a él para detenerlo.
—Déjalo, no pasa nada —le dijo.
Pero Slane no la escuchó.
El rostro de Richard era una máscara de indignación. Sus ojos se fijaron en los
de Taylor con una mirada de desaprobación.
—Le ordené que se quitara esa ropa de hombre y se pusiera algo apropiado —
advirtió—. Yo soy el señor de este castillo y ella aprenderá a obedecerme... o tendrá
que enfrentarse a las consecuencias.
Slane apretó el puño y movió el brazo hacia atrás. Taylor, que se encontraba de
pie detrás de él, tomó rápidamente su brazo, agarrándole con fuerza por el codo para
evitar el desastre. Si Slane pegaba a su hermano estaría perdido.
—No, Slane —le aconsejó—. No valgo la pena. Piensa en lo que estás haciendo.
—Aun así, él forcejeó con ella, tratando de soltarse—. ¿Cómo podría yo salir de aquí
si te metieran en el calabozo? —susurró.
Lentamente, Slane dejó de forcejear y bajó el brazo. Taylor sintió que el alivio
invadía su cuerpo. Vio la mirada de Richard posarse sobre ella y sobre Slane
alternativamente. Vio también cómo la incredulidad iba abriendo sus ojos. Una
sonrisilla curvó sus labios.
—No reacciono bien a la autoridad —explicó, mientras soltaba el brazo de
Slane—. Puede que alguien ya se lo haya explicado mejor que yo.
En el rostro de Richard se dibujó un gesto de ira. Dio un paso adelante,
blandiendo su puño cerrado frente a la cara de la joven.
Taylor permaneció de pie, imperturbable, segura de que Slane interceptaría a
Richard si intentaba atacarla. Y así lo hizo. Capturó la mano de Richard cuando
iniciaba un movimiento para golpearla.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Ninguna mujer me habla de esa manera —gruñó Richard—, ¡especialmente si


esa mujer es mi futura esposa!
—Entonces, tal vez ella no sea la mujer apropiada para ti —susurró Slane,
empujando a su hermano lejos de Taylor.
Taylor sintió que su esperanza moría. No había ninguna señal de sorpresa en la
voz de Slane, tampoco había un gesto de sorpresa en su rostro. ¡Él lo sabía! Siempre
había sabido que Richard pretendía casarse con ella.
—Independientemente de si es o no es apropiada para mí, me casaré con ella, y
ella aprenderá cuál es su lugar —dijo Richard con dureza.
Taylor de repente sintió que se quedaba sin respiración; le pareció que todo se
volvía negro y que un abismo de confusión la envolvía. Como a distancia, oyó las
siguientes palabras de Richard.
—Sería conveniente para ella que aprendiera cuál es su lugar —dijo Richard
gruñendo. Dio una vuelta y salió del salón como un trueno.
El salón quedó en silencio. Mientras Richard pasaba, comenzó a escucharse un
murmullo que fue creciendo a medida que él salía.
Slane levantó los dedos y los pasó por el cuello de Taylor, a lo largo de los
moretones.
—Lo siento mucho —murmuró.
Taylor abrió la boca con el fin de saber la verdad. Todo lo que necesitaba era
una explicación. La razón de su silencio. ¿Por qué no le había dicho nada?
—¡Querido!
Taylor y Slane se volvieron. Elizabeth se aproximaba a ellos sonriendo y,
entonces, una devoradora sensación de pavor la invadió. Se sentía peor que cuando
Richard había prometido casarse con ella. De repente, ya no podía mirar a Slane
directamente al rostro. No podía observarlo para notar la alegría que surgía en sus
ojos al ver a Elizabeth. No quería ver su infidelidad.
Elizabeth se lanzó sobre Slane con un amplio abrazo.
—¡Querido, estoy tan contenta de que te encuentres bien!
La garganta de Taylor se empezó a cerrar y su visión se nubló. Ella había creído
con todo su corazón que Slane iba a arreglarlo todo. Había confiado en él. ¡Tonta!
Rugió una voz en su mente. Todo este tiempo, él había hecho todo lo posible para
llevarla al castillo Donovan... para llevársela a su hermano...
«¡No!», gritó su corazón. «No puede ser. Él... él me besó. Él me tocó».
Sus ojos se enfrentaron a los de Elizabeth por encima del hombro de Slane.
Había tanta confianza en los ojos de la mujer, que Taylor sintió que sus esperanzas
chocaban contra una roca y se rompían en en mil pedazos.
Pasó al lado de Slane, avanzando hacia la puerta. Trató con toda su voluntad de
detener las lágrimas que empezaban a arder en sus ojos. ¡Había sido tan estúpida!
Ella sabía lo traicioneros que podían llegar a ser los nobles. Pero Slane...
Recordó su forma de mirarla, tan tierna y cariñosa; recordó la gentileza de sus
caricias. Él la había tratado como nunca nadie lo había hecho. Chocó con un caballero
y, en medio del accidente, Taylor derramó su cerveza sobre la túnica del hombre. El

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

caballero le lanzó una mirada hostil, pero ella ni siquiera vaciló en su afán por salir
del salón. Prácticamente, salió volando por las grandes puertas de madera. Cuando
se encontró fuera, se detuvo y miró por encima de su hombro. Slane seguía hablando
con Elizabeth.
Vio cómo tomaba su mano, y la mirada sincera en sus ojos. Echó a correr y se
alejó de aquella escena que le destrozaba el corazón.
Fue corriendo hacia donde se encontraba el guardia. Con la mirada nublada por
el llanto examinaba las actividades matutinas de la gente. El pánico empezó a crecer
en ella. Se sentía atrapada, prisionera. Debía salir de allí. Debía escapar. Dio un paso
hacia delante, y luego otro.
De repente, se detuvo con brusquedad. ¿Qué iba a conseguir si escapaba?
Richard enviaría hombres a buscarla. Incluso podría mandar a Slane. No, la deuda de
Slane ya había sido cancelada. Eso había dicho Richard. Ya se había librado de
Richard... y de ella. Pero los hombres irían a buscarla. Los Corydon, los Magnus. Los
que no tienen nombre: los mercenarios sin miedo, los de sus pesadillas. No
encontraría ni un momento de paz. Siempre estaría cuidándose la espalda. Ésa no era
una buena forma de vivir. Ya estaba cansada de aquello.
Jared le habría dicho que se pusiera en pie para pelear.
Taylor enderezó sus hombros con rabia y se limpió las lágrimas que habían
humedecido sus ojos. No escaparía. No volvería a huir nunca más.
Con una nueva decisión, se dio la vuelta y se dirigió al castillo en busca del
hermano de Slane.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 33

Slane luchó contra la urgencia que sintió de llamar a Taylor, mientras ella
escapaba del gran salón; luchó contra el impulso de ir tras ella, tomarla en sus brazos
y protegerla de todos los horrores a los que su hermano la había sometido y a los que
incluso ahora la sometería. Lo que sentía por ella se fortalecía cada vez que la veía,
cada vez que estaba cerca de ella. Ahora el vacío que sentía en su corazón cuando
Taylor no estaba a su lado, cuando no podía oler su esencia o escuchar su melodiosa
y dulce voz, crecía en su interior de manera profunda y oscura. Era un vacío
creciente en su alma que necesitaba ser llenado. Taylor Sullivan era la única que
podía hacerlo.
—Slane, querido, ¿te encuentras bien?
Slane miró a Elizabeth y se dio cuenta de que sabía exactamente qué debía
hacer. Pero también sabía que no sería fácil. Tomó con sus manos las de su
prometida.
—Tenemos que hablar —dijo con delicadeza.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Ven conmigo —susurró él, sacándola del gran salón y llevándola a una
pequeña habitación adyacente.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿He hecho algo? —preguntó, curvando sus labios hacia abajo.
Slane se tocó el cuello, pensativo. No quería herirla. Aún así, sabía que lo haría.
—Elizabeth... —comenzó.
Ella se aferró con fuerza a su mano.
—Lamento todo lo que hice y lo que pude haber hecho.
—No —dijo Slane con un tono de agonía en su voz. Le soltó la mano y vio cómo
la confusión se apoderaba de sus enormes ojos marrones—. No has hecho nada. —Y
era la verdad—. No puedo mentirte, Elizabeth. Simplemente no puedo... —Slane le
pasó una mano por el cabello, suspiró y se irguió decidido—. Deseo continuar
nuestra amistad... verdaderamente lo deseo. Pero no puedo casarme contigo.
—¿Qué? —dijo ella con voz ahogada.
—No te amo —le dijo Slane suavemente.
Ella se dejó caer en un asiento cercano a la ventana.
—Me amabas —susurró ella, apenas logrando emitir un sonido.
—No. Lo que yo sentía por ti era un enorme cariño. Me sentí protector. Pero
nunca me enamoré. Cuando mi padre nos ordenó que nos casáramos nunca me
preguntó si yo lo aprobaba.
—A mí tampoco me consultaron —asintió ella.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Se arrodilló frente a ella. La desesperación lo embargaba.


—Entonces sabes cómo me siento.
—No —contestó ella—. Es cierto que no te amaba al principio. Pero eres amable
y gentil, y no puedo imaginarme casada con otro hombre. ¡No quiero casarme con
ningún otro hombre!
—Eso no es amor —insistió Slane, poniéndose de pie y paseándose frente a
ella—. El amor es un sentimiento que te impulsa a hacer cualquier cosa por otra
persona. Llegarías a la luna y robarías las estrellas del firmamento si él, o ella, te lo
pidiera. Quieres proteger y abrigar a quien amas, sí. Pero el amor es más que eso.
Cuando caminas dentro de una habitación, es al ser amado a quien miras primero. Su
risa ilumina tu día, y cuando sufre tú sufres también. Es el sentimiento cálido que
llena tu alma cuando estáis juntos. Un leve roce de su mano te pone de rodillas.
Elizabeth tenía los ojos entornados y la espalda erguida como una tabla. Ella lo
sabía.
—Amas a otra —dijo.
Slane escuchó una mezcla de dolor y resentimiento en su voz. La miró a los ojos
y asintió.
—Es esa muchacha. Es esa Sullivan.
—Lo siento, Elizabeth. Siento mucho herirte así. Pero eres una mujer brillante y
hermosa. Tu padre te encontrará a alguien que sea digno de tu amor.
—Ella está comprometida en matrimonio con Richard, Slane —refutó
Elizabeth—. ¿Qué futuro podéis tener?
Slane permaneció en silencio. Ésa era una de las muchas preguntas que él se
hacía. Sólo que aún no conocía la respuesta.
—Te esperaré —replicó Elizabeth.
Slane negó con la cabeza pacientemente.
—No. Eso no sería justo para ti —dijo amablemente—. No te pediría eso jamás.
No soportaría que te hicieras eso. Debes continuar con tu vida.
—Volverás a mí —dijo ella suavemente—. Cuando veas que no la puedes tener,
volverás a mí.
—Por favor, Elizabeth —dijo Slane—. Por tu propio bien, busca a un hombre
que cuide bien de ti. Encuentra otro marido.
Las lágrimas corrían por el rostro de Elizabeth. Slane se dio la vuelta y se alejó.
Se detuvo momentáneamente en el pasillo.
—Lo siento mucho, Elizabeth, no sabes cuánto. No era mi intención herirte, de
verdad, créeme.
—¡Tu honor! —explotó ella con voz ronca, llena de lágrimas—. ¿Cómo puedes
romper tu palabra?
Slane se puso tenso.
—Por eso te estoy contando todo esto. Para que no pierdas tu dignidad. Estoy
dejando tu honor intacto.
—¿Y tu honor? —insistió ella.
—Nuestro matrimonio fue promesa y palabra de mi padre. No mía —dijo él

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

saliendo de la habitación y dejándola sola en su miseria.


Era lo mejor, se dijo a sí mismo. No podía casarse con una mujer que no amaba.
No sería justo con ella. Estaba seguro de haber hecho lo correcto.

Taylor entró en el castillo, ensayando mentalmente lo que le diría a Richard


cuando hablara con él. Vio dos guardias cerca de la puerta mientras la cruzaba. Uno
miraba detenidamente sus botas, como inspeccionando que no tuvieran defectos; el
otro la miraba a ella; su mano descansaba en la empuñadura de una espada.
Taylor los miró con recelo. Había visto a esos mismos guardias cerca de su
habitación y al entrar al castillo. ¡La estaban siguiendo! ¡Por Dios! Cerró los ojos
exasperada. Si no hubiera estado tan distraída, creyendo que Slane la sacaría de su
lamentable situación actual, se habría dado cuenta enseguida de que esos dos
imbéciles se habían convertido en su sombra.
Caminó en dirección a los dos hombres. Mientras se acercaba, el que
inspeccionaba sus botas levantó la mirada. Podía ver la incomodidad en sus ojos. Al
hombre no le gustaba su trabajo. Ya era algo.
Les sonrió.
—¿Cómo estáis, muchachos? —Los hombres intercambiaron rniradas inquietas
y Taylor prosiguió—: ¿Dónde está vuestro señor?
—Me parece que está en el solar —dijo el que buscaba defectos en sus botas.
—Y ¿dónde queda el solar?
Los hombres le dieron las instrucciones para llegar. Taylor comenzó a caminar
en la dirección que le indicaron los guardias, y rápidamente notó que ellos la seguían
de cerca, sin esforzarse en ser discretos.
Taylor atravesó el gran salón y no pudo evitar echar un vistazo. Dio unos pasos
dubitativos y notó que Slane y Elizabeth no estaban; al pensar en lo que podrían estar
haciendo, un rayo de ardiente dolor atravesó su pecho. Se sintió triste y miserable.
¿Cómo había podido pensar alguna vez que Slane podría ser suyo? ¿Cómo se había
engañado de esa manera? Él era un caballero; jamás encajarían porque vivían en
mundos distintos. Y eso estaba bien, se dijo con firmeza. Sí. Era mucho mejor de esa
forma.
Pero sabía que estaba engañándose una vez más.
Respiró profundamente para darse ánimos, para superar las oleadas de dolor
que la atravesaban. Slane la había manipulado, hasta tal punto había estado en su
papel que incluso le había hecho el amor sólo para llevarla al castillo Donovan. Para
llevarla a los brazos de Richard.
Se obligó a dar un paso. Y otro. Toda su vida había dependido de Jared. Era
hora de depender de sí misma. Tenía que concentrarse para superar la prueba que la
esperaba, se dijo. Era muy buena para concentrarse. Se podía centrar en una tarea y
sepultar sus sentimientos. Lo había hacho durante ocho años.
Entonces, ¿por qué se cerraba su garganta? ¿Por qué no podía dejar a un lado su
dolor?

- 193 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Continuó su camino ascendiendo por una escalera en espiral, dando un


trabajoso paso tras otro. Pensó en la sonrisa de Slane, sus caricias, su protección. Se
había acostumbrado a todo aquello. Incluso quería ver sus cálidos ojos azules una
vez más. Se preguntaba si él sabía cómo relucían bajo la pálida luz de la luna. Otras
imágenes y sentimientos llenaban su cabeza. La gloriosa y ondulante cabellera que
cubría su cabeza. Sus fuertes y masculinas facciones. Las líneas que rodeaban sus
suaves labios. La sensación de su cuerpo, sus ardientes besos.
Se detuvo en mitad de las escaleras, apoyándose en la pared para mantenerse
de pie. ¡Por Dios! Pensó. Había oído a algunas mujeres hablar de esas cosas, y le
parecían mujeres ridiculas sólo porque decían estar enamoradas. Ella siempre había
pensado que el amor no existía, que sólo existía la lujuria. ¡Y ahora se daba cuenta de
que siempre había estado equivocada! ¡Era un sentimiento tan fuerte! Lo más fuerte
que jamás hubiera sentido. ¿Podía la lujuria ser tan vigorizante y paralizante al
mismo tiempo? ¿Sólo deseaba a Slane, sólo quería hacer otra vez el amor con él o era
algo más, algo mucho más fuerte que el deseo?
Oyó el sonido metálico de una armadura detrás de ella. Los guardias. Comenzó
a moverse de nuevo. Sus manos temblaban; su boca estaba seca. No, no, se repetía
una y otra vez. No era posible. No existía eso que la gente llama amor. Sólo era
lujuria. Nada más. Una necesidad física. Nada más que eso.
«Por favor, que sólo sea eso», rogó para sus adentros, convencida de que no era
así.
Llegó a lo alto de las escaleras y respiró profundamente para calmar sus
confusas emociones. No funcionó. Sus manos continuaban temblando y la última
gota de humedad en su boca se había evaporado. Comenzó la lenta caminata a través
de un largo y desconocido pasillo.
¿Habría corrido Slane por esos pasillos cuando era un niño, riendo,
persiguiendo a su hermano? Lo maldijo en silencio. ¿Cómo podía tener esperanzas
de salir airosa de su enfrentamiento con Richard cuando en lo único que podía
pensar era en Slane? Slane estaba comprometido con otra mujer.
El pensar en él tocando a Elizabeth como la había tocado a ella, mimándola y
besándola, sentía que rayos de agonía la atravesaban como flechas ardientes.
Comenzó a pasearse para despejar su mente. ¿Era una tonta? ¿Cómo había pasado
esto? Siempre se había sentido orgullosa de su carácter, de no haber caído en
absurdos sentimentalismos, de controlar sus emociones. ¿Cómo había permitido que
un noble las encontrara? ¿Cómo había permitido que un noble despertara los
sentimientos que creía haber enterrado hacía mucho tiempo?
La rabia y la humillación hervían en ella. Dejó a un lado los sentimientos de
humillación, pero mantuvo la fuerte rabia a flote, anidándola hasta que amenazó con
quemar sus propios pensamientos. ¡Ella era la única culpable! Necesitaba a alguien
tras la muerte de Jared y se aferró al primer hombre que llegó a su vida. ¡Tonta!
¡Idiota! Debía haber sabido lo que estaba haciendo.
Continuó su camino por el pasillo, ahora moviéndose con pasos más decididos.
Bueno, al menos trataría de remediar la triste situación en que se encontraba. Podía

- 194 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

hacerlo.
Se detuvo frente a la última puerta y levantó el puño para golpearla con fuerza.
Tras un momento de silencio, Taylor golpeó de nuevo la puerta de madera,
impaciente.
Al ver que nadie contestaba, empujó la puerta y entró en la habitación.
Estaba oscuro, pero sus ojos se ajustaron rápidamente a la tenue luz, emanada
por una sola vela sobre una mesa cercana. Una manta sobre una enorme cama llamó
su atención, pues algo se movía bajo ella, retorciéndose con fuerza como una enorme
bestia. Dio un paso hacia la cama y finalmente pudo discernir dos figuras bajo la
manta.
—Más vale que esto sea importante —advirtió una voz bajo la enorme manta de
piel. Richard asomó la cabeza. La mirada llena de rabia en su cara fue reemplazada
por sorpresa, y entonces una oscura sonrisa ensombreció sus labios—. Querida —dijo
Richard.
La figura junto a él, aún escondida bajo la manta, soltó un gemido.
—No estoy hablando contigo, estúpida —murmuró él.
Una cabeza asomó por entre las mantas, y Taylor se sorprendió
momentáneamente al ver a Ana, la sirvienta que la había acompañado a su
habitación. Taylor sacudió la cabeza, consternada, y miró dura y fijamente a Richard
a los ojos.
—Creo que ya es hora de terminar con esta farsa —declaró.
—¿Farsa? —replicó Richard—. No sé qué quieres decir.
—Este compromiso de matrimonio. Es una farsa.
—No hay farsa donde puede haber ganancias económicas.
—No me casaré contigo —dijo Taylor.
Richard se sentó en la cama, frunció el ceño y curvó los labios.
—No creo que tengas otra opción.
—Me voy —añadió ella como si él no hubiera hablado.
Richard sonrió.
—No puedes irte. No dejaré que te vayas —dijo, categórico.
Taylor sintió que se le revolvía el estómago; sabía que en esas tierras la palabra
de Richard era la ley. Sin embargo, continuó.
—No puedes retenerme aquí.
—Si lo que necesitas es que te encierre en el calabozo, entonces lo haré —dijo
Richard con tono siniestro—. Tu padre hizo un trato conmigo. Pienso honrar su
último deseo.
Taylor estaba horrorizada. Su mente trabajaba con furia. Quería despotricar,
insultar y preguntarle por qué razón, en el nombre del cielo, quería casarse con ella.
—¿Supongo que éste es el comienzo de un maravilloso matrimonio, verdad,
Richard? —dijo sarcásticamente.
Los labios de Richard se torcieron en una mueca.
—Todos seremos felices. Tú, acostado en la cama con ésa. Yo aquí, con ganas de
arrancarte la cabeza. Slane... —Su voz se quebró con tal agonía que no pudo

- 195 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

continuar.
—Sí. Él será feliz también —continuó Richard—. Slane tenía conmigo una
deuda enorme, que pesaba sobre él como una losa. Yo restauré su preciado honor
cuando mi padre quiso desheredarlo; ahora, al traer a mi queridísima esposa a mi
lado, ha terminado de pagar su deuda. Por fin se ha librado de mí. Puede casarse con
Elizabeth y ser feliz. Muy lejos de aquí.
El pecho de Taylor se contrajo dolorosamente. Slane la había manipulado,
decepcionado. Y ella había caído en su trampa. Él había hecho todo lo posible para
llevarla al castillo de su hermano. Después de todo, ¿cómo podía un hombre de
honor hacerle el amor cuando estaba comprometido con otra mujer?
—No me quedaré aquí —dijo.
Richard envolvió su cuerpo desnudo en la manta y se levantó de la cama.
Pero Taylor no se dio ni cuenta. Ni siquiera cuando él se le acercó. Su mente
estaba concentrada en una batalla con su corazón. Slane no la deseaba si tenía una
mujer como Elizabeth a su lado. Elizabeth era hermosa, comprensiva y noble. Él la
había mentido. Pero ¿cómo había podido fingir esas miradas, esas caricias? No
existía el amor, ahora lo sabía. Y ahora se daba cuenta de que había aprendido una
dolorosa lección. Tampoco existían los caballeros de honor. Sólo eran horribles,
decepcionantes mitos a los que las mujeres se aferraban. Y al final, todas las mujeres
estaban condenadas a descubrir la oscura naturaleza de esta ilusión.
—No tienes opción —dijo Richard muy cerca de ella—. Estás en mis tierras, en
mi castillo. Me perteneces para que yo haga contigo lo que me venga en gana.
Un terrible dolor se apoderó de Taylor y no pudo concentrarse más en sus
pensamientos. Su mente seguía repitiendo: «Él mintió, él mintió». Su corazón
continuaba discutiendo: «No pudo hacerlo, no pudo hacerlo». Estaba perdida en un
limbo de confusión.
Con sutileza, Richard le tomó la mano y la guió hacia la puerta.
—Ven, amada mía.
Taylor apartó su mano con violencia.
—¡No me toques! —dijo repentinamente, y salió de la habitación muy furiosa,
atravesando el pasillo sin importarle los divertidos y desdeñosos ojos de los
guardias.
Trató desesperadamente de convencerse de que Slane no le había mentido. Pero
la evidencia era irrefutable. Lo había visto con Elizabeth. Los había visto
abrazándose.
¿Qué expectativas tenía? Las lágrimas llenaron sus ojos en un ataque de
angustia. No existe el amor, se repetía.
Entonces, ¿por qué se sentía como si estuviera muriendo de amor?
Unas manos se posaron sobre sus hombros, levantó su cabeza para ver las
figuras borrosas de los guardias.
—Su señoría ha sugerido que la escoltemos a sus aposentos —explicó uno de
ellos.
Taylor reconoció la determinación en la voz del guardia. En medio de su

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

estupor, sabía que la iban a encerrar. Era una prisionera. Era una posesión de
Richard.
Asintió, pero entonces, ¡se volvió con enorme agilidad y sacó una de las
espadas del guardia de su vaina! Se enfrentó a ellos con desesperación. El miedo le
corroía el estómago. Estaba en enormes problemas, y lo sabía. No podría escapar. Ni
de Richard ni de los sentimientos que Slane había despertado en ella. Lo único cosa
que le quedaba, lo único que sabía hacer, era pelear. Blandió la espada frente a ella,
agitándola de lado a lado como si estuviera previniendo algún tipo de maldad.
Los guardias se miraron y el que todavía tenía su espada la sacó de su vaina.
Si hubiera sido la que alguna vez fue, se habría reído. Habría escapado en un
abrir y cerrar de ojos. Les habría dicho a los guardias que no tenían ninguna
oportunidad, los habría convencido para que no pelearan con ella. Sabía que esos
hombres no querían pelear. Pero no era la que solía ser. Sentía las lágrimas
derramándose por su rostro, aun cuando luchaba por detenerlas. Su visión vacilaba.
—No queremos herirla —dijo uno de los guardias.
Taylor levantó su brazo para enjugar las lágrimas de sus ojos y mejillas. Y yo no
quiero herirlos, habría dicho. Pero su garganta estaba tan estrechamente cerrada que
las palabras se ahogaron antes de pronunciar sonido alguno.
Arremetió contra el guardia armado y éste esquivó el ataque con facilidad.
Mientras sus espadas se encontraban, su instinto de supervivencia se apoderó
de ella. Sintió surgir en su interior partes de la persona que alguna vez fue. Atacó
instintivamente, manejando al hombre con cada ataque, despejando el camino hacia
las escaleras. Giró de repente y corrió a toda velocidad hacia la escalera en espiral,
saltando escalones hasta que llegó a la primera planta. Salió corriendo de la escalera
de piedra en dirección al pasillo que comunicaba con el gran salón. El corredor
estaba atestado de aldeanos y mercaderes, de mercenarios y guardias. Tuvo que
empujar a varias personas para abrirse camino a través de la muchedumbre.
—¡Detenedla! —gritó una voz detrás de ella.
Mientras escapaba, volvía la mirada, rápidamente, registrando las caras que
alcanzaba a ver. Un hombre de barba roja la miró con ojos llenos de maldad. Un
gordo mercader apuntó un dedo en su dirección. Una mujer noble gritó y se escondió
detrás de un guardia. Todos eran enemigos, todos de poco fiar. Alguien la tomó de la
muñeca. Ella se soltó y continuó corriendo a través del corredor. En algún lugar a su
izquierda, alguien reía.
Y entonces a lo lejos, en el pasillo, lo vio asomando la cabeza sobre las demás
personas. Su rubia cabellera se batía en el viento. A pesar de la distancia, Taylor
creyó haber visto el brillo de sus ojos azules. De repente, tras de él, surgió Elizabeth.
Taylor sintió un crudo y primitivo lamento aplastarla tan intensamente que se
convirtió en dolor físico en su pecho. Casi se doblaba del dolor.
Sintió entonces unas manos en los hombros, en los brazos. Las innombrables
masas enemigas la sujetaban, pero luchó con todas sus fuerzas, pataleando y
peleando. Le quitaron la espada de las manos. En algún lugar, alguien estaba
gritando.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Las manos y el peso sobre sus hombros la empujaron hacia abajo, abajo. Ella
seguía luchando, pero la abrumadora fuerza era demasiada, no podía seguir
peleando. Una vez vencida, fue forzada a caer sobre sus rodillas.
Un grito de angustia recorrió el corredor y miró aterrada a todos lados, sin ser
plenamente consciente de que quien estaba gritando era ella.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 34

Completamente aterrorizado, Slane alcanzó a ver cómo Taylor era empujada,


hasta caer de rodillas y sacada rápidamente del corredor. Se apresuró hacia donde
ella estaba, empujando a la gente que se cruzaba en su camino para lograr alcanzarla.
Corrió a través del pasillo, evadiendo campesinos curiosos y nobles alarmados. Un
perro se le atravesó y, en su afán por alcanzar a Taylor, Slane casi lo arrolla con su
cuerpo. Pero el perro alcanzó a huir despavorido.
Slane continuó hasta que finalmente se detuvo al final del pasillo. Echó un
rápido vistazo hacia su derecha y se percató de que el último grupo de soldados
ascendía por la escalera en espiral. Había por lo menos siete hombres custodiando a
una sola mujer. ¡La simple idea era ridícula! Se encontró a sí mismo persiguiendo
soldados antes de habérselo propuesto. Su corazón latía frenéticamente, su mente
escuchaba el grito angustioso de Taylor, una y otra vez.
Cuando Slane vio que los soldados no se detuvieron en el segundo piso, sino
que continuaron hacia el tercero, supo adonde la estaban llevando: al antiguo cuarto
de su madre. El pánico se apoderó de él. ¿Acaso estaba herida? ¿Qué le estaban
haciendo?
Logró llegar a la puerta, justo en el momento en el que un soldado la estaba
cerrando. Empujó a los otros guardias hacia un lado y clavó su puño en la puerta,
deteniendo el movimiento del soldado. Abrió la puerta, de par en par, con un fuerte
empujón. Se quedó paralizado en el umbral al ver lo que se encontraba frente a él.
Taylor estaba sentada en el borde de la cama, inclinada hacia delante. Sus
manos se encontraban firmemente puestas sobre sus muslos, y su largo cabello negro
caía sobre su rostro, impidiendo que se pudieran ver sus ojos. Su pequeña gatita
salvaje estaba temblando.
—¿Taylor? —murmuró, mientras se acercaba a ella.
—Aléjate de mí.
La cruda mirada que Taylor le lanzó congeló sus pasos. Slane no sabía si
tomarla entre sus brazos o dejarla sola durante un rato.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Hubo un largo silencio antes de que Taylor contestara.
—Ya tienes lo que querías. Me manipulaste a la perfección. —Su voz era tan
tenue que Slane ni siquiera estaba seguro de que ésas fueran sus palabras. Todo su
cuerpo se agitó con un sollozo—. Jugaste conmigo como si yo fuera una tonta y lo
hiciste magistralmente.
—Taylor —protestó Slane. Sus palabras le abrían un hueco en el corazón. Se
arrodilló ante ella—. Nunca te he mentido.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—No tuviste que hacerlo —se lamentó ella, soltando un sollozo que se
derramaba desde su alma.
Slane vislumbró la agonía en la cara de Taylor, las lágrimas que resplandecían
como gemas en sus mejillas. Quería desesperadamente tocarla y prometerle que todo
iría bien. Levantó la mano para tocar la de ella, pero Taylor se movió, alejándose del
alcance de Slane. La confianza que ella había depositado en él le estaba siendo
arrebatada de alguna manera; Slane se sentía destrozado.
—Taylor —susurró desesperadamente—. No entiendo. ¿Qué fue lo que hice?
He hecho...
Taylor levantó su mirada para mirarlo fijamente. Decepción y angustia se
reflejaban en esos profundos ojos verdes.
—Me trajiste aquí, sabiendo que tendría que casarme con él. Y ni siquiera me lo
dijiste.
Sabía que ella decía la verdad desde que había empezado a hablar. Slane había
sabido durante todo el tiempo que debía contarle la verdad. Pero, de alguna manera,
no le había parecido tan importante. Al principio sólo quería concluir la misión, pero
luego, a medida que viajaba con ella, creció en él el miedo de que lo dejara y no lo
acompañara al castillo Donovan, arriesgándose a que algún mercenario la
encontrara...
Slane sabía que ella pelearía hasta el final; pensar en su muerte era más
doloroso que decirle la verdad. Así, le había dejado creer que su padre la quería de
vuelta, le había dejado creer que podía unir fuerzas con Richard para vengar la
muerte de Jared.
Había hecho mal. Debió contarle la verdad, debió permitirle tomar sus propias
decisiones. Ahora, ella jamás confiaría en él. Toda su vida había vivido bajo el código
de la verdad, del honor. La única persona que quería que tuviera confianza en él
jamás le creería. Sólo pensarlo lo dejaba estupefacto. Se incorporó tambaleándose.
—Taylor, haré todo lo que esté en mi mano para enmendar este error —dijo.
—No te molestes —respondió Taylor—. Ya has hecho suficiente.
Slane miró fijamente a Taylor durante un largo rato, sin poder encontrar
respuesta. Sin saber qué más decir y completamente desprevenido para el tormento
que causaría el rechazo de Taylor. Se dirigió hacia la puerta, la abrió y dejó la
habitación en silencio.
Tres guardias que vigilaban la puerta lo miraron con interés cuando salió. Al
darse cuenta de que quien salía de la habitación era Slane y de que se encontraba
terriblemente perturbado, los tres desviaron sus ojos, simulando estar ocupados en
otros asuntos. Slane se esforzó por atravesar el pasillo, concentrándose en cada paso,
mientras sentía que se derrumbaba por dentro. No había considerado las desastrosas
consecuencias de su decepción. ¿Decepción? Sí, admitió para sí mismo. Decepción.
Eso era exactamente. Había decepcionado a Taylor. Le había hecho creer en algo que
no era verdad. Ahora sentía como si el mundo se estuviera partiendo en dos. ¡No le
había mentido!
No. Él no había mentido. De hecho, el padre de Taylor había querido hablar con

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

ella y hacer las paces. El viejo quería verla, quería que regresara y lo perdonara,
incluso se la prometió en matrimonio a Richard.
Slane comenzó a bajar por la escalera en espiral, y, de pronto, se detuvo.
Recostó su frente contra la helada pared de piedra. ¿Qué había hecho? Había torcido
la verdad para que encajara con su misión, sin contarle a Taylor la parte más
importante: la parte que le cambiaría la vida para siempre. Sintió un punzante y
creciente dolor en su corazón.
Levantó las manos y las posó a los dos lados de su cabeza. Taylor... Ella le había
otorgado su confianza... Y él la había traicionado.
Golpeó la pared con los puños y rugió. Había traicionado a la única mujer que
significaba más para él que cualquier otra cosa en el mundo. La única mujer por la
cual daría su vida. Le había hecho daño. La había decepcionado.
Levantó la cabeza y un sentimiento de resolución llenó su mente. Era hora de
deshacer todo el mal que había hecho.

Slane golpeó la puerta con fuerza un par de veces. Como nadie contestó, golpeó
nuevamente. Esta vez con más fuerza.
—¡Maldita sea! —aulló una voz al otro lado. Entonces, la puerta se abrió
súbitamente. Richard se encontraba frente a él, desnudo y furioso.
Slane lo empujó para entrar.
—Sigue, hermano —dijo Richard sarcásticamente.
Slane oyó cómo la puerta se cerraba tras él. Cuando entró en la habitación vio a
Ana acostada a un lado de la cama, su desnudo trasero se asomaba en dirección a
Slane.
—¿Quieres una ronda? —preguntó Richard.
—Deshazte de ella —dijo Slane.
Una sonrisa iluminó el rostro de Richard.
—Sin duda alguna estás resuelto a hablar conmigo.
Richard chasqueó los dedos. Ana se levantó de la cama y pasó a su lado
corriendo.
—Pero tendrás que hacerlo frente a esta joven. Quiero que se quede aquí, para
que podamos proseguir nuestra tarea cuando terminemos nuestra charla.
Slane rechinó los dientes con fuerza.
—¿Qué te atormenta, hermano? —preguntó Richard, acomodándose para
sentarse en el borde de la cama, llevándose a Ana con él. Cuando Ana deslizó su
mano por el estómago y hacia la virilidad de Richard, él la alejó de un empujón,
ordenándole—: Sé buena, estás frente a un hombre que, después de todo, está
comprometido.
—Ya no estoy comprometido —dijo Slane.
—¿Qué? —musitó Richard—. ¡Pero ése fue el último deseo de nuestro padre!
Slane le dio la espalda a su hermano y caminó hacia la ventana.
—¿Qué sucedió? ¿Encontró ella algún defecto en vuestra honorable naturaleza?

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—preguntó Richard inquisitivamente.


Slane levantó las persianas, dejando que la brillante luz del sol iluminara la
oscura habitación.
Richard gimió y se cubrió los ojos.
—No la amo —dijo Slane.
Richard rió a carcajadas.
—¡El amor no tiene nada que ver con el matrimonio! Si así fuera, yo me casaría
con una lujuriosa niñita como Ana y no con esa hombre-mujer. —Metió los dedos
entre los muslos de Ana y ella gimió de satisfacción—. ¡Imagínate! ¡Una mujer con
una espada! Es obsceno.
Slane apretó fuertemente los puños y se dirigió lentamente a Richard.
—¿Por qué quieres casarte con Taylor? Su padre está muerto. ¡Ya no hay dote!
—Slane oyó la desesperación en su propia voz. Se maldijo en silencio. Debía ser más
fuerte. Debía permanecer bajo control. La mirada de Richard se levanto desde Ana
hasta él.
—No, no hay dote. Es una verdadera pena. Ahora, en lugar de una simple dote,
todas las tierras de Sullivan y todos sus tesoros me pertenecerán. Maldigo mi
putrefacta suerte, ¿eh, hermano? —Richard le sonrió fríamente—. Sería un tonto si la
dejara escapar. Y yo no soy un tonto.
—El castillo Donovan es próspero y rico, sus tierras son fértiles. Seguramente,
para la próxima primavera...
—El tesoro está agotado. Necesito el oro de Taylor. Y lo necesito ahora.
—Hay suficiente comida para el invierno. ¿Para qué necesitas su oro?
—Lo necesito para pagar a mis caballeros —dijo Richard.
—Yo te lo prestaré —insistió Slane.
Richard frunció el ceño y se levantó lentamente frente a su hermano.
—Si no te conociera bien, pensaría que no quieres que me case con ella.
Slane no pudo sostenerle la mirada a su hermano. Volvió a mirar por la
ventana, contemplando las tierras, estudiando la aldea en la distancia.
Richard se encogió de hombros.
—Además hay otras cosas a las cuales me he acostumbrado. ¿Sabes lo costosa
que es la seda? Y a mis mujeres les gustan, ocasionalmente, las alhajas de Francia. Y
también me gusta comer bien; me encanta el delfín, y es muy caro. Sin el oro de
Taylor no podría permitírmelo.
Entonces Slane lo entendió todo. Richard iba a arruinar la vida de Taylor
porque le gustaba comer delfín en los banquetes y comprar joyas y vestidos nuevos a
sus concubinas. Slane apretó los dientes.
—¿Qué tengo que hacer?
—¿De qué hablas? —preguntó Richard.
Slane lo miró con odio.
—¿Qué tengo que hacer para que la dejes en libertad?
—¿Dejarla en libertad? —repitió Richard, confundido, parado frente a su
hermano—. Ella no es una prisionera. Va a convertirse en mi esposa. No tengo que

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

dejarla en libertad, ya lo está.


—Yo te daré el oro que necesitas para pagar a tus caballeros —continuó Slane,
como si Richard no hubiera hablado—. ¿Qué otra cosa necesitas?
—Te quedarías sin tus ahorros. Estoy seguro de que no hablas en serio.
—¿Qué más necesitas? —insistió Slane.
Richard estudió el rostro de su hermano, que intentaba mantenerse inexpresivo.
Pero nunca había sido bueno a la hora de esconder sus emociones. Esa había sido la
trampa en la que había caído con su padre. Su padre sabía que Slane no se quería
casar y por ello lo había comprometido con Elizabeth. Ahora Richard haría lo mismo.
Se aprovecharía de los sentimientos de Slane para usarlos en su contra.
—No quiero nada tuyo. La quiero a ella —dijo Richard displicentemente. Le dio
la espalda a Slane y caminó hacia Ana.
Con un rápido movimiento, la mano de Slane tomó el brazo de Richard.
—Te daré mis servicios. Te daré mi oro. Sólo déjala ir.
—Por Dios, Slane. No pierdas la cordura —dijo Richard, intentando soltarse de
la mano de su hermano. Durante un largo rato, Slane no quiso liberar el brazo de
Richard. Lo tomó firmemente mientras sus miradas chocaban. Finalmente, Slane lo
soltó.
—Estás fuera de tus cabales, Slane —dijo Richard con una actitud
provocadora—. No me digas que le arrebataste el honor a mi prometida, mientras
que debías estar cuidándola para mí.
Slane volvió a darle la espalda a su hermano.
—Será una esposa servicial, de eso estoy seguro —continuó Richard—. Será un
bocado perfecto para después de la cena. La entrenaré de la manera más vigorosa
que pueda. Abrirá esos cremosos muslos para mí. La entrenaré para que abra mucho
la boca...
Slane encaró de nuevo con Richard; la furia incendiaba sus ojos. Se dio cuenta
de la trampa de su hermano demasiado tarde.
Richard simplemente sonrió.
—Cuida bien tu lujuria, querido hermano. Te guste o no, ella es mi prometida.
Slane apretó los puños hasta que sus uñas se enterraron en las palmas de sus
manos.
Ana se estiró y tiró de Richard hacia ella. Él la obedeció gustoso.
Slane dio la vuelta y salió de la habitación, invadido por una furia irracional,
una ira feroz. Se paseó frente a la puerta cerrada de Richard durante un largo rato,
intentando calmar su fuerte ataque de ira. Su hermano no tenía respeto por la
excepcional mujer que era Taylor. Quería una esposa servicial. Una esposa a la que
pudiera engañar con cuantas mujeres quisiera hacerlo, mientras ella lo esperaba
pacientemente en su lecho. Taylor lo esperaría, seguramente, pero lo haría con una
daga.
¡Todo por su maldito delfín y sus baratas alhajas!
Slane quería denunciar toda la injusticia de esta situación. Quería derrotar a
Richard para obligarlo a liberar a Taylor... y, por encima de todo, quería regresar

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

junto a Taylor. Pero no podía.


Se recostó contra la pared; la agonía apuñalaba su cuerpo como un cuchillo. No
podía permitir que Richard se casara con ella. Pero... ¿cómo iba a detener a su
hermano?

Taylor se sentó con resignación en la oscura habitación. No se había movido de


la cama desde que Slane se había ido. Sus manos permanecían firmemente posadas
sobre sus muslos.
¡Qué tonta había sido!, pensó por enésima vez. ¿Cómo pudo confiar en él tan
completamente? Lo único que Slane quería era llevarla al castillo Donovan. Y había
hecho todo lo que estaba a su alcance para conseguirlo.
«Incluso me hizo el amor».
De repente, la puerta se abrió.
Taylor levantó la cabeza y vio a Elizabeth cerrar sigilosamente la puerta tras
ella. Sostenía un candelabro en la mano. Una furiosa ira llenó el cuerpo de Taylor al
ver a la prometida de Slane.
—Lárgate de aquí —gruñó Taylor.
Elizabeth la miró con ojos sorprendidos.
Taylor se irguió en su cama.
—Te he dicho que te largues —repitió.
—Estoy aquí para ayudarte —dijo Elizabeth, adentrándose dubitativamente en
la oscura habitación.
—¿Ayudarme a preparar mi matrimonio con Richard? —preguntó Taylor,
incorporándose—. No quiero tu ayuda.
—Puedo ayudarte a escapar.
La sorpresa embistió a Taylor. ¿Escapar? Trató de leer los ojos de Elizabeth,
pero se encontraban ensombrecidos en medio de la profunda oscuridad del lugar.
Una risa ahogada escapó de la garganta de Taylor. Otro noble en quien confiar. Otro
noble que la decepcionaría. Que la guiaría hacia su muerte.
—No, no lo creo. Pero gracias de todas formas.
—¿Estás rechazando la ayuda que puedo darte para dejar este castillo? —
preguntó Elizabeth, anonadada.
—Sabía que eras rápida —respondió Taylor.
Elizabeth levantó el candelabro, iluminando su sorprendido rostro.
—Entonces, eres más tonta de lo que pensé. —Se dirigió hacia la puerta.
Taylor miró las ventanas cerradas.
—Debes de amarlo mucho. —Se horrorizó de haber pronunciado ese
pensamiento. No quería saber la respuesta. Rezó por que Elizabeth no la hubiera
oído.
Pero Elizabeth la había oído.
—Sí, lo amo mucho.
—¿Cómo sabes que lo amas? —Taylor no pudo evitar hacer esa pregunta.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Hubo un largo momento de silencio antes de que Elizabeth hablara.


—Él es la primera persona a quien busco cuando entro a una habitación.
El pecho de Taylor se contrajo tanto que apenas podía respirar.
—Su risa ilumina mi día —continuó Elizabeth.
Los ojos de Taylor se llenaron de lágrimas.
—El simple contacto con su mano es el cielo.
Taylor permaneció petrificada, mientras su interior se derrumbaba. Escuchó la
puerta abrirse y cerrarse y supo que Elizabeth se había ido. Pero sus palabras ya la
habían destruido.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 35

Slane se sentó en el salón principal durante el resto del día, tratando de pensar
en una manera de ayudar a Taylor. Pero todo lo que se le ocurría tenía la muerte
como final. Pensó en interceder por ella ante al rey. Pero su padre la había prometido
en matrimonio, había firmado y sellado el documento oficial con su propia mano.
Slane no tenía la más mínima posibilidad de ganar esa batalla. Pensó en llevarle a
Taylor un arma para luchar y huir del castillo. Pero la sola idea era absurda.
Hombres inocentes morirían.
La atormentada cara de Taylor continuaba recreándose en su mente. Sus
hombros caídos, sus apesadumbrados ojos verdes. Pasó una mano por su cabello y
hundió los hombros, derrotado. Él había causado ese desastre. ¡Si tan sólo le hubiera
contado la verdad! ¡Si tan sólo le hubiera dado a Taylor la opción de decidir sobre su
vida! Pero no lo había hecho. La había secuestrado, igual que había hecho Richard.
—¿Slane?
Levantó su cabeza y encontró a Elizabeth a su lado.
—Tienes un aspecto horrible —susurró, inclinándose para arrodillarse junto a
Slane. Tocó su brazo.
—¿Hay alguna cosa que pueda hacer para ayudar?
Slane alejó gentilmente su brazo de Elizabeth. Comenzó a sacudir la cabeza, y,
de repente, levantó su mirada hacia ella. ¿Podría ella liberar a Taylor? Se preguntó.
Pero pensó en los guardias que Richard había enviado para vigilar a Taylor. No.
Elizabeth tenía aún menos oportunidades que él de liberarla. Además, no quería que
lo hiciera. No quería estar en deuda con ella.
Slane volvió a sacudir la cabeza.
—No. No hay nada que puedas hacer —afirmó.
Lentamente, Elizabeth se levantó frente a él.
—Muy bien —dijo—. ¿Me acompañarías a cenar?
Slane la miró con ojos incrédulos. ¿Acaso no lo había oído cuando le dijo que no
se casaría con ella?
Elizabeth cambió levemente de postura y observó sus manos entrecruzadas.
—Todavía podemos ser amigos —dijo suavemente.
Se sintió como un imbécil. Elizabeth era una mujer con un corazón increíble.
¿Cómo podía perdonarlo después de todo lo que él le había hecho, después de todo
lo que le había hecho vivir? Se puso de pie y la tomó de las manos.
—Por supuesto que podemos ser amigos. Me encantaría cenar contigo —dijo
mientras sonreía—. Gracias por ser tan comprensiva.

- 206 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

En medio de la cena, Richard llegó para acompañarlos. Slane se puso tenso


cuando su hermano se sentó junto a él.
—Me alegro de veros juntos de nuevo —murmuró Richard, dirigiéndose a
Slane—. Tal vez todavía hay esperanzas.
—Elizabeth y yo hemos llegado a un acuerdo —afirmó Slane.
Pero Richard no lo escuchó. Sus ojos examinaban el fondo del salón.
—¿Dónde estará mi prometida?
—Tal vez tu compañía no es... de su agrado —sugirió Slane.
Richard le dedicó una oscura mirada a su hermano.
—Por favor, explícate. ¿Qué quieres decir con eso?
Antes de que Slane pudiera contestar, un leve murmullo llegó a sus oídos. Se
inició al fondo del salón principal y se propagó como el fuego. Todas las
conversaciones y risas cesaron abruptamente cuando los ojos de la gente se
dirigieron a la gran puerta doble.
Slane levantó la mirada... y se le cortó la respiración.
Taylor se acercaba a la cabecera de la mesa, custodiada por dos guardias. Pero
Slane ni siquiera notó la presencia de los guardias. Se encontraba en un trance.
Taylor era como una visión; llevaba un brillante vestido de terciopelo verde que se
ceñía tan bien a sus pechos y caderas que parecía una segunda piel. El vestido
terminaba en una amplia falda que salía desde sus caderas y cubría las largas y
torneadas piernas que Slane bien conocía. Su exuberante cabello negro se extendía en
delicados rizos que colgaban sobre sus hombros como nubes negras.
Aquella mujer no era la Taylor que él conocía. De alguna manera, se había
transformado en una dama. Una dama que encajaría en el mundo de Elizabeth. Se
sintió perdido, incluso levemente decepcionado. ¿Había conseguido Richard apagar
el fuego que ardía en el corazón de Taylor?
Alguien le dio un empujoncito. Era Richard, que le indicaba que se sentara de
nuevo. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había levantado de la silla al ver a
Taylor.
—Está guapísima —murmuró Richard mientras Slane se sentaba—. Nunca lo
habría imaginado.
Slane le lanzó una mirada furiosa a su hermano. No le gustó el tono en su voz.
Se hundió aún más en su asiento. Un sentimiento de desesperanza se apoderó de él.
Richard se convertiría en el esposo de Taylor. Tenía todo el derecho a desearla. Aun
así, no pudo evitar sentirse mal.
Taylor se aproximó a la mesa principal y la rodeó para sentarse junto a Richard.
Slane no podía quitarle los ojos de encima. Era hermosísima. Siempre supo que
lo era. Ahora, con un vestido de gala que acentuaba sus atributos femeninos, la
palabra «hermosísima» no le hacía justicia. Su estado de ánimo se oscureció y se
hundió aún más en su silla. Sintió una mano en su hombro. Era Elizabeth, que lo
miraba con simpatía.

- 207 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Queridísima —musitó Richard.


Slane se concentró en Taylor.
Taylor tomó asiento junto a Richard. La mano de Richard le acarició la mejilla, y
ella no hizo gesto alguno. Slane cerró los ojos. ¿Había Richard derrotado su
indomable espíritu tan pronto? ¿La habría forzado a convertirse en aquello que ella
detestaba?
—Slane —susurró Elizabeth—. ¿Te importaría acompañarme a mi habitación?
Slane escuchó sus palabras, pero no pudo responder. Abrió los ojos y éstos se
posaron instintivamente en Taylor. Estaba sentada a tan sólo dos puestos de él.
Richard era una formidable barrera entre los dos. Su hermano arrancó un pedazo de
carne del hueso servido en su plato y lo sostuvo en sus dedos mientras lo acercaba a
los labios de Taylor.
Cada músculo en el cuerpo de Slane se tensó. Taylor nunca aceptaría carne de la
mano su hermano; nunca abriría su boca para él. Richard se enfurecería. Levantaría
su puño y Slane sabía que estaría obligado a interceder.
Pero cuando Taylor mordió delicadamente la mitad del bocado, los ojos de
Slane se abrieron incrédulos. Se levantó súbitamente, preparado a... ¿preparado a
qué? Se preguntó a sí mismo. Sus apretados puños cayeron derrotados. Se sentía
vencido. Se sentía débil. Pero, sobre todo, se sentía perdido. Se sentía tan abatido
como nunca en su vida. Apartó su mirada de Taylor y encontró a Elizabeth frente a
él. Lo tomó del brazo y Slane se dejó llevar fuera del salón principal.

Slane volvió al salón principal más tarde, por la noche. Se sentó solo frente a la
chimenea. El fuego crepitante no podía calentar su espíritu congelado. La cerveza de
su vaso se derramaba, deslizándose por sus dedos a medida que Slane se inclinaba
en la silla, posando lentamente la cabeza sobre las rodillas.
¿Por qué? ¿Por qué no se lo había contado? ¿Por qué no le había contado lo que
la esperaba cuando llegaran al castillo?
Frustrado, se pasó la mano por el cabello. No le había dicho nada porque estaba
seguro de que la habría perdido. ¿Y ahora?, se preguntó silenciosamente a sí mismo.
Ahora sí que la había perdido.
La desolación lo consumía. Habría dado lo que fuera por poder enmendar esa
situación, por tener a Taylor otra vez a su lado. Sin embargo, parecía que ella hubiera
aceptado su destino. Taylor era una maestra de la supervivencia, él lo sabía. ¿Se
estaría dando cuenta de que sería la esposa de Richard para siempre? ¿Estaba
simplemente sobreviviendo como sólo ella sabía hacerlo? Slane sabía que debía
sentirse agradecido. Muchas, muchas personas prosperarían gracias a la unión entre
Taylor y su hermano. El castillo y las tierras continuarían protegidas. La gente estaría
a salvo.
Pero a él la gente le tenía sin cuidado. Nadie le importaba si no podía tener a
Taylor.
La desesperanza amenazaba con hundirlo en un abismo de desasosiego,

- 208 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

aunque él intentaba luchar con fuerza contra el torbellino de lamentos que golpeaban
su corazón y su mente. Sabía que había alguna manera de arreglar esa situación.
Sabía que había una respuesta en algún lado. Todo lo que debía hacer era
encontrarla.
Miró el vaso de cerveza y supo que sentado allí, ahogándose en un lamentable
estupor, no iba a encontrar la respuesta que estaba buscando. Se puso en pie,
empujando el vaso a un lado y dio la vuelta.
En ese momento lo vio. Era el resplandor del metal en medio de la oscuridad,
justo al otro lado de la gran puerta doble. Frunció el ceño. ¿Era una armadura?, se
preguntó. No. Él conocía muy bien ese resplandor.
Desenvainó su espada y se dirigió hacia la puerta doble.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 36

Taylor contempló el cielo nocturno. La oscuridad estaba salpicada por


pequeños diamantes titilantes, pero ninguno de ellos iluminaba su alma. Cuando
Slane salió del salón principal con Elizabeth, Taylor sintió una pérdida tan absoluta y
tan devastadora que tuvo muchas dificultades para controlar las lágrimas que ardían
en sus ojos. Rechazada. Traicionada. Pero había jurado que ni siquiera su dolor
detendría su plan. No se detendría aunque Slane acudiera a ella proclamando su
amor. Amor, pensó, e inmediatamente comenzó a evocar imágenes de Slane,
tomándola en sus brazos, tocándola y besándola. Pero alejó rápidamente aquella
palabra de sus pensamientos y las imágenes se desvanecieron.
Se dio la vuelta, se alejó de la ventana y avanzó hacia la puerta, deteniéndose
sólo para tomar el candelabro de la mesa. Abrió la puerta y echó un vistazo fuera de
la habitación. El guardia que se encontraba frente a su puerta se irguió al darse
cuenta de su presencia.
«Sólo un guardia», se dijo. «Richard ha caído en la trampa. Debe de pensar que
soy una mansa ovejilla».
Avanzó hacia el pasillo. Deliberadamente, se había puesto el vestido más fino y
translúcido que encontró. Se ceñía perfectamente a sus curvas, insinuando apenas la
parte oscura de sus pezones.
—Discúlpeme —llamó al guardia con una voz muy suave.
El guardia dio dos pasos hacia ella, observándola sospechosamente, y con una
curiosidad creciente. Taylor se recostó contra la pared.
—Yo... yo no estoy acostumbrada a este tipo de lujos —dijo suavemente. Como
el guardia no respondió, ella continuó—. Estoy muy sola. —Cambió de posición,
irguiendo los hombros de tal manera que sus pechos sobresalieran levemente.
Inmediatamente, la mirada del guardia cayó ante los encantos ofrecidos—. No estoy
acostumbrada a estar sola por las noches. —El guardia subió su mirada hacia la de
Taylor. Al ver esos ojos ardiendo a fuego lento, ella supo que había ganado—. Me
preguntaba si, tal vez, le gustaría acompañarme.
Abrió la puerta de un empujoncillo con el pie y subió el candelabro para
iluminar la entrada.
—Pues —vaciló el guardia—. No creo que deba hacerlo. El señor Richard me
dijo que me quedara vigilando sin moverme de aquí...
—Oh, pero si va a estar vigilándome de maravilla, sólo que no lo hará aquí
fuera.
La contempló con desconfianza en los ojos.
—¡Usted es la prometida de mi señor!

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Él disfruta de encuentros ocasionales con otras mujeres, ¿o no? Y sabe que yo
deseo hacer lo mismo con otros hombres que me parezcan atractivos. El señor
Richard y yo tenemos un... un acuerdo. —Taylor se acercó al guardia, asegurándose
de que su pecho tocara el brazo del hombre—. Además, si usted no se lo cuenta, yo
tampoco lo haré.
Después de echar un rápido vistazo al pasillo, el guardia pasó delante de Taylor
y se dirigió hacia el cuarto.
Entonces Taylor hizo un rápido movimiento con el brazo y lo golpeó en la parte
posterior de la cabeza con el candelabro. Las llamas titilaron cuando el duro metal lo
azotó. El guardia se tambaleó y ella lo golpeó de nuevo. Las velas se balancearon y
finalmente se apagaron. El hombre cayó de rodillas y se derrumbó cuan largo era.
Taylor echó un vistazo a ambos lados del pasillo; las antorchas consumiéndose
contra las paredes revelaban que no había nadie allí. Lo agarró por el brazo y tiró de
él hasta que lo metió en la habitación.
Rápidamente, agarró un atado de ropa y unas botas que había escondido bajo
su cama ese mismo día. Luego, se arrodilló al lado del guardia y examinó su torso
hasta llegar a la cintura, donde encontró su arma envainada. Tomó la espada con
mucho cuidado, se puso en pie y avanzó hacia la puerta y después a lo largo del
pasillo. Llegó a las escaleras de espiral sin que nadie la viera y descendió. La piedra
de los escalones era como hielo bajo sus pies descalzos. La sangre le retumbaba por
las venas con cada latido de su corazón. Pero ella siguió en la oscuridad hasta llegar
al último escalón.
Echó un vistazo a la derecha y luego a la izquierda y, finalmente vio la gran
puerta doble que llevaba al patio interior. Un paso más cerca de la libertad. Allí,
también el pasillo se encontraba vacío. Cada músculo de su cuerpo estaba en tensión.
Era una trampa. ¡Debía de serlo! Era demasiado fácil.
Avanzó cuidadosamente por el pasillo, sus oídos alerta a cualquier sonido, sus
ojos viéndolo absolutamente todo. Se escabulló por la puerta, a la libertad,
arrastrándose hacia la entrada del salón principal y deteniéndose para mirar al
interior, temiendo la posible presencia de sirvientes correteando por allí. Pero todo se
encontraba tan silencioso como el resto del castillo. Sólo veía un par de campesinos
abrazados al lado de la chimenea, buscando calor en medio del sueño.
Cuando estaba a punto de alcanzar la puerta doble que la llevaría al patio
interior, su mano se posó sobre la empuñadura de su espada con firmeza. De
repente, oyó un ruido y se quedó helada. Se recuperó rápidamente y giró con
agilidad, desenvainando la espada. Otra espada chocó con la suya. Pero no fue el
resplandeciente filo lo que la cautivó.
Eran esos ojos. Los ojos más azules que había visto jamás.
Slane estaba frente a ella tocando su espada. Permaneció completamente
anonadada durante un largo rato. No podía hacer absolutamente nada. Sabía que
debía atravesarlo con su arma. Sabía que debía cortar su traicionera cabeza y
separarla de su cuerpo. Pero no podía hacerlo. Sólo podía mirarlo fijamente a sus ojos
azules y recordar sus besos, sus caricias.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Taylor —susurró él, bajando su espada y apartándola de ella.


Su voz le enviaba pequeños escalofríos a lo largo de la espina dorsal. Y, aun así,
no podía moverse.
—¡Lord Slane!
La voz detrás de ella la sacudió. Volvió la cabeza y vio cinco soldados corriendo
hacia ella por el pasillo. Entre ellos, pudo reconocer al guardia a quien había
golpeado. Sostenía un trozo de tela empapado en sangre sobre su cabeza. Taylor
volvió a mirar a Slane con ojos suplicantes. Pero en ese momento Slane dirigió sus
ojos hacia los guardias.
—Bien hecho —dijo uno de ellos, aproximándose.
Slane echó un vistazo a su espada y miró una vez más a Taylor.
Taylor apretaba la empuñadura de su espada con tanta fuerza que su mano
temblaba. Sus ojos estaban llenos de lágrimas que nublaban su visión.
—Golpeó a Anderson en la cabeza —dijo uno de los guardias— y trató de
escapar.
Todos los guardias se movieron rápidamente para rodearla. Taylor entrecerró
los ojos. Nunca se rendiría sin antes pelear. Nunca. Sus rodillas se flexionaron
levemente.
—No lo hagas —dijo Slane.
Una vez más, el cuerpo de Taylor respondió a su llamada. Lo miró fijamente,
apartando su mente de los guardias durante un breve momento.
—Taylor, baja tu arma —ordenó Slane.
Taylor se negó a soltar la única cosa en la que podía confiar. La espada.
Parpadeaba furiosamente, intentando apartar las lágrimas de sus ojos.
—Traidor —le gruñó a Slane, apuntándole al cuello con la espada.
De repente, Slane se abalanzó sobre ella, arrancándole la espada con la suya de
un solo golpe, empujándola contra la pared y aprisionándola con su cuerpo. Taylor
trató de liberarse, pero eso sólo hizo que Slane presionara su cuerpo contra el de ella,
cada vez con más fuerza. Su mirada agonizante se posaba en los ojos decididos de
Slane.
—No puedes ganar —susurró él.
Durante un largo rato, permanecieron en esa posición; Slane mirándola a los
ojos con una cierta ternura, Taylor devolviéndole la mirada con dolor e ira. Pero la
ira de Taylor estaba realmente dirigida a ella misma. Ira por haber confiado en él
alguna vez, por haber creído en él. Debió ser más astuta. Debió ver más allá de sus
tiernas miradas.
Slane dio un paso hacia atrás e inmediatamente dos soldados tomaron a Taylor
por los brazos. Sintió que le arrancaban la espada de la mano. Sintió que su corazón
estaba siendo arrancado del pecho. Levantó la barbilla, con la esperanza de que no
estuviera temblando tanto como a ella le parecía. Los soldados se la llevaron del
lugar. Miró hacia atrás, pero no para ver a Slane. Era una última mirada a la puerta
doble. A su libertad.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 37

Slane no podía moverse. Congelado, vio cómo el guardia se llevaba a Taylor de


vuelta a su habitación. Todo había sido un juego: su vestido, su comportamiento,
¡una trampa para engañar a Richard y poder escapar!
Una palmada en la espalda lo sacudió.
—Bien hecho, hermano —lo felicitó Richard, mientras veía cómo retiraban a
Taylor—. Si no hubiera sido por ti, ella habría escapado.
La culpa le empezó a pesar a Slane sobre los hombros, a medida que las
palabras de Richard sonaban en sus oídos. Habría escapado. ¡Habría escapado! En
ese momento, deseaba que ella lo hubiera atravesado con su espada. Sin saberlo, sin
darse cuenta, él había frustrado su huida. Todo era culpa suya. Y no podía dejar que
su error perdurara. Se volvió para encararse con Richard.
—Debes liberarla, Richard —declaró con un tono que no invitaba a discusión
alguna.
Richard dirigió sus sobresaltados ojos a su hermano. Durante un largo rato,
ninguno de los dos se movió o pronunció palabra.
De repente, Richard comenzó a reír.
—¡Debes de estar loco! No la voy a liberar, ella es mía.
—Richard, ella no es tuya —dijo Slane posesivamente—. Ella es una mujer cuya
vida vas a destruir si la obligas a casarse contigo. Vas a liberarle.
—No lo creo, hermano —respondió Richard con firmeza—. Tú alardeas de
saber mucho acerca de mi prometida. Tal vez demasiado. Si no fueras un hombre tan
honorable como lo eres, sospecharía algo. Quiero decir, después de todo, estuvisteis
solos mucho tiempo...
—Sí —susurró Slane con dureza—. Tuve mucho tiempo para llegar a conocerla.
—¿Cuánto, hermano?
—Lo suficiente como para saber que lo que tú estás haciendo está mal.
Los puños de Slane se cerraron. Encaró a Richard con toda la rabia, furia y
frustración que surgían en su sangre ante aquella injusticia.
—¿Ella te sedujo? —demandó Richard.
—No —gruñó Slane.
—¿Entonces, qué? Dímelo, Slane. Nunca te había visto actuar de manera tan
apasionada antes.
—Estoy defendiendo a una mujer que no tiene quien la defienda —dijo Slane
con un aire de rectitud.
Richard miró a Slane a los ojos con tal intensidad que parecía como si le
estuviera viendo el alma.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Esto no tiene nada que ver con el honor, ¿verdad? Dime, Slane, ¿Te acostaste
con ella?
Slane tragó saliva con dificultad. No podía mentirle a su hermano. Pero
tampoco podía contarle la verdad. Sin embargo, su silencio fue más que una
respuesta.
—Eso pensé —susurró Richard.
Slane se sorprendió con la indiferencia que parecía reflejar la respuesta de su
hermano. Cualquier otro hombre estaría furioso al saber que le habían puesto los
cuernos. Pero a Richard no parecía importarle. Ni siquiera un poco.
Richard se encogió de hombros levemente.
—Me imaginé que ella no llegaría a mí siendo aún una virgen. Pero debo decir
que estoy un poco decepcionado de que fuera mi propio hermano...
—Lo que pasó no tuvo nada que ver contigo.
—¿Nada que ver conmigo? —preguntó Richard—. Es mi futura esposa.
—No voy a permitir que te cases con ella —afirmó Slane.
—¿Qué no vas a permitir...? —dijo Richard con mucha calma. Sus ojos negros se
abrieron con incredulidad—. Yo soy señor aquí, hermano. —Gradualmente, su voz
empezó a subir de tono—. ¡Jamás lo olvides! ¡Yo dirijo este castillo! ¡Yo soy el señor!
Tú seguirás cada una de mis órdenes. Cumplirás mis órdenes. Este es mi castillo,
Slane. No el tuyo.
Los ojos de Slane se entrecerraron al chocar con la rabia de su hermano. La
respiración de Richard se calmó y su voz bajó de tono, pero su rostro estaba tan rojo
como una remolacha.
—¿Así me pagas, después de todo lo que he hecho por ti?
Slane no pudo contener más la rabia. El resentimiento acumulado durante
tantos años contra su hermano explotó como una riada, como una estampida. Ya no
podía aguantar más. No podía seguir comportándose como un honorable caballero
que acata todas las órdenes de su señor.
—¿Lo que has hecho por mí? Tú no has hecho nada por mí, ¡salvo convertirme
en tu esclavo!
—Te defendí ante nuestro padre. Te habrían desheredado si no hubiera sido por
mí. Habrías caído en desgracia. ¡Arriesgué mi herencia por ti!
—Ya te he pagado esa deuda con creces. Te he rescatado una docena de veces.
¡Este castillo se mantiene en pie gracias a nrí! Es a mí a quien los aldeanos buscan
cuando necesitan algo. ¡Tú eres el señor, pero únicamente de título!
—Lárgate —musitó Richard—. Lárgate de mi castillo y no te atrevas a mostrar
tu cara aquí de nuevo.
Un frío y oscuro silencio los envolvía mientras se miraban el uno al otro. Slane
se irguió, el pavor lo coronaba como la punta de una enorme ola. ¿Qué había hecho?
—¡Lárgate! —ordenó Richard—. Nunca la volverás a ver. Ella me pertenece.
Por un momento, Slane permaneció mirando los negros ojos de su hermano.
Entonces, dio media vuelta y desapareció por la puerta mientras el grito de Richard
resonaba en sus oídos:

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¡Nunca la volverás a ver! Te lo prometo. ¡Nunca jamás!

Taylor se encontraba sentada en su cama cuando los dos guardias la dejaron


sola en su habitación, cerrando la puerta tras ellos. Slane. Había sido Slane quien la
había capturado. ¡Slane! Entre todos los soldados, entre todos los sirvientes, entre
todos los extraños que hubieran podido frustrar su huida, nunca habría pensado que
sería Slane quien lo haría. Sin embargo, tenía su lógica. Después de todo, se trataba
de un traidor.
Las lágrimas afloraron a sus ojos sólo de pensarlo. Pero ¿cómo podría ser un
traidor si desde el principio él nunca había estado de su lado? Se llevó las rodillas al
pecho, tratando de confortarse, tratando de encontrar alguna semblanza de la
persona que ella había sido antes. Pero se sentía vacía y sin vida. Y muy sola.
De repente, la puerta se abrió de par en par. Taylor levantó la cabeza,
sorprendida, y vio a Richard en el umbral. El pecho de Richard se agitaba
rápidamente con cada bocanada de aire que inspiraba. Sus ojos oscuros estaban
ampliamente abiertos de rabia. Se acercó a ella con agresividad y la tomó del brazo,
tirando de ella hasta ponerla de pie.
—Ramera —dijo Richard entre dientes—. ¿Prefieres a mi hermano antes que a
mí?, ¿eh?
La empujó bruscamente contra la ventana, apuntando al jardín que se veía
abajo. Taylor pensó que iba a empujarla para que cayera por la ventana, así que puso
firmemente las palmas de sus manos sobre el alféizar. Pero, en vez de empujarla, él le
apretó el brazo, clavándole las uñas en la carne.
—Bien, dile adiós a tu amante —rugió Richard.
Bajo la pálida luz de la luna era difícil ver algo en el jardín, pero, finalmente, la
mirada de Taylor se fijó en un jinete que atravesaba el patio interior, apurándose
hacia las murallas de la entrada. Instintivamente, supo quién era. Sabía que era Slane.
Una terrible confusión se apoderó de ella, desorientándola. ¿Adónde iba? Galopando
en su corcel, Slane atravesó velozmente el patio exterior y llegó a la salida del castillo.
El guardia se apartó de su camino.
Slane la estaba dejando.
—Cásate conmigo —ladró Richard.
Slane le había contado a Richard que habían hecho el amor y ahora la
abandonaba para que se enfrentara sola a su destino, sola. Taylor pensó que no
podría soportar tanto dolor.
—No —contestó, con la mirada aún fija en el oscuro jinete que irrumpía en la
tranquila noche.
—Se ha marchado. Ya no tienes a nadie. Cásate conmigo.
Taylor sintió las uñas de Richard clavarse en su brazo. Con el dolor, volvió una
pequeña parte de quien ella fue.
—No lo creo —le dijo.
Observó a Slane cabalgar bajo la puerta de entrada y pasar al camino que lo

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

llevaba lejos del castillo. Lejos de ella.


Cuando Richard volvió a hablar, sus palabras cortaron el aire como el filo de
una espada.
—Si no te puedo tener, nadie te tendrá. O te casas conmigo o arderás en la
hoguera.
Taylor se volvió para encararse con Richard; no estaba segura de haber
escuchado aquellas palabras de condena y maldición. Los labios de él se curvaron y
formaron una desagradable sonrisa. Sus ojos eras dos siniestras ranuras negras. Sus
puños estaban fuertemente apretados. Pero, extrañamente, no fue a Richard a quien
vio. Vio a un hombre con cautivadores ojos azules. Un hombre con el pelo dorado.
Un hombre que ella nunca podría tener. Un hombre que no la quería.
Alzó orgullosamente la cabeza y se encaró con Richard con fuego en la mirada.
Con un grito de ira, él la tiró al suelo.
—Disfrutaré mucho cuando ardas en la hoguera —declaró—. Y, entonces,
veremos quién es el señor de estas tierras.
Salió furibundo de la habitación, cerrando la puerta tras él.
Taylor miró fijamente la puerta durante un largo rato. Los robustos tablones se
tambaleaban ante sus ojos. Arder. Recordó el retumbar de los tambores que
anunciaban las ejecuciones. Recordó el humo negro, levantándose como nubes en
espiral hacia el cielo rojo, como torcidos dedos oscuros arañando el sol. Recordó los
gritos, los horribles gritos.
Y comenzó a temblar.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 38

Taylor pasó la noche despierta, tumbada en la cama mirando el rayo de luna


que entraba por la ventana e iluminaba la habitación. Lo miraba, pero realmente no
lo veía. Sabía que debía estar pensando en una forma de escapar del poste y de la
hoguera, o en cómo su vida había tomado un rumbo tan dramático o, por lo menos,
debía estar pensando en qué había pasado para que acabara en esa situación. Qué
había hecho mal, en qué se había equivocado.
No obstante, se negaba a pensar en algo diferente a Slane. Recordaba cómo la
había tocado, el dulce roce de sus manos, la caricia de sus labios calientes. La manera
en que su increíble sonrisa podía calentar todo su cuerpo. Al menos, la luz del
amanecer traería consigo el fin de todo el sufrimiento y el dolor que estaba sintiendo,
el fin de la añoranza tormentosa por algo que nunca podría tener...

Las llamas ardían a su alrededor y el calor chamuscaba sus mejillas tan


fuertemente que tuvo que volver la cara. Su madre se encontraba parada envuelta en
llamas. Abrió la boca de par en par y dio un grito silencioso. De repente, su madre se
disolvió, su piel se derritió. Horrorizada, Taylor se sacudió violentamente para
alejarse. Pero no podía mover las manos. ¡No podía moverse! Miró hacia abajo, hacia
sus pies, y vio el fuego haciendo remolinos alrededor de sus tobillos. Subió la mirada
y vio el rostro de Slane en la hoguera, distorsionado por el resplandor del fuego. Lo
vio inclinarse hacia Elizabeth, que se encontraba a su lado, y darle un beso
apasionado en los labios.
Taylor se sentó, un grito se congeló en sus labios. Sus ojos se movieron
rápidamente a la izquierda, luego a la derecha, luchando por enfocar lo que veían. Su
mente trabajó deprisa en medio del pánico, luchando por recordar dónde estaba.
Después de un momento, se dio cuenta de que no había llamas mordiendo sus pies;
sólo la oscuridad la rodeaba. El rayo de luna se había movido a lo largo del suelo de
su habitación; Taylor se dio cuenta de que se había quedado dormida.
Miró sus manos y quedó estupefacta al ver cómo temblaban. Aunque no estaba
asustada por las llamas; la muerte había sido una amenaza constante para ella
durante los últimos ocho años. No, eran esos sentimientos tan intensos por Slane. Le
nublaban la razón; se arremolinaban en su mente como vapores de niebla. No podía
comer ni pensar. Era como si su mente quisiera concentrarse sólo en él. La esperaba
la muerte y le daba igual porque Slane se había convertido en algo más importante
para ella que su propia vida.
Se levantó de la cama y recorrió la habitación, intentando calmar su ansiedad.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Pero no podía olvidar su sonrisa, sus ojos, su cabello, su forma de andar.


Quería gritar la injusticia que vivía. Quería llorar por la pérdida. Pero, sobre
todo, quería que él la tomara en sus brazos.
Jared le habría reprochado que se hubiera dado por vencida tan pronto, que no
luchara. Después de tanto entrenamiento, de tanta preparación, iba a acabar como su
madre.
Era irónico. Pensó que tal vez ése fuera su destino, del que no podía escapar. La
maldición de los Sullivan.
Volvió a la cama y se sentó. Madre. Dios, durante años, no se había permitido a
sí misma pensar en ella. Deseaba que su madre estuviera allí. ¿Qué diría su madre?
¿Que tuviera fe? ¿Que Slane volvería a rescatarla? ¿Que debía haber seguido a su
corazón desde el principio?
Sabía que eso no era cierto. No existía el amor, ahora, estaba segura. Sólo había
tormento. Sólo dolor. Sólo muerte. Slane no volvería a buscarla. Tenía a Elizabeth. Y
tenía algo que ella no podía aspirar a superar. Tenía honor.

Debió de quedarse dormida de nuevo, pues cuando abrió los ojos, Ana se
encontraba sentada a su lado, sobre la cama. Llevaba doblada en las manos una
túnica blanca de algodón, que tendió reverentemente al lado de Taylor. Estiró la
prenda y la contempló durante un largo rato.
Taylor observaba los ojos marrones de la chica. Reflejaban tristeza y
desesperación.
—¿Quiere que la ayude? —preguntó Ana, cambiando levemente de postura.
Taylor permaneció callada durante un rato; su mente se negaba a funcionar. Y,
luego, se dio cuenta del significado de la túnica blanca, de su sombrío significado.
Sería su vestimenta final. La ropa en la que ardería. Volvió la mirada hacia la prenda
sobre la cama, un simple pedazo de ropa sin teñir.
En silencio, Ana dio un paso hacia delante y comenzó a desatar las cintas de la
camisa de dormir de Taylor, que permaneció sentada, inmóvil, mientras la muchacha
le quitaba la camisa de dormir y le ponía la túnica blanca, deslizándola a través de su
cabeza. La textura de la tela rozó su piel. Taylor echó un rápido vistazo a la blanca
túnica, sabiendo que pronto perdería su pureza, que pronto se convertiría en negros
jirones en llamas.
Que pronto ardería.
Golpearon suavemente a la puerta y se oyó la voz de un hombre.
—¿Estás lista?
Los ojos de Taylor se dirigieron hacia la ventana abierta. Allí vio que el cielo
estaba cubierto de nubes grises que apenas se pintaban de rosa con el sol naciente.
¿El sol naciente? ¡No podía estar amaneciendo! ¡Aún no!
Desafiando los pensamientos de Taylor, los tambores retumbaban en la
distancia, su golpeteo melódico llenaba el aire, llenaba sus oídos, ahogándolo todo
excepto su oscuro y llamativo ritmo. El pánico se apoderó de ella. Miraba hacia todas

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

las direcciones, horrorizada. Esto no estaba sucediendo. No podía estar sucediendo.


Ana le apretó la mano y la ayudó a levantarse, apoyándole gentilmente una
mano bajo el codo.
—Es la hora —dijo suavemente.
Sí, la hora, pensó Taylor. La hora de morir.
Fijó la mirada en los ojos de Ana, buscando la fuerza que la ayudaría a soportar
lo que vendría. En vez de encontrar fuerza, halló en ellos simpatía. Taylor siempre
había despreciado la simpatía, especialmente cuando se dirigía a ella. Sin embargo,
en ese momento no tenía la energía suficiente para reprender a la muchacha.
Ana retiró el cabello que ocultaba la cara de Taylor y lo recogió en un moño.
Cuando terminó, sonrió tristemente.
Taylor se dirigió a la puerta. Tuvo que usar todo su coraje y toda su fuerza para
caminar hacia allí. Estiró la mano para girar el picaporte y vio cómo sus dedos
temblaban. Cerró el puño.
Ana abrió la puerta.
Uno de los cuatro guardias que la custodiaban dio un paso hacia delante.
Taylor quedó inmóvil por un largo rato. Con dificultad, tragó saliva y se aferró
al poco coraje que le quedaba. Respiró profundamente y avanzó.
A medida que los cuatro guardias la guiaban, Taylor notó que los pasillos
estaban vacíos. Las pisadas de los guardias resonaban en el desolado corredor, sus
botas retumbaban con cada paso. Taylor imaginó que la mayoría de los habitantes
del castillo se encontraban, probablemente, en el patio, listos para presenciar la
hoguera.
«Hoguera. Mi hoguera».
Descendieron por la escalera de espiral en silencio. Cuando alcanzaron el
pasillo de la primera planta, Taylor se detuvo; lo encontró llamativamente lleno de
gente para ser tan temprano. Un guardia la empujó para que siguiera avanzando. A
medida que atravesaban el pasillo, se extendía un extraño silencio en el corredor.
Todos los ojos estaban fijos en ella. La multitud no la estaba esperando en el patio. Se
habían reunido para verla una vez más antes... antes.
Taylor levantó la barbilla. A eso sí estaba acostumbrada. La gente mirándola y
juzgándola. Lo que no podía evitar era que sus manos temblaran. Los guardias la
guiaron a través de la enorme puerta doble hacia el patio interior. Taylor se detuvo
en el umbral de la puerta, aterrada por lo que la esperaba.
Una jaula sobre una carreta. Esa gente pensaba que ella era una especie de
animal. ¿O acaso tenían miedo de que tratara de escapar? Ella sabía que debía
hacerlo. Pero ¿cómo? Echó un vistazo a las garitas. Varios guardias armados la
observaban, deteniendo su vigilancia para contemplar con curiosidad a la condenada
prisionera.
No tenía ninguna oportunidad de sobrevivir con todos aquellos hombres
vigilándola. Pero eso nunca la había detenido antes. Si tan sólo tuviera su espada...
Era mejor morir peleando que morir como una prisionera indefensa. En otro
momento, ese pensamiento la habría impulsado a la acción, pero ahora apenas tenía

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

la fuerza necesaria para dar un paso. Echó un vistazo al guardia y vio la espada
envainada, colgada en su cintura.
«Cógela», dijo una voz dentro de ella. «Tómala y mata al guardia». Sintió que
sus dedos volvían a vivir, sintió que su mano empezaba a moverse. Pero justo en ese
momento, uno de los guardias la empujó hacia la carreta y perdió la oportunidad.
El carretero, un hombre pequeño que llevaba un gorro marrón y unas mallas
del mismo tono, abrió la jaula mientras ella se acercaba, esperándola junto a la
carreta. Taylor se detuvo ante la puerta de la jaula para echar un vistazo al
hombrecillo, que le dedicó una sonrisa superficial y vacía. La joven lo contempló
horrorizada. Su sonrisa sin dientes era casi grotesca y su protuberante panza parecía
obscena en un hombre tan enano. Él le hizo un gesto para indicarle que entrara en la
jaula
Taylor dudó, pero un fuerte empujón de uno de los guardias la introdujo de un
golpe en la pequeña prisión. Cuando la puerta se cerró tras ella, se detuvo un
momento para observar el patio interior. Pudo ver allí cada uno de los rostros sin
emoción que la miraban con ojos de condena. El carretero se sentó, le lanzó una
última mirada a Taylor y dio un latigazo al caballo. La carreta se sacudió
bruscamente hacia delante. La joven tuvo que agarrarse de uno de los barrotes para
no caer.
La carreta en la que la llevaban iba escoltada por cuatro hombres a caballo;
además, desde su sitio en la jaula pudo ver a otro grupo de hombres paseándose,
vigilantes, por las sombras del castillo, mientras la carreta avanzaba, con las manos
sobre las empuñaduras de sus espadas. Taylor quiso reír, pero su garganta estaba
seca. ¿Qué era lo que estaban buscando?, se preguntó sarcásticamente. ¿Serían
ladrones?
La carreta se desplazaba con rapidez a través del patio interior. Taylor había
entrado al castillo Donovan por su propia y tonta voluntad. Ahora, lo dejaba presa y
sentenciada a muerte. Echó un vistazo a la enorme estructura. Los habitantes del
castillo corrían tras la carreta, gritando con euforia, señalándola, incitando a otros a
que siguieran a la multitud; nadie quería perderse la gran hoguera.
De nuevo, la carreta se movió bruscamente y Taylor estuvo muy cerca de caer.
Sin embargo, logró balancearse e incorporarse hasta erguirse.
Cuando llegaron al patio exterior, comenzó a escuchar el tronar del murmullo
de cientos de voces. Cruzaron el umbral del puesto de guardia entre el patio interno
y el externo y, entonces, apareció la gran multitud. Todo parecía indicar que la aldea
entera había sido invitada a presenciar su ejecución.
A medida que se aproximaba la carreta, la muchedumbre fue callándose poco a
poco. Algunas mujeres que se encontraban al lado de sus hijos fruncían el ceño al
verla pasar. Los granjeros y sus hijos la observaban detenidamente. Camareras y
panaderas la miraban con desprecio.
—¡Puta! —gritó una voz que irrumpió en el silencio.
La multitud se balanceaba, moviéndose como un ente gigantesco que crecía por
todos lados. El rechazo hacia ella podía palparse entre la multitud. De repente, algo

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

golpeó la carreta y la salpicó con un cálido líquido. Taylor parpadeó y se alejó de los
barrotes para ver de qué se trataba; vio un repollo podrido en el suelo de la jaula.
Miró su túnica de algodón y notó que el agua del repollo la había alcanzado.
—¡Ramera!
Unas voces se unieron a otras y levantaron un coro de insultos y protestas, una
gran voz de reprobación.
La carreta avanzó hacia el centro de la plaza exterior. A medida que recorría el
camino hacia su destino, Taylor se volvía sorda a los gritos del gentío. No oía a la
mujer pelirroja que la insultaba a gritos. No podía oír al carnicero que la amenazaba
con un cuchillo en el aire. No podía oír a los mugrientos niños que se burlaban de
ella. Sólo veía el poste... erguido como una almenara en mitad del patio. El pavor y la
desesperanza se apoderaron de ella.
Otro objeto chocó contra la carreta, salpicando su cara de alguna sustancia, pero
esta vez Taylor apenas lo sintió. No podía apartar la vista del poste. El pánico la
invadía. Iba a morir. Las lágrimas llenaron sus ojos, pero ella intentó detenerlas
parpadeando con determinación. «No le daré a esta plaga el gusto de ver mi miedo»,
se juró a sí misma.
La carreta se detuvo abruptamente, lanzando a Taylor al suelo de heno. Se
levantó con rapidez y observó a los guardias bajarse del caballo y avanzar hacia la
puerta de la jaula. El carretero se bajó de su asiento y, apresuradamente, fue a abrir la
puerta de la jaula.
La multitud se abalanzó sobre Taylor, pero los guardias los detuvieron.
Uno de los guardias introdujo un brazo en la jaula, tomó a Taylor y la sacó de la
carreta. La gente se abalanzó de nuevo y con más ímpetu sobre ella, y durante un
momento Taylor estuvo atrapada en un mar de cuerpos. No podía moverse, no podía
respirar. Todo lo que había a su alrededor eran voces condenándola a gritos. Con
fuertes bramidos, los guardias ordenaron a la gente que retrocediera. Los tambores
seguían retumbando.
El guardia que sujetaba a Taylor del brazo la empujó hacia delante, abriéndose
paso en medio de la multitud y tiró de ella hacia el poste aferrándose fuertemente a
su muñeca. En su camino, Taylor pudo ver a dos campesinos que apilaban ramas
secas alrededor del poste. A su derecha, había un hombre vestido de negro de pies a
cabeza sosteniendo una antorcha. ¿Sería uno de los hombres de Corydon?, se
preguntó su confundida mente. No, Corydon estaba muerto. Ese hombre era el
verdugo. Su verdugo.
El miedo se apoderó de ella cuando posó sus ojos en los de aquel hombre.
¿Estaría sonriendo bajo la capucha negra? Entonces, alguien la empujó por detrás,
impulsándola hacia delante. Los otros tres guardias emergieron de la multitud para
rodearla, formando una impenetrable pared de carne.
El que sostenía a Taylor de la muñeca la llevó hasta el poste. La zarandeó para
que mirara de frente a la multitud, tiró violentamente de sus manos y se las puso
alrededor del poste. Taylor sintió cómo la áspera cuerda le ataba las muñecas tan
fuertemente que se hundía en su piel.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

El gentío la abucheaba.
—¡Quemadla! ¡Quemadla! ¡Quemadla! —cantaban la muchedumbre, sus voces
llenaban el aire.
El guardia terminó de atarle las manos a Taylor y se agachó. Le envolvió los
pies con una segunda cuerda, amarrándola completa y firmemente al poste, y luego
se alejó. Dirigió un gesto afirmativo con la cabeza a una persona que se encontraba a
su lado, dio un paso atrás y, en ese momento, los dos campesinos comenzaron a
apilar más ramas alrededor de los pies de la muchacha.
Taylor observó a los campesinos durante un momento y se sintió extrañamente
distante, como si aquello no fuera con ella. Volvió la cabeza a un lado y... una oscura
y horrible cara llenó su visión. Richard estaba a unos pocos metros. La engreída
mirada de satisfacción en su rostro le daba un aspecto maligno. Taylor se dio cuenta
de que estaba mirando al mismísimo demonio. Apartó su mirada de Richard y
levantó los ojos al cielo para ver el tenue resplandor del sol que empezaba a asomar
en el horizonte.
Los dos campesinos se apartaron rápidamente de la pila de madera. De repente,
el retumbar de los tambores se detuvo, pero el último golpe pareció prolongarse una
eternidad en el aire. Finalmente, un espeluznante silencio se esparció por la plaza.
Se había levantado una suave brisa y Taylor notó, entre brumas, su agradable
caricia. El hombre de la capucha negra avanzó hacia ella y la joven se olvidó de la
brisa y fijó su atención en las brillantes llamas de la antorcha que portaba. Las llamas
parecían botar hacia ella con ganas de comenzar su misión. Instintivamente, intentó
alejarse del fuego mortal, pero las ataduras se lo impidieron. El hombre se detuvo
justo en frente de las ramas secas a los pies de Taylor y se volvió a mirar a Richard.
—Quemadla —ordenó Richard.
El verdugo de la capucha negra tocó las ramas secas con la antorcha. Las ramas
crujieron y crepitaron, convirtiéndose en pequeños escupitajos de fuego que silbaban
a sus pies.
Taylor observó cómo el fuego se esparcía de rama en rama, observó cómo las
hambrientas llamas devoraban la madera y sintió cómo el calor de las brasas
penetraba sus pies. Trató de levantar la mirada para observar a la silenciosa
multitud, pero el hipnótico movimiento de las llamas había cautivado sus ojos. El
fuego continuaba susurrando, condenándola a su destino, confirmándole lo que ella
ya sabía.
No había escapatoria.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 39

Con hambre de carne delicada, las llaman alcanzaban los pies de Taylor; sus
zarcillos se enredaban y tejían chasquidos en el aire. El intenso calor que subía desde
el suelo alcanzaba su rostro, amenazando con asfixiarla. Volvió la cara para alejarla
de las ardientes llamas, pero el calor siguió atacándola. Sintió un grito subir por su
garganta, sintió aullidos de terror comenzar a elevarse hacia la superficie, pero las
intensas olas de calor maltrataban su rostro de tal manera que apenas podía reunir
fuerzas para respirar. El aire caliente le quemaba los pulmones.
Aterrorizada, trató de alejar su cuerpo de las hambrientas llamas, del calor
infernal, pero el fuego la rodeaba, atrapándola en su abrazo mortal.
Entonces, algo que no alcanzó a ver se movió, algo que tenía la forma de una
gran sombra. Entonces, a través de la parte más intensa de la hoguera, a través del
ardiente centro azul profundo, Taylor experimentó una visión. En todo el corazón
del abrasador infierno, Slane se tambaleaba frente a ella, elevado sobre el suelo como
un dios. Taylor recordó su sueño: Slane se arrodillaría y besaría a Elizabeth en los
labios...
De pronto, supo por qué Slane se encontraba elevado sobre el suelo. Estaba
sobre un caballo. Por un instante, la confusión la arrolló y pensó que el calor de las
llamas estaba terminando con su cordura. ¿Qué podría estar haciendo Slane allí? Él
ya se había marchado.
De repente, la magnífica visión alzó su brazo y blandió su espada, cortando las
llamas en dos y empujando los troncos ardientes lejos de los pies de Taylor. ¿Sería un
sueño? Se preguntó. ¿Se estaría muriendo? Entonces, Slane se inclinó detrás de ella e,
inmediatamente, Taylor sintió que sus manos y sus piernas eran liberadas. ¿Qué
hacía él allí?
Uno de los guardias lo atacó y Slane lo cortó en dos de un solo golpe. Se volvió
rápidamente y recogió a Taylor con sus poderosos brazos, acomodándola sobre el
caballo, frente a él. Ella no podía dejar de mirar su rostro. ¡Su glorioso y maravilloso
rostro!
¿Qué hacía Slane allí?
El caballo dio una vuelta y Slane echó una mirada que parecía abarcarlo todo.
Taylor oyó los gritos de la gente y el entrechocar de espadas y le dio la impresión de
que todo aquello estaba ocurriendo muy lejos de ella. Entonces, los extraordinarios
ojos de un hombre la capturaron con su mirada. Después de todo, no podía ser real,
¿o sí? No con ese cabello glorioso que desafiaba las furiosas llamas con su brillo. No
con ese físico poderoso que se atrevía a negarle su presa a las llamas. Sus obstinados
ojos se suavizaron cuando iluminaron a Taylor.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—¿Te encuentras bien? —preguntó.


La única respuesta que ella pudo dar fue un movimiento afirmativo con la
cabeza.
La sonrisilla en los labios de Slane calentó su espíritu y encendió su alma. Sintió
que la sangre comenzaba a renacer en sus venas. Pero fue cuando él se inclinó y le
dio un rápido beso en los labios cuando Taylor volvió a vivir. Sintió el corazón latir
salvajemente en su pecho y sus sentidos volver a la vida, sintió el renacer de su alma.
¿Eran realmente los brazos de Slane los que la rodeaban, abrazándola y
sosteniéndola sobre el caballo?
Echó un vistazo a su alrededor con ojos sorprendidos, como si viera el patio por
primera vez, luego, contempló la furiosa batalla que tenía lugar. Los hombres de
Richard combatían con otros que no portaban emblema alguno. Por donde mirara,
veía hombres chocando espadas, hombres peleando a puño limpio, hombres
muriendo. Un fuerte y crujiente ruido llamó su atención. Se volvió y pudo ver el
poste al que había estado atada ardiendo en llamas; el fuego bufaba furiosamente
ahora que su víctima había escapado.
Slane espoleó su caballo, y el animal emprendió una carrera hacia el puesto de
la entrada, hacia la libertad.
Taylor volvió su mirada a Slane, observando, finalmente, que estaba vestido
como un hombre común. Estaba atónita, contemplando la belleza de su rostro. De
repente, él frunció el ceño y se inclinó sobre el caballo para acelerar el paso. Taylor
asomó la cabeza y pudo ver a cinco guardias corriendo desde el puesto de guardia
exterior con la intención de bloquear su escape.
Slane apretó su mano y presionó a Taylor contra él, justo en el momento en que
comenzó a enfrentarse al primero de los guardias. Blandió su espada poderosamente
sobre su atacante, haciéndolo caer de rodillas de un solo golpe. Pero antes de que
Slane pudiera lanzar un segundo ataque, otro grupo de caballeros salió corriendo
desde el puesto de guardia hacia ellos. Tras la reja principal del castillo, Taylor vio
que el puente levadizo comenzaba a alzarse. ¡Los estaban acorralando dentro del
castillo!
Maldiciendo, Slane tiró bruscamente de las riendas. El caballo se inclinó
levemente y dio la vuelta, apresurándose de nuevo a través del patio interior y
adentrándose en el castillo. El creciente viento batía salvajemente el cabello de
Taylor.
Taylor miró hacia arriba para ver cómo las llamas intentaban llegar hasta el
amanecer que aún se dibujaba en el cielo. Un fuerte vendaval había propagado el
fuego sobre una carreta de mercancía que había sido tontamente puesta demasiado
cerca al poste. El fuego había brincado rápidamente sobre el vehículo,
consumiéndolo en cuestión de segundos. Las llamas se esparcían con rapidez. El
pánico se apoderaba de la gente mientras el viento ayudaba al fuego a propagarse.
Cinco edificios se consumían en llamas completamente. En medio del patio interior,
la gente corría desde y hacia el pozo cargando baldes llenos de agua en sus manos.
Taylor podía ver que los esfuerzos de todas aquellas personas eran inútiles. El fuego

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

lo devoraba todo a gran velocidad, consumiéndolo todo en su camino. El feroz viento


arrancó del suelo algunas de las llamas y las arrojó sobre el techo de la herrería. Una
fuerte oleada de viendo levantó un ardiente pedazo de madera y lo lanzó hacia Slane
y Taylor. Slane batió fuertemente las riendas y el caballo viró bruscamente. El
flameante pedazo de madera pasó justo a su lado, aterrizando sobre una cercana pila
de heno que se incendió inmediatamente. Por encima de los gritos pidiendo agua, el
fuego crujía furiosamente. De repente, un hombre salió de la herrería, envuelto en
llamas, y llenó el patio con sus tortuosos gritos de dolor. Se lanzó rápidamente al
suelo y rodó sobre su cuerpo, pero el fuego ya lo había consumido. Taylor observó
con ojos aterrados cómo el hombre gritaba una última vez antes de permanecer
inmóvil sobre la tierra.
Taylor sabía que el castillo no escaparía de esa epidemia le llamas asesinas.
Como niños bailando, las llamas se apresuraban sobre los tejados de los edificios,
consumiéndolos.
Entonces miró hacia atrás y vio un grupo de cinco soldados blandiendo sus
espadas. De pronto, sintió que Slane se ponía tenso y enseguida supo por qué: había
soldados armados esperándolos en la entrada del patio superior. ¡Estaban atrapados!
Slane espoleó fuertemente su caballo, acelerando el paso por el patio interior, pero no
lograron llegar al patio superior porque los soldados hirieron a su caballo en el
momento en que atravesaron el portón. El animal cayó, dando ambos en suelo. Slane
agarró a Taylor de la cintura, lanzándose lejos del caballo para evitar que los
aplastara.
Golpeada y dolorida, Taylor levantó la cabeza y vio a los soldados avanzando
hacia ellos. Slane ya estaba de pie, y los recibió con el filo de su espada. Mantuvo a
los dos hombres al margen, bloqueando sus ataques y atacándolos con hábiles
golpes. Taylor se incorporó, buscando algún arma a su alrededor para unirse al
combate. Pero en lugar de encontrar algo, vio cómo las llamas consumían la pared
que separaba ambos patios y devoraban el techo de paja del edificio en donde se
encontraban las carnicerías. Era como si las llamas estuvieran siguiéndola,
buscándola. Observó el brillante fuego durante un momento. Estaba aterrada de ver
cómo reducía el techo a cenizas, lanzando furiosas llamaradas y chispas al cielo de la
mañana. En un instante, el fuego se había convertido en un devastador infierno que
crecía rápidamente de edificio en edificio. Se movía hacia ellos. Se movía hacia ella.
—¡Slane! —gritó Taylor, alzando la voz para ser escuchada por encima de la
bulla que se oía en el monstruoso incendio.
Los ojos le dolían por el humo y el calor de las radiantes llamas, y cada vez le
resultaba más difícil ver. Parpadeó con fuerza, tratando de librarse del enceguecedor
humo, y un súbito impulso de pánico se apoderó de ella. ¡El fuego la había cegado!
—¡Slane! —gritó nuevamente.
Sintió que una mano la tomaba y tiraba de ella, forzándola a apresurar el paso.
Se frotó los ojos con las manos y limpió las lágrimas producidas por el humo.
Finalmente, su visión se aclaró. Levantó la mirada y pudo ver a Slane pateando a un
soldado para apartarlo de ellos. Tiraba de ella, empujándola hacia la puerta que los

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

llevaría al recinto contiguo al patio superior. El calor se intensificó cuando pasaron


por la puerta. Slane la cerró y, tras respirar con fuerza durante unos segundos, tomó
un enorme barril y lo puso contra la puerta. Luego, tomó a Taylor de la mano y subió
rápidamente las escaleras tirando de ella. Taylor tenía que saltar los escalones de dos
en dos para seguirle el paso.
El humo los asaltó de nuevo cuando alcanzaron el pasillo. Taylor se cubrió la
boca con la mano y retrocedió, alejándose de las mortales nubes. Slane la condujo a
través de la humareda que se acumulaba en el pasillo, guiándola hacia una de las dos
torres que bordeaban la parte posterior del edificio.
Entraron corriendo a la torre y Slane bloqueó la puerta. Taylor se recostó contra
una pared, jadeando, y echó un vistazo al interior de la torre. Vio cómo el humo se
colaba bajo la puerta, esparciéndose por el suelo como una masa amorfa. Ella sabía
que tras el humo, tras ese rastreador inconsciente, venía el fuego. Retiró la vista de la
creciente nube para ver las escaleras que conducían al puesto de vigilancia de la
torre. Una puerta opuesta a la de entrada llevaba a los pasillos de vigilancia que se
encontraban en la parte superior del castillo. Taylor caminó hacia aquella puerta,
pero Slane la tomó de la mano. Ella se dio la vuelta para mirarlo y se quedó
impresionada. Fue como si lo estuviera viendo por primera vez desde que la había
rescatado de la hoguera. Su noble cara... su maravillosa y exquisita cara estaba
cubierta de hollín y sudor. Se encontraba de pie, alto y orgulloso, junto a ella. Un
fuerte guerrero.
Había vuelto a buscarla. El pensamiento surgió, pero Taylor no quiso
contemplarlo, temiendo que si lo hacía él podría desvanecerse y ella podría despertar
con el olor de su piel quemada y encontrarse todavía atada al poste, sirviendo de
alimento a las hambrientas llamas.
«Por favor, que esto no sea un sueño», pensó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Slane suavemente.
Taylor notó un sentimiento de preocupación en sus brillantes ojos azules y
sonrió levemente.
—Ha sido un buen rescate, Slane Donovan —dijo ella con ligereza.
Slane se encogió de hombros.
—No es como lo había planeado.
Taylor levantó su mano y la posó sobre la mejilla de Slane. La cálida piel de su
cara le envió una súbita ola de calor que atravesó todo su cuerpo. Era real. No era un
fantasma. No era un espectro fruto de un sueño febril.
—Gracias por venir.
Slane cubrió la mano de Taylor con su mano.
—No me lo habría perdido por nada del mundo.
Impulsivamente, Taylor lanzó sus brazos alrededor de Slane, abrazándolo
fuertemente y estrujándolo contra su corazón.
—Slane, oh, Slane —susurró sobre su hombro. Los oscuros horrores que
componían su destino burlado aún la rondaban.
Slane la apartó de su lado con gentileza. Retiró un mechón de cabello salvaje

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

que le tapaba los ojos.


—Tenemos que salir de aquí —le recordó suavemente. Besó la palma de su
mano y caminó hacia la puerta. Abrió la puerta y salió al pasillo.
Taylor lo siguió y, juntos, corrieron por el pasillo. Slane hizo una pausa para
echar un vistazo sobre la pared. Lejos, en la distancia, las aguas tranquilas del lago
Donovan parecían negras a la luz de la joven mañana. Sobre ellos, nubes oscuras
cubrían el cielo, manteniendo el amanecer cautivo. Justo frente a ellos, Slane vio la
puerta que conducía a la otra torre y dio un paso para alcanzarla.
De repente, la puerta se abrió. Slane se detuvo y preparó su arma. Taylor
deseaba tener un arma. Deseaba pelear a su lado. Se empinó, poniéndose de puntillas
para ver sobre el hombro de Slane. Entonces, una forma se materializó, una simple
sombra negra en el agitado humo. Una oscura figura parecía formarse a partir de la
oscuridad, dándole sustancia a la silueta. Taylor tragó saliva al ver a Richard salir de
la torre sur y emerger de la oscuridad a la pálida luz.
—¡Qué pronto has regresado, hermano! —dijo Richard.
Taylor posó su mano sobre el hombro de Slane y sintió cómo sus músculos se
convertían en piedra. Intentó conducirlo de vuelta por donde habían llegado, pero él
no se movió ni un centímetro.
La mirada de Richard se llenó de desdén.
—Después de todo lo que he hecho por ti. Traté de ayudarte. Incluso convencí a
nuestro padre de que te diera a Elizabeth.
—No podía quedarme a mirar cómo la quemabas —dijo Slane con sencillez.
—¿Entonces no te importa arruinarme?
—Si lo que quieres es su oro, tómalo y déjanos en paz.
—Va más allá de eso, mi querido hermano. —Richard se aproximó y, por
primera vez, Taylor vio el brillo de la espada en su mano.
—No pelearé contigo —dijo Slane.
—Me has avergonzado. Me has humillado. Me has traicionado. Me has robado
a mi prometida. ¡Incluso te acostaste con ella!
—No era mi intención hacerlo.
El corazón de Taylor se rompió en dos. Siempre supo que Slane creía que hacer
el amor con ella había sido un error. Pero dolía escucharlo. Dolía mucho. Retiró su
mano del hombro de Slane.
—Para ser un hombre que se considera un caballero de honor, encuentro tus
acciones muy deshonrosas, ¿no lo crees?
—No —dijo Slane, apartando la mirada—. Nunca quise traicionarte.
—Huy, lo siento. Acabo de acostarme con la futura esposa de mi hermano —
musitó Richard—. ¿Fue así cómo lo hiciste? Dime, ¿en qué estabas pensando?
Slane negó con la cabeza. Taylor se alejó y él se volvió para mirarla. La
seguridad que sentía le dio fuerzas, como si el simple hecho de mirarla fuera
suficiente. Le dio la espalda a su hermano.
—Ella no es para ti. Yo sé que nunca sería feliz siendo tu esposa. Yo sé que,
finalmente, te rechazaría.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

—Ella no tiene voz en ese asunto.


—Sí la tiene. Porque es Taylor Sullivan. Porque es la más valiente y noble mujer
que he conocido jamás. Ella habría peleado contra ti en cualquier oportunidad.
—Ah, ¿entonces todo lo que hiciste fue para protegerme? Invéntate la excusa
que quieras, querido hermano. Nada va a cambiar el hecho de que eres un mentiroso
y un ladrón.
Slane se mantuvo frente a Taylor, protegiéndola.
Él permanecía en silencio, pero Taylor sabía que en lo profundo de su corazón
la angustia y el dolor lo estaban destrozando. Entonces supo que haría cualquier cosa
por él. Cualquier cosa por borrar su dolor. Cualquier cosa por restaurar su honor.
—No —dijo ella—. Yo lo seduje, fue culpa mía —levantó la mirada para
encontrarse con la de Richard.
—No —dijo Slane suavemente—. No más mentiras. —Slane le acarició la mejilla
con delicadeza y movió su cabeza para verle el rostro—. Te amo. Mucho. —Volvió la
mirada a su hermano—. Y si Taylor acepta, mi intención es casarme con ella.
Un sentimiento de júbilo explotó dentro de Taylor, llenándola con un calor que
nunca había sentido. Había sido bendecida con la felicidad y se sentía más viva que
nunca.
Richard temblaba de furia.
—No mientras yo esté vivo —gritó y se abalanzó sobre Slane con la espada en
alto.
Justo en ese instante, una pared de fuego explotó sobre el pasillo detrás de ellos.
Hambrientos, los incandescentes dedos de la pared trataban de alcanzar a Taylor,
¡sus crujientes llamas se encontraban extasiadas por haberla encontrado!

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Capítulo 40

—¡Slane!
Slane escuchó el alarmante grito de Taylor mientras chocaba su espada contra la
de su hermano. Enseguida supo qué quería decirle, contra qué le estaba advirtiendo:
podía sentir el calor de las llamas arañándole la espalda. Esquivó los primeros dos
ataques de Richard, consciente de que no podía cederle terreno a su hermano. No
podía permitir que aquello ocurriera. No podía, y menos en ese momento cuando el
fuego ya alcanzaba su espalda.
Debía tomar la ofensiva, debía hacer que Richard retrocediera. Esa era su única
opción. Pero Richard atacaba de forma implacable, forzándolo a ponerse a la
defensiva.
En unos pocos segundos, Slane se encontró al lado de Taylor. Se arriesgó a
echarle una rápida mirada. A través del humo, alcanzó a verla mirándole la espalda,
con los ojos abiertos de par en par. El calor crecía cada vez más, el aire parecía
volverse más pesado a medida que se calentaba. Podía escuchar cómo las llamas se
alimentaban tras él, chasqueaban, bufaban y crepitaban, mientras devoraban todo lo
que se encontrara en su camino. Rápidamente, Slane apartó la mirada de Taylor y se
volvió para enfrentarse a su hermano, justo a tiempo para... bloquear un ataque
dirigido a su cabeza. Cuando sus espadas se cruzaron, Slane agarró el brazo de
Richard.
—Dámela —gruñó Richard.
—Nunca —replicó Slane y empujó a su hermano hacia atrás.
Richard se tambaleó, pero enseguida se enderezó para esquivar el ataque de
Slane.
Las llamas acorralaban a Slane y a Taylor, se acercaban cada vez más a ellos.
Slane sintió el infierno aproximarse por su espalda y empujarlo hacia delante. Buscó
a Taylor, con la esperanza de que ella aún permaneciera junto a él, y, cuando la vio a
su lado, se sintió aliviado. Richard tomó ventaja de su distracción momentánea y
atacó. Bajó su espada hasta el pecho de Slane, lo rajó rápidamente y volvió a levantar
su arma. Slane cayó y su espada voló hacia arriba, dando vueltas en el aire. Las
llamas bailaban en el reflejo del brillante metal, mientras el arma giraba por encima
del pasillo para, finalmente, desaparecer en el fuego.
Richard dio un paso hacia delante, y miró a Slane desde arriba.
—¡No! —gritó Taylor.
Richard miró fijamente a Taylor antes de alzar su arma para dar la estacada
final.
—Oh, sí —respondió.

- 229 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Entonces, Slane se apoyó sobre su tobillo y se impulsó para golpear a Richard


con la otra pierna. Las rodillas de Richard se doblaron, haciendo que todo su cuerpo
se tambaleara hasta caer en el borde interior del pasillo. Slane vio a su hermano caer
sobre el borde del muro de piedra y tropezar contra el filo de la construcción. Se
abalanzó hacia delante para coger a Richard, pero sus dedos sólo agarraron aire.
Richard cayó del pasillo, zambulléndose en el iracundo fuego que ardía en el
patio bajo. Su tortuoso grito fue rápidamente ahogado por el rugir incesante de las
llamas.
Slane se asomó por un lado del pasillo y contempló las resplandecientes llamas,
durante un largo rato. El calor ahogaba su cara con olas agobiantes. Su hermano se
había ido. Muerto. No sentía la profunda pena que, sabía, debía de estar sintiendo.
Después de todo, Richard se había convertido en su enemigo, no había sido el
hermano que Slane siempre había querido que fuera.
Slane levantó su mirada hacia Taylor.
Ella se lanzó a sus brazos y Slane la rodeó con ternura. El viento se agitaba
alrededor de ellos, alimentando el infierno que crecía cada vez con más fuerza. El
furioso aullido del fuego tronaba en los oídos de Slane, pero él no quería moverse, no
quería soltar a Taylor. Ahora, ella era suya. Había peleado y lo había sacrificado todo
por la mujer que amaba.
Finalmente, Slane se incorporó, sin dejar de apretar a Taylor contra su cuerpo,
negándose a dejarla ir, deleitándose con su contacto.
Fue ella quien se alejó levemente al cabo de unos segundos.
—Debemos salir de aquí —dijo.
Slane asintió en señal de acuerdo. La tomó de la mano y comenzó a caminar
hacia el ala sur de la torre, su única vía de escape. Pero una ráfaga de viento hacía
que las llamas se movieran en espiral desde abajo hacia arriba y por encima del
pasillo, atrapándolos en sus hambrientos brazos.
Slane se alejó del fuego. Miró a Taylor y vio que el resplandor de las llamas
resaltaba el miedo en su rostro.
«No», pensó Slane. «No puede ser. ¡No la he rescatado para verla morir ahora
en manos del maldito fuego!».
Las llamas estiraban sus ambiciosos dedos hacia el pasillo en el que se
encontraban, forzándolos a retroceder hacia el muro exterior. Slane miró hacia arriba,
pero no apareció ninguna cuerda mágica, ninguna alfombra voladora que pudiera
llevárselos de ese lugar. Echó una mirada a un lado y a otro, pero por todas partes los
esperaba el hambriento fuego, listo para tragárselos. Entonces, Slane siguió la mirada
de Taylor, que contemplaba las aguas del lago Donovan, brillantes como un faro en
medio de la luz de la mañana.
—¿Sabes nadar? —preguntó Taylor, mientras se subía al borde de la almena.
Buscó equilibrarse precariamente y se inclinó para ayudar a Slane a subir también. Él
ni siquiera había terminado de subir cuando las llamas ya habían devorado el pasillo,
tragándose la plataforma de madera en la que Slane y Taylor habían estado unos
segundos antes.

- 230 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

A medida que el viento se arremolinaba, amenazando con empujarlos a las


llamas, Taylor se aferraba más a él. Con firmeza, Slane apretó la delicada mano de
Taylor para mantener el equilibrio. Sin embargo, no podía dejar de sentir cierta
incertidumbre.
Durante un largo rato, fijó la mirada en las gemas verdes de Taylor,
esperanzado en sentir que los dos lograrían salir vivos de aquella situación.
Entonces, algo cambió la expresión en el rostro de Taylor, un aire de claridad,
de profundo deseo, de miedo. ¿Acaso eran las lágrimas las que hacían brillar esas
verdes gemas? Taylor echó un último vistazo a las llamas, al fuego que la había
obligado a una vida de penurias y miseria. Slane podía ver cómo el miedo, visible en
su rostro, era reemplazado por una determinación y una fuerza de voluntad que sólo
había conocido en el fuerte carácter de Taylor Sullivan.
Le sonrió con ternura.
—El último que llegue a la orilla paga las cervezas —dijo y se lanzó al vacío
desde la pared del castillo.
A Slane se le encogió el corazón al verla planeando por los aires hacia el lago en
una caída vertiginosa y a gran velocidad.
Entonces saltó tras ella. Sintió cómo cortaba el aire mientras caía. Mientras
descendía en picado hacia el brillante lago, vio a Taylor golpear la superficie y
zambullirse en el agua. Aguardó un momento, que le pareció una eternidad, con la
esperanza de ver a Taylor asomarse sobre la superficie. Pero ella no salía. Slane
golpeó el agua con la planta de los pies, sintiendo una fuerte sacudida en sus piernas,
y se sumergió bajo la superficie. Cuando disminuyó el impulso que lo llevaba hacia
abajo, empezó a patalear fuertemente para subir de nuevo. Emergió al aire e inspiró
profundamente. Rápidamente, echó un vistazo al lago, buscando a Taylor. Pero la
superficie permanecía en silencio, lo único que se oía era el ruido que él producía en
el agua.
—Taylor —gritó.
Terroríficas imágenes se formaron en su cabeza. ¿Qué pasaría si ella no lo
hubiera logrado? ¿Qué pasaría si...? Frenéticamente, se sumergió para buscar su
cuerpo en el agua. Sin embargo, el lago era demasiado profundo. No podía nadar
hasta el fondo. Cuando volvió a romper la superficie, respiraba con fuerza.
—Taylor.
Entonces, oyó un murmullo en la distancia. Se dio la vuelta y vio a Taylor,
nadando hacia la orilla. Una enorme sensación de alivio se apoderó de él; la alegría
burbujeaba en su corazón. Comenzó a nadar, sabiendo que ella llegaría antes que él a
la orilla.
Cada brazada lo acercaba más y más a la orilla. Por fin, logró incorporarse y
salir del agua. Se tiró al suelo, jadeando agitadamente. El sol naciente luchaba por
emerger de las nubes. Por fin se asomó, encegueciendo a Slane, que cerró los ojos,
disfrutando del benéfico resplandor. Cuando los abrió, una sombra oscurecía la luz:
era un ángel, ¿o quizá era un demonio? Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Harías cualquier cosa por una cerveza, ¿no?

- 231 -
LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Taylor se encogió de hombros.


—Sí, cuando tengo sed, sí.
Era magnífico oír su voz. Y era aún mejor ver cómo la felicidad brillaba en sus
ojos cuando lo miraba. Taylor se sentó al lado de Slane, llevándose las rodillas al
pecho.
—¿Es verdad lo que le dijiste a Richard?
Slane se acomodó de tal manera que su torso quedó apoyado sobre su codo,
tratando de mirar a Taylor a los ojos. Pero ella miraba los dedos de sus pies, que
asomaban por el borde de la túnica.
—Sabes que sí es verdad. Cada palabra. No te mentiría.
Taylor alzó la mirada hacia él y halló confusión en sus ojos.
—¿Por qué querrías casarte conmigo?
Slane sonrió.
—¿Quién más saltaría conmigo desde el muro de un castillo?
Sin embargo, Taylor no sonreía. Sólo observaba los dedos de sus pies, mientras
los movía nerviosamente.
—No sé cómo ser una esposa. Soy una mercenaria. Eso es todo lo que sé hacer.
—Si fueras de otra manera, no querría estar contigo —dijo Slane con sinceridad.
¡Por Dios! ¿Acaso Taylor no se daba cuenta de lo interesante que era? ¿No se daba
cuenta de lo bella y hermosa que era?
Taylor hundió firmemente sus pies en la tierra.
—No tengo nada que ofrecerte.
Slane tomó su mano, reclamando así su mirada.
—Lo tienes todo. Tú eres todo lo que quiero. Eres perfecta tal como eres.—
Taylor ladeó la cabeza, dubitativamente, y Slane sonrió—. Te amo.
—Has debido de golpearte la cabeza al caer al agua —dijo Taylor.
—¿Por qué otra razón habría ido a rescatarte?
—Rescatar está en tu sangre —dijo—. Caballero de honor y todo eso.
—Taylor, sé lo que quiero. Creo que el problema es que te resulta difícil
aceptarlo porque siempre has pensado que ningún hombre te querría jamás.
—Pues, eso no es completamente cierto. Yo sabía que había hombres que
podían llegar a quererme. Lo que nunca supe es que uno de ellos pudieras ser tú.
—No regresé sólo para rescatar a una dama en apuros. Regresé porque quiero
que seas mi esposa.
La aguda mirada de Taylor lo examinaba; se mordió los labios, pensativa,
levantando su mirada hacia el cielo.
—Lay Taylor Donovan. —Soltó una risilla; su sonido calentó el corazón de
Slane.
—Sin embargo, hay una condición —dijo Slane con seriedad.
Taylor lo miró fijamente a los ojos.
—Deseo completa y absoluta devoción. No lo concibo de otra manera.
—Estás pidiendo demasiado —murmuró Taylor.
Durante un momento el corazón de Slane se hundió. Entonces, vio la traviesa

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

mirada en los ojos de Taylor, la leve curvatura en sus labios.


—¿Adónde llevarás a vivir a tu mercenaria? —preguntó.
Slane se incorporó y le ofreció su mano.
—No puedes regresar al castillo Donovan, todavía eres considerada una
fugitiva allí.
Taylor tomó su mano y Slane la ayudó a ponerse en pie.
—Soy considerada una fugitiva en muchas aldeas.
Taylor contempló el horizonte. Un pequeño rayo de sol se había filtrado a
través de las nubes e iluminaba una verde colina.
—Creo que es hora de volver a casa —dijo—. Al castillo Sullivan.
Slane se sorprendió, pero se sintió orgulloso de ella. La acarició suavemente en
la mejilla con el dedo.
—Ya has dominado a todos tus fantasmas —dijo con admiración, rodeando la
cintura de Taylor con un brazo para atraerla hacia él.
Taylor acarició la mejilla de Slane y lo miró a los ojos con afecto y delicadeza.
Besó suavemente sus labios; era una caricia tan suave como una pluma.
—Reconstruiremos. Es hora de empezar una nueva vida, es hora de dejar de
vivir atemorizada, mirando sobre mi hombro por si alguien me sigue.
Slane asintió.
—Estoy de acuerdo —dijo, pasando una mano sobre el mojado cabello de
Taylor.
—Sólo entonces te daré lo que deseas.
Taylor lo miraba con adoración, toda la picardía había desaparecido y había
sido reemplazada por una genuina sinceridad.
—Te amo, Slane Donovan.
Las palabras que salieron de su boca encendieron una poderosa respuesta en
Slane. Eufórico, presionó sus labios contra los de Taylor, rodeándola con sus
vigorosos brazos. Entonces, se apartó para observar sus maravillosos ojos.
—Lo sabía.
—Eres bastante arrogante, ¿no crees?
—¿Y por qué no habría de serlo? Aprendí de la mejor.
Taylor jugaba con un rizo de su mojado cabello, envolviéndose un dedo en él.
—Durante todos estos años, creí que no existía el verdadero amor. Qué tonta he
sido. Sí existe. Y me ha salvado. Tú me has salvado. No sólo de la hoguera, sino
también de mi pasado.
—¿No es eso lo que hace un caballero de honor?
—Eso, y también se casa con pequeñas e indefensas mujeres mercenarias.
Un fuerte estruendo procedente del castillo, les hizo volver la mirada. El fuego
estaba muriendo, sus llamas flaqueaban, su mortal calor se disipaba. Las
retumbantes llamas escupieron un último y venenoso bufido antes de convertirse en
nada más que un mudo susurro.
Taylor se apartó de Slane. Durante un largo rato, observó atentamente el
desvaneciente fuego, sintiendo una sensación de triunfo.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

Slane se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos.


Y Taylor sintió paz por primera vez en ocho años.

***

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
LAUREL O’DONNELL
Laurel O'Donnell es una autora joven con sólo seis novelas editadas,
todas ellas históricas.
Comenzó su carrera con una nominación de la Asociación de
Escritores Románticos de Norteamérica al premio Golden Heart por Entre
dos tierras (The Angel and The Prince). Desde entonces ha sido nominada
también al premio Holt Medallion y a varios premios Romantic Times
Rewiever’s Choice. El honor de un caballero (A Knight of Honor) ganó el
premio Holt Medallion a la Mejor Novela Romántica Medieval.

EL HONOR DE UN CABALLERO
No importa el precio que tenga que pagar, Slane Donovan mantendrá la promesa que le
hizo a su hermano Richard: traer de vuelta a su prometida lady Taylor Sullivan al castillo
Donovan.
Taylor huyó de su casa la noche después de que su padre quemara a su madre en la
estaca. Desde entonces se ha dedicado a viajar con Jared Mantle, contratado como
mercenario. Ella es una mujer ruda, violenta y una fiera luchadora.
A Slane le cuesta creer que haya sido engañado por una mujer y ella alaba su
arrogancia. Pero después de que Jared es asesinado, Taylor decide viajar con Slane. Su
enemigo Corydon hará cualquier cosa por impedir que llegue al castillo Donovan.
Su viaje se acaba convirtiendo en un constante y salvaje huir, mientras intentan librarse
de Corydon, y llegan a Bristol, consumida por la peste, para encontrar a la prometida de su
hermano. Pero el peligro de que se enamoren es mayor que el de sus enemigos. Slane no
romperá jamás su promesa y Taylor nunca permitirá que ningún hombre controle su vida.
Slane se ve ante la dicotomía de mantener o no su promesa cuando descubre lo que su vil
hermano le tiene preparado.

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LAUREL O’DONNELL EL HONOR DE UN CABALLERO

© Laurel O'Donnell, 2008


Título original: A Knight of Honor
© De la traducción: 2008, Camila Segura
Editor original: Zebra, Septiembre/1999
© De esta edición: 2009, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Sello Pasion Manderley
Primera edición: marzo de 2009

Diseño de cubierta e interiores: Raquel Cané


Imagen de cubierta: The Accolade, 1901,
Leighton, Edmund Blair (1853-1922)/
Prívate collection, O Christie's Images/
The Bridgeman Art Library International

ISBN: 978-84-8365-114-8
Depósito legal: M-3264-2009
Impreso en España por Unigraf, S.L.

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