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Centro de Estudios Andaluces

El Centro de Estudios Andaluces es


una entidad de carácter científico y
cultural, sin ánimo de lucro, adscrita
a la Consejería de la Presidencia
de la Junta de Andalucía.
El objetivo esencial de esta institución
es fomentar cuantitativa y cualitativamente
una línea de estudios e investigaciones
científicas que contribuyan a un más
preciso y detallado conocimiento de
Andalucía, y difundir sus resultados
a través de varias líneas estratégicas.

El Centro de Estudios Andaluces desea


generar un marco estable de relaciones
con la comunidad científica e intelectual
y con movimientos culturales en
Andalucía desde el que crear verdaderos
canales de comunicación para dar
cobertura a las inquietudes intelectuales y culturales.

Las opiniones publicadas por los autores en


esta colección son de su exclusiva responsabilidad

© 2008. Fundación Centro de Estudios Andaluces. Consejería de Presidencia. Junta de Andalucía


Depósito Legal: SE- SE- 2926-08
Ejemplar gratuito. Prohibida su venta.
Centro de Estudios Andaluces

S2008/02

Cultura medioambiental y educación cívica en el


sistema educativo

José Taberner Guasp*


Universidad de Córdoba

Partimos de la base de que la cultura no es sólo un conjunto de conocimientos


sino de conductas cotidianas de una población.
El grado de cultura medioambiental en la sociedad española es bajo en lo que
a conductas se refiere. Para afrontar la crisis ecológica que vivimos hace falta
una acción continuada desde diversas instituciones, incluyendo la institución
educativa.
En la etapa obligatoria, el marco legal actualmente vigente en el sistema
educativo español permite atender la educación ambiental; pero queda ésta en
él un tanto difusa, por lo que aquí le dedicamos una reflexión orientadora. Hay
además un déficit de sentido cuando es impartida transversalmente, desde
diversas asignaturas, o es asumida como compromiso en los centros de
educación. Aquí se propone incluirla en los contenidos de las materias
Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos y Educación ético-
cívica. Profundizamos también en los fundamentos éticos del cuidado del
medio ambiente y su traducción a un modelo teórico-práctico intercultural; se
abordan aspectos pedagógicos como la formación de hábitos individuales y la
adopción de acciones colectivas en aulas o centros.
Descriptores: crisis medioambiental, fundamentos éticos, interculturalidad,
deberes cívicos medioambientales, formación de hábitos, actuaciones
escolares.

*José Taberner Guasp (es1taguj@uco.es). Facultad de Ciencias de la Educación.


C/ San Alberto Magno.14080 Córdoba. Tfno: 957212159, 627074228
The culture is not only knowledge but a set of people’s behaviours as well. In
Spanish society the grade of environmental culture is low with regard to
behaviour in general.
Environmental education can be attended legally during the compulsory
education stage in Spain; but the education laws are too vague about it, and so
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reflecting on this matter is important for us. We also find a shortage of common
sense as it is either imparted as and interdisciplinary matter, or assumed as a
commitment by the institution. Our proposal is to include it inside the contents of
these subjects: Education for Citizenship and Human Rights and Civic Ethical
Education. We study herein the ethical fundaments for environmental cares as
a civic duty and its translation to an intercultural theory and practice as well. We
tackle some pedagogical sides as making individual habits and collective
actions at schools.
Keywords: ecological crisis, ethical fundaments, interculturality, environmental
civic duties, making habits, school actions.

*José Taberner Guasp (es1taguj@uco.es). Facultad de Ciencias de la Educación.


C/ San Alberto Magno.14080 Córdoba. Tfno: 957212159, 627074228
Cultura medioambiental y educación
cívica en el sistema educativo.
Centro de Estudios Andaluces

Fundamentos teóricos y apertura a


la praxis
José Taberner Guasp

Introducción

Cuando nos estamos refiriendo a una sociedad, o a un grupo identitario

amplio dentro de ella, “cultura” no es sólo un conjunto de conocimientos

expresables lingüísticamente. Si hacemos caso del significado amplio del

término, la cultura se objetiva en las instituciones básicas vigentes y en las

prácticas regulares generalizadas. Ateniéndonos a ello, podemos decir que la

cultura medioambiental de la población española o de sus cohortes jóvenes

escolarizadas no se mide sólo en conocimientos adquiridos acerca de la crisis

ecológica sino de las prácticas asumidas para amortiguarla o salir de ella.

El despertar a la cultura medioambiental ha sido tardío en España; su

despliegue institucional-práctico, en muchos aspectos, va rezagado en relación

con otros países que nos precedieron en la industrialización; el movimiento

ecologista –portador de esa praxis cultural y de la llamada por Beck subpolítica

(Beck 1997, 39-45), en este campo al que nos referimos- anda lejos de tener

en España la pregnancia en las instituciones que se ha conseguido en

Alemania, Reino Unido u Holanda. El retraso en la cultura del reciclaje, o en la

reducción del consumo energético en el hogar o el transporte (uso urbano de la

bicicleta…), se corresponde con esa debilidad.


Aunque, como veremos más adelante, no salimos malparados

comparativamente en las encuestas de opinión, esas opiniones no se

corresponden con el arraigo de tal cultura en la práctica. Los déficits que


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hemos señalado indican entre otras cosas la necesidad de mejorar la cultura

medioambiental de la población desde las instituciones políticas, los medios de

comunicación y, por supuesto, desde la institución educativa, que tiene a su

cargo a las cohortes escolarizadas de todo el país.

La educación escolar para la crisis ecológica tiene actualmente un carácter

transversal y es atendido de modo muy irregular y desigual en los centros

educativos. Faltan referentes comunes para ese abordaje pluridisciplinar y

mayor presencia en el currículo1.

Tal educación es tarea de diversas instituciones, no sólo de la escuela, si se

quiere ser eficaz; pero además faltan en la escuela referentes teóricos unitarios

flexibles e interculturales para basar la educación crítica del cuidado de la

naturaleza desde diversas disciplinas; por eso le concederemos aquí amplio

espacio a esto último, a la fundamentación teórica en esa dirección.

Las disposiciones legales y nuestra propuesta

Pero lo que queremos resaltar ahora es que si la profesora examina los

contenidos propuestos para el área de educación para la ciudadanía y los

1
A propósito de la falta de referentes comunes, me permito incluir un fragmento de entrevista cualitativa
a una profesora de secundaria que llevé a cabo para una investigación que ahora no viene al caso:
“Los aspectos transversales de la educación que nos incumben a todos incluso fuera de la escuela
–convivencia, género, medio ambiente- los tenemos poco conectados entre sí en la práctica y en la
teoría; aunque todo se recoja en el proyecto de centro, a veces me siento como en un supermercado de
ideas e iniciativas de usar y tirar. No sé si la nueva materia podría servir para poner un poco de orden
y estructura”.
derechos humanos, para los tres primeros cursos de secundaria, no encontrará

ninguna alusión explícita a la problemática ecológica a la que ella hizo

referencia; lo mismo ocurre si repasamos los contenidos de la asignatura de


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educación ético-cívica para el cuarto curso de esta etapa obligatoria (RD

1631/2006 de 29 de Diciembre). Algo más de suerte tendremos con la

educación primaria (RD 1513/2006 de 7 de Diciembre), pues aunque tampoco

se incluye en los contenidos de la mencionada área para el tercer ciclo, se

explicita un objetivo de educación ambiental -lo que alivia la carencia que

señalamos, pero no resulta muy congruente-: “Tomar conciencia de la situación

del medio ambiente y desarrollar actitudes de responsabilidad en el cuidado del

entorno próximo”.

Tampoco es de extrañar esta ausencia de educación cívica medioambiental,

habida cuenta del tardío despertar a la problemática ecológica de la Ética y la

Filosofía Política en los medios académicos, cuestión de la que pronto nos

ocuparemos. En cambio aquí vamos a postular que la formación sobre medio

ambiente, además de ser ineludible en nuestro tiempo, halla su mejor sentido

en relación con la trama de derechos y deberes de nuestra condición humana y

ciudadana. Partimos de dos supuestos: a) que la existencia de un medio

natural suficiente y saludable es la condición de posibilidad de la vida social

ciudadana; y b) que las generaciones futuras tienen derecho a que se

mantenga preservada o mejorada esa posibilidad. El primero es difícilmente

contradecible; el segundo ha sido objeto de discusiones de filosofía moral pero

es defendido por todos quienes asumen el giro ecológico de la Ética.


La educación teórica y práctica sobre medio ambiente tiene una dimensión

transversal y pluridisciplinar, pero su articulación y sentido como praxis

encuentra su mejor acomodo en el área de la Educación para la Ciudadanía y


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los Derechos Humanos. Aquí consideraremos el cuidado del medio ambiente

como una exigencia de la razón práctica, un imperativo moral y cívico en

sentido neoilustrado; pero insertaremos tal praxis y su mediación pedagógica

en un modelo teórico-práctico abierto, intercultural, que pueda suscribirse

desde distintas posiciones filosóficas o religiosas. Así, pues, nos ocuparemos

de los fundamentos éticos del cuidado medioambiental en profundidad, more

ecologista amplio sensu; de un marco de sentido suscribible desde distintas

perspectivas filosóficas o religiosas en un entorno societario pluriculturalizado;

de guías normativas de diversos niveles; y de la mediación educativa al

respecto.

Sobre el fundamento ético de los deberes cívicos

medioambientales

Aunque la educación para la ciudadanía es un modo de contribuir a la

educación moral en los deberes ciudadanos, es preferible mantener la

distinción entre educación ética y educación moral (o en valores)2; es

importante tener siempre un pie en la primera para no perder capacidad crítica

respecto a los valores comunitarios vigentes y no caer en el adoctrinamiento,

como venimos exponiendo desde hace años (Taberner, Bolívar y Ventura

1995, 47-53). No se trata de la imposición de valores, sino de dar a conocer

2
Por educación moral entendemos la transmisión de valores vigentes o emergentes y las normas que se
corresponden con ellos. La educación ética, en cambio, supone una reflexión, un ejercicio crítico sobre
las diversas opciones morales, en base a principios considerados universales.
críticamente problemáticas y guías varias para su solución, reconstruir

individual y colectivamente criterios y prácticas para hacer ecológicamente

sostenible la vida comunitaria en la comunidad local, en el Estado y en el


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planeta.

La tarea del ético, del filósofo moral, no es la del moralista (de modo análogo

a como “ecólogo” no equivale a “ecologista”). El moralista se dedica a difundir

una moral y a educar en ella a quienes quieran escucharle. La tarea del filósofo

moral es discutir, teorizar y fundamentar racionalmente el mundo del deber ser,

de lo que es justo, de lo que debe hacerse (parte A de la Ética), y situar

históricamente las abstracciones normativas en su tiempo (parte B de la Ética)

(Apel 1991, 160-168). Esta segunda parte de la Ética conduce a la ética

aplicada: bioética, ética ambiental, aplicación ética a la educación moral, ética

del trabajo, ética política... La reflexión ética sobre las diversas áreas del obrar

humano requiere el encuentro de la filosofía con otros saberes para situarse

históricamente. A su vez, los científicos van tomando conciencia de que los

problemas reales complejos sólo se dejan entender y manejar si se abordan

interdisciplinarmente (nos referimos a problemas como la salud pública, la

educación, el problema ecológico, el desarrollo sustentable...); y de que la

justicia o las valoraciones morales constituyen una dimensión difícilmente

separable del problema y su solución. Un moralista puede no ser un filósofo

moral, y un filósofo moral puede ser un mero analista y no dedicarse a difundir

propuestas morales entre el público. Pero hoy vivimos una situación tan grave

en materia ambiental que científicos, filósofos y educadores tenemos el deber

moral de ser un referente y comprometernos ante los educandos y la opinión


pública en la solución de esos problemas. Esto que acabo de expresar en este

momento es ejercer responsablemente de moralista… Pero veamos en qué

situación se encuentra el movimiento de difusión de una moral de valores y


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deberes ambientales fuera de la escuela y el esfuerzo filosófico por

fundamentarla.

En la actualidad, en relación con el medio ambiente, el movimiento

ecologista, sobre todo el más radical, es portador desde los años 60-70 de una

práctica moral de preservación de la naturaleza; aunque no en todo haya

acuerdo unitario sobre las transformaciones que deben hacerse para preservar

la salubridad o la biodiversidad del medio natural. Los ecologistas además

actúan eficazmente como moralistas, como educadores y difusores de esa

moral3.

La alerta medioambiental cundió pronto entre los científicos: algunos de los

cuales nutrieron el movimiento o simpatizaron con él. En cambio el grueso de la

producción académica de la filosofía moral no ha estado a la altura requerida.

Esta situación no es casual, puesto que tanto la Ética como la prácticamente

inexistente Filosofía de la Naturaleza siguen una orientación inicial de la

filosofía moderna muy poco proclive a planteamientos ecologistas. La moderna

filosofía del sujeto (individualista y burgués), y de la conciencia-conocimiento

3
Para el caso español piénsese, por ejemplo, en la red de Ecologistas en Acción. Con frecuencia sus
integrantes presionan y promueven acciones en contra de vertidos contaminantes, de vertederos
incontrolados, de centrales nucleares, de la fabricación y comercio de armas, de los cultivos transgénicos,
del urbanismo incontrolado…; o en favor de las energías renovables, de la creación de carriles bici o de la
alimentación ecológica. Su presencia intermitente en reportajes y noticias televisadas sobre estas
cuestiones o problemas tienen carácter moralizante.
del que es agente, propició una concepción dualista y desequilibrada de las

relaciones entre hombre y naturaleza, en la que la segunda sólo es

considerada como algo ajeno al primero y con valor meramente instrumental.


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Tal escisión y descompensación se puede rastrear desde Bacon y Descartes4

en el siglo XVII hasta el positivismo del XIX, pasando por Kant en el XVIII. Y

tampoco fueron ajenas a tales supuestos las filosofías de la totalidad al estilo

de Hegel y Marx; en ellas la naturaleza se reduce demasiado al “ser pensado”,

a representación cultural, en el caso del maestro idealista, y al “ser trabajado”

instrumentalmente en el caso del discípulo materialista. De ese modo el

antropocentrismo y el carácter secundario o irrelevante de la naturaleza se

mantenían. Hubo autores que se movieron contra corriente en ese aspecto

pero su pensamiento no prevaleció en la comunidad filosófica (Bruno, Spinoza,

Schopenhauer, Kropotkin… y más tarde Leopold, Lovelach o Iván Illich).

Haciendo balance y prospectiva podemos decir en primer lugar que el

antropocentrismo dualista sigue en vigor de manera explicita o implícita. No

obstante, ante la gravedad y relevancia de la crisis ecológica, se observa por

un lado una evolución hacia un antropocentrismo inclusivo, es decir, el que sin

abandonar esa tradición incluye como deber moral la preservación de un medio

ambiente saludable, la biodiversidad, los recursos naturales etc.; por otro lado

4
Para Descartes lo que define al ser humano como tal es el pensamiento y la conciencia de sí mismo
(“pienso, luego existo”, res cogitans); desde ese punto de partida entabla relaciones con “lo otro”, que son
los seres materiales externos a él, incluido su propio cuerpo. Y la materia es la res extensa, la propiedad
definitoria de la materia es ser medible, cuantificable numéricamente, calculable, predecible y manejable
(esa propiedad es el objeto de la ciencia), puesta al servicio de los fines de la res cogitans, de manera que
podamos “convertirnos así en una especie de dueños y poseedores de la naturaleza” (Descartes 1961:
103). Antes que él, Francis Bacon había descrito en New Atlantis una utopía cientifista en la que se
anticipaban incluso algunos avances de la actual biotecnología (Bacon 1999)4. Ya en el siglo XIX, Comte
y Condorcet terminarán de perfilar este ideal cientista como signo del progreso, en el que la naturaleza
aparece como fuente inagotable e infinitamente manipulable, añadiendo el componente productivista
propio de la sociedad industrial.
el fisiocentrismo o biocentrismo plantea como alternativa fuerte una ética

naturalista, traslada el fundamento de la moral al orden natural mismo. Nos

ocuparemos primero de este punto de vista.


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La posición ética naturalista

También se le llama fisiocéntrica o biocéntrica, según se enfatice la

centralidad del conjunto de la naturaleza o la de los seres vivos. Consiste en

entender la moral no a partir del hombre como único ser relevante moralmente,

sino entender la moralidad humana a partir de la inclusión del hombre en la

naturaleza. La comunidad biótica y el sustrato inorgánico tienen unas leyes,

unos equilibrios a los que el hombre, un producto de la naturaleza, se debe

ajustar. El principio rector de una Ética de la Tierra, como la llamó Aldo

Leopold, sería entonces: “algo es justo cuando tiende a conservar la integridad,

la estabilidad y la belleza de la naturaleza; es injusto cuando las destruye o

perturba” (Aldo Leopold 1949, apud Gómez Heras 2001, 39). El mundo moral,

en todo aquello que sea relevante, debe encaminarse a la preservación

ecológica del Todo. Ese mismo modelo está a la base de la conocida idea de

Lovelock sobre Gaia (Gea o Tierra), según la cual el planeta en su conjunto es

portador de una fuerza y una racionalidad superior a la de cualquiera de sus

componentes (Lovelock 1983); de lo cual se deriva la necesidad de

reconciliarse con la naturaleza, de recuperar la armonía con ella para ser justo

y no perecer.

Pero el grupo de filósofos de la línea fisiocéntrica más vinculado a las

prácticas y compromisos ecologistas, es sin duda el perteneciente al Deep


Ecology Movement; que con toda explicitud ataca el antropocentrismo moderno

como factor intelectual de la crisis ecológica, y plantea la necesidad de un

cambio radical de paradigma, a cuya construcción dedica sus mayores


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esfuerzos. El representante más conocido de este movimiento filosófico es el

noruego Arne Naess, junto con otros autores norteamericanos como Bill Devall

y George Sessions. Se dan a conocer durante los años setenta por sus

ataques al antropocentrismo ético y al ecologismo superficial (shallow). Ser

profundo (deep) es ir a la raíz de los problemas y no conformarse con

soluciones momentáneas o aparentes, en la teoría o en la práctica. El

ecologismo superficial se contenta con atender la limpieza del ambiente en los

países occidentales, sin poner en cuestión las estructuras económicas y

políticas que alimentan la crisis ecológica. La profundidad teórica obliga a

plantearse cuestiones cada vez más relevantes sobre la vida humana, la

sociedad, la naturaleza. No se trata sólo de armar una ética, sino una filosofía

de la naturaleza y una ontología, es decir, una especie de metafísica ecologista

o ecosofía. Considerar la naturaleza el centro de la comprensión de la realidad

y de la conducta, incluída la moral, es ser profundo, es el punto de partida de la

ecosofía. Más adelante expondremos con mayor detalle este planteamiento y,

con algunas adaptaciones nuestras, lo utilizaremos como modelo abierto de

conexión entre la teoría y las prácticas, entre ellas la educación

medioambiental.

Un autor independiente, pero muy conocido por insistir en la necesidad de

dejar atrás el dualismo de forma drástica, ha sido Hans Jonas. Éste describe la

crisis ecológica a la que nos ha llevado la civilización industrial como


apocalíptica, y denuncia ya en 1979 que la Ética no ha sabido hacerse cargo

de tal situación. Se debe en parte a que nos encontramos con una situación

inédita de la acción técnica sobre la naturaleza: sólo ahora somos conscientes


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de su carácter acumulativo, e incluso en algunos aspectos no reversible, y de

las consecuencias previsibles para las generaciones futuras. Jonas se plantea

ante la vulneración de la naturaleza si ésta tiene derecho moral a ser

preservada (Jonas 1995, 32-35). Y responde que sí, puesto que la naturaleza

somos nosotros mismos, formamos una unidad indisoluble con ella (superación

del dualismo). La valoración de lo que hay y la responsabilidad frente a ello se

ejerce desde lo humano, pero esos actos de valoración o responsabilidad

llenan de sentido nuestra unidad con la naturaleza de la que procedemos

evolutivamente, engrandecen la naturaleza en lugar de devaluarla. El dualismo

es inaceptable para Jonas, que se considera a sí mismo postdualista. Rompe

con el antropocentrismo ilustrado, en cierto modo enlaza con una visión del

hombre encajado en un orden natural que le sobrepasa, al modo metafísico

premoderno (aristotelismo, tradición filosófica judía y cristiana), aunque con

añadidos cientifistas y sin alusiones teológicas.

Hay, pues, ya una línea de autores que intentando evitar el dualismo del

humanismo moderno han hecho planteamientos biocéntricos que les han

llevado a defender los derechos de los animales o los deberes humanos de

preservación de la biosfera.

El humanismo inclusivo
Estas mismas prescripciones a las que acabamos de aludir han ido

aceptándose últimamente desde posiciones humanistas reformadas, desde un

humanismo inclusivo, no dualista, que incluye las relaciones con la naturaleza


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dentro de la moral. Así, los utilitaristas nos dicen que la búsqueda de la utilidad

y mayor felicidad de los seres humanos, incluyendo las generaciones futuras,

exigen esos deberes; y que a los animales les asiste el derecho de que los

humanos no les inflijan sufrimiento: desde esta posición algunos utilitaristas se

han deslizado hacia el biocentrismo (Elliot 1995, 394-398). Hasta desde una

tradición filosófica tan antropocéntrica como la kantiana hay autores que han

buscado un hueco teórico provechoso para tales prescripciones en los que nos

vamos a inspirar (López de la Vieja 2001, Hernández Marcos 2001).

Recuérdese que en una de las formulaciones del imperativo categórico

kantiano se viene a decir: Obra de tal modo que trates a la humanidad, en tu

persona o en la de los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin y nunca

solamente como un medio (Kant 1972, 44). La naturaleza es sólo un medio, el

antropocentrismo ético de Kant está muy claro y merece todos los reproches

que se le han hecho por dualista (Gómez Heras 2005, 64-67); pero es menos

conocido que Kant también prescribe el altruismo en nuestra relación con los

animales y la preservación de la naturaleza para las generaciones actuales y

futuras como deberes de la humanidad. En palabras exactas de Kant, podemos

leer: “Nuestros deberes para con los animales constituyen deberes indirectos

para con la humanidad” (Kant 2002, 287-288). Es decir, el buen trato a los

animales es una obligación, un deber que tenemos en cuanto personas. Y de

forma más amplia y general añade:


“Ningún ser humano debe destruir la belleza de la naturaleza, pues aun

cuando él mismo pueda no seguir necesitándola, otras personas pueden

todavía hacer uso de ella; así, aunque no haya que observar deber alguno
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hacia las cosas (naturales) consideradas en sí mismas, hay que tener en

cuenta a los demás hombres” (Kant 2002, 290).

O sea, que la preservación de la naturaleza es un deber, pero no porque la

naturaleza pueda exigir derecho alguno sobre el hombre, sino porque se trata

de una obligación que la humanidad se debe a sí misma, para cumplir las

exigencias morales que la razón, o la deliberación racional comunicativa –como

diría luego Habermas-, le impone (deberes indirectos hacia la naturaleza). De

esa forma los autores neokantianos de las éticas procedimentales introducen

las cuestiones de medio ambiente en las consideraciones sobre las normas

justas en cualquier hipotética comunidad ciudadana de nuestros días, tanto en

el nivel local como en el internacional. Aunque sea antropocéntrica la posición

kantiana, al incluir entre las exigencias de los derechos-deberes humanos los

deberes para con los animales y la naturaleza, concede indirectamente

respaldo ético al cuidado y preservación de otras especies animales

(biodiversidad) y de los ecosistemas encajados unos en otros hasta llenar el

planeta azul.

Los neokantianos socializan al Kant individualista y no fundamentan los

deberes en la razón abstracta que se interroga a sí misma sobre “qué debo

hacer”, sino en la comunicación racional (Habermas 1991) o en un nuevo

contrato social (Rawls 1979) en los que se podría acordar la prescripción de


preservar el patrimonio natural de la humanidad como deber moral y político.

Una reconstrucción de esa corriente a la altura de los problemas de nuestro

tiempo exigiría darle mayor centralidad en ella a tal prescripción.


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Junto al reproche a los primeros y siguientes ilustrados por su escasa

atención a esa problemática (Gómez-Heras 2005, 82-92), habría que añadir

también el de su insuficiente valoración de los saberes no científicos y de las

culturas no occidentales (cientismo y etnocentrismo). De modo que un nuevo

contrato social o un consenso racional inclusivo de la naturaleza sólo puede

sostenerse si está abierto interculturalmente, como sugiere la ecosofía de

Naess. Los deberes humanos para con otros humanos sólo pueden ser

aceptables universalmente como propuesta bajo la condición de

interculturalidad5.

En nuestros días, pues, la ética ambiental se desarrolla sobre todo desde

una posición naturalista (fisiocentrismo) o desde un humanismo inclusivo, no

dualista. En cualquiera de los casos se rechaza el carácter amoral de nuestras

relaciones con la naturaleza que hacía superflua la ética ambiental en el grueso

del pensamiento moderno.

El peligro del humanismo es un antropocentrismo dualista sin respeto por el

medio ambiente, los recursos naturales o la biodiversidad, sin moral ambiental;

peligro del que escapa el humanismo inclusivo. Y el peligro del fisiocentrismo

es un naturalismo sin justificación ética, puesto que del comportamiento de la

5
Kant confundió la Razón Universal Teórica y Práctica con su formulación cultural eurocéntrica.
naturaleza no se sigue la moralidad como han pretendido algunos naturalistas

éticos. La naturaleza prehumana es objeto de la moralidad humana pero no es

un sujeto moral o inmoral, es amoral, es un mundo del “es”, de los hechos, no


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de los buenos o malos comportamientos en relación con derechos y deberes.

Pero eso no es un obstáculo para defender –como hacemos aquí- el valor

conjunto del hombre y la naturaleza, su copertenencia, su coinclusión, (y su

coevolución preservadora como deber cívico y humano). Mas si la conducta

respecto a la naturaleza ha de tener carácter moral ¿cuáles son los principios,

abiertos teórica y culturalmente, por los que se debe regir?

Principios éticos para una moral ambiental

Un imperativo ético general que dé sentido y coherencia ética a los deberes

propios de una moral del medio ambiente puede formularse así: Obra de tal

modo que el medio natural de la humanidad sea preservado para las

generaciones venideras. Este imperativo puede desglosarse en dos principios

(López De la Vieja 2001, 119-120): el principio de preservación y el principio de

justicia intergeneracional, que juntos o por separado nos remiten a diversos

deberes, desde los relativos al consumo de bienes o energía o al modo de

transportarse, hasta el control de la natalidad (no nos extendemos aquí en ello

dando por sabidas las prácticas que prescriben los ecologistas).

La ética ambiental deja a la economía, a la política, a la técnica, a la acción

colectiva, la tarea de objetivar las obligaciones concretas que derivan de sus

principios y la mejor forma de llevarlos a cabo; pero nos debe quedar claro que

los principios de la ética del medio ambiente han de ser congruentes con el
imperativo universalista de justicia al que nos remiten las neokantianas éticas

procedimentales. La ética medioambiental naturalista y la ética dialógico-social

son complementarias (Gómez-Heras 2005, 93); de ahí nuestra propuesta


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coinclusiva. Una naturaleza preservada mediante un modo de desarrollo

sostenible sólo es posible con justicia social; y una sociedad justa deberá

preservar la naturaleza. Y a diferencia de la etnocéntrica primera Ilustración, el

diálogo racional sobre las normas (derechos-deberes humanos y ambientales)

habrá de ser intercultural.

Si tenemos en cuenta el añadido neokantiano -o de otras tradiciones- de la

justicia social, y agregamos una ampliación intercultural metailustrada, el

principio de preservación aportado por los naturalistas se nos despliega en

cuatro imperativos éticos para una moral ambiental:

(1) Principio de preservación: Obra de tal modo que no pongas en peligro

el futuro de las formas de vida de la naturaleza ni de la continuidad indefinida

de la vida del hombre dentro de ella. (2) Principio de justicia intergeneracional:

Obra de tal modo que el medio natural de la humanidad sea preservado para

las generaciones venideras. (3) Principio de preservación justa: Obra de tal

modo que la preservación de la naturaleza vaya unida a la justicia social. (4)

Principio de preservación intercultural: Obra de tal modo que la preservación

justa de la naturaleza tenga significado y valor intercultural.

Mas ¿cómo conectar esos principios generales con diversas posiciones

filosóficas, religiosas culturales y descender a prescripciones más concretas,


más próximas a las necesidades educativas? Expondremos primero el modelo

del Deep Ecology Movement, al que encontramos útil y suscribimos con

correcciones, y nos ocuparemos después de la mediación pedagógica.


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Conexión pluricultural entre teorías y prácticas

Los problemas ecológicos pendientes son tan graves que no podemos

esperar a que todo el mundo se avenga a la ética naturalista, o a la ilustrada, o

a que triunfe una religión o un ecumenismo religioso que apruebe los deberes

ecológicos. Por otro lado la ciencia no es fuente de prescripciones sino de

conocimiento de hechos, no contesta a la pregunta de por qué debemos

preservar la naturaleza para las generaciones futuras. La superpoblación, las

catástrofes naturales fabricadas por nuestro modo de vida y el cambio climático

ya están aquí, por poner algunos ejemplos globales. Ciudadanos y educadores

precisamos poner manos a la obra buscando sentido a nuestros compromisos

desde diversas filosofías, religiones, opciones políticas o culturas. La ecosofía

de Naess constituye un intento aprovechable en esa búsqueda de

fundamentación abierta para una práctica urgente y radical.

Naess y sus colaboradores plantean la ecosofía de forma muy ecléctica y

abierta, considerando cuatro niveles. Hay un primer nivel de fundamentos

metafísicos; éstos pueden extraerse de filosofías preexistentes o de nueva

construcción, pero también de tradiciones religiosas. Contra el dualismo

antropocéntrico Naess considera que son aprovechables, por ejemplo, el

budismo, el taoísmo, algunas religiones indoamericanas o el pensamiento de

Gandhi; y en el campo de la filosofía se refiere a autores tan diversos como


Heráclito, Spinoza, Whitehead o Heidegger (éste último por su crítica a la

civilización técnica). De hecho Naess llama Ecosofía T a su propia versión,

compatible con todas aquellas otras (A, B, C…) que coincidan en los principios
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básicos (Naess 1989, 37-38).

Y es en el segundo nivel ecosófico donde Naess y sus colegas presentan

una plataforma de ocho principios básicos en torno a los cuales se pretende

articular la unidad del Movimiento de Ecología Profunda dentro de su

diversidad:

1. Todas las formas de vida sobre la tierra, tanto humanas como no

humanas, poseen valor por si mismas. El valor de las formas de vida no

humanas (especies) es independiente de la utilidad que ellas puedan tener

para los estrechos propósitos humanos.

2. La riqueza y diversidad de formas de vida interactuantes (ecosistemas)

son ellas mismas valores, y contribuyen al florecimiento de la vida humana y no

humana sobre la Tierra.

3. El ser humano no tiene derecho a disminuir esa riqueza y diversidad

salvo para satisfacer necesidades vitales.

4. La interferencia actual del ser humano en el mundo no humano es

excesiva y va a peor.

5. El desarrollo de la vida y de la cultura humana es compatible con una

disminución sustancial de la población. El florecimiento de la vida no humana

requiere tal disminución.


6. Para mejorar la situación hace falta un cambio político que transforme

las estructuras tecnológicas, económicas e ideológicas.

7. El principal cambio ideológico consiste en valorar la “calidad de vida” por


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encima del “nivel de vida” (antiproductivismo y anticonsumismo).

8. Quienes suscriban los siete puntos anteriores tienen la obligación directa

o indirecta de participar en el intento de llevar a cabo los cambios necesarios.

(Naess 1989, 29; traducción propia libre).

Permítasenos alguna aclaración sobre el carácter de este octólogo, que

pasa por una declaración de principios del deep ecology movement. Se trata de

dos principios valorativos biocéntricos (1 y 2), una prohibición (3), cuatro

valoraciones de la situación actual asociadas a prescripciones normativas (4, 5,

6 y 7) y un alegato normativo general respecto a lo anterior (8). Los tres

primeros son principios éticos y el resto una mezcla de valoraciones (o

estimaciones fácticas) y normas de acción históricamente contextuadas como

una tarea moral de nuestro tiempo.

Siguiendo con la ecosofía de Naess, éste expone que del mismo modo que

estos principios comunes son compatibles con diversos fundamentos

metafísicos o religiosos en el primer nivel, hay un tercer nivel en el que la

aplicación de estos principios puede seguir diferentes caminos siempre que

conduzcan a adoptar estilos de vida y medidas políticas para llevarlos a la

práctica colectivamente. Y por último la ecosofía en su cuarto nivel llega hasta

la vida cotidiana, en la que los individuos se encuentran con situaciones

particulares a las que le son aplicables los principios básicos. Se trata, pues, de
una visión del mundo que contiene –aunque sus modos sean variables- una

metafísica, laica o religiosa, una filosofía de la naturaleza, una ética y un

programa político y moral.


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El carácter ecléctico y abierto de ese ideario facilita su adopción amplia

como cobertura ideológica para participar en el movimiento ecologista radical;

pero se le han hecho numerosas objeciones desde el punto de vista filosófico.

Por ejemplo, se ha criticado el supuesto central del naturalismo, es decir,

considerar a la naturaleza un todo ordenado y racional del que emergen

valores y pautas o modelos para un comportamiento moral (falacia naturalista).

Efectivamente los dos primeros principios son muy fisiocéntricos, aunque algo

atemperados por el tercero; son poco aceptables para la tradición

antropocéntrica; pero las prácticas no se resentirían si se asumen sólo los

demás. Si se reformulan en términos de que la biodiversidad es un valor

indiscutible y se traslada la profesión de biocentrismo al abierto primer nivel

ecosófico, coexistiendo con humanismo incluyente o teocentrismo, el modelo

es más flexible culturalmente y por tanto de mayor convocatoria; esa es nuestra

propuesta. Admitamos, sin embargo, que la contundencia que le da la

formulación original del Deep Ecology Movement –a modo de cambio de

paradigma- marca con mayor nitidez la necesidad y urgencia del giro ecológico

de la Ética y la moral. Una crítica más fundada que se le hace es reprochar que

en este anunciado cambio de paradigma no hayan sido redefinidos los

principales conceptos éticos desde la nueva perspectiva (derecho, deber,

conciencia, valor...), lo que le resta solvencia (López de la Vieja 2001, 121).

Tampoco se deja claro qué actores sociales u organizaciones van a llevar a


cabo las transformaciones que se necesitan y bajo qué régimen económico. En

su descargo podemos decir que tanto el nuevo paradigma ético del giro

ecológico, como el movimiento social o la acción política están en construcción


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y no suficientemente desarrollados.

No ignoramos que hay principios problemáticos, que para ser seguidos

dentro de algunas culturas religiosas requerirían la reinterpretación de las

mismas. Por ejemplo, la Iglesia Católica no facilita con sus orientaciones el

control demográfico; pero ahí está la católica España en cabeza de la baja

natalidad y de las adopciones sustitutorias de la procreación. También es cierto

que en los tiempos de la primera modernidad, a tono con la ideología

dominante, ha funcionado la idea bíblica del “hombre hecho a imagen de Dios”

como legitimadora de la libre creación-aniquilación del mundo por parte del

hombre sin reparar en el valor de la naturaleza en sí misma. Del mismo modo

que Dios tiene poder para libremente crear y destruir el universo, la naturaleza

está a disposición del hombre para hacer lo que le plazca con ella. Pero esta

manera de interpretar el Génesis no se daba en tiempos premodernos. Ésa es

sólo una interpretación de esa idea bíblica, de la que también podría derivarse

el encargo de cuidar del planeta azul como si fuera el Jardín del Edén a

construir, incluyendo la obligación de reproducirse responsablemente. De

hecho hay teólogos cristianos actuales –por no hablar de San Francisco de

Asís- que así lo hacen, y comparten los objetivos ecologistas, incluido el del

control serio de la población (Boff 2002). No se trata, pues, de descalificar a

católicos o musulmanes para la búsqueda de ese objetivo, en vista de la

orientación que reciben del Vaticano o de los imanes; sino de ayudar a que se
sumen a esa responsabilidad desde sus creencias. Y algo parecido podemos

decir respecto de otras religiones o culturas que parezcan reacias al control de

la natalidad.
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La paideia ecológica

Una cosa es afirmar la pluridimensionalidad cultural e institucional de la

educación sobre el medio ambiente y otra precisar cuál haya de ser la

contribución del sistema educativo al respecto. La escuela moderna financiada

con fondos públicos tiene por objeto la formación de ciudadanos, de cualquier

credo, etnia, comunidad cultural, territorio o clase, para que se desenvuelvan

de forma autónoma y participen activamente en la vida social. El alumnado no

es atendido allí en virtud de su etnia, clase o creencias –aunque

pedagógicamente sea tenida en cuenta su diversidad- sino por tener derecho a

ello en virtud de su condición ciudadana, constitucionalmente reconocida. Pero

la preservación de la vida social y su futuro en la naturaleza, a la que nos

remite la observancia actualizada de los derechos-deberes del hombre y las

ciudadanas, reclama comprometerse con los cuatro imperativos éticos para

una moral ambiental, como hemos visto más arriba. Y es allí, en la educación

para la ciudadanía y la educación ética, que conforman una unidad, donde se

involucra la educación medioambiental y su correspondiente transversalidad

dentro de la escuela.

Acerca de los peligros del multiculturalismo radical y la necesidad del

interculturalismo, para el mantenimiento y viabilidad de la democracia en

sociedades pluriculturales, hay cada vez mayor acuerdo entre científicos


sociales y teóricos de la educación, al que nos sumamos (Sartori 2001,

Schnaper 2001, Fernández Enguita 2002, Bolívar 2007, Taberner 2008).


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Se trata de contribuir desde la escuela al tejido ciudadano intercultural con

una educación que promueva saber abierto, buenos hábitos para convivir y

cuidado de la naturaleza. Y lo de los hábitos -más allá del conocimiento,

discusión y valoración de normas- es fundamental.

No hay preservación de derechos si no se observan los deberes cívicos

correspondientes; pero no puede haber tal observancia sin ciudadanos que los

practiquen habitual y voluntariamente. Una práctica basada sólo en la autoridad

externa y la represión del incumplimiento termina por diluirse, desaparecer. Nos

situamos, pues, dentro de la tradición democrática del republicanismo político.

Frente al liberalismo más individualista, el republicanismo incluye también en

su idea de ciudadanía los deberes o virtudes cívicas a modo de estructura

moral de la democracia (Camps y Giner 1998), sin la que ésta no se sostiene

viva a largo plazo. En el republicanismo lo individual y lo colectivo se

complementan. Por virtud se entiende un hábito consciente de cumplimiento de

los deberes cívicos adquirido mediante la práctica; ello requiere un proceso de

educación moral que comprende un conocimiento razonado de tales

compromisos, y haberlos practicado habitualmente en interacciones bajo reglas

reputadas deliberativamente como justas. Eso nos lleva a involucrar en la

educación cívica ecológica no sólo contenidos curriculares sino el

funcionamiento del centro escolar; y también conduce a la conexión

participativa de la escuela en la vida de la polis (actividades o campañas de


barrio, municipales o más extensas a favor de la preservación del medio

ambiente). La paideia ecológica en un marco curricular o escolar es necesaria

aunque insuficiente, cobra mayor eficacia si se inserta participativamente en un


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marco más amplio; y lo mismo puede decirse a la recíproca de otras

instituciones como la familia. A la vez las acciones individuales preservadoras

del medio ambiente, derivadas de los buenos hábitos moralmente adquiridos,

no sólo tienen un valor simbólico sino un impacto estratégico sumatorio. Dos

tercios de los españoles que confiesan realizar pequeñas acciones de

preservación medioambiental opinan que no tienen casi trascendencia, en vista

de cómo actúan otros o las empresas (Eurobarómetro 2005); pero la

sostenibilidad ecológica requiere iniciativas y acciones individuales y colectivas,

un gran número de acciones individuales, que aparentan insignificancia una a

una, puede iniciar alguno de los cambios necesarios para la preservación del

medio natural.

Paradójicamente España no se queda atrás en la mencionada encuesta de

opinión valorando lo ambiental; supera la media comunitaria -ya de por sí alta

(85 por ciento)- en cuanto a respuestas que consideran más importante la

protección ambiental que el crecimiento económico. Luego, tal impresión de

fuerte apoyo a la causa se desvanece en las respuestas a preguntas menos

genéricas y más comprometidas, como la de tener en cuenta el consumo

energético al comprar una vivienda, la renuncia siquiera parcial al automóvil,

pagar impuestos verdes… Eso nos indica que el barómetro de educación

medioambiental en el sentido de hábitos cívicos está bajo; como baja es


también la participación en militancia y acciones ecologistas o la capacidad de

presión de este movimiento ciudadano sobre los poderes públicos.


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Ya hemos aludido a la poca atención que se le presta a la cuestión

ambiental en los decretos que regulan la educación para la ciudadanía; pero

puede ser suficiente, pues ha habido una respuesta positiva a esa

problemática, enraizándola con los deberes ciudadanos, en muchos manuales

destinados para uso en la citada materia y, sobre todo, en educación ético-

cívica (incluso antes de la última reforma, con otra denominación). Se le dedica

espacio notoriamente en la unidad destinada a los problemas morales o

sociales de nuestro tiempo (Aguilar, T. et al. 2007, Alfaro et al. 2007, Aran et al.

2002); otros añaden a esto la exposición del ecologismo como movimiento

social y proyecto ético (Navarro y Díaz 2003, Baigorri et al. 2003, De Puig

1997) o vinculado a la sociedad sostenible y justa (Pellicer y Ortega 2007).

Siguiendo con nuestro descenso desde los principios éticos a prácticas

pedagógicas de compromiso cívico medioambiental, observamos que tampoco

faltan iniciativas en las aulas para asumir medidas en el centro o para

promoverlas en los hogares del alumnado.

Un ejemplo de lo primero –miren por donde- lo hemos hallado en la teorética

torre de marfil universitaria, tan reacia a la pedagogía para sí misma.

Mostraremos una síntesis de la guía de prácticas medioambientales, que se

autoimpuso el Departamento de Ingeniería Eléctrica de la Politécnica de

Valencia, en un Consejo con presencia institucional de representantes del


alumnado. En cuanto al papel: Cuando se imparta docencia, los apuntes y

demás documentación necesaria para la asignatura se debe entregar

preferiblemente en papel reciclado o libre de cloro y fotocopiado a dos caras; lo


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mismo respecto a memorias y trabajos que entreguen los alumnos. En cuanto a

recursos naturales: Evitar el consumo innecesario de energía eléctrica,

utilizando al máximo la luz del día y cuidando de que no queden luces

encendidas cuando se abandone la estancia; reducir el consumo innecesario

de energía utilizada para calefacción o aire acondicionado, impidiendo que

queden puertas o ventanas abiertas de forma permanente; evitar consumos

innecesarios de agua y combustibles. En cuanto a residuos: Si el desarrollo de

la actividad genera residuos compatibles o de la misma naturaleza que los

gestionados por la Unidad se usarán los contenedores previstos a tal efecto,

queda totalmente prohibido echar otro tipo de residuo que no pertenezca al

contenedor en cuestión; si los residuos que la actividad va a generar son de

distinta naturaleza a los generados en la Unidad, el responsable de la actividad

se responsabilizará también de su gestión. En cuanto a formación y

sensibilización: Cuando se imparta docencia en laboratorios, se debe

concienciar al alumnado de la importancia de la gestión de los residuos: evitar

generarlos, almacenamiento, recogida, reciclado; promover la sensibilidad

colectiva respecto al cuidado ambiental mediante el ejemplo (Departamento de

Ingeniería Eléctrica 2003).

Para promover el compromiso cívico medioambiental en los hogares de los

alumnos, exponemos una síntesis del acuerdo asumido en varias aulas de

secundaria de un instituto andaluz, al que también se asociaron familiares


convocados por la profesora; se tomó como base la llamada Cuenta Atrás

2010:

1. Haz que en tu casa vayan sustituyendo las lámparas y electrodomésticos


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clásicos por otros de bajo consumo.

2. Intenta que se compren alimentos diarios procedentes de la agricultura

ecológica; al menos una vez por semana.

3. Intenta que tus familiares y amigos se desplacen utilizando el transporte

público, la bici o caminando; de forma total al menos un día a la semana.

4. Reduce el consumo de energía, apagando luces innecesarias, bajando la

potencia de la calefacción o la refrigeración en la medida que se pueda.

5. Haz que se ahorre agua haciendo uso adecuado a tal efecto de lavabos y

fregaderos, habilitando cisternas de bajo consumo.

6. Infórmate del compromiso medioambiental por el que realmente trabajan

los grupos políticos en tu municipio, en los diferentes parlamentos y gobiernos, en

los movimientos sociales. Apoya a quienes más se comprometen y trabajan en

este sentido.

7. Promueve las cuatro “erres”: Reduce el consumo, comprando sólo lo que

verdaderamente necesites; reutiliza y recicla todo lo que puedas, cada vez que

puedas; apoya las energías renovables: solar –empezando por tu terraza-, eólica,

hidráulica, de biomasa que no reste producción de alimentos… (adaptación de

recomendaciones de Cuenta Atrás 2010, www.countdown2010.net).

Conclusión

Para una coevolución ecosistémica que equilibre vida social y entorno

natural, una educación ciudadana comprometida con la preservación justa del


entorno es indispensable. Entre los agentes socializadores y educativos en

este aspecto, la escuela desempeña un destacado protagonismo colaborando

con otras instituciones. Su más importante aportación es fundamentar y


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desarrollar los hábitos de cuidado de la naturaleza como un deber cívico-moral,

universalizable, justificado y respaldado éticamente.

El espacio curricular clave para articular transversal y disciplinarmente dicha

formación en la etapa obligatoria es el constituido por el área de Educación

para la Ciudadanía. El compromiso del centro es un marco necesario; la

transversalidad curricular es imprescindible, pues la base explicativa de la crisis

ecológica la proporcionan las ciencias naturales y las ciencias sociales; mas el

por qué debemos actuar ateniéndonos a los principios de preservación justa ha

de responderse explicando además qué es la ciudadanía, los derechos-

deberes humanos universalizables y cómo se justifican éticamente (era

razonable la perplejidad que mostraba la profesora citada al principio: no basta

con un conjunto de buenas intenciones, algunos conocimientos y una piadosa

guía de actividades). Tal anclaje de los deberes cívicos medioambientales es

compatible con diversas ecosofías religiosas o laicas y diversos grados de

compromiso, como hemos hecho ver; pues en cualquiera de los casos presta

coherencia a la educación medioambiental teórica con la práctica cívica

personal y colectiva. Por último, si se trata de promover una praxis ciudadana

de mejora del equilibrio ecológico entre cultura y naturaleza, entre el medio

social y el medio natural, sólo con la escuela es insuficiente; sin la escuela,

poco menos que imposible en sociedades modernas.


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