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“Yo soy la servidora del Señor, hágase en mi tal como has dicho” (Lc.1,38). Como perfecta
hija del Padre, María se entrega incondicionalmente a su voluntad y la hace propia.
El consentimiento de María es un profundo acto de fe y sabe que no se entrega a la voluntad
fría e impersonal de un Dios que a la distancia le dicta órdenes. Se adhiere a las disposiciones
del Dios que la ama personalmente.
Su aceptación le cambió el rumbo al mundo entero, ese SI fue la respuesta de la vida, para
que el autor de la Vida se haga carne y ponga su morada en nosotros.
María es la elegida por Dios para recibir a su propio Hijo en un acto de fe perfecta. Recibió
sin reservas a la Palabra única y eterna del Padre.
El Salvador ha sido deseado y acogido por una madre, por una jovencita que acepta libre y
conscientemente ser la servidora del Señor, y llega a ser la Madre de Dios. Ella daría a Jesús su
sangre, sus rasgos hereditarios, su carácter, su primera educación y tenía que crecer a la sombra
del Todopoderoso.
Dios no necesitaba una servidora para dar a su Hijo un cuerpo humano, sino que le buscaba
una madre y, para que María lo fuera de verdad, era necesario que Dios la hubiera mirado con
amor antes que a cualquier otra criatura. Por eso le dijo: “Lena de Gracia”.
Jesús, al nacer del Padre y de María es la Alianza entre Dios y la familia humana, y en eso
se arraiga la fe de la Iglesia: “Jesús es verdadero Dios y verdadero Hombre”.
María ocupa un lugar único en la obra de nuestra salvación. Es la maravilla única que Dios
quiso realizar en los comienzos de una humanidad reformada a su semejanza.
María es aquella que dio lugar a la Palabra de Dios en su vida, que la dejó resonar dentro de
sí desde la primera palabra del ángel en la Anunciación, hasta las últimas palabras de Jesús en
lo alto de la cruz. Demostró su adhesión a Dios y dejó que se manifestase en ella el Reino de
Dios.
El SI de María no significó ausencia de sufrimientos; por el contrario, no se le ahorró el dolor,
lo mismo que a su Hijo. El dolor propio de los que viven en el mundo. Y en ella también
aprendemos a vivir la aceptación en los momentos de la vida, sobre todo en los más difíciles. Ella
se ha convertido en la Madre del dolor. Dolor de una mujer que confía en las promesas, dolor que
se convierte en “esperanza cristiana”. Un dolor que es necesario para la alegría de la salvación.
Posiblemente es ahí donde María comprendió el por qué de todas las cosas que su amado Hijo
pasó, para salvarnos y redimirnos con el Padre y , sintió alivio; pero también dio gracias por la
nueva vida que los cristianos estaban por comenzar.
María no es figura del pasado, su SI en la Anunciación, ratificado en el Calvario, nos
engendró a la nueva vida de Cristo. Ella intercede ante el Padre para que Cristo crezca en
nosotros y su Reino se consolide en la tierra. Su súplica es poderosa porque Dios no desatiende
a la Madre de su Verbo Encarnado. María es la “omnipotencia suplicante”.
Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Pero la misión Maternal de María hacia
los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más
bien muestra su eficacia.
María manifiesta el designio de amor que marca toda su existencia. Dios la amó por sí
mismo, la amó por nosotros, se la dio a sí mismo y nos la dio a nosotros (Jn 19,27).
Para nosotros, los jujeños, María es la Madre que peregrina junto a su pueblo, es la
mediadora, mujer de la contemplación y la oración, que quiso quedarse en nuestros corazones.
Dios creó a la mujer con un valor único e inmenso, el de ser MADRE, con todos sus
carismas: ternura, sacrificio, dolor, entrega...
¡ Qué Dios bendiga a todas las Madres!