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51 Copias

Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 5 – Miérc. 6 de septiembre de 2017
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad I. 3. Estética y crítica cultural después de Kant. 3.1. Estética, ironía y crítica
cultural. Los Fragmentos de Friedrich Schlegel (2ª parte). 3.2. Estética, sistema y concepción
del arte como pasado: Schelling.
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En esta clase vamos a trabajar con los Fragmentos Críticos de Friedrich Schlegel. Los fragmentos
seleccionados son los que bosquejan, a modo de un programa, una teoría de la ironía. La ironía, en el primer
romanticismo, está pensada como un programa filosófico y, como tal, se lo diferencia de la ironía socrática.
La ironía socrática sería el programa de la ironía antigua y la ironía romántica, el programa de la ironía
moderna.

[42] La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que desearía definirse como belleza lógica. Pues en todas
las conversaciones orales y escritas en las cuales no se filosofa sistemáticamente hay que brindar y exigir
ironía. Incluso los estoicos consideraban la urbanidad como una virtud. Hay, además, una ironía retórica que,
utilizada con discreción, tiene un efecto óptimo, especialmente en lo polémico. Sin embargo, se enfrenta a la
sublime urbanidad de la musa socrática, como la magnificencia del más brillante discurso de arte se enfrenta
a una tragedia antigua de alto estilo. Sólo la poesía puede también elevarse desde este lugar hasta la altura de
la filosofía, y no está fundamentada en pasajes irónicos como la retórica. Hay poemas antiguos y modernos
que respiran constantemente en el todo y por doquier el hálito divino de la ironía. En ellos vive realmente una
bufonería trascendental. En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se eleva infinitamente
encima de todo lo condicionado, incluso encima de su propio arte, virtud y genialidad. En el exterior, en la
ejecución, la manera mímica de un buen bufón italiano habitual. [Schlegel, Friedrich, Fragmentos críticos, en:
Lacoue-Labarte, Philippe y Nancy, Jean-Luc, El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo
alemán, trad. Cecilia González y Laura Carugati, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp. 117-118]

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Uno podría pensar, en primera instancia, que la ironía socrática –tal como la presenta Schlegel en este
fragmento, es un antecedente de la ironía romántica; pero la relación es no es tan obvia. Schlegel reconoce
que hasta la ironía socrática, aun siendo la forma de ironía más involuntaria (por darse dentro del marco de
una cultura natural, aunque sea en un momento de crisis de esa naturalidad), aun siendo la forma de ironía
más difícil de recrear (o de imitar) en la cultura artificial moderna, tiene un elemento de fingimiento. Es
decir, es parte del programa de toda ironía jugar con el interlocutor. Hay una estructura dialógica, y el
interlocutor es objeto de mofa o, como dice después, de bufonería trascendental. De hecho, la figura que
caracteriza a la ironía en el sentido romántico es la del Witz, una palabra que las traductoras de los
Fragmentos la dejan en alemán y en el Glosario del libro (El absoluto literario) aclaran que significa
“chiste” o “juego de palabras”, pero también la facultad de producirlos. Este matiz es importante: el ingenio
es tanto la facultad de producir chistes o juegos de palabras como su producto. Hay principio lúdico en el
Witz, que es propio del humor: superponer elementos de distinto origen; por ejemplo, elementos de origen
espurio con otros de origen noble, elementos de origen popular con otros de origen culto. Es decir, hacer un
constructo de elementos dispares. Esta es la facultad del Witz.

En la ironía socrática también hay algo de artificio, aun cuando se trate de una ironía propia de una
cultura natural. Hay algo de fingimiento, de juego, de tramoya, de conspiración, para llevar al interlocutor,
por la vía negativa, no a una definición, sino a una aporía. La ironía socrática también tiene algo de artificial
y artero, aunque pertenezca a una cultura natural, donde todo lo público es bello. Dividimos, ahora, el
fragmento 42, para poder analizarlo:

La filosofía es la auténtica patria de la ironía, que desearía definirse como belleza lógica. Pues en todas
las conversaciones orales y escritas en las cuales no se filosofa sistemáticamente hay que brindar y exigir
ironía [Die Philosophie ist die eigentliche Heimat der Ironie, welche man logische Schönheit definieren
möchte: denn überall wo in mündlichen oder geschriebenen Gesprächen, und nur nicht ganz systematisch
philosophiert wird, soll man Ironie leisten und fordern;...]

La ironía se opone a lo sistemático y se identifica con lo fragmentario o con lo dialógico (con lo que lo
dialógico tiene de fragmentario, de aporético, y de abierto). El de Schlegel es un pensamiento irónico
estructuralmente fragmentario también en lo dialógico. O, si quieren, las conversaciones –como Conversación
sobre la poesía, de Friedrich Schlegel, y Las pinturas. Conversación en el Museo de Dresde, de August y
Caroline Schlegel- son también modos fragmentarios de abordar la totalidad. Cada personaje del diálogo aporta
su visión de un tema. Al igual que los diálogos socrático-platónicos, las conversaciones protorrománticas son
aporéticas y abiertas: se interrumpen sin llegar a resolver el problema (en lugar de concluir con el problema

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resuelto a través de una definición); el final es una interrupción, no una conclusión. Se terminan en un punto que
no puede ser totalmente arbitrario, pero tampoco puede equivaler a una conclusión. Podrían seguir, aunque no
siguen.
En ese sentido, la filosofía es la “auténtica patria” de la ironía, en tanto la ironía es una actividad
productivo-intelectual del yo, más que una actividad productivo-artística. La actividad del yo no se identifica
con la realización de una obra de arte concreta, cerrada y terminada, que se exhibe para el juicio crítico ajeno,
sino con una actividad que instituye la artisticidad de la obra sin necesidad de realizarla (y ésa es la actividad
propia del crítico de arte en lo que esa actividad tiene de actividad filosófica: fundar un programa de lo que es la
belleza en el acto de juzgar una obra de arte particular). La filosofía, si se practica en el modo de la ironía, no
puede ser sistemática. No es que Schlegel fuera incapaz de sistematicidad –como de algún modo piensa Hegel al
criticarlo-, sino que no concebía la filosofía más que como ironía. Ironía y fragmento, en Schlegel, van juntos
(aun cuando escriba también en forma de diálogo, de epístola, de poema en prosa o de clase) porque ese es su
modo de entender el acceso filosófico a la totalidad (no porque descrea del saber absoluto o piense que “el todo
es lo falso”, según el aforismo más famoso de Minima moralia, de Adorno). El fragmento tiene una relación con
la ironía que es, de algún modo, independiente de la herencia fichteana: se accede al saber absoluto por la vía del
fragmento. Continúo con el fragmento 42.

...incluso los estoicos consideraron la urbanidad una virtud. […und sogar die Stoiker hielten die Urbanität für
eine Tugend.]

El diálogo en el modo de la oralidad cotidiana (el conversar con un interlocutor que no es un filósofo)
aparecen reivindicados como artes propias de los antiguos. En un modo de urbanidad y la urbanidad, una modo
de la virtud. No sólo Sócrates era un autor que no escribía y no publicaba (podríamos decir), sino que también
los estoicos eran “prácticos de la urbanidad”. Hay, además, un arte estoica de la paradoja: “la risa en las
lágrimas” –según la fórmula hegeliana-. La ironía en sentido antiguo no puede ser separada del diálogo y de la
oralidad (incluso cuando se la usa en la polémica escrita aparece la figura del interlocutor: el escribir contra
alguien).

Hay, además, una ironía retórica que, utilizada con discreción, tiene un efecto óptimo, especialmente en lo
polémico. Sin embargo, se enfrenta a la sublime urbanidad de la musa socrática, como la magnificencia del más
brillante discurso de arte se enfrenta a una tragedia antigua de estilo elevado. [Freilich gibts auch eine
rhetorische Ironie, welche sparsam gebraucht vortreffliche Wirkung tut, besonders im Polemischen; doch ist sie
gegen die erhabne Urbanität der sokratischen Muse, was die Pracht der glänzendsten Kunstrede gegen eine alte
Tragödie in hohem Styl.]

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Schlegel diferencia el uso retórico de la ironía del uso filosófico de la ironía. La ironía es una forma de
hacer filosofía. No es que Schlegel practique la ironía como una forma de exposición de una filosofía que no
tendría forma fragmentaria sino sistemática (la filosofía de Fichte), sino que su pensamiento irónico es su (única)
filosofía. Si el pensamiento de Fichte es un “kantismo consecuente” o un “kantismo sin Kant (o después de
Kant)”, el de Schlegel es un “fichtismo consecuente” o un “fichtismo sin Fichte (o después de Fichte)”. Schlegel
pone en práctica el Yo absoluto de la filosofía de Fichte y la forma filosófica que toma es la de la ironía.

El uso retórico de la ironía, por eso mismo, no debe confundirse con la ironía filosófica. La polémica más
elevada no se puede ni comparar con la ironía socrática. La ironía socrática se caracteriza por la “sublime
urbanidad”: aún la ironía antigua ya tiene en sí un componente propio de la ironía moderna, que es la paradoja.
Una urbanidad sublime es, de algún modo, una urbanidad paradójica. En lo sublime conviven dos elementos
opuestos que no pueden conciliarse: la totalidad y la infinitud. De ahí que la idea de la razón se imponga a partir
del fracaso de la imaginación (en la Analítica de lo sublime de Kant). Sócrates, en este sentido, pensado
schlegelianamente, es alguien que, por la vía de la ironía, entra en conflicto con la urbanidad propia de la polis.
Busca poner en crisis al interlocutor, haciéndolo dudar de lo que sabe, porque no puede fundamentarlo. Pero
tampoco la línea mayéutica del diálogo –como contrapeso de la línea irónica- le devuelve al interlocutor la
tranquilidad, llevándolo hacia una verdad alternativa a la que perdió.

Pero la vía de acceso al saber absoluto no la garantiza en exclusividad la filosofía. La filosofía está en pie
de igualdad con la poesía, también en relación a la ironía.

Sólo la poesía puede también elevarse desde este lugar hasta la altura de la filosofía, y no está fundamentada
en pasajes irónicos como la retórica. Hay poemas antiguos y modernos que respiran constantemente en el todo
y por doquier el hálito divino de la ironía. En ellos vive realmente una bufonería trascendental. [Die Poesie allein
kann sich auch von dieser Seite bis zur Höhe der Philosophie erheben, und ist nicht auf ironische Stellen begründet,
wie die Rhetorik. Es gibt alte und moderne Gedichte, die durchgängig im Ganzen und überall den göttlichen Hauch
der Ironie atmen. Es lebt in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie.]

La ironía no puede ser una forma puramente retórica que se le incorpora a la filosofía o a la poesía en tanto
se busca la polémica. Schlegel plantea que existe una ironía antigua y otro moderna, pero todavía –en este
fragmento- no plantea las diferencias (estas diferencias las plantea en el fragmento 108). No obstante, en el
fragmento 42 termina presentando uno de los rasgos principales de la ironía moderna: la infinitud del yo que la
hace posible.

En el interior, el estado de ánimo que pasa todo por alto, y se eleva infinitamente encima de todo lo condicionado,
incluso encima de su propio arte, virtud y genialidad. En el exterior, en la ejecución, la manera mímica de un buen bufón

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italiano habitual. [Es lebt in ihnen eine wirklich transzendentale Buffonerie. Im Innern, die Stimmung, welche alles
übersieht, und sich über alles Bedingte unendlich erhebt, auch über eigne Kunst, Tugend, oder Genialität: im Äußern, in der
Ausführung die mimische Manier eines gewöhnlichen guten italiänischen Buffo.]
La infinitud del yo –tematizada por Fichte- era impensable en la ironía antigua. La ironía moderna, debido
a la infinitud del yo, es una ironía infinitizada, para la que cualquier cosa puede volverse su objeto. Al contrario,
la ironía antigua estaba circunscripta a ciertas actitudes excéntricas, por las que se ponía en crisis la organicidad
de la polis. Por eso aparece asociada a lo retórico, a lo poético, al diálogo socrático, pero esa asociación (con la
retórica, la poesía o la filosofía) requiere de fuerte componente racional. Es la razón la que hace irrumpir la
paradoja en el mundo antiguo. Schlegel no pretende -podríamos sobreentender- la traslación de la ironía antigua
al contexto moderno, sino que exista una forma enteramente moderna de la ironía, sin que pierda esta
característica de bufonería trascendental.

La infinitud del yo que se descubre en la modernidad permite aplicar la ironía, conscientemente, a


cualquier tipo de objeto y que ese objeto, por haber pasado por el tamiz de la ironía, se convierta en un objeto
moderno. Por tratarse de una disposición de ánimo que todo lo abarca, la ironía hace coincidir la infinitización
del yo con la infinitización de sus posibilidades: por eso se crea una disposición de ánimo lánguida, porque un yo
infinito se puede disponer sobre cualquier objeto, pero la infinidad de posibilidades lleva a la indecisión sobre
cuál elegir. Por otro lado, esta disposición del ánimo se eleva por encima de todo. Todo lo que es condicionado
ella lo puede superar, como si todo le fuera exterior y, por esa misma razón, por resultarle exterior, lo puede
hacer propio y luego abandonarlo. En el fragmento 108 aparece más desarrollado en qué consiste esta
capacidad. Como este fragmento es aun más largo que el 42, lo voy a ir leyendo a medida que lo analizamos:

[108] La ironía socrática es la única involuntaria de modo absoluto y, no obstante, es un absoluto fingimiento
sensato. Es tan imposible crearla artificialmente como develarla. Para quien no la posee sigue siendo un enigma
aún después de la confesión más sincera. No debe engañar a nadie como a aquellos que la consideran como un
engaño y que o bien gozan con la maravillosa picardía de considerar a todo el mundo como lo mejor, o bien se
disgustan cuando la sanción establece que ellos mismos también estarían incluidos. [Die Sokratische Ironie ist die
einzige durchaus unwillkürliche, und doch durchaus besonnene Verstellung. Es ist gleich unmöglich sie zu
erkünsteln, und sie zu verraten. Wer sie nicht hat, dem bleibt sie auch nach dem offensten Geständnis ein Rätsel. Sie
soll niemanden täuschen, als die, welche sie für Täuschung halten, und entweder ihre Freude haben an der herrlichen
Schalkheit, alle Welt zum besten zu haben, oder böse werden, wenn sie ahnden, sie wären wohl auch mit gemeint.]

La ironía moderna es una ironía creada artificialmente y que se debe crear artificialmente, porque no
puede ser pertenecer a la urbanidad –a los modos de conversación y argumentación vigentes- de manera
espontánea o natural. No obstante, hasta la ironía socrática tiene algo de fingimiento, aún siendo la más

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involuntaria, la más natural (sabiendo que la ironía es algo de por sí artificial) y la más difícil de recrear dentro
de la urbanidad moderna.
El primer problema de la ironía es su relación intrínseca con el yo (con el yo del ironista). El propio yo
del ironista está incluido y excluido, al mismo tiempo, de la ironía. La ironía moderna, en su infinitud, no debe
dejar a nadie fuera del juicio, pero actúa como si el propio yo nunca pudiera ser abarcado por ella.

La ironía siempre encierra la paradoja de tener que abarcar a todo el mundo y, para eso, debe incluir al
propio yo del ironista, pero actuar como si el yo del ironista no estuviera incluido en ella. Más allá de la molestia
que pueda sentir el yo del ironista por estar incluido en la ironía, ella debe incluirlo. De lo contrario, su
negatividad no es una negatividad absoluta. Pero ésa es, precisamente, la inconsistencia estructural que tiene la
ironía: la de no incluir al propio yo cuando, para no ser inconsistente, debería incluirlo. Ese resguardo del propio
yo es su condición de posibilidad y, al mismo tiempo, su paradoja.

Es que la naturaleza misma de la ironía es paradójica (aún en su versión antigua). Sócrates –según
Schlegel- no pretende engañar a nadie. Pero corre permanentemente el riesgo de ser malentendido y generar en
sus interlocutores el sentimiento de estar siendo engañados. La ironía puede dejar afuera a aquellos sobre
quienes es aplicada (devenidos entonces sus objetos, sus víctimas). A quienes ella engaña es a aquellos que la
toman por engaño, que no participan de sus códigos. Los interlocutores de Sócrates serían, en este sentido, sus
“víctimas”. Pero lo serían en la medida en que se sientan engañados. O, en todo caso, son sus víctimas en la
medida en que no entran en el juego del diálogo socrático de otro modo que para que ese diálogo exista como tal
(como si fueran la condición mínima para que la ironía de Sócrates sea dialógica, en lugar de monológica).

Si algo tiene la ironía en su carácter paradojal, precisamente, es que actúa en relación al interlocutor
como si estuviera haciéndolo participar de una totalidad de la cual el ironista y el interlocutor serían
excepciones. La trampa en la que cae el ironista es que, para poder realizar esa operación, tiene que
considerarse excluido de la totalidad en la cual estaría, sí, incluido el interlocutor. De ahí la burla y lo
simulacral de la operación. Lo único que puede salvar al ironista de creerse un dios que mira desde arriba (y,
en este sentido, de volverse capaz de reírse de todo, menos de sí mismo), es el fenómeno de la autoironía.
Sobre este aspecto autorreflexivo de la ironía hace hincapié Julianne Rebentisch:

Para Hegel, el ironista ironiza sobre todo, menos con respecto a sí mismo y a su propia libertad de arbitrio,
que se encuentra por encima de todo. Sin embargo, en el sujeto autoirónico se expresa una distancia del sujeto
con respecto a sí mismo que se resiste a esta interpretación de una manera fundamental. La distancia de la que
se trata aquí no es una distancia con respecto a toda determinación social sino la distancia puntual del sujeto
frente a algunos aspectos concretos de su identidad social. El sujeto no se libera de tales aspectos en la

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medida en que asume la posición imaginaria de un dios que se coloca sobre sí mismo, sino al experimentar
aspiraciones que son contrarias a las imágenes establecidas de sí. A un distanciamiento con respecto a la
imagen disciplinada de uno mismo no se llega por medio de la elevación del yo por encima de esta imagen,
como si aquel fuera el soberano de su propia soberanía. Se trata más bien de una experiencia en el marco de
la cual el yo es confrontado de tal forma con las aspiraciones del propio yo que contradicen esa imagen, que el
yo (riéndose de sí mismo) se vuelve libre para otra comprensión de sí. [Julianne Rebentisch, “Estetización:
¿qué relación existe entre la estetización y la democracia, por qué se la debería defender, por qué motivo es
necesaria la filosofía para hacerlo y qué se sigue de este hecho para la crítica de la sociedad”, trad. María
Verónica Galfione, en: Modernidad estética y filosofía del arte I. La estética alemana después de Adorno, M.
V. Galfione y E. A. Juárez (eds.), Córdoba, UNC, 2013, pp. 123124]

La característica de la ironía no es la de la mofa directa (si así fuera, el yo del ironista, vuelto
soberano, estaría automáticamente auto-excluido de la totalidad a la que se dirige), sino la de la broma y la
seriedad al mismo tiempo. La paradoja. No se define la ironía ni por la seriedad ni por la broma, sino por la
indefinición entre ambas.

En el fragmento 42 está todavía más claro, cuando Schlegel dice: pues en todas las conversaciones
orales y escritas, en las cuales no se filosofa sistemáticamente, hay que brindar y exigir ironía. Es una
exigencia de la conversación –oral o escrita- el trabajar en ese límite entre lo serio y la broma, aun cuando el
diálogo se presente –como el caso de los diálogos socráticos- con la excusa de buscar, a través de lo
dialógico, la verdad.

De todas maneras, hay un uso de la ironía que está intrínsecamente vinculado a la polémica. No es la
ironía sólo en el modo socrático antiguo ni en el modo romántico moderno, sino una posibilidad suya que
está implícita en ambas, entendida como el arte de la polémica o, mejor, como lo que la polémica tiene de
arte, lo que necesita toda polémica como componente artístico (el arte de injuriar borgiano sería un ejemplo).
La ironía, en la polémica, es una manera de llevar al otro sin que el otro se dé cuenta de que es llevado;
arrinconarlo sin que se dé cuenta de que está siendo arrinconado; poner los argumentos del otro de manera tal
que se conviertan en lo opuesto de lo que el otro ha querido decir. Es decir, hay algo de la ironía que tiene
que ver con el filo de la polémica; con hacer estallar lo que dice el otro; poner al otro en la posición
indeseada. La ironía romántica no busca decidirse por uno de los extremos, es decir, lo que pueda tener de
brillo o de filo de la polémica, o lo que pueda tener de búsqueda de la verdad, aun en sus formas de deriva, la
ironía socrática.

Mientras no hay sistema -dice Schlegel- hay ironía: la ironía se convierte en la otra mitad del sistema
(el sistema encarnado por Schelling y por Hegel). Para Schelling, la forma irónica es inadecuada al programa

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del primer romanticismo; es casi parte de la impotencia filosófica del primer romanticismo y no parte de su
potencia. De todas maneras, Schlegel no ve la ironía como una incapacidad, un no poder llegar al sistema,
sino de este modo: cuando no se quiere hacer filosofía sistemática se mantiene el fragmento, se lo enarbola
como la forma única posible de filosofar de manera no sistemática, incluso en la forma antigua.

Estudiante: ¿Hay algún tipo de búsqueda de verdad?

Profesora: tanto en la poesía como en la religión como en la filosofía hay relación con la verdad. Y
además, no hay una diferencia jerárquica entre ellas. No estamos ante un uso del fragmento en contra de la
verdad, sino que es un modo en el cual se puede llevar al extremo, en la fundación de la artisticidad de la
obra de arte que hace el crítico, la capacidad productiva del yo. Los límites que tiene esa verdad son los del
postkantismo. Hay una productividad del juicio que le permite instituir la artisticidad de la obra de arte. En
todo caso, pareciera que la filosofía fuera la que queda a la retaguardia, dentro del programa protorromántico,
pero no porque haya una declaración de principios que la pusiera en ese lugar. Hegel, en las Lecciones sobre
la estética, dice que de los hermanos Schlegel tenían talento para la crítica, no para la filosofía (para lo
especulativo de la filosofía). De hecho, en el siglo XIX (y no sólo por la influencia de Hegel), se consideró
que Schlegel no era ni un buen literato ni un buen filósofo. Recién en la primera década del siglo XX,
cuando Behler hace la edición crítica de su obra completa, y cuando Benjamin escribe su tesis doctoral sobre
el primer romanticismo: El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, en 1919, se rehabilita el
programa protorromántico como un programa filosófico, sólo que pensado desde la crítica (desde la crítica
literaria y la crítica de artes). Volviendo a la pregunta: un texto como Conversación sobre la poesía, de
Friedrich Schlegel, que está escrito al modo de un diálogo entre cuatro personajes, si bien no puede
equipararse a los diálogos socráticos de Platón, ni a los diálogos platónicos de madurez, tampoco puede
decirse, por eso, que las distintas posiciones sobre la poesía que aparecen allí no formen parte de una
discusión filosófica. No es que haya un programa literario en esa discusión, sino uno filosófico. Y lo mismo
pasa en el género epistolar con la carta de Schlegel Sobre la filosofía, dirigida a Dorothea Veit, que, como
interlocutora de la carta, se está iniciando en la filosofía. El problema entonces es cómo aprende filosofía una
mujer, no cómo se escribe románticamente en el género epistolar. Si bien los románticos del Círculo de Jena
no practicaban la filosofía sistemáticamente, la consideran uno de los saberes capitales para poder entender el
todo. Salvo que el todo, que para Schelling requiere de un abordaje sistemático, para Schlegel no puede ser
abordado en el modo de la totalidad. No hay filosofía totalizadora, en Schlegel, para lo que, de todos modos,
es un todo. Este es el problema. Sólo se lo puede comprender fragmentariamente: pero hay un todo.

Retomo ahora el fragmento 108: no hay tampoco aquí, entre lo finito y lo infinito, entre lo

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determinado y lo indeterminado, una posibilidad de decidir. El contenido del fragmento nunca es totalmente
claro; nunca predomina el espíritu científico por sobre el artístico. Pero tampoco al revés. No se trata de pura
poesía, o puro lenguaje poético. Hay allí una indeterminación que es lo propio de la ironía. No es el juego por
el juego mismo ni es el juego puesto al servicio de alguna verdad. Sigo con la lectura del fragmento 108:

En la ironía, todo tiene que ser broma y todo seriedad, todo tiene que ser sinceramente abierto y
profundamente simulado. La ironía surge de la unión del sentido artístico de la vida y del espíritu científico,
del encuentro de la filosofía de la naturaleza acabada y la filosofía del arte acabada [In ihr soll alles Scherz
und alles Ernst sein, alles treuherzig offen, und alles tief verstellt. Sie entspringt aus der Vereinigung von
Lebenskunstsinn und wissenschaftlichem Geist, aus dem Zusammentreffen vollendeter Naturphilosophie und
vollendeter Kunstphilosophie.]

Lo que la ironía trata de hacer convivir son siempre pares de opuestos. Pero, por otro lado, la ironía
no se define, en relación a esos opuestos, ni por uno ni por otro. La broma y la seriedad están juntas, sin que
una absorba a la otra; esto significa no tomar a la broma por lo serio ni tomar a lo serio por la broma. Pero,
por otro lado, en la ironía siempre se corre el riesgo de que eso suceda. Si conviven la seriedad y la broma y
ninguna de las dos instancias absorbe a la otra, el riesgo es que el interlocutor confunda la broma con la
seriedad y la seriedad con la broma. Es decir, es parte del programa de la ironía ser mal entendida, o correr
siempre el riesgo de ser mal entendida. No es que el malentendido aparece como una aberración, sino casi
como un riesgo que el ironista debe correr. Por eso, como les decía antes, la paradoja propia de la ironía es
que el ironista siempre se tiene que dejar afuera de una universalidad que necesariamente lo incluye. El que
se burla, se está burlando de algo que lo incluye y pretende que el interlocutor tenga complicidad con él, pero
es en realidad el burlado. Y, por otro lado, es muy fácil sacar al ironista de su operación mostrándole que él
también caería dentro de aquello de lo que se está burlando.

No habría que preocuparse entonces de que la ironía siempre se preste a la mala interpretación. Hay
que aceptar que no hay garantía, para el ironista, de encontrarse con una comunidad de espíritus irónicos que
pueda participar de la ironía con total complicidad. El interlocutor siempre podría quedar fuera de la ironía,
aunque no siempre el interlocutor –como los interlocutores socráticos, leídos desde la perspectiva
nietzscheana de “Sócrates y la tragedia”- esté en la posición de víctima. No existe la ironía si no existe la
posibilidad que el interlocutor sea a la vez otro yo (o el propio yo, otro, como en el caso de la autoironía). No
obstante, la ironía, en lo que tiene de indefinición entre la seriedad y la no seriedad, siempre puede fallar.

La ironía antigua está unida a un sentido de la vida y a un sentido del arte a los que se los consideraba
como dados de antemano y sobre los que no se acostumbraba indagar. De hecho, por indagar sobre esos

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sentidos (el de la vida y el del arte), Sócrates es malentendido hasta el punto de terminar condenado a elegir entre
la muerte y el exilio. La artificialidad de la ironía era más fácil de lograr en un contexto de naturalismo político y
de cultura natural como el antiguo, pero, por eso mismo, su ejercicio podía ser malentendido hasta el punto de
pagar como precio el exilio o la pena de muerte.

La ironía socrática –podría decirse- termina en tragedia. Es esencialmente malentendida. Su “espíritu


científico” choca con lo que la comunidad da por supuesto como natural. Lo mismo que la hace fácil de practicar
para el ironista la hace peligrosa a los ojos de la comunidad. De algún modo, al estar ligada al espíritu científico
de la pregunta por algo que todos ya saben qué es (pero no pueden definirlo), la ironía forma parte de todo lo que
tiene de disruptiva la figura de filósofo que encarna Sócrates. Alguien que interroga a sus contemporáneos
respecto de aquellos sentidos que están dados en la polis como conocidos y reconocidos es alguien que parece
estar burlándose de todos y de todo. Esa es la parte lúdica de la ironía socrática: el “sentido artístico de la vida”
del que habla el fragmento 108.

Así como la ironía tiene una parte científica, tiene una parte artística. La combinación de dos actitudes
opuestas –una científica y otra artística- es lo que hace de la ironía –de todo lo que la ironía es- una paradoja. Por
ejemplo, preguntarle a un militar qué es el valor o preguntarle a un rapsoda qué es la belleza -como un modo de
no aceptar que lo que el interlocutor sabe desde el punto de vista vivencial, lo que se sabe a través de la práctica,
es un saber en sí mismo- no sólo es fingir que no se sabe, sino fingir que no se sabe para enseñarle algo al otro
(mostrándole primero su ignorancia), no para aprender algo de él. Sócrates se finge ignorante para mostrar la
ignorancia ajena. “Sólo sé que no sé nada” –como paradoja- sería la síntesis (además de la vulgata) de la ironía
socrática. Lo disruptivo de Sócrates -en una polis que aparentemente es armoniosa y donde está dado
naturalmente el sentido de todas las cosas- es comportarse como un ironista, no simplemente como un
racionalista. Cuando pregunta, Sócrates no sólo finge no saber para poner en práctica la mayéutica, sino que
finge para burlarse de todos y de todo. En la ironía, la actitud científica se combina con la actitud artística o
lúdica.

[La ironía] contiene y excita el sentimiento del conflicto indisoluble entre lo incondicionado y lo
condicionado, [entre] la imposibilidad y la necesidad de una comunicación cabal. Es la más libre de todas
las licencias, pues a través de ella uno se pone por encima de ella. No obstante, es la licencia más regulada,
pues es absolutamente necesaria. [Sie enthält und erregt ein Gefühl von dem unauflöslichen Widerstreit des
Unbedingten und des Bedingten, der Unmöglichkeit und Notwendigkeit einer vollständigen Mitteilung. Sie ist
die freieste aller Lizenzen, denn durch sie setzt man sich über sich selbst weg; und doch auch die
gesetzlichste, denn sie ist unbedingt notwendig.]

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Schlegel empieza a interpretar la ironía en sentido antiguo con los supuestos fichteanos de la ironía
moderna. El yo de la ironía –por su carácter absoluto- se pone por encima de todo y es capaz de una negatividad
absoluta. Incluso en la lectura schlegeliana de la ironía socrática aparece un yo absolutizado: el ponerse por
encima de todo, por parte del yo, hace que todo lo que no sea el yo tenga que estar puesto por ese yo. De algún
modo, la figura platónica de Sócrates hace eso: se pone por encima de todo, resguarda su yo, en su absolutez, de
esa capacidad disolutoria que ejerce sobre todo lo que no es sí mismo. Como si fuera un yo libre que somete a
sus rigores a todo lo que no es sí mismo (de ahí que el fenómeno de la autoironía sólo pueda ser concebible
dentro de la ironía moderna). El yo, en la práctica de la ironía, se toma la más libre de todas las licencias. No es
que el yo socrático sea efectivamente tan libre como el yo moderno, sin embargo, en tanto ironista, ese yo actúa
como si fuera absoluto. Se toma, de hecho, la máxima de las licencias. Se pone a sí mismo como si estuviera por
encima de todo.

Es una señal muy buena si los simples adeptos de la armonía no saben cómo tienen que tomar esta continua
autoparodia, si creen y descreen, una y otra vez, hasta marearse, si toman la broma por la seriedad y la seriedad
por broma. [Es ist ein sehr gutes Zeichen, wenn die harmonisch Platten gar nicht wissen, wie sie diese stete
Selbstparodie zu nehmen haben, immer wieder von neuem glauben und mißglauben, bis sie schwindlicht werden,
den Scherz grade für Ernst, und den Ernst für Scherz halten.]

Una de las dificultades de la ironía es que, de algún modo, tiende a ser interpretada por lo contrario de lo
que pretende ser. Suele ser tomada en serio cuando es en broma y tomada en broma cuando es en serio. Y este
no es solamente un problema de interpretación del interlocutor, se trata más bien de un mal estructural -o de un
bien estructural, según se lo interprete- de la ironía. Yo me inclinaría a decir que es un bien estructural de la
ironía el tener esa capacidad de ser doble, de ser siempre susceptible de una mala interpretación. Eso es, en
última instancia, lo que le permite al ironista el resguardo de su yo y la posibilidad de absolutizarlo, pero
también, de convertirlo en una autoparodia.

La ironía socrática, en la lectura schlegeliana, ya tiene algo que no debe ser confundido con engaño ni
burla, sino que debe ser tomado como paradójico en sí. La paradoja característica de la ironía moderna, en la
lectura schlegeliana de la ironía socrática, aparece pensada como una invariante de toda ironía: la diferencia está
en que la ironía moderna es artificial en una urbanidad artificial y la antigua artificial en una urbanidad natural.

La ironía socrática es una forma de ironía que si bien está ligada a una forma de urbanidad (en lo que tiene
de natural) es, de algún modo, disruptiva respecto de esa forma misma de urbanidad. Si bien la ironía no es algo
que lo podamos entender como disociado del arte de la conversación que practica Sócrates, es algo que es
disruptivo incluso como parte de esa misma forma de conversación. Pues la conversación socrática no es la

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conversación sofística, sino que hay un espíritu que Schlegel llama científico junto con una actitud artística
frente a la vida. Por eso Schlegel diferencia en el fragmento 42 ese tipo de ironía que es la ironía socrática de
otro tipo de ironía que es la meramente retórica: la ironía retórica es la propia del polemista. Es decir, hay una
forma de ejercicio del arte de convencer en el conversar que tiene que ver con el arte de fortalecer los propios
argumentos y debilitar los ajenos. La ironía retórica es instrumental: sirve para hacer cambiar el parecer al
interlocutor. Es una seducción del otro. Ese sería el uso retórico de la ironía, en lo que tiene de diferente respecto
del sentido de la ironía moderna y también del sentido socrático.

La ironía aparece cuando no se filosofa sistemáticamente. Eso es lo que tiene la ironía socrática de común
con la propia ironía schlegeliana (la moderna). Ni Sócrates ni Schlegel filosofan sistemáticamente. Schlegel pone
el diálogo -incluso el diálogo socrático- del lado de las formas de filosofía no sistemáticas. No es mera
conversación, no es mero arte de la urbanidad, pero tampoco es filosofía en sentido sistemático. Lo irónico de la
filosofía socrática -que sería una filosofía oral (en esta clasificación)- es un factor que afianza el componente no
sistemático de esa filosofía. Hay una indagación científica -para Schlegel- en la ironía socrática, hay una
búsqueda de la verdad en la forma de la pregunta y, al mismo tiempo, hay un componente artístico, lúdico, de
deriva, de infinitud –si se quiere- en un contexto donde no hay infinitud (el de la antigüedad griega). Por la
irrupción de la paradoja se descubre la imposibilidad de llegar a la verdad por la vía sistemática (los diálogos
socráticos son aporéticos). Es decir, lo que le interesa a Schlegel de la ironía socrática es que deja siempre al
diálogo, como forma no sistemática de filosofía, en estado de paradoja. Hay, entonces, un carácter aporético de
los diálogos socráticos que sería, para él, estructural a la filosofía propia del ironista. Lo no sistemático de la
filosofía estaría asociado al elemento irónico.

En el fragmento 42 aparece como propio de la ironía un estado de ánimo que se eleva por encima de todo
lo condicionado. Hegel lo caracterizaría como alma bella (algo que parece ser débil), pero se trata de un yo que
se pone a sí mismo en la posición de lo incondicionado.

La figura del alma bella, pensada como una acusación al protorromanticismo (no como un reconocimiento)
es la parte más problemática de la lectura hegeliana de la ironía. Esta lectura está en la página 176 de la
traducción de Akal de las Lecciones sobre la estética. Allí aparecen dos descripciones puntuales del alma bella:
una es la del Werther de Goethe y la otra es la del Woldemar de Jacobi.

El alma bella, por ejemplo, de Jacobi en su Woldemar es uno de estos casos. En esta novela se muestra en
grado superlativo la mendaz exquisitez del ánimo, la autoengañosa impostura de la propia virtud y
excelencia. Se trata de una excelsitud y virilidad del alma que se enfrenta a la realidad efectiva en una
relación errónea en todas sus vertientes y que mediante la superioridad, desde la que todo lo rechaza como

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indigno de sí, se oculta a sí misma la debilidad para soportar y elaborar el auténtico contenido del mundo
dado. [Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, p.
176]

Este es el latiguillo hegeliano acerca del alma bella: se trata de un yo que se repliega sobre sí mismo como
un modo de rechazar el mundo. Este modo específico de rechazar el mundo consiste en rechazarlo por
considerarlo indigno de sí. Así se logra afirmar la superioridad del alma por sobre la mediocridad del mundo. El
alma es tan superior que el mundo no está a su altura. Este es el latiguillo irónico de Hegel sobre el alma bella.
No es quizás lo más interesante de esta teoría, pero lo que dice respecto de esta belleza solitaria es atinente por lo
que voy a leer a continuación:

A este entusiasmo interno por la exagerada excelencia propia con que [el alma bella] se magnifica ante sí
misma, se añade luego una infinita susceptibilidad respecto de todos los demás que deben, en todo momento,
adivinar, comprender y venerar esta belleza solitaria. (p. 176)

El elemento de susceptibilidad que caracteriza al alma bella es el elemento psicológico de esta teoría de la
ironía (de ahí que a uno le resulte tan gracioso, porque, bajo esta descripción, uno conoce infinidad de almas
bellas). Detrás de toda persona que se considera a sí misma superior a la mediocridad del mundo está,
precisamente, la susceptibilidad. El resto del mundo debería adivinar, para no herir a esta alma, su belleza
solitaria.

Y si los otros no saben hacerlo, todo el ánimo se conmueve y se siente infinitamente herido en lo más
profundo. Entonces, toda la humanidad, toda la amistad y todo el amor quedan de una vez por todas
sentenciados. No poder soportar la pedantería y la mala educación, los menores inconvenientes y
contratiempos que un carácter fuerte y grande pasa por alto inmune, supera todo lo imaginable y son
precisamente tales nimiedades fácticas las que llevan a tal ánimo a la suprema desesperación. (p. 176)

La figura de la desesperación aparece en la descripción hegeliana, justamente, como parte del ridículo del
alma bella. El problema está en que el alma bella se ha decretado a sí misma superior al mundo. Por lo tanto,
todo lo que proviene de la mediocridad del mundo no lo puede pasar por alto. Así aparece esta figura, la figura
de la locura, que es, en realidad, producto de un error: el postularse por encima de la media de las almas vivas.

Entonces, la tristeza, la aflicción, el pesar, el malhumor, el agravio, la melancolía y la pena no tienen, pues,
fin, y producen un atormentarse con reflexiones a sí mismo y a los demás, una convulsividad e incluso una
dureza y crueldad de alma que revela, plenamente, toda la miserabilidad y debilidad de la interioridad de
esta alma bella. (p. 176)

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El alma bella, para Hegel, es en realidad un alma miserable (risas). Ha construido esa belleza como
interioridad para sí y por eso no la pueda plasmar para otros. Esa negatividad es producto de un aislamiento
respecto del mundo que, una vez que se produce, es imposible de revertir. Es decir, resulta imposible reconciliar
las formas y figuras posibles para el ideal con lo que ese ideal es en su representación interna, porque el ideal (lo
bello artístico), para el alma bella, es ella misma. Y este es el problema de este yo: hay que cambiar de yo para
poder construir una estética que no sea la continuación del alma bella. Hegel conecta el alma bella con la ironía,
pero –si tratamos de ver el problema al margen de Hegel- el alma bella, como construcción del yo, sería el peor
soporte posible para la ironía, sobre todo si nos queremos tomar la ironía schlegeliana en serio y tratar de
pensarla como un elemento modernizador de la estética -que es lo que quiero hacer aquí-, en lugar de tomarla, a
su vez, irónicamente.

Es la falta de solidez interna de ese yo, esa falta de sustancialidad, esa mala negatividad absoluta, la que
hace que toda esta excentricidad anímica –que se debe, en realidad, a la debilidad interior del alma bella- se
hipostasie de un modo inverso y sea aprehendida en el modo de potencias autónomas. En este punto de la
teorización de la ironía, Hegel da un giro dialéctico muy interesante. Este giro tiene que ver con cómo se
hipostasia esta debilidad del alma bella como una potencia autónoma. La propia debilidad se hipostasia como
una fuerza externa todopoderosa, que sería precisamente la que gobierna al yo. Esa fuerza externa al yo que
gobierna al yo tiene las formas de lo mágico, lo magnético, lo demoníaco, la distinguida fantasmalidad de la
clarividencia, la enfermedad del sonambulismo, etc… Es decir, las más estereotipadas figuras románticas, para
Hegel, surgen de hipostasiar esa negatividad del yo, convirtiendo esa debilidad en un todopoder externo que
sería, en realidad, el que gobierna a esa alma. Un alma como el alma bella, en ese estado de debilidad, es llevada
a actuar automáticamente, dado que no tiene en sí misma la fuerza para hacerlo. No se trata de una debilidad que
queda en la interioridad, sino que estaría sometida a una fuerza externa. La fuerza externa (que es en realidad la
debilidad hipostasiada) convierte a esa debilidad en un estado de sonambulismo, en un estado de posesión
demoníaco, en un estado de locura, etc… Se trataría de un alma que no puede gobernarse a sí misma porque
alguien le ha arrebatado la voluntad. Y este incurable desánimo, que sería propio del alma bella, sale de la
interioridad y se convierte como exterioridad en un poder absoluto, en una potencia autónoma que controla al
alma. Como si se proyectara hacia afuera el estado de esa alma y se le atribuyera la responsabilidad de ese estado
a una potencia externa de carácter totalmente oscuro e ingobernable. No es que el yo es débil –razonaría el alma
bella-, no es que se cree por encima de la media y, además, no tiene sentido del humor, sino que está gobernado
por fuerzas que están más allá de su control. Este modo de razonar –esta autojustificación, en realidad- es lo que
pone al alma bella en ese estado de sometimiento, de debilidad, de incapacidad de actuar. Pero la impotencia el
alma bella la concibe como producto de estar bajo las órdenes de un poder superior. A tales desatinos, como los
del alma bella, se adjunta para Hegel el principio de ironía moderna.

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Hegel establece la relación entre este estado decrépito del alma y el modo estético de la ironía no sólo en
términos psicológicos, porque esta falsa teoría induce a los poetas a introducir en los caracteres una diversidad
que no converge en una unidad. Desde el punto de vista de Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega,
Hamlet y Fausto serían héroes modernos porque se sienten, en tanto sujetos escindicos, como si estuvieran
acostados en el potro de tortura. El personaje tironeado desde los extremos, para el Schlegel de Sobre el estudio
de la poesía griega, no es ejemplo de un concepto, sino un concepto que sólo puede representarse en la tragedia
filosófica, en el género didáctico, justamente porque no puede ser pensado filosóficamente sin ser representado
de ese modo. Se trata de una representación paradójica, podríamos decir. Como este principio de la ironía
moderna, Schlegel lo aplica a las tragedias de Shakespeare, Hegel dice que estas tragedias, en clave
protorromántica, están mal interpretadas. Y utiliza, para mostrar esa mala interpretación, dos ejemplos: Lady
Macbeth y Hamlet.

En este sentido, se ha querido interpretar también los personajes shakesperianos. Lady Macbeth, por
ejemplo, debe ser una amante esposa de ánimo dulce, aunque no sólo da lugar al pensamiento de asesinato,
sino que también lo lleva a cabo. (p. 177)

Lady Macbeth también sería este tipo de carácter dual, leído a través de la ironía romántica: alguien que
encarnaría (así como hablábamos de la conjunción de la sonrisa con el llanto) la conjunción de la dulzura y la
maldad. Como una paradoja viviente. Se trata de otro de esos conceptos que sólo pueden tener una
representación dramática y no una representación filosófica. El recurso de Schlegel es tomar un personaje del
pasado y leerlo en la clave del presente: esto lo van a hacer notar a sus lectores tanto Hegel como Heine.
Schlegel es una nueva figura de artista: a la vez es receptor y productor de la obra. Más que producir una obra
propia a partir del estado de los materiales artísticos en el presente, lo que hace es producir una obra nueva a
partir de la lectura crítica de ciertos materiales de pasado. Es decir, tomar una figura shakesperiana (Lady
Macbeth, Hamlet) y leerla en una clave moderna es una operación artística romántica. Ya sea una figura
medieval, de la antigüedad o isabelina, es lo mismo, pues lo que se hace es convertirla en una paradoja viviente
como personaje.

Pero Shakespeare mismo se caracteriza por lo resuelto e inexorable de sus personajes incluso en la
meramente formal grandeza y constancia en el mal. Hamlet es ciertamente en sí indeciso, pero no duda sobre
qué debe hacer, sino sólo sobre cómo. Pero ahora hacen fantasmagóricos también a los personajes de
Shakespeare y suponen que la nulidad e insuficiencia en el vacilar y postergar estas bobadas deben
interesar precisamente para sí. (p. 177)

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En la última frase de la cita, lo que marca Hegel es que estos personajes shakespeareanos han sido
usurpados en la lectura romántica como personajes que serían característicos de lo que, en realidad, es el alma
bella: la indecisión, la incapacidad de actuar, el permanecer en la paradoja sin poder salir de ella. Mientras que
en Shakespeare son caracteres que, en todo caso, no saben cómo actuar, pero que van a actuar y están decididos
a hacerlo. Hegel ve muy bien que lo que hace Schlegel es apropiarse de ciertos personajes y, de alguna manera,
romantizarlos. Es propio de la ironía romántica (tal como la lee Hegel) que el artista romántico pueda tomar
cualquier personaje de cualquier época y convertirlo en reflejo del estado de la subjetividad moderna. Es como
si el primer romanticismo modernizara a todos los personajes posibles y los hiciera portadores de una indecisión,
una nulidad de ánimo y una negatividad que es propia del alma bella.

La de Schlegel es una operación artística absolutamente novedosa, aún descripta en el modo crítico que la
describe Hegel: un personaje del pasado literario, leído en una clave que es la clave del presente, se moderniza.
De ahí que este aspecto de la ironía también sea un aspecto completamente modernizador. Como si dijéramos
que es el sujeto el que hace pasar la obra shakespeareana a través de su tamiz y la convierte en una obra que
habla de presente y no del pasado.

A diferencia de lo que sostiene Hegel (que la ironía, es decir, el alma bella, moderniza los objetos artísticos
que toma del pasado), Heine sostiene que la ironía todo lo medievaliza.

La escuela romántica de Heinrich Heine es una crítica, por supuesto, al romanticismo (ya llamarlo escuela
romántica implica una forma despectiva de referirse al romanticismo). Se trata de un texto escrito entre 1832 -
1835 y que apunta algunas características sobre la ironía que, si bien no son comunes con las que vimos en
Hegel (no son las mismas observaciones), permiten, no obstante, entenderla como lo más moderno de la
subjetividad romántica y de este primer romanticismo. En la ironía aparece un tipo de subjetividad moderna -y
un modo de ejercer la subjetividad moderna- que se caracteriza en buena parte por rumiar el pasado, por buscar
novedad en el pasado. En un punto, la ironía es una forma de releer el pasado y buscar en él todo aquello que no
fue redimido, trayéndolo al presente como belleza. Todo lo despreciado es redimido y se lo convierte en nuevo y
bello.

Ahora bien, en la lectura de Heine (que es tan malévolo, en su teorización del romanticismo, como Hegel)
se habla del modo en el cual los románticos alemanes traen al presente la Edad Media. Junto con este aspecto
también va a aparecer el papel que tiene el cristianismo en el gusto por la Edad Media.

¿Qué fue la escuela romántica en Alemania? No fue ni más ni menos que el nuevo despertar de la poesía de la
Edad Media, tal como se había manifestado en sus cantos, en sus obras plásticas y arquitectónicas, en el arte y

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en la vida. Esta poesía había surgido del cristianismo, fue una pasionaria que brotó de la sangre de Cristo. No
sé si la melancólica flor que en Alemania denominamos pasionaria llevaba ese nombre también en Francia, ni si
la leyenda popular le atribuye, también aquí, aquél origen místico. Es aquella extraña flor de colores
especialmente indefinidos en cuyo cáliz se ven retratados los instrumentos de martirio que fueron utilizados en
la crucifixión de Cristo: martillos, tenazas, clavos, etc… Una flor que no es en absoluto fea, sino sólo macabra,
cuya visión, incluso, provoca en nuestras almas un siniestro placer, al igual que las sensaciones
espasmódicamente dulces que surgen del dolor. [Heine, Heinrich, La escuela romántica, trad. Román
Setton, Buenos Aires, Biblos, 2007, p. 41]

Noten en esta descripción cómo se enfatiza, por parte de Heine, el modo en el cual el romanticismo en
Alemania buscó en la Edad Media, justamente, todo lo que necesitaba para atrapar la atención de ese público de
gusto debilitado del cual hablaba Schlegel. Clavos, sangre, martirio, tenazas…Bueno, el potro de tortura (la
Inquisición), es decir, todo lo que tenía la Edad Media de oscuro, de espantoso, de despreciado por la
modernidad. No lo más compuesto, lo más agradable al ojo, lo más diurno, lo más infantil (me refiero a la
representación pictórica, a los dibujos sin perspectiva central). Lo que buscaba, justamente, era todo lo que tenía
de espectacular (sangre, clavos, tenazas, brujas quemadas, potros de tortura, leyendas con elementos fantásticos,
hechizos, nibelungos, etc…). Buscaba todo lo que, de alguna manera, resulta tan atractivo de la Edad Media para
todo el romanticismo, incluso para el posromanticismo (pienso, por ejemplo, en Wagner).

Desde esta perspectiva, esta flor sería el símbolo más apropiado del cristianismo, cuyo más espantoso
atractivo consiste precisamente en la voluptuosidad del dolor.

Es decir, la Edad Media aparece como proveedora de imágenes fuertes, shockeantes y vinculadas al dolor.
Es una época que encarna lo viscoso, lo oculto, lo mágico. Es, digamos, todo lo contrario de la modernidad y por
eso lo moderno de la ironía apunta a todo eso que sería lo prohibido del pasado. Termino el párrafo:

Aunque en Francia se entiende bajo el nombre de cristianismo únicamente el catolicismo romano, debo advertir
enfáticamente que sólo me refiero al último.

Alumna: no se refiere al protestantismo.

Profesora: Claro, exactamente. Fíjense ¿qué es lo que tiene la Edad Media? Catolicismo. Y, en un país
como Alemania, devenido básicamente protestante, el catolicismo es una máquina de proveer materiales
estéticos novedosos. ¿Se entiende a dónde va Heine? Se trata de algo que quizás para los franceses no es tan
extraño, pero para los alemanes –dice Heine-, sí. La Edad Media, una época donde la cristiandad todavía no
estaba dividida, donde todavía no se había producido la Reforma, tiene todos los materiales que el romanticismo

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necesita para animar los ánimos languidecidos: sangre derramada, ocultismo, brujas, Inquisición, clavos,
torturas, etc.

En una época protestante y en un país protestante, todo eso era literatura. De ahí que para el romanticismo fuera
un material apropiable como material artístico. Casi tan apropiable, podríamos decir, como los mitos griegos
para el clasicismo. Todo podía ser literatura, en lugar de creencia religiosa. En un país como Francia hubiera sido
más difícil. Pues es un país donde la cristiandad es mayormente católica, en cambio, en Alemania todo lo que
provenía de la Edad Media era tan lejano como lo hindú.

Alumno: ¿No se puede ver esa apropiación de los clavos, lo gótico y el potro como la apropiación
estética de elementos que encarnaban el poder? Apropiados y despojados de su funcionalidad de poder, podían
convertirse en objetos estéticos.

Profesora: Sí, está muy bien lo que vos decís y podemos agregar el hecho de que todo eso aparece como
un pasado absolutamente lejano, casi fantástico. La Edad Media con esa cristiandad no dividida, con ese poder
omnímodo de la Iglesia, lo que se vuelve de alguna manera estético se vuelve estético en la medida que fue visto
como feo en una época ilustrada (más aún en un país protestante). Son símbolos de poder, sí, pero están
asociados a una época donde la Iglesia tenía un poder que en el presente de Alemania no tiene.

Hegel, a diferencia de Heine (que sostiene que los románticos no tienen un sistema filosófico desde el
cual piensen: ni el de Kant ni el de Fichte), insiste en que la figura del alma bella es una aplicación a la estética
de la teoría fichteana del yo. Esta tesis de Hegel es bastante discutible, porque hablamos de obras que se
publican a la par: los Fragmentos críticos (escritos en 1795) y la primera y la segunda Introducción a la teoría
de la ciencia de Fichte (1797). Fichte había publicado la Teoría de la ciencia (Wissenschaftslehre) en el mismo
año de “Sobre los límites de lo bello” de Schlegel –en 1794-. Hay una simultaneidad en la escritura de Fichte y
de Schlegel; sin embargo, es Fichte el que influye sobre Schlegel (y no al revés). Fichte tiene la teoría del yo que
la ironía romántica puede poner en práctica. No obstante, no creo que haya entre ambas filosofías una relación de
aplicación en términos de teoría y práctica. Sólo que es Fichte el que hace de Kant, en 1797, un filósofo
contemporáneo de la juventud poskantiana del Círculo de Jena. En Sobre la filosofía, un escrito con forma
epistolar (de 1800), Schlegel considera que la filosofía de Fichte ha sido malentendida por su mismo carácter de
lectura contemporánea: si alguien no ha entendido la Teoría de la ciencia –como el propio Fichte sostiene- es
porque no comparte sus principios (no porque Fichte no sea lo suficientemente claro). Fichte -según Schlegel- es
el más claro de los filósofos, porque en su filosofía no hay nada que le sea de exclusiva pertenencia. Se trata de
todo lo contrario: Fichte es la filosofía del momento, el kantismo consecuente.

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Heine, contra lo que venimos diciendo, trata a los hermanos Schlegel como críticos de arte sin sistema:
Una escuela que llamamos romántica se alzó en Alemania contra esta literatura [una literatura de ciertos autores
que pasaron al olvido, autores de moda, respecto de los cual Heine dice que no es cierto que se lo leyera tanto a
Goethe como Schlegel decía] durante los últimos años del siglo pasado y como sus directores se nos
presentaron los señores August Wilhelm y Friedrich Schlegel. [Heine, Heinrich, La escuela romántica, op.
cit., p. 56]

Para Heine, el romanticismo es una escuela que irrumpió en un contexto donde lo que se leía y tenía éxito
era muy malo y lo que tenía éxito y era bueno -inclusive lo que tenía éxito de Goethe-, tenía éxito por las razones
equivocadas. En la época que los hermanos Schlegel fundan Athaeneum, el gusto se consagraba a obras de
dudosa factura. Es decir, se ponían de moda determinados autores por razones que no siempre eran las
estrictamente literarias. Por lo tanto, la operación de los hermanos Schlegel como críticos es una operación a
contracorriente de lo que estaba vigente en ese momento. Recordemos la crítica a la moda como parodia del
gusto público.

Jena con estos dos hermanos, junto con muchos espíritus afines, que se reunían de cuando en cuando, fue el centro
desde el que se difundía la nueva doctrina estética. [ídem, p. 56]

Heine pone ya al protorromanticismo como una nueva doctrina estética, más que como una nueva doctrina
literaria. Sigue:

Digo doctrina porque esta escuela comenzó con el juicio de las obras de arte del pasado y con la fórmula de
las obras de arte del futuro.

Esa es la clave, muy bien apuntada por Heine, del primer romanticismo: el pasado como objeto de juicio y el
futuro como objeto de programa.

En el juicio de las obras de arte ya existentes se señalaron sus defectos y falencias y se iluminaron sus méritos y
bellezas. (…) En la polémica en aquél descubrimiento de las falencias y defectos artísticos, los señores Schlegel
fueron completamente epígonos del viejo Lessing.

Heine reconoce a los Schlegel como muy buenos críticos, igual que Hegel. Pero sin que esa crítica se
ejerza desde un sistema filosófico. Igual que sucedía con Lessing que, para Heine, era un gran crítico sin sistema
filosófico:

[Lessing] carece del terreno sólido de una filosofía, de un sistema filosófico. Este es el mismo caso de los señores
Schlegel, pero en un grado más penoso. Se fabula acerca del influjo de algún influjo del idealismo de Fichte y de

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la filosofía de la naturaleza de Schelling sobre la escuela romántica, incluso se afirma que ésta procede
completamente de aquellos. Pero yo veo aquí, a lo sumo, sólo el influjo de algunos fragmentos de pensamientos
que vienen de Fichte y de Schelling, pero de ningún modo el influjo de una filosofía. (ídem, p. 57)

Volviendo ahora a los Fragmentos críticos de F. Schlegel, en el fragmento 48 la ironía queda definida
como la forma de lo paradójico.

La ironía es la forma de lo paradójico. Paradoja es todo lo que es a la vez bueno y grande. [Ironie ist die Form des
Paradoxen. Paradox ist alles, was zugleich gut und groß ist.]

En el fragmento 55 aparece el yo como el yo absoluto fichteano. Así como relacionamos el fragmento 42


con el 108, ahora vamos a relacionar el fragmento 55 con el 117.

Un hombre suficientemente libre e instruido tendría que poder afinarse a sí mismo según su deseo, filosófica
o filológicamente, crítica o poéticamente, histórica o retóricamente, antigua o modernamente, de modo
completamente arbitrario, tal como se afina un instrumento, en cada momento y en cada grado. [Ein recht
freier und gebildeter Mensch müßte sich selbst nach Belieben philosophisch oder philologisch, kritisch oder
poetisch, historisch oder rhetorisch, antik oder modern stimmen können, ganz willkürlich, wie man ein
Instrument stimmt, zu jeder Zeit, und in jedem Grade].

En este fragmento aparece, solapadamente, el problema del yo planteado en los nuevos términos fichteanos
de la disolución del problema de la cosa en sí. Se trata del principio del yo absoluto (el yo que pone el objeto y,
por lo tanto, puede llegar al saber absoluto), aplicado, en este caso, al yo empírico del hombre libre e ilustrado.
Aplicado al yo empírico del hombre libre e ilustrado, el principio fichteano del yo absoluto genera un efecto
romántico. Este yo parece lo que Hegel –como veremos más adelante- llama “alma bella”: una autoconstrucción
del yo que se desentiende de lo que el exterior dice de él, pero que, cuando el juicio ajeno le es adverso, sufre; un
yo que actúa de acuerdo con un temple artístico, independientemente de que se plasme en una obra artística que
justifique ese temple (o una obra artística, al menos).

En el fragmento 117, la absolutización del yo está implícita en el hecho de que el juicio estético deviene
juicio artístico (Kunsturteil) y, en este nuevo sentido, es capaz de instaurar la artisticidad de la obra de arte (en
lugar de su belleza, como en el caso del juicio estético kantiano): ahora bien, por eso mismo él mismo tiene que
ser arte. Este fragmento lo cito en la traducción de Sánchez Meca y Rábade Obradó (la de la compilación Poesía
y filosofía, publicada por Alianza), que en este caso puntual es más precisa que la de González y Carugati:

La poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo una obra de arte, bien en
su materia, como exposición de la impresión necesaria en su génesis, o bien en virtud de una forma bella y un

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tono liberal siguiendo el espíritu de las antiguas sátiras romanas, no tiene ningún derecho de ciudadanía en el
reino del arte. [Poesie kann nur durch Poesie kritisiert werden. Ein Kunsturteil, welches nicht selbst ein
Kunstwerk ist, entweder im Stoff, als Darstellung des notwendigen Eindrucks in seinem Werden, oder durch eine
schöne Form, und einen im Geist der alten römischen Satire liberalen Ton, hat gar kein Bürgerrecht im Reiche
der Kunst]. (Schlegel, Friedrich, “Fragmentos del Lyceum” (1797), en: Poesía y filosofía, trad. Diego Sánchez
Meca y Anabel Rábade Obradó, Madrid, Alianza, 1994, pp. 47-67)

Recordemos la definición de poesía de Sobre el estudio de la poesía griega: es todo aquello de lo cual
se predica el atributo de lo bello. La poesía entonces aparece como una capacidad que está en el comienzo de
toda actividad filosófica.

Con respecto a la poesía, hay dos términos en alemán: Dichtung y Poesie. En el primer romanticismo
y en Schlegel, Dichtung se refiere a la capacidad de poetizar, mientras que Poesie se refiere al producto de
esa capacidad. Cuando dice en este fragmento que la poesía sólo puede ser criticada por la poesía, la palabra
es Poesie, es decir: una obra poética sólo puede ser criticada por otra obra poética. El discurso crítico sobre
una obra poética tiene que ser a su vez una obra poética. No puede estar escrito en el lenguaje de las revistas
científicas -que también lo han adoptado en el siglo XX las revistas filosóficas-. En cambio Athenaeum era
una revista de arte donde se publicaban estos fragmentos, y aspiraban a dar cuenta del arte a través de un
lenguaje que fuera artístico. Pero no en el sentido de “embellecido falsamente”, como pasa a veces con la
mala crítica, que está escrita “literariamente” y resulta “mala literatura”. Lo que tienen de identificable con lo
poético es una extrema libertad en el lenguaje; una imprevisibilidad en cuanto a cuándo va a cortarse el
fragmento. Tenemos fragmentos muy breves, casi aforísticos, como definiciones, como los que vimos en
relación a qué es lo bello y qué es lo sublime, y hay otros que son largos, que son, no argumentados, pero
donde lo que se presenta es muy cercano a conceptos. El término Dichtung, para “poesía”, lo usa en el
fragmento 91, cuando dice: Los antiguos no son ni los judíos, ni los cristianos, tampoco los ingleses de la
poesía; no son un pueblo artístico de Dios, agraciado arbitrariamente; no tienen la fe de la belleza
salvadora, ni poseen el monopolio de la poesía. Ahí, Dichtung se refiere al monopolio de la capacidad de
producir poesía. No hay modelos antiguos para la poesía moderna. En la clase pasada hicimos mucho énfasis,
si recuerdan, en que para Schlegel, si bien la cultura griega era una cultura natural y, en ese sentido, la belleza
era atributo de todo lo que se producía dentro de la pólis, sobre todo sus instituciones, en la cultura moderna
no se puede recrear. Por lo tanto, no hay modelos, como si los antiguos fueran los judíos de la cultura, el
pueblo elegido de la cultura, y se plasmara así en ellos un ideal de la cultura.

En los fragmentos 55 y 117, que los leímos juntos –combinatoriamente, en realidad-, la crítica aparece
como una operación de autorreflexión. Como si la crítica ya no pudiera ser entendida sino en el modo

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autorreflexivo en que la enseña la Crítica del Juicio, pero esa autorreflexión, en los primeros románticos
fichteanos, es a la vez una capacidad íntimamente vinculada con el carácter absoluto del yo. Es el juicio el que
instituye la belleza pero la instituye como obra de arte y al instituirla, se instituye a sí mismo como arte. La idea
de que el juicio crítico instituye la artisticidad (decir “esto es bello” es decir “esto es arte”) conduce a que el
primer romanticismo muchas veces haga justicia con objetos artísticos desatendidos u olvidados y, otras veces,
cometa arbitrariedad, al elevar de rango obras menores. Ésta es, básicamente, la razón por la que Hegel
considera a los hermanos Schlegel como “carentes de talento filosófico”, aun siendo “grandes críticos”. No
pueden instituir un criterio para juzgar la belleza. Juzgan la belleza como críticos –tomando a su yo como
medida- y no como filósofos –midiendo con la Idea al objeto-. Por supuesto, tanto el concepto de crítica como el
de filosofía están tomados aquí en sentido idealista. No se trata de la crítica como algo que viene a posteriori de
la existencia de la belleza, como si fuera algo que se agrega para reforzar y a dar cuenta de la belleza del objeto,
sino que se trata de la crítica como algo que instituye la belleza del objeto en el acto mismo de juzgar. Pero la
belleza no está dada en el objeto antes de ser instituida por el juicio. Hegel considera a los Schlegel críticos -y no
filósofos- precisamente por ese modo de apropiarse de la teoría kantiana del juicio para adaptarla a la teoría
fichteana del yo absoluto:

En la vecindad del nuevo despertar de la idea filosófica August Wilhelm y Friedrich von Schlegel, ávidos de
lo nuevo en la búsqueda de distinción y de lo sorprendente, se apropiaron de la idea filosófica en la medida
que sus naturalezas, en absoluto filosófica sino esencialmente críticas, eran capaces de asimilarla. Pero
ninguno de los dos puede aspirar al prestigio del pensamiento especulativo. (Hegel, G. W. F., Lecciones
sobre la estética, trad. A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989, p. 49)

Los filósofos sistemáticos, como Hegel y Schelling, lo que encuentran verdaderamente problemático en la
apropiación de la filosofía kantiana que se hace a finales del siglo XVIII (Fichte va a decir que es una época muy
frívola) es, justamente, la ausencia del principio especulativo en la filosofía. No es verdaderamente una filosofía
especulativa la filosofía idealista tal y como es leída por el primer romanticismo. La apropiación que hacen los
Schlegel del componente crítico del criticismo kantiano la hacen en tanto ellos son críticos, en tanto ellos
instituyen la belleza como algo de lo cual estaría desprovisto el objeto.

Pero fueron ellos los que con su talento crítico se aproximaron a la perspectiva de la idea; y con gran
facundia e intrepidez innovadora, aunque con modestos ingredientes filosóficos, se lanzaron a una brillantez
polémica contra los modos de ver hasta entonces admitidos y, así, introdujeron sin duda, en diferentes ramas
del arte, un nuevo criterio de enjuiciamiento y puntos de vista superiores a los combatidos. Pero puesto que
su crítica no se acompañaba de un fundado conocimiento de su criterio, este criterio conservaba algo de
indeterminado y fluctuante, de modo que tan pronto pecaban por exceso, como por defecto. Si bien hay que

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concederles por ello, como mérito, el hecho de haber exhumado y enaltecido con amor lo que en aquellos
tiempos era tenido por anticuado y menospreciado: como las antiguas pinturas italianas y neerlandesas, los
nibelungos, etc (Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la estética, op. cit., pp. 49)

Esta idea de tomar algo menospreciado, tenido por feo o cruento, aparecería como una forma de
enjuiciamiento por el cual, algo que estaba fuera de ser considerado bello es elevado a la categoría de bello. El
crítico, en ese sentido, es quien convierte algo que carecía de relevancia estética en merecedor del predicado Esto
es bello, instituyendo la belleza donde no la había. Se trata del acto de enjuiciamiento entendido como un acto
creador y por eso puede desembocar en la arbitrariedad: esta figura que a veces se traduce como libre arbitrio
que es la palabra alemana Willkür. Se trata de un criterio que en realidad no es un criterio, porque responde a un
principio enteramente subjetivo. De ahí que en varios de los fragmentos en los que Schlegel define al crítico la
definición parezca orientada a diferenciar el buen del mal crítico, casi en el sentido del ensayo de Hume “Del
criterio del gusto”.

Un crítico es un lector que rumia. Por lo tanto, debería tener más de un estómago.[Ein Kritiker ist ein Leser, der
wiederkäut. Er sollte also mehr als einen Magen haben].

El rumiante tiene que metabolizar lo que come. De algún modo, come dos veces el mismo alimento: una
vez como lo que es y otra, como algo que está mezclado con su propia saliva. Leer y juzgar sobre lo que se lee
son acciones que cierran un círculo. La operación de la lectura parece tener que pasar por dos estómagos,
como para metabolizar en dos instancias distintas lo leído y, podríamos decir, mezclarlo con la propia saliva:
hacerlo consustancial al propio metabolismo. La idea de los dos estómagos parece sugerir una doble
constitución: la del crítico por el juzgamiento de la obra y la de la obra por el juzgamiento del crítico. Hay
una actividad por la cual el leer y el escribir tiene que construir un yo, y al mismo tiempo ese yo es el que a
través de la escritura convierte la lectura en una segunda cosa.

Estudiante: La lectura se va retroalimentando y expandiendo.

Profesora: Pero no en el sentido de un progreso, de una autoilustración. Cuando Schlegel pone la


figura del rumiante, pareciera ser que la explicación está en el proceso digestivo elegido, y no en la figura de
los dos estómagos, que es en realidad la figura misteriosa en este fragmento: el crítico es alguien que debería
tener dos estómagos, y no hay un desarrollo de cómo funcionarían. Podemos pensar: el crítico es un lector
rumiante. No hay lectura que no sea al mismo tiempo una escritura instituyente de una obra, y al mismo
tiempo del yo que hace esa operación. El crítico necesita construir su yo a través de la crítica. No es que la
lectura lo forma, y en un momento determinado se convierte en alguien que, por estar formado, tiene un
juicio. No es una autoeducación en el sentido ilustrado de Hume y de Burke. Más bien apunta a que hay un

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doble trabajo en la lectura. Se regurgita inmediatamente aquello que después el organismo va a volver a
incorporar. No se puede no hacer de la lectura algo que se va a convertir en otra cosa; en algo que va a ser
juicio, y el juicio a su vez, al instituir la obra, no puede no devenir en la construcción de un yo.

Hay fragmentos en los cuales el propio Schlegel ensalza a Lessing -un crítico y filósofo de la época
vinculado al neoclasicismo- como un gran ironista. Lo que convierte a la ironía en una práctica que se
perfecciona a sí misma en el modo de la crítica –la crítica de arte- es que no puede alcanzar el estado de
filosofía. Al no ser un sistema de pensamiento, tiene formas que son más próximas a la oralidad, la
conversación, la polémica, pero también de la crítica. Justamente, donde mejor se practica la ironía es en la
forma del juicio crítico, por ejemplo, cuando alguien escribe la crítica de una obra y encuentra así la manera
de desarrollar su yo, desplegar esa infinitud del yo en el modo del yo empírico –en el sentido de la firma: se
hace cargo de ese juicio-, y al mismo tiempo desarrolla en esa práctica su erudición, su ilustración. Se
combinan así libertad e ilustración en la práctica de la ironía, sea en la conversación o en el juicio estético
desarrollado como juicio crítico.

También hay en la ironía una autoconstrucción del yo –de acuerdo con el principio fichteano del yo-,
que se desentiende de todo lo exterior. El yo se despliega sin trabas, cuando ejerce la ironía. Esta
autoconstrucción del yo –la del ironista puesto en el papel de crítico- es lo que le permite al programa
romántico ser un programa artístico-filosófico, y en lo que tiene de artístico, poder desarrollarse sin que
exista una obra, es decir, una obra artística a la altura del temple romántico.

Esto es quizás lo más revolucionario del programa del primer romanticismo en su versión irónica. De
lo que libra la ironía al sujeto irónico es de la obra. Por eso la crítica es la práctica ideal del ironista. Qué es
un crítico: una persona que opina sobre las obras artísticas ajenas sin haber producido ninguna. El hecho de
no haber producido nada es, precisamente, lo que caracteriza al crítico en el sentido del ironista romántico.
Schlegel no tenía una obra poética, y la única novela que escribió, Lucinde, fue muy poco novedosa, desde el
punto de vista de la literatura de su época, es decir, una novela romántica típica de amores contrariados, no
una gran novela que cambió el arte de la novela. Pero aun si Schlegel hubiera sido una gran novela, lo
revolucionario del programa romántico de Jena es que podría no haberla escrito. No es que depende de esa
novela el hecho de que Friedrich Schlegel sea un artista, sino que lo que tiene de artista su figura lo tiene en
tanto crítico: es un crítico-artista (una figura que también el esteticismo de finales del siglo XIX va a
reivindicar). Es decir, la crítica se convierte en una actividad productiva del yo (del yo del que escribe: el yo
del crítico como un crítico-artista). Pero, para producir el yo, la crítica tiene que ser una obra de arte.

Este programa del crítico-artista, que reaparece en el esteticismo de fines del siglo XIX, está ya en el

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primer romanticismo: pero el crítico-artista romántico, a diferencia del esteticista, es alguien que produce un
juicio instituyente de la artisticidad de la obra de arte, no alguien que simplemente “escribe bien” y por
escribir bien, su obra crítica es considerada una obra literaria. El juicio es el que funda la artisticidad. Así, la
obra de arte aparece en el acto del pronunciarse sobre ella. Si a Schlegel le gustaba una comedia menor, la
convertía con su juicio crítico en la revista Athenaeum en una obra de arte. Y esa era la obra de arte, y no la
comedia menor. Este uso de la ironía es el que le critica Hegel, pero por otro lado dice que es para lo que
Schlegel tenía un talento que lo diferenciaba de sus contemporáneos. Si Schlegel sostiene que una obra de la
época isabelina -como de hecho lo hace con Hamlet- es una obra filosófica moderna, porque Hamlet es un
personaje filosófico en tanto encarna la paradoja, de esa manera instituye la artisticidad de Hamlet. El crítico
es el que artistiza con su juicio a un objeto y lo instituye como obra de arte. Es justamente ese momento, el
de la institución de la obra de arte a través del juicio estético, el momento productivo del romántico ironista.
En el fragmento 20 también aparece el problema de la lectura.

[20] Un escrito clásico jamás debe tener que ser comprendido completamente. Sin embargo, quienes están
formados y se forman siempre tienen que querer aprender un poco más. [Eine klassische Schrift muß nie ganz
verstanden werden können. Aber die, welche gebildet sind und sich bilden, müssen immer mehr draus lernen
wollen].

En un rasgo de modernidad estética avanzada, Schlegel plantea que la obra de arte nunca puede llegar,
por llegar a la categoría de “clásico”, a una lectura definitiva, ni en el sentido de que la clausure en una
consagración ad aeternum (como si lo que alguna vez ha llegado a ser obra de arte no pudiera dejar de serlo
algún día) ni en el sentido de que alguna lectura pueda llegar a ser la última. La acción hermenéutica nunca
cierra un texto, sino más bien lo contrario: lo abre. La categoría de clásico es una categoría inestable, leída en
clave protorromántica: la obra tiene que permanecer abierta para que se pueda seguir aprendiendo de ella.

Aquí encontramos un descreimiento respecto de los clásicos, en el sentido de que, una vez que un
clásico se convierte en una institución, ya no puede emanar de él sino verdad. Schlegel, ante esto, dice: no
hay clásicos. De la misma manera que recomienda a Dorothea Veit en la Carta sobre la filosofía empezar por
la filosofía contemporánea para formarse, uno podría decir: nunca se puede confiar en los clásicos; nunca
puede alguien aferrarse a la clasicidad de un autor o autora. El autor clásico no es un autor que haya que
comprenderlo porque de él no puede sino emanar verdad. Lo que plantea este fragmento es más provocador
que lo que solemos entender por hacer una nueva lectura de un clásico: nunca hay que entender
completamente a un clásico, porque la condición de clásico es precisamente esa: que alguien permanezca
siempre incomprendido, y no que alguien se totemice y haya que hacer un esfuerzo por comprenderlo.

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Estudiante: ¿Pero eso no supondría que el clásico es un límite?

Profesora: No es que el clásico representa un límite para mí, como lector contemporáneo, sino que en
realidad la clasicidad no es otra cosa que un permanecer permanentemente incomprendido. Leemos a los
clásicos, no porque son clásicos y nos son lejanos, y entonces hacemos un esfuerzo por acercarnos a un
mundo como el de ellos, sino que ser un clásico es ser alguien que no puede ser comprendido
completamente, y entonces, como la lectura nunca puede ser definitiva, siempre se retoma.

Estudiante: Me resulta difícil hacerlo congeniar con la posición fichteana del yo que lo pone todo. Si
la obra la puse toda yo, no hay nada que pueda ser construido más allá.

Profesora: Está muy bien lo que decís, porque uno podría pensar –es el límite de este programa- que
si todo lo pone el yo, y en este caso concreto, el yo del crítico, en realidad la posibilidad de volver leer a un
clásico está dada porque la lectura es infinita: cada crítico hace “su” lectura. Mi lectura de un autor no será
definitiva, ninguna lo es, no será cerrada, clausurada. Se seguirá leyendo a ese autor por generaciones –por
eso decimos que es clásico-, pero la lectura que yo haga de él será tal que yo decido que el autor dice lo que
yo digo. Y en un punto, esto es lo que hacemos cuando leemos los textos que llamamos clásicos: decimos que
nuestro yo pone al autor como alguien que está diciendo lo que nosotros, como lectores, le hacemos decir. En
este sentido, el ejercicio crítico es un ejercicio instituyente de la obra. Si no pudiera hacer eso, quizás el autor
no sería un clásico sino un falso clásico, como cuando alguien envejece y ya todo lo que dice nos resulta
unívocamente comprensible, porque ya no puede decir más que lo que dijo a otras generaciones.

Por ejemplo, si alguien estudia literatura argentina del siglo XIX, acá en la facultad, seguramente lea
La campaña del Ejército Grande, de Sarmiento, o el Martín Fierro, de Hernández, y probablemente tenga
que relevar todas las lecturas que la crítica hizo de esas obras desde el siglo XIX mismo hasta el siglo XXI, y
encuentre –o no- una lectura nueva para esa obra. Ahora bien, si la obra sólo hablara a través del pasado, si
sólo tuviera un valor histórico, no sería tratada como un clásico. Si nada nos invitara a volver a leer, no sería
un clásico.

Pareciera al revés: el clásico es visto como algo que ya se sabe, y la reacción es ¿otra vez más estudiar
a Kant? ¿Otra vez más leer a Sarmiento? La idea del clásico suele ser que ya todos saben lo que dice, hay
bibliotecas sobre él y entonces, por eso, hay que volver a leerlo. Pero Schlegel está planteando otra cosa: no
se puede entender al que es clásico, o nunca se lo termina de entender. Esa es su característica. El clásico es
un enigma. Siempre tiene nuevos lectores. Y cuando eso le deja de pasar, se ha muerto, ha dejado de ser
clásico.

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A mí me pasa esto con Schiller. Me parece uno de los filósofos más aburridos y menos interesantes de
su época. Por ejemplo, las Cartas sobre la educación del género humano, que son un clásico de la estética,
me parecen letra muerta. No lo puedo enseñar porque no logro extraer de esos textos algo para justificar el
decirle a lxs alumnxs que hay que leerlo, y quizás otro profesor sí pueda –no digo que el mío sea un juicio
absoluto-. Ahora bien, es cierto que uno puede pensar: en esta lectura, uno instituye su yo: uno le hace decir
al autor que todo lo que dice está viejo. E, inversamente, alguien podría hacerlo hablar e instituirlo de otra
manera: haciéndole decir algo nuevo. Pero aquí se podría entender la institución de la obra de arte como tal,
por parte de un yo infinito, a partir del hecho de que la clasicidad es un estado de lectura latente ad infinitum.
No hay manera de llegar a la lectura definitiva. La lectura es una actividad. Este yo infinito es un yo-lector
rumiante, que no se relaciona con objetos que están definitivamente juzgados. Ahora bien, el ejercicio del
juicio que hace un yo, cuando instituye un objeto como obra de arte, es también el de cerrarlo para que otro
yo lo abra. La lectura crítica no es una lectura última.

Estudiante: Cerrado pero no definitivo.

Profesora: Claro. Quizás, cerrado para mí, pero abierto para los otros. Convertir algo en objeto crítico
implica entrar en polémica con otro yo crítico. No es que porque el crítico ha instituido un objeto como obra
de arte a partir de ahora sólo se lo puede reverenciar. La condición de crítico es discutible porque es la
actividad infinita de un yo; por eso puede decírsele que no tiene razón o que cómo le puede parecer una obra
de arte la bazofia sobre la que ha escrito. Ahí es donde queda, en el marco del primer romanticismo, el
residuo del gusto. Lo que se define como obra de arte puede aparecer como producto del capricho del crítico,
que lo instituye como bello y, en realidad, es un ejercicio de la arbitrariedad de su yo empírico y no de la
infinitud de su yo absoluto.

En el fragmento 96 aparece la capacidad sin la cual la ironía no podría existir: el ingenio (Witz).
Un buen enigma tendría que tener Witz; si no, no queda nada, en cuanto se encuentra la palabra; tampoco deja de
ser un estímulo cuando una ocurrencia con Witz es tan enigmática que requiere ser adivinada: la condición es que
su sentido se vuelva completamente claro en cuanto es hallado. [Ein gutes Rätsel sollte witzig sein; sonst bleibt
nichts, sobald das Wort gefunden ist: auch ist's nicht ohne Reiz, wenn ein witziger Einfall insoweit rätselhaft ist,
daß er erraten sein will: nur muß sein Sinn gleich völlig klar werden, sobald er getroffen ist.]

Aquí tenemos, prácticamente, el arte poética de los fragmentos. Los fragmentos no pueden ser, si
tienen Witz, tan enigmáticos como para ser adivinados. Por ejemplo, qué quiere decir con los dos estómagos.
Si pasa esto, es un mal Witz; es tan abierto que no tiene clave de resolución alguna. Pero tampoco el
fragmento tiene que ser algo obvio. Ahora bien, una vez que se le encuentra un sentido al Witz del fragmento,

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pareciera que es absolutamente claro, es decir, que el sentido no podría ser otro. Esto es lo que establece la
tensión propia de la paradoja del fragmento, en tanto ejercicio de la ironía: no tiene que ser algo que tenga
que ser adivinado, pero tampoco algo que tenga que ser decodificado de manera unívoca, aun cuando, una
vez decodificado, el yo experimenta que no podría haber otra interpretación que esa. El Witz no puede ser
sinónimo de arbitrariedad.

Así como en la ironía socrática –según Schlegel- el espíritu científico se combinaba con un sentido
artístico de la vida, en la ironía romántica también domina un “espíritu combinatorio”, al que el Witz, de algún
modo, le da un nombre. Ese nombre (Witz) es acorde a lo que la ironía tiene de lúdica. Podría pensarse como la
definición de la ironía por el componente lúdico, en desmedro del componente “científico”.

La forma originaria de la fantasía es el arabesco: la infinita plenitud en la infinita unidad. El arabesco


expresa la infinitud de posibilidades que hay al comienzo de la creación artística, una infinitud de la que salen
todas las formas. Todas las formas posibles están contenidas, inicialmente, en lo que Schlegel llama arabesco.
Pero no todas las posibilidades, que están contenidas en la infinitud, entran en la forma artística. El Witz combina
entre sí sólo algunas de ellas.

El joven Schlegel (el del Círculo de Jena) piensa el Witz como una facultad combinatoria individual. El
Schlegel maduro, ya convertido al catolicismo, empieza a pensarla como una fuerza productora de carácter
místico -o mágico- y llega a llamarla Cristo. Pero cuando este espíritu combinatorio se llama Cristo, Schlegel
deja de hablar de “arabesco”, que es la forma originaria de la fantasía. Por este aspecto lúdico o combinatorio, el
Witz también está definido en el fragmento 56:

Witz es sociabilidad lógica [Witz ist logische Geselligkeit]

En un punto, lo que el Witz tiene de frágil lo tiene por ser individual. Sobre todo en el fragmento 96 se
advierte que la demanda de “adivinación” que le hace el ironista a su interlocutor se debe a que la combinación
de elementos dispares tiene un trasfondo de arbitrariedad: de la infinitud de posibilidades que contiene el
arabesco, se seleccionaron algunas (dos) que, en primera instancia, no tienen nada que ver entre sí. La relación
que se establece entre ellas por la vía combinatoria es obvia para el ironista, pero no para el interlocutor. Para el
interlocutor (o lector) el Witz es un enigma que requiere ser adivinado. El concepto de enigma, para referirse a la
obra de arte, también se encuentra en Teoría estética de Adorno.

Si el punto de partida de la creación artística es la infinitud propia del arabesco, parte del trabajo
individual del artista tiene que ser la autolimitación: de esa multiplicidad infinita de posibilidades que se da,
originalmente, en el modo de la unidad, debe escoger sólo algunas. En este sentido, la reconstrucción que

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estamos haciendo de la teoría schlegeliana de la ironía es, al mismo tiempo, una teoría de la obra de arte (de la
obra de arte entendida en sentido romántico). Ahora bien, por eso mismo, la infinitud del arabesco es en realidad
la infinitud del yo, un yo absoluto que pone el no-yo. El principio de la autolimitación –por parte del ironista en
lo que tiene de artista- es el principio de un yo que se ha descubierto como ilimitado, como infinito. Es el yo
fichteano, que no carga ya sobre sus espaldas con el problema de la cosa en sí kantiana. El principio de la
autolimitación aparece en el fragmento 37:

Para poder escribir bien sobre un objeto hay que haber perdido el interés en él. El pensamiento que debe
expresarse con sensatez ya tiene que haber pasado por completo, ya no tiene que ocupar a quien lo expresa.
Mientras el artista invente y esté inspirado, se encontrará en un estado no liberal, por lo menos para la
comunicación. Él querrá decir todo, lo cual es una tendencia errónea de los jóvenes o un prejuicio de los viejos
chapuceros. De este modo, desconoce el valor y la dignidad de la autolimitación, que tanto para el artista como
para el hombre es lo primero y lo último, lo más necesario y lo supremo. Lo más necesario, porque allí donde uno
no se limita a sí mismo lo limita el mundo a uno, a través de lo cual uno se convierte en un siervo. Lo supremo,
porque uno no puede limitarse sólo en los puntos y lados donde tiene fuerza infinita, autocreación y
autodestrucción. [Um über einen Gegenstand gut schreiben zu können, muß man sich nicht mehr für ihn
interessieren; der Gedanke, den man mit Besonnenheit ausdrücken soll, muß schon gänzlich vorbei sein, einen
nicht mehr eigentlich beschäftigen. So lange der Künstler erfindet und begeistert ist, befindet er sich für die
Mitteilung wenigstens in einem illiberalen Zustande. Er wird dann alles sagen wollen; welches eine falsche
Tendenz junger Genies, oder ein richtiges Vorurteil alter Stümper ist. Dadurch verkennt er den Wert und die
Würde der Selbstbeschränkung, die doch für den Künstler wie für den Menschen das Erste und das Letzte, das
Notwendigste und das Höchste ist. Das Notwendigste: denn überall, wo man sich nicht selbst beschränkt,
beschränkt einen die Welt; wodurch man ein Knecht wird. Das Höchste: denn man kann sich nur in den Punkten
und an den Seiten selbst beschränken, wo man unendliche Kraft hat, Selbstschöpfung und Selbstvernichtung. ]

La autolimitación, tal como Schlegel la expuso hasta este punto del fragmento 37, tiene todo para ser
pensada como una aplicación fichteana de la filosofía práctica kantiana: la libertad absoluta de un sujeto se
ejerce siendo él mismo el que se la limita. La autolimitación es ejercicio de la libertad por parte de un yo
absoluto. Para Fichte, es en la moralidad (y no en el conocimiento) en lo que el yo experimenta su carácter
absoluto e infinito. No obstante, para Schlegel, a diferencia de Fichte, la autolimitación no es un principio que
pueda circunscribirse a aquellos aspectos en los que el sujeto se experimenta como portador de un yo absoluto e
infinito, como es el caso de la moralidad. El principio de la autolimitación se extiende a todo aquello que es el
terreno por excelencia de la ironía: la creación artística y la conversación. “Decir todo”, en una obra o en una
conversación, es síntoma de no libertad, no de libertad. De yo joven e inexperto o de yo viejo y chapucero, pero
no de yo fuerte e irónico. Al yo que pretende “agotarse”, en su infinitud de posibilidades, en la obra de arte le
falta la autolimitación que es propia del yo absoluto. Sigue el fragmento 37:

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Incluso una conversación amigable que no puede interrumpirse libremente en cualquier momento por una
arbitrariedad incondicionada tiene algo de no liberal. Sin embargo, un escritor que quiera y pueda decir
absolutamente todo, que no guarde nada para sí, que desee decir todo lo que sabe, es de lamentar profundamente.
Sólo hay que precaverse de tres errores. Aquello que parece y debe parecer arbitrariedad condicionada y, por lo
tanto, irracionalidad o suprarracionalidad, tiene que volver a ser, no obstante, fundamentalmente necesario y
racional, si no, el humor se convierte en capricho, surge la falta de liberalidad, y la autolimitación se vuelve
autodestrucción. En segundo lugar, no hay que apresurarse demasiado con la autolimitación y primero hay que
darle espacio a la autocreación, a la invención y a la inspiración, hasta que esté terminada. En tercer lugar, no
hay que exagerar la autolimitación. [Selbst ein freundschaftliches Gespräch, was nicht in jedem Augenblick frei
abbrechen kann, aus unbedingter Willkür, hat etwas Illiberales. Ein Schriftsteller aber, der sich rein ausreden will
und kann, der nichts für sich behält, und alles sagen mag, was er weiß, ist sehr zu beklagen. Nur vor drei Fehlern
hat man sich zu hüten. Was unbedingte Willkür, und sonach Unvernunft oder Übervernunft scheint und scheinen
soll, muß dennoch im Grunde auch wieder schlechthin notwendig und vernünftig sein; sonst wird die Laune
Eigensinn, es entsteht Illiberalität, und aus Selbstbeschränkung wird Selbstvernichtung. Zweitens: man muß mit
der Selbstbeschränkung nicht zu sehr eilen, und erst der Selbstschöpfung, der Erfindung und Begeisterung Raum
lassen, bis sie fertig ist. Drittens: man muß die Selbstbeschränkung nicht übertreiben.]

Trasladado a la obra de arte, el principio del yo absoluto corre el riesgo de precipitarse o de censurarse.
Donde tiene más posibilidades de expansión –dentro de los límites de la sociedad burguesa- , es decir en el arte,
el yo corre el riesgo –si no se ha formado a sí mismo previamente- de ser autoindulgente o autoexigente siempre
en demasía, nunca en la medida justa.

La autolimitación es lo característico de la conversación: podría seguir indefinidamente, pero en algún


punto se tiene que terminar. La idea de conversación infinita es, precisamente, la idea de conversación. Ahora
bien, en algún punto tiene que terminar y este punto siempre es producto de la libertad. No es que exista un
punto en el cual naturalmente se terminan las conversaciones, sino que ese punto se establece como
autolimitación. Lo mismo vale para el trabajo artístico y el trabajo crítico. El principio de la autolimitación es
también un principio poético, en el sentido de que quien realiza una obra poética tiene que autolimitarse. Es
propio de los malos novelistas el pensar que toda ocurrencia que les parece relevante tiene que estar escrita.
El final del fragmento 78 también hace alusión a este doble mal que aqueja al yo absoluto en cuanto se aboca a la
creación artística:

Cada hombre instruido y que se instruye contiene en su interior una novela. Sin embargo, no es necesario que la
exprese y escriba. [Auch enthält jeder Mensch, der gebildet ist, und sich bildet, in seinem Innern einen Roman.
Daß er ihn aber äußre und schreibe, ist nicht nötig.]

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Schlegel parte del principio de que toda vida tiene la estructura de una novela; por lo tanto, cualquier
sujeto es capaz de escribir una, independientemente de su calidad. Ahora bien, el problema está en que, para
escribir, el arte no consiste en explayarse sino en limitarse. Lo característico de un escritor es que
permanentemente está autolimitando la capacidad de escritura. Escribir no es expandir el yo al infinito sino
restringirlo, autolimitarlo, en su producción incesante. Lo característico del trabajo artístico no está en la
expansión sino en la autolimitación.

La inconcreción es estructural a la obra de arte. Ahora bien: el carácter intrínsecamente inacabado que
tiene la obra de arte para el primer romanticismo –y que Hegel critica como propio de ese yo débil que es el yo
del alma bella- parece deberse –sin darle por eso toda la razón a Hegel- a la relación intrínseca que esa obra
guarda con el yo del artista (un yo que tiende a precipitase más que a autocensurarse).

Ironía y obra de arte, entonces, tienden a identificarse. La ironía aparece en los Fragmentos críticos tan
apegada al concepto de obra de arte (como algo que permanece siempre en estado de no realización, de no
terminación, de no plasmación completa) que incluso Schlegel se autocritica por la falta de ironía en su obra
Sobre el estudio de la poesía griega. Recordemos que la crítica tiene que ser también “obra de arte”:

Mi ensayo Sobre el estudio de la poesía griega es un himno en prosa de estilo propio sobre lo objetivo de la poesía.
Lo peor en él me parece la falta total de la indispensable ironía; y lo mejor, la esperanzada presuposición de que
la poesía es infinitamente valiosa; como si esto fuera una cuestión acordada. [Mein Versuch über das Studium der
griechischen Poesie ist ein manierierter Hymnus in Prosa auf das Objektive in der Poesie. Das Schlechteste daran
scheint mir der gänzliche Mangel der unentbehrlichen Ironie; und das Beste, die zuversichtliche Voraussetzung,
daß die Poesie unendlich viel wert sei; als ob dies eine ausgemachte Sache wäre.]

Termino con este fragmento, porque es el colmo del crítico-artista: hacer la autocrítica de su propia
obra. El buen crítico es un crítico autocrítico, y quizás ese es el ejercicio máximo de la autolimitación: poder
ver, en las expansiones del propio yo, cuáles son sus desmesuras. Aquí, la desmesura es su falta de ironía.
Sobre el estudio de la poesía griega es una obra que suele ser considerada diferente de los Fragmentos, con
un objeto de discusión excluyente. Y no es tan así, porque si uno la lee completa, ve que es también un libro
verdaderamente fragmentario. Tiene fragmentos más largos, pero también en sus cambios de tema es una
obra fragmentaria. Puede haber un párrafo sobre lo feo, uno sobre la belleza antigua, otro sobre el Fausto de
Goethe, otro sobre Hamlet, etc. No es que cambie permanentemente de tema, pero tampoco su tema es
específicamente la poesía griega. En las cien páginas que tiene de extensión -un libro breve- hay diversos
recorridos: un recorrido de crítica cultural, otro desde la estética, otro desde la historia de literatura alemana.
Es difícil decir que es un estudio de la poesía griega. En este sentido, su título genera un equívoco acerca del

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contenido. Ni siquiera el tono del libro, que se centra en el presente, es el de un estudio específico sobre la
poesía griega.

No sé si notaron, en los fragmentos que leímos, que Schlegel está diciendo todo el tiempo cómo tiene
que ser la ironía y, a la vez, ejerciéndola. La teoriza a la vez que la practica. No es que los primeros
románticos fueran malos artistas porque no lograban consumar una obra –como sostiene Hegel- sino que eran
un tipo nuevo de artistas: artistas programáticos, como lo serán los artistas de vanguardia del siglo XX, para
quienes la obra no hace otra cosa que demostrar y hacer efectiva la existencia del programa, pero donde la
artisticidad está en el ismo, en el instituir arbitrariamente ciertas reglas para hacer obras de arte ateniéndose a
ellas, con lo cual las obras de arte vanguardistas son a la vez ejemplo y razón del programa –el programa
escrito en forma de manifiesto-. Prácticamente, podemos decir que es un arte que está en el programa de la
obra de arte, antes que en la obra de arte realizada. Uno podría pensar también que esa práctica se desarrolla,
hasta cierto punto, en relación a la filosofía. Más que un filósofo, Schlegel es alguien que está teorizando la
ironía como un ejercicio filosófico no sistemático, y en la medida en que no hay sistematicidad, dice él, tiene
que haber ironía. Se trata del arte de la paradoja, de la no determinación de lo conceptual, en el sentido de la
imposibilidad de llegar al concepto socrático; se trata de preguntarse qué es la poesía para que no haya una
respuesta final única. De hecho, en Conversación sobre la poesía hay cuatro personajes y hay cuatro maneras
de entender la poesía. Pero no es que no se pueda llegar a la verdad por la vía de la conversación, sino que la
verdad queda para después –porque se puede seguir conversando hasta el infinito. La idea es esa: no cerrar
(no encerrar) el pensamiento en la forma del sistema. La infinitud aparece en el modo de la no cerrazón, de la
no definición. El fragmento no es expresión de una incapacidad, sino de un programa. Existe el todo. No es
que no hay verdad. El problema es que el abordaje de ese todo es fragmentario. Y la suma de todos los
fragmentos que han escrito en la revista Athenaeum no da el todo recompuesto. Esta infinitización del
discurso es lo que hace que nunca se llegue a poder abordar la totalidad como totalidad.

Es quizá en este no pasaje a la filosofía de parte de Schlegel (en el mantener la filosofía en estado
programático, igual que la obra de arte: no ser ni filósofo ni artista, sino crítico-artista) en el que radica el
modo irónico de entender la relación entre estética y crítica cultural. De hacer el pasaje a la filosofía
entendida de manera no irónica, es decir, para la época, entendida de manera sistemática, la crítica cultural
(dirigida más al problema del gusto que al de la belleza) se difumina. Es lo que pasa con la estética
sistemática del joven Schelling. Mantiene el programa del primer romanticismo, pero lo transforma en un
sistema (en SU sistema). En la estética sistemática, la relación entre estética y crítica cultural se transforma
en la relación entre arte y verdad.

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Schelling es un pensador que desde un comienzo, por más que esté relacionado con el Círculo de Jena,
detesta el fragmentarismo del primer romanticismo. Hay una pretensión sistemática que Schelling no habría
podido consumar sin el yo fichteano, pero, para eso, lo interpreta y lo usufructa de otro modo que Schlegel. Para
él, es el modo de poder sistematizar una filosofía que llega al saber absoluto. Pero también, a mi modo de ver,
ese yo absolutizado no es unívoco: permite el fragmentarismo de los primeros románticos y la sistematización
schellinguiana. No es que hay una relación clara y distinta entre el yo absolutizado y el sistema. En todo caso,
hay dos posibilidades de interpretación y usufructo filosófico del yo fichteano (y no muchas más): la ironía y el
sistema. Pero no veo (aunque esto es discutible) que haya una primacía de lo sistemático por sobre lo
fragmentario (como piensan Schelling y Hegel) en relación a la figura del yo absolutizado. Para mí hay un punto
de arbitrariedad en la fijación de un sistema. Una decisión. Alguien decide (como decidió Schelling) que no
quiere ser un pensador fragmentario. Pero con eso no alcanza. Tiene que tener un principio absoluto. Lo que
encuentra Schelling es cómo salir de la ironía con ese yo absolutizado de Fichte. Esa es verdaderamente la
novedad schellinguiana, pues Schelling es totalmente contemporáneo –en términos filosóficos- de Schlegel. El
Círculo de Jena es muy diverso en mentalidades románticas, no es que hay una manera única de entender lo
romántico que sería, justamente, la de la ironía schlegeliana. Este joven Schelling es con el sistema un
romántico. No lo es Hegel, claro. Hay románticos –primeros románticos, protorrománticos- con sistema y sin
sistema o, si se quiere, con ironía y sin ironía.

El hecho de plantear el problema de la verdad de la obra de arte es lo más moderno de la modernidad


estética en Schelling. En un punto, la ironía tiene un componente de subjetivismo muy fuerte que no lo tiene el
sistema, en la medida en que conecta la obra de arte con la verdad: no hay obra de arte mala. Adorno, en las
clases de Estética del semestre 1958/59 (publicadas en castellano por la editorial Las Cuarenta, en 2013, con el
mismo título con el que se publicaron en alemán: Estética 1958/59), plantea el giro del subjetivismo al
objetivismo, dentro de la estética idealista, directamente en Hegel, algo con lo que no estoy de acuerdo. Me
parece que ya en la Filosofía del arte de Schelling hay un intento de conectar, dentro de lo sistemático, la belleza
con la verdad (y si quieren ustedes, también con la idea del bien, una idea muy problemática, pero que está ahí
también), de manera tal que se pueda discernir entre obra de arte mala (falsa) y obra de arte buena (verdadera)
por un principio que no sea el del propio yo del crítico (en el sentido de la ironía schlegeliana).

Pero me parece que, al relacionar el arte con la verdad, se produce también un giro en relación con el otro
romanticismo primero (el fragmentario). El de Schelling ya no es el yo de la ironía (el yo = yo fichteano, que es
también un modo de absolutización del yo) sino que es un yo que se conoce alienado. No es un yo que pone y
corre el objeto puesto en el arte (como en la ironía). Es un punto de vista donde no nos podemos olvidar que es

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necesario construir la totalidad (construirla primero, construirla a priori: ése es el problema) para poder entender
las obras de arte particulares.

Pasamos ahora a analizar la vertiente sistemática del primer romanticismo, tal como la expone el joven
Schelling en las lecciones de Filosofía del arte (1802-3). La traducción que voy a citar de la obra es una edición
crítica de Virginia López Domínguez que se publicó en editorial Tecnos. Hay otra traducción castellana de la
Filosofía del arte, del año 1912, publicada por la editorial Nova, con prólogo de Eugenio Pucciarelli.

En 1797, cuando se escribieron los Fragmentos del Lyceum y se publicaron juntas las dos introducciones
de Fichte, en este buen año para la filosofía, Schelling publica los primeros Escritos sobre filosofía de la
naturaleza y, recién hacia 1800, va a lograr darle forma a su Sistema del idealismo trascendental.

La Filosofía de arte son las conferencias que da Schelling en la Universidad de Jena entre 1802 y 1083
(es el Schelling todavía vinculado con el romanticismo y filosóficamente muy cercano a Fichte). Schelling se
dirige al público dando por sentado una serie de sobreentendidos respecto de la filosofía idealista, por los cuales
ciertos conceptos no necesitan una exposición completa. El auditorio comparte lecturas que van desde la Crítica
de la razón pura a la primera y segunda Introducción a la Teoría de la ciencia de Fichte y que pasa, por
supuesto, por la Crítica del Juicio de Kant. Los sobreentendidos que provienen de esas lecturas en común serían
los sobreentendidos del idealismo como esa filosofía para los jóvenes fríos de la cual hablaba Fichte en la
primera introducción a la Teoría de la Ciencia.

En las lecciones de Filosofía del arte, Schelling se propone sintetizar los Escritos sobre filosofía de la
naturaleza (de 1797) y el Sistema del idealismo trascendental de 1800. Lo que va a tratar de hacer en la
Filosofía del arte es explicar el sistema desde la perspectiva del arte:

Ante todo os pido no confundir esta ciencia del arte con todo lo que hasta ahora se ha presentado bajo este
nombre o bajo cualquier otro como estética o teoría de las bellas artes y ciencia. En ninguna parte existe aún
una doctrina científica y filosófica del arte. A lo sumo, existen fragmentos de algo semejante e incluso estos son
todavía poco comprendidos y sólo podrán serlo en relación con un todo. [Schelling, Filosofía del arte, trad.
Virginia López Domínguez, Madrid, Tecnos, 2ª. ed., 2006, p. 8]

Schelling está intentando hacer una estética desde un punto de vista científico (wissenschaftlich: el mismo
término usa Hegel en sus Lecciones sobre la estética), es decir, desde un punto de vista sistemático, pero todavía
no se ha logrado. Lo que hay son para él sólo acercamientos fragmentarios, los cuales no son siquiera bien
comprendidos. En El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, Benjamin hace mucho hincapié en
el hecho de que F. Schlegel no era comprendido “ni por sus propios amigos”. El joven Schelling forma parte del

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primer romanticismo. No está hablando de los primeros románticos como autores que simplemente leyó, sino
con quienes disputa el legado kantiano y la necesidad de superarlo. Lo mismo sucede con Hegel. Ya en Fichte
aparece la necesidad de lo sistemático en relación con la filosofía kantiana.

Después de Kant, algunas cabezas privilegiadas han proporcionado excelentes sugerencias para la idea de una
verdadera ciencia filosófica del arte y algunas contribuciones aisladas a la misma. Sin embargo, ninguno ha
construido un todo científico o, por lo menos, establecido los principios absolutos con validez universal y forma
rigurosa. En la mayoría no se produjo la separación estricta del empirismo y la filosofía exigida para la
verdadera cientificidad. [Schelling, Filosofía del arte, op. cit., p. 9]

El obstáculo, justamente, para que la filosofía idealista ingrese plenamente en lo sistemático, es el


componente empirista que queda todavía latente de la herencia de la filosofía kantiana. Hasta que los idealistas
no se liberen de la cosa en sí no es posible pensar verdaderamente de manera sistemática. La eliminación de la
cosa en sí puede llevar o a la infinitud de la ironía o a la sistematicidad propia de la constitución de una filosofía
del arte como Wissenschaftslehre. Esas serían las dos vías de la modernidad estética en relación con el primer
romanticismo. No estoy diciendo que la vía sistemática sea la superación de la fragmentaria. Aunque,
históricamente, para los idealistas sistemáticos, era así. Schelling dice que lo fragmentario es rudimentario, que a
lo fragmentario le falta un paso, que, además, no se puede pensar de una manera verdaderamente filosófica
cuando hay un residuo empirista. Tampoco se puede pensar de una manera verdaderamente especulativa una
filosofía del arte si no se articula esa filosofía como un sistema. Para Schelling es así, para Schlegel no.

¿Qué es lo que va a hacer Schelling para constituir una filosofía del arte de manera sistemática? Utilizar el
mismo sistema que utilizó en la Filosofía de la naturaleza. No va a inventar un nuevo sistema para la Filosofía
del arte. Simplemente va a leer el arte con el programa que le provee la filosofía sistemática de la naturaleza:
nada totalmente distinto de lo que va a hacer Hegel (pensar sistemáticamente el arte). Schelling, así, pide perdón
a quienes ya conocen el sistema, pues va a volver a exponerlo desde la perspectiva del arte.

Para los que conozcan mi sistema filosófico, la Filosofía del arte sólo les resultará la repetición del mismo
elevada a la máxima potencia. Para los que aún no lo conocen, el método, tal vez, le resultará más evidente y
claro en la aplicación. [Schelling, Filosofía del arte, op. cit., p. 11]

Acá está el reverso de lo que acaba de decir: quienes no conozcan el sistema schellinguiano, lo entenderán
mejor, pues se explicará con el arte, en lugar de hacerlo con la naturaleza. Entonces, lo que Schelling va a
intentar es una construcción desde un principio de carácter universal y absoluto hasta lo individual (igual que
Hegel). Les leo cómo dice él que va a hacer esta construcción:

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En la construcción no sólo comprenderán lo general, sino también a aquellos que representan toda una
especie. Los construiré a ellos y al mundo de su poesía. Por ahora sólo nombro a Homero, Dante y
Shakespeare. En la doctrina de las artes figurativas se caracterizarán, en general, las individualidades de los
más grandes maestros. En la doctrina de la poesía y los géneros literarios destacaré las características de
algunas obras aisladas de los poetas más excelsos, por ejemplo: Shakespeare, Cervantes y Goethe.
Aprovechando, en estos casos, la intuición presente que nos falta en aquellos.

La teorización sistemática, lejos de aplastar estas individualidades (Shakespeare, Cervantes, Goethe),


permite pensar de ellas lo que ellas no pueden pensar de su arte. Los lectores de la filosofía del arte de Schelling
(por ahora, sus oyentes) van a entender mucho mejor a los grandes artistas cuando los entiendan
sistemáticamente que cuando los entendían leyéndolos tal como ellos escribían. Les leo la definición de arte de
la página 12. ¿Qué sería el arte? Lo eterno en figura visible. Se parece mucho a la definición hegeliana del arte
como la manifestación sensible de la Idea. La pregunta que hay que hacerse sobre el arte desde el punto de vista
filosófico es la pregunta kantiana, la pregunta por las condiciones de posibilidad: ¿cómo es posible una filosofía
del arte?

La misión de la filosofía del arte es esta: representar en lo ideal lo real que está en el arte.

Poner lo que en el arte es real bajo la forma de lo ideal. En este sentido, es necesario penetrar en la esencia
de la construcción. Es decir, hay que construir la filosofía del arte en el modo en el cual se da la construcción en
el arte. Por lo tanto, hay que entrar en la esencia de la construcción artística. Entendemos mejor el arte cuando lo
entendemos construido sistemáticamente. Porque la filosofía –para Schelling- es absoluta y enteramente una.

La filosofía del arte no es una parte de una filosofía general, sino que la filosofía –que es una sola- en tanto
da cuenta de la construcción del arte. La filosofía tiene distintas potencias, una de ellas es el arte y en relación al
arte se puede exponer la filosofía como un todo. La filosofía es un saber de lo indiviso, de lo indiferente, de lo
absoluto, de lo que no puede ser dividido. El arte no es una división de lo real, sino que es el todo entendido
como lo eterno hecho sensible. Por eso los objetos del arte son los mismos objetos de la mitología: los dioses. El
arte es el modo en el cual los hombres se representan lo divino.

Sólo existe un único ser absoluto e indiviso. En la historia o en el arte o en la naturaleza conocemos,
precisamente, ese ser absoluto e indiviso. [Schelling, F. W. J., Filosofía del arte, op. cit., p. 14]

A cada una de estas potencias (naturaleza, historia y arte) le es inherente la absolutidad. Es decir, el absoluto se
conoce por igual en la naturaleza, en la historia y en el arte. El sistema sirve por igual para cualquiera de las tres
potencias.

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La filosofía debe ser la imagen fiel del universo: lo absoluto representado en la totalidad de sus
determinaciones ideales. [Ibid., p. 14]

Las potencias serían las particularizaciones de lo absoluto, el modo en el cual el absoluto puede ser conocido. El
término Potenz Schelling lo utiliza como determinación ideal o como unidad particular. Es un término bastante
parecido al que Hegel utiliza para referirse a la determinación o particularización (Bestimmung) de lo Absoluto.
Por lo tanto Dios o el universo son lo mismo o distintas caras de lo que es uno y lo mismo [p.14]

Lo absoluto, para Schelling, tiene la cualidad de la indiferencia. Dios es el universo considerado desde el
punto de vista de la identidad. Es decir, es todo porque es lo exclusivamente real. Y el universo es Dios
considerado desde el punto de vista de la totalidad.

Estas definiciones, que parecen axiomáticas, son hasta cierto punto axiomáticas. Es decir, si leyeron la
primera parte del libro habrán visto que, al igual que la Ética demostrada según el orden geométrico de Spinoza,
Schelling plantea una afirmación y después la demuestra. Ese es el modo expositivo de Schelling en las
lecciones de Filosofía de arte: lo que parece sentencioso, en realidad, lo es. Está puesto a la manera de un
principio del cual después va a deducir consecuencias. La reversibilidad entre el concepto de Dios y el concepto
de universo es, de algún modo, el principio de la exposición. Desde el punto de vista de la identidad, es un
concepto, pero desde el punto de vista de la totalidad, es otro. Se trata siempre de un concepto reversible porque
la perspectiva del filósofo es la perspectiva de lo Absoluto.

En lo absoluto, como comprende a todas las potencias y en él todas las potencias son una, existe la
indiferencia. Por lo tanto, lo absoluto no es igual a ninguna potencia en particular y comprende todas las
potencias, pero en el modo de la indiferencia, por lo tanto, no se identifica con ninguna de ellas, sino que las
contiene a todas y las contiene en el modo de la indiferencia. La filosofía es una sola (es indivisible) y conoce lo
Absoluto. En esta exposición encontramos un planteo que toma, de algún modo, las consecuencias del giro
fichteano respecto de Kant: ha desaparecido del idealismo el problema de la cosa en sí. Estamos ya en un
idealismo sin ese problema, tanto en Fichte (en la primera Introducción a la Teoría de la ciencia) como en
Schelling. La filosofía nunca se dirige a lo particular (como lo hace la teoría), sino siempre directamente a lo
absoluto. Y esto es lo que le permite a Schelling diferenciar entre filosofía del arte y teoría del arte. La teoría del
arte, justamente, busca leyes de lo particular, del arte como lo particular. La filosofía del arte, por el contrario,
aborda el arte desde la perspectiva de lo absoluto. Son dos perspectivas, para Schelling, totalmente distintas (la
del filósofo y la del teórico del arte).

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La filosofía, cuando se dirige a una potencia (el arte, la historia o la naturaleza), lo hace en la medida que
esa potencia representa lo Absoluto. Las potencias, por lo tanto, no se pueden aislar del todo, sólo es posible
representárselas en la medida en que en ellas está representado lo absoluto. Así el filósofo se representa las
potencias de lo absoluto como filosofía de la naturaleza, filosofía de la historia o filosofía del arte. Cuando la
potencia particular se trata como particular y se establece a partir de su particularidad cuáles son sus leyes
particulares, no se trata de filosofía, sino de teoría.

El problema de la teoría del arte es que toma prestados de la filosofía sus principios. Por lo tanto, si una
teoría toma prestados los principios de la filosofía, no puede ser considerada, a su vez, filosofía. Opera,
podríamos decir, mecánicamente a partir de sus principios. Sólo la filosofía encuentra los principios de lo
absoluto; la teoría los aplica.

Esta es una salvedad importante, más allá de que la teoría del arte sistematice el arte, estudie los
movimientos artísticos, estudie las obras particulares y busque sus leyes, no puede, a partir de esa búsqueda en lo
particular, extraer principios de carácter absoluto; simplemente los toma de la filosofía y hace sus análisis a partir
de ella.

En la filosofía del arte no se construye el arte como particular, sino que se construye el universal en la figura
del arte. Filosofía de arte, por lo tanto, es la ciencia del todo en la forma o potencia del arte. [p. 17]

Esta es una buena definición de la estética entendida en el sentido schellinguiano. Estética, como filosofía
del arte, es la ciencia del todo en la forma o potencia del arte, es decir, es el sistema aplicado al arte. El arte
representa en sí lo infinito como particular. En tanto representación de lo infinito, entonces, el arte está a la
misma altura que la filosofía.

Arte y filosofía representan lo infinito (más allá que no lo representen igual y ahora vamos a ver la diferencia).
Se trata de dos saberes que están a la misma altura. No se trata de que el arte sea, en este punto, en su relación
con lo infinito, inferior a la filosofía (como va a ser, de algún modo, en el sistema hegeliano). Aquí, al igual que
en todos los primeros románticos, se trata de una relación de igualdad entre el arte, la religión y la filosofía en
cuanto a su posibilidad de acceso a lo absoluto. Es decir, la tríada del espíritu absoluto hegeliano (arte, religión y
filosofía), en los autores románticos, no es una tríada en la que hay una jerarquía en cuanto al modo de acceso a
lo absoluto. No nos olvidemos que Schlegel se convierte al catolicismo después de 1800 y, tampoco nos
olvidemos que el pensamiento de Schelling (luego de la Filosofía de arte) cambia. Schelling, en adelante,
cambia su concepción del sistema. Ese es parte del problema de su filosofía, cuando tiende a ser leída desde la

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perspectiva hegeliana: los distintos modos de pensar el sistema llevan a la pregunta por la ausencia de una
“columna vertebral” en el pensamiento de Schelling.

Estamos viendo un momento de la historia de la filosofía, el momento del primer romanticismo (el
romanticismo alemán, que es indisociable del idealismo poskantiano), en autores que luego de este momento
prosiguen su obra por vías diferentes. Es un momento que podríamos llamar, de algún modo, juvenil de estos
autores, un momento relacionado con la estética como un tema que se vuelve insoslayable después de la Crítica
del Juicio de Kant. Por lo tanto, no nos ocupamos aquí ni del último Fichte, ni del último Schelling, ni del último
Schlegel. Simplemente, el momento del Círculo de Jena es el momento que recortamos para entender cuál es el
objeto de la estética hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, y para entenderlo como un objeto
que deviene. Además –sabemos- el objeto de la estética no es siempre el mismo: pasa del gusto al arte y del arte
a la obra de arte.

La filosofía del arte, según Schelling, es la ciencia del todo en la forma o potencia del arte. El arte
representa en sí lo infinito como particular y en ese sentido no tiene una diferencia sustancial con la filosofía.
Ambos representan lo infinito. No obstante, existe una diferencia en la representación de lo infinito entre el arte
y la filosofía: la filosofía representa lo absoluto en el arquetipo y el arte representa lo absoluto en la imagen
reflejada. La filosofía, entonces, no representa cosas reales, sino sus arquetipos. Este es un recurso bastante
platónico en la exposición que hace Schelling en Filosofía del arte: Las cosas reales -le dice al auditorio-, todos
sabemos, son copias imperfectas de los arquetipos (a esto me refería con el vocabulario y los supuestos
compartidos con el auditorio, como si Schelling no necesitara explicar el concepto de arquetipo, porque se trata
de un concepto que sus alumnos conocen y, además, comparten: se trata de hablar de algo que es perfecto –el
arquetipo- contra su degradación en lo real –la cosa real-, para un público que ya conoce de qué se está
hablando). Después, Schelling hace especificaciones sobre este concepto de arquetipo pero, en principio, se hace
entender utilizando la metáfora platónica: el arquetipo, respecto de la cosa real, tiene una relación que es la de lo
perfecto con lo imperfecto.

La filosofía no representa las cosas reales, sino sus arquetipos (las cosas reales son copias de los
arquetipos). Los arquetipos, en su perfección, se objetivan en el arte y representan el mundo intelectual en el
mundo reflejado. O sea, hay una objetivación de los arquetipos -entendidos como Ideas- en el mundo del arte (el
mundo reflejado). Como si el arte fuera la presencia del mundo intelectual en el mundo reflejado. El concepto en
el cual se va a basar la concepción del arte hegeliana es, justamente, el concepto de Idea: el arte como la
aparición (Erscheinung) sensible de la Idea. Ambos, Schelling y Hegel, utilizan un concepto cercano al de la
idea platónica, podríamos decir, aunque “idea” (se lo escriba con mayúscula o con minúscula) no significa en

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ellos exactamente lo mismo que en la filosofía platónica. Aquí la Idea está asociada a conceptos propios de la
filosofía idealista: la totalidad, lo absoluto y lo infinito.

Para la filosofía, según Schelling, lo absoluto es el arquetipo de la verdad; para el arte lo absoluto es el
arquetipo de la belleza. Tenemos, entonces, dos conceptos (verdad y belleza) que se van a relacionar en la
primera parte de la obra con el concepto de bondad (el bien). En principio, el arquetipo con el cual se relaciona la
filosofía es la verdad y el arquetipo con el cual se relaciona el arte es la belleza. De todas maneras, no puede
haber belleza sin verdad y verdad sin belleza, de la misma manera que el bien no puede estar disociado de la
verdad y la belleza.

Belleza y verdad son dos modos de abordar lo absoluto que es único.

La filosofía intuye las ideas o arquetipos [fíjense que ya usa los términos de manera sinónima] como son en sí.
[p. 19]

El arte intuye las ideas o arquetipos como son realmente. Acá el concepto de real no es el concepto de
wirklich, de realidad efectiva –que también utiliza Hegel-, sino real. Por lo tanto, cuando Schelling utiliza este
concepto de real para decir que el arte intuye las ideas o arquetipos como son realmente y no como son en sí, se
refiere a que las intuye como objetos. Real tiene que ver con lo objetivo: las ideas están objetivadas con los
arquetipos del arte.

Vamos a pasar ahora de la Introducción al parágrafo 20 de la primer parte de la Filosofía del arte, porque
la Introducción, como toda introducción, es muy general. La verdad y la belleza, al igual que el bien, van a ser
tres potencias relacionadas.

En sí, o según la idea, belleza y verdad son lo mismo, pues, según la idea, la verdad es, igual que la belleza,
identidad de lo subjetivo y objetivo, la primera intuida subjetivamente o como modelo, y la belleza
objetivamente o como imagen reflejada. [p. 40]

Como les decía, Schelling siempre expone una tesis y después la demuestra. Esta es la tesis que expone en
el parágrafo 20. Ahora va a explicar por qué belleza y verdad son lo mismo, sólo que una entendida en una
perspectiva y otra entendida desde otra: una intuida subjetivamente y la otra objetivamente o como imagen
reflejada:

La verdad que no es belleza tampoco es verdad absoluta y a la inversa. [p. 40]

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La verdad no puede estar exenta de belleza. Como si la idea de verdad y la de belleza fueran dos ideas que
están relacionadas de un modo del que sólo el arte puede dar cuenta, aun cuando (y luego vamos a ver por qué)
aquello que se objetiva en el arte es, en realidad, una verdad que es imperceptible para los sentidos.

La oposición de belleza y verdad, tan frecuente en el arte, se basa en que se entiende por verdad,
exclusivamente, la verdad falaz, la que sólo alcanza lo finito. De la imitación de esta verdad resultan esas
obras de arte en las que sólo admiramos el artificio con que se consiguió en ellas lo natural sin unirlo a lo
divino. Esta clase de verdad, sin embargo, no es aún la belleza en el arte. Sólo la belleza absoluta en el arte
es también la auténtica y legítima verdad. [pp. 40-41]

El parágrafo 20, de algún modo, es el que define el concepto de modernidad estética que hay en Schelling.
Acá aparece el problema de cuándo hay belleza en el arte. En Hegel, la relación entre belleza y verdad es
distinta. Para Hegel, hasta el arte más rudimentario hecho por el hombre, por ser arte, se revela como superior a
cualquier belleza natural. No hay en Schelling una observación de esta misma índole. Mientras haya belleza, por
rudimentaria que sea, hay arte. Por ser este Schelling de la Filosofía del arte más romántico que el Hegel de las
Lecciones sobre la estética, encontramos en esta visión sistemática algo que hace que la belleza tenga que estar
asociada con algo que, en principio, no está presente y que se hace presente solamente en la obra de arte de una
manera que no es deficitaria respecto del modo en el cual se hace presente en la religión y en la filosofía. El arte
tiene una cierta capacidad de plasmación para con lo absoluto que no la tiene ni la religión ni la filosofía. Nos
hace ver la belleza porque la belleza tiene algo del orden de lo visible, de lo cual la filosofía tampoco está exenta.
La filosofía no lo puede trasmitir en el modo de la imagen reflejada: lo transmite en un modo de saber por el cual
se relaciona directamente con los arquetipos.

Por ser la de Schelling todavía una sistematicidad romántica, se trata de una sistematicidad que no le da al
arte, por su capacidad de hacer perceptible lo absoluto en un material sensible (piedra, mármol, color, sonido,
palabra) un rango inferior al que tienen la religión o la filosofía.

Por lo tanto, todas esas imitaciones de la naturaleza que intentan ser logradas, que intentan en su imitación
tener la misma organicidad que la naturaleza, no todas son la belleza absoluta representada. Este es un concepto
de modernidad estética que nos permite hacer una ligazón entre el concepto de espíritu que se gesta en el
idealismo al absolutizarse y el concepto de espíritu en Adorno. Porque se trata, aún en sus diferencias, de
plantear que si una obra de arte es mala o una obra de arte es falsa, no es en realidad una obra de arte. En esta
línea de la modernidad estética, cuando decimos “obra de arte” siempre decimos obra de arte verdadera, aunque
no lo aclaremos.

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Este sí es un principio de la modernidad estética que no encontrábamos en los otros autores que leímos
hasta ahora: una idea de que no hay obra de arte mala o falsa si es obra de arte. Ese es, precisamente, el
principio de la modernidad estética entendido en sentido idealista objetivista (en el sentido de una filosofía del
arte) y ya no en sentido idealista subjetivista (en el sentido de una filosofía del gusto). Se trata de una
problematización de la obra de arte no en términos programáticos (como todavía hay en Schlegel), sino de un
planteo del problema de la obra de arte en tanto la obra de arte es lo absoluto en la forma de imagen reflejada.

Por la misma razón, el bien que no es belleza, tampoco es bien absoluto y a la inversa; pues en su
absolutidad el bien se vuelve también belleza. Por ejemplo, en todo espíritu cuya moralidad no se funda en la
lucha de la libertad con la necesidad, sino que expresa la armonía y la conciliación absolutas. [p. 41]

También el bien (en el sentido de bien absoluto) es tal cuando se presenta de un modo por el cual no se da
la lucha entre la libertad y la necesidad que caracteriza, justamente, a la moralidad. Por supuesto, Schelling ya
explicó en este punto los conceptos de libertad y de necesidad. Se trata de entender ese bien absoluto, que sería
distinto del bien propio de la moralidad, casi como -podríamos decir, haciendo una analogía- el concepto
kantiano de voluntad santa y no como el concepto kantiano de buena voluntad. Como si fuera un bien que no
necesita del conflicto entre el deber y las inclinaciones para existir. Ese sería el bien absoluto y no la buena
voluntad.

A modo de corolario del parágrafo, Schelling dice:

Verdad y belleza, igual que bien y belleza, nunca se comportan como fin y medio. Más bien son lo mismo y
sólo un espíritu armónico (armonía = ética verdadera), siente de veras la poesía y el arte. La poesía y el arte,
en realidad, nunca pueden ser enseñados. [p.41]

En la medida en que algo tiene belleza, no se puede enseñar. Tampoco para Fichte se podía enseñar la
filosofía, recuerden. En todo caso se puede enseñar la filosofía como algo sido, como algo ya producido, pero no
se puede enseñar a hacer filosofía.

Para Schelling (esto lo desarrolla en el parágrafo 16) hay algo que tiene que ver con lo que hace de la
filosofía, desde un punto de vista formal, que la hace una ciencia (en el sentido de la Wissenschaftslehre). Pero
también hay algo de lo que hace la filosofía que tiene que ver con el arte, en cuanto no puede ser enseñado, como
si tuviera una cualidad que no depende del aprendizaje y del ejercicio. Dos páginas antes de la última cita, dice:

La determinación de la filosofía como ciencia sólo es su determinación formal. Es ciencia pero de una clase
tal que en ella se compenetran verdad, bien y belleza. Por tanto, ciencia, virtud y arte. En esta medida
tampoco es ciencia, sino un compendio de ciencia, virtud y arte. Esta es su gran diferencia respecto de todas

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las demás ciencias. Las matemáticas, por ejemplo, no plantean exigencias éticas especiales. La filosofía exige
carácter y, concretamente, de cierta altura y energía moral. De igual manera, no podría pensarse la filosofía
sin arte y sin conocimiento de la belleza. [p. 38]

Igual que en Fichte, el idealismo es para Schelling una filosofía “para todos y para nadie” (pensemos que
Schelling le está hablando a un auditorio de aprendices de su filosofía). Hay algo en la filosofía que es ajeno a lo
que la filosofía tiene de ciencia y tiene que ver con la imposibilidad de enseñarla (al igual que la poesía). Sigo
con el parágrafo 16:

A la verdad corresponde la necesidad, al bien, la libertad. Nuestra explicación de la belleza como unificación
de lo real y lo ideal expuesta en la imagen reflejada implica también lo siguiente: la belleza es la indiferencia
de la libertad y la necesidad intuida en algo real. [p. 38]

En este pasaje se percibe un dejo del Kant de la Crítica del Juicio: así como en el juicio sobre lo bello hay
un ejercicio de las facultades en el cual predomina la libertad -y por eso aparece el placer-, también en lo que la
filosofía y el arte tienen de relación con la libertad aparece algo que las vuelve inenseñables. Así como no
podíamos convencer a otro -de acuerdo con el § 32 y § 33 de la Crítica del Juicio- de la belleza que juzgamos
nosotros, de la misma manera uno podría decir que hay algo, en lo que tiene la belleza de libertad, que la hace
inenseñable. A nadie se le podría enseñar qué es lo bello si la belleza, justamente, está relacionada con la
libertad. Aun cuando sea algo intuido en algo real y eso real, de alguna manera, no tendría por qué resultarnos
incognoscible. Salteo para llegar a la definición de arte:

Arte es una síntesis absoluta, o una compenetración recíproca, de la libertad y de la necesidad [p. 39]

En el arte hay un elemento necesario y otro enteramente libre. También en la definición de obra de arte de
la Teoría estética de Adorno aparecen dos elementos (la mimesis y la racionalidad –esta última entendida como
el concepto de “espíritu”), uno de los cuales puede ser enteramente libre y otro que puede ser enteramente
necesario, pero que deben coexistir en un “precario equilibrio”, sin que uno subordine al otro. Como si el
concepto moderno de obra de arte consistiera siempre en una tensión entre un elemento que es del orden de la
libertad y otro que es del orden de la necesidad. Hay algo en lo cual se sujeta la obra de arte, aun cuando no
puede ser enteramente sujetada o planificada, que sería del orden de la necesidad: una cierta “ley interna”, pero
enteramente autoimpuesta.

En Schelling tenemos el concepto de lo consciente y lo inconsciente en la obra de arte. Aparece esta idea
de que hay algo en el arte que no es enteramente controlado o intencional y, en ese sentido, no es enteramente
artístico. Eso aparece en el parágrafo 19 del texto. Cito ahora del parágrafo 17:

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La filosofía se objetiva directamente a través del arte y también las ideas de la filosofía se hacen objetivas
mediante el arte como almas de las cosas reales. [p. 39]

En este sentido, en estas definiciones de belleza (hay otra más en el parágrafo 16) aparece el vínculo de la
belleza con la verdad de la misma manera que, en parte, vamos a encontrarlo en Adorno. Justamente, el concepto
de modernidad estética del siglo XIX se desarrolla, a través del primer romanticismo, en su faceta idealista-
sistemática (Schelling), como el programa que resulta de asociar belleza con verdad. Otra definición de belleza -
más clara que las anteriores- es la que aparece en el parágrafo 16:

Hay belleza allí donde lo particular (real) es tan adecuado a su concepto que este, en cuanto infinito, ingresa
en lo finito y es intuido in concreto. De esta manera, lo real en que se manifiesta el concepto va
asemejándose verdaderamente e igualándose al arquetipo, a la idea, donde lo general y lo particular se
encuentran en absoluta identidad. [p. 37]

Pareciera ser que solamente la belleza en el arte puede hacer al arquetipo, de alguna manera, corpóreo,
sensible. Esta capacidad de volver sensible lo que no es (esencialmente) sensible, a diferencia de cómo va a ser
interpretada en Hegel, no es un déficit del arte respecto de la filosofía, sino que es, precisamente, la gracia del
arte: aquello que lo hace, por un lado, digno de una filosofía del arte, y, por el otro, un modo privilegiado de
acceso a la verdad. El arte accede a la verdad de un modo tal que no desvirtúa al arquetipo. No es que al
materializar el arquetipo, al hacerlo concreto, el arte lo desvirtúa, sino que lo pone en un modo que hace que lo
particular y lo general se coordinen. El arte no representa conflictivamente lo universal en lo particular, lo
infinito en lo finito (como va a suceder para Hegel en la forma romántica), sino que hay una plasmación
perfecta, una concordancia perfecta entre lo general y lo particular, entre lo infinito y lo finito. Como si no
hubiera una resistencia de la materia (del material artístico) -para el primer Schelling- respecto de aquello que
tiene que ser plasmado en ella. Como si el arte fuera nada más que lo infinito vuelto visible: de ahí que este
momento del pensamiento schellinguiano esté tan asociado, en este aspecto, al primer romanticismo del Círculo
de Jena (no lo está en cuanto a su vocación sistemática, que diverge de la línea ironista schlegeliana).

Volviendo ahora de la Primera Parte a la Introducción de la Filosofía del arte: las ideas son la materia
universal y absoluta del arte, de la que proceden todas las obras de arte particulares como productos perfectos.
Es decir, las obras de arte, en tanto son obras de arte, son perfectas. No hay obra de arte imperfecta que sea obra
de arte. La obra de arte no puede ser falsa, menor o no lograda. El concepto de mal artista es una contradicción
en los términos, en esa visión de la modernidad estética. No se trata de un problema de subjetividad (si nos gusta
o no nos gusta una obra de arte), sino de una relación del arte con la verdad por la cual si la obra es una obra de
arte, es de suyo una obra de arte verdadera y bella.

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Estas ideas reales, vivas y existentes son los dioses. [p. 20]

Los dioses de toda mitología son las ideas de la filosofía intuidas objetivamente o realmente. Tampoco
hay una contradicción o una inferioridad, en este punto, entre lo que Schelling llama las mitologías (el modo
humano de representarse los dioses en todas las religiones) y el arte y la filosofía. De lo que se trata es de
plasmar el arquetipo, la idea, lo perfecto en un modo humanamente intuible. En este momento del idealismo que
encarna Schelling, ya desapareció el problema de la cosa en sí y, por lo tanto, no se plantea más el saber absoluto
como una enfermedad metafísica. Se trata, simplemente, de dar cuenta, dentro de un sistema filosófico, de los
distintos modos del saber absoluto: el del arte, la religión y la filosofía.

El problema, en este planteo, es cómo surge una obra de arte real y particular, no cómo es posible que en
algo real y particular pueda aparecer lo absoluto. Lo absoluto está siempre en la identidad. Absoluto es lo no real
que, en el arte, deviene real. Lo real está siempre en la no-identidad. Con no-identidad Schelling se refiere a la
disyunción entre lo general y lo particular. Y de esta disyunción surge la contradicción entre lo que él llama arte
figurativo (bildende Kunst) y arte discursivo (redende Kunst).

Estos serían los dos modos de representar esta contradicción entre lo general y lo particular. Del arte
figurativo Schelling dice que es la unidad en la que lo infinito es recogido en lo finito. Como si el arquetipo se
hiciera material en el modo de lo infinito plasmado en lo finito. A la construcción de esta serie le corresponde la
filosofía de la naturaleza. En el arte discursivo, en cambio, la unidad que se configura en él es la de lo finito en lo
infinito. A la construcción de esta serie le corresponde el idealismo. De esta manera establece dos series: la real
(el arte figurativo) y la ideal (el arte discursivo). La unidad del arte figurativo es una unidad real; la del arte
discursivo, una unidad ideal. La unidad que comprende a ambas es la indiferencia.

En realidad, como en toda sistematización, en la sistematización de Schelling hay una cierta


arbitrariedad. Él va a decir, por ejemplo, que la música pertenece a la unidad real y la pintura a la ideal. ¿La
música es más inmaterial que la pintura? No exactamente. Para él, la música expresa el ritmo de la naturaleza,
por lo tanto, corresponde a la serie de lo real, que es a la que corresponde también la filosofía de la naturaleza.
La pintura corresponde a la serie de lo ideal, en la medida en que es un arte que permite la representación de los
dioses. La plástica corresponde a la unidad de lo real que la diferencia de la pintura (la plástica sería lo que en el
sistema hegeliano se llama escultura). Se trata de una unidad que dentro de lo real representa unificadas las dos
unidades. La plástica es un modo de representación más complejo que la pintura. Luego está la poesía, que se
divide en lírica, épica y dramática (en Hegel va a ser épica, lírica y dramática). La lírica corresponde a la
configuración de lo infinito en lo finito; la épica, a la representación (la subsunción) de lo finito en lo infinito, y
el drama, a la síntesis de lo general y lo particular.

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Este es el punto límite de lo que podríamos llamar un sistema. Una vez que llegamos a entender las obras
de arte particulares a través del sistema (Schelling, en la Introducción, decía que aplicamos el sistema al arte –el
mismo sistema que a la naturaleza- para entender mejor las obras de arte), vamos a poder leer mucho mejor a
Shakespeare, a Dante, etc. Entendemos mejor a Shakespeare o a Dante porque los leemos de acuerdo con su
ubicación dentro de un sistema filosófico. El sistema filosófico los hace significativos. Ubicar un autor dentro
del sistema es, de algún modo, entender qué papel cumple dentro del plan de lo absoluto.

Pero para poder hacer esta operación de ubicar a un artista junto a otros dentro del sistema, parece ser un
requisito que el arte haya devenido pasado. Los artistas encuentran a sus contemporáneos cuando están
insertados dentro del sistema. Un artista es contemporáneo de otro cuando se los compara entre sí desde la
perspectiva del todo. Es desde la perspectiva del todo que aparece la tradición o, mejor dicho, las distintas
tradiciones.

En las épocas de florecimiento del arte, la necesidad del espíritu reinante en general, la felicidad y, diríamos, la
primavera del tiempo es lo que produce más o menos la coincidencia general entre los grandes maestros, de modo
que, como lo demuestra la historia del arte, las grandes obras de arte nacen y maduran, una tras otra, casi al
mismo tiempo, como un aliento colectivo y bajo un sol común. Albrecht Durero es contemporáneo de Rafael;
Cervantes y Calderón lo son de Shakespeare. Cuando ha pasado semejante época de felicidad y de producción
pura, surge la reflexión y, con ella, la divergencia general; lo que allí fue espíritu vivo, se convierte en tradición.
[pp. 6-7]

Lo que se constituye como tradición dentro de la perspectiva totalizadora de la historia del arte fue
alguna vez “espíritu vivo”. La reflexión saca a la luz que fue común entre los artistas, pero también lo que fue
divergente entre ellos. Es así como desde la perspectiva del sistema se comprende mejor una obra de arte. El
sistema hace que se puedan comprender mejor las grandes obras de arte.

Ahora bien, cuando uno lee cuál es la forma en que se cierra cualquier sistema, tiene que aceptar que ha
sido deducida de los principios. La Introducción y la primera parte (lo más general de una obra sistemática) es,
de algún modo, lo que siempre leemos de un sistema (el de Schelling o el de Hegel) en los cursos de estética.
Leemos la Introducción de las lecciones en las que sus propios autores enseñan sus sistemas porque no sólo de
ahí se deducen todas las determinaciones particulares, sino porque se las presenta, de un modo panorámico, en
su relación más estricta con el principio más general de ese sistema. Con lo cual poco importa qué lugar
particular le cabe a cada artista dentro de esta clasificación, sino cuál es la clasificación para entender a ese
artista. Hay un diseño general del sistema –una “arquitectura” del sistema, como se dice a veces-, que determina
la clasificación de los lugares que cada artista particular va a tener dentro del todo, que, en un punto, no se puede

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terminar de explicar. Simplemente, el sistema la va a justificar sin poder por eso hacerla totalmente justificable.
Como si hubiera en los sistemas una circularidad y una cierre sore sí mismos que los vuelve tan irrefutables
como arbitrarios. Ése es el principio de vía muerta que tiene el sistema como manifestación -o como posibilidad-
de la modernidad estética.

Lo problemático del sistema es que primero se tiene el principio (que en el idealismo siempre es, bajo
distintas versiones, el sujeto) y después se lo aplica a las obras de arte. Por eso, sin ningún complejo de culpa,
dice Schelling a su auditorio: Si escucharon mi curso de Filosofía de la naturaleza, se van a dar cuenta de que lo
que voy a hacer en estas clases de Filosofía del arte es, simplemente, aplicar mi sistema –el mismo que apliqué
a la naturaleza- al arte. Aun cuando él dice que el arte es una potencia -al igual que la historia y que la
naturaleza-, que es lo absoluto particularizado, aclara que sólo la filosofía lo aborda en tanto es lo absoluto y no
en tanto es algo particular. Aun cuando Schelling haga todas esas salvedades, uno podría decir que lo que está
pensando no es el arte -o las obras de arte particulares-, sino que está estableciendo qué lugar le va a dar a cada
una de las artes particulares -y a cada obra de arte- dentro del sistema: a la música, a la plástica, a la pintura y a la
lírica o a Dante, Shakespeare, Calderón, etc. Se trataría, en el caso de la versión sistemática de la modernidad
estética, de este problema: la sistematicidad es un tipo de filosofía que sólo se puede hacer al precio de la
absolutización del yo. La obra de arte está subordinada –todavía- a la primacía del yo (aunque sea a la de un yo
absolutizado).

Alumno: ¿Cómo se presenta lo absoluto en Schelling? El sistema siento que me ha sido impuesto, no sé
de dónde salen las cosas.

Profesora: El problema del sistema schellinguiano es que, en principio, no hay una fenomenología del
espíritu. A mi modo de ver es un déficit de esta filosofía. Pero no un déficit para ella, porque si Schelling hubiera
necesitado una fenomenología del espíritu (una “ciencia de la experiencia de la conciencia”, como le llama
Hegel a su Fenomenología del espíritu) la hubiera escrito. Si no la escribe, es porque cree que no la necesita.
Simplemente, la de Schelling es una filosofía idealista-sistemática que no se plantea esa necesidad.

Entonces, primero está la totalidad y después las obras de arte. Esa es una vía posible de la modernidad
estética, junto con la vía de la ironía. Lo verdaderamente problemático está en este punto: las determinaciones -
las ramificaciones- de la Idea finalmente las pone el filósofo con total arbitrariedad. ¿Por qué primero la lírica y
después la épica, en el sistema de Schelling? Schelling lo puede demostrar. ¿Por qué la épica y después la lírica,
en Hegel? Hegel lo puede demostrar también. En última instancia, para justificar un orden (qué tipo de poesía va
primero que la otra dentro del sistema) simplemente basta con poder deducirlo del principio que se ha tomado
como absoluto.

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El hecho de que Schelling diga que todos los poemas fueron escritos por el mismo genio (Dios) responde
a la aplicación estricta del principio de indiferencia, que le permite, en última instancia, poner los distintos tipos
de poesía en el orden que mejor le conviene a su sistema (el que resulta más convincente, si quieren). El lugar
que ocupa la lírica dentro del sistema lo explicaría el modo en que está deducida del principio.

Este tipo de visiones sistemáticas de la Estética son las que le dan la razón, en algún punto, a Adorno, en
Teoría estética, cuando dice la boutade de que Kant y Hegel son los últimos filósofos que pudieron escribir de
estética sin saber de arte. No porque Adorno creyera realmente que Kant y Hegel no sabían de arte (lo cual es
absolutamente falso), sino porque para la estética idealista no importa cuánto supiera de arte el filósofo idealista,
porque justamente podían ubicar a Dante, a Calderón o Shakespeare dentro de un sistema filosófico de acuerdo a
decisiones a priori, que no tenían que ver con la lectura analítica que hubieran hecho de sus obras. Un crítico de
arte no es un filósofo del arte. Un teórico del arte tampoco lo es. Es decir, un crítico de arte es un crítico de arte y
un teórico del arte, un teórico del arte. En el siglo XX, el que mejor lo sabe es el propio Adorno (quien, antes de
ser un filósofo, fue crítico musical). No es que el crítico llega a ser un teórico del arte y el teórico del arte, un
filósofo del arte, analizando, analizando y analizando obras de arte. No es que el crítico –según Adorno- se
convierte necesariamente, por el mero hecho de analizar y juzgar obras de arte, en alguien que tiene una teoría
del arte. Mucho menos, entonces, se convierte en alguien que tiene una filosofía del arte. Puede suceder sólo si
se logra, en un momento, tener una filosofía. Pero no hay un camino recto y ascendente que vaya de la crítica a
la teoría y de la teoría, a la filosofía. La teoría del arte –o la filosofía del arte- no se producen inductivamente,
según un principio empirista. Tener una filosofía del arte siempre implica dar un salto (por usar una imagen
bergsoniana). Hay un salto que quizá el crítico nunca llegue a darlo. Hay un punto en el cual lo sistemático es la
sombra de lo no-sistemático, porque si, no se cae, en el ensayismo. Ensayismo, aclaro, es un término que usa
Adorno despectivamente (él aclara que no es un “ensayista”), para quien escribe de un tema y no tiene una
filosofía propia (en este sentido, Benjamin no sería, para él, un “ensayista”, sino un filósofo).

Pero en el caso del siglo XIX, podríamos decir que quien no tiene un sistema permanece en la ironía. De
hecho, es lo que dice Hegel de los Schlegel: eran muy buenos críticos, cambiaron el concepto de “crítica”, pero
no tenían talento filosófico. El ironista, en sentido hegeliano, es un muy buen crítico que no tiene talento
filosófico. O se es ironista, o se es sistemático: esas son las dos vías del primer romanticismo (aunque el
romanticismo, de hecho, sigue todo el siglo XIX: de ahí la crítica de Baudelaire y la crítica de Nietzsche, que
alcanza al romanticismo tardío de Wagner).

En la lógica de los sistemas filosóficos el problema de la época de la obra no se plantea del mismo modo
que para el crítico o el historiador del arte, porque está en juego el problema de la verdad. Los griegos no podrían

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haber representado a Cristo: ellos no pueden tener el problema de la representación de lo infinito en lo finito que
tiene el arte cristiano porque no tenían una idea lo suficientemente acabada de Dios, al no poder pensar a sus
dioses como “lo absoluto” y, a partir de la idea de lo absoluto, pensar el problema de la encarnación. Dado que
concebían a sus dioses de una manera más cercana a lo humano -en términos de inmortalidad pero con una
representación humana-, lo absoluto no podía estar representado como absoluto. Esta relación del arte con la
historia la ve más claramente Hegel que Schelling. El propio Schlegel plantea las “edades de la poesía” en
Conversación sobre la poesía. Los griegos no tienen una idea de infinitud como la que tiene la poesía moderna.
En el caso de Schelling, se trataría más bien de pensar que lo verdadero tiene que ver con lo arquetípico. Lo
arquetípico, a su vez, tiene que reflejarse objetivamente, tiene que reflejarse porque en realidad hay algo que se
revela en la belleza y que tiene que ver con algo que los arquetipos no pueden mostrar: en su origen, todas las
cosas son bellas. La verdad y la belleza son lo mismo, con lo cual cuando un artista (más allá de la autoría)
plasma bellamente algo, lo que hace es simplemente mostrar cómo es de verdad la cosa. Y ahí es donde se
podría relacionar a Schelling con El origen de la obra de arte de Heidegger.

En el caso de Schelling, por ser la suya una filosofía sistemática (justamente como no pretende ser la de
Heidegger), se vería en la belleza algo que la filosofía no lo puede mostrar, sino pensar. Una obra de arte es
justamente ese arquetipo mostrado en algo que la realidad tiene y no se puede ver sino en el arte: la belleza. El
artista, entonces, plasmaría algo que justamente sólo se puede plasmar en el arte.

Ahora bien, según Schelling la filosofía tampoco estaría exenta de este elemento que sólo se hace
sensible en el arte. No se trataría, en ese caso, de mostrar una verdad que no puede relucir en ningún otro lado,
sino que se trataría (por ser una filosofía sistemática), de enaltecer al arte porque puede estar a la par de la
religión y la filosofía. En Heidegger, al igual que en Gadamer, el arte es una esfera privilegiada de la realidad
para el desocultamiento del ente. En Schelling no, hay una fe en la filosofía (como sistema) y en el concepto que
no es equivalente a la que Heidegger deposita en el poetizar.

El concepto clave para entender la relación entre estética, como filosofía del arte, y sistema, en el marco
de las lecciones del joven Schelling, es el concepto de totalidad. En la medida en que la obra se relaciona con la
totalidad, la obra adquiere lo que tiene ya de belleza en un modo consciente, y no en un modo natural. En
principio, nos relacionamos con la belleza de Hamlet como si fuera una belleza dada, como la de las flores, o la
que pueda tener un mantel bordado, sin entender esa belleza. Entender esa belleza es relacionarla con la
totalidad, y no sostenerla en su aislamiento como algo que suscita un juicio estético pero no puede ser absorbido
por una filosofía del arte. Es decir, relacionar la belleza con la totalidad sería ponerla en relación con lo
arquetípico. Si no, parece que la relación con la totalidad fuera algo que la hace simplemente resplandecer. Hay

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análisis particulares en Filosofía del arte, por ejemplo, del Quijote y el Wilhelm Meister de Goethe.
Relacionándolos, se entiende mejor el Wilhelm Meister y se entiende mejor el Quijote, porque se ven dos tipos
de héroe distintos. Este es el punto de vista del arquetipo, pero el problema es que los héroes respectivos, Don
Quijote y Wilhelm Meister, serían visiones reflejadas de esos arquetipos. Por eso la filosofía los puede pensar
como arquetipos.

Entendemos mejor a Goethe y a Cervantes porque los leemos de acuerdo con su ubicación dentro de un
sistema filosófico. El sistema filosófico los hace significativos. Ubicar un autor dentro del sistema es, de algún
modo, entender qué papel cumple dentro del plan de lo absoluto. Pero para poder hacer esta operación de ubicar
a un artista junto a otros dentro del sistema, parece ser un requisito que el arte haya devenido pasado. Los artistas
encuentran a sus contemporáneos cuando están insertados dentro del sistema. Un artista es contemporáneo de
otro cuando se los compara entre sí desde la perspectiva del todo. Es desde la perspectiva del todo que aparece la
tradición o, mejor dicho, las distintas tradiciones.

Lo que se constituye como tradición dentro de la perspectiva totalizadora de la historia del arte fue
alguna vez “espíritu vivo”. La reflexión saca a la luz que fue común entre los artistas, pero también lo que fue
divergente entre ellos. Es así como desde la perspectiva del sistema se comprende mejor una obra de arte. El
sistema hace que se puedan comprender mejor las grandes obras de arte. Para ejemplificar, les leo parte del
análisis schellinguiano del Quijote:

La novela de Cervantes se basa en un héroe muy imperfecto, hasta trastornado. Pero al mismo tiempo es de una
naturaleza tan noble y, mientras que no se toque ese único punto, muestra una inteligencia tan superior, que
ninguna ignominia que le suceda lo humilla verdaderamente. A esta mezcla en el Quijote pudo agregarse la trama
más maravillosa y rica, que atrae tanto desde el primer momento como brinda igual placer hasta el final, y
predispone el alma a la más serena reflexión. El compañero inevitable del héroe, Sancho Panza, es para el espíritu
como una fiesta interminable, una fuente inagotable de ironía se abre y se derrama en juegos audaces. La tierra
donde transcurre el conjunto reunió en esa época todos los principios románticos que existían aún en Europa,
unidos a la pompa de la vida social. En esto, el español estaba mil veces más favorecido que el poeta alemán
[recuerden que está haciendo un contrapunto entre el Wilhelm Meister de Goethe y el Quijote de Cervantes]: tenía
a los pastores, que vivían a la intemperie; una nobleza caballeresca; el pueblo de los moros; la costa cercana de
África; el fondo de los acontecimientos de la época y las campañas contra los piratas; en fin, una nación donde la
poesía es popular. Hasta los trajes para el uso corriente de los arrieros y los bachilleres de Salamanca eran
pictóricos. Y a pesar de esto, la mayoría de las veces el poeta hace surgir los acontecimientos divertidos de los
sucesos que no son nacionales sino totalmente generales, como el encuentro con los galeotes, el de un titiritero, el
de un león en su jaula, el ventero que el Quijote toma por señor del castillo y la bella Maritornes son familiares en
todas partes. En cambio el amor aparece siempre en un ambiente romántico peculiar, tal como lo encontró en su

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época. Toda la novela se desarrolla al aire libre, en la atmósfera cálida de su clima y en su color meridional
intenso. [pág. 424]

Esto es simplemente un párrafo, como para que vean de qué manera se relacionan las obras con el todo.
No es que los análisis son en términos como: el Quijote en relación al todo equivale a tal cosa, es la forma en la
cual se desarrolló el romanticismo en una España rural. Esto sería teoría del arte. En cambio, lo que él trata de
hacer es mostrar qué relación con el todo la obra. Pero cómo mostrar esto: comparándola con el Wilhelm
Meister, y señalando qué tenía de arquetípico el Quijote, porque es en lo arquetípico donde la obra muestra su
grandeza.

Ahora bien, no es que quien hace teoría sobre la relación del Quijote con la lengua española esté
equivocado. No. Tengan en cuenta algo que es importante: los románticos estudian el español, que no era una
lengua que toda la intelectualidad europea conociera, ni tampoco era considerada una lengua culta. No eran
ignorantes de las peculiaridades lingüísticas que pudieran tener las obras escritas en lengua española. Para
Schlegel, por ejemplo, es importante la cuestión de la lengua. Lo que pasa es que nosotros no leemos a los
románticos en sus producciones relativas a teoría de la lengua. Pero tienen una muy fuerte teoría de la lengua.
Pensemos también que Goethe es el primer poeta alemán que toma la lengua alemana como una lengua culta. La
intelectualidad alemana del siglo XVII había escrito en francés –por ejemplo, Leibniz escribía en francés o en
latín-, y la del siglo XVIII todavía lo hacía. El tema de la lengua es entonces importante para entender lo
particular, y ellos no lo desvalorizan, en tanto románticos. Lo digo porque, si no, pareciera que lo único que
importa es la relación con lo absoluto. Pero, para Schelling, eso sería teoría del arte. Lo que a él le interesa del
Quijote, para leerlo filosóficamente y no filológicamente, es todo aquello que hay en él que, aun estando
profundamente anclado en lo español, lo eleva por encima de lo español.

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