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¿Existe la mujer?

Leé la apertura de Catherine Millet en el


Filba
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El discurso inaugural completo de la escritora francesa

"Hace poco, vimos surgir un nuevo feminismo. Y, paradójicamente, este neofeminismo


hace renacer un vocabulario viejo", dijo para comenzar la autora de La vida sexual de
Catherine M. ante una sala repleta del Malba, para dejar inaugurado el décimo Festival
Internacional Filba repasando la escritura de las mujeres hasta nuestros días.

Por Catherine Millet. Traducción de Mónica Herrero. Foto Rodrigo Ruiz Ciancia .

Todos los que saben algo de psicoanálisis, que han leído al Dr. Freud y quizá también al Dr.
Lacan (¡y me parece que son muchos en la Argentina!), o quienes tan solo han oído hablar
de ellos, habrán entendido a qué alude mi título. La famosa aseveración de Jacques Lacan
“La mujer no existe” significa, por supuesto, que se oponía a la idea de una esencia de la
femineidad: las mujeres existen cada una en su singularidad y son irreductibles unas a
otras. Esta idea se opone a la del “eterno femenino” promovida por el Romanticismo, así
como a la búsqueda de la mujer ideal a la que se dedicaban algunos de sus
contemporáneos surrealistas. Pensemos en el mito de la musa en André Breton, por
ejemplo.

Lacan propone esta idea a comienzos de los años ‘70, en pleno período de efervescencia
de los movimientos feministas.

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Hace poco, vimos surgir un nuevo feminismo. Y, paradójicamente, este neofeminismo
hace renacer un vocabulario viejo: en él aparece mucho, por ejemplo, la “sororidad”. La
sororidad significa la unión necesaria de mujeres entre sí, una solidaridad que se apoyaría
en una misma condición. En enero pasado, algunas amigas y yo escribimos una solicitada
con el título “Las mujeres liberan otra palabra”,para criticar los excesos del movimiento
#Metoo. Cuando se publicó en el diario Le Monde, acompañada por cientos de firmas,
entre las que estaba la de la actriz Catherine Deneuve, se nos acusó de haber traicionado
esa sororidad. Además, me enteré más tarde de que nuestro texto había suscitado
encendidos debates en el seno de la redacción del diario y que algunas jóvenes periodistas
en particular se habían opuesto a que fuera publicado. Aunque el movimiento #Metoo tenía
como lema “la palabra de las mujeres por fin liberada”, algunas, paradójicamente, quisieron
prohibirnos la palabra a nosotras, es decir, censurarnos…

El concepto de sororidad es, en mi opinión, muy problemático. Más allá de que yo pueda
experimentar tanta solidaridad y compasión por un hombre que sufre como por una mujer,
esa palabra está demasiado ligada al vocabulario religioso para que pueda apropiármela.

En la Edad Media, esta palabra se usaba para las comunidades religiosas femeninas.
Además, decimos siempre “hermana” cuando nos dirigimos a una monja (en francés,
tenemos incluso la expresión “buena hermana”; pero no estoy segura de que todas las
“hermanas” del neofeminismo sean siempre “buenas”…).

Hoy, en Europa, son sobre todo los musulmanes practicantes los que se dirigen unos a
otros utilizando las palabras “hermano” y “hermana”, para marcar su pertenencia a una
misma religión. Se trata, lamentablemente, de la expresión de un comunitarismo.

Por último, mi reserva también tiene que ver con que una gran parte de lo que la mujeres
han conquistado en nuestras sociedades a partir de los movimientos feministas pioneros
de fines del siglo XIX está relacionado con lo que algunas expresaron de modo
absolutamente personal, singular, sin preocuparse por saber si reflejaban una imagen de la
mujer que representaría a todas las mujeres. Desde luego que el derecho al voto se
conquistó gracias a la militancia de aquellas a las que llamaron sufragistas y que
desfilaron multitudinariamente por las calles. Pero otras libertades, que pertenecen a la
esfera de lo íntimo, como la libertad sexual y la libertad de tener hijos o no, fueron
reivindicadas por mujeres que se expresaron o actuaron en nombre propio: en 1971, en
Francia, 343 mujeres, algunas famosas (Catherine Deneuve entre ellas), otras no tanto,
tuvieron la valentía de declarar públicamente que habían abortado en forma clandestina,
porque aún estaba prohibido por la ley (por lo tanto, se expusieron a procesos penales).
Habían firmado una solicitada que hoy se conoce con el nombre de Manifiesto de las 343
zorras. La ley sobre la despenalización del aborto se sancionó cuatro años más tarde y esa
ley le debe mucho a la lucha de una mujer, la entonces ministra de salud Simone Veil, que
en esa ocasión tuvo que soportar los peores ataques y los peores insultos, incluso en el
recinto de la Asamblea Nacional.

Voy más lejos: una parte muy importante de la producción de las mujeres en el terreno del
arte y de la literatura revela, expone, describe, experiencias absolutamente singulares, sus
propias vidas, su intimidad, y todo ello en forma directa. ¡Y qué le vamos a hacer si ahora
me contradigo y hago una concesión a una suerte de “especificidad femenina” que exige,
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quizá, el momento de nuestra historia! Desde hace ya más de un siglo, las mujeres se
empeñan en hacer surgir la parte oculta de esta historia. La cultura, en su gran mayoría
(¡pero tampoco exclusivamente!) moldeada por obras producidas por los hombres, no
representa a las mujeres más que a través de los ojos de esos hombres. (Aquí hay, sin
embrago, que rendir homenaje a algunos –pienso en particular en James Joyce y D. H.
Lawrence– que, con una agudeza extraordinaria, supieron transcribir los deseos y una
sensibilidad de las mujeres). Sin embargo, son sobre todo mujeres, claro, las que se
encargaron de decir o mostrar cómo era de verdad esa parte oculta, desde su punto de
vista. La tarea es inmensa. Ellas no terminaron aún de sacar a la luz esa parte sustraída a
la experiencia y a la memoria de la humanidad, ni terminaron de ponerse al día con el arte y
la literatura.

En 1966, durante una conferencia, Simone de Beauvoir señalaba que la mayoría de los
manuscritos que le enviaban para pedir su opinión o su ayuda eran autobiografías. Y
precisaba: “Las mujeres cuentan sobre todo sus vidas”. ¡Lo menos que podemos decir es
que nunca fue desmentida! En efecto, las mujeres narran sobre todo sus vidas. En Francia,
sobre todo, donde lo que denominamos “autoficción” ha tenido un desarrollo importante.
Hay que reconocerlo: frente al lugar común que querría que las mujeres tuvieran más pudor
que los hombres, esas mujeres revelan aspectos extremadamente íntimos de sus vidas en
libros, películas, fotos, pinturas… Y hablando de generalidades, lo hacen muy a menudo con
gran atención al detalle, con un realismo que puede ser radical. Es una mujer, Marguerite
Duras, la que escribió un libro titulado simplemente La vida material, libro en el que habla
con mucha franqueza de su alcoholismo… Esta atención a lo real, a la cruda verdad, se
explica quizá por la amplitud de la tarea: no había tiempo para pasar por los símbolos o las
metáforas. Beauvoir misma produjo una obra autobiográfica inmensa, comenzando por
sus Memorias, cuyo primer tomo apareció en 1958. Esas Memorias están escritas de una
manera extremadamente escrupulosa; sin preocuparse por idealizar, la autora no filtra
nada ni de su entorno ni de ella misma.

En simultáneo con los movimientos feministas, la literatura femenina tuvo el impulso que
conocemos en el pasaje del siglo XIX al XX. Poetas y novelistas se inscribieron en la
historia literaria. Más allá de Simone de Beauvoir, muchas mujeres eligieron los géneros
literarios de las memorias o del diario íntimo, de la autobiografía o, incluso, como ya
señalé, de la autoficción, para confrontar a los lectores con una realidad a la que, hasta
entonces, habían sido poco expuestos. A veces se ha señalado que los amores sáficos
fueron evocados más discretamente que la homosexualidad masculina (salvo quizá por
Colette, que ofreció un panorama importante en Lo puro y lo impuro). Sin embargo, Violette
Leduc, a la que Simone de Beauvoir apoyó mucho, nos ha dejado grandes libros sobre el
amor lésbico y, en un género literario más experimental, hay que citar también a Monique
Wittig. Se abordaron otras experiencias propias de las mujeres, más tabú todavía, a veces
más dolorosas, incluso dramáticas: la del incesto (Anaïs Nin, Christine Angot), la del aborto
(Anaïs Nin, de nuevo), la de la prostitución narrada por fin por quienes la practican
(Albertine Sarrazin, Griselidis Réal, Nelly Arcan, Virginie Despentes), la pérdida de un hijo
(Camille Laurens, Laure Adler).

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Y no limitaré mis ejemplos al dominio literario: ¿quién se atrevió a pintar un aborto
espontáneo antes de Frida Kahlo? Respecto de Marlène Dumas, ella representó a mujeres
masturbándose, a mujeres embarazadas desnudas…

Por último, ¿no había un tema aun más reprimido que todos estos: el de la insatisfacción
sexual de las mujeres? Lean textos eróticos, la mayoría escritos por hombres: ¡el héroe
siempre tiene el poder de llevar a su compañera al séptimo cielo! O si eso no ocurre, es
porque la mujer es frígida. En La ingenua libertina, Colette ofreció otro testimonio: a veces
es largo y difícil para una mujer alcanzar el placer, encontrar a un hombre que sepa
proporcionárselo…

Me gustaría ahora mostrarles una imagen. Se trata de un cuadro de Paula Rego, un tríptico
titulado Aborto, de hecho. Pertenece a una serie realizada por la artista en 1998. Paula
Rego es una portuguesa que vive en Londres. Ese año, se organizó un referéndum en
Portugal para saber si la interrupción voluntaria del embarazo debía ser autorizada o no.
Una mayoría muy estrecha votó en contra. No les voy a describir a ustedes la inmensa
decepción que causó esa ocasión fallida (la ley fue finalmente sancionada en 2007). La
obra de Paula Rego nos hace comprender toda la soledad de la mujer obligada a abortar en
forma clandestina. Pero quisiera, en especial, llamar la atención sobre la mirada de esta
mujer. A pesar del dolor que se lee en los rasgos de su rostro, de la posición humillante en
la que se encuentra, nos mira directo a los ojos, casi provocativa, desafiando a los que
quisieron prohibirle lo que está por hacer. Víctima de la ley que no le permite abortar en
condiciones sanitarias y morales correctas, esta mujer toma las riendas de su destino.
Paula Rego ha producido varias obras, pinturas y dibujos sobre este tema. Todas las
mujeres representadas son diferentes, muy individualizadas; se las muestra en posiciones
más o menos dolorosas, pero cuando les vemos los ojos, aunque la expresión varíe un
poco, todas tienen esa mirada directa. La artista ha dicho que se inspiró en su propia
experiencia y en la de mujeres que ha conocido, y declaró asumir plenamente el
naturalismo de sus obras. La lucha por el derecho al aborto es una lucha colectiva, pero a la
elección de abortar cada una la vive -y diré incluso cada uno, porque, después de todo, hay
hombres que sostienen a la mujer en esta circunstancia- de forma absolutamente singular.

Un hombre, el gran historiador Robert Hughes, ha destacado que Paula Rego fue la primera
pintora de la historia en abordar este tema. Agregó que ella no tenía ninguna intención de
mostrar a las mujeres obligadas al aborto clandestino “como criaturas patéticas o
víctimas. Tuvieron que hacer una elección demasiado dura, pero libre desde un punto de
vista existencial. Ningún sacerdote ni ningún político pudo imponerles lo que ellos
querían”. El historiador puntualizaba: “No hay ninguna amargura, tampoco acusación o
perdón en la forma en que nos miran, sino más bien triunfo”.

Hughes concluía que esas obras eran las obras políticas mejor logradas de las últimas
décadas, porque “rechazando la ‘teoría’, insisten en el hecho de que, en toda
argumentación moral, la experiencia siempre debe imponerse”. Y lo que llamamos
experiencia es propio de cada individuo.

Regreso ahora a Simone de Beauvoir, otra figura ejemplar de mujer libre. Disculpas por
expresarme así: tengo mucha simpatía por Simone de Beauvoir; menos por la militante de
figura austera y de declaraciones a menudo categóricas, que por la mujer y por los escritos
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que la reflejan. Beauvoir es infinitamente más compleja que la figura a la que los
movimientos feministas a veces la han reducido. Así, la publicación de la correspondencia
con su amante Nelson Algren reveló a la enamorada, a la enamorada sumisa ante la
incertidumbre de los sentimientos. En esa correspondencia vemos que fue una lectora del
seductor más empedernido de toda la historia, Giacomo Casanova. ¡Ella recomienda su
lectura! ¿Acaso no le escribe a Algren: “¿Conces a Casanova? Un tipo que sabía hacer el
amor -por lo menos así lo afirmaba-, pero no por ello menospreciaba a las mujeres”? Ahora
bien, hay que tener en mente ―esto me parece importante― que el comienzo de la aventura
con Nelson Algren es contemporáneo con la concepción de El segundo sexo. Dicho de otro
modo, la que militaba para que se reconociera la igualdad de los hombres y las mujeres, la
que rechazaba la dependencia legal y económica que la sociedad todavía imponía a las
mujeres, aceptaba al mismo tiempo someterse a su deseo por un hombre. Tal era su
libertad de mujer en relación a la de la militante. Y libre fue al final de su relación: cuando
Algren la conmina a elegir entre Jean-Paul Sartre y él, a pesar de lo que le costó, ella
privilegió su relación con Sartre.

Podría dar otros ejemplos de la manera desacomplejada en que concebía la sexualidad,


como el ensayo que le dedica en 1959 a la sex symbol por excelencia, Brigitte Bardot. ¿Qué
elogia en Bardot? Justamente su libertad, su desprecio por las convenciones, el hecho de
lograr “ser ella misma” en el seno del arte supremo del simulacro, el cine, y en el corazón
del medio más artificial, el de la prensa del escándalo. (Destaco al pasar que una de las
mejores películas de Bardot, realizada por Louis Malle, Una vida privada, está directamente
calcada de la vida de la estrella, de quien se puede decir que interpreta un papel
autobiográfico). Beauvoir no se incomoda por los prejuicios “feministas” según los cuales
Bardot reuniría en su imagen todos los clisés que los hombres esperarían de las mujeres.
Bardot encarna dos mitos contradictorios inventados por los hombres, que fueron muy
explotados en la literatura de comienzos del siglo xx: la mujer fatal y la mujer niña. Bardot
se los apropia para jugar con los hombres. Bajo la apariencia de la presa, ella es una
predadora (basta tratar de listar sus maridos y amantes…).

“La mujer no nace, se hace”. Luego de haberme apoyado en el pensamiento de Simone de


Beauvoir, quiero ahora desviarme, o quizá desviarme de la interpretación más general.
Desde luego, se comprende que la potencia del ostracismo social con que se chocaban las
mujeres en Europa en los años que siguieron a la segunda Guerra Mundial, haya requerido
de parte de la escritora esta fórmula provocadora. Sin embargo, no estoy segura de que
ella hubiera seguido por completo a los y las que hoy, aplicando la teoría de género en su
versión más extrema, llegan a negar las diferencias biológicas. Pero quisiera sobre todo
comentar el “se hace”. Desde luego, la educación, la organización de la sociedad, las
tradiciones y los atavismos que perduran, los lugares comunes vehiculizados por los
medios, el habitus, influyen en una parte muy grande de nuestra formación, sobre todo, en
la forma en la que cada uno de nosotros elabora su femineidad, o su masculinidad, o una
identidad situada entre esos dos polos. Pero, justamente, se trata de una elaboración, de
una construcción de la personalidad. Si los órganos sexuales son un don de la naturaleza
sobre el que no podemos intervenir mucho (la ciencia todavía no ha descubierto la
posibilidad de hacer que un macho transexual tenga hijos), disponemos de libre arbitrio en
la forma en que nos afirmamos en tanto mujeres, en tanto hombres. Heterosexual,
homosexual, bisexual, transgénero, etc. Si el sexo que nos es dado por nacimiento es una
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fatalidad, lo que “se hace” a continuación, lo que hacemos en una negociación –si puedo
decirlo– con los determinismos sociales y educativos, quizá en la lucha contra esos
determinismos, es parte de nuestra responsabilidad. El “se hace” no implica una fatalidad,
sino una responsabilidad. Por lo tanto, no hay “sororidad” que valga. Las mujeres del mundo
occidental no comparten todas los mismos deseos ni la misma condición, lo que también
es válido en el interior de un país. Afirmo, por ejemplo, que no es exacto pretender que
Francia, por hablar del país que conozco mejor, es en su conjunto una sociedad patriarcal.
La situación de las mujeres es diferente según el medio al que pertenecen: urbano, rural,
laico, religioso, musulmán, etc.… Sin embargo, en tanto una mujer haya elegido su
condición tan libremente como sea posible, debe ser respetada. Está la que encuentra un
equilibrio en su rol de madre y esposa, la que lo encuentra en el nomadismo sexual y el
placer de la seducción, la que lo encuentra en la militancia política o feminista. Así, no
tengo ninguna razón para sentirme “hermana” de una actriz de cine que a esta altura, a
instancias de Asia Argento, toma conciencia de que ha sido víctima de abuso sexual por
parte del productor de cine Harvey Weinstein, ni de una periodista que acusa públicamente
a un colega de haberle pellizcado el culo en el pasillo. Yo también, durante mi carrera, he
estado frente a hombres de poder y a hombres groseros. Mi reacción no fue la misma que
la de ellas. Tengo derecho a decirlo. Además, a las imprudentes que siguieron al productor
de cine a su habitación de hotel, les reprocho que no hayan tenido en cuenta la suerte de
vivir en un país en el que tienen garantizadas muchas otras libertades fundamentales, de
las que está privada la mayor parte del resto de la humanidad.

De nuevo Beauvoir. La autora de lo que estamos de acuerdo en denominar un libro de culto


del feminismo, no solo leía a Casanova, no solo se interesaba por Brigitte Bardot, sino que
también escribió uno de los estudios más sutiles sobre el marqués de Sade. La obra y la
vida del marqués le dieron la oportunidad de reflexionar sobre la imposibilidad “de conciliar
a los individuos en el seno de [lo que ella denomina] su inmanencia”.

La Revolución Francesa lo soñó: todos los hombres debían ser iguales ante la Nación,
mezclados en un mismo estado de hombre-ciudadano, disponiendo de los mismos
derechos. El proyecto fracasó convirtiéndose en una de las empresas más asesinas de la
historia de Francia: el Terror. Por más aristócrata que fuera, Sade simpatizó con ciertos
ideales de la Revolución. Trató de unirse, pero fue excluido, ¡porque le reprocharon su
“moderación”! En efecto, Sade condenaba la pena de muerte, la guillotina que los
instigadores del Terror hacían funcionar sin parar. Él mismo escapó por poco, pero lo
enviaron (¡una vez más!) a prisión. He aquí la enseñanza de Simone de Beauvoir: “Al
individuo que no acepta renegar de su singularidad, la sociedad lo repudia. Pero si
elegimos no reconocer en cada sujeto la trascendencia que lo une concretamente a sus
semejantes, terminaremos por alienarlos a todos bajo nuevos ídolos […], sacrificaremos la
libertad de cada uno en pro de los logros colectivos. La prisión, la guillotina, serán las
consecuencias de esta renuncia. La fraternidad mentirosa se alcanza a través de los
crímenes”.

Por suerte, no estamos allí. Haber “traicionado” a la sororidad que quería imponer el
neofeminismo no nos ha llevado al cadalso a las autoras y firmantes de la solicitada en la
que participé. Pero a falta de cortarnos la cabeza, a algunas les habría gustado cortarnos

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la lengua. Torrentes de insultos intentaron cristalizarnos en la imagen de mujeres altivas,
indiferentes a las dificultades y desgracias de otras.

Entre los reproches que nos hicieron, estaba, obviamente, el de ser “privilegiadas” porque
éramos intelectuales, escritoras, artistas. Pero así como acabo de tratar de explicárselo a
ustedes, correspondía a nuestro rol de escritoras o artistas expresarnos a título personal, a
partir de la experiencia que cada una de nosotras se ha forjado a lo largo de la vida, de
mujer, de amante, para algunas de nosotras de madre… Y que, al expresarnos así, íbamos al
encuentro de cada mujer –o de cada hombre– en particular, para que cada una, cada uno,
confrontara sus propias convicciones con las nuestras.

¡Hay demasiados discursos políticos, estrategias de comunicación y mensajes


publicitarios que se dirigen a nosotras como grupo, o incluso como masa! En cambio, el
arte, la literatura, ofrecen la posibilidad del reencuentro con un ser singular en la soledad de
su escritura con otro ser singular en la soledad de su lectura o de su contemplación.
Cualesquiera sean las causas a las que adherimos o defendemos, no nos privemos de
estos tête-a-tête.

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