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Profesor-Investigador, Titular C. Universidad Autónoma Metropolitana, Campus Xochimilco, México.
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Investigadora de la Casa de la Nacionalidad Cubana y Profesora de la Universidad de Granma, Cuba.
Por otra parte, en México el punto de partida del debate no era conceptual sino
fáctico: en los años setenta de la pasada centuria los campesinos estaban ahí y estaban
luchando. Y si tenemos que contar con los campesinos, simplemente porque ellos están
ahí en el combate, entonces la pregunta es: ¿qué son estos campesinos que marchan
por las carreteras, que toman tierras? No se trata de hacerles el favor, no es construir
una teoría para legitimarlos; los campesinos se legitiman –esa era la discusión– por sí
mismos; ellos están en la lucha, ellos están en el combate. Este debate en los setenta
transcurrió inmerso en un periodo de intensas luchas campesinas aquí en México, de
tomas de tierras a veces muy radicales que tenían que defenderlas con las armas en
la mano; de campesinos muertos, asesinados por guardias blancas, encarcelados; un
periodo de represión, por un lado, y, por el otro, de políticas públicas que tenían que
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reproduce la pequeña y mediana propiedad agropecuaria son múltiples; tan así es que
hoy tenemos al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional –ya no digamos
la FAO o los organismos multilaterales– diciendo que la salvación del mundo en el
contexto de una crisis agropecuaria y alimentaria como la que hoy vivimos, está en
la pequeña y mediana producción campesina. Si el Banco Mundial y el FMI dicen
que los campesinos están aquí “para sacar al buey de la barranca”, en pleno tercer
milenio, eso significa que para el capitalismo –y con las peores intenciones del mundo
de seguir exprimiéndolos y de seguir utilizándolos– los campesinos son funcionales.
Por tanto, los campesinos continuarán presentes, sea en coyunturas más favorables
o en otras donde habrá procesos de descampesinización, y bajo esas condiciones se
proletarizan, se recampesinizan y son una fuerza antisistémica. Que tengan claridad
de futuro, que sean socialistas o no es otro tipo de debate, pero sí son una fuerza
antisistémica, porque el sistema es su enemigo.
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agropecuaria; es decir, de convertir otra vez al Estado en un actor que podía ser –junto
con los campesinos, ejidatarios, comuneros, pequeños propietarios auténticos y mi-
nifundistas– un sector importante en la producción agropecuaria tanto de alimentos
como de materias primas. La apuesta por los campesinos es de una parte de los años
setenta y los primeros ochenta. En esos años el Sistema Agroalimentario Mexicano
(SAM) sería –en mi opinión– el último grito del viejo agrarismo que sostenía el apoyo
crediticio y de otro tipo a los campesinos durante los gobiernos de Luis Echeverría
Álvarez (1970-1976) y José López Portillo y Pacheco (1976-1982). Este último
gobernante, aunque se identificó mucho más con la derecha, se mantuvo todavía en
esta lógica; durante su gobierno se modificó el aparato económico estatal, el acopio y
comercialización de productos agrícolas, fomento productivo, etcétera, mientras que a
Echeverría le tocó lidiar con el ascenso del movimiento campesino y finalmente tuvo
que entregar tierras y ampliar ciertos aspectos de la reforma agraria. Pero a partir de
los ochenta en adelante y en los noventa lo que tenemos es una conversión hacia una
política anticampesina, de descampesinización y de desfondamiento de la agricultura
que producía para el mercado interno. El modelo neoliberal nos llega a nosotros a
inicios de los ochenta y se profundiza a lo largo de los noventa. Lo que cambia enton-
ces para nosotros –más que la iniciación de nuestra agricultura en una lógica global a
través de productos como el azúcar de caña, el café, tabaco o cacao– es la apertura de
un proceso de descampesinización y de desfondamiento de la agricultura que produce
para el mercado interno, y el fortalecimiento únicamente del sector exportador de
hortalizas, frutales y café. Este rubro fue afectado por la desregulación y la ruptura de
los acuerdos internacionales que fijaban cuotas y precios, lo cual provocó también un
desfondamiento en el sector cafetalero. En los años ochenta lo que tenemos es un neo-
liberalismo que promueve la lógica de importar granos básicos porque supuestamente
México no tiene vocación cerealera. Podríamos ser los inventores y domesticadores
del maíz pero eso no importa porque finalmente son las planicies estadounidenses o
argentinas las que supuestamente poseen vocación para la producción de cereales o
leguminosas, y nosotros presuntamente tenemos vocación para frutas, café, etcétera; o
sea, las ventajas comparativas que nos llevaron a una situación nueva de dependencia
alimentaria severa y hasta ahora creciente. En los últimos años –a partir de las sequías
atípicas registradas y los efectos del cambio climático sobre México, que son y serán
particularmente severos por nuestras condiciones– el problema de la escasez de ali-
mentos ha sido mucho mayor que lo que había sido en el pasado, los precios siguen
en alza y la dependencia alimentaria se torna más severa. México tiene ecosistemas y
diversidad suficiente, pero desfondó su campo; ese es el fenómeno nuevo. Y en esas
condiciones ¿dónde quedan los campesinos? Desahuciados; es decir, dejan de ser un
sector sustantivo del modelo de desarrollo –subordinado, sometido, explotado, sujeto
a intercambio desigual, pero un actor importante del que dependía una buena parte del
abasto de granos básicos y de la producción en pequeña y mediana escala de materias
primas– y pasan a ser un sector en franco repliegue y marginación.
Creo que hay muchas razones hoy para replantearnos el tema campesino en un
sentido agroecológico, y también en el sentido económico –como un modelo más
viable–, de la reducción del consumo energético, de la diversificación ambientalmente
más sostenible. Hoy, además, hay una sensibilidad en el mundo de los consumidores
hacia las virtudes de la agricultura campesina. En ese nuevo mundo los campesinos
pueden otra vez fundar un camino –siempre y cuando se abran paso por sí mismos–;
tienen una lucha que dar pero hoy sus argumentos son más poderosos que veinte o
treinta años atrás, cuando el problema alimentario lo estaba “resolviendo” la produc-
ción intensiva, la Revolución Verde, y ahora resulta que no es así.
AB: La discusión se deriva ante todo de una situación objetiva. Lo que hay es un
proceso muy real de desarticulación del mundo campesino, de la economía y la socie-
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dad campesina y del entorno rural, sobre la base de que es un sector irrelevante para
el futuro, que debe polarizarse y debe ser sustituido por los empresarios y pequeños y
medianos productores capaces de capitalizarse. Por tanto, los campesinos modestos y
pobres son objetos de políticas públicas compensatorias –en el mejor de los casos de
carácter asistencial–, a través de lo que en México inicialmente se llamó Programas
de Solidaridad y posteriormente, Pronasol. Había que “ayudarlos a bien morir” con
algunas limosnas de recursos públicos mientras encuentran cobijo en otro sitio, se van
a las ciudades o emigran a Estados Unidos. El campesino desaparece de las políticas
públicas como un sector productivo de avanzada y aparece como un sector marginado
que es objeto de políticas asistenciales o es sustituido por un sector que en realidad
cada vez tiene menor presencia campesina –que son los agroempresarios– donde no
hay campesinos enriquecidos, pues en realidad los campesinos medios se empobrecen
y los pequeños campesinos se arruinan.
El debate sobre las clases en los años noventa está marcado por el concepto
presuntamente novedoso de la nueva ruralidad. Esta noción –además de describir
fenómenos reales de una creciente adscripción del trabajo rural a actividades no
agrícolas, el incremento del ingreso proveniente de ocupaciones productivas extra
agrícolas, de servicios o trabajo asalariado, de la presencia creciente de otros ac-
tores, de la urbanización de las costumbres rurales, la pluriactividad en la que de
pronto los campesinos se ven insertos (como si los campesinos no hubieran sido
pluriactivos desde que la humanidad existe), todo lo cual descriptivamente puede ser
muy correcto– tiene un efecto en términos de las clases sociales y es la pretensión
intelectual de diluir la existencia de un sector que se configura como actor político-
social que son los campesinos. Se presume que éstos desaparecen como actores en
la medida en que también son comerciantes, en la medida que viven del trabajo
asalariado o dependen de las remesas y los programas públicos, lo cual no es cierto.
Por lo tanto, desde esta perspectiva los campesinos ya no existen como actor porque
ya no tienen una función económica, ya no tienen una base material y, por ende,
no van a existir como actores, no pueden ser protagónicos en las luchas sociales
importantes. Sin embargo, en este proceso los campesinos han seguido presentes. El
hecho es que los campesinos primeramente estaban viendo qué lugar podían ocupar
en los procesos inevitables de reforma neoliberal hasta que se dieron cuenta que en
ese mundo de las ventajas comparativas y del comercio salvaje no tenían ningún
espacio y entonces la lucha ya no fue por acomodarse en las franjas que les dejaba
el modelo neoliberal, sino contra el modelo mismo. En el caso de México esto es
bastante claro; los campesinos pasan de decir: Queremos recursos para nuestras
empresas asociativas o para asociarnos con los empresarios y producir materias
primas y que ellos la transformen, queremos que nos sigan dando créditos, a decir:
Lo que queremos es una modificación del modelo agropecuario y, por ende, una
modificación del modelo del país. Y eso se expresa muy claramente en el TLC. La
cristalización más evidente del modelo neoliberal es un Tratado de Libre Comercio
que favorece la dependencia alimentaria brutal y la desaparición de los campesinos,
quienes dicen: No queremos un poco más de dinero; no queremos un poco más de
apoyo crediticio, de insumos; lo que queremos es otro modelo. En ese otro modelo
los campesinos tenemos algo que hacer: somos los que vamos a garantizar la segu-
ridad y la soberanía alimentaria del país, la conservación del medio ambiente, la
preservación del tejido social en el campo, la cultura que tiene raíces rurales. No es
únicamente que somos buenos, peores o medianos productores. Además de producir
la comida, preservamos la socialidad; si no lo hacemos, ¿quién va a detener el
narcotráfico?. Es decir, si en el campo no hay opciones para los jóvenes, ¿quién va
a impedir que se vuelvan sicarios? Entonces, la oferta del campesinado es: Vamos
a mantener la salud del tejido social, la actividad económica; vamos a preservar
la naturaleza y nuestras raíces identitarias porque México es en sus raíces un país
campesino e indígena. Esta apuesta es de tipo antisistémico y antineoliberal, y se
ha radicalizado en el sentido de volver a las grandes movilizaciones. Es cierto que
la fuerza del campesinado se ha visto muy mermada: los jóvenes se van, la migra-
ción afecta, las comunidades se quedan vacías, predominan las mujeres; la gente
no puede vivir del campo porque la agricultura no genera ingresos suficientes y
tienen que diversificar el empleo. Es decir, hay un desgajamiento del tejido social
rural y, por ende, de las capacidades de sobrevivencia de los campesinos. Pero el
esfuerzo político de los campesinos por cambiar el rumbo del país para seguir siendo
parte del mismo, ese no se ha perdido. En el caso de México el fenómeno quizá
más notable es el que se da en el arranque del siglo XXI, que es el movimiento El
campo no aguanta más. Y lo es no sólo por su peso, su importancia, su magnitud
como protagonista de una manifestación de alrededor de 100 mil campesinos de
todo el país –algo difícil de lograr pero que sucedió con este Movimiento–, sino
porque además se trata de gente que viajó mil kilómetros o toda una semana desde
su pueblito hasta la Ciudad de México. Eso demostró que existía voluntad de los
campesinos de seguir existiendo y que había organización suficiente como para
darle lógica a esta movilización, si bien no suficiente como para poder doblarle la
muñeca al gobierno y modificar sus políticas públicas. Sin embargo, El campo no
aguanta más dejó claro que había otro modelo, otro plan y que el gobierno no iba
a cumplir los acuerdos a los que había llegado con los campesinos en términos de
cambiar el rumbo. El Acuerdo Nacional para el Campo no se cumplió. Pero allí lo
que quedó claro era que los campesinos seguían presentes como una fuerza.
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Ahora bien, en los años noventa se presenta un fenómeno que hay que considerar;
a saber, la emergencia de los pueblos originarios. Una parte muy importante de la po-
blación rural sigue muy identificada con sus formas sociales, culturales, tecnológicas,
sus lenguas y formas de organización política, que tienen que ver con los pueblos
originarios. Éstos aparecieron medio visibles en el marco de los 500 años de lo que
llamaron el genocidio y los llevó a protestas en Bolivia, Ecuador, Perú y México en
menor medida. Pero el año 1994 hizo la diferencia. De pronto apareció un grupo
armado guerrillero que dice: Somos la voz de los más pequeños, de las comunidades
indígenas, de todos los explotados y oprimidos pero en primera instancia tenemos
nuestras raíces en las comunidades indígenas de Chiapas. La emergencia de los
pueblos originarios, que representan cerca del 15% de la población de este país, fue
muy importante cualitativamente porque planteó un tema que no estaba claro en la
emergencia de los campesinos y en la discusión de los años setenta, que es el tema de
la colonialidad y del racismo, y no sólo el tema de la clase y de la explotación. Los
campesinos son, en términos de trabajadores del campo, explotados por el capital;
ellos son, en términos de clase, una clase del capitalismo; son antisistémicos porque
el sistema capitalista les extrae el excedente y los somete. Pero los campesinos son
también la porción más visible y más clara de una estructura de carácter colonial, y
ésta los oprime también no sólo en su carácter de pequeños y medianos productores
sino en su condición de herederos de los pueblos originarios. Entonces aquí hay una
relación de colonialidad que afecta sin duda a los pueblos indios, pero afecta tam-
bién a los campesinos mestizos, morenos, indios y a una gran parte de los mexicanos
que son vistos como étnicamente inferiores. Sin este fenómeno de los noventa hoy
seguiríamos hablando de explotación del trabajo campesino por el capital –tesis que
yo sostenía desde los años setenta y ochenta–, pero tendríamos que hablar además de
opresión étnica de los campesinos e indígenas por un modelo de carácter neocolonial
y por una lógica de colonialismo interno. No hablo ya del colonialismo externo que
sigue existiendo, pues tenemos 3 000 kilómetros de frontera con el imperio; aquí
hablo de los mexicanos colonizando a los propios mexicanos, de una elite blanca
que se considera con derechos superiores. Esto surgió muy poderosamente en los
años noventa, de modo que ya para la primera década del nuevo milenio los indios
ya eran protagonistas rurales importantes; no lo habían sido tan claramente antes; lo
fueron en algún momento histórico pero la posrevolución significó la conversión de
la población rural e indígena a la condición de campesinos; o sea, la Revolución, la
Constitución y la Reforma Agraria transformaron a los indios en campesinos a través
del ejido, la dotación de tierras y la ratificación del estatus de dueños históricos de
tierras de las comunidades agrarias, a las que se otorgaba la titulación de bienes co-
munales. En cualquiera de los dos modelos era la reforma agraria posrevolucionaria
la que constituía a los habitantes rurales como un sujeto nuevo en el nuevo México que
surgía de la Revolución. Los campesinos son fundados e inventados por la Revolución
mexicana porque la hacen pero además porque la institucionalización los ubica en un
contexto. Los campesinos son “hijos predilectos del régimen”–dice Arturo Warman–,
aunque yo diría que son los padres del régimen, pues lo engendraron; ellos hicieron la
revolución de la que surge un nuevo régimen. Esto había que romperlo, y los campesinos
comienzan a romper con el Estado como dador, como el que da la tierra, el que resuelve
sus problemas, el que compra la caña; o sea, se rompe con esa lógica del Estado bene-
factor que supuestamente hace posible la vida del campesino. En el caso de México esta
lógica es infinitamente menos justa, equitativa y comprometida, pero es la misma de
tipo estatista que considera a los campesinos como hijos del Estado posrevolucionario.
Lo que nos sucede ahora es que tenemos, por un lado, un actor indígena y, por
otro lado, la visibilidad que tuvieron los pueblos originarios hoy es otra vez más
folclórica que política; su presencia ha disminuido notablemente, no porque no estén
ahí o porque no estén resistiendo, sino porque no tienen ya la visibilidad que tuvieron
durante los años noventa, porque la capacidad de convocatoria del EZLN también ha
disminuido por mil razones. Sin embargo, en términos históricos no creo que pueda
pensarse en el presente y el futuro de México sin los campesinos y los indios. Y aquí
la pregunta es: ¿qué son los indios y los campesinos?; ¿son dos entidades diferentes?,
¿son dos máscaras distintas de una misma realidad sustancial? Esa es otra discusión.
ALR: Frente a esta realidad social, ¿qué enfoques teóricos está demandando el
análisis actual de clase?
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híbridas, lo que decimos es que hay actores, sujetos o protagonistas sociales que
ocupan lugares menos claros que la burguesía y el proletariado. Algunos dirían que
son grupos en transición, herederos de los viejos regímenes que van a desaparecer;
pero resulta que no desaparecen. Y esto plantea una pregunta: ¿el concepto de clases,
tal como lo forjamos, es un concepto que funciona para actores sociales de gran ca-
lado, de larga duración, con perspectiva histórica, pero que no son iguales, en térmi-
nos de sus características económicas y sociales, a las de la burguesía y el proletaria-
do? Mi respuesta es no. Si se quiere hablar de los campesinos como clase se tiene que
repensar el concepto de clase. No es posible pensar que se tiene un concepto cons-
truido para una realidad y se pueda aplicar a otra realidad nueva. Si los conceptos no
cambian con los retos que plantea la realidad, no son conceptos, son definiciones.
Teníamos definiciones de clase que no estaban funcionando porque eran muy econo-
micistas, muy homogeneizantes y hoy tenemos que enfrentarnos a la realidad de que
hay otros actores o sujetos sociales que pueden o no ser clases. Si los denominamos
como clases tenemos que darle a este concepto un contenido distinto, no opuesto pero
sí distinto al que ya conocemos. En el caso de los campesinos se trata de una clase
con una base económica compleja por definición, a diferencia de otros grupos. El
campesino es el trabajador por cuenta propia, es productor de bienes de autoconsumo
y comerciales, vende y compra fuerza de trabajo –esas viejas definiciones de que el
campesino no compraba ni vendía fuerza de trabajo nunca fueron reales, ya no fun-
cionan. El campesino siempre ha estado adscrito a actividades productivas de carác-
ter artesanal y comercial. Cuando hay políticas públicas –como las hay en México
desde hace muchos años– el campesino también depende del gasto público dirigido
al fomento productivo, de las remesas… Los campesinos son –y han sido siempre–
eso que los sociólogos descubrieron hace no tanto tiempo y que llaman nueva rura-
lidad. Ellos son además multiusos en una condición cambiante, pues una misma fa-
milia campesina puede en diferentes momentos tener condiciones de subsistencia
distintas. En la medida en que crece la familia –y no así la parcela porque no hay
reparto agrario o no hay manera de hacerla crecer–, los hijos probablemente se ocu-
parán en otra actividad, se convertirán en asalariados o se irán a la escuela, si los
padres cuentan con una producción suficiente como para financiarles los estudios, y
luego regresarán al pueblo e instalarán un café-internet. La historia de una familia
campesina es la historia de cómo van cambiando sus relaciones económicas, sus
formas de insertarse en el sistema. Además de eso, los cambios se dan no sólo porque
las familias evolucionan sino también porque las actividades económicas cambian en
un mismo territorio. Si bajan los precios del café, los pequeños productores pueden
convertirse en jornaleros y dejan de ser productores; si sube nuevamente el precio de
ese producto, probablemente dejan de ser jornaleros y vuelven a ser cafetaleros. Pero
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campesinos tengan liderazgos que no son de campesinos o de los más pobres. Emi-
liano Zapata no era un agricultor como no lo eran Otilio Montaño o Genovevo de la
O. Es decir, si los campesinos son una clase no están integrados sólo por personas de
esa clase; no se necesita ser agricultor para ser campesino, pues existen sociedades
campesinas. En el caso de Bolivia se crearon organizaciones campesinas bajo la
modalidad de sindicatos agropecuarios que luego fueron convertidos en la Unión de
Comunidades Campesinas, en correspondencia con la esencia de esas sociedades
campesinas. En una comunidad campesina hay quienes son agricultores y quienes no
lo son, hay pobres y ricos, pero las organizaciones campesinas representan a todos,
a la comunidad en general.
Por otra parte, mientras el proletariado mira hacia adelante, tiene un porvenir, no
tiene un pasado al que quiere regresar o al que añorar –porque su pasado es explotación,
miseria, envilecimiento, expropiación–; los campesinos sí tienen una visión de un
pasado –sea real o sea mítico– en que ellos eran más autónomos, libres, productivos, y
mantenían mejor relación con la naturaleza, etcétera. Puede ser un mito; sin embargo,
los campesinos miran hacia atrás con nostalgia, a diferencia del proletariado, el cual
se mueve más por una utopía. Eso ha llevado a algunos a plantear que los campesinos
son reaccionarios, conservadores, quieren volver al pasado, son antimodernos; pero
no es así. Aquellos tienen un pasado que recordar, eso es una ventaja… Yo creo que
unos y otros pueden compartir pero los campesinos tienen un componente mítico muy
fuerte que no tienen los proletarios. Esto resulta más obvio en los pueblos originarios,
cuyo componente mítico es muy poderoso, pues ellos dicen: No sólo antes éramos
felices sino que éramos dueños de este mundo; este era nuestro mundo. Todo esto
conduce a que si el campesino es un actor social al que queremos llamar como clase,
hay que enriquecer el concepto de clase. Una clase puede incluir la diversidad, la mar-
ginalidad, los elementos culturales, identitarios y de tradición histórica. El otro punto
importante es que si no recuperamos el concepto de clase entonces se podría hablar
sólo de actores y sujetos… El problema es que en esta búsqueda de actores-sujetos con
identidades, desaparecen dos cosas sustantivas asociadas a las clases sociales: una, la
globalidad, pues las clases no son de un territorio en particular o de un país; las clases
son entidades globales porque el sistema es global y es el que genera y regenera las
clases. Éstas pueden tener presencia en unas regiones más que en otras, pueden ser
más o menos visibles a esa escala pero son realidades globales. Cuando hablamos
de proletarios hablamos de proletarios del mundo, no de proletarios de San Juan de
Abajo o de Naucalpan, y la burguesía igual. Dos: las clases son históricas, de larga
duración, están aquí para quedarse; pueden diluirse, minimizarse o reaparecer pero
son de larga duración. Cuando se habla de movimientos, actores o sujetos sociales
Por tanto, las clases son sujetos históricos de larga duración; no son coyunturales;
son estructurales, tienen raíces e historia y son globales. Como se puede apreciar, los
campesinos son una clase no sólo del capitalismo sino también del socialismo como
forma de la modernidad; como sujeto clasista poseen una enorme diversidad, fluidez
o plasticidad y se conforman en torno a esta diversidad.
AB: Los cambios en la estructura de una clase llevan a pensar si cambia el momento
de la economía, si cambia el peso de la agricultura respecto del resto de la economía,
si cambia la importancia de la pequeña producción agrícola en relación con la gran
producción, si cambian las políticas públicas. Todo ello modifica estructuralmente a la
clase y transforma las condiciones de existencia económica de sus miembros. Como
ya afirmé, una clase es un sujeto histórico, no un sujeto económico, aunque desde
luego la economía puede ser decisiva en la configuración de su dimensión histórica.
Los cambios en el modelo económico pueden llevar, y llevan, a que el sustento ma-
terial de una clase se debilite, a que se urbanice o no, a que el número de campesinos
disminuya en términos absolutos o relativos –que es lo que sucede en México–, que
de cada tres hijos de una familia campesina dos migren pero uno se quede, que la
proporción de mujeres en el campo sea mayor que la de los hombres, que se intente
elevar la producción de autoconsumo ante el desincentivo de producir para el mer-
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cado de granos básicos, etc. Pero el deterioro de las condiciones económicas puede
fortalecer políticamente al campesinado en ciertas coyunturas. Claro, si ese deterioro
se hace sistemático probablemente llegará un momento en que ya no habrá fuerza
política que construir cuando se ha agudizado la migración o cuando el narcotráfico
domina en las comunidades campesinas. Hay un proceso de erosión del sujeto político
pero no hay que verlo de manera mecánica. Pienso que en las últimas décadas los
campesinos mexicanos han visto cómo su base material, sus espacios en las políticas
públicas y su condición de sobrevivencia regional se han ido deteriorando cada vez
más. Pero eso no quiere decir que los campesinos hoy hayan dejado de ser un actor
que presiona políticamente. En meses recientes –desde finales de 2011 y hasta el 10 de
abril de este año, fecha en que se conmemoraron los 101 años del Plan de Ayala– cien
organizaciones campesinas –de esas cien, quizá veinte son organizaciones nacionales o
multirregionales que tienen presencia en más de un estado de la República– se pusieron
de acuerdo para elaborar un proyecto denominado Plan de Ayala del siglo XXI, el cual
surgió de seis reuniones multitudinarias efectuadas en diferentes estados del país y ha
sido visto como el plan de salvación del campo para este siglo en México. Este pro-
yecto fue presentado y rubricado por el candidato de izquierda Andrés Manuel López
Obrador en Torreón, Coahuila. Es decir, hay suficiente presencia de los campesinos
como para elaborar una propuesta de este tipo bajo condiciones de deterioro extremo
de su base material; o sea, políticamente no han desaparecido. Ciertamente no se trata
de organizaciones campesinas fuertes, con grandes membresías; realmente están muy
golpeadas; la gente migra; los jóvenes ya no tienen esperanza en el campo, no quieren
seguir siendo campesinos; el narcotráfico ha penetrado; hay miedo; el panorama es
desastroso. Pero a pesar de todo ello los campesinos no han bajado la guardia, siguen
en el combate; están acostumbrados a eso; han sobrevivido a las peores catástrofes
ambientales, políticas, económicas. Ellos están tratando de cambiar el rumbo del país
antes de que haya que inventar nuevamente a los campesinos. México es un país muy
agrario, con alrededor del 25% de su población en el campo; es un país fuertemente
campesino con el 13 o 14% de su PEA empleada en la agricultura, pero un país con un
campesinado en proceso de aniquilación. Y los campesinos están tratando de impedir
esto desde una posición de clase. Una clase puede existir, vista en un periodo largo,
a través de sus luchas y proyectos con que enfrentan a un enemigo. Pero hay perio-
dos en que la clase está latente; o sea, políticamente hablando no está presente, está
muy fragmentada. Luego hay momentos en los que de pronto se suman en torno a un
proyecto común que borra temporalmente las diferencias políticas. En ese momento,
bajo determinadas condiciones o necesidades, la clase emerge como tal. Eso quiere
decir que las clases no están siempre ahí sino que se reconstruyen, se desconstruyen,
aparecen, cambian, identifican ejes distintos…
AB: El concepto de etnia no se puede construir sólo sobre la base de las relaciones
económicas sino que debe construirse además sobre relaciones sociales, políticas y
culturales; o sea, la etnia se define no sólo en positivo porque se tiene una cultura, una
socialidad sino que es construida porque hay un proceso de exclusión y opresión que
tiene que ver con la cultura, la socialidad y la economía. La estructura socioeconómica
de México, su historia y su sistema político definen que además de clases sociales haya
etnias diferentes. Hay situaciones de etnicidad que definen disparidad, desigualdad;
no todas las adscripciones étnicas son iguales. Si tú eres demasiado oscuro o bajo, si
hablas una lengua determinada, si usas una vestimenta determinada o comes de una
manera determinada te va a ir peor. Y si además vives en una región específica, vas
a ser tratado no sólo conforme a tu clase sino conforme a tu etnia. Esto explica que
haya relaciones de opresión que tienen que ver con la etnicidad y no sólo con la clase.
Cuando hablo de etnia como forma de diversidad sociocultural lo hago en el sentido
de una forma de dominación. Sin duda las etnias son rurales y diversas, y hay todo un
debate sociológico acerca del diálogo intercultural, étnico, etc. Pero todos los grupos
étnicos están sujetos a una lógica colonial en la que los no indios se montan sobre los
indios. Más allá de la diversidad étnica, aquí lo que importa es que hay colonizadores
y colonizados; dentro de estos últimos hay individuos que ascienden socialmente por
la vía económica y se “blanquean”, pasando a formar parte de los grupos colonizantes
aunque continúen teniendo sangre indígena. Por tanto, aquí el problema es si la lucha
y las contradicciones que definen nuestras sociedades son exclusivamente de tipo
clasista o si son de carácter étnico-clasista. Yo sostengo que son étnico-clasistas. Hay
además un problema relacionado con las sociedades patriarcales, y esta condición
de nuestras sociedades atraviesa las etnias y las clases, lo cual es un problema grave.
No vamos a salir de la situación en que nos encontramos sin enfrentar el problema
étnico, el problema colonial, clasista y patriarcal.
En una buena parte de nuestros países lo que hay vivo de grupos étnicos está en el
campo, aunque hay muchos indios viviendo en las ciudades. Pero si los indios son una
etnicidad, son un modo de tener una lengua, de tener ciertas prácticas, costumbres,
modos propios de hacer justicia, de comer, de bailar, de celebrar, de religiosidad, etc.,
esto se asocia con la ruralidad. Seguir siendo indio en las ciudades cuesta trabajo; los
indios inmigrantes en la Ciudad de México resisten pero cuesta trabajo; ellos resisten
más fácilmente en la ruralidad. Por lo tanto, los indios están en el campo como los
campesinos, y así la condición indígena y la condición campesina están más entre-
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veradas, no sólo porque hay indios que son campesinos –yo digo que la mayoría– y
muchos campesinos que son indios en mayor o menor proporción –aunque la familia
le haya inculcado el ocultamiento de su condición indígena; hay un enrevesamiento
de estas condiciones. En términos sociológicos se pueden distinguir claramente los
pueblos indios de aquellos que son campesinos o mestizos y no tienen raíces propias
o están muy mezcladas, razón por la que además no tienen una lengua propia. Eso, en
términos sociológicos y antropológicos se vale, pero yo me pregunto: ¿en términos de
clase se vale? O sea, creo que no es posible conformar un sujeto social distinguiendo
entre el indio y el no indio; pienso que el sujeto social se conforma unificando a los
diversos, no diferenciándolos. Zapata era probablemente mulato, tenía sangre negra
quizá mucho más que Quintín González Nava… Cuando se conforma un sujeto so-
cial, de larga duración y visión nacional, éste integra a los diversos. Lo que ha estado
sucediendo es que hay una fusión de reivindicaciones clasistas y étnicas sostenidas
por un mismo sujeto; o sea, mi hipótesis es que las reivindicaciones descolonizado-
ras son planteadas por todo el pueblo y muy particularmente de los sectores rurales,
que son los que ha vivido la colonialidad de manera especialmente dramática, sobre
todo en aquellos países donde las mayorías rurales son fundamentalmente étnicas:
Bolivia, Ecuador, Perú, Guatemala y México –probablemente en su región sureste,
donde la proporción indígena es más elevada. Si hay una fuerza que quiera liberar
a los trabajadores del campo de la opresión tiene que ser necesariamente una fuerza
descolonizadora y anticapitalista, lo cual implica que tiene que ser india y campesina
–si queremos identificar lo indio con lo descolonizador y lo campesino con economía–.
Entonces el concepto de campesindio lo he estado empleando –en verdad no tengo
ninguna pretensión de transformar una palabra cómoda en una categoría– porque me
parece que las convergencias rurales de América Latina están siendo campesindias
no sólo en Bolivia y Ecuador, sino en Argentina, Brasil o en Chile. Si se observa a las
organizaciones que surgen a la sombra de Vía Campesina, por ejemplo en Chile, se
constata que –aunque son minorías– los pueblos originarios están políticamente muy
presentes como movimientos indígenas campesinos. En Argentina se pensaba que no
existían los campesinos, pero luego descubrieron su existencia y estamos viendo que
también hay indios. Ahora los movimientos rurales argentinos son convergencias de
indios y campesinos, lo cual considero como inevitable en el sentido de que no se
pueden mantener luchas diferentes sobre todo cuando se comparten territorios. Esto
nos daría un concepto de una relación etnia-clase, que son dos dimensiones de una
misma situación de subalternidad rural, y cuando se quiere romper con esta subalter-
nidad no es posible aceptar la separación de luchas étnicas y clasistas.
ALR: ¿Puede hablarse hoy de una agenda posneoliberal que oriente la acción
política de las organizaciones campesinas mexicanas? ¿Cuál sería su contenido y
alcance?
AB: Estoy convencido de que sí, y podemos hablar de una agenda posneoliberal
en el mundo, no sólo de una agenda posneoliberal campesina. Creo que la etapa del
capitalismo salvaje de los últimos treinta y más años está generando una reacción
lo suficientemente poderosa como para que podamos hablar de una agenda de este
tipo, la cual no siempre es poscapitalista. En casi toda América Latina –en particular
en el Cono Sur y en algunos países de Centroamérica también– hay un forcejeo por
intentar salir del neoliberalismo, aunque no exactamente del capitalismo. En el caso
de los campesinos es muy evidente porque ellos fueron una de las primeras víctimas
del neoliberalismo –doctrina que en el caso de México declaraba abiertamente la
descampesinización y la eliminación de un “sobrante” de tres millones de familias
en el campo–, las cuales podrían encontrar empleo en el supuesto crecimiento ex-
traordinario que experimentaría la industria gracias al TLCAN. Todo eso fue falso, y
los campesinos fueron las mayores víctimas de los “daños colaterales” de la ilusión
neoliberal, por lo que fueron también los primeros antineoliberales. Por tanto, la
agenda antineoliberal campesina viene prácticamente desde el principio, y desde ella
reclaman el relanzamiento de políticas públicas y la presencia de un Estado compro-
metido con la seguridad y la soberanía alimentaria –no necesariamente es un Estado
anticapitalista–, así como un campo diferente. En el marco del Plan de Ayala del
siglo XXI o Plan para la Salvación de Campo, los pequeños y medianos campesinos,
ejidatarios, comuneros y minifundistas reconocen que en la salvación del campo y en
la búsqueda de la soberanía alimentaria intervienen todos los tipos de productores. El
campo tiene un interés común más allá de las clases, lo cual quiere decir que la agenda
posneoliberal incluye a sectores empresariales –en Bolivia y Ecuador esta agenda no
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Reabriendo el debate…
ALR: ¿En qué medida el Plan de Ayala del siglo XXI supera los planteamientos
del movimiento El Campo no Aguanta Más (MECNAM)?
AB: El nuevo Plan de Ayala está demasiado cerca como para poder ubicarlo en
una perspectiva histórica. Sin embargo, pienso que, a diferencia del MECNAM –el
cual apuntaba inicialmente hacia un cambio de modelo donde el Estado vuelva a in-
tervenir nuevamente en las políticas de fomento, se proteja la agricultura del mercado
interno, se detenga la importación de maíz, y luego se transformó en un movimiento
de demandas asociadas a precios, créditos, seguros, agua, etcétera–, el Plan de Ayala
del siglo XXI se está proyectando en términos de derechos, y eso hace una diferencia.
Aquí los campesinos están reclamando no más presupuesto público para programas
del campo o de la actividad productiva del campo, sino, en primer lugar, el reco-
nocimiento del derecho a la tierra como medio de vida, como naturaleza, no como
mercancía; por tanto, no aceptan que la condición para acceder a ese medio de vida
y recurso ambiental sea una relación mercantil; defienden que el derecho a la tierra
lo tiene quien la habita y la trabaja. Es un planteamiento que ya tiene 100 años en
México pero hay que reivindicarlo. No se acepta el argumento de que el derecho a la
tierra está condicionado por los niveles de productividad, eficiencia y la disponibilidad
de capital. El nuevo Plan de Ayala sostiene que el derecho a la tierra es originario y
defiende además el derecho a la alimentación, a la soberanía alimentaria y al trabajo.
México es un país donde la gente en general y los campesinos en particular tienen que
irse en busca de trabajo; el derecho al trabajo no existe y aunque se posea la tierra no
se puede vivir de ella; no existe el derecho a un empleo digno, estable, bien remune-
Pero ¿cuál es la virtud de los planteamientos campesinos que hemos visto hasta
ahora? Que han ido poco a poco planteándose un proyecto más de conjunto, más
estratégico, más multisectorial y, por ende, más clasista y menos sectorializado. Un
proyecto planteado en términos de derechos, de leyes, de políticas, de programas más
amplios, no en términos del volumen del presupuesto destinado al sector agrario, de
los programas y las leyes en que se incluirá ese presupuesto. Sigue siendo dominante
en las organizaciones campesinas mexicanas la lucha por apoyos, créditos, recursos,
etcétera, pero los más conscientes dentro de los líderes campesinos están claros de que
no se trata de eso, no se trata de ocupar cargos públicos para favorecer a las organi-
zaciones campesinas; de lo que se trata –y así lo han comprendido algunos dirigentes
campesinos– es de cambiar el curso del país.
AB: El mayor problema del mundo rural a escala universal radica en su carácter
de socialidad, modo de vida, cultura e historia. Ser campesino no significa ejercer
un tipo de empleo sino pertenecer a una determinada socialidad, con una cultura,
una identidad, una historia. Y eso se transmite, como sucede con las socialidades,
de manera no escolar; es decir, se adquiere viviendo en una determinada sociedad.
Entonces, cuando a los campesinos se les niega la tierra, los créditos, los precios,
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Reabriendo el debate…
ALR: Sin dudas, las zonas conurbadas a la Ciudad de México muestran un grado
significativo de deterioro en la producción campesina en general. ¿Qué factores
intervienen en este proceso?
se cultiva el nopal mediante el uso intensivo de mano de obra, con bajos impactos
ambientales y niveles de redituabilidad derivados de la exportación y los beneficios
del mercado interno. Estas comunidades han impedido además el cambio del uso del
suelo en función de la urbanización. Son pueblos que también desarrollan estrategias
alternativas como la producción de “carnitas” (carne de cerdo preparada), mole, flores
y hortalizas con destino a la Ciudad de México. Creo que esta es la estrategia más
viable, aunque no es necesariamente dominante, pues hay lugares donde la expansión
urbana y los servicios hacen que la gente venda sin poder resistir a las ofertas de
compra. Las zonas periurbanas plantean un problema serio que sólo puede resolverse
con políticas públicas que hagan viable, en términos de renta, la coexistencia de los
usos diversos del suelo.
AB: Este es un problema que vuelve al tema inicial. Los campesinos tienen una
base económica compleja, no se especializan; constituyen una expresión del tipo de
sociedad donde hay especialización y existe la división del trabajo funcional, pero al
mismo tiempo hay pluriactividad, hay producción de cultura y de alimentos; o sea,
producción y reproducción en el sentido marxista. En el caso de la vida comunitaria
y campesina, lo productivo y lo reproductivo están mucho menos escindidos, pues
forman parte de una misma estrategia. Al mismo tiempo la especialización productiva
no funciona cuando la tierra es un medio de producción heterogéneo, con condiciones
y potencialidades diversas. Pero lo reproductivo también es importante porque permite
mantener viva una memoria colectiva en relación con el entorno rural, la comunidad,
las prácticas productivas, etc. En este sentido la pluriactividad es valorizar y reconocer
que esas funciones productivas y reproductivas diversas son todas ellas importantes
sin menosprecio de alguna en particular. La construcción del mundo simbólico, el
conocimiento de los suelos y variedades de maíz, del valor de las plantas y árboles,
del significado e historia de lugares y paisajes, todo eso es valioso y es parte de la
multifuncionalidad de la vida rural y campesina.
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Reabriendo el debate…
AB: Soberanía alimentaria es un concepto limitado pero fuerte y útil; es una cons-
trucción de Vía Campesina, de ciertos intelectuales, de redes, es global. Pero al mismo
tiempo es una construcción que no parte de los derechos de los campesinos sino de
una función que es precisamente la producción de alimentos; su virtud consiste en
que es una consigna unificadora que reconoce a los campesinos como generadores
imprescindibles de alimentos que responden a un problema global. Es decir, bajo
esta consigna –que es global– los campesinos pueden lograr un lugar más visible,
más respetado y más fuerte dentro del panorama de las fuerzas del campo, y pueden
llamar la atención sobre sus necesidades materiales y técnicas para producir alimen-
tos. El concepto de soberanía alimentaria nos coloca frente a la crisis alimentaria y
ambiental, los biocombustibles, etcétera, pero desde la perspectiva de los campesinos
es más importante el tema de la seguridad alimentaria tanto para la familia como para
la comunidad y la región, lo cual implica reducir la dependencia del mercado. Que
los campesinos sean la base de la soberanía y la seguridad alimentaria del país y del
mundo está bien, pero es una tarea de todos. Si se reconoce que la Revolución Verde
fracasó como modelo de generación de alimentos y se vuelve la mirada hacia los
campesinos, hay que hacerlo repensando el mundo desde la multifuncionalidad que
ellos representan en cuanto a la soberanía alimentaria, la identidad, la preservación
de la diversidad biológica y de los ecosistemas, las especificidades de su socialidad,
etcétera. Es decir, habría que revalorizar el campo y la vida rural en general, no sólo
el sector agrícola.