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Ventaquemada

Paco Bezerra
(España)

36
Cuadernos de Dramaturgia Internacional
Ventaquemada

Paco Bezerra
(España)

36

Cuadernos de Dramaturgia Internacional


Paco Bezerra (Almería, 1978) ha sido galardonado con el Premio
Nacional de Literatura Dramática 2009, el Premio Nacional de
Teatro Calderón de la Barca 2007 y la Mención de Honor del
Premio de Teatro Lope de Vega 2009, entre otros; ha publicado
una decena de textos, ha sido traducido a más de siete idiomas
y sus obras se han estrenado en Uruguay, Argentina, Puerto Rico
y España. Sus trabajos se han exhibido en forma de lectura dra-
matizada o semimontado en países como Francia, Chile, México,
Argentina, Uruguay, Austria, Italia, Hungría, Inglaterra y Estados
Unidos. Además, ha sido contratado por diferentes universidades
y festivales de distintas partes del mundo como profesor y confe-
renciante. Egresado del Laboratorio de Teatro William Layton y de
la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD),
ha cursado estudios de Interpretación y está licenciado en Dra-
maturgia y Ciencias Teatrales. Entre sus títulos cabe destacar: El
señor Ye ama los dragones, Grooming, Dentro de la tierra, La es-
cuela de la desobediencia y Ahora empiezan las vacaciones.  

Edición realizada con el apoyo


del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
y la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados Fotografía de portada:
Txomin Salazar

Fotografía contraportada:
ISBN 978 607 8092 87 1
Andrés Felipe Martín
® Registrada en la Sociedad General de Autores y Editores
© Francisco Jesús Becerra Rodríguez
© Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas
bajo el sello editorial de Paso de Gato
Eleuterio Méndez # 11, Colonia Churubusco-Coyoacán, c. p. 04120,
México, D. F., teléfonos: (0155) 5688 9232, 5688 8756
www.pasodegato.com
Correos electrónicos: editor@pasodegato.com, editorialpdg@gmail.com
Las autorizaciones para el montaje de esta obra pueden solicitarse directamente al
siguiente correo electrónico: pacobezerra@gmail.com
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra en cualquier soporte
impreso o electrónico, así como el montaje escénico de la misma, sin previa auto-
rización del autor.
Mi espíritu lleva ya tiempo sin vida,
de donde se deduce que tiene que prestar
su ayuda a los muertos.

Antígona
Sófocles

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Cuadernos de Dramaturgia Internacional

Camionero: Y ahora mire, ahí está. Ya puede verse la casa. No


olvide cómo volver. Recuerde: el barranco, el camino, la pie-
dra, la carretera y el puente. El barranco, el camino, la piedra,
la carretera y el puente. Ya hemos llegado. Desde aquí tene-
mos que caminar.

II

Viejo: ¡Qué pronto llegó! Pero pase, pase, entonces. En reali-


dad, no hay mucho que hacer. Lavar, poca ropa; comer, para
usted y para mí; fregar el suelo, limpiar de vez en cuando el
polvo… Voy haciéndome mayor y cuesta moverse cada vez
más. Ya ve que la casa es pequeña, o, por lo menos, la parte
en la que vivo. El pueblo, igual. Aún así, se me hace dema-
siado grande. Hace años que no paso más allá de aquel pino
que ve usted detrás de la fuente. Pero entre, por favor. No hay
tele, ni radio, ni cosas así, ya se lo dije. La imaginé de otra
manera mientras hablaba por teléfono con usted. Físicamente,
quiero decir. Los anuncios de la gaceta son la única forma de
comunicación que he encontrado. Figúrese, desde aquí arri-
ba… Le agradezco mucho que se haya dignado a venir. Esto es
tranquilo, no pasan coches. De vez en cuando, la camioneta.
De vez en cuando. Trae la verdura, las patatas, el aceite y la
leche. Nunca sabe uno cuándo va a pasar. El muchacho deja
los alimentos encima de una piedra que hay junto al pino. Al
menos se preocupa de andar tirando con las cajas desde el ba-

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rranco y ponerlas a la sombra. Él es quien me deja la gaceta.
No siempre. Y atrasada, claro. Me facilitó también un teléfono
de esos sin cable para comunicarme con usted. Tuvimos que
bajar andando hasta pasar el camino, en busca de esa cosa a
la que llaman… cobertura. Pero no se crea que lo hizo sin in-
tención. Nada más colgarle, me pidió que le abonara la llama-
da, el muy sinvergüenza. Ahora que recuerdo, y si me permite
el comentario, he de decirle que no la encuentro en absoluto
metida en carnes, es más, diría que tiene usted una figura en-
vidiable. Las mujeres no deberían opinar sobre sí mismas, se
hacen un flaco favor. ¿Por qué se ríe? ¿Le hago gracia? ¡Vaya,
le hago gracia! Bueno, bueno, ¿por dónde iba? ¡Ah, sí, el pan!
Es importante. Es difícil conseguir pan del día. Hay que bajar
hasta el pueblo de al lado. Son más de cincuenta minutos an-
dando. Y eso usted, yo tardaría el doble. Sólo por el pan… No
merece la pena. La vecina tiene un horno donde lo hace ella
misma y tira a veces el que le sobra. Lo guardo aquí, luego lo
tuesto. El pan tostado está muy rico. ¿A usted le gusta? Claro
que sí, el pan tostado está pero que muy rico. Le enseñaré su
habitación. Pero antes quiero decirle una cosa: no se asuste si
me ve discutiendo con ella, con la vecina. Es muy impulsiva
y, a veces, le salen muy malos modales, pero ya estamos más
que acostumbrados. Se lo digo porque vivimos tan alejados de
los demás que… Bueno, no sé. Ya se dará cuenta usted misma.
¿Dónde va? ¿Adónde mira? ¡No, mujer, en Ventaquemada no
hay más almas que las nuestras! Las casuchas que hay al otro
lado no son más que restos de cuando esto era un verdadero
pueblo. Ahora, sólo es un pueblo, a secas. La llamo la veci-
na por imaginarme que no vive tan pegada, aunque apenas
nos separan unos cuantos metros. ¡Se me olvidaba! Una cosa
más: no entre en mi alcoba. Estoy hecho a mi propio orden y
para no tener problemas… Son ya muchos años y sería com-
plicado. Yo sacaré todo aquello que quiera que limpie y listo.

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Cuadernos de Dramaturgia Internacional

Su cuarto. Viene con muy pocas cosas. ¿Sólo esa bolsa? Traiga,
la pondré aquí. Y ahora, si me permite, le preguntaré: ¿cómo
una chica tan joven como usted ha decidido venir hasta aquí
para cuidar de un hombre tan viejo como yo?

III

Vecina: ¡No sabe dónde se está metiendo! ¡Se lo digo muy en


serio! ¡Yo, de usted, me iría hoy mismo de ahí! Con decirle que
duerme con una escopeta cargada debajo del colchón. Un día
de éstos se vuela la cabeza a media noche. Intente no estar
demasiado cerca, por si le salpica. Tome, beba, está caliente
aún. ¿Le gusta? Es hibisco. Hibisco natural, no esos polvos que
vienen en bolsitas y que váyase usted a saber qué les meterán.
A mí me encanta el hibisco, la caléndula… Si no fuese por las
matas, ya me hubiese vuelto loca. Me colocan la cabeza, ¿sabe?
Y así estoy entretenida: recolectando, secándolas…. Como no
puedo salir más allá del barranco, sólo tengo acceso al hibisco
y a la caléndula. ¡Si usted fuera tan amable de irme a recoger
escaramujo! Son rosas, están al otro lado del barranco, detrás
de las casuchas. Esta silla de ruedas me condiciona a ser una
druida limitada. Ese hombre está loco, se lo digo muy en serio.
No sé cómo ha tenido valor. Dormir, además, todas las noches
ahí con él, en el cuarto de al lado… Sólo de pensarlo se me
revuelve el estómago. Tenga cuidado. Compruebe, si quiere, lo
de la escopeta, verá como no miento. Pero espere, si la descu-
bre hurgando en su alcoba se pondrá como una fiera. Todas las
mañanas se recuesta en una piedra que hay al lado de la fuente.
Le encanta perder el tiempo. Hágalo cuando él esté fuera, cuan-
do salga. Además, si quiere que le diga una cosa… Se la voy a
decir. Al final, va a tener que aceptar cosas que, seguro, hoy no
estaría dispuesta a hacer. ¿Le apetece otra taza de hibisco?

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IV

Viejo: Este arroz le ha salido delicioso. ¿Cómo hizo para que le


quedara tan suelto? No soporto cuando el arroz se apelmaza,
es algo que no puedo aguantar. Por eso nunca lo hago. Me
gusta este arroz. Cenaremos más arroz de hoy en adelante. Le
voy a dar un consejo. Lo mejor será que se mantenga lo más
separada posible de la vecina. La invitará, seguro, a tomar
cualquier infusión de las suyas. No le haga el menor caso. Tie-
ne fama de bruja, hace pócimas, mezcla hierbas. Es muy lista,
la embaucará en cuanto pueda. Ya le he dicho, no le haga
caso. Yo soy un hombre solitario y estoy preparado para vivir
de esta manera. Pero ella… Ella no es precisamente lo que se
podría llamar una mujer de confianza. No lo es. Le contará,
seguro, historias extrañas sobre mí. No se las crea. Ninguna.
Al principio, la ayudaba más, le hacía más caso. Imagínese.
Una mujer, en silla de ruedas, en mitad del campo… Pero
luego… Un día me invitó a tomar una de esas plantas que ella
prepara… Ahora no recuerdo el nombre. Menos mal que bebí
poco. Me pasé días en cama sin poder levantarme. Creí que
iba a morirme. No se dignó a pasarse por casa. Oía los gritos,
pero nada. Es una mala persona, ya le digo. Si puede hacerle
daño, se lo hará. Mi deber es avisarla. No me gustaría que
tuviera ningún percance. De todos modos le liará la cabeza,
eso es seguro. Usted manténgase en su sitio y, ya sabe, no se
crea nada de lo que le dice, porque seguro es que le sale con
cualquier historia disparatada. Tiene una casa parecida a ésta,
pero no igual. Discúlpeme si llamo casa a lo que a usted le
puedan parecer un par de cuartos. ¡Hace tanto tiempo que el
caserón está dividido que ya ni me acuerdo que vivimos bajo
el mismo techo! Porque eso es lo único que compartimos, el
techo y el pan que tira. Bueno, a eso ya no se le puede llamar
compartir, ¿no? Lo que se tira deja de ser de uno. ¡Mal rayo la

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Cuadernos de Dramaturgia Internacional

parta! De todos modos, lo mejor será que no hable con ella.


Si, acaso, se dirige a usted, préstele la mínima atención, pero
no frecuente su casa. Nunca. Hágame caso, no es jarana lo
que le digo. A todo esto, noté algo raro en la puerta de mi
alcoba. ¿No habrá sido usted? No le dije nada. Siempre cierro
mi habitación con llave. No quisiera tener problemas respecto
a este tema, ¿me entiende? Serán manías de viejo, pero no
me gusta repetir las cosas dos veces. Hay café. ¿Le apetece
un café?

Vecina: ¿Me acerca ese bote? Sí, ése, el de la etiqueta naranja.


Lo reservo para momentos especiales. Es cointreau. Lo hago
yo misma, con naranjas, como los monjes. Estoy hecha una
recoleta. ¿Le gusta leer? A mí me encanta. Desde que estoy
en esta silla de ruedas he descubierto un nuevo mundo, la
verdadera vida. No es que dé gracias al cielo por haberme
quedado inválida, pero, en cierta forma, me siento premiada.
La existencia me parece más amplia desde que me falta una
pierna. Leo lo que puedo, de todas formas, no todo lo que me
gustaría. Aquí, en Ventaquemada, no circula mucha literatura,
que digamos. Parte de esos libros vinieron de la ciudad. ¿Le
gusta el cointreau? ¿Y Rimbaud? ¿Le gusta Rimbaud? No hay
nada como beber cointreau mientras se lee Una temporada en
el infierno. Es mucho mejor que viajar, pasear o jugar a cual-
quier deporte, se lo aseguro. Si algún día pierde una pierna,
me entenderá. ¿Sería tan amable de bajármelo? Es un libro
naranja. Tiene que estar en el quinto estante, detrás de aque-
lla Biblia. ¿Qué le sucede? Le ha gustado esa Biblia, ¿no es
cierto? Cójala. ¡Se ha emocionado! Qué tonta. A mí también
me gustan las Biblias, pero nunca hasta el punto de que se me

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salten las lágrimas por agarrar una. Mire detrás, debe de haber
otra fila de libros tapados, justo… ¡Ahí, ése! ¿Le he hablado
del chico de la camioneta? Antes me los bajaba él, cuando
se dignaba a acercarse por aquí. ¡Pero tenga cuidado, no se
caiga! El cointreau surte efecto, ¿eh? ¡Quite las muletas! ¡Pé-
guelas una patada! ¡Adelante, hágalo, sin miedo! Qué poco
violenta es usted. ¡Esas malditas muletas! Me hacen daño en
las axilas. No las aguanto. Le hablaba del chico de la camio-
neta, ¿no? Está enamorado de mí. Él fue quien subió por últi-
ma vez el libro ahí arriba. Luego, nunca más volvió a pasarse.
Tenga cuidado con él. No es peligroso como el viejo, pero
es muy guarro. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Pero dónde va
con la Biblia? Coja sólo a Rimbaud. Esa Biblia, además, está
rota, le faltan páginas. No muchas, pero le faltan. Se caerá
si no la suelta. A todo esto, he estado pensando en lo que le
comenté de la escopeta. Se me olvidó decirle que siempre
cierra su cuarto con llave. La lleva colgada del cuello. ¿Sabe
por qué? No sé si decírselo. Cuando murió su esposa, hace
mucho tiempo, la veló dentro de su casa. Nunca vino nadie
a llevarse el cuerpo. Ahora abra el libro, sin miedo, pero con
decisión. La Biblia no, a Rimbaud. Traiga, deme a mí la Biblia.
Cierre los ojos. Abra ahora el libro. Y pose su dedo sobre la
hoja, al azar. Así. Deme que lo lea. Ya puede abrirlos. “Me
he tendido en el barro. Me he secado en el aire del crimen.
Y le he hecho buenas trampas a la locura.” Piense. ¿Qué cree
usted que quiere decir eso?

VI

Viejo: Bueno, ¿qué? ¿Se siente más integrada? Ya habrá visto


que esto no es tan complicado. ¿Qué hace para ensuciarse
tanto? Lleva el vestido y los zapatos llenos de tierra. Es una

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señorita de ciudad, no está acostumbrada a vivir en el campo.


No, no se preocupe por las maderas. Siempre andan cayéndo-
se. Sé que se levanta polvo, pero no se moleste. Hace tiempo
que las puse para bloquear puertas y corredores. Los clavos se
oxidan y no aguantan el peso. Es peligroso que se meta por los
salones, puede quedar atrapada. Hace años que nadie pasa
por ellos. ¡Váyase usted a saber en qué estado estarán! ¡Las
miserias humanas, lo que hacen! Fuimos cerrando puertas,
cerrando puertas… y mire. Al final nos hemos visto reduci-
dos a vivir en estos cuartos. Lo último que me quedó de mi
casa, una esquina. Cuando vivía junto a mi esposa todo era
diferente. Desde que ella murió, ya nada es igual. La vecina
y yo comenzamos a discutir y a tapiar, a tapiar y a tapiar, a
tapiar y a tapiar… Así que no se meta por entre las maderas, y
mucho menos baje ni suba escaleras. Podría quedar atrapada,
ya se lo he dicho. Y yo ya estoy muy mayor como para entrar
a rescatarla. Además, no llegaría a ninguna parte, todos los
corredores están ciegos, y si lograra entrar a cualquier habi-
tación, sólo conseguiría asustarse. Están llenas de animales,
animales encerrados.

VII

Vecina: Pero… ¿Cómo viene por ahí? ¡Salga, salga! ¿Cómo se


le ha ocurrido…? ¡Le podía haber pasado cualquier cosa ahí
dentro! ¡Vamos, deme la mano! ¡Deme la mano! Ahora, ¡sal-
te! ¡Qué aventurera! Eso debe de estar completamente intran-
sitable. ¡Es usted una curiosa! Mire cómo viene. ¡Está perdida!
¿Qué trae en esa bolsa? Pero… ¡Qué amable! ¡Gracias! Para
mí es tan difícil cruzar el barranco. Y peligroso. Aunque ya
está visto que el peligro y usted poco tienen que ver. Pero…
¡gracias! No sabe cómo echaba de menos el escaramujo. ¡Es-

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caramujo! Venga, póngase aquí. Le curaré esas heridas. Acér-
queme el yodo. ¿Cómo se le habrá ocurrido? Hace años que
nadie anda por esos corredores. ¿No le ha dado miedo? ¡Es
usted una intrépida! Aguante, lo que escuece, cura. Si no, no
haberse metido a investigar. Todo lo hizo ese loco. Bueno, la
gran parte. Yo un día puse cuatro tablas, pegué otros tantos
martillazos y a él se le fue la cabeza. Me sentía intimidada,
compréndalo. Lo tomó como un insulto, y, entonces, comen-
zó a levantar paredes, atrancar puertas e incluso a poner tram-
pas para que yo no pasara. Ya ve, para que no pasara, cuando
fui yo la que atrancó la primera puerta por sentirme a salvo de
él. ¿Por qué iba a querer, entonces, acceder a la suya? ¡Quieta,
no se mueva! ¡No podré curarla si pega esos botes! ¡Qué bo-
nito el escaramujo! ¿No le parece extraño que crezca una flor
como ésta en un lugar tan árido como Ventaquemada? ¿No se
lo pregunta? ¡Yo las planté! Antes de perder la pierna, claro.
Muchas veces, una misma coloca lo más preciado en sitios a
los que, luego, nunca llega. Me gusta. A usted, me refiero
a usted. Es tan amable… Al principio no me dio muy buena
espina, no sé, tan callada… Pero luego… Bueno, para qué le
voy a contar… Poco a poco se ha ido ganando mi confianza.
¡El yodo! ¡Tenga cuidado! ¡Hala, ya está, lista! ¿Dónde va?
¿Qué busca? ¿A Rimbaud? Le gustó, ¿no es cierto? ¿O quizá
esté buscando el cointreau? ¡Ay, pillina, le gusta tragar! Los
tengo aquí debajo, a los dos, al alcance de mi mano. ¡Al poeta
y al poeta! En Rimbaud no se sabía quién escribía más, si él
mismo o el alcohol. ¿Sabe que Rimbaud era como nosotras?
Le gustaban los hombres y las borracheras. Porque a usted le
gustan los hombres, ¿no? Acérqueme unos vasos. No, ésos no.
Ésos. Muy bien. Echaremos el cointreau. Una y dos. ¡Chin-
chín! Y ya sabe, la próxima vez entre por la puerta. A no ser
que prefiera los caminos cortos. A veces pueden ser compli-
cados, pero siempre son los más divertidos. ¿Sabe ya el viejo

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que somos amigas? ¿Se imagina? Se pondría como una fiera si


descubre, ya no que me visita, sino que me hace favores. Y a
todo esto… ¿ha conseguido averiguar algo de lo que le dije?
Sí, de la mujer del viejo. Donde vivís no era más que un cuar-
tucho que conectaba con la bodega. Creo que la habitación
del viejo es justo la que daba a las escaleras. Cuando empezó
la guerra, aunque aquella parte de la casa era mucho peor,
prefirió quedársela, sólo por ser la que se encontraba sobre
el vino. Había una galería en medio del caserón, que tam-
bién comunicaba con una parte de la bodega. Seguro que ha
tenido que pasar o… ¡Espere! No recuerdo bien si el viejo la
tapió o sólo la atrancó con maderos. Si consigue dar con ella
podríamos llegar hasta su alcoba y comprobar si es cierto que
duerme frente al cuerpo de su mujer. Siempre estaba sentada
en la mecedora, así, como yo. Y creo que sigue ahí mismo. Si
no recuerdo mal, había un toro con la boca abierta junto a un
perro negro sin orejas. Los ha tenido que ver. ¿No le suenan?
La acompañaré. Junto a usted y con esas horribles muletas po-
dremos llegar fácilmente. Y de paso, veremos si es verdad lo
de la escopeta. ¿Qué le parece? ¿Qué busca ahora? ¡La Biblia
la tengo aquí! Qué religiosa que nos ha salido la mozuela.

VIII

Camionero: Si no me pagan todo lo que deben, no volveré.


Dígaselo. ¡A los tres! En el pueblo se hacen apuestas. Hay
gente que opina que ya está tardando usted demasiado tiem-
po. Váyase pronto, es mi consejo. Se lo dije cuando la subí.
Mire cómo acabó la Hierbas, toda una vida subida en la bici.
Menos mal que no le cortó las dos. Así, por lo menos, puede
dar cuatro pasos de vez en cuando. ¡Hacerle eso a una her-
mana! Hágame caso, esa gente está muy loca. Yo no me fiaría

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de ellos ni un pelo. En el pueblo hay viejos de sobra a los que
cuidar y que estarían dispuestos a hacerle un hueco en su casa
a cambio de que usted los atendiera y les hiciese compañía.
Ventaquemada no tiene interés para un chica como usted. Y
en el pueblo… por lo menos… nos veríamos más de continuo.
Es usted una mujer muy bonita. Y aquí no se respira más que
polvo y locura. Piénseselo. Antes de que sea demasiado tarde.
Vivir junto a ese viejo es un verdadero suicidio. Ahora tengo
que marcharme. Contemple lo que le he dicho. Y no se le ol-
vide decirles lo del dinero. Les doy una semana. Si dentro de
siete días no están los billetes debajo de la piedra, no volverán
a escuchar por aquí la matraca de esta camioneta. A él, a su
mujer y a su hermana, a los tres. ¡Dígaselo a los tres! ¡Que
bastante tengo con que todo el pueblo esté en mi contra por
no consentir que esos dos chiflados se mueran de hambre!
¿Qué pasa? ¿Por qué mueve la cabeza así? ¿No cree lo que le
digo? ¡Es de familia! ¿O, acaso, no lo ha notado en sus caras?
¡La única que medio está en su sano juicio es la mujer del
viejo! ¡Y eso es porque no tiene la misma sangre que ellos!
Aunque hace ya mucho tiempo que no se la ve. Debe de estar
muy mayor, seguro. Posiblemente, el día que vuelva a bajar al
pueblo, ya sea metida dentro de una caja. Dele recuerdos de
mi parte. Antes se ponía en un espino que había ahí. Se arro-
dillaba junto a él y empezaba a rezar en dirección al cielo.
Podía pasarse horas en esa postura. Desde que no se arrodilla,
el espino, poco a poco, fue desapareciendo, hasta que ya no
queda ni rastro de ninguno de los dos, ni de ella, ni del arbus-
to. ¿Qué coño es esto? ¿Qué me da? ¡Demonios! ¡Fotos del
viejo y la Hierbas columpiándose! ¡Tiene cojones! ¡Se echa-
ban fotos mientras se la metía! ¡Qué cerdos! ¿En qué cabeza
cabe? Qué gracia, ya no la recordaba con pierna, ni tan joven.
Pero… ¿qué hacen? ¡La ataba a la chimenea y le metía…!
¡Qué asco de gente! Ahora comprendo por qué le costaba

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creer que el viejo y la del triciclo fuesen hermanos. Esos dos


llevan columpiándose desde que tienen uso de razón. Él se
la columpia a ella y ella se lo columpia a él. De toda la vida.
Lo que no sabía es que la mujer del viejo se entretuviera en
hacerles estos bonitos reportajes. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
¿Quién cree, si no, que les ha podido tirar estas fotos? Hay
gente que dice que fue el viejo el que le cortó la pierna a su
propia hermana. Un ajuste de cuentas, celos… yo qué sé. Un
día, en una de sus muchas peleas, al viejo se le fue la mano
y… ¡zas! Se llevó la pierna por delante. Pero nadie lo sabe a
ciencia cierta. Y, de momento, yo soy el único que se atreve
a subir hasta aquí arriba. Bueno, yo… y ahora usted. La gente
piensa que, visto lo visto, terminarán por matarse. Aunque,
pensándolo bien, digo que… Perdone que me ría, pero igual
lo hizo a posta. Una sola pierna también tiene su aquel. A
menudo, y para ciertas posturas, la otra estorba, ¿no le parece?
Me cree ahora, ¿no? Si quiere, la bajo en la camioneta. Si tiene
que coger cosas, puedo esperarla. Es probable que no vuelva
a pasar en días. No se lo digo más. Usted verá lo que hace.
Tome, tenga sus fotos. Y no se le olvide decirles lo del dinero.
Esta vez va en serio. Cuídese.

IX

Viejo: ¿Arroz otra vez? ¡Usted tiene un peligro…! La próxi-


ma vez que algo me entusiasme tendré cuidado a la hora de
decírselo. ¡Arroz para merendar! ¿Le hace gracia? Me alegra
que sonría. Me gusta verla feliz. No paro de mirarla, ¿sabe?
Recuerdo la vez que hablé por teléfono con usted y no lo-
gro comprender nada. Debe de ser que las mujeres nunca se
sienten del todo satisfechas con su cuerpo. ¿En serio piensa
que está gorda? ¿No va a decirme nada? Mire, ¿sabe lo que le

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digo? Hoy hace un día espléndido. Deberíamos aprovechar el
sol. Ni hay ni una nube en el cielo. Saque la mesa plegable,
la mesa plegable que hay metida entre aquellos dos tablones
de… ¿Por qué sabe que está ahí? ¿No le dije que no entrara
más allá de las maderas? ¡Sí, sí, ponga esa cara de extrañada!
¿Cómo sabía que ahí adentro estaba la mesa? ¡No quiero tener
problemas con usted! ¡Sé que aquí no hay muchas diversio-
nes, y que hurgar puede convertirse en una verdadera distrac-
ción, pero no se lo pienso volver a repetir! Si me desobedece
no tendré más remedio que echarla a la calle. No quiero que
piense que es nada personal en su contra, es que… ¿A usted
le gustaría que yo invadiese su alcoba y que registrase entre
sus cosas más íntimas? Subamos a la azotea. Y ya que está ahí,
saque también las sillas. Traiga, le echaré una mano. Ayúdeme
con la puerta. Gracias. Ahora tenga cuidado, no vaya a meter
el pie entre los hierros. Péguese aquí, a la derecha, y sígame.
Está todo muy oxidado. Cuando suba sola, hágalo como aho-
ra, los peldaños podrían dar de sí. ¡Qué día! Yo me pondré
frente al sol, me gusta. No vaya tan rápido, no tenemos prisa.
¿Dónde va ahora? Espérese, deje reposar el arroz. Mientras,
disfrutaremos. Luego bajará a por la comida y a por todo lo
demás. ¿No escucha lo que le digo? ¡Hágame caso! ¡He dicho
que no baje! ¡Ay, quién tuviera vino! Si bebe vino no morirá
nunca. ¿No sabrá usted hacer algo de alcohol? La vecina sí,
pero cualquiera va a pedirle nada. Es capaz de echarle veneno
y matarnos como a ratas. Imagínese qué muerte, aquí, panza
arriba y con el arroz a medias. Cómico. ¿Sabe? Me siento muy
bien con usted, le he cogido cariño, y se lo voy a decir: me
inspira confianza. No debería, porque desobedece las pocas
órdenes que le doy. Bueno, órdenes, simples advertencias,
pero cuando alguien te inspira confianza… Hay que fiarse
más de lo que uno siente y dejar descansar al cerebro un rato.
Si pensase con la cabeza, ya estaría en la calle, pero hay algo

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Cuadernos de Dramaturgia Internacional

que me dice que usted y yo haremos muy buenas migas. Pón-


gase aquí, le enseñaré un ejercicio. ¿Ve todos los invernaderos
de allá abajo? ¿Y el sol? ¿Ve cómo su reflejo sobre los plásti-
cos llega hasta nosotros tomando la forma de una inmensa
espada de luz; cómo baja del cielo y la señala únicamente a
usted? ¿Sabe que yo no observo lo mismo? La espada de sol
viene hacia mí, yo no percibo que vaya hacia ningún otro lu-
gar. Pues bien, todo el que se pusiese a nuestro lado adivinaría
el final de la larga espada apuntando exclusivamente hacia él
como único vértice aquí en la Tierra. Muévase. ¿Nota cómo
la persigue? ¿Sabe que no es cierto, que es una trampa visual?
Cierre los ojos. Hágalo. Ahora ha dejado de existir. Si usted era
la única persona que podía dar fe de su existencia y ha cerrado
los ojos… ¿quién puede decirle que ese reflejo ha sido real en
algún momento? Yo no. Cierre los ojos más a menudo y no crea
a ciencia cierta en todo lo que ve. Dude de la realidad, está lle-
na de mentiras. El ambiente de Ventaquemada está más oscuro
cada día. ¿Sabe por qué podemos ver a través del aire sin nin-
gún problema? Las moléculas de oxígeno y nitrógeno están tan
separadas unas de otras que es fácil mirar a través de los espa-
cios vacíos que hay entre ellas. Las moléculas del aire son casi
mil veces más pequeñas que la cosa más diminuta que usted
pueda apreciar a través de cualquier microscopio. Así que no
es de extrañar que la luz sea capaz de atravesar el aire. La cum-
bre de aquella montaña se podía avistar sin mayor problema
hace menos de diez años. Los hijos de puta de los invernaderos
no paran de quemar plásticos y, por lo general, hace años que
el aire empezó a perder transparencia. Hasta que, dentro de
algún tiempo, casi sin darnos cuenta, ya no veamos parte de la
montaña que hoy tenemos ante nuestros ojos. Los hijos de puta
de los invernaderos acabarán por ocultar todo el paisaje. Tengo
ganas de estrecharla entre mis brazos. ¿Me permite? Mire la
vecina cómo nos echa el ojo. ¿Puedo besarla? Déjeme hacerlo,

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por favor. Así. Piense que soy su padre. Un padre nunca le haría
nada malo a su hija. Ahora béseme usted. Cierre de nuevo los
ojos. No tenga miedo. Hágalo. ¡Ciérrelos! Y béseme, tóqueme.
Tóqueme ahora que sabe que las cosas no son lo que parecen.

Vecina: No vaya a quemarse, tenga cuidado. Viene sucísima.


Lleva los zapatos… Parece que se haya estado revolcando por
el suelo. Disculpe, no quería… Digo que no me refería… Lo
siento. Beba despacio, esto la tranquilizará. ¡Se lo dije! ¡Le
dije: luego no diga que no la avisé! Bueno, no sé si fue exac-
tamente así, pero algo le comenté al respecto. Lo ha tenido
que pasar francamente mal. Un hombre tan viejo abusando
de una chica tan joven… No tiene perdón. Vamos, beba, le
sentará bien. Un trance así no lo pasa una todos los días. ¡Será
cabrón! Y lo peor de todo es que, si quiere que le sea sincera,
creo que lo hace para ponerme celosa. ¡Ya ve, celosa a mí!
¡Celosa! ¡Ese viejo está muy loco! No soporta que viva junto
a él y que no le haga ningún caso. Me mandaba sobres, me
escribía notas haciéndome proposiciones… Usted ya me en-
tiende. Seguro que le estaba contando lo de la espada de sol,
el nitrógeno y los espacios vacíos entre molécula y molécula.
Cuando empieza con la física y la química hay que salir pi-
tando. Se excita con la ciencia, qué se le va a hacer. A mí me
decía lo mismo en las cartas, cosas que no entendía. Sobre
todo le fascinan los insectos. Cuando oye grillos se vuelve
loco. Empieza a hacer números y a inventar fórmulas. Hay
que tomar precauciones cuando empieza con los grillos. Es un
viejo verde. Por eso la avisé, se lo dije. Usted no quiso con-
fiar en mí, pero yo se lo advertí. ¿Qué va a hacer ahora? ¿No
volverá a la casa? Escúcheme una cosa. ¿Le gustaría vengarse?

Ventaquemada 17 Paco Bezerra


Cuadernos de Dramaturgia Internacional

¿Recuerda lo que le comenté de su mujer? El viejo trabajó


disecando animales, así que, cuando su esposa murió, hizo
lo mismo con ella. La taxidermizó sentada en la mecedora.
Así, como estoy yo, igual. Como al toro, como al perro negro
sin orejas… como a todos los animales que hay dentro de
esta casa. Así está ella, quieta y encerrada bajo llave. ¿Qué
tengo que decirle para que empiece a desconfiar de él? ¿No
ha tenido ya suficiente? Pero… ¿dónde cree que se ha metido?
Esto no es una casa normal. ¿No lo ve? Ni un pueblo nor-
mal. Aquí no hay gente, ni tiendas, ni coches… Hay un pino,
una fuente, cuatro casuchas abandonadas, tres matojos que
yo misma planté, un barranco, una montaña y mucha tierra.
Tierra por todas partes y un mar de plástico que se aproxima
sin piedad hacia nosotros. ¿Busca que haga lo mismo con us-
ted? No se me ocurre qué decirle ya. Parece que no le corre la
sangre por el cuerpo. Hoy ha sido lo de la espada de sol, ma-
ñana le hará lo mismo, pero con la Luna. Háblele de la Luna y
súbalo a la azotea. Si usted me ayuda a entrar, a pasar por los
maderos y los tablones, yo sería capaz de manejarme por la
galería hasta llegar a su alcoba. Pondré a la momia en la silla
de ruedas y la sacaré por la bodega. Luego tendrá que venir
a ayudarme. Su mujer es como un tesoro para él, por eso la
tiene tan bien guardada. Acérqueme esa caja, aquella caja de
plástico. Sólo la utilizo en casos de emergencia. Es mi pierna.
Bueno, mi media pierna, mejor dicho. Me conecto este apa-
rato, me la engancho al muñón y… ¿Lo ve? ¡Ya estoy de pie!
Lo que me tiene que asegurar es que vendrá a por mí. El viejo
no entra a su habitación hasta dos o tres horas después de la
cena. Mientras, nosotras nos desharemos del cuerpo. No se
asuste, no me caigo. Sólo debo practicar un poco. ¿Sabe llevar
una moto? Tengo una en el trastero. Podríamos desaparecer
si se pone violento. ¿Qué le parece? Además, le haríamos un
favor a esa pobre mujer. Ése no es sitio de estar muerta. Sé que

18
es duro volver a la azotea una vez que se sabe lo que eso sig-
nifica, pero es la única forma de hacer esto sin que nos pillen.
¡Vale, vale, llévese la Biblia si tanto le gusta, pero ya le dije
que le faltan páginas! Le podría regalar otra. Tiene que haber
más por… ¿Le gusta ésa? Está bien. Se la regalo. Para usted.

XI

Viejo: Qué buen día hizo hoy y qué noche tan oscura. Me gusta
que me haya traído de nuevo a la azotea. Se respira diferente,
sobre todo por las noches. Hablo poco de ella porque no es fá-
cil para mí. Nunca se lo he dicho porque me da vergüenza. De
joven se parecía mucho a usted. Se puede dar muy mala vida a
alguien aun amándola con todas tus fuerzas. ¿Sabe? Yo siempre
estuve enamorado, desde el primer día que la vi. Pero las cosas
no son sencillas. No son sencillas. Cuando uno se siente solo,
eso es para toda la vida. Y usted se parece tanto… Recuerdo
que ya, desde pequeño, crecí con la sensación de no tener ami-
gos. Aunque los tuviese, mi idea siempre fue la contraria. Luego
me casé y siguió pasándome lo mismo. Siempre he creído que
nadie me quería. Ahora sé que no es así. Ahora. Con usted será
diferente. Quiero decir que no desearía echarla a perder como
a todo lo demás. Me gusta que me haya traído de nuevo a la
azotea. Si el universo es infinito y está lleno de estrellas… ¿por
qué el cielo nocturno es tan oscuro? ¿Nunca se lo ha pregunta-
do? Debería ser un resplandor continuo de luz, ¿no le parece?
Deme la mano, me gusta sentirla cerca, así, en la inmensidad.
Estamos tan solos. Doscientos cincuenta años antes del naci-
miento de Cristo ya se sabía, casi con exactitud, la distancia
que hay entre la Luna y la Tierra. Los griegos eran muy listos.
¡Qué tíos! Luego hay cosas que no se pueden descifrar y a las
que hay que entregarse sin preguntas. Lo esencial en la vida es

Ventaquemada 19 Paco Bezerra


Cuadernos de Dramaturgia Internacional

saber qué es a lo que no hay que prestarle demasiada atención.


¡Escuche! Pero no se asuste. ¡Ha aumentado el ritmo del canto
de los grillos! ¿No los oye? ¡Chirrían más rápido! ¡Debe de ha-
ber subido la temperatura! El tiempo nos acompaña. ¿Adónde
va? ¡No se separe ahora de mí! Cuente el número de chirridos
durante quince segundos y súmele cuarenta. Réstele treinta y
dos. Multiplíquelo por cinco. Divídalo entre nueve. ¿Le salen
veinticinco? Son muchos grados para no ser una noche de ve-
rano. Los animales de sangre fría llevan a cabo sus funciones a
mayor velocidad cuando la temperatura del entorno es elevada.
¿Nunca se ha fijado en lo rápido que corretean las hormigas
cuando hace calor? Los grillos no son una excepción. Los bi-
chos de sangre caliente como nosotros mantienen una tempe-
ratura constante y una vida química menos alterable. Aunque
no sé qué decirle. Esta noche noto que nuestras moléculas son
también las de cualquier insecto y que la naturaleza se abre
paso ante nosotros. ¡Deje la mano en donde estaba y no difi-
culte las cosas! ¡Usted fue la que subió primero las escaleras!
¡Tírese al suelo! ¡Y no ponga esa cara! Desde el primer día que
entró por la puerta de mi casa pude ver en su mirada que no ha
deseado otra cosa que estar en donde se encuentra ahora. Me
da mucho morbo, señorita. Me da mucho morbo ver cómo, a
pesar de todo, sigue conservando esa expresión inocente. Abra
la boca y desnúdese lentamente. Sea amable conmigo. ¡No se
levante! ¡Desde ahí abajo! No quisiera tener que… Usted ya
me entiende. Abra la boca y quítese esa cruz del cuello. Déme-
la. ¡Démela y abra bien la boca! Dios no existe.

XII

Vecina: ¡No le quite la sábana! ¡No quiero volver a verla!


¡No tiene ojos! ¿Qué busca? ¿Por qué me mira así? ¡Yo no

20
tengo nada que ver! Es una coincidencia que a las dos nos
falte una pierna. ¡Créaselo! Ayúdeme a levantarla de la silla.
¿Qué pasa? ¿No se cree lo que le digo? La vida está llena de
coincidencias. ¡Y deje de mirarme como si le doliese algo! Se
pone muy fea. ¿Qué hace? ¿No se le ocurrirá ahora ponerse
a cavar un hoyo? ¡No tenemos tiempo! ¿De dónde ha sacado
esa pala? ¿Pero qué…? ¿Por qué un hoyo ahora? ¡Lo mejor es
que la tiremos por el barranco! ¡Déjeme! ¡No me coja! ¡He
dicho que me suelte! ¡Y no me mire de esa manera! ¿Cuán-
tas veces tengo que decírselo? ¡Lo hemos hecho por usted,
porque quería vengarse! ¿No lo recuerda? Así que acabe con
esa expresión de ofendida. ¡La ofendida debería de ser yo!
¿Qué hizo en la azotea, eh? ¿Qué hizo? Pero… ¿esto? Creí
que iba a ponerse a cavarlo ahora. Este hoyo nunca estuvo
aquí. ¿Cuándo ha hecho este agujero? ¿Por qué todo esto? Yo
sigo pensando que lo más fácil sería coger de aquí y empujar
hacia delan… ¡Ah! ¡Suélteme! ¡Pero qué hace! ¡Ah! ¡Deme
mi pierna! ¿Adónde va con ella? ¡He dicho que me la dé! ¡Mi
pierna! ¡Ayúdeme! ¿Qué…? ¡No vaya a ponerle mi pierna!
¡Es la única que tengo! ¡No, no la entierre! ¡No entierre mi
pierna con ella! ¡Es mía! ¡No la entierre junto a esa… zorra!
¡Ah! ¡Cómo se atreve! ¡Como me vuelva a poner una mano
encima…! ¡Saque mi pierna antes de empezar a echar tierra
ahí abajo! ¿Oye lo que le digo? ¿Qué hace? ¿No se le ocurrirá
enterrar también la Bibilia? ¡Ese libro es mío! ¿Cómo que no?
¡Devuélvamelo! ¡Devuélvamelo todo! ¡Es usted…! ¡Es usted
despreciable!

XIII

Viejo: ¡Ya vienes otra vez perdida de arena! ¿Qué haces con
la tierra? ¡Pareces un perro! ¡Voy a tener que atarte a un palo!

Ventaquemada 21 Paco Bezerra


Cuadernos de Dramaturgia Internacional

¿Dónde te has metido? Estaba a punto de salir a buscarte. Me


gusta mucho lo que haces conmigo. Me divierten tus juegos,
ya sabes. Eres una chiquilla encantadora. Mira, me estás en-
cendiendo de nuevo y es hora de acostarse, pero ya veo que
el descanso y tú poco tenéis en común. ¿Vas a llevarme más
veces a la azotea? Ahora comienza el buen tiempo. Estabas
tremenda bajo la Luna. ¡Tremenda! Gracias. Hoy ha sido un
día decisivo para nosotros. Acuérdate de la fecha. Celebrare-
mos este día todos los años. Tú y yo. ¿Leche ahora? No quiero.
No hagas eso. No hagas eso si no quieres que vuelva a ten-
derte sobre el suelo. ¿Cómo se te ocurre soplarle la leche a un
viejo? Así tardará más tiempo en enfriarse pero la beberemos
más a gusto. ¿No quieres? Vamos, bebe. Bebe. Está bien. Dá-
mela tú entonces.
Poco a poco. Poco a poco. Mira, tócame. Tócame. Así me
gusta. Toca. Así. Deja que me levante. Déjame… Se me han
dormido las piernas. Qué extraño, no me puedo mover. ¡No!
¡Dame esa llave! ¡Dame esa llave! ¡No abras! ¡No abras! ¡No
abras la puerta! ¡No la abras, he dicho! ¿Qué haces? ¡La puer-
ta no! ¡No! ¡Mis ojos! ¿Qué me ocurre? ¡Déjame! ¡No pue-
do ver! ¿Qué vas a hacer conmigo? ¡La mecedora! ¡No me
sientes en la mecedora! ¿Qué has hecho con ella? ¡Respón-
deme! ¿Qué vas a hacer conmigo! ¡Habla, maldita! ¿Qué…?
¡No! ¿Qué…? ¡No! ¡No!

XIV

Vecina: Siempre lo sospeché. Se marchó justo antes de que le


empezara a engordar la tripa. De eso las mujeres nos damos
cuenta antes que los hombres, aunque nunca hayamos tenido
un hijo. Lo siento. No he podido evitar entrar en tu cuarto.
El viejo siempre me decía: eres una paranoica, nunca conse-

22
guirás ponerme en su contra. Pero yo era una niña y, aunque
sabía que era mi hermano, no podía soportar que nadie se le
acercara. Aun muertas todas las mujeres que lo han besado…
no lo he conseguido superar. Me siguen sudando las manos.
Perdona por haberme metido en tu habitación. Lo he visto
todo: tus fotos, los hábitos, las páginas arrancadas que le fal-
taban a la Biblia y tu carta de ingreso en el convento. ¡Qué
tonta he sido! Creí haberte estado utilizando para deshacerme
de una vez por todas del cuerpo de la mujer que me dejó re-
legada a un segundo plano y lo que he hecho no ha sido otra
cosa que ayudarte a enterrar a tu propia madre. Yo sabía que
existías. La mudanza de una casa no tarda en hacerse tantos
meses. Al entrar en tu alcoba vi la dedicatoria que te había
dejado en las páginas arrancadas de la Biblia. Ahora sé por
qué te emocionaste tanto al verla. La Biblia la trajo tu madre
a la vuelta de la ciudad. Parece que has salido tan religiosa
como ella. Bueno, ya puedes ingresar tranquila. Tu madre ha
recibido sagrada sepultura y en cuanto a tu padre… mejor
será que no le digas nada. Es ya muy mayor. Déjale vivir en
paz el tiempo que le queda, él no tiene culpa alguna, así que
no le guardes rencor. El viejo nunca supo de tu existencia. Y
perdona que me haya comportado contigo de este modo. De
haber sabido desde el principio quién eras, mi trato hubiese
sido diferente, no te quepa la menor duda. Y ahora tienes que
darte prisa, mañana es tu gran día. Dios y los tuyos te esperan,
no vayas a llegar tarde. Ah, y guarda ese pelo de recuerdo en
una trenza.

XV

Camionero: No entiendo nada. Tiene que haber algún error.


Por alguna parte, pero tiene que haber algún error. Podrá em-

Ventaquemada 23 Paco Bezerra


Cuadernos de Dramaturgia Internacional

peñarse en que el viejo habló con usted desde mi teléfono,


pero entonces… ¿la otra chica a la que yo subí…? ¡Lo que le
digo es que el viejo sólo habló desde mi telefoneó con una
persona! ¡Es imposible que lo hiciera con las dos a la vez!
¿No le parece? ¡Le digo que tiene que haber una confusión!
De todas formas, le aseguro, señorita, que en el tiempo este
que usted dice haber caído enferma, subí a otra chica hasta la
casa. ¡Así que no comprendo su interés! ¡Perdone que se lo re-
pita pero en Ventaquemada algo va mal! ¡No se sabe ya quién
cojones vive ahí arriba! Al poco tiempo de dejar a la chica, las
plantas de la Hierbas se convirtieron en matojos y al viejo ya
no se le ve descansar junto a la fuente. Están cerradas todas
las contraventanas. Pero lo curioso es que siguen llevándose
la comida que dejo abandonada en el pino. Es más, ahora no
falta ni un céntimo de debajo del pedrusco. Así que yo sigo
subiendo porque si hay algo que está claro es que dentro hay
alguien. Pero ya le digo que no quiero saber nada, no me inte-
resa. Ha aparecido una cruz arriba del todo hecha malamente
con dos palos y que corona la casa, como si fuese una iglesia.
Llevo noches soñando con ella, con la cruz. La vi el otro día
y no tengo cojones de recordar si ya estaba antes o… Algo va
mal, ya se lo he dicho. De todos modos no la voy a engañar.
Si sigo haciendo todo esto es sólo por la guita. ¡Échese hacia
allá! Si no me pagaran, ni usted por subirla, ni los otros por la
comida, ya le hubieran dado a Ventaquemada por el culo más
de treinta y cinco veces. Así que si se empeña en que la suba,
pues yo la subo, y si se empeña en que la baje, pues yo la
bajo. ¿Quiere mantener el pandero sereno en su asiento? ¡Nos
vamos a matar si sigue cambiando las marchas con sus cade-
ras! Perdone si la he ofendido pero no quiero que por sentarla
aquí delante se me fastidie la camioneta. Es un recuerdo de
familia y, además, sin ella no tendría con qué llevarme un
pedazo de pan a la boca. Si llego a saber que iba a moverse

24
tanto, la hubiese cargado en el remolque. Usted tiene pinta
de dormir bien. A las gordas no les pega tener insomnio. ¡No
me mire así! ¡Yo no puedo dormir por las noches! ¡Subir
aquí me descoloca! Pero en el pueblo se gana una birria. ¡Así
que no me mire así! Casi no queda gente joven. Vivir allí abajo
es como pasearse por un geriátrico. Los viejos comen cada
vez menos y siempre las mismas cosas. Mi mujer tiene un hijo
de otro hombre, ¿sabe? Hasta en eso soy desgraciado. La muy
puta me lo soltó el otro día, en mitad del almuerzo, como el
que no quiere la cosa. ¿Qué cree que debo hacer ahora? Pues
ya ve, entre que me lo pienso y saco una conclusión, aquí
sigo, cogido al volante de esta camioneta como un gilipollas
para que la muy cerda pueda ir a la ciudad a peinarse y a
comprarse perfumes de zorra. ¡Hay que joderse! La vida es
una broma. Ahora observe atenta y abra bien la oreja: hay
muchos caminos por los que podría perderse si decide volver.
Esa roca. ¿Ve que tiene forma de gusano? Por ahí es por donde
tiene que tirar; volver por la carretera que bordea la montaña,
cruzar el puente que ya dejamos atrás… Y aquí están. De estos
tres barrancos sólo uno tiene camino, es el del medio. ¿Quiere
prestar atención? Los demás están llenos de terraplenes y se-
ría peligroso, sobre todo por la noche. Mire, ahí está la cruz.
Ya puede verse la casa. No olvide cómo volver. Recuerde: el
barranco, el camino, la roca, la carretera y el puente. El ba-
rranco, el camino, la roca, la carretera y el puente. Sé que no
debería dejarla aquí, pero… ¿sabe lo que le digo? Que usted
verá lo que hace. Ya hemos llegado. Desde aquí tiene que
caminar. Sola.

Ventaquemada 25 Paco Bezerra


Ventaquemada
se terminó de imprimir en octubre de 2014
en los talleres de Editorial Innova,
Año de Juárez #343, Col. Granjas San Antonio,
c. p. 09070, Distrito Federal.
El cuidado de la edición estuvo a cargo
de Leticia García Urriza y José Pulido Mata.
Formación y diseño, Galdi González Salgado.
El diseño editorial es de José Bernechea Iturriaga.
El tiraje consta de 2 000 ejemplares.
D
e mano de la esquiva y re-
servada protagonista de esta
historia —una insólita señorita
a la que, a pesar de estar ahí, ni
se la oye ni se la ve (o, al me-
nos, eso es lo que parece)—, nos
adentramos en el particular relato que encierra este
inhóspito y lejano pueblo llamado Ventaquemada:
un lugar sepultado entre el olvido y la soledad en
donde sus únicos habitantes, un viejo taxidermista
y su vecina inválida, dependen de la voluntad de un
hastiado camionero que, a cambio de unas mone-
das, les abastece de la comida y los enseres necesa-
rios con la intención de evitar que éstos se mueran
de hambre en lo alto de la desértica montaña en la
que moran. Pero... ¿quién es esta chica, de dónde
viene exactamente, y que ha venido a hacer a este
pueblo abandonado y dejado de la mano de Dios?

ISBN: 978-607-8092-87-1

EDICIONES Y PRODUCCIONES
ESCÉNICAS Y CINEMATOGRÁFICAS, A. C.

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