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ARGUMENTOS DE LA POLÍTICA
Serie coordinada por Francisco Colom, José María Hernández,
Fernando Quesada y Jesús Rodríguez Zepeda
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Dulce María Granja Castro
Gustavo Leyva Martínez (Eds.)
COSMOPOLITISMO
Democracia en la era
de la globalización
James Bohman
Francisco Gil Villegas
Otfried Höffe
Matthias Lutz-Bachmann
Thomas Pogge
Teresa Santiago
Carmen Trueba
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COSMOPOLITISMO. Democracia en la era de la globalización / Dulce María
Granja Castro y Gustavo Leyva Martínez, editores. — Rubí (Barcelona) :
Anthropos Editorial ; México : Universidad Autónoma Metropolitana.
Iztapalapa, 2009
349 p. ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 179. Serie
Argumentos de la Política)
Bibliografías
ISBN 978-84-7658-912-0
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ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por foto-
copia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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PRÓLOGO
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to, como el destino del género humano justificado por una ten-
dencia natural en tal sentido.
Sin embargo, desde Tucídides, pasando luego por Hobbes y
Maquiavelo, hasta E.H. Carr y Morgenthau, se ha afirmado que
los individuos actúan motivados por intereses individuales o de
grupo y que para lograr sus objetivos se valen de un sinfín de
estrategias, muchas de ellas totalmente alejadas de lo que po-
dríamos considerar moralmente correcto; y lo mismo puede de-
cirse de los países y de los Estados. Hay objetivos que no pueden
ser logrados de otra manera que recurriendo a la guerra, así que
ésta ha sido el medio más antiguo y recurrente. Es así que el
núcleo teórico del así llamado «realismo político» sostiene la se-
paración de dos ámbitos que, se dice, resultan incompatibles: la
ética y la política. Este modelo maquiaveliano rompe con la tra-
dición que venía de la Grecia antigua en donde se consideraba
que la política no puede desligarse de la moral. Igualmente lo
rompe el realismo de corte hobbesiano en el cual los Estados, en
tanto entes políticos autónomos, poseen naturalmente el dere-
cho de defender sus intereses por encima de cualquier otro inte-
rés o circunstancia; de ello resulta que el mundo de las relacio-
nes internacionales es de suyo anómico y anárquico pues los
Estados no pueden depositar en una instancia superior la regu-
lación de sus relaciones y no hay consideración moral que valga
cuando se trata de defender los intereses de los Estados sobera-
nos; el aspecto moral no tiene cabida cuando se trata del dere-
cho soberano de los estados de preservar sus intereses; por eso
reina entre ellos un estado de naturaleza en el que la libertad que
ejercen los estados sólo está limitada por la fuerza con el que
cada uno es capaz de imponerse. Así pues, la función principal
de los políticos es la de velar y defender sus intereses contra las
amenazas de todo tipo y la Raison d’État es el código que rige las
relaciones internacionales, cuyo criterio dominante es la utili-
dad y la eficacia. Sin embargo, los autores de estas páginas nos
harán ver que después de las desoladoras experiencias de las dos
devastadoras guerras mundiales, de los numerosos conflictos bé-
licos en el mundo árabe y el medio oriente y del sinnúmero de
atentados terroristas y guerrillas que flagelan a millones de hom-
bres en todo el planeta, se torna más y más urgente la necesidad
de vivir en paz y la pregunta que se plantea inevitablemente es:
¿cómo pueden vivir juntos en comunidad hombres de diferentes
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culturas y religiones? Tal pregunta plantea retos y desafíos inédi-
tos al Derecho internacional. Sin embargo, es una pregunta cuya
respuesta la humanidad conoce en lo esencial desde hace mu-
cho tiempo.
En diálogo con los grandes filósofos, el libro que el lector
tiene en las manos se esfuerza por encontrar el sentido y la direc-
ción que la democracia y el cosmopolitismo han de tener en este
mundo globalizado; busca patentizar la resonancia y significa-
ción que tiene para nosotros hoy el ideal cosmopolita en su sen-
tido más humano, más hondo y más actual posible. La concep-
ción cosmopolita que se desarrolla en estas páginas parte de que
no se deben anular las diferencias culturales sino, por el contra-
rio, mantenerse abierto a ellas; se trata de una propuesta cosmo-
polita que combina la validez intercultural con un derecho a la
diferencia cultural. Ojalá que los nueve ensayos que conforman
el libro que tenemos en las manos puedan ayudar al lector de
hoy a caminar en esa dirección.
El primer trabajo con el que inicia el libro que el lector tiene
en las manos lleva por título «Cosmopolitismo universal. Sobre
la unidad de la filosofía de Kant». Su autor, Otfried Höffe, nos
señala que una exégesis de Kant enfrenta dos tareas: el microa-
nálisis de problemas muy delimitados y el macroexamen de un
amplio campo de problemas, de modo que se impone una mira-
da a través de un objetivo gran angular que se extiende de la
manera más amplia posible para obtener una vista de 360 gra-
dos del horizonte completo; así pues, se trata de una valiosa apor-
tación que nos presenta la visión panorámica del cosmopolitis-
mo en toda su extensión y niveles: desde su fundamento episté-
mico, pasando por su aspecto moral y político hasta llegar a sus
ámbitos educativo, jurídico e histórico y artístico.
Kant fue un hombre cosmopolita pues este título de honor lo
merece quien en su modo de vida y su actitud es capaz de trascen-
der fronteras nacionales y culturales, es capaz de reconocer y res-
ponder al rostro y la forma humana. Kant desarrolla una filosofía
cosmopolita para los elementos más importantes de toda cultura:
para el saber y la moral, para el derecho y la educación, para el
sensus communis y el arte, para la unidad de los mundos de la
naturaleza y la libertad y, no en último lugar, para la historia.
Höffe señala que el primer principio de una filosofía cosmo-
polita es combinar la validez intercultural con un derecho a la
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diferencia y promover una congruencia entre moral y bienestar.
El cosmopolitismo empieza de modo epistémico al instaurarse
un verdadero tribunal de la razón en el que se expresan en abier-
to debate el pro y el contra, de modo que se pueda llegar a la
solución de los conflictos no por un dictamen arbitrario sino por
la aplicación de principios equitativos que permitan construir
una República Mundial epistémica. Por otra parte, Kant, siguien-
do en ello a Sócrates, opone a la aristocracia epistémica platóni-
ca una competencia democrática, pues la razón que todos los
hombres tenemos en común, refuerza el carácter republicano de
esta República Mundial epistémica demandando el acuerdo entre
ciudadanos libres. Esta demanda del sensus comunis, del enten-
dimiento humano común a todo hombre, nos exige pensar en el
lugar de cada otro y apartarse de las condiciones privadas y sub-
jetivas del juicio. Por ello, el pensador profesional, el filósofo espe-
cializado, no tiene un conocimiento más elevado y amplio que el
de la gran masa dignísima de todo respeto. La República Mun-
dial epistémica plantea, por un lado, la elevada pretensión de ser
válida para todos los mundos epistémicos imaginables en cuan-
to dependan de la receptividad. Y, por otro lado, establece única-
mente un marco muy sencillo de estricta contención ante los
derechos de las diversas ciencias. Mutatis mutandi, el orden jurí-
dico común que se requiere en la era de la globalización consiste
únicamente en un marco muy formal; y el llenarlo conforme a
las normas materiales y la experiencia, también conforme a los
intereses de la cultura propia, ya no corresponde a la filosofía
sino a la política. Ésta debe perfilar el marco —el orden jurídico
mundial— sólo en la medida en que las diferentes comunidades
conserven un derecho firme a la diferencia.
La paz epistémica que establece la primera Crítica beneficia
al saber y a la moral; se requiere un cosmopolitismo en el saber
y, sucesivamente, un cosmopolitismo en la moral para poder fun-
damentar un cosmopolitismo en el derecho. En efecto, para Höffe,
el interés fundamental de la primera Crítica es la moral y el uso
adecuado de la razón pura concierne no al uso especulativo sino
al uso práctico de la razón. Así, el «propósito final» de la razón,
i.e. la paz epistémica, va relacionado con tres objetos: la libertad
de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios.
De este modo, el bien común de la especie al que se refiere Kant
en el epígrafe que sirve como lema de la primera Crítica, no se
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reduce a la refutación del escepticismo relativo al conocimiento,
sino más bien al carácter cosmopolita de la fundamentación de
la moral. Es la persona, entendida como sujeto consciente de sus
actos y responsable de ellos, el puente que conduce del mundo
del saber al mundo del cosmopolitismo moral. Tal concepción
cosmopolita de la moral refuta al relativismo ético radical que
pone en duda la posibilidad de una moral con validez universal,
y supera el estado de naturaleza a favor del estado de Derecho.
Nuestro autor pasa después a revisar cómo la pedagogía kan-
tiana también forma parte del cosmopolitismo universal. En efec-
to, la educación es cosmopolita cuando nos lleva a ver que el
universo tiene un orden que es, a fin de cuentas, moral. La edu-
cación es cosmopolita porque tiene como fin «el sumo bien del
mundo», por lo que de ella surge todo el bien en el mundo. Así
pues, lo determinante es el hecho de que el hombre sea una per-
sona, un ser moral; por ello, Kant entiende por «cosmopolita»
no un hombre educado que haya viajado por el mundo y sepa
moverse en él, sino una persona que «observa la naturaleza de
su alrededor en respecto práctico para ejercer su benevolencia
hacia ella». Cosmopolita es quien sirve al bien común de la hu-
manidad que plantea el lema de la primera Crítica. Ahora bien,
el cosmopolitismo moral encaja y combina con un cosmopolitis-
mo teleológico pues el hombre no existe meramente como fin en
sí mismo, sino que también se le debe enjuiciar, aquí en la tierra,
como fin último de la naturaleza. En resumen: la teoría del Dere-
cho y de la paz de Kant se basan en la filosofía moral que, a su
vez, presupone la crítica del conocimiento.
Finalmente, nuestro autor pasa a revisar el cosmopolitismo
político de Kant y expone las razones de por qué no podremos
confiar en que haya una paz mundial duradera sin contar con
regulaciones de validez global y sin las organizaciones corres-
pondientes, es decir, sin un cosmopolitismo políticamente or-
ganizado. Para concluir, Höffe expone y comenta la idea kantia-
na de una unión de paz entre todos los países. Nuestro autor
destaca tres elementos esenciales en dicha idea kantiana: 1) esta
unión de paz no deberá sustituir los diferentes órdenes jurídi-
cos «nacionales»; 2) esta unión de paz no deberá entenderse de
manera estatista, sino complementarse con la sociedad global
de los ciudadanos; 3) esta unión de paz deberá contar con uni-
dades políticas de dimensión continental o subcontinental o bien
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regional. Así pues, este cosmopolitismo propone reforzar las par-
ticularidades culturales, las peculiaridades colectivas; beneficia
la identidad de los individuos haciendo que se haga valer el de-
recho a la diferencia. Esta ciudadanía mundial no remplaza sino
complementa la nacional. Se trata, pues, de una ciudadanía
múltiple en sentido vertical. Valga, pues, traer desde Tubinga el
pathos de Hölderlin glosando su sentencia sobre la filosofía: El
cosmopolitismo de Immanuel Kant lo debes estudiar aunque no
tuvieras más dinero que el que se necesita para comprar una lám-
para y aceite, ni más tiempo que de la medianoche hasta el canto
del gallo.
El libro pasa enseguida a un segundo trabajo titulado «El
principio de publicidad en la teoría kantiana de la acción». En
él, su autora subraya el modo en que la globalización en el ámbi-
to del derecho, la economía, la política y la cultura que caracteri-
zan al mundo contemporáneo constituye un desafío a la filoso-
fía moral y a la del Derecho, y conduce así a una reflexión sobre
los principios y modo de articulación de una constitución civil,
de una ordenación política a nivel tanto nacional como interna-
cional conforme a la idea de los Derechos Humanos. Con ello, la
autora enlaza esta reflexión con la desarrollada en la filosofía del
Derecho y del Estado en una vertiente que se remonta a Kant. La
atención se dirige así, en particular, al principio de publicidad
como uno de los elementos centrales en la ordenación global del
Derecho propuesta por Kant y al modo en que ese principio se
puede enlazar con la democracia, en la era de la globalización.
En efecto, uno de los componentes centrales de la democracia es
el de la acotación del poder político por el principio de publici-
dad, por el ejercicio público de la razón. Es así que se recuerda
que la formulación más conocida del principio de publicidad es
doble y se encuentra en el segundo anexo de Hacia la paz perpe-
tua. En su primera formulación, de carácter negativo, el princi-
pio aparece de la siguiente manera: Todas las acciones que afec-
tan el derecho de otros hombres son injustas si su máxima no es
compatible con la publicidad; en la segunda, ahora en forma po-
sitiva, se enuncia así: Todas las máximas que requieren de la pu-
blicidad para no fracasar en sus propósitos, concuerdan con el
derecho y la política a la vez. Así, el hilo conductor que recorre a
este trabajo es el de mostrar que la base de este principio, expre-
sado de manera doble, recorre y caracteriza en último término a
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toda la obra de Kant, especialmente a su modo de entender la
posibilidad tanto del conocimiento como de la acción moral.
Es en el sentido anteriormente expuesto que se comprenden
las máximas del enjuiciamiento analizadas por Kant en la terce-
ra Crítica. Se trata de máximas, recuerda la autora, que no son
otras que las máximas del común entendimiento humano, es
decir, las máximas en las que se tiene en cuenta el modo de pen-
sar de los demás. Es en especial la máxima del pensar extensivo
que expresa la necesidad de reflexionar sobre el propio juicio
desde un punto de vista universal o cosmopolita, poniéndose en
el punto de vista de los demás, la que expresa el perfil dialógico,
de emancipación, de una diversidad cosmopolita que no sacrifi-
ca en ningún momento la unidad de la razón en la pluralidad de
sus voces, la que caracteriza al principio de publicidad.
Así, la publicidad en Kant no significa sólo la comunicación
con el público. A lo largo de la obra kantiana, la publicidad se
analiza en conexión con el uso público de la razón y la libertad de
crítica; el principio de la publicidad posee, además, una dimen-
sión política que permite considerarla como el atributo formal
del derecho, pues es la condición de posibilidad de la unión de los
fines de todos los seres humanos, de su libertad y, de ese modo,
del Derecho mismo. No obstante, este principio de publicidad así
entendido no se detiene en las fronteras de un Estado particular.
Como lo analiza cuidadosamente la autora, este principio se ex-
tiende al proyecto de una federación universal. Así comprendid,
o el principio de publicidad conlleva la obligación jurídica de man-
tener una comunicación libre y racional entre los seres humanos,
institucionalizando su libertad de expresión y comunicación, ase-
gurándola y erradicando el secreto y el engaño en el orden jurídi-
co y político a nivel nacional y global. La publicidad se muestra
así, en último análisis, como una institución de la democracia y
la comunicación libre y pública, reclamada por este principio, se
transforma en exigencia de transparencia y derecho a la informa-
ción. Con ello, afirma la autora, se delinea una idea normativa
que suministra a la vez un criterio de legitimidad de las institu-
ciones jurídicas y políticas tanto en la esfera nacional como en la
internacional, enlazando a éstas con la discusión de los ciudada-
nos en el espacio público. Es por ello que este principio se en-
cuentra en una oposición total al fanatismo que se produce, en
último término por la ruptura de los vínculos entre el propio pen-
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samiento —y la propia acción— con el principio de publicidad
que, al aniquilar la posibilidad de la comunicación pública, ter-
mina por lesionar la propia autonomía de la razón.
El libro que el lector tiene en sus manos pasa a continuación
a destacar las implicaciones morales y políticas del cosmopoli-
tismo que se viene bosquejando. Así tenemos los tres siguientes
capítulos: «No dominación y democracia trasnacional», de Ja-
mes Bohman, el que lleva por título «La idea de Kant de un or-
den moral justo» de Thomas Pogge y, finalmente, «La amenaza
de la violencia y de una nueva fuerza militar como desafío al
Derecho Público Internacional» de Matthias Lutz-Bachmann.
En No dominación y democracia trasnacional el propósito de
Bohman es desarrollar una forma republicana de cosmopolitis-
mo que permita establecer una concepción democrática de la no
dominación y que desemboque en la obligación de formar una
república de la humanidad cuyo fin sea hacer efectiva la reali-
dad de la no dominación. A su juicio, es necesaria una república
de repúblicas para frenar las tendencias de las repúblicas demo-
cráticas a ejercer imperium (imperar) sobre otras comunidades
tecnológicamente menos desarrolladas, oponiéndose así no sólo
a sus graves injusticias sino también a su destrucción de la liber-
tad común de la humanidad. El autor de este ensayo desarrolla
una concepción claramente normativa según la cual la no domi-
nación está asegurada, sólo si los estatus y poderes normativos
de uno no se pueden cambiar arbitrariamente. Gracias a esta
concepción normativa de la no dominación, los derechos bási-
cos pueden ser considerados precisamente como esos estatus y
poderes normativos suficientes para asegurar la no dominación.
Concebidos republicanamente, los derechos humanos pueden
ser productores del estatus más básico, i.e., la condición de ser
miembro de la comunidad política humana. Esto llevará a Boh-
man a una concepción de la democracia cuyo núcleo básico es el
poder normativo para iniciar la deliberación entendida como
base de la libertad común y de la no dominación.
La particular concepción de justicia que aquí se defiende
puede recibir el nombre de cosmopolitismo republicano, el cual
afirma la importancia no sólo de una pluralidad de formas de-
mocráticas, sino también la necesidad de instituciones transna-
cionales que apremien la globalización con el fin de superar el
colonialismo, argumentando a favor de un federalismo transna-
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cional pues el problema político transnacional sigue siendo la
dominación. Así, la integración política de la humanidad es un
medio necesario para evitar las grandes injusticias de la domi-
nación. La alternativa al imperio no es la división del mundo en
pueblos autónomos, sino más bien la creación de federaciones
basadas en redes de reciprocidad entre los varios niveles de las
instituciones republicanas, incluyendo el compromiso de refre-
nar el dominium del Estado y el imperium fuera de sus fronte-
ras. Esto reclama no sólo el imperio de la ley, sino, sobre todo,
una sociedad civil activa que convierta el poder ejecutivo en to-
dos sus niveles en objeto de debate público. En efecto, lo impor-
tante es que los poderes que toman las decisiones estén institu-
cionalizados democráticamente, de modo que los agentes ad-
quieran la función normativa de ciudadanos y las libertades y
poderes que otorga la condición de ser miembro. Los ciudada-
nos exigirán un sistema internacional de instituciones que pue-
da limitar las ambiciones imperialistas de sus propios países;
así, habrán de existir algunas instituciones supranacionales si
los Estados democráticos han de volverse más democráticos y
han de expandir más el espacio público de la libertad común,
incluso dentro de sus propias fronteras.
Bohman hace una defensa republicana de las instituciones y
una desconcentración transversal de los poderes en los diferen-
tes niveles institucionales y órganos deliberativos que puede ex-
tenderse consistentemente, de manera transnacional, con el fin
de que se vuelva efectiva la no dominación. Para nuestro autor,
la no dominación se define en términos de poderes normativos,
específicamente, es la capacidad de los ciudadanos para crear y
modificar sus propias obligaciones y deberes. La dominación es
la habilidad de imponer arbitrariamente obligaciones y deberes
así como cambiar arbitrariamente las condiciones normativas
de las personas dominadas, sin que éstas puedan apelar o poner
remedio. Bohman insiste en que los poderes normativos de la
ciudadanía son necesarios, precisamente, como poder para mol-
dear democráticamente el contenido de las obligaciones políti-
cas de uno. El poder normativo más básico de la ciudadanía es el
poder positivo y creativo para interpretar, amoldar y reformar
los verdaderos poderes normativos que poseen los agentes que
tratan de imponer a otros obligaciones y deberes sin permitir
que éstos interpelen.
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Así pues, entendida normativamente, la no dominación está
ligada al ejercicio de la libertad comunicativa, la cual es un po-
der activo que ha de ser incluido entre aquellos poderes necesa-
rios para establecer y asegurar relaciones sociales libres. El uso
público de la libertad comunicativa hace posible el uso de nor-
mas existentes para dar contenido a las obligaciones mutuas y
para crear nuevas normas por medio de una deliberación con-
junta. Los poderes específicamente normativos regulan las rela-
ciones y poderes sociales, haciéndolos capaces de cambiar nor-
mas y reglas. Nuestro autor sostiene la desconcentración del
poder en múltiples niveles como medio para llevar a cabo una
no dominación robusta; nos propone estructuras institucionales
de cooperación que busquen desconcentrar el poder y promover
la deliberación en comunidades políticas pluriniveladas: busca
promover la separación de poderes transnacionales centraliza-
dos, redistribuyéndolos entre los ciudadanos, abriendo así la de-
liberación de éstos. Bohman busca los mecanismos para coac-
cionar una realización efectiva de los derechos humanos que vaya
más allá de las instituciones de los Estados; busca estructuras
diferenciadas y poliárquicas superpuestas, que permitan una
mayor realización efectiva de estos derechos y sus respectivos
reclamos contra la dominación.
Nuestro autor intenta promover este poder normativo fun-
damental, el poder que es básico para el derecho a tener dere-
chos. La Unión Europea, por ejemplo, pudo hacerlo proveyendo
numerosos foros y sitios para la deliberación pública en múlti-
ples niveles, hasta que los poderes normativos puedan hacerse
extensivos a todos los seres humanos. Mientras esto último no
ocurra, el poder que se ejerza en alguna institución particular
será, en última instancia, democráticamente arbitrario. Así como
nosotros teníamos la obligación de salir del estado de naturaleza
y crear una civilización, así también tenemos la obligación hacia
la humanidad de crear una civilización cosmopolita; este com-
promiso conjunto a favor de la democracia y los derechos huma-
nos exige que algunas instituciones, que crean la condición cívi-
ca, tengan un horizonte global. Para nuestro autor, el concepto
de humanidad denota una cualidad moral que nos hace huma-
nos y aporta la base para la atribución de derechos. Desde el
punto de vista republicano que Bohman propone, la humanidad
es entendida en términos de una propiedad moral y puede que-
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dar definida como una comunidad política completamente in-
clusiva. Cuando Kant nos pide que respetemos la humanidad
del otro, se refiere a las exigencias morales del respeto debido a
las personas que tienen sus propios fines intrínsecos y son las
fuentes autooriginantes de lo que en justicia les es debido, pues-
to que es un sujeto con una razón moralmente práctica. La dig-
nidad es el objeto específico de la humanitas, un cierto estatus
moral que implica una autoridad que se pide para sí mismo al
reconocerla recíproca y libremente, en los otros, y que está liga-
da a la capacidad racional de ser la fuente autooriginante de la
normatividad y de los valores. Esta capacidad normativa de fijar
fines es un estatus normativo que es efectivo en relación con
otros que también son miembros de esa comunidad completa-
mente inclusiva de interacción. Sólo en relación a la humani-
dad, en este sentido, tienen valor intrínseco la democracia y los
derechos políticos. Este valor intrínseco está presente no sólo en
el caso de quienes son sujetos de derechos humanos que viven
en una comunidad política plenamente realizada, sino también
en el caso de personas que no tienen derechos y carecen de todos
esos estatus y poderes y cuyo estatus humano ha sido violado; en
estos casos, se trata de la pérdida arbitraria de la humanidad, de
la capacidad de tener un estatus en cuanto tal o, en palabras de
Arendt, de no pertenecer a ninguna comunidad. Aquí se ha per-
dido su estatus humano, es decir, la posición que es necesaria
para exigir el respeto de los demás.
Así pues, podemos pensar la no dominación como el derecho
a tener la condición de miembro de la comunidad humana; éste
es el estatus normativo más fundamental y el poder normativo
más básico, es el derecho a los estatutos y poderes que le dan
seguridad a nuestra libertad. Pero no podemos reclamar este
derecho sin instituciones políticas que sostengan a una comuni-
dad que sea interpelada por aquellos, cuyos estatus básicos han
sido violados. Para nuestro autor, son necesarias algunas institu-
ciones transnacionales para asegurar ésta, la forma más básica
de no dominación, pues el único modo efectivo y real de la no
dominación es por medio de la libertad común. Se podría obje-
tar que la falta de un gobierno mundial nos impide que la huma-
nidad pueda ser tomada como una comunidad política, una en-
tidad colectiva. Sin embargo, la humanidad es una propiedad
moral compleja que consiste en un abanico de capacidades que
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tenemos en común con otros en la medida en que somos libres.
El régimen de derechos humanos y sus instituciones constituye,
por lo tanto, la humanidad en sentido político. Esto significa
que, a falta de autoridad civil y leyes, las personas que presunta-
mente no tienen derechos ni están bajo el resguardo de ningún
Estado, sólo podrían, según la memorable frase de Locke, «ape-
lar al cielo».
Tener derechos humanos a ser miembro, viene junto con el
poder normativo a tener derechos. Y esto es precisamente lo que
sostiene la frase elíptica de Arendt «el derecho a tener derechos»,
i.e., el derecho a tener un estatus que haga posible el ejercicio de
los poderes normativos. Para Bohman, siguiendo en esto a Arendt,
este derecho a ser miembro de la humanidad no es asunto de
soberanía nacional ni de elección de alguna comunidad política
que garantice tal estatus. Es el estatus necesario para compartir
una libertad común con todos aquellos con quienes interactua-
mos. Nuestro autor nos hará ver que el corazón de este estatus
necesario para compartir una libertad común, es la capacidad
de iniciar deliberaciones públicas conjuntas.
«La idea de Kant de un orden moral justo», el capítulo que
Pogge nos ofrece, examina la definición kantiana de estado jurí-
dico y nos ofrece una detallada descripción de lo que ella implica
y significa. Un estado jurídico es aquel en el que sus participan-
tes tienen dominio preciso y seguro de su libertad externa. Esto
implica cinco supuestos:
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autoridad no esté limitada. De aquí se sigue, por definición, que
la rama legislativa no puede ser ejecutiva.
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Por otra parte, para Kant no se debe usar la fuerza para esta-
blecer una República mundial; los Estados deben abandonar su
condición anómica pero no deben coaccionarse entre sí para
hacerlo; en efecto, Kant no quiere una monarquía universal o
Estado mundial no republicano, pues éste sería un Estado des-
pótico que no produciría una condición jurídica, antes bien se-
ría un desalmado despotismo. Si Kant hubiese pensado que una
República mundial o condición jurídica plena es irrealizable, no
habría escrito que el estado de naturaleza de los pueblos es un
estado del que se debe salir para entrar en un estado legal; de ahí
que un estado jurídico global sea realizable.
Finalmente, Kant acepta gradaciones en los cinco supuestos
requeridos para hablar de un estado jurídico, por lo que no es
necesario escoger entre un Estado internacional o único gobier-
no global y una asociación libre de Estados soberanos. Kant
mismo ofrece la posibilidad de un paradigma intermedio: un
esquema en múltiples niveles en el que la autoridad política su-
prema esté verticalmente dispersa pero que, también, existan
unidades políticas más pequeñas. Kant consideró este tipo de
estructura en múltiples niveles como el que está emergiendo ac-
tualmente en la Unión Europea y que, si se globaliza, puede per-
fectamente ser la mejor posibilidad para lograr una república de
la humanidad y una paz duradera. Así pues, vemos que en esta
cuestión hay importantes coincidencias en los puntos de vista
que nos presentan varios de los diversos trabajos que ponemos
en las manos del lector.
Pasemos ahora a dar cuenta y razón de las principales tesis y
argumentos sostenidos en el capítulo titulado «La amenaza de la
violencia y de una nueva fuerza militar como desafío al Derecho
Público Internacional» de Matthias Lutz-Bachmann. Nuestro au-
tor nos señala que, en años recientes, hemos presenciado el inicio
de un cambio fundamental del marco conceptual del Derecho
Público Internacional y desde una perspectiva filosófica podría
decirse que el orden legal internacional vigente responde al impe-
rativo normativo formulado por Kant en su famoso ensayo La paz
perpetua, en el que se implementa la prohibición estricta e incon-
dicional a todos los Estados de emprender la guerra y se reconoce
como legítima únicamente la defensa propia de un Estado.
En efecto, después de la Segunda Guerra Mundial y la expe-
riencia de la guerra hasta «la destrucción total», incluso echando
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mano de la bomba atómica se impuso la introducción de un nue-
vo paradigma de Derecho Público Internacional, subsiguiente a
la fundación de las Naciones Unidas; el cual tenía como objetivo
establecer un nuevo orden político internacional que estuviera
basado en ideas normativas generales y fundamentales que to-
dos los seres humanos debían reconocer y aceptar como princi-
pios legalmente obligatorios en la política internacional, inde-
pendientemente de la identidad política, cultural, religiosa o no
religiosa que tuvieran: el compromiso incondicional a mantener
la paz, a no dominar a otros Estados u otras comunidades políti-
cas y a observar los derechos humanos básicos. La deliberada
amenaza internacional de la violencia y del uso de la fuerza mili-
tar no sólo son amenazas al orden que prevalece en el poder y en
los Estados, sino también al vigente orden del Derecho Público
Internacional. Tales amenazas debían ser perseguidas en justicia
como actos criminales; pero ello no ocurrió a falta de jurisdic-
ción internacional apropiada, a causa de los deficientes procedi-
mientos de coerción jurídica en los asuntos legales internaciona-
les y de una insatisfactoria implementación de las estructuras
jurídicas globales. Sólo una implementación de esta índole per-
mitiría prevenir las crisis internacionales e intervenir oportuna-
mente, con bastante anticipación, antes de que los gobiernos o
las fuerzas militares de los Estados efectúen actos de agresión
contra un país extranjero o hasta contra sectores de su propia
población, como fue el caso en la antigua Yugoslavia o lo es en la
Somalia, el Congo o el Sudán de hoy. Para Lutz-Bachmann, pre-
cisamente, en esto consiste el primer desafío del Derecho Público
Internacional «desde el interior» del orden legal vigente.
Por otra parte, el «Tratado de Viena sobre el Derecho de los
Tratados Internacionales» (The Viena Convention on the Law of
Treaties [VCLT], 23 de mayo de 1969) hizo modificaciones inter-
nas al Derecho Público Internacional que promovieron numero-
sas discusiones, no sólo en torno a la legitimidad de las «inter-
venciones humanitarias», sino también en torno al «uso justifi-
cado de la fuerza militar» en las democracias y sociedades civiles.
No obstante que algunos filósofos de la política exigieron, para
sí mismos y sus sistemas políticos elevados, estándares morales,
legitimidad política, y argumentaron a favor de una «fundación
moral» del Derecho Público Internacional, ello no ha sido sufi-
ciente; y hemos visto las devastadoras consecuencias del uso de
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la fuerza militar, fuera del sistema de seguridad colectiva de las
Naciones Unidas, en nombre de una obligación que los Estados
se autorizan a sí mismos. He aquí el segundo desafío del Derecho
Público Internacional «desde el interior» del orden legal vigente.
Pero queda todavía un tercer desafío del Derecho Público In-
ternacional «desde el interior» del orden legal vigente, y tiene
que ver con la declaración de «guerra» contra actores privados,
como es el caso del terrorismo. Las decisiones tomadas por vota-
ción unánime del mismo Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas, han ayudado a desarrollar y legitimar conceptos políti-
cos como el «uso pre-ventivo» y hasta «pre-emptivo» (i.e. pre-
mercenario) de la fuerza militar», ya que al parecer, es imposible
librar una «guerra legal» contra un enemigo, en sumo grado to-
talmente invisible, sin legalizar en cierta medida los ataques mi-
litares «pre-emptivos». En resumen, este tercer desafío consiste
en que una guerra legal contra el terrorismo se transforma en un
uso pre-emptivo de la fuerza militar, en nombre del legítimo de-
recho a actuar en defensa propia.
Lutz-Bachmann pasa después a examinar los desafíos «des-
de fuera» que enfrenta el Derecho público Internacional y que
proceden de esferas externas a las esferas del Derecho. En pri-
mer lugar, tenemos el surgimiento de una dimensión cultural de
los conflictos entre estados y poblaciones; en segundo lugar, la
proliferación de las armas de destrucción masiva; y en tercer
lugar, el modo en que se ha de negociar con regímenes políticos
agresivos. El cuarto desafío al Derecho Público Internacional
«desde fuera» de la esfera legal de hoy, estriba en que el impacto
de la cultura en los conflictos va mucho más allá de tener una
importancia local o regional. Las identidades culturales, y espe-
cialmente las religiosas (o al menos aparentemente religiosas),
juegan un papel cada vez mayor en los conflictos internaciona-
les, y a veces propician la disposición de los actores, no sólo a
hacer uso de la violencia en el nombre de sus más sublimes valo-
res morales, sino también a sacrificar sus propias vidas. Ante
ello, es difícil ver cómo los instrumentos tradicionales de la coer-
ción legal, en cuanto legítimo castigo impuesto por la Corte de lo
Criminal, podrían alguna vez ser efectivos contra personas que
están resueltas a cometer ataques suicidas contra otras.
La proliferación de las armas nucleares y otras armas de des-
trucción masiva y su distribución en regímenes tiránicos, como
22
también en organizaciones privadas internacionales, es un desa-
fío sumamente significativo y amenazante al orden del sistema
legal internacional. El «Tratado Internacional de No Prolifera-
ción Nuclear» (NPT) y la «Agencia Internacional para la Energía
Atómica» (IAEA), no han sido capaces de impedir la prolifera-
ción de estas armas en los regímenes ilegítimos ni en las organi-
zaciones privadas, como son los terroristas, los señores de la
guerra e incluso los criminales del fueron común. Se puede pre-
decir fácilmente que el orden público global, como también el
legal internacional, pueden ser secuestrados como rehenes de
personas que actúan al margen de la ley; podemos presenciar
brotes de guerra nuclear entre Estados y entre grupos privados
como también entre Estados y personas privadas que, con toda
probabilidad, podrían destruir los principios básicos del Dere-
cho Público Internacional y sus estructuras institucionales glo-
bales; este posible escenario futuro es el quinto desafío al Dere-
cho Público Internacional vigente. Finalmente, hay un sexto de-
safío «desde fuera» al Derecho Público Internacional y que
entraña un problema de confiabilidad, consistente en que algu-
nos miembros de la «liga de naciones» no son órdenes legales
justos o, en palabras de Rawls, son «regímenes forajidos», de los
cuales hay buenas razones para sospechar que sus gobiernos no
respetan las implicaciones normativas del Derecho Público In-
ternacional ni reconocen cabalmente sus objetivos; a saber, un
confiable orden global de paz, las prohibición de la guerra y la
salvaguarda de los derechos humanos, estando dispuestos a vio-
lar el orden legal internacional si piensan que en una situación
dada pueden obtener beneficios estratégicos obrando de esta
manera.
Lutz-Bachmann termina su trabajo examinando los argumen-
tos de Michael Walzer y Allan Buchanan, a favor del uso de la
fuerza militar en los asuntos internacionales, y contrastando di-
chos argumentos con una propuesta a favor de una reforma de
las Naciones Unidas. Tanto Walzer como Buchanan abogan por
una legitimación ética de una «guerra justificada» y porque Es-
tados singulares se legitimen a sí mismos para hacer uso de la
fuerza militar en los asuntos internacionales, pues, afirman que
no hay un destinatario público que sea responsable de ejercer
coerción para que se respeten los derechos humanos en la arena
internacional. Walzer sigue, en este punto, la línea de la filosofía
23
política de Montesquieu y Hegel al rechazar la idea de que el
orden político internacional de hecho pueda representar un or-
den legal, quizás incompleto pero que ya existe y es obligatorio,
el cual incluye los derechos humanos básicos. Walzer postula la
obligación moral que tienen los Estados en el orden internacio-
nal para promover la mejor protección coercitiva de los dere-
chos de los seres humanos, en el seno del orden legal de los Esta-
dos nacionales. Por su parte, Buchanan comparte básicamente
la lectura que hace Walzer de los derechos humanos; éstos pue-
den reclamar una validez universal, ya que formulan y definen
ciertas condiciones necesarias y generales, sin las cuales los se-
res humanos no son capaces de llevar una vida buena; los «inte-
reses» que comparten todos lo seres humanos en proteger esas
condiciones necesarias y generales son, para Buchanan, la razón
moral última de la validez universal de los derechos humanos.
Según Buchanan, el postulado del «régimen democrático» no
sólo se aplica al orden legal de los Estados singulares, sino tam-
bién a la esfera de la legitimidad del orden legal internacional
como un todo, puesto que todas las personas tienen el mismo
estatus fundamental, en cuanto participantes iguales, en las de-
cisiones políticas más importantes que se tomen en sus socieda-
des. De ahí que, para Buchanan, haya una primacía normativa
de la validez de los derechos humanos sobre el principio de so-
beranía, reclamado por los Estados singulares, y postula un cla-
ro compromiso de los Estados democráticos a emplear «la fuer-
za militar preventiva» en los asuntos internacionales, en los ca-
sos de inminente violación grave de los derechos humanos.
Buchanan propone además un marco de referencia institucio-
nal, cuya meta debería ser proteger «a los países vulnerables»
contra intervenciones injustificadas. Esta propuesta tiene el ob-
jetivo de completar el derecho de las Naciones Unidas, actual-
mente en vigor, con nuevos procedimientos legales.
Para Lutz-Bachmann, es de suma importancia que Walzer y
Buchanan argumenten dentro del marco de referencia concep-
tual, no de deberes legales, sino de obligaciones morales y, al
hacerlo así, apoyen una lectura moral del derecho a la validez de
los derechos humanos. Sin embargo, ignoran el hecho de que ha
habido una evolución del Derecho Público Internacional en los
últimos sesenta años, la cual condujo a una esfera legal de dere-
cho internacional confiable, y dejan sin aclarar qué podría signi-
24
ficar, precisamente, una «obligación moral» de un Estado demo-
crático a actuar militarmente, en la arena internacional. No lo-
gran distinguir entre «obligaciones morales» y «deberes legales»
ni trazan otras importantes distinciones, tales como la diferen-
cia entre una obligación condicionada y otra incondicionada, o
entre un deber actuar y un deber abstenerse de actuar, etc.; su
argumentación contiene una nueva versión de la teoría de la gue-
rra justa, la cual lejos de ayudar para desarrollar soluciones de
los desafíos al orden internacional, conduce a resultados no de-
seados. Ante todo, parece no quedar claro qué clase de autori-
dad sería legítima para permitir a un Estado decidirse a hacer
uso de la fuerza militar si no lo son la comunidad internacional
misma y su representación democrática. Por esta razón, el autor
argumenta a favor de una reforma del sistema vigente de las
Naciones Unidas y de una evolución ulterior del Derecho Públi-
co Internacional, orientada a un orden democrático y legal más
global, y desarrolla algunas propuestas fundamentales: 1) No re-
gresar al viejo orden legal internacional anterior a 1945, con su
estrategia de una fuerte política de «seguridad nacional». 2) For-
talecer un «constitucionalismo» del Derecho Internacional, re-
formando las instituciones de las Naciones Unidas, cuyo objeti-
vo sea la constitución de un derecho público global dotado de
reglas e instituciones transnacionales confiables, como también
de regímenes regionales que sean capaces de ejecutar, especifi-
car y aplicar las normas generales del derecho público global,
con un cierto grado de poder coercitivo si fuera necesario. 3) Es-
tablecer una cooperación legal más profunda entre las democra-
cias políticas, en el seno de la Organización de las Naciones Uni-
das y otras instituciones políticas globales en el mundo, cuyo
objetivo sea sostener, de una manera más eficiente, el orden le-
gal internacional, vigente y sus obligaciones inherentes pero den-
tro del marco institucional del Derecho de las Naciones Unidas.
4) Encaminar los esfuerzos a la edificación de un espacio públi-
co abierto en el mundo fragmentado de hoy, un espacio para una
toma de la palabra global, y libre, la educación global y los pro-
gramas de intercambio, el libre acceso a los medios masivos pú-
blicos y políticos, para apoyar el surgimiento y auge de una so-
ciedad civil global que rebase los estrechos límites de naciones,
lenguas, clases sociales y pertenencias étnicas. La educación y la
libre circulación de las ideas son la mejor protección contra los
25
fundamentalismos. Todo ello ayudaría a minar los regímenes
totalitarios y las culturas de la violencia, y a fortalecer el recono-
cimiento universal de los derechos humanos básicos.
Toca ahora su turno a revisar algunos de los aspectos educa-
tivos más importantes de la propuesta cosmopolita que ofrece-
mos al lector. A ello está dedicado el capítulo titulado «Una aproxi-
mación al cosmopolitismo de M.C. Nussbaum» de Carmen True-
ba. Este ensayo es una interesante exposición y comentario del
cosmopolitismo de Martha Nussbaum. Se inicia remontándose
a sus fuentes griegas, en las figuras de Sócrates, Diógenes el cíni-
co y los estoicos para destacar los primeros rasgos constitutivos
del cosmopolitismo. Así, nos recuerda cómo Sócrates no sólo
respetó las leyes atenienses, sino que profesó hacia ellas gran
apego, afecto y lealtad fundados en un compromiso racional y
en una convicción de que eran justas, pues daban cabida al cam-
bio pacífico de las leyes que eran consideradas por los ciudada-
nos como inadecuadas. Más tarde, los filósofos estoicos sostu-
vieron que la ley es simplemente la recta razón que prescribe lo
que debe ser hecho o evitado. En efecto, a diferencia de la idea
tradicional de la ley, entendida como la ley de alguna comunidad
o ciudad-estado, derivada del acuerdo de la ciudad o la comuni-
dad en cuestión, para los estoicos, la autoridad de la ley emana
de la recta razón. La razón dirige el curso del universo como un
todo, y la ley es entendida como algo interior y semejante a la
voz de la conciencia, muy próxima a la ley moral; la ciudad cós-
mica de los estoicos no se identifica con un estado concreto ni
implica la idea de una centralización de la autoridad. El cosmo-
politismo estoico afirma que la razón, la recta razón, la ley y la
justicia son poseídas en común y que nuestra máxima lealtad no
debe ser otorgada a ninguna mera forma de gobierno, ni a nin-
gún poder temporal, sino a la comunidad moral constituida por
la comunidad de todos los seres humanos.
Ahora bien, como lo señala W. Kymlicka, en el mundo de
hoy, el cosmopolitismo es casi siempre definido en contraste con
el nacionalismo; sin embargo, el cosmopolitismo debe definirse
por oposición a sus enemigos reales: la xenofobia, la intoleran-
cia, la injusticia, el chauvinismo, el militarismo, el colonialismo.
En ese sentido, el cosmopolitismo de M.C. Nussbaum está inspi-
rado en el ideal estoico del ciudadano universal, pero al mismo
tiempo responde a las inquietudes y los debates ético-políticos
26
contemporáneos en torno a la justicia y la educación cívica, y
muy especialmente, a los llamados patrióticos. Nussbaum se
propone argumentar que hay un ideal que se ajusta mejor a los
objetivos patrióticos y que se adapta mejor a nuestra situación
en el mundo contemporáneo, y que no es otro que el viejo ideal
del cosmopolita; así, ella defenderá una política sustentada en
«fundamentos de carácter más internacional» y propugna por
una educación cosmopolita cuyo compromiso abarca toda la
humanidad de los seres humanos. Siguiendo en ello a los estoi-
cos, considera que la buena educación cívica es aquella que edu-
ca para la ciudadanía mundial y nos invita a trabajar en direc-
ción a que todos los seres humanos sean parte de nuestra comu-
nidad de diálogo y de nuestra incumbencia, y a concebir al
conjunto de los seres humanos como un cuerpo único dotado de
distintos miembros, sin dejar de reconocer la singularidad de las
personas y sus libertades fundamentales. En ese sentido, Nuss-
baum aduce razones a favor de que el núcleo de la educación
cívica, más que democrática o nacional, sea cosmopolita. En efec-
to, la educación cosmopolita nos permite aprender más acerca
de nosotros mismos, nos lleva a avanzar en la solución de pro-
blemas que requieren la cooperación internacional, nos induce
a reconocer nuestras obligaciones morales con el resto del mun-
do y nos conduce a elaborar argumentos sólidos y coherentes
basados en distinciones que estamos dispuestos a defender. Todo
ello no significa que el énfasis en lo común entrañe una preten-
sión de eliminar la diversidad, pues el reconocimiento y el respe-
to constituyen el acto básico de la ciudadanía mundial. De este
modo, el ideal cosmopolita no está reñido con el pluralismo e
incluye una complacencia positiva en la diversidad de las cultu-
ras, lenguas y formas de vida humanas. Este pluralismo es lo
que hace que los cosmopolitas liberales insistan en la llamada
«prioridad de lo correcto sobre lo bueno».
Trueba pasa, posteriormente, a reconstruir la propuesta que
hace Nussbaum de una educación cívica cosmopolita encami-
nada a formar ciudadanos capaces de funcionar en un mundo
complejo e interconectado, y a destacar el potencial político de
la educación que ella propone. A su juicio, este ciudadano debe
aprender a desarrollar comprensión y empatía hacia las cultu-
ras lejanas y hacia las minorías étnicas, raciales y religiosas que
estén dentro de su propia cultura; retomando la vieja expresión
27
senequiana de «cultivo de la humanidad», Nussbaum señala que
su propuesta educativa está inspirada en el viejo ideal estoico del
ciudadano del mundo y su objetivo fundamental es proporcio-
nar los conocimientos y las habilidades necesarios para que los
ciudadanos participen apropiadamente en el debate sobre el bien
común y lo promuevan en un sentido universal. El cultivo de la
humanidad en el mundo actual requiere tres habilidades bási-
cas: 1) habilidad para un examen crítico de uno mismo y de las
propias tradiciones; 2) la capacidad de verse a sí mismo no sólo
como ciudadano perteneciente a alguna región o grupo, sino tam-
bién, y sobre todo, como seres humanos vinculados con los de-
más seres humanos por lazos de reconocimiento y mutua pre-
ocupación, pues cultivar nuestra humanidad en un mundo com-
plejo e interconectado implica entender cómo es que las
necesidades y objetivos comunes pueden darse en formas distin-
tas en otras circunstancias; 3) desarrollar la imaginación narra-
tiva, esto es, la capacidad de concebir lo que sería estar en el
lugar de otra persona, entenderla y comprender su experiencia.
Trueba retoma, con Nussbaum, el argumento estoico de que la
idea de una ciudadanía cosmopolita parte del reconocimiento
de la comunidad moral y racional universal, y sienta las bases
para un estilo más razonable de deliberación política y de solu-
ción de problemas, y juzga que la conciencia de la diferencia
cultural es esencial para promover el respeto del otro. El cosmo-
politismo aspira a convertirse en una poderosa fuerza transfor-
madora del orden mundial, a partir de su incidencia en las con-
ciencias de los ciudadanos. Nuestra autora defiende que es posi-
ble armonizar el enfoque pluralista y multicultural de la
diversidad y el reconocimiento de las minorías, con la perspecti-
va cosmopolita del ciudadano universal; el respeto universal por
la dignidad humana no milita contra el respeto por las minorías
y los grupos sociales en desventaja, sino lo refuerza; se adhiere al
pluralismo, aunque distanciado del relativismo, pues considera
racional construir una teoría del bien, concebido como el «flore-
cimiento humano», fundada en el reconocimiento de las capaci-
dades compartidas por los seres humanos.
Pasemos ahora a los aspectos históricos del cosmopolitismo
tratados en dos excelentes trabajos: «El ideal cosmopolita: ¿Rous-
seau versus Kant?», de Teresa Santiago y «Cosmopolitismo y re-
lativismo en el historicismo alemán», de Francisco Gil Villegas.
28
En «El ideal cosmopolita: ¿Rousseau versus Kant?» Teresa
Santiago nos presenta, primeramente, una revisión de los rasgos
esenciales por los que se pueden contraponer las concepciones
normativas de la política y el realismo político. Posteriormente,
reconstruye las tesis de Rousseau y Kant atinentes al tema de
moral, política e ideales. Finalmente, examina la argumentación
de la supuesta incompatibilidad entre el republicanismo del pri-
mero y el cosmopolitismo del segundo. Este valioso ensayo nos
hace ver que la parte más peligrosa del realismo político es el
escepticismo infértil en el que parece caer de manera inevitable.
En efecto, un realista no puede hacer propuestas acerca de ver-
daderos cambios o de progreso en la realidad política, y ese fata-
lismo al que conduce es quizá una de las razones de más peso
para rechazar las posturas realistas. Sin duda alguna el hombre
puede proyectarse hacia metas de largo alcance en las que que-
dan superados los impedimentos del presente y, si estuviésemos
ciertos de que la especie humana no progresa, no tendría senti-
do el comportamiento moral.
A pesar de que a Rousseau se le puede considerar como parte
de la tradición del realismo político, comparte el núcleo teórico
más decisivo, presente en las concepciones normativas de la po-
lítica. En contraste con los demás teóricos del contractualismo,
Rousseau intenta llevar al límite el ejercicio intelectual de pensar
cómo pudo haber sido el estado de naturaleza. Rousseau indaga
el proceso de corrupción del hombre natural y encuentra que su
origen es la forma que adopta la sociedad civil. En su segundo
Discurso, nos describe un fascinante bosquejo del «buen salva-
je», pero como vehículo para llegar al hombre «moral», el cual es
el objetivo que más interesa a nuestro autor y que constituye el
tema central del Contrato social. En esta última obra, Rousseau
reúne argumentos a favor de la sociedad políticamente organi-
zada y trata de resolver el problema de la degradación moral. El
verdadero objetivo que persigue Rousseau es encontrar el mejor
sistema político para que el hombre moral se pueda desarrollar
de nuevo, de una manera más plena, a saber, como hombre mo-
ral/social. Santiago nos muestra que para Rousseau la sociedad
moderna tuvo su origen en la propiedad privada y, por ello mis-
mo, en la imposición del fuerte sobre el débil y esta misma es la
forma en que hoy se continúan dando las relaciones sociales y el
poder político: lo que determina el funcionamiento de la socie-
29
dad son los intereses económicos y materiales de los poderosos.
Para resolver el problema de la degradación moral, debemos sus-
tituir esos lazos basados en la fuerza y la opresión, por vínculos
«voluntarios». Es así que la noción rousseauniana de «voluntad
general» debe ser entendida como de carácter moral: el hombre
puede renunciar a su libertad natural siempre y cuando todos se
sometan a una ley común, ya que todos se igualen al contraer el
mismo compromiso. De este modo, el pacto social da lugar a un
«cuerpo moral y colectivo». En su aguda crítica a Hobbes y Gro-
cio, Rousseau pone en claro las condiciones que hacen que el
pacto social se vuelva indispensable e imperativo, que de la fuer-
za nunca podrá seguirse el derecho. Transgredir la ley no sólo es
ir en contra de una norma jurídica, sino en contra de la voluntad
general. Rousseau pone en evidencia los límites y la pobreza de
una racionalidad meramente instrumental y no hay duda de que
postula un ideal político. Partiendo de que la fuerza y la violen-
cia jamás pueden ser el origen del derecho, Rousseau intenta
averiguar si existe un orden civil en el que puedan conciliarse los
intereses con el derecho, la justicia y la utilidad. El aspecto más
novedoso de la propuesta rousseauniana está en su concepción
de la naturaleza del pacto social, en la incorporación de la no-
ción de voluntad general, una noción que es de naturaleza moral.
En efecto, el principio subyacente al republicanismo rousseau-
niano consiste en pensar que la autonomía moral podría recupe-
rarse al permitirle al pueblo que se gobierne a sí mismo. La repú-
blica concebida por nuestro autor introduce el derecho y termi-
na con el círculo viciosos de fuerza-sometimiento; asegura las
condiciones idóneas para que el hombre moral pueda renacer y
desarrollarse y para que surja otro tipo de racionalidad dirigida
a satisfacer las necesidades de la comunidad, y no la avidez infi-
nita del poderoso encaminada a fincar relaciones de abuso y es-
clavitud. Sin embargo, Rousseau no ha alcanzado todavía su más
caro objetivo ni ha llegado al final de sus trabajos. En efecto, la
república de la virtud y sus nuevos ciudadanos tienen que en-
frentar un peligro todavía mayor: el de los estados no virtuosos.
Pero llegado a este punto, Rousseau reconoce que es indispensa-
ble promover la idea de un derecho cosmopolita que incorpore a
la humanidad en su totalidad, pero que antes es necesario que se
realice la transformación profunda de las distintas naciones ha-
cia repúblicas virtuosas. Este tema, si bien es indispensable para
30
dar por concluida la investigación acerca del problema de la so-
ciabilidad, es un asunto, dice Rousseau, que escapa a sus posibi-
lidades. Una sociedad basada en relaciones de opresión y escla-
vitud no puede plantearse como un ideal serio el amor a la hu-
manidad y la formación de una sociedad cosmopolita, mientras
no se replantee un cambio radical hacia el interior de sí misma.
Pero ¿cómo conseguir este cambio?
Si alguien mereció los elogios de Kant, fue precisamente Rous-
seau; y el filósofo de Königsberg iniciará su respuesta al proble-
ma de la sociabilidad precisamente ahí donde el filósofo ginebri-
no puso su punto final. En efecto, para Kant, el destino moral de
la especie humana comporta una constitución civil republicana,
un derecho cosmopolita y una paz perpetua. En su Idea para una
historia universal en sentido cosmopolita, Kant asienta que, si se
va a reflexionar acerca de las acciones libres de los hombres en el
gran escenario que es la historia, deberá asumirse una hipótesis
o supuesto de inteligibilidad porque, de lo contrario, sólo vere-
mos caos y desatinos. Otra premisa básica (que nos recuerda a
Aristóteles) es suponer que en la naturaleza (incluyendo al ser
humano) nada sucede al acaso y que la Naturaleza alberga como
intención suprema y fin más alto un estado cosmopolita univer-
sal. Para Kant, al igual que Rousseau, hay un vínculo de interde-
pendencia entre el orden civil y el orden interestatal. Y mientras
en este último prevalezca el estado de libertad salvaje, no podrá
lograrse el ideal de la sociedad civil. Así, la instauración de una
sociedad civil es el mayor problema y al que más tardíamente
habrá de encontrársele solución, pues no puede pensarse que la
sociedad civil pueda ser instaurada sin que antes se haya encon-
trado un mecanismo de regulación de las relaciones exteriores
de los estados. Para Santiago, sin duda Kant simpatizaba con la
idea rousseauniana del «buen salvaje», pero también le habría
resultado insuficiente para explicar el tránsito del estado de na-
turaleza al estado de guerra en el que estamos inmersos. A dife-
rencia de Rousseau, Kant resuelve el asunto situando la semilla
del conflicto en la propia naturaleza humana y proponiendo una
«insociable sociabilidad» en el hombre mismo. Por ello, se nece-
sita garantizar un marco de justicia que responda a la concep-
ción de la persona humana como poseedora de dignidad y auto-
nomía y, por ende, establecer la necesidad del respeto a los dere-
chos fundamentales que pertenecen universalmente a cualquier
31
persona en cualquier lugar del planeta; esta condición de ciuda-
dano, i.e., de sujeto de los derechos fundamentales, reclama ha-
cer del mundo una sola comunidad en términos de respeto y
justicia, en términos de un derecho público de la humanidad.
Así pues, Kant es tan realista como cualquier otro teórico de esa
tradición pero, a pesar de los datos que arroja la experiencia, no
podemos cancelar la experiencia de un futuro mejor. Respecto
de los propósitos morales del hombre, basta con que no se haya
demostrado la imposibilidad de su realización para que consti-
tuyan un deber. Podemos reconsiderar no abandonar las premi-
sas básicas del progreso de la humanidad y de la posibilidad del
ideal cosmopolita (evitando con ello un escepticismo infértil) y
mantenerlas con fines de tipo práctico. El deber consiste en ac-
tuar en conformidad con ellas, como si fuesen a cumplirse. Kant
introduce un elemento que fortalece la confianza en la posibili-
dad de construir un derecho cosmopolita: a los seres humanos
no les queda más remedio que convivir, por lo que tendrán que
buscar las formas de hacerlo en armonía si es que quieren preva-
lecer no sólo como especie biológica, sino también como la úni-
ca especie capaz de desarrollar un carácter moral. Esta exigen-
cia va acompañada de una esperanza sin la cual perdería su sig-
nificación. Esta esperanza de la razón práctica es el motor y
directriz de nuestras acciones como sociedad y como especie.
«Cosmopolitismo y relativismo en el historicismo alemán»
es un trabajo en el que Francisco Gil Villegas se ocupa de cómo
fue modificando Friedrich Meinecke, uno de los más importan-
tes historiadores alemanes de todos los tiempos, su evaluación
historiográfica del desarrollo de ideas tan importantes como la
de «ciudadanía del mundo» o cosmopolitismo, el Estado nacio-
nal, la razón de Estado, la individualidad, la relación entre ética
y política, el relativismo y el historicismo. Tres son las obras más
grandes y famosas de Meinecke, mismas que aquí se examina-
rán: Cosmopolitismo y Estado nacional (1907), La idea de la ra-
zón de Estado en la era moderna (1924) y El historicismo y su
génesis (1936).
En la primera obra de su famosa trilogía, Meinecke veía al
cosmopolitismo y al universalismo como venenos que obstruían
y distorsionaban el correcto desarrollo político porque ignoran
las peculiaridades individuales de los Estados y el desarrollo his-
tórico de las sociedades; son factores básicamente ajenos a la
32
naturaleza misma de las relaciones internacionales, puesto que
es un autoengaño cualquier doctrina que prohíba al Estado se-
guir sus propios intereses. Los Estados deben depender de sus
propias normas e intereses y deben buscar sus propios intereses
para desempeñar eficazmente sus funciones. Meinecke hizo su-
yos los planteamientos de Ranke, según los cuales el Estado es
un organismo autosuficiente que se desarrolla en términos de
leyes prescritas, a partir de sus propios intereses egoístas y no
solidarios. Como promotor que convocaba a la maximización
del poder estatal, Meinecke afirmó el derecho absoluto del Esta-
do para defenderse a sí mismo, usando para ello todas las armas
a su disposición. En su primera gran obra, Meinecke intentó de-
mostrar que la autonomía del Estado y de la nación era natural y
deseable: las acciones de los estados son generadas, no por moti-
vaciones universales, sino claramente egoístas. El conflicto entre
el Estado soberano y la idea de una comunidad universal era,
para Meinecke, mucho más radical que la oposición entre revo-
lucionarios y reaccionarios. Meinecke retrata la idea de la nacio-
nalidad como campeona de la libertad del estado individual y
también del ser humano. Para él, la idea de un Estado mundial
es tan irreal como inmoral porque plantea metas inalcanzables y
no presenta ningún límite a la ambición política. En las relacio-
nes internacionales, la fuerza se convierte en el árbitro final de
las diferencias entre las naciones. Meinecke suscribe las tesis de
Fichte que recuperan la visión de Maquiavelo para la política
mundial: las responsabilidades del Príncipe lo elevan por enci-
ma de los mandamientos de la moralidad individual; el Estado
es una ley para sí mismo y tiene el derecho y el deber de conse-
guir, con toda la energía que sea necesaria, su autopreservación
y para determinar, a partir de sí mismo, lo que conduce y sirve
para dicha autopreservación. Meinecke también hace suyas las
tesis hegelianas según las cuales, en las relaciones entre Estados,
no hay ningún magistrado que pueda mediar y decidir lo que es
la ley; sólo hay Estados que se confrontan entre sí y el más podero-
so impone sus leyes a los demás. Por todo ello, afirma Meinecke,
para Hegel la idea kantiana de una paz perpetua con una liga de
estados en sentido cosmopolita es un sueño ilusorio y utópico. El
patrón de la conducta política mundial permanecerá, como un
choque trágico de intereses concretos y tangibles, en conflicto
con el ideal abstracto y engañoso de una comunidad universal.
33
Para Gil Villegas, el tema subyacente en esta primera obra del
gran historiador era el de la relación entre ética y política. El tema
ético era el fundamental, aunque apareciera subordinado al
tema del conflicto entre nacionalismo y cosmopolitismo.
Pero la Primera Guerra Mundial se encargaría de eliminar
muchos de los rasgos tan optimistas y positivos con los que Mei-
necke había retratado los atributos del valor del Estado-nación.
Esa gran guerra modificó profundamente sus ideas y fue así como
se generó su segunda gran obra: La idea de la razón de Estado. El
poder político requiere inevitablemente algunas restricciones y
limitantes; la idea de nación fracasó en su función de operar
como un factor moderador en el choque entre los egos estatales.
Meinecke descubre que el Estado-nación, que había concebido
como el defensor más confiable de la libertad individual, podía
convertirse en el peor enemigo de ella. Ya no se trata de defender
la más grande libertad posible para la autonomía del Estado-
nación, sino más bien orientarse en dirección contraria y encon-
trar los medios de control para la soberanía estatal, a fin de im-
pedir que ésta destruya los valores más caros; se trata de encon-
trar nuevos controles para restaurar el equilibrio entre la
afirmación política y la restricción ética. La razón de Estado
define los intereses del Estado no en términos normativos; pero
entre el obrar movido por el afán de poder y el obrar llevado por
la responsabilidad ética, existe un puente, a saber, la razón de
Estado. El Estado requiere de determinadas fuerzas éticas para
su propia existencia; para sostenerse a sí mismo, el poder del
Estado debe crear leyes y valores morales. El Estado no tiene
más opción que pecar y mancharse por la violación a otras leyes
y moralidades distintas a la suya propia. Hay pues una gran tra-
gedia implícita en la enorme dificultad de transformar en una
auténtica y plena institución ética al Estado. Para Meinecke es
de Maquiavelo de donde deriva la posibilidad de conectar el des-
arrollo de la historia de la razón de Estado con el historicismo
moderno cuyo, principio de la individualidad es el valor funda-
mental. Los intérpretes de esta gran obra de Meinecke se divi-
den en dos grandes grupos: por una parte, los que la ven como
una historia del maquiavelismo, llena de admiración por la vi-
sión realista de la política y el poder; por otra parte, los que la
ven como un gran intento por superar y trascender a Maquia-
velo. Lo cierto es, dice Gil Villegas, que el libro desemboca en
34
un pesimista diagnóstico sobre cómo la razón de Estado ha ad-
quirido en el siglo XX un amenazante aspecto demoníaco. Para
Meinecke tres nuevas fuerzas, han radicalizado la razón de Esta-
do hasta convertirla en algo totalmente deshumanizado: el mili-
tarismo, el nacionalismo y el capitalismo. Es así como tímida-
mente Meinecke empieza a esbozar una solución al problema
que apunta ya en una dirección historicista y que cobrará todo
su vigor en la última gran obra de nuestro autor, i.e., El histori-
cismo y su génesis de 1946.
Fue Troelstch quien primero captó con toda agudeza los pro-
blemas y dilemas que traía aparejados el relativismo historicis-
ta, y encontró una solución para ellos en el acercamiento a Occi-
dente y sus valores trascendentes. La idea de valores universales
válidos para todo tiempo y lugar se disolvió en su relativización
histórica, al considerar que sólo tienen vigencia para determina-
das circunstancias históricas. Estado, Derecho, moralidad, reli-
gión, arte, todo se vio de pronto disuelto en la poderosa corrien-
te de la historia. Después de los terribles acontecimientos de la
Segunda Guerra Mundial y la derrota de Alemania, Meinecke se
aproximó al pensamiento de Troelstch y gestó su tercera y últi-
ma gran obra; en ella Meinecke intenta rastrear cómo la con-
ciencia histórica moderna se rebeló contra la idea universalista
del Derecho Natural y explica cómo el romanticismo y el histori-
cismo incipiente subrayaron los valores de la singularidad y la
diversidad cultural, en función de una pluralidad de valores, don-
de no tiene mucho sentido hablar en términos absolutos de su-
perioridad de una forma cultural frente a otra distinta. Según
Meinecke, lo revolucionario consistió en haberse rebelado con-
tra los supuestos universalistas del derecho natural así como
contra el imperialismo cultural del iluminismo, que plantea una
meta común para todos los diversos pueblos de la humanidad,
por lo que se clasifica como «salvajes» o «primitivos» todos aque-
llos pueblos que no han logrado parecerse a los pueblos civiliza-
dos de la Ilustración. Esta última obra recibió las más variadas
críticas, pero lo cierto es que su autor sostenía que Alemania
necesitaba acercarse más a la tradición occidental del derecho
natural, sin perder por ello su propia identidad, a fin de pasar a
formar parte del mundo cultural occidental; sólo a título de ser
miembro de una futura federación de naciones en una integra-
ción, en un amplio proyecto europeo, podía Alemania volver a
35
tener una vida política creativa. El historicismo hizo pedazos la
integridad de los sistemas éticos y la creencia en el progreso hu-
mano; pero también se socavó a sí mismo y a su método de in-
vestigación al cancelar la posibilidad del conocimiento objetivo,
dado que toda forma de conocimiento está histórica y social-
mente condicionada. La única solución lógica a los problemas
del historicismo es transitar de la autosuficiencia cerrada y ais-
lada al cosmopolitismo, sin perder por ello la propia identidad.
Para concluir este prólogo, pasemos a dar cuenta y razón de
las principales tesis y argumentos que nos presenta la última de
las contribuciones en el capítulo titulado «Filosofía en sentido
cosmopolita. Reflexiones sobre el cosmopolitismo en la filoso-
fía, con énfasis en la propuesta kantiana», con el cual cierra el
libro que el lector tiene en las manos y cuyo objetivo es destacar
la relevancia que el cosmopolitismo tiene para la filosofía. El
autor divide su trabajo en tres grandes secciones. En la primera
de ellas, el autor se ocupa del modo en que se inscribe el cosmo-
politismo en el marco de la globalización; nos ofrece una reflexión
sobre el surgimiento histórico del cosmopolitismo, una caracte-
rización del mismo en las tres diversas modalidades que ha co-
brado en la época moderna, a saber, el cosmopolitismo comer-
cial, el cosmopolitismo moral y el cosmopolitismo jurídico-polí-
tico. En la segunda sección, nuestro autor se detiene a examinar
cuidadosamente la variante del cosmopolitismo, desarrollada por
Immanuel Kant, por su gran relevancia en la actualidad. El au-
tor comienza con los aspectos histórico-sistemáticos de la obra
de Kant, intentando mostrar cómo en ella se considera y se re-
suelve la distinción y tensión entre los dos elementos de una al-
ternativa de crucial importancia: por una parte el quiliasmo teo-
lógico de un reino de la virtud moral bajo Dios como legislador
supremo y, por la otra, el quiliasmo filosófico de un mundo juri-
dificado, sometido, progresiva y gradualmente, al imperio del
Derecho. Es así que se busca mostrar cómo Kant desarrolla una
propuesta cosmopolita, determinada, justamente, la transforma-
ción en la comprensión del bien supremo, realizada en el marco
de la tensión antes mencionada, y cómo es que desde la perspec-
tiva cosmopolita así alcanzada por el pensador de Königsberg
adquiere sentido su filosofía entera. Posteriormente, el autor exa-
mina algunos de los artículos definitivos de Hacia la paz perpe-
tua con el propósito de precisar, nítidamente, los contornos de la
36
propuesta cosmopolita desarrollada por Kant. Así, su atención
se centrará en tres puntos clave. En el Primer artículo definitivo,
se abordará la vinculación de la idea de paz con el principio del
republicanismo. En el Segundo artículo definitivo, se examinará
la idea cosmopolita de un orden mundial capaz de garantizar la
paz a escala mundial, y el Tercer artículo definitivo permitirá de-
linear la estructura y articulación general del «derecho cosmo-
polita». Para concluir su trabajo, el autor propondrá algunos de
los problemas planteados por la propuesta kantiana pues consi-
dera que en ella se ofrece un argumento que continúa siendo, a
pesar de sus posibles problemas, de gran relevancia en la actua-
lidad; y de este modo se delinean algunas alternativas posibles
para hacer frente a dichos problemas en el marco de la discu-
sión contemporánea. Hemos querido cerrar con este broche el
libro que el autor tiene en las manos ya que, además de sus pro-
pias aportaciones en el abordaje y el perfil de las soluciones del
núcleo temático al que se dedica esta obra, nuestro autor recoge
y re-anuda muchos de los hilos que constituyen la urdimbre y la
trama del cosmopolitismo y que hemos visto cómo emergen y se
entrecruzan, una y otra vez, a lo largo de estas páginas.
En esta era de globalización hay un tema especialmente ac-
tual: la necesidad de una teoría de la ordenación global del dere-
cho y la paz. Después de haber leído los trabajos recopilados en
este libro, el lector se podrá dar cuenta de cómo este tema está
ya presente en el pensamiento de Kant, a diferencia de muchos
teóricos del derecho y del Estado que, desde Hobbes hasta He-
gel, parecen no haber imaginado ni previsto la necesidad de una
ordenación semejante. Kant establece los principios esenciales
de ese ordenamiento y, con un énfasis extraordinario, subraya
que la razón, desde las alturas del máximo poder legislador, se
pronuncia contra la guerra en modo absoluto, se niega a recono-
cer la guerra como un proceso jurídico, e impone, en cambio,
como deber estricto, la paz entre los hombres. Podría decirse
que la filosofía entera de Kant tiene un carácter cosmopolita,
pues todos sus esfuerzos —sea en el ámbito de la filosofía teóri-
ca o de la práctica, en el de la estética o en el de la religión lo
mismo que en el de la historia— están orientados a la reflexión
sobre las condiciones de posibilidad del establecimiento de un
mundo compartido en común por todos los seres humanos, en
el ámbito del pensamiento, de la acción y del enjuiciamiento.
37
CAPÍTULO I
COSMOPOLITISMO UNIVERSAL. SOBRE
LA UNIDAD DE LA FILOSOFÍA DE KANT*
Otfried Höffe
Philosophische Fakultät der Eberhard Karls
Universität Tübingen
39
El cosmopolitismo de Kant incluye hasta la biografía inte-
lectual. Ciertamente, este filósofo parece a primera vista ser lo
contrario de un ciudadano del mundo: vive en provincia,2 se
siente bien allí, rechaza ofertas para ir a universidades foráneas
y no emprende ni un solo viaje a los centros políticos e intelec-
tuales de su época. No obstante, es el modelo de un ciudadano
del mundo. Pues este título de honor no lo merece quien suele
viajar mucho, ya sea por tren, barco, avión o en Internet, sino
quien en su modo de vida y su actitud hacia el mundo es capaz
de trascender fronteras nacionales y, adicionalmente, cultura-
les. Kant logra esto tan sólo con la historia de su recepción: en
vida muy apreciado en muchas partes, es hoy en día mundial-
mente famoso desde hace mucho tiempo, se le lee y discute des-
de América del Norte y del Sur hasta en todas las regiones de
Asia, pasando por todos los países de Europa y, por supuesto,
también en Australia.
Para hacerse acreedor de semejante fama, Kant es ciudada-
no del mundo en un segundo sentido: gracias a una curiosidad
intelectual por prácticamente todo el cosmos, por el mundo na-
tural, psíquico, social y político, incluyendo porciones históri-
cas; adquiere conocimientos del mundo tan amplios que se les
puede llamar cosmopolitas: Kant se convierte en un ciudadano
del mundo en cuanto al saber.
Sin embargo, el cosmopolitismo universal de Kant se define
por otra comprensión que en este caso es eminentemente filosófi-
ca. Kant desarrolla una filosofía cosmopolita para los elementos
más importantes de toda cultura: para el saber, la moral y el dere-
cho, para la educación, el sensus communis (y junto con éste tam-
bién para el arte), incluso para la unidad de los dos mundos —de
la naturaleza y la libertad— y, no en último lugar, para la historia;
es decir, para no menos de siete ámbitos de objetos. Esto vale,
tanto en sentido «subjetivo» —según la apreciación del propio
Kant— como «objetivo» —siguiendo los criterios de un pensa-
miento cosmopolita. Y la unidad de las siete dimensiones cosmo-
politas tiene, por su parte, un carácter cosmopolita.
40
Parece evidente que una filosofía cosmopolita sea bienveni-
da en nuestra era de la globalización. Pues cuando culturas muy
diversas comparten un mismo mundo, ya no meramente «en
principio» sino en la vida real, se requiere un pensamiento que
cumpla dos condiciones. Por un lado, es posible que en el aspec-
to histórico tenga raíces regionales —que en el caso de Kant son
europeas—, pero en el ámbito de la validez tiene que liberarse de
dichas raíces. Por otra parte, no debe nivelar las diferencias cul-
turales sino, por el contrario, mantenerse abierto a ellas. Una
filosofía cosmopolita combina, por lo tanto —éste es el primer
criterio—, la validez intercultural con un derecho a la diferencia
cultural. Sin embargo, el énfasis está en este caso sólo en el pri-
mer elemento: la filosofía es cosmopolita, es decir, apropiada
para su globalización, pero aún sin las instituciones políticas.
Kant tiene para el momento faltante —la política— un con-
cepto moral. Éste se caracteriza por tres elementos que son tan
formales que no se comprometen con la política en el sentido
material. Por lo tanto, pueden aparecer ya en la primera Crítica
de la razón pura: 1) el desafío para una moral política y una po-
lítica moral: el estado de naturaleza en cuanto estado de guerra
(B 779-780); 2) su superación moral por medio de principios
universalizables, es decir, un Estado de derecho, que para Kant
es una república; y finalmente 3) una finalidad: la paz sin reser-
vas y, en este sentido, una paz perpetua. Kant califica dicho fin
moral —la paz— de modo eudemonista, a saber, como «benefi-
cio [Wohltat]» (La paz perpetua, Anexo I: VIII 378). Por lo tanto,
supone aquello que caracteriza el bien supremo: una congruen-
cia entre la moral y el bienestar.
Ahora bien, una filosofía es, en lo que se refiere a su conteni-
do, cosmopolita en sus enunciados cuando une una validez in-
tercultural con la condición de estar abierta para diversas cultu-
ras. Es cosmopolita en su procedimiento, o sea, en su método, si
sigue los tres elementos formales de una política moral. Final-
mente, es cosmopolita en lo concerniente a la motivación si be-
neficia el bien común o, cuando menos, el bien de la humanidad
entera. El hecho de que las tres significaciones —el cosmopoli-
tismo de contenido, de método y de motivación— no estén vin-
culadas al tema de derecho y política, hace posible al cosmopoli-
tismo universal. La política no es ni siquiera su centro. Más bien
es la moral la que procura que no sólo los diferentes ámbitos de
41
objetos sino también su unidad y, en consecuencia, el pensamien-
to entero de Kant sean profundamente cosmopolitas.
42
el lema parte, con el término de «secta» (corrientes de pensa-
miento), de una situación típicamente política: el estado de na-
turaleza de la filosofía. Este «campo de batalla de disputas inter-
minables» se encuentra sin duda no sólo en Europa sino tam-
bién en las escuelas que compiten entre sí, por ejemplo, de China,
India y de la filosofía islámica de la Edad Media. Es decir, Kant
se enfrenta a una situación que se observa en todo el mundo,
hecho que vuelve a convertirlo en un ciudadano del mundo. Pero
desde la perspectiva filosófica, es más importante el hecho que
él ve surgir la disputa en la razón, de modo que percibe el cos-
mos epistémico como amenazado en sus cimientos.
Además, la Crítica es política —o en los términos de Kant:
republicana— porque adopta el procedimiento de una democra-
cia liberal, al resolver la disputa no por medio del poder ni de la
introspección (solipsista).3 Por el contrario, se apoya en un tri-
bunal de la razón que expresamente pone en escena discursos,
es decir, debates sobre el pro y el contra, dictando sólo después
la sentencia.
Como todos sabemos, la Crítica es cosmopolita no sólo en
su método sino en sus contenidos. Pues sus principios funda-
mentales, en cuanto un a priori sintético absoluto, son válidos
independientemente de la cultura y la historia; estableciendo,
como se dice en la «Arquitectónica», el sistema común científi-
co (B 879), es decir, una república epistémica. Siendo la comu-
nidad de toda razón humana, ocupa el rango de la República
Mundial epistémica. En ello, no importan las particularidades
de la especie del homo sapiens, con excepción del hecho de que
el conocimiento requiere un momento de receptividad. En con-
43
secuencia, esta República Mundial crea un orden no sólo glo-
bal, es decir, válido para toda la Tierra (el Globo), sino verdade-
ramente cosmopolita. Finalmente, en ella reina el fin eudemo-
nista, el beneficio de la paz eudemonista, de modo que se logra
una suerte de bien supremo en términos epistémicos y la Críti-
ca tiene un carácter cosmopolita, también, en virtud de su mo-
tivación.
En Platón —el «Padre de la Iglesia» de nuestro oficio—, la
filosofía exige un saber especial. Según él, o los filósofos habrán
de convertirse en reyes o los anteriores reyes deben filosofar ver-
daderamente (Política, 473 c-d). Kant opone a esa aristocracia
epistémica una competencia democrática. Ésta, la razón que to-
dos los hombres tenemos en común, refuerza el carácter repu-
blicano de la República Mundial epistémica. Debido a ella, en la
primera Crítica, el capítulo «Sobre el opinar, el saber y el creer»
retoma el tercer motivo en la carta a Lambert; rechazando cual-
quier «validez privada del juicio» y demandando, en cambio, «el
acuerdo de ciudadanos libres..., de los cuales cada uno debe po-
der expresar sus objeciones e incluso su veto sin ninguna reser-
va» (B 767-768; cfr. A ix y B 848-849).
La Crítica de la facultad de juzgar retoma esta demanda en su
teoría del sensus comunis, del entendimiento humano común a
todo hombre. Esto ocurre en su máxima intermedia, la cual no
es ya responsable por el entendimiento (primera máxima) y aún
no lo es por la razón (tercera máxima). Esta segunda máxima de
«pensar en el lugar de cada otro», responsable por la facultad de
juzgar, no debe entenderse —como suele hacerse en muchas par-
tes— en El sentido de empatía, es decir, en términos morales,
sino puramente epistémicos. Pues, según la explicación de Kant,
uno debe «apartarse de las condiciones privadas subjetivas del
juicio» y reflexionar «sobre su propio juicio desde un punto de
vista universal» (V 294-295). En esto, cualquier ciudadano epis-
témico goza de los mismos derechos, de modo que el pensador
profesional, el filósofo especializado, no tiene «un conocimiento
más elevado y amplio» que «la gran masa (para nosotros dignísi-
ma de respeto)» (KrV, B xxxiii).
Un estudio más detallado de los diferentes elementos de la
República Mundial epistémica corresponde a los microanálisis
respectivos. Mi macromirada se dirige hacia una comunidad que
corresponde a la apertura que se exige para las diferencias cultu-
44
rales: con su a priori sintético, la República Mundial epistémica
hace, por un lado, la elevada pretensión de ser válida para todos
los mundos epistémicos imaginables en cuanto dependan de la
receptividad. Por otro lado, establece únicamente un marco muy
sencillo que las culturas diversas en el aspecto epistémico —las
ciencias concretas— llenarán, siguiendo sus propios métodos y
criterios. Por ejemplo, la presuposición de la geometría, la for-
ma pura de la intuición, no consiste sino en una mera espaciali-
dad; dejando a la matemática y la física la creación de teorías
más concretas sobre el espacio y los espacios. Cosas análogas
valen para la presuposición de todo conocimiento objetivo sobre
acontecimientos: la causalidad.
Esta estricta modestia consigo mismo, la contención ante
los derechos de las diversas ciencias concretas, marca un ejem-
plo tanto para la filosofía política como para la política misma:
el orden jurídico común que se requiere en la era de la globali-
zación consiste, únicamente, en un marco muy formal. El lle-
narlo conforme a las normas materiales y la experiencia, tam-
bién conforme a los intereses de la cultura propia, ya no co-
rresponde a la filosofía sino a la política. Y ésta debe perfilar el
marco —el orden jurídico mundial—, sólo en la medida en que
las diferentes comunidades conserven un derecho firme a la
diferencia.4
45
Dicho sea sólo entre paréntesis: Kant somete su biografía in-
telectual a esta sucesión que se impone desde la perspectiva siste-
mática. Esto apoya mi tesis, que quiero expresar de paso, de
que, en Kant, el cosmopolitismo biográfico y el cosmopolitismo
genuinamente filosófico encajan el uno en el otro: desde princi-
pios de los años 1760, Kant se ocupa de los principios de la mo-
ral. Según los testimonios de su biblioteca, es más o menos a
partir de la misma época —los años 1762-1764— que estudia
obras de filosofía del derecho. Desde el semestre de verano de
1767 dicta incluso Lecciones sobre filosofía del derecho («Dere-
cho natural»). No obstante, dentro de su filosofía crítica se dedi-
ca primero al cosmos epistémico, luego al cosmos moral y sólo
al final, al cosmos jurídico en el sentido temático.
Incluso, hay expertos que suelen centrar su lectura de la pri-
mera Crítica en ciertos pasajes didácticos de la «Estética» y la
«Analítica»; en el mejor de los casos, se ocupan todavía de algu-
nos teoremas de la «Dialéctica». Esta lectura «ortodoxa» pasa
por alto el punto relevante que sólo se percibe con una «lectura
herética»: quien toma en serio la «Doctrina del Método» de la
Crítica de la razón pura, se percatará de que a fin de cuentas la
primera Crítica se interesa por la moral. Pues el segundo capítu-
lo, que, por decir lo menos, trata del «Canon», es decir, del uso
adecuado de la razón pura, concierne «no al uso especulativo
sino práctico de la razón» (B 825). La primera sección menciona
el motivo; su desarrollo intensifica el tercer cosmopolitismo
motivacional haciendo de él un cosmopolitismo teleológico: el
«propósito final» de la razón, el fin último que transciende el fin
simple —la paz epistémica—, va relacionado con tres objetos, en
los que el interés teórico —dice— es escaso, pero el interés prác-
tico-moral es grande. Éstos son: la libertad de voluntad, la in-
mortalidad del alma y la existencia de Dios (B 826). De manera
parecida e incluso en forma más intensa, lo expresa Kant en la
Doctrina del Método de la facultad de juzgar teleológica, en los
§§ 85 y ss.
Quien durante su lectura se canse antes de llegar a la «Doctri-
na del Método» de la primera Crítica, pierde este pasaje didácti-
co; aunque su mensaje lo hubiese podido notar ya en el verdade-
ro inicio de la Crítica, el lema tomado prestado de Bacon que
habla de la utilidad y el prestigio de la humanidad (B ii), es decir,
de un bien común de la especie. Este bien común podría enten-
46
derse inicialmente todavía de modo intraepistémico, como refu-
tación al escepticismo relativo al conocimiento. Sin embargo,
las doctrinas generalmente nocivas que Kant quiere cortar de
raíz —el materialismo, el fatalismo y el ateísmo— son, en cuanto
«objeciones a la moralidad» (B xxxi), de naturaleza moral. (Y lo
único que importa es esta parte moral; una cultura materialista
y ateísta no podría considerarse un ejemplo contrario al —en-
tonces sólo presunto— carácter cosmopolita de la fundamenta-
ción de la moral por Kant.)
Es entonces ya la Crítica de la razón pura la que transciende
del cosmopolitismo epistémico —el primero temáticamente—
al cosmopolitismo moral —el segundo temáticamente. Kant co-
mienza con el primero porque lo necesita para el segundo. De
modo que la Crítica de la razón práctica presupone conocimien-
tos de la Crítica de la razón pura: por ejemplo, sobre el a priori
sintético, la diferencia entre elementos receptivos de la intuición,
elementos espontáneos del entendimiento y elementos genuinos
de razón y no, en último término, sobre la presunta oposición
entre la naturaleza y la libertad: la tercera antinomia.
El elemento de puente —el fin último— que conduce del
mundo del saber al mundo de la moral, intensifica dentro del
cosmopolitismo epistémico el carácter cosmopolítico de éste.
Pues, sin el fin último, el sujeto cognoscente es, como veremos,
sólo cosmotheoros. Pese al Giro copernicano es un mero obser-
vador del cosmos, es decir, su parte opuesta y espectador. Pero, a
través del fin último, como sujeto moral, se vuelve integrante del
cosmos e incluso su participante. Lo que eleva al hombre al ran-
go de cosmopolita es este argumento de que el hombre, como
persona, se convierte en sujeto consciente de sus actos y respon-
sable de ellos, pero no la capacidad de trascender fronteras na-
cionales o la realidad de instituciones políticas globales.
El criterio para el segundo objeto —la moral— y su concepto
—el imperativo categórico en su comprensión metaética— con-
vierte al cosmopolitismo con contenido, incluso en el principio.
Kant practica en este caso el segundo cosmopolitismo, el metó-
dico. Apoyándose en él, contradice al relativismo ético radical
que pone en duda la posibilidad de una moral con validez uni-
versal. Al mismo tiempo, sigue el enfoque formal-político de su
cosmopolitismo. Enumera —si bien no de manera tan refinada
como en la primera Crítica— las posiciones en competencia y
47
supera el estado de naturaleza a que se alude, ahora en la filoso-
fía moral, en favor del estado de derecho.
El principio que corresponde a ello, la ley moral o bien el
imperativo categórico en la comprensión normativo-ética, exige
—como todos sabemos— que los principios de la vida, las máxi-
mas, sean susceptibles de universalización. Nos podemos expli-
car esta exigencia con tres niveles de pretensiones cada vez más
altas. Según el primer nivel de universalización, los principios
de la vida (las máximas) son válidas no sólo para una situación
concreta, sino para una vida entera. En el segundo nivel, obliga-
rán no sólo a un individuo sino a todos los hombres de cualquier
cultura, y, en el tercer nivel, incluso a seres vivos capaces de ac-
tuar que no pertenezcan a la humanidad. La universalizabilidad
es entonces, semejante al a priori sintético de la primera Crítica,
verdaderamente cosmopolita: por su tema, la moral, ella abarca
no sólo a nuestra especie sino al mundo entero.5
La tercera fórmula fundamental del imperativo categórico,
la del reino de los fines, refuerza el cosmopolitismo moral, per-
maneciendo éste, sin embargo, apolítico en su contenido porque
no requiere instituciones jurídicas ni estatales. El reino de los
fines es un conjunto de todos los fines no privados, sino raciona-
les, en cuanto dicha totalidad sea pensada en un enlace sistemá-
tico (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. 2,
IV 433). Sólo la «unión de los hombres bajo meras leyes de vir-
tud» es política en sentido estricto.
Esta unión se denomina en el escrito sobre la religión (3.ª
parte) el «reino de la virtud». Uno de los argumentos en pro de
este reino pertenece al cosmopolitismo metódico: pues habla de
un estado ético de naturaleza que es superado por la «sociedad
ético-burguesa» mediante meras leyes de virtud.6 Este Estado éti-
co es, a diferencia de la sociedad jurídico-burguesa habitual, un
«sistema de hombres de buena voluntad». Por lo tanto, está de-
terminado, no por leyes facultadas de coerción, sino por leyes
estrictamente libres de coerción. Sin embargo, su realidad pre-
48
supone —dice Kant— una comunidad facultada de coerción
como algo históricamente dado.
También, el cosmopolitismo teleológico, el reino moral de
los fines, vuelve a encontrarse en el reino de la virtud. Pues
Kant amplía aquí la idea del bien supremo a un bien común y
declara que cualquier especie de seres racionales está «en la
idea de la razón [...] determinada objetivamente a fomentar este
fin común».
Volvamos al tema del cosmopolitismo moral. Éste plantea,
sin duda, muchas pretensiones y es incluso provocador; pero
nuevamente está muy aceptado en la era de la globalización. Kant,
al dejar completamente aparte todas las particularidades cultu-
rales, se muestra una vez más como una persona que sólo a pri-
mera vista parece paradójica, es decir, como ciudadano cosmo-
polita europeo. Es europeo porque reúne en una concepción ele-
mentos comunes de Europa, en este caso, sobre todo elementos
propios del estoicismo y del cristianismo; y se hace cosmopolita
porque este concepto libera los elementos europeos de todo euro-
centrismo. Hay dos ejemplos que lo confirman empíricamente,
por así decirlo: la prohibición de la mentira jurídicamente rele-
vante, del fraude, se encuentra en todos los ordenamientos pe-
nales que conocemos. Y el precepto ético de ayudar a los necesi-
tados es sostenido, no sólo por el judaísmo y el cristianismo,
sino ya por un libro de sabiduría de la antigua Egipcia, además
del confuciano Meng Zi y del Corán.7
Los alcances son notables: Kant despeja los fundamentos fi-
losóficos para un legado común de la humanidad: para el patri-
monio moral, análogo al patrimonio cultural de la humanidad.
Por cierto, los dos ejemplos mencionados mantienen la condi-
ción de estar abiertos a las diferencias culturales. Pues, es en los
ordenamientos positivos del derecho penal donde se determina
cómo se define exactamente el fraude, qué grados de gravedad
se establecen y cómo se castigan los delitos de fraude. Condicio-
nes semejantes valen para el precepto de ayuda. Su fundamenta-
ción filosófica deja, por ejemplo, sin contestar la pregunta de a
quién debe ayudarse primero en caso de un conflicto: a los pa-
49
dres, a los hijos o al cónyuge, lo mismo que las preguntas sobre
los alcances de la ayuda, y si ésta debe prestarse ante todo de
manera voluntaria o de modo obligatorio vía impuestos, por parte
del Estado social. Finalmente, queda sin definirse si ciertos ca-
sos de omisión serán de relevancia penal y, de ser así, cuáles
serán estos casos.
50
diversos fines», sino que obtiene «la actitud [...] de que elija úni-
camente fines buenos».
De esta tarea se ocupa también la «Doctrina del Método» de
la segunda Crítica, al desarrollar el método no de la filosofía moral,
sino de la educación moral; de modo que la enseñanza de la ética
que se ofrece en muchos países podría aprender de ella. El fin es
muy exigente: «produciendo poco a poco en nosotros el más gran-
de, pero puro interés moral» en lo sagrado del deber (KpV V
159). Esto comprende, como añade la «Doctrina del Método» de
la Doctrina de la virtud (§ 53) —cosa que los críticos de Kant
suelen pasar por alto—, un «ánimo sincero y alegre».
¿Por qué se dice cosmopolita esta educación? Se comprende
que todo bien privado, incluso el bien común del propio Estado,
debe relativizarse. Kant ni siquiera se refiere al bien de un Esta-
do mundial, pues la Pedagogía no menciona en absoluto las condi-
ciones políticas. El término de «cosmopolita» alude, por el con-
trario, al imperativo categórico. «Los fines buenos —se dice—
son aquellos que necesariamente son aprobados por cualquiera
y que, al mismo tiempo, pueden ser los fines de cualquiera» (IX
450). El término enfoca entonces, al igual que en el «Canon» de
la primera Crítica, la totalidad del mundo; significando la verda-
dera mirada panorámica que supera cualquier perspectiva más
estrecha, incluso la específica de una especie, y se fija en el fin
último. Además resuena el significado teleológico —que queda
por aclarar todavía— de la tercera Crítica: la educación es cos-
mopolita porque tiene como fin «el sumo bien del mundo», por
lo que de ella «surge todo el bien en el mundo» (IX 448). Este
mundo no se limita al mundo de la humanidad, sino que incluye
a todo el universo.
En las «Reflexiones sobre la Antropología» (n.º 1.170: XV 517),
Kant opone el hijo de la tierra al ciudadano del mundo: «En el
primero, no interesa nada sino las empresas y aquello que se
refiere a cosas, en tanto éstas influyan sobre nuestro bienestar.
En el segundo, interesa la humanidad, la totalidad del mundo, el
origen de las cosas, su valor interno, los fines últimos». El enfo-
que está, una vez más, en el primer elemento del término, el
«cosmo...», que en este caso debe entenderse como el universo
en su orden que es, a fin de cuentas, moral.
Esta comprensión tomada de la Lección sobre pedagogía hace
recordar un pasaje de la Lógica (Jäsche) y tiene una cierta analo-
51
gía en la «Arquitectónica» de la primera Crítica (B 866-867). Kant
habla en ambos pasajes de un concepto de mundo [Weltbegriff]
de filosofía; pero «mundo» no significa, como en otras ocasio-
nes, la «suma de todos los fenómenos» o, «en el entendimiento
transcendental, la totalidad absoluta de la suma de cosas exis-
tentes» (B 447). Pues estas determinaciones pertenecen al con-
cepto opuesto al concepto de mundo —es decir, al concepto tra-
dicional— de filosofía, según el cual ésta busca un »sistema de
conocimiento» pero «sólo como ciencia» (B 542).
En la Lección sobre la Metafísica de las costumbres (Vigilan-
tius) Kant le otorga un título griego al filósofo tradicional, título
que no he encontrado en las obras publicadas y que es tan in-
usual que incluso el diccionario clásico del griego, Liddell-Sco-
tt, no lo registra. Kant recoge probablemente ese neologismo de
la obra de Christian Huygens que lleva el mismo título.8 Quien
se ocupa «de la naturaleza sólo para aumentar el conocimiento
en consideración teórica», es denominado, según el Opus postu-
mum, cosmotheoros, es decir, «contemplador del mundo» (XXI
553). A éste le opone Kant el cosmopolita, entendiendo por él,
no un hombre educado que haya viajado por el mundo y sepa
moverse en él, sino una persona que «observa la naturaleza de
su alrededor en respecto práctico para ejercer su benevolencia
hacia ella» (XXVII 2, 673). A diferencia del cosmotheoros sólo
comprometido con el conocimiento, el cosmopolita se caracte-
riza por una actitud práctica e incluso moral-práctica. Lo deter-
minante no es la existencia de instituciones políticas sino, nue-
vamente, el hecho de que el hombre sea una persona, lo que
Kant explica en la parte correspondiente del Opus postumum
como «ser moral».9
52
Sin embargo, el filósofo cosmopolita no hace a un lado el co-
nocimiento filosófico tradicional. Sólo efectúa una relativización
al comprometer «todo conocimiento con una referencia hacia los
fines esenciales de la razón humana». Esta referencia no se reali-
za meramente de modo teórico. La mayoría de los intérpretes pasa
por alto que, en el concepto cosmopolita de filosofía, la sabiduría
se enseña, tanto mediante la instrucción como por medio del ejem-
plo (IX 24, líneas 16-17). Es supuestamente el sabio estoico quien
marca el patrón, sobre todo para la «enseñanza a través del ejem-
plo». Según la primera Crítica, él representa el ideal de la razón
pura, es decir, la idea in individuo, y se le denomina también «el
hombre divino en nosotros» (B 596-596).
Los fines esenciales para la razón —continúa el citado pasa-
je de la Lógica— se unen en aquellas famosas preguntas por las
que «necesariamente cada cual se interesa», como explica la «Ar-
quitectónica» (B 868). Ya que Kant busca cubrir con estas pre-
guntas: «1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo hacer? 3) ¿Qué
puedo esperar? 4) ¿Qué es el hombre?», la filosofía entera, él
representa, temáticamente desde la perspectiva de los fines de
la razón, expresamente el cosmopolitismo universal; utilizando,
sin embargo, un concepto paradójico, por ser apolítico, y al mis-
mo tiempo provocador, por ser moral. «Cosmopolita» no se le
denomina a quien sea capaz de relativizar las fronteras estatales
y culturales y se sienta bien en todo el mundo, sino a quien sirva
al bien común de la humanidad que plantea el lema de la Críti-
ca. Kant enfoca, nuevamente de modo muy moderno, no sólo el
presente, sino también las futuras generaciones y combina esta
mirada con una idea de progreso: el fin último de la Pedagogía
consiste en el estado «moralizado» [gesittete[r] Zustand] (IX 449,
línea 24) posible en el futuro; término que no designa un estado
civilizado, sino moral. Pues, en sentido metódico, se trata de
una «idea» a la cual «la aproximación gradual de la naturaleza
humana» es posible (líneas 16-17) y además impuesta en forma
del fin último.
Por cierto, Kant conoce —siguiendo la división de los de-
beres en deberes de derecho y de virtud— dos clases de pro-
greso moral. AmbOs sirven al mismo fin último que es la per-
fección moral; estando ésta, sin embargo, encomendada a su-
jetos muy distintos. En el caso de la moral jurídica, el progreso
está a cargo del género humano y se logra en la sociedad cos-
53
mopolita; en el caso de la moral de virtud, corresponde en pri-
mer lugar al sujeto natural que debe desarrollarse de cierta
manera para ser una persona cosmopolita; y, en segundo lu-
gar, al conjunto de personas semejantes, quienes formarán
entonces el reino de la virtud. En aquel caso, se determina por
medio de leyes morales la convivencia de los hombres, incluso
la de sus comunidades; en éste, el modo de pensar de los indi-
viduos, su mentalidad. Allá, bastan leyes morales que permi-
ten obligar a los otros —los deberes jurídicos dotados de coer-
ción—; éstos se complementan aquí por los deberes de virtud
libres de coerción.
Como la idea del fin último tiene alcances más allá del géne-
ro, el plan de educación de Kant obtiene la perspectiva cosmo-
polita en sentido enfático, que pocas veces ha sido notada. Al
mismo tiempo, el cosmopolitismo moral se combina con uno
teleológico. Pues el hombre no existe, como sabemos por la Fun-
damentación, meramente «como fin en sí mismo» (IV 428); sino
que también se le debe enjuiciar —completa la tercera Crítica
(§83)— «aquí, en la tierra, como el último fin de la naturaleza, en
relación con el cual todas las demás cosas naturales constituyen
un sistema de fines». Esta afirmación es frecuentemente toma-
da como un egoísmo de género. Pero, según Kant, el hombre es
«el fin último de la creación» (§84), no como integrante de una
especie biológica sino como un ser moral, de modo que, ade-
más, a cualquier ser que analógicamente sea racional práctico le
corresponderá este rango. Por ende, un quinto tema cobra el
carácter de cosmopolita: aquella unión de naturaleza y libertad
que es tratada en la Facultad de juzgar y a la que ya hace alusión
la primera Crítica con el propósito final de la razón especulativa
que menciona el «Canon».10
10. Con más detalles: O. Höffe, «Der Mensch als Endzweck der Schöp-
fung», en ídem (ed.), Immanuel Kant, Kritik der Urteilskraft (Serie Klassiker
auslegen, Aufbau-Verlag, Berlín, 2007, cap.17.)
54
VI.-VII. Teoría cosmopolita del derecho y de la paz,
incluyendo la filosofía de la historia
55
Hay politólogos de años recientes quienes, señalando el pri-
mer Artículo definitivo de Kant, consideran pacíficas las demo-
cracias liberales. Ellos esperan el fin de todas las guerras a esca-
la mundial, tan sólo con una democratización global. Es decir,
confían en un orden mundial sin instituciones políticas globales,
en un cosmopolitismo apolítico. Hay objeciones que se imponen
contra esta tesis. El argumento de Kant en pro de la actitud pací-
fica —el autointerés ilustrado— difícilmente aboga contra una
guerra, tratándose de un enemigo claramente inferior. Además,
las guerras ajenas pueden producir ganancias financieras, apar-
te de un beneficio de prestigio y poder. Por otro lado, hay gue-
rras que no se llevan a cabo por causas que no tienen que ver con
la democracia, especialmente por razones de tecnología de ar-
mamento: sobre todo en una guerra nuclear habría sólo perde-
dores, debido a las devastadoras consecuencias de un contragol-
pe. Como hay aún más razones para mantener un escepticismo
ante dicho cosmopolitismo apolítico, se impone el siguiente ba-
lance intermedio: aunque una democratización es útil y, además,
ordenada por razones de moral jurídica, no podremos confiar
en que haya una paz mundial duradera sin contar con regulacio-
nes de validez global y sin las organizaciones correspondientes,
es decir, sin un cosmopolitismo políticamente organizado.
En el tercer Artículo definitivo, en el Derecho cosmopolita,
Kant aboga por un derecho de cooperación abarcador en cuanto
a temática pero modesto en la profundidad de sus pretensiones:
los comerciantes pueden ofrecer sus bienes y servicios, los cien-
tíficos, sus conocimientos, incluso los misioneros, su religión y
los políticos, su forma de Estado. Pero únicamente se les permi-
te tocar a la puerta ajena, sin tener el derecho de entrar ni mu-
cho menos de volverse violentos. Este mero derecho de visita
puede, a primera vista, desconcertar, pero más de cerca revela
una ventaja invaluable. El derecho de poder rechazar un hués-
ped se basa en el derecho de preservar características personales
y colectivas. Es decir, Kant establece una interdependencia que
deberían atender las asociaciones de grandes regiones como la
Unión Europea y, especialmente, las instituciones globales: com-
binando un derecho a la cooperación universal con el derecho a
la diferencia.
En la parte intermedia, el Derecho internacional, Kant desa-
rrolla la ambiciosa idea de una unión de paz de todos los países.
56
En otro lugar, analicé la forma concreta de dicha asociación y su
estatus metódico como idea;12 sólo cabe señalar aquí lo siguien-
te: si nos apegamos al precepto fundamental de moral jurídica
que establece Kant, de que todos los conflictos deben resolverse
por medio del derecho y de su garantía pública, se sugieren tres
cosas para el correspondiente orden jurídico mundial. Primero,
éste no deberá sustituir los diferentes órdenes jurídicos «nacio-
nales». Segundo, no debe entenderse de manera estatista sino
completarse, por ejemplo, por la sociedad global de ciudadanos.
Tercero, es recomendable —cosa que Kant no considera— inter-
poner unidades políticas de tamaño continental o subcontinen-
tal. Éstas podrán tratar, siguiendo el ejemplo de la Unión Euro-
pea, la mayoría de los problemas «en casa», mientras que al
orden jurídico global se le encomendarán sólo las acciones ne-
cesarias que sean verdaderamente globales. No obstante, éstas
abarcan desde la instauración de un orden de paz mundial, pa-
sando por la lucha contra los peligros ambientales, contra el
terrorismo y una delincuencia que actúa a escala global, por
criterios sociales mínimos y principios de la política de desarro-
llo, tal vez también una autoridad mundial antimonopolista y
una instancia de control bancario global, hasta llegar a la insta-
lación de tribunales internacionales e incluso un tribunal penal
internacional.
Se conocen bien las objeciones a un orden jurídico mundial.
Se dice, por ejemplo, que éste presupone como existente algo
que en verdad aún no existe: un sentir jurídico común a escala
global, una conciencia mundial del derecho. Sin embargo, a pe-
sar de las múltiples diferencias que efectivamente hay, no deben
pasarse por alto rasgos en común esenciales: en prácticamente
todos los órdenes jurídicos se reconocen, por ejemplo, los pre-
ceptos de igualdad e imparcialidad, así como ciertas reglas de
procedimiento; sobre todo se protegen los mismos bienes jurídi-
cos fundamentales: la vida e integridad física, la propiedad y el
honor, a los cuales los convenios de Naciones Unidas sobre dere-
chos humanos aportan aún más elementos comunes.
Otra objeción afirma que un orden jurídico mundial puede
imponerse desde la perspectiva de la moral jurídica pero que la
12. Cfr. Höffe 2001, l.c. (nota 3), cap. 11; allí mismo la discusión sobre la
bibliografía.
57
cruda realidad es distinta. La mirada abierta a la experiencia
percibe nuevamente no sólo los ejemplos en contra, sino tam-
bién los ejemplos contrarios a éstos. Nuestra época que presun-
tamente no es sino una era de los mercados económicos y finan-
cieros globales es, en verdad, por lo menos en el mismo grado, la
era de una red cada vez más extensa y densa de derechos inter-
nacionales y de instituciones inter y transnacionales.
Según una tercera objeción «comunitarista», la era de la glo-
balización amenaza con una nivelación que habrá que contra-
rrestar reforzando las particularidades culturales. Es cierto que
muchos países y también regiones grandes como Europa viven
con base en peculiaridades colectivas. Y como la diversidad de
éstas hace crecer la riqueza de la humanidad pero, sobre todo,
beneficia la identidad de los individuos, la humanidad tiene un
interés en que el respectivo derecho a la diferencia se haga valer
vigorosamente. Este propósito lo favorece la crítica de Kant a
ese cosmopolitismo abstracto y al mismo tiempo exclusivo, que
afirma con un sentimiento de superioridad moral: yo no soy chi-
no, alemán, francés o estadounidense, sino únicamente ciuda-
dano del mundo. La alternativa —una ciudadanía mundial que
no reemplaza, sino complementa la nacional, es decir, un cos-
mopolitismo complementario— aparece expresamente en la Me-
tafísica de las costumbres de Kant. Sin embargo, no la encontra-
mos en la versión publicada, sino en una Lección que presunta-
mente se dictó pocos años antes. Kant habla en ese texto, editado
por Vigilantius, de dos clases de un patriotismo incluso obligato-
rio, un «patriotismo mundial y local» (XXVII 673). Y un cosmo-
politismo complementario interpone sabiamente aquello que en
Kant falta aún: las unidades de regiones grandes del tipo de la
Unión Europea.
En este cosmopolitismo político inspirado por Kant existe,
entonces, una ciudadanía múltiple antes desconocida, porque es
múltiple no en sentido horizontal sino vertical. En primera ins-
tancia, uno permanece siendo chino o japonés, alemán, italiano
o francés; en segunda instancia, allá asiático, acá ciudadano eu-
ropeo; y, en tercera instancia, se es lo que Kant de manera emi-
nente y ejemplar «filosofó», y en parte incluso vivió: se es un
ciudadano múltiple del mundo, hasta en siete dimensiones.
Mucho más allá de lo que en el ensayo sobre la paz se defiende
como ciudadanía del mundo, el hombre es ciudadano en la co-
58
munidad mundial del saber, ciudadano en la comunidad mun-
dial de la moral, en la de la educación y en la de la historia,
además de ser ciudadano en un orden natural que tiene como
fin último al hombre como ser moral; uno es ciudadano en el
mundo estético y ciudadano del orden jurídico mundial federal
y subsidiario.
Este cosmopolitismo rico en matices y su vínculo unificador,
la moral, hacen al filósofo de Königsberg aún más importante
para nuestro mundo globalizado. Por lo tanto, valga traer desde
Tubinga el pathos de Hölderlin, modificando —como ya sucedió
el año pasado— su sentencia sobre la filosofía: el cosmopolitismo
de Immanuel Kant lo «debes estudiar aunque no tuvieras más
dinero que el que se necesita para comprar una lámpara y aceite,
ni más tiempo que de la medianoche hasta el canto del gallo».13
13. Briefe, en Sämtliche Werke, ed. A. Beck, Stuttgart 1969, VI: 235.
59
CAPÍTULO II
EL PRINCIPIO DE PUBLICIDAD EN
LA TEORIA KANTIANA DE LA ACCIÓN (I)*
1. Introducción
* Con el «(I)» quiero indicar que este trabajo constituye la primera parte
de otro posterior, titulado asimismo «El principio de publicidad en la teoría
kantiana de la acción (II)». Pero aunque ambos se complementan, pueden
leerse separadamente.
61
pueblo y todo hombre. Nos preguntamos cuál es el papel que
debe jugar en todo esto el proceso educativo, en el cuál tomamos
parte e influimos.
Nos preguntamos qué aportaciones nos han legado los gran-
des filósofos del pasado que pueden ayudarnos y de las que po-
demos servirnos para intentar responder estas preguntas y en-
frentar este reto de hoy. En esta era de globalización hay un tema
especialmente actual: la necesidad de una teoría de la ordena-
ción global del derecho y la paz. Para sorpresa nuestra este tema
está plenamente presente en el pensamiento de Kant, a diferen-
cia de muchos teóricos del derecho y del Estado desde Hobbes
hasta Hegel que no imaginaron ni previeron la necesidad de tal
ordenación. Kant establece los principios esenciales de ese orde-
namiento y, con un énfasis extraordinario, subraya que «la ra-
zón, desde las alturas del máximo poder legislador, se pronuncia
contra la guerra en modo absoluto, se niega a reconocer la gue-
rra como un proceso jurídico, e impone, en cambio, como deber
estricto, la paz entre los hombres».1
En diálogo con el gran pensador prusiano, este trabajo pro-
curará destacar uno de los elementos esenciales de esa ordena-
ción global del derecho que Kant nos propone: el principio de
publicidad. Igualmente, tratará de resaltar los vínculos de dicho
principio con la democracia en esta era de la globalización. Qui-
zá el rasgo esencial de la democracia consiste en que es una for-
ma de gobierno en la cual el poder tiene límites. En la democra-
cia el poder está acotado no sólo por su división tripartita, sino
sobre todo por el principio de publicidad y el ejercicio público de
la razón que anima en dicha separación de poderes y que exige
transparencia en quien detenta y ejerce el poder en cada una de
esas tres esferas. Además, la opinión pública es una institución
de la democracia y, como veremos, está sustentada sobre el ejer-
cicio público de la razón.
La formulación más conocida del llamado principio de pu-
blicidad es doble y se encuentra, como es bien sabido, en el se-
1. Hacia la paz perpetua, Segundo Artículo Definitivo, Ak. Ausg., VIII, 356.
Todas las referencias que se harán a las obras de Kant en este trabajo serán
hechas tomando en cuenta la edición de la Real Academia Prusiana de cien-
cias, cuya abreviatura es Ak. Ausg; el número romano indica el tomo y los
números arábigos las páginas de dicha edición.
62
gundo anexo del ensayo de 1795 Hacia la paz perpetua. La pri-
mera formulación de dicho principio es negativa y reza así: To-
das las acciones que afectan el derecho de otros hombres son in-
justas si su máxima no es compatible con la publicidad.2 La se-
gunda formulación es afirmativa y la encontramos un poco más
adelante en los siguientes términos: Todas las máximas que re-
quieren de la publicidad para no fracasar en sus propósitos, con-
cuerdan con el derecho y la política a la vez.3 Antes que nada para
empezar tendremos en cuenta que la actividad cognoscitiva sub-
yace a la acción, de modo que el objetivo principal de este trabajo
será alertarnos frente a una lectura apresurada de dicho princi-
pio haciendo un recorrido por varios de los numerosos lugares
de la literatura kantiana en los que se aborda el tema de la publi-
cidad y el uso público de la razón. Nos proponemos mostrar que
los elementos teóricos o cognoscitivos que sustentan este doble
principio se encuentran presentes a todo lo largo de la produc-
ción kantiana, de modo que podemos decir que la formulación
ofrecida en La paz perpetua no es susceptible de aislarse del resto
del sistema kantiano. En efecto, resulta sorprendente el número
de pasajes en los que Kant insiste una y otra vez sobre esta temá-
tica, a punto tal que podemos decir que estamos frente a una
pieza de gran valor en la filosofía del pensador prusiano. Así
pues, entendiendo por justificación o fundamentación determi-
nar las condiciones que hacen posible o explican algo, procura-
remos afinar nuestras herramientas de comunicación revisando
los presupuestos teóricos del principio de publicidad en varios
fragmentos de la Crítica de la razón pura, el ensayo ¿Qué signifi-
ca orientarse en el pensamiento?, las Lecciones de lógica, la Crítica
de la facultad de juzgar, la Antropología desde un punto de vista
pragmático, diversas Reflexiones y el famoso ensayo Respuesta a
la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ahora bien, ya que para Kant
no existe ruptura alguna entre su teoría crítica y las repercusio-
nes en la acción o proyecciones prácticas que ésta conlleva, pues
para él la razón es en sí misma un sistema,4 deberemos dedicar
63
una segunda parte de este trabajo a esbozar los primeros trazos
de dichas repercusiones en la acción o proyecciones prácticas
del principio de publicidad. En cuanto a esto hay que tener en
cuenta, por una parte, la vastedad del tema y, por otro lado, la
extensión reglamentaria de la que disponen las contribuciones
que conforman este libro. Por ello aquí deberé limitarme a tra-
zar un breve boceto y habré de dejar para un trabajo ulterior el
desarrollo detallado de dichas repercusiones en la acción me-
diante el análisis cuidadoso de los copiosos escritos kantianos
en los que encontramos su teoría de la acción en general y su
filosofía política en particular. Para finalizar, procuraré recapi-
tular las conclusiones más sobresalientes.
64
nar el interesante tema de la relación entre las emociones y la
acción, sólo deseo decir una breve palabra que nos permita evi-
tar el prejuicio, por largo tiempo padecido, según el cual se ha
creído que no es posible aplicar las actividades cognoscitivas al
análisis de las emociones. Para ello me referiré sucintamente al
rasgo activo o espontáneo característico del sujeto, cosa de la
que ya me he ocupado detenidamente con anterioridad.5 En
efecto, como primeras personas no nos concebimos como un
estallido de elementos dispersos e inconexos: inclinaciones,
deseos, afectos, emociones, impulsos, imaginaciones, pensa-
mientos, recuerdos, etc. Muchas veces este sinnúmero de ele-
mentos chocan entre sí, son contrapuestos, excluyentes, incom-
patibles. Sin embargo, nos concebimos a nosotros mismos como
agentes unificados puesto que es imprescindible resolver el con-
flicto entre los diversos motivos que llevan a la acción, so pena
de vernos condenados a la inacción, a la inmovilidad (no sólo
física). Frente a esto no tenemos alternativa ya que en tanto pri-
meras personas no podemos ni siquiera imaginarnos sin capa-
cidad de acción. En tanto primeras personas no podemos evi-
tar no elegir, no actuar, no responder de nosotros ni tomarnos
bajo nuestro cargo. Por otra parte, hay una unidad implícita en
el punto de vista desde el cual se delibera y decide la acción,
unidad que nos hace concebirnos como agentes unificados.
Ahora bien, concebirnos como agentes unificados significa ade-
más concebirnos como la fuente de nuestros pensamientos y el
origen de nuestras acciones, i.e., significa concebirnos como
una unidad de conciencia capaz de coordinar e integrar activi-
dades concientes que manifiestan nuestra voluntad y constru-
yen nuestra identidad personal. Este rasgo constructor de nues-
tra identidad personal nos manifiesta que la persona esta «pro-
yectada» hacia el futuro, i.e., que no se agota en su aquí y ahora,
sino que nuestra identidad radica en el carácter espontáneo de
nuestra condición de agentes activos o prácticos. Así pues, la
conexión necesaria entre la acción del agente y la unidad tiene
una base enteramente práctica. Gracias a dicha base podemos
responder, desde nosotros mismos, las preguntas «¿quién soy
yo?» y «¿qué debo hacer con mi vida?». Gracias a dicha base
podemos también dar cuenta y razón, i.e. fundamentar y apo-
5. Véase... [se omiten los datos a fin de conservar el anonimato del autor].
65
yar, nuestra arraigada convicción de que, como primeras per-
sonas, tenemos el poder de decidir qué hacemos o dejamos de
hacer con nuestra vida.
Hecha esta breve precisión terminológica, iniciemos con el
tema que nos ocupa. Aún cuando los diversos pasajes que citaré
a continuación contengan ciertas redundancias, creo oportuno
transcribir textualmente las palabras de Kant tal como las lee-
mos bajo sus correspondientes epígrafes a fin de apreciar con
claridad el desarrollo del argumento que Kant habrá de ofrecer.
Así, ya desde 1781 Kant subraya el reconocimiento de la necesi-
dad de una discusión pública y libre señalando en el prólogo de
la primera edición de la Crítica de la razón pura que «...Nuestra
época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de someterse
a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario
escapar de ella. La primera a causa de su santidad y la segunda a
causa de su majestad. Sin embargo, al hacerlo, despiertan con-
tra de sí mismas sospechas muy justificadas y no pueden exigir
un respeto sincero, respeto que la razón sólo concede a lo que es
capaz de resistir un examen público y libre».6 Más adelante, al
iniciar la sección titulada disciplina de la razón pura en su uso
polémico,7 volvemos a encontrar esta misma idea de la necesi-
dad de la crítica pero desarrollada ahora de manera más amplia
y detallada. Así leemos:
66
libertad a la razón, tanto a la investigadora como a la examina-
dora, con el fin de que pueda procurarse su propio interés sin
traba ninguna.10
67
ción y la comunicación reclama el libre y público ejercicio de la
actividad crítica. Así leemos:
68
dad, ya que esto equivale a concederles una importancia que no
debieran tener.14
69
una crítica que tenga estas dos funciones, no es posible trazar la
distinción entre metafísica legítima e ilegítima o defender el
conocimiento genuino de los ataques procedentes de una mera
ilusión dialéctica disfrazada de una supuestamente elevada sa-
biduría. Así pues, considerada negativamente la crítica fija los
límites de la competencia de la razón; ésta es su función de «po-
licía»16 que confisca la mercancía de contrabando, la mercancía
ilegal, i.e., que desenmascara las ilusiones dialécticas de la me-
tafísica especulativa y que nos previene para no caer en ellas.
Considerada positivamente la crítica consiste en poner a salvo a
la razón en «el camino seguro de la ciencia» contra la introduc-
ción del escepticismo en la región donde está justificado (la
metafísica especulativa) y en las que no está justificado (la cien-
cia y la moral). Así pues, crítica en el sentido negativo es una
respuesta de Kant a los metafísicos dogmáticos y crítica en el sen-
tido positivo es su respuesta al escepticismo basado en el empi-
rismo. De acuerdo con esto, en el título Crítica de la razón prác-
tica, Kant se referirá a la crítica básicamente en su sentido ne-
gativo y tendrá como su principal propósito limitar la exigencia
de la razón práctica, basada sobre motivos empíricos. Pero en
el sentido negativo de crítica no hay un paralelismo entre las
dos Críticas (i.e., la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón
práctica), ya que son la razón pura especulativa y la razón prác-
tica empírica las que necesitan de una crítica en sentido negati-
vo. Sin embargo, la crítica negativa de la razón práctica como
tal, no es el objetivo completo de la Crítica de la razón práctica ya
que la razón pura práctica también tiene su dialéctica. Esta dia-
léctica no es un conflicto entre lo sensiblemente determinado y
la razón práctica pura, sino un conflicto entre las Ideas de la
razón pura práctica en sí misma. De ahí que la razón pura prác-
tica también necesite una crítica negativa. Por otro lado, si to-
mamos la crítica en su sentido positivo, sólo una razón pura
práctica puede ser legislativa y la Metafísica de las costumbres
tendría la tarea de describir esa legislación. Así, la ley funda-
mental constitutiva de la experiencia moral debería ser dada en
la Crítica de la razón práctica, justo como los principios funda-
mentales de la razón teórica que «dan la ley de la naturaleza»
son descubiertos en la Crítica de la Razón Pura. De acuerdo con
70
esto Kant dice que la Crítica de la razón práctica «...da cuenta y
razón de los principios de la posibilidad del deber, su extensión
y límites...»,17 y esto es la crítica de la razón pura práctica en el
sentido positivo.
Regresemos ahora a las tesis que necesitan ser destacadas
en el fragmento que comentamos. En primer lugar debemos
estar sobre aviso respecto de la errónea interpretación, que ade-
más produce inquietud y desaliento, según la cual la razón es
juez y parte. No hay una verdadera antitética de la razón pura o
contradicción de la razón consigo misma pues ésta no toma par-
te en los conflictos que juzga. No hay una polémica propiamen-
te dicha en el campo de la razón pura pues la razón, que repre-
senta el tribunal supremo de todos los conflictos, juzga sobre
los derechos de la razón según los principios de su propia cons-
titución y no sobre los objetos a los que se refieren dichos con-
flictos.18 Hecha esta observación, estamos en condiciones de
destacar los rasgos más interesantes, dados los objetivos que
perseguimos, del pasaje que nos ocupa. Lo primero que salta a
la vista es la velada comparación que Kant establece entre Dere-
cho y filosofía. Esta comparación me parece enormemente sig-
nificativa pues encierra la doble faceta, intelectual y política,
del principio de publicidad. Según la analogía que recorre este
fragmento, así como los hombres en su mutua relación externa
se encuentran por naturaleza en estado de guerra, así también
los sistemas filosóficos, considerados en su pura diversidad, se
hacen la guerra abiertamente unos a otros. Y así como es preci-
so que se instaure la paz entre los hombres, así también es nece-
sario que en la filosofía se establezca la paz. En efecto, la crítica
representa el tribunal de la razón en el que tiene lugar un proce-
so a la luz de un estado de derecho y que mediante una sentencia
según principios marca el fin de toda disputa y violencia garan-
tizando así una paz justa y duradera por estar fincada sobre la
legislación misma que garantiza el bien común. Notemos que
esta sentencia según principios es capaz de poner fin al conflic-
to porque es capaz de solucionar o resolver el conflicto. Pronto
veremos que esta tácita analogía vuelve a repetirse en el ensayo
intitulado Anuncio de la próxima celebración de un tratado de
71
paz perpetua en filosofía, pero referida ahora al Derecho de gen-
tes y la filosofía. Por ahora debemos pasar a destacar el segun-
do rasgo que también salta a la vista en el fragmento que ahora
comentamos. Tal rasgo puede resumirse así: a la base de esa
legislación y formando parte de ella se encuentra la pública ex-
posición de los propios pensamientos (e incluso de las propias
dudas que uno no es capaz de resolver por sí mismo) y esto
forma parte del derecho originario de la razón humana común
de la que todos participan. Veremos más adelante que la educa-
ción no otorga o concede el derecho de exponer a pública consi-
deración los propios pensamientos, sólo desarrolla las habilida-
des y destrezas necesarias para el ejercicio de dicho derecho. Es
éste un derecho originario de la razón humana común, donde
todos tienen voz y como todo perfeccionamiento del que el hom-
bre es capaz se deriva de esa voz universal, tal derecho es sagra-
do e irrestringible, i.e., se trata de un derecho que no se puede
alienar, ceder ni cancelar.
En nuestra búsqueda de las bases teóricas del principio de
publicidad hemos hecho una lectura de tres importantes frag-
mentos tomados de la primera edición de la Crítica de la razón
pura; pasemos ahora al examen del último y quizá más impor-
tante y extenso pasaje de esta obra, el cual corresponde al Canon
de la razón pura.
Es siempre sorprendente la lectura de las pocas páginas que
componen El canon de la razón pura19 de la gran obra kantiana
de 1781, pues forman parte del propósito fundamental de su
tarea crítica y pienso que deben entenderse como el núcleo deci-
sivo del idealismo trascendental. En efecto, además de contener
una gran aportación a la filosofía, estas páginas son base de una
revolución más honda y radical que la inversión copernicana de
la relación entre sujeto y objeto del conocimiento.20 Al final del
Canon de la razón pura21 Kant define una serie de conceptos de
crucial importancia en el uso público de la razón y examina una
temática que tiene enormes repercusiones en la discusión y la
72
deliberación, la polémica, la querella y el debate,22 i.e., las rela-
ciones entre el saber, la opinión y la creencia. Considero pues
conveniente plegarnos al texto procurando resumir lo más fiel-
mente posible esos pasajes y destacar los aspectos que interesan
a los fines que perseguimos, lo cual será lo que haremos ensegui-
da. También es importante observar que si bien los escritos pos-
teriores aportan precisiones relevantes, las bases teóricas y lo
más sustantivo de esta temática está contenido en los pasajes a
los que nos referiremos a continuación.
En las densas páginas del final del Canon Kant sostiene que
el tener algo por verdadero es un hecho de nuestro entendimien-
to susceptible de descansar sobre principios objetivos, pero que
requiere también causas subjetivas en el espíritu del que juzga;
así, Kant distingue entre persuasión y convicción pues en ambas
se tiene algo por verdadero, pero mientras que en la última nues-
tro juicio cuenta con un fundamento admisible como objetiva-
mente suficiente, en la primera, nuestro juicio tiene sólo una
validez privada. Para Kant, el criterio que nos permite distinguir
entre mera persuasión y convicción es un criterio externo (pues
subjetivamente no es posible distinguir la una de la otra) y con-
siste en la posibilidad de comunicar el juicio y comprobar su
validez para toda razón humana. En efecto, sólo podemos afir-
mar (es decir, formular como juicio necesariamente válido para
todos) lo que produce convicción. La persuasión puedo conser-
varla para mí, si me siento a gusto con ella, pero en este caso el
tener por verdadero es incomunicable y no puedo ni debo pre-
tender hacer pasar la persuasión por válida fuera de mí. Ahora
bien, el tener por verdad —o validez subjetiva del juicio— que
posee al mismo tiempo validez objetiva tiene los tres siguientes
grados: opinión, creencia y saber. La opinión es un tener por ver-
dad con conciencia de que la validez de nuestro juicio es insufi-
ciente tanto subjetiva como objetivamente. Cuando considera-
mos que la validez de un juicio es subjetivamente suficiente pero
objetivamente insuficiente, tenemos lo que se llama creencia o
fe. Finalmente, cuando el tener por verdad es suficiente tanto
22. Éste será un núcleo temático de gran importancia para Kant y lo abor-
dará detalladamente; nosotros regresaremos a dicho tema y revisaremos lo
que podría considerarse como las reglas del debate que Kant propone al exa-
minar más adelante El conflicto de las facultades, Ak., Ausg., VII, 32 y ss.
73
subjetiva como objetivamente, recibe el nombre de saber. En re-
sumen: la suficiencia subjetiva se denomina persuasión y vale
sólo para mí, en cambio, la suficiencia objetiva se denomina cer-
teza y vale para todos.
A juicio de Kant nunca debo atreverme a opinar sin saber al
menos algo mediante lo cual pueda conectar el juicio, en sí mis-
mo problemático, con la verdad. No es necesario que esta co-
nexión sea exhaustiva pero sí que sea hecha según una ley cierta
que exija universalidad y necesidad y, por ello mismo, certeza.
Según esto, es absurdo, por ejemplo, pretender opinar en la
matemática pura: en este caso o bien hay que saber o bien hay
que renunciar a emitir el juicio. Lo mismo ocurre, dice Kant, en
los juicios de la razón pura y en los principios de la moralidad.
En contraste con esto tenemos el caso del uso trascendental de
la razón en el cual opinar es demasiado poco y saber es excesivo;
en este terreno no podemos emitir juicios desde el punto de vista
especulativo dado que tales juicios no pueden sostenerse sin apoyo
empírico. Así pues, cuando el tener por verdad es teóricamente
insuficiente, sólo puede llamarse creencia desde un punto de vis-
ta práctico.
El ámbito de lo práctico es, o bien el de la habilidad o bien el
de la moralidad; así, desde dicho punto de vista práctico, las creen-
cias pueden ser de dos tipos: las pragmáticas o correspondientes
a la habilidad y las correspondientes a la moralidad. Las prime-
ras se refieren a fines opcionales, las segundas a fines absoluta-
mente necesarios. Una vez propuesto un fin determinado, las
condiciones para alcanzarlo son hipotéticamente necesarias.
Cuando no conozco otras condiciones bajo las cuales conseguir
el fin, la necesidad de éstas es suficiente pero sólo subjetiva y
relativamente; en contraste, la necesidad es absoluta y suficiente
para todos cuando sé con certeza que nadie puede conocer otras
condiciones que conduzcan al fin propuesto. En el primer caso
estamos ante una creencia accidental, en el segundo frente a una
creencia necesaria.
Kant distingue además entre creencia doctrinal y creencia
moral. Describe la primera diciendo que aunque nada podamos
decidir acerca de un objeto y por ello el tenerlo por verdad fuera
puramente teórico, sin embargo en muchos casos podemos con-
cebir e imaginar para él un proyecto del cual, si existieran los
medios, podríamos llegar a tener suficientes fundamentos para
74
decidir acerca de dicho objeto y llegar a la certeza en ese asunto.
De ahí que exista en los juicios meramente teóricos un análogo
de los juicios prácticos, de modo que el tenerlos por verdad es
algo a lo cual le conviene la palabra creencia y pueden ser llama-
dos creencias doctrinales. Para Kant la creencia en la existencia
de Dios es un ejemplo de esta creencia doctrinal que acabamos
de describir. En cuanto a eso, si bien es cierto que en el conoci-
miento teórico del mundo nada presupone necesariamente la
existencia de Dios como condición de las explicaciones del mun-
do y, antes bien, estamos obligados a servirnos de nuestra razón
como si todo fuera mera naturaleza, también es cierto que la
unidad teleológica constituye una condición tan grande e indis-
pensable de la aplicación de la razón a la naturaleza, que no
podemos dejar de tenerla en cuenta, ante todo cuando la expe-
riencia nos ofrece tantos ejemplos de ella. La única condición
conocida que nos presenta tal unidad como guía en la investiga-
ción de la naturaleza es la suposición de una inteligencia supre-
ma que haya ordenado todo así, i.e., de acuerdo con los fines
más sabios. Por lo tanto, suponer un sabio autor del mundo a fin
de tener una guía en la investigación de la naturaleza constituye
una condición accidental pero de gran importancia. Además,
dado que el éxito de las investigaciones confirma con mucha
frecuencia la utilidad de este supuesto mientras que, por otra
parte, no puede alegarse nada decisivo en contra del mismo, re-
sulta demasiado poco decir que el tener por verdad la existencia
de Dios es una mera opinión. Así pues, incluso en este aspecto
teórico puede darse una creencia firme en la existencia de Dios,
creencia que hay que considerar como doctrinal y no como me-
ramente práctica. La palabra creencia no se refiere más que a la
guía que nos proporciona una idea (en este caso la idea de Dios)
y al impulso subjetivo que ella ejerce sobre el desenvolvimiento
de los actos de nuestra razón que nos mantiene firmes en esa
idea, aunque no seamos capaces de justificarla desde un punto
de vista especulativo. La palabra creencia es, en este caso, una
expresión de modestia desde el punto de vista objetivo, pero es al
mismo tiempo expresión de una firme confianza desde el punto
de vista subjetivo.
Sin embargo, la creencia meramente doctrinal posee en sí
cierta inseguridad pues a menudo nos vemos privados de ella
debido a las dificultades que se presentan en la investigación,
75
aunque indefectiblemente volvamos siempre a ella. Cosa muy
distinta ocurre con la creencia moral pues en el caso de ésta,
como veremos a continuación, es absolutamente necesario que
algo suceda, a saber, que se cumpla cabalmente con la ley moral.
En este caso, el fin esta fijado ineluctablemente y, desde el punto
de vista de Kant, no hay más que una sola condición posible que
permite que este fin coincida con todo el conjunto de fines y
posea, con ello, validez práctica, a saber, que haya un Dios y que
haya una vida futura. También sé con toda certeza —continúa
diciendo Kant— que nadie conoce otras condiciones que con-
duzcan a la misma unidad de fines bajo la ley moral. Ahora bien,
como el precepto moral es, a la vez, mi máxima (tal como la
razón ordena que lo sea), creeré infaliblemente en la existencia
de Dios y en una vida futura y estoy seguro que nada puede ha-
cer vacilar esta creencia, porque ello haría también tambalear
mis propios principios morales, a los cuales no puedo renunciar
sin convertirme en algo digno de desprecio ante mis propios ojos.
De esta forma, una vez desvanecidas todas las ambiciosas pre-
tensiones de una razón que intenta rebasar los límites de toda
experiencia, nos queda todavía lugar suficiente para estar satis-
fechos desde un punto de vista práctico.
Buena parte de las numerosas e importantes tesis del canon
que brevemente hemos repasado fueron resumidas por el pro-
pio Kant en su ensayo de 1786 ¿Qué significa orientarse en el
pensamiento?23 Nosotros nos valdremos justamente de dicho es-
crito para comentar los fragmentos del «canon» que hemos cita-
do. El ensayo de 1786 es un modelo de claridad en el que Kant
destaca afirmaciones y realza su articulación con una precisión
ejemplar. Pronto veremos que este ensayo está estrechamente
vinculado con dos textos anteriores24 básicos para comprender
la faceta intelectual y política del principio de publicidad, pero
por ahora baste destacar los aspectos de fundamentación teóri-
ca de la temática que nos ocupa presentes en este magistral en-
76
sayo de 1786. Sin embargo, antes de pasar a comentar las princi-
pales tesis del «canon» que interesan a los propósitos que perse-
guimos, será necesario dibujar brevemente el contexto en el que
se presenta el ensayo de Kant que ahora estudiamos, contexto
conocido como disputa o polémica del panteísmo (Pantheismus-
streit) y que hacia la mitad de 1780 alcanzó gran interés y divul-
gación en Alemania ante los ojos del público en general.
El punto de referencia de la polémica era el panteísmo de
Spinoza e inicialmente se enfrentaron en ella las posiciones de
Moses Mendelssohn y Friedrich Jacobi; posteriormente intervi-
nieron Thomas Wizenmann y Kant. La figura de Mendelssohn
representaba la posición del racionalismo ilustrado; personal-
mente Mendelssohn había hecho profesión de la fe judaica y re-
chazó rotundamente todo intento de conversión a otra fe; el
monoteísmo propio de su religión estaba arraigado en él de modo
tal que lo llevó a atacar frontalmente el ateísmo y a poner de relie-
ve la posibilidad de conciliar el panteísmo con una actitud reli-
giosa y moral; ese fue el sentido con el que Mendelssohn escribió
varias obras, entre ellas la publicada en 1785, Morgenstunde oder
Vorlesungen über das Dasein Gottes (Horas matinales o lecciones
sobre la existencia de Dios), libro pleno de entusiasmo y de estilo
fácil y elegante. Por otra parte, la figura de Jacobi representaba
la reacción antirracionalista que pretendía salvar la moral y el
teísmo mediante el recurso a la fe entendida como un sentimien-
to o revelación interior con alcances metafísicos pero que en rea-
lidad resultaba ser una fantasía sentimental.
Una de las características de la Ilustración fue su lucha con-
tra la ignorancia, los prejuicios, la superstición y el fanatismo.
La polémica del panteísmo se asoció con la lucha contra el fana-
tismo en aquel entonces llamado entusiasmo. Recordemos que
«entusiasmo» proviene de la palabra griega šnqousiasmÒj («en-
tusiasmós») y ésta, a su vez, deriva de la palabra QeÒj («theos»),
Dios. En sentido literal, «entusiasmo» significa «el que está po-
seído o inspirado por un dios» y originalmente se usó para de-
signar el éxtasis o intensa excitación espiritual provocada por la
presencia e influjo de las divinidades en las sibilas al inspirar sus
oráculos; posteriormente esta palabra sirvió para referirse a la
exaltación, delirio y furor del ánimo vehemente, frenético y fa-
nático. Más adelante me referiré a los rasgos esenciales del fana-
tismo, pero por ahora quizá este breve repaso etimológico pue-
77
da servirnos para entender por qué el fanatismo fue designado
como entusiasmo y por que la polémica del panteísmo estuvo
muy vinculada al fanatismo y muy difundida durante todo el
siglo XVIII y parte del siglo XIX. En efecto, para Kant el spinozis-
mo lleva directamente al entusiasmo fanático (Schwärmerei) y
no hay otro medio para arrancar de raíz este entusiasmo que la
determinación delimitadora de la facultad de la razón pura. El
fanatismo moral exaltaba las acciones heroicas y sublimes. No
entraré ahora en este interesante tema, pero como es bien sa-
bido Kant se apartó del fanatismo moral con su concepción
del deber.25
La así llamada polémica del panteísmo se originó cuando en
1785 Jacobi publicó su libro titulado Briefe an Moses Mendelssohn
über die Lehre des Spinoza (Cartas a Moses Mendelssohn sobre la doc-
trina de Spinoza) en el cual Jacobi acusaba a Lessing (quien había
sido gran amigo personal de Mendelssohn y hacía poco había fa-
llecido) de ser un panteísta seguidor de Spinoza. Mendelssohn
se sintió tan indignado por considerar que la memoria de su
gran amigo se veía deshonrada que, a fin de restituir el buen
nombre de Lessing y defender su memoria combatiendo esa
acusación, decidió responder a las acusaciones y para ello escri-
bió el libro titulado Moses Mendelssohn an die Freunde Lessings
(Moses Mendelssohn a los amigos de Lessing); fue ésta una obra
póstuma pues Mendelssohn murió poco antes de que el libro
llegara a manos del público, cuando todavía estaba en la im-
prenta. En ella Mendelssohn defendía el fuero del razonamiento
especulativo y reconocía el peligro del spinozismo, el cual podía
ser evitado gracias a lo que él llamó «orientación del buen senti-
do». A su vez, Jacobi respondió a la última obra de Mendelssonh
publicando en 1786 su obra Jacobi wider Mendelssohns Beschul-
digungen in dessen Schreiben an die Freunde Lessings (Jacobi
contra las acusaciones de Mendelssohn en sus escritos a los ami-
gos de Lessing).
Pese a la muerte de Mendelssohn, el interés por la disputa
del panteísmo seguía vivo,26 de modo que Jacobi se remitió a
78
Kant y quiso implicarlo en su causa, aunque sabía que el filó-
sofo de Königsberg no estaba de su lado. Por otra parte, explí-
citamente se solicitó a Kant que escribiera a favor del adalid
de la razón que a la sazón resultaba ser Mendelssohn.27 Sin
embargo, Kant rehusó repetidamente intervenir porque esta-
ba en desacuerdo con la prueba teórica de la existencia de Dios
que Mendelssonh proponía y porque el deísmo de éste le pare-
cía, como bien lo decía Jacobi, muy próximo a la posición de
Spinoza.
Cuando Kant decidió intervenir en la polémica publicó en
octubre de 1786 en el Berlinische Monatsschrift el escrito titula-
do Was heißt: sich im Denken orientiren? (¿Qué significa orientar-
se en el pensamiento?).28 Hecho este breve resumen de la «polé-
mica del panteísmo» y del contexto en el que aparece el ensayo
de Kant, pasemos a destacar el núcleo que nos interesa dados los
propósitos que perseguimos. Cuatro son los temas más relevan-
tes que constituyen el núcleo teórico del ensayo; procuremos sin-
tetizarlos de la siguiente manera:
a los filósofos franceses fue, para aquellos señores, como un rayo que apare-
ciera de pronto en el cielo sereno. Aquellos hombres tan complacientes, tan
seguros de sí mismos, tan superficiales, se mostraron asombradísimos de que
alguien pretendiese saber algo que ellos ignoraban y que se hablase además de
aquel perro muerto de Spinoza»; véase en Lecciones sobre la historia de la filo-
sofía, la sección tercera La novísima filosofía alemana, el apartado a) Jacobi.
27. Véase la carta que Moses Mendelssohn dirige a Kant con fecha del 18
de octubre de 1785, Ak. Ausg., X, 413.
28. En esta obra Kant cita al agudo Thomas Wizenmann (1759-1787)
como participante en el debate entre Mendelssohn y Jacobi en torno al spi-
nozismo de Lessing. Wizenmann respondió al escrito kantiano con un traba-
jo publicado en el Deutsches Museum de febrero del año siguiente, pp. 116-
156, intitulado An den Herrn Professor Kant von dem Verfasser der Resultate
Jacobi´scher und Mendelssohn´scher Philosophie; Kant se referirá a esta obra
de Wizenmann en la Crítica de la razón práctica, 143 nota. Wizenmann, había
sido seguidor de Jacobi y había mantenido con él estrechas relaciones de
amistad desde 1783. Fue autor de un escrito publicado anónimamente en
Leipzig en 1786 intitulado Die Resultate der Jacobi´schen und Mendelssohn’
schen Philosophie, kritisch untersucht von einem Freywilligen, que inicialmente
fue atribuido a Herder y en el cual Wizenmann apoyó la posición de Jacobi
en la polémica que éste último había entablado con Mendelssohn y distin-
guió la posición kantiana de la de los ilustrados de Berlín; esta obra de Wizen-
mann es a la que Kant se refiere en su escrito ¿Qué significa orientarse en el
pensamiento?
79
1. Orientarse significa encontrar en un lugar del mundo los
restantes lugares. Para esto necesitamos el sentimiento de una
diferencia en el propio sujeto, a saber: la diferencia de la mano
derecha y la mano izquierda. Nos orientamos en el espacio de
manera completamente natural gracias a la facultad de distin-
guir mediante el sentimiento (lo llamamos sentimiento porque
estos dos lados no muestran exteriormente, en la intuición, nin-
guna diferencia apreciable) de la mano derecha e izquierda. En
resumen: me oriento mediante el mero sentimiento de una dife-
rencia de mis dos lados, el derecho y el izquierdo.29 Así pues,
orientarse es determinar la situación según un fundamento sub-
jetivo de distinción. Podemos ahora ampliar esta acepción espa-
cial o geográfica del concepto orientarse y dejando atrás el orien-
tarse espacialmente, pasaremos a considerar el orientarse en el
pensamiento, i.e., orientarnos lógicamente; según veremos, orien-
tarse será determinarse en el asentimiento según un principio
subjetivo de la razón. En efecto, la razón no sólo es la facultad de
pensar y argumentar sino que también es la facultad de orientar-
se en el pensar. La razón dirige su uso cuando quiere extenderse
de los objetos conocidos (es decir la experiencia) hacia más allá
de todos los límites de la experiencia sin encontrar en absoluto
objeto alguno de intuición. Pero el que la razón quiera extender-
se más allá de todos los límites de la experiencia no es un capri-
cho arbitrario o una pretensión ilegítima. En efecto, como seres
racionales que quieren conocer el porqué de las cosas, buscamos
inevitablemente la plenitud de nuestro conocimiento, que sus
bases sean firmes y sus fines alcanzables. Tal organización siste-
mática es lo que Kant designa «ideal» del conocimiento. Ahora
bien, esa plenitud no se logra añadiendo datos empíricos al cú-
mulo infinitamente agrandable de información fáctica. No se
requiere más de lo mismo, sino otra clase de conocimiento, si es
que se ha de considerar al conocimiento humano como un todo
coherente que se apoya en sí mismo y que crece en perfecciona-
miento. En la dialéctica de la primera Crítica Kant muestra que
este ideal, aún cuando se ve frenado por el empirismo y el escep-
ticismo, conduce inevitablemente a ciertos dogmas metafísicos.
La organización sistemática de nuestro conocimiento nos revela
la necesidad de afirmar la existencia de causas primeras en el
80
mundo, de substancias simples y de un ser necesario, afirmacio-
nes que forman las doctrinas más conocidas de lo que tradicio-
nalmente se llama metafísica. Según Kant, todo argumento teó-
rico encaminado a mostrar que dichas afirmaciones son verda-
deras es un argumento dialéctico, es decir, falaz e ilusorio. La
dialéctica de la primera Crítica pretende desenmascarar y expo-
ner las falacias implicadas en tales argumentos. Con esto no se
prueba que los dogmas metafísicos sean falsos; únicamente se
muestra que no pueden ser conocidos verdaderamente sobre la
base de juicios teóricos, y que la pasión especulativa de la razón
por tales verdades está condenada a permanecer insatisfecha.
Mundo, alma y Dios son ideales inasequibles para el conocimiento
teórico; en estos casos la razón no está en situación de emitir sus
juicios bajo una máxima determinada según fundamentos obje-
tivos del conocimiento, sino sólo según un fundamento subjeti-
vo de distinción y tal fundamento subjetivo no es otro que el
sentimiento de la exigencia (Bedürfniss) de la propia razón. An-
tes de continuar creo que es conveniente hacer notar que el tér-
mino alemán Bedürfniss encierra los matices de indigencia, ne-
cesidad y exigencia. Así pues, la razón nos orienta gracias a un
principio subjetivo de ella misma.30 Puesto que en sentido estric-
to la razón no siente, podemos decir esto mismo de manera más
exacta: la razón ve su deficiencia o indigencia y produce, me-
diante el impulso a conocer, el sentimiento de la necesidad o
exigencia.31 Esta necesidad de la razón es una necesidad genuina
que ha ser satisfecha so pena de que nuestro conocimiento no
sea un todo coherente que progrese y se enriquezca.
2. Entonces comparece el derecho de exigencia de la razón,
como un fundamento subjetivo, para presuponer y aceptar algo
que ésta no puede pretender saber mediante fundamentos obje-
tivos, orientándose solamente mediante su propia exigencia o
necesidad en el inmenso pensamiento de lo suprasensible lleno
para nosotros de espesa oscuridad.32 La necesidad de la razón se
da tanto en el uso teórico como en el uso práctico de la misma.
La necesidad de la razón en su uso teórico es condicionada: de-
bemos admitir la existencia de Dios si queremos juzgar las pri-
81
meras causas de todo lo contingente. En cambio, la necesidad de
la razón en su uso práctico es incondicionada y estamos obliga-
dos a presuponer la existencia de Dios no sólo cuando queremos
juzgar, sino porque debemos juzgar.33 La primera es una hipóte-
sis racional, la segunda un postulado de la razón pura.34 En efec-
to, el uso práctico de la razón consiste en la prescripción de leyes
morales; dichas leyes llevan a la idea del bien supremo que es
posible en el mundo en la medida en que es posible sólo por la
libertad: la moralidad. Además dichas leyes llevan a aquello que
no sólo depende de la libertad humana, sino también de la natu-
raleza, a saber, la mayor felicidad en la medida en que esté en
proporción a la moralidad. Así pues, Kant concibe el bien supre-
mo como la conjunción de perfección moral y felicidad propor-
cional al grado de perfección adquirido. La razón exige o necesi-
ta aceptar el bien supremo dependiente y, con ese mismo fin, una
inteligencia soberana como bien supremo independiente: no, des-
de luego, para derivar de ello el aspecto vinculante de las leyes
morales ni los móviles de su observancia, sino para dar realidad
objetiva al concepto del bien supremo y evitar que la morali-
dad sea tenida por una vana quimera. En efecto, «la ley moral
ordena hacer del bien supremo posible en el mundo el objeto
último de toda mi conducta35 y de mi voluntad para fomentarlo
con todas mis fuerzas».36
3. Este medio de dirección de la razón no es un principio
objetivo de la razón, sino un mero principio subjetivo (es decir,
una máxima). Por ende, la última piedra de toque de la licitud de
un juicio ha de buscarse en la sola razón, ya se conduzca por la
evidencia, ya por la mera necesidad y las máximas de su propio
interés. La única denominación adecuada que puede darse a esta
fuente de enjuiciamiento es la de creencia racional. Toda creencia
es, como hemos visto en el canon, un asentimiento subjetivo su-
ficiente pero con la conciencia de ser objetivamente insuficiente;
en consecuencia, se contrapone al saber. Por otra parte, si se asien-
82
te algo con fundamentos objetivos insuficientes, se tiene mera-
mente opinión. Este opinar se puede convertir en saber median-
te un paulatino complemento de fundamentos objetivos; éste es
el caso de la creencia histórica, por ejemplo, la cual puede con-
vertirse en saber. En contraste, si los fundamentos del asenti-
miento no son, por su clase, válidos objetivamente, entonces la
creencia no podrá nunca convertirse en saber; este es el caso de
la creencia racional pura pues aquí el fundamento del asentimien-
to es meramente subjetivo, a saber, una exigencia necesaria de la
razón. Esta exigencia de la razón respecto de su satisfactorio uso
teórico es, como hemos dicho, una hipótesis racional, i.e., una
opinión que resulta suficiente para el asentimiento por funda-
mentos subjetivos; porque ya no se puede esperar otro fun-
damento que éste para explicar efectos dados y la razón, sin em-
bargo, exige un fundamento de explicación. En cambio, la creen-
cia racional que reside en la exigencia de la razón respecto de su
satisfactorio uso práctico, puede llamarse postulado de la razón:37
no como si fuera una evidencia que bastara a toda certeza, sino
porque este asentimiento no es inferior en grado a ningún saber,
aunque se distingue completamente de éste según la clase: es el
saber práctico.38 Así pues, la primacía de la razón práctica sobre
la especulativa podría formularse desde distintos ángulos y de
diversas maneras; una de ellas sería señalando que la acción y la
necesidad de obrar excede siempre en el hombre a su posibili-
dad de conocer. En efecto, el hombre es un ser capaz de pensar
lo que por su constitución y la de su conocimiento es incapaz de
conocer, pues el conocimiento de un objeto implica poder de-
mostrar su posibilidad, ya sea porque la experiencia nos de testi-
monio de su realidad, ya sea a priori mediante la razón. En cam-
bio, puedo pensar lo que quiera con tal de no contradecirme, i.e.,
siempre que mi concepto sea un pensamiento posible, aunque
no pueda responder a la pregunta de si en el conjunto de todas
las posibilidades le corresponde o no un objeto. Para conferir a
ese concepto validez objetiva (es decir, posibilidad real, pues la
anterior era solamente posibilidad lógica) se requiere algo más.
83
Ahora bien, ese algo más no tenemos por qué buscarlo necesa-
riamente en las fuentes del conocimiento teórico. Puede hallarse
igualmente en las fuentes del conocimiento práctico.39 De este
modo, aunque hayamos tenido que abandonar el lenguaje del
saber, nos quedan recursos suficientes para hablar, ante la razón
más rigurosa, el legítimo lenguaje de una creencia firme.40
Antes de pasar al cuarto y último punto en que he dividido el
núcleo teórico del ensayo que estamos revisando, deseo remitir-
me a las Lecciones de Metafísica para presentar al lector un par
de textos que complementan y describen más ampliamente esta
idea kantiana de la creencia firme:
84
terminará, como pronto veremos, minando la libertad de pensa-
miento. Podemos comparar la polémica del panteísmo con la
Torre de Babel en la que se han introducido Jacobi y Mendelssohn
y a la que nos conduce tanto el discurso del uno como del otro.
Necesitamos una brújula para salir de Babel y ésta nos es pro-
porcionada por la razón misma al autoconocerse trazando
así sus alcances y límites.
85
En tercer lugar, libertad de pensamiento significa sometimien-
to de la razón solamente a las leyes que ella misma se da. Lo
opuesto a esto es la máxima de uso sin ley de la razón, o lo que es
lo mismo, la invalidez de una razón legisladora y a esto Kant le
llama entusiasmo. Ahora bien, cuando la razón no quiere some-
terse a las leyes que ella misma se da, pronto habrá de inclinarse,
como veremos enseguida, bajo el yugo de las leyes que otro le
imponga pues sin ley alguna nada dura mucho tiempo. El inevi-
table resultado de la petulante declaración de ausencia de ley en
el pensar (en otras palabras, de la negación o cancelación de las
limitaciones y restricciones impuestas por la razón) es que a fin
de cuentas se pierde la libertad de pensamiento a causa de esta
arrogancia. En efecto, entre quienes sostienen la invalidez de
una razón legisladora superior, se socava y derrumba aquello
que sirve de espacio de entendimiento común y pronto surge
una confusión de lenguaje de modo que se encuentran en una
Torre de Babel pues sólo la razón puede regir para todos, mien-
tras que cada uno de éstos sigue su propia iluminación interior y
su razón se halla en un estado de pasividad o pereza, privada de
todo uso (paralizada y adormecida). Más adelante, al detener-
nos en las reglas para evitar el error en la Crítica de la facultad de
juzgar, regresaremos a este interesante tema de la razón perezo-
sa (ignava ratio),44 por ahora baste señalar que este sometimien-
to y pasividad de la razón es el origen de la superstición. Sin
embargo, la razón es una facultad espontánea, activa y aspira
siempre a la libertad y una vez que rompe las cadenas de este
sometimiento su primer uso degenera en abuso y temeraria con-
fianza en la independencia de su facultad de toda limitación, i.e.,
degenera en una autocracia de la razón especulativa que no acepta
más que lo que puede justificarse por fundamentos objetivos. De
este modo niega su propia necesidad o exigencia y renuncia a la
creencia racional. Este descreimiento racional es un estado de
penuria del ánimo, que retira a las leyes morales toda fuerza de
motivación en el corazón humano y, con el tiempo, toda autori-
dad induciendo así a un modo de pensar precario que no reco-
noce ya ningún deber y que suele designarse como librepensa-
miento. Es entonces cuando la autoridad entra en juego, para
que los asuntos civiles no vengan al mayor desorden, suprimien-
44. Véase también Crítica de la razón pura A 689, B 717 y nota y A 773, B 801.
86
do la libertad de pensamiento y sometiéndola a los ordenamien-
tos y prescripciones del país. Es así como la libertad de pensa-
miento termina destruyéndose a sí misma cuando quiere proce-
der con independencia de las leyes de la razón.
Raras veces vemos que el estilo de Kant tome un tono tan
apremiante y emotivo como el que usa al cerrar este magistral
ensayo subrayando la tesis que ya antes45 había sostenido, según
la cual la razón posee esa prerrogativa que la convierte en el
mayor bien sobre la tierra: ser la última piedra de toque de la
verdad. Pensar por sí mismo significa buscar esa piedra de to-
que superior de la verdad en uno mismo, es decir, en su propia
razón; pensar siempre por uno mismo es la máxima de la Ilus-
tración y es un principio negativo en el uso de la facultad de cono-
cer. Dicho principio no quiere decir otra cosa más que plantear-
se a sí mismo, en todo aquello que se ha de aceptar, la siguiente
pregunta: ¿es factible o no convertir en principio general del uso
de la razón el fundamento por el cual algo se admite, o bien la
regla que se deriva de lo que se admite? Como se ve, este princi-
pio no es otro que el de la propia conservación de la razón y es
una prueba que puede hacerla cualquiera consigo mismo. Gra-
cias a este examen se verá desaparecer inmediatamente la su-
perstición, el entusiasmo y el fanatismo, aunque uno esté muy
lejos de tener los conocimientos para refutarlos con fundamen-
tos objetivos.
Pronto veremos que Kant enlaza esta importante tesis con el
núcleo del célebre ensayo, escrito apenas un año antes: Respues-
ta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?, pero por ahora debemos
detenernos todavía en el examen de los últimos tres pasajes en
los que encontramos las bases teóricas del principio de publici-
dad. Refirámonos ahora a un conjunto de ideas que vemos apa-
recer una y otra vez en las páginas de las Lecciones de lógica, la
Crítica de la facultad de juzgar, la Antropología desde un punto de
vista pragmático y algunas Reflexiones. Esta insistente reitera-
ción así como la estrecha vinculación con el principio de la pro-
pia conservación de la facultad de conocer, nos permite suponer
que estamos frente a una pieza teórica de gran importancia. A
pesar de que estos pasajes puedan contener ciertas redundan-
45. Cfr.: Crítica de la razón pura, A 740 B 768, línea 6 en la segunda edi-
ción: «la razón es el tribunal supremo de todos los conflictos».
87
cias, creo necesario citarlos in extenso dada su atingencia con el
tema que nos ocupa.
Estando a punto de concluir la Introducción a sus Lecciones de
lógica46 Kant se refiere a un tema de crucial importancia para exa-
minar lo que hoy podríamos llamar «distorsiones cognoscitivas»
o conocimientos falsos y señala que existen tres reglas para evitar
los errores en general. Es así que Kant nos propone: «Las reglas y
condiciones para evitar los errores en general son: 1) pensar por sí
mismo; 2) pensarse en la posición de otro, y 3) pensar en todo
momento de acuerdo consigo mismo. La máxima de pensar por
sí mismo se puede llamar modo de pensar ilustrado; la máxima de
trasladarse en el pensamiento a puntos de vista ajenos, modo de
pensar ampliado y la máxima de pensar siempre de acuerdo consi-
go mismo, modo de pensar consecuente o franco». Kant vuelve a
bordar cuidadosamente sobre este mismo tema en un pasaje de
enorme riqueza de la Crítica de la facultad de juzgar:
88
pensar libre de prejuicios; la segunda, del extensivo, la tercera, del
consecuente. La primera es la máxima de una razón nunca pasi-
va.48 La inclinación a lo contrario, por tanto, a la heteronomía de
la razón, se llama prejuicio, y el mayor de todos consiste en repre-
sentar la naturaleza como no sometida a reglas que el entendi-
miento, por su propia ley esencial, le pone a la base, es decir, la
superstición. La liberación de la superstición se llama ilustración,
porque aunque esa denominación se da también a la liberación
de los prejuicios en general, la superstición merece preferente-
mente (in sensu eminente) ser llamada prejuicio, en cuanto que la
ceguera en que ella nos sume, y que impone incluso como obliga-
da, da a conocer la necesidad de ser conducido por otros, y, por
tanto, el estado de una razón pasiva. En lo que toca a la segunda
máxima del modo de pensar, estamos acostumbrados a llamar
limitado (corto de alcances, estrecho, lo contrario de amplio) a
aquel cuyos talentos no alcanzan para ningún uso grande (sobre
todo, para el uso intensivo). Pero aquí no se trata de la facultad
del conocimiento, sino del modo de pensar, para hacer de éste un
uso conforme a fin; por muy pequeña que sean la envergadura y
el grado a que alcance el don natural del hombre, indica, sin
embargo, a un hombre de pensar amplio, cuando éste puede apar-
tarse de las condiciones privadas y subjetivas del juicio, dentro
de las cuales tantos otros están como atrapados, y reflexiona so-
bre su propio juicio desde un punto de vista universal (que sólo
puede determinar poniéndose en el punto de vista de los demás).
La tercera máxima, a saber la del modo de pensar consecuente, es
la más difícil de alcanzar, y no puede alcanzarse más que por la
unión de las dos primeras, y después de una frecuente aplicación
de las mismas, convertida ya en destreza. Puede decirse: la pri-
mera de esas máximas es la máxima del entendimiento; la segun-
da, de la facultad de juzgar; la tercera, de la razón.49
89
Se supone que es demasiado pedirles a los hombres sabiduría,
entendida como la idea del uso práctico de la razón, conforme a
leyes y perfecto; pero ni siquiera en un grado mínimo puede
infundirla un hombre en otro, sino que él tiene que sacarla de sí
mismo. El precepto para llegar a ella encierra tres máximas con-
ducentes a conseguirlo: 1) pensar por su cuenta, 2) ponerse (al
comunicar con los hombres) en lugar del prójimo, 3) pensar en
todo tiempo acorde consigo mismo.50
90
Para finalizar pondremos a consideración del lector tres Re-
flexiones en las que Kant no podía ser más taxativo al detallar el
sentido de estas tres máximas que hemos visto repetirse una y
otra vez. Sin embargo, antes será necesario decir una breve pala-
bra sobre la índole de estos fragmentos denominados Reflexio-
nes. Dado que estos fragmentos son copiosísimos, muchos de
ellos son importantes y en sus temáticas se recorre el territorio
de la obra kantiana en toda su extensión, considero conveniente
citar algunos de ellos a fin de apreciar adecuadamente el signifi-
cado completo y el grado de originalidad de las tesis que Kant
presenta en el tema que nos ocupa.
Desde su juventud, Kant tenía la costumbre de consignar
por escrito las ideas le venía a la cabeza. A diferencia de aho-
ra que hay un desperdicio enorme de papel, en aquella época
el papel era escaso, de modo que frecuentemente Kant usaba el
papel que lograba encontrar a mano: una carta recién recibida,
la nota de un comerciante, el borrador de un escrito, el margen
en blanco de un libro, etcétera. En muchos casos, estas anota-
ciones y pensamientos sueltos son recursos nemotécnicos para
no olvidar la idea que le había venido a la mente y carecen de
valor científico o literario. Sin embargo, revelan una profunda
agudeza en tanto que son los indicios que anticipan el trabajo
ordenado y sistemático del entendimiento y son sumamente im-
portantes para comprender cabalmente las obras ya termina-
das. Además, Kant daba sus cursos tomando como base algu-
nos textos o manuales escolares de boga (e.g., la Lógica de Meier
o la Metafísica de Baumgarten) y para preparar sus clases tenía
la costumbre de escribir al margen de esos manuales las re-
flexiones, críticas y demás observaciones que el texto en cues-
tión le sugería. Así pues, esos libros utilizados durante años es-
taban prácticamente repletos de las anotaciones manuscritas
de Kant. El conjunto de todas esas anotaciones, pensamientos,
y reflexiones manuscritas ocupa diez volúmenes de la edición
de las obras de Kant por la Real Academia Prusiana de Cien-
cias,54 i.e., más extensión que la ocupada por las obras que Kant
91
publicó en vida. Los primeros en dar a conocer estas anotaciones
fueron Friedrich Wilhelm Schubert (1799-1869) y Karl Rosen-
kranz (1805-1979), como parte de su edición de las obras de Kant.55
Finalmente, Erich Adickes llevó adelante la laboriosísima tarea
de recopilarlos, clasificarlos por temas, establecer su cronología
aproximada y editarlos; actualmente estas reflexiones o anota-
ciones se encuentran en la mayoría de las ediciones de las obras
de Kant bajo el título de Fragmentos de los escritos póstumos.56
Regresemos a nuestro asunto. La primera Reflexión que po-
nemos a consideración del lector dice así:
92
Puesto que la validez universal de nuestros juicios indica la ver-
dad objetiva para cualquier razón, se sigue la necesidad de una
razón participativa que se opone al egoísmo y que el juicio de
otros sea un criterio externo de la verdad; por lo mismo el dere-
cho de dar a conocer los propios juicios y la lealtad como el
motivo impulsor de las ciencias. Un entendimiento y una volun-
tad participativa son buenos siempre; un entendimiento sano y
correcto va siempre unido a la honradez y viceversa. El benefi-
cio de la duda en el juicio provisional de los otros consiste en
pensar que cuando los otros ostensiblemente parecen haber co-
metido un error, se prefiere creer que es uno quien no los ha
entendido. Egoísmo59 es el prejuicio de la indiferencia respecto
del juicio de otros considerado como criterio de verdad de nues-
tro juicio. Ponerse en el lugar de otros al pensar quiere decir
probar en otros el juicio propio.60
93
cometidos en nombre de la causa que él defendía; Zöllner soste-
nía que los principios de la moralidad estaban tambaleándose y
que a ello contribuía la decadencia de la religión. Zöllner se pre-
guntaba: «¿Qué es la Ilustración?; esta cuestión es casi tan im-
portante como ¿qué es la verdad? Y debe ser realmente respon-
dida antes de que uno empiece a ilustrarse. Sin embargo, yo no
he hallado ninguna respuesta en parte alguna». Fue así como
desde diciembre de 1783 el problema de la definición de «Ilus-
tración» se puso en el programa de trabajo y discusiones de este
grupo de famosos eruditos y ésta fue la pregunta que Kant se
propuso responder. No fue Kant el único en recoger la pregunta
del joven teólogo y de hecho ésta generó una polémica en la que
intervinieron numerosos pensadores, baste citar entre ellos a
Christian Garve, Moses Mendelssohn, Johann Georg Hamann,
Johann Gottfried Herder, Gotthold Ephraim Lessing, etcétera.
Kant respondió a la pregunta de Zöllner con un escrito inti-
tulado Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?, fechado
en septiembre de 1784 y publicado en diciembre de ese mismo
año en la mencionada revista. En la primera línea del escrito
Kant ofrece su respuesta a dicha pregunta: es la salida del hom-
bre de su auto culpable minoría de edad. Minoría de edad es para
Kant la incapacidad de valerse del propio entendimiento sin tutela
alguna. Y esa incapacidad es culpable cuando su causa no es la
falta de entendimiento sino la pereza y la cobardía para servirse
de éste sin sujetarse a la dirección de otro. Tenemos que atrever-
nos a pensar por nosotros mismos; ésta es la máxima de la Ilus-
tración: ¡Sapere aude!62 Notemos que Kant, haciendo una pará-
frasis de la expresión de Horacio, la glosa como Ten el valor de
servirte de tu propio entendimiento. En efecto, no es casual esta
vinculación que hace Kant entre la sabiduría y las máximas del
común entendimiento humano como reglas para evitar los erro-
res. Por eso, antes de proseguir nuestro examen de la Respuesta
a la pregunta ¿Qué es la Ilustración?, deberemos detenernos bre-
vemente en el concepto kantiano de sabiduría atendiendo a las
numerosas repercusiones en la acción que tendrá dicho concep-
to. En el ensayo intitulado Anuncio de la próxima celebración de
62. Sapere aude puede traducirse como ¡Atrévete a ser sabio! o ¡Ten la auda-
cia de ser sabio! Con esta expresión Kant está citando un fragmento de Horacio,
uno de sus poetas latinos favoritos: Epodos, I, 2, 40. Véase Ak. Ausg., VIII, 35.
94
un tratado de paz perpetua en filosofía,63 Kant define sabiduría
como «la concordancia de la voluntad con el fin último (bien
supremo)». Así, la doctrina de la sabiduría busca determinar de
manera suficiente para la práctica la idea de bien supremo. Cuan-
do la doctrina de la sabiduría es a su vez ciencia, recibe el nom-
bre de filosofía.64 Se necesita determinar con precisión la idea de
bien supremo porque entre más delimitado se halle dicho con-
cepto mejor podremos hacer concordar nuestra voluntad con
dicho bien y más claramente podremos saber qué tanto nos ale-
jamos o nos acercamos a ese fin. Aquí no podré desarrollar en
todos sus muchos detalles la concepción kantiana de bien supre-
mo pues eso nos llevaría lejos de los objetivos que ahora perse-
guimos; por el momento baste señalar que se trata de la idea de
un mundo en el que la felicidad se encuentra en exacta propor-
ción con la moralidad de los seres humanos.65 Como la filosofía
y la sabiduría se basan en la idea de bien supremo, serán siem-
pre un ideal que objetivamente sólo es presentado completamente
en la razón, pero subjetivamente, para la persona, es el fin de su
esfuerzo incesante.66 De esta manera, la sabiduría considerada
teóricamente significa el conocimiento del bien supremo y prác-
ticamente, lo cual es el aspecto más importante, significa la ade-
cuación de la voluntad con ese bien.67 Ya me he ocupado deteni-
damente con anterioridad68 de la distinción entre ideal y utopía
en este tema, por lo que ahora sólo señalaré algunos matices de
esta imprescindible distinción. Para Kant el deber moral consis-
te en la promoción del bien supremo y aunque este ideal nunca
sea realizado perfectamente, no deja de obligarnos; la aproxima-
ción continua a este ideal es realizable porque está fundamenta-
da sobre el deber incondicional de la razón.
Hecha esta breve precisión respecto del concepto kantiano
de sabiduría, estamos en condiciones de regresar al tema que
nos ocupa en el ensayo Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustra-
95
ción? A juicio de Kant, para esta Ilustración únicamente se re-
quiere libertad, y, por cierto la menos perjudicial, dice Kant, en-
tre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer
siempre y en todo lugar uso público de la propia razón, el cual
debe ser siempre libre. No voy a entrar aquí en el interesante
tema de la distinción entre uso privado y uso público de la ra-
zón, sobre el cual se ha escrito mucho y a veces se ha acusado
erróneamente a Kant de ser reaccionario,69 baste decir que por
uso público de la propia razón Kant entiende aquel que alguien
hace de ella en cuanto propiamente docto ante el gran público del
mundo de los lectores.70 ¿Qué entiende Kant por Gelehrter o doc-
to? Veremos que Kant se apartará de una definición austera de
Gelehrter que comprende solamente haber hecho estudios. Así,
El conflicto de las facultades71 inicia con la distinción entre los
propiamente doctos y los meramente letrados; éstos últimos han
hecho estudios pero han retenido sólo lo que es imprescindibles
para el ejercicio de un cargo público; son negociantes del saber
que utilizan este último en provecho propio y no precisamente
en aras de las ciencias; esta clase especial de letrados, lejos de ser
libre para hacer un uso público de sus conocimientos, se halla
bajo la censura de sus Facultades (universitarias) respectivas y
se comporta pasivamente y sin argumentar acerca de la perti-
nencia o utilidad de tal o cual orden de sus superiores.72
En contraste, dicho correctamente, docto es quien usa verda-
deramente su entendimiento para hablar en nombre propio al
gran público de lectores, exponiendo mediante escritos sus pro-
pios pensamientos cuidadosamente examinados, sometiendo li-
bre y públicamente al examen del mundo sus juicios y opiniones
y haciendo propuestas para el mejoramiento o progreso del des-
tino de la humanidad.73 No voy a entrar aquí en la interesante
discusión del conflicto entre palabra escrita y expresión oral, algo
69. Lejos de ser reaccionario, Kant fue en esto totalmente liberal, incluso
subversivo contra el absolutismo y sus defensores. Al respecto puede consul-
tarse el cuidadoso estudio de John Christian Laursen, «The subversive Kant:
the vocabulary of Public and Publicity» en Political Theory, vol. 14, 4, no-
viembre 1986, pp. 584-603.
70. Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ak. Ausg., VIII, 36-37.
71. Cfr.: Ak. Ausg., VII, 17-18
72. Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ak. Ausg., VIII, 37 y s.
73. Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Ak. Ausg., VIII, 38.
96
que muchos autores han examinado antes y mejor que yo.74 Por
ahora baste destacar que la nuestra es una cultura forjada en y
por la escritura. Esto se aplica sobre todo al uso público de la
razón y al trabajo intelectual y está muy bien expresado en aquel
famoso fragmento de las Observaciones de Wittgenstein según el
cual «Es sólo el esfuerzo por escribir nuestras ideas lo que les
permite desarrollarse». Yo agregaría: «por escribir y publicar»
nuestras ideas. En efecto, según hemos visto, el único sentido de
ser intelectual es ser crítico y no pensaríamos mucho ni bien si
no pensáramos en comunidad con los demás. Hemos de señalar
que el vehículo idóneo de la crítica y el uso público de la razón es
la manifestación escrita de nuestros pensamientos pues ésta pro-
picia la expresión puntual, rigurosa y firme de lo que se piensa o
dice. En resumen: uso público de la razón es el que hace quien,
poniendo en práctica las tres máximas señaladas, habla en nom-
bre propio (en primera persona) y somete al examen del gran
público del mundo de los lectores sus propios juicios.
Lo primero que salta a la vista al leer este famoso ensayo de
1784 es el énfasis con el que Kant subraya la importancia del
uso público de la razón y cómo la libertad de pensar repercute
y redunda en la libertad de acción. En efecto, Kant no puede
ser más taxativo al declarar que un contrato que excluyera toda
ulterior Ilustración es, sin más, nulo y sin efecto, absolutamen-
te ilícito, por más que fuera confirmado por el poder supre-
mo.75 Una constitución que imposibilita que los hombres am-
plíen sus conocimientos o los depuren de errores y avancen en
la Ilustración es un crimen contra la naturaleza humana y equi-
vale a violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad.
En efecto, ya hemos visto76 que como todo perfeccionamiento
y mejora de la que el ser humano es capaz deriva del derecho
originario de la razón humana común, donde todos tienen voz,
tal derecho es sagrado e irrestringible. De esto resulta que la
autoridad del soberano está limitada por el uso público de la
razón,77 pues si a un pueblo no le estuviera permitido decidir
97
por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en
nombre de aquél, pues su autoridad legisladora descansa, preci-
samente, en que reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya
propia. Kant volverá a insistir en esta misma idea en la Metafí-
sica de las costumbres con los siguientes términos: «Lo que no
puede decidir el pueblo (la masa total de los súbditos) sobre sí
mismo y sus componentes, tampoco puede el soberano deci-
dirlo sobre el pueblo».78
Lo segundo que deberá destacarse en este ensayo es que ya
desde esta temprana fecha Kant asienta la pretensión de validez
o principio de legitimidad propio de la democracia en la libertad
de pensamiento y el uso público de la razón. En efecto: toda
autoridad legislativa descansa precisamente en que asume la
voluntad entera del pueblo en la suya propia puesto que la pie-
dra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un
pueblo se halla en esta interrogación: ¿es que un pueblo hubiera
podido imponerse a sí mismo esta ley?79 Así pues, para Kant el
poder legislativo tiene que pertenecer al pueblo y el principio de
soberanía del pueblo sólo puede ser realizado bajo el presupues-
to de un uso público de la razón que se basa, como pronto vere-
mos, en la libertad como principio y fin.80
Kant terminará su famosa Respuesta con una idea en la que
se recapitula lo dicho hasta ahora: «Una vez que la naturaleza
[...] ha desarrollado la semilla que cuida con extrema delicade-
za, es decir, la propensión y atracción a pensar libremente, este
hecho va repercutiendo gradualmente sobre el sentir del pue-
blo81 (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de
98
actuar libremente) hasta llegar eventualmente a los principios
del gobierno, el cual juzga ventajoso por sí mismo tratar al hom-
bre, que ahora es más que una máquina, conforme a su digni-
dad».82 Aún corriendo el riesgo de que mi insistencia pueda
llegar a ser pesada para el lector, quiero destacar que este uso
público de la razón es el motor de la democracia y del proceso
humanizador de las instituciones o, siguiendo en esto a Maus,
de la institucionalización de las ideas morales.83 En efecto, la
moralidad no puede quedar limitada al ámbito de lo individual
porque esto no basta; es imprescindible que preñe a las institu-
ciones. Moralizar las instituciones no es otra cosa que humani-
zar las instituciones,84 i.e., que éstas se sometan a y se rijan por
un uso público de la razón. Como veremos en la segunda parte
de este trabajo, esto nos llevará de la mano a lo que podríamos
designar como una cuarta formulación del imperativo categóri-
co. En otras palabras, es tal la magnitud y complejidad de los
problemas sociales que no bastan las soluciones aisladas, indi-
viduales y particulares sino que se requieren soluciones institu-
cionales, públicas, a nivel de la sociedad en su conjunto lo cual
implica, como veremos, que dichas soluciones sean adminis-
tradas por la ley o según la ley.
99
3. Conclusiones
100
muestra palmariamente la Antropología, Kant fue un fino cono-
cedor de la psicología y la cultura de los pueblos y nada le fue
más ajeno que pretender defender un monopolio de la razón,
i.e., una sola y única forma de racionalidad, igual en todos los
hombres y en toda época. Para Kant, en el gran consejo de la
razón humana todos tienen voz y su filosofía se opone totalmen-
te a dar preeminencia a una razón exclusiva y excluyente. Acapa-
rar la razón y pretender que prevalezca una razón homogénea y
única que se impone a los demás, equivale a ir en contra de la
máxima del pensar extensivo y sostener la errónea pretensión de
privilegiar una penuria de la razón, i.e., una razón empobrecida,
estéril y precaria, en la que no hay lugar para la diversidad, la
riqueza y la pluralidad. Nada más contrario a la posición kantia-
na que sostener que sólo hay una cultura conforme a la razón y
que la razón sólo puede dar lugar a una única forma de civiliza-
ción, de modo tal que las demás culturas sólo tienen valor como
estadios en evolución hacia esa cultura superior. Para Kant, en
vez de subordinar la multiplicidad de culturas a una sola y única
manifestación hegemónica de la razón, se debe comprender la
razón como resultado de una pluralidad inagotable de culturas.
La antípoda del pensamiento kantiano es considerar el mundo
como el escenario de lucha entre Estados soberanos; en vez de
esto, el mundo ha de ser concebido como una unidad de convi-
vencia de regiones, pueblos, culturas y etnias en la que ningún
pueblo ha de quedar marginado o excluido, i.e., como una socie-
dad civil universal o cosmopolitismus.85 En resumen: las máxi-
mas para evitar el error no son sino las máximas para alcanzar
la sabiduría y éstas no son otras que las máximas del común
entendimiento humano, es decir, las máximas en las que se tiene
en cuenta el modo de pensar de los demás. En especial, la máxi-
ma del pensar extensivo es el resorte de la capacidad de autocrí-
tica. En otras palabras: el error no puede evitarse y la sabiduría
no puede alcanzarse sin reflexionar sobre el propio juicio desde
un punto de vista universal o cosmopolita y esto sólo puede ha-
cerse poniéndose en el punto de vista de los demás. Nada más
contrario a la posición kantiana que sostener un pensamiento
único y homogeneizador en el que el consenso corre menos peli-
gro que el disenso. Como veremos en la segunda parte de este
101
trabajo, el principio de publicidad puede ser entonces un poten-
te instrumento de diálogo, de emancipación y de diversidad.
Según se puede ver, es claro que, a pesar de lo que suele decir-
se siguiendo en eso a importantes filósofos contemporáneos,86 el
pensamiento del sabio de Könisgberg está muy lejos de ser una
filosofía de la conciencia, un idealismo solipsista en el que se
define la razón mediante la pura y abstracta subjetividad y que
necesite transitar hacia una filosofía de la intersubjetividad y de
la comunicación. Sería más justo y objetivo decir que propues-
tas tales como la «razón comunicativa» o la «comunidad de co-
municación» simplemente continúan y desarrollan el plan del
propio Kant, el mismo plan que Kant dejara trazado, y no que
tales propuestas subsanan las carencias que erróneamente di-
chos filósofos suponen ver en ese plan.
Recapitulando, publicidad no significa solamente comunica-
ción con el público,87 sino que posee una importante dimensión
filosófica dilucidada por Kant. En la segunda parte de este tra-
bajo veremos que existe un común denominador en los copiosos
escritos cuya revisión emprenderemos, por el momento baste
señalar que en todos ellos Kant avanza en el significado del uso
público de la razón y la libertad de crítica y de comunicación así
como en su alcance político hasta llegar a afirmar que la publici-
dad es el atributo formal del derecho. En efecto, Kant hará del
derecho el marco fundamental y permanente de la acción indivi-
dual y del libre juego de las fuerzas sociales.
Una de las ideas más importantes de los pasajes que hemos
citado en nuestra búsqueda de los fundamentos teóricos del prin-
cipio de publicidad y sus repercusiones en la acción es que para
Kant no existe ruptura entre su teoría crítica y las proyecciones
102
en la acción que ésta conlleva. Así, la tesis kantiana que presen-
tamos en la introducción de este trabajo según la cual nos conce-
bimos como agentes unificados y activos, tiene como correlato
aquélla otra tesis en la que Kant afirma que nuestra razón es por
sí misma un sistema.88 De este modo, la posición teórica estará
estrechamente vinculada con la posición política y tendrá gran-
des repercusiones en la acción. Este uso público de la razón será
de enorme trascendencia, a punto tal que podremos decir que la
libertad de pensamiento y el uso público de la propia razón se
extenderá, como corolario, a la libertad de acción en toda su
amplitud: libertad de comunicación, libertad de prensa, libertad
civil, libertad política.
Antes de terminar, insistamos un poco más sobre este punto
de modo que podamos entrever la temática que habrá de exami-
narse en la segunda parte de este trabajo. En el ensayo Idea para
una Historia Universal en sentido cosmopolita, leemos que «[...]
el hombre es un animal que, al vivir entre los de su especie nece-
sita un señor, pues ciertamente abusa de su libertad con respecto
a sus semejantes y, aunque como criatura racional desea una ley
que ponga límites a la libertad de todos, su egoísta inclinación
animal le induce a exceptuarse a sí mismo a la menor ocasión.
Precisa por tanto de un señor que quebrante su propia voluntad
y le obligue a obedecer una voluntad válida para todos, de modo
que cada cual pueda ser libre».89 Podemos decir que para Kant
este señor estará representado por la justicia pública, i.e, el dere-
cho público. En efecto, en el ensayo Acerca del refrán «tal vez esto
es cierto en teoría pero no sirve para la práctica» Kant delimita de
tal modo la noción de Derecho que nos permite establecer la
relación entre libertad y coacción. Así, podremos apreciar que
«el concepto de un derecho exterior en general se desprende en-
teramente del concepto de la libertad en las relaciones exteriores
de los hombres entre sí, y no tiene absolutamente nada que ver
con el fin ni con la prescripción de los medios... El Derecho es la
limitación de la libertad de cada uno a condición de su acuerdo
con la libertad de todos en tanto éste es posible según una ley
universal; y el derecho público es el conjunto de leyes externas
103
que hacen posible tal acuerdo universal. Luego, si toda limita-
ción de la libertad por el arbitrio de otro se denomina coacción,
resulta de ello que la constitución civil es una relación de hom-
bres libres que (sin perjuicio de su libertad en el todo de su unión
con otros) están sometidos a leyes de la razón».90 Dos son los
aspectos que deberán destacarse en este pasaje. El primero se
refiere a ese todo de la sociedad civil y su constitución. En efecto,
«el mayor problema para la especie humana, a cuya solución lo
obliga la naturaleza, es la instauración de una sociedad civil que
administre universalmente el derecho»,91 pues sólo en la socie-
dad (y ciertamente en aquella en la que se de la mayor libertad
posible junto a la más escrupulosa protección de los límites de
dicha libertad a fin de que pueda coexistir con la de los otros)
puede conseguirse el pleno desarrollo de todas las disposiciones
naturales, perfecciones y fines en la humanidad. Este problema
es el más difícil y el que más tardíamente será resuelto por la
especie humana pues depende, a su vez, del problema de una
reglamentación de las relaciones interestatales y no puede ser
resuelto sin solucionar previamente esto último.92 El segundo
aspecto en el que se deberá insistir es que esta constitución civil
justa está dictada por leyes de la razón y no por elementos empí-
ricos. En efecto, si atendemos a las formulaciones del principio
de publicidad enunciadas en Hacia la paz perpetua, notaremos
que lo básico del derecho público es lo universal, es decir, la for-
ma misma de la publicidad que caracteriza todo lo jurídico. La
publicidad es «el atributo formal» del derecho público.93 Por eso
la justicia sólo puede ser pensada como públicamente manifesta-
da y toda pretensión conforme a derecho debe tener la posibili-
dad de ser publicada. Así pues, de acuerdo con la segunda for-
mulación del principio que venimos revisando, la publicidad es
la condición de posibilidad de la unión de los fines de todos, por
consiguiente, de la libertad, lo que equivale a decir, del Derecho
mismo. Pronto veremos que Kant enfatiza que esto sólo será
90. Acerca del refrán «tal vez esto es cierto en teoría pero no sirve para la
práctica», Ak. Ausg., VIII, 289-290.
91. Idea para una Historia Universal en sentido cosmopolita, quinto prin-
cipio, Ak. Ausg., VIII, 22
92. Idea para una Historia Universal en sentido cosmopolita, séptimo prin-
cipio, Ak. Ausg., VIII, 24
93. Hacia la paz perpetua, Ak. Ausg., VIII, 381.
104
posible al realizar el proyecto de una República de la humanidad.
Así pues, el principio de publicidad entraña la exigencia jurídica
de mantener una comunicación libre y racional, institucionali-
zando la libertad de expresión y comunicación, asegurándola y
erradicando el secreto y el engaño en el orden jurídico y político
a nivel global. De este modo, la opinión pública viene a ser una
institución de la democracia y la comunicación libre y pública
reclamada por el principio de publicidad se transforma en exi-
gencia de transparencia y derecho a la información. Ello signifi-
cará que el poder legislativo tiene que pertenecer al pueblo en su
totalidad. Esto está expresando una idea normativa, un criterio
de legitimidad, un horizonte de comprensión de lo que es justo,
no una determinada estructuración del poder político. En otras
palabras, el principio de publicidad será un principio normativo
y la soberanía no dependerá de las contingencias de un parla-
mento formado por la suma de poderes empíricos. Pronto vere-
mos que se podría decir que el principio de publicidad puede ser
considerado como una cuarta formulación del imperativo cate-
górico. Kant nos ofrecerá un criterio de orientación para el sobe-
rano legislador que le obliga a adoptar la perspectiva universal
de la razón práctica en la que todos tienen voz. Kant expresará
claramente esta posición al decir que el contrato originario (pac-
to social) no es un hecho, es una idea de la razón que tiene, sin
embargo, su indudable realidad práctica, a saber, la de obligar a
todo legislador a que dicte sus leyes como si estas pudieran ha-
ber emanado de la voluntad unida de todo el pueblo.94 Así, el
principio de publicidad será una útil herramienta para que las
estructuras políticas autoritarias no dominen en las sociedades
al exigir el arbitraje público de los intereses y los conflictos en el
seno de las instituciones que surgen de la sociedad civil e impe-
dirá que un grupo político único pretenda distribuir los poderes
y los recursos según el equilibrio definido por sus propios órga-
nos internos. Así pues, se procurará destacar el papel que juega
el principio de publicidad en la democracia entendida como rea-
lización posible de un orden jurídico justo y que dicho principio
debe ir más allá del ámbito estatal, apuntando a una República
de la humanidad y el todo de una constitución civil justa.
94. Acerca del refrán «tal vez esto es cierto en teoría pero no sirve para la
práctica», Ak. Ausg., VIII, 297.
105
Bibliografía
106
CAPÍTULO III
NO DOMINACIÓN Y DEMOCRACIA
TRANSNACIONAL*
James Bohman
Saint Louis University, St. Louis, Missouri
107
concepto democrático de ciudadanía. Esta concepción demo-
crática de no dominación podría establecer a su vez la obliga-
ción de formar una república de la humanidad, en la medida en
la que justamente se requiere tal comunidad política con el fin
de hacer realidad efectiva la no dominación. En efecto, aun cuan-
do pudiera decirse que los conciudadanos de un Estado libre
gozan de mutuas relaciones de no dominación, este estatus no
se les puede atribuir plenamente mientras sostengan relaciones
de dominación con otras comunidades políticas. Es necesaria
una república de repúblicas para refrenar las tendencias de las
repúblicas democráticas a ejercer imperium (imperar) sobre otras
comunidades no republicanas y tecnológicamente menos desa-
rrolladas. Semejante ser amo de otros no sólo les deniega el esta-
tus de humanidad que establece transversalmente obligaciones
en todas las comunidades: también hace imposible que los ciu-
dadanos de las repúblicas que se expanden como imperios go-
cen de una segura no dominación en su propia patria. Es justa-
mente esta tendencia histórica la que movió a los republicanos
ilustrados, de Diderot a Kant, a oponerse a los imperios colonia-
les europeos no sólo por sus graves injusticias sino también por-
que eran destructores de la libertad común de la humanidad.
Dado el hincapié que hacen los republicanos en la no domina-
ción, para ellos sería extraño, en efecto, no involucrarse en la polí-
tica internacional o pensar que las relaciones entre todas las co-
munidades están sometidas a la inercia causal y sólo generan obli-
gaciones morales de beneficencia. Aunque ya no exista el estado
natural de anarquía, el sistema internacional es el foro donde el
Estado fuerte y los actores privados pueden ejercer numerosas
formas de dominación (Bohman 2004). Por ejemplo, las compa-
ñías transnacionales pueden ejercer dominium a falta de normas
legales que sean suficientes para establecer la justicia como nor-
matividad que se debe aplicar en todas las comunidades, tomada
a veces para establecer la necesidad de tener Estados más fuertes
(Slaughter 2005; Miller, cap. 6 de este volumen). En la era de la
globalización, sin embargo, las nuevas relaciones de los actores
principales han creado nuevas formas de injustificable autoridad
como extensiones de la autoridad del Estado. La guerra sigue sien-
do un medio por el cual los Estados resuelven los conflictos inter-
nacionales; y los Estados que fallan son incapaces de refrenar las
guerras civiles que se riegan como incendios a través de las fronte-
108
ras. El concepto de soberanía vinculada a la libertad como no
intervención no puede aportar ninguna solución, normativamen-
te aceptable, de estos problemas. Con todo, el republicanismo con-
temporáneo, si recibe más directamente la forma de esta herencia
anticolonial y cosmopolita, podría aportar justamente tales recur-
sos normativos.
Mi argumentación tiene cuatro pasos. En primer lugar, mues-
tro que es históricamente incompleta la versión del republicanis-
mo que ha nutrido el renovado interés actual. Como lo han hecho
notar historiadores tales como Anthony Pagden y Sankar Muthu,
un rasgo impresionante de la reciente historia del pensamiento
republicano es su desplazamiento del moderno Estado europeo
hacia una forma transnacional de comunidad que podría ser una
alternativa a los imperios coloniales. De este modo, la experien-
cia del colonialismo transformó profundamente la primera tradi-
ción del «homo republicanus», propia de los siglos décimo sépti-
mo y décimo octavo. Aunque ha sido ampliamente favorecida
por Philip Pettit y otros, el legado de esta tradición republicana
particular se ha caracterizado largo tiempo por su elitismo (Pettit
1997; Skinner 1998). En efecto, lo que es distintivo del posterior
republicanismo transnacional es el modo en el que el rechazo al
colonialismo europeo condujo a una distinción más acentuada
entre formas políticas antiguas y modernas. Esta objeción a las
«formas políticas anticuadas» incluía tanto antiguas repúblicas
como también monarquías e imperios, y condujo a una resignifi-
cación del ideal de no dominación entre los republicanos antico-
lonialistas. En segundo lugar, desarrollo una concepción clara y
distintamente normativa como alternativa a tal ideal, según la
cual la no dominación está asegurada sólo si los estatus y poderes
normativos de uno —incluidas las propias membresías políticas—
no se pueden cambiar arbitrariamente. En tercer lugar, teniendo
como base esta concepción normativa de la no dominación, los
derechos básicos pueden ser considerados precisamente como
esos estatus y poderes normativos que son suficientes para ase-
gurar la no dominación. En cuarto lugar, finalmente, sostengo
que a los derechos humanos se les puede dar una vuelta de tuerca
política republicana concibiéndolos como productores del esta-
tus más básico de membresía: la condición de ser miembro de la
comunidad política humana. El significado de los derechos hu-
manos así entendidos puede verse mejor si consideramos la suer-
109
te de aquellos a quienes Arendt llamaba personas «sin Estado»,
de aquellos que por varias razones carecían de condición legal
para reclamar en cualquier comunidad política y cuya domina-
ción no es simplemente la de los esclavos. Además, si los republi-
canos están comprometidos con la democracia, este compromi-
so trae consigo la extensión de un «mínimo democrático», cuyo
núcleo es el poder normativo para iniciar la deliberación, la cual
es la base de la libertad común y de la no dominación.
Con el fin de asegurar la libertad común, tiene que ser esta-
blecida una comunidad política humana o república de la hu-
manidad, por muchas de las mismas razones por las que los re-
publicanos siempre han pensado que debían instituirse formas
federativas. En lugar de exaltar las virtudes de las comunidades
políticas territorial y demográficamente delimitadas, como la
Córcega de Rousseau, los republicanos modernos deberían de-
fender de nuevo la comunidad política transnacional como una
alternativa a la tiranía del imperio y a la renovada disposición de
los Estados a emprender la guerra.
110
zar en este texto es mostrar que tales argumentos a favor de con-
siderar las comunidades y pueblos territorial y demográficamente
delimitados como el sujeto propio de la libertad civil se basan en
hechos históricos contingentes más que en condiciones necesa-
rias. Más que producto de los lazos de una comunidad de senti-
mientos, la identificación comunal es producto de la libertad
recíproca, es una «medida, comúnmente compartida, de no do-
minación, concomitante al ser un miembro plenamente incor-
porado» (Pettit 1997, 260). Esta justificación no establece que la
identificación con una comunidad particular necesite ser «ex-
clusiva», puesto que puede haber numerosos modos de compar-
tir con otros semejante libertad.
Los críticos de la democracia liberal, incluidos los republica-
nos cívicos y los demócratas partidarios de la participación, pien-
san que hasta el contexto nacional es demasiado grande para
una democracia robusta. Estos puntos de vista inspiran a menu-
do las críticas a la globalización como un proceso, típico de las
instituciones internacionales, que socava la autodeterminación
democrática. Los cosmopolitas republicanos, incluidos los re-
publicanos ingleses anticolonialistas como Richard Price, em-
plean estos argumentos, cuya motivación es democrática, con-
tra los mismos que los han usado antes y argumentan que los
derechos políticos cuyo objetivo es liberar de la dominación apor-
tan la garantía normativa para una democracia, superando la
condición que por lo general falta en las versiones más liberales
del cosmopolitismo político. En efecto, el Estado cosmopolita
«despótico» y cosmópolis «hinchada», que es el objeto de la crí-
tica republicana, no es en absoluto una comunidad política sino
un imperio indiferenciado. Construyendo sobre los argumentos
republicanos a favor de las instituciones modernas, como son
los órganos representativos, los republicanos de la edad de la
Ilustración propusieron que la forma política de una federación
pacífica era la innovación institucional señera del republicanis-
mo moderno que había trascendido finalmente los límites de los
antiguos modelos (Pagden 1995; Muthu 2003).
Esta forma democrática de cosmopolitismo no es innovación
reciente. Opuesta a la soberanía del pueblo, tanto en la versión
de Locke como en la de Rousseau, existe una tradición democrá-
tica alterna que reconoce la importancia no sólo de una plurali-
dad de formas democráticas sino también la necesidad de insti-
111
tuciones transnacionales que sean espuelas que apremien la glo-
balización europea con el fin de superar el colonialismo moder-
no. En efecto, numerosos pensadores han usado ideas republi-
canas para argumentar a favor de una especie de federalismo
transnacional como alternativa al resurgimiento colonialista de
las obsoletas instituciones políticas del imperio. Para muchos
republicanos (incluidos Price, Diderot y Turgot, entre otros), el
federalismo dispone de la desconcentración del poder necesaria
para superar la dominación de las colonias por parte del la me-
trópolis (Pagden 1995: 200). Dado que el problema político trans-
nacional que se había de resolver era (y sigue siendo) la domina-
ción, estos republicanos desecharon la idea de que el tamaño de
la nación organizada de acuerdo a una forma específica de go-
bierno fuera la consideración decisiva. En efecto, ni el contrac-
tualismo hipotético ni el real, basado en un acuerdo no fáctico o
en un consenso de hecho, son suficientes para superar el poten-
cial de dominación que se ha convertido en soberanía en cuanto
autoridad jerárquica; y el colonialismo estaba construido sobre
reclamos territoriales en cuanto el territorio es extensión de la
soberanía. Pero con el surgimiento del imperium de ultramar, el
dominium al interior del Estado se reafirmó inevitablemente a
sí mismo como el centro metropolitano que se buscaba para con-
trolar la periferia de las colonias aumentando su autoridad y su
poder de coerción. Como resultado, los republicanos anticolo-
nialistas argumentaban que la forma imperial de la globaliza-
ción europea socavaba el control del poder soberano en casa y
ultramar. Sacaron la conclusión de que la extensión de las insti-
tuciones republicanas más allá del Estado nacional era la única
solución. Desde Diderot, pasando por Kant, hasta Madison, una
federación transnacional es la solución al imperium europeo.
De este modo, la experiencia fundamental que funge como
forma interior de los republicanos de la Ilustración es su repudio
a dos formas inadecuadas de integración política global: no sólo
rechazaron el surgimiento de una comunidad religiosa de la hu-
manidad bajo el mando de un «monarca universal» cristiano, sino
también la transformación de la comunidad política en imperios
basados en la dominación colonialista de los pueblos no euro-
peos. La integración política de la humanidad era un medio nece-
sario para evitar las grandes adversidades e injusticias de la domi-
nación colonial. La alternativa al imperio no es la división del
112
mundo en pueblos autónomos, sino más bien la creación de fede-
raciones basadas en redes de reciprocidad y autoencarecimiento
entre los varios niveles de las instituciones republicanas, incluidas
las que cruzan las fronteras de los Estados nacionales. De este
modo, el compromiso de refrenar el dominium del Estado en casa
mediante la diferenciación institucional dotó de base los argu-
mentos a favor de la extensión de este mecanismo para refrenar el
imperium del Estado en ultramar. Una consecuencia para la na-
ción que conquista es que el control ejercido sobre sus nuevos
súbditos se extiende rápidamente a sus propios ciudadanos (Pitts
2005). Dadas tales relaciones de retroalimentación negativa, la
solución se encuentra en estructuras institucionales de larga esca-
la, interactivas y más diferenciadas que encarezcan transversal-
mente la libertad común a través de las comunidades políticas.
La diferencia entre republicanos del Commonwealth1 y la Ilus-
tración consiste en que los últimos reconocen que los imperios
extensos minan en última instancia varios poderes otorgados a
los ciudadanos por la constitución. Puesto que las constitucio-
nes se aplican sólo a comunidades específicas, ya no bastan para
habilitar «al agente para que prevenga que ocurran grandes ca-
lamidades» (Pettit 1997: 69), entre las cuales incluiría los gran-
des males de la industria bélica moderna. Se pensaba que los
beneficios mutuos que traen consigo el comercio o la amistad
entre las repúblicas eran la fuente de la paz. Pero quedaba claro,
a medida que la política colonial impactaba la política interior
del gobierno, que lo que se requería para la paz no era justamen-
te el imperio de la ley, sino más bien una sociedad civil activa e
instituciones responsivas. Esto significa que lo importante no es
justamente que los ciudadanos tengan un estatus reconocido y
compartido, sino que los poderes que toman las decisiones estén
institucionalizados en instituciones democráticas, de tal mane-
ra que los agentes adquieran la función normativa de ciudada-
nos y las libertades y poderes que otorga la condición de miem-
bro se conviertan en el medio para evitar las calamidades de la
guerra, la conquista y la explotación económica. Un modo de
resistir estas calamidades al interior de las comunidades consis-
113
te en que los ciudadanos se opongan a que se les impongan tales
obligaciones fiscales y militares, y de esta manera conviertan el
poder ejecutivo en todos sus niveles en objeto de debate público.
Charles Tilly ha argumentado que la industria bélica ha sido
históricamente un mecanismo para introducir derechos socia-
les en la medida en la que el Estado se volvía cada vez más de-
pendiente de la disposición de sus ciudadanos a aceptar las
obligaciones del servicio militar (Tilly 1990). Los republicanos
tomaron la aparición de la industria bélica moderna como una
evidencia de la falta de derechos políticos, especialmente cuan-
do la conquista se mostraba al mismo tiempo como el medio
para adquirir y controlar territorios coloniales. Una vez que los
mecanismos institucionales de la beligerancia se desplazaron de
los órganos representativos a las funciones ejecutivas y adminis-
trativas mucho menos fiscalizables, minando así el equilibrio
entre los poderes institucionales al interior de las repúblicas, se
vio reducida en gran medida la capacidad de los ciudadanos para
rechazar democráticamente las obligaciones relativas a la gue-
rra y a los preparativos para la guerra. Las medidas precautorias
constitucionales solas mostraron que no eran adecuadas cuan-
do la seguridad nacional exigía la suspensión de las libertades y
los derechos civiles. Tales limitaciones a las libertades civiles no
son menos verdaderas ahora que en el siglo décimo octavo, cuan-
do los monarcas intentaron censurar los periódicos y las bitáco-
ras mercantiles para que no publicaran información sobre la si-
tuación en que se encontraban las colonias (Habermas 1998: 49).
Así, pues, los republicanos de la Ilustración vieron que había
una clara retroalimentación negativa entre la expansión en la
arena internacional de los poderes ejecutivos centralizados y los
poderes activos de la ciudadanía, incluso dentro de las fronteras
del Estado libre. En efecto, la industria bélica moderna muestra
repetidas veces cómo ha sido sistemáticamente rota la relación
entre una sociedad civil poderosa y la paz internacional.
La crítica de los republicanos de la Ilustración a las tendencias
imperialistas de los Estados tiene una enorme importancia prác-
tica para el diseño institucional de cualquier república contempo-
ránea (Bohman 2007). Tal crítica sugiere que si los ciudadanos
han de tener los medios para prevenir los grandes males de la
guerra y el expansionismo colonial, entonces deberán exigir un
sistema internacional de instituciones que pueda garantizar tales
114
protecciones y limitar las ambiciones imperialistas de sus propios
países. Si tomamos en serio tales argumentos republicanos mo-
dernos, entonces necesitamos modificar algunos supuestos bási-
cos acerca del lugar que le corresponde propiamente a la demo-
cracia y al ejercicio de los poderes de la ciudadanía. Una posibili-
dad consiste en que tienen que existir algunas instituciones
supranacionales si los Estados democráticos han de volverse más
democráticos que menos y expandir el espacio público de la liber-
tad común, incluso dentro de sus propias fronteras.
Al argumentar a favor de al menos algunas instituciones, un
buen punto de partida es la analogía republicana entre las razo-
nes para justificar las federaciones y las que justifican las institu-
ciones transnacionales. Uno de los grandes beneficios de los pac-
tos federales es su habilidad para tratar cuestiones de compleji-
dad y tamaño. Además, contrario a la exigencia del Estado de
disponer de una soberanía excesiva y al monopolio de ciertos
poderes, las instituciones federales están basadas en el principio
de no dominación que Pettit llama la «condición de la descon-
centración del poder» (Pettit 1997: 177-180) para contrarrestar
la tendencia a la centralización del poder del Estado. La defensa
republicana de las federaciones y la desconcentración transver-
sal de los poderes en los diferentes niveles institucionales, órga-
nos deliberativos y varios oficios puede extenderse consistente-
mente de manera transnacional con el fin de que se vuelva reali-
dad efectiva la libertad de la dominación. De este modo, la
desconcentración de la condición de poder se interpreta mejor
como variable históricamente. Dado que algunos poderes ejecu-
tivos del Estado han sido delegados en órganos internacionales,
como la Organización Mundial del Comercio, y a órganos trans-
nacionales como las mesas de adjudicación del Tratado de Libre
Comercio de Norteamérica (NAFTA), la desconcentración de la
condición de poder tiene un nuevo campo de aplicación.
115
decisiones de otros que tiene el dominador. Entre estas capaci-
dades incluye «influencia financiera, autoridad política, contac-
tos sociales, arraigo en la comunidad, acceso a la información,
posturas ideológicas, legitimación cultural, etc.» (Pettit 1997: 52).
Pero la capacidad de interferir no es una condición necesaria de
la dominación, precisamente porque tal capacidad puede ser ejer-
cida por un «interventor no-dominante» (Pettit 1997: 55), como
es un gobierno que actúa de acuerdo con el imperio de la ley y
también «monitorea» las opiniones e intereses de quienes son
interferidos. Con el fin de evitar la dominación, yo tengo que
gozar de una «forma segura y flexible de no-interferencia», y
estar, así, en una posición en la que nadie tenga ese poder de
interferir arbitrariamente y yo sea correspondientemente pode-
roso» (Pettit 1997: 69). Estos poderes se derivan de la condición
de ciudadano.
Muchos críticos han puesto de relieve que esta concepción
de la dominación es excesivamente amplia (Friedman, cap. 10
de este volumen). Si bien es correcta por lo que se refiere al pa-
pel de la voluntad del dominador, esta crítica pasa por alto el
importante sentido en el que el concepto de no dominación de
Pettit es esencialmente un término de membresía o estatus que
hace poderosa a la persona o, más precisamente, poseedora del
«poder para impedir que ocurran ciertos males» (Pettit 1997:
69). Dadas las miríadas de fuentes de dominación potencial, los
agentes tienen que ser muy poderosos efectivamente. Previamente
Pettit había definido negativamente este poder del agente como
«contrapoder». En esta sección me propongo recuperar esta con-
cepción descuidada, haciendo uso de la correlación empírica
entre no dominación y los poderes ciudadanos activos (más que
el solo estatus garantizado por la constitución) para ofrecer una
revisión del concepto básico de no dominación. Esta concepción
va más allá de la distinción entre interferencia arbitraria y no-
arbitraria para ver el estatus de ciudadanía en términos de pode-
res normativos, específicamente la capacidad de los ciudadanos
en su conjunto para crear y modificar sus propias obligaciones y
deberes más que padecer su imposición.
La distinción entre interferencia arbitraria y no-arbitraria no
puede determinarse simplemente refiriéndose a los intereses o a
los objetivos de las partes afectadas. La arbitrariedad como pre-
dicado tiene sentido sólo si existe el fondo normativo de dere-
116
chos, deberes, roles e instituciones que los actores dan por des-
contado en su acción social (incluidos varios derechos políticos
y legales). Por esta razón, Henry Richardson ha criticado el re-
publicanismo de Pettit por dar una «definición no normativa de
dominación» que hace demasiadas concesiones a la no-interfe-
rencia liberal. En lugar de ello, Richardson argumenta que do-
minación y no dominación son nociones inherentemente nor-
mativas y que «el ejercicio aparentemente normativo del poder
—el poder de modificar los derechos y deberes de otros— es
esencial a la idea de dominación» (Richardson 2002: 34). La do-
minación, entonces, no es justamente la capacidad de interferir
arbitrariamente en la vida de otro, sino también la capacidad de
emplear un poder clara y distintamente normativo que opera
teniendo como fondo institucionalizado expectativas normati-
vas; es, pues, la habilidad de imponer arbitrariamente obligacio-
nes y deberes. La clave consiste aquí en re-significar el impor-
tante término «arbitrario» en el sentido de uso de los poderes
normativos.
¿Qué quiere decir usar arbitrariamente poderes normativos
respecto de obligaciones, deberes y estatus? Si seguimos a Ri-
chardson en esto, parecería que los casos de dominación tie-
nen que violar de alguna manera las normas y los estatus o las
expectativas que estas normas y estatus producen. Esto sigue
concibiendo la dominación como el ejercicio de una voluntad
arbitraria más que como ejercicio arbitrario de un poder nor-
mativo (Bohman 2007: cap. 2). Entonces, los dominadores se
encuentran en una cierta relación normativa con los domina-
dos, como el padre o el rey o el administrador colonial, y en
estos casos ejercen el poder normativo de la autoridad para
imponer derechos y deberes; en efecto, para cambiar arbitra-
riamente las condiciones normativas de los dominados. Esto,
ciertamente, sería un caso de tiranía. Sin embargo, el adminis-
trador «racional» puede muy bien decidir imparcialmente im-
poner nuevos deberes teniendo como fin el bien común; puede,
incluso, actuar en conformidad con reglas legales generales que
son conocidas públicamente. ¿Podría decirse todavía que esto
es dominación?
De acuerdo con esta argumentación normativa, la domina-
ción no requiere que se use arbitrariamente un poder en el senti-
do de que sea violación de una regla o norma de una práctica o
117
incluso de una expectativa arraigada. La dominación es más bien
el uso de poderes normativos sin que la persona dominada pue-
da apelar o poner remedio. A la luz de este requisito, Pettit argu-
menta que «un régimen legal viable» (Pettit 1997: 35) es necesa-
rio para la no dominación en el sentido de que este estatus nor-
mativo y sus poderes no dependen de la buena voluntad de otros.
La estabilidad de las expectativas normativas o justicia como
regularidad, en los términos de Rawl, es demasiado débil para
captar la intensidad de la no dominación de un agente. En lugar
de ello, los poderes normativos de la ciudadanía son necesarios,
precisamente como poder para moldear democráticamente el
contenido de las obligaciones políticas de uno.
Por lo que se refiere al contenido de obligaciones particula-
res, la suerte de libertad política que se requiere puede entonces
volverse a concebir como una forma de contrapoder. De acuerdo
con Pettit, el contrapoder es «la capacidad de mandar la no-in-
terferencia como poder» (Pettit 1996: 589). Como en el caso de
la dominación, el énfasis que pone Pettit en la voluntad deja fue-
ra las características normativas esenciales al contrapoder: más
que la capacidad de controlar a otros y resistirse a que la volun-
tad de otro sea la que imponga obligaciones, el contrapoder tie-
ne que ser el poder sobre el contenido de las obligaciones y esta-
tus de uno. Esto es, el poder normativo más básico de ciudada-
nía es el poder positivo y creativo para interpretar, amoldar y
reformar los verdaderos poderes normativos que poseen los agen-
tes que tratan de imponer a otros obligaciones y deberes sin per-
mitir que éstos los interpelen. Entendida normativamente, la no
dominación está entonces ligada al ejercicio de la libertad comu-
nicativa, un poder activo que tiene que ser incluido entre aque-
llos poderes necesarios para establecer y asegurar relaciones so-
ciales libres en las cuales las obligaciones y los estatus no son
impuestos simplemente por un partido o funcionario institucio-
nal. En lugar de apelar a normas e instituciones sociales existen-
tes, el uso público de la libertad comunicativa hace posible el
uso de normas existentes para dar contenido a sus obligaciones
mutuas e incluso para crear nuevas normas por medio de una
deliberación conjunta.
De este modo, los poderes específicamente normativos regu-
lan las relaciones y poderes sociales no constriñéndolos mera-
mente mediante reglas y normas, sino haciéndolos también crea-
118
ciones con poderes naturales y sociales capaces de cambiar es-
tas mismas normas y reglas. En ninguna otra función o estatus
que no sea el de ciudadanos en instituciones democráticas ejer-
cen los miembros de las sociedades modernas sus poderes nor-
mativos para imponer obligaciones y cambiar los estatus. Cier-
tamente existen en las sociedades modernas otras formas de
autoridad que también hacen posible que cambien estos estatus
y obligaciones sin influencia del pueblo o el control discursivo
de los ciudadanos. La democracia misma es, pues, el ejercicio
conjunto de estos poderes y capacidades, de manera que éstos
no estén bajo el control de algún individuo o grupo de ciudada-
nos. Tales poderes tienen que ser redefinidos conjunta y creati-
vamente cuando cambien las circunstancias de la dominación.
Los poderes que los ciudadanos tienen sobre sus propias obliga-
ciones y sobre el cometido de estos poderes normativos son lo-
gros centrales de las instituciones democráticas al asegurar la no
dominación.
Ahora podemos regresar al asunto de la desconcentración
del poder en múltiples niveles como un medio para llevar a cabo
una no dominación robusta. Algunos han argumentado que la
legitimidad deliberativa es local y que el grado más alto que al-
canza es el del Estado nacional (Dahl 1999; Kymlicka 1999; Mi-
ller 1995). Sin embargo, organizados propiamente con poder
desconcentrado, numerosas y grandes unidades también tienen
ventajas deliberativas. Al menos algunas prácticas actuales de la
Unión Europea (UE) se valen de estructuras institucionales de
cooperación para sacar ventaja de la desconcentración del po-
der y la deliberación en comunidades políticas policéntricas y
pluriniveladas. Contrariamente a la soberanía clásica moderna,
las instituciones cosmopolitas republicanas deberían promover
la separación de poderes desagregando tanto los monopolios y
las funciones del Estado en una variedad de niveles y estatus
institucionales como también los poderes transnacionales cen-
tralizados y redistribuyéndolos entre los ciudadanos, abriéndo-
los así a la deliberación de éstos. Un claro ejemplo del modo en
el que tales instituciones pueden promover ulteriormente la de-
mocratización puede encontrarse en la institucionalización de
los derechos humanos en la Convención Europea para la Protec-
ción de los Derechos Humanos y la reciente Carta de los Dere-
chos, suscrita ciertamente por la Unión Europea.
119
¿Cuál es el propósito de este nuevo vástago de coaccionar a
una realización efectiva de los derechos humanos que vaya más
allá de la coacción que ya ha sido prevista por las constitucio-
nes de los Estados miembros? Junto con la supranacional Cor-
te Europea de Derechos Humanos, que garantiza los derechos
a la petición individual independientemente de la Unión Euro-
pea, existen (por lo menos en la dimensión jurídica) múltiples
instituciones y membresías nuevas que pueden ser convocadas
cuando se hacen reclamaciones relativas a los derechos huma-
nos. Tales estructuras diferenciadas y poliárquicas superpues-
tas permiten una mayor realización efectiva de estos derechos
y sus respectivos reclamos contra la dominación, en cuanto los
ciudadanos ejercen los varios títulos obtenidos en virtud de sus
membresías que se traslapan. Este rasgo característico de la
Unión Europea se puede generalizar de dos modos: uno con-
siste en ver cómo se pueden usar las prácticas y los modelos de
la Unión Europea para promover este poder normativo funda-
mental, el poder que es básico para el derecho a tener dere-
chos. La Unión Europea pudo hacerlo así proveyendo de una
variedad de foros y sitios para la deliberación, en los cuales los
públicos interactúan unos con otros y con las autoridades ins-
titucionales. Sin embargo, esta división de poderes puede no
ser exclusivamente territorial, de otra manera no se podría dis-
tinguir de un Estado nacional grande. El segundo modo para
promover la deliberación es una consecuencia de sus rasgos
característicos. Con el fin de que deliberantes de otros sitios
institucionales no impongan obligaciones a los ciudadanos,
los ciudadanos han de tener la capacidad de iniciar el proceso
de deliberación en múltiples niveles. El ejercicio de tales pode-
res normativos requiere una robusta interacción a través de
tales niveles y foros institucionales en los que los públicos inte-
resados puedan plantear asuntos de interés común. Esta mis-
ma interpretación de la no dominación sugiere que, hasta que
tales poderes normativos se hagan extensivos a todos los seres
humanos, el poder que se ejerce en alguna institución particu-
lar es en última instancia democráticamente arbitrario. En este
caso, unos ciudadanos se vuelven dominadores de otros ciu-
dadanos.
120
La república de la humanidad
121
nos. Esta cualidad moral puede ser llamada «humanitas» y ha
recibido varias interpretaciones, tales como dignidad humana,
naturaleza racional, etc., que pueden aportar la base para la
atribución de derechos. Más que aceptar la distinción habitual
que ejemplifica Williams, yo ofrezco una tercera concepción
más republicana que combina características de ambas: la hu-
manidad como la comunidad política humana. En primer lugar
y ante todo es una interpretación de la humanidad en términos
de una propiedad moral: el estatus de ser miembro de una co-
munidad política. Además, más que apelar a una propiedad o
estatus específicamente moral, ser miembro de esta comuni-
dad tiene la ventaja de incluir todo el árbol de las capacidades
humanas. También recupera la humanidad en el sentido agre-
gativo de Williams, puesto que este estatus particular consiste
en ser miembro a carta cabal en una comunidad política com-
pletamente inclusiva. A falta de varias instituciones, la huma-
nidad en este sentido político puede no estar todavía realizada
del todo, pero la humanidad tiene una importancia práctica
directa.
En su libro Eichmann in Jerusalem, y en varios intercambios
epistolares con Jaspers que conciernen los juicios de Nürenberg,
Arendt hace énfasis en la diferencia dual entre Menschlichkeit y
Menschheit, entre «humanness» y «humanity», «humanitas» y «hu-
manidad» (Arendt y Jaspers 1993: 413). Cuando Kant nos pide en
su filosofía moral que «respetemos la humanidad del otro», se
refiere más a la primera que a la segunda, estos es, a las exigen-
cias morales del respeto debido a las personas que tienen sus
propios fines intrínsecos o, para usar la expresión de Rawl, en
cuanto fuentes auto-originantes de lo que en justicia les es debi-
do. «Un ser humano considerado como persona, esto es, como
sujeto de una razón moralmente práctica... posee una dignidad...
en virtud de la cual exige respeto para sí mismo por parte de
todos los otros seres racionales del mundo» (Kant 1996: 553). La
dignidad es el objeto específico de la humanitas, un cierto esta-
tus moral que implica una autoridad que se pide para sí mismo
al reconocerla recíproca y libremente en los otros. La humani-
dad, por tanto, está ligada a la capacidad racional de ser una
fuente de valor o fuente auto-originante de reclamos de lo que en
justicia le es debido (Kosgaard 1996; Darwall 2005). Nótese, en-
tonces, que aquí hay una doble ambigüedad: no precisamente
122
entre humanidad y humanitas, sino entre humanidad, en cuan-
to ligada a una capacidad normativa de fijar fines y exigir lo que
le es debido en justicia, y humanidad en cuanto estatus normati-
vo que puede ser reclamado a cualquier otra persona libre, in-
cluso aunque no le sea reconocido: la humanidad reclama su
humanidad.
Podemos llamar humanidad una capacidad ligada a la liber-
tad en primera persona, mientras que humanidad en cuanto es-
tatus es en segunda persona. Es en segunda persona por el he-
cho de que es un estatus normativo que es efectivo en relación
con otros que también tienen el mismo estatus de ser miembros
en una comunidad de interacción. Este es el término estatus in-
vocado por la idea republicana de que los ciudadanos no tienen
amo y pueden vivir sin miedo en sus propios términos y mirarse
de frente unos a otros o, como lo formuló Milton, «caminar por
las calles con otros seres humanos, ser interpelado libre, fami-
liarmente, sin adoración.» Estas frases republicanas denotan lo
que significa llevar efectivamente a cabo sin dominación la liber-
tad intrínseca a tales redes de relaciones —las relaciones entre
personas libres, mediadas por el estatus de ser miembros en una
comunidad política, que expresa el adagio republicano «ser libre
es ser ciudadano de una comunidad libre». Sólo en relación a la
humanidad en este sentido tienen valor intrínseco la democra-
cia y los derechos políticos. Este valor intrínseco está presente
no sólo en los casos de quienes son sujetos de derechos humanos
que viven en una comunidad política democrática plenamente
realizada, sino también en el caso de la persona que no tiene
derechos y carece de todos estos estatus y poderes, y cuyo esta-
tus humano ha sido violado.
¿Qué aspecto de la humanidad está en juego en tales violacio-
nes? Esta cuestión brinda la oportunidad para hacer una inter-
pretación republicana. Como lo hace notar Arendt, la humani-
dad en el sentido de la primera persona no aprehende la noción
de crímenes de lesa humanidad, aún cuando haya sido violada
la dignidad humana básica; es más bien el estatus normativo en
segunda persona el que ha sido violado cuando la gente es priva-
da de sus derechos y de su Estado por actos de violencia sistemá-
ticos y organizados. Con este concepto vamos más allá del con-
traste republicano estándar entre amo y esclavo, con el que se
sugiere que lo que está en juego es un asunto de subordinación a
123
la voluntad de un amo. En lugar de ello, se trata de la pérdida
arbitraria de la humanidad, de la capacidad de tener un estatus
en cuanto tal. La gente que busca justicia después de perder su
condición de miembro en alguna comunidad política particular,
a causa de actos de violencia como el genocidio o a causa de
actos de desnacionalización, puede apelar a este estatus de hu-
manidad. La calamidad de quienes no tienen derechos no con-
siste en que tales personas están privadas de la vida, la libertad y
la prosecución de la felicidad, sino en «que ya no pertenecen a
ninguna clase de comunidad» (Arendt 1973: 297). En otras pala-
bras, la humanidad está en juego porque las personas que no
tienen derechos no sólo han perdido su condición básica de miem-
bro con poderes específicos, sino también su estatus humano, la
posición que es necesaria para exigir respecto de los demás. En-
tonces podemos pensar la libertad de la dominación como una
especie de derecho a tener la condición de miembro, derecho a
los estatus y poderes que le dan seguridad a nuestra libertad y
nos permiten ser libres para evitar las calamidades y males que
son el resultado de perder tal estatus.
Aquí es donde el argumento republicano a favor del transna-
cionalismo cobra su máxima fuerza. En el caso de los derechos
humanos, la comunidad que es interpelada no es la misma que
aquella en la que la persona cuyos derechos han sido violados
tiene de facto la condición de miembro, sino más bien la comu-
nidad humana en cuanto tal (Bohman 2007: cap. 3). El derecho
a ser miembro en esta comunidad es por tanto básico porque
este estatus normativo más fundamental es el que está implica-
do al tener derechos humanos (que incluyen varios derechos di-
rectamente políticos). Entonces, el poder normativo más básico
para resistir la pérdida de este estatus en caso de tiranía y domi-
nación es aquel que al mismo tiempo crea la comunidad de la
humanidad. Pero no podemos reclamar este derecho sin institu-
ciones políticas que sostengan a una comunidad que sea inter-
pelada por aquellos cuyos estatus básicos hayan sido violados.
Si bien es cierto que cualquier grupo particular de instituciones
puede actuar en nombre de la humanidad, por lo menos son
necesarias algunas instituciones transnacionales para asegurar
esta forma más básica de no dominación. En el caso del sistema
internacional, ninguno está seguro en la no dominación de tales
instituciones. Si se domina a algunos, entonces se puede domi-
124
nar a todos si se dan las circunstancias adecuadas. El único modo
de hacer efectiva la no dominación es por medio de la libertad
común; en este caso, tal libertad de la dominación requiere que
todos sean libres, y no sólo como un resultado del poder ejercido
en y por una comunidad particular, arbitraria.
A falta de un gobierno mundial, muchos han objetado que la
humanidad no puede ser tomada como una comunidad política,
un pueblo, un demos o, incluso, una entidad colectiva. En efecto,
David Luban ha objetado recientemente que «llamar a la huma-
nidad —al género humano— partido de interés no es considerar
a la humanidad como conjunto de individuos humanos» (Luban
2004: 137). Pero lo que es aún más importante, el asunto aquí es
qué constituye una comunidad política; y Luban tiene un crite-
rio funcional demasiado estrecho: «sólo las comunidades políti-
cas promulgan leyes; por esta razón, la humanidad no es comu-
nidad política» (p. 126). Sin embargo, para que la humanidad
sea la parte interesada no se requiere ningún acto legislativo que
la haga tal. Sino, más bien, la humanidad es una propiedad com-
pleja que consiste en un abanico de capacidades que tenemos en
común con otros en la medida en la que somos libres. El régi-
men de derechos humanos y sus instituciones constituye, por
tanto, la humanidad en sentido político, en cuya ausencia los
derechos humanos serían considerados en el mejor de los casos
como obligaciones más morales que políticas. Esto significa que,
a falta de autoridad civil y leyes, las personas que presuntamente
no tienen derechos ni Estado sólo podrían, según la memorable
frase de Locke, «apelar al cielo».
Entonces, tener derechos humanos a ser miembro viene jun-
to con el poder normativo a tener derechos: el poder de reclamar
a todos aquellos que también tienen derechos humanos (y el de
ser responsivo a sus reclamos) y, por tanto, a la humanidad o a la
comunidad política humana de cuyo reconocimiento dependen
estos derechos. Esto le da sentido a la frase elíptica de Arendt «el
derecho a tener derechos». Además, la ley internacional recono-
ce una serie de reclamos muy semejante en «el derecho a la na-
cionalidad» en cuanto derecho político que es la base de los de-
rechos de los refugiados y quienes piden asilo. El derecho a la
nacionalidad no es, pues, mero derecho a la protección; no es
precisamente derecho a que no se nos retire arbitrariamente
nuestra condición de miembro, sino el derecho a tener un esta-
125
tus que haga posible el ejercicio de los poderes normativos sin
consideración de la nacionalidad que uno tenga de facto. Aun-
que no se refiera a ninguna comunidad política de hecho, este
derecho a ser miembro ya no es asunto de soberanía nacional ni
de elección arbitraria de alguna comunidad política que garanti-
ce tal estatus. En lugar de ello, es el estatus necesario para com-
partir una libertad común con todos aquellos con quienes inte-
ractuamos, la cual se vuelve efectiva en numerosos foros institu-
cionales diferentes. Si se organiza apropiadamente, la condición
de miembro en tal comunidad política inclusiva podría conver-
tir en estatus y poderes los reclamos a tener derechos. En la
medida en la que están basados en poderes y libertades normati-
vos que se ejercen en común, las democracias tienen un compro-
miso especial con la humanidad.
126
cracias obligaciones especiales para establecer la república de la
humanidad, incluso dentro de sus propias fronteras.
El mínimo de poder necesario para llegar al umbral de la no
dominación democrática —lo que yo llamo «el mínimo demo-
crático»— requiere de más autoridad legítima que simplemente
garantizar el permiso a ser consultado. Lo inadecuado de la con-
sulta sin otorgar poder puede ser dilucidado mejor no a través
del contraste republicano clásico entre ciudadanos y esclavos (los
que carecen de libertad en cuanto tal), sino más bien entre ciuda-
danos y personas sin derechos (las que carecen de la libertad
común que tienen en común con otras personas). A diferencia de
las personas que no tienen derechos, los ciudadanos tienen la
facultad compartida de iniciar el proceso de deliberación; esto
entraña la facultad no sólo de tener funcionarios o gobernantes
que respondan a sus intereses, sino también de fijar los puntos
de una agenda y, por tanto, de estar seguros de su libertad de la
dominación. Como lo formuló Arendt: «La iniciativa, antes de
que se vuelva evento histórico, es la suprema capacidad humana;
políticamente, es idéntica a la libertad humana» (Arendt 2000:
479). Esta capacidad distingue el específico contraste democráti-
co entre ciudadano y esclavo, entre tener específicamente dere-
chos políticos que entrañan poderes normativos para hacer cier-
tas cosas y estar inhabilitado para participar efectivamente en
ausencia de tales poderes. Como lo hizo notar Isaías Berlín, esto
es verdad incluso hasta cuando el amo es un déspota ilustrado,
de mentalidad liberal, o el legislador de Rousseau que puede per-
mitir un amplio margen de libertad personal. Puesto que, inde-
pendientemente de las libertades que se le garanticen al esclavo
(o a una élite), esta libertad personal sigue estando dominada y
carece, por tanto, de cualquier autoridad (o poderes) normativa
intrínseca, incluso sobre sí misma; a lo sumo sólo puede respon-
der a las iniciativas de otros. Pero carecer de derechos por com-
pleto y, por tanto, carecer de cualquier clase de estatus, no es
carecer de la capacidad de cuestionar o resistir cambios en el
estatus normativo, sino carecer más bien de la auténtica capaci-
dad de iniciar. Este estatus político es precisamente lo que tienen
los ciudadanos demócratas y esto, por tanto, es el mínimo para
que sus poderes sean verdaderamente democráticos.
Consideremos dos argumentaciones alternas: una basada en
los poderes que tienen los ciudadanos para deliberar y la otra en
127
los poderes que tienen los ciudadanos para llamar a cuentas a
aquellos que deliberan. Pettit ve el logro básico de la democra-
cia, en términos de la segunda argumentación, como la facultad
que tienen los ciudadanos para llamar a cuentas a aquellos que
efectivamente deliberan y fijan los puntos de la agenda. De aquí
que las asambleas democráticas representativas tengan autori-
dad legítima porque están epistémicamente mejor capacitadas
que los funcionarios para «perseguir» el bien público de los ciu-
dadanos (Pettit 2007: 88). La dominación, sin embargo, no se
debe a meras fallas epistémicas, sino que es más bien asunto de
quien tiene justo título para ofrecer interpretaciones del bien
público. La no dominación tampoco debería ser considerada
como un bien primario sino como una capacidad que es caracte-
rística constitutiva de la deliberación efectiva. Walzer está en lo
correcto cuando argumenta que los derechos a ser miembro son
básicos; o, como él mismo lo formula, son «el primer bien so-
cial» que ha de distribuirse; y así son la base del reconocimiento
de justos títulos ulteriores y de la participación en la vida social
(Walzer 1983: 50). Sin embargo, pensar la no dominación como
un bien que ha de distribuirse se presta a equivocaciones; la con-
dición misma de miembro se define en términos de las liberta-
des básicas para las que ella misma habilita, las más básicas con
respecto a la libertad que se manifiesta en la deliberación co-
mún. Así, pues, podemos ver la no dominación como condición
fundamental para participar en proyectos que son comunes sólo
en la medida en la que, en cuanto miembro, uno puede influir en
los términos de la cooperación con otros y no ser gobernado
simplemente por ellos. Más que todo, esta concepción de la obli-
gación a rendir cuentas presupone más que define los estatus
y poderes que el ciudadano ha de tener con el fin de evitar la
dominación.
Este argumento deja abierta todavía la cuestión de cómo los
ciudadanos ejerzan el mínimo democrático. De acuerdo con Pet-
tit, las instituciones republicanas tienen que ser construidas de
tal modo que, en cuanto asunto de hecho, las políticas y leyes
que producen «irán en pos» del bien común. Con el fin de que
tales instituciones no produzcan dominación, la interferencia no-
dominante en orden a realizar el bien común es no-arbitraria en
la medida en la que toma en cuenta los intereses y opiniones de
los ciudadanos desde el propio punto de vista de éstos (Pettit
128
1997: 88). Pero ¿cómo podrá ser posible esto? Pettit desarrolla
aquí algo análogo al mínimo democrático, puesto que ir en pos
del bien común requiere que los ciudadanos tengan cierto poder
compartido: el poder involucrarse en un cuestionamiento efecti-
vo. Los ciudadanos, en consecuencia, están libres de la domina-
ción sólo si son «capaces efectivamente de poner en cuestión
cualquier clase de interferencia» que no corresponda a sus inte-
reses e ideas relevantes (Pettit 1997: 185). Pero ¿es el cuestiona-
miento lo que hace posible la no dominación?
Con el fin de que sea «efectivo», el cuestionamiento debe ocu-
rrir, según Pettit, dentro de las instituciones deliberativas en las
cuales las decisiones públicas son responsivas a razones porque
son tomadas en cuenta de «modo deliberativo» (Pettit 1997: 185).
El análisis de Pettit parece ser el inverso, ya que acepta de buena
gana la democracia deliberativa precisamente sólo en la medida
en la que somete las decisiones a cuestionamiento. Si el poder
intrínseco de los ciudadanos para cuestionar las decisiones de-
pende de su poder aún más básico de participar efectivamente
en la deliberación, entonces la consecuencia es que el cuestiona-
miento se basa en el poder aún más fundamental de iniciar una
nueva deliberación. De otro modo sólo serán consultados y, por
tanto, incapaces de introducir nuevos puntos de vista y nuevos
intereses y opiniones relevantes. Por esta razón, esta capacidad
deliberativa es constitutiva, y no meramente instrumental, de la
no dominación. Este desplazamiento del cuestionamiento hacia
la deliberación requiere que se vuelva a pensar la idea de no
dominación en términos de poderes normativos más que como
estar libres de interferencia arbitraria, ya que los poderes son
verdaderamente tales sólo a condición de que todos puedan ejer-
cerlos en común.
Además, no son convincentes las justificaciones consecuen-
ciales aducidas por Pettit a favor de una democracia cuestiona-
dora mínima. Puesto que la democracia establece derechos polí-
ticos básicos, está justificada intrínsecamente en la medida en la
que es constitutiva de los derechos políticos humanos y de la no
dominación, y no meramente porque sea el mejor medio para
conseguir tales metas. En cuanto constitutivo de la no domina-
ción, iniciar la deliberación es, por tanto, generador de poder
político en un modo en que no lo son el cuestionamiento y la
desaprobación post hoc. Confrontada a casos de injusticia, esta
129
interacción dinámica y creativa entre libertad de iniciativa y ren-
dición democrática de cuentas es la que hace posible que los
ciudadanos hagan sus democracias más justas y más obligadas
a rendir cuentas. Si bien es cierto que esta capacidad puede ser
contada entre los poderes democráticos, el cuestionamiento que
recibe cualquier tipo de respuesta institucional tiene que adop-
tar la forma de deliberación dirigida a un público de ciudada-
nos. Más específicamente todavía, tales instituciones tienen que
estar organizadas para responder no sólo a las razones de los
ciudadanos, sino también a sus iniciativas deliberativas. Nume-
rosos actores institucionales son bastante poderosos pero care-
cen del fundamental poder normativo de iniciativa (incluso aún
cuando no sean esclavos). Mientras que los jueces, por ejemplo,
pueden negarse a conocer de casos particulares, no pueden ini-
ciarlos y, en lugar de ello, tienen que confiar en que los ciudada-
nos lo hagan. En efecto, los jueces carecen del control final de la
agenda, precisamente por las razones republicanas de que no
dominan a los ciudadanos. El mismo argumento podría aplicar-
se a otros ciudadanos de la misma república, cuya deliberación
se vuelve autoritaria, y a otros ciudadanos y funcionarios de otras
repúblicas cuyos poderes normativos podrían minar la condi-
ción de la libertad común. En última instancia, esto significa
que si una democracia ha de evitar la dominación, entonces tie-
ne que mantener abierta la posibilidad de que sus actuales fron-
teras y miembros, meta de aquellos cuyos derechos políticos crean
obligaciones, permanezcan abiertos.
Precisamente fijando tales fronteras es como las democra-
cias se vuelven dominadoras. Con el fin de desarrollar las virtua-
lidades de esta argumentación republicana particular, el umbral
democrático de la «libertad como capacidad de iniciar» puede
hacerse operativo ulteriormente en dos modos: primero, en tér-
minos de la capacidad de los ciudadanos para enmendar el cua-
dro normativo básico, esto es, para cambiar los modos en los
que se asignan los derechos y las obligaciones; y, segundo, en
términos de la capacidad de los ciudadanos para fijar un asunto
en una agenda abierta e iniciar, por tanto, deliberaciones públi-
cas conjuntas. La no dominación robusta no puede limitarse
entonces a los poderes constituidos tal como están distribuidos
habitualmente en el interior de una comunidad particular. Sin
tal apertura a la deliberación de los otros, sigue siendo posible
130
que una comunidad política que va en pos de los intereses de sus
propios miembros sea dominadora de otras repúblicas y, por
tanto, ejerza sus poderes normativos de modo arbitrario como
para pretender ser capaz de imponerles obligaciones a otros ciu-
dadanos.
La humanidad emerge, en el seno de las democracias consti-
tuidas, en las luchas por el estatus y la condición de miembro,
muy a menudo en los reclamos que hacen aquellos que pueden
ser llamados cuasi-miembros o residentes —personas que de facto
tienen el estatus de dependencia que Kant llamaba «meros auxi-
liares de la república». El papel de la humanidad es en estos
casos el de fungir como el destinatario de los reclamos de justi-
cia a los que puede dar respuesta una comunidad democrática
mayor o futura. Aquí podemos mirar hacia la Unión Europea
como ejemplo de los caminos por los cuales un orden transna-
cional puede promover la democratización y resistirse a un cie-
rre democrático arbitrario. ¿Cómo encarna la Unión Europea la
perspectiva de la humanidad en sus prácticas constitucionales
que conciernen los derechos humanos? En cuanto comunidad
política transnacional, la Unión Europea ha comenzado a enca-
rar la dominación de los no-ciudadanos por los ciudadanos pro-
veyendo la base legal sobre la cual los «trabajadores huéspedes»
y las minorías culturales puedan enfrentarse a las políticas esta-
tales. Es claro que, con respecto a estas brechas en derechos
humanos entre ciudadanos y no-ciudadanos, la Unión Europea
ha sido un catalizador para la democratización, cumpliendo por
vez primera el mínimo democrático a favor de numerosos resi-
dentes de Europa que no son ciudadanos de ningún Estado miem-
bro. En efecto, se puede pensar que estos derechos son asuntos
que tienen que decidir los Estados individuales (quizás como
una tarea del principio de subsidiariedad). Sin embargo, la Con-
vención Europea sobre Derechos Humanos otorga derechos a
los forasteros sin nacionalidad en cualquier Estado miembro de
la Unión Europea a apelar a la Corte Europea de Derechos Hu-
manos y a la Corte Europea de Justicia para el efectivo reconoci-
miento jurídico de sus derechos, creando instituciones de adju-
dicación que crean jurisprudencia a partir de las tradiciones cons-
titucionales de los Estados miembros, precisamente porque son
extensivas a los no-ciudadanos. La no dominación es más robus-
ta simplemente en virtud de los ciudadanos de la Unión Europea
131
que tienen múltiples modos y foros que se intersectan, en los
cuales se puede reclamar efectivamente una libertad común. Las
instituciones a nivel de la Unión Europea pueden servir así para
hacer más democráticos estos Estados (Weiler 1998). La exten-
sión de los derechos humanos en la Unión Europea incluso a los
no-ciudadanos no naturalizados muestra las ventajas de tener
múltiples pautas para hacer realidad efectiva los derechos hu-
manos en instituciones diferenciadas que incorporan la perspec-
tiva de la humanidad. En cuanto están basadas en una libertad
común, tales instituciones no están contra las mayorías ni con-
tra la democracia, sino son los medios por los cuales se ponen
a prueba los arreglos en curso a favor de una arbitrariedad de-
mocrática.
Esta justificación de las obligaciones de la democracia hacia
la humanidad complementa el federalismo transnacional, hasta
el punto de sumarse a los estatus y poderes específicos necesa-
rios para la no dominación transnacional. Si incluimos en ellos
los poderes que son parte del mínimo democrático, entonces la
comunidad política transnacional que es responsiva a los recla-
mos relativos a los derechos humanos tiene que ser democrática
en cierto grado. Tales reclamos obligan a las comunidades de-
mocráticas a actuar en nombre de la humanidad, a considerar
su comunidad política como parte de la comunidad política hu-
mana. Una vez que el mínimo democrático enriquece el derecho
a tener derechos, los reclamos de los otros crean obligaciones
potenciales más fuertes debidas a todos los depositarios de dere-
chos humanos. No podemos ignorar estos reclamos sin conver-
tirnos en dominadores y minar, por esto, las condiciones necesa-
rias para la democracia y la libertad común. Las comunidades
democráticas que honran el mínimo democrático para todos no
sólo actúan por el beneficio de la humanidad; también constitu-
yen la comunidad humana como la base de la libertad común
que compartimos todos. En efecto, tales instituciones interna-
cionales generan la suerte de relaciones de retroalimentación que
capacitan, más que limitan, la democracia en el interior de los
Estados, precisamente haciendo más difícil que los Estados pro-
muevan la seguridad minando la libertad común.
Sobre esta base, ahora podemos concluir, partiendo de los
derechos humanos, a la república de la humanidad. Las liberta-
des básicas están justificadas negativa y positivamente como las
132
condiciones necesarias para evitar grandes daños, tales como la
dominación y la destitución, por una parte, y para vivir una vida
humana digna de ser vivida, por otra. Para ambas cosas, ser
miembro de la humanidad, entendida como el derecho a tener
derechos, es, por tanto, la más básica de las libertades humanas.
Para una aclaración inicial de esta idea no podemos hacer otra
cosa mejor que citar la Declaración Universal de los Derechos
Humanos: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un
orden social e internacional en el que los derechos y obligacio-
nes proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efec-
tivos» (DUDH, artículo 28). Tener derechos humanos a ser miem-
bro de esta índole viene junto con el poder o derecho normativo
a tener derechos: el poder de reclamar a todos aquellos que tam-
bién tienen derechos humanos (y de ser responsivo a sus recla-
mos) y, por tanto, de reclamar justicia a la humanidad o a la
comunidad política humana de cuyo reconocimiento dependen
estos derechos. Por esta razón, las obligaciones de la humanidad
exceden la lista de crímenes de lesa humanidad, tal como lo re-
conoce la Corte Internacional de lo Criminal, especialmente con
respecto a los estatus que deben ser asignados a todas las perso-
nas en cuanto depositarios de derechos humanos. Pero los esta-
tus normativos de las personas en cuanto miembros de la comu-
nidad política humana tienen también que traer consigo la ca-
pacidad constitutiva de crear y gobernar estas instituciones; y
esto requiere del desarrollo ulterior de la democracia dentro del
sistema internacional. Con esta responsabilidad no tiene nece-
sariamente que cargar un sistema político global según el para-
digma de un Estado, sino más bien tendría que ser uno que dis-
tribuya derechos y responsabilidades en muchos niveles dife-
rentes que se refuercen mutuamente.
Este derecho fundamental a tener un orden institucional que
haga efectivos los derechos en cuanto poderes normativos re-
quiere que repensemos la compresión exclusivamente jurídica
de los derechos que es el alma del actual régimen de los derechos
humanos y de mucho del pensamiento filosófico. Habermas, por
ejemplo, sostiene que «los derechos son jurídicos por su propia
naturaleza» (Habermas 1998: 190). Al mismo tiempo, esta críti-
ca no debería conducirnos a ser escépticos respecto de los dere-
chos humanos en cuanto tales, sino sólo respecto de los proyec-
tos para hacerlos efectivos simplemente por medio de institucio-
133
nes legales coercitivas y protectoras que establecen su contenido
independientemente de cualquier proceso político. Al operar sin
un rico fondo institucional de instituciones políticas, tales meca-
nismos de coerción y protección podrían convertirse muy bien
en fuente de dominación y violar los derechos humanos hacién-
dolos observar a la fuerza al faltar este fondo de actividad políti-
ca constitutiva. Esto ha llevado a Richard Bellamy a rechazar el
supuesto del constitucionalismo liberal de que los derechos pro-
veen a la política de un marco de referencia estable y fijo y, en
lugar de ello, argumentan a favor de un «constitucionalismo po-
lítico» en el cual el estatus de ciudadanía opera «como el dere-
cho a tener derechos más que a una serie de derechos dada»
(Bellamy 2001: 16). El actual régimen de los derechos humanos
es un reflejo de las concepciones jurídicas de la generación fun-
dadora de la posguerra que buscó instituciones coercitivas para
proteger a aquellos cuyos derechos habían sido violados. Esta
concepción proteccionista y jurídica deja sin resolver el difícil
problema político de la implementación de los derechos huma-
nos sin aumentar la dominación. Si son necesarias capacidades
deliberativas con el fin de que muchas instituciones que prote-
gen los derechos humanos no impongan obligaciones arbitra-
riamente, entonces tales capacidades también tienen que ser ejer-
cidas en aquellas mismas instituciones políticas internacionales
que establecen el derecho a tener derechos.
Si una constitución política es sólo condición necesaria pero
no suficiente para la no dominación, ¿qué más puede decirse del
orden institucional de la comunidad política humana? Más que
en una sola comunidad territorial y demográficamente delimita-
da, la libertad como no dominación puede ser realizada de la
mejor manera posible en una comunidad política altamente di-
ferenciada, descentralizada, con la libertad común como come-
tido. Por razones normativas, muchos de los cometidos nuclea-
res de la democracia constitucional son inherentemente univer-
salistas y, por tanto, cosmopolitas; por razones institucionales,
la humanidad puede ser efectiva de la mejor manera posible en
una estructura deliberativa y poliárquica, interconectada y tras-
lapada en toda su complejidad. Una comunidad política tal hará
efectiva la no dominación robusta no sólo en los Estados indivi-
duales, sino también en una estructura institucional suprana-
cional que incluya al menos algunas instituciones globales que
134
no consideren sus actuales límites y miembros como fijos para
los propósitos de la libertad común. Como lo pusieron de relie-
ve los republicanos anticolonialistas, las consecuencias estructu-
rales de hacer extensivos los derechos sólo a las comunidades
políticas territorial y demográficamente delimitadas son la auto-
derrota de la democracia y conducen inevitablemente a las de-
mocracias a volverse dominadoras. Esto podemos verlo hoy en
día en el surgimiento del colonialismo en democracias tales como
la de los Estados Unidos de Norteamérica. Igual que en anterio-
res formas de colonialismo, el poder neocolonial impone su or-
den normativo preferente a los colonizados, llamado ahora «de-
mocracia» en lugar de los beneficios de la «civilización». Como
en el caso del imperialismo republicano napoleónico, tal justifi-
cación instrumental del establecimiento de la democracia por
doquier se vale de medios de dominación contradictorios para
llevar a cabo el fin que es la democratización, un medio que di-
suelve los lazos entre la democracia y la paz. A falta de institucio-
nes más vastas y transnacionales para desconcentrar sus pode-
res y volver realidad efectiva la libertad común, las comunidades
democráticas territorial y demográficamente delimitadas segui-
rán siendo potenciales dominadoras fuera y dentro de su propio
territorio. Esta instrumentalización de los derechos humanos
y la democracia los subvierte como fines y cierra todas las posi-
bilidades existentes para hacerlos realidad efectiva por medios
más apropiados.
Los republicanos antiimperialistas han puesto de relieve des-
de hace mucho tiempo el modo en el que el imperium en ultra-
mar lleva a aumentar los poderes ejecutivos y policiales, y re-
cientemente esta tendencia ha minado una vez más en numero-
sos Estados democráticos los poderes democráticos constructivos
de los ciudadanos a la vez que incrementa los poderes instru-
mentales del Estado para tomar medidas coercitivas contra sus
ciudadanos. Este curso de acción requiere una respuesta repu-
blicana cosmopolita que desconcentre tal poder en numerosos
foros institucionales diferentes y de este modo promueva la no
dominación. Las condiciones que robustecen esta generalización
son intrínsecas a las prácticas democráticas y pueden estar des-
apareciendo actualmente, en la medida en la que el miedo y la
necesidad de seguridad reemplazan al parecer los intereses ra-
cionales en tiempos de paz.
135
Si hemos de continuar, al menos en parte, el proyecto demo-
crático a causa de su conexión con los ideales de la paz y con la
obligación moral a ponerle punto final al sufrimiento humano,
entonces lo mejor es ver que la capacidad de la democracia para
hacerlo es un hecho histórico contingente y una hazaña frágil.
Lo mismo es verdad de su relación en general a las comunidades
políticas delimitadas que encaran el constante reto de interac-
tuar unas con otras sin sacrificar su carácter democrático. Los
ejemplos de la Unión Europea muestran que las interconexiones
robustas entre democracias a nivel local, nacional y transnacio-
nal, pueden ayudar a crear y fortificar las condiciones para la
democratización. Ahora bien, éstas incluyen el conflicto entre
aquellos que son ciudadanos privilegiados de la zona de la paz
democrática y aquellos que no tienen acceso a los poderes nor-
mativos internacionales y están potencialmente dominados por
el aparato protector de los Estados democráticos belicosos y sus
instituciones legales coercitivas. Las nuevas circunstancias del
neocolonialismo requieren ahora de instituciones transnaciona-
les que de tal manera desconcentren transversalmente el poder a
través de las fronteras como para incrementar la libertad común
de la humanidad.
Conclusión
136
ciones transnacionales, incluso globales, dadas las circunstan-
cias de las sociedades modernas, complejas y globalizadoras.
Dado que mi argumento es intrínseco a la tradición republi-
cana, queda claro que también demanda la revisión de ciertos
conceptos republicanos básicos. En primer lugar, requiere que
repensemos el concepto mismo de no dominación, como para
unirlo más estrechamente con los modos en los que la condición
ciudadana y la libertad están vinculadas no sólo al estatus sino
también al ejercicio de los poderes normativos. En segundo lu-
gar, esta justificación nos pide que repensemos cómo es posible
que la condición ciudadana nos asegure contra la dominación.
La condición de miembro en una sola comunidad política es
insuficiente para robustecer la no dominación. Con el fin de te-
ner seguridad, es necesario que tales poderes normativos estén
distribuidos transversalmente en los diferentes niveles institu-
cionales y las comunidades, incluyendo las instituciones trans-
nacionales y la comunidad política de la humanidad. Finalmen-
te, estos argumentos sugieren que el paradigma de democracia
que no produce la dominación de los no-ciudadanos por los ciu-
dadanos es una en la que es efectivo el mínimo democrático en
la libertad común de la humanidad. El objetivo de mi argumen-
to ha sido el mismo que el de los primeros republicanos trans-
nacionales, los cuales vieron la profunda correlación que hay
entre los ideales del transnacionalismo y la libertad como no
dominación.
Esta insistencia en la humanidad como comunidad política
puede dar la impresión de que subestima la importancia de otras
formas de comunidad que pueden ser atribuidas a la humani-
dad. Por ejemplo, la humanidad tiene que ser también una co-
munidad moral, el Reino de los Fines. Tal forma de comunidad
es importante, ya que fija obligaciones a los individuos y siembra
la preocupación por sus probabilidades de vida, obligaciones y
preocupaciones que deberían constreñir nuestros estatus y pode-
res morales, los cuales tienen que ser consistentes con nuestras
obligaciones morales hacia la humanidad. Tales imperativos mo-
rales pueden ser pensados también para conducir más directa-
mente a la humanidad como una comunidad, más legal que polí-
tica, en la cual los derechos humanos sean considerados como
estatus jurídicos que se hacen efectivos institucionalmente en la
protección y el reconocimiento legales que brindan instituciones
137
como las Corte Internacional de lo Criminal y en los bienes socia-
les provistos por la Alto Comisionado de las Naciones Unidas
para los Refugiados. Si bien es cierto que estas instituciones ac-
túan en nombre de la humanidad en cuanto parte interesada en
los casos de grave violación de los derechos humanos, existen
claras limitaciones a la medida en la que las protecciones y coer-
ciones legales, por más importantes que sean, pueden descon-
centrar el poder o hacer efectivas la no dominación robusta y la
libertad común. Esto requiere una constitución política transna-
cional y los poderes transnacionales de ciudadanía.
Entendido como régimen que tiene objetivos republicanos,
el de los derechos humanos inaugura un horizonte para la co-
munidad política transnacional emergente, en la medida en la
que el contenido de los derechos y la forma de su implementa-
ción pueden ser elevados a materia de deliberación democráti-
ca. Un tal movimiento global para promover los derechos civiles
sería útil no sólo para iniciar el proceso de formación de una
comunidad política humana, sino también podría poner a prue-
ba las miríadas de posibilidades para implementar e interpretar
los derechos humanos (a nivel local y global), y el mismo movi-
miento podría diseñar mediante la reflexión las características
esenciales de los públicos y las instituciones que tienen este fin
en la mira. Al mismo tiempo, este movimiento debería no sólo
tener como objetivo nada más crear instituciones jurídicas, por
más importantes que puedan ser para mantener bajo control a
la tiranía. Los poderes normativos que se ejercen en tales institu-
ciones democráticas requieren que tal comunidad haga efecti-
vos los derechos humanos en modos reiterados y traslapados, y
que la no dominación robusta ahora requiera de la condición de
miembro en muchas comunidades políticas interrelacionadas e
interactivas, las cuales constituyen juntas la república de la hu-
manidad.
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140
CAPÍTULO IV
LA IDEA DE KANT DE UN ORDEN
MUNDIAL JUSTO*
Thomas Pogge
Centre for Applied Philosophy and Public Ethics,
Australian National University. Political Science
and Philosophy, Columbia University
141
que su significado o sus implicaciones prácticas resulten contro-
vertidos. Estas leyes, interpretadas de una forma autorizada de-
ben ser completas, de modo que a las personas no se les presen-
ten modos de conducta cuyo estatuto deóntico (reconocido, per-
mitido, prohibido, requerido) quede indeterminado. Estas leyes,
interpretadas de una forma autorizada deben ser consistentes, de
modo que a ningún participante se le permita impedir la realiza-
ción de cualquier cosa que las leyes reconozcan o requieran a
otro participante. Y las leyes, interpretadas de una forma autori-
zada, deben ser aplicadas eficazmente a través de procedimien-
tos y agencias reconocidas, de modo que los dominios de libertad
externa definidos por estas leyes estén realmente asegurados.1
Kant sostenía también que un estado jurídico requiere un
soberano absoluto, concebido del modo tradicional que también
encontramos en Hobbes y Rousseau: una persona o grupo de
personas con una autoridad política máxima —casi ilimitada,
indivisa y no controlada— sobre la promulgación/reconocimien-
to, interpretación/adjudicación, y cumplimiento de la ley. Los
argumentos de Kant en defensa de este requisito son también
convencionales: si esta autoridad política se tuviese que limitar
o dividir de algún modo, entonces las disputas sobre la determi-
nación exacta de los límites o divisiones quedarían sin un cauce
autorizado de resolución legal. Podrían originarse disputas so-
bre si una agencia política determinada ha sobrepasado sus lí-
mites o sobre qué agencia política tiene jurisdicción sobre una
materia en particular. Y la posibilidad de la aparición de estas
disputas volvería inseguros los dominios de libertad externa.2
142
Además de asumir la soberanía absoluta como uno de los
presupuestos de un estado jurídico, Kant también requiere la
separación de poderes gubernamentales en legislativo, ejecutivo
y judicial. Kant considera esta separación de poderes, concebida
por Montesquieu, como compatible con la soberanía absoluta,
siempre que una de las ramas tenga una autoridad suprema so-
bre las otras. Kant concibe a la rama legislativa como soberana.
Ésta decide cómo instituir las agencias ejecutiva y judicial y re-
tiene el control último sobre ellas: «El soberano del pueblo (el
legislador) no puede, por tanto, ser a la vez gobernante, porque
éste está sometido a la ley y obligado por ella, por consiguiente,
por otro, por el soberano. El soberano puede quitar al gobernan-
te su poder, deponerlo o reformar su administración» (Rechtsle-
hre 6: 317: 9-13) [147-148].3 El ejecutivo («gobernador») así como
los tribunales ejercen la autorizada a discreción del soberano, al
que no pueden restringir legalmente. Y el requisito de Kant de la
separación de poderes gubernamentales es por lo tanto una de-
manda extra-legal sobre el soberano, que debe limitarse a la legis-
lación general delegando a un tiempo las decisiones judiciales y
administrativas respecto a casos particulares en los oficiales y las
agencias ejecutivas y judiciales.
Kant presenta esta separación de poderes como uno de los
dos requisitos de un estado jurídico republicano —en oposición
26, y 29. Rousseau la asume en El contrato social - The Social Contract, Libro
1, cap. 6. Y Kant la formula más claramente en Teoría y práctica 8: 291: 21-33
y en La doctrina del Derecho / Rechtslehre 320: 21-34. Para una historia deta-
llada de la idea, véase Geoffrey Marshall: Parliamentary Sovereignty and the
Commonwealth (Oxford: Oxford University Press, 1957), parte 1; S.I. Benn y
R.S. Peters: Social Principles and the Democratic State (Londres: Allen and
Unwin, 1959), capítulos 3 y 12; y Herbert L.A. Hart: The Concept of Law
(Oxford: Oxford University Press, 1961).
3. Doy las referencias a las obras de Kant con el título abreviado, seguido
del volumen, página y números de línea de la Edición de la Academia de sus
obras. [(N. del T.) En los casos en que las citas de Kant no son traducidas
directamente de la versión de Pogge, se han empleado las siguientes ediciones
castellanas, indicando la página entre corchetes: La paz perpetua (int. Antonio
Truyol y Serra; tr. Joaquín Abellán), Madrid, Tecnos, D.L. 1985; Fundamenta-
ción de la metafísica de las costumbres (comentarios de H.J. Paton; ed. Manuel
Garrido; tr. Manuel García Morente y Carmen García Trevijano), Madrid, Tec-
nos, 2005; Teoría y práctica (int. Rodríguez Aramayo), Madrid, Tecnos, 1986;
La Metafísica de las costumbres (int. Adela Cortina Orts), Madrid, Tecnos, 1999;
La Religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, Alianza, 1986.]
143
a uno despótico. El segundo requisito es que la soberanía, inclu-
yendo de modo relevante la autoridad en la decisión sobre gue-
rra y paz,4 recaiga en el pueblo para que sea ejercida a través de
sus representantes electos. Este último podría ser denominado
en lenguaje contemporáneo como un requisito de democracia.
Pero «democracia» también se emplea en su sentido más tradi-
cional y literal para referirse a un régimen en el que el pueblo
ejerce los poderes ejecutivos y/o judiciales. Si se toma en este
sentido, la democracia resulta incompatible con el republicanis-
mo o, en palabras de Kant: «la democracia es, en el sentido pro-
pio de la palabra, necesariamente un despotismo» (La paz perpe-
tua 8: 352: 19-20) [18]. La razón es que, cuando el pueblo ejerce
los poderes ejecutivo o judicial, entonces queda sin realizar ne-
cesariamente uno de los dos requisitos del republicanismo. El
requisito de la separación de poderes prohíbe que el pueblo ejer-
cite el poder legislativo, incluso aun cuando así lo prescribe el
requisito de la soberanía popular.
Teniendo estas cuestiones preliminares en mente, podemos
examinar el modo en que Kant concibió el ideal de un orden
global justo en el que todos los seres humanos disfrutasen de
dominios seguros de libertad externa bajo instituciones republi-
canas. Kant considera dos ideas para superar el estado de guerra
entre Estados. La primera es un liga de Estados libres (Föderalism
freier Staaten - La paz perpetua 8: 354: 2) o liga pacífica (Friedens-
bund, foedus pacificum - Ibíd. 8: 379: 9) o Estado internacional
(Völkerstaat, civitas gentium - Ibíd. 8: 357: 10) o, de modo más
específico, una república mundial (ibíd. 8: 357: 14). Para Kant,
estas dos ideas son tajantemente distintas: Dentro de una liga,
cada Estado miembro sigue teniendo su propio soberano, mien-
tras que en un Estado internacional solamente hay un único so-
berano internacional.
¿Cuál de estos ideales defiende Kant? Su Segundo Artículo
Definitivo para La paz perpetua exige que el derecho internacio-
nal se funde sobre una liga de Estados soberanos. Mas su discu-
sión sobre este artículo desemboca, sin embargo, en una defen-
sa incuestionable de una república mundial.
144
Los Estados con relaciones recíprocas entre sí no tienen otro
medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que
conduce a la guerra, que el de consentir leyes públicas coactivas,
de la misma manera que los individuos entregan su libertad sal-
vaje (sin leyes), y formar un Estado de pueblos (civitas gentium)
que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a
todos los pueblos de la tierra. Pero si por su idea del derecho de
gentes no quieren esta solución, con lo que resulta que lo que es
correcto in thesi lo rechazan in hipothesi, en ese caso, el raudal
de los instintos de injusticia y enemistad sólo podrá ser deteni-
do, en vez de por la idea positiva de una república mundial, por
el sucedáneo negativo de una federación permanente y en conti-
nua expansión, si bien con la amenaza de que aquellos instintos
estallen [ibíd., 8: 357: 5-17] [25-26].
145
lar cae bajo la jurisdicción de esta corte internacional o sobre la
de otra autoridad política nacional. Se podría alcanzar una con-
dición jurídica plena si la corte internacional tuviese competen-
cias de decisión en estas meta-disputas. Pero entonces esta corte
podría anular cualquier decisión (disputable) de cualquier auto-
ridad política nacional. En virtud de la posesión de esta compe-
tencia, semejante corte aniquilaría la soberanía de los Estados y
por tanto negaría la idea de una liga. Una liga de Estados sobera-
nos requiere que las autoridades nacionales retengan la compe-
tencia decisiva en meta-disputas sobre jurisdicción, lo que signi-
fica que la corte internacional puede resolver disputas sólo en la
medida en que las autoridades nacionales relevantes en todos
los Estados implicados reconocen su competencia y jurisdicción.
La institución de una corte internacional similar no proporcio-
na un cauce autorizado de resolución legal para ninguna dispu-
ta internacional que implique a una parte que niegue que la cor-
te tenga jurisdicción en esa materia.
El dilema no puede ser resuelto a través de la apelación a una
corte autorizada superior que decida sobre qué disputas caen
sobre la jurisdicción de la corte internacional y cuál sobre la
jurisdicción de esta o aquellas autoridades nacionales. Semejan-
te corte suprema se limitaría a repetir el dilema en un nivel supe-
rior: para realizar su papel, tendría que poseer la autoridad para
invalidar cualquier alegación (disputada) nacional de jurisdic-
ción, y esta autoridad aniquilaría la soberanía nacional del modo
en que Kant la entendió.
Mientras que una liga de Estados soberanos deja necesaria-
mente algunas posibles disputas sin un cauce autorizado de re-
solución legal, resulta de todos modos muy superior a un puro
estado de naturaleza en el que todas las relaciones entre las per-
sonas son de este tipo. He denominado a este estado condición
semi-jurídica: una condición que es jurídica en la medida en que
un número de personas están sometidas a un soberano u otro,
permaneciendo en relaciones gobernadas por ley con los otros
súbditos de este mismo soberano, y no-jurídica en la medida en
que cada persona permanece en relaciones no gobernadas por
ley respecto a otras.5
146
Si Kant considera que una condición jurídica plena es supe-
rior a una semi-jurídica, ¿por qué no defiende entonces la an-
terior de un modo claro y sin ambigüedades? Una posible razón
se indica en el párrafo citado: los estados «no desean en absoluto
abandonar su salvaje libertad (sin leyes)» y «someterse a leyes
públicas coercitivas». Con el camino hacia una república mun-
dial bloqueado para el futuro previsible, Kant consideró que era
importante el desarrollar un ideal menos elevado pero mucho
más realista de la mejor condición semijurídica posible: el ideal
de una liga pacífica de Estados soberanos. Puede que haya pen-
sado que una pacífica de este tipo haría más realizable la repú-
blica mundial, y también que reparando demasiado en el ópti-
mo, pero por el momento irrealizable, ideal de una república
mundial haría demasiado fácil la descalificación de sus críticas
al statu quo como meras ensoñaciones de un filósofo.6 Siguien-
do esta lectura, el énfasis de Kant sobre una liga de Estados so-
beranos en lugar de una república mundial es de tipo estratégi-
co: Kant apunta en el párrafo citado que él está personalmente
comprometido en realidad con una república mundial como ideal
supremo. Pero que también comprende que una liga pacífica es
un ideal más fácilmente realizable a partir del statu quo. En un
ensayo dirigido fundamentalmente a políticos del hoy y del ma-
ñana, Kant deja de lado su verdadero compromiso personal al
tiempo que enfatiza el objetivo intermedio de la liga de Estados
soberanos —o así conjetura la lectura estratégica.
Mientras que el pasaje citado encaja perfectamente con esta
lectura estratégica, existen otros que son frecuente y alegre-
mente citados por quienes se oponen a la existencia de autori-
dades e instituciones políticas globales. Por supuesto, estos
pasajes pueden ser leídos como intentos estratégicos por parte
de Kant de ganar credibilidad ante sus lectores distanciándose
de su más alto ideal. Pero, para realizar esta lectura, debemos
suponer que el campeón del Imperativo Categórico estaba dis-
puesto a confundir a algunos de sus lectores haciéndoles creer
que estaba convencido por argumentos que él en realidad no
consideraba concluyentes. La credibilidad de esta suposición
147
depende en gran medida de la calidad de los argumentos que
Kant defiende.
Básicamente hay dos argumentos. Uno desafía la vía del Es-
tado global: «Mientras que la ley natural nos permite afirmar de
los seres humanos que viven en una condición a-legal que deben
abandonarla, el derecho internacional o no nos permite afirmar
lo mismo de los Estados. Ya que en tanto que estados ya poseen
una constitución jurídica, y han por tanto superado el derecho
coercitivo de otros a someterlos a una constitución legal más
amplia» (La paz perpetua 8: 355: 33-356: 1).
La premisa de este argumento, formulada en la segunda fra-
se, afirma una importante disanalogía entre el estado de natura-
leza entre Estados y el estado de naturaleza entre individuos.
Esta premisa ha sido vigorosamente disputada y capazmente
defendida.7 Resulta significativo que el mismo Kant parezca dis-
putarla dos años más tarde, al escribir que los Estados no deben
permanecer en «la condición de libertad natural» sino que tie-
nen el derecho «el derecho a obligarse mutuamente a salir de
este estado de guerra, por lo tanto, se propone como tarea una
constitución que funda una paz duradera» (Rechtslehre 6: 343:
21-24). Resulta cuando menos incierto, pues, el si Kant defendía
la idea de que los Estados no deben usar la fuerza para estable-
cer un Estado mundial.
Más importante aún, la asunción de que sí lo estaba no refu-
ta la creencia de que defendía una república mundial que, des-
pués de todo, puede ser alcanzada sin el uso de la fuerza. Kant
pudo muy bien haber sostenido que los Estados deben abando-
nar su condición a-legal pero que no deben coaccionarse entre sí
para hacerlo. Esta compatibilidad puede ser ilustrada a través
de su posición sobre la mentira: Kant defiende un deber de no
mentir al tiempo que se opone a un derecho a forzar coercitiva-
mente el cumplimiento de este deber a través del establecimien-
to de leyes penales.8
148
De cualquier modo en que se interprete, el primer argumento
de Kant es no concluyente de un modo bastante obvio y por lo
tanto no constituye una seria amenaza para la lectura estratégica.
El segundo argumento al que comúnmente se recurre sostie-
ne que una pluralidad de Estados independientes «es, sin embar-
go, mejor, según la idea, de la razón, que su fusión por una poten-
cia que controlase a los demás y que se convirtiera en una mo-
narquía universal, porque las leyes pierden su eficacia al aumentar
los territorios a gobernar y porque un despotismo sin alma cae
al final en anarquía, después de haber aniquilado los gérmenes
del bien» (La paz perpetua 8: 367: 12-17) [40].9
A primera vista, la objeción expresada en este párrafo no se
refiere ni se opone a un Estado mundial, sino a una «monarquía
universal», esto es, a un específico Estado mundial despótico (no
republicano) en el que el poder soberano sería ejercido por una
única persona. Uno podrá pensar que Kant considera esta mo-
narquía universal superior al statu quo dado que insiste repetida-
mente en que incluso una altamente imperfecta (despótica) con-
dición jurídica debe aun así ser preferida a un estado de natura-
leza y así presumiblemente a lo que he denominado como
condición semijurídica.10 Kant descarta esta idea al afirmar que
149
una monarquía universal no produciría de hecho una condición
jurídica. Esta degeneraría en la peor forma de despotismo, una
condición en la que una gran cantidad de poder político estaría
concentrado en una única persona (o grupo) pero no sería ejerci-
do de acuerdo con los presupuestos de la juridicalidad. Semejan-
te poder sería empleado arbitrariamente, por ejemplo, en ausen-
cia de leyes reconocidas que instruyan a la gente con antelación
sobre aquello que le es legalmente requerido, reconocido, permi-
tido o prohibido realizar. Para la comprensión kantiana este («des-
almado») despotismo, al igual que la anarquía que él prevé que le
seguiría, cuenta como un estado de naturaleza, por lo tanto re-
sulta claramente inferior a un mundo de Estados soberanos.
Un mundo de Estados soberanos, tal como el que existió en
el siglo XVIII y continuaría existiendo en una liga pacífica, es para
Kant un estadio intermedio entre otros dos mundos humanos
posibles: un Estado global que, satisfaciendo los presupuestos
de la juridicalidad, mantiene una condición jurídica plena, y un
estado de naturaleza global que incluye diversos grados de con-
centración (monárquica) o dispersión (anárquica) en el ejercicio
del poder a-legal. En razón de la ganancia en juridicalidad que
representa, un Estado global es léxicamente superior a un mun-
do de Estados soberanos que, a su vez, y por la misma razón, es
léxicamente superior a un estado de naturaleza global. Podemos
ahora hacer avanzar nuestra cuestión acerca de si el énfasis de
Kant en una liga de Estados soberanos en lugar de una república
mundial es meramente estratégico. La respuesta depende de si
Kant creía que ninguna condición jurídica plena resulta sosteni-
ble. En la lectura literal que he apuntado, el citado párrafo no
resuelve la cuestión porque la monarquía universal que Kant re-
chaza es bastante distinta de otras formas de Estado global, y de
modo notable de una república mundial. Los lectores más an-
siosos insisten en que las cautelas de Kant se extienden a cual-
quier clase de Estado global.11 Pueden sostener que «las leyes
150
pierden progresivamente su eficacia en la medida en que el go-
bierno incrementa su extensión» y que, a escala global, el efecto
de las leyes sería insuficiente para mantener dominios seguros
de libertad externa (cf. Rechtslehre 6: 350: 12-17). Y sus oponen-
tes pueden contraatacar afirmando que Kant no habría escrito
que «el estado de naturaleza de los pueblos, igual que el de los
hombres individuales, es un estado del que se debe salir para
entrar en un estado legal» (Rechtslehre 6: 350: 6-8) si hubiese
pensado que semejante estado jurídico global era irrealizable.
Kant estaba profundamente comprometido con la idea de
que nunca debemos asumir que algo que no se ha realizado has-
ta el momento es por ello irrealizable, ni tampoco escudarnos de
cumplir un deber a no ser que éste sea «demostrativamente im-
posible» (Teoría y práctica 8: 310: 3; cf. Rechtslehre 6: 354-355).
Me resulta difícil de creer que Kant tomase sus comentarios so-
bre el impacto decreciente de la ley en proporción al incremento
de su extensión como una demostración concluyente sobre la
imposibilidad de un Estado mundial. Me inclino más por ads-
cribirle la idea de que una condición jurídica plena —específica-
mente una república mundial— puede ser posible y de que por
lo tanto tenemos el deber de trabajar de cara a su realización.12
Si esto es cierto, entonces el apoyo de Kant a una liga de Estados
pacíficos es de tipo estratégico: como a una mejora respecto al
statu quo que al mismo tiempo también facilitaría la implemen-
tación de un república mundial. A la luz de los datos que tene-
mos, esta es la conclusión que encuentro más plausible. No es-
toy seguro de que sea la correcta, pero tengo serias dudas de que
algún día lo sepamos con total certeza.
151
Pero más importante, creo que no nos debe importar. No
debemos preocuparnos porque los últimos doscientos largos años
han ampliado enormemente nuestra experiencia histórica rele-
vante para esta cuestión, en este tiempo se ha perfeccionado
nuestra teorización social, especialmente en economía y ciencia
política, y también han traído nuevas tecnologías (por ejemplo,
ordenadores) que han ampliado críticamente nuestra capacidad
para la administración unificada de grandes áreas y poblaciones
bajo el imperio de la ley. Con este trasfondo de conocimiento,
comprensión y tecnología del que carecía Kant en el momento
en que escribía, cualquier cosa que pudiese creer acerca de la
sostenibilidad de una condición jurídica plena sólo puede ser
tenida por una hipótesis descabellada. Esto no quiere decir, por
supuesto, que sea posible realizar juicios precisos sobre la soste-
nibilidad de diversos tipos de Estados globales hoy en día. Sólo
que no tiene sentido, como tantos autores están haciendo, ape-
lar a la autoridad de Kant en esta materia; y es completamente
ridículo hacer descansar el conjunto de la propia argumenta-
ción en contra de un Estado global en semejante apelación exe-
gética sin haberle echado siquiera un vistazo, cuando menos su-
perficial, a cómo les ha ido en realidad a Estados de diferentes
tamaños en el mantenimiento de un efectivo imperio de la ley.
II
152
jas de juridicalidad dentro de un estado de naturaleza más am-
plio, pueden estar más o menos cerca de los dos tipos ideales de
la plena condición jurídica y de un radical estado de naturaleza:
Estos mundos difieren, por ejemplo, respecto a la proporción de
población humana que vive dentro de los estados jurídicos y res-
pecto al tamaño de estas burbujas. Así, la posibilidad más cerca-
na a una condición jurídica plena, es la de un mundo social con-
sistente en dos burbujas jurídicas que contienen en su conjunto
la totalidad de la población humana. Desde este punto podemos
alejarnos de esta condición jurídica plena dividiendo y subdivi-
diendo las burbujas (creando un número cada vez mayor de Es-
tados cada vez menos poblados) y disolviendo las burbujas, in-
crementando así la proporción de la humanidad que vive fuera
de cualquier estado jurídico. Al movernos a lo largo de estas dos
dimensiones alcanzamos mundos en los que sólo una reducida
fracción de la humanidad vive en diminutos mini-Estados que
cumplen los presupuestos de la juridicalidad y finalmente llega-
mos a un completo estado de naturaleza.
Incluso cuando son reconocidas todas estas posibilidades
intermedias, la estructura conceptual de Kant sigue siendo fun-
damentalmente binaria. Cada persona, o tiene o no tiene un do-
minio preciso y seguro de libertad externa a través de su perte-
nencia a un Estado que cumple los presupuestos de juridicali-
dad: unas leyes claras y reconocidas, interpretación autorizada,
completud, consistencia y cumplimiento efectivo. Algo que Kant
no reconoció suficientemente es que estos supuestos pueden darse
con diversos grados de realización.
Estas gradaciones resultan evidentes respecto al quinto supues-
to de cumplimiento efectivo, tal y como se refleja en los pasajes de
Kant anteriormente citados sobre la progresiva pérdida de fuerza
de la ley (La paz perpetua 8: 367: 14-15, Rechtslehre 6: 350: 12-15).
Cuando la ejecución y la aplicación de la ley se realiza por y entre
seres humanos no se puede garantizar el grado de perfección re-
querida para que el dominio de libertad externa de cada partici-
pante esté absolutamente asegurado. Kant asumió claramente que
la mayoría de los Estados europeos de su tiempo habían alcanza-
do una condición jurídica interna aun cuando se quedasen cor-
tos, en varios grados, de un cumplimiento efectivo de la ley.
Lo mismo se puede decir del primer, tercer y cuarto supues-
tos de juridicalidad: las leyes de la Prusia o Francia del siglo XVIII
153
podían ser más o menos exitosas a la hora de evitar la vaguedad
y la ambigüedad, pero ninguna plenamente perfecta. Eran cono-
cidas y reconocidas en mayor medida en sus respectivas juris-
dicciones y el cuerpo legal de cada Estado era probablemente
incompleto, quizás incluso inconsistente, en cuestiones meno-
res. Aun así, a pesar de todo, Kant deseaba afirmar que estos
eran estados jurídicos —un calificativo que les habría negado si
su grado de realización de estos supuestos fuese mucho menor.
El supuesto de juridicalidad más relevante dentro de los tex-
tos de Kant es el segundo, el que especifica que debe haber un
modo autorizado y reconocido de producir interpretaciones au-
torizadas y resoluciones legales. Empleando un razonamiento
convencional, Kant asume que este supuesto requiere que, para
cualquier posible disputa sobre libertad externa debe existir un
cauce autorizado de resolución legal. E infiere que esta medida
excluye cualquier limitación o genuina separación de poderes
gubernamentales ya que ésta dejaría las disputas sobre a quién
le corresponde una materia determinada sin un cauce autoriza-
do de resolución legal.
Pero un mecanismo de toma de decisiones políticas del tipo
que Kant imagina no es más que un espejismo. Incluso la más
concentrada y absoluta forma de soberanía deja determinadas
disputas sobre quién es el soberano sin un cauce autorizado de
resolución legal. Una disputa sobre quién es el soberano legíti-
mo no puede ser resuelta por ningún candidato contendiente
puesto que es su autoridad para resolver semejantes disputas la
que está en cuestión. Si una condición jurídica presupone un
mecanismo de decisión política completo capaz de resolver de
un modo autorizado todas las posibles disputas prácticas, en-
tonces semejante condición no ha existido nunca en ninguna
parte y nunca podría existir. Si, por el contrario, mantenemos
que han existido y existen estados jurídicos, tal y como Kant
evidentemente asumió, entonces el segundo supuesto de juridi-
calidad debe construirse de un modo más laxo: una condición
jurídica requiere que todas —o casi todas las más importantes—
disputas prácticas que surgen en la realidad entre los participan-
tes, sean resueltas de un modo que sea realmente aceptado por
todos —o casi todos— los participantes. Cuando las autoridades
políticas funcionan correctamente, los dominios de libertad ex-
terna de los participantes tenderán a estar asegurados —aunque
154
la posibilidad de colapso del sistema político nunca acabe de
desaparecer. En la medida en que las autoridades funcionen
menos correctamente en este ámbito, los dominios de libertad
externa de los participantes tenderán a ser menos seguros y con-
secuentemente se vuelve cada vez menos apropiado el hablar de
un estado jurídico.
Para concluir, me inclino por que Kant estaba dispuesto a
aceptar como jurídicos los Estados existentes en los cuales se
cumplen los cinco supuestos en un grado suficiente, aunque nin-
guno en un modo pleno. Con respecto a los cinco supuestos,
Kant por lo tanto aceptaba de un modo implícito gradaciones en
cuanto a la precisa delimitación y seguridad del dominio de li-
bertad externa de cada persona. Aun así, Kant no reconoce ex-
plícitamente estas gradaciones, sino que presenta la juridicali-
dad en tajantes términos binarios. Una de las principales razo-
nes para esto es, presumiblemente, que deseaba defender una
amplia voluntad de obediencia a las leyes, sin la que ni su cum-
plimiento efectivo ni por lo tanto la condición jurídica, son posi-
bles. Sus argumentos para un deber de obediencia incondicio-
nal requieren claramente de una presentación binaria. He aquí
un ejemplo notable:
155
La conclusión de Kant —de que no se le puede conceder al
pueblo ningún derecho a juzgar ningún asunto práctico— sólo
se sigue si aceptamos que la mínima posibilidad de una disputa
práctica entre el soberano y el pueblo (para la que entonces no
habría un cauce legal de resolución autorizada) tiene que ser
descartada porque conllevaría la destrucción de un estado jurí-
dico. Pero, como hemos visto, esta posibilidad no puede ser des-
estimada: en la cuestión sobre quién es el soberano, el pueblo no
puede delegar en las autoridades políticas legítimas porque la
cuestión radica precisamente en determinar quiénes son éstas.
Por lo tanto, si es posible la existencia de alguna condición jurí-
dica, entonces ésta no requiere la existencia de un cauce autori-
zado de resolución para la totalidad de las posibles disputas prác-
ticas, sino únicamente que estas resoluciones autorizadas se
puedan dar para un número suficiente de las disputas prácticas
que realmente suceden que asegure que los dominios de libertad
externa de los participantes estén delimitados con una precisión
razonable y sean razonablemente seguros.
Si pensamos en la juridicalidad sobre estas líneas —como
una propiedad no-binaria de los estados sociales que dependen
del grado de precisión de su delimitación y de lo seguro que
sean de los dominios de libertad externa de sus participantes—
entonces la cuestión de si un derecho a resistencia es compati-
ble con un compromiso con la juricadilidad es una compleja
cuestión empírica en lugar de un simple asunto de lógica, tal
como Kant sugiere. Un derecho de este tipo puede, por otra
parte, reducir la juridicalidad al animar a grupos de ciudada-
nos a transgredir las leyes. Aunque también puede, por otra
parte, potenciar el que las autoridades políticas gobiernen de
un modo más jurídico: formulando un cuerpo legal más claro,
más consistente y completo, asegurando su más amplia publi-
pasajes de este tipo: «si éstos (los hombres) ordenan algo que es en sí malo
(inmediatamente contrario a la ley moral), no se está autorizado a obedecer-
les y no es deber hacerlo» (Religión 6: 99n; cf. 6: 154n; Reflexionen 19: 569,
Reflexión 7975) [220]. «Que es un imperativo categórico: obedeced a la auto-
ridad que tiene poder sobre vosotros (en todo lo que no se oponga a lo moral
interno)» (Rechtslehre 6: 371: 21-22) [217]. El pueblo «no debe resistir/des-
obedecer excepto en aquellos casos que caen fuera de la unión civil, por ejem-
plo, el culto obligatorio, coerción para cometer actos antinaturales: asesina-
to, etc.» (Reflexionen 19: 594-595, Reflexión 8051).
156
cidad y animando a su aplicación y ejecución de un modo más
eficaz, predecible y justo.
Al igual que una comprensión no-binaria subvierte la idea de
que la juridicalidad requiere un soberano con autoridad ilimita-
da, también socava la convicción de que la juridicalidad requiere
que los poderes del soberano no se dividan y de que no se super-
vise su ejercicio. En ningún caso se tendrá una juridicalidad per-
fecta. Un grado muy alto de juridicalidad puede ser evidente-
mente alcanzado en Estados modernos que contienen una ge-
nuina separación de poderes. Estos Estados están sujetos, por
supuesto, a conflictos últimos: disputas en las cuales hasta el
método legalmente correcto es cuestionado. Para hacerse a una
idea, uno sólo necesita imaginar cómo las tres ramas del gobier-
no de una democracia constitucional se podrían ver envueltas
en una lucha abierta sobre el poder, yendo cada una de ellas
hasta el mismo límite de lo que, en sus interpretaciones más
interesadas, les autoriza la constitución: el Presidente podría or-
denar el arresto de todos los miembros de la oposición del Con-
greso, el Congreso podría votar la anulación de la Corte, o la
Corte Suprema podría deponer al Presidente y declararse a sí
misma autorizada a hacerlo. Pero semejantes escenarios puede
que nunca (o muy raramente) se den. Incluso, aun cuando suce-
dan, no tienen porque necesariamente conducir a una ruptura
de la condición jurídica: una de las autoridades involucradas en
la disputa puede finalmente retirarse, impelida por lo que Ha-
bermas ha hábilmente denominado «la fuerza del mejor argu-
mento», por disuasión moral, por una condena generalizada, por
el deseo de evitar una crisis, por el beneficio del conjunto de la
sociedad, o por el sobrio cálculo de que tiene las de perder si la
disputa llega a las armas.
Existen algunos ejemplos de este tipo de retiradas en la his-
toria estadounidense: Marbury contra Madison (donde la Corte
Suprema de EE.UU. reclamó para sí con éxito la autoridad de
interpretar la Constitución de los EE.UU.), la crisis constitu-
cional de 1937 relacionada con el New Deal (en la que Franklin
D. Roosevelt abandonó su intentó de «saturar» la Corte Supre-
ma con seis jueces adicionales y la Corte abandonó su práctica
de invalidar la legislación del New Deal de Roosevelt), y la cri-
sis de 1973-1974 alrededor de las cintas del Watergate, que aca-
bó con la capitulación de Richard Nixon y su consiguiente di-
157
misión. La experiencia de los últimos 200 años muestra de una
forma concluyente que lo que no funciona en la teoría (de Kant)
puede perfectamente funcionar en la práctica. De hecho, Esta-
dos con una genuina separación de poderes, como los EE.UU.,
han probado ser más resistentes y protectores de dominios pre-
cisos de libertad externa que otros Estados gobernados por un
soberano absoluto (que tampoco satisface plenamente el ideal
kantiano respecto al problema de la determinación de quién es
el soberano).
La misma experiencia también muestra que una genuina se-
paración vertical de poderes (federalista) es compatible con un
alto grado de juridicalidad, incluso aunque esta separación deje
sin un cauce autorizado de resolución algunos posibles conflic-
tos sobre la atribución de competencias. Esta factibilidad prác-
tica de una genuina separación vertical de poderes muestra que
Kant —de un modo bastante comprensible, por supuesto, a la
luz de la limitada experiencia histórica a su disposición— opera
con una falsa dicotomía. No necesitamos escoger entre un Esta-
do Internacional, en el que la autoridad política suprema se con-
centre en un único gobierno mundial, y una asociación libre de
Estados Soberanos, cada uno de los cuales regido por un gobier-
no que retiene completamente la autoridad política máxima so-
bre la población y el territorio. Podemos evitar este doble peligro
de un «despotismo desalmado» (La paz perpetua 8: 367: 16, cf.
Teoría y práctica 8: 311: 3), que Kant asocia con el gobierno mun-
dial, y el peligro de la renovada irrupción de las hostilidades, que
él asocia a la asociación voluntaria de Estados soberanos (La paz
perpetua 8: 357: 16-17). Existe un paradigma intermedio que Kant
no consideró posible: un esquema multinivel en el que la autori-
dad política suprema esté verticalmente dispersa. En este esque-
ma, existiría de hecho un gobierno mundial con agencias cen-
trales que cumplirían ciertas funciones legislativas, ejecutivas y
judiciales.14 Pero también habría unidades políticas más peque-
158
ñas —como la Unión Europea, Gran Bretaña, Escocia y la ciu-
dad de Edimburgo— cuyas agencias gubernamentales también
tendrían cierta autoridad política definitiva sobre los asuntos
internos de esa unidad y sobre sus relaciones con otras unidades
de cualquier tipo. La existencia de numerosas unidades políticas
independientes en diversos niveles reduce enormemente el peli-
gro de (ambas formas de) despotismo al hacer disponibles una
gran variedad de pesos y contrapesos que aseguran que, incluso
cuando algunas unidades políticas se vuelvan tiránicas y opresi-
vas, siempre habrá otras unidades políticas completamente or-
ganizadas (sobre, bajo o al mismo nivel) que puedan prestar ayuda
y protección a los oprimidos, hacer públicos los abusos y, si fue-
se necesario, combatir a los opresores.15
Kant seguramente había imaginado una república mundial
que contuviese unidades políticas más pequeñas. Pero su com-
promiso con la doctrina de la soberanía absoluta le impidió con-
cebir a estas unidades como envestidas de alguna autoridad po-
lítica máxima. De todos modos, en varios de sus escritos políti-
cos Kant parece estar en ocasiones al borde de superar esta
constricción en sus ideas. Así, en una ocasión sugiere (Rechtslehre
6: 311: 22-25) que el derecho público (Staatsrecht) y el derecho
internacional (Völkerrecht) deben conducir conjuntamente a la
idea de un derecho público de los pueblos (Völkerstaatsrecht).
Escribe que una sociedad civil «requeriría —si tan siquiera los
hombres fuesen lo suficientemente astutos para descubrirlo, y
sabios para someterse voluntariamente a su poder coercitivo—
un todo cosmopolita [weltbürgerlliches Ganze], por ejemplo, un
sistema de todos los estados que están en peligro de afectarse
perjudicialmente los unos a los otros» (Crítica del juicio 5: 432: 33-
37). Vislumbra asimismo que el estadio final del progreso huma-
no consiste en una unificación de Estados (Staatenverbindung),
que implica un poder unificado (vereinigte Gewalt) que hace cum-
plir una ley de equilibrio entre Estados y, por lo tanto introduce
una condición cosmopolita relativa a la seguridad pública estatal
(einen weltbürgerlichen Zustand der öffenlichen Staatssicherheit).
Y asegura que «no existe otro remedio contra ésta [la carga opre-
159
siva del gasto militar] más que un derecho internacional (análo-
go al derecho civil o público de los hombres individuales) funda-
do en leyes públicas y aplicables a las que tendría que someterse
cada Estado» (Teoría y práctica 8: 312: 25-29). Los tres últimos
párrafos parecen especialmente sugerentes, porque yuxtaponen
con claridad la existencia continuada de Estados con la de un
mecanismo coercitivo central para asegurar el cumplimiento de
la ley. Estos párrafos demuestran que Kant tuvo al menos una
intuición sobre el tipo de estructura política multinivel que está
emergiendo en la Unión Europea y que —si se globaliza— puede
perfectamente ser la mejor posibilidad para lograr aquello que
Kant buscaba tan intensamente: una paz duradera para la hu-
manidad.
160
CAPÍTULO V
LA AMENAZA DE LA VIOLENCIA Y DE
UNA NUEVA FUERZA MILITAR COMO DESAFÍO
AL DERECHO PÚBLICO INTERNACIONAL*
Matthias Lutz-Bachmann
Johann Wolfgang Goethe Universität, Frankfurt
161
pia de un Estado miembro «hasta que» el Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas haya decido las medidas apropiadas2 a
adoptar, y transfiere las cuestiones legales, relativas a la guerra y
la paz, al sistema de «seguridad colectiva», que representa el cuer-
po político que es la ONU misma.
Estas directrices significan el inicio de un cambio fundamental
del marco conceptual del Derecho Público Internacional. Desde
una perspectiva filosófica, podría decirse que el orden legal in-
ternacional vigente responde al imperativo normativo que fue
formulado por Immanuel Kant a finales del siglo XVIII. En su
famoso ensayo La paz perpetua,3 Kant postuló la necesidad de
una nueva constitución del derecho internacional, la cual debía
superar las doctrinas legales y morales tradicionales de la guerra
justa no sólo implementando una prohibición estricta e incondi-
cional a todos los Estados de emprender la guerra unos contra
otros, sino también constituyendo una «liga de la paz», que sig-
nifica una federación de Estados amantes de la paz, renuncian-
do al derecho original de sacar adelante sus agendas por medio
de la guerra.4 Pero, si bien es cierto que Kant presuponía en sus
argumentos que sólo las repúblicas provistas de un régimen in-
terno, básicamente democrático, tenían derecho a adherirse a la
liga internacional de Estados amantes de la paz que se sugería,
la Carta de las Naciones Unidas no establece un criterio seme-
jante, como el régimen republicano o democrático de un Esta-
do, en cuanto requisito para ser admitido o miembro. Por un
lado, la decisión de no poner como requisito un régimen demo-
crático interno era la condición básica del éxito político y la po-
sibilidad real de constituir la Organización de las Naciones Uni-
das entre los aliados de la Segunda Guerra Mundial, y establecer
la admisión especial a ser miembro permanente del Consejo de
Seguridad. Por otro, exactamente, esta decisión no implicaba
consecuencias no queridas, algunas de las cuales quisiera abor-
dad bajo el título de desafíos al Derecho Público Internacional.
162
2. Desafíos al Derecho Público Internacional
163
cional de la violencia y del uso de la fuerza militar son, por con-
siguiente, en caso de que llegaran a ocurrir, no sólo amenazas al
orden que prevalece en el poder y los Estados, sino también al
vigente orden del Derecho Público Internacional.
Igual que otras graves violaciones al orden legal, tales amena-
zas debían ser perseguidas en justicia como actos criminales; pero
ello no ocurrió en el pasado a causa de diferentes razones, como
la falta de jurisdicción internacional apropiada y, dicho más en
general, a causa de los deficientes procedimientos de coerción
jurídica en los asuntos legales internacionales y de una insatisfac-
toria implementación de las estructuras jurídicas globales. Sólo
una implementación de esta índole permitiría prevenir las crisis
internacionales e intervenir oportunamente con bastante antici-
pación, antes de que los gobiernos o las fuerzas militares de los
Estados efectúen actos de agresión contra un país extranjero o
hasta contra sectores de su propia población, como fue el caso en
la antigua Yugoslavia o lo es en la Somalia, el Congo o el Sudán de
hoy. ¿Qué iba a ocurrir en la época reciente, en los casos de con-
flagraciones internacionales, crisis emergentes y conflictos mili-
tares actualmente en curso, guerras y violaciones graves a los de-
rechos humanos, si uno (o incluso más) de los miembros perma-
nentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas vetaran
las medidas apropiadas? A menudo ¡nada! Como todo mundo
sabe, exactamente esto fue lo que ocurrió en los últimos cincuen-
ta años; y seguirá ocurriendo en el futuro debido a las insuficien-
cias estructurales de la legislación de las Naciones Unidas y de la
jurisdicción en el régimen legal del Derecho Público Internacio-
nal. Llamo esto el primer desafío al Derecho Público Internacional
«desde el interior» del orden legal vigente.
La incapacidad, documentada en repetidas ocasiones, de
las Naciones Unidas para proteger la paz en las crisis interna-
cionales se convirtió en un problema todavía mayor en las cri-
sis recientes. Debido a las modificaciones legales internas al
Derecho Público Internacional, como el aserto general por par-
te de los Estados de que los principios básicos del Derecho Pú-
blico Internacional tienen carácter de ius cogens o de obliga-
ciones erga omnes, de acuerdo con el «Tratado de Viena sobre
el Derecho de los Tratados Internacionales»,5 los actores singu-
5. Cf. The Viena Convention on the Law of Treaties (VCLT), 23 de mayo de 1969.
164
lares, como los Estados o los organismos estatales, pueden sen-
tirse obligados, con mucha mayor frecuencia de lo que ocu-
rriera hasta ahora, a intervenir en los casos de graves violacio-
nes a los Derechos Humanos. Estas modificaciones internas al
Derecho Público Internacional ayudaron a promover las dis-
cusiones no sólo en torno a la legitimidad de las «intervencio-
nes humanitarias», sino también en torno al «uso justificado
de la fuerza militar» en las democracias y sociedades civiles.
Algunos filósofos de la política exigieron, para sí mismos y sus
sistemas políticos, elevados estándares morales, legitimidad po-
lítica, y argumentaron a favor de una «fundación moral» del
Derecho Público Internacional.6 Pero hemos aprendido que
estas modificaciones legales al Derecho Público Internacional,
especialmente en lo que se refiere a la prohibición de usar, fue-
ra del sistema de seguridad colectiva de las Naciones Unidas,
la fuerza militar en nombre de una obligación que los Estados
se autorizan a sí mismos. No cabe duda que estas modificacio-
nes condujeron en los años recientes a muchas crisis interna-
cionales, incluso mucho más complicadas. Llamo estas tenden-
cias el segundo desafío «desde dentro» al Derecho Público In-
ternacional.
Finalmente, quisiera señalar las decisiones tomadas por vo-
tación unánime del mismo Consejo de Seguridad de las Nacio-
nes Unidas, como la decisión relativa a la «guerra contra el te-
rrorismo» después de los acontecimientos del 11 de septiembre
de 2001. Se puede tener duda acerca de hasta qué punto las
organizaciones terroristas como Al Qaeda están sujetas al Dere-
cho Público Internacional; pero parece obvio que la declaración
de «guerra» contra actores privados conlleva la inserción de
nuevos elementos en el sistema del Derecho Internacional, re-
presentado por las definiciones de la Carta y primera legisla-
ción de las Naciones Unidas. Lo razonable de la guerra legítima
de los Estados contra actores peligrosos pero privados en nom-
bre del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en cuanto
representante del sistema de seguridad colectiva, no sólo añade
ulteriores incertidumbres conceptuales al orden del Derecho
165
Público Internacional, sino además ayuda a desarrollar y legiti-
mar conceptos políticos como el «uso pre-ventivo» y hasta «pre-
emptivo7 de la fuerza militar», ya que al parecer es imposible
librar una «guerra legal» contra un enemigo, en sumo grado
totalmente invisible, sin legalizar en cierta medida los ataques
militares «pre-emptivos». A esta ruta, que resbala de una guerra
legal contra el terrorismo al uso pre-emptivo de la fuerza militar
en nombre del legítimo derecho a actuar en defensa propia, y
que fue abierta por las decisiones de las Naciones Unidas mis-
mas, la llamo el tercer desafío «desde dentro» al Derecho Público
Internacional.
166
nal. Las identidades culturales, y especialmente las religiosas (o
al menos aparentemente religiosas), juegan un papel cada vez
mayor en los conflictos internacionales, y a veces propician la
disposición de los actores no sólo a hacer uso de la violencia en
el nombre de sus más sublimes valores morales, sino también a
sacrificar sus propias vidas. Como es sabido de todos, es difícil
ver cómo los instrumentos tradicionales de la coerción legal, en
cuanto legítimo castigo impuesto por la Corte de lo Criminal,
podrían alguna vez ser efectivos contra personas que están re-
sueltas a cometer ataques suicidas contra otras. Llamo esto el
cuarto desafío al Derecho Público Internacional, «desde fuera»
de la esfera legal de hoy.
La proliferación de las armas nucleares y otras armas de des-
trucción masiva y su distribución a regímenes tiránicos como
también a organizaciones privadas internacionales, que pueden
unos y otras estar dispuestos a hacer uso de esta armas, son
probablemente aquellos desafíos sumamente significativos y
amenazantes al orden del sistema legal internacional, con los
que nos vemos confrontados hoy en día a escala planetaria. Pa-
rece obvio que el «Tratado Internacional de No Proliferación
Nuclear» (NPT)8 y la «Agencia Internacional para la Energía Ató-
mica» (IAEA) no son capaces, en el largo plazo, de impedir la
proliferación de estas armas en los regímenes ilegítimos ni en
las organizaciones privadas, como son los terroristas, los seño-
res de la guerra e incluso los criminales del fuero común. Si esto
es lo que va a suceder, entonces se puede predecir fácilmente
que el orden público global, como también el legal internacio-
nal pueden ser secuestrados como rehenes de personas que ac-
túan al margen de la ley. Y más dramáticamente todavía, pode-
mos presenciar brotes de guerra nuclear entre Estados y entre
grupos privados como también entre Estados y personas priva-
das que con toda probabilidad podrían destruir los principios
básicos del Derecho Público Internacional y sus estructuras ins-
titucionales globales. En la medida en la que estas consideracio-
nes sean razonables, quisiera denominar este posible escenario
futuro el quinto desafío al Derecho Público Internacional vigen-
te, puesto que ya determina la agenda política de la geopolítica
167
si hacemos referencia a los ejemplos de India y Paquistán, Co-
rea del Norte o Irán.
Finalmente, por lo que concierne la interacción política in-
ternacional de Estados y potencias, estamos confrontados con
el problema de saber si el orden legal es o no es capaz de inte-
grar realmente a los actores relevantes. Debido al hecho de que
hay casi muy pocos Estados que carecen de una reforma inter-
na, orientada a las estructuras republicanas y la democracia, tal
como lo pedía Kant en su filosofía política, se pueden abrigar
serias dudas con respecto a la confiabilidad de esos actores. De
acuerdo con la teoría de Kant, quien postulaba primero una
reforma interna y una constitución democrática en un Estado,
con el fin de que llegara a ser miembro de la «liga de naciones»,
estos Estados pueden ser llamados «órdenes legales injustos»9 o
incluso «regímenes forajidos»,10 tal como lo hizo John Rawls.
Aún cuando estos Estados pertenezcan, de un modo formalmente
correcto, a la Organización de las Naciones Unidas como miem-
bros de pleno derecho, tenemos buenas razones como para sos-
pechar que sus gobiernos no respetan las implicaciones norma-
tivas del Derecho Público Internacional ni reconocen cabalmente
sus objetivos, a saber, un confiable orden global de paz, las pro-
hibición de la guerra y la salvaguarda de los derechos humanos.
Se puede concluir, por tanto, que por lo menos algunos de esos
regímenes están dispuestos a violar el orden legal internacional
si piensan que en una situación dada pueden obtener beneficios
estratégicos obrando de esta manera. Si el análisis de las infe-
rencias entre carencia de democracia y falta de obediencia al
derecho internacional es verdadero, entonces hasta se puede
contar a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad
entre Estados tales como China y Rusia. Denomino este proble-
ma de confiabilidad el sexto desafío «desde fuera» al Derecho
Público Internacional.
168
3. Dos propuestas que proceden de la filosofía política:
los argumentos de Michael Walzer y Allan Buchanan a favor
del uso de la fuerza militar en los asuntos internacionales
169
chos humanos en la arena internacional —más allá de la esfera
de los así llamados «Estados decentes»—? El segundo problema
está caracterizado por la cuestión: ¿quién puede ser responsable
de darle respuesta satisfactoria al reclamo universal a favor de la
validez de estos «derechos humanos», en la esfera de las relacio-
nes políticas internacionales? Y suscita el tercer problema la cues-
tión: ¿qué debería hacerse para forzar el cumplimiento de los
«derechos humanos» en el marco de la política internacional?
Al responder estos interrogantes, Walzer toma como punto
de partida lo que él llama una «concepción mínima» de los dere-
chos humanos. En su forma de ver, los derechos humanos se
refieren primariamente al derecho a la vida y a la libertad, inclu-
yendo el axioma normativo básico según el cual «la masacre, la
limpieza racial y el establecimiento de campos de esclavos no
sólo son actos bárbaros e inhumanos sino también violaciones a
los derechos humanos».12 Walzer está a favor de lo que él llama
«una lista mínima» de derechos humanos y asevera que no hay
un destinatario público que sea responsable de ejercer coerción
para que se respeten los derechos humanos, en la arena interna-
cional. En su forma de ver, esto es lo que caracteriza la diferen-
cia decisiva en la protección de los derechos humanos en el mar-
co de un orden legal de los «Estados decentes», gobernados por
el imperio de la ley. Es evidente que Walzer sigue en este punto la
línea de la filosofía política de Montesquieu y Hegel al rechazar
la idea de que el orden político internacional, de hecho, pueda
representar un orden legal, quizás incompleto pero que ya existe
y es obligatorio, el cual incluye los derechos humanos básicos.
Argumenta que un discurso político acerca de los derechos, al
que no corresponde una estructura que implemente estos dere-
chos en estructuras sociales y políticas efectivas, no sólo es in-
completo sino, incluso, falaz. Por tanto, su conclusión es un «pos-
tulado moral» que funge como substituto de la falta de derechos
básicos efectivos y confiables en la esfera internacional. Este
postulado demanda el compromiso moral de que todos aquellos
Estados democráticos que sean capaces de intervenir en los ca-
sos de graves violaciones a los derechos humanos en la arena
internacional, «deberán intervenir, militarmente si falla todo lo
170
demás»,13 puesto que «todo pueblo que esté en peligro de ser
masacrado o esclavizado tiene derecho a ser rescatado».14 Este
postulado es un llamado a los Estados democráticos y para el
que se apodera a sí mismo contiene una legitimación moral a
actuar militarmente.
Refiriéndose a la famosa aseveración de Hannah Arendt: la
idea de los derechos humanos es una respuesta al clamor de las
personas humanas «a tener derechos» dentro del orden legal
existente en un Estado singular, Walzer postula además no sólo
algo parecido a un «derecho moral» original de todo mundo a
vivir en un «Estado decente», sino también la obligación moral
más trascendente que tienen los Estados en el orden internacio-
nal a promover la edificación de un Estado en cualquier parte
del mundo, en nombre de la mejor protección coercitiva de los de-
rechos de los seres humanos en el seno del orden legal de los Esta-
dos nacionales.
Allan Buchanan presenta otra clase de respuestas a la nueva
amenaza y a los desafíos que ponen en peligro el orden legal
internacional que existe hoy en día. Él comparte básicamente la
lectura que hace Walzer de los derechos humanos, la cual va más
allá del cometido del orden legal de los «Estados singulares»,
como una fuente para el cumplimiento moral que reclama una
validez normativa, «independientemente de que estén enmarca-
dos en reglas legales o no».15 Según él, los derechos humanos pue-
den reclamar una validez universal, ya que formulan y definen
ciertas condiciones necesarias y generales sin las cuales los seres
humanos no son capaces de llevar una vida buena o decente. Los
«intereses» que comparten todos lo seres humanos en proteger
esas condiciones necesarias y generales son, para Buchanan, la
razón moral última de la validez universal de los derechos huma-
nos. Pero es necesario especificar la referencia a estas «condicio-
nes necesarias y generales», con el fin de ser capaces de aplicar
los derechos humanos a las muy diferentes situaciones sociales y
políticas en las que viven los seres humanos: «Aun cuando la
existencia y el carácter básico de los derechos humanos puedan
determinarse por razonamiento moral, sin hacer referencia a los
13. Ibíd., p. 7.
14. Ibíd., p. 8.
15. Allan Buchanan, ibíd., p. 119.
171
rasgos particulares de cualquier sistema legal, los esfuerzos ins-
titucionalizados en monitorear y promover el cumplimiento de
estos derechos son necesarios para especificar su contenido, si
es que han de proveer una guía práctica, y estos derechos tienen
que ser puesto en un contexto específico».16
El impacto práctico de los derechos humanos, en cuanto re-
glas o normas obligatorias, es primariamente negativo. Los de-
rechos humanos son para Buchanan normas morales «que ex-
presan valores morales básicos que imponen restricciones a las
reglamentaciones institucionales más que [...] dar prescripcio-
nes para diseñar de instituciones».17 Esta función primariamen-
te negativa de los derechos humanos, al menos, no incluye re-
quisitos positivos como el derecho afirmativo de todos los seres
humanos a vivir en condiciones de «régimen democrático». Al
considerar este derecho como una norma básica que pertenece
al «núcleo» del Derecho Público Internacional, Buchanan obvia-
mente rebasa con mucho la concepción de Michael Walzer. Se-
gún Buchanan, el postulado del «régimen democrático» no sólo
se aplica al orden legal de los Estados singulares,18 sino también
a la esfera de la legitimidad del orden legal internacional como
un todo.
La condición de «democracia mínima» es, según Buchanan,
un postulado que está dirigido a los Estados singulares y a su
papel activo en la arena internacional. Su argumentación co-
rresponde a la idea de una primacía normativa de la validez de
los derechos humanos sobre el principio de soberanía reclama-
do por los Estados singulares. Por esta razón, postula Buchanan
un claro compromiso de los Estados democráticos a emplear, si
es posible, «la fuerza militar preventiva» en los asuntos interna-
cionales en los casos de inminente violación grave de los dere-
chos humanos. Este postulado moral no sólo expresa la legítima
posibilidad del uso preventivo de acciones militares en oposi-
ción al Derecho Público Internacional vigente, sino también una
obligación a actuar en consecuencia. Buchanan sugiere un nú-
16. Ibíd.
17. Ibíd., p. 127.
18. Cf. Allan Buchanan, ibíd., p. 143: «Todas las personas tienen el mismo
estatus fundamental, en cuanto participantes iguales, en las decisiones polí-
ticas más importantes que se tomen en sus sociedades».
172
mero de procedimientos legalmente ordenados, incluyendo al-
gunas evaluaciones «ex ante» y «ex post», cuyo objetivo es ga-
rantizar «evidencia imparcial» para justificar el uso de la «fuer-
za militar preventiva» por parte de los Estados singulares. En su
artículo «El uso preventivo de la fuerza: una propuesta interna-
cional cosmopolita», publicado junto con Robert O. Keohane,19
Buchanan propone además un marco de referencia institucio-
nal, cuya meta debería ser proteger «a los países vulnerables»
contra intervenciones injustificadas sin crear los riesgos inacep-
tables de los costos de la inacción».20 Esta propuesta se designa
como contrato internacional o incluso tratado global, cuyo obje-
tivo es completar el derecho de las Naciones Unidas actualmen-
te en vigor con nuevos procedimientos legales. Estos deberían
ayudar a los Estados democráticos, en los casos de graves viola-
ciones, inminentes o actualmente en curso, a los derechos hu-
manos, a examinar por sí mismos sus deberes morales específi-
cos en caso de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Uni-
das fallara por cualquier razón, a la hora de decidir o actuar. La
lista propuesta de evaluaciones «ex ante» y «ex post» contiene
algunos criterios más o menos precisos, destinados a los gobier-
nos democráticos con el fin de que ellos mismos juzguen la cues-
tión, no sólo si, sino también cómo deberían cumplir su presun-
to así llamado «compromiso moral» que concierne los derechos
humanos del pueblo extranjero en peligro. Estos criterios son
algo parecido al núcleo normativo para una reforma de las re-
glas internacionales, cuyo objetivo es un nuevo «sistema inter-
nacional de petición y rendición de cuentas».
173
—igual que otros en filosofía política— dentro del marco de re-
ferencia conceptual no de deberes legales, sino de obligaciones
morales; y, al hacerlo así, apoyen una lectura moral del derecho
a la validez de los derechos humanos. Como resultado de sus
argumentos sugieren la idea de un legítimo apoderarse a sí mis-
mos por parte de Estados democráticos singulares, con el fin de
hacer uso de la fuerza militar, con motivo de los derechos huma-
nos que corren peligro en los asuntos internacionales. Antes de
exponer mis propias consideraciones, quisiera puntualizar algu-
nos problemas que hay en la argumentación de Michael Walzer
y Allan Buchanan.
Por lo que concierne la contribución de Walzer, parece obvio
que ignora el hecho de que ha habido una evolución del Derecho
Público Internacional en los últimos sesenta años, la cual condu-
jo a una esfera legal de derecho internacional confiable, aun cuan-
do sus mecanismos no sean suficientemente efectivos. En con-
traste con esta tela de fondo, parece ser contra-intuitivo recha-
zar, como él lo hace, cualquier contenido jurídico del significado
que tienen los derechos humanos en el ámbito político interna-
cional, como también en el público global. Su negativa a que los
derechos humanos tengan una importancia legal confiable, que
vaya «más allá» del orden de los Estados democráticos singula-
res, parece tener mucho más en común con los prejuicios de los
así llamados «realistas» en la teoría de las relaciones internacio-
nales de lo que Walzer pueda aceptar. Pero, aun cuando aceptá-
ramos el análisis de Walzer, quedaría sin aclarar qué podría sig-
nificar, precisamente, una «obligación moral» de un Estado de-
mocrático a actuar militarmente en la arena internacional. Un
apoderarse a sí mismo un Estado democrático singular de nin-
guna manera es una contribución a favor de un orden legal con-
fiable, ya que necesariamente produciría tensiones masivas no
sólo entre Estados, sino también entre órdenes legales, tratados
y organismos internacionales. Temo que la propuesta de Walzer
conduciría a una nueva y hasta más peligrosa «anarquía de los
Estados».
Parece obvio que Michael Walzer evite proporcionar argu-
mentos apropiados a favor de su comprensión de los «derechos
humanos», en cuanto fuentes de «obligaciones morales» para
entidades jurídicas, tales como los Estados nacionales. En sus
argumentos, no logra distinguir entre «obligaciones morales» y
174
«deberes legales», es decir, entre «obligaciones», que se dirigen a
sujetos morales tales como los actores individuales, y «deberes»,
que obligan a actores colectivos, tales como los Estados u orga-
nismos internacionales que están constituidos por marcos de
referencia legales y coercitivos. Además, podemos ver que Wal-
zer ignora otras importantes distinciones, tales como la diferen-
cia entre una obligación condicionada y otra incondicionada, o
entre un deber actuar y un deber abstenerse de actuar, etc. Pero
sobre todo: el alegato de Walzer a favor de una obligación moral
de los Estados democráticos singulares a hacer uso de la fuerza
militar «más allá de las intervenciones humanitarias», no sólo
pone en peligro el Derecho Público Internacional vigente, sino
también contiene una nueva versión de la teoría de la guerra
justa que podría conducir a numerosas consecuencias contra-
intuitivas. Por esta razón, no veo que su sugerencia pueda ser de
ayuda para desarrollar soluciones de los desafíos al orden inter-
nacional, que surgen de la amenaza y de una nueva fuerza mili-
tar presente y futura.
Es bastante obvio que Allan Buchanan presenta una propuesta
diferente. Pero tampoco en su caso puedo ver cómo su referen-
cia a los derechos humanos pueda constituir en absoluto una
«obligación», puesto que en su lectura los derechos humanos no
contienen otra cosa que no sea un interés de la gente, declarado
pero no probado como verdadero. Además, Buchanan parece
descuidar la diferencia que podemos constatar entre obligacio-
nes morales y obligaciones legales de los actores colectivos, tales
como los Estados. Hasta aquí, sólo veo problemas similares en
la argumentación de la propuesta de Buchanan como también
en la de Walzer. Pero, si bien es cierto que la contribución de
Walzer puede conducir a una nueva y peligrosa «anarquía de
Estados», los argumentos de Buchanan a favor de un nuevo «sis-
tema de petición y rendición de cuentas» está diseñado con el fin
de sostener y completar el orden vigente del Derecho Público
Internacional. Pero, aun cuando esta perspectiva suene mucho
más plausible, queda la cuestión de saber si la idea básica de
Buchanan, a saber, la legitimación de un uso preventivo de la
fuerza militar por parte de Estados democráticos singulares, es
o no es apropiada para tal efecto. Yo pienso que su sugerencia no
alcanzaría su meta de apoyar los derechos humanos en los asun-
tos internacionales, en el largo plazo, ya que el sugerido apode-
175
rarse a sí mismos los Estados singulares conduciría a resultados
no queridos y ayudaría a crear, extremos y peligrosos, escena-
rios de guerra, terrorismo y actividades antiterroristas. Ante todo,
parece no quedar claro qué clase de autoridad sería legítima para
permitir a un Estado decidirse a hacer uso de la fuerza militar, si
no lo son la comunidad internacional misma y su representa-
ción democrática. Por esta razón, quisiera argumentar a favor
de una reforma del sistema vigente de las Naciones Unidas y de
una evolución ulterior del Derecho Público Internacional, orien-
tada a un orden democrático y legal más global.
Admito que existen otros muchos desafíos al Derecho Públi-
co Internacional vigente que ni siquiera he mencionado aquí y
que tampoco es obligada la secuencia de problemas que he pun-
tualizado. Pero, si se puede calificar la descripción de estos desa-
fíos causados por la amenaza de la violencia y de una nueva fuer-
za militar de más o menos apropiada o tentativamente correcta,
entonces tenemos finalmente que buscar respuestas razonables
a tales evoluciones que representan un desafío. Esto me lleva a
hacer las cinco siguientes propuestas que presuponen, en gran
medida, algunos argumentos filosóficos de la tradición kantiana
que aquí no puedo discutir detalladamente: 21
176
que unas y otros olvidan la necesidad de construir el orden polí-
tico global, tomando como base las demandas de un Derecho
Público Internacional justo. Por la misma razón, hemos de evi-
tar moralizar los problemas legales políticos y de procedimiento
a los que nos vemos confrontados en la arena internacional. He-
mos de sumarnos a la diferencia precisa entre «lo legal» y «lo
moral», tal como se explica en la tradición liberal de la filosofía
política, y buscar soluciones dentro del marco legal del Derecho
Público Internacional y por los medios de los procedimientos
legales globales, en virtud de los cuales se puede llegar a reconci-
liar las diferencias de los intereses económicos y geopolíticos,
las culturas y las identidades religiosas divergentes.23
2. Pero hemos de superar las inconsistencias legales inter-
nas específicas y las debilidades institucionales del Derecho
Público Internacional vigente. Este postulado implica la necesi-
dad de reformar las instituciones de las naciones Unidas, cuyo
objetivo es la constitución de un derecho público global, dotado
de reglas e instituciones transnacionales confiables como tam-
bién de regímenes regionales, que sean capaces de ejecutar, es-
pecificar y aplicar las normas generales del derecho público glo-
bal, con un cierto grado de poder coercitivo si fuera necesario.
Esta clase de reforma de las instituciones de las Naciones Uni-
das debería incluir, específicamente, los mecanismos del Con-
sejo de Seguridad que a todas luces ha sido a menudo incapaz,
en el pasado, de actuar de acuerdo con su responsabilidad glo-
bal de salvaguardar la paz. Además, una reforma de las Nacio-
nes Unidas debería fortalecer la competencia de otras institu-
ciones de las Naciones Unidas, como el ICC, en lo que se refiere
a los intereses nacionales y otros intereses particulares. Todas
estas reformas juntas deberían llevar a la comunidad interna-
cional a algo semejante a un nuevo orden jurídico global, que
algunos estudiosos del Derecho Internacional tratan de descri-
177
bir por medio del concepto de «constitucionalismo» del Dere-
cho Internacional.24
3. Además, parece necesario establecer una cooperación le-
gal más profunda entre las democracias políticas, en el seno de
la Organización de las Naciones Unidas, y otras instituciones
políticas globales en el mundo, cuyo objetivo sea sostener, de
una manera más eficiente, el orden legal internacional vigente y
sus obligaciones inherentes con el fin de equilibrar los proble-
mas que son el resultado del hecho que hay demasiados Estados
no democráticos, o incluso regímenes antidemocráticos, que es-
tán representados en las Naciones Unidas. Esta clase de coope-
ración más fuerte de las democracias podría ayudar a corres-
ponder mejor a las ideas de Kant sobre un orden legal interna-
cional justo. Pero ha de tener lugar dentro del marco institucional
del Derecho de las Naciones Unidas y no debería estar enfocado
en los tópicos económicos y estratégicos, tales como las así lla-
madas reuniones cumbre del Grupo de los 8, sino en los proble-
mas del mantenimiento de la paz internacional, la justicia global
y la protección transnacional de los derechos humanos.
4. Una reforma de las instituciones del Derecho Internacio-
nal vigente debería tener, como cauce y lecho, los esfuerzos adi-
cionales en la edificación de algo parecido a un público demo-
crático global, en las sociedades civiles. Esta evolución ha de
apoyarse en compromisos especiales, contraídos por los Esta-
dos democráticos, que pueden ser de ayuda para construir un
espacio público abierto en el mundo fragmentado de hoy, un
espacio para una toma de la palabra global y libre, la educación
global y los programas de intercambio, el libre acceso a los me-
dios masivos públicos y políticos, para apoyar el surgimiento y
auge de una sociedad civil global que rebase los estrechos lími-
tes de naciones, lenguas, clases sociales y pertenencias étnicas.
La educación y la libre circulación de las ideas son la mejor pro-
tección contra las ideologías, tales como las religiosas y otros
fundamentalismos por el estilo. Además, no deberían excluirse,
sino permitirse las doctrinas religiosas dentro de la arena políti-
178
ca de las sociedades secularizadas, y admitirse dentro de las re-
glas de la racionalidad pública, tal como han sido explicadas por
John Rawls y Jürgen Habermas.25
5. Esto ayudaría a minar los regímenes totalitarios y las cul-
turas de la violencia, en cualquier parte del mundo que estén
presentes, de los cuales proceden hoy en día la mayor parte de
los retos al desarrollo de la democratización a escala mundial, y
a un reconocimiento universal de los derechos humanos básicos
como también del principio de un Derecho Público Global legíti-
mo, que podemos llamar filosóficamente «razonable», de acuer-
do con los principios normativos del derecho público en la tradi-
ción kantiana, como el postulado: «No debe haber guerra»; y
nosotros podríamos añadir: «¡No debe haber amenaza de vio-
lencia o acción militar en la arena política nacional, regional,
internacional y global!».
179
CAPÍTULO VI
UNA APROXIMACIÓN AL COSMOPOLITISMO
DE M.C. NUSSBAUM
Carmen Trueba
Universidad Autónoma Metropolitana-
Iztapalapa, México
181
somos capaces; a pesar de ello, proclamamos la libertad (exou-
sía, permiso) para que el ateniense que lo desee se marche una
vez que haya adquirido todos los derechos ciudadanos y conoci-
do los asuntos públicos y a nosotras, las leyes; si no le parece-
mos bien, que tome lo suyo y se vaya donde quiera. [...] Afirma-
mos que aquel que se quede, y observe cómo conducimos nues-
tros litigios y manejamos los otros asuntos de la ciudad, ese
individuo tiene un acuerdo de facto con nosotras (homologeké-
nai érgoi hemin) para hacer lo que ordenemos. También alega-
mos que aquel que nos desobedece obra mal (adikein, comete
una injusticia) de tres maneras. Pues, aunque somos sus padres
y sus guardianes, no nos obedece, y habiéndose comprometido
(homologésas) a obedecernos, no nos obedece ni procura per-
suadirnos si hacemos algo mal (mè kalós, de manera incorrec-
ta). Nosotras proponemos [alternativas] y no emitimos órdenes
bárbaras para hacer lo que requerimos; permitimos estas dos
opciones: o bien que se nos persuada o bien que haga [lo que
decimos] [...] Sócrates, tenemos pruebas sustanciales de que apre-
cias la ciudad y a nosotras, pues no habrías permanecido aquí
más que ningún otro ateniense si no te agradase tanto. Nunca
has abandonado la ciudad para ir a alguna fiesta o peregrina-
ción, salvo una vez, al Istmo [de Corinto, donde se realizaban los
juegos atléticos en honor a Poseidón] ni has ido a ningún otro
lugar como no fuera como soldado; y nunca realizaste un viaje
al extranjero como hacen otros, ni tuviste deseos de conocer otras
ciudades y otras leyes: nosotras y la ciudad te satisfacíamos. Tan
plenamente nos elegiste y aceptaste ser gobernado por nosotras.
También tuviste hijos en la ciudad, mostrando de ese modo que
ella te gustaba. Más aún, durante el juicio podrías haber pro-
puesto el destierro como condena [...]. Entonces te jactaste de
que no te afligiría morir, y elegiste, como decías, la muerte antes
que el destierro... [Critón 51c 6-52d 5; versión española de Alfon-
so Gómez-Lobo].
182
las leyes de la ciudad estuvo primordialmente fundado en un
compromiso racional y en la convicción de que las leyes eran
justas.1 Sócrates alude al hecho de que la democracia ateniense
daba cabida al cambio pacífico de las leyes que los ciudadanos
consideraran inadecuadas o injustas («no emitimos órdenes bár-
baras para hacer lo que requerimos; permitimos estas dos op-
ciones: o bien que se nos persuada o bien que haga [lo que deci-
mos]»), y a que, en caso de ser llevados ante el tribunal, los ciu-
dadanos podían ejercer su derecho de defensa e intentar persuadir
a los jueces de su inocencia. Su resolución de acatar el veredicto
del jurado, a pesar de ser inocente, responde a su convencimien-
to personal de que si no ha logrado persuadir a los jueces de su
inocencia, debe, sin embargo, obedecer las leyes y respetar las
instituciones atenienses. Está convencido de que aceptar la pro-
puesta de sus amigos constituiría un acto injusto, contrario a
todo lo que él mismo ha defendido a lo largo de su vida, y consi-
dera preferible padecer la injusticia que cometerla. Por otra par-
te, juzga que en ninguna otra ciudad podría vivir una vida digna
de ser vivida, es decir, una vida libre y dedicada a la filosofía. En
realidad está muy lejos de concebirse como un ciudadano del
mundo, a diferencia de Diógenes el cínico, el cosmopolita más
antiguo del que tenemos noticia, quien al describirse como kos-
mopolites, «ciudadano del universo», no se limitaba a decir que
su hogar era el universo, sino que se negaba a verse a sí mismo
como alguien definido por sus orígenes locales y su pertenencia
social tradicional (Diógenes Laercio VI 63; Nussbaum, 2005: 77;
1999: 17).
M. Schofield comenta que hay pocas dudas acerca de que la
doctrina estoica de la ciudad cósmica se desarrolló como una
explicación del dictum de Diógenes (Schofield, 1991: 64), pero
es importante recaer en algunas diferencias importantes entre la
variante cínica del cosmopolitismo y las variantes estoicas, a pesar
de que todas ellas coincidan en afirmar que la ley que merece
nuestra obediencia es la de la naturaleza y la razón, pues mien-
tras Diógenes propugnó por una forma de vida exclusivamente
fiel a la naturaleza y apartada de las instituciones políticas y los
183
convencionalismos sociales en un sentido muy radical, que en-
trañaba un exilio total de las formas de vida locales y, con ello,
una renuncia de los derechos y deberes del ciudadano común,
los filósofos estoicos ejercieron un cosmopolitismo más interior
y moderado, y mantuvieron sus nexos con, y su fidelidad hacia
las instituciones políticas y sociales vigentes.
En La idea estoica de la ciudad, Schofield insiste en el origen
estoico de la idea de que la ley es simplemente la recta razón que
prescribe lo que debe ser hecho o evitado (Schofield, 1991: 68-
69). En efecto, a diferencia de la idea tradicional de la ley, en-
tendida como la ley de alguna comunidad o ciudad-estado, para
la cual la autoridad de la ley se deriva del acuerdo de la ciudad
o la comunidad o la voz del estado en cuestión, para los estoicos,
la autoridad de la ley emana de la recta razón. Esta última es
concebida de una manera sustantiva, no formal, en la medida en
que va más allá de la mera capacidad de inferir y juzgar la vali-
dez de las inferencias, y está adherida a un conjunto de valores.
Para los estoicos, la razón dirige el curso del universo como un
todo, y a los seres racionales en lo que ellos deben hacer o no
hacer. La ley es entendida como algo interior y semejante a la
voz de la conciencia, es decir, algo muy próximo a la ley moral; y
la ciudad cósmica no se identifica con un estado concreto ni
implica la idea de una centralización de la autoridad, a pesar de
que algunos no han dejado de ver cierta identificación entre la
cosmópolis estoica y el imperio romano. El cosmopolitismo es-
toico afirma que la razón, la recta razón, la ley y la justicia son
poseídas en común (Cicerón, en De legibus I 23), y en general no
estuvo comprometido con una organización política concreta.
A juicio de Nussbaum, «su premisa era aun más radical: nuestra
máxima lealtad no debe ser otorgada a ninguna mera forma de
gobierno, ni a ningún poder temporal, sino a la comunidad mo-
ral constituida por la comunidad de todos los seres humanos»
(Nussbaum, 1999: 18).
184
es casi siempre definido en contraste con el nacionalismo»
(Kymlicka, 2001: 204). Lo anterior le parece desafortunado, pues
considera que los nacionalistas no necesitan discrepar, y de he-
cho a menudo no lo hacen, con los valores cosmopolitas básicos
de los derechos humanos, la tolerancia, el intercambio cultural,
la paz internacional y la cooperación. En su opinión, el cosmo-
politismo debe definirse por oposición a sus enemigos reales: la
xenofobia, la intolerancia, la injusticia, el chauvinismo, el mili-
tarismo, el colonialismo. Y si bien admite que algunos naciona-
listas exhiben esos vicios, subraya que ser nacionalista no es una
condición necesaria para poseerlos. Concuerda, en suma, con
T. Schlereth en que «el cosmopolitismo es mejor entendido como
una forma de pensar contra de la xenofobia, un compromiso
con la tolerancia, y un interés por el destino de seres humanos
en tierras distantes (Schlereth 1977: p. xi), y todo ello no le pare-
ce una razón por la cual los nacionalistas liberales no puedan
encarnar tales virtudes cosmopolitas» (Kymlicka, 2001: 220). Los
argumentos de Kymlicka merecen, sin duda, nuestra atención,
no obstante conviene tener presente el contexto político y cultu-
ral de la propuesta nussbaumiana.
El cosmopolitismo de M.C. Nussbaum está inspirado en el
ideal estoico del ciudadano universal, pero al mismo tiempo res-
ponde a las inquietudes y los debates ético-políticos contempo-
ráneos en torno a la justicia y la educación cívica, y muy espe-
cialmente, a los llamados patrióticos de algunos intelectuales
norteamericanos. Así, en «Patriotismo y cosmopolitismo», pu-
blicado por primera vez en la Boston Review (1994), Nussbaum
replica a un artículo del filósofo Richard Rorty a favor del pa-
triotismo y hace una defensa del ideal cosmopolita del ciudada-
no del mundo. El artículo de Nussbaum suscitó mucha discu-
sión en los círculos intelectuales y políticos norteamericanos. Dos
años después, Nussbaum y J. Cohen publicaron buena parte de
la controversia, compilando una serie de artículos representati-
vos en For Love of Country, publicado en español con el título:
Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y «ciudadanía
mundial».
El libro reúne, aparte de los dos ensayos de M.C. Nussbaum
en pro del cosmopolitismo, los ensayos de diecisiete distingui-
dos intelectuales. La recopilación pretende dar una visión am-
plia del debate sostenido en torno al patriotismo y el cosmopoli-
185
tismo hace poco más de una década. Sin embargo, la compila-
ción no incluye el artículo de Rorty que suscitara la respuesta de
M. Nussbaum en «Patriotismo y cosmopolitismo». Me centraré
en los dos ensayos de Nussbaum; el primero, al que me he referi-
do, y el último, a saber, la «Réplica» a sus críticos.
Nussbaum plantea que el orgullo patriótico entraña riesgos
morales y subvierte uno de los objetivos más loables que el pa-
triotismo se propone: «el de la unidad nacional en la lealtad a los
ideales morales de justicia e igualdad» (Nussbaum, 1999: 14), y
señala que lo que se propone argumentar es que «hay un ideal
que se ajusta mejor a esos objetivos; un ideal que, en cualquier
caso, se adapta mejor a nuestra situación en el mundo contem-
poráneo, y que no es otro que el viejo ideal del cosmopolita, la
persona cuyo compromiso abarca toda la humanidad de los se-
res humanos» (Nussbaum, 1999: 14). Explica que su plantea-
miento se vio motivado por la experiencia adquirida en temas de
calidad de vida en un instituto relacionado con las Naciones
Unidas, y los recientes llamados a la nación y el orgullo nacional.
Frente a la idea de que una política nacionalista, basada en
una identidad nacional, es la única alternativa a una política
basada en las diferencias de grupos étnicos, raciales, religiosos,
etc., ella defiende una política sustentada en «fundamentos de
carácter más internacional» y propugna por una educación cos-
mopolita.
El cosmopolitismo de Nussbaum tiene su principal fuente
en el cosmopolitismo antiguo. La filósofa se remonta a Dióge-
nes el cínico y su famosa respuesta a la pregunta por su lugar de
origen:
186
dimos las fronteras de nuestra nación por el sol» (Séneca, De otio).
Ésta es la comunidad de la que, básicamente, emanan nuestras
obligaciones morales [Nussbaum, 1999: 17].
187
1) La educación cosmopolita nos permite aprender más acer-
ca de nosotros mismos porque el desarrollo de la capacidad de
verse a sí mismos desde la perspectiva del otro permite apreciar
lo que hay de local en nuestras prácticas y estilos de vida; por
ejemplo, en lo tocante a la estructura de la familia, nuestras ideas
sobre el género y la sexualidad.
2) La educación cosmopolita nos lleva a avanzar en la solu-
ción de problemas que requieren la cooperación internacional,
por ejemplo, los problemas de la contaminación.
3) La educación cosmopolita nos induce a reconocer nues-
tras obligaciones morales con el resto del mundo, las cuales son
reales y de otro modo pasarían desapercibidas.
4) La educación cosmopolita conduce a elaborar argumen-
tos sólidos y coherentes basados en distinciones que estamos
dispuestos a defender. Por ejemplo, la insistencia de algunos en
la centralidad de valores democráticos compartidos, que man-
tengan unida a la ciudadanía por encima de las diferencias de la
etnia, la clase, el género y la raza, puede muy bien extenderse
hasta traspasar las fronteras de la nación, sin que esto represen-
te una pérdida de su vigor, sino por el contrario, una condición
coadyuvante, dado que «la propia cuestión del respeto multicul-
tural en el seno de una nación se ve debilitada al no lograr que la
educación contemple, como uno de sus elementos centrales un
respeto mundial más amplio» (Nussbaum, 1999: 26). Por últi-
mo, Nussbaum expresa su optimismo respecto a que el ideal
cosmopolita se pueda realizar con éxito en las escuelas.
188
precisiones y ofrece más argumentos a favor del cosmopolitis-
mo. Lo primero que aclara es que el énfasis en lo común no
entraña la pretensión de eliminar la diversidad, sino que «el reto
de la ciudadanía mundial consiste en avanzar hacia un estado de
cosas en el que todas las diferencias se entiendan de manera no
jerárquica». La réplica, escrita en el estilo brillante que caracte-
riza a la autora, comienza aludiendo al paseo de árboles adya-
cente al recinto en memoria del holocausto, en Jerusalén, cuyo
propósito es honrar a las personas que arriesgaron su vida para
salvar a los judíos, en respuesta al llamado de la humanidad. A
juicio de Nussbaum, tal respuesta parte del reconocimiento que
constituye el acto básico de la ciudadanía mundial.
189
hasta Kant y Adam Smith hasta llegar al moderno derecho inter-
nacional, ha apelado a las normas estoicas para justificar deter-
minadas máximas de la actuación política nacional e interna-
cional. Entre estas máximas se cuentan: la renuncia a las gue-
rras de agresión, las constricciones sobre la mentira en época de
guerra, la absoluta prohibición de las guerras de exterminio y el
tratamiento humano a los prisioneros y a los vencidos. En época
de paz, Cicerón y Kant señalan el deber de hospitalidad para con
los extranjeros que trabajan en su país; Kant insiste en la estricta
denuncia de todos los proyectos de conquista colonial. Toda la
tradición sostiene que los individuos tienen deberes de benevo-
lencia que, pese a no estar siempre bien descritos, sí fueron consi-
derados extremadamente importantes y no poco exigentes [Nuss-
baum, 1999: 161-162].
190
estructuras de igual libertad— que protegerán la capacidad indi-
vidual de escoger una forma de vida según el propio criterio, ya
sea éste cultural, religioso o personal» (Nussbaum, 1999: 165).
De hecho, la filósofa se ha declarado liberal.3
A la objeción de que el desarrollo moral no se explica fuera
de las experiencias comunitarias familiares, replica que éstas no
son incompatibles con la formación de una conciencia más am-
plia de lo que significa ser humano y aduce que «mucho antes de
que los niños adquieran cualquier familiaridad con la idea de
nación, o siquiera la de alguna religión específica, ya conocen el
hambre y la soledad. Mucho antes de que se encuentren con el
patriotismo, sabrán ya lo que es la muerte. Mucho antes de que
interfiera la ideología, tendrán ya algún conocimiento de la hu-
manidad» (Nussbaum, 1999: 171).
Al final de su ensayo, Nussbaum regresa a la imagen que le
sirvió de punto de partida, la avenida arbolada del inicio de su
réplica, para afirmar que «aquellas personas fueron capaces de
actuar como ciudadanas del mundo porque no permitieron que la
conciencia original de necesidades y fragilidades comunes queda-
se eclipsada por lo local [...]. Fueron capaces de responder al ros-
tro y a la forma humana porque no permitieron que las exigencias
de la ideología local les encostrasen» (Nussbaum, 1999: 173).
191
tradición estoica. Básicamente aduce que si bien Kant discute
las ideas estoicas de una manera breve y general y mucha de su
información procede de escritos modernos sobre la ley natural
influenciados por Cicerón y otros estoicos, su relación con el
estoicismo reside en la idea de cosmopolitismo o la ciudadanía
mundial, central en La paz perpetua.
Nussbaum resume que, para los estoicos, la base de la comu-
nidad moral fue «el valor de la razón en cada y todo ser huma-
no», la razón vista como «una porción de lo divino en cada uno
de nosotros», de lo que se desprende que «todo ser humano, en
virtud de su ser racional y moral, tiene infinito valor». La racio-
nalidad humana fue la base de una genuina ciudadanía univer-
sal, según los estoicos. Y encuentra que la misma idea está pre-
sente en la filosofía kantiana. Admite que «el estado de cosas en
muchos lugares del mundo ofrece razones para el pesimismo a
doscientos años de la publicación del esperanzador tratado de
Kant: Vemos cómo muchas regiones caen presas de conflictos
étnicos y religiosos y raciales; encontramos que los verdaderos
valores de igualdad, los derechos humanos que Kant defendió,
al igual que la Ilustración misma, son devaluados en algunos
partes como meros vestigios etnocéntricos del imperialismo oc-
cidental; cuando, de modo general, vemos tanto más odio y agre-
sión alrededor de nosotros que respeto y amor» (Nussbaum, 1997:
24). Pero la autora defiende que debemos adoptar ciertos postu-
lados de la razón práctica para continuar cultivando nuestra
humanidad y propiciar un compromiso constructivo en la vida
política. Al respecto, su opinión acerca de qué es lo que vale la
pena retomar de la tradición contrasta con las de otros filósofos
que se han pronunciado a favor de la tradición filosófica, como
A. MacIntyre:
192
Hacia una educación cívica cosmopolita
193
necesarios para que los ciudadanos participen apropiadamente
en el debate sobre el bien común y lo promuevan en un sentido
universal.
Nussbaum aduce que «el argumento para preferir la demo-
cracia a otras formas de gobierno se debilita cuando uno imagi-
na la elección democrática como el simple choque de intereses
opuestos. Resulta mucho más fuerte si se lo concibe de una ma-
nera más socrática, como la expresión de un juicio meditado
sobre el bien general» (Nussbaum, 2005: 49).
Su defensa clásica de la educación liberal retoma algunos
hitos fundamentales de la tradición filosófica occidental:
194
importante «reconocer la diversidad existente entre los estudian-
tes norteamericanos y las escuelas superiores, con el fin de no
hacer propuestas tan abstractas que resulten inútiles» (Nuss-
baum, 2005: 11).
Según Nussbaum, el cultivo de la humanidad en el mundo
actual requiere tres habilidades básicas:
195
claramente y justificar sus puntos de vista, los cursos de filosofía
desempeñan un papel vital en el currículo de las artes liberales
en la universidad» (Nussbaum, 2005: 66).
196
to punto, en exiliados filosóficos de nuestras formas de vida [...]
Sólo este crucial distanciamiento, argumentaba Diógenes, nos
hace un filósofo» (Nussbaum, 2005: 84). Sin embargo, en gene-
ral su postura resulta mucho más afín a la estoica, en especial la
romana. Por un lado, no deja de resaltar que los estoicos no pro-
pusieron la abolición de las formas locales y nacionales de orga-
nización política ni fomentaron la creación de un estado mun-
dial,5 y por otro señala que los estoicos romanos pusieron en
práctica las ideas de una ciudadanía mundial en algunos aspec-
tos del imperio (Nussbaum, 2005: 86). Al respecto, cabría preci-
sar que los estoicos romanos, en la práctica, sujetaron en buena
medida la aplicación de los principios cosmopolitas a las condi-
ciones prevalecientes en el imperio romano.
Nussbaum retoma el argumento estoico de que la idea de
una ciudadanía cosmopolita parte del reconocimiento de la co-
munidad moral y racional universal y sienta las bases para un
estilo más razonable de deliberación política y de solución de
problemas (Nussbaum, 2005: 87). Insiste nuevamente en que la
noción estoica de ciudadanía no implica renunciar a las filiacio-
nes locales, y reconoce también que estas filiaciones son una
fuente de gran riqueza para nuestra existencia, volviendo a la
imagen estoica de los círculos cada vez más amplios que debe-
ríamos jalar hacia el centro (Nussabum, 2005: 88). Juzga que la
conciencia de la diferencia cultural es esencial para promover el
respeto al otro y admite que es natural que los ciudadanos del
mundo tiendan a prestar más atención a sus propias regiones y a
su historia, dado que corresponden a la esfera donde tendrán
que actuar, de ahí que subraye en su caso, por ejemplo, la impor-
tancia del conocimiento de la historia de las tradiciones consti-
tucionales norteamericanas. Finalmente, apunta que es necesa-
rio que la educación para la ciudadanía universal comience des-
de la infancia y plantea que la meta es alcanzar una educación
verdaderamente apta para la libertad.
197
Al igual que Séneca, vivimos en una cultura dividida entre dos
concepciones de una educación liberal. La más antigua, domi-
nante en la Roma de Séneca, es la idea de una educación libera-
lis, «adecuada para la libertad», en el sentido de que está dirigi-
da a los «señores» nacidos libres pertenecientes a las clases acau-
daladas. Esta educación inició a la élite en las venerables
tradiciones de su propia sociedad; buscó continuidad y fideli-
dad, y desalentó la reflexión crítica. La «nueva» idea, auspiciada
por Séneca, interpreta la palabra liberalis de forma diferente.
Una educación es verdaderamente «adecuada para la libertad»
sólo si produce ciudadanos libres, ciudadanos que son libres no
debido a la riqueza o al nacimiento, sino porque se saben due-
ños de sus propias mentes. Hombres y mujeres, nacidos escla-
vos y nacidos libres, ricos y pobres, se han mirado a sí mismos y
han desarrollado la habilidad de distinguir entre hábito y con-
vención, y lo que pueden defender con argumentos. Son dueños
de su propio pensamiento y voz, y esto les confiere una dignidad
que está mucho más allá de la dignidad exterior de clase o rango
[Nussbaum, 2005: 319].
198
cívica y la responsabilidad política, debido a que hubo corrien-
tes que recomendaban a las personas dejar de lado los asuntos
públicos, con sus problemas y apremios—, ya que es posible que
el cuidado de sí y el arte de autoregularse se convierta en un
factor político crucial (Foucault, 1986; Dallmayr, 2003), ya que
precisamente ésta es la posibilidad que Nussbaum intenta fo-
mentar mediante su propuesta educativa.
Algunos críticos consideran que el cosmopolitismo tiende a
negar algunas diferencias e identidades y fuentes motivaciona-
les, y juzgan que el ideal cosmopolita se mantiene en los márge-
nes del pensamiento moral y que es necesario desplazarse hacia
el plano político, y plantean que una ética global viable debe es-
tar anclada en, o suplementada por, una praxis política global
(Dallmayr, 2003: 422). Nussbaum insiste en que no se trata de
desconocer las diferencias ni otros lazos de afecto y lealtad más
particulares, sino de expandir nuestra capacidad de compren-
sión, reconocimiento, compromiso y solidaridad, y extenderla a
todos los seres humanos, y considera que una educación orien-
tada al «cultivo de la humanidad» puede dar lugar a una partici-
pación política sumamente activa dentro y fuera del ámbito lo-
cal y regional. Es claro que el cosmopolitismo aspira a convertir-
se en una poderosa fuerza transformadora del orden mundial, a
partir de su incidencia en las conciencias de los ciudadanos y a
través de la intervención de organismos internacionales tales
como las organizaciones no gubernamentales, Amnistía inter-
nacional, Medicina sin Fronteras, y otras muchas que trabajan
en dirección a un derecho cosmopolita.
Sin negar los méritos del «globalismo moral», Dallmayr opi-
na que el énfasis en lo común y lo universal corre el riesgo de
dejar de lado diferencias moralmente relevantes. Y señala que el
postulado de tratar a todos los seres humanos por igual, en vir-
tud de que comparten la capacidad racional, milita ciertamente
contra las discriminaciones basadas en la raza, el estatus o el
género, etc., pero el reconocimiento de los otros como ciudada-
nos mundiales se limita a lo común, es decir, a aquello que com-
parten con nosotros. Este enfoque le parece «egocéntrico», en el
sentido que reduce al otro a un ser racional, en lugar de recono-
cer otredades distintas. Dallmayr no aclara su propia noción de
reconocimiento de esas otredades ni argumenta a favor de ella,
tan sólo apunta que se adhiere a un enfoque hegeliano, no for-
199
malista. Nussbaum, a partir de los experimentos educativos de
muchos profesores en distintas universidades de los Estados
Unidos, defiende que es posible armonizar el enfoque pluralista
y multicultural de la diversidad y el reconocimiento de las mino-
rías con la perspectiva cosmopolita del ciudadano universal.
Los partidarios de la ciudadanía «diferenciada» o «fragmenta-
da» se oponen a la noción liberal de ciudadanía, por considerarla
excluyente y reducida en los hechos, y propugnan por un modelo
de ciudadanía fundado en el reconocimiento de la diversidad so-
cial y cultural en el plano jurídico-político de los grupos sociales
diferenciados (I. Young). Para Nussbaum, el respeto universal por
la dignidad humana no milita contra el respeto por las minorías y
los grupos sociales en desventaja, sino lo refuerza.
La idea nussbaumiana de «educación liberal» no se limita a la
norma socrática, del examen y autoexamen, el pensamiento críti-
co y el argumento respetuoso, se adhiere también al pluralismo,
aunque distanciado del relativismo, pues considera racional cons-
truir una teoría del bien, concebido como el «florecimiento hu-
mano», fundada en el reconocimiento de las capacidades compar-
tidas por los seres humanos (Nussbaum y Sen, 2004).
En Upheavals of thought. The intelligence of Emotions (2001),
la filósofa plantea que una buena constitución política debe es-
pecificar un mínimo social básico que debe ser alcanzado por
todo ciudadano:
200
2) Salud corporal: ser capaz de tener buena salud, incluida la
salud reproductiva; estar nutrido adecuadamente; tener un al-
bergue adecuado.
3) Integridad corporal: ser capaz de moverse libremente de
un lugar a otro; estar seguro en contra de un asalto violento,
incluyendo el asalto sexual y la violencia doméstica; teniendo
oportunidades para la satisfacción sexual y para la elección en
materia de reproducción.
4) Sentidos, imaginación y pensamiento: ser capaz de usar
los sentidos, imaginar, pensar, y razonar —y todas estas cosas de
una manera realmente humana, un modo de informarse y culti-
varse por una adecuada educación, incluyendo, aunque no limi-
tada a la capacidad de leer y escribir y el entrenamiento mate-
mático y científico. Ser capaz de usar la imaginación y pensar en
conexión con la experiencia y producción de eventos de la pro-
pia elección, religiosos, literarios, musicales y otros. Ser capaz
de usar la propia mente de maneras protegidas por la libertad de
expresión con respecto al discurso tanto político como artístico,
y libertad de ejercicio religioso. Ser capaz de tener experiencias
placenteras y de evadir el dolor que no beneficia.
5) Emociones: ser capaz de tener afectos a cosas y personas
fuera de nosotros mismos; de amar a quienes aman y cuidan de
nosotros, de afligirnos, de experimentar nostalgia, gratitud, e ira
justificada. No tener nuestro propio desarrollo emocional frus-
trado por el temor y la ansiedad. (Soportar estas capacidades
significa soportar formas de asociación humanas que pueden
ser cruciales en su desenvolvimiento.)
6) Razón práctica: ser capaz de formar una concepción de lo
bueno y comprometerse en una reflexión crítica acerca de la pla-
nificación de la propia vida. (Esto entraña protección para la
libertad de conciencia y observancia religiosa.)
7) Afiliación: A) ser capaz de vivir con y en relación con otros,
a reconocer y mostrar afecto por otros seres humanos, a com-
prometerse en varias formas de interacción social; ser capaz de
imaginar la situación de otra persona. Proteger esta capacidad
significa proteger las instituciones que constituyen y nutren ta-
les formas de asociación, y también proteger la libertad de re-
unión y de discurso político. B) Tener las bases sociales del res-
peto por uno mismo y no humillación; ser capaz de ser tratado
como un ser digno cuyo valor es igual al de los otros. Esto entra-
201
ña provisiones contra la discriminación sobre la base de raza,
sexo, orientación sexual, etnia, casta, religión, origen nacional.
8) Otras especies: ser capaz de vivir con afecto hacia y en
relación con animales, plantas y el mundo natural.
9) Juego: ser capaz de reír, jugar, disfrutar actividades recrea-
tivas.
10) Control sobre el propio medio ambiente: A) Político: ser
capaz de participar de modo efectivo en elecciones políticas que
gobiernan la propia vida; tener el derecho de participación polí-
tica, protección de libertad de palabra y asociación. B) Material:
ser capaz de tener propiedad (tanto tierra como bienes mue-
bles), y de tener derechos de propiedad sobre bases iguales con
otros; tener la libertad de registro injustificado y ataque o incau-
tación. En el trabajo, ser capaz de trabajar como un ser humano,
ejercitando la razón práctica y entrando en relaciones dotadas
de sentido, de reconocimiento mutuo y con otros trabajadores
(Nussbaum, 2001: 416-418).
202
idea cosmopolita de que todos los seres humanos deben verse
como unidos y mirar por el bien de la especie humana «tiene,
por sí misma consecuencias políticas obvias, puede resultar com-
patible con el mantenimiento de formas locales y nacionales de
gestión política» (Nussbaum, 2003: 428), de ahí la importancia
que le concede a la reforma de la educación cívica. Quizás Nuss-
baum sea en extremo optimista y su confianza en la fuerza de las
ideas resulte un tanto ingenua, sin embargo, es innegable el po-
tencial político de la educación que ella propone.
Bibliografía consultada
203
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sophy, v. 5, n.º 1, 1997, pp. 1-25.
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SCHOFIELD, M., The Stoic idea of the City, Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 1991.
204
CAPÍTULO VII
EL IDEAL COSMOPOLITA.
¿KANT VS. ROUSSEAU?
Teresa Santiago
Universidad Autónoma Metropolitana-
Iztapalapa, México
1. KrV, B/374.
2. Emilio o la educación.
205
A partir de estas consideraciones iniciales, se puede arribar a
una cuestión que no deja de ser interesante: son las concepciones
normativas de la política las que han tenido que medirse con
argumentos de distinto tipo para probar la solidez de sus convic-
ciones, mientras el realismo político parece no tener que hacer
grandes esfuerzos para demostrar la pertinencia y fortaleza de
sus propuestas porque, conforme a su principal supuesto, la rea-
lidad siempre acabará imponiéndose por encima de los ideales
más altos y de las mejores intenciones. Son las utopías políticas
las que tradicionalmente han tenido que justificar el hecho de
querer proyectarse más allá de la realidad existente hacia una
dimensión posible sólo en la mente de su creador. También se ha
esgrimido en contra de las utopías que, cuando se han intentado
poner en práctica (así sea como un mero ensayo), lo han hecho
de manera deformada, incluso monstruosa, la pesadilla en lugar
del sueño irrealizable. Si bien es cierto que las concepciones nor-
mativas de la política no necesariamente se apoyan en utopías, sí
podemos decir que al incorporar la dimensión normativa reve-
lan sus vínculos con algún tipo de ideal, así sea tan vago como el
de la justicia, la paz perpetua, el bien común, el desarrollo sus-
tentable, etcétera, y que funcionan como ideas reguladoras que
ordenan y orientan acciones. Son estos ideales, y la incorpora-
ción de la dimensión moral que conllevan, una de las principales
objeciones que el realismo político esgrimiría en contra de ellas.
El objetivo del presente escrito es analizar dos propuestas
filosóficas en torno a la moral, la política y los ideales. La pri-
mera de ellas —la de Rousseau—, se ha considerado frecuen-
temente parte de la llamada tradición realista de la filosofía
política y, de manera especial, entre las teorías realistas de las
relaciones interestatales.3 La razón principal es la visión desen-
206
cantada que tiene Rousseau de la sociedad, para la cual propo-
ne un sistema republicano apoyado en su famoso concepto de
«voluntad general», mientras que para el sistema político en el
que se dan las relaciones interestatales, a falta de un proyecto
concreto de paz, parece adelantar «el peor de los mundos posi-
bles». La otra propuesta, supuestamente utópica es la de Kant,
quien apoyándose en la capacidad transformadora de la razón
práctica, subraya el destino moral de la especie, destino que,
de cumplirse, tendría que pasar por una constitución civil re-
publicana, el establecimiento de un derecho cosmopolita y una
paz perpetua. Acerca de estos autores paradigmáticos, me inte-
resa dejar en claro cómo se ubican respecto del realismo y, a
partir de allí determinar qué tan contrapuestos están el repu-
blicanismo4 del ginebrino y el cosmopolitismo kantiano, habi-
da cuenta de que si alguien mereció los elogios de Kant, fue
precisamente Rousseau, por haberle señalado el camino de la
reflexión en torno de la sociedad.5
El orden de presentación de los temas será el siguiente: pri-
mero habré de exponer las características propias del llamado
realismo6 político, con el fin de tener claros los conceptos que
nos servirán como telón de fondo. En la parte media del trabajo
reconstruyo las tesis de Rousseau y Kant atinentes al tema que
nos ocupa: moral, política e ideales— y en la última parte me
concentro en la discusión y argumentación acerca de la supues-
ta incompatibilidad entre el republicanismo rousseauniano y el
cosmopolitismo.
207
I
208
nunciar a hacerla. De donde se seguiría que para un realista un
mundo sin guerra es difícil de imaginar. En todo caso, la preocu-
pación debe centrarse en cómo se enfrentan, en lugar de cómo
pueden ser evitadas.
Podemos entonces empezar indicando que el núcleo del rea-
lismo clásico consiste en la separación de dos ámbitos de la acti-
vidad humana que —se dice—resultan ajenos: la ética y la políti-
ca. Modelo al que podemos bautizar como maquiaveliano por-
que es el ilustre florentino quien rompe con la tradición que venía
de la Grecia antigua en donde, a pesar del famoso alegato de
Trasímaco, se consideraba que la política no puede desligarse de
la moral. Así lo conciben, tanto Platón, como Aristóteles, en sus
diferentes concepciones de la política.
Pasando al otro modelo, encontramos el realismo de corte
hobbesiano, cuya tesis central —a riesgo de simplificar— se re-
fiere a que los estados, en tanto entes políticos autónomos, po-
seen naturalmente el derecho de defender sus intereses por enci-
ma de cualquier otro interés o circunstancia. Esta tesis está aso-
ciada a la idea de que el ámbito en el cual se desarrollan las
relaciones interestatales es de suyo anárquico porque los esta-
dos no pueden depositar en una instancia superior la regulación
de sus relaciones. De ahí que ese derecho tenga que ser ejercido
con carácter de necesidad. Una implicación central de esta tesis
es la siguiente: no hay consideración moral que valga cuando se
trata de defender los intereses de los estados soberanos. La nece-
sidad de ejercer ese derecho coloca la perspectiva moral o nor-
mativa acerca de cómo deberían conducirse los estados en sus
relaciones mutuas, en un lugar absolutamente secundario: el
aspecto moral no tiene cabida cuando se trata del derecho sobe-
rano de los estados de ver y preservar sus intereses.
Aunque la mayoría de los autores clásicos de las relaciones
internacionales se abstienen de afirmar que la búsqueda de po-
der sea, por sí misma, el objetivo de los entes políticos, recono-
cen que la paz y la armonía interestatal puede muchas veces
contraponerse con su soberanía, creándose así el universo anó-
mico de las relaciones interestatales. Este universo se concibe,
entonces, como un estado de naturaleza en donde lo que priva es
la libertad salvaje de los estados. No habiendo una autoridad por
encima de éstos, ejercen su libertad sólo limitada por la cantidad
de fuerza que cada uno es capaz de acumular.
209
A partir de esta breve revisión de dos tesis9 clásicas del realis-
mo político tenemos más claro el difícil panorama al que tienen
que enfrentarse las teorías normativas de la política. Conforme
al modelo maquiaveliano, moral y política son incompatibles:
todo político avezado en la práctica y el «arte» de la política sabe
que ésta es una actividad en donde no es posible conservar las
«manos limpias» por mucho tiempo. No es una cuestión de vo-
luntad, sino que es lo se requiere hacer la mayoría de las veces.
La política interestatal obedece a la misma lógica. Como ya he-
mos dicho, la función principal de estos entes políticos es la de
velar y defender sus intereses contra las amenazas de todo tipo y,
en gran medida, éstas provienen de fuera, esto es, de un ámbito
que naturalmente es de una competencia feroz. Y si la Raison
d’État es el código que rige las relaciones internacionales, la
moralidad no encuentra espacio entre esas razones, cuyo crite-
rio dominante es la eficacia.
Pero quizás no debamos apresurarnos al aceptar la conclu-
sión favorita del realista: que las teorías normativas de la política
resultan inútiles (Frost, 2001, 42) porque al incorporar la pers-
pectiva moral no pueden aportar un conocimiento genuino del
estado de cosas y con ello quedan por debajo de otras teorías que
sí pueden servir de base para comprender el complejo terreno de
la «realidad» política y proponer soluciones fundamentadas.
Ahora bien, más allá del crédito que podamos concederle a las
razones del realista, sin duda la parte más peligrosa de esa pos-
tura radica en el escepticismo al que parece conducir de manera
inevitable. Un realista no puede hacer propuestas arriesgadas
acerca de posibles cambios en la realidad política porque una y
otra vez ve confirmadas sus tesis acerca de cómo operan los inte-
reses individuales o de grupo, en el ámbito de la política interna,
y la Real politik en el ámbito interestatal. Este fatalismo filosófi-
co es quizás una de las razones de más peso para rechazar las
posturas realistas... lo que no significa abandonar todo supuesto
acerca del estado prevaleciente de las cosas, conditio sine qua
210
non de toda teoría política fundamentada. En lugar de argumen-
tar de forma general a favor de esta última idea, procederé a
exponer dos planteamientos filosóficos, el de Rousseau y el de
Kant, con el fin de ver de qué manera concilian esos supuestos
realistas, con sus ideales filosóficos.
II
ROUSSEAU
211
Sin duda un pensador complejo, a Rousseau se le puede con-
siderar un continuador de la tradición realista, en su descrip-
ción descarnada de las relaciones políticas en el mundo de los
ciudadanos y en el de los estados. No podemos decir que esta
clasificación del autor del Contrato social sea un puro prejuicio.
Hay razones de peso para clasificarlo de esa manera. Empe-
zaremos por reconstruir sus argumentos en torno a la naturale-
za humana y el mal, lo que nos llevará a ir avanzando en la
exposición de su teoría política. Una vez hecha esa exposición,
podremos dar una opinión acerca del peculiar realismo que lo
caracteriza.
El pensamiento de Rousseau es radical en muchos aspectos.
Entre los más obvios está el hecho de que, en contraste con los
demás teóricos del contractualismo, el autor del Discurso sobre
el origen de la desigualdad11 (desde ahora: DI), intenta llevar al
límite el ejercicio intelectual de pensar cómo pudo haber sido el
estado de naturaleza, esto es, cómo sería el hombre completa-
mente natural, el hombre inmerso en un ambiente ausente de
todo contacto que implicase la cooperación o la alianza con los
otros. A diferencia de otros pensadores de la política, en su des-
cripción del hombre en estado de naturaleza, Rousseau hace a
un lado todo rasgo que provenga de la sociedad que conocemos.
Y en esta dirección apunta su afilada crítica a Hobbes,12 porque
piensa que al describir el estado de naturaleza como la guerra
de «todos contra todos» está partiendo de condiciones que sólo
tienen lugar en una sociedad política, no en un estado natural;
además de plantear una paradoja insostenible: el afán de domi-
nio y la codicia del hombre hobbesiano no encaja con el querer
destruir al prójimo, ¿para qué entonces las riquezas y el poder si
no es para demostrarlo a los otros, si no es para sentirse superior
respecto de todos los demás?
Lo anterior no significa que Rousseau rechace la imagen hob-
besiana del hombre «lobo del hombre» o su hipótesis de la inso-
ciabilidad humana, pero discrepa del lugar que le otorga en su
reconstrucción del estado de naturaleza. Para el ginebrino, el
11. Discourse sur l’origine et les fondements de l’ inegalité parmi les hom-
mes (1755).
12. Cfr. DI, I. pp. 248, 293-294. Otra referencia a Hobbes puede verse en el
pequeño ensayo L’État de Guerre, un trabajo inconcluso que data de 1756 o 1757.
212
hombre «natural» está desprovisto de pasiones pues es un ser
simple e ingenuo. El único sentimiento que anida en él es la pie-
dad, definida como un sentimiento de solidaridad con el dolor
ajeno, lazo que une al hombre natural con los otros seres vivos.
Sus demás sentimientos van dirigidos a su propia persona, pero
esta auto-consideración no debe tomarse como egocentrismo,
sino como un instinto de preservación; lo que Rousseau define
como amour de soi. El momento clave en el cual el mundo feliz
del hombre natural inicia una transformación que no podrá re-
vertirse, con consecuencias desastrosas para toda la especie, lo
ubica Rousseau cuando: «El primero al que, tras haber cercado
un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas
lo bastante simples para creerle (ése) fue el verdadero fundador
de la sociedad civil» (Rousseau, 2000a: 307).
El producto de este hecho es una sociedad civil imperfecta,
que aún no alcanza su pleno desarrollo, en la cual se manifiestan
todas las pasiones tan adecuadamente descritas por Hobbes:
213
por dejar a un lado todos los hechos, porque no afectan a la
cuestión». Hay que tomarlas dice: «sólo por razonamientos hi-
potéticos y condicionales, más propios para esclarecer la natu-
raleza de las cosas que para mostrar su verdadero origen...»
(Rousseau, 2000a: 237).
Esas investigaciones antropológicas e históricas13 de las cua-
les está repleto el segundo Discurso, en forma de largas digresio-
nes a pie de página, le sirven de apoyo a Rousseau para dar soli-
dez a sus hipótesis acerca del hombre en estado de naturaleza,
con base en ellas nos describe un fascinante bosquejo del «buen
salvaje». No obstante, debemos leer con cautela a Rousseau y
entender que buena parte del DI está dedicada al hombre en su
aspecto meramente «físico», vehículo para llegar al hombre «mo-
ral». Es éste, en realidad, el que constituye su objeto de estudio.
Rousseau cree reconocer en el hombre civilizado las huellas del
hombre moral en el reducto de piedad que aún le queda. Es esa
parte de la naturaleza humana la que quizás podría ser rescata-
da y para ello se requiere de un ambiente propicio que haga cre-
cer nuevamente la parte moral del ser humano. Dichas condicio-
nes son el tema central de Emilio y del Contrato social.14
Uno puede preguntarse cómo el mismo autor del Discurso so-
bre el origen de la desigualdad, pudo escribir con la misma fuerza y
convicción, el Contrato social (CS). El primero está dedicado casi
en su totalidad a describir al hombre en estado de naturaleza y, a
partir de allí, a presentar su famoso alegato en contra de la civili-
zación y la sociedad moderna.15 Por su parte, el Contrato social,
quizás su obra más difundida, reúne las tesis y argumentos a fa-
vor de la sociedad políticamente organizada. ¿No es acaso un tan-
to contradictorio? La respuesta es que podría serlo siempre y cuan-
do asumiéramos que lo que Rousseau se propone en esta segunda
obra es concebir un modelo de sociedad y de organización políti-
ca para el hombre «físico»,16 lo que daría como resultado una in-
214
geniería social y, por ende, dejaría sin resolver al problema de la
degradación moral. Pero esto no es así, nuestro autor tiene como
objetivo encontrar el mejor sistema político para que el hombre
moral se desarrolle de nuevo, no de la forma en que lo encontra-
mos en el estado natural,17 sino de una manera más plena; a saber,
como hombre moral/social. «Para Rousseau, la solución al pro-
blema de la sociabilidad está en re-conducir el amor propio hacia
la comunidad... el amor por mi persona se debe convertir en amor
por nosotros» (Garrard, 2003: 56).
Al contrario de la mayoría de los philosophes,18 quienes ha-
bían recuperado la concepción aristotélica del zoon politikon,
Rousseau, sigue la línea de que la sociedad es una convención,
una creación artificial y que, por ende, hay que obligar al hom-
bre a ser social; es así como Rousseau concibe a la sociedad de
su tiempo. En ella los sujetos están encadenados por un sinnú-
mero de fuerzas externas, entre las que destaca la «opinión de
los otros». A esto se refiere el famoso dictum con el cual abre el
primer capítulo del Contrato social: «El hombre ha nacido libre,
pero por doquier se halla encadenado» (Rousseau, 2000a: 47).
Para Rousseau, la sociedad moderna no es un estado de anar-
quía o anomia total, pero tampoco es una sociedad política ge-
nuina, porque en ella los lazos que unen a los hombres son de
esclavitud. Es una sociedad que, recordémoslo, tuvo su origen
en la propiedad privada y, por ende, en la imposición de una
minoría sobre la mayoría. Y esa es la forma en que se siguen
dando las relaciones sociales y el poder político. Lo que determi-
na el funcionamiento de la sociedad, son los intereses económi-
cos y materiales de los poderosos y, por debajo está la gran masa
del pueblo sometido. La solución está entonces en sustituir esos
lazos, que son de naturaleza espuria al estar basados en la fuer-
215
za, por vínculos «voluntarios». La compleja noción roussounia-
na de «voluntad general» debe ser entendida como de naturale-
za moral, si bien su función es política. En lugar de obligar al
hombre a ser social por medio de las cadenas de la explotación,
el abuso, la fuerza, o la conquista (o bien, las cadenas de la ado-
ración de falsos valores, el prestigio, el éxito económico, el po-
der, el reconocimiento de los demás, etcétera); se le puede obli-
gar moralmente, esto es, el hombre puede renunciar a su libertad
natural, siempre y cuando, todos los demás también renuncien
a ella; puede someterse a una ley, siempre y cuando todos los
demás también se sometan. De esta manera, la desigualdad de
riquezas y posición, deja de ser fundamental porque todos se
igualan al contraer el mismo compromiso. Al someterse a todos,
nadie se somete a alguien en particular, ya no hay un amo y un
esclavo, también el amo ha quedado comprometido a obedecer
las normas sociales como parte de esa «voluntad general»:
19. Ese texto formaba parte de un proyecto más amplio que JJR nunca
concretó y que inició a su regreso de Venecia. Según Vaughan corresponde al
período de Montmorency (1756-1757), cuando se instaló en la villa de
l’Ermitage a invitación de su dueña y amiga Mme. D’ Espinay. Los párrafos
en español de la obra, que aparecen en este texto, son mi propia traducción.
216
projet de paix perpetuelle.20 Más aún, el temperamental ginebrino
había tenido contacto estrecho con los entretelones de la política
exterior de su tiempo y quizá por ello no era en absoluto ingenuo
acerca de estas cuestiones. Para Rousseau, la guerra es, al igual
que la sociedad, el producto de la convención. No puede haber
guerra ni en el estado naturaleza, ni entre particulares, porque
la guerra nace de la disputa sobre bienes, esto es, sobre cosas:
«No hay posibilidad de guerra entre los hombres; tan sólo entre
los estados» (Rousseau, 2000b 15), y al no poder surgir el estado
de guerra de las simples relaciones personales no puede existir
la guerra privada o del hombre con el hombre ni en el estado de
naturaleza... (Rousseau, 2000a: 53).
El objeto de incluir el tema en la parte inicial del CS, persigue el
propósito claro de señalar que de la fuerza no se sigue el derecho,
con lo que de paso hace una crítica severa a Hobbes, Grocio y los
demás «poetas» que intentan descubrir derechos que no son sino
meras necesidades que se derivan de la imposición y el atropello.
En segundo lugar, Rousseau quiere poner de manifiesto cuáles son
las consecuencias de no liberarse del yugo y de la fuerza; cuál es el
precio de la esclavitud y la dependencia. Y en tercer lugar, poner en
claro las condiciones que hacen del pacto social un imperativo. El
CS se ocupa en su totalidad de describir las características de ese
pacto, la naturaleza de la soberanía, las distintas formas de gobier-
no y el papel de la religión en la república...sólo en el último párra-
fo vuelve Rousseau a ocuparse de las relaciones inter-estatales, «lo
que abarcaría el derecho de gentes, el comercio, el derecho de gue-
rra y de conquista, el derecho público, las ligas, las negociaciones,
los tratados, etc.» (Rousseau, 2000a: 162) y es para advertirnos
que ese tema, si bien indispensable para dar por concluida la in-
vestigación acerca del problema de la sociabilidad, escapa a sus
capacidades. Esta tarea la deja para después... o para otros.
Podemos, sin embargo, inferir parte de su teoría de las rela-
ciones inter-estatales de lo que sí dice sobre el pacto social y de la
república ideal, así como de algunos de sus otros textos en don-
de se ocupa directamente del tema.
20. El Extracto del proyecto de paz perpetua del Abad de Saint-Pierre, al que
más tarde agregó su propio juicio (Jugement) también corresponde al perío-
do mencionado en la nota anterior, JJR lo redactó aproximadamente entre
1756 y los dos años siguientes.
217
Ya hemos dicho que el pacto social se vuelve un imperativo,
no sólo por las condiciones precarias —en términos morales—
de la sociedad civil, sino también, y en gran medida, a causa del
estado de inseguridad que impera en el ámbito de la política
exterior. La república ideal de Rousseau es aquella que, fundada
en un pacto, obtiene fuerza moral porque es el resultado del com-
promiso de cada ciudadano con todos los demás; por lo que trans-
gredir la ley no es sólo ir en contra de una norma jurídica, sino
en contra de la voluntad general. Como lo expresa él mismo en
un inspirado texto escrito para la Encyclopédie:21
218
comportan los estados unos con otros, no deja lugar a dudas de
que, para él, en ese universo impera la ley del más fuerte. No
obstante, me gustaría enfatizar que no es sólo su visión realista
lo que lo lleva a abstenerse de desarrollar un proyecto de cómo
superar la anomia entre los estados, sino que el propio desarro-
llo de su teoría política torna irresoluble la cuestión de la ano-
mia entre ellos: si los estados mantienen relaciones en las cuales
unos se aprovechan de su fuerza para someter a otros, y los más
débiles no tienen más remedio que soportar y depender de los
dictados de esa fuerza, es porque el propio sistema estatista re-
produce las relaciones de abuso y esclavitud que se dan a nivel
doméstico.
Recordemos que los estados modernos, tal y como son conce-
bidos por Rousseau, surgen a partir de la decisión unilateral del
primer hombre que dijo: «esto es mío», al tiempo que se apropia-
ba de un territorio. Este «pecado original» define, ab initio, el
tipo de relaciones que habrán de darse entre los diferentes cuer-
pos políticos: no sólo velar por sus propios intereses, sino acu-
mular cada vez más poder a través conquistar más territorio, lo
que supone, a su vez, reproducir al infinito la esclavitud y el so-
metimiento de los hombres. La pregunta que sigue y que es la
que Rousseau tuvo que plantearse al llegar a este punto en su
razonamiento es la siguiente: ¿por dónde deberá romperse éste
círculo vicioso de fuerza-sometimiento y, por ende, la ausencia
de derecho? Su primer intento es romperlo sustituyendo las con-
diciones político-sociales al interior del estado por medio del pacto
re-fundacional al que ya nos hemos referido. En una república
virtuosa, como la que propone Rousseau, se podrá recuperar al
hombre moral que no pudo desarrollarse cuando abandonó el
bosque y la vida silvestre. Pero dado que las relaciones al exterior
del cuerpo político no han cambiado, la república de virtud, y en
ella los nuevos ciudadanos, están en un peligro aún mayor que
los estados no virtuosos. La respuesta de Rousseau es bien cono-
cida: la república virtuosa debe ser pequeña y modesta, volcar
todo su interés hacia sí misma. Con ello, consigue dos cosas, lo-
grar la autonomía de la república, algo que considera vital para
los hombres y los pueblos y, además, no provocar ni la envidia, ni
la ambición de otras naciones. He aquí la razón que explica su
insistencia en inculcar y promover los valores nacionales, en suma,
el patriotismo del cual habremos de ocuparnos más adelante.
219
Pero, llegado a este punto Rousseau no puede promover la
idea de un derecho cosmopolita: mientras no se realice la trans-
formación profunda de las distintas naciones, hacia repúblicas
virtuosas, es inútil plantearse metas más amplias, metas que in-
corporen a la humanidad en su totalidad. Así, a falta de un pro-
yecto más ambicioso, tiene que conformarse con la aceptación
tácita del mal menor, esto es, de un derecho internacional tal y
como opera en la práctica. Este resultado, si bien parcial, basta-
ría para que a nuestro autor de le considere uno más de la tra-
dición realista. Verlo así implica, sin embargo, hacer una reduc-
ción simplista de su pensamiento. Debemos ver, en todo caso,
qué sucede con el resto de su propuesta filosófica.
Si nos servimos de los conceptos desarrollados en la primera
parte del trabajo, podemos tratar de determinar si la filosofía
roussoniana puede caber en alguno de los dos modelos que expu-
simos, o bien, en ambos. Junto con Maquiavelo —a quien admi-
raba por su convicción republicana—, Rousseau rechaza una vi-
sión ingenua de la política. Para él es muy claro que los hombres
y los estados defienden en todo momento sus intereses y que para
conseguir sus propósitos echan mano de cualesquiera medios a
su alcance. Pero recordemos que la tesis central de este modelo
maquiaveliano es la separación de la política y la moral. De ma-
nera que un defensor de este tipo de realismo será aquel que abo-
gue porque no se confundan ambas esferas: si se está en el ámbi-
to de la política, no podemos hacer consideraciones de tipo mo-
ral; y si estamos en el terreno de la moral, no podemos traducir
esas máximas a reglas de la política. Visto así el modelo realista,
es claro que Rousseau ya no encaja del todo en él porque uno de
los ejes de su crítica a la sociedad moderna es, justamente, la
separación entre moral y política. En efecto, para él, como trata-
mos de argumentar en párrafos anteriores, el origen de la des-
composición social está en que la sociedad se ha organizado en
torno a intereses sólo de índole material: el estado mismo tuvo su
origen en la invención de la propiedad privada y con base en ella
se organiza una sociedad de poseedores y desposeídos, de pobres
y ricos, de amos y esclavos. La política que se desarrolla por enci-
ma de esta estructura obedece, en última instancia, al manteni-
miento y reproducción de ese sistema perverso. No es casual, por
cierto, que en Rousseau se haya visto un antecedente de Marx e,
incluso, o que se le ligue con algún tipo de socialismo.
220
Nos resta hacer la comparación de las tesis roussonianas so-
bre las relaciones internacionales con la visión realista que las
concibe como el escenario de la pura libertad salvaje, la compe-
tencia sin límite, el imperio del más fuerte, en suma, la anomia.
Una vez más tenemos en este punto un panorama parecido al
del punto anterior: si hacemos una lectura rápida y superficial
de Rousseau, podemos sin mayor problema incorporarlo a la
tradición realista del estado de naturaleza entre los estados. Pero
si ahondamos un poco más en sus tesis y, sobre todo, las pone-
mos en conexión con el resto de su pensamiento, empiezan a
revelase las particularidades de su pensamiento, más allá de re-
duccionismos simplistas.
Ya hemos dicho que para Rousseau, las relaciones interesta-
tales forman un conjunto de interacciones que refuerzan la de-
formación de la naturaleza humana que se origina en la socie-
dad civil. La guerra, en sentido estricto, sólo puede darse entre
los estados. Es una convención y no, como pensaba Hobbes, un
ingrediente del estado de naturaleza. Su origen no es la insocia-
bilidad humana, sino la deformación original de la sociedad ci-
vil al nacer de una decisión unipersonal y no de un pacto. Es un
ámbito de competencia salvaje, de imperio de la fuerza, al que
nuestro autor no le ve una salida próxima, ni fácil. En esta diná-
mica se crean, al interior, condiciones muy poco favorables ha-
cia el «extranjero», de manera que —según Rousseau— la visión
hacia afuera del estado, se asocia con las pasiones más bajas de
los seres humanos: la competencia, la desconfianza, el despre-
cio, y una variedad enorme de complejos y prejuicios. Como re-
sultado de todo esto, la naturaleza humana se «nacionaliza», «y
este proceso termina por atropellar el resabio de sensibilidad
humana porque, paradójicamente, los individuos se aproximan
más, conforme se aíslan en sus comunidades. El horizonte mo-
ral se limita y confina» (Fidler, 1999: 125). Lo que provoca la
indeseable consecuencia de que los ciudadanos dependan cada
vez más de sus líderes para sentirse seguros. Muchos de esos
líderes, como se ha visto reiteradamente en la historia, pueden
llevar a sus pueblos a las guerras más absurdas e inútiles.
Convencido de que es ésta la situación en que se encuentran
las naciones modernas, Rousseau, sin embargo, no se une a los
diferentes proyectos de la época de pensar las condiciones de
una paz definitiva o perpetua, en cambio, accede a resumir el
221
proyecto de Saint-Pierre. El Abad había propuesto la creación
de una confederación de naciones a partir de la firma de un pac-
to de paz, la que daría lugar a la creación de un congreso u asam-
blea, formada por los príncipes o sus representantes e, incluso, a
una policía internacional que se ocuparía de revisar y, en su caso,
de sancionar a las naciones beligerantes que rompiesen el pacto.
Después de ofrecer un extracto de los numerosos volúmenes en
los cuales está desarrollado el proyecto de Saint-Pierre, Rous-
seau elabora una crítica —Jugement— en donde expresa de ma-
nera directa cuáles son sus objeciones. En realidad, la más im-
portante, puede resumirse así: el proyecto no podría juzgarse de
descabellado o absurdo, pero sí de ingenuo:
222
pias limitaciones de nuestra naturaleza humana. En sus escritos
están constantemente señalados esos obstáculos. ¿Qué otra cosa,
sino señalar las infinitas e infundadas pretensiones de los hom-
bres, es lo que encontramos en su Discurso sobre las ciencias y
las artes, la obra que sirvió de pivote para que surgiera como
pensador original? Con su exaltada y eficaz retórica, Rousseau
expone los vicios que ha generado una civilización que no sabe
escuchar su voz interna. Que al tiempo que ha conseguido gran-
des productos en el conocimiento, el arte y la filosofía, se en-
cuentra extraviada. Con los filósofos es especialmente severo:
223
cie. El retrato que hace del hombre natural en el DI tiene, al día
de hoy, el mismo impacto que tuvo para los hombres ilustrados
del XVIII. Nadie ha superado el «realismo» con el cual nos revela
esa imagen tan escondida y tan temida, de nosotros mismos. Un
realismo que, paradójicamente, se vale de la imagen, de la re-
creación de un ser que no es el antecedente paleontológico de la
especie, pero que sin duda contiene todos los elementos de la
naturaleza humana: «...“un animal estúpido y limitado” que tan
sólo posee un centro de facultades innatas y de atributos, algu-
nos de los cuales comparte con otros animales, y otras que son
“facultades virtuales” aún totalmente sin desarrollar» (Garrard,
2003: 106). Los dos factores que, para Rousseau, hacen la dife-
rencia entre el ser humano y los demás animales y que, le lleva-
rán a desarrollarse ineluctablemente como ser social son —como
ya vimos— la benevolencia o piedad y el temor a la muerte. A
partir de esta mínima base nuestro autor considera que es posi-
ble la ampliación de nuestras facultades y el desarrollo de rela-
ciones sociales más igualitarias y equitativas, que tendrán como
consecuencia la re-estructuración de los intereses, para pasar
del «mío» al «nuestro». La vida cognitiva y moral de la especie
surgirá en este momento, conforme se actualizan las facultades
que habían permanecido latentes. Esa sociedad naciente, en don-
de aún no se generan los vicios de la civilización moderna, es
el punto óptimo, la edad dorada de la especie humana y que
asemeja a algunas de las culturas que tanto elogia Rousseau en
sus escritos.
Ahora bien, ese estado perfecto de la sociedad, ya tuvo lugar
en sus primeros tiempos. Rousseau incluso, cree verla en las so-
ciedades que, a diferencia de los pueblos europeos más avanza-
dos como Francia e Inglaterra, tienen un desarrollo incipiente
en la primera mitad del siglo XVIII. Edad dorada a la que, sin
embargo, es imposible regresar. Hay que volver a construirla,
pero esta vez con bases sólidas y firmes que impidan la corrup-
ción y la decadencia evidenciada en las sociedades modernas. El
ideal roussoniano está cimentado en la posibilidad de rescatar la
esencia del hombre natural, en la medida en que en ella están
vigentes los rasgos aún no contaminados por el avance civiliza-
torio. Rousseau predica, en palabras de Starobinski: «una fideli-
dad lejana a la naturaleza perdida en el seno de la vida social»
(Staravinski, 1971: 325).
224
No hay duda pues de que Rousseau postula un ideal político.
El Contrato social22 abre con la enunciación, por parte de su au-
tor, del propósito que lo guía: intenta averiguar si existe un «or-
den civil (que ofrezca) alguna regla de administración legítima y
segura, considerando a los hombres como son y a las leyes como
pueden ser», en ese orden civil deben de poderse conciliar los
intereses con el derecho, «para que no se encuentre escindidas la
justicia y la utilidad» (Rousseau, 2000: 47). Esta breve enuncia-
ción con la que abre el Contrato social puede darnos ya la pauta
de que, en efecto, Rousseau no es ajeno a los ideales políticos. Su
expresión «Quiero averiguar si puede haber...» denota el plan-
teamiento de una hipótesis, de una conjetura acerca de la posibi-
lidad, no sabemos aún si inalcanzable, de un orden social que
concilie los distintos intereses con el derecho, para que no haya
una separación entre justicia y utilidad. Sin temor a exagerar,
podemos decir que éste es uno de los más altos ideales políticos
que puede plantearse un orden civil. Su crítica y puntualización
de la distancia que le separa de Hobbes, en varios de sus escri-
tos, indican también qué tan alejado se siente Rousseau del rea-
lismo político: para él, la fuerza y la violencia jamás pueden ser
el origen del derecho.
La respuesta al problema enunciado en la primera línea del
CS, la encuentra en un orden de tipo republicano. En esto Rous-
seau no es del todo original, desde la época de Platón se evoca
como ideal político a la República. El aspecto más novedoso
está entonces en su concepción de la naturaleza del pacto social,
esto es, en la incorporación de la noción de voluntad general.
Una noción que si bien cumple una función política, es de natu-
raleza moral:
225
blece entre los ciudadanos una igualdad tal que todos se com-
prometen bajo las mismas condiciones y todos deben gozar de
los mismos derechos. Así, por la naturaleza del pacto, todo acto
de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad gene-
ral, obliga o favorece igualmente a todos los ciudadanos... [Rous-
seau, 2000a: 71].
226
mos, es cierto, ninguna razón como para sostener que nuestro
autor concibiera una paz perpetua en el corto plazo, ni tampoco
un derecho cosmopolita o una ética universalista. Pero tampo-
co que fuese un enemigo a ultranza del cosmopolitismo; sus opi-
niones adversas se refieren a que éste se toma como la bandera
ideal para así no tener que ocuparse de los más próximos, los
conciudadanos. Una sociedad basada en relaciones de opresión
y esclavitud no puede plantearse como un ideal serio el «amor a
la humanidad», ni la formación de una sociedad cosmopolita,
mientras no se replantee un cambio radical al interior de los
estados.24 Cómo conseguir ese cambio, es una más de las ideas
un tanto difusas que nos quedan al leer a Rousseau. La posteri-
dad lo ha puesto como uno de los promotores de la gran Revolu-
ción burguesa del siglo XVIII, pero es una cuestión inescrutable
para nosotros el saber si es ése el lugar que le hubiese gustado
ocupar. Sin duda parece justo el que se le asocie a los ideales aún
no cumplidos del republicanismo clásico: la igualdad, la liber-
tad, la fraternidad y, por supuesto, el estatus moral inalienable
del ciudadano. Una vez que hayamos avanzado en la exposición
de las ideas kantianas sobre el cosmopolitismo, podremos ini-
ciar la discusión acerca de si éste es incompatible con el republi-
canismo de Rousseau.
III
KANT
227
dor de la identidad francesa. Sabemos de esta admiración, por
el propio Kant, quien no se puede decir que gustara de lisonjear
y, sin embargo, dejó evidencia de ella en algunos de sus textos;
«sutil Diógenes contemporáneo» le llama en las Lecciones de Éti-
ca,25 y en las «Notas a Observaciones sobre el sentimiento de lo
bello y lo sublime» (1764), afirma:
228
cosmopolita (IH), encontramos una de las primeras referencias
importantes del cosmopolitismo, misma que nos puede servir
de entrada al tema. Este texto fue escrito por Kant tan sólo un
año antes de la Fundamentación de la metafísica de las costum-
bres (1785), lo que indica que las preocupaciones del filósofo ya
estaban dirigidas al ámbito de la razón práctica, esto es, de la
acción moral y sus principios, tanto en el plano individual, como
político-social. En la proposición 8 de IH, Kant se refiere a un
derecho cosmopolita como uno de los fines al que habría de arri-
bar el sujeto histórico, en tanto un agente libre y actuante:
26. En todas las citas textuales de Kant, se dejan los énfasis tal y como
aparecen en el original.
229
altos, sólo se cumplen a través de la humanidad toda. En la IH,
para Kant el fin más alto de la especie es de índole político,27 y
éste es el ideal cosmopolita.
Ahora bien, para poder llegar a esa meta es necesario que
antes se cumplan ciertas condiciones. Siguiendo la tradición
contractualista, Kant afirma que la primera consiste en «la ins-
tauración de una sociedad civil que administre universalmente el
derecho» (Kant, 1994: 10). Y más adelante aclara cuáles son las
características propias de dicha sociedad: aquella en «la que la
libertad bajo leyes externas se encuentre vinculada en el mayor
grado posible con un poder irresistible, esto es, una constitución
civil perfectamente justa...» (Kant, 1994: 11). En efecto, una con-
dición para que la sociedad pudiera acercarse al ideal de socie-
dad civil es que, por una parte, se de la mayor libertad posible, a
la par que se establezcan y vigilen los más «escrupulosos» lími-
tes para la libertad de cada quien. La mayor libertad es una con-
dición sin la cual no podrían expresarse los individuos y, por
ende, manifestarse y salir a flote los conflictos propios de toda
comunidad humana. Bienvenido el conflicto, siempre y cuando,
al mismo tiempo, se den los mecanismos que cuiden «escrupu-
losamente» el respeto a los límites de esa libertad. Con ello, se-
gún Kant, estarían poniéndose las bases para una constitución
civil perfecta. Empero, si bien estas bases son necesarias, no son
suficientes para conseguir la implantación de dicha constitu-
ción. Para Kant hay un vínculo de interdependencia entre el or-
den civil y el orden interestatal. Y mientras en este último preva-
lezca el estado de libertad salvaje, no podrá lograrse el ideal de la
sociedad civil.
Al igual que otros teóricos de la política, a Kant se le presenta
entonces el problema de cómo conseguir la armonía al interior
de los estados, sin que la anomia al exterior de los mismos la
ponga en peligro. Por ello afirma que la instauración de una cons-
titución civil es el «mayor problema y al que más tardíamente
habrá de encontrársele una solución», según reza el principio 5.°
de IH. En otras palabras, no puede pensarse que la sociedad civil
27. Es así porque Kant se ocupa aquí de la historia. Sin embargo, el fin
más alto tiene carácter moral y se refiere a él de diversos modos: el reino de
Dios en la tierra y comunidad ética (en la Religión), o reino de los fines (en la
Fundamentación).
230
pueda ser instaurada sin que antes se haya encontrado un meca-
nismo de regulación de las relaciones exteriores de los estados.
Es como si algún habitante de una zona en guerra (Irak, por
ejemplo) quisiera imponer normas de civilidad y comportamiento
al interior de su familia, cuando se vive hacia fuera el caos más
absoluto.
Mucho más cercano a Hobbes de lo que él mismo hubiera
reconocido, Kant sigue el modelo del estado de naturaleza ver-
sus el orden civil. Y al igual que el autor del Leviatán, concibe al
primero como de libertad salvaje, un estado en el cual los hom-
bres buscan dominarse mutuamente, situación a la que se pone
fin a través de un pacto por el cual, no obstante que no se elimi-
na el conflicto, sí se regula y contiene. Pero las similitudes con
Hobbes se detienen en el tema del origen del conflicto. Kant tie-
ne su propia manera de explicarlo y un concepto central a este
respecto aparece en la proposición 4 de IH, en donde introduce
la conocida noción de «insociable sociabilidad»: «Entiendo aquí
por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, esto
es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inseparable de
una hostilidad que amenaza constantemente con disolver la so-
ciedad (Kant, 1994: 8)».
Ahora bien, esta doble disposición es un mecanismo puesto
por la naturaleza para que el hombre consiga sus metas. Se trata
de un concepto muy a tono con la perspectiva finalista de corte
aristotélico que habíamos señalado como uno de los supuestos
adoptados por Kant en esta obra. Si al hombre se le dejara hacer
su voluntad, con seguridad sería un ser pasivo e indolente inca-
paz de pelear o entrar en conflicto, pero también totalmente
improductivo, incapaz de platearse y realizar sus propios fines.
Sin duda Kant simpatizaba con la idea roussoniana del «buen
salvaje» que es, por naturaleza, benevolente (bueno sin moral) y
que sólo se corrompe cuando entra en contacto con sus seme-
jantes, creándose como consecuencia lazos y necesidades artifi-
ciales, pero también le habrá resultado insuficiente para expli-
car cómo se hace el tránsito del estado de naturaleza, en donde
los hombres naturales son indiferentes a la presencia de sus se-
mejantes, al estado de guerra de todos contra todos en la cual
estamos inmersos. Si el buen salvaje de Rousseau es un ser «trans-
parente» —según la feliz expresión de Starobinski—, cabe pre-
guntarse de dónde saca el impulso interno para, finalmente, en-
231
trar en conflicto con sus iguales. El amor de sí es un egoísmo
inocuo, cuya función es sólo la preservación y el cuidado de sí
mismo, pero carece de la fuerza para oponerse e imponerse so-
bre los otros. Por otra parte, la crítica de Rousseau a Hobbes es
muy pertinente: el conflicto que describe, como propio del esta-
do de naturaleza, sólo puede darse en el contexto de una socie-
dad política ya formada.
Así, entre Hobbes y Rousseau, Kant resuelve el asunto de la
siguiente manera: la semilla del conflicto está puesta en la pro-
pia naturaleza humana («mal radical» es el nombre que Kant
usa en La Religión para referirse a la propensión al mal que na-
turalmente posee el ser humano).28 Hay un doble impulso en el
ser humano: por una parte necesita socializar para desarrollar
buena parte de sus disposiciones naturales, pero por la otra está
dominado por un egoísmo que se manifiesta en el deseo de sólo
cumplir sus caprichos y anhelos, así como de apartarse y des-
truir lo que con esfuerzo consigue la comunidad. Para Kant, esa
raíz contradictoria es la fuerza impulsora de todas las empresas
humanas, la que, a final de cuentas, le impulsa para buscar y
conseguir sus fines.
Esta misma insociable sociabilidad se expresa en el estado de
perpetua beligerancia de los estados. Y aquí el mecanismo que
opera es la guerra. A través de este recurso se obliga a los estados
a buscar salidas hacia una posible convivencia armónica. Siguien-
do a algunos de los autores que antes se ocuparon del tema, Kant
piensa que la manera de poner fin al estado de guerra, que no es
siempre el combate efectivo, es por medio de una confederación
de pueblos (Foedus Amphictyonum) que regule las relaciones con-
forme a leyes aceptadas voluntariamente por todos sus miem-
bros. La conceptualización del ideal cosmopolita en la forma de
una alianza de pueblos (Völkerbund), de una federación o confe-
deración para lograr una paz definitiva (Kant fue ambiguo en su
presentación de un modelo en particular) se repite en varios de
sus textos, siendo los más importantes, además de IH, Hacia la
paz perpetua (1795), la Doctrina del derecho (derecho de gentes)
de la Metafísica de las costumbres (1797), y Teoría y práctica (1793).
28. Cfr. La religión dentro de los límites de la mera razón. Primera parte:
«De la inhabitación del principio malo al lado del bueno o sobre el mal radi-
cal en la naturaleza humana».
232
No podemos dejar de anotar que es respecto de la formación de
esa confederación de naciones, que surgen los nombres de Rous-
seau y Saint-Pierre, con el fin de señalar las debilidades de los
proyectos de paz, pero al mismo tiempo reconociendo que a pe-
sar de las objeciones que pueden hacerse, «constituye...la salida
inevitable de la necesidad...que ha de forzar a los Estados a
tomar...esa misma resolución a la que se vio forzado tan a pesar
suyo el hombre salvaje...(Kant, 1994: 14).» En el ensayo contra
Moses Mendelssohn,29 encontramos la siguiente afirmación que
reafirma los conceptos expresados en IH:
233
La idea de república de pueblos fundada en el derecho de
gentes, así como la constitución cosmopolita de Teoría y prácti-
ca, están sustancialmente modificadas en Hacia la paz. En el pri-
mer artículo definitivo (AD), en donde se ocupa de formular cuáles
son las condiciones de la paz perpetua, Kant reafirma la condi-
ción, ya planteada en IH de que los pueblos tienen que pactar
para constituirse en estados republicanos, pues al igual que Rous-
seau, considera mucho más difícil que las repúblicas se hagan
mutuamente la guerra. Ahora bien, al abordar el tema del segun-
do AD, en donde se trata de la construcción de la paz, Kant pare-
ce dudar entre dos modelos:31 por una parte se da cuenta que el
derecho de gentes tiene que estar fundado en una confederación
de estados libres, pero cuando llega el momento de definir las
características que, consecuente con la lógica del modelo, debe-
ría poseer dicha confederación, parece imponerse la visión rea-
lista del filósofo, a saber: que el estado natural entre los estados
no es el de la paz, sino el de la guerra, que éstos se comportan
como salvajes sin contención alguna, a pesar de decirse nacio-
nes civilizadas. Que los príncipes hacen la guerra casi por depor-
te y que en las conquistas no toman en cuenta el daño que hacen
a los pueblos así sometidos, etcétera. Ante la dificultad que plan-
tea la realidad misma, y por otro lado, el imperativo de la razón
que manda a construir la paz, la propuesta tendría que ser la
formación de un estado de naciones o pueblos (Völkerstaat), un
civitas gentium, que creciera sin cesar hasta incorporar a todas
las naciones del planeta. «Pero esto que es justo la tesis, es recha-
zada por hipótesis, y parece inevitable contentarse con el suce-
dáneo (ersatz), sin contenido positivo, una alianza donde el úni-
co propósito será poner fin a la guerra, alianza permanente sin
cesar de crecer, pero que se muestra frágil...» (Ferrari, 1997: 34).
A final de cuentas, el segundo AD queda reducido a un pacto de
no agresión (similar a la alianza por la paz que propone en el
derecho de gentes de la Metafísica de las Costumbres)32 y en el
tercer AD, el dedicado al derecho cosmopolita, a un «derecho de
hospitalidad», i.e. el derecho de todo extranjero a no ser tratado
234
como enemigo en el país al que llegue. Nuevamente una prohibi-
ción más que un artículo con contenido positivo. ¿Cómo expli-
car este retraimiento de la propuesta kantiana?
Kant no quiere caer en la ingenuidad de un Saint-Pierre, ni
tampoco en el realismo cínico de quienes se conforman con un
derecho de guerra pero al mismo tiempo se consuelan pensando
en que algún día se hará la paz (Grocio, Vatell y Puffendorf). Se
da cuenta muy bien de que no se puede obligar a los estados
soberanos a renunciar a la guerra de manera voluntaria. Pero
tampoco puede renunciar al ideal de la paz. Por ello es impor-
tante señalar, a favor de la idea que Kant desarrolla en el tercer
AD que si bien restringe la ley cosmopolita a condiciones de hos-
pitalidad universal y no a una ley universal, ésta pretende, y de
aquí su novedad, garantizar un marco de justicia que responda a
la concepción de la persona humana como poseedora de digni-
dad y de autonomía y, por ende, establecer la necesidad del res-
peto a los derechos fundamentales que pertenecen universalmente
a todo ser racional. El ideal cosmopolita, como el del reino de
fines o la comunidad ética, son las ideas regulativas que la pro-
pia razón práctica se plantea para dar sentido a las acciones que
tienen como finalidad la transformación de una realidad que
nos parece insatisfactoria.
El ideal que Kant proyecta del cosmopolitismo no tiene que
ver con suprimir las fronteras nacionales, sino hacer del mundo
una sola comunidad en términos del respeto y la justicia. Si el
comercio y la cultura pueden extenderse a todos los rincones del
planeta, es posible pensar que también en los principios básicos
de justicia no hubiese barreras:
235
al anterior, la idea kantiana de que la dignidad humana es un
valor inapelable e irreductible a condiciones geográficas. Si bien
este logro es tan sólo el fundamento y no la normatividad mis-
ma, sería suficiente para garantizar condiciones de justicia y
equidad para los habitantes del planeta más allá de su nacionali-
dad, condición económica, creencia religiosa, filiación política,
etcétera. En pocas palabras, el ideal de igualdad por el que tanto
aboga el propio Rousseau.
Debemos volver al ensayo Teoría y práctica antes de pasar a
formular algunas conclusiones de la conexión Kant-Rousseau.
Me refiero al ensayo mencionado antes en contra del filósofo
Moses Mendelssohn. En ese texto es posible constatar la defensa
kantiana en contra de las posturas realistas a partir de la tesis de
Mendelssohn de que no hay manera de medir si la humanidad
progresa; más aún, que existen elementos, tomados de la expe-
riencia, para sospechar que el progreso moral es una quimera,
pues en algunas épocas en que parece que se ha avanzado, se
constatan más tarde retrocesos en el terreno ganado. Kant de-
fiende, contra esta forma de realismo, una postura que puede
calificarse de esperanzadora y optimista, misma que encuentra
respaldo en el resto de su sistema filosófico.
Recordemos que para Kant, si bien es cierto que la experien-
cia es una fuente indispensable de conocimiento, la razón (tanto
en su uso teorético, como práctico) no se agota en ella. Entendi-
miento y razón son facultades distintas y, por ende, aunque el
hombre no pueda conocer el futuro, puede, sin embargo, pro-
yectarse hacia metas de largo alcance en las que quedan supera-
dos los impedimentos del presente, lo que tiene implicaciones
fundamentales para la moralidad. Si estuviésemos ciertos de que
la especie no progresa, como lo estamos, por ejemplo, de que el
mundo no se destruirá en los próximos cinco segundos,33 no ten-
dría sentido el comportamiento moral, esto es, la aplicación de
la ley moral o imperativo categórico a nuestra conducta. La crí-
tica de Kant a Mendelssohn estriba en que éste no ve que los
datos de experiencia son, sin duda, una base indispensable para
cualquier intento de decir algo acerca del mundo, tanto el de la
naturaleza, como el humano. Pero que éste es únicamente el
punto de partida. Para poder avanzar es necesario desprenderse
236
de esa base empírica y proseguir mediante el uso de nuestra ca-
pacidad de juzgar. La experiencia no es el único dato «para orien-
tarnos en el pensamiento», como reza uno de los textos de Kant.
Si así fuese, ni siquiera la ciencia natural sería posible, ¿Cómo
explicar, por ejemplo, el razonamiento inductivo que lleva a for-
mular leyes generales? En el caso de cómo se dan las relaciones
entre los estados, Kant —como ya hemos podido constatar—
jamás adopta un punto de vista complaciente o fugado de la rea-
lidad, son innumerables sus referencias al estado anómico y de
libertad salvaje en que éstos se encuentran; asimismo, hay otras
tantas referencias a los horrores de la guerra y sus consecuen-
cias. En esto es tan realista como cualquier otro teórico de esa
tradición. El punto a defender es que, a pesar de los datos que
arroja la experiencia, no podemos cancelar la perspectiva de un
futuro mejor:
237
Su conclusión es el siguiente imperativo: «no debe haber guerra;
ni guerra entre tú y yo, ni guerra entre nosotros como estados
(MS. 355)».
Por nuestra parte, podemos concluir que hay un Kant realis-
ta que conoce bien la distancia existente entre esa meta intangi-
ble y la realidad siempre rebelde, por lo que hay que empezar
por dar tan sólo pequeños pasos hacia una mejor organización
del mundo, y un Kant utopista que se da la libertad de concebir
una serie de fines políticos y morales para la especie humana. Su
proyecto de paz no está ligado a un plan concreto, como en el
caso de Saint-Pierre, pero tampoco es una utopía vacua, sin aporte
práctico alguno. Y, a diferencia de Rousseau, introduce un ele-
mento que fortalece la confianza en la posibilidad de construir
un derecho cosmopolita: la naturaleza conspira disponiendo cier-
tas características como la redondez de la tierra y los recursos
naturales que no están repartidos homogéneamente en las re-
giones de la misma. A los seres humanos no les queda más reme-
dio que convivir y comerciar, por lo que tendrán que buscar las
formas de hacerlo en armonía si es que quieren prevalecer, no
sólo como especie biológica, sino como la única especie capaz
de desarrollar un carácter moral. Es por exigencias de la razón
práctica que tenemos la obligación de comprobar, en la práctica,
si esos ideales y los fines intermedios pueden ser cumplidos. Esa
exigencia debe ir entonces acompañada de una esperanza sin la
cual perdería toda significación. A diferencia de los «sueños» de
la razón teórica, cuyos resultados son meras aporías, los de la
razón práctica constituyen el motor y la directriz de nuestras
acciones como sociedad y como especie.
IV
¿KANT VS. ROUSSEAU?
238
dad a cualquier tipo de ideal que pretenda rebasar las fronteras
de la sociedad civil doméstica. Veamos si esto es así.
Para el filósofo ginebrino, los vínculos morales entre los ciu-
dadanos son fundamentales para que pueda existir y sobrevivir
una república. El mayor defecto que él percibe en las sociedades
modernas es la falta de vínculos morales entre sus miembros.
Sus relaciones están fincadas de manera importante en el prove-
cho que los ricos pueden obtener de los pobres y en la dependen-
cia de éstos hacia los primeros. Además, está la preocupación
constante de los individuos por la opinión de los otros, de mane-
ra que casi nunca se muestran sinceros ni espontáneos. La trans-
parencia del estado de naturaleza ha quedado reemplazada por
la opacidad y la mentira. Una sociedad producto de un nuevo
pacto no puede reproducir estos mismos vicios. Antes de pensar
en ideales que incluyen a la humanidad toda, hay que plantearse
el ideal republicano que, tal como lo concibe Rousseau, es el
vehículo para formar ciudadanos, esto es seres humanos com-
pletos, tanto física, como moralmente. En contra de los que lo
incorporan a la tradición del realismo político, el ginebrino re-
cupera la tradición del republicanismo clásico, en donde moral
y política están estrechamente vinculadas. Aunque sabemos que
su ideal era Esparta y no Atenas, para él una república no puede
funcionar si el gobernante no conoce cuáles son las necesidades
y anhelos de los ciudadanos, no sólo respecto de los satisfactores
materiales, sino acerca de cuáles son sus aspiraciones morales
como comunidad, y esto sólo se consigue si los intereses del go-
bernante y de los ciudadanos están puestos, en primer lugar, en
las cuestiones domésticas y en la exaltación de los valores nacio-
nales. Empero, el patriotismo roussoniano viene dado como con-
secuencia de la necesidad de que el pacto social tenga un funda-
mento moral y no nada más de mera ingeniería social. Una so-
ciedad, como la que vive Rousseau, en donde lo que priva son los
intereses de clase y de grupo, es más bien centrífuga. Aquello
que está haciendo falta es una amalgama suficientemente pode-
rosa para mantener unidos a los ciudadanos por encima de sus
intereses particulares. Esa amalgama tiene que ser de naturale-
za moral, no física. La solución la encuentra Rousseau en el re-
nacimiento del amor a la patria y sus valores.
En el ámbito de las relaciones internas y también en las in-
terestatales, el patriotismo estaba destinado a cumplir dos pro-
239
pósitos importantes: en primer lugar, fortalecer los lazos econó-
micos y políticos entre los ciudadanos al interior del estado,
propiciando un ambiente sano en el cual no tendrían cabida los
sentimientos de envidia o recelo hacia el extranjero. En suma,
al contrario de lo que Rousseau observa como uno de los gran-
des males de la sociedad moderna, el nacionalismo podía con-
vertirse en un arma positiva y no negativa. Podía, incluso, pro-
piciar la armonía entre los pueblos y civilizaciones diferentes,
con lo cual la guerra perdería su razón de ser. Cada pequeña
república estaría ocupada de sí misma, produciendo estricta-
mente lo necesario para su existencia y, por ende, sin mirar al
patio del vecino con intenciones de compararse y rivalizar con
él; asimismo, al evitar un desarrollo excesivo, no despertaría la
ambición de los otros. El segundo propósito, se refiere a que el
patriotismo podría cumplir la función de un elemento de disua-
sión en el sistema internacional. El filósofo ginebrino pensaba
que «Un pueblo dedicado a lograr la igualdad e independencia
tendría que ser un enemigo feroz en el campo e batalla...pelearía
no por la victoria de una tiranía dinástica, sino por la preserva-
ción de un modo de vida precioso para sus corazones (Fidler,
1999: 130).» De manera que si hubiese que defender a la repú-
blica, y ésta es una idea roussoniana muy difundida, en cada
ciudadano contaría con un soldado tan aguerrido que, con se-
guridad, el posible agresor consideraría dos veces su intención
de hacerle la guerra.
En escritos dedicados al análisis político de algunas regiones
europeas como Córcega y Polonia,34 es muy clara la postura de
Rousseau a favor de la creación de repúblicas pequeñas y autó-
nomas. Para el ginebrino, la autonomía y la libertad eran valores
inalienables, tanto en los sujetos, como en los pueblos y nacio-
nes. La manera de conseguir y mantener la autonomía era apli-
cando una economía agrícola, con ello se conseguían dos cosas
fundamentales: la autosuficiencia de alimentos, y no producir
una riqueza que moviera la ambición de otros estados. Había
que volver los ojos al modelo espartano de la Ciudad-estado para
imitar su sencillez, su sobriedad, su autonomía y la fortaleza de
sus valores. El imperio, de cualquier tipo, por el contrario, le
240
parecía la expresión más pura de la racionalidad instrumental,
una racionalidad sin densidad moral.
Este patriotismo, sin embargo, guarda importantes diferen-
cias con el nacionalismo a ultranza que en ocasiones se le atribu-
ye. En efecto, hay una relación estrecha entre el patriotismo y la
religión natural, porque Rousseau considera que no podemos
dejar a nuestra voz interna, a nuestra conciencia, como a Tánta-
lo —ese personaje siempre hambriento y sin posibilidad de ali-
mentarse—: habremos de allegarle un nutrimento espiritual, que
puede ser la religión, y junto con ella ciertos valores asociados a
la patria. En el imaginario roussoniano, los lazos morales y, por
ende, los compromisos políticos, se van debilitando conforme se
amplían las fronteras físicas. Esto es un hecho que no podemos
soslayar de su inmenso legado. Tratemos de averiguar qué tan
incompatible resulta respecto del ideal cosmopolita kantiano.
He mencionado el valor de la autonomía porque es tal vez
uno de los temas roussonianos que Kant retoma en su filosofía
práctica. También para el autor de las Críticas éste es un valor
fundamental del ser humano y de las comunidades políticas, si
bien el sentido en este último caso tiene para él otras implicacio-
nes. Para Kant los estados son entes morales y, como tales, son
autónomos y soberanos. Esto, sin embargo, no les impide aspi-
rar a formar una sociedad e, incluso, un derecho cosmopolita. Si
bien es cierto que no encontró una fórmula totalmente satisfac-
toria para esa comunidad de estados que tendría que fundamen-
tar el derecho cosmopolita, esto se debe, en gran medida, a la
dificultad de armonizarlo con la autonomía que deben conser-
var. Sin embargo, Kant reafirma una y otra vez la necesidad de
plantear ese ideal cosmopolita y de dirigir nuestras acciones en
dirección a su realización. A pesar de esto, me parece, no hay
incompatibilidad en los ideales políticos de ambos autores: más
aún, podemos ver en la propuesta kantiana, la salida del callejón
en que Rousseau se mete a sí mismo. Esta es la idea que me
gustaría defender en la última parte del escrito.
Creo que podemos afirmar, por lo pronto, que Kant es un
continuador de Rousseau en cuanto al ideal republicano. Cier-
to, cada uno le confiere características diversas. Pero es claro
que el espíritu que los anima es el mismo: lograr el mejor sistema
de organización política en donde se garantice la igualdad y la
libertad de los individuos. Sin duda Rousseau pone más énfasis
241
que Kant en las desigualdades sociales y en la necesidad de pa-
liarlas. Kant, por su parte, así no siempre se exprese muy bien
de la civilización, no es un crítico acérrimo de ésta. Como buen
ilustrado, confía en los beneficios de la ilustración y la cultura.
Pero también es cierto que para Kant la constitución republica-
na es un ideal aún no logrado. Es ésta una asignación pendiente
de la historia en su largo trayecto hacia metas superiores. Para
ambos autores, el republicanismo es la condición primera para
superar el estado de naturaleza que impera entre los estados.
Ambos tienen la convicción de que las repúblicas son menos
proclives a emprender empresas bélicas porque el poder abso-
luto del monarca ha sido sustituido por poderes que se equili-
bran unos a otros.
Ahora bien, el mayor impedimento que hemos anotado en el
pensamiento de Rousseau para plantearse un ideal cosmopolita
es el de las fronteras morales y políticas. Este impedimento pue-
de ser resuelto a través del concepto kantiano de reino de fines,
definido en la Fundamentación de la metafísica de las costum-
bres como:
242
Kant tiene la convicción de que se puede educar a los sujetos
para que se conciban a sí mismos y a los demás como agentes
morales, esto es como seres autónomos (y, por ende, como fines
en sí mismos); sin duda esta es una idea compatible con la pers-
pectiva roussoniana, pero Kant la concibe sin límites geográfi-
cos, étnicos, religiosos, ni políticos. Todo ser racional es, en prin-
cipio, un posible participante de ese reino de fines. Si hacemos a
un lado el énfasis que pone Rousseau en los valores patrios, y lo
colocamos en la libertad y la autonomía, podemos encontrar un
hilo conductor entre ambos proyectos o ideales. Creo que no se
estaría forzando en esencia el pensamiento del ginebrino por-
que, para el autor del DI, la nacionalidad no es condicionante de
la moralidad, en todo caso, el amor a la patria es algo que resulta
de vital importancia con el fin de recuperar la benevolencia ori-
ginal del salvaje, para ser convertida en un sentimiento moral en
el hombre social. Pero también, dirigida a este fin, puede ser
utilizada la religión o cualquier otro medio que alimente y forta-
lezca la parte espiritual del hombre. Más aún, Rousseau consi-
dera que el nacionalismo, cuando es fuente de separación, desi-
gualdad y dominio del más fuerte, debe ser repudiado. Su des-
confianza acerca del cosmopolitismo se refiere, como ya hemos
dicho, a que se le toma como pretexto para no desarrollar las
virtudes y compromisos cívicos.
No podemos soslayar, sin embargo, el hecho de que un repu-
blicanismo à la Rousseau resulta difícil de compaginar en la prác-
tica con los anhelos universalistas, porque en la sociedad con-
temporánea (sobre todo en los países más avanzados económica
y políticamente) el estatus de ciudadano es equivalente a poseer
un buen número de privilegios a los cuales difícilmente alguien
quisiera renunciar. Sin embargo, no habría que olvidar que:
243
El republicanismo que engendró la revolución social más
importante de la modernidad y del cual participan tanto Rous-
seau como Kant, está basado en la idea de libertad, autonomía e
igualdad de los sujetos. La libertad y autonomía se traducen en
la capacidad de decidir y participar (de los ciudadanos) en las
decisiones políticas de la comunidad, «en la producción, en la
defensa y también en la deliberación y decisión sobre los proble-
mas colectivos, lo que los hace acreedores a la autonomía en
condiciones de igualdad» (Peña, 2003: 25-26)] en contra de una
concepción del súbdito que tiene que sujetarse a las decisiones
de otros, los más fuertes, los más poderosos.
Tal y como hemos lo hemos subrayado a lo largo del trabajo,
las críticas al cosmopolitismo vienen de posturas realistas de dis-
tinto tipo. No sólo las que se expresan en posturas escépticas
acerca de la posibilidad de concretar ideales morales en una rea-
lidad que siempre acaba imponiéndose. También adquieren otras
expresiones, como la del comunitarismo de cuño herderiano, y
que podría ligarse al pensamiento de Rousseau, si se hace una
lectura reduccionista de su pensamiento político, porque para el
ginebrino la humanidad sólo se realiza en la república, no en
una cultura en particular, como es el caso del comunitarismo.
Pero algunos defensores de la democracia mantienen reservas
importantes respecto del cosmopolitismo porque piensan que la
participación ciudadana efectiva sólo le logra en el nivel domés-
tico, esto es, al interior de las comunidades y naciones. Ven con
gran escepticismo la idea de una democracia mundial. Por últi-
mo, los críticos del cosmopolitismo que han heredado banderas
de la reacción contra la modernidad ilustrada, para los cuales el
ideal cosmopolita ha servido para imponer una visión única del
mundo, la occidental. Para éstos «ser cosmopolita» equivale a
«ser occidental», con lo cual intentan desacreditar cualquier in-
tento por universalizar ciertos derechos y garantías.
En esta fuerte tensión entre republicanismo y cosmopolitis-
mo se encuentran Kant y Rousseau... Rousseau y Kant. Para quie-
nes desean encontrar la fórmula a través de la cual se superaría
dicha tensión, me parece que la única posible salida es la de asu-
mirla tal y como se presenta. No es posible ganar todo para el
republicanismo, ni todo para el cosmopolitismo o cualquier otro
ideal universalista. En la tensión misma se encuentra la posibili-
dad de ganar cosas para ambos ideales. Y algo parecido sucede
244
en el caso del realismo y las teorías normativas. Es esto lo que
hemos intentado mostrar en estas páginas dedicadas a dos de los
más grandes pensadores de la sociedad y la política: que la reali-
dad es la piedra de toque para despegar un vuelo que debe alcan-
zar la suficiente altura como para minimizar los obstáculos y as-
pirar a metas más grandes, más altas, pero sin perder nunca de
vista que hay que volver a ella si aspiramos a transformarla.
Bibliografía
245
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go y notas de Felipe Martínez Marzoa, Alianza Editorial, Madrid.
— (2002), Lecciones de Ética, Introducción y notas de Roberto Rodrí-
guez Aramayo, trad. de R. Rodríguez Aramayo y Concha Roldán
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de I. Kant, Anthropos, «Filosofía», Barcelona.
SERRANO G., Enrique (2004), La insociable sociabilidad, Anthropos, «Fi-
losofía», Barcelona.
246
CAPÍTULO VIII
COSMOPOLITISMO Y RELATIVISMO
EN EL HISTORICISMO ALEMÁN
247
Meinecke, donde sobresale su biografía del Mariscal prusiano
Hermann von Boyen,2 también se remontan a finales del siglo
XIX, pero la trilogía de sus más importantes y célebres obras, a
las que prestaremos aquí la principal atención, se encuentra
incrustada en varios momentos cruciales de la primera mitad
del siglo XX.
De tal modo que a diferencia de Max Weber y Ernst Troeltsch,
sus más distinguidos colegas de la misma edad dentro de lo que
se ha denominado el «historicismo tardío», y con quienes fre-
cuentemente se le compara, entre otras cosas por haber com-
partido posiciones políticas más o menos semejantes, Meinecke
fue el único de ellos que pudo ver la película completa de la his-
toria alemana que desembocó en Die deutsche Katastrophe, títu-
lo de su último libro publicado en 1946,3 y también ser testigo
presencial del inicio de la República Federal Alemana, del blo-
queo de Berlín y de la fundación de la Universidad libre de Ber-
lín, de la cual por cierto fue su primer Rector para, entre otras
iniciativas, invitó al historicista y raciovitalista español José Or-
tega y Gasset, quien en el aula magna de dicha institución apor-
tó en septiembre de 1949 su «Meditación sobre Europa»4 en una
sesión presidida por el venerable y anciano Rector.
Nos vamos a ocupar aquí de Meinecke como filósofo y no
como figura política o cacique académico. Para informarse so-
bre estas otras interesantes facetas de su personalidad, es re-
comendable consultar el libro de Fritz Ringer5 donde expresa-
mente se clasifican a Meinecke y Troeltsch como «mandarines
modernistas», por sus ideas liberales, su defensa de la idea ale-
mana de la libertad y su capacidad adaptativa al cambio políti-
co.6 Por otro lado, la detallada y extensa monografía de Gustav
248
Schmidt,7 describe las razones por las cuales esta tríada de dis-
tinguidos historicistas defendieron a la República de Weimar y
al gobierno parlamentario, «más con la cabeza que con el cora-
zón» para finalmente quedar clasificados como Vernunftrepu-
blikaner, con todas sus virtudes, pero también sus defectos. Ahora
bien, no podemos dejar así esta pincelada sin mencionar que el
término Vernunftrepublikaner que tanta influencia también ten-
dría en la conversión de Thomas Mann a la misma postura, fue
acuñado precisamente por Meinecke, lo cual habla por sí solo
de su enorme importancia como pensador en la historia consti-
tucional de la Alemania. En efecto, en un ensayo que se remon-
ta a enero de 1919, es decir, al inicio de la República de Weimar,
fue donde Meinecke acuñó el célebre término al declarar: «Ich
bleibe, der Vergangenheit zugewandt, Herzensmonarchist und
werde, der Zukunft zugewandt, Vernunftrepublikaner».8
7. Cfr. Gustav Schmidt, Deutscher Historismus und der Übergang zur par-
lamentarischen Demokratie: Untersuchungen zu den politischen Gedanken
von Meinecke, Troeltsch, Max Weber, Lübeck y Hamburgo, Mathiessen Ver-
lag, 1964, 327 pp.
8. Friedrich Meinecke, «Verfassung und Verwaltung der deutschen Repu-
blik» 1919, en Politische Schriften, Darmstadt, Luchterhand, 1968, p. 281.
(«Con respecto al pasado sigo siendo monárquico de corazón, con respecto
al futuro seré un republicano de razón».)
249
ció muy cercana a Ranke, hacia el final de su vida reconoció, en
un célebre ensayo de 1948,9 estar mucho más cercano a Burc-
khardt. Si al principio pintó su raya frente al cosmopolitismo,
después de la catástrofe alemana lo empezó a reconocer como
una posible tabla de salvación.10 Si el tema del poder rigió sus
primeros pasos, al final se inclinó más por una solución ética,
aunque nunca dejó de tener una enorme importancia para él la
relación entre ethos y kratos. Y si la pluralidad y relatividad his-
toricista orientada por la afirmación del valor de la individuali-
dad y del desarrollo evolutivo individual, único e irrepetible (Ent-
wicklung) fue vista en algún momento por él como una de las
más grandes aportaciones alemanas al patrimonio universal de
la humanidad, en otro momento debió hacer frente a los angus-
tiantes problemas que genera en términos éticos y epistemológi-
cos «el pozo sin fondo» de ese mismo relativismo historicista
cuando entra en crisis y todo se tambalea («Es wackelt alles», Die
Krisis des Historismus, según Troeltsch y Karl Heussi)11 y de-
manda una respuesta que sólo parece encontrarse en la búsque-
da de un nuevo y firme punto de apoyo de carácter absoluto o
fundamental.
El desarrollo de todas estas transformaciones aparece refle-
jado en las tres principales obras de Meinecke: Weltbürgertum
und Nationalstaat o Cosmopolitismo y estado nacional publicado
en 1907 y del cual todavía no existe traducción castellana; La
idea de la razón de Estado en la era moderna, publicado en 1924 y
traducido en España en 1952; y El historicismo y su génesis, pu-
blicado en 1936 y traducido en México en 1943. En 1947 se tra-
dujo en Buenos Aires La catástrofe alemana aparecido en Alema-
nia un año antes, pero este librito, como lo reconoce el propio
autor, más que obra historiográfica es un reportaje de «comen-
tarios y recuerdos» personales. Veamos ahora cómo trabajaba
250
Meinecke en sus tres principales obras y me detendré un poco
más en el análisis de la primera precisamente por ser la menos
conocida en el público de habla hispana y porque paradójica-
mente es la que pudiera llegar a tener mayor interés y actualidad
en nuestros días.
251
ria de la idea de la unificación alemana fue por tanto obra de
grandes individualidades y no de ciegas fuerzas sociales.
Así, Meinecke nos dice que después de 1815, los objetivos de
Prusia y Austria como potencias autónomas confluyeron con el
particularismo de los pequeños principados alemanes para con-
cretar el proyecto de una unidad nacional. En Prusia, Guillermo
von Humboldt y Fichte encabezaron los intelectuales que apoya-
ron al estado prusiano como la mejor esperanza para el renaci-
miento de los valores individualistas y cosmopolitas, a los que
ellos veían como una aportación cultural primordialmente ger-
mánica que estuvo a punto de ser eliminada por el imperialismo
napoleónico.
Meinecke también describe la manera en que Bismarck llevó
a cabo su exitoso proyecto de unificación nacional en Alemania,
al margen de las justificaciones y apoyos ideológicos de los inte-
lectuales. Los nexos de Bismarck con los intereses aristocráticos
y militaristas de Prusia lo llevaron a crear el único tipo de estado
alemán en el que Prusia estaría dispuesta a participar, es decir,
aquel en el que Prusia fuera la cabeza dirigente y el poder hege-
mónico. La indiferencia de Bismarck hacia las aspiraciones de-
mocráticas, le permitieron diseñar un plan para la unificación
alemana aceptable a los intereses de las dinastías conservadoras,
tanto de Prusia, como de los pequeños principados alemanes. Su
actitud realista y antisentimental frente al poder le permitió re-
solver sin remordimiento los obstáculos que representaban Fran-
cia y Austria, mediante la conducción de guerras exitosas. Bis-
marck unificó así a Alemania por medio de la espada, e interpre-
tó la unificación como un triunfo de la política prusiana, más que
como una reivindicación del ideal de la nacionalidad política. En
este sentido, Meinecke también consideraba a la fuerza como la
única solución al problema de la unificación alemana.14
El tema central de Weltbürgertum und Nationalstaat es, no
obstante, el de la génesis en Alemania de la idea de un Estado
nación autónomo, a partir tanto del racionalismo como del ro-
manticismo. Meinecke define al cosmopolitismo como «un cuer-
po de ideas con contenido ético y religioso»,15 y por definición,
252
se trata entonces de conceptos que trascienden los intereses de
estados individuales. Meinecke polemiza en consecuencia, no
tanto con las normas trascendentales como tales, sino más bien
con los argumentos que absolutizaban estas normas e intenta-
ban subyugar los intereses del Estado nacional con ellas. Aque-
llos que proponen este tipo de argumentos, concluía Meinecke,
en realidad son enemigos del Estado nacional y su soberanía:
«los románticos conservadores y los pensadores de la Ilustra-
ción tenían un enemigo en común en aquello que veían como el
Estado antiético del ancien régime, pero que en realidad era el Es-
tado con poder en general».16
Meinecke veía así en el cosmopolitismo y el universalismo a
venenos que obstruían y distorsionaban el correcto desarrollo
político de Alemania.17 Por otro lado, también veía al cosmopoli-
tismo como un factor básicamente ajeno a la naturaleza misma
de las relaciones internacionales contemporáneas. Por ello insis-
tió más de una vez en que la distorsión y el desastre serían el
único resultado de cualquier intento por traducir el cosmopoli-
tismo en una acción política concreta, porque el cosmopolitismo
sería incapaz de generar una asociación práctica y fructífera en-
tre gobernantes y gobernados. El cosmopolitismo sólo generaría
anarquía, revoluciones y la tiranía del imperialismo, porque ig-
noraba las peculiaridades individuales de los estados y el desa-
rrollo histórico de las sociedades en las que la integración siem-
pre se alcanza por alguna forma de diferenciación de grupos. En
el fondo, la elección entre el ideal de una comunidad universal de
la humanidad, por un lado, y el Estado-nación por el otro, era
falsa porque no se trata de elegir un valor individual y relativo
por un lado y un valor universal y por lo tanto absoluto por el otro,
sino que la verdadera elección se da entre dos valores individua-
les y relativos. Meinecke eligió al Estado-nación porque lo consi-
deraba un valor concreto, y dada esta decisión, su tarea fue des-
pejar todas aquellas ilusiones que proponían la existencia de una
comunidad política concreta que trascendiera al Estado. El futu-
16. Ibíd., p. 83. «Das Ethos selbst war hier und dort grundverschieden,
aber einen gemeinsamen Gegner hatten Aufklärer und Romantiker in dem
nach ihrer Meinung unetischen Staate des ancien régime – eigentlich aber im
Machtstaate überhaupt».
17. Ibíd., pp. 275-276.
253
ro pertenecía no a los principios universales, sino a la autonomía
del Estado-nación regenerado, pues después de todo, tanto Ranke
como Bismarck ya habían demostrado que el Estado deriva sus
normas de acción primordialmente a partir de sí mismo, y veían
a cualquier doctrina que prohibiera al Estado seguir sus propios
intereses como un autoengaño, o bien como mera hipocresía al
servicio de los intereses de algún otro interés estatal. De esta ma-
nera, tanto Ranke como Bismarck establecieron e ilustraron los
principios de la Realpolitik, aún y cuando ninguno de los dos fue-
ra quien acuñara el término (cuya paternidad se debe al libro de
1853 del historiador August, Ludwig von Rochau, Principios de
Realpolitik aplicados a la situación estatal de Alemania).18
Tenemos pues que el argumento de Meinecke a favor de que
los Estados deben depender de sus propias normas e intereses y
no de principios abstractos sobre la solidaridad internacional, con
el fin de alcanzar la seguridad, culmina con el ejemplo de la figura
de Bismarck. Los estados son los protagonistas del ámbito de las
relaciones internacionales y deben buscar sus propios intereses
para desempeñar eficazmente sus funciones. Tanto para Bismarck
como para Meinecke, todo esto se reducía a una cuestión de tácti-
ca y estrategia en un mundo regido por la necesidad política. No
obstante, Meinecke tenía que ver más allá de Bismarck si quería
darle un sustento teórico más sólido a su defensa de los intereses
del Estado. Si bien Bismarck representa al héroe activo del pri-
mer gran libro de Meinecke, su maestro, el gran historiador Le-
pold von Ranke, representa al héroe filosófico y moral.19
Ranke escribió en 1824 su historia de los pueblos latinos y
germánicos concibiendo ahí al Estado como un organismo au-
tosuficiente que se desarrolla en términos de leyes prescritas a
partir de sus propios intereses.20 Especialmente en sus relacio-
nes con otros Estados, Ranke veía en el Estado a un organismo
254
que se orienta en función de sus propios intereses egoístas y no
solidarios. Esto lleva a dos aspectos fundamentales de la teoría
de Ranke sobre el Estado: 1) La tendencia a ver al Estado como
el constructor de la Nación, y no tanto a la Nación como la cons-
tructora del Estado, es decir, fue el Estado prusiano el motor
para alcanzar la unificación nacional alemana, pues ésta fue in-
capaz, por sí misma, de construir un Estado nacional. De acuer-
do a esta perspectiva, la nación sólo puede racionalizarse a sí
misma como un instrumento del Estado; y 2) la tendencia a ver
a la política interna en términos de su subordinación a los inte-
reses de la política exterior, es decir, a los intereses fundamenta-
les que los Estados defienden frente a otros Estados. Esta segun-
do tendencia se denomina el primado de la política exterior so-
bre la política interior en los intereses del Estado; por ejemplo, si
la patria se encuentra en peligro, los derechos de libertad de ex-
presión y manifestación de los diversos grupos políticos deben
constreñirse, limitarse o incluso anularse, en aras del primado
de la política exterior. En la tradición rankeana, Meinecke veía
así a los acontecimientos externos determinando a los desarro-
llos domésticos. Por ejemplo, las reformas internas llevadas a
cabo por Bismarck estaban determinadas en muy buena medi-
da por las exigencias de la política exterior, de la misma manera
en que la construcción de una eficiente vía ferroviaria respondía
fundamentalmente a los intereses bélicos del ejército prusiano.
En su obra de 1907 Meinecke hizo suyos todos estos principios
de análisis de Ranke. Así, Meinecke describe con aprobación
como la filosofía política de Ranke «incorporaba elementos tan-
to del movimiento clásico como del romántico en la idea de la
nación cultural, en la noción del Volksgeist, o “espíritu del pue-
blo”, de una nacionalidad espiritual única capaz de crear nuevas
y auténticas individualidades espirituales».21
Más aún, como Ranke consideraba «al Estado como una enti-
dad por naturaleza mucho más cohesiva que la nación»,22 de algu-
21. Friedrich Meinecke, Weltbürgertum und Nationalstaat, op. cit., pp. 258-
259: «Sie behielt, was fruchtbar an ihm war und was auch nicht aus ihm,
sondern aus der klassischen und romantischen Bewegung herstammte, den
gedanken der Kulturnation, des Volksgeistes, der eigenartigen geistigen und
neue geistige Individualitäten erzeugenden Nationalität».
22. Ibíd., p. 252: «...denn der Staat sei seiner Natur nach bei weitem enger
geschlossen als die Nation».
255
na manera representaba en teoría la acción pragmática de Bis-
marck, quien siempre privilegió los intereses de estado prusiano
sobre los de la nación alemana. Con todo, Meinecke, no se cir-
cunscribió en su gran obra de 1907 a subrayar los paralelismos
entre Ranke y Bismarck, sino que buscó sobre todo en los valores
alemanes de principios del siglo XIX, los medios para redondear la
interpretación de las relaciones entre el Estado y la Nación a su
propia satisfacción. De esta manera, por un lado recupera las ideas
de Guillermo von Humboldt, Karl von Stein y Hermann von Bo-
yen para representar al Estado y a la nación como los portadores
de la libertad para el individuo. Pero por otro, recurre a Johann
Gottlieb Fichte (1762-1814) con el fin de encontrar en la nación
política a la suprema justificación concreta de la necesidad de
aceptar el egoísmo estatal en las relaciones internacionales.23
Bajo el impacto del triunfo inicial de Napoleón sobre Prusia,
Fichte convocó en sus Discursos a la nación alemana de 1808, a
los dirigentes alemanes para que aplicaran los principios de
Maquiavelo en sus relaciones con las demás naciones. De tal
manera que si Fichte fue un gran representante del cosmopoli-
tismo a finales del siglo XVIII, para principios del siglo XIX se
había convertido en el principal promotor que convocaba a la
maximización del poder estatal, con el fin de eliminar el yugo de
Napoleón sobre Alemania. Ahora afirmaba el derecho absoluto
del Estado para defenderse a sí mismo, usando para ello todas
las armas a su disposición. Sin embargo, afirma Meinecke, al
igual que Ranke, Fichte «buscaba encontrar la razón en un pro-
ceso de fuerzas aparentemente egoístas para reconciliarlas con
los ideales más altos de la humanidad».24
La justificación para la plena autonomía del Estado nación
quedaba así resumida para Meinecke en las siguientes proposi-
ciones a las que había llegado escalonadamente en su meticulo-
sa investigación sobre la historia de las ideas políticas en Alema-
nia durante el siglo XIX. Puesto que la nación era el garante natu-
ral de la libertad política interna, debía ser coextensiva con el
Estado soberano. Puesto que la nación era un agente de la liber-
tad humana, su propia seguridad en la consecución de sus inte-
reses representaban valores morales que el estado estaba obliga-
256
do a servir y desempeñar. Puesto que la nación era la óptima
expresión social concreta del imperativo universal de la comuni-
dad moral, no podía ser trascendida. Puesto que la nación, al
igual que la personalidad individual, podía desarrollar estatura
moral sólo en el proceso de su confrontación, conflicto y ajuste
con el mundo exterior, los choques entre las naciones forman
parte de un proceso natural y moral de crecimiento. Por ello, la
nación debe ser libre en sus relaciones externas, pero también
debe aceptarse que cada nación se enfrenta en la arena interna-
cional con otras naciones cuyas virtudes y derechos soberanos
son tan válidos como los suyos propios. De ahí la lógica del argu-
mento de Meinecke, según la cual, mientras que las naciones
pueden ser libres para chocar entre sí en la búsqueda de sus
fines individuales, no deben imponer sus voluntades de tal ma-
nera que el vencido en una competencia particular deje de exis-
tir en cuanto entidad independiente.
Finalmente, si las naciones individuales son expresiones de
un imperativo universal para realizar valores morales en una co-
munidad moral, cada nación tiene de hecho una obligación uni-
versal para promover la dignidad moral del hombre. Fue en este
sentido que Meinecke estableció una conexión positiva entre los
supuestos universalistas del cosmopolitismo del siglo XVIII, y el
nacionalismo emergente del siglo XIX en Alemania. Y aunque
Weltbürgertum und Nationalstaat celebró el triunfo del Estado-
nación sobre la idea cosmopolita, no por ello dejaba de reconocer
que en el cosmopolitismo puede encontrarse una importante «an-
titoxina» para salvar a los más caros principios del interés nacio-
nalista.25 El dictamen de Fichte, según el cual «el Estado es un
medio para el más alto propósito de la realización de la humani-
dad más pura en la nación» y la célebre frase de Ranke, según la
cual «cada pueblo es una expresión diferente de la idea de Dios
sobre la humanidad», simbolizan la más profunda unión de con-
ceptos que en apariencia se encuentran en antagónica contradic-
ción. Simbólico resulta por ello también, según Meinecke, que la
Francia revolucionaria naciera del vientre del siglo XVIII saturado
de universalismo y cosmopolitismo, para que acabará convirtién-
dose en el primer gran Estado nacional de Europa».26
257
Meinecke intentó demostrar así, en su primera gran obra,
que la autonomía del Estado y de la nación era natural y desea-
ble, y al mismo tiempo que el Estado y la nación tienen obliga-
ciones hacia alguna forma de norma que los trasciende. En suma,
en Meinecke encontramos la construcción de una sorprendente
antítesis: las acciones de los estados son generadas no por moti-
vaciones universales sino claramente egoístas, pero sus conno-
taciones son universales y la perspectiva desde la cual son obser-
vadas también debe ser universal.27 Meinecke veía a la nación
como una mediadora entre la idea del Estado y la idea de la
humanidad universal, por señalarle a la primera sus obligacio-
nes trascendentes y por hacerle notar a la segunda que la comu-
nidad política y cultural era única e individual, y no universal y
uniforme. En este orden de ideas, Meinecke podía abrazar lo
mismo al nacionalismo que al cosmopolitismo, lo mismo a los
realistas que a los idealistas. Su nacionalismo era tan político
como ético, y su nación era tanto una comunidad de poder como
una comunidad de valores culturales y espirituales. Por ello, para
él, el Estado nacional era la comunidad política ideal y el verda-
dero macrocosmos.
Precisamente por ello, Meinecke consideraba inaceptables
como formas de cosmopolitismo tanto a la política reaccionara
de la Santa Alianza, como a las pretensiones revolucionarias
universales, por ser básicamente enemigas de la supervivencia
del Estado-nación soberano. La existencia de una pluralidad de
entidades político-culturales se encuentra en conflicto irreconci-
liable con aquellas doctrinas políticas que reclaman validez ab-
soluta. En este sentido el conflicto entre el Estado soberano y la
idea de una comunidad universal era, para Meinecke, mucho
más radical que la oposición entre revolución y reacción. Afortu-
nadamente, decía Meinecke, el Estado-nación soberano se ha-
bía afirmado exitosamente durante la historia del siglo XIX lo
mismo contra los embates de la reacción que contra los de una
revolución universal, jacobina o proletaria, y en este sentido el
Estado-nación se había convertido en el principal baluarte de la
humanidad contra las proclividades tiránicas, tanto de la reac-
ción como de la revolución. De aquí que en Weltbürgertum und
Nationalstaat, Meinecke retrate a la idea de la nacionalidad como
258
si fuera la campeona de la libertad del estado individual y tam-
bién del ser humano. Se puede concluir por ello que Meinecke
no negaba la validez del ideal cosmopolita en abstracto, pues lo
repudiaba únicamente cuando aparecía en su manifestación his-
tórica concreta, ya fuera reaccionaria o revolucionaria.
Si se sustituyera la palabra «cosmopolitismo» por la de «glo-
balización», el primer gran libro de Meinecke tendría una enor-
me actualidad no tan sólo para darle argumentos a los «globalo-
fóbicos», sino también a quienes defienden el derecho a la plura-
lidad, a la diferencia e incluso a la tolerancia. Por ejemplo,
Meinecke afirma expresamente que la idea misma de un estado
mundial es tan irreal como inmoral, porque plantea metas inal-
canzables y no presenta ningún límite a la ambición política.
Así, en la práctica, la idea cosmopolita siempre acaba transfigu-
rándose en una idea imperialista. Todavía, al finalizar la Primera
Guerra Mundial, Meinecke retomaría esta idea al acusar a los
aliados occidentales de estar emulando a la Santa Alianza de
principios del siglo XIX, y a Woodrow Wilson de estar desempe-
ñando el papel de Metternich al pretender «erigirse en el Presi-
dente del mundo para forzar una constitución sobre nosotros
(los alemanes). El pecado de ambos contra la libertad es la mis-
ma y está perfectamente clara: desean supuestamente democra-
tizarnos, pero en realidad quieren desorganizarnos».28 Pese a ello,
Meinecke insiste en 1907 en la necesidad de retener la idea del
cosmopolitismo dentro de su concepción de las funciones esen-
ciales del Estado, aún y cuando las ideas con las que construyó
Weltbürgertum und Nationalstaat, lo llevaron de hecho a una con-
cepción de las relaciones internacionales donde la fuerza se con-
vierte en el arbitro final de las diferencias entre las naciones.
La referencia a un Fichte que recupera a Maquiavelo para la
política mundial es inequívoca: en sus relaciones con otros esta-
dos las responsabilidades del Príncipe lo elevan por encima de
los mandamientos de la moralidad individual hacia el orden
moral más alto cuyo contenido material se expresa en la fórmula
de que el Estado es una ley en sí misma. Meinecke explícitamen-
te convalida aquí la visión de Fichte cuando dice que Fichte defi-
nió uno de los principales rasgos de la estatalidad, a saber, el
259
derecho y el deber del Estado para conseguir, con toda la rudeza
y energía que sean necesarias, su auto preservación y para deter-
minar, a partir de sí mismo, lo que sirve a tal auto preservación.29
La referencia a Hegel en este contexto, tampoco tarda en apare-
cer, pues Hegel había dicho que «En las relaciones entre Estados
no hay ningún magistrado que pueda mediar y decidir lo que es
la ley. Sólo hay Estados que se confrontan entre sí y el más pode-
roso impone sus propias reglas a los demás» por ello, afirma
Meinecke, para Hegel la idea kantiana de una paz perpetua con
una liga de estados «en clave cosmopolita» no dejaba de ser un
iluso y utópico sueño.30 Por ello, las relaciones internacionales
serán siempre y primordialmente conducidas en términos de las
comunidades individuales que configuran el mundo, y muy ra-
ras veces en términos del ideal cosmopolita de una comunidad
mundial. El patrón de conducta en la política mundial permane-
cerá como un choque trágico de intereses concretos y tangibles,
en conflicto con el ideal abstracto y engañoso de una comunidad
universal.
Ahora bien, a pesar de este enfoque aparentemente realista
de la política, muchos teóricos contemporáneos seguramente
criticarían a Meinecke por su enfoque en última instancia dema-
siado idealista y elitista. Lo primero, porque para Meinecke son
las ideas, y no los intereses económicos o militares, las que cons-
tituyen las fuerzas motivadoras del cambio político de una ma-
nera prácticamente excluyente. Para él, los hombres que forja-
ron la idea nacional alemana fueron primordialmente Denker
und Dichter, pensadores y poetas, es decir, hombres como Her-
der, Novalis, Wilhelm von Humboldt, Friedrich Schlegel, Fichte,
Adam Müller, Karl Ludwig von Haller, Hegel y Ranke. En cuanto
a Bismarck, Meinecke nos pinta un retrato donde sobresale más
el perfil del pensador y estratega que el del político. Por otro
lado, el enfoque de Meinecke se antoja por lo mismo demasiado
elitista: las masas son material que puede moldearse al antojo de
los dirigentes; todavía no aparece el temor a su «rebelión» como
ocurrirá en las obras tardías y tal parece que para tener algún
papel pertinente en la historia, según Meinecke, hay que tener
primero algún título de nobleza o por lo menos de doctorado,
29. Friedrich Meinecke, Weltbürgertum und Nationalstaat, op. cit., pp. 95-98.
30. Ibíd., p. 239.
260
porque si no ¿cómo poder pensar ideas? Las masas no piensan,
y por ello son un mero material manipulable de quienes sí pien-
san. En suma, la manera de Meinecke para abordar la historia
de la política alemana no fue en términos de la historia social de
las grandes masas y movimientos sociales, sino por medio de
biografías de los grandes «pensadores creativos».
De cualquier modo estas no eran las limitaciones que pre-
ocupaban a Meinecke, sino que el tema subyacente, aunque fue-
ra uno subordinado al de la trama central de la primera obra,
era el de la relación de la ética con la política. Así, si bien hemos
mencionado la gran importancia que Meinecke asignaba a la
máxima de Ranke del primado de la política exterior sobre la
interior, también es cierto que retomó a su maestro como princi-
pal apoyo en sus reiteradas advertencias con respecto a que el
poder estatal no debe transgredir sus propios límites. Meinecke
advierte expresamente así, que aunque Ranke había defendido
al poder del Estado, también había negado que el poder desnu-
do apoyado en soldados y dinero pudiera alcanzar por ello el
rango de un verdadero Estado-nación, puesto que negaba su ca-
pacidad de supervivencia».31 En suma, el problema ético era fun-
damental aunque apareciera subordinado en su primera obra al
tema del conflicto entre el nacionalismo y el cosmopolitismo.
Entre ésta y su segunda gran obra, publicada en 1924, se inter-
ponen los traumáticos resultados de la Primera Guerra Mun-
dial, mismos que eliminarían muchos de los rasgos tan optimis-
tas y positivos con los que Meinecke había retratado los atribu-
tos del valor del Estado-nación en su primera obra. Al final de la
introducción a La idea de la razón de Estado en la era moderna
(1924), Meinecke mismo describe con tintes trágicos y carme-
síes como esa gran guerra modificó sus proyectos de investiga-
ción del siguiente modo:
261
éstos han surgido de los que constituyeron el objeto de mi libro
Weltbürgertum und Nationalstaat no pasará inadvertido para el
lector de ambas obras. En los primeros años de la guerra de
1914 con sus profundos, pero, a la vez, esperanzadoras emocio-
nes, concebía el proyecto de poner en claro la conexión entre el
arte político y la comprensión histórica, y de exponer la teoría
de los intereses de los Estados como estadio preliminar del his-
toricismo moderno. Las conmociones de la derrota hicieron que
avanzase más y más al primer plano en todo su terrible carácter
el problema esencial de la razón de Estado. La visión histórica
ya había cambiado. A un árbol se le perdona si, expuesto a todos
los vientos, se desvía un poco de la línea originaria de su creci-
miento. Perdónesele también lo mismo a este libro, siempre que
de él se desprenda al menos, que ha crecido orgánicamente y no
es fruto de un hacer mecánico.32
262
pues si en 1907 su tema se circunscribía a la nación alemana, en
1924 ya abarcaba toda la historia intelectual europea desde el
Renacimiento, en una búsqueda por descubrir la naturaleza más
profunda de la política. Asimismo, el tema nodal de la relación
entre ética y política ya no estaba tan íntimamente circunscrito
al problema del nacionalismo, pues apuntaba ya al problema del
relativismo historicista en general.
263
concretos del Estado «realmente existente» y con raíces históri-
cas. Pero tampoco debe confundirse a la «razón de Estado» con
la mera «política del poder», puesto que la creación, manteni-
miento y consecución de los valores espirituales y morales pue-
de llegar a convertirse en un factor importantísimo de la conso-
lidación y expansión misma del poder del Estado. Para Meinec-
ke sigue habiendo pues una íntima conexión entre el poder y la
ética, o como dice en una de las primeras páginas de su gran
obra de 1924:
264
demás comunidades. Es cierto que el Estado es un ser anfibio
que vive en el mundo ético y el mundo de la naturaleza, pero a
diferencia de otras comunidades sólo el Estado se encuentra en
la peculiar necesidad de practicar, a la vez, el uso y el abuso de
un impulso natural.
A fin de encontrar una solución a este dilema, si es que lo hay,
resulta absolutamente necesario entender la manera en que his-
tóricamente se fue transformando la idea de la razón de Estado
desde la época en que Maquiavelo la formuló por primera vez en
la era moderna. Una de las grandes aportaciones de Maquiavelo
fue su instinto para descubrir la peculiaridad histórica de las
circunstancias de poder en las que tenían que desarrollarse los
estados individuales, y el principio de la individualidad es tam-
bién uno de los valores fundamentales de la moderna conciencia
historicista. Ambas nociones de individualidad se orientan en
el mismo sentido, pues, según Meinecke, las dos se dirigen a esa
misma sensibilidad que Maquiavelo siempre mostró por los in-
tereses más individuales y específicos de los estados particula-
res. De Maquiavelo deriva pues la posibilidad de conectar el de-
sarrollo de la historia de la razón de Estado en la era moderna
con los temas del historicismo. O en palabras de Meinecke:
265
do está centrado en el hilo conductor que arranca con el pensa-
miento de Maquiavelo, y así Meinecke cubre el desarrollo de
esa idea europea que en inglés se ha identificado sin más con el
término de «maquiavelismo», desde la época de los Medici has-
ta la Primera Guerra Mundial. Meinecke no sólo trata a los «ma-
quiavélicos» con clara conciencia como Bodino, Richelieu, Fe-
derico el Grande y, según él, incluso Hegel, sino también a los
de falsa conciencia, es decir aquellos hipócritas que atacaban
con argumentos de indignación moral a Maquiavelo, pero que
en el fondo seguían sus enseñanzas y elaboraban sus análisis a
partir de las premisas sentadas por él, tal y como es el caso de
Tomas de Campanella y algunos jesuitas. Así, conforme Mei-
necke sondea los pensamientos de Bodino, Botero, Bocallini,
Spinoza, Hobbes, Pufendorf, Federico el Grande, Fichte, e in-
cluso Goethe, la lógica del egoísmo de la razón de Estado se
asoma de manera desafiante. Todos tienen que adherirse, quie-
ran o no, de manera abierta o encubierta, a la tesis de Maquia-
velo según la cual, ni la palabra empeñada, ni las obligaciones
de los tratados necesitan cumplirse si la seguridad y salvación
del Estado exigen otra cosa.
Los intérpretes posteriores de esta gran obra de Meinecke se
dividen en dos grandes grupos, con respecto a las verdaderas
intenciones del autor: unos la ven como una historia del maquia-
velismo, llena de admiración por la visión realista del poder, y
otros, en cambio, la ven como un gran intento por superar y
trascender a Maquiavelo. Es posible hacer ambas lecturas y so-
bran párrafos para apuntalar una u otra interpretación, pero
ninguna de las dos parece ser plenamente exacta. En todo caso
estarían más cerca de las intenciones y motivaciones del Vernunft-
republikaner de 1924, quienes lo leen como la consideración del
maquiavelismo por una conciencia culpable y que en más de
una ocasión, distingue al genuino Maquiavelo de sus seguidores,
quienes a menudo tergiversan y abaratan las enseñanzas origi-
nales del maestro. Lo cierto es que el libro desemboca en un
pesimista diagnóstico sobre cómo la razón de Estado ha adqui-
rido en el siglo XX un amenazante aspecto demoníaco. Y esto es
resultado tanto de que, por un lado, la esencia misma del ser
humano se ha transformado por la progresiva racionalización y
tecnificación de la vida, como por el hecho de que las tres nuevas
fuerzas del militarismo, el nacionalismo y el capitalismo han
266
radicalizado la razón de Estado y revolucionado el carácter de la
guerra hasta convertirla en algo totalmente deshumanizado.
Más aún, si en 1907 el optimista Meinecke consideraba a las
masas como un material maleable al servicio de los intereses de
las clases dirigentes, para 1924 ya les ve con temor y como un
gran mal de la modernidad, pues la democracia moderna se en-
cuentra dominada cada vez más por las emociones de las masas
y sus presiones sobre los dirigentes han limitado cada vez más
su capacidad como estadistas para actuar racionalmente y con
la cabeza fría en términos de los auténticos intereses del Estado,
y no de los instintos y proclividades demagógicas. La idea de la
razón de Estado en la era moderna parece ser un aprendiz del
brujo que invocó a fuerzas demoníacas que ya no puede contro-
lar, que se le salieron de control y ahora lo dominan, y lo que es
peor, que han demostrado su enorme potencialidad para des-
truir a nuestra civilización. Pero Meinecke tampoco es un Spen-
gler, y acaba por presentar, aunque sea tímidamente, una solu-
ción relativa al problema que apunta ya en la dirección de una
lógica historicista.
En efecto, si la individualidad es uno de los grandes valores
de la perspectiva historicista, entonces puede acudirse en el ám-
bito moral al gran valor que representa la ética individual como
posible solución al problema. La ética individual del estadista
debe estar presente como una restricción al instinto de poder,
aún y cuando no sea suficiente para detener la lógica de la razón
de Estado. Pero si esa ética individual se encuentra presente y el
estadista sabe por ella los peligros que afronta, entonces la razón
de Estado queda inoculada con una noción de sus propias caren-
cias. En cuanto concepto racional, la razón de Estado debe con-
ceder su propia falibilidad, y en cuanto concepto moral debe
conceder su propia relatividad. Y justo aquí aparece otro de los
aspectos esenciales de la perspectiva historicista, a saber, el de la
relatividad histórica de todos los valores últimos, incluidos los
más caros a Meinecke, como son los del Estado y el de la nación.
En aras de la perspectiva historicista, Meinecke acaba por reco-
nocer así la historicidad, y por tanto la relatividad, de la idea
nación-estado, pues ésta puede llegar a ser un callejón sin salida
frente al cual el espíritu creativo ya no puede avanzar ni retroce-
der. Tan sólo la idea de una individualidad nacional desarrollán-
dose a partir de las ganancias que obtenga de sus relaciones con
267
otras nacionalidades podría ofrecer alguna esperanza para que
el mencionado callejón sin salida pudiera evitarse. Dentro de la
idea historicista de la individualidad es pues donde todavía pue-
de haber algún espacio para una solución que vea al individuo o
al estado como un todo orgánico en donde se reconoce la ten-
sión entre el Sein y el Sollen, entre el ser y el deber ser.
«Consideraciones de un apolítico»
en El historicismo y su génesis de 1936
268
en el libro de 1936. Y, en efecto, en El historicismo y su génesis,
Meinecke rastrea la revuelta contra las ideas universalistas y
dominantes de la Ilustración por parte de aquellos pensadores
que a partir del siglo XVIII prefirieron resaltar y comprender las
formaciones histórico-culturales en su pluralidad, diversidad y
valor autónomo inconmensurable. La definición que ahora da
Meinecke al respecto no puede ser más clara en este contexto:
«La esencia del historicismo consiste en reemplazar una con-
templación general y abstracta de los acontecimientos humanos
por una individual».40
Por ello, Meinecke también busca detectar con precisión cuan-
do y por qué se produjo una rebelión contra la idea universalista
del derecho natural. Frente al derecho natural y el enciclopedis-
mo que parten de la idea de una naturaleza humana determina-
da por inmutables verdades de razón, y por lo tanto basada en
valores «verdaderos», válidos para todo tiempo y lugar, el ro-
manticismo y el historicismo incipiente subrayan la singulari-
dad y variabilidad de las culturas en función de una pluralidad
de valores, donde ya no tiene mucho sentido hablar en términos
absolutos de la superioridad de una forma cultural frente a otra
distinta, ni en general de las personalidades particulares y de las
formaciones históricas colectivas supraindividuales (Estados,
pueblos, culturas). Lo pasado y exótico y diferente no se juzga a
partir de postulados axiológicos absolutos, sino que se intenta
explicarlo a partir de las condiciones específicas y los límites del
momento histórico en que aquél ha acontecido. Meinecke dis-
tingue así a los precursores indirectos del historicismo en Fran-
cia (Montesquieu, Voltaire) e Inglaterra (Hume y Shaftesbury),
de los precursores directos en Alemania (Justus Möser, Leibnitz,
Herder y Goethe). Mientras que los pensadores europeos de la
primera fase prepararon el nuevo sentido histórico mediante su
esfuerzo orientado a conseguir una más profunda identificación
con los impulsos de la vida psíquica, y, por tanto, según Meinec-
ke, con la naturaleza «real» del hombre, el vínculo, constitutivo y
distintivo del historicismo, entre el principio de la individuali-
dad y la idea del desarrollo (Entwicklung), se encuentra única-
mente en los principales representantes del «movimiento ale-
269
mán». A pesar del peligro de un relativismo ético y valorativo, no
eludido por Meinecke, que al justificar todas las culturas y valo-
res, no es capaz, en última instancia, de sostener valores pro-
pios, Meinecke juzga positivamente la génesis de la conciencia
histórica moderna, por él reconstruida, pues como dice desde el
primer párrafo de la primera página de la obra comentada: «La
aparición del historicismo fue, como se tratará de demostrar en
este libro, una de las revoluciones espirituales más grandes, acae-
cidas en el pensar de los pueblos de Occidente».41
Lo revolucionario reside pues en haberse rebelado nada me-
nos que contra los supuestos universalistas del derecho natural,
así como contra el imperialismo cultural del Iluminismo que plan-
tea una meta común para todos los diversos pueblos de la hu-
manidad y que por tanto puede clasificar como «atrasados», «bár-
baros», «salvajes» o «primitivos» a todos aquellos pueblos que
no han logrado parecerse a los pueblos civilizados del «siglo de
las luces» que son supuestamente la etapa más avanzada que ha
alcanzado hasta ahora la humanidad. En cambio, el historicis-
mo es la aplicación del principio de la individualidad, implícito
en la mónada leibnitziana o en la máxima de Goethe del «indivi-
duo es inefable y de él puede derivarse todo un mundo», a toda
la vida histórica donde cada objeto, época o cultura es conside-
rado en su aspecto individual, más que como instancia de una
ley general orientada por un telos común para toda la humani-
dad, sin reconocer el derecho a la diferencia, a la diversidad y a
la pluralidad. Aun cuando esta perspectiva tiene esos precurso-
res indirectos no alemanes, especialmente en el neoplatonismo
de Shaftesbury, en la ciencia nueva de Vico y en los ingleses pre-
románticos, Meinecke considera que esta ha sido la más gran
contribución cultural específicamente alemana desde la Refor-
ma protestante.42
El último gran libro de Meinecke ha sido criticado desde muy
diversas perspectivas que van desde afirmar que en realidad re-
gresa por la vía espiritual al mismo punto de partida del libro
claramente político de 1907, por tratarse de una nueva versión,
por otros caminos, de la afirmación de la peculiaridad nacional
frente al universalismo cosmopolita. Para otros, la pluralidad de
270
Meinecke, como la de Ranke, no pasa de ser un etnocentrismo
germánico disfrazado de tolerancia, pero que es incapaz de ocul-
tar su orgullo y su sentimiento de superioridad teutónicas. Para
los defensores del decisionismo y que siempre admiraron incon-
dicionalmente la razón de Estado, tal como fue el caso de Carl
Schmitt, el libro de Meinecke de 1924 sobre ese tema plantea
mal las cosas dada la «mala conciencia» del dualismo moral de
su autor quien, paradójicamente, desemboca en la conclusión
de que la historia de esa noción es «trágica», sin percatarse que
tal categoría no es moral sino «estética», y por otro lado Meinecke
no es un historicista riguroso como pretende serlo pues, en sen-
tido estricto, la noción de razón de Estado pertenece al ámbito
histórico de los siglos XVI y XVII y cuando pretende extrapolarse
más allá de este período se le identifica confusa y anacrónica-
mente con la «política del poder» (Machtpolitik) sin más, y así se
pierde el rigor metodológico con el que debería proceder todo
buen historiador de las ideas, como supuestamente lo es el pro-
pio Schmitt.43 Para otros más, como Georg Iggers, tanto el pri-
mer libro de Meinecke como el último violan básicamente el prin-
cipio historicista de que cada individualidad debería ser juzgada
en sus propios términos; en ambos libros el historicismo apare-
ce menos como un fenómeno histórico único e irrepetible, que
como una norma casi absoluta para juzgar, evaluar y clasificar
a los diversos pensadores analizados, pues más que biografías
de individuos concretos, sus capítulos parecen más bien etapas
de desarrollo necesario para la autorrealización del espíritu que
se pretende demostrar. Así se nos pinta de una manera práctica-
mente progresiva, como pensadores sucesivos reemplazaron el
rígido concepto del derecho natural de una naturaleza humana
universal y compartida, por una concepción del hombre y una
filosofía del valor que reconoció los elementos de la individuali-
dad, la diversidad y el cambio en la realidad histórica.44
Pero si éstas son las evaluaciones negativas, los aspectos po-
sitivos de las obras de Meinecke han sido expresamente recono-
43. Cfr., Carl Schmitt, «Zu Friedrich Meineckes “Idee der Staatsräson”
(1926)», reproducido en Positionen und Begriffe. Im Kampf mit Weimar-Genf-
Versailles, Berlín, Duncker & Humblot1988, pp. 45-52.
44. Georg G. Iggers, The German Conception of History. The National Tra-
dition of Historical Thought from Herder to the Present, Wesleyan University
Press, 1968, pp. 218-219.
271
cidos por muchos otros más, y su gran influencia se ve reflejada
en la manera como hicieron historia de las ideas filósofos nada
menos que de la talla de Isaiah Berlin, de la Universidad de
Oxford, en el último tercio del siglo XX. En efecto, el rescate que
Berlin hizo de Vico y Herder, en su libro de 1976 del mismo
título,45 sigue claramente las huellas marcadas por el célebre li-
bro de Meinecke de 1936, y lo mismo podría decirse de casi to-
dos los autores abordados en el libro de Berlin de 1979 Against
the Current,46 donde «la corriente dominante» es precisamente
la del universalismo del derecho natural, la Ilustración y el posi-
tivismo, frente a la cual se rebelaron lo mismo Maquiavelo y
Montesquieu, que de nuevo Vico y Herder, pero también Ham-
man, Herzen y Sorel. En el prólogo a la traducción inglesa de
1970 del libro de Meinecke sobre el historicismo, Berlin acepta
esta deuda no siempre tan clara y expresamente reconocida en
esas otras de sus obras, donde la huella de Meinecke no puede
ocultarse a quien conozca bien la obra del segundo.47
45. Isaiah Berlin, Vico and Herder. Two Studies in the History of Ideas,
Londres, Hogarth Press, 1976.
46. Isaiah Berlin, Against the Current. Essays in the History of Ideas, Lon-
dres, Hogarth Press, 1979.
47. Isaiah Berlin, «Meinecke and Historism», prólogo a F. Meinecke, Histo-
rism: The Rise of a New Historical Outlook, trad. J.E. Anderson, Londres, Rout-
ledge and Kegan Paul, 1972, actualmente reproducido en: Isaiah Berlin, The
Power of Ideas, Princeton, Princeton University Press, 2000, pp. 205-213.
272
moderna, de lo acontecido en Alemania durante los dos sexenios
que duró el régimen nazi.48 Meinecke se vio obligado hacia el
final de su vida a buscar otras soluciones, más allá de las expre-
sadas en su libro de 1936, para explicar las peculiaridades de la
historia alemana. Una nota mucho más pesimista aparece en
sus conferencias y escritos de su última época. Así, en su famosa
conferencia ante la Academia Alemana de las Ciencias en Berlín
del este en 1948, Meinecke se preguntó si acaso Burckhardt, con
su profundo pesimismo respecto al ser humano, la civilización
material, el poder y las masas, no había entendido mucho mejor
al mundo moderno que Ranke.49 Y si esto era así, entonces la
salvación de Alemania tendría que llegar necesariamente por una
dirección que Troeltsch había planteado desde 1922, y que Mei-
necke había rechazado en ese entonces, en el sentido de que Ale-
mania necesitaba acercarse más a la tradición occidental de de-
recho natural, sin perder por ello su propia identidad a fin de
pasar a formar parte del mundo cultural occidental entendido en
su más amplio sentido. En Die deutsche Katastrophe de 1946,
Meinecke tuvo que aceptar que la salvación de Alemania estaba
en su integración en un amplio proyecto europeo dominado por
los aliados occidentales. Si Alemania era el problema, entonces
Europa era la solución, y esto significaba, como dice Meinecke
en su librito de 1946, que «sólo a título de miembro de una futu-
ra federación de naciones del centro y oeste de Europa» podría
Alemania volver a tener una vez más una vida política creativa,
«y, como es natural, ese organismo de Estados Unidos de Euro-
pa tendrá que erigirse bajo la hegemonía de las potencias ven-
cedoras».50
El Meinecke de la última etapa llegaba así a la misma posi-
ción a la que había llegado Troelstch en 1922, y esto no debe
extrañar si se piensa que en realidad fue Troeltsch, y no Meinec-
48. Véase por ejemplo, Robert A. Pois, Friedrich Meinecke and German
Politics in the Twentieth Century, Berkeley, University of California Press, 1972,
pp. 146-147: «Meinecke, in his explanations of the spiritual disaster that had
overtaken Germany in 1933, really did not blame anybody very much [since
he] essentially placed the blame for World War II and its attendant atrocities
upon nihilistic power cravings, historical accident, and fate. Such an appro-
ach is similar to placing the blame upon Original sin».
49. F. Meinecke, «Ranke and Burckhardt», op. cit., pp. 150 y 152.
50. F. Meinecke, La catástrofe alemana, op. cit., p. 186.
273
ke, quien captó con mucha mayor agudeza los problemas y dile-
mas del historicismo tardío, encontró una solución a ellos en el
acercamiento a Occidente y los valores trascendentes y sentó las
bases para que Meinecke desarrollara todo su proyecto poste-
rior sobre la génesis del historicismo.
En efecto, fue Troeltsch, y no Meinecke, el primero en perca-
tarse de todos los problemas que traía aparejados consigo el re-
lativismo historicista.51 Para Troeltsch el historicismo constituye
la perspectiva de que la realidad entera es histórica, o, si se pre-
fiere, «significa la historización de todo nuestro saber y percep-
ción del mundo espiritual, tal y como llegó a constituirse en el
transcurso del siglo XIX»,52 pero esto, en vez de darnos una mejor
comprensión de esa realidad, más bien ha socavado la firmeza
de todas las normas e ideales de la existencia humana. «Estado,
Derecho, moralidad, religión y arte, todos se vieron de pronto
disueltos en la poderosa corriente de la historia y llegaron a en-
tenderse únicamente como partes de desarrollos históricos más
amplios».53 La idea de valores universalistas válidos para todo
tiempo y lugar, se disolvió en su relativización histórica al consi-
derar que sólo tienen vigencia para determinadas circunstancias
históricas. Lo bueno de hoy puede llegar a ser malo mañana, lo
que una cultura considera bonito otra puede considerarlo gro-
tesco, el infanticidio femenino en China es repudiado por una
comunidad universal, pero tiene un profundo arraigo en los usos
y costumbres de un pueblo específico; no obstante, lo más gra-
ve para un historicista con formación teológica como lo era
Troeltsch, es que incluso las creencias y la fe religiosa más firme
han visto conmovidos sus cimientos más sólidos ante la relati-
vización histórica y el reconocimiento de una pluralidad de con-
fesiones religiosas con tanto valor intrínseco como el de la fe
cristiana misma. Por eso decía Troeltsch que «todo se tamba-
51. Ver, sobre todo, el crucial artículo de Troeltsch de 1922 sobre la crisis
del historicismo, no traducido todavía a ningún otro idioma, ni recopilado
en ninguno de los cuatro tomos de sus principales obras. Cfr. Ernst Troelts-
ch, «Die Krisis des Historismus», Die Neue Rundschau, vol. XXXIII, núm. 6,
junio de 1922, pp. 572-590.
52. Ibíd., p. 573: «Es bedeutet dann die Historisierung unseres ganzen
Wissens und Empfindens der geistigen Welt, wie sie im Laufe des neunzehn-
ten Jahrhunderts geworden ist».
53. Ibídem.
274
lea». La conciencia histórica no tan sólo ha hecho pedazos la
integridad de los sistemas éticos, o la creencia en el progreso
humanitario o la autonomía de la razón, sino que incluso se ha
socavado a sí misma y a su método de investigación. Porque
¿cómo puede ser todavía posible el conocimiento objetivo si to-
das las formas de conocimiento humano están histórica y social-
mente condicionadas?
No puede haber ninguna solución lógica a los «problemas
del historicismo», porque si el hombre no puede ver más allá del
perenne fluir del cambio histórico, entonces tampoco puede en-
contrar ningún sólido punto de apoyo en el devenir histórico
mismo para encontrarle una solución a los problemas que plan-
tea el relativismo historicista. Las ideas y valores del hombre
están inevitable, indisoluble, e irremediablemente atados a su
propia cultura y su circunstancia histórica. La única solución
estaría en poder encontrar dentro de la civilización occidental el
reflejo de una verdad y un valor trascendentes. Por ello, para
cuando en 1924 se publicaron en Alemania las conferencias pós-
tumas de Troeltsch con el título de Der Historismus und seine
Überwindung («El historicismo y su superación»),54 la respuesta
era de carácter teológico y fideísta: hay que regresar a Dios y no
verlo desde una perspectiva histórica sino concebirlo desde la fe
de la Revelación. Ésta puede ser una solución literalmente de
Deus ex machina, pero no hay otra posible, y como Troeltsch no
era sociólogo como Max Weber, ni propiamente historiador como
Meinecke, esa solución venía perfectamente bien con la forma-
ción de un teólogo. En el fondo no es algo muy diferente a lo que
Heidegger, otro teólogo «destripado», dijo hacia el final de su
vida, después de haber negado previamente la existencia de Dios
dado el carácter intrascendente del Dasein o existencia humana,
ineluctablemente encaminada a ser siempre un Sein-zum-Tode:
«ahora ya sólo un Dios puede salvarnos».55
Pero si sólo Dios puede ser el valor último para ubicarse por
encima y afuera del flujo histórico y sus relatividades, esta no
54. Ernst Troeltsch, Der Historismus und seine Überwindung. Fünf Vorträge,
con un estudio introductorio de Friedrich von Hügel, Berlín, Pan-Verlag Rolf
Heise, 1924, 105 pp.
55. Martin Heidegger, «Nur noch ein Gott kann uns retten», publicación
póstuma de la entrevista (1966) de Der Spiegel, Hamburgo, vol. XXX, núm.
23, mayo 31 de 1976.
275
puede ser una respuesta a los urgentes y angustiantes problemas
políticos. Tampoco el valor del Estado-nación, y ni siquiera la
individualidad pueden ser la solución, tal y como pretendió Mei-
necke en algún u otro momento, a los problemas políticos, pues
se ha demostrado que son aún menos capaces de trascender su
propia circunstancia histórica. Por ello Troeltsch había dado otro
tipo de respuesta en 1922 a los problemas específicamente polí-
ticos. En efecto, en su conferencia ante la Escuela Alemana de
Alta Política, intitulada «Derecho natural y Humanidad en la
política mundial», Troeltsch, reconocía que la idea del derecho
natural se remontaba a los orígenes del cristianismo, si no es
que a la tradición estoica, y por lo tanto era algo muy anterior a
la nación alemana.56 No obstante ante las pretensiones universa-
listas del derecho natural, el pensamiento romántico, especial-
mente germánico, había opuesto los valores y principios de la
individualidad histórica, de lo único, específico e irrepetible, del
derecho a la diversidad y del desarrollo interno y autónomo de
las formaciones culturales. En otras palabras el romanticismo
alemán opuso los valores del historicismo a los del derecho natu-
ral. Pero lo cierto es que la tradición no estaba del lado del recién
llegado movimiento historicista, sino del lado de la mucha más
añeja tradición del derecho natural. Occidente es la auténtica
tradición, el tronco común del cual también participa la heren-
cia cultural alemana. Por ello, lo que necesita corregirse no es la
tradición occidental sino la más reciente del historicismo ger-
mano. Alemania necesita volver a acercarse a Occidente, pero
sin renegar de su propia tradición cultural, y si este dialogo se
establece sobre bases comunicativas sólidas, entonces podrán
evitarse en el futuro las catástrofes bélicas.57
276
Thomas Mann quedó muy impresionado con esta erudita
exposición de Ernst Troeltsch, pues la nueva perspectiva históri-
ca invertía la ubicación de los términos de la «tradición» y la
«revolución» y ponía en una situación muy paradójica a los con-
servadores alemanes. Por ello se convirtió en su principal difu-
sor y se unió al grupo de los Vernunftrepublikaner, pues Troeltsch
había mostrado el camino para transitar de la autosuficiencia
cerrada y aislada al cosmopolitismo, sin perder por ello la pro-
pia identidad cultural.58 El cosmopolitismo que era una palabra
indecente para muchos nacionalistas alemanes, en realidad po-
día llegar a significar apertura al cambio, flexibilidad, educación
más amplia, y aunque ciertamente proponía abandonar algunos
de los más caros valores de la tradición germánica, de hecho
encontraba la solución para moldear e integrar otros valores de
esa misma tradición en una totalidad comunitaria más amplia,
es decir cosmopolita, y a la cual los alemanes también tenían un
evidente derecho de pertenencia. Después de todo, como bien
decía Thomas Mann en su artículo Kosmopolitismus, en el mismo
año en que recibió el Premio Nobel de Literatura (1925), «un ar-
tista alemán internacionalmente aceptado, sigue siendo un artis-
ta alemán».59
los abusos a los que esta idea se ha prestado [...], pero lo que no podemos ni
debemos hacer es negar el ideal mismo en su propia esencia, en su importan-
cia ética y en su conexión con la filosofía de la historia».
58. Thomas Mann, «Naturrecht und Humanität in der Weltpolitik» (Frank-
furter Zeitung, 23 de diciembre de 1923), reproducido en, Reden und Aufsätze,
vol. II, Stockholmer Gesamtausgabe, Stuttgart, Fischer Verlag, 1965, pp. 375-
373. Al inicio del artículo, Tomas Mann describe sintéticamente el objetivo
de la conferencia de Troeltsch en el sentido de apuntar la recuperación de la
tradición occidental del derecho natural para la peculiaridad histórica de
Alemania, y le «recomienda a todo el mundo» la lectura de este incompara-
ble texto por expresar tal idea con una claridad plenamente realizada: «...das
ist mit vollendeter Klarheit ausgesprochen in der unscheinbaren Broschüre
deren Lekture ich aller Welt empfehle» (p. 375).
59. Thomas Mann, «Kosmopolitismus» (1925), reproducido en: Gesam-
melten Werke in zwölf Bänden, Frankfurt am Main, Fischer Verlag, 1960, vol. X,
pp. 189-190. El artista que tenía específicamente en mente en ese momento
Tomas Mann era Richard Wagner, pero la misma afirmación la había emiti-
do antes, en relación a Gerhard Hauptmann, en el célebre y más conocido
artículo de 1922 «Von deutscher Republik», ibíd., vol. XI, p. 813.
277
CAPÍTULO IX
FILOSOFÍA EN SENTIDO COSMOPOLITA.
REFLEXIONES SOBRE
EL COSMOPOLITISMO EN LA FILOSOFÍA
CON ÉNFASIS EN LA PROPUESTA KANTIANA
Gustavo Leyva
Universidad Autónoma Metropolitana-
Iztapalapa, México
279
sión del bien supremo realizada en el marco de la tensión ante-
riormente mencionada y cómo es que desde la perspectiva cos-
mopolita así conquistada adquiere sentido su filosofía entera (II).
A continuación me dirigiré a Zum ewigen Frieden (1795) con el
propósito de precisar en forma más clara los contornos de la pro-
puesta cosmopolita elaborada por Kant. Dentro del amplio es-
pectro temático de esta obra habré de centrarme solamente en
tres problemas que aparecen tratados sobre todo en sus tres ar-
tículos definitivos, a saber: 1) la vinculación de la idea de la paz
con el principio del republicanismo (y es con este propósito que
me ocuparé del Primer Artículo Definitivo); 2) la idea cosmopoli-
ta de un orden global capaz de garantizar la paz a escala global
(y es aquí que me dirigiré al Segundo Artículo Definitivo) y, final-
mente, 3) el contorno general del «Derecho Cosmopolita» al que
Kant se refiere en el Tercer Artículo Definitivo (III). Finalmente,
haré una serie de consideraciones intentando plantear algunos
de los problemas abiertos por la propuesta kantiana —me referi-
ré solamente a cuatro de ellos que por lo demás se encuentran
relacionados entre sí— buscando así sea sólo delinear algunas
alternativas posibles para hacer frente a ellos en el marco de la
discusión contemporánea.
***
I. El derrumbe del socialismo en la Unión Soviética y en los
países de Europa oriental, el resurgimiento de formas más o
menos agresivas del nacionalismo, el despliegue de conflictos
religiosos y étnicos de mayor o menor intensidad, los fenómenos
de inmigración masiva desde los países más pobres hacia aque-
llos otros en los que se han concentrado la riqueza y el bienestar,
el dramático abismo, que parece no poder cerrarse, entre países
industriales y postindustriales, por un lado, y países en los que
amplias capas de la población apenas sobreviven debajo de la
línea de la pobreza, por el otro, todo ello en el marco de un pro-
ceso de globalización que parece desarrollarse sin contención
alguna, caracterizan la escena internacional contemporánea y
constituyen a la vez un motivo de desasosiego y preocupación,
pero también un desafío para la filosofía hoy en día. Ha sido en
el horizonte de la reflexión sobre estos problemas que se ha des-
arrollado en el interior de la filosofía política y de la filosofía del
Derecho actuales una corriente a la que se identifica bajo la de-
280
nominación genérica de «cosmopolitismo».1 En ella se agrupan
una serie de orientaciones rectoras caracterizadas por una re-
flexión sistemática sobre la justicia ya no a nivel estatal-nacio-
nal, sino más bien a escala global, por la crítica a una política
orientada —o reducida— sólo al nivel nacional, por la exigencia
de una reforma radical de las instituciones internacionales y la
edificación de otras nuevas que posibiliten una cooperación in-
ternacional justa, por una redistribución de la riqueza lo mismo
que por la defensa de los derechos humanos y el mantenimiento
de la paz a escala internacional. El cosmopolitismo subraya en
este sentido la universalidad irrestricta de los deberes de la justi-
cia y se comprende por ello en oposición radical a las distintas
formas de comunitarismo y a la prioridad moral que éste otorga
a los deberes con respecto a los miembros de unidades locales
en comparación con los deberes que se tienen para con aquellos
que no son miembros de ellas.2 Es en este mismo sentido que se
cuestiona la vinculación existente entre una comunidad jurídica
internacional, por un lado, y la existencia de estructuras jurídi-
cas positivas definidas formalmente por la existencia de Estados-
nación determinados. Es así que, por ejemplo, se busca vincu-
lar la pretensión de universalidad irrestricta de los derechos
humanos a la posibilidad de atribuir deberes que vayan más allá
de las fronteras estrictamente nacionales y ponga a disposición de
todo individuo los bienes que requiere para su subsistencia, des-
arrollo de sus capacidades y realización de sus planes de vida.3
281
Una tesis central de la vertiente cosmopolita es, desde luego, la
de que el despliegue incesante de los procesos de entrelazamien-
to e intercambio económico, social, político, tecnológico y cultu-
ral —a los que se comprende hoy en día bajo el rubro genérico
de «globalización»—4 han ampliado de hecho las fronteras de la
justicia más allá de los límites del ámbito estatal-nacional. De
este modo, si bien es cierto que la comunidad internacional pa-
rece seguir consistiendo en una multiplicidad de Estados-nación
más o menos independientes, también lo es el hecho de que la
interdependencia multidimensional que se ha desarrollado a
partir de los procesos de intercambio y entrelazamiento ante-
riormente mencionados, ha acabado por crear nuevas formas y
centros de poder que cuestionan el concepto tradicional de los
Estados nacionales como actores independientes. En efecto, el
contexto global configura y a la vez limita las opciones —espe-
cialmente las económicas y políticas— que se encuentran a dis-
posición de los Estados transformando así el sentido y las fun-
ciones de la soberanía nacional y cuestionando de este modo el
fundamento de la legitimidad del Estado.5 En este sentido es
preciso pensar en el modo en que, en el interior de un sistema
globalizado formado por una red cada vez más densa de interac-
ciones entre los diversos Estados, las acciones y medidas toma-
das por los Estados más poderosos afectan directa o indirecta-
mente las oportunidades y proyectos de vida de personas que no
están sujetas a su jurisdicción, y ello ocurre o bien por medio de
282
la incidencia directa que desempeñan —en virtud de su poder—
en la configuración y determinación de funciones de las institu-
ciones económicas, sociales, políticas y culturales que regulan
los intercambios a nivel internacional, o bien a través del poder
que conceden a las élites políticas de los Estados menos desarro-
llados aún cuando éstos no sean de corte democrático.6 Quizá
sea entonces claro por qué los cosmopolitas insisten en destacar
que este potencial de influencias negativas sobre la vida de otros
sujetos que se hallan fuera de la jurisdicción de un Estado-na-
ción particular, es el fundamento que permite afirmar que la jus-
ticia se ha convertido hoy en día en un asunto global.
***
La idea del cosmopolitismo puede ser perseguida hasta la
antigüedad griega temprana. En efecto, ya la superación de las
limitaciones locales que se expresa en los movimientos de colo-
nización que tienen lugar entre los siglos VIII y VI antes de Cristo
y que aparece articulada en la poesía de finales del siglo V,7 en-
cuentra una suerte de paralelo filosófico en la formulación del
concepto de cosmos característico de los primeros filósofos jó-
nicos. No obstante, fue justamente a través de la labor de los
sofistas que las propuestas cosmopolitas adquirieron un primer
perfil en el marco sistemático de una crítica realizada desde el
punto de vista de la fÚsij universal al que en cada caso se con-
sideraba como nÒmoj.8 Antifón ofrece una formulación radical
de este problema al defender la «supresión de todas las diferen-
cias nacionales que se han constituido históricamente» y propo-
ner un ideal internacional de igualdad que no permitiera la dife-
renciación entre griegos, por un lado, y bárbaros, por el otro, ni
tampoco ninguna jerarquía social: «por naturaleza hemos sido
creados iguales en toda relación, bárbaros lo mismo que hele-
nos».9 Es sabido, en este mismo sentido, que Cicerón atribuía a
Sócrates la afirmación de que él era un «cosmopolita (mun-
283
danus)»10 y, aunque esta afirmación pueda ser puesta en duda,
lo cierto es que varios de los discípulos de Sócrates se caracteri-
zaban por la defensa de posiciones cosmopolitas. Así, por ejem-
plo, el propio Platón señalaba que el filósofo se encontraba cor-
poralmente en la polis pero que su intelecto volaba más allá de
las fronteras de ésta.11 Debe subrayarse, por otra parte, que la
idea del cosmopolitismo se asentó en el pensamiento griego en
un momento en el que la polis perdía su posición predominan-
te. Es así que en la época de Alejandro Magno —en la que se
rubrica la disolución de la polis— el cosmopolitismo se convier-
te incluso en un principio de la política real de la época para
convertirse gradualmente en uno de los rasgos específicos de la
cultura helenística. Esta tendencia de la cultura helénica apare-
ce representada especialmente por el estoicismo que es, a la vez,
la vertiente filosófica que intenta ofrecer una primera tentativa
de fundamentación del cosmopolitismo.12 Esta tentativa apare-
ce ya en la conocida sentencia de Terencio «homo sum, humani
nil a me alienum puto».13 También ocupa un lugar prominente
en la filosofía de Zenón de Citio y, aún más, en Crisipo: la polis
aparece gradualmente sustituida por el cosmos en el que convi-
ven los hombres y los dioses.14 Se trata de un ideal de polite…a
nuevo que Zenón15 concibe como una imagen en el pensamien-
to que apunta, por un lado, hacia una compensación por la pér-
dida de los vínculos en el interior del Estado considerado y, por
el otro, hacia el establecimiento de una comunidad entre todos
los seres humanos bajo una ley divina de la razón inmanente al
mundo y de validez universal.16
Es justamente en la vertiente de esta tradición estoica donde
se preservará este ideal cosmopolita. En efecto, en Cicerón, aun-
que la mayor de las veces en el contexto de referencias a otros
autores, aparece expresado ese ideal de diversas maneras. Así, al
lado del ideario estoico, se encuentran en él sentencias como la
de «Patria est, ubicumque est bene» al referirse a la pretendida
284
confesión de Sócrates quien ante el exilio se definiera a sí mismo
como mundanus, declaración que, a su vez, sirve de prueba para
la afirmación de que la felicidad no puede estar vinculada a una
civitas concreta y a la vida que se desarrolla dentro de ella.17 Quizá
sea en este horizonte que se pueda comprender la caracterización
que Marco Aurelio hace del hombre como pol…thj pÒlewj tÁj
¢nwt£thj, Âj aƒ loipaˆ pÒleij Ósper o„k…ai e„s…n (ciudadano de
la ciudad suprema, de la cual el resto de las ciudades no son, por
así decirlo, sino casas)18 considerando así al kÒsmoj como la pÒlij
común a todos los seres humanos:19 pÒlij kaˆ patr…j æj m—n
’Antwn…nJ moi ¹ ‘Rèmh, æj d— ¢nqrèpJ Ð kÒsmoj (ciudad y patria
es para mí, como Antoninus, Roma, pero para mí como ser hu-
mano es el cosmos).20
Con el inicio de la época moderna el cosmopolitismo adquie-
re una especial significación en el marco de la tendencia hacia la
constitución de Estados nacionales independientes.21 Fue así jus-
tamente en el ámbito de la tradición humanista que se conside-
raban las fronteras nacionales como carentes de importancia e
incluso perturbadoras, especialmente cuando los vínculos con la
propia nación de proveniencia se encontraban destruidos. Así,
por ejemplo, el exiliado Dante señalará que para él su patria era
el mundo.22 No obstante, esta suerte de «cosmopolitismo inte-
lectual» continuará siendo una excepción. Será más bien en la
época de la Aufklärung cuando la traducción directa de la expre-
sión griega kosmopol…thj se asentará tanto en Francia (cosmo-
polite) como en Alemania (Weltbürger) para convertirse en un
concepto programático de la Ilustración.23 Es así que el cosmo-
politismo comienza a desarrollarse gradualmente en conexión
con conceptos como los de «tolerancia» —especialmente con res-
pecto a pueblos y culturas ajenos— «humanidad» y el de una
285
«paz perpetua» que abarque a la totalidad de los Estados sobre
la tierra, una idea que ha ocupado al pensamiento moderno des-
de Émeric Crucé24 hasta Immanuel Kant25 y Friedrich von Gentz.26
También en Inglaterra puede encontrarse este concepto ya en
1709 en Shaftesbury quien pondera la dificultad y, a la vez la
necesidad, de aquella tarea de la filosofía moral que consiste en
considerar al hombre como «Citizen or commoner of the world»
independientemente de un vínculo estatal, nacional específico.27
La Encyclopédie, a su vez, considera cosmopolitain ou cosmopo-
lite de la siguiente manera: «Se emplea algunas veces este nom-
bre placentero para significar un hombre que no tiene un punto
fijo de residencia o bien un hombre que no es extranjero en nin-
guna parte (On se sert quelquefois de ce nom en plaisantant, pour
signifier un homme qui n'a point de demeure fixe, ou bien un hom-
me qui n'est étranger nulle pari)».28 Es en un sentido análogo que
Voltaire explica el problema de la relación entre el amor a la
propia patria y el cosmopolitismo: «Es triste que con frecuencia
para ser buen patriota se sea enemigo del resto de los hombres
(Il est triste que souvent, pour être bon patriote on soit l'ennemi du
reste des hommes)», para señalar posteriormente: «Aquel que
quisiera que su patria no fuera jamás ni más grande, ni más
pequeña, ni más rica, ni más pobre, sería el ciudadano del uni-
verso (Celui qui voudrait que sa patrie ne fût jamais ni plus gran-
de, ni plus petite, ni plus riche, ni plus pauvre, serait le citoyen de
l'univers)».29
Es preciso, sin embargo, intentar ofrecer ahora una caracte-
rización más sistemática que histórica del cosmopolitismo de la
época moderna y de las diversas variantes que éste ha podido
asumir. Se trata de una tarea ciertamente difícil porque, como ha
sido ya subrayado por los autores que se ocupan de este tema,
mientras existe una multitud de estudios sobre la historia del
nacionalismo, el estudio del cosmopolitismo en cambio ha sido
286
poco explorado.30 Siguiendo algunas ideas sugeridas tanto por
Pauline Kleingeld como por Georg Cavallar, aunque sin coincidir
totalmente con ninguno de los dos, distinguiré tres formas bási-
cas de cosmopolitismo en lo que se refiere a su contenido:31 En
primer lugar, es posible hablar de un cosmopolitismo comercial
o, en un sentido más amplio, económico, caracterizado por la
idea de que el mercado económico debe convertirse en una única
esfera cosmopolita, global, de libre comercio, idea que se encuen-
tra ya presente en forma clara en Adam Smith al igual que en
otros exponentes de la Scottish Enlightenment (i).32 En segundo
lugar, puede distinguirse también un cosmopolitismo moral que
insiste en considerar a todos los seres humanos como miembros
de una única comunidad moral de carácter cosmopolita, el cual
subraya que los seres humanos tienen obligaciones ante cualquier
otro ser humano independientemente de su nacionalidad, len-
guaje, religión o costumbres (ii). Finalmente, en tercer lugar, puede
hablarse de un cosmopolitismo jurídico-político (iii) que aparece
o bien en la variante de un cosmopolitismo federativo internacio-
nal (iii.a), o bien bajo la figura de un cosmopolitismo de la ley
cosmopolita (iii.b). El primero de ellos añade al cosmopolitismo
moral una propuesta política a favor del establecimiento de una
federación de Estados o de un orden jurídico-político global que
puede asumir la forma de un Estado mundial, argumentando
para ello de modo contractualista y cuyos lineamientos aparecen
formulados en forma explícita por Christian Wolff. El segundo
se orienta al establecimiento de una ley cosmopolita que, a dife-
rencia de la ley internacional que regula solamente las relaciones
entre los diversos Estados, se propone regular la interacción en-
tre Estados e individuos pertenecientes a Estados ajenos, inter-
30. Véase a este respecto, por ejemplo, Kleingeld, 1999: 505. Kleingeld
cita como excepciones las siguientes obras: Thomas J. Schlereth: The Cos-
mopolitan Ideal in Enlightenment Thought: Its Form and Function in the Ideas
of Franklin, Hume, and Voltaire, 1694-1790 (Notre Dame, 1977), Albert Ma-
thiez: La révolution et les étrangers: Cosmopolitisme et défense nationale (Pa-
rís, 1918) y Karen O'Brien: Narratives of Enlightenment: Cosmopolitan His-
tory from Voltaire to Gibbon (Cambridge, 1997).
31. Véase a este respecto: Cavallar, 2005. Se trata, desde luego, de una dis-
tinción no cronológica, sino metodológica que es conciente, además, de que
ninguna de estas tres formas aparece en forma pura y en un solo autor, sino
que cada una de se entrelaza con las otras en formas más o menos complejas.
32. Véase Kleingeld, 1999: 509 y 513 y Cavallar, 2005: 51.
287
acción que no se encuentra regulada en modo alguno por los
tratados y convenios legítimos entre aquellos Estados.33 Pasaré
ahora a referirme brevemente a cada una de estas tres variantes
deteniéndome especialmente en las dos últimas.
288
(ii) El cosmopolitismo moral, como ya lo he señalado, se en-
cuentra animado por la idea de que todos los seres humanos
pertenecen a una única comunidad moral de carácter cosmopo-
lita teniendo por ello deberes morales con respecto a todo otro
ser humano independientemente de su nacionalidad, religión o
adscripción étnica. Así comprendido, las raíces de esta variante
del cosmopolitismo se remontan al cinismo antiguo y, sobre todo,
a los estoicos, quienes lo desarrollaron y articularon en una doc-
trina de acuerdo a la cual todos los seres humanos merecen res-
peto y reconocimiento moral porque comparten con nosotros
una capacidad moral y una racionalidad comunes. Es así que se
puede entender el señalamiento de Plutarco, en el sentido de que
todos los seres humanos deben ser considerados como «conciu-
dadanos y vecinos» independientemente de sus vínculos nacio-
nales, étnicos o religiosos. Esta ciudadanía, sin embargo, como
bien lo ha visto Kleinngeld, Kleingeld, no puede ser considerada
en un sentido político —o lo sería solamente en un sentido meta-
fórico— sino más bien moral, porque no se encuentra en los es-
toicos todavía una reflexión sobre un orden político propiamente
cosmopolita. En el ámbito específicamente alemán podría pen-
sarse sin duda en Christoph Martin Wieland, uno de los intelec-
tuales alemanes más influyentes del siglo XVIII y uno de los prin-
cipales exponentes de la Aufklärung alemana. En Das Geheimniß
des Kosmopoliten-Ordens (1788) Wieland expresa su idea de que
los cosmopolitas se afanan por promover el bienestar de todos
los seres humanos sin excepción, pudiendo ser vistos por ello
como «ciudadanos del mundo» que consideran a todos los pue-
blos de la tierra como ramas de una y la misma familia, y al
universo entero como un Estado del que ellos son ciudadanos.
No es claro, sin embargo, en la reflexión de Wieland —y es aquí
que se plantea la distinción entre un cosmopolitismo moral y
uno de corte propiamente político— cómo esta exigencia moral
debe articularse con una propuesta de reforma de las institucio-
nes políticas existentes, por lo que las obligaciones planteadas a
los cosmopolitas se restringen así exclusivamente al ámbito mo-
ral. Una variante análoga de este cosmopolitismo moral se en-
cuentra por supuesto en el señalamiento de Kant en el sentido
de que todos los eres humanos son considerados como ciudada-
nos de una comunidad moral, como «Staatsbürger einer übersin-
nlichen Welt (ciudadanos de un mundo suprasensible)» (Frieden,
289
AA VIII 350 n). No obstante, como habremos de verlo más ade-
lante, Kant habrá de articular y complementar este cosmopoli-
tismo moral con un cosmopolitismo de corte jurídico-político.
(iii) El cosmopolitismo jurídico-político agrega a la dimen-
sión moral anteriormente señalada en la primera variante del
cosmopolitismo, una dimensión jurídica y/o política que tiene
que ver con la institucionalización política (a través de la pro-
puesta de una federación de Estados) o jurídica (en el ámbito del
Derecho, más específicamente, como lo veremos más adelante,
de un Derecho cosmopolita). En relación a la primera posibili-
dad, habría que señalar que la propuesta de una federación de
Estados puede encontrarse ya en forma más o menos clara en la
obra del Abbé de Saint Pierre Projet pour rendre la paix perpétue-
lle en Europe (1713-1716). No obstante, mientras que este pro-
yecto se encuentra circunscrito solamente a Europa, las propues-
tas verdaderamente cosmopolitas incorporan una perspectiva
global, no restringida sólo a este continente. Ciertamente que
propuestas como la de Kant parecen atribuir a Europa un papel
especial como punto de condensación y articulación del orden
político cosmopolita; sin embargo, es claro a la vez que la re-
flexión kantiana posee desde su inicio y de modo constitutivo
una dimensión mundial. Como bien lo ha visto Kleingeld, el cos-
mopolitismo federativo internacional admite versiones débiles o
fuertes.36 En su visión débil apuesta sólo por la formación de
una liga o federación de Estados sin un poder coercitivo —y la
de Kant pertenece a esta modalidad; por el contrario, en su for-
ma fuerte, esta variante del cosmopolitismo apunta al estableci-
miento de una liga o federación con autoridad suficiente como
para hacer cumplir la ley federal interestatal —ésta es la visión,
por ejemplo, de Fichte—37 o bien al ideal romántico de una repú-
blica de repúblicas mundial de carácter democrático en la forma
en que aparece expresado por Friedrich Schlegel.38 Llama la aten-
ción que ambas variantes parecen suponer la continuidad de la
existencia de una pluralidad de Estados independientes, y no
deja de ser interesante cómo diversos autores se posicionan en el
290
interior del amplio espectro que abarca desde las posiciones dé-
biles hasta las más fuertes. Kant, por ejemplo, como ha sido vis-
to ya por muchos estudiosos, parece haber comenzado con la
defensa de una posición fuerte que se fue modificando hasta
conducirlo a una posición débil.39 Así, por ejemplo, en su Idee zu
einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784)
se expresa a favor de una «situación cosmopolita (ein allgemei-
ner weltbürgerlicher Zustand)» (Idee, AA VIII 28) que se daría si
los Estados ya constituidos pudieran formar un «gran cuerpo
estatal futuro (einem künftigen großen Staatskörper)» (Ibíd.), una
federación de pueblos (Völkerbund), en la que incluso «el Estado
más pequeño pudiera esperar su seguridad y sus derechos no de
su propio poder o de su propio enjuiciamiento jurídico, sino so-
lamente de esta gran federación de pueblos, de un poder unido y
de decisiones en concordancia con las leyes de la voluntad unifi-
cada» (Idee, AA VIII 24).40 Posteriormente, en Zum ewigen Frie-
den (1795) al igual que en la Metaphysik der Sitten (1797), Kant
continuará sosteniendo que los Estados particulares deberán so-
meterse a leyes comunes uniéndose a una liga o federación de
Estados que promueva la paz; sin embargo, y ello expresa un
giro importante de relevancia tanto para la exégesis kantiana
como para los debates actuales en torno al cosmopolitismo, no
sostendrá más la idea de que una federación semejante deberá
tener un poder coercitivo para hacer obedecer esas leyes comu-
nes. En lugar de ello manifiesta su convicción de que los Estados
particulares que integran la federación propuesta deberán se-
guir conservando por entero su independencia y soberanía, de
modo que el cumplimiento de las leyes comunes de la federa-
ción aparece tan sólo como un acto de buena voluntad y dispo-
sición de cada Estado.41 Es en este sentido que rechaza el estable-
291
cimiento de una suerte de «Estado de Estados» como una enti-
dad conceptualmente incoherente, pues muchos Estados dentro
de un único Estado formarían sólo un Estado aboliéndose cada
Estado, por así decirlo, a sí mismo en el momento mismo de su
unión con otros en un Estado superior. Esta argumentación ha
sido, sin embargo, criticada de inconsistencia, pues no conside-
ra la posibilidad de que el Estado transfiera solamente una parte
de su soberanía al nivel federal —a saber, aquella parte referida a
sus relaciones con otros Estados— manteniendo al mismo tiem-
po su soberanía con respecto a los asuntos internos. Quizá sean
todos estos problemas los que expliquen por qué Kant muestra
menos optimismo en torno a la posibilidad de una realización
completa de la paz (cfr. Frieden, AA VIII 354-356 y 367). Sobre
este problema habremos de volver más tarde.
292
o intelectual, comercial o cultural, política o económica— y se
aplica a viajeros, emigrantes e inmigrantes. El contenido de este
Derecho cosmopolita no es otro que la «hospitalidad universal
(allgemeine Hospitalität)» (Frieden, AA VIII 357) que Kant define
negativamente como «el derecho de un extraño a no ser tratado
con hostilidad por causa de su llegada al suelo de otro (das Recht
eines Fremdlings, seiner Ankunft auf dem Boden eines andern wegen
von diesem nicht feindselig behandelt zu werden)» (Frieden, AA
VIII 358), punto sobre el que habremos de volver en el siguiente
apartado.
Importa destacar el modo en que las dos variantes del cos-
mopolitismo jurídico-político mencionadas anteriormente se ins-
criben en el interior de dos tradiciones y formas de argumenta-
ción que han sido fundamentales en los inicios de la época mo-
derna, a saber: por un lado, la tradición del Derecho Natural;
por el otro, la vertiente trazada por el contractualismo. Habré de
detenerme un momento en ellas antes de concluir este apartado.
El cosmopolitismo jurídico-político que se inscribe en la tra-
dición del Derecho Natural se remonta a su vez a fuentes tanto
antiguas como medievales y se halla animado por la convicción
de que las normas establecidas por el Derecho Natural tienen
un ámbito de aplicación cosmopolita, global, es decir, que se
extiende a todos los seres humanos por igual. Es en este sentido
que aparece esta variante del cosmopolitismo en la obra de pen-
sadores como Francisco de Vitoria, Alberico Gentili y Hugo Gro-
tius y se prolonga y transforma en el curso de los inicios de la
Europa moderna en un cosmopolitismo de los Derechos Huma-
nos y/o en un cosmopolitismo jurídico.42 El caso de Francisco de
Vitoria es especialmente importante, pues, al haber extendido el
Derecho Natural también a los «bárbaros» en el Nuevo Mundo,
enlazó de una forma peculiar el cosmopolitismo moral con un
cosmopolitismo jurídico. Es en este sentido que en su lección
De Indis Recenter Inventis (1539) se formula de modo claro la
tesis de que los pueblos originarios de América poseían ya antes
de la conquista una dominación en sentido político y de carác-
ter legítimo por lo que no podían ser tratados como esclavos
naturales en el sentido de Aristóteles. Quizá más importante aún
en el contexto de la presente argumentación a favor de un cos-
293
mopolitismo basado en la teoría del Derecho Natural es el modo
en que comprende el concepto de Derecho Internacional (ius
gentium). En efecto, para Francisco de Vitoria éste debe ser ana-
lizado en una doble perspectiva: si se considera su contenido,
este Derecho internacional aparece muy cercano al Derecho
Natural; al mismo tiempo, si se atiende a sus fuentes, se encuen-
tra más próximo al Derecho Positivo, y ello porque el Derecho
Internacional al igual que el Derecho positivo se fundamentan
sobre un pacto (pactum), sobre un consenso (consensus). La pro-
piedad común originaria (dominium omnium) ha sido dada así
mediante el «consenso virtual de todo el mundo (virtuali con-
sensu totius orbis)».43 El Derecho Internacional no-escrito, no-
codificado, es así vinculante porque su violación contradiría
a este consenso común originario y el Derecho que de él se deri-
va. Este consenso virtual de los hombres funge así como una
suerte de legislador legítimo:
294
co un fundamento que contiene ya en germen los elementos
metódicos y de contenido del cosmopolitismo kantiano.45 Wolff
desarrolló los fundamentos de la teoría de una civitas maxima
y de una concepción jerárquica del Derecho Internacional en los
primeros veintitrés parágrafos de su obra Jus gentium y en los §§
1088-1090 de las Institutiones. La filosofía del Derecho de Wolff
en general comprende dos líneas de argumentación, a saber:
por un lado, desarrolla por medio de los conceptos de ficción,
de persona moral ficticia, de consenso presunto ficticio y del
contrato como un cuasi-contrato, un Derecho racional contrac-
tualista; por otra parte, sin embargo, enlaza los contenidos nor-
mativos de esta teoría contractual obtenida de manera inde-
pendiente a presuposiciones ontológicas y recargadas de una
teleología de la naturaleza. Su idea del cuasi-contrato —cen-
tral, como veremos, en su argumentación— la desarrolla a par-
tir de una figura proveniente del Derecho Romano en una pri-
mera instancia en el ámbito del Derecho social del Derecho
Privado en el que, explica Wolff, se presupone el consenso de
los otros en un quasi pactum que tiene que ser presupuesto
aunque no haya tenido lugar fácticamente. También en el quasi
contractus que el propio Wolff designa como un pacto ficticio
(conventio ficta) se hace explícita tan sólo la concordancia de
uno de los participantes en el contrato, mientras que la del otro
solamente se asume. Es así que Wolff distingue tres posibili-
dades distintas para pensar el consenso: a) un consenso que
tenga lugar efectivamente (consensus expressus), b) un consen-
so que se basa en un acuerdo mudo (consensus tacitus) y, final-
mente, c) un consenso que puede ser sólo presupuesto (con-
sensus praesumptus). Así, mientras que el consenso expreso y el
consenso tácito son acuerdos que tienen lugar fácticamente,
el consenso presunto (consensus praesumptus) es solamente po-
sible. No obstante, él es, sin embargo, legítimo porque se asu-
me en el interés racional de las partes representadas. Del mis-
mo modo en que lo hace el contrato realmente existente, este
45. Esta es la tesis de Cheneval en: Cheneval, 2002: 132. La civitas maxim
gentium de Wolff es una suerte de primera formulación de la idea de razón
kantiana de la civitas gentium (cfr. Frieden, AA VIII 357) y de la comunidad
jurídica humana a escala global. En este punto basta recordar el señalamiento
de Ernst Cassirer quien vio en Wolff al pensador que ofreció por vez primera
una fundamentación de los Derechos humanos (cfr. Cassirer, 1916: 314).
295
cuasi-contrato (quasi contractus) conduce a un deber perfecto
y constituye derechos y obligaciones recíprocas para las partes
contratantes (cfr. Wolff, Jus gentium: V § 505). En virtud de su
carácter hipotético, la validez de este tipo de contrato se basa
no sobre una expresión real y efectiva de la voluntad de las
partes, sino más bien sobre condiciones conforme a la razón.
Este cuasi-contrato aparece, pues, en un lugar central tanto en
el Derecho Social, como en el Derecho Estatal al igual que en el
Derecho Internacional como la idea normativa que le da senti-
do. Será justamente mediante la aplicación de la figura del con-
trato ficticio y de un consenso presunto que Wolff fundamente
una comunidad jurídica global. Así, en contra de Hobbes, Wolff
destaca la idea de una societas magna humana generis y de una
comunidad originaria (cfr. Wolff, 1749: § 74). Los hombres tie-
nen el deber de perfeccionarse y este perfeccionamiento sólo
puede realizarse, según Wolff, en comunidad con otros hom-
bres, con el género humano. Es por ello que el deber de perfec-
cionamiento lleva a la idea de una comunidad del género hu-
mano en la que la existencia de los Estados particulares real-
mente existentes sea superada. Sólo en la societas magna del
género humano pueden perfeccionarse los hombres. Aún más:
sólo insertándose en una comunidad del género humano así
entendida es que los seres humanos individuales podrán asu-
mir y hacer valer realmente sus Derechos. La societas magna es
así, pues, la presuposición y la piedra de toque de todo contra-
to y es por ello que los Derechos que a ella son propios no pue-
den ser suprimidos sino solamente ampliados o complementa-
dos con otros.
Wolff trabaja así con la idea de un contrato ficticio (quasi
contractus) que se basa sobre un presunto consenso (consensus
praesumptus) que, como lo hemos señalado, no tiene lugar en
modo alguno de manera fáctica, pero que es no solamente posi-
ble sino también racional y en concordancia con las normas del
Derecho Natural. Este cuasi-contrato sirve también para la fun-
damentación de la idea de una civitas maxima, de una comuni-
dad ya no de individuos sino de Estados, entendida no en la for-
ma de un Estado mundial, sino de un commonwealth, de una
República de Estados en cuya Asamblea los representantes de
cada uno de los Estados particulares miembros, según el princi-
pio de mayoría y considerando las normas del Derecho Natural,
296
promulgan leyes coercitivas.46 Son justamente esta obligación
para participar en esta cooperación global al igual que el prima-
do de la magna comunitas y del Derecho Internacional interpre-
tado en el marco del Derecho Natural los que conducen a Wolff a
adoptar una perspectiva en su filosofía política y del Derecho
situada más allá del Estado particular y orientada en una direc-
ción cosmopolita. La fundación de esta civitas maxima aparece
así como una tarea política. Es en este sentido que los estudiosos
de la obra de Wolff han llegado a ver una gran cercanía entre las
ideas de este autor y las que más tarde defenderá Kant.47
46. Es así que lo interpreta Cheneval en: Cheneval, 2002: 135. Cheneval le
atribuye a Wolff una importancia tal que llega a ver en él, a pesar de las
deficiencias en su argumentación (por ejemplo, sus presupuestos ontológi-
cos y teleológicos, su preferencia por las «zivilisierte Nationen» que eran no
otras que las de Europa central, etc.), la primera tentativa de «fundamenta-
ción de una comunidad jurídica constituida de acuerdo a los Derechos Hu-
manos y de una democracia global» (Cheneval, 2002: 206).
47. Cfr., por ejemplo: Brandt, 1995: 133 y ss., Höffe, 2001: 238-263, Che-
neval, 2002 y Cavallar, 2005. Cavallar recuerda en este sentido también el
modo en que el propio Kelsen pondera la hipótesis de Wollf de una civitas
maxima, considerando a ésta como primado del orden jurídico internacio-
nal (cfr. Kelsen, 1920: 249 en: Cavallar, 2005: 61).
48. Cfr., por ejemplo: Höffe, 1995 y Cheneval, 2002: 403.
297
aunque, sin embargo, bosqueja a la vez el núcleo de un cosmo-
politismo fundamentado tanto en la filosofía de la historia como
en la filosofía del Derecho. En Über den Gemeinspruch profundi-
zará los aspectos filosófico-jurídicos de su cosmopolitismo y
bosquejará, además, la posibilidad de un enlace de la filosofía
del Derecho con juicios teleológicos sobre la historia y, posterior-
mente, en la vía de reflexión abierta en esta obra, se desarrollará
en Zum ewigen Frieden (1795) al igual que en Metaphysik der
Sitten (1797), Der Streit der Fakultäten (1798) y en la Anthropolo-
gie in pragmatischer Hinsicht (1798) los fundamentos definitivos
de su filosofía cosmopolita.49 Particularmente un opúsculo como
Über den Gemeinspruch reviste especial importancia en este con-
texto, pues en él se advierte en forma clara cómo Kant considera
y resuelve la distinción y tensión entre dos posibles alternativas
en la concepción del bien supremo —por una parte, como qui-
liasmo teológico de un reino de la virtud moral bajo Dios como
legislador divino y, por la otra, como un quiliasmo filosófico de
un mundo juridificado, sometido progresivamente al imperio
del Derecho— decidiéndose gradualmente en favor de ésta últi-
ma, es decir, en favor del Derecho que complementa y sustituye
a la moral y de la idea de su posible realización histórica me-
diante la acción de los hombres. La argumentación filosófico-
jurídica desarrollada dos años más tarde en los artículos preli-
minares y definitivos del Friedensschrift debe ser comprendida
en el marco de esta reflexión filosófico-histórica y política. De
este modo, el mandato —fundamentado en el ámbito del Dere-
cho racional— de una juridificación de las relaciones externas
tanto de los individuos como de los Estados, se enlaza con una
historia de la filosofía y con una comprensión filosófica tanto de
la estética como de la política que muestra a éstas como media-
doras entre los principios prácticos, el fin objetivo y las posibili-
dades históricas de su realización.
Como Cheneval lo ha subrayado con razón, si se pierde de
vista esta localización y este nexo indisoluble, las posiciones de
Kant en torno a la confederación de Estados devienen en el me-
jor de los casos incomprensibles y, en el peor, contradictorias.50
En efecto, la unidad entre la razón teórica y la razón práctica, los
298
problemas que se derivan de la complejidad de esta unidad como
los de la realización de la ley moral en el mundo de los sentidos,
el modo en que Kant intenta dar respuesta a este problema me-
diante el concepto del bien supremo, los problemas que derivan
de una comprensión de éste que parecen proyectarlo hacia un
más allá, lo condujeron a una transformación gradual de este
concepto del bien supremo que se advierte ya, por ejemplo, en la
identificación propuesta en la Kritik der Urteilskraft entre el bien
supremo y el fin final que debe ser alcanzado en este mundo. No
obstante, Kant parece sostener a la vez una concepción de un
creador moral del mundo y una prueba de Dios de carácter éti-
co-teológico para poder pensar una correspondencia entre la
moral, por un lado, y la naturaleza, por el otro.
En efecto, el concepto del bien supremo había sido introduci-
do por Kant para establecer una relación necesaria de la virtud
—comprendida como una convicción conforme a ley que resulta
del respeto por la ley— con la felicidad —entendida ésta como
aquel estado de un ser racional en el mundo a quien en la totali-
dad de su existencia todo se le desarrolla conforme a sus deseos y
su voluntad.51 Kant distingue, sin embargo, un bien supremo per-
sonal52 de uno universal,53 uno inmanente54 de otro trascendente.55
Dicho en términos breves, concebido de modo personal, el del
bien supremo se comprende como la correspondencia entre la
virtud individual y la felicidad individual; en forma universal, en
cambio, como el sistema de una existencia de la humanidad en su
conjunto bajo leyes de virtud y del Derecho y bajo la forma de la
correspondiente felicidad universal. Trascendente, a su vez, es la
idea del bien supremo cuando la esperanza de su realización se
refiere y proyecta a un bien supremo original (Dios) y a una vida
51. Es así que se señala en el Apartado V. Das Dasein Gottes, als ein Postulat
der reinen praktischen Vernunft de la Dialéctica de la Crítica de la Razón Prácti-
ca: «Felicidad es el estado de un ser racional en el mundo, a quien le resulta
todo según su deseo y voluntad en la totalidad de su existencia (Glückseligkeit
ist der Zustand eines vernünftigen Wesens in der Welt, dem es im Ganzen seiner
Existenz alles nach Wunsch und Willen geht, und beruht also auf der Übereinstim-
mung der Natur zu seinem ganzen Zwecke, imgleichen zum wesentlichen Bes-
timmungsgrunde seines Willens) (KpV, AA V 124).
52. Cfr. KpV AA V 110.
53. Cfr. KU, AA V §88, 453 y Religion, AA VI, 97.
54. Cfr. Gemeinspruch, AA VIII, 279.
55. Cfr. KpV, AA V 123.
299
más allá y, finalmente, inmanente, si ese bien supremo se consi-
dera como un ideal histórico de un estado futuro de la humani-
dad. La reflexión desarrollada por Kant conducirá a una concep-
ción universal e inmanente del bien supremo que, sin embargo,
en razón de los problemas que plantea la realizabilidad de dicho
bien, termina por reducirse desde un concepto universal e inma-
nente del bien supremo entendido como la existencia de la hu-
manidad bajo leyes de la virtud, a una comprensión del mismo
también universal e inmanente en la forma de existencia de la
humanidad bajo leyes del Derecho. Es aquí que se delinea justa-
mente la vertiente cosmopolita en la filosofía kantiana.
La comprensión universal del bien supremo transforma así
aquella concepción de éste que lo entiende como concordancia
de la virtud individual con una felicidad comprendida también
de forma individual, para subrayar más bien, en cambio, en pri-
mer lugar, la promoción de la felicidad de los otros; en segundo
lugar, la realización de ésta como un deber y, finalmente, en ter-
cer lugar, la comprensión de ello como el fin final objetivo de la
acción humana. Cabe señalar en este sentido que todavía en las
Reflexiones de finales de los años setenta, Kant parece estar fuer-
temente influido por la teoría leibniziana del mundo moral, in-
teligible, como un Estado divino, identificando esta concepción
con el bien supremo.56 Es en este mismo sentido que en el Reli-
gionsschrift vincula la concepción del bien supremo como un
bien común con la idea del Reino de Dios. No obstante, como
entre otros Klaus Düsing lo ha mostrado, esta introducción del
Reino de Dios y su identificación con el bien supremo implican
a la vez un desplazamiento de este concepto desde el ámbito
meramente intelectual hacia la realización en el ámbito sensi-
ble.57 Es precisamente en razón de ello —y esto es especialmente
importante— que el Reino de Dios en el Religionsschrift no pue-
de ser identificado sin más con el Reino de los Fines que tiene un
carácter meramente intelectual, pues aquél adquiere, en razón
de su enlace entre la virtud y la felicidad, entre el plano mera-
mente intelectual y el sensible, un carácter inmanente: se trata
de un Reino de Dios sobre la tierra que incorpora así a la idea
misma del bien supremo una reflexión sobre el proceso históri-
300
co de realización que debe llevar a la humanidad en dirección a
él. Con ello la realización del bien supremo cesa de ser sólo un
deber para el individuo y se convierte en un deber para todo el
género humano:
301
tión de este modo la autonomía de la razón práctica, en los escri-
tos posteriores al Religionsschrift, Kant comienza a buscar los
fines últimos del uso de la razón no más en un mundo moral sin
más, no más en un Estado divino de carácter moral, sino más
bien en el marco de la historia o, mejor dicho, en un modo de
comprender la historia que corresponda a los fines de la razón
práctica y cuyo núcleo de sentido se localiza ahora no tanto en la
realización completa de la moral y la virtud sino, más bien, en
la realización política del Derecho en el ámbito de las relaciones
exteriores entre los individuos y los Estados.
De acuerdo a esto —y me parece que esto es de relevancia no
solamente para una adecuada comprensión del cosmopolitismo
en Kant en el período de la década de los años ochenta y noventa
sino, aún más, de la filosofía kantiana en general, en el curso de
ese período Kant emprendió una modificación significativa en la
intención que animaba al Canon de la Razón pura. Esta modifi-
cación lo condujo gradualmente a una concepción que transfor-
mó la propuesta de un fin cósmico-moral limitándola paulatina-
mente a un fin jurídico-cosmopolita. De esta manera, en lugar del
enlace cósmico entre la naturaleza y la moral que conducía a la
metafísica y a la filosofía de la religión, aparece ahora un enlace
cosmopolita de determinados aspectos de la naturaleza y de la
moral en el ámbito del Derecho. El mundo en el que se realizan y
adquieren un sentido tanto el conocimiento como la acción mo-
ral de los hombres es el mundo de todos los seres humanos enla-
zados jurídicamente en el marco del Derecho. Es en este sentido
que se abre el camino para una comprensión del hombre no in
sensu cosmico sino, más bien, in sensu cosmopolitico, lo cual su-
pone una transformación en la comprensión del bien supremo y
no se encuentra más anclada en las hipótesis de Dios y de la in-
mortalidad como aún se planteaba incluso en la Kritik der Urteil-
skraft (1790).58 Esta transformación y esta nueva comprensión
58. «Estamos a priori determinados por la razón a perseguir con todas nues-
tras fuerzas lo mejor del mundo, que consiste en el enlace del mayor bienestar
de los seres racionales del mundo, con la condición suprema del bien en el
mismo, es decir, en el enlace de la felicidad universal con la moralidad confor-
me a ley. En ese fin final, la posibilidad de una de las partes, a saber, de la
felicidad, está empíricamente condicionada, es decir, depende de la propiedad
de la naturaleza (de que concuerde o no con este fin), y es problemática desde
el punto de vista teórico, mientras que la otra parte, a saber, la moralidad, en
302
en el sentido anteriormente mencionado aparecen expuestas en
las obras de la segunda mitad de los años noventa: Zum Ewigen
Frieden (1795), Metaphysik der Sitten (1797) y Streit der Fakul-
täten (1798). En efecto, es en ellas donde se realiza una modifica-
ción del concepto del bien supremo en el marco de los esfuerzos
sistemáticos por enlazar la filosofía teórica y la práctica en un
concepto inmanente de la razón práctica, en virtud del cual se
opera un desplazamiento desde un punto de vista ético-teológico
que insiste en considerar al hombre como un ciudadano de un
Estado divino (punto de vista que aparece expuesto en la Kritik
der praktischen Vernunft al igual que en la Kritik der Urteilskraft y
en el Religionsschrift) hacia otro de carácter jurídico e histórico-
filosófico que ve al hombre más bien como ciudadano del mundo,
como ciudadano cosmopolita (y en este sentido puede decirse que
todavía en la Kritik der Urteilskraft y en el Religionsschrift59 se ad-
303
vierte una oscilación entre un punto de vista filosófico-religioso y
otro histórico-filosófico de carácter inmanente).60
No se trata, sin embargo, como lo han señalado correctamen-
te Höffe y también Cheneval,61 de un planteamiento nuevo, pues
tierra; al mismo tiempo, por otro lado, en el mismo Religionsschrift, Kant pa-
rece ofrecer una alternativa filosófica a la vertiente anterior, desarrollando los
lineamientos de una variante jurídica en su comprensión del bien supremo. El
bien supremo se concibe aquí como un bien posible a través de la libertad
humana, realizable progresivamente en la historia y en el marco no de una
moral que conduce a la religión sino, mejor, de una moral que se complemen-
ta con el Derecho que apunta a la juridificación en las relaciones entre los
individuos y los Estados, y que se propone elucidar las condiciones de emer-
gencia y posibilidad de una comunidad jurídica global y de su realización
política en la historia (cfr. Reath, 1988, Wittwer, 1995-1996 y Cheneval, 2002).
60. Como lo señala Cheneval con razón, todo ello conduce desde luego a la
necesidad de una revisión en las interpretaciones habituales en la literatura
secundaria sobre el concepto del bien supremo que habitualmente se concibe
en el marco establecido por el vínculo entre el cumplimiento individual del
deber, una comprensión de la felicidad en términos individualistas y una ético-
teología (cfr., por ejemplo: Silber, 1959). En efecto, parecen haber sido tres las
interpretaciones habituales del concepto del bien supremo: en primer lugar,
aquella que lo considera como un fardo superfluo que se mantiene ante todo
por razones de carácter teológico en la ética kantiana y que puede ser elimina-
do sin problema en la respuesta a la pregunta «¿Qué debo hacer?», misma que
puede —y, aún más, debe— responderse sin el recurso a ese presupuesto. El
bien supremo sería simplemente una idea de razón que Kant introdujo para
dar una respuesta a la pregunta «¿Qué me está permitido esperar?» pero de la
que puede prescindirse al responder a la interrogante «¿Qué debo hacer?»,
pues, de otro modo, la realización del bien supremo plantearía a los hombres
una exigencia excesiva que sólo podría ser satisfecha por Dios. Desde esta pers-
pectiva, a los seres humanos se les puede exigir solamente el seguimiento del
imperativo categórico, que por sí mismo no tiene por que ser referido necesa-
riamente a Dios (cfr. Beck, 1960: 242-245). En segundo lugar, aquella otra des-
arrollada a partir del trabajo de John Silber que insiste en considerar el con-
cepto del bien supremo como un concepto central en la ética kantiana y, en
general, en la arquitectónica de la razón en el enlace entre la filosofía teórica y
la práctica. En esta segunda vertiente interpretativa el bien supremo se consi-
dera como parte integral de la filosofía moral kantiana (cfr. Silber, 1959). Fi-
nalmente, una tercera línea mantiene la importancia central del concepto del
bien supremo en el sistema kantiano pero señala, al mismo tiempo, que esta
pieza conceptual socava la filosofía moral kantiana al introducir una inconsis-
tencia entre este concepto, por un lado, y el fundamento autónomo de deter-
minación de la moral, por el otro, convirtiendo así la autonomía en último
análisis en una heteronomía (cfr., por ejemplo, las objeciones clásicas de Scho-
penhauer y Cohen: Schopenhauer, 1818-1819: 621 y Cohen, 1910: 367).
61. Cfr. Höffe, 2001: 238-263.
304
ya en la primera Crítica habían sido delineadas ideas como la de
la relación paralela entre la república epistémica y la república
política que avanzaban en esta dirección.62 El punto central aquí
es, pues, como lo señala concisamente Cheneval, que «...para Kant
la historia —y el Derecho como su vehículo— es el medio en el
que puede y debe ser pensada la unidad de la filosofía teórica y la
práctica y es en la acción política que esa unidad puede y debe
ser producida» (Cheneval, 2002: 407). Es en este mismo sentido
que la expresión «cosmopolita (weltbürgerlich)» debe ser enten-
dida en el marco de un problema y de un objetivo específico de la
fundamentación de la filosofía en general, a saber: el de una es-
tructura jurídica racional y universal, el de una relación exterior
entre todos los hombres estructurada conforme a principios de
la razón práctica. Es por ello que, como lo señala nuevamente
Cheneval, en oposición a la expresión «ciudadano del Estado di-
vino (gottesstaatsbürgerlich)» que se refiere a un reino moral de
los fines o a una república universal de la virtud bajo la regencia
de Dios, «cosmopolita (weltbürgerlich)» se relaciona directamen-
te con un orden político y jurídico entre los hombres de acuerdo
a principios del Derecho, realizable solamente por medio de la
acción política de los seres humanos en este mundo como pro-
yecto de una realización progresiva de una comunidad jurídica a
través de la historia en donde «...naturaleza y libertad se unifican
en el género humano según principios jurídicos internos (Natur
und Freiheit, nach inneren Rechtsprincipien im Menschengesch-
lechte vereinigt)» (Streit, AA VII 88). Así entendido, el cosmopoli-
tismo desempeña una función sistemática central en la filosofía
de Kant, pues ofrece el anhelado nexo entre la filosofía teórica y
la filosofía práctica. Esta función no se realiza, sin embargo, bajo
la égida de la Dialéctica de la razón práctica, sino en el marco de
una argumentación que, por así decirlo, se despliega de modo
paralelo a la doctrina de los postulados y se basa sobre una trans-
formación del concepto del bien supremo. Esta argumentación
apunta entonces al esclarecimiento de las condiciones de realiza-
ción del fin último objetivo de la razón sin el recurso a la inmor-
talidad del alma ni a la existencia de Dios, sino apoyándose más
bien en la realización histórica en el mundo de una comunidad
jurídica entre los seres humanos que se realiza sólo mediante la
305
acción política de los hombres. «La meta de la filosofía cosmopo-
lita de Kant es más bien la concepción de la historia —basada
sobre un concepto inmanente, jurídico-político, del bien supre-
mo— como progreso en el Derecho con vista a la realización his-
tórica de una comunidad cosmopolita» (Cheneval, 2002: 410). El
bien supremo se convierte así en la obra tardía de Kant en el su-
premo bien político de la paz global mediante el Derecho y devie-
ne de este modo, por así decirlo, en el bien cosmopolita. Habre-
mos ahora de dirigir nuestra atención al modo en que se desarro-
lla esta propuesta cosmopolita en Zum ewigen Frieden.
63. Para esto y para lo que a continuación sigue, véase Höffe, 1995 y
Höffe, 2001.
306
una discusión libre y pública sobre «todas las máximas universa-
les de la conducción de la guerra y la construcción de la paz (frei
und öffentlich über die allgemeine Maximen der Kriegsführung und
Friedensstiftung reden lassen)» (Frieden, AA VIII 369), oponiendo
de este modo a la diplomacia secreta que en aquel tiempo preva-
lecía el principio de la publicidad para cuya realización plantea,
además, la libertad científica y de opinión.64
El espectro temático que comprenden los artículos prelimi-
nares y definitivos al igual que los dos agregados que componen
Zum ewigen Frieden es ciertamente amplio. En él se encuentran
tópicos relacionados con violaciones al Derecho que deben ser
suprimidas inmediata o mediatamente, con la defensa de la so-
beranía y el rechazo a la intromisión violenta de otros Estados
en la Constitución y Gobiernos de otros Estados («Ningún Es-
tado debe inmiscuirse violentamente en la Constitución y Go-
bierno de otro Estado (Kein Staat soll sich in die Verfassung und
Regierung eines andern Staats gewaltthätig einmischen), leemos en
el Artículo Preliminar 5 (Frieden, AA VIII 346). Los «Artículos
definitivos», por su parte, bosquejan los elementos fundamenta-
les de una teoría completa del Derecho Público en tres partes: el
Derecho Estatal (esto es, el que se ocupa de las relaciones de los
64. En este artículo secreto se ofrece, además, una discusión con una tesis
planteada por Platón en el Libro V de la República (cfr. Platón, República 473 c-
d) donde se señala que «...si o bien los filósofos no se convierten en reyes en los
Estados o bien los que ahora son así llamados reyes o detentadores del poder
no se ocupan sincera y profundamente con la filosofía, no habrá ningún fin en
las desgracias para los Estados», es decir, que el poder político y la filosofía
deben coincidir. Kant, por su parte —y con ello delineará el modo de compren-
der adecuadamente las relaciones entre el filósofo y los poderes públicos—
señalará que el filósofo debe renunciar a todo poder público ya que la posesión
de éste echa a perder irremediablemente la tarea y la competencia del propio
filósofo ([...] der Besitz der Gewalt das freie Urtheil der Vernunft unvermeidlich
verdirbt, señala en Frieden, AA VIII 369). El filósofo, pues, no posee derechos
privilegiados que lo coloquen por encima del resto de los ciudadanos, sino que
es uno más entre éstos, aunque dotado de una competencia desarrollada que,
por lo demás, posee en común con todos los seres humanos: «el juicio libre de
la razón (das freie Urtheil der Vernunft)» (Id.). No obstante, es claro que ello no
implica en modo alguno que el filósofo sería más competente que otros para
ofrecer un juicio político concreto en una situación determinada; esta capaci-
dad es la que debe distinguir más bien al político —o incluso al jurista (cfr.
«Segundo Agregado» en Id.). La tarea del filósofo se orienta más bien al escla-
recimiento de las condiciones de posibilidad de los principios morales, jurídi-
cos y políticos que se hallan a la base de toda comunidad humana.
307
individuos y grupos entre sí y que aparece tratado en el «Primer
Artículo Definitivo»), el Derecho Internacional (es decir, aquel
que se refiere a las relaciones de los Estados entre sí y que se
tematiza en el «Segundo Artículo Definitivo») y, finalmente, el
Derecho Cosmopolita (entendido como aquel que trata de las
relaciones entre individuos y grupos con Estados extranjeros,
tratado por Kant en el «Tercer Artículo Definitivo»), y ofrecen
algo así como el núcleo duro de la teoría de la paz de Kant y las
condiciones morales y jurídicas a priori que ésta supone. El pri-
mer agregado se propone ofrecer una suerte de ampliación de la
concepción de la paz ya ofrecida, enlazándola con una filosofía
de la naturaleza de corte teleológico que incorpora propuestas
que habían sido ya parcialmente desarrolladas tanto en Idee zu
einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784)
como en la Kritik der Urteilskraft (1790). Se trata ahora del bos-
quejo de una historia del género humano determinada, por un
lado, por la naturaleza y, por el otro, por la consecución de la paz
considerada como un fin final. El segundo agregado, el Gehei-
mer Artikel zum ewigen Frieden, a su vez, se ocupa, como ya se ha
señalado anteriormente, de la relación entre la filosofía y el po-
der político, mientras que las dos partes del anexo discuten las
relaciones entre moral y política en el marco de una reflexión
sobre las relaciones entre la teoría y la práctica.
Dentro de este vasto espectro temático habremos de concen-
trarnos solamente en tres problemas que aparecen tratados sobre
todo en los tres artículos definitivos ya mencionados, a saber: 1) el
modo en que Kant vincula la idea de la paz con una innovación
política planteada especialmente por la Revolución Francesa de
1789, a saber, la de la constitución republicana (y es en este senti-
do que me dirigiré al Primer Artículo Definitivo); 2) la propuesta
cosmopolita de un orden mundial capaz de garantizar la paz a
escala global (y es aquí que trataré el Segundo Artículo Definitivo
al que, en razón del ámbito temático en el que se mueve este tra-
bajo, habré de dedicar un mayor espacio) y, finalmente, 3) los
lineamientos generales del «Derecho Cosmopolita» tal y como Kant
los analiza en el Tercer Artículo Definitivo, en el que me detendré
también un poco más detalladamente.65
65. Para lo que a continuación sigue, véase: Höffe, 1995 y 2001, Gerhardt,
1995, Lutz-Bachmann / Bohman, 1996, Kersting, 2001y Lutz-Bachmann, 2002.
308
1) La exigencia de una constitución republicana se explica
para Kant por dos razones, a saber: en primer lugar, por razones
que se comprenden en el ámbito del Derecho Estatal en la medi-
da en que una constitución de esta clase es la única forma de
organización política que concuerda con el derecho innato a la
libertad de los seres humanos; en segundo lugar, por razones
derivadas del Derecho Internacional en la medida en que una
república favorece el establecimiento de un orden jurídico inter-
nacional.
Kant caracteriza una constitución republicana, en primer
lugar, «según los principios de la libertad de los miembros de
una sociedad (como seres humanos); en segundo lugar, según
principios de la dependencia de todos con respecto a una única
legislación común (como súbditos) y, en tercer lugar [...] de acuer-
do a la ley de la igualdad de los mismos (como ciudadanos [Staats-
bürger])» (Frieden, AA VIII 349-350). La constitución republica-
na es, de acuerdo a Kant, «la única que surge de la idea del con-
trato originario sobre la cual tiene que estar fundada toda
legislación jurídica de un pueblo (aus der Idee des ursprünglichen
Vertrags, audaus der alle rechtliche Gestzgebung eines Volks gegrün-
det sein muß)» (ídem, 350). Este argumento de Kant remite in-
dudablemente a un concepto de legitimación localizado en la tra-
dición del contractualismo de Rousseau. En efecto, es en la re-
pública de Rousseau donde Kant localiza el «ideal del Derecho
Estatal (Ideal des Staatsrechts)» (Rx 6593, AA XIV). De este modo,
la única vía para superar el estado de naturaleza es por medio de
un estado jurídico que se encuentre a la vez en concordancia con
el derecho innato de los seres humanos a la libertad reside, para
Kant, en la asociación de los hombres bajo una voluntad legisla-
dora universal a cuyas leyes se encuentren sometidos todos por
igual y de las cuales ellos mismos puedan ser considerados a la
vez como autores. Una asociación contractual semejante consti-
tuye, pues, el modelo de una dominación legítima conforme al
Derecho racional y esta estructura normativa interna de esa aso-
ciación contractual contiene a su vez el núcleo normativo de una
constitución republicana. Es así que los principios constitucio-
nales republicanos de la libertad e igualdad jurídicas a los que
nos referimos anteriormente se interpretan con más precisión
en el interior de la concepción contractualista de una voluntad
legisladora universal. La libertad del hombre —o, mejor aún, del
309
ciudadano— en un Estado republicano consiste así en el dere-
cho de estar sometido sólo a leyes que sean susceptibles de un
reconocimiento universal o, como Kant mismo lo expresa: «[...]
mi libertad exterior (jurídica) [...] es el derecho de no obedecer a
ninguna otra ley exterior más que a aquella a la que he dado mi
consentimiento (meine äußere (rechtliche) Freiheit [...] ist die Be-
fugniß, keinen äußeren Gesetzen zu gehorchen, als zu denen ich
meine Beistimmung habe geben können)» (Frieden, AA VIII 350
nota). Análogamente, el principio de la igualdad jurídica se com-
prende como aquella relación de los ciudadanos entre sí por la
que nadie puede vincularse jurídicamente a ningún otro sin so-
meterse a la vez a la ley de poder ser también vinculado recípro-
camente del mismo modo (cfr. ídem). La libertad y la igualdad
jurídicas se comprenden así sólo en el marco de una asociación
entre los hombres —justamente la república— bajo leyes sus-
ceptibles de un reconocimiento universal y de las cuales ellos se
consideren a la vez como autores y como sometidos a ellas. Y es
precisamente esta estructura jurídica la que explicará, de acuer-
do a Kant, por qué la constitución republicana es «la única que
puede conducir a la paz perpetua» (ídem).
El argumento que Kant aduce para explicar la razón por la
que una constitución republicana es la única que puede condu-
cir a la paz perpetua es claro. En efecto, si, de acuerdo a la ca-
racterización de los principios de una constitución republicana
expuestos anteriormente, se exige el acuerdo de los ciudadanos
para decidir si se debe o no declarar o participar en una guerra,
parece entonces claro que dichos ciudadanos —que son quienes
en primer lugar habrían de padecer las penurias de una gue-
rra— serían por lo menos muy reticentes —cuando no abierta-
mente enemigos— de inmiscuirse en una empresa semejante (cfr.
ídem). Curiosamente este argumento no parece estar respalda-
do por convicciones pacifistas ni apelar tampoco a las conviccio-
nes morales o a un pretendido sentido de justicia y solidaridad
internacional de los ciudadanos de un Estado republicano. Se
apoya más bien sobre la racionalidad y el autointerés ilustrado
de los ciudadanos —y es en este mismo sentido que Kant señala-
rá que el «problema de la institución del Estado [es] soluciona-
ble incluso para un pueblo de demonios [...] solamente si tienen
entendimiento» (Frieden, AA VIII 366), pues incluso un «pueblo
de demonios» difícilmente iniciaría una guerra, ya que su enten-
310
dimiento indicaría a esos demonios que quienes padecerían las
penurias y privaciones, los costos y los excesos de la guerra se-
rían ellos mismos.66 Tal vez Kant siga en este punto ideas que
habían sido avanzadas ya anteriormente por Erasmo quien en
su Querela pacis (1571) había insistido en la necesidad de vincu-
lar el inicio o la participación en una guerra al consentimiento
por parte de los ciudadanos de los Estados implicados en ella.
En forma similar, Montesquieu había atribuido a la monarquía
un carácter bélico y a la república, en cambio, un carácter pací-
fico por razones análogas.67 Desde luego que en el caso de estas
propuestas —al igual que en el de la de Kant mismo— podrían
desarrollarse más las razones por las que una constitución repu-
blicana sería la única constitución que conduce a la paz perpe-
tua entre los Estados, recurriendo no solamente al autointerés
de los ciudadanos que convertiría en algo prácticamente imposi-
ble —pues ello iría en contra de su propio interés racional, de su
racionalidad— el que ellos dieran su consentimiento a una gue-
rra cuyas desgracias ellos serían los primeros en sufrir, y mos-
trar a la vez cómo otros principios y dispositivos de un Estado
republicano —en el sentido en que Kant lo entiende— podrían
desempeñar también un papel relevante en su explicación; pien-
so, por ejemplo, en el hecho de que una constitución republica-
na es aquella en la que también impera una cultura de la discu-
sión y el debate públicos, de argumentaciones apoyadas en razo-
nes que se presentan sin restricciones en el espacio público, en la
que se despliegan procesos sociales de aprendizaje que permiten
justamente eso: aprender de experiencias anteriores —especial-
mente de aquellas negativas como las de las guerras, etc.— todo
lo cual convertiría en los hechos en algo imposible el que los
ciudadanos de un Estado semejante desearan emprender o par-
ticipar en una guerra, haciendo así de la república una garantía
para una paz perpetua entre los Estados.68
66. Es importante señalar que Kant está pensando aquí solamente en gue-
rras de ataque y no en guerras de defensa.
67. Cfr. Montesquieu: De l’Esprit des Lois IX.
68. Cfr. Kersting, 1995: 98.
311
en el marco del Derecho. Esta paz positiva, a su vez, no es en
modo alguno el resultado de estrategias instrumentales perse-
guidas por los diversos Estados particulares, sino que expresa el
cumplimiento de una obligación a priori que todo ser humano
tiene con sus iguales y todo Estado tiene con todos los hombres,
con sus ciudadanos, pero también, al mismo tiempo, con los no
ciudadanos, con los extranjeros. La paz es, pues, y esto es central
en la comprensión de la propuesta de Kant, el resultado de la
juridificación de todos los ámbitos y de todas las relaciones po-
tencialmente conflictivas en los diversos vínculos que mantie-
nen los distintos Estados entre sí. La teoría kantiana de una paz
jurídica completa es, de este modo, el resultado de una reflexión
sobre aquellas condiciones que resultan necesarias para la exis-
tencia de relaciones jurídicas entre los Estados que pueden ser
fundamentadas de modo universal y necesario. Es así que su
reflexión recurre a una suerte de variante del argumento con-
tractualista extendido ahora al plano de la relación entre Esta-
dos en el ámbito internacional. Aún más, podría decirse incluso
que el establecimiento de la paz interna en el interior de un Esta-
do particular y el establecimiento de la paz entre los Estados
son, en último análisis, interdependientes y, de ese modo, todo
Estado particular se encuentra obligado a complementar el esta-
blecimiento y garantía internos de la paz con un esfuerzo para
contribuir al surgimiento de un estado de paz internacional, pues,
de otro modo, la asocialidad que ha sido acotada por el Derecho
en el interior de un Estado particular, podría reaparecer en la
acción de individuos o Estados en el plano internacional y poner
en riesgo la propia existencia de ese Estado particular. Es en este
sentido que ya en la Séptima Proposición de la Idee, Kant señala-
ba que «[...] El problema de la edificación de una constitución
civil perfecta depende del problema de una relación externa entre
los Estados conforme a ley y no puede ser resuelto sin este últi-
mo (Das Problem der Errichtung einer vollkommnen bürgerlichen
Verfassung ist von dem Problem eines gesetzmäßigen äußeren Staat-
enverhältnisses abhängig und kann ohne das letztere nicht aufge-
löset werden) y continuaba de la siguiente manera:
¿De qué sirve trabajar por una constitución civil entre los indivi-
duos, esto es, por la ordenación de un ser común (eines gemei-
nen Wesens)? La misma asocialidad (Ungeselligkeit) que habría
312
forzado a ello a los hombres es nuevamente la causa de que cada
ser común en relaciones exteriores, esto es, cada ser como un
Estado en relación a otros Estados (ein jedes gemeine Wesen in
äußerem Verhältnisse, d.i. als ein Staat in Beziehung auf Staaten),
se encuentre en una libertad sin compromisos (ungebunden) y,
por lo tanto, que quepa esperar los males que oprimían a los
hombres y que los obligó a entrar en un estado civil de acuerdo
con leyes [Idee, AA VIII 24].
313
MS-R, AA VI 312). El estado de naturaleza designa así un «esta-
do no-jurídico (nicht-rechtlicher Zustand)» (MS-R, AA VI 306),
un estado de «independencia de leyes externas (Unabhängigkeit
von äußern Gesetzen)» (Frieden, AA VIII 354). A diferencia del
«estado de naturaleza (Naturzustand)», el «estado jurídico (recht-
licher Zustand)» se caracteriza no sólo por la existencia de leyes,
sino más bien por el hecho tanto de que éstas poseen una validez
universal y necesaria como del deber que conlleva para los hom-
bres el colocarse bajo ellas. Es en este sentido que entrar en un
estado jurídico semejante se plantea con la exigencia de un im-
perativo:
«Tú debes entrar en este estado», como puede decirse del estado
jurídico que todos los seres humanos que puedan encontrarse
(también involuntariamente) en relaciones jurídicas entre sí,
deben entrar en este estado [Du sollst in diesen Zustand treten,
wie es wohl vom rechtlichen Zustande gesagt werden kann, daß
alle Menschen, die mit einander (auch unwillkürlich) in Rechts-
verhältnisse kommen können, in diesen Zustand treten sollen]
[MS-R, AA VI 306].
Todo Derecho depende de leyes. Pero una ley pública que de-
termina para todos lo que a ellos debe estar jurídicamente per-
mitido o no es el acto de una voluntad pública de la que parte
todo Derecho [...] Se denomina a esta ley fundamental que puede
surgir solamente de la voluntad universal (unida) del pueblo, el
contrato original originario [Alles Recht hängt nämlich von Geset-
zen ab. Ein öffentliches Gesetz aber, welches für Alle das, was
ihnen rechtlich erlaubt oder unerlaubt sein soll, bestimmt, ist der
Actus eines öffentlichen Willens, von dem alles Recht ausgeht [...]
Man nennt dieses Grundgesetz, das nur aus dem allgemeinen
314
(vereinigten) Volkswillen entspringen kann, den ursprünglichen
Vertrag] [Gemeinspruch, AA VIII 294-295].69
69. Sobre esta idea del «contrato originario», véase también, por supues-
to, KU, AA V §41 297.
315
un Derecho de alcance global podrán ser considerados como el
«fin final total de la Doctrina del Derecho (ganze Endzwck der
Rechtslehre)» (MS-R, AA VI 306) y como bien supremo de la ac-
ción política. De acuerdo a esto, la reflexión que ofrece Kant
tanto del Derecho como de la política comprende a éstos ya con-
ceptualmente de modo cosmopolita y subraya a la vez la dimen-
sión también cosmopolita de su realización.
Es en este punto que se puede plantear con mayor precisión
el modo en que Kant comprende la forma institucional de una
unificación cosmopolita y la función que le asigna a ésta. En
efecto, siguiendo el modelo del mantenimiento de la paz en las
relaciones entre los Estados, se requeriría —tal sería la idea posi-
tiva— una «República mundial (Welrepublik)» (Frieden, AA VIII
357) que es, por supuesto, distinta de una «Monarquía universal
(Universalmonarchuie)» en la que todos los Estados se fusiona-
rían en un único Estado (ídem, 367). No obstante, basado sobre
el argumento de que ningún Estado admitiría la pérdida de so-
beranía que requeriría una «República mundial», Kant pasa a
abogar más bien por un «equivalente negativo (negatives Surro-
gat)» de la misma (ídem, 357) que se delinearía como el segundo
mejor camino ya que el primer camino —el positivo de una Wel-
trepublik— es imposible, a saber: el de «una federación que se
extienda cada vez más (sich immer ausbreitenden Bundes)»
(ídem).70 El principio de la soberanía indivisible de los Estados
particulares parece reducir así las posibilidades de un orden ju-
rídico entre ellos a la opción de un federalismo más laxo desde el
punto de vista de la organización técnico-administrativa pero
también, a la vez, más débil desde el punto de vista del poder
político y de su articulación institucional, pues en una Federa-
ción semejante no hay una instancia que tome resoluciones defi-
nitivas, ni hay tampoco ningún tribunal internacional ni existe
un poder político organizado supranacionalmente que pudiera
hacer valer los acuerdos internacionales ni tampoco un marco
institucional en el que pudiera formarse una voluntad política
internacional. Esta asociación es así más bien de carácter moral
y no se encuentra dotada de ningún instrumento de coerción.
Kant la caracteriza más bien como un «congreso permanente de
316
Estados»,71 cuya cohesión no se debe ni a una autoridad jurídica
ni a una sanción legítima, sino exclusivamente a una suerte de
vínculo moral que los gobiernos se imponen a sí mismos pero
que no es jurídicamente vinculante. La organización que así se
delinea es entonces precaria y de alcance muy limitado: por una
parte, puede ordenar conforme a los principios del Derecho que
se encuentran a su base; por el otro, no parece dotada de instru-
mentos que le permitan aplicar los principios de ese Derecho e
imponer sanciones conforme al mismo —volveré nuevamente a
este problema al final de este escrito.72
71. «Se puede llamar a una asociación semejante de Estados para mante-
ner la paz un congreso permanente de Estados (Man kann einen solchen Ve-
rein einiger Staaten, um den Frieden zu erhalten, den permanenten Staaten-
congreß nennen)» (MS-R, AA VI 350).
72. Ver a este respecto el segundo de los problemas planteados en nues-
tras «Consideraciones finales».
73. Ver lo señalado en la nota anterior.
74. Cfr. Brandt, 1995: 141.
317
partir de la presencia de antagonismos, los cuales, a su vez, y
esto es lo importante, conducen a ésta a la institución de un or-
den conforme a leyes capaz de regular esos antagonismos sin el
recurso a la violencia. Y aún la cultura y la ciencia pueden desa-
rrollarse en y a partir de una cultura de la disputa —es en este
sentido que en Streit der Fakultäten se señala que el progreso de
la ciencia obedece a las fuerzas en conflicto en el interior de la
Universidad. Es por ello que ya en la Idee zu einer allgemeinen
Geschichte in weltbürgerlicher Absicht señalaba: «El medio del
que la naturaleza se sirve para realizar el desarrollo de todas sus
disposiciones es el antagonismo de las mismas en la sociedad en
la medida en que éste se convierta finalmente en la causa de un
orden conforme a leyes de la misma (Das Mittel, dessen sich die
Natur bedient, die Entwickelung aller ihrer Anlagen zu Stande zu
bringen, ist der Antagonism derselben in der Gesellschaft, so fern
dieser doch am Ende die Ursache einer gesetzmäßigen Ordnung
derselben wird)» (Idee, AA VIII 20). De acuerdo a este pasaje, la
presencia del conflicto en la sociedad y la posibilidad de su regu-
lación en un orden conforme a ley —es decir, en un orden jurídi-
co— se encuentra prevista ya por la propia naturaleza. Es en
este mismo sentido que en el ámbito de las relaciones interna-
cionales entre los Estados aparece abandonarse la alternativa de
una suerte de Estado mundial que integrara a los Estados en
una unidad mayor —que todavía se planteaba en 1784— y surge
ahora la propuesta de una asociación de Estados libres que en-
contrará cabal expresión en 1795 en Zum ewigen Frieden.75 Con
ello se realizan tres movimientos de importancia en la argumen-
tación kantiana: en primer lugar, la garantía del mantenimiento
de la paz se desplaza hacia el interior del Derecho Estatal en la
medida en que los diversos Estados deben estar organizados de
un modo tal —y es en este sentido que ya anteriormente nos
remitíamos al modo en que en el Primer Artículo Definitivo se
recurre al republicanismo— que sus ciudadanos no puedan dar
su consentimiento al inicio o participación en una guerra; en
segundo lugar, se plantea la exigencia de que estos Estados repu-
blicanos formen una asociación con otros Estados también re-
publicanos sin pérdida de soberanía, una asociación de Estados
75. Sobre este desplazamiento, véase: Brandt, loc. cit., 138-139. Véase
también lo ya señalado en la nota 72.
318
libres que, por lo demás —y sobre este punto especialmente de-
licado volveremos en nuestras consideraciones finales—, no
dispone de ningún poder de coacción para imponer su volun-
tad —sea por medios policíacos o incluso militares— en contra
de un Estado en particular; finalmente, en tercer lugar, el Dere-
cho Internacional (Völkerrecht) pasa a ser complementado aho-
ra con otro Derecho, a saber: el Derecho Cosmopolita (Weltbür-
gerrecht) acorde a la unidad de todos los habitantes y pueblos de
la tierra. Una premisa importante que justifica la introducción
de este «Derecho Cosmopolita» es la idea de las relaciones flui-
das que los hombres establecen entre sí sobre la faz de la tierra,
del influjo físico recíproco al que se encuentran sometidos los
habitantes del planeta (cfr. Frieden, AA VIII 349). De acuerdo a
ello, las personas —naturales o jurídicas— que se encuentran
espacialmente unas al lado de otras y no pueden en modo algu-
no evitar esta vecindad espacial (cfr. ídem), tienen la obligación
jurídica de entrar en un orden jurídico común. Este orden jurí-
dico común es el Derecho Estatal en el caso de las personas na-
turales; el Derecho Internacional, en el caso de los Estados y,
finalmente, el Derecho Cosmopolita, en la medida en que «los
hombres y los Estados, encontrándose en relación exterior con-
fluyendo los unos con los otros, deben ser vistos como ciudada-
nos de un Estado humano universal (ius cosmopoliticum) (so
fern Menschen und Staaten, in äußerem auf einander einfließen-
dem Verhältniß stehend, als Bürger eines allgemeinen Menschen-
staats anzusehen sind [ius cosmopoliticum])» (Frieden, AA VIII
349). Lo interesante en este Derecho Cosmopolita es que el influ-
jo físico, la confluencia espacial entre los hombres, se extiende
ahora a la totalidad de la humanidad, alcanzando ahora una di-
mensión global. Este Derecho Cosmopolita, señala Kant, «debe
ser restringido a condiciones de la hospitalidad universal» («Das
Weltbürgerrecht soll auf Bedingungen der allgemeinen Hospitali-
tät eingeschränkt sein», reza precisamente el título del Tercer Ar-
tículo Definitivo) (ídem, 357). Esta «hospitalidad», a su vez, se
entiende como el «derecho de visita que corresponde a todos los
seres humanos, de ofrecerse a la sociedad en virtud del derecho
de la posesión común de la superficie de la tierra, sobre la cual,
como superficie esférica, no se pueden diseminar hasta el infini-
to sino que, de modo finito, se tienen que tolerar unos al lado de
otros; originalmente, sin embargo, nadie tiene más derecho que
319
otro a estar en un lugar de la tierra ([...]Besuchsrecht, welches
allen Menschen zusteht, sich zur Gesellschaft anzubieten vermöge
des Rechts des gemeinschaftlichen Besitzes der Oberfläche der Erde,
auf der als Kugelfläche sie sich nicht ins Unendliche zerstreuen
können, sondern endlich sich doch neben einander dulden müssen,
ursprünglich aber niemand an einem Orte der Erde zu sein mehr
Recht hat, als der Andere)» (ídem, 358). En contra de este Dere-
cho actúa por ello quien niega a aquel que llega el derecho de
pisar el suelo de un Estado extranjero o, permitiéndole la entra-
da en ese Estado, lo trata no como ser humano sino como una
cosa, lo mismo que un Estado que, con la pretensión de un im-
perio, irrumpe por la fuerza de la violencia en un Estado extran-
jero.76 Como bien lo ha visto entre otros Reinhard Brandt, la
fundamentación de la forma concreta del Derecho Cosmopolita
aparece solamente tocada en el Friedensschrift y es más bien en
la Metaphysik der Sitten que se abordará y fundamentará con
más detalle.77 En efecto, ahí se habla de que todo Derecho subje-
tivo —lo «Suyo» de cada cual— se divide en uno interior y otro
exterior. Lo Suyo interior de cada cual es algo innato, mientras
que lo Suyo exterior debe ser adquirido —y es de ello que trata el
Derecho Privado (MS-R, AA VI 237). Lo que nos importa aquí es
lo Suyo interior o, como Kant lo señala, lo Mío y Tuyo interior,
que para él consiste en el derecho innato de la libertad, de la
«independencia del arbitrio constrictivo de otro» en la medida
en que ella «pueda coexistir con la libertad de todo otro según
una ley universal» (ídem). Este derecho se expresa en dos for-
mas de importancia para la Rechtslehre, a saber: tanto en la po-
sesión del propio cuerpo como en la posesión del honor natural
de ser un hombre íntegro. La mutilación corporal o el asesinato
representarían una violación de la primera forma; la injuria o la
discriminación, lo serían de la segunda. La primera forma deli-
nea un derecho vinculado al propio cuerpo, a saber: el de tener
que y poder estar en algún lugar sobre la superficie de la tierra;
la segunda, un derecho a no ser discriminado ni humillado en
ningún lugar de la tierra. En relación al primero Kant señala lo
siguiente: «Todos los hombres están originalmente (es decir, an-
320
tes de todo acto jurídico del arbitrio) en posesión del suelo con-
forme a ley, es decir, tienen un derecho a estar ahí donde la natu-
raleza o la contingencia (sin su voluntad) los ha colocado (Alle
Menschen sind ursprünglich [d.i. vor allem rechtlichen Act der
Willkür] im rechtmäßigen Besitz des Bodens, d.i. sie haben ein Recht,
da zu sein, wohin sie die Natur, oder der Zufall [ohne ihren Willen]
gesetzt hat)» (MS-R, AA VI 262). De acuerdo a esto, la posesión de
la superficie de la tierra —que es finita— es una posesión origi-
nal común —Kant habla de una «posesión original común (ein
ursprünglicher Gesammtbesitz [communio possessionis origina-
ria])» (ídem)— que requiere de una regulación jurídica en la
medida en que los seres humanos no pueden diseminarse arbi-
trariamente sobre la superficie de la tierra que es, como se ha
dicho, limitada. Por un lado, se tiene, pues, el derecho ligado al
propio cuerpo de encontrarse en algún lugar sobre la superficie
de la tierra; por el otro, a la vez, el carácter limitado de esa super-
ficie obliga a un principio del Derecho «solamente según el cual
los seres humanos pueden usar el lugar sobre la tierra de acuerdo
a leyes del Derecho (nach welchem allein die Menschen den Platz
auf Erden nach Rechtsgesetzen gebrauchen können)» (ídem). De
este modo aquel ser humano que, en contra de su voluntad (por
ejemplo, por un accidente, por una acción humana deliberada de
otro hombre o de otro Estado) se ve llevado a un Estado extranje-
ro, tiene el derecho de visita y debe ser recibido con hospitalidad
porque necesita de un suelo para su propio cuerpo y debe ser
tratado, además, en forma digna y sin humillación de ningún tipo
porque tiene honor. Además de ello, en la medida en que los hom-
bres, en virtud de esa posesión común del suelo limitado de la
superficie de la tierra y de su localización física sobre ella, se en-
cuentran en una «reciprocidad física posible (comercium)» (ídem,
352), tienen por ello el derecho de entrar en contacto comercial
—y no sólo comercial— de desplazarse por todo el globo terrestre
sin por ello ser tratados como enemigos. El posible mal uso de este
«derecho del ciudadano de la tierra (Recht des Erdbürgers)» (ídem,
352), señala Kant en forma inequívoca, no suprime intentar la
comunidad con todos y visitar todas las regiones de la tierra con
este propósito, aunque éste no sea por ello un derecho al esta-
blecimiento sobre el suelo de otro pueblo (ius incolatus) para lo
cual se exigiría un contrato especial ([...] die Gemeinschaft mit
allen zu versuchen und zu diesem Zweck alle Gegenden der Erde zu
321
besuchen, wenn es gleich nicht ein Recht der Ansiedelung auf dem
Boden eines anderen Volks [ius incolatus] ist, als zu welchem ein
besonderer Vertrag erfordert wird)» (ídem, 353).
Al lado del Derecho en el sentido en que se ha señalado ante-
riormente, Kant colocará, además, a la naturaleza analizando el
modo en que ésta se dirige hacia el mismo punto al que se orien-
tan tanto la moral como el propio Derecho. La contribución de la
naturaleza para la realización de una estructura jurídica global
que pueda garantizar la paz consiste en que ella ha dotado a los
seres humanos de una inclinación al beneficio recíproco que apa-
rece en el espíritu de comercio, en el espíritu mercantil: «Así como
la naturaleza sabiamente separa a los pueblos a los que la volun-
tad de cada Estado —y por cierto incluso según principios del
Derecho Internacional— querría unir bajo sí mediante astucia o
violencia, del mismo modo une también por otra parte a los pue-
blos, a los que el concepto del Derecho Cosmopolita no habría
asegurado en contra de la violencia y la guerra, mediante el prove-
cho propio recíproco. Es el espíritu de comercio que no puede
coexistir con la guerra y que se apodera más temprano o más
tarde de todo pueblo (So wie die Natur weislich die Völker trennt,
welche der Wille jedes Staats und zwar selbst nach Gründen des
Völkerrechts gern unter sich durch List oder Gewalt vereinigen
möchte: so vereinigt sie auch andererseits Völker, die der Begriff des
Weltbürgerrechts gegen Gewaltthätigkeit und Krieg nicht würde
gesichert haben, durch den wechselseitigen Eigennutz. Es ist der
Handelsgeist, der mit dem Kriege nicht zusammen bestehen kann,
und der früher oder später sich jedes Volks bemächtigt)» (Frieden, AA
VIII 368). De esta manera, tanto la naturaleza como el Derecho
trabajan, de acuerdo a Kant, en dirección de la realización del fin
moral y jurídico supremo de la humanidad, a saber: la institución
de un orden jurídico global que permita resolver pacíficamente
los conflictos entre los individuos y los Estados y, de ese modo, sea
capaz de garantizar y mantener la paz a escala mundial.
Consideraciones finales
322
intercambio en los planos económico, social y cultural, por enci-
ma de las fronteras trazadas por los Estados-nación particula-
res. Decíamos, siguiendo a Habermas, que este proceso —cuyos
orígenes se remontan al descubrimiento de América, a la emer-
gencia del sistema de mercado capitalista y, en general, al inicio
del mundo moderno— comprendía a la circulación de bienes
—materiales e inmateriales— y personas y a la creación de den-
sas redes de relaciones entre los seres humanos a escala planeta-
ria, subrayando, además, que conllevaba a la vez planetarización
de problemas y riesgos que trascienden a las fronteras naciona-
les y que abarcan desde la tecnología genética hasta el terroris-
mo, pasando por los riesgos ecológicos y los grandes movimien-
tos migratorios desde los países pobres hacia los ricos. Los desa-
fíos y problemas que todo ello plantea al Estado nacional son de
enorme relevancia. Así, por ejemplo, la efectividad del Estado
administrativo se ve enfrentada a nuevos riesgos planteados por
los problemas que surgen, por ejemplo, en el ámbito de la ecolo-
gía —problemas que, en razón de su alcance e intensidad, ahora
no pueden ser resueltos en el ámbito estrictamente nacional. En
lo que se refiere específicamente a la soberanía, la creciente red
de interdependencias que ha surgido entre las diversas naciones
en los últimos lustros plantea la interrogante de si la política
nacional puede seguir siendo pensada en el marco de un territo-
rio espacial bien determinado. Es en este sentido que con fre-
cuencia se remite al surgimiento de organizaciones que en el
plano regional, internacional y global, compensan parcialmente
la pérdida de capacidad de acción del Estado nacional en algu-
nos ámbitos, y haciendo posible un «gobierno más allá del Esta-
do nacional» —podría pensarse a este respecto en instituciones
y organizaciones económicas y políticas de diverso alcance: Fon-
do Monetario Internacional, Banco Mundial, GATT, Unión Eu-
ropea, etc. Lo que importa destacar en este punto es que, en vir-
tud de este proceso de globalización, los diversos Estados nacio-
nales han pasado a formar parte de un sistema de interdepen-
dencia y cooperación, surgiendo así obligaciones que van más
allá del terreno del Estado-nación planteando la necesidad de
hacer frente a posibles recesorios de conflictos que traspasan las
fronteras nacionales, de confrontar los problemas planteados por
la distribución inequitativa de la riqueza a nivel internacional.
Para hacer frente a los desafíos planteados por esta situación, la
323
filosofía debe abandonar una perspectiva restringida al ámbito
del Estado-nación y enfocarla hacia una dimensión que sea tam-
bién global. Es en este marco que se explica mejor el surgimien-
to de propuestas de corte cosmopolita orientadas a ofrecer, por
ejemplo, las condiciones que permitan el aseguramiento de la
paz a nivel mundial, a proporcionar una reflexión sistemática
sobre la justicia ya no a nivel estatal-nacional, sino a escala glo-
bal, a esclarecer los principios que fundamentan la necesidad y
legitimidad de instituciones supranacionales que permitan re-
gular los conflictos entre los diversos Estados sin el recurso a la
violencia, a repensar las posibilidades de una reforma radical de
las instituciones internacionales y la edificación de otras nuevas
que posibiliten una cooperación internacional justa, una redis-
tribución de la riqueza, la defensa de los derechos humanos y el
mantenimiento de la paz a escala internacional, a elucidar las
condiciones y formas de articulación de una política transnacio-
nal que no renuncie a la posibilidad de configuración —o recon-
figuración— política de las relaciones sociales y reintroduzca un
horizonte normativo en la política, encontrando nuevas formas
de organización democrática de la sociedad en el plano interna-
cional que no recaigan por detrás de las condiciones de legitimi-
dad de la autodeterminación democrática características de la
Modernidad. Es, pues, en este horizonte que se debe compren-
der la relevancia del cosmopolitismo hoy en día.78
78. Así, algunos como Habermas llaman la atención sobre el papel que en
este sentido puede jugar la experiencia histórica y política que se encuentra a la
base de la Unión Europea como ejemplo de una política democrática más allá
del Estado nacional (cfr. Habermas, 1998: 135 y ss.). Así entendida, la Unión
Europea no se comprende tanto como un espacio de integración económica
sometido al despliegue incontrolado del mercado sino, más bien, como un pro-
yecto de integración jurídica y política en un plano supranacional. Pieza central
de este proyecto es una formación democrática de la opinión y la voluntad en
un ámbito supranacional en la que se enlacen una Constitución europea, un
proceso democrático a nivel europeo y un espacio público político también en
el plano europeo. Un proyecto de esta clase no debe ser circunscrito, sin embar-
go, —y en este punto Habermas se enlaza con Kant— al plano de la Unión
Europea, sino que deberá ser extendido gradualmente al ámbito mundial don-
de la política habrá de permanecer vinculada a los procesos de comunicación y
deliberación de los ciudadanos del mundo (Weltbürger). Este proyecto se ins-
cribe así en una perspectiva normativa que delinea un horizonte capaz de guiar
a la vez a la reflexión filosófica ilustrada y a la acción de los ciudadanos razo-
nantes como ciudadanos cosmopolitas en el mundo contemporáneo.
324
La propuesta cosmopolita puede asumir, sin embargo, según
lo vimos, diversas configuraciones. Hablábamos así de un cos-
mopolitismo moral y de uno comercial; de uno jurídico y de otro
político, que en algunas ocasiones pueden presentarse ciertamente
en forma unida pero que en otras aparecen disociados. Inten-
tando aplicar esta distinción al debate contemporáneo podría-
mos decir, por ejemplo, que una versión moral del cosmopolitis-
mo se encontraría en autores como Martha Nussbaum.79 Jürgen
Habermas, por su parte, entiende el cosmopolitismo más bien
en una variante política y jurídica —lo cual no implica por su-
puesto que su cosmopolitismo no contenga a la vez también una
dimensión moral. Es en este punto donde se hacía pertinente la
referencia a Kant quien comprendió el cosmopolitismo en estas
tres dimensiones centrales: la moral, la política y la jurídica —sin
dejar de lado otra más: la económico-comercial. Podría decirse
que la filosofía entera de Kant tiene un carácter cosmopolita,
pues todos sus esfuerzos —sea en el ámbito de la filosofía teóri-
ca o de la práctica, en el de la estética o en el de la religión lo
mismo que en el de la historia— están orientados a la reflexión
sobre las condiciones de posibilidad del establecimiento de un
mundo compartido en común por todos los seres humanos en el
ámbito del pensamiento, de la acción y del enjuiciamiento.80 Es
este motivo el que recorre tanto a la teoría del conocimiento como
a la ética, a la estética y a la filosofía de la religión, lo mismo que
a la antropología y a la filosofía del Derecho. No obstante, es
ente en el ámbito del Derecho y la política que el cosmopolitis-
mo kantiano adquiere una relevancia particular en el marco de
la reflexión desarrollada en este trabajo. En efecto, como ya lo
hemos señalado, el objetivo de la filosofía cosmopolita de Kant
se basa sobre un concepto inmanente, jurídico-político, del bien
supremo vinculado al progreso en el Derecho en dirección de la
realización histórica de una comunidad cosmopolita. El bien
supremo es el supremo bien político de la paz global mediante el
Derecho. Es especialmente en Zum ewigen Frieden donde Kant
desarrolla esta propuesta de un orden global de paz entre los
Estados que se alcanza sobre la base de un orden jurídico global.
Es en este horizonte que se comprenden en forma más precisa el
325
modo en que Kant vincula la idea de la paz y el orden jurídico
global con los principios de una constitución republicana en el
Primer Artículo Definitivo, su propuesta cosmopolita de un or-
den mundial capaz de garantizar la paz a escala global presenta-
da en el Segundo Artículo Definitivo y, finalmente, los lineamien-
tos generales del «Derecho Cosmopolita» tal y como se tratan en
el Tercer Artículo Definitivo. En todo ello la reflexión de Kant
aparece atravesada por una convicción central de fondo, a saber,
la de la posibilidad de una regulación pacífica de los conflictos
—tanto entre los individuos como entre los Estados al igual que
entre los individuos de un Estado y los Estados extranjeros—
mediante el Derecho.
Cuatro problemas, sin embargo, llaman especialmente la aten-
ción en la propuesta kantiana. El primero de ellos se refiere al
modo en que Kant entiende el cosmopolitismo político. En efec-
to, como lo hemos visto en este trabajo, en obras como «Idee zu
einer allgemeinen Geschichte in weltbiirgerlicher Absicht» (1784),
Kant partía de una posición «fuerte» que posteriormente —en
Zum ewigen Frieden (1795) y en Metaphysik der Sitten (1797)—
se modificará en dirección de una posición «débil». En efecto,
en 1784 Kant era partidario de una «situación general cosmopo-
lita (ein allgemeiner weltbürgerlicher Zustand)» (Idee, AA VIII 28)
que surgiría si los diversos Estados nacionales constituyeran una
federación similar a un commonwealth y se sometieran ellos
mismos a leyes comunes y a una autoridad común para hacer
respetar esas leyes. Es así que hablaba de una «[...] gran federa-
ción de pueblos (Foedus Amphictyonum), de un gran poder y de
la decisión de acuerdo a leyes de la voluntad unificada ([...] großen
Völkerbunde [Foedus Amphictyonum], von einer vereinigten Macht
und von der Entscheidung nach Gesetzen des vereinigten Willens [...])»
(ídem, 24). Posteriormente, sin embargo, en Zum ewigen Frie-
den (1795) al igual que en Metaphysik der Sitten (1797), Kant
continuará manteniendo una posición a favor de que los Esta-
dos deben someterse a leyes comunes uniéndose en una asocia-
ción de Estados que promueva la paz; no obstante, y ello expresa
un giro decisivo en su concepción, no sostendrá más la idea de
que esta asociación deba estar dotada de un poder coercitivo
para hacer obedecer las leyes mutuamente acordadas y poder,
en caso dado, imponer castigos o incluso intervenir en aquellos
Estados miembros que las violaran. Kant se declara ahora a fa-
326
vor de que los diversos Estados particulares retengan su inde-
pendencia y soberanía y exige de ellos el cumplimiento de las
leyes mutuamente acordadas con otros Estados solamente de
modo voluntario. Así pues, la asociación por la que ahora aboga
Kant es más bien de carácter moral y no se encuentra dotada de
ningún instrumento de coerción. Kant la caracteriza, como ya se
ha dicho, como un «congreso permanente de Estados (den per-
manenten Staatencongreß)» (MS-R, AA VI 350) cuya cohesión no
se debe ni a una autoridad jurídica ni a una sanción legítima,
sino exclusivamente a una suerte de vínculo moral que los go-
biernos se imponen a sí mismos pero que no es jurídicamente
vinculante. La organización que así se delinea, decíamos, es pre-
caria y de alcance muy limitado: por una parte, es capaz cierta-
mente de ordenar conforme a los principios del Derecho que se
encuentran a su base; por el otro, al mismo tiempo, no se en-
cuentra dotada de instrumentos coercitivos que le permitan apli-
car los principios de ese Derecho e imponer sanciones conforme
al mismo. Este desplazamiento en la posición de Kant fue criti-
cado inicialmente por Gentz quien cinco años después de la pu-
blicación del Friedensschrift señaló en su escrito Über den ewigen
Frieden que solamente un Estado mundial dotado de un poder
de coacción podría satisfacer las condiciones que Kant había
impuesto para la superación del estado de naturaleza en el ám-
bito mundial. Esta crítica reaparece nuevamente en autores re-
cientes.81 Jürgen Habermas, por ejemplo, cree encontrar en ello
una contradicción que se explica por el hecho de que Kant sigue
sosteniendo tanto el principio de soberanía del Estado-nación
como la exigencia de la superación contractual del estado de na-
turaleza entre los diversos Estados a nivel en el ámbito interna-
cional.82 Es en razón de ello que Kant no puede ir más allá de
pedir a los Estados particulares una suerte de autovinculación,
de compromiso de carácter solamente moral y, de ese modo, su
modelo de asociación entre los Estados carece de algo que no
puede faltar en ningún Estado, a saber: un poder de coacción
para hacer respetar las leyes mutuamente acordadas y aplicar,
81. Inicialmente por Habermas (Habermas, 1996) al igual que por Lutz-
Bachmann (Lutz-Bachmann, 1996 y 2002) y Kersting (Kersting, 2001), en-
tre otros.
82. Cfr. Habermas, 1996: 294-297.
327
en caso necesario sanciones —sanciones que podrían ser desde
económicas hasta militares— a los Estados que violaran los or-
denamientos y leyes mutuamente acordados.
El segundo problema se refiere a si Kant en verdad habría
desechado totalmente la idea de la «República mundial (Weltre-
publik)» en favor de una «Federación de pueblos o Estados (Völ-
kerbund)» de modo que ambas propuestas serían en último tér-
mino mutuamente excluyentes. Cabe señalar en este sentido que
ya estudiosos como Cheneval han llamado la atención sobre el
hecho de que Kant mismo ofrece en realidad pocos detalles so-
bre cómo sería la forma institucional de la asociación cosmopo-
lita por la que él mismo aboga (cfr. Cheneval, 2002: 582).83 No
hay que perder de vista, sin embargo, que su propuesta es más
bien de corte normativo y no aspira por ello a ofrecer una suerte
de proyecto o modelo de realización institucional de la misma.
Así, puede decirse que esa suerte de Estado mundial (Weltstaat)
al que Kant alude con su idea del «Estado de los Pueblos (Völker-
staat)» es siempre una idea regulativa y un fin último y no puede
ser considerado por ello como medio ni tampoco como forma
de un proceso político o jurídico de carácter empírico. Se trata
entonces del principio regulativo de una comunidad jurídica ex-
tendida ahora al plano cosmopolita que se desarrolla a partir de
la idea ya mencionada anteriormente de un contractus origina-
rius y a la que se busca realizar en el ámbito de la historia me-
diante la acción política. «La idea del contrato originario es en-
tonces la idea rectora de una comprensión procesual de la políti-
ca», señala Cheneval, «en la que el contratus originarius universal
no es un principio constitutivo que podría ser identificado con
una constitución determinada de la humanidad, fijada positiva-
mente de modo institucional, sino que es el telos normativo de
un proceso» (Cheneval, 2000: 584-585). Es justamente por ello
que la política aparece comprendida por Kant como el proceso
inacabado de realización de una Constitución conforme a la idea
del contrato originario y, a la vez, como proceso dirigido hacia el
mantenimiento de la paz o, si así se desea, como un proceso
perpetuo en dirección hacia la paz. De acuerdo a esto, conforme
a la idea del Derecho se despliega un proceso cuya forma insti-
328
tucional positiva se aproxima —siempre de modo imperfecto—
a la idea de aquel contrato originario de modo que el marco
institucional que regula en cada momento las relaciones entre
los Estados podrá —y deberá— ser considerado en todo mo-
mento como renovable y rectificable de acuerdo a esta idea del
Derecho y del contrato originario así caracterizados.
De acuerdo a lo anteriormente expuesto, no hay en Kant por
tanto ninguna contradicción entre la «federación de pueblos
(Völkerbund)», por un lado, y el «Estado de pueblos (Völkerstaat)»,
por el otro. El primero de estos términos —el de Völkerbund—,
fue utilizado en forma constante por Kant, aunque sea preciso
distinguir un uso inicial, más amplio y poco diferenciado, de
un uso posterior del mismo (cfr. Cheneval, 2002: 589 y ss.). En
efecto, Völkerbund aparece como un concepto rector en el pen-
samiento kantiano ya desde las Reflexiones de mediados de los
años setenta.84 En estos años, aún bajo la influencia de Wolff,
Kant no plantea todavía una diferencia clara entre la idea regu-
lativa de la razón (justamente el Völkerstaat) y la forma política
históricamente posible de aproximación a ese ideal (es decir, el
Völkerbund) que se comprende bajo la figura estatal. En este
mismo sentido, en la Idee de 1784, el Völkerbund, comprendido
como foedus amphictyonum, parece identificarse sin más con la
«estipulación y legislación común (gemeinschaftliche Verabredung
und Gesetzgebung)»,85 con el «estado cosmopolita de la seguridad
estatal pública (weltbürgerlicher Zustand der öffentlichen Staatssi-
cherheit)»,86 con la «constitución del Estado interior y para este
fin también exteriormente perfecta (innerlich-und zu diesem
Zwecke auch äußerlich-vollkomene Staatsverfassung)»,87 con el
«gran cuerpo de Estado (grösser Staatskörper)»88 y con la «per-
fecta unificación civil en el género humano (vollkommene bür-
gerliche Vereinigung in der Menschengatung)».89 En todos estos
casos la expresión Völkerbund tiene todavía una connotación es-
tatal que persistirá incluso hasta la caracterización del Völker-
bund como Weltrepublik que aparece en el Religionsschrift de
84. Véase por ejemplo: Rx, 783, AA XV, 2, 783 y AA XXIV 470 y ss.
85. Idee, AA VIII 24.
86. Idee, AA VIII 26.
87. Idee, AA VIII 27.
88. Idee, AA VIII 28.
89. Idee, AA VIII 29.
329
1793,90 lo mismo que en la designación Staatenverein como una
«República de pueblos libremente asociados (Republik freier ver-
bündeter Völker)» que se encuentra en esta misma obra.91 El Völ-
kerbund aparecerá como una asociación para la paz también en
la Rechtslehre de la Metaphysik der Sitten de 1797.92 Dos elemen-
tos parecen ser así constitutivos de este término: por un lado, su
íntima vinculación con el mantenimiento de la paz y, por el otro,
su estrecha relación con la figura estatal. No obstante, ya en Über
den Gemeinspruch... (1793), se advierte una diferenciación en el
instrumentario conceptual kantiano que será de enorme relevan-
cia para una adecuada comprensión de su proyecto cosmopolita.
En efecto, es ahí que se plantea la distinción entre una asociación
voluntaria de pueblos —justamente el Völkerbund— políticamente
plausible que podría marcar el inicio legítimo de un proceso de
conservación de la paz, por un lado, y el fin final de un Estado de
pueblos y seres humanos —i.e., el Völkerstaat. Es en este sentido
que Kant señala, como ya se ha mencionado, que el Völkerbund
es sólo el «equivalente negativo (negatives Surrogat)» de la Weltre-
publik que es en las condiciones históricas actuales imposible de
ser realizada (cfr. Frieden, AA VIII 357). Con ello se plantea una
diferencia central en la que se localiza, como lo ha señalado me
parece que con toda razón Cheneval, «el programa entero de la
filosofía en significado cosmopolita» (Cheneval, 2002: 592), a sa-
ber: la existente entre el bien supremo de la humanidad y las
condiciones históricas de su posible realización, es decir, entre la
idea regulativa de la razón cosmopolita —la Weltrepublik— y su
realización fáctica —el Völkerbund—, y es en el espacio abierto
entre ambas —es decir, entre la idea y las condiciones e instru-
mentos institucionales de su realización progresiva en la histo-
ria— donde puede ser localizada una comprensión tanto de la
política como de la historia vinculadas a la realización procesual,
progresiva de la razón cosmopolita.93
330
El tercero de los problemas concierne al «Derecho Cosmopo-
lita» y a su restricción a condiciones universales de hospitalidad.
Kant insiste con razón en que esa hospitalidad no es un asunto
de «...filantropía, sino de Derecho (Es ist hier [...] nicht von Phi-
lanthropie, sondern vom Recht die Rede)» (Frieden, AA VIII 357).
No se trata, pues, de una virtud ni de un comportamiento social
específico como la amabilidad o generosidad que se muestran
ante los extranjeros. La hospitalidad se concibe más bien como
un derecho que corresponde a todo ser humano por el sólo he-
cho de ser un habitante sobre la tierra. Con el recurso a la hospi-
talidad Kant defiende ciertamente un derecho que parece a pri-
mera vista más amplio que el derecho al asilo político en la me-
dida en que incluye una protección ante la posibilidad de morir
de hambre o de ser asesinado por cualquier causa en el Estado
del que se proviene. Hay incluso pasajes en el Nachlass en los
que Kant considera la posibilidad de que quien, en razón de un
accidente o de una situación insostenible para el mantenimiento
de su propia vida, huye a otro Estado o se encuentra por un
accidente en él, debe poder permanecer en este último mientras
no se modifiquen las circunstancias que causaron su partida.94
La pregunta, sin embargo, es hasta qué punto este derecho a la
hospitalidad puede ser suficiente en el caso en que las desigual-
dades sociales y económicas entre los diversos Estados sobre la
superficie de la tierra sean a tal grado extremas —y esto nos
llevaría en dirección de problemas relacionados con la justicia
internacional y con asimetrías estructurales en el ámbito de las
relaciones internacionales, especialmente en el plano económi-
co— que obliguen ya no a individuos, sino a comunidades y pue-
blos enteros a buscar mejores opciones de vida en lugares distin-
tos de aquellos en los que nacieron. Pienso aquí en las impresio-
nantes olas de inmigración que obligan a poblaciones enteras a
un éxodo masivo por razones económicas y/o políticas para quie-
nes habría que pensar en complementar el derecho a la hospita-
lidad con aquel «contrato especial (besonderer Vertrag)» del que
ya Kant hablaba en el Friedensschrift que permitiera a estos hom-
bres y a los miembros de estas poblaciones el «Derecho al esta-
blecimiento sobre el suelo de otro pueblo (ius incolatus) (ein Recht
der Ansiedelung auf dem Boden eines anderen Volks [ius incola-
331
tus])» (Frieden, AA VIII 353). Se trataría aquí muy probablemen-
te de una propuesta de amplio alcance que, por un lado, coloca-
ra en el centro de la reflexión cosmopolita la fundamentación de
los principios e instituciones de la justicia en el ámbito interna-
cional —y, desde esta perspectiva, enfocar y atacar frontalmente
las causas que obligan a los ciudadanos de los países pobres a
emigrar hacia los países ricos—, diseñando un tejido político e
institucional para la implementación y realización práctica de
esos principios a escala global y, por otro, contemplara la posibi-
lidad de un «derecho de ciudadanía» cosmopolita que permitie-
ra a cualquier ser humano, independientemente del Estado en el
que haya nacido o del cual provenga, poder vivir con dignidad
sobre cualquier lugar de la tierra,95 un punto al que se dirige, es
cierto, toda la reflexión de Kant en particular y del pensamiento
cosmopolita en general.
El cuarto y último problema se encuentra vinculado estre-
chamente con el anterior. Se trata, en efecto, de plantear una
interrogación sobre si la propuesta cosmopolita planteada por
Kant podría presentar limitaciones irrebasables que llevarían a
la necesidad de reformularla ampliando radicalmente su alcan-
ce. En efecto, si se quisiera expresar con más precisión el sentido
y alcance de la propuesta planteada por Kant con su idea de una
Weltrepublik, su sentido, sus tareas y el ámbito de sus competen-
cias, habría que decir que especialmente en los últimos lustros
se ha buscado recurrir justamente a la idea de una Weltrepublik
intentando ofrecer con ayuda de ella una respuesta a los desa-
fíos que la globalización ha planteado a la filosofía moral y polí-
tica contemporáneas.96 Se trata así, por un lado, de hacer justi-
cia a y reconocer los logros políticos y jurídicos al igual que las
95. Recuérdese que Kant hablaba de una «posesión original común (ein
ursprünglicher Gesammtbesitz (communio possessionis originaria)» (MS-R,
AA VI 262) que requiere de una regulación jurídica en la medida en que los
seres humanos no pueden diseminarse arbitrariamente sobre la superficie
de la tierra que es limitada. Por un lado, se tiene así, como lo hemos visto, el
derecho ligado al propio cuerpo de encontrarse en algún lugar sobre la su-
perficie de la tierra; por el otro, al mismo tiempo, el carácter limitado de esa
superficie obliga a un principio del Derecho «solamente según el cual los
seres humanos pueden usar el lugar sobre la tierra de acuerdo a leyes del
Derecho (nach welchem allein die Menschen den Platz auf Erden nach Rechts-
gesetzen gebrauchen können)» (Id.).
96. Así, por ejemplo, Höffe en: Höffe, 1999.
332
ventajas funcionales del Estado-nación moderno; por el otro, al
mismo tiempo, se debe adecuar su estructura y funcionamiento
a los requerimientos y condiciones planteados por el despliegue
de los procesos de globalización, para así poder hacer frente a
ésta no sólo en el plano económico sino, sobre todo, en el moral,
el político y el jurídico.97 La «República mundial (Weltrepublik)»
aparecería así desplegada en un plano supranacional y poseería
un carácter «federal y subsidiario», «complementario», alejado
por ello tanto del extremo planteado por una suerte de Leviatán
global como del de una confederación de Estados singulares y
soberanos incapaz de asegurar la paz internacional. Al defender
la idea de una «Weltrepublik» no se buscaría en modo alguno
conceder un derecho exclusivo a la figura política del Estado
diluyendo el papel y la importancia de las redes civiles globales.
Tampoco se trataría de transferir sin más las tareas y funciones
propias del Estado nacional a un Estado ahora de carácter mun-
dial. La Weltrepublik designa un concepto más bien modesto de
Estado vinculado a una responsabilidad por determinadas re-
glas jurídicas, por su implantación y por su empleo en la solu-
ción de controversias entre los Estados. Así entendida, esta Re-
pública mundial posee, en primer lugar, un carácter jurídico
hallándose en razón de ello sujeta al marco establecido por el
Derecho; en segundo lugar, se caracteriza por su subsidiaridad,
es decir, por desarrollarse sobre la base del principio de la no
intervención en la resolución de problemas y tareas que compe-
ten a otras instancias, sean éstas nacionales o bien regionales y,
debe ser por ello, en tercer lugar, de carácter complementario y
federal, sin buscar por ello reemplazar a las comunidades «na-
cionales» ni tampoco a las grandes unidades regionales y com-
plementándose más bien con las redes y organizaciones tejidas
por los ciudadanos a nivel regional e internacional.98
97. Sigo en este punto en buena medida las reflexiones desarrolladas por
Höffe en Höffe, 1999.
98. En este punto las experiencias en el plano político, jurídico e institu-
cional que han acompañado al surgimiento, desarrollo y consolidación de
asociaciones regionales como la Unión Europea o, en menor medida, al
Mercosur, son sin duda de una gran riqueza e incomparablemente más am-
plias y ambiciosas que las que caracterizan a la asociación —de carácter
estrictamente comercial y, aun en este plano, de alcance muy limitado— en-
tre Canadá, Estados Unidos y México.
333
De acuerdo a lo anteriormente señalado, las tareas de la Wel-
trepublik estarían concentradas fundamentalmente en el plano
jurídico, del Derecho, y serían básicamente de aseguramiento de
la paz y de protección y promoción de los Derechos Humanos a
escala global. La pregunta ahora es si ello no conllevaría a una
comprensión demasiado limitada de la propuesta cosmopolita
que nos dejaría prácticamente desarmados en el plano normativo
ante problemas acuciantes en el mundo actual como los de la
pobreza, la marginación y, en general, las dramáticas desigualda-
des económicas y sociales que laceran al mundo contemporáneo.99
Quizá esta limitación pueda aparecer en una forma un poco más
clara si se sigue aquella vertiente de reflexión —influida decisiva-
mente por el pensamiento de Kant— en la que se inscriben en
mayor o menor medida los que quizá sean los dos pensadores
más influyentes de la filosofía política contemporánea, a saber:
John Rawls y Jürgen Habermas. En efecto, provenientes ambos
de una línea de inspiración kantiana, tanto John Rawls en Law of
Peoples (1999) como Jürgen Habermas en diversos escritos100 se
han preocupado por reflexionar sobre el modo en que podrían
comprenderse los principios de justicia y los derechos constitu-
cionales en el contexto internacional de cara a la experiencia irre-
basable del pluralismo existente a escala global.101 Habermas es-
pecíficamente, y siguiendo en ello su idea de una democracia
deliberativa, propone así un diseño institucional para un nuevo
orden internacional en el que la determinación de los principios
de justicia transnacional se hacen depender de un proceso de
deliberación por parte de la comunidad internacional en una or-
ganización mundial adecuadamente reformada. No obstante, y
esto llama profundamente la atención en la propuesta haberma-
siana, las cuestiones económicas vinculadas a la redistribución
99. Piénsese solamente, por ejemplo, en que más de mil millones de per-
sonas en el mundo viven actualmente en la pobreza extrema (menos de un
dólar al día), más de 1.200 millones de seres humanos no tienen acceso a
agua potable, mil millones carecen de una vivienda digna, alrededor de 840
millones de personas están desnutridas, dos mil millones de personas pade-
cen anemia por falta de hierro y 880 millones de personas no tienen acceso a
servicios básicos de salud.
100. Cfr. Habermas, 1998, 2004, 2005 y 2007.
101. En lo que a continuación sigue, retomo ideas que han sido desarro-
lladas entre otros por Cristina Lafont (cfr. Lafont, 2008).
334
de la riqueza en el plano internacional se separan de las obligacio-
nes de justicia de la comunidad internacional y pasan a ser com-
prendidas más bien como aspiraciones políticas que expresan en
último término orientaciones valorativas cuya realización de-
penderá de los compromisos avanzados entre los diversos acto-
res en el plano internacional. Habermas propone así un diseño
del orden internacional en diversos planos y niveles con distintas
funciones:
335
la protección de los derechos humanos equivale a cumplir «los
objetivos en materia de derechos humanos de la Carta de las
Naciones Unidas» (Habermas, 2004: 136), incluyendo así en ello
la garantía de las condiciones socioeconómicas necesarias para
lograr los objetivos que dicha Carta señala en materia de dere-
chos humanos.103 No obstante, esta interpretación parece des-
echada en otros momentos por el propio Habermas cuando él
mismo señala, por ejemplo, que la organización mundial por la
que él aboga debe estar alejada de cualquier objetivo «político»
relacionado con la economía que «incida en cuestiones de distri-
bución equitativa» (Habermas, 2005: 336). Las cuestiones rela-
cionadas con la distribución de la riqueza en el plano internacio-
nal son consideradas así por Habermas como intrínsecamente
«políticas» perteneciendo más bien a las tareas de una política
interior global de la cual la organización mundial debe estar exo-
nerada (cfr. Habermas, 2005: 346). De este modo, Habermas mis-
mo parece aceptar sólo una interpretación minimalista de las
tareas de protección de los derechos humanos asignadas a la or-
ganización mundial que consistirán así única y exclusivamente
en el deber negativo de prevenir violaciones masivas a los dere-
chos humanos debidas a conflictos armados como la limpieza
étnica o el genocidio. Liberada de las tareas de una «política inte-
rior global» —y, de ese modo, de las tareas relacionadas con la
redistribución de la riqueza a escala global— la organización
mundial no podrá comprenderse en modo alguno como respon-
sable de garantizar las condiciones socioeconómicas necesarias
—por ejemplo mediante la erradicación de la pobreza extrema—
para cumplir los objetivos que en materia de derechos humanos
establece la propia Carta de las Naciones Unidas.104 Con ello, sin
336
embargo, se reduce sustancialmente el alcance de la propuesta
cosmopolita al convertir en último análisis las cuestiones relacio-
nadas con la redistribución de la riqueza a nivel global, con el
aseguramiento de las condiciones socioecómicas necesarias para
cumplir los objetivos planteados por la ya mencionada Carta de
las Naciones Unidas, en cuestiones relacionadas con preferen-
cias valorativas imposibles de ser dirimidas racionalmente que
se excluyen del ámbito de los derechos, para quedar finalmente,
en el mejor de los casos, sujetas a la filantropía de los países econó-
337
micamente más desarrollados o a los arreglos y compromisos
que éstos puedan establecer con las naciones más pobres rele-
gándose así, en último análisis, a una suerte de tierra de nadie
normativa en la que nadie parece responsable por ellas —así, por
ejemplo, podría preguntarse ¿por qué considerar solamente como
violaciones masivas a los derechos humanos al genocidio o a la
limpieza étnica y no también a la muerte masiva de seres huma-
nos de forma prematura por carencias médico-sanitarias que
podrían ser atendidas fácilmente, esto es a catástrofes humanas
provocadas no por fenómenos de la naturaleza (terremotos, hu-
racanes, etc.) sino por la propia acción humana o, dicho con más
precisión, por un orden internacional caracterizado por la injus-
ticia?105 Es en este punto donde una propuesta radicalmente cos-
mopolita tendría que proseguirse bajo la forma de una reflexión
sobre las relaciones de desigualdad y de dominación que caracte-
rizan a la escena internacional del mundo globalizado106 que se
interrogue por los mecanismos de poder que han posibilitado el
surgimiento y mantenimiento del orden internacional vigente y
evalúe críticamente las posibilidades de su transformación en
dirección de un mundo en el que la humanidad pueda vivir —en
sus diferencias y con sus diferencias— con mayor justicia y con-
tinuar marchando perpetuamente hacia la paz.
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Siglas
343
AUTORES
345
te del Consejo Directivo de la Biblioteca Immanuel Kant para la
edición crítica bilingüe de las obras de Kant.
OTFRIED HÖFFE. Director de la Forschungsstelle Politische Philoso-
phie en el Seminario de Filosofía de la Universität Tübingen y pro-
fesor ordinario en esta misma Universidad. Miembro como Applied
Philosophy, Ars Interpretandi, Hobbes Studies, Internationales Jahr-
buch für Rechtsphilosophie und Gesetzgebung, International Jour-
nal of Applied Philosophy, Kantian Review. Entre sus publicaciones
se cuentan: Praktische Philosophie - Das Modell des Aristoteles (1971, 2.
Aufl. 1996); Ethik und Politik. Grundmodelle und -probleme der
praktischen Philosophie (1979, 4. Aufl. 2000); Sittlich-politische Dis-
kurse. Philosophische Grundlagen - politische Ethik - biomedizinische
Ethik (1981); Immanuel Kant. Leben - Werk - Wirkung (1983, 6. Aufl.
2004); Moral als Preis der Moderne. Ein Versuch über Wissenschaft,
Technik und Umwelt (1993, 4. Aufl. 2000); Kants Kritik der reinen
Vernunft. Die Grundlegung der modernen Philosophie (2003, 4. Aufl.
2004) y Wirtschaftsbürger, Staatsbürger, Weltbürger. Politische Ethik
im Zeitalter der Globalisierung (2004).
GUSTAVO LEYVA MARTÍNEZ. Doctor en Filosofía por la Eberhard-
Karls-Universität Tübingen. Becario de la Fundación Alexander von
Humboldt en la Ruprecht-Karls Universität Heidelberg (2001-2002).
Profesor-Investigador Titular en el Departamento de Filosofía de la
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Entre sus publi-
caciones se encuentran: Intersubjetividad y gusto (México, 2002) y
su edición de los volúmenes colectivos Política, identidad y narra-
ción (México, 2003), La teoría Crítica y las tareas actuales de la crítica
(Barcelona, 2005) y La Filosofía de la Acción. Un análisis histórico-
sistemático de la acción y la racionalidad práctica en los clásicos de la
filosofía (Madrid, 2008).
MATTHIAS LUTZ-BACHMANN. Profesor de Filosofíaen la Universidad
de Frankfurt con especialidad en filosofía medieval, filosofía práctica
y filosofía de la religión. Entre sus obras se encuentran: Geschichte
und Subjekt. Zum Begriff der Geschichtsphilosophie bei Immanuel Kant
und Karl Marx (Freiburg/ München, 1988) así como sus ediciones de
libros como: Begründung von Ethik. Beiträge zur philosophischen Ethik-
Diskussion heute (Würzburg, 1990), Frieden durch Recht. Kants Frie-
densidee und das Problem einer neuen Weltordnung (editado con Ja-
mes Bohman: Frankfurt am Main, 1996), Perpetual Peace. Essays on
Kant’s Cosmopolitan Ideal (editado con James Bohman: MIT Press,
1997), Recht auf Menschenrechte. Menschenrechte, Demokratie und
internationale Politik (editado con H. Brunkhorst y W. Köhler:
346
Frankfurt am Main, 1999), Weltstaat oder Staatenwelt? Für und wider
die Idee einer Weltrepublik (editado con James Bohman: Frankfurt
am Main, 2002) y Krieg und Frieden im Prozess der Globalisierung
(editado con A. Niederberger: Weilerswist, 2008).
TERESA SANTIAGO OROPEZA. Doctora en Humanidades, Línea en Fi-
losofía política en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapala-
pa. Profesora-Investigadora Titular en el Departamento de Filosofía
de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Sus áreas de
interés son la ética social; la filosofía del conflicto: guerra y relaciones
internacionales; y la filosofía moderna y contemporánea. Es autora
de los libros: Justificar la guerra (2001) y Función y crítica de la guerra
en la filosofía de Kant (Anthropos, 2004); y, entre otros, de los siguien-
tes artículos: «Ética y psicología de la guerra», «Las nuevas guerras,
las guerras de siempre» y «Hobbes: pasiones y conflicto».
THOMAS POGGE LEITNER. Professor en Philosophy and Internatio-
nal Affairs en la Yale University. Entre sus libros destacan: John
Rawls (Munich: 1994. Edición revisada y traducción al inglés:
Oxford, 2007), World Poverty and Human Rights: Cosmopolitan Res-
ponsibilities and Reforms (Cambridge: 2002. Traducción española:
La pobreza en el mundo y los derechos humanos [Barcelona: 2005]),
John Rawls: His Life and Theory of Justice (Nueva York, 2007) y
Haciendo justicia a la humanidad (México, 2009). Entre sus edicio-
nes pueden mencionarse: Rights, Culture, and the Law - Essays After
Joseph Raz, con Lukas Meyer y Stanley Paulson (Oxford, 2003), Real
World Justice, con Andreas Follesdal (Berlín, 2005), Freedom from
Poverty as a Human Right: Who Owes What to the Very Poor? (Ox-
ford, 2007), A Companion to Contemporary Political Philosophy
(Oxford, 2007) y Absolute Poverty and Global Justice: Empirical Data
- Moral Theories - Realizations, con Elke Mack, Michael Schramm y
Stephan Klasen (Aldershot, 2009).
CARMEN TRUEBA ATIENZA. Doctora en Filosofía por la UNAM. Pro-
fesora-Investigadora titular del Departamento de Filosofía de la
Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Profeso-
ra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Autora del libro
Ética y tragedia en Aristóteles (Anthropos, 2004). Ha publicado va-
rios artículos sobre la teoría de la acción de Aristóteles, entre ellos:
«Los principios de la acción en Aristóteles» ([2003], Revista Lati-
noamericana de Filosofía, v. XXIX, n. 1 [otoño], Buenos Aires, pp.
75-96); «La racionalidad práctica en la Ética nicomáquea» ([2000],
en C. Trueba [comp.], Racionalidad: Lenguaje, argumentación y ac-
ción, pp. 255-266).
347
ÍNDICE
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