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Pocas zonas de la obra de Jacques Rancière revelan tan bien su talento de escritor como sus

ensayos sobre cine. No estamos sólo ante un espectador sensible y atento, sino ante alguien
que sabiamente puede volcar esa experiencia en palabras. Al hacerlo, logra impostar una voz
inconfundible en un país donde muchos autores legendarios han escrito sobre cine, de Jean
Epstein a Gilles Deleuze, pasando por André Bazin y Serge Daney. La fábula cinematográfica
(2001), que ahora podemos leer en una nueva traducción de Carlos Schilling, es uno de sus
libros esenciales, que conviene leer junto con otra compilación posterior, Las distancias del
cine (2011), y con su monografía Béla Tarr. Después del final (2011). Son títulos que
enriquecen la biblioteca del filósofo y que no deberían faltar en la de ningún cinéfilo.

Jacques Rancière. Foto: Archivo del autor / Seuil

La fábula cinematográfica compila estudios que atraviesan la historia del cine desde la época
muda hasta finales del siglo XX. Los artículos fueron publicados durante la década de 1990,
algunos de ellos en revistas tan emblemáticas como Cahiers du Cinéma o Trafic. Pero después
Rancière los revisó para integrar esta compilación, donde los textos también admiten ser
leídos de forma independiente. Forman así una módica enciclopedia, nada abrumadora,
excepto por la minuciosidad con que el autor analiza cada film. En conjunto, los ensayos
proyectan una historia del cine que, sin apartarse del canon, incluye varios desplazamientos
del acento.

Emil Jannings en “Tartufo” (1925), de F. W. Murnau

Puede que el autor elija detenerse en ciertas películas menos transitadas de algún creador
central o que el énfasis recaiga en algunos directores no tan endiosados por la cinefilia clásica.
Así, por ejemplo, al abordar la dramaturgia del western, Rancière se inclina por Anthony Mann
en lugar de John Ford. A propósito de Friedrich W. Murnau –creador de Fausto y Nosferatu–,
elige meditar sobre su adaptación de Tartufo (1925): así nos muestra cómo el director se las
ingenia para representar la hipocresía del lenguaje, antes de que dispusiera de los recursos del
cine sonoro. De Fritz Lang, propone una lectura de dos películas que pueden resultarnos
entrañables, pero que sin duda no son las que le aseguran al director su lugar en la historia.

Cathy O´Donnell y Farley Granger en “Sendas torcidas” (“They Live by Night”, 1948), de
Nicholas Ray

Al describir el drama íntimo de los protagonistas de Sendas torcidas, la opera prima de


Nicholas Ray, Rancière no sólo llega al núcleo del film, sino tal vez al del cine del autor de
Rebelde sin causa: lo que siempre está en juego es "el conflicto entre dos infancias, la batalla
siempre perdida de la madurez infantil contra la puerilidad adulta". El filósofo vuelve a analizar
la obra de Roberto Rossellini, en un arco que arranca en Roma, ciudad abierta, pasa por
Alemania, año cero y termina en la serie de películas que protagonizó Ingrid Bergman, entre
las cuales se cuenta la inolvidable Stromboli. Pero la perspectiva en cuestión se centra en la
trayectoria de los cuerpos que se dirigen hacia la muerte o la liberación, a través del llamado
de una vocación que los excede.
Ingrid Bergman en “Stromboli. Terra di Dio” (1950), de Roberto Rossellini

Al revisitar La Chinoise (1967) de Jean-Luc Godard, Rancière muestra cómo el maoísmo chino
se traduce a través del principio de representación de otro marxismo, declinado parisinamente
a la manera de Althusser. (Este análisis pertenece a la biografía intelectual de Rancière, figura
clave de ese marxismo althusseriano que, en la década del 60, se reunió a escribir la obra
colectiva Leer "El capital".) Un lúcido balance del comunismo se desprende de su lectura de El
último bolchevique (1992), la extraordinaria película de Chris Marker sobre el cineasta
soviético Aleksandr Medvedkin. Ilustrando de manera ejemplar el trabajo de la memoria, el
género documental se revela aquí como un subtipo de la ficción, no como su contracara.

Chris Marker, “Level Five” (1997)

Algo similar ocurre cuando Rancière se enfrenta otra vez con Godard a propósito de sus
Historia(s) del cine (1988-1998). En esa saga videográfica, la vida del cinematógrafo aparece
como una cita fallida con la historia del siglo XX y con la propia naturaleza del cine. Pero la
moral de la fábula es ambigua: a pesar de la doble traición que Godard achaca al arte que él
mismo cultiva, no deja de reivindicar la inocencia radical de las imágenes que colecciona y
obliga a interactuar.

Jean-Pierre Léaud en “La Chinoise” (1967), de Jean-Luc Godard

En todos sus análisis, Rancière se muestra extremadamente atento a lo que las películas
cuentan. Pero eso que cuentan no se agota en la anécdota: es más bien la manera en que una
intriga se organiza en una secuencia de imágenes, palabras, sonidos, cuerpos en movimiento.
A esa disposición de los hechos y los actos, el filósofo la llama "fábula". La noción es semejante
a lo que, en su Poética, Aristóteles denomina "trama" o mythos: un modo peculiar de
organizar las acciones con vistas a un determinado efecto estético. En el cine, la construcción
de la fábula es indisociable de la "puesta en escena": de ese modo, Rancière revitaliza una
herramienta clásica de la crítica cinematográfica.

Anthony Perkins en “Cazador de forajidos” (“The Tin Star”, 1957), de Anthony Mann

Los ensayos, por lo demás, ilustran una noción clave de la filosofía del autor. Porque no hay
rincón de su obra donde Rancière se prive de hablar de un "reparto de lo sensible"(partage du
sensible). Conviene ir por partes para despejar el significado de esa expresión. Lo "sensible" es
todo lo que podemos percibir a través de nuestros sentidos físicos o intelectuales. Es un botín
de posibilidades que abarca lo visible, lo decible, lo nombrable, lo pensable. Según venga el
juego, ese mazo heterogéneo de cartas puede barajarse de modos alternativos. El "reparto",
precisamente, atañe a una operación de desmontaje, disociación y nueva articulación de esos
componentes sensibles, que puede ser efectuado tanto por el arte como por la política o la
filosofía.

Pedro Costa, “Caballo Dinero” (2014)


En lugar de ratificar una disposición dada, las formas valiosas del arte, la política y la filosofía
proponen un reordenamiento, un entrecruzamiento inaudito de los elementos en juego. Y así
ese reparto de lo sensible puede darse en todos los ámbitos. Puede remitir a la voz de los que
aún no tienen voz, y que reclaman tenerla para volver a definir el espacio de la deliberación
política. Puede tratarse de un maestro que, "ignorando" lo que debe transmitir, sin embargo
logra enseñarlo mejor que aquel que lo domina por completo. El "reparto" puede aludir, en un
giro que no podría ser más francés, al modo en que se define la filosofía misma como un
movimiento del pensar que explora sus propias fronteras.

Jean-Marie Straub, “Las brujas (2009)

En una película, lo sensible es todo aquello que un dispositivo técnico, capaz de producir
imágenes en movimiento, nos habilita a percibir. Frente a todo intento de intelectualizar el
cine, siempre se trata de cuerpos y cosas en movimiento o en reposo, de seres parlantes o
silenciosos. El viento en una película de Béla Tarr, una mueca de Emil Jannings en un film mudo
de Murnau, el fuego de la mirada de Henry Fonda en un western de Anthony Mann: cosas tan
diversas ilustran con igual derecho lo sensible cinematográfico. A su vez, esos componentes se
ordenan según "repartos" tan diferentes como la fábula que cada creador comanda, y que a
través de una puesta en escena peculiar apuntan a definir lo que solemos reconocer como un
estilo o una poética.

Béla Tarr, “El caballo de Turín” (2011)

En el caso de la crítica cinematográfica, el reparto de lo sensible lo encarna la figura del


amateur, que Rancière reivindica frente a todo abordaje académico del cine. El amateur es
aquel que puede moverse con soltura entre las fronteras de las artes y los saberes. Su enfoque
parte no tanto de una teoría, sino de la experiencia del espectador. Y el cine, nos enseña el
filósofo, es un arte en la medida en que logra construir un mundo. Por ese motivo, los planos y
los efectos que se desvanecen luego de la proyección de un film deben ser prolongados por el
recuerdo y la palabra. Más allá de la realidad material de sus proyecciones, la rememoración y
el lenguaje dan consistencia al cine como un mundo compartido.

Jean-Luc Godard, “Adiós al lenguaje” (2014)

A menudo, los análisis de Rancière revelan que toda película es más de una película: que,
sobre la superficie de una, no tarda en surgir otro film espectral que la reafirma, la tensiona o
la contradice (a esa dinámica se la llama "fábula contrariada" en el prólogo del libro). Así el
filósofo se afana en destacar, en las obras que estudia, las historias que otros analistas se
esforzaron en borrar. Los ensayos presuponen no sólo haber visto esas películas sino, incluso
en el caso de que las conozcamos, recordar con exactitud la peripecia que desplegaban. Puede
ocurrir que el lector no siempre comparta el placer que experimenta Rancière al volver a
contarnos cada argumento. ¿Podríamos reprochárselo? Sin el vicio secreto de narrar, no
escribiríamos sobre cine. Y hay que decir que, en esta ocasión, ese presunto defecto de la
crítica cinematográfica no tarda en volverse virtud literaria de la prosa filosófica.
* En la actualidad, contamos con traducciones de los tres libros fundamentales de Jacques
Rancière sobre el cine en ediciones argentinas: "La fábula cinematográfica" (2001), en versión
de Carlos Schilling (El cuenco de plata, 2018); "Las distancias del cine" (2011), en traducción de
Horacio Pons (Manantial, 2012); y "Béla Tarr. Después del final" (2011), en versión de Silvio
Mattoni (El cuenco de plata, 2013).

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