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151-176
D e la acumulación
a la mise en scène:
el museo como medio masivo*
Andreas Huyssen
Todo lo que quiero subrayar aquí es que la crítica institucional del museo
como impositor del orden simbólico no agota los múltiples efectos del
mismo. También está abierta a debate la cuestión de si la cultura del es-
pectáculo y la mise en scène del nuevo museo cumple las mismas fun-
ciones, o si la muy discutida liquidación del sentido de la historia y la
muerte del sujeto, la celebración postmoderna de superficie vs. profundi-
dad, rapidez vs. lentitud, han privado al museo de su específica aura de
temporalidad. Sin embargo, como quiera que se pueda responder esa
pregunta, la crítica puramente institucional en conformidad con las líneas
del aparato de la ideología, el poder y el conocimiento, que opera desde
arriba hacia abajo, requiere ser complementada con una perspectiva que
investigue el deseo del espectador y las inscripciones del sujeto, la res-
puesta del público, los grupos de interés, y la segmentación de las esferas
públicas que se traslapan y a las que se dirige una amplia variedad de
museos y prácticas de exhibición. Además, el museo no debería ser dis-
cutido aisladamente, sino como uno de los muchos lugares de consumo y
reproducción cultural, y deberíamos concentrarnos en particular en sus
funciones cambiantes respecto a los medios masivos, sus complejas ne-
gociaciones con la imagen en la pantalla (más que derrumbar el museo y
la televisión en el nombre de la simulación o extender el viejo argumento
de la industria cultural de la Escuela de Frankfurt al museo como nuevo
medio masivo).
La crítica tradicional del museo, creo yo, es más bien impotente en
un momento en que se fundan más museos que nunca y afluye más gen-
te que nunca a los museos y exhibiciones. La muerte del museo, anun-
ciada con tanta valentía en los años 60, no fue, evidentemente, la última
palabra. Así pues, simplemente no servirá para denunciar el reciente
boom del museo como expresión del conservadurismo cultural de los
años 80, que probablemente ha reintroducido el museo como institución
de verdad canónica y autoridad cultural, si no de autoritarismo. Ni es
suficiente criticar las nuevas prácticas de exposición en las artes como
espectáculo y entretenimiento de masa cuyo propósito principal es empu-
jar el mercado del arte, del entusiasmo exagerado al éxtasis, y de éste a
la obscenidad. Mientras que la creciente conversión del arte en mercan-
cía es indiscutible, la crítica de la mercancía, por sí sola, dista de sumi-
nistrar los criterios estéticos o epistemológicos sobre cómo leer obras,
prácticas artísticas o exhibiciones específicas. Ni es capaz de ir más allá
de una visión en resumidas cuentas desdeñosa de los públicos como ga-
6 Andreas Huyssen
La vanguardia y el museo
La naturaleza problemática del concepto de vanguardismo, sus implica-
ciones en la ideología del progreso y la modernización, han sido discuti-
das ampliamente en años recientes. La evolución del postmodernismo
desde los 60 no es comprensible sin un reconocimiento de cómo, prime-
ro, revitalizó el ímpetu de la vanguardia histórica y, después, sometió ese
etos vanguardista a una crítica fulminante. El debate sobre la vanguardia
está, en verdad, íntimamente ligado al debate sobre el museo, y ambos
están en el núcleo de lo que llamamos el Postmoderno. Fue, después de
todo, la vanguardia histórica —futurismo, dadá, constructivismo, Prolet-
kult, surrealismo— la que combatió al museo de la manera más radical e
implacable demandando, si bien de maneras diferentes, la eliminación del
pasado, practicando la destrucción semiológica de todas las formas tradi-
cionales de representación, y abogando por una dictadura del futuro.
Para la cultura vanguardista de los manifiestos con su retórica de rechazo
total de la tradición y la celebración eufórica y apocalíptica de un futuro
completamente diferente que se pensaba que estaba en el horizonte, el
museo era, en verdad, un creíble chivo expiatorio. Parecía encarnar to-
das las aspiraciones monumentalizadoras, hegemónicas y pomposas de la
era burguesa que había terminado en la bancarrota de la Gran Guerra.
La museofobia de la vanguardia, que era compartida por los iconoclastas
de la izquierda y de la derecha, es comprensible si se recuerda que el dis-
curso del museo tenía lugar entonces dentro de un marco de cambio so-
cial y político radical, especialmente en Rusia inmediatamente después
de la revolución bolchevique y en Alemania después de la guerra perdida.
No se podía esperar que una época que creía en el adelanto hacia una
vida totalmente nueva en una sociedad revolucionada, tuviera mucha ne-
cesidad del museo.
Muchos que han escrito sobre la cuestión del museo en los 80, pro-
bablemente convendrían en que necesitamos volver a concebir el museo
más allá de los parámetros binarios de vanguardia vs. tradición, museo
vs. modernidad, resistencia vs. cooptación, política cultural de izquierda
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La tentación de la polémica
Desde luego, la reciente museomanía y el entusiasmo exagerado por las
exposiciones tienen su lado vulnerable y es tentador polemizar. Permíta-
seme ceder a esa tentación por un momento. Tomemos la aceleración: la
velocidad con que la obra de arte se mueve del estudio al coleccionista,
al negociante, al museo, a la retrospectiva —y no siempre en ese or-
den—, ha sido incrementada dramáticamente. Como en todos los proce-
sos de aceleración de esta clase, algunas de las etapas han sido sacrifica-
das tendencialmente por esa velocidad incrementada: así, la distinción
entre coleccionista y negociante parece moverse hacia un punto de fuga,
y dada la actuación cada vez más pobre de los museos en Sotheby o
Christie, algunos afirmarían cínicamente que el museo es abandonado a
su suerte mientras el arte mismo se está moviendo hacia el punto de
fuga: la obra desaparece en un depósito de banco y sólo vuelve a ser vi-
sible cuando es puesta en subasta pública. La principal función que se le
deja al museo en este proceso es validar la obra de unos pocos artistas
jóvenes a fin de abastecer el mercado, subir el precio y entregarles la
marca registrada de jóvenes genios a los bancos de subasta. Así el museo
ayuda a poner el precio del arte fuera de su propio alcance. Sólo una
ruina financiera, al parecer, podría impedir la ulterior implosión del arte
vía dinero de especulación.
La aceleración ha afectado también la velocidad de los cuerpos que
pasan por delante de los objetos exhibidos. El disciplinamiento de los
cuerpos en la muestra en beneficio del crecimiento de la estadística de
visitantes, trabaja con herramientas pedagógicas tan sutiles como la gira
con walkman. Para aquellos que se niegan a ser puestos en un estado de
sopor activo por el walkman, el museo aplica la táctica más brutal de
atestar de gente, lo cual, a su vez, da por resultado la invisibilidad de lo
que uno ha venido a ver: esta nueva invisibilidad del arte como la última
forma de lo sublime. Y además: del mismo modo que en nuestros cen-
tros metropolitanos el flaneur, un outsider ya en los tiempos de Baude-
laire, ha sido reemplazado por el corredor de maratón, el único lugar
donde el flaneur todavía tenía un escondite, es decir, el museo, se ha
vuelto cada vez más un análogo de la Quinta Avenida a la hora de la
afluencia de gente, a un paso un tanto más lento, sin duda, pero ¿quién
quisiera apostar por la improbabilidad de una ulterior aceleración? Quizás
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vida habrá sido eliminada del planeta, pero el museo todavía estará en
pie, ni siquiera como una ruina, sino como un memorial. En cierta mane-
ra, ya estamos viviendo después del holocausto nuclear que ya no nece-
sita tener lugar. La musealización aparece como un síntoma de una era
glacial terminal, como el último paso en la lógica de esa dialéctica de la
Ilustración que se mueve, de la autopreservación, pasando por la domi-
nación del yo y del otro, hacia un totalitarismo de la memoria muerta
colectiva más allá de cualquier yo y cualquier vida, como Jeudy quisiera
que creyéramos.
Evidentemente, esta visión apocalíptica de un museo que ha hecho
explosión como mundo que ha hecho implosión, entrega algo importante
de las sensibilidades de la cultura intelectual francesa a fines de los años
70 y principios de los 80, y tuvo cierto control de la imaginación durante
el período del debate sobre los cohetes. Pero, aunque polemiza valiente-
mente contra el nocivo eurocentrismo de prácticas de museo anteriores,
apenas escapa a la órbita de lo que ataca. En su deseo de apocalipsis,
nunca llega siquiera a reconocer los intentos vitales de penetrar los pasa-
dos reprimidos o marginalizados, ni reconoce los diversos intentos de
crear formas alternativas de actividades de museo. La vieja crítica de la
osificación logró mantenerse en pie tanto en Jeudy como en Baudrillard.
Sin embargo, Jeudy tenía razón al sugerir que sería un engaño colec-
tivo creer que el museo podría neutralizar los temores. De ese modo re-
chazó implícitamente la idea conservadora de que el museo puede pro-
porcionar compensación por los daños de la modernización. También
reconocía que el museo había pasado de la mera acumulación a la mise
en scène y la simulación. Pero ni él ni Baudrillard fueron capaces o estu-
vieron deseosos de concentrarse en las diferencias entre la contempla-
ción de la televisión y la contemplación en los museos. Jeudy se acerca a
ello cuando sugiere que las reliquias o residuos culturales son ambivalen-
tes, que ellos representan simultáneamente la garantía simbólica de la
identidad y la posibilidad de salir de esa identidad [A and K, p. 25].
Como reliquia, el objeto irrita y seduce, dice él. La reliquia no es un sig-
no de muerte, guarda el secreto. Pero —y aquí es donde Jeudy va en
marcha atrás de nuevo— toda mise en scène museal lo único que puede
hacer es eliminar ese misterioso elemento que la reliquia guarda. Aquí
resulta claro que Jeudy se aferra a cierta noción de la reliquia original, no
manchada por el presente, incontaminada por la mise en scène artificial.
Pero la noción misma de la reliquia antes del museo, por así decir, antes
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do, proyecto vs. obra llevada a cabo. Hay muchos registros diferentes de
producción y percepción estéticas, pero me siento tentado de decir que
necesitamos reconsiderar una noción enfática de la obra más allá de la
tradicional estética de la autonomía y más allá de una estética de la clau-
sura o del control clásico. Antes que leer este deseo simplemente como
una resurrección de la vieja ideología de la autonomía, de las nociones
de la obra de arte cerrada, etc., yo sugeriría, aquí también, cierto contra-
movimiento dirigido contra el dominio, en la cultura actual, de fugaces
imágenes de pantalla. En la era de la televisión por cable y del neurótico
cambio constante de canales, la idea de que todo lo visible e invisible
puede ser arte ya no puede satisfacer las demandas de percepción estéti-
ca. Una vez que el museo abrazó esa actitud vanguardista hacia la obra
de arte, la vieja ideología de la obra autónoma estaba muerta, y con ella
murió una noción formalista y elitista de la cultura. Pero la desaparición
de una noción estable de arte y de cultura, a su vez, condujo a una situa-
ción en la que la noción sin límites vanguardista empezó a funcionar en
el vacío. Esto, entonces, dio origen a la necesidad de imágenes que satis-
ficieran el deseo de intensidad de la experiencia, de densidad de la articu-
lación visual, de trascendencia del significado. Por más importantes y
válidos que fueran movimientos como el minimalismo, el conceptualis-
mo, la poesía concreta y la prosa experimental en el desmantelamiento
de una tenaz pero obsoleta noción de la pintura y la literatura, la necesi-
dad de nuevas imágenes, metáforas y relatos tenía que hacerse sentir de
nuevo.
Así pues, lo que hace falta aprehender y teorizar hoy día son preci-
samente los modos en que la cultura del museo y la exposición en el más
amplio sentido proporciona un terreno que puede ofrecer múltiples rela-
tos de significado en un momento en que los meta-relatos de la moderni-
dad han perdido su poder persuasivo, cuando más personas están ansio-
sas de oír y ver otras historias, de oír y ver las historias de otros, cuando
las identidades son moldeadas en negociaciones entre uno mismo y otro
que se desarrollan en múltiples estratos y jamás cesan, antes que fijadas
y dadas por sentadas en el marco de la familia y la fe, la raza y la na-
ción.
La popularidad del museo en los años 80 es, creo yo, un síntoma
cultural capital de la crisis de la fe occidental en la modernización. Una
manera de juzgar sus actividades debe ser determinar hasta qué punto él
ayuda a vencer la insidiosa ideología de la superioridad de una cultura
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sobre todas las otras en el espacio y el tiempo, hasta qué punto y de qué
maneras se abre a otras representaciones.
Desde luego, hay en esto serios problemas teóricos y políticos que
todos conocemos. Sin embargo, la idea misma de que la exposición del
museo invariablemente coopta, reprime, esteriliza, es estéril y provoca
una parálisis. Deja de reconocer cómo las nuevas prácticas de curadoría
y las nuevas formas de ser espectador han convertido el museo en un
espacio cultural completamente diferente de lo que era en la edad de la
modernidad clásica. Hemos de aprender a trabajar con tales cambios y a
emplear el museo como un lugar de controversia y negociación cultura-
les. En ese proceso, la vieja crítica del museo seguirá teniendo su lugar,
pero sólo como una palanca para convertir el museo aún más en un te-
rreno discursivo de multiculturalismo que vaya más allá de las limitacio-
nes de una modernidad arrogante y tiránica y que, al mismo tiempo, re-
flexione sobre los muy reales conflictos que hacen tan difícil lograr el
multiculturalismo en el mundo real. Sin embargo, puede ser que precisa-
mente este deseo de mover el museo más allá de la modernidad dejará
ver el museo como lo que siempre también pudo haber sido, pero nunca
llegó a ser en el ambiente de una modernidad restrictiva: una institución
genuinamente moderna, un espacio para que las culturas de este mundo
choquen y desplieguen su heterogeneidad, incluso su inconciliabilidad,
formen una red, se hibriden y vivan juntas en la contemplación del es-
pectador.