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Ciclo B
3 de diciembre de 2017
Es Adviento en la Casa del Señor. De parte de Jesús, una voz se impone: “¡Velen!” De parte
de la Iglesia, una súplica insistente se repite: Señor, muéstranos tu favor y sálvanos. Vuélvete,
por amor a tus siervos, a las tribus que son de tu heredad. Las dos expresiones se cruzan en
la esperanza del encuentro. Nosotros deseamos ver el rostro salvador de nuestro Dios. Para
ello, él nos recomienda mantener los ojos abiertos. La noche se acerca y se impone, en sus
ciclos implacables de oscuridad y cansancio. Los peligros más severos se aproximan cuando
nos descuidamos, cuando confiamos en que los ritmos ordinarios se repiten, como siempre.
Cuando cedemos al sueño que destroza, que desconecta, que nos invade de fantasías y falsas
promesas. ¡Atentos! ¡Permanezcan alerta!
Pero es precisamente aquí donde recordamos la genuina faz del Dueño de la casa, donde
entendemos que es su presencia la que importa y la que en lo más profundo del corazón
anhelamos. Es tan bello estar en su casa, en la casa común, tan digno propiciar en su entorno
la fraternidad, tan pleno servir en ella el banquete de la alegría, tan sublime elevar en ella la
alabanza de su nombre, que no reconocer su presencia o incluso despreciarla es lo más
insensato que podemos hacer. Él es nuestro padre y nuestro redentor; ése es su nombre desde
siempre. Podría estremecer montañas con su presencia y rasgar los cielos, pero prefiere
empapar la tierra de amable rocío. Podemos levantarnos y refugiarnos en él, porque no nos
abandona a merced de nuestras culpas. ¿Qué nos dice el Adviento? ¡Es posible comenzar de
nuevo! Aunque todas las acciones repercutan y dejen su huella en el tejido del cosmos, la
fuerza del amor divino es siempre más grande que nuestros errores y faltas, y Él está de
nuestro lado. El corazón humano no se rinde en la búsqueda de plenitud, y en este camino
Dios mismo es nuestro aliado, el primer involucrado en levantar nuestra libertad.
Continuamente hemos de agradecer a Dios los dones divinos que no ha dejado de
concedernos, y el confirmarnos en la palabra y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo,
para poder ser sus testigos. La esperanza del Adviento es que renovemos nuestra apertura a
Dios, invocándolo con confianza e impregnando de su noble presencia todos los rincones de
la casa. Que fortalezcamos la solicitud por nuestros hermanos, especialmente los más pobres,
y tendamos con ellos puentes de futuro y dignidad. Que intensifiquemos la caridad y el
cariño, haciendo extensivo el amor de Dios entre quienes se sienten solos y desamparados.
Que no nos durmamos en la sospecha de que nada puede cambiar, e iniciemos una
transformación de estructuras e instituciones, pero partiendo siempre de la conversión
personal desde un corazón de carne. Que no bajemos la altura de nuestras aspiraciones de la
estatura del mismo Jesús, cuyo advenimiento celebramos e imploramos. Él es el verdadero
maestro de humanidad. Él es la fidelidad de Dios en donde se resuelven los aparentes
fracasos. Él es la fuerza viva que nos puede encaminar a una existencia plena, y también el
criterio en el que se disciernen los reales éxitos o fracasos de la humanidad.
La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor, están con
nosotros. Velemos, para que en todo el tiempo santo nos acompañen, por intensa que parezca
la noche. Perseveremos en la unión con Él, abiertos los ojos a su llegada, suplicándola con
insistencia. Lo que el Señor dijo a los apóstoles lo dijo para todos. Permanezcamos alerta.
Lecturas
Del libro del profeta Isaías (63,16-17.19; 64,2-7)
Tú, Señor, eres nuestro padre y nuestro redentor; ése es tu nombre desde siempre. ¿Por qué,
Señor, nos has permitido alejarnos de tus mandamientos y dejas endurecer nuestro corazón
hasta el punto de no temerte? Vuélvete, por amor a tus siervos, a las tribus que son tu heredad.
Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia. Descendiste
y los montes se estremecieron con tu presencia. Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás que
otro Dios, fuera de ti, hiciera tales cosas a favor de los que esperan en él. Tú sales al encuentro
del que practica alegremente la justicia y no pierde de vista tus mandamientos. Estabas airado
porque nosotros pecábamos y te éramos siempre rebeldes. Todos éramos impuros y nuestra
justicia era como trapo asqueroso; todos estábamos marchitos, como las hojas, y nuestras
culpas nos arrebataban, como el viento. Nadie invocaba tu nombre, nadie se levantaba para
refugiarse en ti, porque nos ocultabas tu rostro y nos dejabas a merced de nuestras culpas.
Sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero; todos
somos hechura de tus manos.
Hermanos: Les deseamos la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Cristo Jesús,
el Señor. Continuamente agradezco a mi Dios los dones divinos que les ha concedido a
ustedes por medio de Cristo Jesús, ya que por él los ha enriquecido con abundancia en todo
lo que se refiere a la palabra y al conocimiento; porque el testimonio que damos de Cristo ha
sido confirmado en ustedes a tal grado, que no carecen de ningún don, ustedes, los que
esperan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los hará permanecer irreprochables
hasta el fin, hasta el día de su advenimiento. Dios es quien los ha llamado a la unión con su
Hijo Jesucristo, y Dios es fiel.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Velen y estén preparados, porque no saben
cuándo llegará el momento. Así como un hombre que se va de viaje, deja su casa y
encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, así también
velen ustedes, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa: si al anochecer, a
la medianoche, al canto del gallo o a la madrugada. No vaya a suceder que llegue de repente
y los halle durmiendo. Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta”.