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Julio Millares

Estocolmo

MODERNISMO Y POLíTICA EN
TIRANO BANDERAS
versión modificada

La dicotomía

La originalidad de la obra de Ram—n del ValleIncl‡n ha planteado m‡s de un


problema a los cr’ticos en lo que a su clasificaci—n se refiere. No s—lo le ha sido
asignada una filiaci—n al decadentismo sino tambiŽn al simbolismo, al parnasismo, al
modernismo y al expresionismo exceptuando su estŽtica del esperpento, a la que se
le ha tenido que dar un lugar separado (Risley: 534). La vaguedad del adjetivo
modernista es sin duda la responsable de estas vacilaciones pero su comœn asociaci
—n con un arte de evasi—n y una actitud escapista con respecto a los problemas
sociales es lo que ha llevado a un considerable nœmero de autores a asociar la
primera obra de ValleIncl‡n a este movimiento (Fern‡ndez Montesinos: 298), juicio
en el que el temprano art’culo de Ortega y Gasset, de 1904, sobre Sonata de est’o
parece haber tenido un peso considerable.
De hecho, el mismo ValleIncl‡n cultiv— con toda conciencia esa actitud
escapista (Brown: 52) de un modo incluso teatral (D’az Magoyo: 23). Lo cierto es
que muy pronto fue un hecho la cimentaci—n de los conceptos cr’ticos de
modernismo y generaci—n del 98 como fundamentales para la obra valleinclanesca,
la que fue calificada de modernista en su primer per’odo y noventaochista en su
segundo: ÒaquŽl ... [del] arte preciosista ... se siente un d’a herido por el famoso
dolor de Espa–a.Ó1
As’, la clasificaci—n convencional de su obra se fij— en los dos per’odos,
esteticista el primero hasta 1910 — 1912 y de orientaci—n social el segundo, desde
1920 con ocho a–os de transici—n entre medio, tal como lo estatuyera en su
momento una prestigiosa tradici—n cr’tica formada, entre otros, por Amado Alonso,
CŽsar Barja, Pedro Salinas y Alonso Zamora Vicente. Polarizaci—n en peque–o que
est‡ evidentemente heredada de la grande en la que cr’tica contempor‡nea
antagoniza las dos concepciones art’sticas presentando, segœn Antonio Ramos Gasc
—n, Òcomo contradictoria disyuntiva lo que a fines del siglo XIX constituy—
simplemente diversa manifestaci—n de rebeld’a pol’tica y estŽtica contra la sociedad
de la Restauraci—n.Ó (86) Segœn constata Predmore (99) en el caso de ValleIncl‡n
esta tradici—n sigue ejerciendo una considerable influencia, aun cuando la lectura
liberal de ValleIncl‡n basada en dicha dicotom’a entre modernismo y generaci—n del
98, no pueda dar cuenta de la originalidad del escritor gallego (105). De acuerdo a
Predmore, ya desde la primera estŽtica de ValleIncl‡n Òbrota un sentido dialŽctico
de la historiaÓ (123) en el que la Òs‡tira [desde Rosarito a Tirano Banderas] ...
emerge del punto de vista del puebloÓ (125).
Lo cierto es que, m‡s all‡ de las posiciones pol’ticas discernibles en la lectura de
las obras o en las intenciones declaradas del autor, una de las caracter’sticas
fundamentales de la obra valleinclanesca es aquella distancia entre el narrador y lo
narrado que como una continua l’nea de cesura marca toda su producci—n. En
efecto, incluso cuando se piensa en obras como las sonatas, es notable la escisi—n o
la distancia que existe entre el referente y el marquŽs de Bradom’n, narrador en
primera persona, que ve el mundo como el tablero de un juego o un conjunto de c—
digos hechos nada m‡s que para sus juegos de violaci—n. Si la cr’tica tradicional ha
considerado modernistas esas primeras obras lo ha hecho en primer lugar
ateniŽndose a la tem‡tica medieval y al lenguaje preciosista, al hecho de que ambos
reflejaban o constru’an un mundo alejado de los problemas y dificultades de la vida
cotidiana, del mundo de la humanidad doliente.
Y sin embargo aquel efecto de extra–amiento que de un modo diferente al
brechtiano impide toda identificaci—n del lector con los personajes o toda posible
catarsis est‡ presente en la totalidad de la obra de ValleIncl‡n. Por supuesto que es
correcta la interpretaci—n que hace Predmore de que en Sonata de oto–o, por
ejemplo, la presentaci—n negativa del mundo se–orial medieval con una marcada
oposici—n de valores de palacio contra campo, nobles contra aldeanos, constituye en
s’ una cr’tica, lo que directamente transformar’a la obra en sat’rica. O, al modo del
comentario de Engels sobre Balzac, la penetraci—n del escritor es tal, su Òverdad
literariaÓ, que encuentra el mal y la corrupci—n en la clase social adecuada y esto,
recordemos, en una obra definida repetidas veces como ÒmodernistaÓ o
ÒdecadenteÓ o el similar descubrimiento de que el drama familiar de Rosarito, por
ejemplo, puede ser entonces una Òalegor’a pol’tica ... [que] ofrece una variaci—n
sobre el tema de las dos Espa–asÓ (109). Predmore ve incluso un creciente
protagonismo colectivo de las clases bajas (121) que coincide con la consolidaci—n
del esperpento y el derrumbe completo de los valores de la sociedad feudal en un
apocalipsis de grotesco y visi—n carnavelesca de degradaci—n.
Lo convincente de este tipo de interpretaciones que nos entrega una visi—n
valleinclanesca de lo medieval opuesta a la tradicional ÒdecadentistaÓ de sus
primeras obras y que transforma al escritor, de esteticista en cr’tico social o por lo
menos lo asume presentando correctamente la tensi—n entre las fuerzas sociales, nos
muestra la necesidad de matizar seriamente la dicotom’a tradicional en la apreciaci—
n de la obra del escritor gallego. M‡s aœn quiz‡s, dicho contraste entre la
interpretaci—n dicot—mica de la obra valleinclanesca y la ’politizante’ nos lleva a la
necesidad de postular la existencia de un apriori que se encontrar’a subyacente en
toda la obra como su condici—n de posibilidad y como horizonte de constituci—n de
la percepci—n art’stica en ValleIncl‡n, ya desde el principio hasta su desarrollo
completo en Tirano Banderas (TB, en adelante). Nos referimos a esa distancia entre
el narrador y lo narrado que mencionamos anteriormente y cuyo car‡cter nos
proponemos investigar principalmente en TB.

El estatus

ÀCu‡l es, pues, el estatus de esta distancia? ÀC—mo podremos describir su


modo de existencia? El pr—logo mismo de la novela nos sorprende con su concisi—
n y su tono objetivo: presentaci—n aparentemente neutral del personaje Filomeno
Cuevas pasando revista a sus hombres, entorno de luna clara y horizontes profundos
que pronto se diferencia del pr—ximo personaje que toma la voz: el Coronelito de la
G‡ndara, quien hambriento de mando, chicanea y se burla de Filomeno, para, ya en la
primera parte de la novela, presentarnos al hier‡tico generalito (Banderas) como
una Òcalavera con antiparrasÓ (40).
Estamos, de hecho, ante un narrador que considera las acciones desde diferentes
puntos de vista o perspectiva, una visi—n neutral y otra burlona, a primera vista en
este caso, y que necesariamente implican una actitud cr’tica por parte de este
narrador, de toma de distancia (la percepci—n espacial es aqu’ inevitable), tal como
lo indica el uso de los diminutivos. Dicha toma de distancia del narrador y esta
perspectiva diferenciada en los personajes nos remite a la diferenciaci—n hecha por
GŽrard Gennette en Figures III , en los cap’tulos sobre el modo y la voz (183 ss.),
asign‡ndole al modo el punto de vista, Òel personaje desde quien el punto de vista
orienta la perspectiva narrativaÓ (203) y a la voz el narrador mismo, a la diferencia
entre quiŽn ve (modo) y quiŽn habla (voz).
Hablando provisionalmente con respecto a la perspectiva o punto de vista parece
haber en la novela una notable regularidad en la presentaci—n de los personajes, lo
que no s—lo constituye el caso del personaje del tirano, la figura siempre plana a la
que alude el cuasi ep’teto Ògarabato de un lechuzoÓ sino tambiŽn en otros menos
unidimensionales como Filomeno, quien es visto desde las facetas de patriota, jefe
insurreccionario responsable y padre de familia.
En todo caso, lo que el curso de la narraci—n hace es darnos m‡s informaci—n;
es decir, fundamentalmente, completar la imagen inicial que como lectores tenemos
del personaje, ya que en cierto modo los personajes est‡n dados completamente
desde el comienzo: as’ Tirano, Filomeno, de la G‡ndara, Zacar’as y lo que impulsa
hacia adelante la acci—n es una l—gica de sucesos cuya base se encuentra m‡s en
una sicolog’a general abstracta que en motivaciones individuales en el seno de los
personajes.
Es decir, segœn la clasificaci—n rebautizada por Genette, nos encontramos
obviamente ante un relato de focalizaci—n externa en el que el narrador dice menos
que lo que dicen los personajes y decimos ÒdiceÓ y no ÒsabeÓ porque las
diferencias entre la presentaci—n de Tirano o de de la G‡ndara y Filomeno resaltan a
los ojos del lector y est‡ claro que en el caso de los esperpentos la presentaci—n
burlona del narrador deja entrever que sabe mucho m‡s que lo dice. Filomeno parece
’normal’ mientras que los otros dos no y ante estas diferencias necesariamente se
sospecha que el narrador no proporciona toda la informaci—n que tiene en su poder.
Este punto de vista o modo genettiano de narraci—n, o perspectiva, como la
llamaremos, es muy especial es sin duda muy especial en TB.
Y tambiŽn lo es en el caso del narrador. ÀQuŽ decir de quien habla, de la voz,
segœn Genette? El hecho de que sea extradiegŽtico es una condici—n sine qua non
de la distancia original sobre la que se constituye la narraci—n as’ como tambiŽn de
que esta voz narradora sea la œnica en toda la novela, es decir que su visi—n no es
confrontada o discutida por ninguna otra voz y por lo tanto su poder de presentaci—
n omn’modo. En efecto, este narrador condensa y organiza el tiempo en la cadena de
los sucesos en el m‡s alto grado posible y desde una relaci—n con su historia que
muestra siempre la imagen deformada de los esperpentos sobre la superficie l’mpida
de los personajes neutros o ’normales’, es decir, y otra vez, la distancia a priori
original.
La perspectiva deformada

Perspectiva de focalizaci—n externa, en la que el narrador dice menos que lo


que sabe o dice el personaje, dijimos a modo tentativo pero tuvimos inmediatamente
que diferenciar entre personajes esperpŽnticos y otros no deformados como
Filomeno o el indio Zacar’as. Que en TB no hay una estŽtica de deformaci—n
sistem‡tica completa tal como lo explicaba el personaje Max Estrella en Luces de
bohemia es un hecho reconocido por muchos pero cuyas consecuencias quiz‡s no
han sido debidamente sacadas. En efecto, una estŽtica de deformaci—n sistem‡tica
sin excepciones no es la misma que una que deforma s—lo a algunos personajes y no
a otros (aunque sea sistem‡tica en cuanto a la elecci—n del tipo de personaje).
Si solamente se tratara del primer caso tendr’amos una perspectiva deformada
consecuente a la que describir y estudiar en sus procedimientos y el problema es que
el quiebre o inconsecuencia en la aplicaci—n de esta perspectiva es lo que nos remite
a una instancia anterior constitutiva de la narraci—n. Tal como lo constata Alfonso
Reyes el autor gallego Ò... procede por arquetipos, por grandes ideas previasÓ2 que
es lo que, en su fundamental identidad con un narrador que mantiene el control
absoluto de todos los aspectos de la narraci—n, nos permite hablar de esa distancia
originaria.
D’az Magoyo tambiŽn la menciona diciendo que Òla novela estar’a narrada ...
de la perspectiva de la otra ribera [de la muerte]Ó (140) y cita un fragmento de Los
cuernos de don Friolera , en el que, en un di‡logo entre Manolito y don Estrafalario,
Žste le dice que ÓMi estŽtica es una superaci—n del dolor y de la risa, como deben
ser las conversaciones de los muertos al contarse historias de los vivosÓ (139).
Dicha distancia segœn D’az Magoyo es la estrategia elegida por ValleIncl‡n en TB:
Òlos personajes de su novela representan teatralmente su propia vida. No para
distanciarse de ella ... sino para ... distanciarse de ellos el narradorÓ lo que al autor le
proporcionar’a una Ògarant’a de observaci—n limpia de veleidades participatoriasÓ
(146), afirmaci—n Žsta que evidentemente carece de sentido.
En efecto, aun cuando nos hallemos en una perspectiva de distanciamiento que
observa con neutralidad las pasiones de los vivos los personajes no necesitan ser
deformados, tal como ocurre en Pedro P‡ramo mientras que a todas luces en TB no
se trata de una representaci—n naturalista de personajes reales sino de una visi—n
art’stica peculiar, la de la estilizaci—n a la que el mismo ValleIncl‡n se refiri—
muchas veces y a su propia participaci—n en las ideas estŽticas Òde deshumanizaci
—n del arteÓ como las describi— Ortega y como el mismo D’az Magoyo recuerda.
As’ pues, m‡s que una perspectiva de deformaci—n sistem‡tica en la que los
personajes se representan teatralmente a s’ mismos nos encontramos ante una
perspectiva mœltiple o de deformaci—n no sistem‡tica. Podemos incluso hablar de
una perspectiva triple, dependiendo del grupo de personajes tomados.
La primera modalidad y la m‡s evidente es la aplicada al personaje de Santos
Banderas mismo.
Inm—vil y taciturno ... parece una calavera con antiparras negras (40).

... en una inmovilidad de corneja sagrada ... (ibid.)

Ni–o Santos, con una mueca de la calavera (44).


Don Santos rasg— con su sonrisa su verde m‡scara indiana (47).
Los ejemplos se pueden multiplicar. A lo largo de toda la novela se mantiene la
figura de m‡scara hiŽratica del general y se la completa con una expresi—n
ceremoniosa y gesto adusto:
Banderas, con un gesto cu‡quero (43).

... hac’a ... un saludo fr’o y parco (ibid., 44).

... rasgaba la boca con falsos teclados (188).

La momia enlevitada respond’a con cu‡quera dignidad (189).


La calma de hielo que se le atribuye al general no es nunca perturbada, ni
siquiera en momentos de extrema emoci—n, como cuando decide matar a su hija
para que no caiga en manos del enemigo y en donde no hay m‡s que verbos de acci
—n de los que est‡ excluida toda referencia a estados de ‡nimo:
Sin alterar su paso de rata fisgona ... (240).
Estamos, evidentemente, ante un distanciamiento total, uno que no recoge nada
m‡s que los gestos externos y fuertemente caricaturizados del personaje y
absolutamente m‡s nada, ningœn rasgo sicol—gico, todo es externo y grabado como
un dibujo en la cara, un personaje tan plano como las figuras de Joan Mir— o un
personaje expresionista de los de Ernst Toller o Georg Kaiser, que estaban, por
dem‡s, produciendo sus obras por aquella Žpoca. En efecto, la tŽcnica de
ValleIncl‡n no es radicalmente diferente a la expresionista de vaciar al personaje de
contenido sicol—gico para hacerlo representativo, en el caso de Toller o Kaiser, de
todos lo hombres o en el caso del escritor gallego, de un tipo de hombre, el tirano en
este caso3.
Por supuesto que tambiŽn hay diferencias. El mŽtodo expresionista vac’a el
personaje individual para llevarlo, en su Stationendrama, a travŽs de un recorrido de
experiencias fundamentales o cuestiones centrales para todos los seres humanos
mientras que en TB la figura del tirano est‡ nada m‡s que como un s’mbolo del
poder y aqu’ s’, en este caso, el comportamiento de Santos Banderas no es muy
diferente al de los personajes expresionistas que representan o detentan poder como
los caballeros de las carreras de bicicletas en Von morgem bis mitternachts o los
caballeros vestidos de negro que en Gas I representan el capitalismo mundial. Tirano
es tan genŽrico como el millonario de Die Koralle , quien carece tambiŽn de nombre
y s—lo es conocido por su rol y cuyas motivaciones pertenecen m‡s bien a una
sicolog’a general abstracta que a un individuo concreto de carne y hueso o por quŽ
no el personaje innombrado de Ernst Toller en Masse Mensch que representa las
masas en su furor insurreccionario, o cualquiera de esos roles abstractos t’picos del
expresionismo: la afinidad entre Tirano y los personajes expresionistas es evidente.
En el caso del millonario, Žste hizo su fortuna huyendo de la miseria m‡s
extrema, Tirano es el c’nico renegado de su origen y cuando el hijo del millonario
niega el objeto de la vida de su padre Žste se lanza al crimen anulando su carrera del
mismo modo que Tirano mata a su hija para que nadie se burle del chingado y ya no
chingador Banderas. Ningœn otro rasgo individual en ninguno de los dos. Con un
aspecto en Santos Banderas que falta en el millonario: los rasgos tan caricaturescos
de aquŽl asocian a los dibujos de Grosz o a las figuras completamente planas de
Matisse o al cubismo.
De hecho, estos elementos de caracterizaci—n que bien podr’amos llamar pict—
ricos como en concreto el cubismo est‡n concientemente presentes y expresamente
mencionados en TB, no s—lo nominalmente como en la conocida ÒVisi—n cubista
del circo HarrisÓ (76) en el Òajedrezado de blancas y rosadas azoteasÓ de la ciudad
(49) y en dos o tres lugares m‡s en la descripci—n del espacio sino tambiŽn y
sobretodo en los personajes mismos. Santos Banderas est‡ tan distorsionado,
aplanado, faceteado y estilizado como una, quiz‡s la m‡s perturbadora, de las se–
oritas de Avi–—n del cuadro de Picasso (1907) y como una de ellas, se ha convertido
en un signo gr‡fico que ha dejado atr‡s la representaci—n tridimensional del
referente. Pero aqu’ y tambiŽn como en el cuadro, en donde la cabeza tridimensional
de una de las mujeres contrasta con las bidimensionales de las otras y en donde el
espacio se retuerce y endurece como roca, el signo plano de Santos Banderas brilla
enigm‡tico sobre otras figuras con m‡s dimensiones que el suyo y sobre un tiempo
(la novela es un arte temporal como la mœsica) que se concentra de acci—n al grado
de no dejar intersticio alguno entre uno y otro suceso.
Todas cosas que se–alan el car‡cter innegablemente modernista de este tipo de
procedimiento art’stico y en una de las obras proclamada, junto con las del Ruedo
IbŽrico, como de las m‡s comprometidas pol’ticamente, o como constituyentes de
este per’odo de preocupaci—n por Espa–a tan t’pico de la generaci—n del 98, con
lo que nos encontramos en la paradoja de afirmar que el arte de ValleIncl‡n es m‡s
urticariamente pol’tico cuando m‡s modernista es o prendado de procedimientos
t’picamente esteticistas est‡, cosa esta œltima que resulta evidentemente innecesaria.
Baste con se–alar que el modernismo que la visi—n tradicional circunscrib’a a un
per’odo anterior en la obra del escritor gallego est‡ m‡s presente que nunca en su
obra pol’tica, que, incluso, ambos son quiz‡s aspectos de la misma visi—n
deformadora o de esa distancia que condena al referente a una esquina de la obra.

La perspectiva satírica

La segunda modalidad de la perspectiva es una m‡s cl‡sica y tambiŽn m‡s


estrictamente literaria. Nos referimos a la visi—n claramente sat’rica con que son
presentados los personajes espa–oles de la colonia, desde el embajador hasta don
Celestino Galindo y a los hombres de Banderas, Veguitas y de la G‡ndara. En dicha
modalidad sat’rica lo primero que llama la atenci—n es la tŽcnica de degradaci—n
que da rasgos animales a los personajes. Quien est‡ m‡s consecuente enfocado desde
esta perspectiva es el representante de la colonia espa–ola, don Celestino:
Cacare— don Celestino (43).

Infl—se don Celes (46) [lo que constituye un rasgo del personaje, que a menudo ’infla
su botarga’ (67)].

El Tirano le despidi— ... desbaratada la voz en una cuca–a de gallos (48).


Do–a Lupita la anciana ten’a:
esclava la sonrisa y los ojos oblicuos de serpiente sabia (57).
Y m’ster Contum, aventurero yanqui:
alarg— ... su magro perfil de loro rubio (67).
El vate Larra–aga, caricatura de poeta, camina:
con revuelo de zopilote, negro y lacio (72).
Y por œltimo, porque los ejemplos de este tipo se multiplican, el payasesco
licenciado Nacho Veguillas suele:
[sesgar] la boca ... remedando el canto de la rana (85).
El encarnizamiento mayor se produce sin duda con el personaje del embajador
espa–ol, a quien, a diferencia del trato escueto de los dem‡s personajes satirizados,
no se le escatima la sorna e incluso un juicio moral tanto m‡s contundente cuanto
solo en el texto, al punto que resalta como œnico producto de una presentaci—n
negativa sin contenci—n alguna:
...ten’a la voz de cotorrona y el pisar de bailar’n ... grandote, abobalicado, muy
propicio al cuchicheo y al chismorreo, rezumaba falsas melosidades ... desva’do figur
—n, snob literario (50)

... distra’do, evanescente, ambiguo, prolongaba la sonrisa con una elasticidad


inveros’mil (51).
Y en el œnico retrato largo de la novela:
.. Un pesimismo sensual y decadente ... retocaba ... el perfil sicol—gico ... trasluc’a
sus aberrantes gustos con el libre cinismo. ... Bajo esta apariencia de fr’volo cinismo,
prosperaban alarde y enga–o ... (196).
La presentaci—n extremadamente negativa del embajador de Espa–a tiene un
paralelo en la del prestamista. La iron’a:
Quint’n Pereda, el honrado gachup’n (116).
El juicio moral:
Era un viejales maligno, que al hablar entreveraba insidias y mieles, con falsedades y
reservas (117).
El mote antisemita como caracterizaci—n:
Sonri— el gachup’n, con hieles judaicas (119).

—Este jud’o gachup’n nos crucifica (121).


No es muy benigna la presentaci—n del grupo diplom‡tico (206-211) Y los
representantes de la colonia ante el tirano, con la excepci—n de don Celes vistos
colectivamente, se mueven al un’sono en la entrevista inicial:
Los charolados pies juanetudos cambiaron de loseta. Las manos ... se removieron
indecisas (43).
El coronel de la G‡ndara es burl—n, borracho o fanfarr—n y tiene un
comportamiento uniforme:
... como arrastraba su vida por bochinches y congales, era propenso a las tremolinas y
escandaloso al final de las farras (91).
Esta perspectiva sat’rica que ve a los personajes desde la distancia establecida
por la burla es consecuente y en efecto para los personajes vistos desde esta
perspectiva todo es referido como el director de El Criterio Espa–ol le aconseja a su
reportero que refiera el acto pol’tico de la oposici—n:
Haga la rese–a como si se tratase de una funci—n de circo, con loros amaestrados.
Acentœe la soflama (70).
Pero no por ello son planos los personajes, como no lo es de la G‡ndara o
Nacho Veguillas, aunque tampoco pierden en ningœn momento el aire de
carnavalesco que los constituye y los congela inexorablemente en el gesto rid’culo o
en el discurso acartonado. A lo sumo la cercan’a del enfoque o la intensificaci—n del
gesto puede darle patetismo a la figura, como ocurre en un solo caso, el del
licenciado Nacho Veguillas, quien, desde la m‡s alta abyecci—n de la payasada
compulsiva y su despreciable miedo por un momento es visto con compasi—n:
El planto pusil‡nime y vers‡til de aquel badulaque aparejaba un gesto ambiguo de
compasi—n y desdŽn en la cara funeraria del viejo conspirador y en la insomne
palidez del estudiante. La mengua de aquel buf—n en desgracia ten’a cierta
solemnidad grotesca, como los entierros de mojiganga con que fina el antruejo (169).
ƒsta es la œnica vez que el narrador comenta algo as’, aunque lo atenœa, lo hace
ambiguo al atribu’rselo a los personajes del conspirador y el estudiante. Pero esto es
una anomal’a del narrador, que nunca penetra en la visi—n de los personajes, una
debilidad.

La perspectiva neutral

La tercera modalidad es la neutral, que as’ caracterizamos porque ni estiliza


como a Tirano ni satiriza como a sus lugartenientes, sino que aparentemente no
aplica lentes positivos o negativos a los personajes. Los dos m‡s notorios son por
supuesto Filomeno Cuevas y al indio Zacar’as. Como veremos, no es consecuente
con todos los personajes. Hay variaciones importantes, giros significativos en la
c‡mara del narrador. El primero es el que se le aplica a Filomeno. M‡s que neutral u
objetiva la presentaci—n de Filomeno Cuevas es secretamente positiva. En la
presentaci—n del pr—logo su figura contenida y firme contrasta con la arrogante y
bomb‡stica de de la G‡ndara, su prop—sito es adem‡s noble e intrŽpido: hacer la
revoluci—n de un solo golpe. Cuando hacia la mitad del libro encuentra al coronel
vuelve a producirse el contraste y en su presentaci—n no hay un solo rasgo negativo,
por lo contrario:
Filomeno Cuevas sonre’a. Era endrino y aguile–o. Los dientes alobados, retinto de
mostacho y entrecejo: En la figura pr—cer, acerado y bien dispuesto (131).
Y esta presentaci—n positiva se mantiene. Cuando su mujer le muestra
preocupaci—n por su ausencia Žl le reprocha suavamente:
—ÁPor ti y los chamacos no cumplo mis deberes de ciudadano, Laurita! El œltimo
cholo que carga un fusil en el campo insurrecto aventaja en patriotismo a Filomeno
Cuevas (133).
Cuando llega el momento de despedirse de la familia ante el comienzo de la
campa–a Filomeno pronuncia uno de los pocos discursos sinceros de la novela, que
por serlo se caracteriza tambiŽn por su sencillez. Es la acusaci—n de su conciencia
lo que lo impulsa a la revoluci—n (158) y la escena de la despedida termina con el
comentario que hace el indio Zacar’as observ‡ndolo todo desde su caballo con los
restos de su hijo terciados sobre el lomo:
—ÁSon pidazos del coraz—n! (159)
El intenso grado de patetismo de la escena es s—lo comparable a las que
protagoniza el indio Zacar’as. Y no hay en la novela ninguna otra cosa que se
parezca a esto. La perspectiva que miraba a los personajes desde arriba y
despreci‡ndolos como a de la G‡ndara o Nacho o ir—nica y distante como a Tirano
se ha transformado ahora en una perspectiva que mira al personaje desde su misma
altura e incluso un poco desde abajo, con silenciosa admiraci—n.
Veamos un poco lo que sucede con el indio Zacar’as. Con Žl ocurre algo
especial y es que la perspectiva ya no admira, s—lo contempla. La c‡mara del
narrador da un nuevo giro, ya no levemente desde abajo sino a la misma altura, con
compasi—n. Porque lo que contempla es extremo, es el punto m‡s alto de opresi—n
y abuso del poder. Son los directamente desamparados.
La presentaci—n del indio es tan feroz que raya el borde de lo veros’mil o por lo
menos de lo aceptable por el lector. En la revista que hace Filomeno Cuevas muestra
un deseo fervoroso de la m‡s arrojada acci—n porque lleva consigo los restos de su
hijo devorado por los chanchos de la ciŽnaga como si fueran un amuleto (33). Su
entrada en la historia, cuando de la G‡ndara en fuga se refugia con Žl es tambiŽn
sobria (111). Llamado el Cruzado por una cicatriz en la cara y un par de rasgos: el
pobr’simo alfarero es taciturno y supersticioso, preocupado porque ha descubierto
varios signos funestos (112).
Y despuŽs nada, presentaci—n absolutamente neutral de sus parlamentos.
Acompa–a o gu’a al coronel en su fuga y a quien vemos es despuŽs a su mujer,
tratando de empe–ar la sortija del coronel. Es ella, quien a pesar ser despierta, Òse
avizor— la chinita (117) y mostrarse ÒagudaÓ (118) est‡ completamente
desamparada ante la codicia del prestamista Pereda, escena intensificada con la
aparici—n del mœsico ciego y su hija, que tampoco logran conmover al gachup’n,
tan duro como un Shylock. La pr—xima escena que muestra a la mujer de Zacar’as
es el allanamiento de su casa y el subsiguiente abandono del hijo (1379), neutral en la
presentaci—n: bastan los hechos.
Est‡ claro que estamos ante un tratamiento muy diferente al llevado a cabo por
las dos perspectivas anteriores. Ausencia completa de negatividad, escasos o nulos
rasgos de positividad, a diferencia de la presentaci—n de Filomeno pero es que
estamos los m‡s perjudicados y desamparados, la poblaci—n aut—ctona, los indios y
criollos m‡s pobres (como el mœsico ciego y su hija). Ante ellos el ojo del narrador
se conmueve en secreto. Sigamos a Zacar’as.
En la escena del descubrimiento de los restos de su hijo (1456) vuelven a bastar
los hechos, no s—lo es completamente neutra la perspectiva y contempla, el
personaje se encierra en su dolor, aunque el grado de patetismo aumenta cuando cree
descubrir que los restos de su hijo le dan suerte. A partir de entonces y sin expresi—n
alguna en su cara, Òno mudaba de voz ni de gestoÓ (150), comienza su carrera hacia
Pereda y hacia el cuerpo revolucionario de Filomeno y lo hace con un Òpensamiento
solitario, insistente, É taladro doloridoÓ (152) que se repite anaf—ricamente como el
estribillo de la frase ÒSe–or Peredita, corrŽs de mi cargoÓ (ibid.) y que estalla en el
cl’max del prestamista atado a la reata, Òque consuela su estoica tristeza indianaÓ
(156). El comentario final del narrador lo dice todo sobre la perspectiva, es la de los
indios expuestos expuestos al grado m‡s brutal de explotaci—n, perspectiva de
contemplaci—n, pr‡cticamente neorrealista, muy cercana al dolor de los personajes,
una perspectiva para provocar la conmiseraci—n del lector.
Todav’a quedan dos personajes vistos de una manera un tanto especial en el
marco de esta perspectiva. El licenciado S‡nchez Oca–a y Roque Cepeda. El primero
es el orador eximio admirado incluso por el Vate Larra–aga y Fray Mocho,
empleados de su enemigo pol’tico, el due–o de El Criterio Espa–ol y quienes
lamentan haber vendido su pluma o su conciencia ya que tienen que criticarlo (73).
Lo que vemos de Žl son fundamentalmente sus habilidades oratorias y en efecto
su discurso (745) es de una ret—rica controlada que sostiene una posici—n
indigenista, antieurope’sta e igualitaria consecuente que no se encuentra burlado en
ningœn momento y que est‡ adem‡s dignificado por la admiraci—n sincera de sus
adversarios, lo que har’a sospechar a cualquiera que el personaje es simplemente un
portavoz: el de la posici—n indigenista revolucionaria que bien conoc’a y apoyaba el
autor. PiŽnsese simplemente en su poema de despedida a MŽxico: ÒÁIndio
mexicano que la Encomienda torn— mendigo!Ó5 La pr—xima vez que lo
encontramos, en la prisi—n de Santa M—nica (165), lo encontramos tambiŽn
ÒperorandoÓ (173), pero eso es todo. No hay ningœn otro comentario ni acci—n
del personaje que muestre nada m‡s que Žl m‡s que quiz‡s la sutil iron’a de que su
papel de tribuno revolucionario lo ocupa del todo, lo cual es, por otro lado, algo que
ocurre con frecuencia en la novela.
Don Roque Cepeda, jefe de la oposici—n, est‡ visto desde una perspectiva un
poco m‡s compleja. Es su estancia en la prisi—n de Santa M—nica la que nos
permite conocerlo (170ss.) y esto en contraste con el prisionero an—nimo, escŽptico
y pr‡ctico que busca activamente formas de evasi—n, Cepeda se muestra pasivo,
c‡ndido y profundamente creyente en una teosof’a desencarnada de la realidad. Se
ha querido ver en esto una de las iron’as de Valle-Incl‡n se–alando que tanta
ingenuidad pol’tica bien puede transformarse en intolerancia e incluso tiran’a, ya una
vez en el poder, cosa que le dar’a a la novela un pretendido car‡cter circular. Sin
duda que esto es algo muy complicado porque arrastra m‡s all‡ de lo que uno
quisiera el problema del referente.
En efecto, de figuras carism‡ticas que despuŽs resultan tir‡nicas est‡ llena la
historia americana y por lo tanto el c’rculo del hŽroe de la revoluci—n que derroca
al tirano para despuŽs transformarse Žl en uno hasta que se reinicie el ciclo el algo
bien usual. El asunto est‡ en afirmar que a ese c’rculo real alude TB y eso es algo
quiz‡s arriesgado porque la m‡s que densa trabaz—n de los sucesos, con la sola
excepci—n del pr—logo anticipatorio, apunta siempre en l’nea cronol—gica hacia
adelante y aparte de la figura y su ingenuidad notoria no hay elemento que se–ale tal
circularidad. TambiŽn en el referente real hab’a figuras de cierta ingenuidad y con un
destino tr‡gico en el que inspirarse. PiŽnsese en Madero simplemente.
Para resumir entonces, hay tres variantes en la perspectiva neutral que hemos
comentado. La primera es discutiblemente neutral o lo es s—lo en comparaci—n con
la perspectiva degradante de los personajes satirizados: nos referimos a la que tiene a
ver a Filomeno con rasgos solamente positivos. La segunda fue de Zacar’as y los
desamparados, una perspectiva de la conmiseraci—n y la tercera y œltima fue la de
los pol’ticos revolucionarios, levemente ir—nica. Es como si hubiera una progresi—
n: desde la perspectiva distante, despreocupada y estetizante que transforma a Santos
Banderas en un signo gr‡fico, perspectiva claramente demiœrgica que ve a los
personajes desde arriba, se continœa la visi—n sostenida desde arriba y degradando y
despreciando a los personajes en la perspectiva sat’rica. Y esta œltima visi—n, sino
sat’rica, por lo menos ir—nica, es la continœa aplic‡ndose, ya desde una perspectiva
neutral, aunque ti–Žndola, sobre los pol’ticos revolucionarios Cepeda y S‡nchez
Oca–a. Cuando llega a los indios y desamparados la perspectiva est‡ tomada desde la
misma altura y compadeciŽndose de ellos y finalmente, cuando llega al jefe
revolucionario, la toma se produce levemente desde abajo: es de admiraci—n y a
veces franca, con lo que se recorri— todo un espectro.

perspectiva
deformada:
narrador: Tirano
voz
perspectiva
satírica: los
perspectiva: españoles
modo perspectiva
irónica: políticos
revolucionarios Sánchez
Ocaña y Roque Cepeda
perspectiva
perspectiva objetiva: el
heroica: indio
Filomeno Zacarías, los
pobres

La voz o el narrador

La novela que nos ocupa no es s—lo peculiar en su espectro de perspectivas


tambiŽn lo es en el modo en que su narrador organiza el material de su historia. D’az
Migoyo en su libro sobre TB desarrolla varios de estos aspectos 6, en primer lugar,
las tres series causales de la novela, la del indio, la de Filomeno y Roque Cepeda y la
tercera del cuerpo diplom‡tico, la condensaci—n del tiempo comparable a la saturaci
—n espacial del Greco (111) y la completa simetrizaci—n de la disposici—n general
(123ss.), es decir, el conjunto de la causalidad, temporalidad y simetr’as (128) en la
novela nos hablan de ese narrador divino, semidivino o demiœrgico, como preferimos
llamarlo, cuya visi—n, como lo escribi— ValleIncl‡n mismo en su L‡mpara
maravillosa diez a–os antes, es comparable a la de Òlas pupilas ciegas de los dioses
en los m‡rmoles griegos [que] simbolizan esta suprema visi—n que aprisiona en un
c’rculo todo cuanto mira.Ó7 Se trata de la misma visi—n que resulta de una estŽtica
delineada en los presupuestos modernistas del arte por el arte: Òel arte es un juego
—el supremo juego— y sus normas est‡n dictadas por el numŽrico capricho, en el
cual reside su gracia peculiar. Catorce versos dicen que es soneto. El arte pues, es
pura forma.Ó8
Bibliograf’a

Brown, G.G., Historia de la literatura espa–ola, El siglo XX., trad. Carlos Pujol,
1980. Barcelona: Ariel.
D’az Migoyo, Gonzalo. Gu’a de Tirano Banderas. 1985. Madrid: Espiral.
Fern‡ndez Montesinos, JosŽ, ÓModernismo, esperpentismo, o las dos evasionesÓ,
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Toller, Ernst. Man and the masses, trad. Untermeyer, Louis. 1924. New York: The
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ValleIncl‡n, Ram—n del. Tirano Banderas, 1987. Madrid: Espasa Calpe.
Notas

(1) Pedro Salinas, citado por D’az Migoyo, Gonzalo. Gu’a de Tirano Banderas.
1985. Madrid: Espiral, 23.
(2) Citado por D’az Migoyo, ibid., p‡g. 97. Valle-Incl‡n mismo declar— haber
pensado que ÒAmŽrica est‡ constituida por el indio aborigen, el criollo y el
extranjeroÓ (ibid., 110), en el que cada tipo est‡ representado por tres personajes
en TB.
(3) VŽase Benson, Renate. German expressionist drama, Ernst Toller and Georg
Kaiser. 1984. London: Macmillan Press, 24.
(4) VŽase Kaiser, Georg. Plays volume one, ed. J.M. Ritchie. 1985. London: John
Calder.
(5) Publicado en el Excelsior de MŽxico y reproducido en D’az Migoyo, ibid., p‡g.
(75).
(6) VŽase el cap’tulo I de la primera parte, ÒQuŽ pasa y quŽ no pasa en Tirano
BanderasÓ, ibid., 97ss.
(7) Citado en D’az Magoyo, ibid., p‡g. 122.
(8) Ibid., p‡g. 69.

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