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Mil años de historia bizantina.

Pautas de una evolución.


La primera de las características que Helena
De Constantino a la Ahrweiler, en un conocido estudio, cree oportuno
dinastía Isáurica señalar a propósito de los primeros siglos de
Bizancio, es el universalismo; una ciudad como
Constantinopla será denominada Nueva Roma y
(324-717) también Nueva Jerusalén, es decir, heredera tanto de
la poderosa Roma como poderoso retoño fortalecido
por la ideología ecuménica del cristianismo (Ahrweiler 1975,13). Bizancio, desde el principio,
absorbió mediante su poderosa y atractiva cultura multitud de elementos extranjeros, de forma que
puede hablarse, muy tempranamente ya, de un imperio multiétnico; al tiempo, su eficiente
diplomacia, a la que ya se ha hecho alusión, supo tratar con inteligencia a no pocos jefes bárbaros
y canalizar en ocasiones la violencia de sus pueblos hacia las tierras occidentales. Fue esta actitud
y su poder la que le permitió, frente a un Occidente destrozado por las invasiones, presentarse
como “el bastión de la cristiandad” que dice Ahrweiler, el centro del mundo civilizado y la única
capital del Imperio romano durante siglos. Propio de este primer periodo, y en especial del reinado
de Justiniano, es el sueño de reconquistar el viejo Imperio, una idea costosa y peligrosa a la vez
que se opondrá a la posibilidad de tal vez mucho más razonable –y perdónesenos que cedamos
aquí que cedamos aquí a la tentación de aliarnos con algunos historiadores cuyas opiniones
despiden un cierto tufillo “contrafactual” – de volverse hacia Oriente como solución adecuada para
consolidar el Imperio política, económica y socialmente. Este sueño justinianeo, su deseo de
reconstruir el viejo orden romano, constituye el apogeo de la idea imperial que se traduce, además
de en una serie de empresas militares que le llevan hasta tierras de España (Vallejo Girvés en
general), en un robustecimiento del poder central, donde la labor legislativa, justamente famosa, no
será sino un factor entre otros varios, y también en el definitivo (y al parecer añorado) triunfo
sobre el paganismo, ya que no debemos olvidar que la Academia ateniense fue cerrada por este
emperador en el año 524. Su cierre entra dentro de una categoría de medidas que se oponían, como
Haldon, 329 ha señalado, a los esfuerzos conscientes de los miembros de la elite social y a la clase
ilustrada del Estado por mantener un antiguo modo de vivir y, con él, un sistema de creencias; no
se trata por tanto de un paganismo residual, lleno de prácticas ancladas en poblaciones rurales con
sus rituales y cultos locales que habían sobrevivido durante siglos y que, para este mismo
investigador, en justicia, no merecían el nombre de paganismo, sino más bien algo muy distinto y
que preocupaba mucho más a Justiniano y su círculo. “El viejo orgullo romano y el nuevo sentido
cristiano de la misión conspiraron para inflamar en los emperadores de Constantinopla una política
de reconquista” (Browning 1992, 5). A su muerte (565), sin embargo, los costos de las guerras se
harán sentir; ya incluso en tiempos del propio Justiniano la agitación social (la llamada revuelta de
Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

Nika [532] pondrá en peligro su propia vida. Será más tarde Heraclio (610-641) quien reordenará
un Imperio amenazado por los persas, ávaros y eslavos, “agotado económicamente y
financieramente” (Ostrogorsky 1977, 121), y logrará frenar con su reacción, de un modo brillante
ciertamente, la decadencia que se hacía sentir tras la desaparición, de un modo brillante
ciertamente, la decadencia que se hacía sentir tras la desaparición del gran Justiniano I. Aunque
tanto Heraclio como su ilustre predecesor se dedicaron con tesón a restaurar y engrandecer el
Imperio, su punto de partida fue muy diferente.
Justiniano estaba muy próximo tanto al lenguaje como a la ideología imperial romana según
puede verse en sus decretos; Dios y la Providencia aparecen cada vez menos en los documentos
que validan sus compilaciones jurídicas (Digesto, Instituta) y, en vez de ellos, resuenan aquí
conceptos como ejército y ley –dos sólidos pilares del Imperio–, bárbaros sometidos y nuevas
provincias creadas por un emperador de cuyos títulos, desde Imperator Caesar Flavius Justinianus
hasta Victor ac Triumphador, Semper Augustus, emanan los metálicos aromas de las armas
romanas. Sus triunfos, las ceremonias que él o sus generales celebraban tras las victorias
(McCormick en general), son auténticas piezas de un anticuario en las que el viejo colorido de la
púrpura imperial romana lo tiñe todo. Frente a esto, Heraclio ya no parece sentirse cómodo – así,
al menos, lo empresa Browning– rodeado de la imaginería guerrera tradicional; sus campañas
contra los persas son vistas por el poeta Jorge de Pisidia como una guerra santa en defensa del
cristianismo y el mismo es considerado como un elegido de Dios. Sus triunfos, acompañados
ahora de iconos y celebrados antes en Santa Sofía que en el Hipódromo, tienen ya un carácter
diferente. Algo ha cambiado. Ahora Bizancio mira menos al pasado histórico romano y más al
futuro escatológico de la Roma inmortal en el recuerdo cuando se trata de definir y comprender su
propio puesto en el mundo. Sin embargo, la victoria árabe en Yarmouk (637), parece presagiar la
plaga que este pueblo representará en un futuro inmediato para Bizancio. En efecto, antes de que el
siglo termine el califato de Damasco será una realidad y, lo que es peor, a costa de territorio
bizantino; por otra parte, las diferencias religiosas que las poblaciones orientales del Imperio
mantuvieron y mantenían con el gobierno central (piénsese en las disputas trinitarias y
cristológicas: en los herejes arrianos y monofisitas en concreto) harán que estas poblaciones,
siempre deseosas de sacudirse el yugo bizantino, acojan en buena medida con los brazos abiertos
la invasión, lo que no quiere decir, habida cuenta del sistema de conquista propio del Islam, que la
cultura griega se extinga en aquellas zonas. Tal vez sea oportuno, antes de terminar este apartado,
decir algo a propósito de las controversias en Bizancio, religiosas o no, para Beck 1981, 317-324,
es muy difícil, en ocasiones, encontrar las verdaderas motivaciones, sociales, políticas, literarias,
teológicas incluso… de cada una de estas llamadas a veces “logomaquias” a que eran tan
aficionados los bizantinos y, en una serie de ejemplos comentados, pasa revista a esa dificultad.
Un caso muy significativo es, sin duda, el conflicto iconoclasta que, como se verá de inmediato, ha
sido explicado siguiendo multitud de direcciones. En las controversias propiamente religiosas, por
otro lado, se daba además un curioso factor sobre el que ha insistido Diehl, 125: “Muchas personas
encontraban en ello como una ilusión de intelectualidad que halagaba su vanidad, como la señal de
aptitudes más elevadas, como el signo de una cultura más profunda” y ese sentimiento, para este
bizantinista, no estaba exento de nobleza; una crítica de la teoría marxista y su interpretación, a
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

veces poco profunda (la “superestructura”, etc.), de las controversias religiosas puede verse en
Jenkins 75-76.

León III, Constantino V y León IV son los


Los Iconoclastas: únicos emperadores de este periodo que,
propiamente, pueden ser llamados Isáuricos. Para
Isáuricos y Amorianos Ahrweiler, el movimiento iconoclasta, que comienza
con ellos, no es sino un aspecto exterior, un mero
(717-867) pretexto, de mutaciones y convulsiones más
profundas que sacuden el Imperio entre principios del
siglo VIII y mediados del IX bajo las dinastías
Isáurica y Amoriana. León III (717-741), con su legislación, representada básicamente por la
Écloga, no buscaba, en opinión de Ahrweiler y otros, sino una nueva política, la instauración de la
justicia social y la defensa de los pobres frente a los poderosos; se trata, en definitiva, de crear una
solidaridad nacional que consiga oponerse con éxito a la amenaza árabe y búlgara.
Constantinopla, la capital, absorbida en proyectos universalistas, ha dejado de hacer caso de las
poblaciones rurales del interior del país. Los intereses del poder, hasta ahora, han sido los de las
poblaciones urbanas, comerciales, industriales, los de las elites grecorromanas nutridas en la
cultura griega, de manera que una reforma dirigida a enfrentar la decadencia debía pasar por
volver a intereses más tangibles en vez de reavivar el universalismo de otros tiempos. Se trata
ahora de buscar la salvación en las poblaciones rurales del interior de Asia Menor, de crear un
nacionalismo que nada tenga que ver con la ideología de antaño y, de camino, con algunos valores
tradicionales –rancios dirían otros– de la civilización grecorromana. ¿Pero cuál es realmente la
situación del imperio por lo que hace a los más desfavorecidos? Se piensa que, en cierto sentido,
las invasiones produjeron un equilibrio entre las diversas capas sociales que, sin duda, suprimió
algo de las diferencias entre ricos y pobres y ayudó a conseguir esa homogeneidad, esa solidaridad
necesaria para hacer frente a la desastrosa situación producida por la invasión árabe
fundamentalmente. Los viejos coloni del mundo tardo-antiguo –sobre los que se volverá a hablar
en el capítulo quinto–, siervos atados de por vida a las grandes fincas, habían sido reemplazados
por soldados-campesinos y campesinos libres que tenían que ajustar cuentas sólo con el Estado; el
número de los segundos aumentó, ya que, como consecuencia de las necesidades ocasionadas por
las guerras, se pusieron numerosas tierras en cultivo y no poca gente dio la espalda a las ciudades,
cuando empezaron a entrar en franca decadencia y crisis económica, para marcharse a un campo
más prometedor. En lo que toca a los primeros, la falta de presupuesto (no olvidemos que las
tierras arrebatadas por los árabes, además de su trigo, se llevaron consigo los impuestos que el
Imperio recibía de ellas) obligó a no contratar mercenarios y a atraer con la extensión de cargas
fiscales (en general, sobre la institución de la “exención discal”, Oikonomides 1996, 153-260)
sobre las tierras que se les entregaban a grupos de soldados-campesinos, con los que unidos a los
temas, un tipo de unidad político-militar de gran tamaño, como un poderoso aglutinante, edificó su
poder militar el gobierno Isáurico. Sobre la construcción del sistema de temas ha escrito
Ostrogorsky 1997m 163 que se trata de “uno de los problemas más importantes de la evolución
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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

bizantina a lo largo de la alta Edad Media”. Cierto es que los historiadores bizantinos nunca
abordan la cuestión a fondo, pero es verdad también que, a partir de finales del siglo VII, aparecen
en sus escritos cada vez más menciones a ellos. De hecho, Justiniano II (685-695), en un
documento del año 686, además de los dos exarcados (otro tipo de circunscripción política
bizantina) de Italia y África, hace ya alusión a cinco de esos temas.
El interés por este campesinado es evidente en la legislación de la primera época y la tesis
de una solidaridad nacional buscada por León III es aceptada por muchos historiadores; lo cierto
es que se modificaron las leyes en favor de los campesinos, se escucharon por primera vez sus
opiniones en materia religiosa (cuyo menosprecio e incomprensión había conducido a un
enfrentamiento funesto) y hasta incluso, organizados como estaban en eficaces unidades militares,
los soldados-campesinos tuvieron la oportunidad de colocar en el trono a algunos de sus
candidatos (Browning 1992, 75). Pero no hay que olvidar que para estas masas, orientales en su
mayoría, apegadas a las herejías (el paulicianismo entre otras), poco significaba de hecho la
tradición milenaria de Roma y tal vez menos la refinada Antigüedad griega. Constantinopla,
siendo desde hacía siglos la ciudad por excelencia, llena de diversiones y riquezas, era vista sin
duda con muy malos ojos merced a lo que más que no como una oposición entre campo y ciudad
se manifestaba ya como oposición entre capital y provincias (Kazhdan 1995 [a], 11). En resumidas
cuentas, puede decirse que la época del iconoclasmo marca para el Imperio una cierta ruptura con
la civilización heredada; la vida urbana decae a partir del siglo VII – como ya se ha visto – y el
Imperio, en cierto sentido, se “ruraliza” (Ahrweiler 1975, 29); la actividad intelectual languidece y,
por supuesto, el arte, incluido por las ideas anicónicas de muy posible origen oriental, pero ya
larvadas en la propia tradición cristiana desde siglos atrás (Runciman 1988, 71-86), entra también
en decadencia. Estamos en una Dark Age. De todas formas, conviene señalar que, como todo
Estado medieval, Bizancio siempre fue “básicamente rural” – esta vez en el sentido de que la
población vivía mayoritariamente en el campo– y que nuestro hábito de entender normalmente por
“Bizancio” a Constantinopla, “la corte imperial, ese hervidero de la vida urbana” como ha escrito
Kazhdan 1992, 47, no es adecuado. ¿Es la lucha contra las imágenes en concreto una reacción
contra aspectos de una religión que ya no parece garantizar la misión universitaria encomendada a
Bizancio por Dios? Como ha escrito con Sorna Browning 1992, 54, el sentimiento de culpa de las
derrotas produjeron entre los bizantinos les llevó a preguntarse en qué habían ofendido a su Dios
protector para recibir tal castigo, pero, dado que nada hacía pensar que, en la época, el perjurio, la
fornicación y el adulterio hubiesen alcanzado cotas más altas que en siglos anteriores, tenía que
tratarse sin duda de un error teológico y la discusión sobre las imágenes estaba a mano. De hecho,
además, se emprendió una campaña para bautizar judíos a la fuerza con vistas a invertir el signo de
la cólera divina, y eso que el judaísmo había sido protegido como una religión legítima por el
derecho civil romano. Por lo que toca en concreto a León III, una visión extrema de sus ideas, que
condiciona en buena parte la intelección de todo el conflicto, es la que quiere ver en él al gran
represor de la superstición, deseoso de tener sujeta a la aristocracia y a la iglesia bajo la soberanía
absoluta del emperador, promotor de la educación secular, enemigo del monasticismo, al que
quería doblegar si es que no exterminar (por razones espirituales y económica), restaurador de la
disciplina en el ejército, revitalizador de la agricultura, promulgador de las leyes beneficiosas para
el pueblo, etc. Sin embargo, no conviene ver a los primitivos iconoclastas de una forma tan
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

esquemática y con trazos tan definidos, casi como si fueran unos calvinistas o puritanos avant la
lettre (Jenkins, 68).
Pero hay otras muchas explicaciones posibles ¿Influye decididamente el aniconismo de los
imparables árabes, compartido por los ejércitos formados por poblaciones originarias del oriente
del Imperio? ¿Nos encontramos aquí con una soterrada enemistad de los soldados-campesinos
contra los burócratas de la capital? ¿Es un movimiento de piedad popular o de protesta social? ¿Se
trata a la vez de desarmar al creciente poder económico monacal y parar en seco sus
reivindicaciones teológicas al oponerse, además, a la injerencia de los emperadores en materia
religiosa? Que los ejércitos de los temas hayan sido los verdaderos impulsores del iconoclasmo o
iconoclastia no parece demostrado a tenor de las objeciones de Kaegi 1966, 48-70. Hay
investigadores, por otra parte, que no ven muy claro tampoco que los monasterios se atrajesen un
odio declarado porque estuviesen comprando por esa época muchas tierras de labor o poseyeran ya
inmensas fincas; la afirmación habitualmente repetida de que ya en los siglos VII y VIII un tercio
de la tierra cultivable disponible en el Imperio era propiedad de la Iglesia y de los monasterios le
parece a Beck 1981, 312 y a otros, como ya hemos visto, absolutamente infundada. Antes de
finales del IX o principios del X nada sabemos seguro y, lo que sabemos, no demuestra
numéricamente lo mantenido por muchos historiadores. La razón principal de esa posible
oposición al monacato, según Browning, parece ser más bien la desconfianza de una sociedad en
peligro, bajo presión, frente a los que viven en ella pero no contribuyen con nada. La solidaridad
fue general sin duda, pero los monjes se apartaban de ella y, por lo tanto, eran vistos como
“potenciales enemigos”; sea o no cierta la responsabilidad del monacato en la caída demográfica
de la sociedad bizantina (para la que Beck 1981, 310 tampoco encuentra datos fidedignos), no cabe
duda de que su género de vida especial, aunque ya entre sus muros se llevase a cabo una ayuda
social determinada por el ejercicio monacal de la philanthropía, debió de suscitar algún
resquemor. De todas maneras, ellos, los monjes, eran realmente los directores de conciencia de las
élites bizantinas–institución muy común e importante en Bizancio (Turner y Morris, en general) –
de forma que la iconoclastia nunca llegó a ser totalmente antimonástica, pese a que los propios
monjes fueron, en ciertos momentos, los enemigos más encarnizados del movimiento; como ha
observado Beck 1981, 320, una fuerte oposición por parte de ellos no se ha podido documentar
para el primer periodo de la iconoclastia, aunque sí para el segundo. Las respuestas a éstas y otras
preguntas no escasean desde luego en la investigación reciente (Bryer-Herrin [eds.] en general).
Sea lo que fuere, lo cierto es que el Imperio abandona por entonces toda pretensión universalista y
se consagra a su propia defensa; significa esto que, bajo los iconoclastas, se siente la necesidad de
militarizar el país en cierto modo y empieza a aparecer una aristocracia militar fuerte. Es cierto
que, durante generaciones, Bizancio vendrá a ser una entidad estatal determinada por el elemento
militar y dependiente del éxito o fracaso de sus ejércitos y que los orígenes de la nueva
militarización de la administración provincial son rastreables ya en tiempos de Justiniano, pero
ahora será acometida de un modo mucho más enérgico (Beck 1981, 402), aunque esto no quiere
decir en modo alguno que el gobierno haya de estar únicamente en manos del emperador y de sus
oficiales. Además, se fortifican las ciudades y los temas (el sistema administrativo y defensivo
creado por la dinastía anterior) se desarrollan más y mejor bajo los estrategos– que reúnen tanto el

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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

poder civil como el militar y serán, desgraciadamente, el germen de la poderosa aristocracia feudal
futura (Browning 1992, 50) – constituyen un escudo protector extraordinariamente aglutinante. A
esto hay que añadir que los soldados de esos temas se reclutan en la propia circunscripción y de
ella, como soldados-campesinos, reciben su sustento, sistema todo él que invita a la
responsabilidad colectiva, a una morar de lucha por el propio suelo y la familia y deja atrás el
costoso (y siempre impredecible en cuanto a su posible fidelidad y actuación) expediente de los
ejércitos de mercenarios (Ahrweiler 1975, 32). Se trata pues de un ejército de ciudadanos que, al
decir de esta misma investigadora, no se halla ya al servicio de la política expansionista dictada
por la idea universalista romana sino que lucha por su tierra a unos enemigos concretos: los
infieles, los árabes, que se acaban de apoderar de la mitad del Imperio. Amén de todo ello, esos
soldados-campesinos, al parecer, fueron ciudadanos muy prósperos en el siglo VIII; su tierra era
trabajada por su familia o la gente a la que ésta le era arrendada y, además, un soldado de
caballería tenía normalmente asignado por un campo de un valor mínimo de 4 libras de oro, es
decir, el doble de la cantidad considerada por la ley para que una persona fuese considerada “rica”
(serían unos 77 acres, o sea, 31 hectáreas), según señala Treadgold 1988, 49, quien habla también
de las tierras de la infantería en el siglo IX (Ibídem, 367).
La solidaridad creada a muy diversos niveles significa el nacimiento de un sentimiento
nacionalista que une a poblaciones diferentes y las apresta a defender su tierra y su fe; se trata a la
vez– y esto es muy importante– de una unión íntima entre solidaridad nacional y solidaridad
cristiana, que identificará la salvación de la nación bizantina con la salvación de la cristiandad,
idea ésta “que ha sido elaborada durante la larga lucha contra los infieles emprendida con
resolución y llevada victoriosamente por los emperadores iconoclastas”, como Ahrweiler afirma.
No es necesario entrar en más detalles a propósito de la plasmación de estas ideas y de los
procedimientos que se emplearon para su difusión: el emperador León VI (886-912) es autor de un
tratado sobre táctica militar donde se encarece el empleo de cánticos en el ejército, de discursos
previos al combate, piezas retóricas en las que se tratan los temas más adecuados para inflamar el
ardor bélico y potenciar la moral del combatiente y, en definitiva, servir con fidelidad a la concreta
finalidad que, dentro del esquema de valores bizantino, todos estos recursos tienen (se trata, ni más
ni menos, que de una ideología). La lucha es siempre por Dios, por la patria, por los hermanos que
padecen bajo el yugo de los infieles, por los hijos y la mujer propia; los caídos en ella no yacerán
en el olvido. Es curioso constatar además que en esa literatura se nos habla de los combatientes
como “soldados de Cristo”, lo que no resulta del todo extraño a la vista de la identificación ya
mencionada entre lucha por la patria y por la comunidad cristiana. Es claro también que, a partir de
estos refuerzos hacia una solidaridad, bendecidos ahora con el ardor del combatiente contra el
infiel por lo propio y más cercano, y no a la sombra de los ideales más fríos y ajenos del
universalismo heredado de antiguo, los bizantinos pasen a considerarse como “el pueblo elegido”
y vean a su Estado y ejército como el instrumento de Dios contra el infiel. Queda claro por tanto,
que es aquí, frente a los árabes, “los infieles por excelencia”, y no frente a los bárbaros ni persas,
cuando realmente toma cuerpo el concepto de nación y de nacionalismo bizantino, una noción que
se oponen, frontal y oportunamente, nada menos que a la “guerra santa” del Islam (Ahrweiler
1975, 35); se trata en suma de una idea cristiana adornada incluso de ribetes místicos, que habrá de
estar presente en adelante en toda empresa bélica bizantina y dará a ésta un aire de cruzada. Según
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

el historiador bizantino Cedreno, fue al parecer el iconoclasta Constantino VI (780-797) quien


manifestó que una guerra “limpia y noble” es aquella que no hace derramar la sangre de los
cristianos; los infieles pues son ahora el punto de referencia, el “otro”, el enemigo a batir y las
ideas universalistas han sido definitivamente olvidadas en beneficio de una pujante conciencia
nacional.
La restauración final del culto a las imágenes
La dinastía Macedónica (843) coincide con los positivos efectos de la política
defensiva bizantina, basada en los ejércitos aportados
(867-1081) por los temas; los árabes, cediendo ante aquéllos pero
también por razones internas, aminoran la intensidad
de su ataque y Bizancio consigue establecer su
autoridad en las nuevas fronteras resultantes tanto de los logros árabes como búlgaros, aunque el
peligro ruso se cierne en el horizonte y ni el árabe, ya en Sicilia y Creta, ni el búlgaro, con su
amenaza sobre la Grecia continental, dejan de estar presentes. Frenadas las conquistas de los
invasores, como en una especie de “reflejo condicionado por el interés nacional” –la expresión es
de Ahrweiler–, la política imperial se vuelva entonces hacia Occidente y son ahora las aspiraciones
de sus poblaciones occidentales, o sea, el mundo de los comerciantes, industriales, de las elites
ilustradas y versadas en la cultura grecorromana, de los iconódulos de siempre en suma, las que
vuelven a primar tras el interregno iconoclasta volcado hacia Oriente. No se da sin embargo un
nuevo universalismo ya que la propia existencia de poderosas potencias enemigas limita
extraordinariamente las posibilidades para ello; además, Carlomagno, con el apoyo del Papa, se
proclamará emperador en Occidente como ya se ha dicho y, por mor de ello, las relaciones entre
ambos mundos irán agriándose y subirá progresivamente la tensión de las discusiones teológicas,
basadas no pocas veces en un antagonismo político. Pero si no encontramos ahora una idea
universalista sí que parece claro que la dinastía Macedónica, tras el iconoclasmo, hace suya una
política de expansión que, a ojos de Ahrweiler, merece el calificativo de imperialista. A mediados
del siglo XI, merced a las armas de Basilio II, las fronteras bizantinas van del Éufrates y el
Cáucaso a Italia, del Danubio a Palestina, y la ideología que sustenta esta política expansionista ya
no será la de defensa y salvación nacional sino la de la grandeza de un Imperio concebido como el
único garante posible del bien común. El desarrollo de esta nueva idea ha sido muy bien trazado
por Ahrweiler; en la Epanagogué, una introducción a la legislación de los emperadores
macedónicos escrita y publicada entre el 883 y el 886, el patriarca Focio (autor muy
probablemente de una parte de la obra) reconoce como objetivos propios del emperador “mantener
y salvaguardar por su virtud los bienes presentes, recuperar por su acción vigilante los bienes
perdidos y adquirir por su celo, por su aplicación y justas victorias, los bienes que hagan falta”.
No cabe duda de que esta concepción– a la que volvemos a hacer alusión en el capítulo
quinto– amplia notablemente los objetivos de la política bizantina, sirve de apoyo al
expansionismo y parece cambiar la concepción de una guerra “noble” ya vista por la de una guerra
“justa”, definida por Focio implícitamente como la que permite a los bizantinos, garantes del bien
universal como cristianos por excelencia, extender su Imperio. No se nos oculta que hay aquí
presente un cierto colorido soteriológico, que acompaña a las acciones militares imperiales y
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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

justifica ahora incluso el ataque contra otros cristianos; pero además, en lo que toca al patriarca, se
nos viene a decir también que, entre sus funciones, está la actividad misional e igualmente la de
corregir en lo posible a herejes y cismáticos, de manera que el retrato de una Iglesia militante en
pro de la recta fe que da trazado a la par. Ni que decir tiene que todo esto se llevará a cabo
fundamentalmente entre el siglo X y la mayor parte del XI; algunos emperadores más
intelectuales, León VI el sabio y Constantino VII Porfirogénito, intentarán en sus escritos
demostrar que el orden impuesto por Bizancio es un hecho natural, histórico y de designio divino.
Otros, más guerreros que otra cosa (Basilio II el Bulgaróctono en especial), lo que harán será
llevar a la práctica, con la espada, el diseño teórico. Por su parte, los patriarcas Focio y Nicolás
Místico se encargarán de una intensa labor misionera: recordemos que búlgaros y rusos serán
cristianizados en esta época. En definitiva, el reinado de la dinastía Macedónica conforma al
Imperio como verdadera potencia internacional, aunque esta situación de bonanza no había de
durar mucho; implica este periodo de apogeo, entre otras cosas, la conciencia de una superioridad
que, para muchos, halla su reflejo en el complicado ceremonial imperial admirado por doquier y,
por otro lado–lo que es más importante–, la noción de que existe una escala de nobleza entre los
pueblos que no depende de su religión sino de la mayor o menor conexión con el mundo
grecorromano. Así lo expresa Constantino VII Porfirogénito en su De Administrando Imperio y
esta idea lleva a considerar a Bizancio, una vez más, como un nuevo “pueblo elegido” también en
este sentido. Lo que tenemos aquí es un sentimiento colectivo de superioridad, una patriotería, que
a menudo ha tomado la forma de un racismo sui generis. Ya no se trata de un Imperio multiétnico
y multinacional sino de un Imperio griego-ortodoxo unicultural y, por lo tanto, intolerable e
intransigente para con los pueblos y naciones con ideales diferentes (Ahrweiler 1975, 51-2). Las
salvajadas de Basilio II contra los prisioneros búlgaros, considerados rebeldes contra su amo
natural, simplemente reos de lesa majestad, muestran a las claras lo que un emperador cristiano
pudo llegar a hacer a otros cristianos; ni que decir tiene, por otra parte, que los bizantinos
sublevados contra este mismo emperador nada parecido sufrieron ya que, a diferencia de aquéllos,
no pertenecían a una raza sin honor (prácticamente, en esta época, todos los extranjeros) y, por lo
tanto, cabía esperar que se beneficiasen de la clemencia (philanthropía) imperial. Al mismo
tiempo, permitía esta concepción que, sin empacho, los emperadores se sirviesen de pueblos
paganos a fin de guerrear contra rivales cristianos. Las diferencias ideológicas en lo político de
esta época, por otro lado, no se nos escapan y como muestra de ellas baste citar que Basilio II
escribió una vez que, entre todos los dones que Dios le había concedido, prefería sin lugar a dudas
la anexión de territorios a su Imperio (Ahrweiler 1975, 46).
Con ser ésta época de “poder, lujo y orgullo” –palabras de Ahrweiler que una vez más
hacemos nuestras–, para esta bizantinista los gérmenes de decadencia no tardarían en aparecer. El
progresivo abandono de las nuevas fronteras, el reemplazo del ejército nuevamente por
contingentes mercenarios, la actitud altiva e intransigente del Estado y también de la iglesia
(pensemos, por ejemplo, en el cisma definitivo de 1054) y otros factores llevan a que, antes de
finales del siglo XI, los bizantinos abandonen Italia para siempre (pérdida de Bari ante los
normandos en 1071) y sean derrotados el mismo año en Mantzikert por los turcos selyucidas.
Dejando aparte la controversia de si esta batalla fue tan importante en sus consecuencias como
algunos historiadores suponen –un tema debatido sobre el que ya se ha digo algo–, los años
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

venideros verán además los ataques de normandos, petchenegos y cumanos así como el
establecimiento del sultanato turco de Iconio en plena Asia Menor. Algunos historiadores no
dudan en afirmar que las poblaciones desalojadas por turcos y normandos no hicieron sino imitar
la conducta de sus antecesores, siglos antes, frente a los árabes; es decir, que, en cierto sentido,
opuestos como estaban al centralismo prepotente de Constantinopla, que una vez más perseguía
intereses que no reconocían como suyos, se mostraron dispuestos a pasarse al enemigo a las
primeras de cambio ¿Qué había ocurrido en la política interior para que esto pudiera suceder? El
poder militar bizantino se basaba, según se ha dicho, en una elite militar cuya fortuna reposaba, a
su vez, en grandes posesiones provinciales y en los formidables ejércitos de los temas, formados
por soldados-campesinos, cuyas tierras, libres de impuestos, estaban también en provincias y
servían de base económica para el mantenimiento de tales ejércitos. Con el tiempo–para más
precisiones remitimos al capítulo primero–, las aristócratas comenzaron a apoderarse de estas
fincas y a atraerse a aquellos antiguos soldados al grupo de sus propios campesinos dependientes,
intentando captar a la vez a cuantos campesinos independientes estaban dispuestos a venderles sus
tierras. Esta especie de ataque económico contra el campesinado independiente, un “duro golpe”
sin duda como ya hemos dicho, llevaba imparablemente a una progresiva feudalización del agro
bizantino, cuyos efectos no se podían ver todavía claramente a principios del siglo X (Browning
1992, 109). Ahora bien, desde Constantinopla sí que se percibían señales de que las cosas, dentro
del estado, no marchaban bien; por ejemplo, era notoria pérdida de ingresos cuando los
campesinos independientes, que sí pagaban impuestos, se convertían en siervos (es decir, en
campesinos dependientes, llamados en general pároikoi) y, sobre todo, se veía claro que los
magnates de provincias iban aumentando su riqueza y poder de una manera espectacular que nada
bueno presagiaba. Igualmente evidente era la mala calidad y escasez de los nuevos reclutamientos
que le llegaban al ejército. Fue Romano Lecapeno quien, en el año 922, dictó una ley, la primera,
para impedir que los nobles, los poderosos (dynatoí), se fueran quedando poco a poco con tierras
de los menos afortunados, pero ni éste ni otros intentos posteriores y más severos del gran Basilio
II (976-1025), que se daba cuenta del inmenso poder y riqueza que estaban acumulando las
familias militares importantes de provincias, tuvieron éxito y no pudieron impedir que, como había
llegado a ser la fuerza del Imperio, acabase en buena parte como siervo de los ricos. Al irse
apropiando de cuantas más tierras de campesinos independientes y de soldados-campesinos
podían, Browning 1992, 117 señala que la aristocracia militar, sin darse mucha cuenta de ello, lo
que hacía era socavar las raíces de su propio poder. Sobre estas leyes agrarias puede verse, en
general, Runciman 1995, 224-228; como ya se ha dicho, para Kazhdan la legislación agraria
propugnada por la dinastía Macedónica, más que un noble intento de salvar a los campesinos y
campesinos-soldados de las manos de los malvados “feudales”, como a veces se ha presentado la
cuestión, tiene todas las trazas de ser un episodio en la lucha entre el Estado y los “dynatoí” (o
dicho más claramente, entre dos grupos dentro de la misma clase dirigente).
Ante este cambio de fortuna para Bizancio, los historiadores bizantinos acudirán a una
explicación por la perfidia de los pueblos fronterizos y su talante antiortodoxo así como irá
ganando terreno, según habrá de ocurrir en otras ocasiones de la historia bizantina, la idea de que
la catástrofe se debe a un castigo impuesto por Dios a consecuencia de los pecados del pueblo,

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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

todo lo cual, indefectiblemente, dará lugar siempre a “condiciones poco propicias para la defensa
del Imperio” (Ahrweiler 1975, 56) y, a la vez, favorecerá el nacimiento de un sentimiento de
xenofobia frente a los extranjeros asentados en territorio imperial. La confusión y el desánimo se
abaten sobre los bizantinos a fines del siglo XI y sólo la reforma introducida por los Comnenos
(Alejo I sube al trono en 1081), en cierto sentido paralela, desde el punto de vista político, a la de
la dinastía Isáurica en la época de la iconoclastia, devolverá la confianza a un Imperio en crisis. La
formación de este patriotismo bizantino, devolverá la confianza a un Imperio en crisis. La
formación de este patriotismo bizantino, pues, parece tener lugar antes del siglo XI y ser la obra de
intelectuales, eclesiásticos, y laicos mayormente afincados en la capital del Imperio, la cual,
“hogar innegable de las élites de la nación” como ha escrito Ahrweiler, de una manera imparable
acabará por atraerse, con el tiempo, un cierto espíritu anticonstantinopolitano de buena parte de las
otras provincias que, a su manera, intentarán afirmarse frente a ella, incluso a riesgo de debilitar el
Imperio. En otro orden de cosas, ha sido Paul Lemerle, en un famoso libro de 1971, quien ha
analizado de forma magistral la vida intelectual de los siglos X y XI; la literatura clásica resurge e
incluso los valores del mundo antiguo llegan a asimilarse en cierto sentido con la moral cristiana.
La filosofía, la historia, la ciencia y la literatura se vuelven a copiar (esta vez en minúscula [en
general Hunger 1981]) y Bizancio, heredero ahora más que nunca de la gran cultura griega antigua
que solicitada por todos los pueblos incluidos los triunfadores árabes, se llena de un cierto orgullo
nacional. Los historiadores modernos ven en estos años el final de la “Edad oscura”, esa “Dark
Age” de Bizancio ya varias veces mencionada. ¿Llamaremos a esto el primer “renacimiento”
bizantino? ¿Es en realidad un “humanismo”? Ocasión habrá en esta mismas páginas de tratar este
asunto con mayor profundidad; la discusión terminológica–que existe (en general Treadgold [ed.])
– no debe hacernos perder la vista la indudable realidad de ese recobrar la conciencia de un
magnifico pasado clásico que les diferencia de Occidente y de los demás pueblos; es a la sobra de
esa condición específica, por su superioridad, que la conciencia nacional se robustece de nuevo.
No se trata ahora de una sola marca distintiva frente al infiel: la ortodoxia, sino de ésta unida a la
tradición griega antigua; de forma que helenidad y ortodoxia serán los valores que deberán ser
defendidos y las élites y el pueblo, unidos respectivamente a estos dos ámbitos culturales,
emprenderán de consuno la tarea de defender al Estado griego ortodoxo que pasará a ser Bizancio.
Un patriotismo apasionado surgirá de aquí pero su radicalización, sin embargo, acarreará muchos
daños al Imperio (Ahrweiler 1975, 63).
Fueron las crisis de finales del siglo XI, ataques
Los Comnenos y los de normandos, turcos y petchenegos entre otros
factores negativos, las que hicieron reaccionar a la
Ángeles (1081-1204). aristocracia militar y llevaron al trono a Alejo I
Comneno. Frente al avance turco, las poblaciones de
Interregno en Nicea Asia Menor parecían no resistirse siquiera, lo que ha
inducido a algunos historiadores, según se ha
mencionado, a comparar esta actitud a la en cierto
modo paralela frente a los árabes de siglos antes. Los ejemplos de colaboración entre unos y otros
no son pocos y cabe ver aquí de nuevo una oposición entre capital y provincias, situación que se
postula también para lo que se refiere a las restantes poblaciones del Imperio amenazadas por otros
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

enemigos; los resquemores, los movimientos separatistas (en los Balcanes, en Armenia…), la
“colaboración activa” en alguna ocasión, parecen mostrar pues la existencia en las provincias de
un sentimiento étnico exasperado en ocasiones, lo que tal vez podría interpretarse como obligada
reacción ante la política expansionista e imperialista mantenida en el siglo XI por los bizantinos
que, acompañada por una fiscalidad de hierro, agobió a grandes masas de campesinos sin que esos
esfuerzos se tradujeran en nada positivo para ellos. Los turcos, ponen un ejemplo, llegaban a
resultar para algunos bizantinos más tolerantes que sus propios compatriotas. El primer siglo de
esta dinastía (1081-1182), con tres emperadores, es el periodo de la reorganización del Imperio.
Asistimos ahora a una reconstrucción del ejercito llevada a cabo laboriosa y penosamente con la
no desdeñable ayuda de los fondos eclesiásticos, a una militarización del Imperio, de sus
instituciones y de la sociedad, y a una movilización, en fin, del esfuerzo nacional, que recuerda a la
dinastía Isáurica, aunque ahora los emperadores se apoyan sobre todo en la aristocracia mientras
que aquéllos lo hicieron, como se ha visto, más bien en el elemento popular. Para el bizantino
medio, como ha notado bien Ahrweiler 1975, 78, la agresión normanda de consideró, por una
parte, como la consecuencia directa del cisma de las iglesias y de la perfidia del papa y, por otro
lado, como un preludio de las cruzadas, que, inmediatamente fueron vistas como la forma más
terrible de agresión occidental (sobre ellas Runciman 1973, Setton [ed.]; y Riley-Smith [ed.]; el
atlas de las cruzadas de este último autor es de gran utilidad). La propia finalidad de las cruzadas
fue para los bizantinos algo difícil de comprender ya que veían en ellas una usurpación de su título
de defensores de la cristiandad y, al tiempo, un pretexto de los occidentales para enmascarar sus
verdaderas intenciones expansionistas contra el Oriente. En resumidas cuentas, todo ayudaba a que
los bizantinos desconfiasen ante cualquier empresa llevada a cabo por los cristianos occidentales
fuese la que fuese; sin embargo, el desprecio al extranjero no era cosa reciente, claro está: ya a
mediados del siglo XI la oposición al hereje y al extranjero se extiende también a los mercenarios
y Cecaumeno, un autor de este siglo que escribe un libro de consejos dedicados a su hijo, pone en
guardia al mismísimo emperador sobre el peligro que corre al otorgarles a aquéllos demasiados
cargos de importancia, como Browning 1992, 127-8 nos recuerda. Se trata pues de una xenofobia
antigua, incrustada en la conciencia bizantina, que, con el tiempo, tomará cuerpo de modo casi
exclusivo contra los latinos y dará origen en su polarización a un sentimiento presente en múltiples
niveles (social, económico, religioso, militar…) y casi “paranoico” en opinión de Browning;
afirma además este investigador que ya no tiene que ver este sentimiento con aquella xenofobia
que se apoderó de Bizancio en sus días de poder y gloria sino que, más bien, se trata en esta época
de un auténtico odio enfermizo, producto de la debilidad total, del colapso del Imperio, odio que
explotará, por ejemplo, en las matanzas de latinos realizadas en diversas ciudades –incluida la
capital– el año 1182 (bajo Andrónico I). Pese a esta animadversión, sin embargo, se ha advertido
que hay pueblos, los húngaros por ejemplo, que se salvan de las irán bizantinas ya que se les
consideraba acertadamente como no latinos e, igualmente, los ingleses parecen estar fuera también
de esos odios puesto que no pocos de ellos servían en la guardia del emperador (en general, sobre
Inglaterra y Bizancio, Nicol 1974). Contra este “imperialismo” occidental, como a todas luces se
consideró desde un Bizancio amenazado en Oriente por los turcos el conflicto latino inaugurado
por las guerras normandas–no olvidemos por otra parte que, como ha escrito Nicol 1972, 29,
luchar en dos frentes a la vez fue para los emperadores bizantinos “casi una segunda naturaleza”–,
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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

el Imperio, debilitado, se vio forzado a acudir a los venecianos, cuya ayuda, como es cosa bien
conocida, se ganó con importantes concesiones comerciales cuyo verdadero alcance para la propia
supervivencia económica de Bizancio no ha dejado tampoco de discutirse.
Para Arhrweiler 1975, 85, los privilegios concedidos por Alejo I (1081-1118) a favor de
Venecia marcan el principio de las capitulaciones de Bizancio e inauguran, por la misma razón “l
´agression économique de l’Occident contre l’Empire”. A propósito de esta misma cuestión, o sea,
el documento imperial de 1082 que otorga las ventajas comerciales a Venecia, P. Lemerle 1975,
102-3, siguiendo lo que no es más que la opinión tradicional, no dudó en escribir que “Venecia
ofrecerá en adelante el espectáculo de un estado que pone su fuerza marítima al servicio exclusivo
de sus intereses comerciales y que, por una extraña mezcla de cinismo y habilidad, gracias también
a una política notable por su continuidad, llevará a cabo en unos siglos las ambiciones de un
imperialismo económico sin escrúpulos. La cuarta cruzada”–apostilla–“está en germen en el
documento de 1082”. Ahora bien ¿fue realmente tan perniciosa esta concesión imperial para los
bizantinos? ¿Cuál es, en definitiva–así nos lo hemos planteado en otro lugar (Bravo García
Álvarez Arza 117) – situación con la que el Imperio se dispuso a enfrentarse a su destino en 1204?
Kazhadan-Constable 48-9, en principio, niegan que la concesión fuera tan grave como se ha
venido creyendo, ya que el poderío de Venecia en aquellos años no era el que más adelante, con la
cuarta cruzada, llegaría a alcanzar. Si se considera el contenido del documento imperial de 1082 y
se le compara con el tratado ruso-bizantino del año 911, podrá verse que, más o menos, el
contenido viene a ser el mismo; no obstante, con los cambios de la política de complacencia
bizantina hacia los venecianos trajo más adelante y a causa de la propia idiosincrasia de las gentes
del Imperio, lo que pudo ser bueno para acuerdo con los rusos años antes, ya no lo fue a principios
de la era Comnena: los bizantinos, al fin y a la postre, no pudieron, no supieron o no quisieron
(todo eso también se discute) a competir con los comerciantes italianos. Hay quien va más allá
todavía en la interpretación del tratado. A.R. Gadolin 442 considera, por ejemplo, que éste no tuvo
una motivación política y, por ello, no buscaba tanto atraerse la ayuda de Venecia contra el poder
normando cuanto conseguir el desarrollo comercial de ciertas regiones del Imperio muy
deprimidas, pero la crítica de Lilie 1984,333-4 ha descalificado un tanto la hipótesis aunque no
podemos olvidar que Browning 1992, 196, aceptando sin duda “un daño irreparable al comercio
bizantino y a los ingresos que percibía del Imperio”, sigue manteniendo que no todos fueron
efectos dañinos ya que, con la presencia latina, parece haberse estimulado realmente la vida
económica en provincias puesto que muchas ciudades entraron en una red comercial que abrazaba
ahora todo el Mediterráneo. Mango y otros bizantinistas (véase Bravo Garcia-Alvarez Arza 118)
han sostenido que un cisterna comercial como el que preconiza el llamado Libro del Eparco, obra
compilada tal vez a mediados del siglo X, que regula las asociaciones profesionales de la capital
del Imperio, era más apropiado para desanimar a hipotéticos inversores que para espolearles a
enriquecerse; además, coinciden muchos en afirmar que existía una verdadera falta de interés por
parte del Estado en emprender actividades comerciales: el propio Alejo I parece haber carecido de
la menor simpatía hacia la clase de los comerciantes. Tras Alejo, Juan II (1118-1143), en 1126,
renueva los privilegios de 1082 y a esta política de concesiones se unirá también Manuel I (1143-
1180), que buscaba el apoyo italiano para su proyecto, “grandioso y loco”, de volver a unir bajo la
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

égida de Constantinopla, y con el apoyo del Papa ahora, los dos mundos: Occidente y Oriente
(Ahrweiler 1975, 85).
Alejo, pese a todo lo relacionado con la cuestión de los privilegios otorgados de Venecia,
ha recibido elogios de muchos historiadores modernos; “fue un hombre–ha escrito Browning
1992,165, por ejemplo– “de una energía casi sobrehumana, de una gran tenacidad en su propósito,
de un valor a toda prueba y de una viva inteligencia”. Fue tal vez, junto con su familia, afirma este
mismo investigador, la única fuerza capaz de oponerse al caos que sus predecesores había creado y
contra el que se alzó, como señala Ahrweiler, una elite militar, inflamada de patriotismo
aristocrático; se trata de la misma clase que había sido creada por los iconoclastas, engrandecida
por los macedonios y un tanto dejada de lado por los emperadores civiles de mediados del siglo
XI. Sin embargo, ni el propio Alejo ni la clase que representaba fueron capaces de aumentar el
poder militar y la solidaridad civil tal como los iconoclastas habían conseguido hacer siglos antes.
Por un lado, el crecimiento de las grandes fincas y la disminución del número de campesinos
condujo gran parte de la productividad social a manos privadas; el Estado, por tanto, cada vez
tenía menos dinero y hombres disponibles y, además, Occidente era un enemigo cada vez más
poderoso. Por lo que toca a los aspectos militares, cierto es que la militarización de la sociedad en
época Comnena ha sido advertida por muchos autores y se ha hecho alusión repetidas veces a las
figuras de santos militares que surgen en estos tiempos y a otros detalles de interés; sin embargo,
al parecer esto no bastó para la consecución de una victoria decisiva sobre los enemigos externos y
menos para el logro de esa solidaridad civil. En cuanto a la ya aludida política aristocrática y
familiar de los Comnenos (Magdalino 1993, 180-201 para la época de Manuel), la presencia de las
grandes familias y de los allegados al emperador es ahora casi constante en la escena, de manera
que el historiador Zonaras llegó a escribir que Alejo gobernaba su Imperio como si fuese su
hacienda; en este mismo sentido, se ha dicho que este emperador, y luego sus sucesores,
consiguieron en proporciones nunca vistas antes construir un Imperio” familiar (Hendy 1989,2),
un verdadero “negocio de familia” (Mullett 1994, 261) que, sin embargo, no estaba exento de
ciertos peligros: el principal de ellos fue que, al principio, faltaba una ley sucesoria que garantizase
el relevo de la familia en el poder sin traumatismos (Bravo García 1995 [b] para algunos detalles).
Sin embargo, como se verá inmediatamente, no obstante haber nacido elitista, esta política
aristocrática acabó tornándose políticamente patriótica sin más y ganándose a los elementos
populares a partir del momento en que adoptó el aire de una verdadera resistencia contra el
creciente poder de Occidente, contra los odiados latinos.
Fue la megalomanía del último gran emperador de la casa de los Comnenos, Manuel I, la
que, según Ahrweiler, le costó a Bizancio su ruina financiera; además, a su modo de ver, este
emperador acaudilló un patriotismo aristocrático que buscaba el prestigio bizantino pero no la
mejora de la calidad de vida de sus súbditos. Manuel es un emperador que, por muchas razones, no
ha sido demasiado bien visto por los historiadores modernos; Magdalino 1993, 3-18 ha expuesto
las líneas maestras de estas críticas desde diversos puntos de vista y acercándose también a los
juicios del historiador bizantino Niceas Coniates. Cabría destacar un pasaje de interés que parece
indicar cómo este historiador unía algunos aspectos que le desagradaban del reinado de Manuel a
la decadencia del final de la propia dinastía Comnena. Enrique VI de Sicilia, hijo de Federico
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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

Barbarroja, se había enfrentado al Imperio, gobernado entonces por Isaac Ángel (1185-1195), con
exigencias territoriales; ante esto, el emperador–todo ello lo cuenta Niceas Coniates–decidió
comprar la paz con oro y deslumbrar a los embajadores alemanes con la magnificencia imperial.
Sin embargo los occidentales no se dejaron deslumbrar y reaccionaron agriamente. Como ha
escrito Diehl 199, parafraseando el texto de Coniates, “la contemplación de todas aquellas riquezas
no hizo más que aumentar su codicia y su deseo de combatir lo más pronto posible a aquellos
griegos afeminados y cargados de oro como mujeres. En vano los bizantinos les invitaban a
admirar “el esplendor de la pedrería con que refulgía el emperador y a disfrutar el ambiente
primaveral difundido en lo más crudo del invierno”. Los embajadores respondían insolentes que de
allí a poco los griegos tendrían que sustituir su oro con hierro, para combatir “con hombres que no
relucen con el centelleo de las piedras preciosas […] sino que, como verdaderos hijos de Marte,
tienen en sus hijos llamaradas de cólera…”. La exhibición de este lujo fue inútil y daño a la
monarquía como concluye Diehl; del mismo modo, el pasaje es mencionado por Magdalino 1993,
13 a propósito de cierta frase que, con no poca critica, aplica también Coniates a Manuel I. Según
este historiador bizantino, era Manuel un emperador más respetado y querido cuando se enfrentaba
a las duras campañas militares que cuando se vestía de púrpura, con su diadema, y cabalgaba sobre
un caballo adornado. El verdadero poder no era pues para Coniates esa pompa y boato que, en
otros tiempos, encandilaba a los bárbaros que las fronteras y a los embajadores de tierras lejanas;
Coniates, de cuyas críticas a la institución monárquica hablaremos más adelante, pese a su
indudable admiración por este emperador, veía aquí señales evidentes de una pérdida de auténtico
liderazgo que acabaría por llevar el Imperio a la ruina. A la muerte de Manuel I Comneno, tras un
breve interregno, la reacción contra su política fue feroz.
Efectivamente, de Andrónico I (1183-1185) se ha dicho, exageradamente sin duda, que fue
el emperador “rojo” de Bizancio (Ahrweiler), otros le califican de “populista” (Browning), pero de
lo que no cabe duda alguna es de su actitud antiaristocratica y antilatina. Intentó además frenar la
venta de cargos, acabar con la corrupción y promocionar a los humildes a los altos puestos de la
sociedad; sin embargo, como observa Browning, ni los campesinos de las grandes fincas ni los
comerciantes de Constantinopla eran una fuerza política real, de forma que la conspiración
constante de la aristocracia le llevó a establecer un régimen del terror y a diezmar a estos
aristócratas tan molestos para su proyectos. La plebe, sin embargo–se ha observado más de una
vez–, nunca es segura para edificar un Imperio y esta misma muchedumbre que en 1185 le
despedazó era evidentemente del todo incapaz de gobernar, así que se vio obligada a buscar un
nuevo militar aristócrata para hacerlo: Isaac Ángel. “En vano Andrónico intentó cambiar el curso
de la historia. La lucha contra los poderes feudales era posible en el siglo X y, entonces,
políticamente era incluso razonable” – ha escrito Ostrogorsky 1977,421 desde su punto de vista–;
pero ahora ya no, y su aventura tuvo además consecuencias funestas para el Estado. Desde mucho
tiempo atrás, la aristocracia terrateniente había llegado a ser la armazón de aquél y las numerosas
muertes que el régimen de Andrónico produjo en ella hicieron que los fundamentos de la defensa
militar Bizantina se viniesen abajo. Para Ahrweiler 1975, 87, esta reacción contra la infiltración
occidental en el Imperio capitaneada por Andrónico entrañaba a su vez una reacción contra los
propios principios que animaban la política del imperio a los Occidentales. El patriotismo
aristocrático de los Comnenos, considerados como responsables de la sumisión del Imperio a los
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

Occidentales. El patriotismo aristocrático de los Comnenos, que quería hacer de Bizancio el


Imperio prestigioso de antaño y erigir Constantinopla en centro del mundo civilizado, tendrá que
ser abandonado por tanto; en adelante, lo que dictara la política ideológica de Bizancio será un
nuevo patriotismo, esta vez un patriotismo provincial apasionado y popular, animado por el odio
antilatino, y un espíritu patriótico provincial, “modesto en sus ambiciones pero firme en sus
deseos”. Es interesante destacar que son precisamente las revueltas que acabaron con Andrónico
los primeros testimonios de esa curiosa evolución de las mentalidades de las poblaciones
provinciales frente a Constantinopla. Se trata de movilizaciones de ejércitos y poblaciones
provinciales contra la capital en una clara muestra de animosidad anticonstantinopolitana. De ello
saca Ahrweiler la conclusión de que, con el tiempo, surgirá una solidaridad provincial, un espíritu
regional cuyo desarrollo acabará por ser un verdadero peligro para la unidad nacional que,
tradicionalmente, había sido encarnada siempre por Constantinopla, la ciudad concebida casi como
inmortal y representante de las aspiraciones del Imperio: “An Orthodox emperor seated on his
throne in Constantinople and an Orthodox patriach celebrating the liturgy in the Great Church of
St. Sophia– such were” – ha escrito Nicol 1972,2–“the symbols of inmortality for the Byzantines”.
Pese a esta visión, lo cierto es que, desde el corto reinado de Andrónico I hasta la caída de
Constantinopla antes los latinos en 1204, las provincias, en un movimiento centrífugo al decir de
Ahrweiler, se “separan” de los ideales capitalinos y acaban casi por dejar aislada a la capital. Hay,
por ejemplo, una abierta disidencia de “gobiernos provinciales” que construyen “pequeños
Estados” que se alejan progresivamente de la autoridad central (Trebizonda bajo el poder de los
Gabras, Chipre bajo Isaac Comneno y muchas regiones de Asia Menor) lo que debilita aún más a
la ya débil Constantinopla; por si esto no bastara, el divorcio entre capital y provincias se ve
agudizado desde el punto de vista ideológico por la visión negativa que el “ojo del mundo”,
Constantinopla, merece en estos tiempos por parte de sus críticos. La ciudad es vista como
corrompida por el lujo y esta visión será compartida también por los latinos quienes, en la cuarta
cruzada, lucharan, según ellos, contra un turba de griegos afeminados y debilitados por siglos de
muelles costumbres, confiados solamente en su oro, procedente de los impuestos recaudados en las
provincias por otra parte (la anécdota referente al trato dado a los embajadores de Enrique VI
presenta bien el sentir latino al respecto).
Puede decirse por tanto que la situación, imparable en su deterioro, no encontraba solución
alguna, de forma que, en la interpretación global de Ahrweiler, cabría afirmar, por paradójico que
resulte, que la caída de Constantinopla el año 1204 “fue casi un acontecimiento salvador para la
nación y el Estado” ya que los derroteros por los que ambos marchaban llevaban a un fracaso aún
más terrible como consecuencia del enfrentamiento interno que se estaba gestando. El viejo odio
entre la capital y las provincias hubiera causado a la larga un desastre que la toma de la ciudad por
los latinos, con ser traumáticos, impidió al posibilitar una nueva política de concordia (ciertamente
relativa) entre los vencidos. No olvidemos por otra parte que el duelo por la caída estuvo muy lejos
de ser unánime entre los bizantinos y que, posteriormente, entre el Imperio de Nicea y los otros
poderes griegos, las relaciones no fueron tan buenas como debían haber sido. De todos modos, a
ojos de Ahrweiler, el traumatismo causado “por el comportamiento latino y la frustración nacional
consiguiente” hizo nacer, como ya se ha dicho, ese nuevo patriotismo bizantino, teñido de odio

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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

antilatino, que solo soñara con reconquistar la capital y con luchar a muerte contra los enemigos
occidentales. El año 1204 es sin duda el del fin del Imperio universal de Bizancio aunque subsista
cierta ambigüedad; de los poderes que nacen como consecuencia de la toma de Constantinopla por
los latinos tan sólo el Imperio de Nicea en Asia Menor y el Despotado de Epiro desempeñarán un
papel de verdadera importancia. El Imperio de Trebizonda sin embargo tiene más carácter de una
formación política “separatista” del mismo estilo que las que ya hemos visto surgir a finales del
siglo XII y su celo antilatino y proconstantinopolitano, de otra parte, está considerablemente
disminuido (Ahrweiler 1975, 107). Nicea, en cambio, será el centro de la acción sin lugar a dudas,
aunque no por ello hay que suponer una unidad total de criterios en los distintos estamentos de su
población; pero se ha hablado que, para algunos bizantinos, la reconquista de la capital–verdadera
causa nacional–significaba encontrarse con una Nueva Roma universal e imperial, mientras que,
para otros, el triunfo significaba acceder más bien a una Nueva Jerusalén, verdadera anti-Roma al
tiempo, es decir, un cierto continuismo frente a las ideas de reforma. Es precisamente sobre esta
ambigüedad sobre a la que, a juicio de Ahrweiler 1975, 110, se funda el sueño constantinopolitano
del pueblo griego, es decir, una ideología especial, la llamada “Gran idea”, que proseguirá dando
cuerpo al patriotismo neogriego en el siglo XIX y XX (Clogg) y que, en realidad, nace en la época
que estamos considerando como réplica al imperialismo cristiano de Occidente y no contra los
turcos como algunas veces se afirma. Esta movilización de nobles y plebeyos en Nicea hacia la
consecución de una nueva grandeza para el Imperio se puede ver en el discurso de acceso al poder
de Teodoro I Láscaris (1205-1221), el primer emperador niceno. Con él los venecianos firman un
tratado en 1219 y su sucesor, Juan III (1221-1254), se aliará con Federico II de Sicilia. No cabe
entrar aquí en las luchas entre griegos para conseguir la hegemonía ni tampoco en la situación
política y militar de los enemigos del dividido Imperio bizantino. Terminemos este apartado con
una breve mención de la figura de Teodoro II Láscaris (1254-1258), un erudito a la vez que
emperador autoritario que, a su odio contra la aristocracia rural, unía una oposición decidida a todo
intentó de unión con Roma.
El sucesor de Teodoro, Miguel VIII Paleólogo (1259-
Los Paleólogos 1282), elegido emperador con Juan IV de Nicea (1259-1261),
que no fuera entonces más que un niño, muerto Federico II,
(1259-1453) tuvo que hacer frente a la política antibizantina de Mandredo
de Sicilia; fueron precisamente las tropas de Miguel, el 5 de
julio de 1261, las que obtuvieron el triunfo–sin acción militar
prácticamente–de reconquistar la capital. En 1266 los Hohenstaufen pierden el poder en la Italia
del Sur y en Sicilia y Carlos de Anjou, hermano de Luis IX de Francia, se hace fuerte en la zona;
tras algunas vicisitudes la política antibizantina del de Anjou alcanza su punto más alto y ello
obliga a un acuerdo no del todo bien conocido entre el emperador Miguel VIII y el rey de Aragón
Pedro III (“la ayuda, sobre todo la ayuda financiera bizantida prestada a Pedro III de Aragón para
la realización de sus planes de conquista del Reino de Sicilia es un hecho histórico, probado por la
validez de los testimonios de los cronistas [Franchi 61]); los proyectos bélicos de Carlos de Anjou
se vieron frustrados por la revuelta conocida como “Vísperas sicilianas” (31 de marzo de 1282)
cuya historia ha sido narrada con pormenor por Runciman en un libro famoso. Poco después de
Pedro sería coronado en Palermo. Por supuesto, el emperador Miguel VIII Paleólogo (en general
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

sobre él Geanokoplos 1959) consiguió humillar a Occidente con estas oscuras maniobras que
terminaron en las “Vísperas” y arruinaron la expedición proyectada contra Bizancio, pero los
esfuerzos que hubo que realizar le costaron descuidar por enésima vez Asia Menor que, según el
historiador bizantino Paquimeres (1242-ca. 1310), se empobreció mientras el emperador proseguía
lo que algunos historiadores modernos llaman una “política de gloria” (Nicol 1972,95). ¿Pero qué
otra solución cabía si, al fin y al cabo, la política de Miguel hacia el Oeste parece haber sido más
defensiva que ofensiva? Contra el espíritu unionista del concilio de Lyon, celebrado en 1274, en el
que Miguel VIII fue representado por Jorge Acropolita, que aceptó en el nombre de aquél la unión
y la primacía de Roma, acuerdos luego impugnados por los bizantinos, Andrónico II Paleólogo
(1282-1328) se destaca como un firme antiunionista; es, además, un emperador bien conocido
entre los historiadores modernos (sobre todo los españoles) ya que, para solventar sus problemas
con los turcos, llamó en su ayuda a la famosa Compañía catalana que, sin trabajo ya en el Sur de
Italia, acudió a Constantinopla en septiembre de 1303 a cumplir un encargo en su calidad de
soldados de fortuna y luego, enemistada con el emperador, campó por sus respetos en tierras del
Imperio durante casi un siglo (en general Setton 1975 y Lock 104-134). La situación social y
política bajo Andrónico se vio aquejada de problemas de todo tipo, el mayor de los cuales, desde
luego, no fue la turbulenta actuación de catalanes, primero, y de navarros, después, en tierras
imperiales. El ejército se vio disminuido drásticamente, los campesinos libres desaparecieron casi
por completo y encontramos inmensas fincas particulares o eclesiásticas en el agro bizantino en
estos años, de forma que los impuestos, fundamentalmente, debían ser obtenidos de los
campesinos dependientes que, hartos ya, en no pocas ocasiones se trasladaban a la ciudad, donde
engrosaban lo que a juicio de Browning podía llamarse un “proletario urbano”. La escasa eficacia
del sistema de la prónoia pues, en una segunda etapa, como un sistema destinado a facilitar la
obtención de reemplazos militares mediante el atractivo de concederles a cambio tierras a
beneficios–véase lo ya dicho a propósito de esta discutida institución bizantina en el capítulo
primero–, ya en tiempos Miguel VIII se mostraba como inútil puesto que el déficit de soldados
obligó a acudir de nuevo a los mercenarios (Nicol 1972, 116).
Para muchos autores modernos, con los sucesores de Andrónico II se agravó el problema
social y la separación entre ricos terratenientes y fincas eclesiásticas, por un lado, y el
campesinado cada vez más miserable, por otro, se hizo aún mayor si cabe; una guerra civil que
involucró a Juan Cantacuceno y a la regente de Juan V, Ana de Saboya, complicó aún más la
situación y, en 1342, estalló en Salónica la revuelta de los llamados “zelotes”, un grupo o sociedad
secreta que tuvo bajo su poder a la ciudad hasta 1350. No está muy claro este episodio en el que,
de acuerdo con las fuentes, se habla de cancelación de deudas, redistribución de las riquezas y
otras medidas de choque igualadoras; de todos modos, según Browning 1992,237, hay que tener en
cuenta que, unos años antes, en Génova, Simón Bocanegra había capitaneado una insurrección
popular que se encargó de derrocar a la aristocracia feudal y estableció una comuna; desde luego
no es fácil encontrar paralelos dado que “nada en una ciudad bizantina correspondía a la poderosa
burguesía mercantil y financiera de las ciudades comerciales italianas”. Es muy posible por tanto
que estos zelotes copiasen un modelo occidental de rebelión sin captar del todo bien el sentido del
movimiento en las tierras de Occidente o que, tal vez, lo hiciesen fuera reaccionar ante problemas

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Historia de la Edad Media. Catedra: Jorge Rigueiro García

acuciantes e intentar conservar alguna libertad de acción mientras que los poderosos (dynatoí)
luchaban entre sí. A los aspectos sociales y políticos de esta guerra civil hay que añadir finalmente
el religioso, cosa no infrecuente en la historia bizantina. Cantacuceno y sus partidarios, por un
lado, se vieron alineados con los que apoyaban un movimiento místico llamado palamismo, sobre
el que, más adelante, diremos algo; en cambio, los enemigos de este misticismo que venía del
monte Altos, cerraron filas en torno a Juan V y la regente. Las razones tampoco están del todo
claras; en general, sobre el palamismo como movimiento espiritual, ha escrito Ostrogorsky 1977,
535 “que llegó a ser el medio de expresión de aquella vieja nostalgia de la religiosidad griega que
determinó ya la actitud de la iglesia bizantina en la época de las controversias cristológicas y
durante la lucha por el culto de las imágenes: la nostalgia de un puente sobre el abismo que separa
el más allá del aquí abajo”. Pero afinado más de acercándonos a su uso como arma política en la
guerra civil, de acuerdo con algunos estudiosos no resulta difícil ver en los palamitas, con su
interés exclusivo en la perfección individual, su tono marcadamente intelectual y su abjuración de
toda responsabilidad política, una respuesta que dejaba a un lado por completo el aparentemente
insoluble problema de un Imperio en decadencia en el que la distancia entre la ideología
tradicional y la realidad era cada vez mayor. Cantacuceno era el jefe de los aristócratas opuestos a
la regente y los zelotes eran los enemigos de estos últimos; las medidas adoptadas por los
insurrectos en Salónica, en su extremismo, irritaron a la iglesia y no es difícil explicarse que los
palamitas, pese a despreciar la arena política, se aliasen–no todos, claros–con lo que podríamos
llamar “conservadores”, es decir, los seguidores de Cantacuceno.
Para completar el cuadro–necesariamente apresurado, un simple bosquejo en realidad–,
digamos simplemente que, en sus dificultades, Cantacuceno se vio obligado a pactar con el sultán
otomano Orkhan, a quien dio a su propia hija en matrimonio–¡Cómo habían cambiado los
tiempos!, apostilla Ostrogorsky 1977,541–; mas delante hubo de llamar a su ayuda a su yerno por
lo que, para algunos historiadores modernos (que se olvidan de que la regente también había
buscado esa misma ayuda), fue Cantacuceno el responsable de haber abierto la puerta de Europa al
turco. Juan VI Cantacuceno logró sentarse en el trono finalmente en 1347 y abdicó en 1354 (en
general sobre él Nicol 1995). Juan V Paleólogo, terminados la regencia y sus problemas, se
enfrentará ahora con la amenaza turca y viajará a Roma–un proceder inusitado en un emperador
bizantino– a recabar ayuda (1369). Un ejército cruzado cayó ante el turco Nicópolis (1369) y
Constantinopla, cercada desde tiempo atrás, siguió en inminente peligro de muerte hasta que, en
1402, los turcos perdieron interés en tomarla tras su derrota a manos de Tamerlán, como ya se ha
visto en el capítulo anterior. Hemos hablado también en él de Manuel II (1391-1425), un
emperador intelectual y guerrero a la vez (Barker, en general) y de su viaje a Occidente en busca
de ayuda; igualmente hemos aludido a un tercer viaje con finalidad muy parecida a cargo de Juan
VIII (1425-1448). El fracaso real de las negociaciones para la unión de las iglesias en el concilio
de Florencia preludiaba el poco interés que las potencias occidentales demostrarían ante la
inminente caída bizantina. El 29 de mayo de 1453 la ciudad fue tomada por Mehmed II (en general
Runciman 1969 y Pears), siendo emperador Constantino XI Paleólogo (1449-1453), que murió en
el ataque final (sobre este emperador véase Nicol 1992). Unos años más tarde cayeron bajo el yugo
otomano la Morea, en el Peloponeso, con su capital la hermosa ciudad de Mistrás (1460) y el
Imperio de Trebizonda (1461). El pueblo bizantino tuvo que someterse a un nuevo género de vida–
Bravo García Antonio
BIZANCIO. PERFILES DE UN IMPERIO. CAPITULO: II.

como ciudadanos de segunda categoría dentro de un país regido por “infieles” – y la Ortodoxia se
organizó dentro de los márgenes que el sultán le concedió, y administró, protegió y veló por las
necesidades religiosas y culturales de su grey durante siglos. La herencia griega antigua–un tesoro
de valor incalculable para la civilización occidental– fue salvaguardada por Bizancio, que cumplió
así, como ha escrito Ostrogorsky 1977, 595, una misión histórica; Bizancio “ha salvado de la
desaparición el derecho romano, la poesía, la filosofía y la ciencia griegas” –resume este mismo
investigador–“para transmitir después esa gran herencia a la Europa occidental, madura ya para
aceptarla”. Por lo que toca a la civilización del propio Bizancio, fue también la Ortodoxia la que se
encargó de transmitirla en buena parte a los descendientes de los vencidos y de llevarla a
Occidente. Está todavía viva en los pueblos que se relacionaron íntimamente con el Imperio–entre
los eslavos especialmente– y no ha dejado de gravitar en multitud de ámbitos sobre los griegos
actuales.

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