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Clase 4 | Apunte 1: El cerebro y la ira.

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El cerebro y la ira

Una de las emociones básicas y universales que manejamos los seres


humanos es la ira. Ésta tiene como función principal estar al servicio de
nuestra supervivencia, por lo que su presencia es normal. No obstante,
cuando aparece con reiterada frecuencia en nuestra vida cotidiana,
surgen problemas y por ello debemos entender cómo controlarla.

Por: DR. LUIS M. LABATH, Asociación Educar

Ira es un término de origen latino que se refiere a la furia y a la violencia. Se trata


de una conjunción de sentimientos negativos que generan enojo e indignación.

En su acepción más positiva, la ira tiene como objetivo dar fuerza para protegerse
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y poder sobrevivir. Muchas veces se exacerba cuando no es necesario, con


consecuencias a nivel fisiológico y del comportamiento, ya que el pulso se acelera,
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el corazón late rápido y la respiración se agita; pero también conlleva a que todos
alrededor se sientan incómodos, amedrentados, con miedo y deseos de alejarse,
porque seguramente nadie quiere relacionarse con una persona que estalla
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descontrolada y dice o hace cosas que luego cuesta olvidar.


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Como las emociones están muy ligadas a los pensamientos, una situación puede
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ser “vivida” de formas muy diferentes en función de la persona. Lo correcto,

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entonces, es referirse a los pensamientos asociados a la situación que causa ira y a
la consiguiente liberación de catecolaminas para el aumento puntual y rápido de la
energía necesaria para emprender una acción decidida contra el evento
amenazante, tal como podría llegar a ser la lucha o la huida. La descarga de
energía perdura el tiempo que sea necesario de acuerdo con la magnitud que el
cerebro le haya dado a la amenaza. Por otro lado, existe otra oleada energética,
activada por la amígdala cerebral, que permanece aún más tiempo que la anterior
y se mueve a través de la excitación de la rama adrenocortical del sistema
nervioso. Su función es la de dar el tono general adecuado a la respuesta. Esta
excitación puede durar horas o incluso días si se alimenta adecuadamente el
estado de alerta.

Cuando esto sucede, la persona es proclive a enfadarse por cualquier cosa. Incluso
vive situaciones insignificantes de manera más reactiva y esto explicaría por qué
un individuo tiende a enojarse cuando ya tuvo alguna situación de ira durante el
día, o cuando está particularmente estresado. Cada uno de los nuevos
pensamientos irritantes se convierte en detonante de una nueva descarga de
catecolaminas por parte de la amígdala, que se ve fortalecida por el impulso
hormonal precedente. De esta forma aumenta vertiginosamente la escalada del
nivel de excitación fisiológico.

En este momento, la persona se siente incapaz de perdonar y se cierra a todo


razonamiento. Todos sus pensamientos gravitan en torno a la venganza y a la
represalia, sin detenerse a considerar las posibles consecuencias de sus actos. Este
alto nivel de excitación, alimenta una ilusión de poder e invulnerabilidad que
promueve y fomenta la agresividad, ya que, a falta de toda guía cognitiva
adecuada, la persona enfadada se retrotrae a la más primitiva de las respuestas.

La expresión externa de la ira se refiere a los gestos de enfado que permiten a los
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otros saber que estamos "chinchudos" a través de expresiones faciales o tonos de


voz, y, la expresión interna de la ira se refiere a la expresión de enfado “hacia
adentro”, es decir, los demás no saben del enfado, pero quien lo siente vive
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sensaciones de tensión en su interior con la producción de pensamientos


negativos.
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Es importante considerar que la ira es una emoción básica y universal. Básica


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porque está al servicio de la supervivencia a partir de tres funciones: la facilitación


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del desarrollo rápido de conductas de defensa y ataque, la vigorización de la


conducta y la regulación de la interacción social. A su vez, es universal porque

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cualquier miembro sano de la especie experimenta ira. Por lo tanto, enfadarse no
solo es normal, sino, necesario.

Sin embargo, cuando la ira es demasiado frecuente o desproporcional, aparecen


los problemas. El iracundo valora el contexto como algo terrible, cuando en
realidad no lo es. Por eso, no siempre la ira es una respuesta eficaz para
comunicarse, ya que los coléricos pueden llegar a sobrepasar límites
insospechados con consecuencias que pueden ser catastróficas, no solo para el
que recibe el ataque verbal o físico, sino también para quien se empecine a fondo
en el descontrol. La expresión externa de la ira de forma inadecuada puede dar
lugar a problemas interpersonales muy graves. Por su parte, la expresión interna
puede mantener este estado demasiado tiempo, con un elevado nivel de activación
psicofisiológico que se relaciona enormemente con problemas de salud,
especialmente a nivel cardiovascular (hipertensión, infarto, etcétera).
Frecuentemente, esta clase de ira se acompaña de emociones negativas como
frustración, tristeza, etc.

En el sistema neuroendocrino, el efecto de la ira en humanos y en primates no


humanos supone niveles altos de testosterona (hormona vinculada a la conducta
agresiva y dominante), así como niveles bajos de cortisol, y en el sistema nervioso
central, destaca la actividad cerebral asimétrica de los lóbulos frontales que se
produce cuando se experimentan estas emociones.

En este contexto, existen dos modelos conceptuales. Por un lado, el modelo de


valencia emocional, según el cual la región frontal izquierda del cerebro se halla
implicada en la experiencia de emociones positivas, mientras que la región frontal
derecha se relaciona más con las emociones negativas. Y el segundo modelo, de
dirección motivacional, vincula la región frontal izquierda con la experiencia de
emociones que provocan el acercamiento, y la región frontal derecha, con las
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emociones que incitan a la retirada.

Científicos de la Universidad de Iowa realizaron un estudio en el que se les pidió a


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los participantes realizar una tarea, con la finalidad de rechazarla sin ningún
fundamento y así provocar su enojo. Al causar el enfado de los participantes,
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captaron el momento justo en el que en el cerebro se activaron dos zonas: la


corteza cingulada anterior y la corteza dorso lateral prefrontal.
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La corteza cingulada anterior del cerebro se encarga del control de las emociones y
la corteza dorso lateral prefrontal del cerebro, de la toma de decisiones racionales,

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por lo que impide que resalten los impulsos. Sin embargo, en un estado de enfado
puede llegar a agotarse y deja de funcionar.

Según el científico argentino Facundo Manes y colaboradores, durante mucho


tiempo se creyó que todas las emociones se procesaban en un conjunto de
estructuras cerebrales interconectadas conocido como sistema límbico. El
naturalista inglés Charles Darwin fue quien postuló que existen emociones
"básicas" (como la tristeza, la alegría o el temor) que se originan en regiones del
cerebro homólogas en las distintas especies y conservadas evolutivamente. Para
Darwin, el cerebro trabaja en red y cuando se experimenta una emoción no se
activa una sola área, sino varias, pero generalmente hay una que tiene mayor
protagonismo. En el caso de la ira, esa zona crítica es la región del estriado ventral
(se refiere a núcleos accumbens, porciones profundas del tubérculo olfatorio
parecidas al estriado y partes ventrales del núcleo caudado y el putamen. Como es
obvio por sus conexiones, el estriado ventral se relaciona con el sistema límbico).

Para las neurociencias de este último tiempo, la región del córtex frontal (una zona
de control ejecutivo de la mayoría de los procesos cerebrales más desarrollados a
nivel evolutivo, básicamente diseñado para ser el refugio de la cognición, el
pensamiento de alto nivel y para los procesos de planeación a largo plazo) también
se encarga de regular la agresión y los impulsos violentos cuando las señales
neurocerebrales que van desde el tálamo a la amígdala se desvían hacia él para
generar procesos relacionados con la racionalidad, la lógica, la ética, la moral y la
conciencia humana.

Otras función que compete al lóbulo frontal (y es de mucha importancia) es


inhibición de la conducta ocasional a través de un proceso que la ciencia denomina
"control del impulso". Este proceso impide que nuestras acciones sean llevadas a
cabo, lo mismo que nuestros pensamientos sin pensar en las consecuencias. Esta
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es la razón por la cual los adolescentes son demasiado impulsivos, debido a que el
lóbulo frontal madura neurológicamente, aproximadamente, a los 25 años de
edad.
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En la adolescencia no solo los sujetos son inundados por una cascada de


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hormonas, sino que también los adolescentes carecen de los tipos de control del
impulso que tienen los adultos.
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Por otro lado, un estudio realizado por científicos del Instituto Nacional en
Bethesda, de Estados Unidos, demostró que personas que mostraron actitudes

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agresivas fueron propensas al deterioro de sus funciones cognitivas, sobre todo,
las que tenían dificultades para lidiar con el estrés diario.

Plantearse prevenir la ira es imposible, puesto que es una emoción básica que
debe aparecer y su ausencia sería motivo de una posible patología emocional.

Lo que es ideal es experimentar la ira en las situaciones que así se requieren, pero,
sabiéndola expresar y gestionar de una manera adecuada; en definitiva, debemos
aprender a controlarla.

Por tanto, un enfado sano permite detectar y resolver problemas, conseguir metas
y aliviar o superar obstáculos que impiden lograrlos. Por el contrario, un enfado
excesivo puede bloquear emocionalmente, dificultando percibir de forma adecuada
la situación.

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10.1093/brain/awh214.

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