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Parásitas
Emilio Carballido
Monólogo

A los exquisitos trabajos de don Jesús Salinas, maestro artífice de la hojalata, se debe que naciera este
monólogo.

En 1951.
En un edificio colonial cercano al Zócalo, un cuarto luminoso y bonito. Los muros están
cubiertos por un papel tapiz anticuado, de ramitos de rosas en fondo gris. Cuelgan dibujos y pequeños
óleos de flores en marcos antiguos.
Un balcón, al fondo, derecha, con largas y revoloteantes cortinas de gasa; tras él se ven las
ramas secas de un árbol, salpicadas en partes por colgajos verduscos.
Mesita de comer, sillas, un sofá.
Al fondo, izquierda, la puerta de entrada, en el ángulo. A la derecha, puertas a la recámara y a la
cocina.
Un piano vertical en primer término, izquierda. Sobre el piano, en la mesa, en un rinconero:
flores, portarretratos, candeleros, objetos todos de hojalata, primorosa y fantasiosamente trabajados.
También algunos objetos de arte popular, algún marfil antiguo.
En la pared del fondo, arriba de una consola policromada, un espejo redondo, bastante grande,
está enmarcado en el más importante entre los trabajos de hojalata que la pieza reúne: se trata de un
círculo esplendoroso, lleno de hojas y ramitas y constelado de prismas y lágrimas de cristal blanco, azul
y color de rosa.
Junto al balcón una jaula.
En la habitación, vacía, suena tres veces una misma nota del piano. Luego, una hoja del balcón
se abre por sí misma. Con el viento flotan las cortinas.
•••
Por la puerta de la calle entra Dulce María. Viene jadeante, cargando un morral. Es una
mujercita de cerca de 50 años; viste un alegre y barato vestido floreado.
Entra con cara de fatiga y de disgusto. Se ve al espejo, se pasa la mano por la frente.
Recompone un mechoncito de pelo y la expresión de su cara. Suspira y sonríe.
Dulce María: Qué tal. Esa escalera cansa, ¿eh? Parece que le aumentaran escalones cada día, o
que a mí me cortaran pedazos de piernas. Una se hace más y más vieja, ni remedio. (Va a la mesa a
poner el morral.) Todo está más caro, más y más caro cada día. Lo que ganamos no alcanza para nada.
(Con trabajo, lo levanta y lo pone.) Salir del trabajo, a las compras, y a guisar después. Es absurdo.
Bien podríamos comer en cualquier restaurante, pero no: al señor se le da la gana de comer nada más lo
que yo guiso y yo me aguanto años y años de esta esclavitud. (Va por una charola para poner cosas
que luego saca del morral: pan, una lechuga, etc.) Del trabajo al mercado, del mercado a la cocina y
vuelta al trabajo. (Como para sí.) Y cuánto me alegro. Ni una vez he dejado de guisar. Sólo cuando…
(Sacude la cabeza.) Si supieras lo que compré. Ah, si pudieras estarías olisqueándolo. Te encantaba.
La hoja del balcón se cierra, por sí misma. Ella no se da cuenta. Con la charola entra a la
cocina. Sigue desde allá.
Me da tanta flojera cocinar para mí sola. Hace falta alguien que se chupe los dedos y que
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pondere las cosas como tú hacías. Lo voy a hacer a la vizcaína. Conseguí un aceite portugués muy
bueno.
En la mesa, un paquete sale, por sí mismo, del morral.
(Vuelve a entrar Dulce María.) Pero nadie sabe ponderar como tú. ¡Cómo eras exagerado! Me
acuerdo… (Se interrumpe.) ¿A qué horas saqué el bacalao? Venía hasta el fondo. Mmh. (Sacude la
cabeza.) Cualquier día me voy a volver loca. Hablando contigo, con los ratones, con el pájaro. El
director de la revista me sorprendió el otro día habla y habla, mientras le dibujaba yo un figurín. Se
quedó oyéndome, un rato, y luego se echó a reír. Ni siquiera me volví, porque por un momento creí que
eras tú. Luego, me vi donde estaba, y lo vi a él, con su papada temblona. Viejo imbécil. (Se asoma al
balcón.) El día está lindo, radiante. Quiero pintar este patio. El árbol ya está completamente seco. Las
parásitas siguen vivas. Pobrecitas. ¿Qué irán a hacer ahora? Me gustaría pintar algo así: la vida
principal ha muerto, ha muerto el tronco y sigue aferrada a él la pobre parásita. ¿Por cuánto tiempo?
(Con tono ligero.) El director fue a la exposición y vio mis azaleas. ¿Sabes qué quiere que le haga
ahora? Le encantaron, claro, como todo lo que yo hago, y me dijo que las quería para la revista… pero
en punto de cruz. No porque yo pinte como Van Gogh, pero… Tuve que vender los últimos candeleros
que hiciste. Me dio lástima, pero los pagaron muy bien. Unos gringos. Además, esos candeleros nunca
me gustaron. (Va al espejo.) Éste sí es trabajo. Parece un sol. ¡Qué hermoso es! Y conste que los
prismas y las lágrimas fueron idea mía. No sé qué habrías hecho muchas veces sin mis ideas. (Las
toca.) Me encantan las lágrimas. De chica me pasaba horas viendo el sol a través. Siempre quise pintar
las cosas como se ven así. (Se ríe.) Dibujante de figurines y bordados. En qué ha venido a parar la
pintora. Ay, cómo soñaba de joven… los museos, las exposiciones… Y es tan fácil ser una gran pintora.
Basta con que ayuden las circunstancias. (Suspira.) Tú siquiera sabes ser un artista menor. Y orgulloso
de serlo. Pobre de uno. Se es o no se es, qué artistas menores ni qué nada. Nunca pude acortar mis alas
a la medida de las tuyas. Ya ha de estar el agua. (Lleva todas las cosas del morral a la cocina. Desde
dentro.) Invité a cenar a Carlitos y a su novia. Tan buen muchacho que es. Si hubiéramos tenido un hijo
habría salido así, pero yo no lo habría dejado que fuera periodista. Dios lo librara. Habría sido…
(entra) pintor, o si no… hojalatero, como tú. (Se ríe.) Eso sí no te gustaba que te dijeran. Hojalatero.
Bueno, a esperar a que se cueza. (Se va al espejo.) Qué cara. Y qué ganas de andar siempre así, con el
pelo mechudo, despintada, sin arreglar. Pero tú pondrías el grito en el cielo. (Empieza a peinarse y a
retocarse la cara. Mientras.) El abandono de afuera es el abandono de adentro, dirás. Y claro, como tú
tenías que rasurarte solamente. Tu ropa es cuenta mía, así que cámbiate y ensucia toda la que quieras:
yo lavo. Y como te desalientas si no estoy bien pintada, y arreglada, pues a cuidarme, y a pintarme. Te
desalientas. Sí, cómo no. Te gusta presumir de que me cuido para ti, de que estoy loca por ti, como el
primer día. Ridículo. (Suspira.) Como el primer día… (Ve el piano. Se frota las manos. Duda. Va y se
sienta.) Tengo los dedos como garrotes. (Toca algunos compases. Se interrumpe.) No, ya estoy muy
torpe. (Reempieza.) Este año habríamos ido a Europa. Tanto como querías llevarme, tanto bien como
me habría hecho ir. ¿Ves? ¿Para qué te moriste? (Toca, en silencio.) La vida es tan… tan inútil. Dicen
que hay que vivir. Pues yo… no sé. (Deja de tocar. Se queda con las manos en el regazo, viendo el
teclado fijamente.) Tanto miedo como le tenías a la muerte. Cuando caía la noche te empezaba, y de
nada servía lo que yo hiciera. Ni bromas ni piano. Creías que nunca volverías a ver la luz del día.
(Sacude la cabeza.) Había que hacer el mundo nuevo, para ti. Nuestro mundo sin noche. A las cinco de
la tarde nos levantábamos, a trabajar con las ventanas cerradas, muy bien cerradas para que no entrara
la noche. Y luego, desayunábamos a las siete, y a las doce comíamos. A la hora de la cena abríamos las
ventanas y dejábamos entrar el amanecer. Así podías dormirte, con el sol entrando por el balcón hasta
la cama. Y despertar a las cinco, para cerrar las ventanas de nuevo. Y así, meses. (Deja de tocar.) Hasta
que conseguí trabajo. No sé qué harías entonces con tu miedo. Supongo que aguantártelo. Sin
embargo… Creo que me gustaba vivir así. (Se levanta y va al balcón.) Ahora estaríamos acostados, en
nuestro sueño de medianoche. “La noche es la muerte diaria”, decías, o algo así. ¿Por qué ese miedo? A
veces pienso si no querrías hacerte el interesante, solamente. Vivir así para poder contar a los demás
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cómo vivíamos. No importa. Eso te gustaba, y a mí también. No es malo hacerse el interesante. Y ahora
me gustaría que fuera medianoche, y que estuvieras haciendo un candelero, o una máscara brillante,
con cuantas lámparas teníamos, puestas en derredor tuyo, hasta que todo tú te veías resplandeciente,
como las hojalatas entre tus manos. (Pausa. Ve hacia fuera, con la cara pegada al vidrio.) Ya, ya pasó.
(Disimuladamente, se limpia los ojos. Se suena la nariz. Ve la jaula.) ¿Y tú? No te he oído cantar. (Le
silba una tonada. Toca la jaula. Quedito, dice.) Ay, creo que está muerto. (Descuelga la jaula. Lo ve.)
Pobrecito. Con razón no cantabas. (Le silba algo, como esperando aún que viva.) No, no te mueves.
¿Por qué? Tu amigo se murió hace dos semanas. Hace unos días, el cenzontle. Mejor para ti. Voy a
tirarte a la basura y ni siquiera vas a darte cuenta. Cuando a él le echaron tierra encima yo estaba
viendo todo y era como si él lo viera. Quise estar como tú, hecha un montoncito de basura, y ya me ves.
Pobrecito. Fuiste regalo suyo. Todos los días de mi santo me daba un animal. ¡Qué corajes hacía yo!
Como si no hubiera bastante trabajo en la casa. Claro, no tenía dinero para comprarme nada y yo no sé
de dónde conseguía los animales. Pájaros, gatos flacos, perros mugrosos. Llegaba furtivo y temeroso,
como si los hubiera cazado… Podría haber trabajado perfectamente, pero no. Como era artista… (Saca
el canario de la jaula, se asoma a la cocina y lo tira.) ¿Tú entiendes esto? Hay en la basura un
ratoncito gris, chiquito, muerto. No puedo creerlo. Ir a morir precisamente a la basura es mucha
decencia. (Ve el reloj.) Es la una y media. A las tres y media vuelvo al trabajo. (Ve la consola. Suspira.
La abre y saca una botella. Se sirve una copita.) Todavía no me gusta mucho, pero a ti te gustaba tanto.
Cómo lo paladeabas. Pienso que, pues, vivo tan contigo, todavía, quizá un poco de sabor te llegue, de
algún modo… no sé. (Bebe, valientemente, pero tose y se atraganta, se ahoga casi.) ¡Maldita sea! Esto
me pasa por farsante. Toda la vida igual… (tose) haciendo cosas porque a ti se te daba la gana, cosas
que ni me gustan ni… (Tose.) Ya. Nunca más. (Guarda la botella.) Yo no soy artista, ni nada. Qué vida
de artistas, ni qué un cuerno. Trabajar, como yo desde hace cuatro años, y a ver dónde se queda el arte.
Pero no, según tus amigotes tú eras “artista menor”, y “tenías tantas necesidades como los grandes
artistas”, y “menos medios”, ¿no? Y yo, “ay, pobrecito”, y trabajo y trabajo mientras esperamos que
vendas tus… (hace un ademán despectivo), tus obras. Y yo, sacrificando mi pintura. Y haciendo esa
vida falsa, ¿por qué demonios? Aún ahora… (Se deprime de pronto.) Un gran amor, o arte, algo más,
algo maravilloso que hubiera habido entre nosotros. Pero nada, y al final una vieja pintada hablando
sola en una casa vacía, como loca. Tus cosas, tu vida. Yo era el tronco, tú el parásito.
Suena una nota del piano, violentamente, dos, tres veces.
(Dulce María se tapa la boca.) No, no. Dios mío. No es cierto. Quizá había algo maravilloso en
él y yo no supe verlo. Pero siempre me porté como si lo viera. Casi siempre. Casi siempre.
Suena la nota del piano.
(Ella se queda viendo el instrumento.) Esta casa vieja. ¿Por qué suena el piano así, a veces?
Menos mal que no soy miedosa. (Se persigna.) Menos mal… (Saca un mantel y lo tiende.) Comer a la
carrera, y otra vez al trabajo. Antes no sonaba así el piano. Sí, creo que sí. De algo sirvió que quisiera
ser pintora. Voy a hacer la portada del próximo número. ¿Qué voy a poner? (Piensa.) No se me ocurre
nada, y no tengo ya quien me indique.
Se cae, de pronto, una flor de hojalata en el florero del piano.
(Ella se vuelve, y automáticamente la pone en su sitio.) Flores… sólo que pintara éstas, en este
florero, con el fondo gris de rositas… No tengo quien me indique. Para qué te moriste. Si me quisieras,
de veras, robarías un poquito de vida, aquí y allá, no sé de dónde, de plantas o de animales, de tanta
vida que hay en tantas partes. Para estar conmigo. Para estar conmigo, que estoy tan sola. Trato de
bromear, de tener fuerzas, como antes trataba para ti. Pero a veces, ay, a veces es muy difícil. Mira, ¿te
acuerdas cuando nos peleábamos? De pronto, dejábamos de entendernos, como si habláramos dos
idiomas. Y qué gritos dábamos, ¿te acuerdas? O nos quedábamos sin hablarnos. Días y días de silencio.
Luego acabábamos llorando juntos, como los niños que se pelean en la escuela. Y la muerte es como un
pleito largo, por eso no te la perdono, ¡no te la perdono! (Llora al fin, agarrada al borde de la mesa,
rebelde al llanto que la llena.)
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Caen de pronto, una a una, las lágrimas del espejo, desprendidas. Dulce María se endereza. Ve
en derredor. Ve el espejo. Una última lágrima se desprende. Sorprendida, va y recoge una lágrima
rota. Susurra.
Las lágrimas… (Parece que fuera a entender algo. Admirada, ve la jaula vacía. La descuelga,
con la lágrima rota en la otra mano. Baja los brazos. Deja caer la jaula al suelo y grita.) ¡José! ¡José
Manuel! (Espera. Quedito.) ¿Las lágrimas? No entiendo. Nunca entiendo nada… Estas casas viejas…
Se queda pensativa, sin entender. Una nota del piano suena, quedo, una y otra y otra vez.
Telón

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