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2 Rafael Villegas
Nada
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Emilio González Márquez
Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco
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Esta obra se realizó con el apoyo del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes
de Jalisco, luego de haber sido seleccionada en la Convocatoria CECA 2009, en la
Disciplina de Letras en la categoría de publicación de cuento.
ISBN: 978-968-832-034-X
IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO
6 R AFAEL V ILLEGAS
Nota y agradecimiento
Rafael Villegas,
Guadalajara, julio de 2009
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…el espacio común del encuentro se halla él mismo en
ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el
sitio mismo en el que podrían ser vecinas.
Michel Foucault
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Nada 13
Como si hubiera dormido en la estación, el profesor Q ya se encon-
traba ahí cuando los primeros de nosotros llegamos con equipajes y
cajas de madera repletas de equipo científico. Lo recuerdo parado a un
lado de la vía, envuelto en ese enorme abrigo gris, cuyos delicados pe-
los se movían con el viento frío. Parecía un oso de zoológico liberado
a su suerte, ajeno al mundo natural. No se dirigió a nadie. Ni siquiera
a mí. Cuando el tren se detuvo, él fue el primero en poner un pie en-
cima. Atravesó el vagón y tomó asiento al fondo del mismo. Mientras
tanto, nosotros nos aseguramos de subir todas nuestras cosas.
Solíamos viajar en asientos vecinos. Gustábamos de charlas in-
terminables sobre los avances que, en nuestro siglo, habían tenido
la ciencia en general y la mineralogía en particular. En ese entonces,
como él, yo era abstemio. Preferíamos el café, puro. Endulzarlo nos
parecía una verdadera grosería al gusto. El café era nuestro segun-
do tema predilecto, posiblemente porque implicaba polémica. Jamás
pudimos ponernos de acuerdo en qué grano poseía una calidad su-
perior: el de M o el de Z. En cuestiones de ciencia las cosas eran di-
ferentes. Nuestras charlas parecían, más bien, cátedras de maestro
a alumno. De ninguna manera quisiera dar la impresión de que lo
anterior me molestaba. Al contrario, para mí siempre fue un honor
que un hombre tan sabio compartiera conmigo sus conocimientos,
aunque a veces eso significara mi silencio durante horas. Sólo el tema
del café me hacía su colega, un digno interlocutor.
Pero las cosas habían cambiado. Cuando miré sus ojos perdidos
atravesando el cristal de la ventanilla, supe que él prefería no tener
vecino de asiento. De cualquier manera, me senté cerca de él, por si
en algún momento del largo viaje que nos esperaba necesitara de mi
asistencia. En el fondo sabía que no sería así. Durante las casi cinco
semanas que duró el viaje apenas se levantaba para hacer sus necesi-
dades fisiológicas y alimentarse. Entre el equipo de la expedición se
rumoraba que el viejo se había vuelto loco. Que tal vez tanto tiempo
investigando el fenómeno de T lo había terminado por trastornar. No
quise discutirlo. Lo cierto es que a esa gente le importaba tanto la
investigación como la salud del profesor Q. Hablaban sólo para en-
tretenerse, para olvidarse del paisaje que, afuera, no parecía cambiar
un ápice.
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Nieve y cielo fusionados en el horizonte. Todo era igual, incluso el
sol que apenas se movía sobre el horizonte en pleno verano. En esas
circunstancias el espacio se disuelve, podríamos decir que no hay asi-
deros para la conciencia. En términos científicamente inapropiados,
no hay horizonte. Ni arriba ni abajo.
Y el profesor Q no dejaba de ver a través de la ventanilla. Como
paciente de la ciencia del hipnotismo mi maestro no viajaba con noso-
tros dentro del vagón. Me parecía que su ser, su verdadero ser, corría
desnudo sobre la extensión nevada, hundiendo cada pisada pero in-
capaz de dejar huella alguna.
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con todo. Nosotros simplemente desaparecemos para él. Podríamos
salir del salón y él no se daría cuenta.
–¿Y por qué no se salen? –le pregunté a mi asistente sin darle
muestra de mi hastío.
–Los prefectos nos sancionarían. Preferimos quedarnos en el sa-
lón. Al principio la actitud del Agente Quelante nos perturbaba un
poco; ahora lo ignoramos con facilidad, ya nos acostumbramos.
También me llegó a platicar que el profesor Q jamás miraba a na-
die a los ojos. Aprovechaba su altura, tanto en el aula como en los pa-
sillos, para evitar encontrarse con los ojos de alguien más. Me contó
además, que mi antiguo maestro tomó la costumbre de dar largos pa-
seos por la biblioteca de la Universidad de M, sin tomar ningún libro.
Sólo andaba, con sus largos pasos, entre los innumerables estantes de
la biblioteca. ¡Es la segunda más grande del país, señores! Recorría
religiosamente todos los pasillos, con la mirada dirigida ligeramente
hacia arriba, con las manos unidas en la espalda. En un par de ocasio-
nes, cuando llegó a encontrarse con alguien en su camino, optó por
hacer a un lado el estorbo con lujo de violencia. Repitió el acto una
vez más. La rectoría lo sancionó prohibiéndole terminantemente la
entrada a la biblioteca. Sólo le permitieron llevarse a su cubículo diez
libros, para que siguiera con sus investigaciones. Sin duda, lo tenían
en alta estima y respeto. Lo curioso del caso es que, según mi enton-
ces asistente, el profesor Q no se llevó textos especializados en mine-
ralogía, sino volúmenes de historia de la astronomía, antropología de
los pueblos de la tundra y libros de naturaleza ocultista.
Al parecer, el profesor Q no era el hombre con el que había com-
partido horas y horas de cálida camaradería y enseñanza. En todo
caso, no sabía entonces si confiar del todo en el testimonio de mi asis-
tente. Podían ser exageraciones de un alumno poco brillante. O cabía
la posibilidad de que yo, sencillamente, no le creyera porque no ter-
minaba de simpatizarme. Después de todo, me había sido asignado
por el Instituto, siguiendo una indicación superior, sin consultarme
al respecto.
No me gustaba que mi asistente hablara mal del profesor Q; sin
embargo, lo permitía porque deseaba saber cualquier cosa de mi
maestro, aunque fuera negativa. Además, yo nunca puse al tanto a mi
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asistente de los años que conviví con él. Supongo que se habrá entera-
do de alguna u otra manera más adelante. Tampoco es que la investi-
gación del fenómeno de T haya sido algo más que una búsqueda más
o menos marginal dentro de las líneas comunes en el mundo acadé-
mico de entonces. Pero de alguna manera mi otrora asistente debió
enterarse de la investigación más importante del profesor Q, pues de
un día para otro dejó de hablar mal de él, al menos frente a mí.
Lo último que supe del profesor Q de parte de mi asistente fue
que había sido trasladado a uno de los campos de trabajos forzosos
en la Cuenca del D, justo después de que A invadiera nuestro país e
iniciara la Guerra de las Naciones Libres.
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presas en un riachuelo cerca del pueblo donde nació. Supongo que, al
tratar de ponerle un origen a su pasión por la mineralogía, buscaba
transmitirnos esa misma pasión. Conmigo lo logró, incluso antes de
que yo me convirtiera en su alumno. Desde la adolescencia, yo adqui-
ría el Almanaque Científico, esa revista de divulgación que vendían en
la librería del Museo Real de Historia Natural. Tenía una colección
casi completa de la revista, pero la perdí en los primeros bombardeos.
El asunto es que, en ocasiones, el profesor Q escribía interesantísimos
artículos sobre los últimos descubrimientos en las “ciencias de la Tie-
rra”, como a él le gustaba llamarlas. Así comencé a familiarizarme
con su trabajo desde antes de conocerlo.
Luego, como ya lo saben, me volví su asistente. Estaba a unos
cuantos meses de graduarme cuando el profesor Q me invitó a su
casa. Me dijo que tenía una propuesta de trabajo que hacerme. Como
es natural en un hombre que está a punto de dejar de ser estudiante,
mi situación laboral me preocupaba bastante. Sin saber nada, yo me
puse feliz de inmediato. Recibir una propuesta de empleo antes de
graduarme y, además, de parte de un científico tan admirable como
él, era más de lo que yo podía pedir en aquel momento.
Esa misma noche fui a su casa, que se encontraba en el centro de
la ciudad, a una cuadra de lo que era la Plaza U. Recuerdo que ese día
llegué con cinco minutos de antelación a la hora que había sido cita-
do. Lo recuerdo bien porque apenas unas horas antes había adquirido
un reloj de cuarzo. No sé por qué lo compré ese mismo día. Supongo
que deseaba parecer más profesional frente a mi maestro. El asunto
es que antes de tocar la puerta, miré el reloj. Al darme cuenta de que
faltaban cinco minutos para el momento de la cita, pensé en retirarme
y dejar pasar el tiempo en alguna banca de la Plaza U. No pude ha-
cerlo, pues en ese momento el profesor Q abrió la puerta y me invitó a
pasar, sin hacer ningún comentario sobre mi impuntualidad. Porque
llegar temprano no es llegar a tiempo.
Como todas las casas del centro antes del bombardeo, la del pro-
fesor Q había sido construida al menos dos siglos antes. Para ser el
hogar de un hombre soltero, tenía un gusto exquisito en los interiores.
Los tapices, los muebles, los objetos decorativos, todo parecía conser-
var, en un estilo muy discreto, un equilibrio innegable. En realidad
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no sé mucho de artes decorativas, pero es cierto que cualquiera que
hubiera conocido esa casa saldría de ella con el alma en absoluta ar-
monía; si existiera el alma, claro.
El profesor Q me llevó a su estudio, en cuyas cuatro paredes había
enormes libreros de ébano que, en lugar de libros, sostenían rocas de
todas las formas, tamaños y colores imaginables. Me dijo que era su
más preciada posesión: la que él consideraba la colección de rocas
antropomorfas más grande del mundo. Me confesó que prefería el
trabajo de campo al de escritorio e, incluso, a su labor como docente.
No había nada que disfrutara más que estar al aire libre, observando,
registrando y recolectando rocas. Por supuesto, su colección de rocas
antropomorfas no tenía ningún uso para la mineralogía, pero para el
profesor Q tenía más valor que cualquier otra cosa. Le pregunté por
su fragmento de meteorito, pues yo estaba convencido de que era su
roca más preciada.
–Tiene gran valor para mí, sin duda, pero se trata de un valor
francamente emocional. Estas rocas de formas humanas, sin embar-
go, tienen para mí un valor intelectual ante todo. Me hacen pensar
en el vínculo de la humanidad con el mundo y la realidad. Sé que es
una apreciación subjetiva, pero no por ello menos cierta. Las cosas,
incluso las inanimadas como las rocas, guardan alguna relación con
el ser humano, por lo menos en términos de semejanza morfológica.
En efecto, las rocas tenían formas humanas o, mejor dicho, de par-
tes de humanos. Por ahí había una con forma de nariz; otra más se-
mejante a una mano de cuatro dedos; una podría tratarse de la escul-
tura de un enorme miembro masculino como las que solían realizar
los pueblos primitivos del Continente N. La piedra más fabulosa de
la colección era la que había tomado la forma de un cuerpo humano
casi completo, sólo le faltaba la cabeza.
–Lo más difícil de hallar es la cabeza, por supuesto, con todas las
formas que contiene –me dijo el profesor Q con seriedad–: ojos, boca,
orejas. Hay que tener mucha imaginación para ver en cualquier roca
ovalada una cabeza humana –sonrió y le brillaron juguetonamente
los ojos–. También la cabeza es lo más fácil de perder.
Ese día, tomamos asiento, frente a frente, en una pequeña sala
anexa a su estudio. Llamó con una campanilla a su sirvienta, una
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enorme mujer de piel negra y ojos saltones, quien llegó con unas ta-
zas de porcelana bien servidas y humeantes de café, acompañadas de
unos panecillos blancos. En cuanto desapareció la mujer, el profesor
Q se dirigió a mí con una mirada inquisitiva.
–¿Ha pensado usted, señor X, que la vida pudo haber llegado a la
Tierra desde el espacio? Digamos, en una roca espacial, un meteorito
o un cometa.
–No profesor, no lo había pensado –le contesté regresando a su
lugar la taza con café que apenas me disponía a levantar.
Su frente se arrugó. Yo pensé, por un segundo, que mi respuesta
lo había ofendido de alguna forma. Luego me hizo ademán de que
tomara mi taza. Él hizo lo propio con la suya. Antes de beberla, cerró
los ojos y olió el humo del café. Luego le dio una pequeña probada,
apenas posando la comisura de los labios sobre la porcelana. Yo hice
lo mismo. Me parecía que el profesor me observaba escondido detrás
del humo del café. Creo que me estaba evaluando, me estudiaba como
predador de la sabana a su víctima. Así lo sentía. Supongo que eran
mis nervios.
–Me alegro, señor X. Me satisface que mis colegas de la Universi-
dad no les enseñen semejantes disparates –me dijo con una voz que
me pareció poco convencida–. Y espero que nunca los enseñen. Sería
abrir la puerta del saber científico a cuestiones, digamos, poco prácti-
cas. Es usted un hombre práctico, supongo.
–Podría decirse, sí.
–Así me parecía.
Y entonces, como si hubiera pasado una prueba no acordada, el
profesor Q me invitó, sin rodeos, a unirme como su asistente a la ex-
pedición a T que él encabezaría. No me explicó mucho. Sólo me dijo
que pasaríamos cinco meses en T, que no habría sueldo y que le ale-
graba conocer a alguien que no tuviera la necesidad de endulzar el
café o acompañarlo con bizcochos.
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cionaría una enorme experiencia, misma que después podría utili-
zar para conseguir un empleo. Además, trabajaría con el mismísimo
profesor Q, cuyo trabajo y personalidad tanto admiraba. Las cosas
pintaban muy bien para mi futuro profesional. No digo que no me
haya ido bien, pero entonces pensaba que las cosas serían, digamos,
un poco distintas.
Un mes después de aquella charla, partíamos en tren rumbo a T,
justo a la mitad de la primavera del año 1---. En aquella primera ex-
pedición nos acompañaron H y F, que estaban recién egresados de la
Universidad. Por lo mismo, estaban desempleados. Además, siempre
fueron curiosos y tenían un gran sentido de la aventura. Por si fuera
poco, la expedición a T les proporcionaría techo y comida, por lo me-
nos de manera temporal. A H y F les gustaba vivir al día. Tal vez por
eso sus vidas terminaron jóvenes de aquella manera tan horrible. No
debería juzgarlos, pero eso pienso. De cualquier manera, en la inves-
tigación del fenónemo de T, en especial en la segunda expedición, su
espíritu arrojado fue de mucha utilidad.
El resto de los expedicionarios eran empleados del gobierno,
mismo que patrocinaba la investigación: un observador de la ad-
ministración financiera; un traductor nacido en T pero que había vivi-
do toda su vida en M; un geógrafo que aprovechaba la expedición
para realizar sus propias investigaciones en la zona; un camarógra-
fo que registraría los acontecimientos y hallazgos importantes de
la expedición, acompañado por un sonidista; y cinco cargadores,
padre e hijos, algo torpes pero muy amables y trabajadores. No está
bien que lo diga ahora, pero luego supe que toda esa gente había
sido remunerada por participar en la expedición. Me parece que
sólo H, F y yo habíamos ido sin pedir dinero. Después de todo, es
la costumbre en el mundo académico: la ganancia de los jóvenes es
la experiencia.
-
mentos conservados. El objetivo era la observación, así como la reca-
bación de información. ¿Sobre qué? No lo sabíamos. Alguna vez, en
una parada que hizo el tren en la región de C y mientras nos las inge-
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niábamos para acercarnos a la chimenea de una posada, le pregunté
al profesor Q sobre nuestro objeto de estudio.
–Un fenómeno extraordinario. Sea paciente, señor X, sea paciente
–me dijo sin voltear a verme, con ese tono de voz que significaba que
dejara de preguntar, que no le apetecía hablar, que sólo le importaba
el calor de la chimenea. Tenía las palmas de las manos sobre el fuego,
rígidas como si fuera un brujo y realizara un conjuro. Luego, como si
cocinara, reconoció el momento exacto en que había que voltear las
manos. Y entonces se quedó ahí, con la luz de las llamas ondulándose
sobre su rostro, con los ojos bien puestos sobre sus propias palmas,
tal vez sobre las líneas que las surcaban.
Y no volví a preguntar.
H y F no parecían saber más que yo mismo. A los demás, no les
tenía tanta confianza como para preguntarles.
No supe a qué hora llegamos a T. Con el sol sobre el horizonte
las veinticuatro horas y mi reloj descompuesto, además del cansan-
cio de cinco semanas en tren, era imposible adivinarlo. Nunca había
estado tan al norte del país; al parecer, algunos de mis compañeros
tampoco, pues apenas sacaron la nariz fuera del tren comenzaron
a quejarse del clima tan adverso. Yo, por mi parte, me sentía extra-
ñamente fascinado por la región de T, que haría las delicias de los
biólogos. Atravesada por el Círculo N, T es hogar de la tundra y la
taiga. Aquí y allá los bosques de pinos y abetos nacen y mueren frente
al desierto congelado, esa alfombra de pastos salpicada de pantanos.
Dos mundos naturales que se disputan el terreno, en una guerra sin
cuartel que ha durado miles o, tal vez, millones de años. Las fronteras
entre ambos mundos cambian todos los días, se disuelven y recrean
con cada pino que se seca y cada abeto que surge al lado del musgo,
para después caer, víctima del congelamiento de las aguas. Es el reino
inconmensurable de la muerte, que contiene, en sí mismo, infinitas y
contradictorias formas de vida.
Siempre he querido regresar.
El profesor Q no parecía ni incómodo ni fascinado con el paisaje y
el clima de la región. De inmediato se dirigió a un hombre pequeño,
de rostro blanco enmarcado por el gorro de un abrigo enorme y ne-
gro. Luego supe que ese hombre era una especie de líder en la aldea,
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donde no contaban en ese tiempo con representantes del gobierno
de M. Vivían aislados de todo, aunque parecían conformes con su
situación. Y es que ellos no se consideraban los seres más aislados del
mundo. Un día nos platicaron que a un mes a pie más al norte, junto
al Mar B, existían tres grupos humanos que vivían entre las ruinas
de una gran ciudad cuyo nombre desconocían. Según los lugareños,
esos grupos vivían en constante guerra por el dominio de las edifica-
ciones mejor conservadas de esa supuesta ciudad en ruinas. Eviden-
temente, no hay ningún asentamiento humano más septentrional que
T. Las vías hacia el norte se desvían al este cuando alcanzan esa aldea.
Pero los habitantes de zonas rurales suelen ser, como ustedes saben,
muy crédulos. Gustan de las leyendas y las cuentan completamente
convencidos. Es el engaño de la ignorancia que nubla la razón.
Eran gente amable, después de todo. Extraños, retraídos, pero
amables. Andaban con las miradas perdidas, aunque eso yo lo atri-
buyo al deseo de evitar el contacto visual con alguno de los expedi-
cionarios. Como pasa en estos casos, para ellos nosotros éramos los
extraños. En unas semanas ya nos habíamos acostumbrado unos a
otros. Y es que nos habían asignado dos cabañas en el centro de la
aldea. No nos quedó de otra que cruzarnos constantemente.
No había posada donde comer, pero todos los aldeanos recurrían
a un anciano para comprar y vender carne de alce, que era lo único
que comía la gente de T durante cada uno de los días de su vida. Por
suerte, nosotros traíamos un poco de todo en conserva. Esto nos nos
permitió evitar el alce diario por lo menos durante las tres primeras
semanas. En la cabaña pequeña se instaló el profesor Q, acompaña-
do de la mayor parte de nuestro equipaje y una enorme mesa donde
desplegaba libros, planos y documentos varios; en la cabaña grande
vivíamos el resto de los expedicionarios. Nos preguntábamos cuán-
do comenzaríamos la investigación. El profesor Q hablaba mucho,
con la mediación del traductor, con el líder de la aldea. Supuse que
había una buena razón para postergar el trabajo. Lo cierto es que
esas tres semanas nos funcionaron muy bien para recuperarnos del
largo viaje. Incluso llegué a temer que nuestros cuerpos se atrofia-
ran de tanto descanso.
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Cierto día, el profesor Q nos indicó que preparáramos nuestras
cosas: haríamos una larga caminata. Nos pidió que no fuéramos muy
cargados y, dirigiéndose al camarógrafo, le recomendó que él sí se
llevara todo el equipo de filmación necesario, que no le gustaría per-
derse de lo que encontraríamos.
La caminata resultó terriblemente difícil. No estábamos acostum-
brados a andar sobre la nieve. Las nevadas que caen en M, si se me
permite la analogía, pudieran ser simples ensayos de una gran obra
de teatro como la que ocurre en T. Nuestros pies se hundían hasta
la altura de las rodillas a cada paso. El líder de la aldea asignó a un
muchacho para que nos acompañara como guía. Hasta ahora no me
explico cómo ese muchacho podía andar sobre la nieve sin hundirse.
Posiblemente se debiera a que era muy delgado o a cierta forma de pi-
sar. Lo que sí recuerdo es que las cuatro primeras horas de recorrido
fueron casi imposibles para todos, incluyendo el profesor Q, quien a
pesar de las complicaciones siempre se mantuvo al frente del grupo,
a sólo unos metros del guía. Avanzaba con el cuerpo perfectamente
erguido, manteniendo el porte aun en esas circunstancias; H y F lo
seguían, casi flanqueándolo.
Poco a poco, justo al entrar a un bosque de pinos, la nieve se fue
haciendo menos profunda y andar resultó mucho más sencillo. Ha-
bíamos visto un pequeño zorro y algunos visones cuando recién nos
internamos entre los pinos. Después no descubrimos señales de vida
animal. Ahora que lo pienso, me parece que, conforme nos adentrá-
bamos, el silencio se imponía con mayor determinación. No era un
silencio cualquiera, no era ausencia de sonido, sino su sustitución por
una sensación sonora que me es imposible describir. Algo innombra-
ble. Una impresión mía, nada más. Con el paso de los años uno re-
cuerda de formas nuevas. Pero sí, pronto el sitio comenzó a ponerse
extraño. Comenzamos a notar, desperdigadas, señales de incendio en
algunos árboles; luego, esas señales se volvieron más comunes. Cuan-
do menos lo pensamos ya andábamos entre enormes árboles comple-
tamente negros, quemados. No eran unos cuantos, sino todos. Enton-
ces comenzamos a escuchar, bajo nuestros pies, el crujir de la madera
pisada. Árboles muertos. Incontables troncos calcinados tumbados
sobre la nieve, arrancados de tajo.
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Luego, de repente, salimos del bosque calcinado. Mejor dicho, no
salimos, sino que llegamos a orillas de un pequeño lago circular, en
ese momento congelado, ubicado en el mismo centro del bosque. Ahí
comprendimos que el siniestro, de alguna manera, había iniciado
en la zona del lago y se había propagado hacia el bosque de manera
uniforme, produciendo un anillo de árboles quemados alrededor del
cuerpo de agua. En realidad, en ese anillo podían distinguirse dos
zonas o, digamos más exactamente, momentos del siniestro: un pri-
mer anillo, de unos tres kilómetros de ancho, donde todos los árboles,
sin excepción, habían caído en el sentido opuesto al lago; luego venía
el anillo más extenso de árboles todavía en pie pero quemados. Me
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–Bajo ese lago congelado debe estar la puerta a los infiernos. Está
clarísimo –dijo H no sé si con cierto dejo de ironía. F asentía enfático.
–Señores –señaló el traductor, cuya piel blanquísima evidencia-
ba su origen–, seamos serios, que estaremos los próximos meses
dedicando nuestros días a este asunto. Yo me fui de aquí, junto a
mi padre y mi madre, hace ya muchos años. Sería apenas un niño
entonces. Pero sí les puedo asegurar que entonces ahí no había nin-
gún lago y que, por supuesto, ese bosque era verde y estaba en pie.
Recuerdo incluso que estaba habitado por lobos y otros animales
más pequeños.
El geógrafo, un tipo enjuto y calvo, se incorporó a la discusión:
–Es evidente que lo que ahí ha sucedido tiene alguna explicación
lógica. Creo que todos coincidimos en que ahí ha pasado algo, ¿no?
–dijo mirando bajo lentes gruesos a todos, uno por uno. Los demás
asentimos–. Si se me permite expresar mi opinión, la disposición de
los árboles y el avance circular del incendio indican intenciones y
cuidados humanos.
–¡Exacto! –interrumpió el camarógrafo, que hablaba sentado en
el nivel superior de una litera, acompañado por el sonidista, siempre
silencioso–. Una explosión, ni más ni menos.
–Imposible, no hay ninguna bomba capaz de causar tal destruc-
ción –reclamó el geógrafo.
–Bueno, debe ser un arma secreta que han venido a probar en el
culo del mundo –replicó el camarógrafo, saltando de la litera.
–Han venido a probar –repitió, agresivo, el geógrafo, imitando
la voz del camarógrafo–, ¿quién ha venido a probar? No invente-
mos, señores.
Y todos los presentes, incluyendo al silencioso sonidista y excep-
tuando al observador de la administración financiera y a mí mismo,
se enfrascaron en una batalla de opiniones que, por poco, termina en
los golpes. Si me hubieran preguntado mi opinión, no habría sabido
qué decir. Me encontraba confundido, pero me parecía que ninguna
de las teorías discutidas tenían sentido. No me imaginaba al profesor
Q inmiscuido en una investigación de tintes armamentistas. Simple-
mente, no me parecía que dicho tema, por más actual que fuera, estu-
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viera en el rango de sus intereses intelectuales. Como les he dicho, yo
lo conocía, o creía conocerlo bien.
En ese momento, la puerta se abrió. El ruido intenso de una tor-
menta y la figura del profesor Q ingresaron a la cabaña.
–Fue una suerte que sólo estuviéramos una hora en el sitio –dijo
apenas entrando, despojándose del abrigo que llevaba y entregándo-
melo–. Nos hubiera alcanzado la tormenta.
La discusión se terminó con su presencia. Yo le cedí mi asiento.
–Debo disculparme, fue un error de cálculo de mi parte llevarlos
hoy al sitio. Estuve postergando la ida tratando de asegurarme de
que la temporada de tormentas hubiera pasado ya. El señor Y, líder de
esta aldea, estaba seguro que ya no habría más tormentas. Cosa rara
la que ha sucedido. Pero se dice que la naturaleza es impredecible. Yo
prefiero pensar que simplemente aún no la conocemos lo suficiente
como para adelantarnos a su comportamiento.
Me pidió que le preparara café. Habíamos cargado con un par de
costales de buen grano de M. Yo llevaba a escondidas, en mi equipaje
personal, una bolsa con no más de un kilo de café de Z, cuyo sabor
prefería. Antes de que el profesor llegara yo ya tenía, por suerte, pre-
parada la infusión. Pronto serví una taza y se la entregué sobre un
pequeño plato.
–Ahora bien, creo que debemos ir al punto. Se estarán preguntan-
do qué hacemos aquí. Pues haremos investigación científica, señores.
¿Y qué investigaremos? Lo que ha sucedido en el sitio que visitamos
el día de hoy. Por supuesto, no aceptaré que surjan teorías paranor-
males o de conspiraciones de naciones enemigas. –El geógrafo son-
rió satisfecho– Si hemos emprendido esta investigación es porque ya
tenemos una respuesta posible, y nuestra labor será comprobarla o
desecharla con pruebas fehacientes. Y sí, señores, respetaremos esta
teoría como respuesta posible. No discutiremos otras hasta que las
pruebas no nos indiquen la inviabilidad de esta solución. Ese es mi
método y me gusta serle fiel de principio a fin –le dio un sorbo a
su café y, de inmediato, me dirigió una mirada. Ese día supe que él
prefería el café de M–. En pocas palabras, lo que debo decirles es que
hemos venido hasta T a investigar el posible impacto de un meteorito.
Ni más, ni menos.
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Ahora las cosas tenían sentido. El profesor Q nos dijo que la ausen-
cia de un cráter, producto lógico del impacto, era lo que hacía especial
el caso que investigábamos. Donde debiera haber un enorme agujero
se ubicaba un lago; sospechábamos que ese lago era, precisamente, el
cráter que buscábamos. Todo tenía que ir, sin embargo, por partes en
la investigación. El profesor Q no había querido llevar equipo técnico
especial para sondear el lago o investigar la composición del material
calcinado o del suelo, así como la presencia de radiación en la zona.
El propósito fundamental de esta expedición sería la observación, la
recabación de muestras para su posterior análisis en laboratorios de
M y el registro de testimonios de los lugareños al respecto. Desde en-
tonces, mi maestro tenía clara la necesidad de, al menos, una segunda
expedición como la que realizaríamos tres años después.
La expedición, en esa etapa incipiente de la investigación, se di-
vidió en dos: el profesor Q, el traductor, el camarógrafo, el sonidista
y yo debíamos estar presentes en las entrevistas; H, F y el geógrafo
harían reconocimiento del probable sitio del impacto, apoyados por
los cargadores. El observador de la administración llevaría el orden
en el uso de los víveres y la compra de lo que fuera necesario.
A decir verdad, la recabación de testimonios me parecía un poco
fuera de lugar, pues rayaba más en la antropología que en la mi-
neralogía; sin embargo, el profesor Q insistía en entrevistar a los
aldeanos para construir “un cuadro completo del fenómeno”, como
él solía decir.
–Tuve noticia del fenómeno de T por una historia que me compar-
tió mi jardinero – me confió el profesor Q en alguna ocasión–. Éste, a
su vez, la había escuchado en una cantina de boca de un hombre que,
muchos años atrás, había estado en la cárcel y, ahí, había conocido
a un policía con el que entabló amistad. Verdadera amistad. En un
extraño día soleado, en el patio de la cárcel, el policía le contó a su
amigo reo sobre el fenómeno de T, y de cómo a él se lo había contado
su esposa, quien solía hablar con la boca llena de carne dorada de cer-
do. En la vida de la mujer nunca había faltado el cerdo, pues su padre,
después de retirarse del oficio de ferrocarrilero, se había asentado en
las afueras de M, en la comodidad de la granja que pudo comprar con
lo que sus ahorros le habían permitido. El granjero se había cansado
28 Rafael Villegas
de esperar a que la compañía ferrocarrilera lo ascendiera a conductor.
Por eso abandonó joven el oficio. Lo decidió el mismo día en que un
habitante de T lo llevó a conocer el bosque calcinado. De regreso a
la aldea, el joven ferrocarrilero decidió, por alguna razón que nunca
comprendió, cambiar las vías, el carbón y las máquinas por las cercas,
los cerdos y las hijas. También se volvió un gran contador de histo-
rias. –Hasta hoy no estoy seguro de si mi maestro hablaba en serio.
Finalmente señaló:– No hay que menosopreciar ninguna fuente, se-
ñor X. Hay muchas maneras de llegar al mismo sitio.
En efecto, para mi maestro era tan importante hablar con los lu-
gareños que decidió, él mismo, entrevistarse con ellos. El líder de la
aldea facilitó que las personas nos recibieran en sus casas y hablaran
con el profesor Q, quien era auxiliado, obviamente, por el traductor.
A mí me fue asignada la tarea de redactar, a pesar de que se realiza-
ría el registro fílmico de todo. Menuda responsabilidad, pues yo era
extremadamente lento para escribir. El profesor Q consideraba que
era más importante el registro escrito, por la posibilidad de tenerlo
más a la mano. Mis registros de las primeras dos entrevistas fue un
verdadero desastre. Resultaban ilegibles, como resultado de tratar de
escribir más rápido de lo que era capaz. Como la libreta que utilizaba
era del profesor Q, mi letra contrastaba de inmediato con su elegan-
te y perfecta caligrafía. Tuvimos que reconstruir esas dos primeras
entrevistas apelando a nuestras memorias. De cualquier forma, todo
era corroborable con las películas. Resultaba casi imposible que los
aldeanos nos abrieran dos veces las puertas de sus casas. La prime-
ra entrevista era, con toda probabilidad, la única oportunidad que
tendríamos de hablar con ellos del fenómeno. Así que, con algo de
práctica, mejoré mi velocidad en la escritura.
Poco a poco comprendí lo que quería decir el profesor Q con aque-
llo de no decartar ninguna fuente. Notamos que todas las personas
mayores de treinta años tenían marcas de antiguas pústulas en sus
caras. El profesor Q las atribuyó a una posible radiación producto de
la explosión del impacto del meteorito. Y es que, en efecto, los testimo-
nios parecían confirmar la teoría del choque, ocurrido hace aproxima-
damente cuatro décadas: todo indicaba que un objeto espacial se ha-
bía impactado en medio del bosque, a siete horas a pie desde la aldea.
Nada 29
Como era de esperarse, ya que se trataba de personas faltas de
educación y creyentes fervorosas de la magia, el impacto de un me-
teorito era entendido en T como una señal funesta de origen sobrena-
tural. Todos coincidían en haber observado caer del cielo, además de
haber escuchado un gran estruendo, “como cuando habla el dios O”.
Un par de ancianas, hermanas ellas, y las personas más viejas de la al-
dea, decían que las aves del trueno habían bajado furiosas, dispuestas
a castigarlos debido a un entonces reciente asesinato y violación de
dos niñas. Una mujer de unos sesenta años aseguraba que el fuego se
había llevado a su esposo, que ese día estaba en el bosque, la guarida
del dios O. De entre todas las palabras de superstición, el profesor Q
llegó a la conclusión de que había algo cierto: un objeto proveniente
30 RAFAEL VILLEGAS
más alejada de la aldea, ubicada en la ladera de una colina rocosa, no
estaba deshabitada.
Cuando abrimos la puerta de la destartalada cabaña, un hombre
viejo y una jovencita nos miraron desde adentro. Ambos estaban sen-
tados en el suelo, comiendo una pasta de apariencia extraña, posi-
blemente una mezcla de carne de alce bien cocida y unos arbustos
oscuros que proliferan en la región. El profesor Q se disculpó de in-
mediato con los habitantes de la casa. El traductor les comunicó las
disculpas. El hombre y la mujer no contestaron nada, tampoco apa-
rentaban molestia. No sé cómo decirlo, pero parecían estar en otro
lugar, en un mundo donde nosotros éramos unas sombras o el silbido
de un viento lejano. Nos miraban sin mirarnos. El traductor les dijo
algo que no entendí, en la lengua de los aldeanos, que ya me era fácil
reconocer de tanto escucharla.
El hombre se levantó. No era muy distinto físicamente al resto de
los lugareños adultos: de baja estatura, piel extremadamente blanca y
con cicatrices de pústulas. Sólo su mirada era distinta, sus ojos lucían
más negros de lo normal en esa región. El hombre emitió unos ruidos
extraños, guturales, que no parecían surgir de él mismo.
–Pregunta que por qué entramos a su casa –dijo el traductor diri-
giéndose al profesor Q.
–Dile que venimos a hablar del fuego que cayó del cielo –contestó
mi maestro sin dejar de mirar al hombre, a quien el traductor comu-
nicó las palabras.
El hombre gritó algo, señaló a la jovencita, que seguía sentada en el
suelo, apretando contra su vientre el plato con comida, y salió de la ca-
baña quién sabe si hablando consigo mismo o con nosotros. Lo cierto es
que, ahora sí, se veía molesto. Lo vimos subir la colina hasta perderse.
El traductor le dijo al profesor Q que el hombre nos había maldeci-
do en su lengua y que, entre otras cosas, había dicho que él no quería
hablar del fuego que cayó del cielo, que hablaramos con la chica si
queríamos. El profesor Q avanzó y se sentó en el suelo, justo frente a
la chica, que parecía muy asustada. El camarógrafo y el sonidista se
preparaba para empezar a filmar. El profesor Q los detuvo con una
señal de su mano. Entonces le sonrió a la chica y le preguntó:
–¿Te sabes la historia del fuego que cayó del cielo?
Nada 31
Mientras el traductor hacía su trabajo, la chica permaneció en silencio.
–¿Es tu padre el hombre que comía contigo?
De nuevo, no respondió la chica, que tenía el cabello y los ojos más
negros que he visto en mi vida. El profesor Q, que no había dejado
de mirarla ni un instante desde que comenzó a hablarle, volteó con
nosotros haciendo un gesto de impotencia.
–Parece que esta casa está vacía –nos dijo mientras se levantaba
y sacudía su pantalón para quitarse las suciedades que, como era
evidente, llenaban cada centímetro de la cabaña, especialmente el
suelo. Se dirigió a la puerta y salió, seguido por el traductor, el ca-
marógrafo y el sonidista. Yo todavía di un vistazo al interior de la
cabaña. Todo en penumbras.
Me disponía a salir de ahí cuando vi que el profesor Q detenía su
andar y pedía silencio. Con el rostro ligeramente levantado prestaba
32 RAFAEL VILLEGAS
El traductor, evidentemente contrariado, frunció el ceño.
–Yo me encargo, señores –insistió mi maestro, imperativo.
De un momento a otro, la cabaña me pareció más sucia de lo que
había notado antes.
Nada 33
el padre y la chica, de alguna manera, se vieron afectados psicológi-
camente por hechos tan desafortunados como la muerte de la madre
y la enfermedad del hijo. El idiotismo que muestran padre e hija se
debe, quizá, a alguna afectación más severa de la radiación. El padre
y la madre debieron sufrirla en su juventud. Los hijos pudieron ha-
ber resultado dañados posteriormente por herencia sanguínea. Otra
posibilidad es que todavía exista cierto nivel de radiación en la zona.
Cosa que no hay que descartar, aunque la considero improbable. –
Clavó la mirada en el cielo y me dijo:– Parece que habrá tormenta. No
olvide nada de lo que le he dicho, señor X. Anótelo bien.
Cerró la puerta y ya no la volvió a abrir. Francamente, no entendía
cómo había logrado comunicarse con la chica, lo que no impidió que
dejara de cumplir a cabalidad con mi trabajo como redactor.
Ese día hubo tormenta, la más intensa de la que tenga memoria.
34 Rafael Villegas
duda, fueron buenos días para todos. Aunque el trabajo era arduo sa-
bíamos disfrutarlo. Creíamos que, como dicen, aportábamos nuestro
grano de arena al saber científico.
Además, todos los miembros del equipo, incluso el parco obser-
vador de la administración, llegamos a entendernos muy bien. En
aquella primera expedición reinó la camaradería y, me atrevería de-
cir, un verdadero sentido de amistad. Es posible que la lejanía y el
acompañarnos día a día nos permitieran tan agradable experiencia.
Sin temor a equivocarme, fue la expedición que más he disfrutado en
mi vida. Yo tuve la suerte, además, de conocer mejor al profesor Q, así
como de ganarme poco a poco su confianza y su respeto. Debo decir
que, por alguna razón, el profesor Q convivía poco con el resto de
los expedicionarios. Además de las charlas que mantenía conmigo,
pasaba horas y horas sentado en su silla frente a su mesa, que diario
eran colocadas en el mismo lugar, justo a un paso del lago. El profesor
Q dedicaba todo el día a realizar anotaciones en su libreta y en enor-
mes hojas color tierra. Como si estuviera en alguna de sus clases de
la Universidad de M, colocaba su fragmento de meteorito en el centro
de la mesa. A veces lo observaba por mucho tiempo; otras ocasiones
miraba el lago. Pero la mayor parte del tiempo dejaba caer su cabeza
hacia atrás y miraba el cielo, siempre blanco.
Lo cierto es que el profesor Q no se quedó nunca a dormir en
la tienda. Prefería hacer el largo recorrido desde la aldea todos los
días. Yo no lo entendía. Tal vez lo hacía para estar en forma física o
como prueba de confianza en nosotros. Por esos días, ante su ausen-
cia constante, pues siempre llegaba pasada la mitad del día, yo me
convertí en su voz y sus ojos. Los expedicionarios me buscaban para
resolver cuestiones difíciles. Supongo que notaban mi cercanía con el
profesor Q. Espero que no suene a alarde, pero me sentí orgulloso de
ser respetado por personas de mayor edad, experiencia y preparación
que yo. Ningún sueldo podría haberme dado esa satisfacción. Desde
entonces, me siento agradecido con el profesor Q.
Tal vez no debería contarlo, pero en honor a la verdad lo haré. Casi
al final de la expedición comenzaron entre los expedicionarios algu-
nas habladurías sobre el profesor Q, que por esos días no se había
parado en el sitio del lago. Cosa extraña en él, un hombre caracteri-
Nada 35
zado por su alto sentido de la responsabilidad. Alguna buena razón
tendría, estaba seguro, pero no así los demás. Al cuarto día de ausen-
cia, entré a la tienda buscando algo de comida. Al acercarme a una
de las paredes de piel de alce, pude escuchar cómo, al otro lado, el
traductor y el camarógrafo platicaban. Seguro estaban sentados sobre
el enorme tronco calcinado que habíamos colocado junto a la tienda,
como mobiliario.
–Yo creo que la cosa no es para tomársela a la ligera –decía el tra-
ductor, con ese acento extraño que tenía–. No conozco muy bien a mi
gente, pero me parece que no van a tolerarlo.
–Pero nada está probado –contestaba el camarógrafo.
–No, pero aquí basta con la sospecha… y ya han comenzado a
sospechar. Aunque la cabaña esté sobre la colina, en una aldea tan
pequeña, era obvio que tarde o temprano alguien se daría cuenta.
Escuché todo en la casa del vendedor de carne de alce.
–La chica no está tan mal, dentro de lo que cabe. Sin ofender ami-
go, pero aquí no hay mucho de donde escoger.
–Mira, no culpo al viejo. Lo único que digo es que puede traernos
problemas a los demás.
–Pero, ¿y si está haciendo experimentos o algo? Ya ves lo que dicen
de los científicos. No me lo imagino, digamos, desatando sus pasiones
animales. Se ve a leguas que es un hombre con más cerebro que pito.
Rieron. En ese momento me di cuenta de que el sonidista estaba
ahí con ellos.
–Cállate –dijo el traductor bajando la voz y ahogando la risa–.
Mira, a mí no me importa lo que haga el viejo en esa cabaña todos los
días. Me preocupa que mi gente puede ponerse susceptible ante la si-
tuación. Y digo, no sé. Tal vez no hagan nada. Sólo me da la sensación
de que las cosas pueden ponerse complicadas.
–Por otro lado, el padre y la chica están retrasados, ¿no? Tal vez a
Q se le ha ocurrido iniciar una nueva investigación sobre la estupidez
humana y ya nos ha dejado con todo el paquete de lo del meteorito.
–No te quejes, que casi no hacemos nada. –Ambos guardaron si-
lencio. Pensé que me habían descubierto. No respiré. El traductor con-
tinuó hablando:– Dudo que esté investigando algo en la colina. Me
necesita para comunicarse con esa gente.
36 Rafael Villegas
–Excepto aquel día.
–Tal vez lo hizo para no abrumar a la chica con tanta gente presente.
–El viejo se puso raro, no puedes negarlo.
–Cierto. Y parece que cada día se pone peor.
–Algo pasa en la colina. Tal vez deberíamos investigar.
–Yo sólo sé que no quiero que salgamos afectados los demás.
–Sí –dijo el camarógrafo sin parecer muy convencido. Luego de un
rato en silencio, volvió a hablar:– ¿Ya vieron los patines que hicieron
H y F?
–No.
–Al rato los van a probar sobre el lago.
NADA 37
–En la tienda hemos estado preocupados por su ausencia, profesor.
Carraspeó y esbozó una sonrisa, que me trajo a la mente una de
esas imágenes de C que hay en la Catedral de K.
–Ya han de estar rumorando que este viejo se ha vuelto un holgazán.
–No profesor, de ninguna manera. Sólo nos preocupaba que algo
malo le hubiera ocurrido.
38 RAFAEL VILLEGAS
–Gracias –le dije recibiendo la roca, cuyas formas sentía a través
de la tela que la cubría. Acepto que me sentí levemente confundido.
–De nada, señor X. Además –dijo hablándome casi al oído, como
cuidándose de personas invisibles–, he encontrado la más valiosa de
las rocas. Ella me encontró.
*******
Nada 39
–Lo escucho.
–El regreso a M le hizo mucho bien a su salud. Pronto fue el mis-
mo de siempre, al menos hasta donde yo podía darme cuenta. A unas
cuantas horas de arribar a T, ya durante la segunda expedición, noté
al profesor algo tenso, distinto.
–¿De qué forma?
–No sé, no sabría decirle. Uno sabe cuando alguien anda, diga-
mos, raro.
–Es menos claro de lo que pudiera esperarse de un hombre de
ciencia de su reputación, señor X.
–Lo siento, tal vez la memoria de este anciano no les esté dando lo
que buscan, señores.
–Dígame, ¿cómo se comportó entonces Q en las ocasiones que re-
gresaron a T?
–De nuevo comenzó a descuidar la investigación. En la segunda
expedición casi todo terminaría, eventualmente, quedando bajo mi
responsabilidad. En la tercera, deliberadamente, el profesor Q me dijo
desde el principio que estaría atareado en ciertos asuntos que le im-
posibilitarían prestar toda la atención debida a la investigación del
meteorito. Por supuesto, ante la falta de resultados y… la situación
mental del profesor Q, toda investigación en T se canceló. Ya no vol-
vímos a recibir fondos. Me pareció muy justo.
–¿Y aun viendo que el barco se hundía no se puso a pensar que
algo extraño pasaba con Q?
–¡Claro que sí!... Perdón. Mire… claro que yo sabía que algo anda-
ba mal con él. Me…
–Y no intervino.
–No era así de sencillo.
–¿Por qué no intervino?
–Yo… supongo que creía que él andaba tras algo grande y que mi
deber era cuidarle las espaldas mientras realizaba su búsqueda.
–Su papel era justificar los fondos que recibía el profesor Q. Ofi-
cialmente, ustedes investigaban una cosa, pero todo se volvió una
cortina de humo para investigar otra. ¿No, señor X?
–Puede ser.
–Q siguió viendo a la familia de la cabaña de la colina, ¿no es así?
40 Rafael Villegas
–Sí. Aunque la tercera vez que regresamos ya no vivían en la co-
lina, sino junto a un pantano, en una tienda pequeña ubicada justo
donde iniciaba el desierto congelado. Pero pueden estar seguros de
que el profesor Q no tenía ningún interés… torcido con esa familia…
con la chica.
–¿Y qué intereses tenía entonces?
–No lo sé. Siempre supuse que ten ía que ver a lgo con
su i nvest igac ión.
–Nunca le pidió a usted que llevara alguna especie de registro de
esa investigación.
–Yo no sabía nada de eso. Mi deber era encargarme del asunto del
impacto del meteorito. Él anotaba todo en sus libretas. Después de las
entrevistas de la primera expedición, sólo él tenía acceso a ellas.
Entonces el segundo agente, que había permanecido hasta enton-
ces en silencio, sentado con los brazos cruzados, con media frente cu-
bierta por un sombrero negro, se levantó. Sacó del interior de su saco
un paquete envuelto en papel color tierra. Lo entregó a X.
–Ábralo –dijo con torpeza, con ese marcado acento de la gente de A.
X desdobló el papel y encontró en su interior tres pequeñas libre-
tas de piel negra, muy desgastadas por los años.
–Vea las hojas. ¿Reconoce esa letra? –preguntó el agente del sombrero.
X dio un vistazo y se encontró con esa letra perfecta, de cali-
grafía antigua.
–Es la letra del profesor Q. Estas libretas debieron pertenecerle.
–Así es, señor X, es usted muy perspicaz. De hecho, son las últi-
mas libretas en las que Q escribió; eran también sus únicas pertenen-
cias al morir.
–¿Cómo murió el profesor Q?
–Usted no quiere saberlo. Lo importante es que tenemos razones
suficientes para pensar que Q tuvo acceso a información muy valiosa,
muy importante para nosotros.
–No podría decirle…
–No necesitamos que nos diga, señor X. Sólo estamos comple-
tando el cuadro completo de los hechos. Hablar con usted ha sido
medianamente útil, debo admitirlo. No nos proporciona información
realmente nueva, pero nos confirma muchas de las cosas que hemos
Nada 41
leído en estas libretas. Hemos dedicado mucho tiempo a buscar el
resto de las libretas de Q.
–Yo no sé dónde están.
–Sabemos que no sabe. Parece que nadie en el mundo sabe dónde
quedaron esas libretas. Q debió destruirlas en algún momento, tal
vez el mismo día de la invasión. Nunca lo sabremos. Por eso es que
puedo asegurarle, después de años de búsqueda infructuosa, que ya
no contamos con hallarlas.
–¿Entonces?
–Entonces, mi sabio amigo, si no podemos encontrar las palabras
que Q escribió en esas libretas, las reescribiremos nosotros mismos.
El asunto es simple: si el registro de la información ha desaparecido,
acudiremos a la fuente original. No ponga esa cara, usted mismo ha-
bló de que Q había encontrado “la más valiosa de las rocas”, ¿no es
así? Nosotros sólo queremos platicar con ella.
–No entiendo de qué me habla.
–Y yo no me trago su papel de ingenuo, señor X. Es un terrible
actor. Sabe de qué le hablo, sabe de quién le hablo.
–El niño…
–Al fin empezamos a hablar. Ese niño, es decir, lo que ese niño
conoce, vale más que todas las armas del mundo.
–El niño ni siquiera podía hablar. Además, ya debe haber muerto,
estaba enfermo, tenía hidrocefalia.
–Su consistencia me comienza a convencer de que no es un mal
actor. Usted es, más bien, un idealista. Hombres de su carácter hacen
falta en este país. Posiblemente pueda encontrar un lugar en el nuevo
orden que hemos instaurado aquí. Aunque no sé si le queden mu-
chos años de vida como para ser verdaderamente útil. Ya veremos.
Mañana mismo parte una expedición a T. Vamos a buscar “la más
valiosa de las rocas” para gloria de nuestra Patria… y usted, señor
X, va a ir con nosotros. –El agente se acomodó el sombrero y se diri-
gió a su compañero de ojos grises:– Dejémoslo solo. Necesita tiempo
para leer la libreta. –Luego, con su mano derecha, apretó el hombro
izquierdo de X–. Le estaré muy agradecido por ponerse al corriente.
Tal vez leer esta libreta le rejuvenezca la memoria. Con algo de suerte,
usted comprenderá mejor que nosotros muchos de los pensamientos
42 Rafael Villegas
de Q; después de todo, usted ha presumido conocerlo muy bien. Nos
veremos en unas horas.
X se quedó en silencio, mirando la letra del profesor Q. El agente
del sombrero se detuvo justo cuando su compañero de ojos grises le
abría la puerta. Dando la espalda a X, le habló de nuevo:
–Por cierto, no tenga la menor duda de que el niño sigue vivo.
-
*******
Desde la Ocupación, he perdido la cuenta de los días. Ésta será mi hoja final.
De alguna manera, no he tenido algo de qué escribir desde la última vez que
lo vi. Ya he olvidado cómo contar la vida; la vida la perdí hace mucho, bajo
alguna tormenta en T. Desde entonces, sólo me quedan sus ojos hermosos,
que me han mirado y por los que he visto. Él me encontró, me llamó y habló
NADA 43
creciendo hacia arriba y hacia abajo; vi raíces luminosas de las que nacían
pequeños árboles, mismos que a su vez echaban raíces en el aire o en secreto.
Pero nunca hallé semilla primordial alguna.
-
bién el mapa más exacto de las cosas. No lo escuché. Mi amada roca. Lo
toqué y dejé de ver. Nada. La disolución de mí mismo, de lo Mismo. Me hizo
pedazos. Noté mi respiración quebrándose en tantas partes que no habría nú-
mero para contarlas ni voz para nombrarlas. Caminé por todos los desiertos
congelados del universo, y fui ave que truena y fui sol que resplandece y fui
niño enfermo, atrapado en un catre y una sombra. Y quise tener, como él, una
Q
Campo de Trabajo Núm. 15
44 RAFAEL VILLEGAS
La invención oval
Nada 45
estos dos ojos orgánicos. Allá no esperan a que se acabe la energía
para destazarte: han encontrado la manera de robar energía de otros.
Al final, quedarse con las porciones de cuerpos es lo de menos. Allá
no hay ley, es más, dicen que ni siquiera hay autoridades que habiten
sus mansiones. Precisamente, eso lo escuché en una mansión de Pe-
núltima, donde dos pulidores de piel hablaban mientras guardaban
sus herramientas de trabajo. “¿Ya sabes las nuevas de Última?” “No,
hace muchos giros que no hablo con mi madre y los voceros nunca
mencionan nada de por allá” “Dicen que las autoridades en Centro
están considerando aislar a Última” “¡¿Qué?!” “No levantes la voz. Ya
sé, es horrible, pero la verdad es que Última no tiene solución” “Pero
debe haberla…” “Aislamiento total” “No, otra cosa… mi madre está
allá” “Sabes que incluso tu madre podría ser responsable del golpe de
Estado a las siete mansiones. Cuando se trata de Última no puedes
confiar en nadie” “¿Ni en ti?” “Ni en mí”. Por eso nunca hemos actua-
do en Última. El señor Truper sabe bien su negocio. Estábamos en
una de las fronteras entre Penúltima y Última, no sé cuál, pues iba en
mi caja de viaje, cuando el señor Truper detuvo la caravana y ordenó
dar marcha atrás. Quién sabe qué nos esperaba en aquel agujero ha-
bitado por salvajes. Me siento contenta de trabajar para el señor Tru-
per, se puede decir que soy privilegiada a pesar de ser… un fenóme-
no. Nadie, excepto tú, el señor Truper y la caravana, sabe que existo.
El señor Truper dice que se acabaría la ilusión si tu gente se enterara
de que soy una orgánica de verdad. Pero no me importa, tengo comi-
da y, cuando era niña, el señor Truper me contaba leyendas de mis
gentes. Hoy sólo me dice: “Ya no hay nadie como tú, eres muy espe-
cial. No puedo exponerte a los miedos de mi gente. Para ellos sólo
puedes ser una ilusión de un cuento para niños”. Para mí es suficiente
que me diga eso, siempre me ha gustado la voz del señor Truper, es
muy dulce. No la paso tan mal como tu gente, es decir, la que vive
fuera de las mansiones. Mientras las autoridades encuentran un tiem-
po libre para ver nuestra actuación, nosotros descansamos de los lar-
gos viajes que hacemos entre mansión y mansión, entre nivel y nivel.
Tu gente no puede ni descansar, las jornadas de trabajo parecen no
terminar. Entiendo que no lo sepas, ¿qué experiencia puedes tener de
la vida?, pero se supone que después de completarse un giro de Cidá,
46 Rafael Villegas
todos tienen derecho a descansar hasta el siguiente giro. Pero en estos
días nadie sabe a ciencia cierta en qué momento Cidá ha terminado
su giro, todo queda al arbitrio de las autoridades centrales, que comu-
nican cuando mejor les parece el final de un giro a las autoridades
periféricas. Sucede, en no pocas ocasiones, que algunas autoridades
periféricas deciden no anunciar el final de un giro para aumentar la
productividad de su nivel. Incluso, se sabe que en Última, cuando
había autoridades, a veces ni siquiera se enteraban del final del giro.
Pero al señor Truper, como a nosotros, no le interesan las vueltas de
Cidá. Lo único que nos importa es el viaje, recorrer mucho, visitar las
mansiones y ser recibidos con gusto. Debemos actuar bien, para que
se queden con ganas de vernos de nuevo. Y siempre lo logramos, so-
mos excelentes. La regla que respetamos es nunca repetir una actua-
ción en una misma mansión. Tu gente se aburre rápido, así que es
necesario estar inventando nuevas ilusiones. A veces yo también doy
ideas. ¿Has visto la ilusión de las trillizas orgánicas? Yo las inventé.
Claro que yo no sé cómo fabricarlas, pero el señor Truper se encarga
de eso. Él inventó las cajas oscuras y es capaz de adecuarlas para rea-
lizar las ilusiones que él desee. Es cosa de jugar con las luces, así como
con los objetos y sus posiciones. En las cajas oscuras se pueden fabri-
car todas las ilusiones. Sólo una vez salieron mal las cosas. El señor
Truper había adquirido dos aves plateadas en el mercado hundido del
nivel Secundaria. Estaba feliz, y esperaba incorporarlas al espectácu-
lo cuanto antes. Así lo hizo: adaptó una caja oscura y entrenó a las
aves para que volaran en su interior. El plan era que los espectadores
vieran las ilusiones, las fantasmagorías de las aves volando justo so-
bre sus cabezas. Pobre señor Truper, era una gran idea. Hubiera sido
una bella ilusión de no ser porque las aves se volvieron locas y co-
menzaron a atacarse en pleno espectáculo. El señor Truper no quiso
detener la ilusión, o no supo qué hacer, estaba estupefacto. Al final,
una de las aves murió y la otra quedó temblando, desfalleciente. ¡Es-
túpidas aves! Los habitantes de aquella mansión nos echaron, prohi-
biéndonos regresar jamás: no les había gustado el espectáculo, sobre
todo pensando en que había pequeños. Esa fue la única vez que vi al
señor Truper llorar, la única vez que una presentación no salió como
él esperaba. Pero el señor Truper es muy fuerte y sagaz, cuando llega-
Nada 47
mos a la siguiente mansión, ya había ideado una nueva ilusión para
sustituir a las aves plateadas: la giganta orgánica. El señor Truper in-
corporó tres cristales enormes a una caja oscura y amplió la circunfe-
rencia de la fuente de luz. Seguro de sí mismo, no quiso hacer prue-
bas antes de la función. Me pidió que entrara a la caja justo cuando
llegaban los primeros espectadores. Sólo me dio una instrucción:
“Camina con torpeza, como si pesaras un millón de veces más. Haz
una cara furiosa y actúa como si fueras a pisar minimales rastreros”.
El señor Truper, después de la actuación, me platicó que el público se
había asustado muchísimo al sentir que yo, la giganta orgánica, los
iba a aplastar con uno de mis enormes pies. Los habitantes de esa
mansión quedaron fascinados por la ilusión, a pesar del susto. Así fue
en cada una de las mansiones que visitamos en adelante con la ilusión
de la giganta orgánica. Éxito absoluto. Si de por sí les sorprendía ver
la fantasmagoría de una joven orgánica, era imposible no quedar se-
ducido ante la imagen de una giganta orgánica. Como estoy dentro
de la caja mientras actúo, yo no puedo ver la ilusión, pero debo de
verme grandiosa, por algo sigo siendo la atracción principal, por eso
yo salgo al final. Sí, te ves muy bonita, aunque te vuelvas tan grande e in-
tentes pisarnos. Ya sé que soy muy especial, soy única. A mí no me das
miedo, porque sé que hay otros como tú, muchos otros, aunque están lejos. Mi
abuelo también es muy inteligente, como el señor Truper. Él también inventa
muchas cosas. Como la ventana por donde puede ver las cosas más lejanas.
¿Y de qué le sirve? Yo misma he visto todo Cidá sin ayuda de cristales.
Cuando viajamos, el señor Truper me permite mirar a través de unos
agujeros que hizo en mi caja. Yo he visto a tu gente, a toda tu gente, y
sus casas, y las vías también. Todo lo he visto de cerca. Tú no puedes
ver nada, ni siquiera de lejos; además, ya me he dado cuenta desde
hace muchos giros que las mansiones no tienen ventanas. Sí es cierto,
no tenemos ventanas para mirar Cidá. Pero mi abuelo ha hecho una ventana
enorme para mirar hacia afuera. Allá es donde hay muchos como tú. ¿Afue-
ra de la mansión? No, afuera de Cidá. Si quieres, te enseño. No te creo, y
aunque quisiera creerte, no podría salir sin que el señor Truper se
enojara conmigo. Como tú quieras. De cualquier forma, yo no te llevaría a
la ventana de mi abuelo sin pedirte algo a cambio. ¿Y qué podría darte yo?
Llévame contigo, en tu caja, quiero ver Cidá, quiero salir de la mansión. Pero
48 Rafael Villegas
en esta caja nada más hay espacio para mí. El abuelo te ha enseñado
mucho sobre los orgánicos. Sabes que puedes sacarla de su caja, te
bastaría un mínimo esfuerzo de tus manos para lanzarla contra la
pared, una y otra vez. La caja vacía. Reconocerías cada ángulo oscu-
ro de la caja, como si la hubieras habitado desde siempre. Con algo
de suerte y paciencia saldrías de la mansión sin que nadie se perca-
tara. Después de algún tiempo, el señor Truper destaparía los dos
agujeros de la caja; descubrirías que aunque estaban hechos para
los ojos de la chica orgánica, se adaptan bien a los tuyos. Verías
Cidá y sus siete niveles; las vías laberínticas atiborradas de vago-
nes transportadores; los cilindros que ayudan a los silqueros a
arrebatar la sustancia preciosa de los confines superiores de cada
nivel; verías gente de cuerpos opacos, mucha, mucha gente sin pu-
lir. Tus ojos perfectos para ver lo que hasta hoy sólo has escuchado
en las historias del abuelo y leído en los muros de la mansión; tus
ojos manteniendo la distancia exacta entre el derecho y el izquier-
do, sin protuberancia nasal de por medio. Seres extraños los orgá-
nicos, prefieres no llamarlos fenómenos, sólo extraños, extraños
está bien. Tú los has visto y escuchado, hay muchos más allá, afue-
ra. ¿Lejanos o cercanos?, no lo sabes, pero hay más. No son fenóme-
nos, aunque sepas que son vulnerables, eso dice el abuelo que sabe
y ha visto tanto. Esta orgánica debe ser, incluso, más débil: no tiene
vestimentas que la protejan. Desnuda. Las vestimentas de tu gente
la lastimarían, son pesadas y terribles para los orgánicos. Seres ex-
traños y débiles. Está bien, te dejaré ir conmigo. ¿De verdad? Sí, sí,
niña, pero tendrás que dejar mi caja cuando hayamos salido de la
mansión. Yo no pienso hacerme responsable de ti. Yo soy responsable de
mí misma, yo sé cuidarme sola. Como digas… ¿cuándo podré conocer la
“grandiosa” ventana de tu abuelo? Mejor que sea ahora, pues mi abuelo
está sumergido en el cubo de silque. Ya lleva varios giros ahí dentro y así se-
guirá por otros cinco o seis giros. Cada vez se le hace más difícil conservar su
energía, ya está muy viejo. Está bien, vamos entonces. Sin pensarlo dos
veces, la tomas de la mano. Está muy fría. Conoces el camino de
memoria, pero no estabas preparada para que la orgánica se cansa-
ra tan rápido: apenas van diez pisos, cuatro grandes salones, treinta
y cinco puertas, siete pasillos decorados con imágenes que conoces
Nada 49
a detalle. Decides cargarla. Te pregunta si todavía falta mucho para
llegar. Después de un rato, accede a que la cargues. No pesa mucho.
Justo como había calculado el abuelo. Mejor cruzar el estrecho y
largo puente sin mirar abajo. Sabes que la orgánica tiene miedo,
pero ya casi llegan. Un paso más. Listo. Como antes, el cuarto más
alto de la mansión te provoca una fascinación inexplicable: serán
todos esos objetos extraños arrumbados o el recuerdo de la ocasión
en que descubriste al abuelo flotando dentro del óvalo, con la mira-
da perdida y luminosa. Aquí es. ¿Ya llegamos? Qué bueno, porque ese
puente no parecía muy seguro, tres pasos más y… Mira, la ventana de
mi abuelo. Pero es… es como una piedra de silque… pero gigante. Sí,
sí, es algo así. Mi abuelo dice que el silque sirve para muchas más cosas que
adornar mansiones. Pero eso no parece una ventana. Tú espera aquí. Te
enseñaré cómo usarla. No es difícil, pero es mejor que primero veas cómo lo
hago yo. Sabes que mientras caminas al óvalo, la orgánica te mirará
con incredulidad. Se siente especial por tener tantas historias de
sus viajes por Cidá. Es especial, en cierto sentido. Pero el óvalo te
enseña que las cosas son relativas. Lo único se vuelve común y lo
cotidiano puede convertirse en milagro. Te paras frente al óvalo,
que es cinco veces mayor que tú. Tocas su superficie apenas con
uno de tus dedos; el óvalo, antes de apariencia sólida, adquiere una
consistencia líquida. Metes primero la cabeza y te percatas de que
el óvalo ha cobrado vida: su superficie se mueve en el sentido de
siempre. Entras por completo. Como en otras ocasiones, no estás
pisando nada. Flotas. Echas una mirada hacia fuera, aunque sabes
que no puedes ver a la orgánica, no desde adentro. Donde se en-
cuentre, la orgánica estará maravillada de tu flotación; ella sí puede
verte, como tú has visto al abuelo tantas veces. Su incredulidad
habrá desaparecido. El movimiento de la superficie del óvalo es
muy intenso en su interior, descompone todas las figuras exterio-
res, casi te hace olvidarlas; desde afuera, el óvalo parece apacible,
límpido al grado de que en ocasiones parece no existir. Desde am-
bas perspectivas, el óvalo no produce sonido alguno. Eso es bueno,
porque permite que la orgánica vea tus ojos, cuando se vuelven de
la misma sustancia del óvalo. La orgánica debe estar asustada, aun-
que maravillada. El señor Truper, sin duda, entregaría todas sus
50 Rafael Villegas
cajas oscuras a tu abuelo a cambio del óvalo. Sin duda. Aquí vienen
primero, como de costumbre, las voces. DEBERÍAS PENSAR ME-
JOR LO QUE VAS A HACER, TU HIJO TE NECESITA / CUATRO
VUELTAS MÁS, SEÑOR, NO HEMOS VISTO NADA EN LOS
LLANOS / SI ME DAS LA FLOR YO TE DOY CUATRO MONE-
DAS / LA TORRE HA ESTADO HABITADA DESDE HACE MI-
LES DE AÑOS / ¡MÁTALO! ¡MÁTALO YA! Luego las visiones. Un
orgánico. Ves un orgánico enfurecido. Es una superficie plana, os-
cura, interminable, atravesada por líneas luminosas. Es un orgáni-
co enorme y viste… ¡viste con pieles de tu gente! Hay otros orgáni-
cos más pequeños pero igual de furiosos. ¿Qué es esto? El orgánico
enorme levanta con uno de sus brazos a uno de los tuyos. Tú lo co-
noces, lo has visto en el consejo de ancianos. El orgánico está ro-
bando su energía. Hay más ancianos, están de rodillas, sus cuellos
han cedido y uno de ellos no tiene cabeza. ¡Están muertos! El orgá-
nico lanza al anciano cuando éste se queda sin energía. Escuchas el
golpe estrepitoso de la caída. Lo sientes, te duele a ti también. ¡RA-
DAS! ¡RADAS! VIEJO LISTO. LÁSTIMA QUE TUS VISIONES
NO SEAN FUTURAS. TAL VEZ HABRÍAS DESTRUÍDO TU IN-
VENTO. NO TE PREOCUPES, NOSOTROS LO HAREMOS POR
TI. Radas es tu abuelo. Lo ves de rodillas, pero con la cabeza ergui-
da. El orgánico enorme se acerca a él con violencia. Tratas de cerrar
los ojos y taparte los oídos. No puedes. Debe ser ilusión, no es real.
Pero la visión no ha terminado, el óvalo siempre decide. La visión
se va. Nunca había sucedido así. Las visiones siempre comienzan a
desvanecerse de forma gradual. Nunca se van de repente, como
ahora. No puedes ver nada. Ya deberías poder ver la superficie del
óvalo, reduciendo su ímpetu. No ves nada. Algo te toca. Alguien
jala tu antebrazo. Tus ojos ven de nuevo: eres tú, flotando todavía
en el óvalo, con los ojos llenos de silque. Estás en el cuerpo de al-
guien más. Es el cuerpo de la orgánica. Se ha metido en el óvalo
mientras tenías la visión. Su piel. La piel de la orgánica se despren-
de en porciones muy finas. Está muriendo. La puedes ver morir.
Has regresado a tu cuerpo. Sales del óvalo e intentas sacar a la or-
gánica. Es como si la invención de tu abuelo quisiera quedarse con
la orgánica. Ella no puede atravesar la pared del óvalo que, justo
Nada 51
cuando sales, inicia su proceso de solidificación. La dejas. Sus ojos
abiertos, no tienen más energía que los demás objetos del cuarto.
La piel de la orgánica ya no se desprende. Estática. Una estatua flo-
tante encerrada en una piedra de silque, rodeada de los pedazos de
piel y los mechones de cabello que ya se habían separado de su
cuerpo. El abuelo nunca te habló de lo que pasaría si un orgánico
entraba en el óvalo. Te habló tanto de ellos. Muchas de las escritu-
ras e imágenes de los muros de la mansión se tratan sobre los orgá-
nicos. Tu abuelo es el autor de todas ellas. “Radas, el inventor de
cuentos”. Así le llaman todos. A tu abuelo no le importa que nadie
crea, como él, en la existencia de los orgánicos. Le basta con que los
que visiten la mansión disfruten de sus imágenes y escrituras. Sólo
tú crees en la existencia de los orgánicos, porque sólo contigo tu
abuelo había compartido su mayor invención: el óvalo de las visio-
nes. Te había dicho que le bastaba con las visiones, que no necesi-
taba encontrar ningún espécimen orgánico real. Pero a ti no te sa-
tisfacen las visiones. Por eso, cuando todos dormían en la mansión,
decidiste descubrir qué había dentro de la caja más pequeña de la
caravana del señor Truper. ¿El abuelo sabría lo que hubiera pasado?
Tal vez él no te hubiera permitido traer a la orgánica al cuarto del
óvalo. Se va a enojar mucho cuando vea lo que le hiciste a su inven-
to. Es probable que ya nunca vuelva a funcionar. Tu abuelo tendrá
que fabricar otro, le tomará en verdad muchos giros. Tal vez muera
antes de construir un nuevo óvalo. Tal vez muera. Pero el abuelo
está en el cubo de silque, revitalizando su cuerpo. Eso quiere decir
que las visiones son sólo ilusiones, como las del señor Truper. No
hay verdad en ellas. Cuando se entere, el abuelo se decepcionará,
pero te felicitará por el descubrimiento, incluso, podría perdonarte
por descomponer su óvalo. Sí. Aschi, la nieta de Radas, el inventor
de cuentos y anciano gobernador de la mansión Siete del nivel Inter-
media de Cidá, repasa en su interior la manera en que se disculpará
por descomponer el óvalo. Al llegar al salón donde el abuelo ha cons-
truido su cubo de silque, Aschi ya tiene claro que después de discul-
parse, le comunicará a Radas su descubrimiento: las visiones son fal-
sas. Se acerca al cristal del cubo de silque. Con atención, busca a su
abuelo flotando en el líquido rejuvenecedor. En el cubo no hay nadie.
52 Rafael Villegas
Aschi deja de sentir calor por primera vez en su corta vida cuando ve
su propio rostro reflejado en una de las paredes del cubo: sus ojos son
de silque. Aschi recuerda que incluso en las ilusiones del señor Tru-
per, siempre había algo que era verdadero: la joven orgánica que aho-
ra estaba quieta, demasiado quieta, en el óvalo de su abuelo; las aves
plateadas que se habían matado entre ellas.
Nada 53
El rey de los ipakus
54 Rafael Villegas
Prefieres recordar el suelo cubierto por tus pies llenos de mugre y uñas
rotas por las piedras del camino. De tus ropas mejor ni acordarse: cobi-
jas para las sombras que, a veces, nacen con una luz esporádica.
Para traicionar es necesario prometer. Tu compañero de celda te
prometió que un día regresaría a Mitra Cara, como “el rey ipaku que
faltaba de los que fueron a adorar a Caraná”, te dijo justo un mes
antes de la traición. Tu compañero de celda se hacía acompañar en-
tonces por dos guardianes singulares: un niño y un viejo. La noche en
que visitaron por primera vez tu casa, ubicada a las afueras de Mitra
Cara, fueron el viejo y el niño quienes, al unísono, tocaron la puerta
tres veces, tres pausadas veces: toc… toc… toc.
En una casa de tres por tres metros es difícil alcanzar el orgasmo
cuando tocan la puerta tres veces, tres pausadas veces, a las tres de la
mañana. Al menos Santiaca, tu amante de toda la vida y sorda desde
hace varios años, sí alcanzó el único éxtasis negado a los sabios y a
los reyes. Entonces te preocupaban tus visitas; te hubiera gustado que
estuvieran tan sordas como Santiaca. Veloz como una flecha que cru-
za la noche dejaste el suelo, te incorporaste y, no sin dudarlo, abriste
la puerta. Y ahí estaban: el niño, el anciano y el hombre joven, este
joven, tu actual compañero de celda. No podrías decir que no sentiste
miedo. Un hilito de sangre heladísima atravesó tus pies hasta llegar
al cuello: volteaste para buscar a Santiaca, que estaba, como era su
costumbre después de amar, roncando los minutos gozados. Eras un
anfitrión solitario.
Siempre recordarás, hasta el día de tu muerte, las palabras del
hombre joven al presentarse: “mi nombre es Ánoma, y soy el rey ipa-
ku que ha venido a reclamar su tierra”. “Ánoma, el hijo de Kua, la
madre de Caraná”, dijiste, quién sabe por qué, casi murmurando, al
tiempo que el anciano y el niño se precipitaron en los nueve metros
cuadrados de tu casa. Aquél día hablaron contigo durante más de
una hora, y después se fueron por la noche de donde vinieron. Desde
entonces, las visitas se hicieron más y más frecuentes. La última de
ellas fue en diciembre, un mes antes de la traición. ¿Pero qué fue lo
que Ánoma te prometió?
Se acerca el tiempo en que no será necesario contar los días, ya lo
has previsto. Los días los cuenta la gente para recordarse que están vi-
Nada 55
vos. Tú ya no ves necesidad de contar pues sabes que ya estás muerto;
incluso te has enterado de que tu casa, la de tres por tres metros, fue
echada abajo y bañada con polvo blanco de la montaña como escar-
miento a cualquiera que quisiera seguir tu rebelde ejemplo. “¡Maldita
sea esta tierra para siempre!”, declaró la autoridad. Piensas que todo
es culpa de este fantasma, silencioso compañero de celda que antes se
hacía pasar por elocuente rey de los ipakus.
Ánoma te dijo que dejaría de visitarte durante un mes, pero que
volverían a verse el Día de la Coronación: entraría a Mitra Cara como
el Hijo de Caraná entró milenios antes, pero esta vez para ser coro-
nado y no comido. “Es el tiempo de los ipakus”, pensaste. “La tierra
de nuestros padres regresará a nosotros. Al fin esos blancos serán
desterrados”, dijiste. “No. Ya no podemos desterrarlos, pues ahora
nos pertenecen. Sólo vendré para poner las cosas en su justa medida:
a nosotros lo nuestro, a ellos algo de lo que han hecho de ellos. Regre-
saré el Día de la Coronación. Entonces comenzará el reinado del rey
ipaku”, y dicho esto te entregó una carta. “Haz copias de esta carta
y, así, da a conocer mi mensaje en todos los lugares que puedas. Yo
ahora tengo que partir a atender unos asuntos en Guta. Los gutanos y
los ipakus del norte nos ayudarán. Es nuestra hora, al fin”.
Para tu desgracia, llevaste a cabo de muy buena manera tu misión.
Tan bien lo hiciste que el mensaje de Ánoma llegó, pocos días an-
tes del Día de la Coronación, a los oídos del gobierno de Mitra Cara.
No pasaron ni tres días para que fueras apresado, junto con otros
doscientos ipakus, el mismísimo Día de la Coronación. Recuerdas
que una multitud se había reunido esperando al rey, armados con
música y canto. No pudieron defenderse del Regimiento de Altos y
fueron llevados amarrados a la Prisión Blanca. Por supuesto, Ánoma
nunca llegó a su coronación; he ahí la traición. No volviste a saber
algo de él… hasta hace seis días.
No imaginaste volver a encontrarte con Ánoma. ¿Cuándo lo ha-
brán capturado? ¿Dónde estaría escondido? ¿Por qué no llegó aquél
día? Por lo menos, en sólo unas horas lo juzgarán y ya no tendrás que
vivir para compartir tu celda con las dudas. Escuchas las botas de un
guardia. Una guilla se precipita veloz, chillando, por el pasillo de la
cárcel. El guardia, con antorcha en mano, se acerca a la celda y deja
56 Rafael Villegas
en el suelo una taza de madera con un revoltijo de comida. “Este es
tu último manjar ipaku loco, mejor disfrútalo porque mañana ya no
vas a tener estómago”. El guardia se levanta y se larga; la luz de la
antorcha mengua, se aleja y desaparece como las carcajadas del vigía.
Miras la taza y el revoltijo de comida; la miras como un objeto de
otro mundo, un mundo enrarecido por la vida que ya no sientes. Sien-
tes asco, es lo único que sientes por estos días. De un manazo mandas
muy lejos la taza de madera; escuchas el eco de una pared golpeada
y los pasos de las guillas que han olido un buen botín. El botín de la
desesperanza y el coraje. Sabes que el dolor y la muerte tienen sólo
el nombre de Ánoma, el rey ipaku que, en vez de ser coronado sobre
la tierra de los antepasados, ahora reina en una esquina silenciosa y
hambrienta.
Lo matarás.
Sí, lo matarás con tus propias manos. Las mismas manos que tu-
vieron fuerzas para escribir cien cartas también sabrán destrozar la
garganta y, de una vez, la voz maldita de un rey falso. Así ya nadie lo
seguirá, así ya nadie será encantado por sus promesas. No será difícil,
después de seis días sin comer debe estar muy débil. No pondrá re-
sistencia. Presionarás su garganta con tus pulgares. Sentirás el sudor,
el sudor será su único grito. De seguro sus manos tomarán las tuyas
por las muñecas, intentando defenderse. No será suficiente, estará
muy débil, sin aire, casi ahogado, casi muerto, y un muerto no pue-
de defenderse. Mañana, cuando vengan los guardias para llevarlo al
destazadero, lo encontrarán sin vida, lo sacarán de la celda y quedará
asentada otra acusación en tu contra. Una más.
O un tal vez: si te perdieras en la oscuridad; si no pudieras en-
contrar a Ánoma; si golpearas el aire apestoso de la celda; si grita-
ras, furioso, el nombre del traidor; si arremetieras contra las esquinas
vacías; si las moris de treinta patas se espantaran y las finfis dejaran
de volar sobre tu cabeza; si Ánoma desapareciera de nuevo; si esta
vez no prometiera ningún regreso; si no dijera nada.
Nada 57
El Dictador
(historia muda en cuatro escenas)
58 Rafael Villegas
marógrafo termine de esculpir el tiempo. De alguna manera, estoy
seguro que el camarógrafo se imaginó lo que sucedió después, dentro
de un carruaje que se alejaba rumbo al lugar común, donde El Dic-
tador duerme, mientras las calles sueñan con la cotidianidad de su
descanso. Sí, seguramente el de la cámara lo imaginó. Yo no lo haré.
El Dictador en el Palacio
Podría filmar una película con todas las puertas que El Dictador ha
cerrado en mi cara. No sería difícil: tengo un amigo, gran actor de
comedias, que es la viva imagen de El Dictador. En cuanto a la carac-
terización, no dudo que mi amigo, ganador indiscutible de aplausos
en la Avenida Dos Pasos, sepa estudiar y, posteriormente, representar
hasta el más insignificante movimiento del mostacho de El Dictador.
Intimidades de un Dictador.
No, no; sería mejor que llevara por título El Dictador en su recáma-
ra. Aunque también lo he visto en otras partes del Palacio. Nunca he
entrado al Palacio pero, por alguna razón, creo conocer cada pasillo,
cada habitación. Es como si yo hubiera vivido ahí por mucho tiempo.
De cualquier manera, no se necesitarían muchos relojes para cono-
cerlo: por el número de ventanas que tiene el Palacio, se nota que su
exploración exhaustiva no sería cosa de varias reelecciones. El Dicta-
dor en el Palacio.
Sí, ¿por qué no? Es sencillo, en pocas palabras la exacta descrip-
ción de lo que filmaría allá adentro. Primero mostraría a El Dictador
en su recámara. Ahí es donde alimenta sus abusos. Conmigo nunca
se ha pasado; no como rumoran. Yo soy los ojos del pueblo, y el pue-
blo está harto de El Dictador o, por lo menos, eso dicen los que sa-
ben. Yo no sé, mi cámara piensa, en muchas ocasiones, mejor que yo.
El Dictador, en la primera escena, tendría que estar en su recámara,
sentado junto a una ventana. Aunque, tal vez sería mejor abrir con El
Dictador peinando su mostacho en el baño, frente a un espejo enor-
me. Luego se iría a la cama. Mi cámara peligra bajo la lluvia.
Yo debiera estar en mi casa y no pensando en una película que
jamás filmaré. Debiera llegar, cenar algo y destender las sábanas. An-
Nada 59
tes, tendría que lavarme los dientes. Tal vez me enfrente al espejo,
ya es hora de que me atreva. Caminaría a la cama y, sentado en una
orilla, retrasaría el acto de desvestirme. Lo más seguro es me quede
mirando la ventana, la única ventana de mi casa, de reojo. No me
asomaré para burlarme de la lluvia.
Ya estoy empapado.
El Dictador en el ferrocarril
Yo sabía que en el año 18000 las vías llegaron, desde la lejana y siem-
pre entrañable Vavelia, a la casa de los provincianos; ahora ya no es-
toy muy seguro de ello. Nos hemos de fijar, antes que nada, en el bi-
gote negro de El Dictador. Su mujer, la mujer marquiana, no lo acom-
paña. Es un viaje de boleto singular. He ahí el problema: no quiero
imaginar que el año 18000 comienza y termina en estaciones del tren.
¡Vaaaamonós!
El Dictador es hombre de pocas palabras. Ha de haber resultado
difícil para el escultor de su efigie cinematográfica incluir textos entre
escenas, de esos que gustaban hacer para no insultar a los sordos, y
no para dar tiempo de volar a una semilla acaramelada. La garganta
se reseca: el maíz ha crecido y, en efecto, hay espacio para dos; de al-
guna manera, el espacio fue hecho para dos. ¿Su boleto señor?
Cuando no se alcanza más que para un boleto, quiere decir que ya
no se piensa volver o que se está dispuesto a regresar a pesar de no
haber decidido la partida. El Dictador ni siquiera trae maleta, su bi-
gote lo delata, pues comienza a convertirse en canas. El tren se oscu-
rece, las ventanas, como espejos malignos, ya no dan cabida a reflejos
malhechos o realidades tergiversadas por la transparencia. Todo es
simulación. El Dictador está solo, como un ruido, como un tren lejano.
Si viene o no viene, ¿quién sabe? Diez horas después.
Hay ciertas cosas que no he dicho sobre El Dictador. No se trata
de un olvido, de esos que dan risa cuando uno se acuerda de haberlos
olvidado. Todo lo que he ocultado acerca de El Dictador no es cues-
tión de ganas o de ánimos flacos. El Dictador aún tiene poder: me ha
ordenado dispararle antes de que, por un descuido de la tecnología
60 Rafael Villegas
de los medios inconformes con sus trazos naturales, él comience a ha-
blar. El Dictador siempre fue hombre de pocas palabras o, al menos,
así me lo confesó un día, ante de irse a Vavelia en ferrocarril, antes de
que dejara el Palacio.
El Dictador en Vavelia
El Dictador se ha ido a Vavelia. Sabe caminar las calles, pero las ca-
lles no saben alabar sus pies. Su mostacho blanco y su esposa, su es-
posa incluso más blanca. Los días se acercan; por primera vez, está
dispuesto a escucharlos. Tantos días con los científicos, tanta ciencia
lo había entretenido. Ahora, cercano al Panteón de los Viajeros, se
da cuenta de que nunca aprendió a hablar vaveliano. Recuerda a su
maestra de la infancia. La de los ojos de colores inestables. Escucha
de nuevo y por última vez aquel poema. Como antes, es capaz de
recitarlo entredientes, pero no de entenderlo:
nihal malan
pirilushua
malinin sulhasulhal
earalatzashua
maralus mallian lus mallian lushal
shuandira ulandira
sulhal rilinmaralutza
shualutza kilishal
ahalahal sulmirinan malinin sulhasulhal
shuasaha pandranan iyaacoriashuasaha
nihal malan
hal crasahafini mandra
niandira crasahacrasa
malinin malinin maraina marainama
ondricoriashua
ondricorialshua
malininma malininma sulha sulha
mandranin mandranin malan
Nada 61
Secretas palabras y, sin embargo, más cercanas a su corazón que
cualquier rezo marquiano.
Ya olvidó los días en que hablar marquiano, hablarlo como él lo
hacía, se traducía en la razón completa de millones. Intenta encontrar
la voz extraña. ¡Esos vaveluches, qué gracioso hablan! Siente una mano,
la de él quizá, la de la dependencia de sí mismo. Aquellos días en
que no necesitaba ni de su propia voz para ser escuchado ya pasaron.
Mira qué hermoso, la torre.
Se imagina por un momento trepado en la punta de la torre que
supera a las nubes, bailando como el esclavo cansado, pero consciente
de su vuelo. Él está cansado. Viajaría por el Dío, sin guías, sin burlas,
sólo para sentirse solo. Desde abajo rayaría los puentes, los comple-
taría con su mano temblorosa que, entonces, sabría hacer de la ciu-
dad una impresión azulosa, mientras él, en blanco y negro, usaría sus
brazos como almohada. En verdad es muy bella, una maravilla del pasado,
sin duda.
Intuye que ya no hay razones para obsesionarse con el progreso,
sabe que su viaje ha terminado. Si quisiera continuar tendría que ha-
cerlo con alguien; la frustración es mejor compañera. No interrumpe
su impresionismo personal, no es justo dejar tanto color para no per-
der el camino de regreso al carro. Los caballos están ahí, sus pasos
son llevados hasta el presente. El color rodeándolo y él, con frac negro
y mostacho blanco, se encuentra libre del color que lo acechaba. Fin.
62 RAFAEL VILLEGAS
El escritor de profecías
Nada 63
La mujer salió del departamento sin olvidar su paga... tres, cuatro,
cinco billetes... dos, tres monedas.
El ambiente puro. Ahora sí podía sentarme a escribir. Detesto
el polvo sobre el teclado de la computadora, pero detesto aún más
explorar las hendiduras entre tecla y tecla. Hace días descubrí una
pequeña mitocosis que vivía detrás de la imagen de Bacar, a la que
soy devoto desde el terremoto 14. Por un segundo, me pareció que
la mitocosis me miraba, lo cual es extraño, pues no entiendo lo sufi-
ciente de la anatomía de estos traslúcidos como para ubicar sus ojos.
La mitocosis flotó sobre mi cabeza y yo me quedé sospechando que
todas las imágenes sagradas que tengo escondían colonias de peque-
ños y asquerosos traslúcidos. No tuve más opción que arrancar de las
paredes todas las imágenes, una por una. Al final, ninguna colonia
oculta. He tenido que pegar las imágenes de nuevo.
Escribir profecías. Mi oficio. Mi destino. Mi punto final. Sólo ro-
deo esperando que las palabras adecuadas se revelen. Estoy a la baja
desde el principio. Parece que todo lo que he pensado escribir alguna
vez no es sino una variación sobre temas ya explorados por otros. Soy
como un ser irracional que escarba, compulsivo, un jardín que conoce
de toda la vida. No hay nada nuevo bajo el mismo jardín. Los huesos
ya han sido huesos de habitantes de otros tiempos, monstruos, sabios
asesinados por poseer la fórmula para convertir los catorce ríos de
Shua en avenidas doradas. No me queda nada más que un jardín des-
trozado. No puedo culpar a ningún ser irracional y dañino. La culpa
es sólo mía.
Soy incapaz de pensar un nuevo uso para las ventanas. No veo
más que una cúpula negra y opaca levantarse al final de la ciudad. No
hay deseo. No hay camino. La profecía sólo es posible en línea recta.
Trataré de explicarme mejor.
Escribir profecías requiere de la existencia de un mundo que pue-
da creer que todavía hay luces desconocidas bajo los párpados. Tal
mundo ya no existe. La creación última ha sido levantada, elevada
hasta un rincón invisible del cielo. Desde niños aprendimos que crear
un creador supremo, un dios, fue posible hace casi diez mil años. Des-
de entonces, todo parece seguir la lógica de la rueda: pasar y repasar
el camino recorrido. Creaturas-creadores que liberan sus tetas para
64 Rafael Villegas
alimentarse mutuamente. Se acabó la sabiduría de lo futuro. Todo ha
sido posible al crear al primer creador supremo, el primero de tantos.
No sé qué habré hecho mal en existencias anteriores. Bueno hubie-
ra sido retirar con un dedo el polvo de la pantalla; bueno hubiera sido
ser la mitocosis que vive detrás de la imagen de Bacar, sin muchas
molestias, arrullada con la benevolencia impasible de un ser superior.
Pero el Creador más próximo decidió que un charco de energía des-
parramada se reuniera para conformar a un ser destinado a escribir
profecías. Y es que el destino no es otra cosa que el deseo mejor es-
condido del agujero interior. Pude haberme evitado muchas penurias
si no hubiera buscado, obsesivo, el deseo más profundo de mi ser,
mi destino. Pero lo hice, lo hice y me arrepiento. Después de muchos
años, encontré el deseo dentro de una cajita quebrada. Había llovido
y el deseo lucía enfermo. Estaba enfermo, casi al borde de la nada.
Lo rescaté. Lo cuidé. Lo alimenté. El deseo se recuperó y lo hice mío.
Pero el deseo sin realización no causa más que dolor. Lo supe en el
mismo instante que me hice de él. Este es el universo de la sabiduría
de lo futuro. No hay lugar para mí. No hay lugar para un escritor de
profecías que jamás ha escrito una sola visión del porvenir. El deseo
no es suficiente. La imaginación es el desdoblamiento de la realidad.
Yo... yo soy el doble negativo del primer ser, su imposibilidad, el fi-
nal de su aventura. Aquí el tiempo gira, no hay flechas de las cuales
colgarse para viajar; no hay flechas para clavar en los deseos más pro-
fundos. Haciéndolos sangrar. Volviéndolos un charco en espera de la
voluntad de un nuevo creador.
Ya se habrán imaginado ustedes que esto es una despedida. Al
menos he podido amarlos alguna vez. Me voy deseando ser una mi-
tocosis o la ventosa de una mujer extranjera que desempolva la pan-
talla oscura de la cúpula que he habitado desde que nací.
Nada 65
Prohibido salir
66 Rafael Villegas
amplios. No recuerdas haber viajado en un tren tan cómodo. Cuan-
do sientes que tu asiento ya no es lo fresco que quisieras, te puedes
mover a cualquiera de los asientos vacíos del vagón en el que viajas.
Tú eres el único pasajero, así que tienes completa libertad de movi-
miento. Eso te gusta. Podrías, sencillamente, cambiarte al asiento que
da al pasillo esperando que el de la ventana se refresque, pero no. A
ti te gustan los asientos que dan a la ventana, y ahora tienes muchos
a tu disposición.
Caminas tambaleándote por el pasillo hasta el fondo del vagón,
que es, a su vez, el último vagón de todo el tren. Escoges tu nuevo
asiento pero, entonces, sientes deseos de salir por un momento al bal-
concito exterior de la cola del tren, sentir el aire y, tal vez más tarde,
ver al sol que, poco a poco, iluminará los rieles bajo la locomotora. Tal
vez exista una advertencia que diga PROHIBIDO SALIR DURANTE
LA NOCHE. Entonces dudas girar la perilla. Dudas pero, técnica-
mente, ya es de mañana, aunque siga oscuro. Si quisieran evitar que
alguien se salga al balconcito a estas horas deberían colocar un letrero
en el que se lea PROHIBIDO SALIR DURANTE LA OSCURIDAD.
Giras la perilla y abres la puerta.
Esperarías haberte encontrado, de repente, con un aire frío; espe-
rarías abrazar tus propios brazos para protegerte de un cambio ra-
dical de temperatura. Pero no. Sales y un calor terrible te recibe. No
puedes decir que te quema, pero está cerca de hacerlo. De inmediato,
te quitas el saco y notas que ya has comenzado a sudar, mojando la
espalda de tu inmaculada camisa blanca. Te recorres las mangas y
sientes, bajos los vellos de tus brazos, el sudor. No habrías esperado
un clima tan desagradable, así que decides regresar al vagón.
–¿Acaso no sabe, señor, que está prohibido salir del vagón durante
la noche?
A pesar de la temperatura, sientes frío en las venas. Parece la voz
de un muerto, suena como si una rata hablara desde el interior de
una calavera. Hay una figura en el umbral de la puerta que da al
balconcito. Afinas la mirada, pero sólo adivinas una silueta delgada,
insignificante.
–No se asuste, señor, sólo vine a advertirle que no debe salir del
vagón. No fue mi intención molestarlo.
Nada 67
Pasas la saliva contenida en tu garganta. La voz, aunque muy ex-
traña, ya no suena tan terrible. Es más, hay una cierta amabilidad en
su tono que te ayuda a tranquilizarte. Pero no dices nada, sólo tratas,
sin éxito, de adivinar los rasgos de la silueta, misma que avanza al
balconcito, no sin antes cerrar la puerta. La silueta se coloca junto al
barandal metálico, como si pudiera mirar el horizonte a través de la
densa oscuridad.
–Hace un calor terrible, ¿no señor?
No contestas.
–¡Pero qué modales los míos! Primero lo asusto y luego pretendo
entablar una conversación con un extraño sin siquiera haberme pre-
sentado. Desde que vine a este mundo me llaman Agustín, Agustín
de Marame. Mucho gusto señor…
Sabes que debes contestarle tu nombre o, por lo menos, estirar tu
mano para recibir el saludo que, aunque no lo ves, seguramente te
68 RAFAEL VILLEGAS
bodega cuando, de repente, ya no escuché nada, sino el silencio. Pasé
más de un día encerrado en la tienda. Por lo menos no me hacían falta
víveres ni dulces. ¿A usted nunca lo dejaron olvidado en algún lugar?
–¡No! –contestas sin pensarlo mucho y, a decir verdad, con
agresividad.
–Eso es bueno, muy bueno –contesta, impasible, el anciano–. Nin-
gún niño debe ser olvidado por la gente que lo quiere en lugares por
completo silenciosos.
Entonces notas algo que eriza tu piel: afuera, en este balconcito, no
se escucha el sonido de la locomotora. Es más, no se escucha ningún
sonido que no sea el de tu voz y la del anciano. Te asustas, te pones
nervioso y decides regresar de una vez al interior del vagón.
–¡Espere!
El anciano te detiene por la camisa.
–No hay manera de regresar. Ya debe saberlo a estas alturas del
viaje, ¿no es así?
No contestas. Tienes la sensación de que ya has escuchado antes
estas palabras. Pero nada recuerdas.
–Ni yo, ni usted, vamos de regreso, ni de ida –afirma el anciano
con una voz que percibes de resignación–. No hay destino posible
en esta tierra de la que usted ha querido escapar muchas veces. Pero
eso ya lo ha olvidado. De seguro ya no recuerda ni a dónde se dirige,
por eso pasa los días en este vagón sin atreverse a bajar en alguna
estación.
Retiras la mano del anciano, que parece que es de hielo de tan fría
y rígida que está.
–No es más que un loco –dices enojado–. Ahora mismo voy a que-
jarme con los responsables de esta línea. Uno ya no puede viajar tran-
quilo por este maldito país –atraviesas el umbral de regreso al vagón.
Sientes el cambio inmediato del clima. Cruzas todo el vagón dando
grandes pasos. Llegas a la puerta que conecta con el vagón vecino. In-
tentas girar la perilla. Nada. No se mueve, permanece rígida como un
promontorio que ha sido parte de una gran montaña por miles de años.
–Dígame cuál es mi nombre –escuchas decir al anciano a tus es-
paldas, a sólo unos pasos de ti–. ¿Acaso no recuerda mi nombre? Se
lo acabo de decir.
Nada 69
Aprietas con todas tus fuerzas la perilla de la puerta. Intentas ya
no girarla, sino arrancarla. Estás desesperado. No puedes recordar el
nombre del anciano.
–Mejor dígame cuál es su nombre. ¿Cómo se llama usted, señor?
“¿Cómo se llama usted, señor?”. Una pregunta que no sabes cómo
responder. La perilla no cede. Parece que no te queda otra opción que
enfrentar al anciano. Ni siquiera recuerdas tu nombre, ¿cómo habrías
de recordar el de él? Sueltas la perilla y volteas. Ahí está la silueta, pa-
rada a unos cuantos pasos. Debe estarse burlando de ti. Ya adivinas la
mueca en su boca arrugada, marcando surcos de piel avejentada. No
recuerdas nada, no sabes por qué estás en este tren, no sabes a dónde
vas, no sabes tu nombre. Enmudeces. Y entonces, de nuevo, escuchas
la voz hueca del anciano.
–Venga, señor, mejor tomemos asiento. Hay mucho que platicar.
–No, así estoy bien –contestas con sequedad–. ¿Quién es usted?
¿Qué ha hecho con mi memoria? ¿Qué quiere de mí?
–Muchas preguntas, señor, muchas preguntas en verdad. Y le ase-
guro que todas tienen respuesta, aunque tal vez no sean las respues-
tas que usted quisiera escuchar.
El vagón se tambalea con más violencia de lo normal. Ambos, tú y
el anciano se sostienen de un asiento. Sientes la textura de la tela del
asiento, pero no recuerdas de qué color es.
–No se preocupe, no falta mucho para que amanezca. La luz le
ayudará a conocer lo que le rodea. Pero cuando venga la noche tenga
la seguridad de que lo olvidará de nuevo.
Callas.
–A sus preguntas puedo comenzar, más que contestándole, recor-
dándole lo que ya le he dicho antes. Desde que vine a este mundo me
llaman Agustín, Agustín de Marame. Aunque eso no viene mucho al
caso, pues en este momento usted ya ha olvidado mi nombre.
Callas. Callas y te asombras. Ya no sabes cómo se llama este viejo.
–En este mundo los nombres son particularmente difíciles de re-
cordar. No sabemos muy bien por qué razón. Pero es cierto. Lo pri-
mero que olvidamos son los nombres y más cuando se anda en la
oscuridad –el anciano hace una pausa, como dándote oportunidad
para hablar. Pero tú callas–. Como sea, no soy muy afecto a las des-
70 Rafael Villegas
cortesías. Usted me hizo preguntas y yo las contesto con gusto. Le
recuerdo que usted me preguntó: “¿qué ha hecho con mi memoria?”
–y, al decir esto, la voz del anciano se convierte, tono por tono, en la
tuya–, a lo que yo le respondo: yo no he hecho nada con su memoria.
Esa pregunta se la debo hacer yo a usted, aunque no espero que la
conteste, ¿o sí? –callas y aprietas los dientes unos contra otros–. Por
último usted dice que yo quiero algo de usted. Yo le digo, más bien,
que usted quiere algo de mí, aunque ya no lo recuerda.
–¿Y qué podría yo querer de usted–, preguntas tratando de conte-
ner el enojo que te causa el no saber nada.
Eso es sencillo, señor. Usted quiere que yo le diga su nombre.
Tu nombre, sí. Tal vez si lo supieras pudieras recordar, como en ca-
dena, todos los recuerdos perdidos. Sabrías por qué estás en este tren,
hacia dónde te diriges, quién eres. De nuevo sientes un movimiento
brusco del vagón. Haces ademán de querer dejar tu saco sobre uno
de los asientos.
–Le recomiendo que no se separe de su saco, señor. Uno no sabe
cuándo puede hacer frío en esta tierra.
“Ahora se cree mi madre”, piensas, dejando caer tu saco con brus-
quedad. Y entonces, una luz suave, azulosa, parece surgir de la palma
de la mano izquierda del anciano. ¿El anciano? Intentas mirar su ros-
tro. Apenas ves un óvalo oscuro, unos ojillos color miel. Retrocedes,
sientes la perilla clavándose en tu espalda. La luz de la mano del ser
se eleva unos centímetros para, después, dividirse en cinco esferas de
luz azulosa. Las luces se colocan encima de cinco ventanas de uno de
los costados del vagón.
–Ya nos hacía falta un poco de luz, ¿no señor? Asómese. No le
harán daño –y el ser de rostro oscuro y ojos color miel toma asiento,
dejándote el paso libre por el pasillo del vagón. Temeroso, pero inva-
dido por una gran curiosidad, caminas por el pasillo y te acercas a
la luz más cercana. Notas que el cristal de la ventana está empañado
y que hay una palabra escrita sobre él: AHORA. Volteas para ver los
ojos color miel del ser. Pero no lo alcanzas a ver. Las únicas luces del
vagón apenas alcanzan para iluminar las ventanas. Avanzas un poco
más sobre el pasillo y te acercas a la segunda luz, que ilumina una
segunda ventana empañada… y escrita: SE. Pronto miras la tercera
Nada 71
ventana, suponiendo que hay otra palabra escrita con ayuda del va-
por que la empaña. No te equivocas: CREE. Una ventana más: MI. La
última ventana: MADRE.
–“Ahora se cree mi madre” –lees maravillado–. Eso pensé hace un
momento, lo puedo recordar.
Entonces las luces, haciendo un baile por todo el vagón, se reúnen
en una sola esfera sobre la mano del ser de rostro oscuro y ojos color
miel quien aplaude con fuerza, dejando en total oscuridad al vagón,
de nuevo en total oscuridad.
–Ahora mismo no lo puede entender –dice el ser extraño–, pero le
puedo decir que este mundo está hecho de usted. Debe poner aten-
ción, pues en cualquier parte, donde menos se lo espera, hay cosas fa-
bricadas con la materia misma de sus palabras. Pero ya habrá alguien
que le hable de eso, alguien que lo conoce mucho mejor que yo. Pero
ahora debemos irnos de inmediato.
–De qué está hablando. Usted es una cosa extraña. No se qué es,
ni de dónde salió, ni qué quiere. No entiendo qué está pasando, pero
no tengo ninguna razón para confiar en usted.
–El Niño Postrado me advirtió que esto sucedería. Ahora entiendo
por qué terminó usted en esta cárcel.
–¿Cárcel? –preguntas dirigiéndote de nuevo a la perilla para pasar
a otro vagón–. De verdad no entiendo nada y me largo de este vagón
ahora mismo –tratas de girar la perilla con todas tus fuerzas.
–Ninguna celda se puede abrir desde adentro –dice el ser con voz
72 R AFAEL V ILLEGAS
Afuera, ya no sabes qué hacer. Respiras rápido, tu corazón late, los
poros de tu piel sudan como nunca. Sientes el cabello mojado. Una
gota de sudor atraviesa tu frente y queda atrapada en una de tus ce-
jas. Liberas el nudo de tu corbata, pues te parece una serpiente terri-
ble prensada a tu cuello con miras a impedir tu respiración. Miras la
silueta del ser caminando hacia ti. Se coloca en el umbral de la puerta.
Estás asustado, muy asustado.
–Tiene usted razón en algo, señor –dice el ser con voz calmada–.
Usted pudiera escapar del vagón por esta puerta. Pero dígame, ¿acaso
sabe a dónde iría? Por si no lo ha notado antes, afuera no hay nada, ni
sonido, ni piedras, ni cosas terribles o buenas. Afuera sólo hay calor,
un terrible calor que no es un lugar para habitar, sino una falsificación
espantosa del espacio. Aunque usted saltara, señor, El Maquinista en-
contraría la manera de regresarlo a su celda.
–Pe… pero, el sol… yo he visto el sol salir, y los campos, yo los he
visto… debo haberlos visto –dices con palabras casi ahogadas, inse-
guras–… debo… debo… –comienzas a sollozar.
–Puede usted llorar, señor. Ya hace muchos años que no lo hace.
Pero, si usted así lo desea, podrá tener muchos años más para llorar,
pero llorar lejos de aquí, llorar en otra parte donde el llanto no sea
una excepción –diciendo ésto, el ser te entrega tu saco–. Debe tomar-
lo, pues pronto lo va a necesitar. Es mejor que se lo ponga.
–Pero…
–A donde vamos no hay calor, por el contrario, hace mucho frío
–te dice mientras sus manos comienzan a encenderse con luz azu-
losa. Puedes ver su rostro con claridad: cubierto por plumas negras
y brillantes, que rodean dos pequeños pero penetrantes ojos color
miel, que te miran regalándote una calma que invade todo tu cuer-
po, desde los cabellos hasta la última de tus uñas–. Esta noche es
especial, señor, pues alguien que lo ama abrirá hoy una herida en el
Simulacro, una puerta por donde podremos salir, de la misma ma-
nera que yo entré hace tiempo, sin que El Maquinista se percatara.
Pero a El Maquinista nunca le ha importado quién entra a su tren, lo
único que le preocupa es que nadie salga del mismo. Así que, señor,
debo advertirle que esto nos será sencillo. Ni yo, ni quien me envía,
podemos forzarlo a salir de aquí, pues nadie que escape contra su
Nada 73
voluntad de alguna cárcel puede ser liberado verdaderamente. Hay
cárceles más terribles que éstas –y el ser estira su brazo derecho y
toca tu frente con su mano abierta. Sientes como si un viento fresco
atravesara tu cuerpo. Unos segundos después, retira su mano–. Así
que, señor, es su decisión. Yo puedo pedir que la puerta sea abierta
sólo para mí, y entonces habré fallado en cumplir la misión que me
fue encomendada.
Lo miras a los ojos por un momento y, entonces, sabes lo que de-
bes hacer. Metes tus brazos en las mangas de tu saco y te lo colocas
cubriendo tu torso. Entonces, percibes una línea de luz azul atrave-
sando horizontalmente la oscuridad.
–¿Esa es nuestra puerta? –preguntas tranquilo.
De repente escuchas la puerta frontal del vagón siendo azotada,
tal vez destruida. Apenas percibes una figura enorme, dando gran-
des y violentos pasos sobre el pasillo.
–Recuerde, me llamo Agustín de Marame y nuestro escape co-
mienza ahora –unas enormes alas de luz azul surgen de la espalda
de Agustín de Marame y se extienden. Te abraza y, de repente, ya no
sientes el piso del tren.
74 Rafael Villegas
El llanto del gusano
C uando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre, supo
que el tiempo nunca da marcha atrás.
Durante décadas, Linca lo había alimentado con miel, por lo cual
él le estaba completamente agradecido. Sin duda, era su alimento pre-
ferido. Pasaba horas enteras pensando en la miel, imaginando cómo
resbalaría por su lengua. Casi siempre engullía con descuido tragos
enteros; disfrutaba de la sensación de ahogo, de falta de aire, de in-
movilidad. La miel le proporcionaba esos placeres que, por lo demás,
mantenía ocultos de ella.
Ella, por su parte, preparaba cada trago con desgano, con los ojos
atrapados por el desánimo, con las miradas oscuras como sus pár-
pados. Avanzaba con lentitud en sus tareas, en todas y cada una de
ellas. Exprimía los gusanos como pidiéndoles permiso. La miel de
un gusano, como se sabe, puede ser extraída con dos simples movi-
mientos: cortar la cabeza, apretar la cola. La miel debe salir en un solo
cuerpo, sin pérdidas de tiempo. Eso lo aprenden las mujeres errati
desde que son pequeñas. Todas ellas conocen la importancia de ser
rápidas, eficientes, en la extracción de la miel.
Linca, sin embargo, no tenía ninguna prisa. Rasgaba con sus finas
uñas la piel blanca del gusano. El líquido encontraba una salida y bro-
taba en pequeñas gotas. Ella tendía al gusano, aún vivo, y colocaba
un recipiente debajo, en el lugar justo para atrapar, gota a gota, la miel
del infortunado animal. La mujer cerraba los ojos de todo su cuerpo
y se concentraba en escuchar al gusano llorar. A decir verdad, los
gusanos no lloran. Algunos dicen que estos animales, al tener certeza
Nada 75
de su muerte, tratan de acelerar lo inevitable. Son seres desesperan-
zados, absortos en su fatalidad, incapaces de sobrellevar los inconve-
nientes. Llega un momento en la existencia de cada gusano en que
se convence de que vivir ya no es una opción. Entonces, comienza a
contraer su piel, la fuerza a niveles que superan su resistencia, hasta
que se desolla a sí mismo. Al sonido, casi imperceptible, de la piel
contraída de un gusano, se le conoce como llanto. Se necesita de un
alto nivel de concentración para ser capaces de escucharlo.
El proceso de suicidio del gusano no sólo afecta su piel, sino a la
miel de sus entrañas. La señal inequívoca de que la miel se ha arrui-
nado es el calentamiento y el cambio de color, que pasa de ser blanco
a rojo. Por eso las mujeres errati son veloces en la extracción de la
miel. A nadie le gusta probar la miel amarga. Además, hay quienes
afirman que el consumo de miel echada a perder provoca locura,
asunto que no está completamente comprobado.
Educada en los túneles reales, Linca sabía concentrarse. Conocía
algunos secretos de la meditación ciega, disciplina milenaria en la
que las ancianas maestras enseñan que toda mujer errati tiene un
ojo invisible en algún lugar de sus largos cuerpos, además de los
cincuenta que cubren sus rojas pieles.1 Pero Linca no era una errati
promedio, pues eran muy pocas las que tenían el privilegio de crecer
en los mismos túneles que han habitado los sabios, los héroes y
los gobernantes de la nación errati, desde sus comienzos. Linca no
conoció padre ni madre y su único hogar fueron los interminables
túneles reales, en los que, cuando era niña, se perdía hasta que algún
soldado la encontraba sonriente y tranquila.
Para Linca, perderse en los túneles era un juego, le gustaba ima-
ginar a sus compañeras y mentoras rezando por ella, porque fuera
encontrada pronto; pero cuando regresaba, casi siempre hallaba a sus
compañeras de casa durmiendo. Entraba a su nicho y se disponía a
cerrar los ojos, comenzando por los de la cola hasta alcanzar el de
la frente. Lo último que veía, antes de dormir, era el largo dormito-
1
Aunque se han dado casos extraños, como el de Mare Li, que tenía cerca de cien ojos,
según contaron sus amantes.
76 Rafael Villegas
rio bañado por las aguas del mar de espuma. Prefería no soñar, pero
cuando lo hacía tenía pesadillas de túneles secos, infinitos, donde se
arrastraba en medio de la burla de mucha gente, que escupía el cami-
no por donde pasaba.
Despertaba y todo seguía igual. Ya no volvía a dormir.
A pesar de la vigilancia de las mentoras, Linca logró escaparse una
vez más, decidida a perderse en algún túnel en el que nadie pudie-
ra hallarla jamás. Ahora sí que van a ponerse a rezar, pensaba mientras
planeaba su ruta. Decir que planeaba su ruta es inexacto, pues lo que
realmente hacía era todo lo contrario: no pensar los caminos y dejar-
se perder por la maraña de túneles. Nadaba con la mente en blanco.
Cuando se encontraba con un cruce de dos caminos, siempre toma-
ba el izquierdo; cuando eran tres las opciones, también tomaba el iz-
quierdo; cuando eran cuatro, igual, tomaba el primero a la izquierda.
Nunca se había encontrado en la disyuntiva de tener que decidir por
cinco, seis o más túneles. Hasta ese día.
Linca contó seis túneles frente a ella, y cuando estaba por tomar el
primero a la izquierda, escuchó un ruido que le pareció extraño. Pa-
recía la voz de un hombre. Venía de arriba. Ahí estaba, un séptimo tú-
nel ubicado sobre su cabeza. Jamás lo hubiera pensado. De inmediato
supo lo que tenía que hacer. Levantó el rostro blanco y se adentró en
la oscuridad del séptimo túnel, que era mucho más estrecho que los
que ella había conocido. Nadó por un par de horas. El ruido, la posi-
ble voz de un hombre, había cesado. El túnel parecía estrecharse con
cada metro avanzado. Linca no se desesperó en ningún momento.
Por el contrario, se movía entre la espuma con la dicha de saber que
nadie la encontraría en ese túnel, pues era demasiado estrecho para
que cupieran las mentoras y los soldados, demasiado oscuro y lejano
como para que alguna de sus compañeras se atreviera a atravesarlo.
Todo estaba fuera de control, justo como le gustaba.
Ensimismada en sus pensamientos, no se dio cuenta cuando el ca-
mino, simplemente, se volvió extremadamente pequeño, incluso para
ella. Ya no sabía si estaba subiendo o bajando, si avanzaba o retrocedía.
Había demasiada oscuridad. Y entonces lo escuchó. Una voz gruesa.
“¿Quién anda ahí?”.
Nada 77
Linca, sorprendida, guardó silencio. Se llevó ambas manos a la boca
y cerró todos sus ojos, excepto el de la frente. Se maldijo a sí misma.
Se reprochó haber creído que a donde iba nadie más habría ido. Pero
había alguien, al otro lado del punto más estrecho del túnel. Cerró el
ojo de su frente y puso todo su empeño en escuchar. Alguien o algo
respiraba al otro lado, muy cerca de ella. Intentó escuchar la forma en
que se movía la espuma que lo llenaba todo, entendió que al otro lado
había una habitación circular enorme, tanto como el ser que la habita-
ba, pero no había espuma. No supo discernir más; no había avanzado
tanto como debiera en sus clases de meditación ciega. Por unos segun-
dos, Linca consideró el regreso; se imaginó avanzando entre los nichos
de su dormitorio. Nadie la vería, nadie notaría su llegada.
Decidió abrirse paso hasta el otro lado del túnel. Estiró su brazo
derecho tanteando si había alguna abertura. Para su sorpresa, su bra-
zo pasó, casi completo, por el agujero al final del túnel. De inmediato,
se dio cuenta de que la temperatura en esa habitación que no podía
ver era mucho más cálida de lo que ella estaba acostumbrada. Al con-
tacto con la ausencia de espuma del otro cuarto, la temperatura de su
cuerpo aumentó. Se sintió mareada por un rato y, cuando apenas se
decidía a sacar el brazo del agujero, una mano la detuvo con firmeza
desde el otro lado. Linca sintió que su cuerpo se quemaba y que sus
ojos ardían. Después, perdió el conocimiento.
78 Rafael Villegas
preguntaba. Se tocó la cabeza y notó que estaba llena de alguna sus-
tancia pegajosa, tal vez la misma que la envolvía dentro de la bolsa.
Miró a los lados y se encontró en una habitación enorme, cuyo suelo,
blanco, no dejaba de moverse, como si se tratara de espuma atrapada,
sin salida. Linca comenzó a agitarse, aterrorizada, pues se dio cuenta
de que en la habitación no había espuma. Moriría sin remedio, la se-
quedad la ahogaría. Se arrastraría lastimando su vientre.
“No te preocupes”, escuchó a la voz del hombre, “los errati pode-
mos vivir sin la espuma, no es algo que nos enseñen desde pequeños,
debemos aprenderlo por nosotros mismos”. Linca se sintió aliviada
al escuchar esa voz, como si se tratara de alguien conocido. Quiso
moverse y se dio cuenta de que su cuerpo no era el mismo: había
crecido, su cola era por lo menos diez veces más larga, y el negro de
sus ojos se había vuelto blanco. Levantó, a duras penas, su cola, con
cuyos ojos vio su rostro: era tan vieja como sus mentoras. “¡¿Qué me
hicieron!?”, su voz también era otra, más sonora, irreconocible. “¿Hi-
cieron? Aquí sólo vivo yo. Además, cuando pasan diez años envejecer
es natural, nada se te ha hecho aquí. Tú has venido, como antes, a
nacer”. Dicho esto, el hombre se acercó a Linca, que no entendía del
todo las palabras del hombre, aunque las aceptaba de buena gana. Él
era ligeramente más alto que ella, de piel roja, con diez ojos en cada
brazo y dos en la frente: era un hombre errati que, sin embargo, era
el más extraño que haya visto. La piel del abdomen le colgaba en una
masa voluminosa y sus dos ojos, escondidos entre dos mejillas enor-
mes, irradiaban benevolencia.
“Te amo aún más que cuando vivías en el capullo”, dijo el hombre
con su voz potente. Linca no supo qué contestar. Sencillamente, se
abalanzó en un abrazo sobre el hombre, que la envolvió con sus bra-
zos, cuyos ojos miraron los de ella. No sabía, no entendía lo que pasa-
ba, pero nunca antes se había sentido tan segura; se sentía en casa, con
ese hombre, a quien amaba sin siquiera recordarlo. El suelo blanco
se movía sin cesar debajo de ellos, inestable como las corrientes de
la Gran Bóveda, aunque suave como el arrullo de la Mentora Madre.
Así, pasaron treinta años, durante los cuales Linca y el hombre
se amaron. Él le enseñó que el suelo se movía porque estaba lleno de
gusanos, de cuya miel se alimentaron durante todo ese tiempo. Él ha-
Nada 79
bía fabricado un recipiente para la miel utilizando como material una
porción de suelo seco. A veces olvidaban, en esa enorme habitación,
que era necesario dormir. Pasaban días enteros platicando y mirándo-
se. Cierto día, voltearon hacia el techo de la habitación y descubrieron
que un pedazo del capullo caía con ligereza. El capullo había cambia-
do de color y se había arrugado.
“Ya ha muerto”, dijo el hombre, atrapando el pedazo de capullo
antes de que tocara el suelo. “¿No sabía que estaba vivo?”, contestó
ella. “Estuvo vivo y volverá a estarlo. La vida tiene un estómago muy
amplio, tanto que hasta la muerte cabe en él”, y, entonces, el hombre
se comió el pedazo de capullo.
Linca y el hombre dormían con los cuerpos enroscados, cosa que
se volvió cada vez fue más difícil, pues el cuerpo del hombre aumen-
taba de volumen. Conforme los gusanos del suelo comenzaban a es-
casear, el hombre se volvía incapaz de moverse, por no tener la fuerza
necesaria para levantar su propio peso. Ella comenzó a buscar sola
los gusanos, mientras el hombre se quedaba en un rincón de la habi-
tación, sin moverse, impasible y con la mirada perdida.
Linca supo entonces que el hombre moriría pronto, cuando comie-
ra la última gota de miel de la reserva del suelo. Lo entendió un día
que, después de vaciar la miel del recipiente, los diez ojos del brazo
derecho de él se cerraron. Ella pensó que si retrasaba la extracción de
la miel, tal vez evitaría la proximidad de la muerte del hombre. Por
eso comenzó a extraer la miel gota a gota, después de embadurnar al
gusano en turno con saliva, lo que, según descubrió, evitaba el suici-
dio del animal hasta el momento en que la última gota de su interior
caía en el recipiente. El hombre apenas podía hablar, pues los cachetes
habían logrado cubrirle la boca. Linca decidió dedicarse a escuchar el
llanto de los gusanos.
Linca encontró al último de todos los gusanos que habitaban el
suelo cuando ella llegó; entonces, supo que el tiempo del hombre ter-
minaría y que su soledad comenzaría. Nunca le preguntó cómo había
entrado a la habitación, por lo que no sabría cómo salir. Pero eso no
le preocupaba, pues no tenía intenciones de regresar. Ese era su lugar,
con o sin el hombre. Extrajo la miel con el proceso habitual y llevó el
recipiente a la boca del hombre, que estaba convertido en una masa
80 Rafael Villegas
amorfa, enorme. No lo pensó dos veces, no lo puso en duda, logró
depositar la miel en la boca del hombre que había amado desde hacía
tantos años. Los dos ojos de su frente eran los mismos y cuando los
vio por última vez, un segundo antes de que los cerrara para siempre,
ella supo exactamente lo que haría desde ese momento.
Cuando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre, supo
que el tiempo nunca da marcha atrás. Su cuerpo, siempre delgado,
ahora era igual o más obeso que el del hombre en sus últimos momen-
tos. La mujer errati se quedó quieta, muy quieta, y comenzó a escu-
char el sonido de su propia piel estirándose a niveles inauditos, inca-
paz de soportar el contenido de su cuerpo deformado. De su vientre
salieron incontables larvas de gusano, un ejército de ellas. Algunas se
dirigieron al suelo de la habitación, al que le dieron de nuevo un color
blanco y mucho movimiento; las demás, millones de ellas, escaparon
del lugar por el agujero a través del cual, muchos años antes, Linca
había metido su brazo.
Nada 81
Ojos ardientes
Uno
82 Rafael Villegas
–Sabes que no puedo darte eso. Serían por lo menos tres días
sin funcionar.
–Podríamos calar qué pasa.
–No.
–Siempre lo mismo. Debo encontrar compañeros más
/////////////////////
experimentales.
–No me conoces.
–Eso no lo sabes. Tal vez ayer platicamos de lo mismo. Seguro que
no aceptaste la apuesta. Aquí estamos.
–No lo sabemos.
–No pasa nada. Es más, nadie asegura que yo te gane.
–No me conviene. Ya casi termina el día.
–¿Y qué?
–Si te gano, no podría disfrutar de tu camastro suficiente tiempo.
–Podrías hacerlo mañana. Sólo imagínate: todo el día vibrando.
–Mañana ni te reconoceré.
–Cambiemos los camastros ahora mismo. Bueno, si me ganas. Ma-
ñana, cuando vengas al asoleadero, te encontrarás un camastro distinto.
–Si no lo reconozco mi sistema se va a corromper.
–No puedo creerlo. Te doy la oportunidad de divertirte y tú sólo te
preocupas por el sistema.
–¿Para qué arriesgar lo que tenemos? Mira, si yo tengo este ca-
mastro y tú ese es por algo. Así debe ser. ¿Qué tal si nuestros actos
afectan al crucero? Mañana estaremos deseando habernos quedado
con nuestros camastros asignados. Fin de nuestra vida de vacaciones.
Creo que no valoras lo suficiente el privilegio de haber sido construi-
dos como turistas. No puedo ni imaginarme lo que sería la vida como
un limpiacamastros o un pulidor.
–Si nos hundimos, mañana despertaremos bajo el océano. Sería un
buen cambio.
–Por favor, ¿no me digas que no la pasas bien aquí? Bebidas, sol,
toallas limpias,
/////////////////////
mujeres.
–No sé. ¿Tú la pasas bien?
Nada 83
–Claro.
–¿Cómo te llamas?
–¿Qué?
–¿Cómo te llamas?
–Sage. ¿Y qué?
–¿Cómo sabes?
–Lo ví esta mañana.
–¿Dónde?
–Pues aquí, en el camastro.
–No viste bien. Ya me imaginaba. Vemos lo que el sistema nos dice
que veamos.
–Qué tonterías.
/////////////////////
–Esta mañana, cuando el sol no había salido y todos descansaban,
yo vine aquí e intercambié mi camastro por el tuyo.
–Imposible.
–¿Qué dice?
–¿Qué dice?
–Tu camastro, ¿qué dice?
/////////////////////
–Arro.
–Sage, te acabas de convertir en mi compañero de viaje. Arro soy yo.
Dos
84 Rafael Villegas
permiten la entrada de más luz que otras.
NADA 85
haberlo visto antes. Sé que no es posible. Sé que antes de ser expulsa-
do del crucero yo no tenía ayeres. Pero estoy seguro de haberlo visto
antes. No sé dónde.
86 Rafael Villegas
pero se mueve. Los seres me llevan al interior de uno de los edificios.
Veo pedazos pequeñísimos de roca desprenderse desde los techos.
Las paredes tienen tantos zurcos como los del ser que me miró de
cerca. Bajamos escaleras, muchas de ellas, cientos de escalones. Veo
algunos ojos acuosos surgir de la oscuridad. Me ven, ¿qué piensan?
Un ser que cargaba a uno muy pequeño toca mi cabeza. Bajamos. Ba-
jamos. Bajamos. Ya estoy seguro. Todo se mueve debajo, más abajo,
de nosotros. Los cargadores se detienen, me colocan sobre una cama,
a la altura de sus cinturas. De entre las sombras, nace una luz cálida.
Viene hacia mí, y detrás de ella, adivino los 30564 zurcos del ser que
me miró de cerca. Otras luces aparecen sobre mí. Es un salón enorme,
al menos en su altura. Una luz de sol penetra desde el lejano techo.
Apenas la siento. Tan débil. El ser con la cabeza llena de hilos blancos
extiende sus manos sobre mis ojos. No le cuesta mucho trabajo ex-
traerlos. Como cuando Arro corrompió mi sistema, los ojos me arden.
Yo ardo. Yo soy mis ojos. Me levanto en las manos del ser. Ahí está mi
cuerpo, mi rostro. Los seres comienzan a hacer fuertes ruídos. Levan-
tan los brazos, saltan.
Aún siento sus pulsaciones. Incluso dentro de esta caja. Quiero salir.
Quiero estar con ellos.
Quiero decirle a Arro que tenía razón, pero ya no tengo boca. Quiero
decirle que decubrí que no nos borraban los ayeres en el alimenta-
dor, sino que nuestros cuerpos se encargaban de eso. Nosotros somos
nuestros ojos, nosotros somos cuando ardemos.
Nada 87
El ser de hilos blancos levanta el aro con sus dos manos. Atraviesa un
pasillo angostísimo. Las rocas de las paredes se desprenden a su paso.
Al final del pasillo, casi en penúmbras, hay un pequeño salón con una
enorme silla en el centro. Sobre ella se sienta uno de los especímenes
pequeños de estos seres. El ser de hilos blancos, después de subir al-
gunos escalones junto a la gran silla, coloca el aro sobre la cabeza lisa
del ser pequeño.
Silencio absoluto.
88 Rafael Villegas
Tragaluz
E scucho el sol entrando por el gran tragaluz del templo. Las telas
que lavo tres veces al día se secan tres veces al día. Rápido. He lle-
vado el oficio de acólita a nuevos niveles. Dicen los sacerdotes melli-
zos que nadie había dejado tan blancas las telas como yo lo hago. Les
creo. Los sacerdotes, no sólo ellos, sino todos los sacerdotes, saben la
cuenta exacta de las cosas y los días por el conocimiento pleno de sus
arrugas. Cada uno conoce la medida, la cantidad y las formas exactas
de las arrugas de su mellizo. Todas las noches se desnudan y exploran
sus avejentadas pieles. Ya imagino cómo habrán sufrido de niños, sin
arrugas, sin sabiduría, sin conocimiento del otro; las horas les parece-
rían días y los días minutos. Su tacto sin desarrollar no habría logrado
sustituir plenamente a ese par de órganos sobrevalorados: los ojos.
Precisamente, lo que no me gusta de esta religión es su culto a los
ojos. En estos años como acólita, he tocado las palabras de los libros
sagrados en más de una ocasión. Un día leí: “No es aceptable que los
dioses cometieran error alguno. Nuestra forma perfecta, la espiritual,
es a semejanza de los dioses. ¿Quién ha visto un dios con ojos?”. Y
también leí: “Recordemos al magnífico Puljio, cuando visitó a nues-
tros padres mellizos. Habló con ellos con potente voz y les dijo: han de
despertar a mi presencia, han de comprender todas las cosas con el oscureci-
miento de las mismas, han de ver con las manos y los oídos, han de ser como
nosotros, quienes los inventamos imperfectos para que ustedes mismos se
elevaran y fueran como los que habitamos las llamaradas”. De ahí entiendo
que tener ojos, mirar las cosas, es parte del plan de los dioses, es parte
de su obra creativa inigualable y perfecta. Yo no estoy de acuerdo.
Nada 89
Hay errores que las retóricas sagradas y profanas intentan justificar.
Ya habrán descubierto que si estoy aquí no es por devoción.
Algo respeto de los iniciados en esta religión: decidieron encegue-
cerse. Hay una distancia enorme entre quienes hemos decidido dejar
de mirar con los ojos y aquellos que habrán de quedarse ciegos contra
su voluntad. Calderón, “El Manco” Calderón, es uno de ellos. Como
tantas veces antes, lo veo entrar rodeado de sus mujeres. Calderón
es, tal vez, el tipo más alto con el que me he topado en mi vida. Sus
mujeres, todas ellas, le llegan a la cintura. Estatura propicia. Un grupo
de mujeres ocupa las dos primeras bancas del templo; luego, Calde-
rón se sienta justo en el centro de la tercera, flanqueado por mujeres
que llenan la banca; a espaldas de Calderón, cinco bancas más son
ocupadas por el resto de sus mujeres. En las dos puertas del templo,
los guardaespaldas de Calderón comienzan a dejar pasar a los fieles.
Nunca he entendido las razones de la obesidad de los guardianes de la
gente poderosa de esta ciudad. Tal vez sean sus horas de inmovilidad
o los alimentos que la gente ignorante coloca a sus pies cuando los
ven. Un alimento en mano es la única manera de acercarse a una de
estas masas humanas. La gente es estúpida, creen que pueden aliviar
todos los males de sus cuerpos tocando los zapatos de charol de los
guardaespaldas. Lo único cierto es que no hay guardaespaldas más
obesos que los de Calderón, poderoso entre los poderosos de La Santa.
En este país se olvidan rápido las cosas. No es un asunto de me-
moria, sino de temor. Queremos ser como los perros, ansiosos de la-
drarle a la luna para irse a dormir y, después, despertar como se nace:
iniciando de cero, vacío, feliz, orinando el mismo árbol para marcar
un territorio que cada día es nuestro. Yo recuerdo demasiado. Veo to-
davía a Calderón como ayudante del capataz en el rancho del abuelo.
Fascinado con los caballos de la fortuna. Dichoso de haber salido de
las minas de agua. Con la piel blanca de tanto negarse al sol.
Yo era una niña de tres años que ya recordaba demasiado. Me ale-
jaba de los juegos y de la gente de mi edad. Gente pequeña. Veía el
mundo de los adultos, el de los hombres adultos: el del abuelo Me-
jorada, el del tío Foles, el del extraño Lai-Shin… el de Calderón, en-
tonces un adolescente, pero con manos avejentadas por una infancia
como esclavo. Una infancia que ya nadie recuerda ahora, ni siquiera
90 Rafael Villegas
él mismo. Tiene sentido: ¿quién creería que el hombre que habita los
últimos pisos de la torre más alta de Maenanam, el de la voz suave
y el cuerpo que se estira hacia el cielo, el amo de todos los negocios,
turbios y comunes de la ciudad, podría haber sido, en algún pasado,
un ayudante de capataz o, peor aún, un minero del agua?
Calderón no hablaba mucho. Hablaba por las noches con los caba-
llos de la fortuna. Les contaba historias, supongo. Tal vez les contaba
sus planes, sus sueños de grandeza y deseos de traición. Tal vez es-
peraba ser amo y que al menos uno de los caballos le hablara sobre el
mañana. No lo sé. Es posible que sólo les cantara canciones estúpidas
como las que silbaba durante el día. No lo sé. Nunca lo conocí más
allá de lo que los ojos y la distancia me permitían ver, encerrada en el
salón de las mujeres, asomada todo el día y toda la noche por el agu-
jero que las ratas habían cavado a través del grueso muro. Un ojo a la
vez. Me sentía más cómoda viendo con el ojo derecho. Teníamos sol,
eso sí. Un tragaluz pequeño, un punto comparado con el tragaluz de
este templo. Aunque lavo y tiendo rápido las telas blancas, me gusta
quedarme en el tendedero, con la cabeza hacia el sol, como una de
esas flores que traen últimamente del otro lado de la Gran Falla.
Uno de los sacerdotes gemelos –no sé cual, pues no los distingo–
me encontró hace tiempo con el rostro hacia el tragaluz: “he venido
pensando que ya que te gusta tanto el sol, sería bueno que salieras
del templo, que dieras algunos paseos por las plazas abiertas, cuando
el sol no haga sombras”. Agradecí el gesto y la preocupación del an-
ciano. Aunque supe que él era incapaz de entender que no me gusta
recibir el sol de cualquier manera. No. Lo que realmente disfruto es
el efecto del tragaluz, que permite la entrada de un cuerpo vertical,
muy definido, de luz solar. Me ubico dentro de ese cuerpo, no por que
quiera que el sol me bañe, sino porque desde adentro puedo sentir
la frialdad del mundo exterior, puedo entender el espacio ensombre-
cido. Puedo mirar incluso con una tela blanca sobre un par de ojos
cerrados. Me siento como en el salón de las mujeres. Mis manos son
como ratas, escarbando las paredes de luz, trayéndome noticias del
mundo de los hombres. Un mundo que inicia en el mismísimo tem-
plo, en los nichos donde imágenes de dioses hombres sólo cubren su
desnudez con una tela sobre sus ojos. Las telas que yo lavo, que yo
Nada 91
pongo al sol y que, finalmente, arden cuando se encienden las llamas
que envuelven las imágenes.
Alguna vez me quemé al no esperar el tiempo necesario para que
la imagen se enfriara. Lavo y seco, casi siempre, demasiado rápido.
Después de maldecir a la imagen, entendí que las cosas llevan su tiempo.
En más de una ocasión, dentro y fuera del templo, habría podido
acercarme a Calderón. No tengo miedo de sus guardaespaldas. No
tendría que tocarles ni un pelo para llegar a su amo. No soy oportu-
nista, no hay que hacer las cosas cuando se puedan, sino cuando se
comprendan, cuando se entienda su sentido.
Calderón está listo para recordarme.
Tomo el platón de cristal de manos de los sacerdotes mellizos. Sos-
tienen el objeto, no lo sueltan de inmediato, se acercan a mis oídos.
“No hay pecado si no se consiente al mal”, me dicen, susurrando.
Quiero creer que estos dos hombres han comprendido la razón de
mis actos. Avanzo sobre el pasillo central. Veo a los guardaespaldas
a muchos metros de distancia, en los portones del templo. Recojo las
limosnas de las primeras dos filas. Las mujeres de Calderón se quitan,
una a la otra, los aretes. Los pasan de mano en mano hasta depositar-
los en el platón. El cristal resuena. Las imágenes de los dioses se en-
cienden. Las telas que cubren sus ojos comienzan a arder; sus cuerpos
se calientan. La tercera fila. Escucho su respiración autoindulgente,
atravesando sus fosas nasales. Llevándose el aire de las mujeres que
lo rodean. Respira él, respiran ellas, respira él. Salto sobre los regazos
de ellas. Presiento niños en sus vientres, lastimados hijos de Calde-
rón. Las he salvado. No tendrán que ser echadas a los mercados de La
Santa, vendidas como mercancía usada. Tal vez logren huir entre el
tumulto que ya se forma en los portones. Ellas me lo agradecerán. Me
detestan. Bajo mi túnica de acólita, la fina daga es alcanzada por mi
mano derecha, cubierta por un guante blanco. No lo mancharé. Para
eso está la mano izquierda, para abrir las órbitas de los ojos de Calde-
rón, para facilitar el arte de mi daga, para extraer los ojos del hombre
más poderoso de la ciudad.
Los dioses arden. Los sacerdotes mellizos se toman de las manos.
Los guardaespaldas avanzan hacia mí, aplastando con sus cuerpos
a los más débiles entre los fieles. Calderón y yo estaremos solos, por
92 Rafael Villegas
unos segundos. Sus ojos caen en el platón de cristal, lo llenan, resue-
nan en mis oídos como un millón de aretes de esposas. El hombre se
ha quedado mudo, ahora respira por la boca. Colocaría uno de sus
ojos en su mano derecha y la cerraría. Si tan sólo Calderón tuviera
manos. “Sólo necesito uno”, le digo, y dejo un ojo en el bolsillo dere-
cho de su saco.
Nada 93
tera”. “Sánchez”, le dije. “Palacios, Calderón, Sánchez, no importa su
nombre, los tres son lo mismo”. Hizo ademán de que me acercara a
ella. Me paré, dejé mi rifle en el suelo y caminé hacia ella. La anciana
estiró su brazo y me quitó la venda de los ojos. Supe que me inspec-
cionaba. Sentía el espíritu de su mirada muy dentro de mí. Después
de un rato, volvió a hablarme: “Usas la venda por las razones equivo-
cadas. No puedo bendecirte”. La anciana se sentó sobre sus pantorri-
llas. Comenzó a hablar en un idioma desconocido para mí. De pronto,
debajo de ella, comenzó a surgir una piedra blanca, que creció tanto
que alejó de mi vista a la anciana. En el cielo vi las estrellas cubiertas
por la danza aérea de las aves carroñeras. Vi caer la venda sobre mí.
La piedra blanca se desvaneció.
Me coloqué la venda de nuevo y recordé a Calderón en el templo,
cuando ya había matado a sus guardaespaldas y me disponía a salir
de ahí. “¿Quién eres?”, musitó Calderón cuando ya la sangre de sus
ojos había alcanzado sus labios. “¿No me digas que has olvidado al
viejo Mejorada? Soy su nieta y lo he vengado”. “Mejorada. Él me dejó
manco y yo le arruiné las piernas. Fue un duelo. Quedamos a mano.
Fue un pacto de hombres”. Limpié la sangre de mi daga en el panta-
lón de uno de los guardaespaldas. “Qué fácil olvidas. Me llevo tu ojo
como pago por el incendio”. “¿Cuál incendio?”. En ese momento sen-
tí ganas de atravesarle la garganta para que dejara de evidenciar sus
olvidos. Por respeto a los sacerdotes mellizos, decidí salir del templo,
pensando en los ojos de Sánchez.
No sé qué tanto podrían comprender mis actos los sacerdotes
mellizos. Finalmente, debajo de las vendas, ellos sólo ven sombras,
mientras yo veo una luz extraña que, casi siempre, me invita a seguir.
94 Rafael Villegas
Citando a Brión
Nada 95
obra colectiva, autoría de la Generación de los Nombres que, según se
ha dicho, sorprendía por su unidad estilística. Sin duda, Vieja ha sido
el centro de los seguidores de las letras desde hace ya muchas décadas.
A espaldas del Templo de la Elevada, cuya reconstrucción fue
dirigida por el ilustre Dídado, hay una casa de estudiantes, una de
tantas, donde cinco compañeros ponen a prueba sus habilidades como
narradores en su recámara, con las luces apagadas. El Gran Festival de
la Palabra se celebrará en sólo una semana. Las eliminatorias oficiales
son duras y largas. Algunas de ellas se extienden por horas, hasta que
los jueces se deciden por un ganador, que pasa a la siguiente fase.
Conforme se acerca la etapa final, las competencias se vuelven aun
más maratónicas. Cualquier práctica previa podría permitir realizar
ajustes a las narraciones preparadas. El arte de la narración, como lo
sentencia Brión, “es repetición de ejercicio, mismidad de disciplina; la
narración, además, es todo lo contrario a lo que he dicho y lo mismo
pero a oscuras. Narrar es el registro del tiempo y sus posibilidades,
la construcción de castillos apenas sostenidos en las paredes de un
abismo”.1
–Comienzo yo. Escuchen: Nosferatu se interpretaba a sí mismo
en una película. Leía sus parlamentos, afilaba y blanqueaba sus col-
millos, dejaba la piel y los ojos del mismo color del miedo. Así era él,
simplemente el mejor en lo que hacía: cuando terminaba de succionar
un cuello cálido nunca faltaban los aplausos y los hurras. Nosferatu
era una estrella completa y si aún no estaba en el paseo de la fama era
porque no quería manchar con cemento su portentosa dentadura. Y
es lógico, hay que saber cuidar el instrumento de trabajo. Nosferatu
era una celebridad, sí, pero no una celebridad común: difícilmente se
le veía en revistas o noticias de farándula: no le era sencillo soportar
los flashes, “violentos días solares comprimidos”, como solía llamar-
les. Como sea, Nosferatu había asegurado su permanencia en el mun-
do, ya sea como mito, como fama, como historia, como chisme… En
la plenitud de sus facultades histriónicas, Nosferatu no podía verle
1
F. E. Brión, Sobre el arte de la narración, Eles: Imprenta del Centro Universitario de la
Antigua Ciudad, año 203 después de la Peste.
96 Rafael Villegas
límites al porvenir, pues tenía el protagónico perpetuo en un set in-
conmensurable. ¿Cómo explicar su muerte repentina aquella noche?
Sencillo: cansado de tanto tiempo, decidió morder un instante: nada
pudo succionar, pues desconocía que los instantes carecen de sangre.
–¿No tiene título?
–“Nosferatu”
–No lo dijiste.
–Claro que sí. Estaba implícito.
–No.
–“Nosferatu se interpretaba” bla, bla, bla.
–Dudo que los jueces aprecien tus implícitos. Mejor sigue tú.
–Mi cuento sí tiene título: “Eva cabalgante”. Aquí va: Los cuen-
tos de caballerías iniciaron cuando Eva, montada sobre el unicornio,
atravesó el jardín de las delicias con mayor celeridad que la vista
del Creador. Apenas se abrió el pétalo rosado de la planta carnívora,
cuando Eva pasó hecha un demonio o serpiente antigua o centaura
primigenia, arrancando a su paso las ganas de tragar de la most dan-
gerous plant in the garden. La planta, sumamente molesta, cuchicheó
por muchos días hasta lograr quemar a la única mujer de por ahí.
Dios sentenció: “No estará permitido que una cabellera tan larga, pa-
sando a gran velocidad, arranque las flores y las hojas en las que yo
escribo, a diario, la historia de mi lindo planeta”. Eva fue bajada del
unicornio y, aún pataleando, fue arrastrada hasta los brazos de Adán,
el hombre.
–¿Qué idioma fue ése?
–Es mi nueva invención de la clase de Geografías Imaginarias. Se
llama ingleso, propio del pueblo de los inglesos, una de las naciones
más antiguas sobre el continente Rocoso de la sección Terciaria del
segundo mundo de la órbita de…
–¿Pero por qué lo mezclas?
–Sonoridad. Suena bien, ¿no?
–No me convence. No es razón.
–Además, ¿siquiera dice algo coherente?
–“Most dangerous plant in the garden”. La planta más peligrosa
del jardín. O sea, la planta carnívora. Era la más peligrosa.
Nada 97
–Mira, mejor tradúcelo. Que nos hayamos inscrito en la categoría
de Cuentos Maravillosos no nos da permiso de escribir lo que sea.
–Pienso lo mismo. ¿Se acuerdan de cuando estábamos en primero,
del cabezón que llegó con su cuentito del “zen”?
–Qué impresionante cabeza. ¿Cómo se llamaba ese tipo?
–Una palabrita le bastó para ser expulsado.
–Bueno, no lo expulsaron por la palabra.
–Pero ahí empezó el problema, ¿no?
–Pues sí.
–¿Cómo decía el cuentito? Que había un camino para el zen…
–No, no. Está fácil: “Mi maestro me reveló el camino del zen. Des-
pués, me ordenó que no me moviera”.
–¿Qué era “zen”?
–El cabezón dijo que era el camino de los guerreros de una socie-
dad inventada por él. No me acuerdo del nombre.
–Yo sigo sin entender.
–Sí, o sea, que el zen es como el camino, la misión, que debe seguir
el guerrero de ese mundo, esa sociedad o lo que sea, y que para reco-
rrerlo había que inmovilizarse.
–No entiendo.
–O sea, como una aporía.
–Ya cuando tienes que explicar tu cuento hay problemas. Esa pala-
brita rara, “zen”, le quitó cualquier justificación.
–Ya no tenía sentido interno.
–O externo.
–¿Cómo?
–Si el cabezón le hubiera contado su cuentito a los dichosos gue-
rreros del zen, seguramente lo hubieran entendido.
–No viene al caso tu justificación.
–No justifico, sólo digo que la debilidad del cuento es no habérselo
contado a la comunidad de interpretación adecuada.
–La calidad del texto no depende de sus receptores.
–Otra vez la misma. No soporto eso de los receptores y emisores y
exmanentismos e inmanentismos.
–Sí, ya mejor el que sigue.
–Sólo digo que el texto se construye en la interpretación.
98 Rafael Villegas
–¿Cómo se va a construir en…
–Se termina de construir pues.
–¡Ah! Ahí te quería agarrar. Si el texto se termina de construir en
algún momento, entonces la importancia del intérprete desaparece.
–¡No! ¡Me malentiendes! La interpretación…
–Ya bájenle o se acaba la práctica.
–Éste.
–Ya, ya. Me toca. A este cuento lo titulo “Monólogo del acusado”,
un homenaje a J. J. A.
–¿J. J. A.?
–Ya entiendo. Se ve desde el título. Plagios aquí no, ¿eh?
–Déjenme hablar y aprendan. “Monólogo del acusado”: Poseí a la
virgen desposada la noche misma que le envié mi paloma mensajera.
La había amado desde el principio. Había decidido, al fin, recupe-
rarme de aquella vieja traición: la traición de la mujer-costilla. Yo no
pensaba despertarla, lo juro: sigilosos son mis pasos voyeuristas en el
huerto original. Todo fue un descuido: alguna luz ruidosa irrumpió
su pupila y desentrañó su matriz. ¡Ay de mí! Pensé que podría man-
tener el secreto de mi aventura por el universo. Mi bella confidente
siempre supo presentarme como su padre y como el padre de su hijo.
Nadie se había quejado, ni siquiera el carpintero. Ahora ella me acu-
sa de abuso con lujo de violencia verbal y luminosa. Yo sólo quería
espiarla mientras dormía. ¿Por qué me aborrece tanto? Creo que me
desprecian hasta mis querubines.
–No sólo adoras a J. J. A., sino que nos confiesas tu lado devoto. Al
menos yo no te lo conocía.
–Ni yo.
–De ti nunca lo hubiera pensado.
–¿Qué tiene de devoto? Es una profanación de un texto sagrado.
–Típico del arte actual. Cuando ya no se puede inventar nada nuevo,
se recurre a rehacer lo hecho o, lo que me parece más nefasto, al vil pasti-
che. Sé que tal vez se escuche agresivo, pero tu cuento es una vulgaridad.
–Sigue.
–Eso. Es una vulgaridad.
–Así nada más. Sin razones. Excelente tu crítica.
–Además es pretencioso.
Nada 99
–“Vulgar y pretencioso”, ¿algo más?
–Con eso.
–Pues debo decir que tu crítica es de lo más pedestre. Lo digo sin
ánimo de ofender. Pero la crítica también es un oficio que, en casos
como el tuyo, ahora sí que está muy vulgarizado. Para hablar de un
texto también hay que componer otro. Pero te limitas a dos de los ad-
jetivos más socorridos entre los que les encanta tirar piedras a los sa-
pos que salen de día. “Vulgar”. “Pretencioso”. ¿Qué diablos significa
“pretencioso”? Yo creo que cualquier invención que quiera alcanzar
un buen nivel debe pre-ten-der hacerlo. Ya me he dado cuenta que
de donde vienes tienen en alta estima la humildad. Lo que me parece
absolutamente patético. Se limitan a exigirle a otros que no hagan,
“por favorcito”, nada que los haga sentir menos.
–Una defensa pretenciosa y, además, ególatra.
–¡Ahí está! La legendaria falta de ego de los de tu raza. Qué lindu-
ras. Debemos amarlos.
–¡Mierda!
–¡Quisieras oler!
–¡Pídele a un dios que baje del cielo a salvar tu culo!
–¡No soy tan mal narrador!
En ese momento, la puerta de la recámara se abre, dejando entrar
un poco de luz.
Maldita mujer, la soporto sólo por la comida que me trae. Con
gusto abandonaría esta recámara y me escabulliría por los pasillos
de la mansión, durante la noche, oliendo los vestigios de su perfume.
Lindas piernas. Me teme. Sus pasos tiemblan. Los oigo. Tiene sen-
tido su temor. No soy un monstruo, pero le arrancaría los labios de
una mordida. Saldría de aquí si no estuviera encadenado. Me gusta
la cadena, pero odio que me ate. La mujer se acerca, como cada día,
con un plato en mano. Salsa roja sobre plata. Dos chiles rebosantes
de semillas. Una tortilla y lo mejor: carne de cerdo correteado. La veo
venir y le comienzo a contar su cuento favorito: En un principio me
dio por crear voces. Desde ese principio soy de la opinión de que mi
cabeza es una caja llena de voces. A veces intento vaciarla, hablando,
por supuesto. Lo que, en realidad, es algo nuevo: antes mi cabeza era
un congestionamiento vial, con smog, stress, gritos, cláxons y todo lo
Nada 101
El presente
1
Agencia de Investigaciones de la Red Urbana.
NADA 103
preguntado por qué no hacen esculturas con mujeres gordas y feas o
con hombres con penes flácidos, ocultos bajo la grasa de su abdomen.
Pero Euristeo es el que sabe de arte. A diferencia de él, yo sé de
criminales; una verdadera desgracia, dado el alto mando que ostenta
en la agencia contra el crímen más importante de la Red Urbana. An-
tes de salir azotando la puerta de la oficina de Euristeo, debo cerrar
el caso de “Pensador”. Debo atrapar a ese hijo de puta. No es nada
personal, nada más que no me gusta dejar trabajos a medias. Creo que
me hará bien un cambio de vida, tomar otro ritmo, respirar algo más
que alientos de psicópatas bastardos sobre mi nuca. Estoy cansado,
podría bajar en la siguiente estación, cambiar de nombre, tal vez de-
jarme el cabello largo, poner un restaurante donde sirvamos carne de
oso blanco, vestir bien, comenzar a bañarme a diario… pero si no llevo
a “Pensador” al Panóptico, su aliento me perseguirá. Sobre mi nuca.
Debo verlo, como a todos los demás, tras las puertas de metal de su
celda correspondiente. La mayoría saben mi nombre, los demás sólo
recuerdan mis ojos por el resto de su vida. Voy a extrañar este trabajo.
Cuando el criminal no se pone a sí mismo nombre, AIRU se lo
da. A mí me gusta pensar que la forma en que se nombran los cri-
minales es una confesión de su verdadero nombre, el que los define.
Los nombres de AIRU no son para mi más que nombres operativos,
signos entrecomillados, una forma de etiquetar lo que desconocen, de
sentir que tienen posibilidades de agarrarlo y tatuarle un número en
las manos. En cierto sentido, quiero conocer el verdadero nombre de
“Pensador”, no aquel con el que nació, sino aquel que se gestó dentro
de él. Hasta que no lo sepa, persigo una sombra. La inexactitud de los
apodos de AIRU usualmente revelan una de sus fallas como agencia
de investigaciones: el prejuicio. La sombra de “Pensador” ya es hom-
bre, con o sin pruebas de ello, y hasta que se demuestre lo contrario.
Sospecho que podemos andar muy errados. Las posibilidades, por
ahora, son las mismas; “Pensador” puede tener sombra de hombre,
de mujer o de constructo. ¡Tenemos una sombra!
Por lo menos, una sombra es más real que los bihologramas de Eu-
risteo. “Bio” es vida, o algo así. Y la “h” es muda. De niño no entendía
la razón de ser de una letra muda. Ahora entiendo que puede servir
para herir las palabras. La no-vida, vida muda.
Nada 105
rata o los rabos mutilados de esos perros chatos. No sé de razas de pe-
rros. A Ónfale le gusta decir “colita” y adora a los perros chatos ésos.
En realidad no sé qué tanto los adore, pues no tiene uno, pero siem-
pre los visitamos en cada tienda de animales que nos encontramos.
Ella me toma de la mano y me lleva directo a las jaulas de los perros
chatos. Ignora las tarántulas, los cangrejos, las serpientes, los peces,
los pericos, las tortugas, los perros que parezcan ratas, los perros con
pelo sobre los ojos, los perros con colas largas, los perros delgados y
manchados, los perros pequeños y peludos, los perros de trompas
afiladas… en pocas palabras, a todos aquellos animales que no sean,
estrictamente, perros chatos. Cuando encuentra uno, toca el cristal
de la jaula, como si se tratara de la puerta de la casa de un amigo con
el que ha venido a jugar. Lo curioso de todo es que esos perros feos
siempre aceptan el juego. Bailan para ella, recuestan sus cabezas so-
bre sus patas delanteras, y la miran con el hocico lleno de baba y los
ojos caídos. A veces también me ven a mí. Sospechan que yo también
podría jugar con ellos. Saben que amo a Ónfale.
La acompaño a su casa al terminar la noche. Nos gusta pasar ho-
ras viendo películas o comiendo, como la primera vez que salimos.
Habíamos visto esa película sobre una isla donde fabrican mujeres.
El protagonista llega, como náufrago, a una isla que no aparece en
los mapas. Una isla es una masa de tierra en medio de una gigantesca
cantidad de agua, “mar”, como le llaman en las leyendas. La isla está
habitada por hombres comunes y corrientes y sus esposas, exagera-
damente bellas, lo que resulta extraño desde el comienzo. Ónfale me
cubría los ojos cuando salía alguna de estas mujeres, en especial si se
quitaba la ropa. Ella cree que está jugando a ser celosa y a mí me gus-
ta pensar que sus celos son enfermizos, aunque no lo sean. Me hace
sentir importante. Me alimenta el ego. Hay mucho sexo en la película.
Finalmente, el náufrago, que termina enamorándose de la esposa del
hombre que lo hospeda, descubre que todas las mujeres son falsas.
Son autómatas. Bajo el pueblo, una red de túneles enormes resguarda
una fábrica de mujeres, todas hermosas, dispuestas al amor, pero to-
das artificiales. No sé en qué termina la película, pues aquel día Ónfa-
le abrió mi cremallera y, durante los últimos quince minutos, me hizo
una felación gloriosa. La visión se me nubló, y apenas pude distinguir
Nada 107
callejón, cargando un costal lleno de cabezas. Son tantas las cabezas,
que algunas de ellas ya no caben en el costal, quedando en el camino.
El texto:
Desde hace quince años, con los crueles asesinatos del llamado “Mons-
truo de Nemea”, no había existido en las ciudades de la Red Urbana
tal expectación por el andar de un asesino en serie. El pasado viernes,
Pensador llegó a su octava víctima, casi todas en la ciudad de Lerna. Así
lo confirmó el Comandante Yolao, nuevo vocero de la Agencia de Inves-
tigaciones de la Red Urbana (AIRU): “Tenemos la certeza, después de
analizar a conciencia los detalles en la escena del crimen, que el modus
operandi del autor del reprobable acto coincide completamente con el del
asesino conocido como ‘Pensador’ ”.
En esta ocasión, la víctima de Pensador fue una niña de 9 años de edad,
llamada Mélite. Hasta ahora, las víctimas del asesino habían sido, exclu-
sivamente, adultos. La niña iba a compañada de su hermano de 7 años,
Hilo, quien pudo haberse convertido en la víctima nueve de Pensador. El
pequeño se encuentra muy grave en un hospital protegido por el gobier-
no. El Comandante Yolao ha dicho al respecto: “No podemos considerar
que el asesino se haya arrepentido cuando ya había comenzado a cerce-
nar la cabeza del pequeño. Más bien se trata de otra manifestación de su
retorcida psique”.
Cuando se cuestionó al vocero de AIRU acerca de los avances de la
investigación, éste se limitó a contestar: “tenemos a nuestros mejores in-
vestigadores tras la pista de ese enemigo de la sociedad”. Por supuesto,
importantes analistas y la opinión pública parecen coincidir en que no
se tiene ni una pista sobre la identidad y paradero del asesino.
Las críticas hacia el gobierno urbano, los sistemas policíacos y la mis-
ma AIRU no se han hecho esperar. El día de ayer, la asociación civil
Ciudades Blancas, convocó a una marcha que atravesará las principales
arterias de Ciudad Central. Se espera que en el resto de las ciudades de
la Red se lleven a cabo manifestaciones semejantes. La presidenta de
Ciudades Blancas, la señora Deyanira, afirmó: “No podemos quedarnos
de brazos cruzados. No se trata sólo del ‘Pensador’, sino del caos y el
miedo con que vivimos todos los días. Debemos pensar en el futuro, en
nuestros niños”.
Vieja pendeja.
Nada 109
Su respiración llena mi cabeza.
Estoy a punto de apagar la luz y pedirle que se vaya a su asiento.
–¿Usted va a ir a la marcha?
Meneo la cabeza de izquierda a derecha a izquierda.
–Me parece muy importante que como sociedad nos unamos. A
veces queremos que el gobierno nos solucione todo. Como si fuera
nuestro papi –comienza a tomar ese tonito nefasto de sermón–, es
como paternalismo. Pero eso era antes. Ya nuestra democracia funcio-
na, aunque está en pañales, eso sí. Los ciudadanos estamos tomando
nuestra parte. Pero todavía falta mucho por hacer… –no hay nada
peor que un discurso lleno de lugares comunes y cómodos preten-
diendo ser muy profundo y juicioso; lo más profundo que podría
estar sería en el culo de un político. La vieja idiota de la sociedad
civil ésa cree que va a acabar con la delincuencia marchando con ca-
misitas impecables por calles por las que nunca anda a pie. Simulará
que cambia el mundo con turismo social políticamente correcto–. Hay
mucha corrupción en la policía, en la inteligencia. Debemos tomar
conciencia… –no tienen idea. Pelean contra un fantasma, uno al que
no siquiera pretenden temer. Asimilan. Marchan, protestan, levantan
los puños, gritan consignas, se hermanan por una mañana o una tarde
o por unas cuadras. Pero el sistema es grande, ya ha previsto la queja
colectiva, la ha previsto y la ha absorbido en su vientre que todo lo
traga y deglute. Y después del teatro de la protesta, la indignación
se diluirá, como la culpa y el miedo. Todos habrán interpretado el
papel que les corresponde. Satisfacción. Y el miedo se acumulará de
nuevo, con los días, pero ya estará programada la próxima marcha.
Todos a casa. No están verdaderamente cansados del miedo; no están
listos para arriesgar la posibilidad de una revolución. En sus mentes,
el ideal de revolución siempre podrá germinar. Están perdidos. Es cu-
rioso, creo que “Pensador” estaría de acuerdo conmigo. No es posible
acabar con el miedo. Con o sin corrupción, con o sin marchas, con o
sin camisas blancas, el miedo es un fantasma al que nuestras armas y
gritos hacen crecer, y al que nuestras razones y esperanzas enmasca-
ran. “Pensador” y yo lo sabemos. No este gordo inmundo.
–Cállate –le digo golpeando su estómago con el resto del periódi-
co–, voy a dormir.
Abro los ojos y veo, a lo lejos, las luces de mi destino. El tren se detie-
ne y espero a que todos los pasajeros bajen. Tomo la caja y camino a la
puerta del vagón. El gordo está sentado en el asiento más cercano a la
puerta. Me entrega el periódico con un intento de gesto de pocos ami-
gos, que a mí más bien me parece la cara de un perro chato enjaulado,
con ojos caídos, rojos de sangre.
–No es bueno perder la cabeza –me dice.
Tomo el periódico. Toca mi mano. Siento lástima por él. Un pa-
tético escupidor de sabiduría de agenda de superación personal. Lo
último que necesito. Bajo al andén y arrojo el periódico en el primer
cesto de basura que encuentro. Avanzo unos pasos y doy media vuel-
ta. Regreso al cesto y saco el periódico. Arranco la caricatura de “Pen-
sador”, la doblo y la meto en una de las bolsas interiores de mi abrigo.
Saco el papel con la dirección apuntada, misma que le doy al taxista
en cuanto abordo el auto. Podría rentar un carro o solicitar uno en el
cuartel local de AIRU. Prefiero el transporte público, y si éste, ade-
más, me asegura no tener compañía, mucho mejor. Cuando era niño,
los taxistas gustaban de hablar con sus pasajeros. Hoy no. Lo agradez-
co. El futuro utópico es posible.
Contradictorio.
Las luces de la ciudad se reflejan en su techo, sobre la superficie de
la inmensa cúpula de cristal espejo que nos protege del Frío Perpetuo.
Veo el número de la casa. Linda casa. Con jardín y flores moradas.
Bajo del taxi y le doy un billete azul al conductor. No le pido feria. El
cadavérico taxista sólo arranca.
Frente al edificio, a un paso de la banqueta, repaso mentalmente
todas las pistas del caso. Cero. Sólo corazonadas. “Pensador” es bue-
no, realmente bueno. Camino con el gozo de quien sabe que no es
esperado. Toco la puerta con una moneda. No me gustan los timbres:
o muy chillones o muy melosos. Últimamente, he escuchado hasta
los que traen la tonadita de esa estúpida canción de moda. Escucho
pasos. La puerta se abre.
Nada 111
Ónfale abre los ojos con sorpresa, o preocupación, no adivino. Es-
taba leyendo: trae lentes y la camiseta verde. Uniforme de lectora. Me
abraza con fuerza y yo paso mi brazo derecho sobre su espalda.
–¿Cómo conseguiste mi nueva dirección?
–La magia de AIRU.
–¿Qué es esto?
–Ábrelo.
Ella toma la caja en sus manos y la sacude. Algo brinca en su in-
terior. Cuando abre la caja, Ónfale ve los ojos caídos de un cachorro
chato. Café con negro, no pude decidirme por un color. Ónfale me
besa y me abraza de nuevo. Jala la solapa de mi abrigo.
–Estaba por bañarme. ¿Viene, agente Heracles? –recuerdo una pe-
lícula porno llena de clichés que vimos alguna vez.
La tele prendida. No estaba leyendo.
En la regadera nos peleamos por la temperatura del agua. A mí
me quema casi todo. Llegamos a un acuerdo: el vapor invade mi na-
riz. Tomo el jabón y sé a dónde dirigirlo. Lo paso sobre sus pezones,
erguidos. Los aprieto con las yemas de mis dedos. Recorro con el ja-
bón su abdomen. Ella gime. Nuestro lenguaje. Tiro el jabón y la reco-
rro con mis manos. Volteo su cuerpo para que me de la espalda. La
masturbo. Meto mi dedo medio derecho en su vagina. Con el pulgar
acaricio su clítoris. Ella toma mi pene; el jabón resulta buen aliado
siempre en estas situaciones. Empujo mi pene entre sus nalgas. Am-
bos lo agradecemos. Estamos agradecidos de esta regadera, del agua,
del jabón, de los azulejos fríos y de las llegadas inesperadas.
Nos venimos.
Ahí, en la oscuridad del baño de una casa desconocida para mí,
nos abrazamos.
Silencio.
Vapor.
Respira.
No sé cómo decirle que debo interrogarla, que AIRU no tiene pis-
tas sobre el caso de “Pensador”, pero que yo sospecho que ella puede
estar relacionada con él.
–Mañana me voy a Lerna.
–Está bien.
Nada 113
El amor es como la muerte
Nada 115
Entonces vio sus ojos.
Y flotaba.
El suelo y el cielo ya no estaban.
Intentó hablar, pedir auxilio, pero cuando abrió la boca, pudo
verse a sí mismo, desde la garganta, mirando su propia dentadura.
Expulsado como un estornudo, con la misma violencia, como en una
tormenta donde el agua viene de cualquier lado y de ninguno. Cisco
salió de su propia boca, y su boca, como el resto de su cuerpo, se
hizo polvo. Y un viento suave sopló y el polvo lo llenó todo, incluso
los pulmones de Cisco. Dulce. Y de la nariz de Cisco salió un humo
plateado que lo rodeó. Abajo, arriba, a los lados. Escuchó incontables
voces. Y todas decían lo mismo. Pero Cisco no entendía o entendía y
lo olvidaba. Supo que estaba viajando a una velocidad inimaginable,
pues los oídos le pesaban y las voces se confundían. Se detuvo. El
humo plateado que lo rodeaba se alejó hasta convertirse en una luz
muy lejana, como una estrella. Se encontraba en una encrucijada de
dos caminos y vio venir, de cada uno de ellos, a un ciervo. Ambos
idénticos, de cuernos tan inmensos que se perdían, como laberintos
sin fin, en el cielo. Cisco pensó que los cuernos de ambos ciervos ha-
brían de unirse en algún punto.
–No en uno, sino en muchos –dijeron los ciervos al unísono, sin
mover sus hocicos.
Cisco se percató de que los ojos de los ciervos eran distintos: blancos
los de uno, negros los del otro. Cuando hablaron, intercambiaron colores.
–Muchos prefieren no elegir ninguna de las ramas del árbol, se
sienten más seguros contemplándolas todas a la vez. Lo que olvidan
es que, tarde o temprano, ese árbol se secará y que, una a una, todas
las ramas se quebrarán, cayendo sin remedio. Al final ya no podrán
elegir con qué rama quedarse, lo cual no quiere decir que se salven
de elegir. El árbol no desaparece, sólo se derrumba. Entonces tendrán
que decidir si se quedan o no con el árbol caído. Lo trágico del asunto
es que pasan tanto tiempo contemplando todas las ramas a la vez, que
dejan de ser una persona, pues desechan su libertad para elegir. Se
convierten en una especie de enredadera del árbol. Cuando el árbol
cae, también cae la enredadera. La elección es inevitable; toda huida
está destinada al fracaso. –Los ciervos hablaban de manera extraña, le
Nada 117
formaban un domo, de cuyo centro bajaba, amarrado a una cuerda, el
cuerpo desnudo de una mujer, de su ex esposa, Marci.
–Hace tres años, esta mujer murió a causa de los golpes de tres
hombres enloquecidos. Ahora tú puedes golpearla. Ninguna culpa, ya
está muerta, ya está herida. Un golpe más no le dolerá, créenos. Me-
nos viniendo de un ser tan enclenque como tú. –Los ciervos, todos, ha-
bían dado un paso al frente y soltaban vapor caliente por las narices.
Cisco se negó.
Los ojos de los ciervos se volvieron de humo. Uno de ellos caminó
hacia el cuerpo de Marci, al que empujó con su trompa hasta Cisco.
Cisco dio un paso atrás y vomitó sobre el suelo invisible. Volvió a
extrañar la pistola.
El cuerpo herido y muerto de Marci fue elevado, perdiéndose en
lo alto del domo de cuernos, de cuyo centro había bajado.
El ciervo colocó su hocico a un centímetro del rostro de Cisco. To-
dos hablaron, con una sola voz:
–La muerte no tiene nada de milagrosa, pues es de su misma es-
pecie: ser doloroso. A la familia se le acepta (la mayoría de las veces)
aunque no se la comprenda. De todas las incertidumbres, la muerte es
la que mejor se podría adaptar a su sistema lógico, o debiera decir, a
su sistema resignativo, a la fatal familia de lo que no deciden. Pero no
es así. Con ustedes nada es así. En el pozo, como en cualquier espacio,
se rechaza al extranjero; en el pozo, espacio de las monstruosidades,
se rechaza al extranjero por ser hermoso. La vidamor es hermosa.
Cuando se topan cara a cara con la vidamor, sin embargo, surge su
única certeza: que no quieren salir del pozo, porque es más sencillo y
soportable no salir que salir por un instante y regresar violentamente.
Habiendo hablado, el ciervo más cercano dio una mordida al
hombro derecho de Cisco. Otro ciervo se acercó por la espalda y le
mordió la pantorrilla derecha. Las mordidas fueron tan poderosas
que, en un segundo, Cisco yacía en el suelo. Los ciervos regresaron a
su sitio original, en su propio camino, llevando en sus hocicos uno el
brazo y otro la pierna de Cisco, cuya sangre flotaba a un metro de su
cuerpo. No sentía dolor alguno.
–Cuando dicen que no saben lo que quieren, en realidad dicen que
no quieren la vidamor iluminando el pozo. La vidamor, a pesar de
soplar sobre las velas encendidas, pero nunca hemos compartido con
ustedes el proceso milagroso para encender una vela. Los milagros, lo
saben, no se enseñan pero sí se matan.
»En efecto, hay milagros que terminan por sí mismos, pero tam-
bién hay milagros que son ahogados. Hay milagros que son asesina-
dos sin piedad, sin consideración por su minusvalía. No importa que
haya sido desmembrado, como hijo cuyo llanto no se desea soportar.
Sin embargo, es probable que ningún milagro asesinado tenga, real-
mente, asesino declarado. Ya nos lo dijo la Muerte en cierta ocasión,
bajo todas las estrellas que explotan y nacen: “estas son las vidas de
los seres, alumbran brevemente y se apagarán cuando ustedes lo
quieran”. ¿Cuando queramos? Entonces, si la vida y el amor son lo
NADA 119
para construir planetas, agotamos nuestro corazón en hacer su planeta
y a ustedes. Así que, antes de irnos, usamos nuestros cuernos para
cavar profundo sobre la faz del mundo. Pero donde se cava siempre
quedan pozos. No nos gustan las irregularidades, así que decidimos
curar el mundo: colocamos la Muerte como alivio para las heridas.
Cisco se encontró en medio de la noche oscura y helada del Ca-
mino de Pantas. Un ciervo de grandes cuernos yacía muerto bajo las
patas traseras del japo marrón. Cisco tomó la pistola de la bolsa de
su chamarra y jaló el gatillo apuntando al cuerpo, ya sin vida, del
animal. El arma no traía balas. Cisco se levantó apoyándose sobre sus
brazos. Con paso acelerado, aunque trastabillando, regresó a la cabi-
na del conductor. Buscó debajo del asiento y sacó un machete.
No se escuchaba más sonido que el del machete de Cisco cortando
la noche y el cuello del ciervo. La sangre brincaba sobre su rostro,
aunque Cisco no la podía ver. Olía dulce. Finalmente, Cisco golpeó
la tierra. Terminó de separar con las manos la cabeza del cuerpo del
animal. Con el machete, escarbó el interior del cuello del ciervo. Creó
un espacio vacío. Lanzó el machete lo más lejos que pudo. Regresó
a la cabina del conductor y buscó gasolina, con la que acto seguido
bañó los cuerpos metálicos de los japos, mientras brincaba sobre ellos.
Le pareció que las bestias tenían miradas capaces de implorar cle-
mencia. No era tiempo de clemencia.
–La Muerte está cansada de ver el sufrimiento de los hombres,
pero el mayor sufrimiento de los hombres es la Muerte –les dijo Cisco
a los japos–. ¿Sabían que fue pensada como bendición?, pero los seres
la convirtieron en maldición. Nadie quiere a la Muerte, pues nadie
aprecia los parches. Ser un parche es cansado. La Muerte es nuestra
hermana, así fue improvisada. No queremos ver al amor como un
milagro, sino como una obligación del destino. ¿Qué van a entender
ustedes? Son basura hecha de basura. –Cisco sonrió, iluminado por
un cerillo encendido, que lanzó sobre los japos.
Cisco miró los ojos sin vida de la cabeza del ciervo, tirada a su
lado. La levantó y metió su propia cabeza en el cuello del animal,
hasta cubrir apenas sus ojos. Su máscara era muy pesada, lo cual no
le impidió bailar mientras se alejaba de los japos ardientes. El fuego
alcanzó al vehículo e iluminó la noche en el Camino de Pantas.
Nada 121
Todo incluido
Nada 123
–Ah, minucias Andy. No te preocupes –dijo Mr. Jones al tiempo
Nada 125
pales; en el otro cuadro, había otro fornido y lampiño indígena sobre
una lancha, navegando sobre un lago cristalino.
–Me gustaría ver si en la tienda del hotel venden copias de esos cuadros.
–Están horribles –dijo su esposa.
Andy no volvió a mencionar el asunto.
–Mejor vamos a ver si tienen trajes de baño para ti. Vamos a que
se te quite lo blanco.
–No me pienso bañar.
–¿Entonces a qué viniste?
–A descansar. Ustedes bajen a la playa. Yo los alcanzo.
–¿Te vas a quedar aquí?
–Un rato. Me voy a dormir. El viaje me cansó.
–Te puedes dormir en la playa. Hay hamacas.
–Hay mucha gente. Bajo a la hora de la comida.
–Aquí no hay hora de la comida, Andy. Puedes pedir lo que quie-
ras a la hora que quieras. Todo incluido, por eso es to-do incluido.
–Bueno, pero…
–Ay, ¿sabes qué? Quédate aquí. Haz lo que quieras. Los niños y yo
vamos a pasarla bien.
Andy vio que las arrugas de Sandra ya eran más extensas y
profundas. Y le pareció que, aunque no era una mujer fea, tampoco
era hermosa.
-
char a su hijo:
–Papá es un tarado.
–No digas eso –dijo Sandra.
–Pero tú siempre lo dices.
Y Andy no pudo dormir. Se quedó en ese estado intermedio donde
se duerme al mismo tiempo que se sabe que se duerme. Soñar con los
ojos abiertos y los párpados cerrados.
Andy consideró que era el sol, que entraba por ese ventanal que
daba al pequeño balcón, lo que no lo dejaba dormir. Muy a su pesar,
se levantó y buscó la cuerda para recorrer la cortina. Entonces vio el
suelo del balcón tapizado con una especie de pequeñas hojas negras.
Abrió el ventanal y salió al balcón. De cuclillas y descalzo, tomó entre
sus dedos una de esas cosas negras. “Tizne”, pensó. Había leído en
Nada 127
Y por la cabeza de Andy no pasó, ni por un segundo, el mínimo
pensamiento de su esposa y sus hijos, que nadaban en la alberca más
grande, cuando los primeros tiznes cayeron.
Andy vigiló a los tiznes de su balcón por dos noches y tres días. Los
tiznes no tenían ojos, pero veían, lo veían a él, o al menos eso le pare-
cía. Lo vigilaban y era necesario, para sobrevivir, no quitarles el ojo
de encima. Pensaba Andy que si se quedaba dormido, los tiznes en-
contrarían la forma de atravesar el cristal, trepar por las patas de la
cama y atacar su ojo vigía, para después continuar con el resto de su
cuerpo. No podía dimitir.
Entonces Andy se quedó dormido y, además, se puso a soñar. Via-
jaba sobre los aires sentado en su Couchmatic 3000. Allá abajo esta-
ban su vecindario y su casa, aunque en vez de calles había canales
de agua. Y esa red cuadriculada de canales alimentaba a un río cau-
daloso. A su vez, las aguas del río caudaloso iban a parar a un océa-
no infinito, “como todos”, pensaba Andy. Y del océano brotaba una
mano gigantesca, una mano de mujer, que después de varios intentos,
lograba atraparlo como una mosca, con todo y su sillón volador. La
palma de la mano comenzaba a cerrarse sobre Andy. Todo se volvía
oscuro y sentía un dolor como de quemadura en sus dedos.
Cuando despertó, se dio cuenta de tres cosas: era un día soleado,
los tiznes habían desaparecido del balcón y su mano derecha estaba
negra, completamente oscurecida desde las puntas de los dedos hasta
poco más allá de la muñeca. Sentía un ardor que se incrementaba en
la punta del dedo índice, justo donde el tizne había clavado sus col-
millos. Fue al baño y abrió la llave fría del lavamanos. Metió la mano
negra al agua. El ardor cesó. Andy vio, sorprendido, cómo el agua
se pintaba de negro al pasar entre sus dedos. Era como si sus manos
estuvieran llenas de ceniza, pero era imposible limpiarlas. La aparien-
cia de la mano no cambió. Andy abrió una cajita con el logotipo del
hotel, sacó un jabón rosado y lo pasó por ambas manos. El jabón se
ennegreció, al igual que la toalla blanca con la que se secó. Arrancó
un pedazo de sábana blanca y se la amarró, a manera de venda, sobre
su mano negra.
NADA 129
querían sobrevivir, debían encontrar un nuevo lugar. Andy temió lo
peor y vio, en menos de un segundo, todo lo que le iba a suceder. Y
así fue. Las ratas treparon por las piernas de Andy, sobre su pantalón.
Como si se comunicaran entre sí, las ratas se miraron con esos ojillos
rasgados, y entonces comenzaron lo que Andy ya sabía que sucede-
ría: arrancaron con violencia su camisa perfectamente planchada y
mordieron la piel de su estómago. Durante mucho tiempo (a Andy le
pareció una eternidad), las ratas masticaron a placer el estómago de
Andy hasta que hicieron un agujero en el mismo. Con la misma dili-
gencia, arrancaron todos los órganos del cuerpo de Andy, los arras-
traron afuera y los fueron apilando sobre los restos del Couchmatic
3000. Andy se dio cuenta de que las ratas habían hecho una imagen de
él, sentado en los restos del sillón vibrador, con sus propios órganos
y las corcholatas, zurrapas de pan, cabello de muñecas, balones des-
inflados y demás porquerías. A la imagen sólo le faltaban ojos. Andy
sintió a las ratas atravesando su tórax y su cuello a toda velocidad. Al
llegar a su cabeza, desde adentro, cada una de las ratas empujó con la
punta de su trompa a uno de los ojos de Andy. Los ojos rodaron casi
hasta los pies del otro Andy. Las ratas bajaron a toda prisa y, con gran
habilidad, colocaron los ojos donde deberían ir: en dos agujeros en la
cabeza del Andy de basura. En ese momento, los ojos de Andy vie-
ron venir desde el cielo una enorme escoba verde fosforecente. “Qué
conveniente”, pensó, “brilla en la oscuridad”. Las ratas huyeron y la
escoba gigante barrió con ambos Andys, el original, ahora desbarata-
do, y la copia, fabricado con desechos del primero. Y Andy escuchó
su propio grito.
Había despertado.
Andy no se había dado cuenta de que estaba desnudo, lo que no
pareció incomodar a la mucama que entraba en ese momento a la
habitación.
–Disculpe señor. Yo tengo que hacer mi chamba, sino no cobro, y
si no cobro no me puedo ir de fiesta, y no hay nada que me guste más
que parrandear.
Andy no conocía el idioma de la mucama y, sin embargo, com-
prendía lo que decía.
Nada 131
pies llenos de hongos. Regresó a la habitación, donde la mucama ya
no estaba. Buscó algún calzado, pero no encontró nada; la mucama
se había llevado toda su ropa, junto con sábanas, colchas y bolsas de
basura. A cambio, le había dejado toallas limpias y rollos nuevos y
perfumados de papel de baño.
A manera de calzado, amarró como pudo un par de toallas a sus
pies. Entonces, respiró hondo y dio un paso fuera de la habitación
Nada 133
Caminó por pasillos y atravesó dos edificios. Vio el restaurante
mexicano y el bar que permanecía abierto hasta las 11 PM. Ambos
cerrados. Incluso pasó frente a la mansión para personas importantes.
Finalmente, las flechas lo llevaron a la tienda del hotel, cuya entrada
también estaba cerrada. Andy vio en el aparador de la tienda dos cua-
dros como los que estaban en su habitación. Tenían el signo de dólar
colgado en una vistosa etiqueta naranja, pero no alguna cantidad.
–Son suyos, si le gustan –dijo una voz gruesa, que le pareció extra-
ñamente familiar.
Andy volteó y se encontró con un hombre alto, atlético, guapo
y de cabello levemente encanecido. Traía unos lentes con diamantes
incrustados en los costados, y lucía una piel bronceada y una mandí-
bula perfecta.
–¿Qué modales los míos? Mi nombre es Dick Maxwell y, hasta el
día de hoy, soy gerente de este hotel. Espero que su estancia esté sien-
do placentera.
–En realidad no. Mire mi mano, señor Maxwell –entonces Andy
notó que el gerente se llamaba como él siempre quiso llamarse–.
¿Cómo dijo que se llama?
–Dick Maxwell –contestó con una sonrisa que a Andy le pareció
fingida–. Maxwell de parte de madre y Dick de parte de padre –dijo
el gerente cruzando los brazos y carcajeándose de algo que Andy
no entendió.
–Mire, señor Maxwell.
–Llámeme Dick. ¿O le incomoda?
–No. Mire Dick, desde que llegué aquí no han dejado de pasarme
cosas raras. Desde la lluvia de tizne.
–Ah eso. No se preocupe, ya lo tenemos controlado. Hemos lle-
gado a un muy buen acuerdo con los cañeros. La gente regresará a
Playa Paraíso.
–No, digo, mire mi mano.
–Lindo maquillaje. Será la sensación en nuestra fiesta de disfraces
el Día de Muertos. Para entonces va a seguir con nosotros, ¿verdad?
–Es una infección. Uno de esos insectos, tiznes, me encajó los col-
millos y desde entonces tengo la mano así.
–¿Y le duele?
Nada 135
–Háblame de tú Andy, ya nos tenemos confianza, ¿qué no? Esta
puede ser tu casa. Podrías vivir en la mansión. Si quieres te la mues-
tro. Tiene un jacuzzi enorme en el que podrías meter a todas las po-
rristas de tu equipo de fútbol favorito. ¿A quién le vas, Andy?
–No me gusta el fútbol.
–No hablo del soccer, hablo de fútbol verdadero.
–Tampoco me gusta.
–Eres un caso, Andy. Pero mira, el asunto es que podrías quedar-
te también con los cuadros que quieras –dijo Maxwell señalando los
cuadros en el aparador–. Te podría conseguir a las modelos indígenas
que posaron para estos cuadros. Es más, podrías tener mi nombre. No
lo tenía planeado, pero te lo doy. Sé que siempre lo has querido.
–¿Y usted cómo lo sabe?
–Por favor, Andy, no me hables de usted. Me haces sentir viejo.
–¡Cómo sabe que siempre he querido llamarme como usted!
–No es necesario gritar, Andy. Cualquiera tendría ganas de lla-
marse como un verdadero profesional del amor.
Entonces Andy recordó dónde había conocido a Maxwell. Fue el
día más vergonzoso de su vida. Era de noche. Apenas tenía doce años
y se había escabullido de su cuarto, cuidadoso de no despertar a sus
padres. Fue a la sala, encendió el televisor y puso en la videocasetera
la película porno que le habían prestado en la escuela. No sabría re-
cordar de qué trataba esa película, pero nunca olvidaría a esa muca-
ma de redondas nalgas, como de corazón, y cintura diminuta, nunca
olvidaría cómo le hablaba a su amante: “Es usted un pervertido, señor
Maxwell”. Entonces él le contestaba, desde las sombras, “Llámame
Dick. ¿O te incomoda?”. “Para nada, señor Maxwell, Dick Maxwell,
señor. No hay nada que me guste más que usted, todo usted”. Justo
en ese momento, Andy fue descubierto por su madre. Nunca habla-
ron del asunto, aunque Andy estuvo seguro de que al menos su padre
no se enteró jamás.
–¿Qué dices Andy? ¿Es un trato?
Y Andy miró sus zapatos lustrados, brillantes como espejos. Vio
su propia cara, con esos cachetes y una papada que jamás había que-
rido. Entonces empujó a Maxwell, enfurecido.
–¡Ahora no tendrás nada, idiota! –gritó Maxwell desde el suelo,
Nada 137
Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso
Nada 139
Prólogo a Historias de Ningún Lugar
1
Llamado, 13, 2, 21734.
2
Cus Cus, 13, 2, 21734.
3
Dentro, 13, 2, 21734.
4
Nótese cómo la idea original de que Zoma decía saberlo todo, ha derivado, incluso,
en documentos aparentemente neutros como los diccionarios, en un juicio sobre
los peligros de la ambición.
5
Llamado, 13, 2, 21734.
6
En los originales, conservados en los archivos del Templo de Zoma, ambos textos no
están titulados. Jeepe ya había muerto cuando comenzaron a reproducirse en
serie ambos textos, en 21999, indicándonos que la reelaboración del texto estuvo
a cargo, o al menos fue aprobada, por el segundo Zoma, Bige Wago.
7
Otro cisma importante es el que separó a los visionarios de los textuales, en el año
22566. Hasta el Concilio General de ese año, se había aceptado como verdad en-
tre los zomistas que “el Gran Vidente había sido testigo de todas las cosas en un
solo instante; […] después, buscó la manera de comunicar lo que había visto por
NADA 141
mo decidieron violar la prohibición de la jerarquía zomista para no
leer y menos aceptar como canónicos los textos del Archivo. Lo cierto
es que, según informes de la misma Biblioteca Valahaliana, en cuyos
Fondos Especiales se encuentra resguardado el Archivo de Zoma,
apenas un quince por ciento del acervo es comprensible, pues el resto
utiliza lenguas desconocidas, tal vez inventadas por el mismo Zoma.
La labor de comprensión de las lenguas desconocidas de Zoma es lo
que ha ocupado los mayores esfuerzos por parte de los estudiosos.
El acervo comprensible de Zoma, que es, a su vez, el que puede
ser consultado, consta de 1325 cuadernos de aproximadamente 200
páginas cada uno, con textos en su mayoría narrativos;8 tres películas
de poco más de un minuto cada una donde alguien que parece ser el
mismísimo Zoma habla de su Archivo mientras lo muestra a través de
la cámara. Estas películas son de vital importancia, pues nos revelan
el tamaño del Archivo de Zoma original, al menos cinco veces más
grande que lo que se conserva en la Biblioteca Valahaliana. Es necesa-
rio decir que todos los cuadernos presentan, además, algunas ilustra-
ciones. Por supuesto, El Diario y Las Notas no se consideran parte del
medio de los lenguajes que conocía” (Tratado Concilio General, día 75, página 324).
El delegado mayor Hiroe Mash-Nie, en esos años uno de los más influyentes del
Concilio General, desató una polémica sobre la naturaleza vidente de Zoma. Para
Mash-Nie, Zoma no había visto nada, sino que le había sido revelada la escritura
misma del universo, de la cual Zoma se había vuelto el receptáculo. Para los
textuales, el don más grande de Zoma no es su “visión de lo inconmensurable”
(Tratado…, 323), sino “la prodigiosa memoria que fue capaz de retener todas las
palabras en todas sus combinaciones posibles”. Para los textuales, Zoma escribe,
al pie de la letra, todas las palabras “que atravesaron su mente” (Protesta, punto
12). Es lo que Zoma dice en una de sus películas lo que los textuales han toma-
do como piedra angular del dogma: “hablando del destino, sin duda, es algo
que puedes elegir; sin embargo, te aseguro que el destino que elegiste ya estaba
escrito, tan escrito como todos aquellos destinos que dejaste de elegir” (Película
2). Los visionarios han dado respuesta a este argumento con otras palabras de
Zoma: “tomé mi nombre de una palabra que vi en otro mundo” (El Diario, día 34).
Una interpretación menos metafísica del asunto aboga por diferencias más bien
provocadas por pugnas del dominio administrativo sobre los capítulos zomistas
en las recién descubiertas Tierras del Sur.
8
Aspecto sobre el que se han centrado los argumentos en contra de la autoría única
de Zoma.
9
Curi Jino, Zoma, 23400; Anashari Mnu, La otra vida del vidente, 23407; Impaleo Ki-Og,
Zoma entre paredes, 23423.
10
Jalia Gonal, En caso de que muera. Sociedad e imaginario catastrofista, 23401; Guyrdo Gus,
El zomismo en tiempo de la Guerra Justa. Una historia, 23420.
11
Kukurso Gonal-Ka, Zoma, memoria perturbada, 23425.
12
Mino Le, La imposibilidad de la escritura. Zoma y sus cuadernos, 23400; Escuela de Vanil,
La fragmentación del estilo, 23405; Los cuadernos de Zoma, entre la fe y el populismo es-
tético, 23417; Maco Gi-Kao y Nia Balowa, La escritura basura del falso vidente, 23429.
13
Vin Gardios, Ésta, mi vida. El visionado subjetivo en las películas de Zoma, 23420.
14
Curiosamente, todas estas representaciones han coincidido en la idea de que fue el
forense que trató el cuerpo de Zoma el que decidió preservar parte de su Archivo
en su residencia particular. Esta anécdota se ha vuelto un lugar común de la his-
toria verdadera al respecto: la de Jun Beas, el vecino que encontró a Zoma muerto
y, antes de llamar a las autoridades correspondientes, se llevó a su casa los cua-
dernos y películas que hoy se conservan en la Biblioteca Valahaliana.
Nada 143
búsquedas eruditas o las pasiones religiosas, esperamos propiciar un
tercer punto de encuentro con la obra de Zoma entre el gran público,
propiciando la superación del destino simplón al que los cuentos in-
fantiles parecen haber condenado a la figura histórica de Zoma.
Hemos titulado este volumen Historias de Ningún Lugar. El títu-
lo, es evidente, fue tomado de la bien conocida declaración inicial de
Zoma en Las Notas:
He aquí que me encontré en Ningún Lugar, y cuando abrí los ojos, fui
atravesado por todos los tiempos y sus signos. Pronto me di cuenta de
que ahí no había arriba, ni abajo; si antes o después, no tenía importan-
cia. El centro se me escapaba. Sin embargo, era capaz de sentir la forma
del lugar, porque el lugar tenía forma, y era la de una raíz infinita e in-
trincada, una raíz de raices, un laberinto sin salida ni entrada en cuyas
paredes, completamente vivas, cambiantes, se escribían y se borraban
las historias que se recordaban y se olvidaban.15
15
Las Notas, versión Wago (quinta revisión), sentencia 1, 23405.
16
Sin tomar en cuenta que no todos los textos del Archivo pudieran ser de interés para
el público no académico o el zomista, lo que excluiría, posiblemente, la participa-
ción de los editores mayores.
17
Sabemos que un equipo de investigadores de la Universidad de Valahal, así como el
editor Nuhr Mikeulos, están realizando trabajos para publicar otros textos del
Archivo de Zoma. Desconocemos bajo qué criterios, pero estamos seguros de
que tales proyectos rendirán, en un futuro próximo, buenos e interesantes frutos.
Nada 145
“Prólogo a Historias de Ningún Lugar” fue reconocido con el
Premio Nacional de Cuento José Agustín 2009. La versión
original se titulaba “En el laberinto de Zoma”.
Nada 13
La invención oval 45
El rey de los ipakus 54
El Dictador (historia muda en cuatro escenas) 58
El escritor de profecías 63
Prohibido salir 66
El llanto del gusano 75
Ojos ardientes 82
Tragaluz 89
Citando a Brión 95
El presente 102
El amor es como la muerte 114
Todo incluido 122
Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso 138
Prólogo a Historias de Ningún Lugar 140
Nada 147
148 Rafael Villegas
Nada
de
RAFAEL VILLEGAS
N ADA 149
150 Rafael Villegas
Nada 151
152 Rafael Villegas