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2 Rafael Villegas
Nada

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Emilio González Márquez
Gobernador Constitucional del Estado de Jalisco

Lic. Fernando A. Guzmán Pérez Peláez


Secretario General de Gobierno

Arq. J. Alejandro Cravioto Lebrija


Secretario de Cultura

Mtro. Martín Almádez


Presidente del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes

4 Rafael Villegas
Nada
Rafael Villegas

Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco


Colección Becarios

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Esta obra se realizó con el apoyo del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes
de Jalisco, luego de haber sido seleccionada en la Convocatoria CECA 2009, en la
Disciplina de Letras en la categoría de publicación de cuento.

Primera edición, 2009

D.R. © Rafael Villegas


D.R. © Consejo Estatal para la Cultura y las Artes
Gobierno de Jalisco

Avenida Jesús García 720, Col. El Santuario, Guadalajara, Jalisco.


C. P. 44260. Teléfonos: 01 (33) 36 14 68 55, 01 (33) 36 14 68 64.
Fax: 01 (33) 36 58 00 26

Correo electrónico: ceca_jal@yahoo.com.mx


www.ceca.jalisco.gob.mx

Diseño y fotografía de portada: Postof


Diagramación y retoque digital: Rosalía Valeriano P.

Prólogo-cómic: Bernardo Fernández, Bef

ISBN: 978-968-832-034-X
IMPRESO Y HECHO EN MÉXICO

PRINTED AND MADE IN MEXICO

6 R AFAEL V ILLEGAS
Nota y agradecimiento

Algunos de los textos de este libro fueron


escritos originalmente como parte del
proyecto Ningún Lugar, apoyado por
la Secretaría de Cultura de Jalisco y el
Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, a través del Programa de Estímulo a
la Creación y al Desarrollo Artístico
de Jalisco, en su emisión 2007.

Agradezco a Raúl Villegas, mi tío, por


enseñarme que en el futuro las caperucitas
rojas escaparían de los lobos feroces
manejando autos voladores. Con este libro,
he querido seguir su oficio de imaginador.

Rafael Villegas,
Guadalajara, julio de 2009

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…el espacio común del encuentro se halla él mismo en
ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el
sitio mismo en el que podrían ser vecinas.
Michel Foucault

Las palabras y las cosas, una arqueología

de las ciencias humanas, 1966.

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Nada

C uando el profesor Q salió de esa tienda redonda, supe que parti-


ríamos de inmediato.
Nunca regresaríamos a T.
En aquellas tierras, la palabra “inmediato” se prestaba con faci-
lidad a equívocos. Podían pasar días y hasta semanas antes de que
algún tren pasara al lado del tejabán que habían improvisado como
estación. Por otro lado, podían pasar años antes de alguien requiriera
llegar a T o, en un caso más extraño, salir de ahí. Lo cierto es que el
profesor Q salió de esa tienda con una sola intención en la mirada:
debíamos estar preparados para partir en cuanto el humo del primer
tren manchara aquel cielo blanco sin nubes.
Fueron cinco días de espera. Tuvimos suerte; aunque, a decir ver-
dad, él nunca dijo nada que nos indicara su deseo de salir de T. Es
probable que sólo se tratara de una impresión mía. Sin embargo, ha-
biéndome convertido en el hombre de confianza del profesor Q, los
expedicionarios no pusieron reparo en preparar la partida. Además,
dudo que a todos esos estudiantes simplones y científicos de escrito-
rio no les tentara la idea de regresar a casa. El profesor Q y yo sabía-
mos que a esa gente poco o nada le importaba la investigación. Qué
diferentes a aquella última habían sido la primera e, incluso, la segun-
da expedición. Todavía veo a H y a F boquiabiertos ante la visión de
aquel bosque arrasado. El profesor Q sólo había respirado más hondo.
Lo noté. Desde entonces y durante los siete años que duró la investi-
gación, yo me dediqué a descifrar su temperamento y adelantarme a
sus intenciones. Después de todo, yo era su asistente personal.

Nada 13
Como si hubiera dormido en la estación, el profesor Q ya se encon-
traba ahí cuando los primeros de nosotros llegamos con equipajes y
cajas de madera repletas de equipo científico. Lo recuerdo parado a un
lado de la vía, envuelto en ese enorme abrigo gris, cuyos delicados pe-
los se movían con el viento frío. Parecía un oso de zoológico liberado
a su suerte, ajeno al mundo natural. No se dirigió a nadie. Ni siquiera
a mí. Cuando el tren se detuvo, él fue el primero en poner un pie en-
cima. Atravesó el vagón y tomó asiento al fondo del mismo. Mientras
tanto, nosotros nos aseguramos de subir todas nuestras cosas.
Solíamos viajar en asientos vecinos. Gustábamos de charlas in-
terminables sobre los avances que, en nuestro siglo, habían tenido
la ciencia en general y la mineralogía en particular. En ese entonces,
como él, yo era abstemio. Preferíamos el café, puro. Endulzarlo nos
parecía una verdadera grosería al gusto. El café era nuestro segun-
do tema predilecto, posiblemente porque implicaba polémica. Jamás
pudimos ponernos de acuerdo en qué grano poseía una calidad su-
perior: el de M o el de Z. En cuestiones de ciencia las cosas eran di-
ferentes. Nuestras charlas parecían, más bien, cátedras de maestro
a alumno. De ninguna manera quisiera dar la impresión de que lo
anterior me molestaba. Al contrario, para mí siempre fue un honor
que un hombre tan sabio compartiera conmigo sus conocimientos,
aunque a veces eso significara mi silencio durante horas. Sólo el tema
del café me hacía su colega, un digno interlocutor.
Pero las cosas habían cambiado. Cuando miré sus ojos perdidos
atravesando el cristal de la ventanilla, supe que él prefería no tener
vecino de asiento. De cualquier manera, me senté cerca de él, por si
en algún momento del largo viaje que nos esperaba necesitara de mi
asistencia. En el fondo sabía que no sería así. Durante las casi cinco
semanas que duró el viaje apenas se levantaba para hacer sus necesi-
dades fisiológicas y alimentarse. Entre el equipo de la expedición se
rumoraba que el viejo se había vuelto loco. Que tal vez tanto tiempo
investigando el fenómeno de T lo había terminado por trastornar. No
quise discutirlo. Lo cierto es que a esa gente le importaba tanto la
investigación como la salud del profesor Q. Hablaban sólo para en-
tretenerse, para olvidarse del paisaje que, afuera, no parecía cambiar
un ápice.

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Nieve y cielo fusionados en el horizonte. Todo era igual, incluso el
sol que apenas se movía sobre el horizonte en pleno verano. En esas
circunstancias el espacio se disuelve, podríamos decir que no hay asi-
deros para la conciencia. En términos científicamente inapropiados,
no hay horizonte. Ni arriba ni abajo.
Y el profesor Q no dejaba de ver a través de la ventanilla. Como
paciente de la ciencia del hipnotismo mi maestro no viajaba con noso-
tros dentro del vagón. Me parecía que su ser, su verdadero ser, corría
desnudo sobre la extensión nevada, hundiendo cada pisada pero in-
capaz de dejar huella alguna.

El profesor Q continuó con su cátedra de mineralogía espacial en la


Universidad de M. Yo comencé a trabajar en el Instituto Nacional de
Ciencias de la Tierra, entonces recién creado y ubicado en el antiguo
Palacio de los R, a falta de instalaciones propias. La última vez que
vi al profesor Q fue en una conferencia sobre los metales presentes
en los meteoritos que tuve la oportunidad de dictar en el Instituto.
Él estaba entre el público, sentado en la última fila del salón de con-
ferencias. Aunque el sombrero que utilizaba ese día le disimulaba la
mitad del rostro, era imposible no reconocerlo debido a su poco usual
altura. Incluso me pareció que, con los años, se había vuelto más alto,
en lugar de dirigirse hacia abajo, como sucede generalmente en la
ancianidad.
No tuve oportunidad de saludarlo, pues salió justo antes de co-
menzar la sesión de preguntas de los asistentes.
Nunca volví a verlo, aunque siempre estuve más o menos ente-
rado de su vida por informaciones de un joven asistente que trabajó
conmigo y que, por esos mismos años, era su alumno. Por cierto, que
ese asistente ocupa hoy un alto puesto administrativo en el Centro de
Investigaciones Físicas. Ya sabrán ustedes de quién hablo. El asunto
es que dicho asistente desconocía el vínculo profesional y, me atrevo
a decirlo, de amistad que me unió al profesor Q, “el Agente Quelante”
como solía llamarle.
–Nos habla de condritas y acondritas como si estuviera leyendo
su propio epitafio. Cuando está nevando, se asoma al ventanal, como
enajenado. Como si estuviera esperando que un meteorito acabara

Nada 15
con todo. Nosotros simplemente desaparecemos para él. Podríamos
salir del salón y él no se daría cuenta.
–¿Y por qué no se salen? –le pregunté a mi asistente sin darle
muestra de mi hastío.
–Los prefectos nos sancionarían. Preferimos quedarnos en el sa-
lón. Al principio la actitud del Agente Quelante nos perturbaba un
poco; ahora lo ignoramos con facilidad, ya nos acostumbramos.
También me llegó a platicar que el profesor Q jamás miraba a na-
die a los ojos. Aprovechaba su altura, tanto en el aula como en los pa-
sillos, para evitar encontrarse con los ojos de alguien más. Me contó
además, que mi antiguo maestro tomó la costumbre de dar largos pa-
seos por la biblioteca de la Universidad de M, sin tomar ningún libro.
Sólo andaba, con sus largos pasos, entre los innumerables estantes de
la biblioteca. ¡Es la segunda más grande del país, señores! Recorría
religiosamente todos los pasillos, con la mirada dirigida ligeramente
hacia arriba, con las manos unidas en la espalda. En un par de ocasio-
nes, cuando llegó a encontrarse con alguien en su camino, optó por
hacer a un lado el estorbo con lujo de violencia. Repitió el acto una
vez más. La rectoría lo sancionó prohibiéndole terminantemente la
entrada a la biblioteca. Sólo le permitieron llevarse a su cubículo diez
libros, para que siguiera con sus investigaciones. Sin duda, lo tenían
en alta estima y respeto. Lo curioso del caso es que, según mi enton-
ces asistente, el profesor Q no se llevó textos especializados en mine-
ralogía, sino volúmenes de historia de la astronomía, antropología de
los pueblos de la tundra y libros de naturaleza ocultista.
Al parecer, el profesor Q no era el hombre con el que había com-
partido horas y horas de cálida camaradería y enseñanza. En todo
caso, no sabía entonces si confiar del todo en el testimonio de mi asis-
tente. Podían ser exageraciones de un alumno poco brillante. O cabía
la posibilidad de que yo, sencillamente, no le creyera porque no ter-
minaba de simpatizarme. Después de todo, me había sido asignado
por el Instituto, siguiendo una indicación superior, sin consultarme
al respecto.
No me gustaba que mi asistente hablara mal del profesor Q; sin
embargo, lo permitía porque deseaba saber cualquier cosa de mi
maestro, aunque fuera negativa. Además, yo nunca puse al tanto a mi

16 Rafael Villegas
asistente de los años que conviví con él. Supongo que se habrá entera-
do de alguna u otra manera más adelante. Tampoco es que la investi-
gación del fenómeno de T haya sido algo más que una búsqueda más
o menos marginal dentro de las líneas comunes en el mundo acadé-
mico de entonces. Pero de alguna manera mi otrora asistente debió
enterarse de la investigación más importante del profesor Q, pues de
un día para otro dejó de hablar mal de él, al menos frente a mí.
Lo último que supe del profesor Q de parte de mi asistente fue
que había sido trasladado a uno de los campos de trabajos forzosos
en la Cuenca del D, justo después de que A invadiera nuestro país e
iniciara la Guerra de las Naciones Libres.

Nada podría afectar el recuerdo que tengo del profesor Q como un


maestro apasionado y un hombre dedicado en cuerpo y alma a la
ciencia. Además, ya les dije que lo consideraba mi amigo. Si él cam-
bió, de alguna manera, después de la tercera expedición a T no lo
pongo en duda, pero tampoco me importa demasiado.
Nunca he sido, digamos, muy influenciable.
A mí me gusta recordarlo entrando al salón de clases, vestido de
manera impecable, con su chistera negra y brillante cubriéndole la
cabeza. El hombre imponía, sin duda, no sólo por su altura, sino por
el porte y carácter que desplegaba dentro y fuera del aula. Cuando
llegaba echaba un rápido vistazo al grupo, como para cerciorarse de
que nadie se hubiera ausentado. Luego se dirigía al pizarrón y, como
si estuviéramos en educación primaria, anotaba la fecha del día con
esa letra anticuada y perfecta que practicaba. Nosotros, mientras tan-
to, abríamos nuestro libro en la lección en la que fuéramos. Usábamos
el Tratado General de Mineralogía de P. Un verdadero clásico. Por eso
me sorprendería mucho de confirmarles intereses menos ortodoxos
en mi maestro.
Antes de tomar asiento frente a su escritorio, extraía de la bolsa
derecha de su saco un bulto envuelto en tela oscura. Lo colocaba al
centro del escritorio y lo abría. La tela envolvía un fragmento peque-
ño de meteorito, apenas la mitad de la palma de una mano de hombre
adulto. El primer día de clases nos había contado cómo, de niño, ha-
bía hallado ese fragmento de meteorito mientras jugaba a construir

Nada 17
presas en un riachuelo cerca del pueblo donde nació. Supongo que, al
tratar de ponerle un origen a su pasión por la mineralogía, buscaba
transmitirnos esa misma pasión. Conmigo lo logró, incluso antes de
que yo me convirtiera en su alumno. Desde la adolescencia, yo adqui-
ría el Almanaque Científico, esa revista de divulgación que vendían en
la librería del Museo Real de Historia Natural. Tenía una colección
casi completa de la revista, pero la perdí en los primeros bombardeos.
El asunto es que, en ocasiones, el profesor Q escribía interesantísimos
artículos sobre los últimos descubrimientos en las “ciencias de la Tie-
rra”, como a él le gustaba llamarlas. Así comencé a familiarizarme
con su trabajo desde antes de conocerlo.
Luego, como ya lo saben, me volví su asistente. Estaba a unos
cuantos meses de graduarme cuando el profesor Q me invitó a su
casa. Me dijo que tenía una propuesta de trabajo que hacerme. Como
es natural en un hombre que está a punto de dejar de ser estudiante,
mi situación laboral me preocupaba bastante. Sin saber nada, yo me
puse feliz de inmediato. Recibir una propuesta de empleo antes de
graduarme y, además, de parte de un científico tan admirable como
él, era más de lo que yo podía pedir en aquel momento.
Esa misma noche fui a su casa, que se encontraba en el centro de
la ciudad, a una cuadra de lo que era la Plaza U. Recuerdo que ese día
llegué con cinco minutos de antelación a la hora que había sido cita-
do. Lo recuerdo bien porque apenas unas horas antes había adquirido
un reloj de cuarzo. No sé por qué lo compré ese mismo día. Supongo
que deseaba parecer más profesional frente a mi maestro. El asunto
es que antes de tocar la puerta, miré el reloj. Al darme cuenta de que
faltaban cinco minutos para el momento de la cita, pensé en retirarme
y dejar pasar el tiempo en alguna banca de la Plaza U. No pude ha-
cerlo, pues en ese momento el profesor Q abrió la puerta y me invitó a
pasar, sin hacer ningún comentario sobre mi impuntualidad. Porque
llegar temprano no es llegar a tiempo.
Como todas las casas del centro antes del bombardeo, la del pro-
fesor Q había sido construida al menos dos siglos antes. Para ser el
hogar de un hombre soltero, tenía un gusto exquisito en los interiores.
Los tapices, los muebles, los objetos decorativos, todo parecía conser-
var, en un estilo muy discreto, un equilibrio innegable. En realidad

18 Rafael Villegas
no sé mucho de artes decorativas, pero es cierto que cualquiera que
hubiera conocido esa casa saldría de ella con el alma en absoluta ar-
monía; si existiera el alma, claro.
El profesor Q me llevó a su estudio, en cuyas cuatro paredes había
enormes libreros de ébano que, en lugar de libros, sostenían rocas de
todas las formas, tamaños y colores imaginables. Me dijo que era su
más preciada posesión: la que él consideraba la colección de rocas
antropomorfas más grande del mundo. Me confesó que prefería el
trabajo de campo al de escritorio e, incluso, a su labor como docente.
No había nada que disfrutara más que estar al aire libre, observando,
registrando y recolectando rocas. Por supuesto, su colección de rocas
antropomorfas no tenía ningún uso para la mineralogía, pero para el
profesor Q tenía más valor que cualquier otra cosa. Le pregunté por
su fragmento de meteorito, pues yo estaba convencido de que era su
roca más preciada.
–Tiene gran valor para mí, sin duda, pero se trata de un valor
francamente emocional. Estas rocas de formas humanas, sin embar-
go, tienen para mí un valor intelectual ante todo. Me hacen pensar
en el vínculo de la humanidad con el mundo y la realidad. Sé que es
una apreciación subjetiva, pero no por ello menos cierta. Las cosas,
incluso las inanimadas como las rocas, guardan alguna relación con
el ser humano, por lo menos en términos de semejanza morfológica.
En efecto, las rocas tenían formas humanas o, mejor dicho, de par-
tes de humanos. Por ahí había una con forma de nariz; otra más se-
mejante a una mano de cuatro dedos; una podría tratarse de la escul-
tura de un enorme miembro masculino como las que solían realizar
los pueblos primitivos del Continente N. La piedra más fabulosa de
la colección era la que había tomado la forma de un cuerpo humano
casi completo, sólo le faltaba la cabeza.
–Lo más difícil de hallar es la cabeza, por supuesto, con todas las
formas que contiene –me dijo el profesor Q con seriedad–: ojos, boca,
orejas. Hay que tener mucha imaginación para ver en cualquier roca
ovalada una cabeza humana –sonrió y le brillaron juguetonamente
los ojos–. También la cabeza es lo más fácil de perder.
Ese día, tomamos asiento, frente a frente, en una pequeña sala
anexa a su estudio. Llamó con una campanilla a su sirvienta, una

Nada 19
enorme mujer de piel negra y ojos saltones, quien llegó con unas ta-
zas de porcelana bien servidas y humeantes de café, acompañadas de
unos panecillos blancos. En cuanto desapareció la mujer, el profesor
Q se dirigió a mí con una mirada inquisitiva.
–¿Ha pensado usted, señor X, que la vida pudo haber llegado a la
Tierra desde el espacio? Digamos, en una roca espacial, un meteorito
o un cometa.
–No profesor, no lo había pensado –le contesté regresando a su
lugar la taza con café que apenas me disponía a levantar.
Su frente se arrugó. Yo pensé, por un segundo, que mi respuesta
lo había ofendido de alguna forma. Luego me hizo ademán de que
tomara mi taza. Él hizo lo propio con la suya. Antes de beberla, cerró
los ojos y olió el humo del café. Luego le dio una pequeña probada,
apenas posando la comisura de los labios sobre la porcelana. Yo hice
lo mismo. Me parecía que el profesor me observaba escondido detrás
del humo del café. Creo que me estaba evaluando, me estudiaba como
predador de la sabana a su víctima. Así lo sentía. Supongo que eran
mis nervios.
–Me alegro, señor X. Me satisface que mis colegas de la Universi-
dad no les enseñen semejantes disparates –me dijo con una voz que
me pareció poco convencida–. Y espero que nunca los enseñen. Sería
abrir la puerta del saber científico a cuestiones, digamos, poco prácti-
cas. Es usted un hombre práctico, supongo.
–Podría decirse, sí.
–Así me parecía.
Y entonces, como si hubiera pasado una prueba no acordada, el
profesor Q me invitó, sin rodeos, a unirme como su asistente a la ex-
pedición a T que él encabezaría. No me explicó mucho. Sólo me dijo
que pasaríamos cinco meses en T, que no habría sueldo y que le ale-
graba conocer a alguien que no tuviera la necesidad de endulzar el
café o acompañarlo con bizcochos.

No me gustó la idea de no contar con un sueldo. Me había hecho ilu-


sión y, debo confesarlo, me habría dado cierto orgullo lograr obtener
un trabajo remunerado antes de graduarme. Sin embargo, no podía
quejarme. Sería parte de una expedición científica que me propor-

20 Rafael Villegas
cionaría una enorme experiencia, misma que después podría utili-
zar para conseguir un empleo. Además, trabajaría con el mismísimo
profesor Q, cuyo trabajo y personalidad tanto admiraba. Las cosas
pintaban muy bien para mi futuro profesional. No digo que no me
haya ido bien, pero entonces pensaba que las cosas serían, digamos,
un poco distintas.
Un mes después de aquella charla, partíamos en tren rumbo a T,
justo a la mitad de la primavera del año 1---. En aquella primera ex-
pedición nos acompañaron H y F, que estaban recién egresados de la
Universidad. Por lo mismo, estaban desempleados. Además, siempre
fueron curiosos y tenían un gran sentido de la aventura. Por si fuera
poco, la expedición a T les proporcionaría techo y comida, por lo me-
nos de manera temporal. A H y F les gustaba vivir al día. Tal vez por
eso sus vidas terminaron jóvenes de aquella manera tan horrible. No
debería juzgarlos, pero eso pienso. De cualquier manera, en la inves-
tigación del fenónemo de T, en especial en la segunda expedición, su
espíritu arrojado fue de mucha utilidad.
El resto de los expedicionarios eran empleados del gobierno,
mismo que patrocinaba la investigación: un observador de la ad-
ministración financiera; un traductor nacido en T pero que había vivi-
do toda su vida en M; un geógrafo que aprovechaba la expedición
para realizar sus propias investigaciones en la zona; un camarógra-
fo que registraría los acontecimientos y hallazgos importantes de
la expedición, acompañado por un sonidista; y cinco cargadores,
padre e hijos, algo torpes pero muy amables y trabajadores. No está
bien que lo diga ahora, pero luego supe que toda esa gente había
sido remunerada por participar en la expedición. Me parece que
sólo H, F y yo habíamos ido sin pedir dinero. Después de todo, es
la costumbre en el mundo académico: la ganancia de los jóvenes es
la experiencia.

-
mentos conservados. El objetivo era la observación, así como la reca-
bación de información. ¿Sobre qué? No lo sabíamos. Alguna vez, en
una parada que hizo el tren en la región de C y mientras nos las inge-

NADA 21
niábamos para acercarnos a la chimenea de una posada, le pregunté
al profesor Q sobre nuestro objeto de estudio.
–Un fenómeno extraordinario. Sea paciente, señor X, sea paciente
–me dijo sin voltear a verme, con ese tono de voz que significaba que
dejara de preguntar, que no le apetecía hablar, que sólo le importaba
el calor de la chimenea. Tenía las palmas de las manos sobre el fuego,
rígidas como si fuera un brujo y realizara un conjuro. Luego, como si
cocinara, reconoció el momento exacto en que había que voltear las
manos. Y entonces se quedó ahí, con la luz de las llamas ondulándose
sobre su rostro, con los ojos bien puestos sobre sus propias palmas,
tal vez sobre las líneas que las surcaban.
Y no volví a preguntar.
H y F no parecían saber más que yo mismo. A los demás, no les
tenía tanta confianza como para preguntarles.
No supe a qué hora llegamos a T. Con el sol sobre el horizonte
las veinticuatro horas y mi reloj descompuesto, además del cansan-
cio de cinco semanas en tren, era imposible adivinarlo. Nunca había
estado tan al norte del país; al parecer, algunos de mis compañeros
tampoco, pues apenas sacaron la nariz fuera del tren comenzaron
a quejarse del clima tan adverso. Yo, por mi parte, me sentía extra-
ñamente fascinado por la región de T, que haría las delicias de los
biólogos. Atravesada por el Círculo N, T es hogar de la tundra y la
taiga. Aquí y allá los bosques de pinos y abetos nacen y mueren frente
al desierto congelado, esa alfombra de pastos salpicada de pantanos.
Dos mundos naturales que se disputan el terreno, en una guerra sin
cuartel que ha durado miles o, tal vez, millones de años. Las fronteras
entre ambos mundos cambian todos los días, se disuelven y recrean
con cada pino que se seca y cada abeto que surge al lado del musgo,
para después caer, víctima del congelamiento de las aguas. Es el reino
inconmensurable de la muerte, que contiene, en sí mismo, infinitas y
contradictorias formas de vida.
Siempre he querido regresar.
El profesor Q no parecía ni incómodo ni fascinado con el paisaje y
el clima de la región. De inmediato se dirigió a un hombre pequeño,
de rostro blanco enmarcado por el gorro de un abrigo enorme y ne-
gro. Luego supe que ese hombre era una especie de líder en la aldea,

22 Rafael Villegas
donde no contaban en ese tiempo con representantes del gobierno
de M. Vivían aislados de todo, aunque parecían conformes con su
situación. Y es que ellos no se consideraban los seres más aislados del
mundo. Un día nos platicaron que a un mes a pie más al norte, junto
al Mar B, existían tres grupos humanos que vivían entre las ruinas
de una gran ciudad cuyo nombre desconocían. Según los lugareños,
esos grupos vivían en constante guerra por el dominio de las edifica-
ciones mejor conservadas de esa supuesta ciudad en ruinas. Eviden-
temente, no hay ningún asentamiento humano más septentrional que
T. Las vías hacia el norte se desvían al este cuando alcanzan esa aldea.
Pero los habitantes de zonas rurales suelen ser, como ustedes saben,
muy crédulos. Gustan de las leyendas y las cuentan completamente
convencidos. Es el engaño de la ignorancia que nubla la razón.
Eran gente amable, después de todo. Extraños, retraídos, pero
amables. Andaban con las miradas perdidas, aunque eso yo lo atri-
buyo al deseo de evitar el contacto visual con alguno de los expedi-
cionarios. Como pasa en estos casos, para ellos nosotros éramos los
extraños. En unas semanas ya nos habíamos acostumbrado unos a
otros. Y es que nos habían asignado dos cabañas en el centro de la
aldea. No nos quedó de otra que cruzarnos constantemente.
No había posada donde comer, pero todos los aldeanos recurrían
a un anciano para comprar y vender carne de alce, que era lo único
que comía la gente de T durante cada uno de los días de su vida. Por
suerte, nosotros traíamos un poco de todo en conserva. Esto nos nos
permitió evitar el alce diario por lo menos durante las tres primeras
semanas. En la cabaña pequeña se instaló el profesor Q, acompaña-
do de la mayor parte de nuestro equipaje y una enorme mesa donde
desplegaba libros, planos y documentos varios; en la cabaña grande
vivíamos el resto de los expedicionarios. Nos preguntábamos cuán-
do comenzaríamos la investigación. El profesor Q hablaba mucho,
con la mediación del traductor, con el líder de la aldea. Supuse que
había una buena razón para postergar el trabajo. Lo cierto es que
esas tres semanas nos funcionaron muy bien para recuperarnos del
largo viaje. Incluso llegué a temer que nuestros cuerpos se atrofia-
ran de tanto descanso.

Nada 23
Cierto día, el profesor Q nos indicó que preparáramos nuestras
cosas: haríamos una larga caminata. Nos pidió que no fuéramos muy
cargados y, dirigiéndose al camarógrafo, le recomendó que él sí se
llevara todo el equipo de filmación necesario, que no le gustaría per-
derse de lo que encontraríamos.
La caminata resultó terriblemente difícil. No estábamos acostum-
brados a andar sobre la nieve. Las nevadas que caen en M, si se me
permite la analogía, pudieran ser simples ensayos de una gran obra
de teatro como la que ocurre en T. Nuestros pies se hundían hasta
la altura de las rodillas a cada paso. El líder de la aldea asignó a un
muchacho para que nos acompañara como guía. Hasta ahora no me
explico cómo ese muchacho podía andar sobre la nieve sin hundirse.
Posiblemente se debiera a que era muy delgado o a cierta forma de pi-
sar. Lo que sí recuerdo es que las cuatro primeras horas de recorrido
fueron casi imposibles para todos, incluyendo el profesor Q, quien a
pesar de las complicaciones siempre se mantuvo al frente del grupo,
a sólo unos metros del guía. Avanzaba con el cuerpo perfectamente
erguido, manteniendo el porte aun en esas circunstancias; H y F lo
seguían, casi flanqueándolo.
Poco a poco, justo al entrar a un bosque de pinos, la nieve se fue
haciendo menos profunda y andar resultó mucho más sencillo. Ha-
bíamos visto un pequeño zorro y algunos visones cuando recién nos
internamos entre los pinos. Después no descubrimos señales de vida
animal. Ahora que lo pienso, me parece que, conforme nos adentrá-
bamos, el silencio se imponía con mayor determinación. No era un
silencio cualquiera, no era ausencia de sonido, sino su sustitución por
una sensación sonora que me es imposible describir. Algo innombra-
ble. Una impresión mía, nada más. Con el paso de los años uno re-
cuerda de formas nuevas. Pero sí, pronto el sitio comenzó a ponerse
extraño. Comenzamos a notar, desperdigadas, señales de incendio en
algunos árboles; luego, esas señales se volvieron más comunes. Cuan-
do menos lo pensamos ya andábamos entre enormes árboles comple-
tamente negros, quemados. No eran unos cuantos, sino todos. Enton-
ces comenzamos a escuchar, bajo nuestros pies, el crujir de la madera
pisada. Árboles muertos. Incontables troncos calcinados tumbados
sobre la nieve, arrancados de tajo.

24 Rafael Villegas
Luego, de repente, salimos del bosque calcinado. Mejor dicho, no
salimos, sino que llegamos a orillas de un pequeño lago circular, en
ese momento congelado, ubicado en el mismo centro del bosque. Ahí
comprendimos que el siniestro, de alguna manera, había iniciado
en la zona del lago y se había propagado hacia el bosque de manera
uniforme, produciendo un anillo de árboles quemados alrededor del
cuerpo de agua. En realidad, en ese anillo podían distinguirse dos
zonas o, digamos más exactamente, momentos del siniestro: un pri-
mer anillo, de unos tres kilómetros de ancho, donde todos los árboles,
sin excepción, habían caído en el sentido opuesto al lago; luego venía
el anillo más extenso de árboles todavía en pie pero quemados. Me

pétalos negros alrededor de un gineceo congelado.


Por supuesto, esa era simplemente la observación inicial. No pue-

En especial, como es lógico, me preocupaba la exactitud concéntrica

la razón de que los troncos más cercanos al lago estuvieran tumbados


en tan perfecta disposición, como si hubieran sido colocados ahí por

–Sólo dos letras distinguen a la palabra ciencia de paciencia –me


dijo el profesor Q, con aire de satisfacción, respirando profundamen-
te, como si quisiera registrar toda la información del fenómeno en sus
pulmones. Luego se alejó de mí e indicó que teníamos una hora para
realizar observaciones primarias, de reconocimiento, antes de regre-
sar a la aldea. El profesor Q se dirigió a la cámara, que no sé cuándo

–Habrá mucho más tiempo para descubrir qué ha sucedido de


verdad aquí. Ésta es la única hora en que tendremos permiso para
asombrarnos.
H y F seguían inmóviles, con las bocas abiertas y los ojos brillantes.

Se destaparon botellas. Yo, por supuesto, rechacé el trago. A nadie


pareció importarle mi negativa, y es que todos estábamos mucho más
interesados en discutir lo que habíamos visto.

NADA 25
–Bajo ese lago congelado debe estar la puerta a los infiernos. Está
clarísimo –dijo H no sé si con cierto dejo de ironía. F asentía enfático.
–Señores –señaló el traductor, cuya piel blanquísima evidencia-
ba su origen–, seamos serios, que estaremos los próximos meses
dedicando nuestros días a este asunto. Yo me fui de aquí, junto a
mi padre y mi madre, hace ya muchos años. Sería apenas un niño
entonces. Pero sí les puedo asegurar que entonces ahí no había nin-
gún lago y que, por supuesto, ese bosque era verde y estaba en pie.
Recuerdo incluso que estaba habitado por lobos y otros animales
más pequeños.
El geógrafo, un tipo enjuto y calvo, se incorporó a la discusión:
–Es evidente que lo que ahí ha sucedido tiene alguna explicación
lógica. Creo que todos coincidimos en que ahí ha pasado algo, ¿no?
–dijo mirando bajo lentes gruesos a todos, uno por uno. Los demás
asentimos–. Si se me permite expresar mi opinión, la disposición de
los árboles y el avance circular del incendio indican intenciones y
cuidados humanos.
–¡Exacto! –interrumpió el camarógrafo, que hablaba sentado en
el nivel superior de una litera, acompañado por el sonidista, siempre
silencioso–. Una explosión, ni más ni menos.
–Imposible, no hay ninguna bomba capaz de causar tal destruc-
ción –reclamó el geógrafo.
–Bueno, debe ser un arma secreta que han venido a probar en el
culo del mundo –replicó el camarógrafo, saltando de la litera.
–Han venido a probar –repitió, agresivo, el geógrafo, imitando
la voz del camarógrafo–, ¿quién ha venido a probar? No invente-
mos, señores.
Y todos los presentes, incluyendo al silencioso sonidista y excep-
tuando al observador de la administración financiera y a mí mismo,
se enfrascaron en una batalla de opiniones que, por poco, termina en
los golpes. Si me hubieran preguntado mi opinión, no habría sabido
qué decir. Me encontraba confundido, pero me parecía que ninguna
de las teorías discutidas tenían sentido. No me imaginaba al profesor
Q inmiscuido en una investigación de tintes armamentistas. Simple-
mente, no me parecía que dicho tema, por más actual que fuera, estu-

26 Rafael Villegas
viera en el rango de sus intereses intelectuales. Como les he dicho, yo
lo conocía, o creía conocerlo bien.
En ese momento, la puerta se abrió. El ruido intenso de una tor-
menta y la figura del profesor Q ingresaron a la cabaña.
–Fue una suerte que sólo estuviéramos una hora en el sitio –dijo
apenas entrando, despojándose del abrigo que llevaba y entregándo-
melo–. Nos hubiera alcanzado la tormenta.
La discusión se terminó con su presencia. Yo le cedí mi asiento.
–Debo disculparme, fue un error de cálculo de mi parte llevarlos
hoy al sitio. Estuve postergando la ida tratando de asegurarme de
que la temporada de tormentas hubiera pasado ya. El señor Y, líder de
esta aldea, estaba seguro que ya no habría más tormentas. Cosa rara
la que ha sucedido. Pero se dice que la naturaleza es impredecible. Yo
prefiero pensar que simplemente aún no la conocemos lo suficiente
como para adelantarnos a su comportamiento.
Me pidió que le preparara café. Habíamos cargado con un par de
costales de buen grano de M. Yo llevaba a escondidas, en mi equipaje
personal, una bolsa con no más de un kilo de café de Z, cuyo sabor
prefería. Antes de que el profesor llegara yo ya tenía, por suerte, pre-
parada la infusión. Pronto serví una taza y se la entregué sobre un
pequeño plato.
–Ahora bien, creo que debemos ir al punto. Se estarán preguntan-
do qué hacemos aquí. Pues haremos investigación científica, señores.
¿Y qué investigaremos? Lo que ha sucedido en el sitio que visitamos
el día de hoy. Por supuesto, no aceptaré que surjan teorías paranor-
males o de conspiraciones de naciones enemigas. –El geógrafo son-
rió satisfecho– Si hemos emprendido esta investigación es porque ya
tenemos una respuesta posible, y nuestra labor será comprobarla o
desecharla con pruebas fehacientes. Y sí, señores, respetaremos esta
teoría como respuesta posible. No discutiremos otras hasta que las
pruebas no nos indiquen la inviabilidad de esta solución. Ese es mi
método y me gusta serle fiel de principio a fin –le dio un sorbo a
su café y, de inmediato, me dirigió una mirada. Ese día supe que él
prefería el café de M–. En pocas palabras, lo que debo decirles es que
hemos venido hasta T a investigar el posible impacto de un meteorito.
Ni más, ni menos.

Nada 27
Ahora las cosas tenían sentido. El profesor Q nos dijo que la ausen-
cia de un cráter, producto lógico del impacto, era lo que hacía especial
el caso que investigábamos. Donde debiera haber un enorme agujero
se ubicaba un lago; sospechábamos que ese lago era, precisamente, el
cráter que buscábamos. Todo tenía que ir, sin embargo, por partes en
la investigación. El profesor Q no había querido llevar equipo técnico
especial para sondear el lago o investigar la composición del material
calcinado o del suelo, así como la presencia de radiación en la zona.
El propósito fundamental de esta expedición sería la observación, la
recabación de muestras para su posterior análisis en laboratorios de
M y el registro de testimonios de los lugareños al respecto. Desde en-
tonces, mi maestro tenía clara la necesidad de, al menos, una segunda
expedición como la que realizaríamos tres años después.
La expedición, en esa etapa incipiente de la investigación, se di-
vidió en dos: el profesor Q, el traductor, el camarógrafo, el sonidista
y yo debíamos estar presentes en las entrevistas; H, F y el geógrafo
harían reconocimiento del probable sitio del impacto, apoyados por
los cargadores. El observador de la administración llevaría el orden
en el uso de los víveres y la compra de lo que fuera necesario.
A decir verdad, la recabación de testimonios me parecía un poco
fuera de lugar, pues rayaba más en la antropología que en la mi-
neralogía; sin embargo, el profesor Q insistía en entrevistar a los
aldeanos para construir “un cuadro completo del fenómeno”, como
él solía decir.
–Tuve noticia del fenómeno de T por una historia que me compar-
tió mi jardinero – me confió el profesor Q en alguna ocasión–. Éste, a
su vez, la había escuchado en una cantina de boca de un hombre que,
muchos años atrás, había estado en la cárcel y, ahí, había conocido
a un policía con el que entabló amistad. Verdadera amistad. En un
extraño día soleado, en el patio de la cárcel, el policía le contó a su
amigo reo sobre el fenómeno de T, y de cómo a él se lo había contado
su esposa, quien solía hablar con la boca llena de carne dorada de cer-
do. En la vida de la mujer nunca había faltado el cerdo, pues su padre,
después de retirarse del oficio de ferrocarrilero, se había asentado en
las afueras de M, en la comodidad de la granja que pudo comprar con
lo que sus ahorros le habían permitido. El granjero se había cansado

28 Rafael Villegas
de esperar a que la compañía ferrocarrilera lo ascendiera a conductor.
Por eso abandonó joven el oficio. Lo decidió el mismo día en que un
habitante de T lo llevó a conocer el bosque calcinado. De regreso a
la aldea, el joven ferrocarrilero decidió, por alguna razón que nunca
comprendió, cambiar las vías, el carbón y las máquinas por las cercas,
los cerdos y las hijas. También se volvió un gran contador de histo-
rias. –Hasta hoy no estoy seguro de si mi maestro hablaba en serio.
Finalmente señaló:– No hay que menosopreciar ninguna fuente, se-
ñor X. Hay muchas maneras de llegar al mismo sitio.
En efecto, para mi maestro era tan importante hablar con los lu-
gareños que decidió, él mismo, entrevistarse con ellos. El líder de la
aldea facilitó que las personas nos recibieran en sus casas y hablaran
con el profesor Q, quien era auxiliado, obviamente, por el traductor.
A mí me fue asignada la tarea de redactar, a pesar de que se realiza-
ría el registro fílmico de todo. Menuda responsabilidad, pues yo era
extremadamente lento para escribir. El profesor Q consideraba que
era más importante el registro escrito, por la posibilidad de tenerlo
más a la mano. Mis registros de las primeras dos entrevistas fue un
verdadero desastre. Resultaban ilegibles, como resultado de tratar de
escribir más rápido de lo que era capaz. Como la libreta que utilizaba
era del profesor Q, mi letra contrastaba de inmediato con su elegan-
te y perfecta caligrafía. Tuvimos que reconstruir esas dos primeras
entrevistas apelando a nuestras memorias. De cualquier forma, todo
era corroborable con las películas. Resultaba casi imposible que los
aldeanos nos abrieran dos veces las puertas de sus casas. La prime-
ra entrevista era, con toda probabilidad, la única oportunidad que
tendríamos de hablar con ellos del fenómeno. Así que, con algo de
práctica, mejoré mi velocidad en la escritura.
Poco a poco comprendí lo que quería decir el profesor Q con aque-
llo de no decartar ninguna fuente. Notamos que todas las personas
mayores de treinta años tenían marcas de antiguas pústulas en sus
caras. El profesor Q las atribuyó a una posible radiación producto de
la explosión del impacto del meteorito. Y es que, en efecto, los testimo-
nios parecían confirmar la teoría del choque, ocurrido hace aproxima-
damente cuatro décadas: todo indicaba que un objeto espacial se ha-
bía impactado en medio del bosque, a siete horas a pie desde la aldea.

Nada 29
Como era de esperarse, ya que se trataba de personas faltas de
educación y creyentes fervorosas de la magia, el impacto de un me-
teorito era entendido en T como una señal funesta de origen sobrena-
tural. Todos coincidían en haber observado caer del cielo, además de
haber escuchado un gran estruendo, “como cuando habla el dios O”.
Un par de ancianas, hermanas ellas, y las personas más viejas de la al-
dea, decían que las aves del trueno habían bajado furiosas, dispuestas
a castigarlos debido a un entonces reciente asesinato y violación de
dos niñas. Una mujer de unos sesenta años aseguraba que el fuego se
había llevado a su esposo, que ese día estaba en el bosque, la guarida
del dios O. De entre todas las palabras de superstición, el profesor Q
llegó a la conclusión de que había algo cierto: un objeto proveniente

provocando una tremenda explosión que derribó y calcinó buena


parte del bosque. Dicho impacto había causado una onda expansi-
va de radiación que afectó la salud de los aldeanos, provocándoles

parecían coincidir era en la formación o no de una gigantesca colum-


na de humo y fuego, con forma semejante a un hongo. Un par de tes-
timonios aseguraban la aparición de la columna justo después de la
explosión, otros no recordaban y la mayoría decían que sólo hubo un
resplandor que los dejó ciegos por algunos segundos, “como cuando
el dios O nació del huevo del Gran Pájaro de Trueno”.
Aunque las personas eran algo toscas e introvertidas, todas se
mostraron dispuestas a cooperar con la investigación, aun frente a
la cámara. Supongo que se debía a la presencia del líder de la aldea,
al cual parecían respetar mucho. Después de un fuerte trabajo, ter-
minamos con las entrevistas. Con permiso del líder, todavía nos di-
mos a la tarea de ingresar a las cabañas abandonadas (ubicadas casi
todas en las afueras de la aldea) para registrar cualquier detalle que
pudiera ser de utilidad para la búsqueda. Las cabañas deshabitadas
estaban, como era de esperarse, en muy malas condiciones, unas peo-
res que otras. En la mayoría no encontramos nada de interés, en una
hallamos ropa vieja guardada en una caja maloliente. El profesor Q
ordenó que nos lleváramos la ropa, pues podríamos utilizarla para
realizar análisis de radiación. Finalmente, encontramos que la cabaña

30 RAFAEL VILLEGAS
más alejada de la aldea, ubicada en la ladera de una colina rocosa, no
estaba deshabitada.
Cuando abrimos la puerta de la destartalada cabaña, un hombre
viejo y una jovencita nos miraron desde adentro. Ambos estaban sen-
tados en el suelo, comiendo una pasta de apariencia extraña, posi-
blemente una mezcla de carne de alce bien cocida y unos arbustos
oscuros que proliferan en la región. El profesor Q se disculpó de in-
mediato con los habitantes de la casa. El traductor les comunicó las
disculpas. El hombre y la mujer no contestaron nada, tampoco apa-
rentaban molestia. No sé cómo decirlo, pero parecían estar en otro
lugar, en un mundo donde nosotros éramos unas sombras o el silbido
de un viento lejano. Nos miraban sin mirarnos. El traductor les dijo
algo que no entendí, en la lengua de los aldeanos, que ya me era fácil
reconocer de tanto escucharla.
El hombre se levantó. No era muy distinto físicamente al resto de
los lugareños adultos: de baja estatura, piel extremadamente blanca y
con cicatrices de pústulas. Sólo su mirada era distinta, sus ojos lucían
más negros de lo normal en esa región. El hombre emitió unos ruidos
extraños, guturales, que no parecían surgir de él mismo.
–Pregunta que por qué entramos a su casa –dijo el traductor diri-
giéndose al profesor Q.
–Dile que venimos a hablar del fuego que cayó del cielo –contestó
mi maestro sin dejar de mirar al hombre, a quien el traductor comu-
nicó las palabras.
El hombre gritó algo, señaló a la jovencita, que seguía sentada en el
suelo, apretando contra su vientre el plato con comida, y salió de la ca-
baña quién sabe si hablando consigo mismo o con nosotros. Lo cierto es
que, ahora sí, se veía molesto. Lo vimos subir la colina hasta perderse.
El traductor le dijo al profesor Q que el hombre nos había maldeci-
do en su lengua y que, entre otras cosas, había dicho que él no quería
hablar del fuego que cayó del cielo, que hablaramos con la chica si
queríamos. El profesor Q avanzó y se sentó en el suelo, justo frente a
la chica, que parecía muy asustada. El camarógrafo y el sonidista se
preparaba para empezar a filmar. El profesor Q los detuvo con una
señal de su mano. Entonces le sonrió a la chica y le preguntó:
–¿Te sabes la historia del fuego que cayó del cielo?

Nada 31
Mientras el traductor hacía su trabajo, la chica permaneció en silencio.
–¿Es tu padre el hombre que comía contigo?
De nuevo, no respondió la chica, que tenía el cabello y los ojos más
negros que he visto en mi vida. El profesor Q, que no había dejado
de mirarla ni un instante desde que comenzó a hablarle, volteó con
nosotros haciendo un gesto de impotencia.
–Parece que esta casa está vacía –nos dijo mientras se levantaba
y sacudía su pantalón para quitarse las suciedades que, como era
evidente, llenaban cada centímetro de la cabaña, especialmente el
suelo. Se dirigió a la puerta y salió, seguido por el traductor, el ca-
marógrafo y el sonidista. Yo todavía di un vistazo al interior de la
cabaña. Todo en penumbras.
Me disponía a salir de ahí cuando vi que el profesor Q detenía su
andar y pedía silencio. Con el rostro ligeramente levantado prestaba

pinos, que se mecían ante el fuerte viento. De repente, el profesor


Q dio media vuelta y, dando grandes zancadas, regresó a la cabaña.
Cuando pasó a mi lado, pude notar en su rostro cierta agitación. Lo
seguí, mientras él se precipitaba velozmente hasta un rincón oscuro
de la cabaña donde, oculto entre las sombras, había un catre sobre el
que alguien parecía estar acostado. Oculto entre unas cobijas oscuras,
estaba un niño, o lo que parecía un niño con una cabeza descomunal.
No supe si estaba dormido o despierto, pues por la oscuridad no nos
era posible ver mucho. Detrás de nosotros, la chica se había levantado
chillando y había corrido hacia el catre para abrazar al niño.
–¿Quién es él? –preguntó el profesor Q a la chica. El traductor, en un
derroche de habilidad, comunicaba la pregunta casi al mismo tiempo.
–Es mi hermano. No lo mate, señor, no lo mate –contestó la chica,
que fue traducida de inmediato.
–Nadie le va a hacer daño. Ni a tu hermano ni a ti –contestó el
profesor Q levantando sus manos, con las palmas al frente, a la altura
del pecho–. Sólo queremos platicar contigo y con él sobre el fuego que
cayó del cielo.
Un silencio parecía sepultar la habitación. Todos habíamos dejado

–Salgan –nos ordenó el profesor Q–. Yo me encargo de la entrevista.

32 RAFAEL VILLEGAS
El traductor, evidentemente contrariado, frunció el ceño.
–Yo me encargo, señores –insistió mi maestro, imperativo.
De un momento a otro, la cabaña me pareció más sucia de lo que
había notado antes.

El camarógrafo y el sonidista habían decidido irse, pues deseaban fil-


mar algunos momentos de la vida cotidiana de la aldea. Había pasa-
do no más de media hora cuando el profesor Q salió de la cabaña. Se
veía preocupado, pero no más que en otras ocasiones. Sin dirigirnos
la palabra, se adelantó a nosotros, que le seguimos en el descenso de
la colina.
Lo acompañé hasta la puerta de su cabaña.
–¿Desea que realice algún registro de esta entrevista? –le pregunté
temiendo que no me contestara o, incluso, que se enojara.
El profesor se detuvo y volteó:
–No es necesario… –me dijo con cierta vacilación, como si trajera
una tormenta en la cabeza. De inmediato corrigió y volvió a dirigirse
a mí con la seguridad de siempre:– Gente infortunada. Parece que la
pobreza y el aislamiento los han trastornado. El padre y la hija, como
usted puede constatar, muestran cierto grado de idiotismo mental. El
niño sufre de hidrocefalia, por lo que pude ver. Además, no habla y
apenas mueve los ojos. El resto de su cuerpo se encuentra paralizado.
Le calculo unos siete años de edad. No dijeron nada que nos ayude
a entender el fenómeno que estudiamos –entonces estiró su brazo iz-
quierdo y colocó su mano sobre mi hombro–. Puede anotar eso en la
libreta, sólo para mantener el orden y la integridad del registro. Vaya
a descansar, que ha trabajado mucho.
–Si necesita algo, estaré pendiente.
–Aprecio su apoyo, señor X –y dio media vuelta, ingresó a su caba-
ña y cerró la puerta. Traté entonces de memorizar la información que
me había dado para registrarla fielmente en la libreta.
La puerta se abrió.
–Por cierto… anote también que la chica tiene la idea de que su
hermano nació el día de la explosión, lo cual, dada la edad evidente
del niño, no es posible. Me dijo que no son hijos de la misma madre,
y que la madre del niño murió cuando él nació. Lo que yo creo es que

Nada 33
el padre y la chica, de alguna manera, se vieron afectados psicológi-
camente por hechos tan desafortunados como la muerte de la madre
y la enfermedad del hijo. El idiotismo que muestran padre e hija se
debe, quizá, a alguna afectación más severa de la radiación. El padre
y la madre debieron sufrirla en su juventud. Los hijos pudieron ha-
ber resultado dañados posteriormente por herencia sanguínea. Otra
posibilidad es que todavía exista cierto nivel de radiación en la zona.
Cosa que no hay que descartar, aunque la considero improbable. –
Clavó la mirada en el cielo y me dijo:– Parece que habrá tormenta. No
olvide nada de lo que le he dicho, señor X. Anótelo bien.
Cerró la puerta y ya no la volvió a abrir. Francamente, no entendía
cómo había logrado comunicarse con la chica, lo que no impidió que
dejara de cumplir a cabalidad con mi trabajo como redactor.
Ese día hubo tormenta, la más intensa de la que tenga memoria.

Al terminar el registro de los testimonios, pudimos incorporarnos


al trabajo en el sitio probable del impacto. Junto al lago, levantamos
una tienda con ayuda de algunos lugareños. No era tan cómoda
como la cabaña, pero era casi igual de cálida. Fuimos afortunados,
además, de que las tormentas ya no sucedieran. La tienda estaba
construida casi en su totalidad con pieles de alce. A veces nos que-
dábamos a dormir ahí para evitar el largo traslado diario a la zona.
La medida resultó, por demás, muy práctica. El geógrafo había ter-
minado su trabajo en el sitio del impacto mientras se realizaban
las entrevistas a los aldeanos. Ahora recorría la región reuniendo
informaciones que le interesaban para su investigación particular.
Los demás nos abocamos a la investigación en el sitio. Todos los
días realizábamos recorridos buscando cualquier indicio que nos pu-
diera ser de utilidad. Dividimos la zona en cuadrantes, de tal manera
que lográramos estar seguros de que revisaríamos cada centímetro
cuadrado. Recogíamos muestras de suelo, nieve, hielo y vegetación.
Si encontrábamos algún animal, lo capturábamos para llevarlo a M
y analizarlo. H y F se volvieron expertos cazadores y recolectores de
plantas. Todo nos podría dar resultados en laboratorio. Fue una ex-
celente previsión de parte del profesor Q no ir muy cargados a T. Ya
tenía en mente que nuestro equipaje aumentaría para el regreso. Sin

34 Rafael Villegas
duda, fueron buenos días para todos. Aunque el trabajo era arduo sa-
bíamos disfrutarlo. Creíamos que, como dicen, aportábamos nuestro
grano de arena al saber científico.
Además, todos los miembros del equipo, incluso el parco obser-
vador de la administración, llegamos a entendernos muy bien. En
aquella primera expedición reinó la camaradería y, me atrevería de-
cir, un verdadero sentido de amistad. Es posible que la lejanía y el
acompañarnos día a día nos permitieran tan agradable experiencia.
Sin temor a equivocarme, fue la expedición que más he disfrutado en
mi vida. Yo tuve la suerte, además, de conocer mejor al profesor Q, así
como de ganarme poco a poco su confianza y su respeto. Debo decir
que, por alguna razón, el profesor Q convivía poco con el resto de
los expedicionarios. Además de las charlas que mantenía conmigo,
pasaba horas y horas sentado en su silla frente a su mesa, que diario
eran colocadas en el mismo lugar, justo a un paso del lago. El profesor
Q dedicaba todo el día a realizar anotaciones en su libreta y en enor-
mes hojas color tierra. Como si estuviera en alguna de sus clases de
la Universidad de M, colocaba su fragmento de meteorito en el centro
de la mesa. A veces lo observaba por mucho tiempo; otras ocasiones
miraba el lago. Pero la mayor parte del tiempo dejaba caer su cabeza
hacia atrás y miraba el cielo, siempre blanco.
Lo cierto es que el profesor Q no se quedó nunca a dormir en
la tienda. Prefería hacer el largo recorrido desde la aldea todos los
días. Yo no lo entendía. Tal vez lo hacía para estar en forma física o
como prueba de confianza en nosotros. Por esos días, ante su ausen-
cia constante, pues siempre llegaba pasada la mitad del día, yo me
convertí en su voz y sus ojos. Los expedicionarios me buscaban para
resolver cuestiones difíciles. Supongo que notaban mi cercanía con el
profesor Q. Espero que no suene a alarde, pero me sentí orgulloso de
ser respetado por personas de mayor edad, experiencia y preparación
que yo. Ningún sueldo podría haberme dado esa satisfacción. Desde
entonces, me siento agradecido con el profesor Q.
Tal vez no debería contarlo, pero en honor a la verdad lo haré. Casi
al final de la expedición comenzaron entre los expedicionarios algu-
nas habladurías sobre el profesor Q, que por esos días no se había
parado en el sitio del lago. Cosa extraña en él, un hombre caracteri-

Nada 35
zado por su alto sentido de la responsabilidad. Alguna buena razón
tendría, estaba seguro, pero no así los demás. Al cuarto día de ausen-
cia, entré a la tienda buscando algo de comida. Al acercarme a una
de las paredes de piel de alce, pude escuchar cómo, al otro lado, el
traductor y el camarógrafo platicaban. Seguro estaban sentados sobre
el enorme tronco calcinado que habíamos colocado junto a la tienda,
como mobiliario.
–Yo creo que la cosa no es para tomársela a la ligera –decía el tra-
ductor, con ese acento extraño que tenía–. No conozco muy bien a mi
gente, pero me parece que no van a tolerarlo.
–Pero nada está probado –contestaba el camarógrafo.
–No, pero aquí basta con la sospecha… y ya han comenzado a
sospechar. Aunque la cabaña esté sobre la colina, en una aldea tan
pequeña, era obvio que tarde o temprano alguien se daría cuenta.
Escuché todo en la casa del vendedor de carne de alce.
–La chica no está tan mal, dentro de lo que cabe. Sin ofender ami-
go, pero aquí no hay mucho de donde escoger.
–Mira, no culpo al viejo. Lo único que digo es que puede traernos
problemas a los demás.
–Pero, ¿y si está haciendo experimentos o algo? Ya ves lo que dicen
de los científicos. No me lo imagino, digamos, desatando sus pasiones
animales. Se ve a leguas que es un hombre con más cerebro que pito.
Rieron. En ese momento me di cuenta de que el sonidista estaba
ahí con ellos.
–Cállate –dijo el traductor bajando la voz y ahogando la risa–.
Mira, a mí no me importa lo que haga el viejo en esa cabaña todos los
días. Me preocupa que mi gente puede ponerse susceptible ante la si-
tuación. Y digo, no sé. Tal vez no hagan nada. Sólo me da la sensación
de que las cosas pueden ponerse complicadas.
–Por otro lado, el padre y la chica están retrasados, ¿no? Tal vez a
Q se le ha ocurrido iniciar una nueva investigación sobre la estupidez
humana y ya nos ha dejado con todo el paquete de lo del meteorito.
–No te quejes, que casi no hacemos nada. –Ambos guardaron si-
lencio. Pensé que me habían descubierto. No respiré. El traductor con-
tinuó hablando:– Dudo que esté investigando algo en la colina. Me
necesita para comunicarse con esa gente.

36 Rafael Villegas
–Excepto aquel día.
–Tal vez lo hizo para no abrumar a la chica con tanta gente presente.
–El viejo se puso raro, no puedes negarlo.
–Cierto. Y parece que cada día se pone peor.
–Algo pasa en la colina. Tal vez deberíamos investigar.
–Yo sólo sé que no quiero que salgamos afectados los demás.
–Sí –dijo el camarógrafo sin parecer muy convencido. Luego de un
rato en silencio, volvió a hablar:– ¿Ya vieron los patines que hicieron
H y F?
–No.
–Al rato los van a probar sobre el lago.

No tenía que preocuparme porque me agarrara la noche en el bosque.


En quince días, ya bien entrado el otoño, el sol se ocultaría por seis
meses, pero eso aún no sucedía. Dejé el sitio del lago y caminé con
buen ritmo hasta la aldea. Apenas llegué, me dirigí a la cabaña del
profesor Q. Toqué la puerta. Temía encontrarlo dormido o, simple-
mente, no encontrarlo. Si así fuera, ¿dónde lo buscaría? ¿En la cabaña
de la colina?

alguien parecido a él. El rostro, siempre impecable, mostraba barba


de varios días. Sus ojos parecían estar acostumbrándose a la luz,
como si hubieran sido sometidos al trabajo de las minas. Tenía la piel
pálida, sobre la cual contrastaban dos oscuras ojeras que colgaban
bajo los ojos.
–¿Se encuentra bien profesor?
Me dio la espalda y me invitó a pasar.
Me pidió que me sentara en una silla junto a la mesa. Luego en-

–Estoy bien, señor X –en su voz no había señal alguna de enfer-


medad. Se escuchaba como siempre–. Aprecio su preocupación, pero
sólo estoy un poco cansado. He trabajado mucho estos días –me dijo
señalando una enorme pila de papeles que se levantaba sobre el sue-
lo, junto a la cama.

NADA 37
–En la tienda hemos estado preocupados por su ausencia, profesor.
Carraspeó y esbozó una sonrisa, que me trajo a la mente una de
esas imágenes de C que hay en la Catedral de K.
–Ya han de estar rumorando que este viejo se ha vuelto un holgazán.
–No profesor, de ninguna manera. Sólo nos preocupaba que algo
malo le hubiera ocurrido.

colocando los antebrazos sobre la mesa e inclinándose hacia adelante.


–Sí.
Se cruzó de brazos y miró hacia el frente. El silencio creció en
aquella habitación.
–Sabe, señor X –volvió a hablar–, le he llegado a tener estima.
–Gracias profesor, es un honor.
Silencio de nuevo.
–Creo que ya es tiempo de irnos. No me he sentido bien estos últi-
mos días, debo confesarlo. Confío en su discreción.
–Tenga la seguridad que yo…
–Lo sé, lo sé.
Respiró profundo.
–Tampoco quiero que se vaya usted a creer que estoy enfermo.
Estar enfermo no es lo mismo que no sentirse bien.
–Debe ser el cansancio, profesor. Tal vez el clima de T no le caiga
muy bien.
–Tengo algo para usted –dijo ignorándome y levantándose de la
silla. Se dirigió a la cama, sobre la cual estaba su saco. De la bolsa
derecha extrajo un bulto envuelto en tela–. Tome, se lo obsequio.
–Es su fragmento de meteorito, profesor.
–Ya sé lo que es, señor X.
–Pero yo no podría aceptar un regalo semejante. Sé lo que repre-
senta para usted.
–Escúcheme bien. En la ciencia y en la vida siempre hay mejores
cosas esperando a ser encontradas. Nos aguardan. Esta roca lo ha es-
tado buscando a usted. Vino desde el espacio para usted, no para mí.
Tal vez, con los años, usted descubra que esta roca tampoco le perte-
nece. Eso no lo podemos saber ahora.

38 RAFAEL VILLEGAS
–Gracias –le dije recibiendo la roca, cuyas formas sentía a través
de la tela que la cubría. Acepto que me sentí levemente confundido.
–De nada, señor X. Además –dijo hablándome casi al oído, como
cuidándose de personas invisibles–, he encontrado la más valiosa de
las rocas. Ella me encontró.

Conforme nos alejamos de T el profesor Q fue recobrando su estado


de ánimo habitual. Discutimos de ciencia y de café; hablamos de la
investigación y de los resultados que presentaríamos en M una vez
que termináramos los diversos análisis de las muestras recolectadas.
No le pregunté nada sobre esa roca que había encontrado. Si él quería,
me lo diría cuando lo considerara conveniente. A mí me quedó claro
que las habladurías acerca de las aventuras sexuales del profesor Q
eran infundadas. Había estado realizando su propia búsqueda, que lo
había llevado a un descubrimiento importante. Suponía entonces que
había encontrado pruebas físicas del meteorito que cayó en la zona.
Tal vez la gente de la cabaña de la colina lo había ayudado para dar
con el hallazgo. No lo sé y nunca me importó averiguarlo. No era mi
asunto si el profesor Q no deseaba que lo fuera.

*******

–¿En verdad nunca le interesó conocer qué había encontrado Q, señor


X? –preguntó el agente de ojos grises, cuyo cabello rubio parecía ha-
ber sido cortado con ayuda de la más exacta de las reglas.
–Ya le dije. Yo sólo esperaba que el profesor Q me lo contara cuando
él lo creyera conveniente. También llegué a suponer que lo sabría cuan-
do aparecieran publicados los primeros resultados de la investigación.
–Pero nunca se publicó nada.
–Así es.
–¿Durante la segunda o la tercera expedición no sucedieron acon-
tecimientos extraños que llamaran su atención?
–No, a decir verdad.
–No sé por qué siento que juega conmigo, señor X.
–Si se refiere a si el profesor Q volvió a comportarse erráticamente,
como al final de la primera expedición, sí, sí sucedió.

Nada 39
–Lo escucho.
–El regreso a M le hizo mucho bien a su salud. Pronto fue el mis-
mo de siempre, al menos hasta donde yo podía darme cuenta. A unas
cuantas horas de arribar a T, ya durante la segunda expedición, noté
al profesor algo tenso, distinto.
–¿De qué forma?
–No sé, no sabría decirle. Uno sabe cuando alguien anda, diga-
mos, raro.
–Es menos claro de lo que pudiera esperarse de un hombre de
ciencia de su reputación, señor X.
–Lo siento, tal vez la memoria de este anciano no les esté dando lo
que buscan, señores.
–Dígame, ¿cómo se comportó entonces Q en las ocasiones que re-
gresaron a T?
–De nuevo comenzó a descuidar la investigación. En la segunda
expedición casi todo terminaría, eventualmente, quedando bajo mi
responsabilidad. En la tercera, deliberadamente, el profesor Q me dijo
desde el principio que estaría atareado en ciertos asuntos que le im-
posibilitarían prestar toda la atención debida a la investigación del
meteorito. Por supuesto, ante la falta de resultados y… la situación
mental del profesor Q, toda investigación en T se canceló. Ya no vol-
vímos a recibir fondos. Me pareció muy justo.
–¿Y aun viendo que el barco se hundía no se puso a pensar que
algo extraño pasaba con Q?
–¡Claro que sí!... Perdón. Mire… claro que yo sabía que algo anda-
ba mal con él. Me…
–Y no intervino.
–No era así de sencillo.
–¿Por qué no intervino?
–Yo… supongo que creía que él andaba tras algo grande y que mi
deber era cuidarle las espaldas mientras realizaba su búsqueda.
–Su papel era justificar los fondos que recibía el profesor Q. Ofi-
cialmente, ustedes investigaban una cosa, pero todo se volvió una
cortina de humo para investigar otra. ¿No, señor X?
–Puede ser.
–Q siguió viendo a la familia de la cabaña de la colina, ¿no es así?

40 Rafael Villegas
–Sí. Aunque la tercera vez que regresamos ya no vivían en la co-
lina, sino junto a un pantano, en una tienda pequeña ubicada justo
donde iniciaba el desierto congelado. Pero pueden estar seguros de
que el profesor Q no tenía ningún interés… torcido con esa familia…
con la chica.
–¿Y qué intereses tenía entonces?
–No lo sé. Siempre supuse que ten ía que ver a lgo con
su i nvest igac ión.
–Nunca le pidió a usted que llevara alguna especie de registro de
esa investigación.
–Yo no sabía nada de eso. Mi deber era encargarme del asunto del
impacto del meteorito. Él anotaba todo en sus libretas. Después de las
entrevistas de la primera expedición, sólo él tenía acceso a ellas.
Entonces el segundo agente, que había permanecido hasta enton-
ces en silencio, sentado con los brazos cruzados, con media frente cu-
bierta por un sombrero negro, se levantó. Sacó del interior de su saco
un paquete envuelto en papel color tierra. Lo entregó a X.
–Ábralo –dijo con torpeza, con ese marcado acento de la gente de A.
X desdobló el papel y encontró en su interior tres pequeñas libre-
tas de piel negra, muy desgastadas por los años.
–Vea las hojas. ¿Reconoce esa letra? –preguntó el agente del sombrero.
X dio un vistazo y se encontró con esa letra perfecta, de cali-
grafía antigua.
–Es la letra del profesor Q. Estas libretas debieron pertenecerle.
–Así es, señor X, es usted muy perspicaz. De hecho, son las últi-
mas libretas en las que Q escribió; eran también sus únicas pertenen-
cias al morir.
–¿Cómo murió el profesor Q?
–Usted no quiere saberlo. Lo importante es que tenemos razones
suficientes para pensar que Q tuvo acceso a información muy valiosa,
muy importante para nosotros.
–No podría decirle…
–No necesitamos que nos diga, señor X. Sólo estamos comple-
tando el cuadro completo de los hechos. Hablar con usted ha sido
medianamente útil, debo admitirlo. No nos proporciona información
realmente nueva, pero nos confirma muchas de las cosas que hemos

Nada 41
leído en estas libretas. Hemos dedicado mucho tiempo a buscar el
resto de las libretas de Q.
–Yo no sé dónde están.
–Sabemos que no sabe. Parece que nadie en el mundo sabe dónde
quedaron esas libretas. Q debió destruirlas en algún momento, tal
vez el mismo día de la invasión. Nunca lo sabremos. Por eso es que
puedo asegurarle, después de años de búsqueda infructuosa, que ya
no contamos con hallarlas.
–¿Entonces?
–Entonces, mi sabio amigo, si no podemos encontrar las palabras
que Q escribió en esas libretas, las reescribiremos nosotros mismos.
El asunto es simple: si el registro de la información ha desaparecido,
acudiremos a la fuente original. No ponga esa cara, usted mismo ha-
bló de que Q había encontrado “la más valiosa de las rocas”, ¿no es
así? Nosotros sólo queremos platicar con ella.
–No entiendo de qué me habla.
–Y yo no me trago su papel de ingenuo, señor X. Es un terrible
actor. Sabe de qué le hablo, sabe de quién le hablo.
–El niño…
–Al fin empezamos a hablar. Ese niño, es decir, lo que ese niño
conoce, vale más que todas las armas del mundo.
–El niño ni siquiera podía hablar. Además, ya debe haber muerto,
estaba enfermo, tenía hidrocefalia.
–Su consistencia me comienza a convencer de que no es un mal
actor. Usted es, más bien, un idealista. Hombres de su carácter hacen
falta en este país. Posiblemente pueda encontrar un lugar en el nuevo
orden que hemos instaurado aquí. Aunque no sé si le queden mu-
chos años de vida como para ser verdaderamente útil. Ya veremos.
Mañana mismo parte una expedición a T. Vamos a buscar “la más
valiosa de las rocas” para gloria de nuestra Patria… y usted, señor
X, va a ir con nosotros. –El agente se acomodó el sombrero y se diri-
gió a su compañero de ojos grises:– Dejémoslo solo. Necesita tiempo
para leer la libreta. –Luego, con su mano derecha, apretó el hombro
izquierdo de X–. Le estaré muy agradecido por ponerse al corriente.
Tal vez leer esta libreta le rejuvenezca la memoria. Con algo de suerte,
usted comprenderá mejor que nosotros muchos de los pensamientos

42 Rafael Villegas
de Q; después de todo, usted ha presumido conocerlo muy bien. Nos
veremos en unas horas.
X se quedó en silencio, mirando la letra del profesor Q. El agente
del sombrero se detuvo justo cuando su compañero de ojos grises le
abría la puerta. Dando la espalda a X, le habló de nuevo:
–Por cierto, no tenga la menor duda de que el niño sigue vivo.
-

de las expediciones de Q. En todas las películas aparece ese viejo co-


nocido suyo, en diferentes momentos de su vida, sentado al costado
de la cama del niño. Da la impresión de estar entrevistándolo. No hay
sonido. No sabemos de qué hablan. A veces aparece la que creemos

anciana. El niño siempre es el mismo. No envejece. Después de que

dejó cartas para despedirse de nadie ni dar razones de su decisión.


Voy a ser totalmente franco con usted: no podemos arriesgarnos a
que nuestros hombres sufran lo que sea que el contacto con ese niño
provoque. Usted hablará con él y nos compartirá, palabra por pala-
bra, cualquier información que le proporcione.
–¿Pero qué esperan que me diga?
–Todo, señor X, absolutamente todo.
Y los agentes cerraron la puerta de metal, dejando atrás al anciano
X, solo en ese pequeño cuarto de paredes inmaculadamente blancas.

*******

Desde la Ocupación, he perdido la cuenta de los días. Ésta será mi hoja final.
De alguna manera, no he tenido algo de qué escribir desde la última vez que
lo vi. Ya he olvidado cómo contar la vida; la vida la perdí hace mucho, bajo
alguna tormenta en T. Desde entonces, sólo me quedan sus ojos hermosos,
que me han mirado y por los que he visto. Él me encontró, me llamó y habló

atrevo a llamarlo mi mundo. Vi todos los laberintos desde el cielo, y compren-


dí su sinsentido y la imposibilidad de las entradas y las salidas. Vi los árboles

NADA 43
creciendo hacia arriba y hacia abajo; vi raíces luminosas de las que nacían
pequeños árboles, mismos que a su vez echaban raíces en el aire o en secreto.
Pero nunca hallé semilla primordial alguna.
-
bién el mapa más exacto de las cosas. No lo escuché. Mi amada roca. Lo
toqué y dejé de ver. Nada. La disolución de mí mismo, de lo Mismo. Me hizo
pedazos. Noté mi respiración quebrándose en tantas partes que no habría nú-
mero para contarlas ni voz para nombrarlas. Caminé por todos los desiertos
congelados del universo, y fui ave que truena y fui sol que resplandece y fui
niño enfermo, atrapado en un catre y una sombra. Y quise tener, como él, una

parte, el mismo día en que él nació y yo morí.


Me arrancó la cabeza y me dejó un corazón quemado.
Ya no hubo algo que mostrar después de regalarme el cuadro completo de
las cosas que existen y las que no, que son idénticas. El mapa y las cosas ar-
dieron, pues estaban hechos de la misma sustancia. Así, los espejos se volvie-
ron opacos. Las puertas se abrieron de par en par y la habitación inconmen-
surable se levantó sin columnas ni cimientos, sin techos, paredes, ventanas o
suelos. Y el mundo subterráneo quedó al descubierto y un montón de niños
pudieron usar las raíces como resbaladeros. Cerraban los ojos y gritaban;
luego callaban y nunca volvían a abrir los ojos, aunque seguían mirando.
Por eso ya no pude verlo de nuevo. Salí de la tienda dispuesto a ahogarme
en un pantano o volverme musgo y secarme.
Deseaba huir, pero sabía que mi camino terminaría en otro tiempo y otro
lugar. En aquel primer encuentro, él me dio una visión clara de mi muerte y
me enseñó la inevitabilidad de lo que pasa. Tal como lo vi, mañana me colga-
rán de las piernas en medio de una tormenta. Mis brazos no podrán tocar el
suelo. No alcanzaré. El mundo de cabeza. Tal vez la tormenta convierta en
polvo mis ojos; tal vez mire, una vez más, el sitio exacto donde el horizonte
deja de existir.

Q
Campo de Trabajo Núm. 15

44 RAFAEL VILLEGAS
La invención oval

Y o no sé lo que tu gente piensa de mí, pero sí sé que están conven-


cidos de que no hay mejor ilusionista que el señor Truper. Cada
que llegamos a una mansión, no falta la servidumbre que nos procura
viandas y pulimentos. Lo que más disfruto son las esferitas rojas, sí
que son deliciosas. Yo he comido las mejores esferitas rojas de Cidá.
Aunque nunca me han pulido, el señor Truper sabe que debo comer,
a riesgo de agotar mi energía sin remedio. Nosotros no somos como
ustedes, cuando morimos nuestro cuerpo se descompone, apesta y
desaparece, se vuelve inútil; en cambio ustedes… Por eso no hemos
visitado el nivel Última. Estábamos dispuestos a hacerlo, lo habíamos
contemplado en nuestro itinerario. Supongo que no lo sabes… aquí,
sin salir, no puedes saber nada; pero en todo Cidá, la gente que vive
afuera de las mansiones ha sido maldecida por la pobreza y el ham-
bre. En los centros de distribución se ofrecen no más de cinco porcio-
nes por mente inteligente y apenas media porción por entidad limita-
da. La energía no alcanza para todos, por lo que son muchos los que
mueren, a cada minuto, en los callejones y vías de Cidá. La energía se
acaba sin avisar: apenas se dobla una rodilla, cuando la otra ya toca el
suelo; lo siguiente es el cuello cediendo: se puede reconocer a uno de
sus muertos por estar mirando el cielo, y de rodillas. Lo cierto es que
sus muertos no duran mucho en ese estado, ya que la muchedumbre
se apresura a destazarlos, pensando en acumular material para la
construcción de una casa. Pocos sobreviven a la temporada de vapo-
res ácidos, por lo que es imprescindible contar, al menos, con el techo
más elemental. En Última las cosas son diferentes, yo lo he visto con

Nada 45
estos dos ojos orgánicos. Allá no esperan a que se acabe la energía
para destazarte: han encontrado la manera de robar energía de otros.
Al final, quedarse con las porciones de cuerpos es lo de menos. Allá
no hay ley, es más, dicen que ni siquiera hay autoridades que habiten
sus mansiones. Precisamente, eso lo escuché en una mansión de Pe-
núltima, donde dos pulidores de piel hablaban mientras guardaban
sus herramientas de trabajo. “¿Ya sabes las nuevas de Última?” “No,
hace muchos giros que no hablo con mi madre y los voceros nunca
mencionan nada de por allá” “Dicen que las autoridades en Centro
están considerando aislar a Última” “¡¿Qué?!” “No levantes la voz. Ya
sé, es horrible, pero la verdad es que Última no tiene solución” “Pero
debe haberla…” “Aislamiento total” “No, otra cosa… mi madre está
allá” “Sabes que incluso tu madre podría ser responsable del golpe de
Estado a las siete mansiones. Cuando se trata de Última no puedes
confiar en nadie” “¿Ni en ti?” “Ni en mí”. Por eso nunca hemos actua-
do en Última. El señor Truper sabe bien su negocio. Estábamos en
una de las fronteras entre Penúltima y Última, no sé cuál, pues iba en
mi caja de viaje, cuando el señor Truper detuvo la caravana y ordenó
dar marcha atrás. Quién sabe qué nos esperaba en aquel agujero ha-
bitado por salvajes. Me siento contenta de trabajar para el señor Tru-
per, se puede decir que soy privilegiada a pesar de ser… un fenóme-
no. Nadie, excepto tú, el señor Truper y la caravana, sabe que existo.
El señor Truper dice que se acabaría la ilusión si tu gente se enterara
de que soy una orgánica de verdad. Pero no me importa, tengo comi-
da y, cuando era niña, el señor Truper me contaba leyendas de mis
gentes. Hoy sólo me dice: “Ya no hay nadie como tú, eres muy espe-
cial. No puedo exponerte a los miedos de mi gente. Para ellos sólo
puedes ser una ilusión de un cuento para niños”. Para mí es suficiente
que me diga eso, siempre me ha gustado la voz del señor Truper, es
muy dulce. No la paso tan mal como tu gente, es decir, la que vive
fuera de las mansiones. Mientras las autoridades encuentran un tiem-
po libre para ver nuestra actuación, nosotros descansamos de los lar-
gos viajes que hacemos entre mansión y mansión, entre nivel y nivel.
Tu gente no puede ni descansar, las jornadas de trabajo parecen no
terminar. Entiendo que no lo sepas, ¿qué experiencia puedes tener de
la vida?, pero se supone que después de completarse un giro de Cidá,

46 Rafael Villegas
todos tienen derecho a descansar hasta el siguiente giro. Pero en estos
días nadie sabe a ciencia cierta en qué momento Cidá ha terminado
su giro, todo queda al arbitrio de las autoridades centrales, que comu-
nican cuando mejor les parece el final de un giro a las autoridades
periféricas. Sucede, en no pocas ocasiones, que algunas autoridades
periféricas deciden no anunciar el final de un giro para aumentar la
productividad de su nivel. Incluso, se sabe que en Última, cuando
había autoridades, a veces ni siquiera se enteraban del final del giro.
Pero al señor Truper, como a nosotros, no le interesan las vueltas de
Cidá. Lo único que nos importa es el viaje, recorrer mucho, visitar las
mansiones y ser recibidos con gusto. Debemos actuar bien, para que
se queden con ganas de vernos de nuevo. Y siempre lo logramos, so-
mos excelentes. La regla que respetamos es nunca repetir una actua-
ción en una misma mansión. Tu gente se aburre rápido, así que es
necesario estar inventando nuevas ilusiones. A veces yo también doy
ideas. ¿Has visto la ilusión de las trillizas orgánicas? Yo las inventé.
Claro que yo no sé cómo fabricarlas, pero el señor Truper se encarga
de eso. Él inventó las cajas oscuras y es capaz de adecuarlas para rea-
lizar las ilusiones que él desee. Es cosa de jugar con las luces, así como
con los objetos y sus posiciones. En las cajas oscuras se pueden fabri-
car todas las ilusiones. Sólo una vez salieron mal las cosas. El señor
Truper había adquirido dos aves plateadas en el mercado hundido del
nivel Secundaria. Estaba feliz, y esperaba incorporarlas al espectácu-
lo cuanto antes. Así lo hizo: adaptó una caja oscura y entrenó a las
aves para que volaran en su interior. El plan era que los espectadores
vieran las ilusiones, las fantasmagorías de las aves volando justo so-
bre sus cabezas. Pobre señor Truper, era una gran idea. Hubiera sido
una bella ilusión de no ser porque las aves se volvieron locas y co-
menzaron a atacarse en pleno espectáculo. El señor Truper no quiso
detener la ilusión, o no supo qué hacer, estaba estupefacto. Al final,
una de las aves murió y la otra quedó temblando, desfalleciente. ¡Es-
túpidas aves! Los habitantes de aquella mansión nos echaron, prohi-
biéndonos regresar jamás: no les había gustado el espectáculo, sobre
todo pensando en que había pequeños. Esa fue la única vez que vi al
señor Truper llorar, la única vez que una presentación no salió como
él esperaba. Pero el señor Truper es muy fuerte y sagaz, cuando llega-

Nada 47
mos a la siguiente mansión, ya había ideado una nueva ilusión para
sustituir a las aves plateadas: la giganta orgánica. El señor Truper in-
corporó tres cristales enormes a una caja oscura y amplió la circunfe-
rencia de la fuente de luz. Seguro de sí mismo, no quiso hacer prue-
bas antes de la función. Me pidió que entrara a la caja justo cuando
llegaban los primeros espectadores. Sólo me dio una instrucción:
“Camina con torpeza, como si pesaras un millón de veces más. Haz
una cara furiosa y actúa como si fueras a pisar minimales rastreros”.
El señor Truper, después de la actuación, me platicó que el público se
había asustado muchísimo al sentir que yo, la giganta orgánica, los
iba a aplastar con uno de mis enormes pies. Los habitantes de esa
mansión quedaron fascinados por la ilusión, a pesar del susto. Así fue
en cada una de las mansiones que visitamos en adelante con la ilusión
de la giganta orgánica. Éxito absoluto. Si de por sí les sorprendía ver
la fantasmagoría de una joven orgánica, era imposible no quedar se-
ducido ante la imagen de una giganta orgánica. Como estoy dentro
de la caja mientras actúo, yo no puedo ver la ilusión, pero debo de
verme grandiosa, por algo sigo siendo la atracción principal, por eso
yo salgo al final. Sí, te ves muy bonita, aunque te vuelvas tan grande e in-
tentes pisarnos. Ya sé que soy muy especial, soy única. A mí no me das
miedo, porque sé que hay otros como tú, muchos otros, aunque están lejos. Mi
abuelo también es muy inteligente, como el señor Truper. Él también inventa
muchas cosas. Como la ventana por donde puede ver las cosas más lejanas.
¿Y de qué le sirve? Yo misma he visto todo Cidá sin ayuda de cristales.
Cuando viajamos, el señor Truper me permite mirar a través de unos
agujeros que hizo en mi caja. Yo he visto a tu gente, a toda tu gente, y
sus casas, y las vías también. Todo lo he visto de cerca. Tú no puedes
ver nada, ni siquiera de lejos; además, ya me he dado cuenta desde
hace muchos giros que las mansiones no tienen ventanas. Sí es cierto,
no tenemos ventanas para mirar Cidá. Pero mi abuelo ha hecho una ventana
enorme para mirar hacia afuera. Allá es donde hay muchos como tú. ¿Afue-
ra de la mansión? No, afuera de Cidá. Si quieres, te enseño. No te creo, y
aunque quisiera creerte, no podría salir sin que el señor Truper se
enojara conmigo. Como tú quieras. De cualquier forma, yo no te llevaría a
la ventana de mi abuelo sin pedirte algo a cambio. ¿Y qué podría darte yo?
Llévame contigo, en tu caja, quiero ver Cidá, quiero salir de la mansión. Pero

48 Rafael Villegas
en esta caja nada más hay espacio para mí. El abuelo te ha enseñado
mucho sobre los orgánicos. Sabes que puedes sacarla de su caja, te
bastaría un mínimo esfuerzo de tus manos para lanzarla contra la
pared, una y otra vez. La caja vacía. Reconocerías cada ángulo oscu-
ro de la caja, como si la hubieras habitado desde siempre. Con algo
de suerte y paciencia saldrías de la mansión sin que nadie se perca-
tara. Después de algún tiempo, el señor Truper destaparía los dos
agujeros de la caja; descubrirías que aunque estaban hechos para
los ojos de la chica orgánica, se adaptan bien a los tuyos. Verías
Cidá y sus siete niveles; las vías laberínticas atiborradas de vago-
nes transportadores; los cilindros que ayudan a los silqueros a
arrebatar la sustancia preciosa de los confines superiores de cada
nivel; verías gente de cuerpos opacos, mucha, mucha gente sin pu-
lir. Tus ojos perfectos para ver lo que hasta hoy sólo has escuchado
en las historias del abuelo y leído en los muros de la mansión; tus
ojos manteniendo la distancia exacta entre el derecho y el izquier-
do, sin protuberancia nasal de por medio. Seres extraños los orgá-
nicos, prefieres no llamarlos fenómenos, sólo extraños, extraños
está bien. Tú los has visto y escuchado, hay muchos más allá, afue-
ra. ¿Lejanos o cercanos?, no lo sabes, pero hay más. No son fenóme-
nos, aunque sepas que son vulnerables, eso dice el abuelo que sabe
y ha visto tanto. Esta orgánica debe ser, incluso, más débil: no tiene
vestimentas que la protejan. Desnuda. Las vestimentas de tu gente
la lastimarían, son pesadas y terribles para los orgánicos. Seres ex-
traños y débiles. Está bien, te dejaré ir conmigo. ¿De verdad? Sí, sí,
niña, pero tendrás que dejar mi caja cuando hayamos salido de la
mansión. Yo no pienso hacerme responsable de ti. Yo soy responsable de
mí misma, yo sé cuidarme sola. Como digas… ¿cuándo podré conocer la
“grandiosa” ventana de tu abuelo? Mejor que sea ahora, pues mi abuelo
está sumergido en el cubo de silque. Ya lleva varios giros ahí dentro y así se-
guirá por otros cinco o seis giros. Cada vez se le hace más difícil conservar su
energía, ya está muy viejo. Está bien, vamos entonces. Sin pensarlo dos
veces, la tomas de la mano. Está muy fría. Conoces el camino de
memoria, pero no estabas preparada para que la orgánica se cansa-
ra tan rápido: apenas van diez pisos, cuatro grandes salones, treinta
y cinco puertas, siete pasillos decorados con imágenes que conoces

Nada 49
a detalle. Decides cargarla. Te pregunta si todavía falta mucho para
llegar. Después de un rato, accede a que la cargues. No pesa mucho.
Justo como había calculado el abuelo. Mejor cruzar el estrecho y
largo puente sin mirar abajo. Sabes que la orgánica tiene miedo,
pero ya casi llegan. Un paso más. Listo. Como antes, el cuarto más
alto de la mansión te provoca una fascinación inexplicable: serán
todos esos objetos extraños arrumbados o el recuerdo de la ocasión
en que descubriste al abuelo flotando dentro del óvalo, con la mira-
da perdida y luminosa. Aquí es. ¿Ya llegamos? Qué bueno, porque ese
puente no parecía muy seguro, tres pasos más y… Mira, la ventana de
mi abuelo. Pero es… es como una piedra de silque… pero gigante. Sí,
sí, es algo así. Mi abuelo dice que el silque sirve para muchas más cosas que
adornar mansiones. Pero eso no parece una ventana. Tú espera aquí. Te
enseñaré cómo usarla. No es difícil, pero es mejor que primero veas cómo lo
hago yo. Sabes que mientras caminas al óvalo, la orgánica te mirará
con incredulidad. Se siente especial por tener tantas historias de
sus viajes por Cidá. Es especial, en cierto sentido. Pero el óvalo te
enseña que las cosas son relativas. Lo único se vuelve común y lo
cotidiano puede convertirse en milagro. Te paras frente al óvalo,
que es cinco veces mayor que tú. Tocas su superficie apenas con
uno de tus dedos; el óvalo, antes de apariencia sólida, adquiere una
consistencia líquida. Metes primero la cabeza y te percatas de que
el óvalo ha cobrado vida: su superficie se mueve en el sentido de
siempre. Entras por completo. Como en otras ocasiones, no estás
pisando nada. Flotas. Echas una mirada hacia fuera, aunque sabes
que no puedes ver a la orgánica, no desde adentro. Donde se en-
cuentre, la orgánica estará maravillada de tu flotación; ella sí puede
verte, como tú has visto al abuelo tantas veces. Su incredulidad
habrá desaparecido. El movimiento de la superficie del óvalo es
muy intenso en su interior, descompone todas las figuras exterio-
res, casi te hace olvidarlas; desde afuera, el óvalo parece apacible,
límpido al grado de que en ocasiones parece no existir. Desde am-
bas perspectivas, el óvalo no produce sonido alguno. Eso es bueno,
porque permite que la orgánica vea tus ojos, cuando se vuelven de
la misma sustancia del óvalo. La orgánica debe estar asustada, aun-
que maravillada. El señor Truper, sin duda, entregaría todas sus

50 Rafael Villegas
cajas oscuras a tu abuelo a cambio del óvalo. Sin duda. Aquí vienen
primero, como de costumbre, las voces. DEBERÍAS PENSAR ME-
JOR LO QUE VAS A HACER, TU HIJO TE NECESITA / CUATRO
VUELTAS MÁS, SEÑOR, NO HEMOS VISTO NADA EN LOS
LLANOS / SI ME DAS LA FLOR YO TE DOY CUATRO MONE-
DAS / LA TORRE HA ESTADO HABITADA DESDE HACE MI-
LES DE AÑOS / ¡MÁTALO! ¡MÁTALO YA! Luego las visiones. Un
orgánico. Ves un orgánico enfurecido. Es una superficie plana, os-
cura, interminable, atravesada por líneas luminosas. Es un orgáni-
co enorme y viste… ¡viste con pieles de tu gente! Hay otros orgáni-
cos más pequeños pero igual de furiosos. ¿Qué es esto? El orgánico
enorme levanta con uno de sus brazos a uno de los tuyos. Tú lo co-
noces, lo has visto en el consejo de ancianos. El orgánico está ro-
bando su energía. Hay más ancianos, están de rodillas, sus cuellos
han cedido y uno de ellos no tiene cabeza. ¡Están muertos! El orgá-
nico lanza al anciano cuando éste se queda sin energía. Escuchas el
golpe estrepitoso de la caída. Lo sientes, te duele a ti también. ¡RA-
DAS! ¡RADAS! VIEJO LISTO. LÁSTIMA QUE TUS VISIONES
NO SEAN FUTURAS. TAL VEZ HABRÍAS DESTRUÍDO TU IN-
VENTO. NO TE PREOCUPES, NOSOTROS LO HAREMOS POR
TI. Radas es tu abuelo. Lo ves de rodillas, pero con la cabeza ergui-
da. El orgánico enorme se acerca a él con violencia. Tratas de cerrar
los ojos y taparte los oídos. No puedes. Debe ser ilusión, no es real.
Pero la visión no ha terminado, el óvalo siempre decide. La visión
se va. Nunca había sucedido así. Las visiones siempre comienzan a
desvanecerse de forma gradual. Nunca se van de repente, como
ahora. No puedes ver nada. Ya deberías poder ver la superficie del
óvalo, reduciendo su ímpetu. No ves nada. Algo te toca. Alguien
jala tu antebrazo. Tus ojos ven de nuevo: eres tú, flotando todavía
en el óvalo, con los ojos llenos de silque. Estás en el cuerpo de al-
guien más. Es el cuerpo de la orgánica. Se ha metido en el óvalo
mientras tenías la visión. Su piel. La piel de la orgánica se despren-
de en porciones muy finas. Está muriendo. La puedes ver morir.
Has regresado a tu cuerpo. Sales del óvalo e intentas sacar a la or-
gánica. Es como si la invención de tu abuelo quisiera quedarse con
la orgánica. Ella no puede atravesar la pared del óvalo que, justo

Nada 51
cuando sales, inicia su proceso de solidificación. La dejas. Sus ojos
abiertos, no tienen más energía que los demás objetos del cuarto.
La piel de la orgánica ya no se desprende. Estática. Una estatua flo-
tante encerrada en una piedra de silque, rodeada de los pedazos de
piel y los mechones de cabello que ya se habían separado de su
cuerpo. El abuelo nunca te habló de lo que pasaría si un orgánico
entraba en el óvalo. Te habló tanto de ellos. Muchas de las escritu-
ras e imágenes de los muros de la mansión se tratan sobre los orgá-
nicos. Tu abuelo es el autor de todas ellas. “Radas, el inventor de
cuentos”. Así le llaman todos. A tu abuelo no le importa que nadie
crea, como él, en la existencia de los orgánicos. Le basta con que los
que visiten la mansión disfruten de sus imágenes y escrituras. Sólo
tú crees en la existencia de los orgánicos, porque sólo contigo tu
abuelo había compartido su mayor invención: el óvalo de las visio-
nes. Te había dicho que le bastaba con las visiones, que no necesi-
taba encontrar ningún espécimen orgánico real. Pero a ti no te sa-
tisfacen las visiones. Por eso, cuando todos dormían en la mansión,
decidiste descubrir qué había dentro de la caja más pequeña de la
caravana del señor Truper. ¿El abuelo sabría lo que hubiera pasado?
Tal vez él no te hubiera permitido traer a la orgánica al cuarto del
óvalo. Se va a enojar mucho cuando vea lo que le hiciste a su inven-
to. Es probable que ya nunca vuelva a funcionar. Tu abuelo tendrá
que fabricar otro, le tomará en verdad muchos giros. Tal vez muera
antes de construir un nuevo óvalo. Tal vez muera. Pero el abuelo
está en el cubo de silque, revitalizando su cuerpo. Eso quiere decir
que las visiones son sólo ilusiones, como las del señor Truper. No
hay verdad en ellas. Cuando se entere, el abuelo se decepcionará,
pero te felicitará por el descubrimiento, incluso, podría perdonarte
por descomponer su óvalo. Sí. Aschi, la nieta de Radas, el inventor
de cuentos y anciano gobernador de la mansión Siete del nivel Inter-
media de Cidá, repasa en su interior la manera en que se disculpará
por descomponer el óvalo. Al llegar al salón donde el abuelo ha cons-
truido su cubo de silque, Aschi ya tiene claro que después de discul-
parse, le comunicará a Radas su descubrimiento: las visiones son fal-
sas. Se acerca al cristal del cubo de silque. Con atención, busca a su
abuelo flotando en el líquido rejuvenecedor. En el cubo no hay nadie.

52 Rafael Villegas
Aschi deja de sentir calor por primera vez en su corta vida cuando ve
su propio rostro reflejado en una de las paredes del cubo: sus ojos son
de silque. Aschi recuerda que incluso en las ilusiones del señor Tru-
per, siempre había algo que era verdadero: la joven orgánica que aho-
ra estaba quieta, demasiado quieta, en el óvalo de su abuelo; las aves
plateadas que se habían matado entre ellas.

“La invención oval” fue reconocido con el Premio Estatal de


Cuento Ixcuintla 2008, convocado por la Universidad Autónoma
de Nayarit y la revista Líneas.

Nada 53
El rey de los ipakus

“ Tu nombre es Shifti”. Presientes que cuando mueras, tus guardias


tardarán dos noches en enterarse. Nunca habías notado lo frío que
sonaba tu nombre al pasar por tu lengua. “Shifti, Shifti”, ese será tu
nombre aun después de que mueras y tu hedor se confunda con el de
las guillas, las muertas y las vivas de esta celda en la Prisión Blanca.
Pero la peste de las guillas no te resulta tan desagradable como sus
chillidos, esos ruidos mediante los cuales adivinas la ruta de sus pa-
seos nocturnos. Aquí siempre es de noche, tiempo ideal para que las
voces reboten en el silencio y la inmediatez de cuatro paredes.
Tragedia.
Tal vez.
Metes la mano en un agujero de la pared. Es uno nuevo, eres un
descubridor, este es el más grande hasta ahora. Los últimos días te
has entretenido en adivinar la topografía de las paredes de tu celda.
No de todas las paredes, hay paredes prohibidas. Sabes que no estás
solo: incluso aquí es posible encontrar compañías… que sean gratas
ya es otro lío. Tu compañero de celda fue tu amigo hasta hace algunos
meses: un mal día te traicionó, un Día de la Coronación, el sexto del
mes cuarto del año 34 después de la Edad Amarilla. Pero no hables
de días, no todavía.
Ambos, tú y tu compañero de celda son ipakus. Al menos eso dicen
los blancos que los vieron más apagados, más allá del océano. Como
sea, tu rostro no es menos luminoso que tu celda, tal vez tu semblante
sí lo sea. Agradeces a Caraná por la ceguera artificial, pues no quie-
res mirar hacia el rincón donde habita la respiración de tu compañero.

54 Rafael Villegas
Prefieres recordar el suelo cubierto por tus pies llenos de mugre y uñas
rotas por las piedras del camino. De tus ropas mejor ni acordarse: cobi-
jas para las sombras que, a veces, nacen con una luz esporádica.
Para traicionar es necesario prometer. Tu compañero de celda te
prometió que un día regresaría a Mitra Cara, como “el rey ipaku que
faltaba de los que fueron a adorar a Caraná”, te dijo justo un mes
antes de la traición. Tu compañero de celda se hacía acompañar en-
tonces por dos guardianes singulares: un niño y un viejo. La noche en
que visitaron por primera vez tu casa, ubicada a las afueras de Mitra
Cara, fueron el viejo y el niño quienes, al unísono, tocaron la puerta
tres veces, tres pausadas veces: toc… toc… toc.
En una casa de tres por tres metros es difícil alcanzar el orgasmo
cuando tocan la puerta tres veces, tres pausadas veces, a las tres de la
mañana. Al menos Santiaca, tu amante de toda la vida y sorda desde
hace varios años, sí alcanzó el único éxtasis negado a los sabios y a
los reyes. Entonces te preocupaban tus visitas; te hubiera gustado que
estuvieran tan sordas como Santiaca. Veloz como una flecha que cru-
za la noche dejaste el suelo, te incorporaste y, no sin dudarlo, abriste
la puerta. Y ahí estaban: el niño, el anciano y el hombre joven, este
joven, tu actual compañero de celda. No podrías decir que no sentiste
miedo. Un hilito de sangre heladísima atravesó tus pies hasta llegar
al cuello: volteaste para buscar a Santiaca, que estaba, como era su
costumbre después de amar, roncando los minutos gozados. Eras un
anfitrión solitario.
Siempre recordarás, hasta el día de tu muerte, las palabras del
hombre joven al presentarse: “mi nombre es Ánoma, y soy el rey ipa-
ku que ha venido a reclamar su tierra”. “Ánoma, el hijo de Kua, la
madre de Caraná”, dijiste, quién sabe por qué, casi murmurando, al
tiempo que el anciano y el niño se precipitaron en los nueve metros
cuadrados de tu casa. Aquél día hablaron contigo durante más de
una hora, y después se fueron por la noche de donde vinieron. Desde
entonces, las visitas se hicieron más y más frecuentes. La última de
ellas fue en diciembre, un mes antes de la traición. ¿Pero qué fue lo
que Ánoma te prometió?
Se acerca el tiempo en que no será necesario contar los días, ya lo
has previsto. Los días los cuenta la gente para recordarse que están vi-

Nada 55
vos. Tú ya no ves necesidad de contar pues sabes que ya estás muerto;
incluso te has enterado de que tu casa, la de tres por tres metros, fue
echada abajo y bañada con polvo blanco de la montaña como escar-
miento a cualquiera que quisiera seguir tu rebelde ejemplo. “¡Maldita
sea esta tierra para siempre!”, declaró la autoridad. Piensas que todo
es culpa de este fantasma, silencioso compañero de celda que antes se
hacía pasar por elocuente rey de los ipakus.
Ánoma te dijo que dejaría de visitarte durante un mes, pero que
volverían a verse el Día de la Coronación: entraría a Mitra Cara como
el Hijo de Caraná entró milenios antes, pero esta vez para ser coro-
nado y no comido. “Es el tiempo de los ipakus”, pensaste. “La tierra
de nuestros padres regresará a nosotros. Al fin esos blancos serán
desterrados”, dijiste. “No. Ya no podemos desterrarlos, pues ahora
nos pertenecen. Sólo vendré para poner las cosas en su justa medida:
a nosotros lo nuestro, a ellos algo de lo que han hecho de ellos. Regre-
saré el Día de la Coronación. Entonces comenzará el reinado del rey
ipaku”, y dicho esto te entregó una carta. “Haz copias de esta carta
y, así, da a conocer mi mensaje en todos los lugares que puedas. Yo
ahora tengo que partir a atender unos asuntos en Guta. Los gutanos y
los ipakus del norte nos ayudarán. Es nuestra hora, al fin”.
Para tu desgracia, llevaste a cabo de muy buena manera tu misión.
Tan bien lo hiciste que el mensaje de Ánoma llegó, pocos días an-
tes del Día de la Coronación, a los oídos del gobierno de Mitra Cara.
No pasaron ni tres días para que fueras apresado, junto con otros
doscientos ipakus, el mismísimo Día de la Coronación. Recuerdas
que una multitud se había reunido esperando al rey, armados con
música y canto. No pudieron defenderse del Regimiento de Altos y
fueron llevados amarrados a la Prisión Blanca. Por supuesto, Ánoma
nunca llegó a su coronación; he ahí la traición. No volviste a saber
algo de él… hasta hace seis días.
No imaginaste volver a encontrarte con Ánoma. ¿Cuándo lo ha-
brán capturado? ¿Dónde estaría escondido? ¿Por qué no llegó aquél
día? Por lo menos, en sólo unas horas lo juzgarán y ya no tendrás que
vivir para compartir tu celda con las dudas. Escuchas las botas de un
guardia. Una guilla se precipita veloz, chillando, por el pasillo de la
cárcel. El guardia, con antorcha en mano, se acerca a la celda y deja

56 Rafael Villegas
en el suelo una taza de madera con un revoltijo de comida. “Este es
tu último manjar ipaku loco, mejor disfrútalo porque mañana ya no
vas a tener estómago”. El guardia se levanta y se larga; la luz de la
antorcha mengua, se aleja y desaparece como las carcajadas del vigía.
Miras la taza y el revoltijo de comida; la miras como un objeto de
otro mundo, un mundo enrarecido por la vida que ya no sientes. Sien-
tes asco, es lo único que sientes por estos días. De un manazo mandas
muy lejos la taza de madera; escuchas el eco de una pared golpeada
y los pasos de las guillas que han olido un buen botín. El botín de la
desesperanza y el coraje. Sabes que el dolor y la muerte tienen sólo
el nombre de Ánoma, el rey ipaku que, en vez de ser coronado sobre
la tierra de los antepasados, ahora reina en una esquina silenciosa y
hambrienta.
Lo matarás.
Sí, lo matarás con tus propias manos. Las mismas manos que tu-
vieron fuerzas para escribir cien cartas también sabrán destrozar la
garganta y, de una vez, la voz maldita de un rey falso. Así ya nadie lo
seguirá, así ya nadie será encantado por sus promesas. No será difícil,
después de seis días sin comer debe estar muy débil. No pondrá re-
sistencia. Presionarás su garganta con tus pulgares. Sentirás el sudor,
el sudor será su único grito. De seguro sus manos tomarán las tuyas
por las muñecas, intentando defenderse. No será suficiente, estará
muy débil, sin aire, casi ahogado, casi muerto, y un muerto no pue-
de defenderse. Mañana, cuando vengan los guardias para llevarlo al
destazadero, lo encontrarán sin vida, lo sacarán de la celda y quedará
asentada otra acusación en tu contra. Una más.
O un tal vez: si te perdieras en la oscuridad; si no pudieras en-
contrar a Ánoma; si golpearas el aire apestoso de la celda; si grita-
ras, furioso, el nombre del traidor; si arremetieras contra las esquinas
vacías; si las moris de treinta patas se espantaran y las finfis dejaran
de volar sobre tu cabeza; si Ánoma desapareciera de nuevo; si esta
vez no prometiera ningún regreso; si no dijera nada.

Nada 57
El Dictador
(historia muda en cuatro escenas)

El Dictador en las calles

El Dictador ha decidido pasear por sus calles. Una impresión superfi-


cial: esas calles no le pertenecen. Camina acompañado por su mujer y
algunos hombres. En cada esquina saluda para recibir estupefacción.
Usa un traje, un gemelo del que llevará puesto el día de su muerte,
cuando, después de visitar a los muertos marquianos, decida descan-
sar, río abajo, sobre el Dío (porque a esas alturas aún imaginará deci-
dir). Señor Presidente, por aquí por favor.
Intentamos alcanzar a El Dictador. Esfuerzo inútil: el documento
fílmico ha decidido perdernos en el bosque, escenario distinto, quién
sabe si anterior o posterior al primero. Árboles vestidos de gigan-
tes antiguos y, a veces, de negro silencio. El Dictador y su compañía
avanzan en línea recta hacia algún rincón de la historia. Las calles
manifiestan un ritmo ajeno. ¡Cuán valiente fue el viejo General!
La compañía asiente mientras se asombra con remodelaciones
urbanas nunca ordenadas: los pobres adornan, con su intento de su-
pervivencia, la sombra de los árboles. El Dictador regresa a la escena
anterior. No puedo imaginar cómo habrán metido una escena de otro
tiempo a medio camino de un momento distinto. Inserto. No es mi
problema, ya habrá especialistas buscando huellas de El Dictador y
su camarógrafo más allá de la plata, en los remansos de la imagina-
ción nunca reconocida como tal. Ya llegamos Señor Presidente.
El Dictador y compañía suben al carruaje, oscuro como la puerta
que, al cerrarse en las narices de nuestro cuadro, impide que el ca-

58 Rafael Villegas
marógrafo termine de esculpir el tiempo. De alguna manera, estoy
seguro que el camarógrafo se imaginó lo que sucedió después, dentro
de un carruaje que se alejaba rumbo al lugar común, donde El Dic-
tador duerme, mientras las calles sueñan con la cotidianidad de su
descanso. Sí, seguramente el de la cámara lo imaginó. Yo no lo haré.

El Dictador en el Palacio

Podría filmar una película con todas las puertas que El Dictador ha
cerrado en mi cara. No sería difícil: tengo un amigo, gran actor de
comedias, que es la viva imagen de El Dictador. En cuanto a la carac-
terización, no dudo que mi amigo, ganador indiscutible de aplausos
en la Avenida Dos Pasos, sepa estudiar y, posteriormente, representar
hasta el más insignificante movimiento del mostacho de El Dictador.
Intimidades de un Dictador.
No, no; sería mejor que llevara por título El Dictador en su recáma-
ra. Aunque también lo he visto en otras partes del Palacio. Nunca he
entrado al Palacio pero, por alguna razón, creo conocer cada pasillo,
cada habitación. Es como si yo hubiera vivido ahí por mucho tiempo.
De cualquier manera, no se necesitarían muchos relojes para cono-
cerlo: por el número de ventanas que tiene el Palacio, se nota que su
exploración exhaustiva no sería cosa de varias reelecciones. El Dicta-
dor en el Palacio.
Sí, ¿por qué no? Es sencillo, en pocas palabras la exacta descrip-
ción de lo que filmaría allá adentro. Primero mostraría a El Dictador
en su recámara. Ahí es donde alimenta sus abusos. Conmigo nunca
se ha pasado; no como rumoran. Yo soy los ojos del pueblo, y el pue-
blo está harto de El Dictador o, por lo menos, eso dicen los que sa-
ben. Yo no sé, mi cámara piensa, en muchas ocasiones, mejor que yo.
El Dictador, en la primera escena, tendría que estar en su recámara,
sentado junto a una ventana. Aunque, tal vez sería mejor abrir con El
Dictador peinando su mostacho en el baño, frente a un espejo enor-
me. Luego se iría a la cama. Mi cámara peligra bajo la lluvia.
Yo debiera estar en mi casa y no pensando en una película que
jamás filmaré. Debiera llegar, cenar algo y destender las sábanas. An-

Nada 59
tes, tendría que lavarme los dientes. Tal vez me enfrente al espejo,
ya es hora de que me atreva. Caminaría a la cama y, sentado en una
orilla, retrasaría el acto de desvestirme. Lo más seguro es me quede
mirando la ventana, la única ventana de mi casa, de reojo. No me
asomaré para burlarme de la lluvia.
Ya estoy empapado.

El Dictador en el ferrocarril

Yo sabía que en el año 18000 las vías llegaron, desde la lejana y siem-
pre entrañable Vavelia, a la casa de los provincianos; ahora ya no es-
toy muy seguro de ello. Nos hemos de fijar, antes que nada, en el bi-
gote negro de El Dictador. Su mujer, la mujer marquiana, no lo acom-
paña. Es un viaje de boleto singular. He ahí el problema: no quiero
imaginar que el año 18000 comienza y termina en estaciones del tren.
¡Vaaaamonós!
El Dictador es hombre de pocas palabras. Ha de haber resultado
difícil para el escultor de su efigie cinematográfica incluir textos entre
escenas, de esos que gustaban hacer para no insultar a los sordos, y
no para dar tiempo de volar a una semilla acaramelada. La garganta
se reseca: el maíz ha crecido y, en efecto, hay espacio para dos; de al-
guna manera, el espacio fue hecho para dos. ¿Su boleto señor?
Cuando no se alcanza más que para un boleto, quiere decir que ya
no se piensa volver o que se está dispuesto a regresar a pesar de no
haber decidido la partida. El Dictador ni siquiera trae maleta, su bi-
gote lo delata, pues comienza a convertirse en canas. El tren se oscu-
rece, las ventanas, como espejos malignos, ya no dan cabida a reflejos
malhechos o realidades tergiversadas por la transparencia. Todo es
simulación. El Dictador está solo, como un ruido, como un tren lejano.
Si viene o no viene, ¿quién sabe? Diez horas después.
Hay ciertas cosas que no he dicho sobre El Dictador. No se trata
de un olvido, de esos que dan risa cuando uno se acuerda de haberlos
olvidado. Todo lo que he ocultado acerca de El Dictador no es cues-
tión de ganas o de ánimos flacos. El Dictador aún tiene poder: me ha
ordenado dispararle antes de que, por un descuido de la tecnología

60 Rafael Villegas
de los medios inconformes con sus trazos naturales, él comience a ha-
blar. El Dictador siempre fue hombre de pocas palabras o, al menos,
así me lo confesó un día, ante de irse a Vavelia en ferrocarril, antes de
que dejara el Palacio.

El Dictador en Vavelia

El Dictador se ha ido a Vavelia. Sabe caminar las calles, pero las ca-
lles no saben alabar sus pies. Su mostacho blanco y su esposa, su es-
posa incluso más blanca. Los días se acercan; por primera vez, está
dispuesto a escucharlos. Tantos días con los científicos, tanta ciencia
lo había entretenido. Ahora, cercano al Panteón de los Viajeros, se
da cuenta de que nunca aprendió a hablar vaveliano. Recuerda a su
maestra de la infancia. La de los ojos de colores inestables. Escucha
de nuevo y por última vez aquel poema. Como antes, es capaz de
recitarlo entredientes, pero no de entenderlo:

nihal malan
pirilushua
malinin sulhasulhal
earalatzashua
maralus mallian lus mallian lushal
shuandira ulandira
sulhal rilinmaralutza
shualutza kilishal
ahalahal sulmirinan malinin sulhasulhal
shuasaha pandranan iyaacoriashuasaha

nihal malan
hal crasahafini mandra
niandira crasahacrasa
malinin malinin maraina marainama
ondricoriashua
ondricorialshua
malininma malininma sulha sulha

mandranin mandranin malan
Nada 61
Secretas palabras y, sin embargo, más cercanas a su corazón que
cualquier rezo marquiano.
Ya olvidó los días en que hablar marquiano, hablarlo como él lo
hacía, se traducía en la razón completa de millones. Intenta encontrar
la voz extraña. ¡Esos vaveluches, qué gracioso hablan! Siente una mano,
la de él quizá, la de la dependencia de sí mismo. Aquellos días en
que no necesitaba ni de su propia voz para ser escuchado ya pasaron.
Mira qué hermoso, la torre.
Se imagina por un momento trepado en la punta de la torre que
supera a las nubes, bailando como el esclavo cansado, pero consciente
de su vuelo. Él está cansado. Viajaría por el Dío, sin guías, sin burlas,
sólo para sentirse solo. Desde abajo rayaría los puentes, los comple-
taría con su mano temblorosa que, entonces, sabría hacer de la ciu-
dad una impresión azulosa, mientras él, en blanco y negro, usaría sus
brazos como almohada. En verdad es muy bella, una maravilla del pasado,
sin duda.
Intuye que ya no hay razones para obsesionarse con el progreso,
sabe que su viaje ha terminado. Si quisiera continuar tendría que ha-
cerlo con alguien; la frustración es mejor compañera. No interrumpe
su impresionismo personal, no es justo dejar tanto color para no per-
der el camino de regreso al carro. Los caballos están ahí, sus pasos
son llevados hasta el presente. El color rodeándolo y él, con frac negro
y mostacho blanco, se encuentra libre del color que lo acechaba. Fin.

Una primera versión de “El Dictador (historia muda en cuatro

Concurso Nacional de Cuento Histórico 2005, convocado por


Universidad Iberoamericana y la revista Arqueología Mexicana.

62 RAFAEL VILLEGAS
El escritor de profecías

Año 9823 después del Primer Creador creado

A todos los que me fue dado amar:

Cuando nuestra gente creó al Creador lo hizo a su imagen y semejan-


za. Nuestro Creador, a su vez, nos hizo a su propia imagen y semejan-
za. Por eso fuimos, con el tiempo, capaces de crear nuevos Creadores
a nuestra imagen y semejanza... hijos de nosotros, que somos hijos,
nietos y biznietos de otros.
Nada ha salido mal. Como escribano de profecías conozco bien los
futuros posibles: la criatura se rebela contra su creador, la emancipa-
ción amenazante, los nacimientos fallidos, el padre enloquecido. Pero
no. Nada mal. Todo funciona como se supone debe funcionar.
Esto es lo que me tiene inquieto.
Tal vez, debo aceptarlo, en estos días he estado algo más que in-
quieto. Hoy vino la mujer extranjera que hace la limpieza. La observé
en secreto mientras trabajaba. Me di cuenta de que se deleita empol-
vando su ventosa derecha al arrastrarla sobre la pantalla especular.
Incluso, me pareció que estaba realizando un dibujo justo antes de
que pasara la tela extendida sobre la pantalla, dejándola como puer-
ta de entrada a un mundo oscuro. Después, mientras miraba por la
ventana los reflejos interminables de las cúpulas de Shua, no pude
evitar escuchar sus silbidos desde la cocina. Sin duda, la mujer tiene
un sentido musical que pudo haber desarrollado si hubiera tenido po-
sibilidades de estudiar. He llegado a pensar que el alma de un tinateo
habita alguno de sus rincones bucales. Tal vez exagero, lo sé, pero en
este momento siento que tengo derecho a cualquier exceso.

Nada 63
La mujer salió del departamento sin olvidar su paga... tres, cuatro,
cinco billetes... dos, tres monedas.
El ambiente puro. Ahora sí podía sentarme a escribir. Detesto
el polvo sobre el teclado de la computadora, pero detesto aún más
explorar las hendiduras entre tecla y tecla. Hace días descubrí una
pequeña mitocosis que vivía detrás de la imagen de Bacar, a la que
soy devoto desde el terremoto 14. Por un segundo, me pareció que
la mitocosis me miraba, lo cual es extraño, pues no entiendo lo sufi-
ciente de la anatomía de estos traslúcidos como para ubicar sus ojos.
La mitocosis flotó sobre mi cabeza y yo me quedé sospechando que
todas las imágenes sagradas que tengo escondían colonias de peque-
ños y asquerosos traslúcidos. No tuve más opción que arrancar de las
paredes todas las imágenes, una por una. Al final, ninguna colonia
oculta. He tenido que pegar las imágenes de nuevo.
Escribir profecías. Mi oficio. Mi destino. Mi punto final. Sólo ro-
deo esperando que las palabras adecuadas se revelen. Estoy a la baja
desde el principio. Parece que todo lo que he pensado escribir alguna
vez no es sino una variación sobre temas ya explorados por otros. Soy
como un ser irracional que escarba, compulsivo, un jardín que conoce
de toda la vida. No hay nada nuevo bajo el mismo jardín. Los huesos
ya han sido huesos de habitantes de otros tiempos, monstruos, sabios
asesinados por poseer la fórmula para convertir los catorce ríos de
Shua en avenidas doradas. No me queda nada más que un jardín des-
trozado. No puedo culpar a ningún ser irracional y dañino. La culpa
es sólo mía.
Soy incapaz de pensar un nuevo uso para las ventanas. No veo
más que una cúpula negra y opaca levantarse al final de la ciudad. No
hay deseo. No hay camino. La profecía sólo es posible en línea recta.
Trataré de explicarme mejor.
Escribir profecías requiere de la existencia de un mundo que pue-
da creer que todavía hay luces desconocidas bajo los párpados. Tal
mundo ya no existe. La creación última ha sido levantada, elevada
hasta un rincón invisible del cielo. Desde niños aprendimos que crear
un creador supremo, un dios, fue posible hace casi diez mil años. Des-
de entonces, todo parece seguir la lógica de la rueda: pasar y repasar
el camino recorrido. Creaturas-creadores que liberan sus tetas para

64 Rafael Villegas
alimentarse mutuamente. Se acabó la sabiduría de lo futuro. Todo ha
sido posible al crear al primer creador supremo, el primero de tantos.
No sé qué habré hecho mal en existencias anteriores. Bueno hubie-
ra sido retirar con un dedo el polvo de la pantalla; bueno hubiera sido
ser la mitocosis que vive detrás de la imagen de Bacar, sin muchas
molestias, arrullada con la benevolencia impasible de un ser superior.
Pero el Creador más próximo decidió que un charco de energía des-
parramada se reuniera para conformar a un ser destinado a escribir
profecías. Y es que el destino no es otra cosa que el deseo mejor es-
condido del agujero interior. Pude haberme evitado muchas penurias
si no hubiera buscado, obsesivo, el deseo más profundo de mi ser,
mi destino. Pero lo hice, lo hice y me arrepiento. Después de muchos
años, encontré el deseo dentro de una cajita quebrada. Había llovido
y el deseo lucía enfermo. Estaba enfermo, casi al borde de la nada.
Lo rescaté. Lo cuidé. Lo alimenté. El deseo se recuperó y lo hice mío.
Pero el deseo sin realización no causa más que dolor. Lo supe en el
mismo instante que me hice de él. Este es el universo de la sabiduría
de lo futuro. No hay lugar para mí. No hay lugar para un escritor de
profecías que jamás ha escrito una sola visión del porvenir. El deseo
no es suficiente. La imaginación es el desdoblamiento de la realidad.
Yo... yo soy el doble negativo del primer ser, su imposibilidad, el fi-
nal de su aventura. Aquí el tiempo gira, no hay flechas de las cuales
colgarse para viajar; no hay flechas para clavar en los deseos más pro-
fundos. Haciéndolos sangrar. Volviéndolos un charco en espera de la
voluntad de un nuevo creador.
Ya se habrán imaginado ustedes que esto es una despedida. Al
menos he podido amarlos alguna vez. Me voy deseando ser una mi-
tocosis o la ventosa de una mujer extranjera que desempolva la pan-
talla oscura de la cúpula que he habitado desde que nací.

Nada 65
Prohibido salir

N o puedes mirar afuera. Hay tanta oscuridad que, si encendie-


ras una luz, verías tu rostro en el cristal de la ventana. Pero no
hay luz disponible, no hasta que amanezca. Te preguntas qué hora
será. Retiras una de las mangas de tu saco y miras el reloj: las cuatro
con cuarenta y cuatro. ¡Vaya hora!, pocas veces se dan coincidencias
en la vida, así que, cuando una sucede, no queda más que atraparla
y guardarla en el primer frasco de cristal que se vea. Pero no traes
frasco alguno en tu maleta, ni bajo alguna de las mangas de tu saco.
Lástima, era una buena coincidencia: las cuatro con cuarenta y cinco.
La coincidencia se ha ido.
Ya no tiene caso que intentes dormir. El sol está por llegar. Siempre
te ha costado creer que es el planeta el que se mueve y no el sol. Pero
es tan evidente: el sol sale, se pasea por el cielo y luego se esconde. Así
de sencillo. Luego llegan los sabios y dicen que las cosas no son como
las vemos; en seguida, aparecen los profesores y enseñan, cuando ni-
ños, que las cosas sólo las podemos conocer cuando las vemos. Y en
el centro de todo, los ojos, esos dos planetas que tal vez se mueven
más que el sol pero que no brillan tanto como él. Que mires. Que no
mires. ¿Quién se pone de acuerdo? Por eso no eres sabio, ni profesor.
Tus ojos no ven nada, aún no. Sientes el tren bamboleándose bajo
tus pies. Para dormir has intentado imaginar las vías recorridas:
siempre iguales, repitiéndose, siempre iguales. Y cuando ya sospe-
chas que uno de los párpados está sucumbiendo, imaginas, así de
repente, el cuerpo de un ciervo cortado entre los rieles. Despiertas.
No puedes dormir. Por eso ya no lo intentas. Desperdicio de sillones

66 Rafael Villegas
amplios. No recuerdas haber viajado en un tren tan cómodo. Cuan-
do sientes que tu asiento ya no es lo fresco que quisieras, te puedes
mover a cualquiera de los asientos vacíos del vagón en el que viajas.
Tú eres el único pasajero, así que tienes completa libertad de movi-
miento. Eso te gusta. Podrías, sencillamente, cambiarte al asiento que
da al pasillo esperando que el de la ventana se refresque, pero no. A
ti te gustan los asientos que dan a la ventana, y ahora tienes muchos
a tu disposición.
Caminas tambaleándote por el pasillo hasta el fondo del vagón,
que es, a su vez, el último vagón de todo el tren. Escoges tu nuevo
asiento pero, entonces, sientes deseos de salir por un momento al bal-
concito exterior de la cola del tren, sentir el aire y, tal vez más tarde,
ver al sol que, poco a poco, iluminará los rieles bajo la locomotora. Tal
vez exista una advertencia que diga PROHIBIDO SALIR DURANTE
LA NOCHE. Entonces dudas girar la perilla. Dudas pero, técnica-
mente, ya es de mañana, aunque siga oscuro. Si quisieran evitar que
alguien se salga al balconcito a estas horas deberían colocar un letrero
en el que se lea PROHIBIDO SALIR DURANTE LA OSCURIDAD.
Giras la perilla y abres la puerta.
Esperarías haberte encontrado, de repente, con un aire frío; espe-
rarías abrazar tus propios brazos para protegerte de un cambio ra-
dical de temperatura. Pero no. Sales y un calor terrible te recibe. No
puedes decir que te quema, pero está cerca de hacerlo. De inmediato,
te quitas el saco y notas que ya has comenzado a sudar, mojando la
espalda de tu inmaculada camisa blanca. Te recorres las mangas y
sientes, bajos los vellos de tus brazos, el sudor. No habrías esperado
un clima tan desagradable, así que decides regresar al vagón.
–¿Acaso no sabe, señor, que está prohibido salir del vagón durante
la noche?
A pesar de la temperatura, sientes frío en las venas. Parece la voz
de un muerto, suena como si una rata hablara desde el interior de
una calavera. Hay una figura en el umbral de la puerta que da al
balconcito. Afinas la mirada, pero sólo adivinas una silueta delgada,
insignificante.
–No se asuste, señor, sólo vine a advertirle que no debe salir del
vagón. No fue mi intención molestarlo.

Nada 67
Pasas la saliva contenida en tu garganta. La voz, aunque muy ex-
traña, ya no suena tan terrible. Es más, hay una cierta amabilidad en
su tono que te ayuda a tranquilizarte. Pero no dices nada, sólo tratas,
sin éxito, de adivinar los rasgos de la silueta, misma que avanza al
balconcito, no sin antes cerrar la puerta. La silueta se coloca junto al
barandal metálico, como si pudiera mirar el horizonte a través de la
densa oscuridad.
–Hace un calor terrible, ¿no señor?
No contestas.
–¡Pero qué modales los míos! Primero lo asusto y luego pretendo
entablar una conversación con un extraño sin siquiera haberme pre-
sentado. Desde que vine a este mundo me llaman Agustín, Agustín
de Marame. Mucho gusto señor…
Sabes que debes contestarle tu nombre o, por lo menos, estirar tu
mano para recibir el saludo que, aunque no lo ves, seguramente te

pronto en un extraño que, para complicar la situación, te ha puesto


un gran susto y que, además, ni siquiera puedes ver. El anciano (pues
decides que de eso se trata esta silueta, de un anciano) calla también.
–Así son estas tierras –dice el anciano ignorando tu descortesía–,
calurosas desde que yo lo recuerdo. Tengo años, días, horas, minutos
y segundos recorriendo esta ruta y pareciera que cada vez aumenta
la temperatura. Y eso que aún es de noche, nada más espérese a
que salga el sol, uno desearía andar desnudo por ahí, que algún dios
soplara fuerte sobre nuestros cuerpos para no derretirnos como una
vela que ha iluminado una celda de escribano por toda una noche.
Decides hablar.
–¿De qué vagón ha venido? No lo he visto en el mío.
–¿No me ha visto? Pero si yo lo vi subir a usted. Somos compañe-
ros de vagón desde hace varios días. Yo estoy sentado en uno de los
asientos de adelante.
Tratas de recordar, pero te das cuenta que no quedan vestigios en
tu memoria del momento en que te subiste al vagón.
–Tal vez no se dio cuenta de mi presencia, pero no es raro, suelo
pasar desapercibido. Figúrese que cierto día, cuando era niño, mi ma-
dre me dejó olvidado en la tienda familiar. Yo estaba jugando en la

68 RAFAEL VILLEGAS
bodega cuando, de repente, ya no escuché nada, sino el silencio. Pasé
más de un día encerrado en la tienda. Por lo menos no me hacían falta
víveres ni dulces. ¿A usted nunca lo dejaron olvidado en algún lugar?
–¡No! –contestas sin pensarlo mucho y, a decir verdad, con
agresividad.
–Eso es bueno, muy bueno –contesta, impasible, el anciano–. Nin-
gún niño debe ser olvidado por la gente que lo quiere en lugares por
completo silenciosos.
Entonces notas algo que eriza tu piel: afuera, en este balconcito, no
se escucha el sonido de la locomotora. Es más, no se escucha ningún
sonido que no sea el de tu voz y la del anciano. Te asustas, te pones
nervioso y decides regresar de una vez al interior del vagón.
–¡Espere!
El anciano te detiene por la camisa.
–No hay manera de regresar. Ya debe saberlo a estas alturas del
viaje, ¿no es así?
No contestas. Tienes la sensación de que ya has escuchado antes
estas palabras. Pero nada recuerdas.
–Ni yo, ni usted, vamos de regreso, ni de ida –afirma el anciano
con una voz que percibes de resignación–. No hay destino posible
en esta tierra de la que usted ha querido escapar muchas veces. Pero
eso ya lo ha olvidado. De seguro ya no recuerda ni a dónde se dirige,
por eso pasa los días en este vagón sin atreverse a bajar en alguna
estación.
Retiras la mano del anciano, que parece que es de hielo de tan fría
y rígida que está.
–No es más que un loco –dices enojado–. Ahora mismo voy a que-
jarme con los responsables de esta línea. Uno ya no puede viajar tran-
quilo por este maldito país –atraviesas el umbral de regreso al vagón.
Sientes el cambio inmediato del clima. Cruzas todo el vagón dando
grandes pasos. Llegas a la puerta que conecta con el vagón vecino. In-
tentas girar la perilla. Nada. No se mueve, permanece rígida como un
promontorio que ha sido parte de una gran montaña por miles de años.
–Dígame cuál es mi nombre –escuchas decir al anciano a tus es-
paldas, a sólo unos pasos de ti–. ¿Acaso no recuerda mi nombre? Se
lo acabo de decir.

Nada 69
Aprietas con todas tus fuerzas la perilla de la puerta. Intentas ya
no girarla, sino arrancarla. Estás desesperado. No puedes recordar el
nombre del anciano.
–Mejor dígame cuál es su nombre. ¿Cómo se llama usted, señor?
“¿Cómo se llama usted, señor?”. Una pregunta que no sabes cómo
responder. La perilla no cede. Parece que no te queda otra opción que
enfrentar al anciano. Ni siquiera recuerdas tu nombre, ¿cómo habrías
de recordar el de él? Sueltas la perilla y volteas. Ahí está la silueta, pa-
rada a unos cuantos pasos. Debe estarse burlando de ti. Ya adivinas la
mueca en su boca arrugada, marcando surcos de piel avejentada. No
recuerdas nada, no sabes por qué estás en este tren, no sabes a dónde
vas, no sabes tu nombre. Enmudeces. Y entonces, de nuevo, escuchas
la voz hueca del anciano.
–Venga, señor, mejor tomemos asiento. Hay mucho que platicar.
–No, así estoy bien –contestas con sequedad–. ¿Quién es usted?
¿Qué ha hecho con mi memoria? ¿Qué quiere de mí?
–Muchas preguntas, señor, muchas preguntas en verdad. Y le ase-
guro que todas tienen respuesta, aunque tal vez no sean las respues-
tas que usted quisiera escuchar.
El vagón se tambalea con más violencia de lo normal. Ambos, tú y
el anciano se sostienen de un asiento. Sientes la textura de la tela del
asiento, pero no recuerdas de qué color es.
–No se preocupe, no falta mucho para que amanezca. La luz le
ayudará a conocer lo que le rodea. Pero cuando venga la noche tenga
la seguridad de que lo olvidará de nuevo.
Callas.
–A sus preguntas puedo comenzar, más que contestándole, recor-
dándole lo que ya le he dicho antes. Desde que vine a este mundo me
llaman Agustín, Agustín de Marame. Aunque eso no viene mucho al
caso, pues en este momento usted ya ha olvidado mi nombre.
Callas. Callas y te asombras. Ya no sabes cómo se llama este viejo.
–En este mundo los nombres son particularmente difíciles de re-
cordar. No sabemos muy bien por qué razón. Pero es cierto. Lo pri-
mero que olvidamos son los nombres y más cuando se anda en la
oscuridad –el anciano hace una pausa, como dándote oportunidad
para hablar. Pero tú callas–. Como sea, no soy muy afecto a las des-

70 Rafael Villegas
cortesías. Usted me hizo preguntas y yo las contesto con gusto. Le
recuerdo que usted me preguntó: “¿qué ha hecho con mi memoria?”
–y, al decir esto, la voz del anciano se convierte, tono por tono, en la
tuya–, a lo que yo le respondo: yo no he hecho nada con su memoria.
Esa pregunta se la debo hacer yo a usted, aunque no espero que la
conteste, ¿o sí? –callas y aprietas los dientes unos contra otros–. Por
último usted dice que yo quiero algo de usted. Yo le digo, más bien,
que usted quiere algo de mí, aunque ya no lo recuerda.
–¿Y qué podría yo querer de usted–, preguntas tratando de conte-
ner el enojo que te causa el no saber nada.
Eso es sencillo, señor. Usted quiere que yo le diga su nombre.
Tu nombre, sí. Tal vez si lo supieras pudieras recordar, como en ca-
dena, todos los recuerdos perdidos. Sabrías por qué estás en este tren,
hacia dónde te diriges, quién eres. De nuevo sientes un movimiento
brusco del vagón. Haces ademán de querer dejar tu saco sobre uno
de los asientos.
–Le recomiendo que no se separe de su saco, señor. Uno no sabe
cuándo puede hacer frío en esta tierra.
“Ahora se cree mi madre”, piensas, dejando caer tu saco con brus-
quedad. Y entonces, una luz suave, azulosa, parece surgir de la palma
de la mano izquierda del anciano. ¿El anciano? Intentas mirar su ros-
tro. Apenas ves un óvalo oscuro, unos ojillos color miel. Retrocedes,
sientes la perilla clavándose en tu espalda. La luz de la mano del ser
se eleva unos centímetros para, después, dividirse en cinco esferas de
luz azulosa. Las luces se colocan encima de cinco ventanas de uno de
los costados del vagón.
–Ya nos hacía falta un poco de luz, ¿no señor? Asómese. No le
harán daño –y el ser de rostro oscuro y ojos color miel toma asiento,
dejándote el paso libre por el pasillo del vagón. Temeroso, pero inva-
dido por una gran curiosidad, caminas por el pasillo y te acercas a
la luz más cercana. Notas que el cristal de la ventana está empañado
y que hay una palabra escrita sobre él: AHORA. Volteas para ver los
ojos color miel del ser. Pero no lo alcanzas a ver. Las únicas luces del
vagón apenas alcanzan para iluminar las ventanas. Avanzas un poco
más sobre el pasillo y te acercas a la segunda luz, que ilumina una
segunda ventana empañada… y escrita: SE. Pronto miras la tercera

Nada 71
ventana, suponiendo que hay otra palabra escrita con ayuda del va-
por que la empaña. No te equivocas: CREE. Una ventana más: MI. La
última ventana: MADRE.
–“Ahora se cree mi madre” –lees maravillado–. Eso pensé hace un
momento, lo puedo recordar.
Entonces las luces, haciendo un baile por todo el vagón, se reúnen
en una sola esfera sobre la mano del ser de rostro oscuro y ojos color
miel quien aplaude con fuerza, dejando en total oscuridad al vagón,
de nuevo en total oscuridad.
–Ahora mismo no lo puede entender –dice el ser extraño–, pero le
puedo decir que este mundo está hecho de usted. Debe poner aten-
ción, pues en cualquier parte, donde menos se lo espera, hay cosas fa-
bricadas con la materia misma de sus palabras. Pero ya habrá alguien
que le hable de eso, alguien que lo conoce mucho mejor que yo. Pero
ahora debemos irnos de inmediato.
–De qué está hablando. Usted es una cosa extraña. No se qué es,
ni de dónde salió, ni qué quiere. No entiendo qué está pasando, pero
no tengo ninguna razón para confiar en usted.
–El Niño Postrado me advirtió que esto sucedería. Ahora entiendo
por qué terminó usted en esta cárcel.
–¿Cárcel? –preguntas dirigiéndote de nuevo a la perilla para pasar
a otro vagón–. De verdad no entiendo nada y me largo de este vagón
ahora mismo –tratas de girar la perilla con todas tus fuerzas.
–Ninguna celda se puede abrir desde adentro –dice el ser con voz

usar. A estas alturas ya se la ha de haber tragado.


Entonces giras con violencia y te acercas al ser encendido
de coraje.
–¡Entonces, me puede decir usted… señor… ¿por qué si este vagón
no es un vagón, sino una maldita celda, es que hay una puerta que
puede ser abierta cuando yo quiera… y por la que pudiera escapar
cuando yo quiera?! –empujas al ser apartándolo de tu camino. Avan-
zas agitado, enfurecido, hacia la puerta que da al balconcito exterior,
-
cito. Sientes de nuevo el peso terrible del calor y lo abrumador del
silencio más absoluto.

72 R AFAEL V ILLEGAS
Afuera, ya no sabes qué hacer. Respiras rápido, tu corazón late, los
poros de tu piel sudan como nunca. Sientes el cabello mojado. Una
gota de sudor atraviesa tu frente y queda atrapada en una de tus ce-
jas. Liberas el nudo de tu corbata, pues te parece una serpiente terri-
ble prensada a tu cuello con miras a impedir tu respiración. Miras la
silueta del ser caminando hacia ti. Se coloca en el umbral de la puerta.
Estás asustado, muy asustado.
–Tiene usted razón en algo, señor –dice el ser con voz calmada–.
Usted pudiera escapar del vagón por esta puerta. Pero dígame, ¿acaso
sabe a dónde iría? Por si no lo ha notado antes, afuera no hay nada, ni
sonido, ni piedras, ni cosas terribles o buenas. Afuera sólo hay calor,
un terrible calor que no es un lugar para habitar, sino una falsificación
espantosa del espacio. Aunque usted saltara, señor, El Maquinista en-
contraría la manera de regresarlo a su celda.
–Pe… pero, el sol… yo he visto el sol salir, y los campos, yo los he
visto… debo haberlos visto –dices con palabras casi ahogadas, inse-
guras–… debo… debo… –comienzas a sollozar.
–Puede usted llorar, señor. Ya hace muchos años que no lo hace.
Pero, si usted así lo desea, podrá tener muchos años más para llorar,
pero llorar lejos de aquí, llorar en otra parte donde el llanto no sea
una excepción –diciendo ésto, el ser te entrega tu saco–. Debe tomar-
lo, pues pronto lo va a necesitar. Es mejor que se lo ponga.
–Pero…
–A donde vamos no hay calor, por el contrario, hace mucho frío
–te dice mientras sus manos comienzan a encenderse con luz azu-
losa. Puedes ver su rostro con claridad: cubierto por plumas negras
y brillantes, que rodean dos pequeños pero penetrantes ojos color
miel, que te miran regalándote una calma que invade todo tu cuer-
po, desde los cabellos hasta la última de tus uñas–. Esta noche es
especial, señor, pues alguien que lo ama abrirá hoy una herida en el
Simulacro, una puerta por donde podremos salir, de la misma ma-
nera que yo entré hace tiempo, sin que El Maquinista se percatara.
Pero a El Maquinista nunca le ha importado quién entra a su tren, lo
único que le preocupa es que nadie salga del mismo. Así que, señor,
debo advertirle que esto nos será sencillo. Ni yo, ni quien me envía,
podemos forzarlo a salir de aquí, pues nadie que escape contra su

Nada 73
voluntad de alguna cárcel puede ser liberado verdaderamente. Hay
cárceles más terribles que éstas –y el ser estira su brazo derecho y
toca tu frente con su mano abierta. Sientes como si un viento fresco
atravesara tu cuerpo. Unos segundos después, retira su mano–. Así
que, señor, es su decisión. Yo puedo pedir que la puerta sea abierta
sólo para mí, y entonces habré fallado en cumplir la misión que me
fue encomendada.
Lo miras a los ojos por un momento y, entonces, sabes lo que de-
bes hacer. Metes tus brazos en las mangas de tu saco y te lo colocas
cubriendo tu torso. Entonces, percibes una línea de luz azul atrave-
sando horizontalmente la oscuridad.
–¿Esa es nuestra puerta? –preguntas tranquilo.
De repente escuchas la puerta frontal del vagón siendo azotada,
tal vez destruida. Apenas percibes una figura enorme, dando gran-
des y violentos pasos sobre el pasillo.
–Recuerde, me llamo Agustín de Marame y nuestro escape co-
mienza ahora –unas enormes alas de luz azul surgen de la espalda
de Agustín de Marame y se extienden. Te abraza y, de repente, ya no
sientes el piso del tren.

74 Rafael Villegas
El llanto del gusano

C uando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre, supo
que el tiempo nunca da marcha atrás.
Durante décadas, Linca lo había alimentado con miel, por lo cual
él le estaba completamente agradecido. Sin duda, era su alimento pre-
ferido. Pasaba horas enteras pensando en la miel, imaginando cómo
resbalaría por su lengua. Casi siempre engullía con descuido tragos
enteros; disfrutaba de la sensación de ahogo, de falta de aire, de in-
movilidad. La miel le proporcionaba esos placeres que, por lo demás,
mantenía ocultos de ella.
Ella, por su parte, preparaba cada trago con desgano, con los ojos
atrapados por el desánimo, con las miradas oscuras como sus pár-
pados. Avanzaba con lentitud en sus tareas, en todas y cada una de
ellas. Exprimía los gusanos como pidiéndoles permiso. La miel de
un gusano, como se sabe, puede ser extraída con dos simples movi-
mientos: cortar la cabeza, apretar la cola. La miel debe salir en un solo
cuerpo, sin pérdidas de tiempo. Eso lo aprenden las mujeres errati
desde que son pequeñas. Todas ellas conocen la importancia de ser
rápidas, eficientes, en la extracción de la miel.
Linca, sin embargo, no tenía ninguna prisa. Rasgaba con sus finas
uñas la piel blanca del gusano. El líquido encontraba una salida y bro-
taba en pequeñas gotas. Ella tendía al gusano, aún vivo, y colocaba
un recipiente debajo, en el lugar justo para atrapar, gota a gota, la miel
del infortunado animal. La mujer cerraba los ojos de todo su cuerpo
y se concentraba en escuchar al gusano llorar. A decir verdad, los
gusanos no lloran. Algunos dicen que estos animales, al tener certeza

Nada 75
de su muerte, tratan de acelerar lo inevitable. Son seres desesperan-
zados, absortos en su fatalidad, incapaces de sobrellevar los inconve-
nientes. Llega un momento en la existencia de cada gusano en que
se convence de que vivir ya no es una opción. Entonces, comienza a
contraer su piel, la fuerza a niveles que superan su resistencia, hasta
que se desolla a sí mismo. Al sonido, casi imperceptible, de la piel
contraída de un gusano, se le conoce como llanto. Se necesita de un
alto nivel de concentración para ser capaces de escucharlo.
El proceso de suicidio del gusano no sólo afecta su piel, sino a la
miel de sus entrañas. La señal inequívoca de que la miel se ha arrui-
nado es el calentamiento y el cambio de color, que pasa de ser blanco
a rojo. Por eso las mujeres errati son veloces en la extracción de la
miel. A nadie le gusta probar la miel amarga. Además, hay quienes
afirman que el consumo de miel echada a perder provoca locura,
asunto que no está completamente comprobado.
Educada en los túneles reales, Linca sabía concentrarse. Conocía
algunos secretos de la meditación ciega, disciplina milenaria en la
que las ancianas maestras enseñan que toda mujer errati tiene un
ojo invisible en algún lugar de sus largos cuerpos, además de los
cincuenta que cubren sus rojas pieles.1 Pero Linca no era una errati
promedio, pues eran muy pocas las que tenían el privilegio de crecer
en los mismos túneles que han habitado los sabios, los héroes y
los gobernantes de la nación errati, desde sus comienzos. Linca no
conoció padre ni madre y su único hogar fueron los interminables
túneles reales, en los que, cuando era niña, se perdía hasta que algún
soldado la encontraba sonriente y tranquila.
Para Linca, perderse en los túneles era un juego, le gustaba ima-
ginar a sus compañeras y mentoras rezando por ella, porque fuera
encontrada pronto; pero cuando regresaba, casi siempre hallaba a sus
compañeras de casa durmiendo. Entraba a su nicho y se disponía a
cerrar los ojos, comenzando por los de la cola hasta alcanzar el de
la frente. Lo último que veía, antes de dormir, era el largo dormito-

1
Aunque se han dado casos extraños, como el de Mare Li, que tenía cerca de cien ojos,
según contaron sus amantes.

76 Rafael Villegas
rio bañado por las aguas del mar de espuma. Prefería no soñar, pero
cuando lo hacía tenía pesadillas de túneles secos, infinitos, donde se
arrastraba en medio de la burla de mucha gente, que escupía el cami-
no por donde pasaba.
Despertaba y todo seguía igual. Ya no volvía a dormir.
A pesar de la vigilancia de las mentoras, Linca logró escaparse una
vez más, decidida a perderse en algún túnel en el que nadie pudie-
ra hallarla jamás. Ahora sí que van a ponerse a rezar, pensaba mientras
planeaba su ruta. Decir que planeaba su ruta es inexacto, pues lo que
realmente hacía era todo lo contrario: no pensar los caminos y dejar-
se perder por la maraña de túneles. Nadaba con la mente en blanco.
Cuando se encontraba con un cruce de dos caminos, siempre toma-
ba el izquierdo; cuando eran tres las opciones, también tomaba el iz-
quierdo; cuando eran cuatro, igual, tomaba el primero a la izquierda.
Nunca se había encontrado en la disyuntiva de tener que decidir por
cinco, seis o más túneles. Hasta ese día.
Linca contó seis túneles frente a ella, y cuando estaba por tomar el
primero a la izquierda, escuchó un ruido que le pareció extraño. Pa-
recía la voz de un hombre. Venía de arriba. Ahí estaba, un séptimo tú-
nel ubicado sobre su cabeza. Jamás lo hubiera pensado. De inmediato
supo lo que tenía que hacer. Levantó el rostro blanco y se adentró en
la oscuridad del séptimo túnel, que era mucho más estrecho que los
que ella había conocido. Nadó por un par de horas. El ruido, la posi-
ble voz de un hombre, había cesado. El túnel parecía estrecharse con
cada metro avanzado. Linca no se desesperó en ningún momento.
Por el contrario, se movía entre la espuma con la dicha de saber que
nadie la encontraría en ese túnel, pues era demasiado estrecho para
que cupieran las mentoras y los soldados, demasiado oscuro y lejano
como para que alguna de sus compañeras se atreviera a atravesarlo.
Todo estaba fuera de control, justo como le gustaba.
Ensimismada en sus pensamientos, no se dio cuenta cuando el ca-
mino, simplemente, se volvió extremadamente pequeño, incluso para
ella. Ya no sabía si estaba subiendo o bajando, si avanzaba o retrocedía.
Había demasiada oscuridad. Y entonces lo escuchó. Una voz gruesa.
“¿Quién anda ahí?”.

Nada 77
Linca, sorprendida, guardó silencio. Se llevó ambas manos a la boca
y cerró todos sus ojos, excepto el de la frente. Se maldijo a sí misma.
Se reprochó haber creído que a donde iba nadie más habría ido. Pero
había alguien, al otro lado del punto más estrecho del túnel. Cerró el
ojo de su frente y puso todo su empeño en escuchar. Alguien o algo
respiraba al otro lado, muy cerca de ella. Intentó escuchar la forma en
que se movía la espuma que lo llenaba todo, entendió que al otro lado
había una habitación circular enorme, tanto como el ser que la habita-
ba, pero no había espuma. No supo discernir más; no había avanzado
tanto como debiera en sus clases de meditación ciega. Por unos segun-
dos, Linca consideró el regreso; se imaginó avanzando entre los nichos
de su dormitorio. Nadie la vería, nadie notaría su llegada.
Decidió abrirse paso hasta el otro lado del túnel. Estiró su brazo
derecho tanteando si había alguna abertura. Para su sorpresa, su bra-
zo pasó, casi completo, por el agujero al final del túnel. De inmediato,
se dio cuenta de que la temperatura en esa habitación que no podía
ver era mucho más cálida de lo que ella estaba acostumbrada. Al con-
tacto con la ausencia de espuma del otro cuarto, la temperatura de su
cuerpo aumentó. Se sintió mareada por un rato y, cuando apenas se
decidía a sacar el brazo del agujero, una mano la detuvo con firmeza
desde el otro lado. Linca sintió que su cuerpo se quemaba y que sus
ojos ardían. Después, perdió el conocimiento.

“No puedo creer lo hermosa que eres”.


Linca escuchaba la voz de hombre pero era incapaz de abrir los
ojos. Los sentía pesados y, más aún, pegados por alguna sustancia.
Movió con mucho trabajo los brazos y se dio cuenta de que estaba
dentro de una especie de bolsa babosa. Abrió el ojo de su frente y vio,
a través de la bolsa traslúcida, que alguien la miraba desde afuera.
Linca, sin embargo, no se sentía asustada. Por el contrario, sentía una
extraña calma, que la hacía desear quedarse en la bolsa para siempre.
Se sentía tan tranquila que logró dormirse de nuevo.
Cuando despertó, ya no se encontraba en la bolsa. Abrió, poco a
poco, todos los ojos, y se percató de que la bolsa colgaba del techo,
abierta, justo encima de ella. Si había caído desde ahí, simplemente,
no lo supo. Linca se sentía extraña. ¿Qué es este lugar? ¿Qué pasó?, se

78 Rafael Villegas
preguntaba. Se tocó la cabeza y notó que estaba llena de alguna sus-
tancia pegajosa, tal vez la misma que la envolvía dentro de la bolsa.
Miró a los lados y se encontró en una habitación enorme, cuyo suelo,
blanco, no dejaba de moverse, como si se tratara de espuma atrapada,
sin salida. Linca comenzó a agitarse, aterrorizada, pues se dio cuenta
de que en la habitación no había espuma. Moriría sin remedio, la se-
quedad la ahogaría. Se arrastraría lastimando su vientre.
“No te preocupes”, escuchó a la voz del hombre, “los errati pode-
mos vivir sin la espuma, no es algo que nos enseñen desde pequeños,
debemos aprenderlo por nosotros mismos”. Linca se sintió aliviada
al escuchar esa voz, como si se tratara de alguien conocido. Quiso
moverse y se dio cuenta de que su cuerpo no era el mismo: había
crecido, su cola era por lo menos diez veces más larga, y el negro de
sus ojos se había vuelto blanco. Levantó, a duras penas, su cola, con
cuyos ojos vio su rostro: era tan vieja como sus mentoras. “¡¿Qué me
hicieron!?”, su voz también era otra, más sonora, irreconocible. “¿Hi-
cieron? Aquí sólo vivo yo. Además, cuando pasan diez años envejecer
es natural, nada se te ha hecho aquí. Tú has venido, como antes, a
nacer”. Dicho esto, el hombre se acercó a Linca, que no entendía del
todo las palabras del hombre, aunque las aceptaba de buena gana. Él
era ligeramente más alto que ella, de piel roja, con diez ojos en cada
brazo y dos en la frente: era un hombre errati que, sin embargo, era
el más extraño que haya visto. La piel del abdomen le colgaba en una
masa voluminosa y sus dos ojos, escondidos entre dos mejillas enor-
mes, irradiaban benevolencia.
“Te amo aún más que cuando vivías en el capullo”, dijo el hombre
con su voz potente. Linca no supo qué contestar. Sencillamente, se
abalanzó en un abrazo sobre el hombre, que la envolvió con sus bra-
zos, cuyos ojos miraron los de ella. No sabía, no entendía lo que pasa-
ba, pero nunca antes se había sentido tan segura; se sentía en casa, con
ese hombre, a quien amaba sin siquiera recordarlo. El suelo blanco
se movía sin cesar debajo de ellos, inestable como las corrientes de
la Gran Bóveda, aunque suave como el arrullo de la Mentora Madre.
Así, pasaron treinta años, durante los cuales Linca y el hombre
se amaron. Él le enseñó que el suelo se movía porque estaba lleno de
gusanos, de cuya miel se alimentaron durante todo ese tiempo. Él ha-

Nada 79
bía fabricado un recipiente para la miel utilizando como material una
porción de suelo seco. A veces olvidaban, en esa enorme habitación,
que era necesario dormir. Pasaban días enteros platicando y mirándo-
se. Cierto día, voltearon hacia el techo de la habitación y descubrieron
que un pedazo del capullo caía con ligereza. El capullo había cambia-
do de color y se había arrugado.
“Ya ha muerto”, dijo el hombre, atrapando el pedazo de capullo
antes de que tocara el suelo. “¿No sabía que estaba vivo?”, contestó
ella. “Estuvo vivo y volverá a estarlo. La vida tiene un estómago muy
amplio, tanto que hasta la muerte cabe en él”, y, entonces, el hombre
se comió el pedazo de capullo.
Linca y el hombre dormían con los cuerpos enroscados, cosa que
se volvió cada vez fue más difícil, pues el cuerpo del hombre aumen-
taba de volumen. Conforme los gusanos del suelo comenzaban a es-
casear, el hombre se volvía incapaz de moverse, por no tener la fuerza
necesaria para levantar su propio peso. Ella comenzó a buscar sola
los gusanos, mientras el hombre se quedaba en un rincón de la habi-
tación, sin moverse, impasible y con la mirada perdida.
Linca supo entonces que el hombre moriría pronto, cuando comie-
ra la última gota de miel de la reserva del suelo. Lo entendió un día
que, después de vaciar la miel del recipiente, los diez ojos del brazo
derecho de él se cerraron. Ella pensó que si retrasaba la extracción de
la miel, tal vez evitaría la proximidad de la muerte del hombre. Por
eso comenzó a extraer la miel gota a gota, después de embadurnar al
gusano en turno con saliva, lo que, según descubrió, evitaba el suici-
dio del animal hasta el momento en que la última gota de su interior
caía en el recipiente. El hombre apenas podía hablar, pues los cachetes
habían logrado cubrirle la boca. Linca decidió dedicarse a escuchar el
llanto de los gusanos.
Linca encontró al último de todos los gusanos que habitaban el
suelo cuando ella llegó; entonces, supo que el tiempo del hombre ter-
minaría y que su soledad comenzaría. Nunca le preguntó cómo había
entrado a la habitación, por lo que no sabría cómo salir. Pero eso no
le preocupaba, pues no tenía intenciones de regresar. Ese era su lugar,
con o sin el hombre. Extrajo la miel con el proceso habitual y llevó el
recipiente a la boca del hombre, que estaba convertido en una masa

80 Rafael Villegas
amorfa, enorme. No lo pensó dos veces, no lo puso en duda, logró
depositar la miel en la boca del hombre que había amado desde hacía
tantos años. Los dos ojos de su frente eran los mismos y cuando los
vio por última vez, un segundo antes de que los cerrara para siempre,
ella supo exactamente lo que haría desde ese momento.

Cuando Linca tragó la última porción del cuerpo del hombre, supo
que el tiempo nunca da marcha atrás. Su cuerpo, siempre delgado,
ahora era igual o más obeso que el del hombre en sus últimos momen-
tos. La mujer errati se quedó quieta, muy quieta, y comenzó a escu-
char el sonido de su propia piel estirándose a niveles inauditos, inca-
paz de soportar el contenido de su cuerpo deformado. De su vientre
salieron incontables larvas de gusano, un ejército de ellas. Algunas se
dirigieron al suelo de la habitación, al que le dieron de nuevo un color
blanco y mucho movimiento; las demás, millones de ellas, escaparon
del lugar por el agujero a través del cual, muchos años antes, Linca
había metido su brazo.

Nada 81
Ojos ardientes

Uno

–Caminé trece pasos para llegar a ella.


–Deberías intentar hacerlo con menos.
–¿Menos?
–Sí.
–Imposible.
–¿Ya intentaste caminar de espaldas?
–No. Es estúpido. ¿Cómo haría contacto visual con ella?
–Ella podría moverse, frente a ti.
–¿Sin mirarme? No creo.
–Eres un caso.
/////////////////////
–Tal vez podría pasar mi mano frente a ella. Me ubicaría.
–Sí, es lo que digo.
–Cuando vea mi mano sabrá que estoy detrás de ella. Tal vez se
pase frente a mí.
–Es posible.
–Es seguro.
–¿De qué hablaríamos?
–Primero tendría que aceptar hablarte.
–Eso no es problema. Lo hizo hace rato. No puede cambiar de opi-
nión. Creo que puedo llegar en once pasos.
–Apostamos.
–Mi camastro vibrador por dos horas tuyas en el alimentador.

82 Rafael Villegas
–Sabes que no puedo darte eso. Serían por lo menos tres días
sin funcionar.
–Podríamos calar qué pasa.
–No.
–Siempre lo mismo. Debo encontrar compañeros más
/////////////////////
experimentales.
–No me conoces.
–Eso no lo sabes. Tal vez ayer platicamos de lo mismo. Seguro que
no aceptaste la apuesta. Aquí estamos.
–No lo sabemos.
–No pasa nada. Es más, nadie asegura que yo te gane.
–No me conviene. Ya casi termina el día.
–¿Y qué?
–Si te gano, no podría disfrutar de tu camastro suficiente tiempo.
–Podrías hacerlo mañana. Sólo imagínate: todo el día vibrando.
–Mañana ni te reconoceré.
–Cambiemos los camastros ahora mismo. Bueno, si me ganas. Ma-
ñana, cuando vengas al asoleadero, te encontrarás un camastro distinto.
–Si no lo reconozco mi sistema se va a corromper.
–No puedo creerlo. Te doy la oportunidad de divertirte y tú sólo te
preocupas por el sistema.
–¿Para qué arriesgar lo que tenemos? Mira, si yo tengo este ca-
mastro y tú ese es por algo. Así debe ser. ¿Qué tal si nuestros actos
afectan al crucero? Mañana estaremos deseando habernos quedado
con nuestros camastros asignados. Fin de nuestra vida de vacaciones.
Creo que no valoras lo suficiente el privilegio de haber sido construi-
dos como turistas. No puedo ni imaginarme lo que sería la vida como
un limpiacamastros o un pulidor.
–Si nos hundimos, mañana despertaremos bajo el océano. Sería un
buen cambio.
–Por favor, ¿no me digas que no la pasas bien aquí? Bebidas, sol,
toallas limpias,
/////////////////////
mujeres.
–No sé. ¿Tú la pasas bien?

Nada 83
–Claro.
–¿Cómo te llamas?
–¿Qué?
–¿Cómo te llamas?
–Sage. ¿Y qué?
–¿Cómo sabes?
–Lo ví esta mañana.
–¿Dónde?
–Pues aquí, en el camastro.
–No viste bien. Ya me imaginaba. Vemos lo que el sistema nos dice
que veamos.
–Qué tonterías.
/////////////////////
–Esta mañana, cuando el sol no había salido y todos descansaban,
yo vine aquí e intercambié mi camastro por el tuyo.
–Imposible.
–¿Qué dice?
–¿Qué dice?
–Tu camastro, ¿qué dice?
/////////////////////
–Arro.
–Sage, te acabas de convertir en mi compañero de viaje. Arro soy yo.

Dos

Día 1 ///////////////////// Cada noche, en el alimentador, se


eliminaban las informaciones adquiridas durante el día. No estoy segu-
ro, pero sospecho que también se realizaban labores de reestructuración
de sistema. Sé muchas cosas, pero no las recuerdo. Arro tenía razón.

Día 2 ///////////////////// Un calor terrible recorrió mi espal-


da. Mis ojos ardieron cuando Arro me dijo su nombre.

Día 3 ///////////////////// Arro y yo fuimos lanzados al océa-


no al mismo tiempo. Lo perdí. No lo busqué. No puedo. El agua debió

84 Rafael Villegas
permiten la entrada de más luz que otras.

Día 4 ///////////////////// Un ser enorme, casi del tamaño de


un crucero medio, pasó junto a mí. Movió las aguas con tal violencia

pude asolearme. Estoy dejando de existir.

El ser hacía unos sonidos hermosos.

Día 5 ///////////////////// Arro no tenía derecho de corrom-


per mi sistema. ¿Por qué yo? Pudo ser cualquiera. Las contradiccio-
nes no me dejan descansar. No quiero dejar de existir. Maldito Arro.

Día 6 ///////////////////// Un poco de luz.

Día 28 ///////////////////// Mueven las manos. Me ven con


esos ojos acuosos, brillantes. Vivo.

Día 29 ///////////////////// Cuando moví los ojos para ver a


mi alrededor, todos estos seres se alejaron. ¿Tienen miedo? No dejan
de hacer ruidos. Me aturden. No sé lo que quieren de mí. Por lo pron-
to, me han conservado con vida.

Día 30 ///////////////////// El cielo gira sobre mi vista. O tal

un susurro. Roza mi conciencia. Es un cosquilleo en mi sistema. Tal


vez es el paso del tiempo, de los días.

Día 31 ///////////////////// He logrado mover un dedo de mi


mano derecha. Sólo faltan dos. Unos especímenes pequeños de estos
seres vinieron a picar mi torso con unos palos. Creo haber sentido algo.

Día 32 ///////////////////// Todas las mañanas, un ser muy


pequeño baja desde el cielo y se para sobre mi rostro. Siento sus extre-
midades inferiores. Sus brazos sin dedos se extienden y le permiten
alejarse del suelo. Regresa al cielo y desaparece. Es extraño, pero creo

NADA 85
haberlo visto antes. Sé que no es posible. Sé que antes de ser expulsa-
do del crucero yo no tenía ayeres. Pero estoy seguro de haberlo visto
antes. No sé dónde.

Día 33 ///////////////////// He logrado levantarme. Apenas


lo hice, aparecieron cuatro enormes especímenes de estos seres. Me
tumbaron. Por hoy, ya no tengo energía para levantarme de nuevo.
Debo descansar.

Día 34 ///////////////////// Antes de ser tumbado, logré ver


el lugar: edificaciones de roca rodean una gran explanada, en cuyo
centro me encuentro. Viene la noche y veo a los seres, asomados des-
de sus ventanas, vigilándome. Poco a poco se alejan, cierran las ven-
tanas y apagan sus luces. ¿Descansarán? Eso me parece.

Día 35 ///////////////////// Un ser con 30564 zurcos en el ros-


tro vino esta mañana. Ha acercado su rostro al mío. Parecía muy in-
teresado en mis ojos. He logrado ver infinitas pulsaciones en sus ojos
acuosos. Una maraña de largos hilos blancos cubrían toda su cabeza,
con excepción de los alrededores de la boca, los ojos y la protuberan-
cia que crece entre ambos. No pude contar los hilos, no tuve suficiente
tiempo. Se levantó de prisa. Creo que se ha conmocionado por algo
relacionado con mis ojos.

Día 36 ///////////////////// Me levantaron varios seres, de


los más robustos. Me fascina ver cómo todo en ellos se mueve. La cu-
bierta de sus cuerpos se expande y se contrae. Parecen tener un motor
a la altura del pecho. Pulsa con lentitud. Al principio, me lastimaban
sus pulsaciones. Más cuando me encontraba rodeado de decenas de
ellos. Ahora sus pulsaciones, las de todos los rincones de sus cuerpos,
me parecen deliciosas. Debe ser doloroso tocarme. Mis cargadores
tensan sus cuerpos y hacen gestos desagradables. Un líquido surge
de la sección sin hilos ubicada sobre sus ojos. Es agua. Eso debiera
explicar lo acuoso de sus miradas. Están hechos de agua. Pero no vi-
ven en el agua. Viven sobre una especie de crucero también. Sé que se
mueve, a una velocidad infinitamente inferior a mi antiguo crucero,

86 Rafael Villegas
pero se mueve. Los seres me llevan al interior de uno de los edificios.
Veo pedazos pequeñísimos de roca desprenderse desde los techos.
Las paredes tienen tantos zurcos como los del ser que me miró de
cerca. Bajamos escaleras, muchas de ellas, cientos de escalones. Veo
algunos ojos acuosos surgir de la oscuridad. Me ven, ¿qué piensan?
Un ser que cargaba a uno muy pequeño toca mi cabeza. Bajamos. Ba-
jamos. Bajamos. Ya estoy seguro. Todo se mueve debajo, más abajo,
de nosotros. Los cargadores se detienen, me colocan sobre una cama,
a la altura de sus cinturas. De entre las sombras, nace una luz cálida.
Viene hacia mí, y detrás de ella, adivino los 30564 zurcos del ser que
me miró de cerca. Otras luces aparecen sobre mí. Es un salón enorme,
al menos en su altura. Una luz de sol penetra desde el lejano techo.
Apenas la siento. Tan débil. El ser con la cabeza llena de hilos blancos
extiende sus manos sobre mis ojos. No le cuesta mucho trabajo ex-
traerlos. Como cuando Arro corrompió mi sistema, los ojos me arden.
Yo ardo. Yo soy mis ojos. Me levanto en las manos del ser. Ahí está mi
cuerpo, mi rostro. Los seres comienzan a hacer fuertes ruídos. Levan-
tan los brazos, saltan.

Aún siento sus pulsaciones. Incluso dentro de esta caja. Quiero salir.
Quiero estar con ellos.

Día 37 ///////////////////// Lo recuerdo todo.

Día 38 ///////////////////// Cuando la caja fue abierta, lo pri-


mero que vi fue un objeto fabricado con la misma sustancia de mi
cuerpo. Un aro en cuya superficie estaban grabados signos incom-
prensibles. En cuatro puntos del aro, el material se levantaba en forma
de triángulos en cuyo ángulo superior se abrían zonas circulares. Dos
de las zonas ya estaban ocupadas por los ojos de Arro. Mis ojos ocu-
parían los dos nichos restantes. Uno de espaldas al otro.

Quiero decirle a Arro que tenía razón, pero ya no tengo boca. Quiero
decirle que decubrí que no nos borraban los ayeres en el alimenta-
dor, sino que nuestros cuerpos se encargaban de eso. Nosotros somos
nuestros ojos, nosotros somos cuando ardemos.

Nada 87
El ser de hilos blancos levanta el aro con sus dos manos. Atraviesa un
pasillo angostísimo. Las rocas de las paredes se desprenden a su paso.
Al final del pasillo, casi en penúmbras, hay un pequeño salón con una
enorme silla en el centro. Sobre ella se sienta uno de los especímenes
pequeños de estos seres. El ser de hilos blancos, después de subir al-
gunos escalones junto a la gran silla, coloca el aro sobre la cabeza lisa
del ser pequeño.

Arro y yo vemos al ser de hilos blancos bajar de las escaleras, colo-


carse frente a nosotros y caminar de espaldas, de vuelta al pasillo.
Todavía se escucha su cuerpo tallando las rocas del pasillo, a su paso.

Silencio absoluto.

El ser pequeño, sobre cuya cabeza ahora habitamos, se levanta de la


silla y se baja con dificultad. Una vez abajo, aplaude. Al instante, cien-
tos de seres voladores surgen de las paredes del salón. Agitan sus
extremidades sin dedos a nuestro alrededor.

Siento la superficie lisa de la cabeza del ser pequeño. La siento mía.


Entiendo que los pequeños voladores se llaman aves. Entiendo el len-
guaje de las aves. Traen noticias de los lugares más lejanos y los más
cercanos. Entiendo los signos de la corona: “OJOS ARDIENTES DES-
DE EL CIELO, COMO SOLES DE DÍAS QUE MUEREN”.

Recuerdo a las aves. A una de ellas. Recuerdo a Arro sosteniendo con


sus manos a un ave. Recuerdo los ojos de Arro, extrañamente ilumina-
dos, como mil pares de soles. El ave volando y Arro descubriendo que
yo estaba allí. Me asustaba. Corría hasta el alimentador y descansaba.
Arro cambió nuestras camas mientras yo dormía, esa misma noche.

88 Rafael Villegas
Tragaluz

E scucho el sol entrando por el gran tragaluz del templo. Las telas
que lavo tres veces al día se secan tres veces al día. Rápido. He lle-
vado el oficio de acólita a nuevos niveles. Dicen los sacerdotes melli-
zos que nadie había dejado tan blancas las telas como yo lo hago. Les
creo. Los sacerdotes, no sólo ellos, sino todos los sacerdotes, saben la
cuenta exacta de las cosas y los días por el conocimiento pleno de sus
arrugas. Cada uno conoce la medida, la cantidad y las formas exactas
de las arrugas de su mellizo. Todas las noches se desnudan y exploran
sus avejentadas pieles. Ya imagino cómo habrán sufrido de niños, sin
arrugas, sin sabiduría, sin conocimiento del otro; las horas les parece-
rían días y los días minutos. Su tacto sin desarrollar no habría logrado
sustituir plenamente a ese par de órganos sobrevalorados: los ojos.
Precisamente, lo que no me gusta de esta religión es su culto a los
ojos. En estos años como acólita, he tocado las palabras de los libros
sagrados en más de una ocasión. Un día leí: “No es aceptable que los
dioses cometieran error alguno. Nuestra forma perfecta, la espiritual,
es a semejanza de los dioses. ¿Quién ha visto un dios con ojos?”. Y
también leí: “Recordemos al magnífico Puljio, cuando visitó a nues-
tros padres mellizos. Habló con ellos con potente voz y les dijo: han de
despertar a mi presencia, han de comprender todas las cosas con el oscureci-
miento de las mismas, han de ver con las manos y los oídos, han de ser como
nosotros, quienes los inventamos imperfectos para que ustedes mismos se
elevaran y fueran como los que habitamos las llamaradas”. De ahí entiendo
que tener ojos, mirar las cosas, es parte del plan de los dioses, es parte
de su obra creativa inigualable y perfecta. Yo no estoy de acuerdo.

Nada 89
Hay errores que las retóricas sagradas y profanas intentan justificar.
Ya habrán descubierto que si estoy aquí no es por devoción.
Algo respeto de los iniciados en esta religión: decidieron encegue-
cerse. Hay una distancia enorme entre quienes hemos decidido dejar
de mirar con los ojos y aquellos que habrán de quedarse ciegos contra
su voluntad. Calderón, “El Manco” Calderón, es uno de ellos. Como
tantas veces antes, lo veo entrar rodeado de sus mujeres. Calderón
es, tal vez, el tipo más alto con el que me he topado en mi vida. Sus
mujeres, todas ellas, le llegan a la cintura. Estatura propicia. Un grupo
de mujeres ocupa las dos primeras bancas del templo; luego, Calde-
rón se sienta justo en el centro de la tercera, flanqueado por mujeres
que llenan la banca; a espaldas de Calderón, cinco bancas más son
ocupadas por el resto de sus mujeres. En las dos puertas del templo,
los guardaespaldas de Calderón comienzan a dejar pasar a los fieles.
Nunca he entendido las razones de la obesidad de los guardianes de la
gente poderosa de esta ciudad. Tal vez sean sus horas de inmovilidad
o los alimentos que la gente ignorante coloca a sus pies cuando los
ven. Un alimento en mano es la única manera de acercarse a una de
estas masas humanas. La gente es estúpida, creen que pueden aliviar
todos los males de sus cuerpos tocando los zapatos de charol de los
guardaespaldas. Lo único cierto es que no hay guardaespaldas más
obesos que los de Calderón, poderoso entre los poderosos de La Santa.
En este país se olvidan rápido las cosas. No es un asunto de me-
moria, sino de temor. Queremos ser como los perros, ansiosos de la-
drarle a la luna para irse a dormir y, después, despertar como se nace:
iniciando de cero, vacío, feliz, orinando el mismo árbol para marcar
un territorio que cada día es nuestro. Yo recuerdo demasiado. Veo to-
davía a Calderón como ayudante del capataz en el rancho del abuelo.
Fascinado con los caballos de la fortuna. Dichoso de haber salido de
las minas de agua. Con la piel blanca de tanto negarse al sol.
Yo era una niña de tres años que ya recordaba demasiado. Me ale-
jaba de los juegos y de la gente de mi edad. Gente pequeña. Veía el
mundo de los adultos, el de los hombres adultos: el del abuelo Me-
jorada, el del tío Foles, el del extraño Lai-Shin… el de Calderón, en-
tonces un adolescente, pero con manos avejentadas por una infancia
como esclavo. Una infancia que ya nadie recuerda ahora, ni siquiera

90 Rafael Villegas
él mismo. Tiene sentido: ¿quién creería que el hombre que habita los
últimos pisos de la torre más alta de Maenanam, el de la voz suave
y el cuerpo que se estira hacia el cielo, el amo de todos los negocios,
turbios y comunes de la ciudad, podría haber sido, en algún pasado,
un ayudante de capataz o, peor aún, un minero del agua?
Calderón no hablaba mucho. Hablaba por las noches con los caba-
llos de la fortuna. Les contaba historias, supongo. Tal vez les contaba
sus planes, sus sueños de grandeza y deseos de traición. Tal vez es-
peraba ser amo y que al menos uno de los caballos le hablara sobre el
mañana. No lo sé. Es posible que sólo les cantara canciones estúpidas
como las que silbaba durante el día. No lo sé. Nunca lo conocí más
allá de lo que los ojos y la distancia me permitían ver, encerrada en el
salón de las mujeres, asomada todo el día y toda la noche por el agu-
jero que las ratas habían cavado a través del grueso muro. Un ojo a la
vez. Me sentía más cómoda viendo con el ojo derecho. Teníamos sol,
eso sí. Un tragaluz pequeño, un punto comparado con el tragaluz de
este templo. Aunque lavo y tiendo rápido las telas blancas, me gusta
quedarme en el tendedero, con la cabeza hacia el sol, como una de
esas flores que traen últimamente del otro lado de la Gran Falla.
Uno de los sacerdotes gemelos –no sé cual, pues no los distingo–
me encontró hace tiempo con el rostro hacia el tragaluz: “he venido
pensando que ya que te gusta tanto el sol, sería bueno que salieras
del templo, que dieras algunos paseos por las plazas abiertas, cuando
el sol no haga sombras”. Agradecí el gesto y la preocupación del an-
ciano. Aunque supe que él era incapaz de entender que no me gusta
recibir el sol de cualquier manera. No. Lo que realmente disfruto es
el efecto del tragaluz, que permite la entrada de un cuerpo vertical,
muy definido, de luz solar. Me ubico dentro de ese cuerpo, no por que
quiera que el sol me bañe, sino porque desde adentro puedo sentir
la frialdad del mundo exterior, puedo entender el espacio ensombre-
cido. Puedo mirar incluso con una tela blanca sobre un par de ojos
cerrados. Me siento como en el salón de las mujeres. Mis manos son
como ratas, escarbando las paredes de luz, trayéndome noticias del
mundo de los hombres. Un mundo que inicia en el mismísimo tem-
plo, en los nichos donde imágenes de dioses hombres sólo cubren su
desnudez con una tela sobre sus ojos. Las telas que yo lavo, que yo

Nada 91
pongo al sol y que, finalmente, arden cuando se encienden las llamas
que envuelven las imágenes.
Alguna vez me quemé al no esperar el tiempo necesario para que
la imagen se enfriara. Lavo y seco, casi siempre, demasiado rápido.
Después de maldecir a la imagen, entendí que las cosas llevan su tiempo.
En más de una ocasión, dentro y fuera del templo, habría podido
acercarme a Calderón. No tengo miedo de sus guardaespaldas. No
tendría que tocarles ni un pelo para llegar a su amo. No soy oportu-
nista, no hay que hacer las cosas cuando se puedan, sino cuando se
comprendan, cuando se entienda su sentido.
Calderón está listo para recordarme.
Tomo el platón de cristal de manos de los sacerdotes mellizos. Sos-
tienen el objeto, no lo sueltan de inmediato, se acercan a mis oídos.
“No hay pecado si no se consiente al mal”, me dicen, susurrando.
Quiero creer que estos dos hombres han comprendido la razón de
mis actos. Avanzo sobre el pasillo central. Veo a los guardaespaldas
a muchos metros de distancia, en los portones del templo. Recojo las
limosnas de las primeras dos filas. Las mujeres de Calderón se quitan,
una a la otra, los aretes. Los pasan de mano en mano hasta depositar-
los en el platón. El cristal resuena. Las imágenes de los dioses se en-
cienden. Las telas que cubren sus ojos comienzan a arder; sus cuerpos
se calientan. La tercera fila. Escucho su respiración autoindulgente,
atravesando sus fosas nasales. Llevándose el aire de las mujeres que
lo rodean. Respira él, respiran ellas, respira él. Salto sobre los regazos
de ellas. Presiento niños en sus vientres, lastimados hijos de Calde-
rón. Las he salvado. No tendrán que ser echadas a los mercados de La
Santa, vendidas como mercancía usada. Tal vez logren huir entre el
tumulto que ya se forma en los portones. Ellas me lo agradecerán. Me
detestan. Bajo mi túnica de acólita, la fina daga es alcanzada por mi
mano derecha, cubierta por un guante blanco. No lo mancharé. Para
eso está la mano izquierda, para abrir las órbitas de los ojos de Calde-
rón, para facilitar el arte de mi daga, para extraer los ojos del hombre
más poderoso de la ciudad.
Los dioses arden. Los sacerdotes mellizos se toman de las manos.
Los guardaespaldas avanzan hacia mí, aplastando con sus cuerpos
a los más débiles entre los fieles. Calderón y yo estaremos solos, por

92 Rafael Villegas
unos segundos. Sus ojos caen en el platón de cristal, lo llenan, resue-
nan en mis oídos como un millón de aretes de esposas. El hombre se
ha quedado mudo, ahora respira por la boca. Colocaría uno de sus
ojos en su mano derecha y la cerraría. Si tan sólo Calderón tuviera
manos. “Sólo necesito uno”, le digo, y dejo un ojo en el bolsillo dere-
cho de su saco.

Algunas semanas después, viajo a la Frontera. Cómo extraño a mi


caballo de la fortuna. Debí haber matado a Palacios; después de todo,
masacró al Durán sin permitirle cumplir con el destino de los de su
especie: hablar sólo una vez en su vida para vaticinar el futuro de
su amo. Imperdonable. Pero las cosas tienen su tiempo; una vengan-
za a la vez. Tal vez lo vuelva a visitar. Ahora mismo debo alejarme
de La Santa. Tengo media ciudad detrás de mí. La otra mitad debe
estar rezando por mi vida o por mi perdón. O tal vez no. Pero el de-
sierto pierde a cualquiera, aunque hallen el camino. Somos cientos,
pero éramos miles los que cruzamos las dunas, los que matamos por
una probada de árbol de agua. Ahora sólo nos importa dejar el país.
Cazamos armatostes, esos animales extraños cuya piel, tan dura, es
el único material capaz de proteger los pies del calor de las arenas.
Después de varias semanas de andar, cada grano de arena se con-
vierte en un cuchillo. Los zapatos se desgarran con más facilidad que
la piel humana frente a las garras de las aves carroñeras que nos si-
guen, pacientes, desde que bajamos del vagón. Hay una sensación de
urgencia, no tanto por llegar a la Frontera, sino por ser encontrados
por la Piedra Blanca. Porque a esa anciana no se la encuentra, ella
encuentra al viajero para bendecirlo. Eso dicen y, desde anoche, eso
puedo asegurar.
No he hablado con nadie y, aunque hablara, no le contaría que la
Piedra Blanca vino a mí por la noche, cuando todos dormían y unos
pocos cantaban, frente a una fogata que se desvanecía, canciones de
las tierras que dejaron. Un viento helado golpeó mi nuca. No tuve que
voltear, la anciana ya estaba frente a mí. Cargaba su propia cabellera
blanquísima entre sus brazos, la mecía como si se tratara de una hija
a la que se le invita al sueño. No movía los labios, pero la escuché con
claridad: “Buscas a tu tercer hombre y lo hallarás más allá de la Fron-

Nada 93
tera”. “Sánchez”, le dije. “Palacios, Calderón, Sánchez, no importa su
nombre, los tres son lo mismo”. Hizo ademán de que me acercara a
ella. Me paré, dejé mi rifle en el suelo y caminé hacia ella. La anciana
estiró su brazo y me quitó la venda de los ojos. Supe que me inspec-
cionaba. Sentía el espíritu de su mirada muy dentro de mí. Después
de un rato, volvió a hablarme: “Usas la venda por las razones equivo-
cadas. No puedo bendecirte”. La anciana se sentó sobre sus pantorri-
llas. Comenzó a hablar en un idioma desconocido para mí. De pronto,
debajo de ella, comenzó a surgir una piedra blanca, que creció tanto
que alejó de mi vista a la anciana. En el cielo vi las estrellas cubiertas
por la danza aérea de las aves carroñeras. Vi caer la venda sobre mí.
La piedra blanca se desvaneció.
Me coloqué la venda de nuevo y recordé a Calderón en el templo,
cuando ya había matado a sus guardaespaldas y me disponía a salir
de ahí. “¿Quién eres?”, musitó Calderón cuando ya la sangre de sus
ojos había alcanzado sus labios. “¿No me digas que has olvidado al
viejo Mejorada? Soy su nieta y lo he vengado”. “Mejorada. Él me dejó
manco y yo le arruiné las piernas. Fue un duelo. Quedamos a mano.
Fue un pacto de hombres”. Limpié la sangre de mi daga en el panta-
lón de uno de los guardaespaldas. “Qué fácil olvidas. Me llevo tu ojo
como pago por el incendio”. “¿Cuál incendio?”. En ese momento sen-
tí ganas de atravesarle la garganta para que dejara de evidenciar sus
olvidos. Por respeto a los sacerdotes mellizos, decidí salir del templo,
pensando en los ojos de Sánchez.
No sé qué tanto podrían comprender mis actos los sacerdotes
mellizos. Finalmente, debajo de las vendas, ellos sólo ven sombras,
mientras yo veo una luz extraña que, casi siempre, me invita a seguir.

Mi nombre es Lucía, y he de vengar a mi familia, aunque sea de mí


misma.

94 Rafael Villegas
Citando a Brión

E n la ciudad colonial de Eles hay una zona que ha quedado casi


deshabitada. Le llaman Vieja. Hace quinientos años, la Peste del
Óxido obligó a los vecinos a mudarse a las regiones altas. Decían que
sobre el nivel del mar podían evitarse los efectos del óxido. Mentiras.
La maldición dejó las zonas bajas de Eles y alcanzó a los ingenuos. En
Vieja, se quedaron con el recuerdo y casi nada más.
Pero el tiempo pasa y los vientos cambian de rumbo. La Peste se
fue como llegó, en silencio, sin que nadie la notara. Los cuerpos de
los mutilados por el mal fueron acumulados y lanzados al sanjón Ne-
gro, al que antes llamaban Hondo. Cuentan quienes han explorado el
sanjón, que en el fondo algunos de los cuerpos negros no se han des-
compuesto del todo. La Peste del Óxido oscurecía las pieles. Primer
síntoma. Un par de días más y los infectados ya no tenían dedos. A
la mañana siguiente, perderían brazos y piernas; una hora más tarde,
el cabello y vello corporal. Finalmente, los párpados se despegarían
del rostro.
Pero eso es pasado. Vieja y toda Eles hoy rebosan de vida. Tal vez
más que en sus mejores tiempos, durante la Gloria de la Reina. Eles
se ha convertido en la ciudad más importante del país y Vieja en un
pequeño mundo universitario, habitado por eruditos y estudiantes
de todo el mundo. Los salones que antes fueron silenciosas celdas de
cuarentenas, hoy son un bullicio de ideas. Las paredes de los baños se
pintan por las noches, para que durante las horas hábiles la comuni-
dad estudiantil las llene de caligramas, haikus y relatos breves. Sólo
en una ocasión se escribió una novela, la hoy mítica Serie de las delicias,

Nada 95
obra colectiva, autoría de la Generación de los Nombres que, según se
ha dicho, sorprendía por su unidad estilística. Sin duda, Vieja ha sido
el centro de los seguidores de las letras desde hace ya muchas décadas.
A espaldas del Templo de la Elevada, cuya reconstrucción fue
dirigida por el ilustre Dídado, hay una casa de estudiantes, una de
tantas, donde cinco compañeros ponen a prueba sus habilidades como
narradores en su recámara, con las luces apagadas. El Gran Festival de
la Palabra se celebrará en sólo una semana. Las eliminatorias oficiales
son duras y largas. Algunas de ellas se extienden por horas, hasta que
los jueces se deciden por un ganador, que pasa a la siguiente fase.
Conforme se acerca la etapa final, las competencias se vuelven aun
más maratónicas. Cualquier práctica previa podría permitir realizar
ajustes a las narraciones preparadas. El arte de la narración, como lo
sentencia Brión, “es repetición de ejercicio, mismidad de disciplina; la
narración, además, es todo lo contrario a lo que he dicho y lo mismo
pero a oscuras. Narrar es el registro del tiempo y sus posibilidades,
la construcción de castillos apenas sostenidos en las paredes de un
abismo”.1
–Comienzo yo. Escuchen: Nosferatu se interpretaba a sí mismo
en una película. Leía sus parlamentos, afilaba y blanqueaba sus col-
millos, dejaba la piel y los ojos del mismo color del miedo. Así era él,
simplemente el mejor en lo que hacía: cuando terminaba de succionar
un cuello cálido nunca faltaban los aplausos y los hurras. Nosferatu
era una estrella completa y si aún no estaba en el paseo de la fama era
porque no quería manchar con cemento su portentosa dentadura. Y
es lógico, hay que saber cuidar el instrumento de trabajo. Nosferatu
era una celebridad, sí, pero no una celebridad común: difícilmente se
le veía en revistas o noticias de farándula: no le era sencillo soportar
los flashes, “violentos días solares comprimidos”, como solía llamar-
les. Como sea, Nosferatu había asegurado su permanencia en el mun-
do, ya sea como mito, como fama, como historia, como chisme… En
la plenitud de sus facultades histriónicas, Nosferatu no podía verle

1
F. E. Brión, Sobre el arte de la narración, Eles: Imprenta del Centro Universitario de la
Antigua Ciudad, año 203 después de la Peste.

96 Rafael Villegas
límites al porvenir, pues tenía el protagónico perpetuo en un set in-
conmensurable. ¿Cómo explicar su muerte repentina aquella noche?
Sencillo: cansado de tanto tiempo, decidió morder un instante: nada
pudo succionar, pues desconocía que los instantes carecen de sangre.
–¿No tiene título?
–“Nosferatu”
–No lo dijiste.
–Claro que sí. Estaba implícito.
–No.
–“Nosferatu se interpretaba” bla, bla, bla.
–Dudo que los jueces aprecien tus implícitos. Mejor sigue tú.
–Mi cuento sí tiene título: “Eva cabalgante”. Aquí va: Los cuen-
tos de caballerías iniciaron cuando Eva, montada sobre el unicornio,
atravesó el jardín de las delicias con mayor celeridad que la vista
del Creador. Apenas se abrió el pétalo rosado de la planta carnívora,
cuando Eva pasó hecha un demonio o serpiente antigua o centaura
primigenia, arrancando a su paso las ganas de tragar de la most dan-
gerous plant in the garden. La planta, sumamente molesta, cuchicheó
por muchos días hasta lograr quemar a la única mujer de por ahí.
Dios sentenció: “No estará permitido que una cabellera tan larga, pa-
sando a gran velocidad, arranque las flores y las hojas en las que yo
escribo, a diario, la historia de mi lindo planeta”. Eva fue bajada del
unicornio y, aún pataleando, fue arrastrada hasta los brazos de Adán,
el hombre.
–¿Qué idioma fue ése?
–Es mi nueva invención de la clase de Geografías Imaginarias. Se
llama ingleso, propio del pueblo de los inglesos, una de las naciones
más antiguas sobre el continente Rocoso de la sección Terciaria del
segundo mundo de la órbita de…
–¿Pero por qué lo mezclas?
–Sonoridad. Suena bien, ¿no?
–No me convence. No es razón.
–Además, ¿siquiera dice algo coherente?
–“Most dangerous plant in the garden”. La planta más peligrosa
del jardín. O sea, la planta carnívora. Era la más peligrosa.

Nada 97
–Mira, mejor tradúcelo. Que nos hayamos inscrito en la categoría
de Cuentos Maravillosos no nos da permiso de escribir lo que sea.
–Pienso lo mismo. ¿Se acuerdan de cuando estábamos en primero,
del cabezón que llegó con su cuentito del “zen”?
–Qué impresionante cabeza. ¿Cómo se llamaba ese tipo?
–Una palabrita le bastó para ser expulsado.
–Bueno, no lo expulsaron por la palabra.
–Pero ahí empezó el problema, ¿no?
–Pues sí.
–¿Cómo decía el cuentito? Que había un camino para el zen…
–No, no. Está fácil: “Mi maestro me reveló el camino del zen. Des-
pués, me ordenó que no me moviera”.
–¿Qué era “zen”?
–El cabezón dijo que era el camino de los guerreros de una socie-
dad inventada por él. No me acuerdo del nombre.
–Yo sigo sin entender.
–Sí, o sea, que el zen es como el camino, la misión, que debe seguir
el guerrero de ese mundo, esa sociedad o lo que sea, y que para reco-
rrerlo había que inmovilizarse.
–No entiendo.
–O sea, como una aporía.
–Ya cuando tienes que explicar tu cuento hay problemas. Esa pala-
brita rara, “zen”, le quitó cualquier justificación.
–Ya no tenía sentido interno.
–O externo.
–¿Cómo?
–Si el cabezón le hubiera contado su cuentito a los dichosos gue-
rreros del zen, seguramente lo hubieran entendido.
–No viene al caso tu justificación.
–No justifico, sólo digo que la debilidad del cuento es no habérselo
contado a la comunidad de interpretación adecuada.
–La calidad del texto no depende de sus receptores.
–Otra vez la misma. No soporto eso de los receptores y emisores y
exmanentismos e inmanentismos.
–Sí, ya mejor el que sigue.
–Sólo digo que el texto se construye en la interpretación.

98 Rafael Villegas
–¿Cómo se va a construir en…
–Se termina de construir pues.
–¡Ah! Ahí te quería agarrar. Si el texto se termina de construir en
algún momento, entonces la importancia del intérprete desaparece.
–¡No! ¡Me malentiendes! La interpretación…
–Ya bájenle o se acaba la práctica.
–Éste.
–Ya, ya. Me toca. A este cuento lo titulo “Monólogo del acusado”,
un homenaje a J. J. A.
–¿J. J. A.?
–Ya entiendo. Se ve desde el título. Plagios aquí no, ¿eh?
–Déjenme hablar y aprendan. “Monólogo del acusado”: Poseí a la
virgen desposada la noche misma que le envié mi paloma mensajera.
La había amado desde el principio. Había decidido, al fin, recupe-
rarme de aquella vieja traición: la traición de la mujer-costilla. Yo no
pensaba despertarla, lo juro: sigilosos son mis pasos voyeuristas en el
huerto original. Todo fue un descuido: alguna luz ruidosa irrumpió
su pupila y desentrañó su matriz. ¡Ay de mí! Pensé que podría man-
tener el secreto de mi aventura por el universo. Mi bella confidente
siempre supo presentarme como su padre y como el padre de su hijo.
Nadie se había quejado, ni siquiera el carpintero. Ahora ella me acu-
sa de abuso con lujo de violencia verbal y luminosa. Yo sólo quería
espiarla mientras dormía. ¿Por qué me aborrece tanto? Creo que me
desprecian hasta mis querubines.
–No sólo adoras a J. J. A., sino que nos confiesas tu lado devoto. Al
menos yo no te lo conocía.
–Ni yo.
–De ti nunca lo hubiera pensado.
–¿Qué tiene de devoto? Es una profanación de un texto sagrado.
–Típico del arte actual. Cuando ya no se puede inventar nada nuevo,
se recurre a rehacer lo hecho o, lo que me parece más nefasto, al vil pasti-
che. Sé que tal vez se escuche agresivo, pero tu cuento es una vulgaridad.
–Sigue.
–Eso. Es una vulgaridad.
–Así nada más. Sin razones. Excelente tu crítica.
–Además es pretencioso.

Nada 99
–“Vulgar y pretencioso”, ¿algo más?
–Con eso.
–Pues debo decir que tu crítica es de lo más pedestre. Lo digo sin
ánimo de ofender. Pero la crítica también es un oficio que, en casos
como el tuyo, ahora sí que está muy vulgarizado. Para hablar de un
texto también hay que componer otro. Pero te limitas a dos de los ad-
jetivos más socorridos entre los que les encanta tirar piedras a los sa-
pos que salen de día. “Vulgar”. “Pretencioso”. ¿Qué diablos significa
“pretencioso”? Yo creo que cualquier invención que quiera alcanzar
un buen nivel debe pre-ten-der hacerlo. Ya me he dado cuenta que
de donde vienes tienen en alta estima la humildad. Lo que me parece
absolutamente patético. Se limitan a exigirle a otros que no hagan,
“por favorcito”, nada que los haga sentir menos.
–Una defensa pretenciosa y, además, ególatra.
–¡Ahí está! La legendaria falta de ego de los de tu raza. Qué lindu-
ras. Debemos amarlos.
–¡Mierda!
–¡Quisieras oler!
–¡Pídele a un dios que baje del cielo a salvar tu culo!
–¡No soy tan mal narrador!
En ese momento, la puerta de la recámara se abre, dejando entrar
un poco de luz.
Maldita mujer, la soporto sólo por la comida que me trae. Con
gusto abandonaría esta recámara y me escabulliría por los pasillos
de la mansión, durante la noche, oliendo los vestigios de su perfume.
Lindas piernas. Me teme. Sus pasos tiemblan. Los oigo. Tiene sen-
tido su temor. No soy un monstruo, pero le arrancaría los labios de
una mordida. Saldría de aquí si no estuviera encadenado. Me gusta
la cadena, pero odio que me ate. La mujer se acerca, como cada día,
con un plato en mano. Salsa roja sobre plata. Dos chiles rebosantes
de semillas. Una tortilla y lo mejor: carne de cerdo correteado. La veo
venir y le comienzo a contar su cuento favorito: En un principio me
dio por crear voces. Desde ese principio soy de la opinión de que mi
cabeza es una caja llena de voces. A veces intento vaciarla, hablando,
por supuesto. Lo que, en realidad, es algo nuevo: antes mi cabeza era
un congestionamiento vial, con smog, stress, gritos, cláxons y todo lo

100 Rafael Villegas


demás. ¿Que cómo llegaron los carros ahí? No lo recuerdo. Tal vez
siempre estuvieron ahí. Es necesario, como sea, vaciar lo estancado.
Dicen que lo que se detiene, luego apesta. Hay que ir a la acción, al
verbo. Hoy, ayer, hoy decidí comenzar a hablar. Y digo, no es que an-
tes estuviera mudo. Lo que pasa es que me asustaba vaciar la caja, ya
saben, mi cabeza. ¿Entonces quién me quedaría? Lo que digo, en todo
caso, es lo que pienso. Por supuesto, lo que pienso hay que darlo por
dicho. No veo la diferencia. Lo diferente, hoy, es que mis pensamien-
tos están afuera: el tráfico, aun en hora pico, parece fluir fácil. Las
voces viven, salen y entran. Pudiera decir que las voces que creé en
un principio se rebelaron contra mí. Y me da gusto, después de todo.
¿Cómo no habrían de tener derechos? A ver cómo les va allá afuera.
Como sea, siempre podrán contar conmigo.
Ya no le gusta mi historia como antes. Ya no se acerca tanto. Lanza
el plato, la salsa se desparrama. Me gusta así, en el suelo adquiere
ciertos ingredientes que potencian su sabor. Explota en mi boca. Me
llena la mirada y la veo de espaldas, caminando ahora más rápido,
rumbo a la pequeña puerta. Ya no tengo que pedirle que encienda
la luz de la recámara por cinco segundos, no más, no menos. Ella
enciende el interruptor y gira su rostro para no verme. Lo sé. No le
gusto ya. No me importa. Sólo quiero asegurarme de que mis iguales
estén ahí. Cuatro espejos. Somos cinco. Todo está bien. Puedes apa-
gar la luz, mujer. Ya no la necesito. Todo está bien. Podemos seguir
contando cuentos, fingiendo que nos preparamos para una compe-
tencia de narraciones. Haciendo como si hubiera todavía una ciudad
llamada Eles, donde la Peste del Óxido es cosa del pasado y Vieja es
un oasis de conocimiento. Todo está bien desde que decidí que sería
bueno visitar a las voces que se fueron de mi cabeza. Ya lo presentía:
las voces se parecían tanto a mí que ya hasta cuerpos tenían. Negros
y mutilados cuerpos con olor a óxido.

Nada 101
El presente

E l viejo túnel al sur, después de tantos años, sigue siendo el más


eficiente. Mi madre me contó que los padres de sus padres se ha-
bían conocido en el primer viaje de la “Aguja”. Me pregunto cómo se
habrá dado el encuentro. Según dicen, la primera versión de la “Agu-
ja” era tan ruidosa que difícilmente se podían intercambiar palabras.
Tal vez fue un asunto de miradas, de apretar los labios, de tomar la
mano. Supongo que es una ironía que conforme los trenes se volvie-
ron más silenciosos, la gente también. No soy el clásico nostálgico de
la Sociedad de Coleccionistas y Anticuarios de Ciudad Central. No
me gusta andar por la vida sentenciando que todas las cosas ya no son
como solían ser, que antes eran mejores. Del pasado sólo quisiera que mi
madre viviera y que Tubo nunca hubiera dejado de ser un cachorro.
Finalmente, nunca he disfrutado de la compañía cuando viajo.
Siento la necesidad de ser sincero. En los módulos de venta de bo-
letos, cuando me preguntan qué asiento deseo, siempre pido ver el
mapa en pantalla. Pregunto dónde está el baño, dónde los televisores;
entonces pido el asiento que esté más cercano al baño y más alejado
de los aparatos de televisión. A todos les gusta ver películas en el tren
y odian recibir el hedor liberado cada que se abre la puerta del baño.
Al lado del asiento olvidado siempre hay otro y, a veces, hasta dos.
Todos para mí. No se trata sólo de un asunto de comodidad, ya lo he
dicho, es cuestión de evitar la compañía. Prefiero oler por un minuto
las porquerías de alguien a platicar con él durante todo un viaje.
Sucede, sin embargo, que hay viajes que no son directos. Ahí es
cuando cruzo los dedos para que en la escala no se llenen los luga-

102 Rafael Villegas


res vacíos. Vigilo el pasillo y odio a los nuevos pasajeros. Detesto sus
formas de caminar, las sonrisas de cordialidad, las mujeres sebosas
cargadas de hijos que vomitarán, de seguro, en el Paso de la Fractura.
Esas mujeres aprovechan la edad de sus hijos para no pagar sus asien-
tos pero, cuando atraviesan los pasillos del tren como estampida, van
-
los con sus engendros. Sé que el viaje será horrible cuando la mujer ha
regado ya a sus hijos por todo el vagón y sólo quedan ella y su bebé
recién nacido para ocupar el asiento de al lado. El recién nacido llo-
rará sin control y las nalgas de la mujer se irán expandiendo hasta mi

cuando comience a amanecer, seré el primero en ver el rostro infeliz


del esposo de mi vecina invasora, esperando en el andén, desdichado,
fumando su enésimo cigarrillo. Yo esperaré que quede el camino libre
para escapar de mi prisión, entre el cristal helado de la ventana y el
caluroso cuerpo de la mujer.
Por suerte, ya casi nadie viaja al sur.
Cuando en AIRU1 se enteren de que no viajo en transporte indivi-
dual, seguramente acabarán con mi carrera. Euristeo me llamará a su

funciones, que en un par de días puedo pasar por mi liquidación. No


es tan grave no usar transporte individual, pero Euristeo ha estado es-
perando un error, cualquiera, para joderme. No imagina que cuando

yo le daré las gracias, con sinceridad, y saldré cerrando suavemente


la puerta. Miento. Aprovecharé la ocasión para quebrar una o dos

humano desnudo”, me dijo Euristeo cuando me descubrió mirando


sus esculturas el día que lo conocí, hace ya treinta años. “Y si es el
cuerpo de una hermosa mujer con mayor razón”. Yo no sé nada de
arte, pero desde entonces he estado convencido de que a cualquiera le
puede gustar la imagen de una mujer hermosa desnuda, tanto como

1
Agencia de Investigaciones de la Red Urbana.

NADA 103
preguntado por qué no hacen esculturas con mujeres gordas y feas o
con hombres con penes flácidos, ocultos bajo la grasa de su abdomen.
Pero Euristeo es el que sabe de arte. A diferencia de él, yo sé de
criminales; una verdadera desgracia, dado el alto mando que ostenta
en la agencia contra el crímen más importante de la Red Urbana. An-
tes de salir azotando la puerta de la oficina de Euristeo, debo cerrar
el caso de “Pensador”. Debo atrapar a ese hijo de puta. No es nada
personal, nada más que no me gusta dejar trabajos a medias. Creo que
me hará bien un cambio de vida, tomar otro ritmo, respirar algo más
que alientos de psicópatas bastardos sobre mi nuca. Estoy cansado,
podría bajar en la siguiente estación, cambiar de nombre, tal vez de-
jarme el cabello largo, poner un restaurante donde sirvamos carne de
oso blanco, vestir bien, comenzar a bañarme a diario… pero si no llevo
a “Pensador” al Panóptico, su aliento me perseguirá. Sobre mi nuca.
Debo verlo, como a todos los demás, tras las puertas de metal de su
celda correspondiente. La mayoría saben mi nombre, los demás sólo
recuerdan mis ojos por el resto de su vida. Voy a extrañar este trabajo.
Cuando el criminal no se pone a sí mismo nombre, AIRU se lo
da. A mí me gusta pensar que la forma en que se nombran los cri-
minales es una confesión de su verdadero nombre, el que los define.
Los nombres de AIRU no son para mi más que nombres operativos,
signos entrecomillados, una forma de etiquetar lo que desconocen, de
sentir que tienen posibilidades de agarrarlo y tatuarle un número en
las manos. En cierto sentido, quiero conocer el verdadero nombre de
“Pensador”, no aquel con el que nació, sino aquel que se gestó dentro
de él. Hasta que no lo sepa, persigo una sombra. La inexactitud de los
apodos de AIRU usualmente revelan una de sus fallas como agencia
de investigaciones: el prejuicio. La sombra de “Pensador” ya es hom-
bre, con o sin pruebas de ello, y hasta que se demuestre lo contrario.
Sospecho que podemos andar muy errados. Las posibilidades, por
ahora, son las mismas; “Pensador” puede tener sombra de hombre,
de mujer o de constructo. ¡Tenemos una sombra!
Por lo menos, una sombra es más real que los bihologramas de Eu-
risteo. “Bio” es vida, o algo así. Y la “h” es muda. De niño no entendía
la razón de ser de una letra muda. Ahora entiendo que puede servir
para herir las palabras. La no-vida, vida muda.

104 Rafael Villegas


Vida es a lo que huele Ónfale, aun en sueños.
A veces, Ónfale aparece cuando duermo y me invita a masturbar-
me. Casi siempre camina en la oscuridad, descalza y en silencio. Mis
sueños son callados. La piel de Ónfale, color canela, me deja sin voz.
Pasa una y mil veces. Sucede que en ocasiones aparece vistiendo telas
claras y mojadas, o dejando tras su andar gruesas gotas del aceite con
el que ha bañado, previamente, su cuerpo. “No estoy llorando”, me
dice. “¿En qué piensas?”. Yo aprieto el cuerpo de mi pene y lo agito
de tal forma que ella entienda bien que todo lo que hay en mi silencio
es ella misma. A ella le gusta ponerse de espaldas porque sabe que
gozo la visión de su espalda y la forma en que sus nalgas duplican la
medida de su cintura. Y sus ojos cambian de color y veo que se llenan
de mi semen. “Es una explosión”, dice ella feliz. Y yo soy feliz. Y ella
me cubre con su tela, mojada y fresca, para después desvanecerse al
salir volando por la ventana.
Otra razón para venir solo y de noche en el tren. En un viaje de
Ciudad Central a Lerna, puedo venirme cuatro o cinco veces.
Apenas logro subirme el cierre antes de que el viejo gordo me des-
cubra. Ha visitado el baño ya en diez ocasiones desde que subió al
vagón. Literalmente, desde que subió al vagón. Apenas dejó un maletín
sobre su asiento y atravesó a paso acelerado el pasillo hasta llegar
al baño. El tren ni siquiera había arrancado cuando el gordo ya ha-
bía apestado toda la zona posterior. Aprovechando que aún era de
día y nos podíamos ver los rostros con claridad, el gordo me sonrió
levantando su mano derecha a la altura de su rostro. ¿Un saludo o
una disculpa? Para muchos, lo que se haga en el baño no es ningún
motivo de vergüenza.
Esta vez, la décima y como antes, el gordo sale del baño feliz, rea-
lizado, según noto por su silbido. Pasa junto a mí y adivino que me
sonríe, que levanta la mano a la altura de su rostro. Veo su corpu-
lenta silueta atravesar el pasillo hasta su asiento. Silba esa estúpida
canción que está de moda. Tú me das un pedacito de tus ojos. Tú me das
un pedacito de tus manos. Tú me das un pedacito de co-ra-zón. Oh, oh, oh,
oh. Pero yo, oh, oh, oh, oh, sólo quiero tu cosita. Igual, prefiero que digan
“cosita” a “colita”. Me sacan de mis casillas quienes le llaman colita
a los genitales. Me parece repugnante. Imagino la cola rosada de una

Nada 105
rata o los rabos mutilados de esos perros chatos. No sé de razas de pe-
rros. A Ónfale le gusta decir “colita” y adora a los perros chatos ésos.
En realidad no sé qué tanto los adore, pues no tiene uno, pero siem-
pre los visitamos en cada tienda de animales que nos encontramos.
Ella me toma de la mano y me lleva directo a las jaulas de los perros
chatos. Ignora las tarántulas, los cangrejos, las serpientes, los peces,
los pericos, las tortugas, los perros que parezcan ratas, los perros con
pelo sobre los ojos, los perros con colas largas, los perros delgados y
manchados, los perros pequeños y peludos, los perros de trompas
afiladas… en pocas palabras, a todos aquellos animales que no sean,
estrictamente, perros chatos. Cuando encuentra uno, toca el cristal
de la jaula, como si se tratara de la puerta de la casa de un amigo con
el que ha venido a jugar. Lo curioso de todo es que esos perros feos
siempre aceptan el juego. Bailan para ella, recuestan sus cabezas so-
bre sus patas delanteras, y la miran con el hocico lleno de baba y los
ojos caídos. A veces también me ven a mí. Sospechan que yo también
podría jugar con ellos. Saben que amo a Ónfale.
La acompaño a su casa al terminar la noche. Nos gusta pasar ho-
ras viendo películas o comiendo, como la primera vez que salimos.
Habíamos visto esa película sobre una isla donde fabrican mujeres.
El protagonista llega, como náufrago, a una isla que no aparece en
los mapas. Una isla es una masa de tierra en medio de una gigantesca
cantidad de agua, “mar”, como le llaman en las leyendas. La isla está
habitada por hombres comunes y corrientes y sus esposas, exagera-
damente bellas, lo que resulta extraño desde el comienzo. Ónfale me
cubría los ojos cuando salía alguna de estas mujeres, en especial si se
quitaba la ropa. Ella cree que está jugando a ser celosa y a mí me gus-
ta pensar que sus celos son enfermizos, aunque no lo sean. Me hace
sentir importante. Me alimenta el ego. Hay mucho sexo en la película.
Finalmente, el náufrago, que termina enamorándose de la esposa del
hombre que lo hospeda, descubre que todas las mujeres son falsas.
Son autómatas. Bajo el pueblo, una red de túneles enormes resguarda
una fábrica de mujeres, todas hermosas, dispuestas al amor, pero to-
das artificiales. No sé en qué termina la película, pues aquel día Ónfa-
le abrió mi cremallera y, durante los últimos quince minutos, me hizo
una felación gloriosa. La visión se me nubló, y apenas pude distinguir

106 Rafael Villegas


en pantalla el perfecto cuerpo de la mujer autómata de la que se ena-
moró el protagonista, mientrás éste la golpeaba furioso y le arrancaba
la piel, descrubriendo metal oxidado.
Cenamos bolitas de queso con ajonjolí y nuez. Luego, nos besamos
en la cocina. Ella me quitó la camisa y yo supe que me deseaba. Bus-
qué su oído y le hablé. No sé qué dije. Pero le gustó. O tal vez sólo le
gustó la sensación de mi aliento sobre su oído. Y luego besé su cuello.
Y sus chachetes se comenzaron a llenar de sangre. Y mis pupilas se
dilataron. Lo supe porque todo lo veía, de nuevo, diferente, como en
esas películas de planetas calurosos, donde los horizontes se ondulan
sin cesar. Y tuve otra erección, que no perdí hasta después de pene-
trarla y eyacular dos veces dentro de ella y una más sobre sus tetas.
Estábamos sudando. Y fue sencillo resbalar mi pene en su seno. Caí
rendido. Miré el techo por mucho tiempo, no sé cuánto. Y sabía que
ella estaba junto a mí porque no nos soltamos las manos.
Nunca he logrado superar la facilidad con la que me distraigo. Ya
sentía venir el semen cuando me pareció escuchar voces en el camino,
fuera del túnel. He perdido mi tercera eyaculación del viaje y por un
imposible. El túnel debe estar herméticamente sellado en cada uno
de los milímetros de sus paredes. De lo contrario, el menor de los ras-
guños dejaría entrar el Frío Perpetuo. Quedaríamos tan congelados
como toda la vida en el exterior de la Red Urbana. Paranoico. Desde
que se descubrió el cristal espejo jamás ha existido la mínima entrada
de las bajas temperaturas exteriores. Incluso, el túnel al sur, por ser el
último en ser construido, recibió las bendiciones del tratamiento más
avanzado del cristal espejo. Por otro lado, no soy el único que ha es-
cuchado voces del exterior. La gente tiende a silbar las canciones más
estúpidas y a creer las mentiras más grandes. Eso de imaginar a una
tribu de salvajes en constante peregrinación sobre los Valles Blancos
ya es demasiado. Si alguna vez existieron, ya deben de ser esculturas
heladas quebradas por los vientos.
Enciendo la luz sobre mi cabeza. Como siempre, comienzo a leer
el periódico por la última página. Sección: PERSONAJE DEL DÍA:
Pensador. El clásico culto al chico malo. Obviamente, no viene una
foto, sólo una caricatura: una larga sombra (de hombre) atraviesa un

Nada 107
callejón, cargando un costal lleno de cabezas. Son tantas las cabezas,
que algunas de ellas ya no caben en el costal, quedando en el camino.
El texto:

Desde hace quince años, con los crueles asesinatos del llamado “Mons-
truo de Nemea”, no había existido en las ciudades de la Red Urbana
tal expectación por el andar de un asesino en serie. El pasado viernes,
Pensador llegó a su octava víctima, casi todas en la ciudad de Lerna. Así
lo confirmó el Comandante Yolao, nuevo vocero de la Agencia de Inves-
tigaciones de la Red Urbana (AIRU): “Tenemos la certeza, después de
analizar a conciencia los detalles en la escena del crimen, que el modus
operandi del autor del reprobable acto coincide completamente con el del
asesino conocido como ‘Pensador’ ”.
En esta ocasión, la víctima de Pensador fue una niña de 9 años de edad,
llamada Mélite. Hasta ahora, las víctimas del asesino habían sido, exclu-
sivamente, adultos. La niña iba a compañada de su hermano de 7 años,
Hilo, quien pudo haberse convertido en la víctima nueve de Pensador. El
pequeño se encuentra muy grave en un hospital protegido por el gobier-
no. El Comandante Yolao ha dicho al respecto: “No podemos considerar
que el asesino se haya arrepentido cuando ya había comenzado a cerce-
nar la cabeza del pequeño. Más bien se trata de otra manifestación de su
retorcida psique”.
Cuando se cuestionó al vocero de AIRU acerca de los avances de la
investigación, éste se limitó a contestar: “tenemos a nuestros mejores in-
vestigadores tras la pista de ese enemigo de la sociedad”. Por supuesto,
importantes analistas y la opinión pública parecen coincidir en que no
se tiene ni una pista sobre la identidad y paradero del asesino.
Las críticas hacia el gobierno urbano, los sistemas policíacos y la mis-
ma AIRU no se han hecho esperar. El día de ayer, la asociación civil
Ciudades Blancas, convocó a una marcha que atravesará las principales
arterias de Ciudad Central. Se espera que en el resto de las ciudades de
la Red se lleven a cabo manifestaciones semejantes. La presidenta de
Ciudades Blancas, la señora Deyanira, afirmó: “No podemos quedarnos
de brazos cruzados. No se trata sólo del ‘Pensador’, sino del caos y el
miedo con que vivimos todos los días. Debemos pensar en el futuro, en
nuestros niños”.

Vieja pendeja.

Por lo pronto, Pensador ya tiene a todas las cabezas de la Red pen-


sando en él.

108 Rafael Villegas


Amarillismo.
Dejo la sección PERSONAJE DEL DÍA en el asiento de al lado.
FARÁNDULA. Algo más amable. Megara, la famosa cantante, tras las
rejas. El cargo: posesión de cocaína. Insisto, algo más amable.
Esta vez no escuché los pasos del gordo. Su onceava visita al baño.
Sólo escucho el seguro de la puerta. Cuánto pudor.
Veo las fotos a todo color del arresto de Megara. Está buena, pero
no me la cogería. Ónfale no entiende la diferencia. Para ella, el adje-
tivo buena/bueno va acompañado de dos palabras: buena/bueno para
coger. Ya le he dicho que las palabras no deben significar lo mismo
para todos. Pero ella dice…
–¿Está cabrón ése Pensador, verdad?
Y no sé si lo que huele tan mal es su boca o el baño, cuya puerta no
ha cerrado. Gordo asqueroso.
–¿Pudiera cerrar la puerta?
–Perdón, sí –una risilla imbécil–. Ya está.
–Gracias.
–Me presta esta sección. Ya no la ocupa, ¿verdad?
Con tal de que se largue hago ademán de que la tome, por favor,
que la tome ya.
–Gracias –dice el gordo tomando la sección, sentándose en el
asiento de al lado y encendiendo el foco sobre su cabeza.
Bonita fregadera. Ahora no puedo escuchar ni lo que leo por la
respiración escandalosa y a marchas forzadas del gordo. El último
aliento de un cerdo. Trato de concentrarme en la escandalosa adicción
de Megara a los estupefacientes y la pornografía.
Lo escucho respirar.
No tenía idea de lo desdichada y pobre que había sido Megara en
su infancia y juventud. Fue víctima de abuso sexual por parte de su
madre. No conoció a su padre. Vivía en una colonia subterránea….
Respira cada vez más fuerte.
Fue vendida por su madre a un inescrupuloso hombre del espec-
táculo por algunas raciones de comida. Belleza notable. Víctima de
abuso sexual, ahora el representante. La fama repentina. Dinero. La
boda con aquel galán de moda. El retiro de los escenarios. Divorcio
por abuso sexual. El esperado regreso…

Nada 109
Su respiración llena mi cabeza.
Estoy a punto de apagar la luz y pedirle que se vaya a su asiento.
–¿Usted va a ir a la marcha?
Meneo la cabeza de izquierda a derecha a izquierda.
–Me parece muy importante que como sociedad nos unamos. A
veces queremos que el gobierno nos solucione todo. Como si fuera
nuestro papi –comienza a tomar ese tonito nefasto de sermón–, es
como paternalismo. Pero eso era antes. Ya nuestra democracia funcio-
na, aunque está en pañales, eso sí. Los ciudadanos estamos tomando
nuestra parte. Pero todavía falta mucho por hacer… –no hay nada
peor que un discurso lleno de lugares comunes y cómodos preten-
diendo ser muy profundo y juicioso; lo más profundo que podría
estar sería en el culo de un político. La vieja idiota de la sociedad
civil ésa cree que va a acabar con la delincuencia marchando con ca-
misitas impecables por calles por las que nunca anda a pie. Simulará
que cambia el mundo con turismo social políticamente correcto–. Hay
mucha corrupción en la policía, en la inteligencia. Debemos tomar
conciencia… –no tienen idea. Pelean contra un fantasma, uno al que
no siquiera pretenden temer. Asimilan. Marchan, protestan, levantan
los puños, gritan consignas, se hermanan por una mañana o una tarde
o por unas cuadras. Pero el sistema es grande, ya ha previsto la queja
colectiva, la ha previsto y la ha absorbido en su vientre que todo lo
traga y deglute. Y después del teatro de la protesta, la indignación
se diluirá, como la culpa y el miedo. Todos habrán interpretado el
papel que les corresponde. Satisfacción. Y el miedo se acumulará de
nuevo, con los días, pero ya estará programada la próxima marcha.
Todos a casa. No están verdaderamente cansados del miedo; no están
listos para arriesgar la posibilidad de una revolución. En sus mentes,
el ideal de revolución siempre podrá germinar. Están perdidos. Es cu-
rioso, creo que “Pensador” estaría de acuerdo conmigo. No es posible
acabar con el miedo. Con o sin corrupción, con o sin marchas, con o
sin camisas blancas, el miedo es un fantasma al que nuestras armas y
gritos hacen crecer, y al que nuestras razones y esperanzas enmasca-
ran. “Pensador” y yo lo sabemos. No este gordo inmundo.
–Cállate –le digo golpeando su estómago con el resto del periódi-
co–, voy a dormir.

110 Rafael Villegas


Apago la luz y poco después el gordo apaga la suya. Toma el pe-
riódico y se retira a su asiento. Me parece.

Abro los ojos y veo, a lo lejos, las luces de mi destino. El tren se detie-
ne y espero a que todos los pasajeros bajen. Tomo la caja y camino a la
puerta del vagón. El gordo está sentado en el asiento más cercano a la
puerta. Me entrega el periódico con un intento de gesto de pocos ami-
gos, que a mí más bien me parece la cara de un perro chato enjaulado,
con ojos caídos, rojos de sangre.
–No es bueno perder la cabeza –me dice.
Tomo el periódico. Toca mi mano. Siento lástima por él. Un pa-
tético escupidor de sabiduría de agenda de superación personal. Lo
último que necesito. Bajo al andén y arrojo el periódico en el primer
cesto de basura que encuentro. Avanzo unos pasos y doy media vuel-
ta. Regreso al cesto y saco el periódico. Arranco la caricatura de “Pen-
sador”, la doblo y la meto en una de las bolsas interiores de mi abrigo.
Saco el papel con la dirección apuntada, misma que le doy al taxista
en cuanto abordo el auto. Podría rentar un carro o solicitar uno en el
cuartel local de AIRU. Prefiero el transporte público, y si éste, ade-
más, me asegura no tener compañía, mucho mejor. Cuando era niño,
los taxistas gustaban de hablar con sus pasajeros. Hoy no. Lo agradez-
co. El futuro utópico es posible.
Contradictorio.
Las luces de la ciudad se reflejan en su techo, sobre la superficie de
la inmensa cúpula de cristal espejo que nos protege del Frío Perpetuo.
Veo el número de la casa. Linda casa. Con jardín y flores moradas.
Bajo del taxi y le doy un billete azul al conductor. No le pido feria. El
cadavérico taxista sólo arranca.
Frente al edificio, a un paso de la banqueta, repaso mentalmente
todas las pistas del caso. Cero. Sólo corazonadas. “Pensador” es bue-
no, realmente bueno. Camino con el gozo de quien sabe que no es
esperado. Toco la puerta con una moneda. No me gustan los timbres:
o muy chillones o muy melosos. Últimamente, he escuchado hasta
los que traen la tonadita de esa estúpida canción de moda. Escucho
pasos. La puerta se abre.

Nada 111
Ónfale abre los ojos con sorpresa, o preocupación, no adivino. Es-
taba leyendo: trae lentes y la camiseta verde. Uniforme de lectora. Me
abraza con fuerza y yo paso mi brazo derecho sobre su espalda.
–¿Cómo conseguiste mi nueva dirección?
–La magia de AIRU.
–¿Qué es esto?
–Ábrelo.
Ella toma la caja en sus manos y la sacude. Algo brinca en su in-
terior. Cuando abre la caja, Ónfale ve los ojos caídos de un cachorro
chato. Café con negro, no pude decidirme por un color. Ónfale me
besa y me abraza de nuevo. Jala la solapa de mi abrigo.
–Estaba por bañarme. ¿Viene, agente Heracles? –recuerdo una pe-
lícula porno llena de clichés que vimos alguna vez.
La tele prendida. No estaba leyendo.
En la regadera nos peleamos por la temperatura del agua. A mí
me quema casi todo. Llegamos a un acuerdo: el vapor invade mi na-
riz. Tomo el jabón y sé a dónde dirigirlo. Lo paso sobre sus pezones,
erguidos. Los aprieto con las yemas de mis dedos. Recorro con el ja-
bón su abdomen. Ella gime. Nuestro lenguaje. Tiro el jabón y la reco-
rro con mis manos. Volteo su cuerpo para que me de la espalda. La
masturbo. Meto mi dedo medio derecho en su vagina. Con el pulgar
acaricio su clítoris. Ella toma mi pene; el jabón resulta buen aliado
siempre en estas situaciones. Empujo mi pene entre sus nalgas. Am-
bos lo agradecemos. Estamos agradecidos de esta regadera, del agua,
del jabón, de los azulejos fríos y de las llegadas inesperadas.
Nos venimos.
Ahí, en la oscuridad del baño de una casa desconocida para mí,
nos abrazamos.
Silencio.
Vapor.
Respira.
No sé cómo decirle que debo interrogarla, que AIRU no tiene pis-
tas sobre el caso de “Pensador”, pero que yo sospecho que ella puede
estar relacionada con él.
–Mañana me voy a Lerna.
–Está bien.

112 RAFAEL VILLEGAS


Lo dice con tal frialdad. El miedo. ¿Dónde estoy?
Por el momento, no quiero saber si ella fue o no enviada a mí por
“Pensador” con la intención de alejarme del caso o, precisamente, por
la razón contraria. Me guardo la corazonada. Por ahora, ignoraré los
resultados de los tres meses que pasé espiándola día y noche, antes
de atreverme a entablar conversación con ella e invitarla a salir. La in-
vestigación va a giro de rueda desde aquella primera salida, hace un
año ya, cuando vimos una película de mujeres autómatas y comimos
bolitas de queso con nuez y ajonjolí. El asesino de Lerna puede espe-
rarme. Ya llegaré a él. No es nada personal, es mi trabajo.
La abrazo fuerte y sé que mejor presente no ha habido en mi vida.

Nada 113
El amor es como la muerte

C isco vociferaba, desesperado por la torpeza de sus japos gigantes.


Los había construido él mismo, comprando piezas en desuso en
los cientos de vendimias por los que había pasado durante sus casi
treinta años de mercader ambulante. Un japo original podía avanzar
tres pueblos en una sola noche; los dos japos de Cisco, en el mejor de
sus desempeños, no podían ganarle al amanecer antes de alcanzar
siquiera una población.
Ya caía la oscuridad cuando el japo marrón, que Cisco había ubica-
do a la derecha, chocó contra algo y se detuvo. El japo oxidado siguió
jalando, absorto en su mismidad, incapaz de percatarse de la desgra-
cia de su compañero. Cisco, desde la cabina del conductor, logró dete-
ner el avance del japo. Bajó maldiciendo, consciente de que no mover-
se en el Camino de Pantas podría significar, con mucha probabilidad,
la cristalización del peor de los peligros para el viajero: asaltantes del
Desierto Claroscuro, llamados ratas blancas por las telas del mismo
color con las que cubrían sus cabezas.
Célebres eran las acciones criminales de los ratas blancas. Por lo
general, rodeaban con sus camiones a la víctima, a quien no le que-
daban más que dos opciones: estrellarse contra el muro de camiones
o detenerse. Algunos pocos de los que confiaron en el tonelaje de sus
vehículos, lograron romper el cerco de los ratas blancas. Cosa rara.
Cuando una banda elegía víctima, poco se podía hacer: entregar la
mercancía, el dinero y, en caso de que por su calidad o su poco uso lo
ameritara, el vehículo. Cisco no tenía mucho que perder. El negocio
iba de mal en peor. En gran parte, achacaba la culpa a su vehículo y a
las inútiles bestias que lo jalaban.

114 Rafael Villegas


Cisco temía al miedo mismo de ser asaltado. No sabía si su cora-
zón frágil y enfermo lo soportaría. Había escuchado historias de muje-
res que, ante la amenaza de asalto, habían dejado de respirar por más
tiempo del permitido por el organismo. Mal día para un asaltante,
pues cuando llegaba al vehículo no podía lograr que el conductor lo
abriera. Un asaltante estúpido, como los de las ciudades, fue atrapado
por no darse cuenta a tiempo de que su víctima estaba muerta. Le gri-
taba que abriera la puerta, que ésto era un asalto y todo eso que se dice
en esos casos. Pero ella permanecía inmóvil, mirando al frente, con la
sangre quieta dentro de su cuerpo, cuya temperatura bajaba poco a
poco. Se había quedado tan nula como la propia suerte de Cisco.
El japo marrón se había levantado. Había pasado sobre algo. Cisco
estrelló la palma de su mano derecha contra su barbilla. No parpadeó
mientras mantuvo los ojos fijos en la oscuridad del camino. Los japos
de última generación habrían detectado cualquier obstáculo. Sus ja-
pos no. Cisco se aferró al volante y pidió que no se tratara de un ser
inteligente. Sabía que debía bajar a revisar y, por un segundo, recordó
el miedo de ser asaltado por ratas blancas. “Pero así no proceden”,
pensó. Tomó de la caja de seguridad la pistola que Marci, su ex espo-
sa, le dejó sobre la almohada, junto con una carta, el día que lo dejó.
Te haría bien hacer algo interesante con tu vida. Mátate. Hazlo por ti mismo.
No por mí. Considera este regalo una última ayuda de mi parte. Por los bue-
nos tiempos que me hubiera gustado tener contigo.
Cisco puso pies en tierra. Con su mano izquierda apretaba el man-
go de la pistola, misma que ocultaba en el bolsillo frontal de su cha-
marra. Con la otra mano sostenía una linterna de luz débil. La linter-
na se apagaba y se encendía. “Ahora no, ahora no”, reclamaba Cisco
a la linterna mentalmente. Se acercó a las enormes patas traseras del
japo marrón. Su luz se apagó de nuevo. Escuchó una respiración. Sol-
tó la pistola y sacudió con su mano izquierda, desesperado y de arriba
a abajo, la linterna. Sintió que se mareaba. Tuvo todos los malos pre-
sentimientos que se pueden tener en un par de segundos. Ahí, solo,
en el mismísimo Camino de Pantas, escuchaba una respiración. Puso
su mano izquierda sobre una de las patas traseras del japo marrón.
Sintió un líquido espeso. Quitó la mano de inmediato y la linterna se
encendió, como si fuera nueva, con una luminosidad intensa y clara.

Nada 115
Entonces vio sus ojos.
Y flotaba.
El suelo y el cielo ya no estaban.
Intentó hablar, pedir auxilio, pero cuando abrió la boca, pudo
verse a sí mismo, desde la garganta, mirando su propia dentadura.
Expulsado como un estornudo, con la misma violencia, como en una
tormenta donde el agua viene de cualquier lado y de ninguno. Cisco
salió de su propia boca, y su boca, como el resto de su cuerpo, se
hizo polvo. Y un viento suave sopló y el polvo lo llenó todo, incluso
los pulmones de Cisco. Dulce. Y de la nariz de Cisco salió un humo
plateado que lo rodeó. Abajo, arriba, a los lados. Escuchó incontables
voces. Y todas decían lo mismo. Pero Cisco no entendía o entendía y
lo olvidaba. Supo que estaba viajando a una velocidad inimaginable,
pues los oídos le pesaban y las voces se confundían. Se detuvo. El
humo plateado que lo rodeaba se alejó hasta convertirse en una luz
muy lejana, como una estrella. Se encontraba en una encrucijada de
dos caminos y vio venir, de cada uno de ellos, a un ciervo. Ambos
idénticos, de cuernos tan inmensos que se perdían, como laberintos
sin fin, en el cielo. Cisco pensó que los cuernos de ambos ciervos ha-
brían de unirse en algún punto.
–No en uno, sino en muchos –dijeron los ciervos al unísono, sin
mover sus hocicos.
Cisco se percató de que los ojos de los ciervos eran distintos: blancos
los de uno, negros los del otro. Cuando hablaron, intercambiaron colores.
–Muchos prefieren no elegir ninguna de las ramas del árbol, se
sienten más seguros contemplándolas todas a la vez. Lo que olvidan
es que, tarde o temprano, ese árbol se secará y que, una a una, todas
las ramas se quebrarán, cayendo sin remedio. Al final ya no podrán
elegir con qué rama quedarse, lo cual no quiere decir que se salven
de elegir. El árbol no desaparece, sólo se derrumba. Entonces tendrán
que decidir si se quedan o no con el árbol caído. Lo trágico del asunto
es que pasan tanto tiempo contemplando todas las ramas a la vez, que
dejan de ser una persona, pues desechan su libertad para elegir. Se
convierten en una especie de enredadera del árbol. Cuando el árbol
cae, también cae la enredadera. La elección es inevitable; toda huida
está destinada al fracaso. –Los ciervos hablaban de manera extraña, le

116 Rafael Villegas


pareció a Cisco. No podía decidir si sus voces, su voz, era monstruosa
o hermosa. Decidió que era ambas. Un miedo y un gozo, a la vez.
–¿Eres… son un demonio o…?
–¡Cállate! Has matado nuestra prisión, y te estamos agradecidos,
pero eso no te da derecho a interrogarnos, ni siquiera a dirigirnos la
palabra. Has venido a terminar con las posibilidades no a extenderlas.
Has venido a escuchar.
Cisco, temeroso, cerró los ojos, pero fue incapaz de dejar de ver.
–Sólo te está permitido hacernos una pregunta: no has aprovecha-
do bien tu oportunidad de formularla; sin embargo, hemos decidido,
desde el inicio de todas las cosas, que daremos respuesta a la pregun-
ta que no has hecho, al tiempo que veremos nacer en tu cabeza miles
de nuevas interrogantes, deliciosas dudas y hermosos enigmas. ¿Qué
dura menos, el amor o la vida? Es probable que no existan diferencias
entre el amor y la vida, es probable que amor y vida sean lo mismo.
Lo único que puede desafiar a la vidamor es la muerte. Pero la muer-
te es algo más terrible que el sencillo, y casi comprensible, renunciar
del cuerpo. La muerte parece ser una voluntad incomprensible, un
cansancio secreto del corazón. El corazón desiste cuando descubre la
verdad: que lo absurdo de vivir, y lo absurdo de amar, es el halo mila-
groso que envuelve al ser mientras se vive y mientras se ama.
»No hay nada más absurdo que estar bien. Ya sospechan el asalto,
por eso no hay asaltos sorpresivos. Si el asalto, por alguna razón, no
se hace presente, suponen (la fe) que viene retrasado, que tarde o tem-
prano llegará. Son invocadores constantes de la fatalidad, detestan las
armonías y los círculos perfectos: desinflan los círculos y tachan las
armonías. Viven en un pozo de las delicias amatorias y vitales. Ese
es su mundo. Pero he aquí un secreto: la muerte no los visita, es su
vecina en ese pozo, ha sido encarcelada como todos ustedes: esa es la
razón por la que la muerte también se cansa.
Cisco sentía su vientre y sus ojos arder. No se había dado cuenta,
pero ahora se encontraba en el cruce de incontables caminos, todos
habitados por un ciervo idéntico a los dos primeros. Algunos estaban
a su espalda; aun así, los podía ver, de alguna manera. Sintió el peso
de infinitos ojos sobre él y deseó haber traido la pistola que Marci le
dejó. Cisco miró sobre su cabeza, y vió que los cuernos de los ciervos

Nada 117
formaban un domo, de cuyo centro bajaba, amarrado a una cuerda, el
cuerpo desnudo de una mujer, de su ex esposa, Marci.
–Hace tres años, esta mujer murió a causa de los golpes de tres
hombres enloquecidos. Ahora tú puedes golpearla. Ninguna culpa, ya
está muerta, ya está herida. Un golpe más no le dolerá, créenos. Me-
nos viniendo de un ser tan enclenque como tú. –Los ciervos, todos, ha-
bían dado un paso al frente y soltaban vapor caliente por las narices.
Cisco se negó.
Los ojos de los ciervos se volvieron de humo. Uno de ellos caminó
hacia el cuerpo de Marci, al que empujó con su trompa hasta Cisco.
Cisco dio un paso atrás y vomitó sobre el suelo invisible. Volvió a
extrañar la pistola.
El cuerpo herido y muerto de Marci fue elevado, perdiéndose en
lo alto del domo de cuernos, de cuyo centro había bajado.
El ciervo colocó su hocico a un centímetro del rostro de Cisco. To-
dos hablaron, con una sola voz:
–La muerte no tiene nada de milagrosa, pues es de su misma es-
pecie: ser doloroso. A la familia se le acepta (la mayoría de las veces)
aunque no se la comprenda. De todas las incertidumbres, la muerte es
la que mejor se podría adaptar a su sistema lógico, o debiera decir, a
su sistema resignativo, a la fatal familia de lo que no deciden. Pero no
es así. Con ustedes nada es así. En el pozo, como en cualquier espacio,
se rechaza al extranjero; en el pozo, espacio de las monstruosidades,
se rechaza al extranjero por ser hermoso. La vidamor es hermosa.
Cuando se topan cara a cara con la vidamor, sin embargo, surge su
única certeza: que no quieren salir del pozo, porque es más sencillo y
soportable no salir que salir por un instante y regresar violentamente.
Habiendo hablado, el ciervo más cercano dio una mordida al
hombro derecho de Cisco. Otro ciervo se acercó por la espalda y le
mordió la pantorrilla derecha. Las mordidas fueron tan poderosas
que, en un segundo, Cisco yacía en el suelo. Los ciervos regresaron a
su sitio original, en su propio camino, llevando en sus hocicos uno el
brazo y otro la pierna de Cisco, cuya sangre flotaba a un metro de su
cuerpo. No sentía dolor alguno.
–Cuando dicen que no saben lo que quieren, en realidad dicen que
no quieren la vidamor iluminando el pozo. La vidamor, a pesar de

118 Rafael Villegas


todo, debe existir, no se trata de eliminarla (no la podrían eliminar),
sólo se trata de mantenerla bien lejos. El mejor camino para atrapar
la vidamor es dejándola en su propio hogar: la tierra de los deseos
que adoran pero oran por no visitar nunca, mas que en sus viajes

mentiras para, después, culparse tanto hasta no merecer el derecho de

soplar sobre las velas encendidas, pero nunca hemos compartido con
ustedes el proceso milagroso para encender una vela. Los milagros, lo
saben, no se enseñan pero sí se matan.
»En efecto, hay milagros que terminan por sí mismos, pero tam-
bién hay milagros que son ahogados. Hay milagros que son asesina-
dos sin piedad, sin consideración por su minusvalía. No importa que
haya sido desmembrado, como hijo cuyo llanto no se desea soportar.
Sin embargo, es probable que ningún milagro asesinado tenga, real-
mente, asesino declarado. Ya nos lo dijo la Muerte en cierta ocasión,
bajo todas las estrellas que explotan y nacen: “estas son las vidas de
los seres, alumbran brevemente y se apagarán cuando ustedes lo
quieran”. ¿Cuando queramos? Entonces, si la vida y el amor son lo

es el amor. Hay algo de fatal en todo esto; hay algo de espantoso en


nuestros designios.
Los ciervos callaron e inclinaron sus cabezas. Sus cuernos comen-

el domo de cuernos se deformó. Los cuernos lo llenaron todo. Una


punta atravesó el abdomen de Cisco, para luego ramificarse frente a
sus propios ojos.
Cisco no veía más que cuernos.
No veía nada.
Todavía escuchaba a los ciervos.
–Cuando Cisco nos reclama su desdicha, nosotros contestamos rui-
dosamente. Nuestra respuesta consiste, precisamente, en no contestar-
le. Tal vez nos alejamos de los seres desde aquel día desdichado en el
Origen; es probable que ya sepan que iniciamos la construcción de un
nuevo planeta, uno pequeño, habitado sólo por un dichoso y perfecto
Ser. Tal vez sucedió, sin embargo, que se nos terminaron los materiales

NADA 119
para construir planetas, agotamos nuestro corazón en hacer su planeta
y a ustedes. Así que, antes de irnos, usamos nuestros cuernos para
cavar profundo sobre la faz del mundo. Pero donde se cava siempre
quedan pozos. No nos gustan las irregularidades, así que decidimos
curar el mundo: colocamos la Muerte como alivio para las heridas.
Cisco se encontró en medio de la noche oscura y helada del Ca-
mino de Pantas. Un ciervo de grandes cuernos yacía muerto bajo las
patas traseras del japo marrón. Cisco tomó la pistola de la bolsa de
su chamarra y jaló el gatillo apuntando al cuerpo, ya sin vida, del
animal. El arma no traía balas. Cisco se levantó apoyándose sobre sus
brazos. Con paso acelerado, aunque trastabillando, regresó a la cabi-
na del conductor. Buscó debajo del asiento y sacó un machete.
No se escuchaba más sonido que el del machete de Cisco cortando
la noche y el cuello del ciervo. La sangre brincaba sobre su rostro,
aunque Cisco no la podía ver. Olía dulce. Finalmente, Cisco golpeó
la tierra. Terminó de separar con las manos la cabeza del cuerpo del
animal. Con el machete, escarbó el interior del cuello del ciervo. Creó
un espacio vacío. Lanzó el machete lo más lejos que pudo. Regresó
a la cabina del conductor y buscó gasolina, con la que acto seguido
bañó los cuerpos metálicos de los japos, mientras brincaba sobre ellos.
Le pareció que las bestias tenían miradas capaces de implorar cle-
mencia. No era tiempo de clemencia.
–La Muerte está cansada de ver el sufrimiento de los hombres,
pero el mayor sufrimiento de los hombres es la Muerte –les dijo Cisco
a los japos–. ¿Sabían que fue pensada como bendición?, pero los seres
la convirtieron en maldición. Nadie quiere a la Muerte, pues nadie
aprecia los parches. Ser un parche es cansado. La Muerte es nuestra
hermana, así fue improvisada. No queremos ver al amor como un
milagro, sino como una obligación del destino. ¿Qué van a entender
ustedes? Son basura hecha de basura. –Cisco sonrió, iluminado por
un cerillo encendido, que lanzó sobre los japos.
Cisco miró los ojos sin vida de la cabeza del ciervo, tirada a su
lado. La levantó y metió su propia cabeza en el cuello del animal,
hasta cubrir apenas sus ojos. Su máscara era muy pesada, lo cual no
le impidió bailar mientras se alejaba de los japos ardientes. El fuego
alcanzó al vehículo e iluminó la noche en el Camino de Pantas.

120 Rafael Villegas


A lo lejos, un rata blanca despertó en su camión y vio, a través de
la ventana, la silueta de un hombre ciervo, como los que aparecían en
las leyendas, alejándose del fuego.
Cisco, en la oscuridad de su máscara, pensó: “nada es tan malo,
ni nosotros tan culpables. Cuando los Creadores se fueron nos perdo-
naron por todo, pues no querían llevarse ni un solo dolor al pequeño
planeta que construyeron para su dichoso y perfecto Ser”.
Cisco caminó durante una semana por el Desierto Claroscuro, sin
darse cuenta de cuándo comenzaba el día y cuándo la noche. Anduvo
bailando y cantando con júbilo hasta que ya no soportó el peso de la
máscara de ciervo y su cuello y piernas se doblaron. Todavía, con la
lengua llena de arena, cantó por algunas horas la única frase que no
había olvidado de su canción: todos merecemos ser felices, todos merece-
mos ser felices, todos merecemos ser felices.

Nada 121
Todo incluido

H abía ganado el viaje a Playa Paraíso por no llegar tarde a la


oficina ni un solo día en veinte años. Todo el mundo lo llamaba
Andy, aunque él guardaba en secreto su deseo por ser llamado de
otra manera: Dick Maxwell. Pero sus padres lo llamaron Andrew,
“Fatty Andy” le decían con esas miradas complacientes, esas sonri-
sas idénticas.
Cómo odiaba su nombre.
Cuando iba a visitar la tumba de sus padres, en ese parque de
césped perfectamente cortado, como su propio cabello, Andy (lamen-
tablemente para él, así lo llamaremos) miraba a su alrededor para cer-
ciorarse de que estaba solo, luego se bajaba el cierre y orinaba sobre la
lápida bajo la cual sus padres ya no estaban.

“MR. & MRS. MILLER


DEVOTOS PADRES Y FIELES ESPOSOS”.

Andy sacudía su miembro hasta que estaba seguro de su sequedad,


lo guardaba con cuidado y se subía el cierre. Con cautela, tomaba su
maletín café y su paraguas negro, que abría de inmediato, porque le
había parecido sentir una gota sobre su nariz. Andy era un hombre de
cuarenta y cinco años y convicciones a prueba de todo.
Era lunes y Andy venía pensando en que ya faltaban cuatro meses
para hacer su declaración anual de impuestos. Cuando entró a la ofi-
cina, todos sus compañeros le sonreían desde sus cubículos. Andy se
sintió extraño y sospechó las peores cosas. Tal vez estaba desnudo o

122 Rafael Villegas


era el último en enterarse de su propio despido. Cuando Mr. Jones, su
jefe de toda la vida, caminó hacia él con los brazos abiertos y una son-
risa del tamaño de la empresa para la que trabajaba (United Fritos),
Andy intentó escurrirse como las cucarachas que gustaban de habitar
en los espacios entre cubículos.
–Andy, Andy. Mi puntual empleado. ¿A dónde vas?
–A ninguna parte, señor. Iba llegando –Andy se preguntaba si
acaso había llegado tarde por primera vez. Ese maldito despertador.
Sabía que no era de buena marca.
–Pues ya te vas –dijo Mr. Jones con los ojos muy abiertos.
–¿Me voy? –Andy no podía creer lo que escuchaba. Deseó sacarle
los ojos, esos saltones globos, a su jefe de toda la vida.
–Te vas Andy.
–Pero señor, yo respeto todas sus decisiones. Pero tengo familia.
Yo trabajo por ellos. Y…
–Pues tu familia también se va. ¿Qué creíste muchacho? –dijo Mr.
Jones pasando su brazo alrededor del cuello de Andy y riendo a car-
cajadas–. Te vas al Paraíso. Ve a hacer tus maletas pues te has ganado
un bono especial por tu puntualidad perfecta durante veinte años. Un
viaje todo incluido con tu familia a Playa Paraíso, uno de los destinos
turísticos de moda.
–¿De veras?
–De veras Andy. Hombre de poca fe. Aquí están tus boletos. ¿Tie-
nes pasaporte vigente, verdad? Se ve que viajas mucho, eres de mu-
cho mundo Andy.
–Nunca he salido del país. Pero siempre actualizo mi pasaporte,
por si…
–¡Ese es mi empleado! Previsor. Vales por dos, Andy. Ahora, ya
vete a tu casa, ve por los niños a la escuela y dale la buena noticia a tu
esposa. ¿Cómo se llama tu mujer?
–Sandra, señor.
–Ah, pues dale a Sandy un abrazo fuerte de mi parte. Lo demás
dáselo de tu parte, eh, pícaro –dijo Mr. Jones mientras movía su pelvis
hacia delante y hacia atrás.
–Pero quisiera terminar las cuentas que tenía pendientes. No me
gusta dejar…

Nada 123
–Ah, minucias Andy. No te preocupes –dijo Mr. Jones al tiempo

iba pasando por ahí–. ¿Cómo te llamas muchacho?


–Brown, señor.
–Brown se hará cargo de tus cuentas, Andy.
–Pero yo no trabajo aquí. Soy mensajero de…
–Ya vete Andy, antes de que le dé tu bono a Brown –dijo Mr. Jones
ignorando a Brown y empujando a Andy por la espalda.
A Andy le hubiera gustado decirle a Mr. Jones sobre su padeci-
miento de la espalda. El mismo padecimiento que le impedía ver la
televisión y hacer sobremesa. Nunca gastaba en cosas que no fueran
indispensables y menos si eran para él mismo. Pero cuando vio el
Couchmatic 3000 en esa enorme tienda departamental, tuvo un sen-
timiento que jamás había tenido. Se imaginó sentado en el sillón, con
los ojos cerrados, reclinado, vibrando y con una sonrisa de satisfac-
ción que nunca se había visto. Si no fuera un hombre de razón, pu-
diera haber jurado que no se imaginó a sí mismo en el sillón, sino que
vio a un Andy en el sillón, a otro Andy, de carne y hueso, disfrutando
como él nunca había disfrutado. Se resistió a comprar el sillón duran-
te meses, sabía que cuando iniciara el año nuevo bajarían los precios.
Y así fue. Una enorme etiqueta roja con un considerable descuento
colgaba del sillón en el segundo día del año. Andy había ahorrado
lo necesario, pues no gustaba de endeudarse con crédito, e incluso le
sobró para comprar la despensa de la semana.
La espera no valió de mucho, pues en cuanto retiró los plásticos
que cubrían al sillón, Lori y Andy Jr., sus pequeños mellizos, saltaron
sobre el mueble. Le pidieron a Andy la máxima potencia. Andy les
dijo que podría no ser seguro, que mejor se conformaran con la po-
tencia NORMAL, y eso nada más porque celebraban el estreno del
sillón. A Andy le pareció bien desgastar la emoción de sus hijos por el
juguete nuevo. Calculó que un par de días deberían bastar, pero pasa-
ron dos semanas y cada vez que llegaba del trabajo los niños estaban
ahí, peleándose por el control de la televisión, manchando la piel del
Couchmatic 3000 con leche y cereal de colores. En la noche, cuando
regresaba de su segundo turno, Sandra le exigía que dedicara por lo

124 RAFAEL VILLEGAS


menos ese tiempo a estar con ella, sobre la cama matrimonial de grue-
sas colchas, aunque no hablaran ni hicieran el amor.
Cuando a Lory y Andy Jr. se les pasó el alboroto por el sillón, co-
menzaron a rentarlo a otros niños del vecindario, amigos, conocidos
y desconocidos, por 50 centavos en NORMAL y un dólar en HIGH
PLEASURE. En seis meses, el sillón se descompuso, la garantía había
expirado y las piezas que se requerían no existían más que en China.
–Mejor compre otro –le dijo el hombre musculoso en overol–. Le con-
viene más. Pero no compre de esta marca. Están saliendo muy malos.
Con todo respeto, lo hicieron tonto.
Andy supo entonces que necesitaba unas vacaciones. Después de
todo, el viaje a Playa Paraíso que United Fritos le había regalado lle-
gaba en el momento preciso.

Apenas entraron al lobby del hotel cuando salieron a su encuentro


cinco empleados vestidos con trajes multicolores, hablando de mane-
ra graciosa, “como cantando”, según dijeron luego, en la habitación,
Lory y Andy Jr.
El hotel era un enorme complejo de edificios con cientos de habita-
ciones (chicas, medianas y grandes), restaurantes (chinos, mexicanos,
italianos y hasta marroquíes) y bares (que cerraban a las 11 PM, a la
1 AM y a las 3 AM), albercas con figuras diversas, y playa, mucha
playa. Incluso había una mansión exclusiva para multimillonarios,
políticos y estrellas del espectáculo.
Andy pasó la tarjeta por la cerradura electrónica de la habitación
217. Un foquito rojo se encendió y, sin intentarlo de nuevo, Andy deci-
dió pasarle la tarjeta a su hijo. Andy Jr. le mostró la posición correcta de
la tarjeta y, a la primera pasada, el foquito se encendió con luz verde.
–No era tan difícil, ¿verdad? –le dijo Andy Jr. a su padre,
subestimándolo.
La puerta se abrió. La habitación 217 era pequeña, como la televi-
sión empotrada en la pared. Había dos camas y, sobre sus respectivas
cabeceras, cuadros con motivos locales: en uno, un indígena (“tal vez
azteca”, pensó Andy), sostenía en sus brazos a una voluptuosa y se-
midesnuda mujer morena, en medio de un valle lleno de enormes no-

Nada 125
pales; en el otro cuadro, había otro fornido y lampiño indígena sobre
una lancha, navegando sobre un lago cristalino.
–Me gustaría ver si en la tienda del hotel venden copias de esos cuadros.
–Están horribles –dijo su esposa.
Andy no volvió a mencionar el asunto.
–Mejor vamos a ver si tienen trajes de baño para ti. Vamos a que
se te quite lo blanco.
–No me pienso bañar.
–¿Entonces a qué viniste?
–A descansar. Ustedes bajen a la playa. Yo los alcanzo.
–¿Te vas a quedar aquí?
–Un rato. Me voy a dormir. El viaje me cansó.
–Te puedes dormir en la playa. Hay hamacas.
–Hay mucha gente. Bajo a la hora de la comida.
–Aquí no hay hora de la comida, Andy. Puedes pedir lo que quie-
ras a la hora que quieras. Todo incluido, por eso es to-do incluido.
–Bueno, pero…
–Ay, ¿sabes qué? Quédate aquí. Haz lo que quieras. Los niños y yo
vamos a pasarla bien.
Andy vio que las arrugas de Sandra ya eran más extensas y
profundas. Y le pareció que, aunque no era una mujer fea, tampoco
era hermosa.
-
char a su hijo:
–Papá es un tarado.
–No digas eso –dijo Sandra.
–Pero tú siempre lo dices.
Y Andy no pudo dormir. Se quedó en ese estado intermedio donde
se duerme al mismo tiempo que se sabe que se duerme. Soñar con los
ojos abiertos y los párpados cerrados.
Andy consideró que era el sol, que entraba por ese ventanal que
daba al pequeño balcón, lo que no lo dejaba dormir. Muy a su pesar,
se levantó y buscó la cuerda para recorrer la cortina. Entonces vio el
suelo del balcón tapizado con una especie de pequeñas hojas negras.
Abrió el ventanal y salió al balcón. De cuclillas y descalzo, tomó entre
sus dedos una de esas cosas negras. “Tizne”, pensó. Había leído en

126 RAFAEL VILLEGAS


una de las revistas de viajes que compró semanas antes de tomar el
avión, que Playa Paraíso, como destino turístico, nunca había podi-
do consolidarse como el número uno por las lluvias de tizne. No es
que todo el tiempo lloviera tizne, pero cuando lo hacía sí que causaba
estragos en la industria turística. El gobierno local había logrado re-
ducir a un mínimo la precipitación de tizne, enviando lejos, fuera de
la zona hotelera, el área de quema de la caña. El beneplácito de los
hoteleros, sin embargo, no era absoluto. El tizne debía ser erradicado
o retirarían sus inversiones en Playa Paraíso. Así estaban las cosas,
según el artículo firmado por Steve Garcia.
Andy se sorprendió de su buena memoria y tuvo ganas de agra-
decerle a los cañeros locales por arruinar las vacaciones bulliciosas y
asoleadas de su esposa e hijos. De inmediato, reprimió ese sentimien-
to, que consideró indigno de un buen esposo y padre. Estaba tan ab-
sorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que, en sus dedos,
al tizne le habían salido incontables patitas y un par de colmillos que
se habían clavado a su piel. Andy sacudió su mano, espantado de que
el tizne o el insecto ése, o lo que fuera, se aferrara con tanto empeño.
Finalmente, el tizne cayó al suelo del balcón. Entonces Andy vio un
pequeño ejército de tiznes, transformándose frente a sus ojos, con-
virtiéndose en una especie extraña de insectos con miles de patas y
peligrosos colmillos. Andy saltó dentro del cuarto y cerró el ventanal,
aplastando a un par de tiznes, que ya venían dispuestos a seguirlo.
Ahí, frente al ventanal, Andy vio no una lluvia, sino un diluvio de
tiznes. Algunos, los menos, se transformaban en insectos en el mismo
aire, la mayoría no lo hacían hasta que alcanzaban el suelo. Y el so-
leado cielo de Playa Paraíso se volvió una negra cortina por donde,
a veces, un pequeño rayo de sol surgía y desaparecía. Andy quitó la
sábana de la cama donde había estado acostado y la empapó en la
regadera. Como si tratara de evitar el humo de un incendio, colocó
la tela mojada en ese centímetro libre que quedaba entre la base de la
puerta y la alfombra azul del suelo. Dejó la cortina abierta para poder
vigilar a los tiznes. Se subió a la cama más alejada del ventanal y cu-
brió totalmente su cuerpo con la colcha. Ahí, sentado sobre la cama,
con la espalda sobre la pared, sólo dejó espacio en la colcha que lo
cubría para su ojo derecho.

Nada 127
Y por la cabeza de Andy no pasó, ni por un segundo, el mínimo
pensamiento de su esposa y sus hijos, que nadaban en la alberca más
grande, cuando los primeros tiznes cayeron.

Andy vigiló a los tiznes de su balcón por dos noches y tres días. Los
tiznes no tenían ojos, pero veían, lo veían a él, o al menos eso le pare-
cía. Lo vigilaban y era necesario, para sobrevivir, no quitarles el ojo
de encima. Pensaba Andy que si se quedaba dormido, los tiznes en-
contrarían la forma de atravesar el cristal, trepar por las patas de la
cama y atacar su ojo vigía, para después continuar con el resto de su
cuerpo. No podía dimitir.
Entonces Andy se quedó dormido y, además, se puso a soñar. Via-
jaba sobre los aires sentado en su Couchmatic 3000. Allá abajo esta-
ban su vecindario y su casa, aunque en vez de calles había canales
de agua. Y esa red cuadriculada de canales alimentaba a un río cau-
daloso. A su vez, las aguas del río caudaloso iban a parar a un océa-
no infinito, “como todos”, pensaba Andy. Y del océano brotaba una
mano gigantesca, una mano de mujer, que después de varios intentos,
lograba atraparlo como una mosca, con todo y su sillón volador. La
palma de la mano comenzaba a cerrarse sobre Andy. Todo se volvía
oscuro y sentía un dolor como de quemadura en sus dedos.
Cuando despertó, se dio cuenta de tres cosas: era un día soleado,
los tiznes habían desaparecido del balcón y su mano derecha estaba
negra, completamente oscurecida desde las puntas de los dedos hasta
poco más allá de la muñeca. Sentía un ardor que se incrementaba en
la punta del dedo índice, justo donde el tizne había clavado sus col-
millos. Fue al baño y abrió la llave fría del lavamanos. Metió la mano
negra al agua. El ardor cesó. Andy vio, sorprendido, cómo el agua
se pintaba de negro al pasar entre sus dedos. Era como si sus manos
estuvieran llenas de ceniza, pero era imposible limpiarlas. La aparien-
cia de la mano no cambió. Andy abrió una cajita con el logotipo del
hotel, sacó un jabón rosado y lo pasó por ambas manos. El jabón se
ennegreció, al igual que la toalla blanca con la que se secó. Arrancó
un pedazo de sábana blanca y se la amarró, a manera de venda, sobre
su mano negra.

128 Rafael Villegas


Se asomó por el ventanal y, a lo lejos, vio el mar. En efecto, era un
día soleado y todo parecía estar bien en Playa Paraíso. Con cautela,
movió la sábana que había colocado para bloquear el espacio vacío
bajo la puerta. Se puso pecho a tierra y miró hacia el pasillo exterior.
El suelo se veía limpio, nada de tiznes ni cosas raras. Se levantó y,
cuando estaba a punto de abrir la puerta, decidió que aún no era tiem-
po. Volvió a empapar la sábana y la colocó en su sitio, bajo la puerta,
cuidándose meticulosamente de no dejar entrada alguna. Encendió
el televisor de forma manual. Sin señal. Luego buscó el control para
cambiar de canal. Lo encontró sobre el buró ubicado entre las camas.
Canal 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9… 88, 89, nada. No había señal. Pensó en revisar
el cable detrás del televisor, pero claudicó cuando vio las complicacio-
nes de checar la parte posterior de un aparato de ésos, empotrado en
la pared, metido en un armazón, asegurado con un candado.
Se enorgulleció de no haber sido tan irresponsable como para salir
al pasillo. Algo andaba mal.
De pronto, sintió hambre. Rompió el plástico de la canasta de dul-
ces tradicionales locales que habían recibido al llegar al hotel. Luego
abrió el frigobar y tomó una botella de agua mineral. Aunque prefería
las bebidas sin gas, no se sentía seguro de beber agua directo de la
llave. Había escuchado las peores historias sobre la calidad del agua
del país entero. Y deseó nunca haberse ganado el viaje, pero entonces
no tendría el récord de puntualidad en la empresa. Sopesó el asunto
y se convenció de que ganarse el viaje por su habilidad para llegar
temprano era lo mejor que le había pasado en la vida.

No supo cuánto tiempo durmió, pero sí lo que soñó. Andy se encon-


traba sentado en una silla, a la cual estaba amarrado con cuerdas de
colores, como las que se usan para tender la ropa en los traspatios. Le
dolía la espalda. Veía a dos ratas anaranjadas que habían cavado su
hogar en la hermosa piel del Couchmatic 3000. Las ratas entraban y
salían a placer. Metían toda clase de porquerías al sillón. Corcholatas,
-
gó el momento en que las ratas habían trasladado tantas cosas al inte-
rior del mueble, que éste comenzó a desgarrarse, hasta quedar hecho
trizas. Las ratas entendieron que su hogar estaba arruinado y que, si

NADA 129
querían sobrevivir, debían encontrar un nuevo lugar. Andy temió lo
peor y vio, en menos de un segundo, todo lo que le iba a suceder. Y
así fue. Las ratas treparon por las piernas de Andy, sobre su pantalón.
Como si se comunicaran entre sí, las ratas se miraron con esos ojillos
rasgados, y entonces comenzaron lo que Andy ya sabía que sucede-
ría: arrancaron con violencia su camisa perfectamente planchada y
mordieron la piel de su estómago. Durante mucho tiempo (a Andy le
pareció una eternidad), las ratas masticaron a placer el estómago de
Andy hasta que hicieron un agujero en el mismo. Con la misma dili-
gencia, arrancaron todos los órganos del cuerpo de Andy, los arras-
traron afuera y los fueron apilando sobre los restos del Couchmatic
3000. Andy se dio cuenta de que las ratas habían hecho una imagen de
él, sentado en los restos del sillón vibrador, con sus propios órganos
y las corcholatas, zurrapas de pan, cabello de muñecas, balones des-
inflados y demás porquerías. A la imagen sólo le faltaban ojos. Andy
sintió a las ratas atravesando su tórax y su cuello a toda velocidad. Al
llegar a su cabeza, desde adentro, cada una de las ratas empujó con la
punta de su trompa a uno de los ojos de Andy. Los ojos rodaron casi
hasta los pies del otro Andy. Las ratas bajaron a toda prisa y, con gran
habilidad, colocaron los ojos donde deberían ir: en dos agujeros en la
cabeza del Andy de basura. En ese momento, los ojos de Andy vie-
ron venir desde el cielo una enorme escoba verde fosforecente. “Qué
conveniente”, pensó, “brilla en la oscuridad”. Las ratas huyeron y la
escoba gigante barrió con ambos Andys, el original, ahora desbarata-
do, y la copia, fabricado con desechos del primero. Y Andy escuchó
su propio grito.
Había despertado.
Andy no se había dado cuenta de que estaba desnudo, lo que no
pareció incomodar a la mucama que entraba en ese momento a la
habitación.
–Disculpe señor. Yo tengo que hacer mi chamba, sino no cobro, y
si no cobro no me puedo ir de fiesta, y no hay nada que me guste más
que parrandear.
Andy no conocía el idioma de la mucama y, sin embargo, com-
prendía lo que decía.

130 Rafael Villegas


–Lleva dos semanas aquí encerrado. El gerente me va a llamar la
atención por despertarlo. Pero luego yo qué hago. Hay que desquitar
el sueldo. Mire qué reguero tiene. Y esa sábana apestosa en la puerta
qué significa. Es usted un pervertido señor –dijo la mucama levantán-
dose la falda y apretándose las nalgas, mientras se acercaba a Andy,
quien lograba escabullirse de ella.
La mucama, indignada, juntó el pantalón de Andy y se lo lanzó
justo a la entrepierna.
–Póngase algo, ni que estuviera tan buenote.
–Señorita, ¿ya desaparecieron los tiznes?
–Esos no se acaban. Los cañeros acabaron con el turismo. Aunque
estas últimas dos semanas no han quemado caña, que yo me acuerde.
–La plaga, los insectos negros. Estaban por todos lados.
–¿De qué habla? Si este es uno de los hoteles mejor fumigados de
Playa Paraíso.
Andy se sorprendió por no sentirse avergonzado de su desnudez.
En realidad no le importó mucho. Y eso que se trataba de una mu-
cama hermosa, como la de aquella película que, hace muchos años,
estaba viendo a escondidas hasta que su madre lo descubrió.
Se puso el pantalón y salió al balcón. El cielo estaba limpio, el sol
radiante y ni una sola persona en las albercas o en la playa.
–¿Qué pasó con todos?
–Pues no le digo, señor. Que ya no viene nadie. Esos malditos ca-
ñeros nos jodieron el negocio. Dentro de poco ya no me van a nece-
sitar ni a mí –dijo la mucama, sin mirar a Andy, mientras metía las
sábanas a un cesto de plástico–. Aquí no ha habido más huésped que
usted en un buen rato. Pero no crea que no le vamos a cobrar el tiem-
po que lleva aquí. Se lo tienen bien contadito.
Andy se puso una camisa floreada que había comprado en el cen-
tro comercial, especialmente para estrenarla en Playa Paraíso.
–Si el gerente le pregunta, nada más dígale que usted se despertó
solo. Yo no fui.
Lo dudó por un instante, pero salió de la habitación. El pasillo le
pareció más largo de lo que recordaba. Tal vez era el silencio. Apenas
había caminado un par de metros cuando cayó en cuenta de que an-
daba descalzo. Temió que alguna infección desconocida le dejara los

Nada 131
pies llenos de hongos. Regresó a la habitación, donde la mucama ya
no estaba. Buscó algún calzado, pero no encontró nada; la mucama
se había llevado toda su ropa, junto con sábanas, colchas y bolsas de
basura. A cambio, le había dejado toallas limpias y rollos nuevos y
perfumados de papel de baño.
A manera de calzado, amarró como pudo un par de toallas a sus
pies. Entonces, respiró hondo y dio un paso fuera de la habitación

el elevador. “Las peores cosas siempre suceden en los elevadores”,


pensó. Llegó a la recepción y tocó la campanilla. El sonido era más
fuerte de lo que esperaba. Tal vez tenía una infección en el tímpano.
O peor: un tizne viviendo en su oído. Aunque no estaba aseguro de
que el tímpano fuera totalmente imprescindible para ajustar el volu-
men. “Algo tiene que ver”, pensó, mientras metía el índice de la mano
derecha a la oreja. De inmediato, recordó su mano negra, enferma por
el veneno del insecto tizne. Entonces, ya no le interesó hablar con el
gerente, lo que de verdad quería era llegar a un hospital. Tocó con
desesperación la campanilla cuatro, cinco, nueve veces. Nadie res-
pondió. Se sorprendió a sí mismo metiéndose a la recepción y toman-
do un teléfono. Apenas puso el auricular en su oído, escuchó la voz
de la mucama:
–Señor, el gerente lo espera en la tienda del hotel.
Andy, desesperado, sudando, mareado de preocupación por su
mano enferma, posiblemente envenenada, lanzó el teléfono al suelo
y decidió salir del hotel. Tal vez afuera encontraría a alguien que lo
llevara a un hospital. Corrió por un enorme estacionamiento adoqui-
nado, a un costado de un pequeño camellón lleno de las palmeras
más altas que hubiera visto en su vida. Por sus troncos sabía que eran
palmeras, aunque no alcanzaba a ver sus hojas. El estacionamiento
estaba completamente vacío. El corazón de Andy comenzó a latir con
más fuerza, no por el cansancio de correr, ni por la preocupación por
su mano enferma, sino al darse cuenta de que el estacionamiento no
-
bladas. Una enorme gota de sudor recorrió su frente y cayó al ado-

132 RAFAEL VILLEGAS


Entonces Andy recordó a su esposa y a sus hijos.
Había deseado verlos desaparecer de su vida en muchas ocasio-
nes. Tal vez él mismo había traído esta desgracia. Como su madre
solía decir: “Si tienes malos pensamientos atraes malas situaciones.
Nunca desees mal a nadie, porque Diosito podría regresártelo tres
veces peor”. Andy comenzó a llorar como no lo había hecho desde
aquella tunda que le dio su padre por reprobar historia. “¿Así pagas
lo que tu madre y yo hacemos por ti? Mientras vivas en esta casa, ser
el mejor no es una opción, es tu obligación, tu única obligación”.
Vino a su mente esa horrible escena que había imaginado en más
de una ocasión: Andy entraría al baño de su recámara, donde Sandra
estaría, como siempre, casi dormida en la tina, rodeada de olorosa
espuma. Esa ligera sonrisa en su rostro lo invitaría a tomarla de cuello
y empujarla hasta el fondo de la tina. Sandra patalearía y mojaría el
mejor traje y la corbata favorita de Andy (la café con rayas amarillas),
quien apretaría el cuello aun con más fuerza. La espuma sobre el agua
se estabilizaría cuando Sandra muriera. Andy secaría sus manos con
la toalla de los holanes ridículos. “Sandra siempre tuvo mal gusto”,
pensaría Andy. Iría entonces directo a la cocina, donde tomaría el mis-
mo cuchillo con el que cortaron, el Día de Acción de Gracias, el pavo
relleno de cosas dulces. “Mala combinación”. En la televisión estarían
transmitiendo Los Simpson. Quedaba en evidencia, otra vez, la estupi-
dez crónica de Homero. Pero ya no culparía a la televisión por nada;
es fácil culpar a la caja cuando se es un idiota. Andy reiría. Esta vez,
apagaría el televisor, mientras sus hijos, degollados, permanecerían
sentados en su Couchmatic 3000, vibrando en HIGH PLEASURE.
Andy se convenció de que no merecía ir a ningún hospital. Si la
infección de su mano se extendiera a todo su cuerpo, hasta matarlo, le
parecería justo. ¿Cómo había podido pensar cosas tan horribles? Tal
vez era eso, aunado a su desprecio por sus padres. Todo el problema
era él mismo, no los demás.
Entonces entendió que la flecha no lo apuntaba a él, sino a la di-
rección contraria a su vista. La flecha indicaba hacia la recepción del
hotel. Andy miró entre sus piernas y vio una serie de flechas naran-
jas pintadas en el adoquín del estacionamiento. Resignado, volteó y
las siguió.

Nada 133
Caminó por pasillos y atravesó dos edificios. Vio el restaurante
mexicano y el bar que permanecía abierto hasta las 11 PM. Ambos
cerrados. Incluso pasó frente a la mansión para personas importantes.
Finalmente, las flechas lo llevaron a la tienda del hotel, cuya entrada
también estaba cerrada. Andy vio en el aparador de la tienda dos cua-
dros como los que estaban en su habitación. Tenían el signo de dólar
colgado en una vistosa etiqueta naranja, pero no alguna cantidad.
–Son suyos, si le gustan –dijo una voz gruesa, que le pareció extra-
ñamente familiar.
Andy volteó y se encontró con un hombre alto, atlético, guapo
y de cabello levemente encanecido. Traía unos lentes con diamantes
incrustados en los costados, y lucía una piel bronceada y una mandí-
bula perfecta.
–¿Qué modales los míos? Mi nombre es Dick Maxwell y, hasta el
día de hoy, soy gerente de este hotel. Espero que su estancia esté sien-
do placentera.
–En realidad no. Mire mi mano, señor Maxwell –entonces Andy
notó que el gerente se llamaba como él siempre quiso llamarse–.
¿Cómo dijo que se llama?
–Dick Maxwell –contestó con una sonrisa que a Andy le pareció
fingida–. Maxwell de parte de madre y Dick de parte de padre –dijo
el gerente cruzando los brazos y carcajeándose de algo que Andy
no entendió.
–Mire, señor Maxwell.
–Llámeme Dick. ¿O le incomoda?
–No. Mire Dick, desde que llegué aquí no han dejado de pasarme
cosas raras. Desde la lluvia de tizne.
–Ah eso. No se preocupe, ya lo tenemos controlado. Hemos lle-
gado a un muy buen acuerdo con los cañeros. La gente regresará a
Playa Paraíso.
–No, digo, mire mi mano.
–Lindo maquillaje. Será la sensación en nuestra fiesta de disfraces
el Día de Muertos. Para entonces va a seguir con nosotros, ¿verdad?
–Es una infección. Uno de esos insectos, tiznes, me encajó los col-
millos y desde entonces tengo la mano así.
–¿Y le duele?

134 Rafael Villegas


–No, sí, sí me dolía, pero ya no. Me lavé las manos y desapareció
el ardor.
–Ah, muy bueno. Eso siempre ayuda. Siga lavándose las manos,
estoy seguro que eso le quitará el malestar. O pruebe nuestro trata-
miento en chocolate. Aunque por ahora no está disponible. Lo siento.
De eso quería hablar con usted.
Andy no supo qué más decir. Parecía que estaba hablando con
un loco. Entonces se vio a sí mismo reflejado en los lentes oscuros de
Maxwell. Ya no vestía la camisa floreada. Volteó y se vio de cuerpo
entero en el vidrio del aparador. Vestía su mejor traje y su corbata
favorita, la café con rayas amarillas. Además, calzaba zapatos negros
impecablemente lustrados. El cielo se podía reflejar en ellos. Vio su
cabeza y tenía tanto cabello como cuando era joven. Pero su mano
seguía negra.
–Lo ve, puede tener lo que quiera –dijo Maxwell colocando sus
manos sobre los hombros de Andy.
–¿Y mi mano?
–Bueno, casi lo que quiera. Lo importante es nuestro negocio.
A Andy le pareció ver un brillo naranja debajo de los lentes oscu-
ros de Maxwell. Volteó. Tal vez era el reflejo en el aparador.
–Mire Andy, ¿puedo hablarte de tú, Andy?
Andy asintió.
–Muy bien. Mira Andy –dijo Maxwell acercándose, en plan de
decir algo importante y secreto–, yo ya me voy del hotel. Ya cumplí
mi tiempo en la gerencia. Muchos matarían por tener mi trabajo, ya
sabes, muy buena paga, bronceado gratuito, fiestas diarias y mujeres
hermosas y casi desnudas por todos lados. Pero un hombre como yo,
aunque no lo creas, también necesita sentar cabeza. Yo también sueño
con una casa en un apacible vecindario, con vecinos a quienes invitar
a una parrillada dominguera. Tú me entiendes, ¿no Andy? La cosa es
que, bueno, te quería pedir que te quedaras en mi lugar.
–¿Qué?
–Sí, mira hombre, no es tan difícil de entender. Yo quiero la vida
que tenías y tú te puedes quedar con la mía.
–No, mire Maxwell, yo sólo quiero regresar a casa y ver a
un médico.

Nada 135
–Háblame de tú Andy, ya nos tenemos confianza, ¿qué no? Esta
puede ser tu casa. Podrías vivir en la mansión. Si quieres te la mues-
tro. Tiene un jacuzzi enorme en el que podrías meter a todas las po-
rristas de tu equipo de fútbol favorito. ¿A quién le vas, Andy?
–No me gusta el fútbol.
–No hablo del soccer, hablo de fútbol verdadero.
–Tampoco me gusta.
–Eres un caso, Andy. Pero mira, el asunto es que podrías quedar-
te también con los cuadros que quieras –dijo Maxwell señalando los
cuadros en el aparador–. Te podría conseguir a las modelos indígenas
que posaron para estos cuadros. Es más, podrías tener mi nombre. No
lo tenía planeado, pero te lo doy. Sé que siempre lo has querido.
–¿Y usted cómo lo sabe?
–Por favor, Andy, no me hables de usted. Me haces sentir viejo.
–¡Cómo sabe que siempre he querido llamarme como usted!
–No es necesario gritar, Andy. Cualquiera tendría ganas de lla-
marse como un verdadero profesional del amor.
Entonces Andy recordó dónde había conocido a Maxwell. Fue el
día más vergonzoso de su vida. Era de noche. Apenas tenía doce años
y se había escabullido de su cuarto, cuidadoso de no despertar a sus
padres. Fue a la sala, encendió el televisor y puso en la videocasetera
la película porno que le habían prestado en la escuela. No sabría re-
cordar de qué trataba esa película, pero nunca olvidaría a esa muca-
ma de redondas nalgas, como de corazón, y cintura diminuta, nunca
olvidaría cómo le hablaba a su amante: “Es usted un pervertido, señor
Maxwell”. Entonces él le contestaba, desde las sombras, “Llámame
Dick. ¿O te incomoda?”. “Para nada, señor Maxwell, Dick Maxwell,
señor. No hay nada que me guste más que usted, todo usted”. Justo
en ese momento, Andy fue descubierto por su madre. Nunca habla-
ron del asunto, aunque Andy estuvo seguro de que al menos su padre
no se enteró jamás.
–¿Qué dices Andy? ¿Es un trato?
Y Andy miró sus zapatos lustrados, brillantes como espejos. Vio
su propia cara, con esos cachetes y una papada que jamás había que-
rido. Entonces empujó a Maxwell, enfurecido.
–¡Ahora no tendrás nada, idiota! –gritó Maxwell desde el suelo,

136 Rafael Villegas


mientras Andy se alejaba rumbo la zona de albercas–. ¡Disfruta del
todo incluido un día más, porque mañana te esperan los perros!
Andy lanzó un par de camastros vacíos a una de las albercas. El
olor a cloro le parecía insoportable. Llegó a la playa. Estaba desnudo.
Pisó la arena y pensó que justo así es como deberían estar las playas,
vacías. Se sentó en un camastro, bajo una palapa, y decidió que dis-
frutaría de lo que quedaba del día. Si Maxwell cumplía sus palabras,
el día siguiente podría ser todo menos disfrutable.
Andy se quedó dormido.
Vio que del mar emergía su esposa y, después, sus hijos. Ella te-
nía el cuerpo pálido, ellos la garganta cercenada. Los tres estaban
muertos. Andy sintió una paz profunda. Una tranquilidad extraña
que jamás habría pensado sentir por reencontrarse con su familia.
Tal vez no todo sería como antes, pero sí podría ser parecido. Regre-
sarían a su país, a su vecindario, a su casa. La gente le preguntaría
si no siente miedo de vivir con muertos, y él contestaría, orgulloso:
“Ellos son mi familia”.
Entonces despertó.
A sólo unos pasos, tres personas (una mujer y dos niños) comple-
tamente negras de tizne, carentes de rasgos, sin rostros ni cabello, se
acercaban a Andy. Un ardor intenso recorrió todo su cuerpo, desde
su mano derecha hasta el último de sus escasos cabellos. Las tres
personas lo tomaron de las manos y lo jalaron, rumbo al mar, que
estaba negro también, tapizado por infinitos insectos tizne, que flo-
taban impasibles.
Entonces Andy sintió miedo, como nunca antes, pero no puso nin-
guna resistencia.

Nada 137
Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso

C uando el pequeño Yao-Né vio todos esos cuerpos muertos, vesti-


dos de blanco, flotando bocabajo en el río de las Lamentaciones,
buscó la mirada de su abuelo, el sabio Tao-Né. El anciano maestro
arrancó una hoja de árbol gigante y escupió en ella no una, sino siete
veces.
–¿Qué ves aquí? –le dijo a su nieto.
–Tu saliva, abuelo –contestó el pequeño, apenas asomándose a la
hoja de árbol gigante, y buscando aún los cuerpos sobre el río. Le pa-
recían la cosa más horrible que jamás hubiera visto y, sin embargo, no
podía quitarles los ojos de encima.
–Algunas veces –dijo el abuelo, llamando la atención de Yao-Né–,
cuando era niño, temía las horas en que cerrar los ojos significara ini-
ciar un vuelo al mundo del Otro. Fueron muchas las noches en las que
vinieron a visitarme los seres que habitan la tierra de los dioses, las
que llamamos ensoñaciones. Conozco bien el espanto. Mi memoria
guarda antiguos contactos con esa naturaleza, tan distinta de la que
nos sigue cuando hay sombras. Lloraba mucho al despertar y espe-
raba que, al llorar, las gallinas pusieran huevos de oro y los ojillos de
los gallos brillaran de tanto sol. Nunca sucedía así. La oscuridad me
sorprendía, horrorizado, y el sudor perdía su sabor salado al llegar a
mi lengua.
»Pero en este mundo, ni los tiempos ni los hombres somos iguales
para siempre. Los días, como feroz termita, acabaron con las patas de
mis últimos temores. Me encontraba con las cosas y ya no gritaba de
espanto. Los fantasmas que antes me correteaban por cabañas huecas

138 Rafael Villegas


y chillonas, comenzaron a guiarme, con dulce amabilidad, por los se-
cretos caminos del Otro. Entendí entonces que los enigmas heredados
por las voces de nuestros padres y nuestros abuelos no eran sino la
confirmación de que antes, mucho mucho antes, no existía más reali-
dad que la nuestra, que los reflejos no habían surgido en los lagos del
mundo y en la sangre de los muertos felices. En ese entonces, el ma-
ravilloso espejo era más bien un cristal, cuya transparencia perfecta
fue refugio de universalidad y puente sobre el cual fueron y vinieron,
de un lado a otro, los pobladores de dos casas, antes unidas, ahora
distantes: la casa de los sueños y la casa de los hombres que sueñan.
El pequeño Yao-Né miró por un par de segundos a Tao-Né, de
largas y peinadas barbas. No había comprendido ni una palabra de lo
que su abuelo había dicho. Entonces Yao-Né buscó de nuevo, con sus
dos ojos, el río cubierto de cuerpos.
Tao-Né llamó a su nieto por su nombre. Cuando el niño volteó,
el anciano lo sorprendió agarrándolo de los cabellos y cubriendo su
cara con la hoja de árbol gigante. Yao-Né no podía respirar y sentía
con asco la saliva del abuelo sobre sus párpados. Entonces escuchó a
Tao-Né.
–¿Qué es lo que ves?
–Nada, nada –contestó el pequeño, casi ahogado.
–Cierto. Tú ya no tendrás miedo de los muertos que flotan en los
ríos, ni de la oscuridad que hay detrás de las hojas de los árboles, ni
de la saliva de un pariente. Estás listo para la vida y yo estoy listo para
la muerte, pues hoy mi nieto me ha enseñado algo: la comprensión no
es condición para deshacerse del miedo al mundo del Otro. Profetizo
que tú serás, en los años por venir, el más valiente de todo el reino,
pero también el más tonto. No comprenderás ni el lenguaje de las
lagartijas.
Entonces Tao-Né limpió con sus barbas el rostro de su nieto, Yao-
Né, en cuyos ojos, desde entonces, no se pudo encontrar sabiduría
alguna. Pero Yao-Né se volvió valeroso y cruzó mil y un veces, de ida
y de vuelta, levantando su arco de flechas heladas, el puente que une
la casa de los sueños y la casa de los hombres que sueñan.

Nada 139
Prólogo a Historias de Ningún Lugar

D esde la infancia, todos conocemos la historia de Zoma, el hombre


que vio todas las cosas y quiso vivir para contarlas. Casi hemos
olvidado que lo que hoy es un cuento de cuna, fue noticia hace 1700
años: “Muere loco en su casa”,1 “Ahogado entre papeles”,2 “Apesta-
ba: decían los vecinos”,3 etcétera. Con el tiempo, el sensacionalismo
de la nota inmediata fue seguido por la curiosidad de los coleccionis-
tas de rarezas, tan comunes en aquellos días. Este cambio de enfoque
no ayudó en mucho a la imagen de Zoma, ya que pasó de desquiciado
solitario a genio incomprendido.
Aunque ambos enfoques sobre Zoma se han extendido, lo han he-
cho por caminos distintos. El primer enfoque, que ve en Zoma a un
ser perdido por el afán de conocimiento, ha encontrado ecos en los ya
citados cuentos infantiles, así como en la llamada sabiduría vulgar:
“El que sabe demasiado, se convierte en mentira”. Ni qué decir de la
inclusión del adjetivo “zomático” en los diccionarios de casi todas las
lenguas del mundo: “se dice del hombre que quiere tenerlo todo y no
logra hacerse de lo más elemental”.4
La otra tendencia, la de la sublimación de la figura de Zoma, se
ha dirigido hacia la pseudo religiosidad. Marcio Jeepe, uno de los

1
Llamado, 13, 2, 21734.
2
Cus Cus, 13, 2, 21734.
3
Dentro, 13, 2, 21734.
4
Nótese cómo la idea original de que Zoma decía saberlo todo, ha derivado, incluso,
en documentos aparentemente neutros como los diccionarios, en un juicio sobre
los peligros de la ambición.

140 Rafael Villegas


estudiosos-coleccionistas de Zoma, casi treinta años después de su
muerte, inició un grupo de estudio con los únicos dos textos que, se
suponía, habían sobrevivido al desinterés general por conservar “la
basura de un viejo extraño”.5 Jeepe cambió su nombre a Zoma, ini-
ciándose así una tradición que perdura hasta la actualidad entre esta
minoría religiosa y sus sectas. Lo anterior, sin duda, ha aportado a la

dos textos, El Diario y Las Notas,6 se convirtieron en los fundamentos


del zomismo y son, gracias a la reproducción en serie, los más cono-
cidos de Zoma.
Ahora bien, a estos dos enfoques tradicionales sobre Zoma hay
que agregar el académico. Ya desde hace mucho tiempo han prolife-

orales de seguidores de esta creencia, ni qué decir de los análisis lin-


-
tral. Como sea, es innegable que, desde que se realizó el hallazgo del
Archivo de Zoma, en el año 23399, el interés académico por este per-
sonaje ha alcanzado niveles inauditos. A este interés han contribuido
dos situaciones: la apertura entre las ciencias humanas a temas antes
considerados poco serios; y la singularidad de este archivo personal,
que además de ser enorme, presume de tener un autor único, Zoma,
sin que exista consenso entre quienes han estudiado este acervo los
últimos treinta y cinco años.
Entre el zomismo, el hallazgo del Archivo y su subsecuente pues-
ta a la consulta pública, ha causado el cisma más importante en la
historia de esta creencia.7 Una buena parte de los adeptos al zomis-

5
Llamado, 13, 2, 21734.
6
En los originales, conservados en los archivos del Templo de Zoma, ambos textos no
están titulados. Jeepe ya había muerto cuando comenzaron a reproducirse en
serie ambos textos, en 21999, indicándonos que la reelaboración del texto estuvo
a cargo, o al menos fue aprobada, por el segundo Zoma, Bige Wago.
7
Otro cisma importante es el que separó a los visionarios de los textuales, en el año
22566. Hasta el Concilio General de ese año, se había aceptado como verdad en-
tre los zomistas que “el Gran Vidente había sido testigo de todas las cosas en un
solo instante; […] después, buscó la manera de comunicar lo que había visto por

NADA 141
mo decidieron violar la prohibición de la jerarquía zomista para no
leer y menos aceptar como canónicos los textos del Archivo. Lo cierto
es que, según informes de la misma Biblioteca Valahaliana, en cuyos
Fondos Especiales se encuentra resguardado el Archivo de Zoma,
apenas un quince por ciento del acervo es comprensible, pues el resto
utiliza lenguas desconocidas, tal vez inventadas por el mismo Zoma.
La labor de comprensión de las lenguas desconocidas de Zoma es lo
que ha ocupado los mayores esfuerzos por parte de los estudiosos.
El acervo comprensible de Zoma, que es, a su vez, el que puede
ser consultado, consta de 1325 cuadernos de aproximadamente 200
páginas cada uno, con textos en su mayoría narrativos;8 tres películas
de poco más de un minuto cada una donde alguien que parece ser el
mismísimo Zoma habla de su Archivo mientras lo muestra a través de
la cámara. Estas películas son de vital importancia, pues nos revelan
el tamaño del Archivo de Zoma original, al menos cinco veces más
grande que lo que se conserva en la Biblioteca Valahaliana. Es necesa-
rio decir que todos los cuadernos presentan, además, algunas ilustra-
ciones. Por supuesto, El Diario y Las Notas no se consideran parte del

medio de los lenguajes que conocía” (Tratado Concilio General, día 75, página 324).
El delegado mayor Hiroe Mash-Nie, en esos años uno de los más influyentes del
Concilio General, desató una polémica sobre la naturaleza vidente de Zoma. Para
Mash-Nie, Zoma no había visto nada, sino que le había sido revelada la escritura
misma del universo, de la cual Zoma se había vuelto el receptáculo. Para los
textuales, el don más grande de Zoma no es su “visión de lo inconmensurable”
(Tratado…, 323), sino “la prodigiosa memoria que fue capaz de retener todas las
palabras en todas sus combinaciones posibles”. Para los textuales, Zoma escribe,
al pie de la letra, todas las palabras “que atravesaron su mente” (Protesta, punto
12). Es lo que Zoma dice en una de sus películas lo que los textuales han toma-
do como piedra angular del dogma: “hablando del destino, sin duda, es algo
que puedes elegir; sin embargo, te aseguro que el destino que elegiste ya estaba
escrito, tan escrito como todos aquellos destinos que dejaste de elegir” (Película
2). Los visionarios han dado respuesta a este argumento con otras palabras de
Zoma: “tomé mi nombre de una palabra que vi en otro mundo” (El Diario, día 34).
Una interpretación menos metafísica del asunto aboga por diferencias más bien
provocadas por pugnas del dominio administrativo sobre los capítulos zomistas
en las recién descubiertas Tierras del Sur.
8
Aspecto sobre el que se han centrado los argumentos en contra de la autoría única
de Zoma.

142 Rafael Villegas


acervo, pues los originales se resguardan en la Casa Máxima, según
dice la tradición.
Ahora bien, hablando de las publicaciones originadas en el Archi-
vo público de Zoma, la mayoría son estudios biográficos,9 historias de
los imaginarios,10 así como análisis mentales de Zoma a través de su
legado.11 No han faltado quienes han encontrado valores literarios en
la obra de Zoma.12 Hay quienes, incluso, han valorado sus películas
cortísimas como manifestaciones del inicio del visionado subjetivo.13
Las expresiones creativas tampoco han sido inmunes a la influencia
de Zoma. Basta recordar las cinco películas y las tres novelas hechas
con el material de las vagas informaciones, quién sabe si reales, de la
vida de Zoma.14
Es importante señalar, entonces, que este volumen es el primero
que presenta al lector no especializado algunos de los textos compren-
sibles de Zoma. Hasta hoy, dichos textos han estado a disposición de
los estudiosos autorizados en los salones de la Biblioteca Valahaliana.
La razón de ser de esta edición que el lector tiene en sus manos es la
de que los textos de Zoma lleguen hasta los hogares y las bibliotecas
locales. Nos ha parecido fundamental comenzar a publicar al menos
algunos de los cuadernos del Archivo de Zoma, pues creemos que
esta labor despertará gran interés y estimulará la discusión sobre uno
de los personajes más influyentes de nuestra historia. Más allá de las

9
Curi Jino, Zoma, 23400; Anashari Mnu, La otra vida del vidente, 23407; Impaleo Ki-Og,
Zoma entre paredes, 23423.
10
Jalia Gonal, En caso de que muera. Sociedad e imaginario catastrofista, 23401; Guyrdo Gus,
El zomismo en tiempo de la Guerra Justa. Una historia, 23420.
11
Kukurso Gonal-Ka, Zoma, memoria perturbada, 23425.
12
Mino Le, La imposibilidad de la escritura. Zoma y sus cuadernos, 23400; Escuela de Vanil,
La fragmentación del estilo, 23405; Los cuadernos de Zoma, entre la fe y el populismo es-
tético, 23417; Maco Gi-Kao y Nia Balowa, La escritura basura del falso vidente, 23429.
13
Vin Gardios, Ésta, mi vida. El visionado subjetivo en las películas de Zoma, 23420.
14
Curiosamente, todas estas representaciones han coincidido en la idea de que fue el
forense que trató el cuerpo de Zoma el que decidió preservar parte de su Archivo
en su residencia particular. Esta anécdota se ha vuelto un lugar común de la his-
toria verdadera al respecto: la de Jun Beas, el vecino que encontró a Zoma muerto
y, antes de llamar a las autoridades correspondientes, se llevó a su casa los cua-
dernos y películas que hoy se conservan en la Biblioteca Valahaliana.

Nada 143
búsquedas eruditas o las pasiones religiosas, esperamos propiciar un
tercer punto de encuentro con la obra de Zoma entre el gran público,
propiciando la superación del destino simplón al que los cuentos in-
fantiles parecen haber condenado a la figura histórica de Zoma.
Hemos titulado este volumen Historias de Ningún Lugar. El títu-
lo, es evidente, fue tomado de la bien conocida declaración inicial de
Zoma en Las Notas:

He aquí que me encontré en Ningún Lugar, y cuando abrí los ojos, fui
atravesado por todos los tiempos y sus signos. Pronto me di cuenta de
que ahí no había arriba, ni abajo; si antes o después, no tenía importan-
cia. El centro se me escapaba. Sin embargo, era capaz de sentir la forma
del lugar, porque el lugar tenía forma, y era la de una raíz infinita e in-
trincada, una raíz de raices, un laberinto sin salida ni entrada en cuyas
paredes, completamente vivas, cambiantes, se escribían y se borraban
las historias que se recordaban y se olvidaban.15

Nada más lejos de nuestras intenciones que llegar a ofender a los


creyentes al utilizar una parte de su texto más sagrado para nom-
brar este volumen. Si la utilizamos es debido a que esta frase, nos
parece, engloba de manera adecuada el contenido de la compila-
ción. Se sabe bien que la mayor parte de los cuadernos de Zoma ha-
blan de lugares distintos a nuestro mundo y tiempos desconocidos
por nuestra historia.
La labor de publicar, uno por uno, todos los cuadernos comprensi-
bles de Zoma es una empresa titánica, por tres razones principales: 1)
por la cantidad y calidad de personas que se necesitarían para hacer
una transcripción adecuada de los textos de los 1325 cuadernos; 2)
por los costos que implicaría sostener un equipo tan amplio, por lo
menos durante diez años; 3) aunque se lograra realizar una transcrip-
ción satisfactoria del Archivo de Zoma, se han de buscar nuevos re-
cursos, ahora para publicar y distribuir lo publicado.16 La dimensión

15
Las Notas, versión Wago (quinta revisión), sentencia 1, 23405.
16
Sin tomar en cuenta que no todos los textos del Archivo pudieran ser de interés para
el público no académico o el zomista, lo que excluiría, posiblemente, la participa-
ción de los editores mayores.

144 Rafael Villegas


de tal proyecto, sin embargo, no es algo que nos desanime. Simple-
mente, reconocemos las complicaciones de llevarlo a cabo. En todo
caso, hemos decidido colocar nuestra piedra, grande o pequeña, para
iniciar la construcción de esta torre de palabras.17
Historias de Ningún Lugar es una selección de textos basados en
dos criterios principales: 1) la forma del texto, pues se trata exclusiva-
mente de narraciones; 2) el gusto personal, un criterio, lo aceptamos,
que tiene más que ver con el afán de compartir nuestros favoritos, los
textos que hemos disfrutado más, como lectores, en los casi cinco años
que tenemos de conocer el Archivo. Lo cierto es que deseamos que
este volumen no se quede solo. La intención es seguir publicando,
en los próximos años, otras colecciones de textos de Zoma, proba-
blemente hechas bajo los mismos dos criterios. El material, podemos
decirlo, es vasto y seguramente dará para completar muchos volúme-
nes, no sólo por nosotros mismos, sino por todo aquel que se acerque
al Archivo y le dedique atención y tiempo.
Antes de dejar al lector con las Historias de Ningún Lugar, quere-
mos aclarar que hemos agregado títulos a las narraciones publicadas
aquí. Los textos del Archivo de Zoma, hasta donde se conoce, no fue-
ron escritos bajo título alguno. Creímos necesario nombrar de alguna
manera las narraciones para facilitar la identificación de los textos.
Esperamos que el lector encuentre satisfactoria nuestra labor de asig-
nación de títulos a las narraciones de este volumen.
También queremos agradecer de manera sincera a Mirne Mari del
Instituto Central de Valahal y, por supuesto, a Cinos Aller, quien ha
custodiado la Biblioteca Valahaliana durante más de treinta años.
Finalmente, vaya un agradecimiento al amable lector, razón de ser
de nuestros desvelos. Bienvenido al Archivo de Zoma, un laberinto
en el que hemos quedado perdidos y del que no tenemos intención
de salir.
Quint Xic-Masbev y Rea Maloma,
Valahal, Año Lunar, Tercia, 23434

17
Sabemos que un equipo de investigadores de la Universidad de Valahal, así como el
editor Nuhr Mikeulos, están realizando trabajos para publicar otros textos del
Archivo de Zoma. Desconocemos bajo qué criterios, pero estamos seguros de
que tales proyectos rendirán, en un futuro próximo, buenos e interesantes frutos.

Nada 145
“Prólogo a Historias de Ningún Lugar” fue reconocido con el
Premio Nacional de Cuento José Agustín 2009. La versión
original se titulaba “En el laberinto de Zoma”.

146 Rafael Villegas


Índice

Nada 13
La invención oval 45
El rey de los ipakus 54
El Dictador (historia muda en cuatro escenas) 58
El escritor de profecías 63
Prohibido salir 66
El llanto del gusano 75
Ojos ardientes 82
Tragaluz 89
Citando a Brión 95
El presente 102
El amor es como la muerte 114
Todo incluido 122
Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso 138
Prólogo a Historias de Ningún Lugar 140

Nada 147
148 Rafael Villegas
Nada
de
RAFAEL VILLEGAS

Se terminó de imprimir en noviembre de 2009

Jaime Nunó 670 / Colonia Santa Teresita, Guadalajara, Jalisco.


Bajo el apoyo del
Consejo Estatal para la Cultura y las Artes Jalisco.
El cuidado de la edición estuvo a cargo de los editores y el autor.

Su tiraje fue de 1 millar de ejemplares y en su diseño

N ADA 149
150 Rafael Villegas
Nada 151
152 Rafael Villegas

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