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Paul Valéry: “Filosofía de la danza”

«La Danza no se limita a ser un ejercicio, un entretenimiento, un arte ornamental y en ocasiones


un juego de sociedad; es una cosa seria y, en ciertos aspectos, muy venerable. Toda época que
ha comprendido el cuerpo humano o que al menos ha experimentado el sentimiento de
misterio de esta organización, de sus recursos, de sus límites, de las combinaciones de
energía y de sensibilidad que contiene, ha cultivado, venerado, la Danza. Es un arte
fundamental, como su universalidad, su inmemorial antigüedad, la utilización solemne que se le
ha dado y las ideas y reflexiones que ha engendrado en todos los tiempos, lo sugieren y
demuestran. Y es que la Danza es un arte que se deduce de la vida misma, ya que no es sino la
acción del conjunto del cuerpo humano; pero acción trasladada a un mundo, a una especie de
espacio-tiempo, que no es exactamente el mismo que el de la vida práctica.
El hombre se ha dado cuenta de que poseía más vigor, más agilidad, más posibilidades
articulares y musculares de las que necesitaba para satisfacer las necesidades de su existencia,
y ha descubierto que algunos de esos movimientos, mediante su frecuencia, su sucesión o su
amplitud, le procuraban un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa
que sólo el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento, podía
interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz. Tenemos por lo tanto demasiadas
potencias para nuestras necesidades. Pueden fácilmente observar que la mayoría, la inmensa
mayoría, de las impresiones que recibimos de nuestros sentidos no nos sirven para nada, son
inutilizables, no representan ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para
la conservación de la vida. Vemos demasiadas cosas, entendemos demasiadas cosas con las
que no hacemos nada ni nada podemos hacer, como sucede en ocasiones con las palabras de
un conferenciante.
La misma observación en cuanto a nuestros poderes de acción: podemos ejecutar una multitud
de actos que no tienen ninguna oportunidad de encontrar su función en las operaciones
indispensables o importantes de la vida. Podemos trazar un círculo, hacer actuar a los músculos
de nuestros rostro, andar en cadencia; todo esto, que ha permitido crear la geometría, la comedia
y el arte militar, es acción inútil en sí para el funcionamiento vital. De este modo, los medios de
relación de la vida, nuestros sentidos, nuestros miembros articulados, las imágenes y los signos,
que dirigen nuestras acciones y la distribución de nuestras energías, que coordinan los
movimientos de nuestra marioneta, podrían emplearse únicamente en el servicio de nuestras
necesidades fisiológicas, y limitarse a atacar el medio en el que vivimos, o a defendernos de él,
de manera que su único quehacer consistiera en la conservación de nuestra existencia.
Podríamos no llevar más que una vida estrictamente ocupada del cuidado de nuestra máquina
para vivir, perfectamente indiferentes o insensibles a todo lo que no interpreta ningún papel en
los ciclos de transformación que componen nuestro funcionamiento orgánico; no resintiendo, no
realizando nada más que lo necesario, no haciendo nada que no fuera una reacción limitada,
una respuesta finita a alguna intervención exterior. Pues nuestros actos útiles son finitos. Van de
un estado a otro.
(…) El hombre es ese animal singular que se mira vivir, que se da un valor, y que coloca
todo ese valor que le gusta darse en la importancia que concede a las percepciones
inútiles y a los actos sin consecuencia física vital. Pascal situaba toda nuestra dignidad en
el pensamiento; pero este pensamiento que nos edifica —a nuestros propios ojos— por encima
de nuestra condición sensible es exactamente el pensamiento que no sirve para nada. Observen
que no sirve de nada a nuestro organismo el que meditemos sobre el origen de las cosas, sobre
la muerte, y, más aún, que los pensamientos de este orden tan elevado serían nocivos e incluso
fatales a nuestra especie. Nuestros pensamientos más profundos son los más indiferentes a
nuestra conservación y, de algún modo, fútiles en relación con ellos. Pero nuestra curiosidad
más ávida de lo necesario, nuestra actividad más excitable de lo que ningún fin vital exige, se
han desarrollado hasta la invención de las artes, de las ciencias, de los problemas universales,
y hasta la producción de objetos, formas, acciones, de los que podríamos prescindir fácilmente.
Pero esa invención y esa producción libres y gratuitas, todo ese juego de nuestros sentidos y de
nuestras potencias se han encontrado poco a poco una especie de necesidad y una especie de
utilidad.
El arte como la ciencia, cada uno según sus medios, tienden a hacer una especie de útil con lo
inútil, una especie de necesidad con lo arbitrario. Y, así, la creación artística no es tanto una
creación de obras como una creación de la necesidad de las obras; pues las obras son productos,
ofertas, que suponen demandas, necesidades. Eso sí que es filosofía, piensan… Lo confieso…
He puesto demasiada. Pero cuando uno no es un bailarín, cuando sería muy dificultoso no
solamente bailar sino explicar el menor paso, cuando no se poseen, para tratar los prodigios que
hacen las piernas, más que los recursos de una cabeza, la única salvación es algo de filosofía
—es decir, que se toman las cosas desde muy lejos con la esperanza de que la distancia haga
que se desvanezcan las dificultades—. Es mucho más simple construir un universo que
explicar cómo un hombre se sostiene sobre sus pies. Pregunten a Aristóteles, a Descartes,
a Leibniz y algunos otros. Sin embargo, un filósofo puede contemplar la acción de una bailarina,
y, notando que encuentra placer, puede igualmente intentar obtener de su placer el placer
secundario de expresar sus impresiones en su lenguaje. Pero primero puede obtener algunas
bellas imágenes. Los filósofos son muy aficionados a las imágenes: no hay oficio que pida más,
aunque en ocasiones las disimulen con palabras color de muralla. Han creado algunas célebres:
una, una caverna; otra, un río siniestro que nunca se vuelve a pasar; otra más, un Aquiles que
pierde el aliento tras una tortuga inaccesible. Los espejos paralelos, los corredores que se pasan
una antorcha, y hasta Nietzsche con su águila, su serpiente, su bailarín de cuerda, forman todo
un material, toda una figuración de ideas con las que podríamos hacer un bellísimo ballet
metafísico en el que se compondrían sobre la escena tantos símbolos famosos. Mi filósofo, sin
embargo, no se contenta con esta representación.
¿Qué hacer ante la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de saber un poco más que ella
misma sobre aquello que ella conoce mejor y que nosotros no conocemos en lo más mínimo?
Es necesario que compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo mediante alguna
ingeniosidad de interpretación universal de ese arte, cuyo prestigio constata y experimenta. Se
pone a ello, se consagra a su manera. La manera de un filósofo, su forma de entrar en danza es
bien conocida. Esboza el paso de la interrogación. Y, como celebra un acto inútil y arbitrario, se
entrega a él sin prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el infinito de la forma
interrogativa. Es su oficio. Acepta el juego. Comienza por su comienzo normal. Y he aquí que
se pregunta: «¿Qué es la Danza?». ¿Qué es la Danza? Enseguida se le inquietan y
paralizan los sentidos —lo que le hace pensar en una famosa pregunta y una famosa
inquietud de san Agustín. San Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el Tiempo;
y reconoce que lo sabía muy bien cuando no pensaba en planteárselo, pero que se perdía
en las encrucijadas de su mente en cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo
aislaba de cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular. Observación muy
profunda. Mi filosofía se encuentra en ese punto: dudando en el temible umbral que separa
una pregunta de una respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín, soñando en
su penumbra en la inquietud de ese gran santo: «¿Qué es el Tiempo?». Pero, ¿qué es la
Danza?…» La Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es
solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase completamente
distinta y singular. Ahí le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las dos
dificultades. Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin recurso; pero helas ahí unidas. La
unión será fecunda, tal vez. Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo que busca, es su
vicio y su juguete.
(…) Intenta profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el efecto de un choque
interior, entra en una clase de vida a la vez extrañamente inestable y extrañamente regulada; y
a la vez extrañamente espontánea pero extrañamente sabia y ciertamente elaborada. Ese cuerpo
parece haberse separado de sus equilibrios ordinarios. Se diría que hila fino —quiero decir
rápido— con su gravedad, de la que esquiva la tendencia a cada instante. ¡No hablemos de
sanción! Se da, en general, un régimen periódico más o menos simple, que parece conservarse
por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que recuperaría el impulso de cada
movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza que se sostiene sobre la punta
y reacciona tan vivamente al menor choque. Pero he aquí una observación de importancia que
se le ocurre a este espíritu filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y
abandonándose a lo que ve. Observa que ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le
rodea. Parece que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto
capital, del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con
qué huirle de nuevo. Es la tierra, el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se estanca
la vida ordinaria, y continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano. Sí, ese cuerpo
danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le rodea. Se diría que se
escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría que no ve nada, y que los ojos que fija no
son más que joyas, alhajas desconocidas de las que habla Baudelaire, destellos que no le sirven
de nada.
Es que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que pintan nuestras
miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos. Pero, en ese
mundo, no existe fin exterior a los actos; no existe objeto que agarrar, que alcanzar o
rechazar o huir, un objeto que termine exactamente una acción y dé a los movimientos,
primero, una dirección y una coordinación exteriores, y después una conclusión nítida y
cierta. No es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece que el ser danzante
actúa como delante de un incidente imprevisto, este imprevisto forma parte de una previsión muy
evidente. Todo pasa como si… ¡Pero nada más! Así pues, ni fin, ni verdaderos incidentes,
ninguna exterioridad… El filósofo exulta… ¡Ninguna exterioridad! La bailarina no tiene exterior…
Nada existe más allá del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que hace pensar
en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el sueño, cuya ley opuesta es la
abolición, la abstención total de los actos. La danza se le aparece como un sonambulismo
artificial, un grupo de sensaciones que se hace una morada propia, en la que determinados temas
musculares se suceden de acuerdo con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su
duración absolutamente suya, que contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez
más intelectuales ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí mismo esta bella sucesión
de transformaciones de su forma en el espacio; que tan pronto se transporta, pero sin ir realmente
a ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone bajo todos los aspectos; y que, en
ocasiones, modula sabiamente apariencias sucesivas, como por fases medidas; a veces se
convierte vivamente en un torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada en
estatua, adornada con una extraña sonrisa.

Rudolf Nuréyev y Margot Fonteyn


Pero ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos
explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de la vida exige de nuestro
cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente
opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras relaciones con él. En
éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación de una necesidad
y el impulso que satisfará esa necesidad. En ese papel, procede siempre por el camino más
económico, si no siempre el más corto: busca el rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el
tiempo más breve, parecen inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene el instinto de
esta economía del tiempo y de los medios, y que la obtiene tanto más fácilmente cuanto más
nítido y mejor localizado es su fin: un objeto exterior. Pero hemos dicho que la danza es todo lo
contrario. Transcurre en su estado, se mueve en sí misma, y no tiene, en sí misma, ninguna
razón, ninguna tendencia propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe
contener nada que haga prever que tenga un término. Son los acontecimientos extraños
los que la terminan; sus límites de duración no le son intrínsecos; son los de las
conveniencias de un espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que intervienen. Pero ella
no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que podría proseguir
indefinidamente: cesa, no por la consumación de una empresa, puesto que no hay
empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en ella. Y entonces —
permítanme alguna expresión audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya se lo he dejado
presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese término de psicología, un
sentido nuevo en el que domina la fisiología? Vida interior, pero enteramente construida
de sensaciones de duración y de sensaciones de energía que se responden, y forman
como un recinto de resonancias. Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: una parte
de nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros mismos
virtualmente danzantes!
Avancemos un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza consecuencias o
aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte, ateniéndome a esas consideraciones
muy generales, ha sido un poco con la segunda intención de conducirles adonde ahora llego. He
intentado comunicarles una idea bastante abstracta de la Danza, y de presentársela
principalmente como una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria y útil y
finalmente se opone. Pero este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he
adoptado hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción que
no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de perfeccionamiento, de
desarrollo, tiene conexión con ese tipo simplificado de la danza y, por consiguiente, todas las
artes pueden ser consideradas como casos particulares de esta idea general, ya que todas las
artes, por definición, implican una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien que la
manifiesta. Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema no existe más que en el
momento de su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene como fin crear
un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él también, un tiempo y una medida del tiempo
que le convienen y le son esenciales: no se puede distinguir de su forma de duración. Empezar
a decir versos es entrar en una danza verbal.
(…) Hay que volver entonces a lo que decía san Agustín. Pero es un hecho fácil de observar que
todos los movimientos automáticos que corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado
y localizado, requieren un régimen periódico; el hombre que anda requiere un régimen de esta
clase; el distraído que balancea un pie o que tamborilea sobre los cristales; el hombre en
profunda reflexión que se acaricia el mentón, etc. Todavía un poco más de valor. Lleguemos más
lejos: un poco más lejos de la idea inmediata y habitual que nos hacemos de la danza. Les decía,
hace poco, que todas las artes son formas muy variadas de la acción y se analizan en términos
de acción. Consideren a un artista, en su trabajo, eliminen los intervalos de reposo o de abandono
momentáneo; véanle actuar, inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio. Supongan que
esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser, en el momento de la observación
que hacen de él, más que un ejecutante y, por consiguiente, para que sus operaciones sucesivas
tiendan a efectuarse en tiempos conmensurables, es decir, con un ritmo; pueden entonces
concebir la realización de una obra de arte, una obra de pintura y de escultura, como una obra
de arte ella misma, cuyo objeto material que se modela bajo los dedos del artista no es más que
el pretexto, el accesorio de escena, el tema del ballet. Imagino que este punto de vista les parece
audaz. Pero piensen que, para muchos grandes artistas, una obra nunca está acabada. Lo que
creen ser su deseo de perfección no es quizá otra cosa que una forma de esa vida interior
compuesta de energía y de sensibilidad en intercambio recíproco y de alguna manera reversible,
del que ya les he hablado (…). Pero ha llegado el momento de concluir esta danza de ideas en
torno a la danza viviente.
He querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de ser una
especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al entretenimiento de
los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan a él, es simplemente una
poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres esenciales de
esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee un objeto cuyas
transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de los límites de las potencias
instantáneas del ser, llevan necesariamente a pensar en la función que el poeta da a su espíritu,
en las dificultades que le plantea, en las metamorfosis que obtiene, en los desvíos que solicita y
que le alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica
del sentido común. ¿Qué es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas
imágenes o diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras de las que nos servimos,
todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las
posibilidades del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para formarnos, nosotros
también, nuestro universo particular, lugar privilegiado de la danza espiritual?».
(Fuente: Teoría poética y estética, capítulo: “Filosofía de la danza”, Ed. Visor, 1990)

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Lunes, 10 Octubre 2016 17:24

Neurociencias y educación Destacado

Escrito por Pre Cayetano

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“Lo peor para el cerebro humano es el aburrimiento”. (Marsel Mesulam, especialista en


neurología cognitiva. Bär, 2006).
Se estima que el cerebro humano posee alrededor de cien mil millones de neuronas que
se comunican entre sí mediante conexiones llamadas sinapsis. Nuestro sistema nervioso
tiene la capacidad de cambiar su estructura y funcionamiento a lo largo de la vida como
respuesta a una variedad de estímulos, esto se conoce con el nombre de plasticidad
cerebral. Es así que las neuronas pueden regenerarse anatómica y funcionalmente,
formando nuevas sinapsis. Cuando estamos inmersos en un nuevo aprendizaje se
establecen nuevas rutas de intercomunicación neuronal, y mediante la práctica del mismo,
la comunicación entre las neuronas implicadas se va haciendo más eficiente, más rápida.
Por ejemplo, al tocar una melodía de piano en la que hemos alcanzado un nivel de
excelencia, nuestros dedos se mueven a una velocidad mucho mayor que cuando la
tocamos por primera vez. Entonces cuando decimos que “la práctica hace al maestro”,
nos referimos a que existe una relación directa entre la experiencia adquirida y los
cambios en la estructura cerebral (la práctica aumenta el aprendizaje).
Somos capaces de distinguir las cosas con diferentes grados de claridad, es así que iluminamos
algunos hechos mientras los contemplamos o examinamos, separándolos de los demás que casi
se pierden a nuestra mirada. Esto es posible gracias a la atención. Es importante tener claro que
la memoria es influenciada, en gran parte, por la atención. En tal sentido, el detalle de nuestros
recuerdos guarda relación directa con la fuerza de atención que hemos puesto en el hecho que
originó el recuerdo. En este punto debemos decir que la atención es también un instrumento de
análisis, que no solamente hace posible distinguir algunas cosas de las demás, sino que también
nos permite observar el detalle de sus características. Además, tal y como lo dice Honorio
Delgado en su tratado de Psicología, “la atención es de vital importancia para el trabajo
intelectual, ya que nos permite mantener una idea en la conciencia, sin que se vaya, para
relacionarla con otra idea y formar una síntesis, y así formar los juicios e inferencias en que
consiste el trabajo intelectual o la reflexión”.
Las personas atienden las cosas que les atraen, las que desean conocer, las que les generan
satisfacción. En el campo del aprendizaje, se sabe que todo aquello que nos atrae queda
reforzado en nuestra memoria, por lo que es importante enfocar el concepto de lo valioso que es
estudiar algo que nos guste. Los neurotransmisores dopamina y acetilcolina son los responsables
del aumento de nuestra concentración cuando aprendemos algo nuevo, así como de la
satisfacción que eso nos produce.
Si partimos del concepto de que nuestra atención se centra en las cosas que nos interesan,
podemos ver el papel crucial que tienen las emociones en la educación, ya que el interés es una
forma de vida afectiva. Las emociones y los sentimientos fomentan el aprendizaje, al intensificar
la actividad de las redes neuronales, reforzando las sinapsis. Entonces podemos concluir que
una mejor manera de aprender es cuando el contenido presenta componentes emocionales,
pues, son la emoción y la motivación las que comandan el proceso de atención, que finalmente
decide qué información se guarda en los circuitos neuronales, aprendiéndose.
El cociente intelectual por sí solo no basta, y no puede definir la inteligencia, ya que ésta se pone
de manifiesto frente a situaciones nuevas y frente a problemas, es decir situaciones de la vida
real, cosas para las que el cociente intelectual no da preparación alguna. Para esto es necesaria
también la inteligencia emocional, que se define como un conjunto de habilidades que permiten
la motivación, la perseverancia frente a la adversidad, el control de impulsos, el postergar la
gratificación, regular el humor, mostrar empatía, albergar la esperanza. La inteligencia emocional
nos permite analizarnos y analizar a los demás, utilizando esta información para guiar nuestras
propias acciones.
La metacognición es un concepto que no podemos dejar de lado cuando hablamos de educación,
puesto que se refiere a nuestra capacidad para reflexionar sobre nuestro propio conocimiento,
aplicando la evaluación crítica, monitoreo y auto-revisión permanente. El cuestionar, volver a
pensar, aportar y reconstruir conceptos, son acciones que nos llevan a un mejor aprendizaje.
La plasticidad cerebral hace posible el aprendizaje a lo largo de nuestras vidas, nuestro cerebro
está en constante búsqueda de lo nuevo, creando nuevas sinapsis. La educación debe enfocarse
en la búsqueda de maneras de aprendizaje más desafiantes para los alumnos, en las que los
involucren de manera activa, llevándolos progresivamente a situaciones más complejas e
interesantes. Se deben seguir los caminos de la creatividad, incentivando la mente de los
estudiantes a la búsqueda de nuevas soluciones y la resolución de problemas.
Dr. Pablo E. Cermeño Cervera
Co-Fundador
Sypter
(Red social de salud)
www.sypter.com
Ex Alumno de la Precayetano
Egresado de Medicina UPCH 2009
Referencias:
De La Barrera, María Laura, Danilo, Donolo. Neurociencias y su importancia en contextos de
aprendizaje. Revista Digital Universitaria [en línea]. 10 de abril 2009, Vol. 10, No. 4
Bär, N. Lo peor para el cerebro es el aburrimiento. Diálogo periodístico con Marsel Mesulam.
2006.
Honorio Delgado, Mariano Iberico. Psicología. Décima edición: UPCH, Setiembre del 2005, Lima-
Perú.
Plasticidad neuronal y cognición. CogniFit Inc [en línea].
URL: https://www.cognifit.com/es/plasticidad-cerebral

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erleau Ponty “El cuerpo como

expresión y el habla”
Cuerpo  intencionalidad

 facultad de significación

La posesión del lenguaje es, ante todo, comprendida como la

simple existencia efectiva de “imágenes verbales”, es decir, de

huellas dejadas en nosotros por las palabras pronunciadas u

oídas. Que estas huellas sean corporales, o que se depositen en

un “psiquismo inconsciente”, no importa demasiado, puesto que

en ambos casos la concepción del lenguaje es la misma: no hay

un “sujeto que habla”. En ambos casos, la palabra toma su lugar

en un circuito de fenómenos en tercera persona: nadie habla,

sino que hay un flujo de palabras que se producen sin una

intención de hablar que las domine. Se considera que el sentido

de las palabras está dado por los estímulos o estados de

conciencia que se trata de nombrar, y que la configuración

sonora o articular de la palabra está dada por las huellas

cerebrales o psíquicas. La palabra no es una acción, no


manifiesta las posibilidades interiores del sujeto: el hombre

puede hablar como las bombilla puede hacerse incandescente.

Afasia  Lo que el sujeto enfermo ha perdido no es un repertorio

de palabras, sino una determinada manera de usarlo. La misma

palabra que está a disposición del enfermo en el plano del

lenguaje automático, se le escapa en el plano del lenguaje

gratuito. Se descubre, pues, detrás de la palabra, una actitud,

una función de la palabra que la condiciona. Se distingue la

palabra como instrumento de acción, y como medio de

designación desinteresada.

 Crítica de (MP) a la psicología empirista (o mecanicista)  Para

esta corriente, la evocación de la palabra no está mediatizada

por ningún concepto, los estímulos o “estados de conciencia”

dados la suscitan según leyes de mecánica nerviosa, o según

leyes de asociación, y de este modo la palabra no entraña

ningún sentido, no tiene facultad interior, y no es más que un

fenómeno psíquico, fisiológico, o inclusive físico, yuxtapuesto a

los demás, y producido por el juego de una causalidad objetiva.


La palabra está desprovista de eficacia propia, porque no es más

que el signo exterior de su reconocimiento interior, que podría

hacerse sin ella, y al cual no contribuye.

 Crítica de (MP) a la psicología intelectualista  Se sitúa más allá

de la palabra como significación; hay un sujeto pensante, no un

sujeto hablante. Para el intelectualismo, una vez efectuada la

operación, simplemente queda por explicar la aparición de la

palabra que cierra esa operación, y entonces intervendrá un

mecanismo fisiológico o psíquico, ya que se concibe a la palabra

como una estructura inerte.

Para superar ambas posturas, (MP) recurre a la observación de

que la palabra tiene un sentido.

Si la palabra presupusiera el pensamiento, si hablar fuera, ante

todo, unirse al objeto por medio de una intención de

conocimiento, o por una representación, no se comprendería por

qué el pensamiento tiende a la expresión como hacia su

acabamiento, por qué el objeto más familiar nos parece


indeterminado, mientras no demos con el nombre. Un

pensamiento que se contentara con existir para sí, a un lado de

las dificultades de la palabra y de la comunicación, en cuanto

apareciera, recaería en la inconsciencia, lo que quiere decir que

no existiría ni aun para sí. La denominación de los objetos no

viene después del reconocimiento mismo. Como se ha dicho a

menudo, para el niño el objeto no es conocido sino cuando es

nombrado, la palabra es la esencia del objeto y reside en él bajo

el mismo título que su color o su forma. Para el pensamiento

precientífico, nombrar el objeto es hacerlo existir o modificarlo:

Dios crea los seres al nombrarlos, y la magia cree actuar sobre

ellos hablando de ellos. Estos “errores” serían incomprensibles,

si la palabra reposara en el concepto, porque entonces debería

conocerse siempre como distinto de ella, y conocerla como un

acompañamiento exterior. Si el niño puede conocerse como

miembro de una comunidad lingüística, antes de conocerse

como pensamiento de una naturaleza, es posible sólo bajo la

condición de que el sujeto pueda ignorarse como pensamiento

universal y captarse como palabra, y que la palabra, lejos de ser

el simple signo de los objetos y de sus significaciones, habite en


las cosas y sirva de vehículo a las significaciones. De este modo,

la palabra, en quien habla, no traduce un pensamiento ya hecho,

sino que lo realiza. Con mayor razón habría que admitir que

quien oye recibe el pensamiento de la palabra misma.

La experiencia de la comunicación sería una ilusión. Una

conciencia construye (para X) esta máquina de lenguaje que

dará a otra conciencia la ocasión de efectuar los mismos

pensamientos, pero realmente nada pasa de una a la otra. El

hecho es que tenemos el poder de comprender más allá de lo

que pensamos espontáneamente. Sólo se nos puede hablar en

un lenguaje que ya comprendemos. Hay, pues, una reasunción

del pensamiento del otro a través de la palabra, una reflexión en

el otro, un poder de pensar según el otro que enriquece nuestros

propios pensamientos. Es menester, en este caso, que el sentido

de las palabras sea, finalmente, inducido por las palabras

mismas, o más exactamente, que su significación conceptual se

forme como en relieve sobre una significación gesticulante, que

es inmanente a la palabra. Y de igual modo que en un país

extranjero, comienzo a comprender el sentido de las palabras


por su lugar en un contexto de acción y participando de la vida

común. Todo lenguaje, en suma, enseña él mismo, y transporta

su sentido al espíritu del auditor. Hay, pues, sea para quien

escucha o lee, sea para quien habla o escribe, un pensamiento

en la palabra que el intelectualismo ni siquiera sospecha.

El orador no piensa antes de hablar, ni mientras habla: su

palabra es su pensamiento. De igual modo, el auditor no

concibe con ocasión de los signos. Las palabras ocupan todo

nuestro espíritu , vienen a llenar exactamente nuestra

expectativa, y sentimos la necesidad del discurso, pero no

seríamos capaces de preverlo y estamos poseídos por él.

Entonces, advendrán los pensamientos sobre el discurso o

sobre el texto, antes el discurso era improvisado y el texto

comprendido sin ningún pensamiento, el sentido estaba

presente en todas partes, pero en ninguna puesto por sí

mismo. Si el sujeto que habla no piensa el sentido de lo que

dice, tampoco se representa las palabras que emplea. Saber

una palabra o una lengua no es disponer, como hemos dicho,

de montajes nerviosos preestablecidos. Pero no es tampoco


retener de la palabra algún “recuerdo puro”, alguna percepción

debilitada. Las palabras que sé están detrás de mí, pero no

tengo ninguna “imagen verbal”. Si persisten en mí, es más bien

como la imago freudiana, que es más bien que una

representación de una percepción antigua y no una esencia

emocional muy precisa y muy general arrancada de sus

orígenes empíricos. De igual manera, no tengo necesidad de

representarme la palabra para saberla y para pronunciarla. Es

suficiente con que tenga su esencia auricular y sonora como

una de las modulaciones, uno de los usos posibles de mi

cuerpo. Me refiero a la palabra como mi mano va hacia el lugar

de mi cuerpo que es picado, la palabra está en cierto lugar de

mi mundo lingüístico, forma parte de mi dotación, sólo dispongo

de un medio de representármela, pronunciarla, como el artista

que no tiene sino un medio de representarse la obra en que

trabaja: haciéndola. El cuerpo, siendo nuestro medio

permanente de “tomar actitudes” y de fabricarnos de este modo

pseudopresentes, es el mido de nuestra comunicación lo

mismo con el tiempo que con el espacio.


Ante todo, la palabra no es “signo” del pensamiento, si con ello

se entiende un fenómeno que anuncia otro, como el humo

anuncia el fuego. La palabra y el pensamiento no soportan esta

relación exterior sino en el caso de que temáticamente fueran

dados: en realidad están envueltos uno en otro, el sentido está

apresado en la palabra y la palabra es la existencia exterior del

sentido.

Las palabras no pueden ser las “fortalezas del pensamiento”, y

el pensamiento no puede buscar la expresión, sino en cuanto

las palabras son por sí mismas un texto comprensible y si la

palabra posee una facultad de significación que le es propia. Es

preciso, pues, que de una o de otra manera, la palabra y la

expresión dejen de ser una manera de designar el objeto o el

pensamiento para convertirse en la presencia de este

pensamiento en el mundo sensible.

Descubrimos bajo la significación conceptual de las palabras

una significación existencial que no sólo traducen, sino que las

habita y les es inseparable. La operación de expresión, cuando

es feliz, hace existir la significación como casa en el corazón


mismo del texto, la hace vivir, en un organismo de palabras, la

instala en el escritor o en el lector como un nuevo órgano de

los sentidos. La significación devora los signos. Expresión de

los pensamientos por la palabra. El pensamiento son es nada

“interior”, no existe fuera del mundo y fuera de las palabras. Lo

que nos engaña, lo que nos hacer creer en un pensamiento

que existiría por sí mismo antes de la expresión, son los

pensamientos ya constituidos y ya expresados que podemos

evocar silenciosamente, y por medio de los cuales nos damos

la ilusión de una vida interior. Pero, en realidad, el pretendido

silencio trasuda palabras, esa vida interior es un lenguaje

interior. El pensamiento y la expresión se constituyen, pues,

simultáneamente, cuando nuestra adquisición cultural se

moviliza en servicio de esta ley desconocida, de igual modo

que nuestro cuerpo se presta de improviso a un gesto nuevo en

la adquisición del hábito. La palabra es un verdadero gesto y

entraña su sentido como el gesto entraña el suyo. Esto es lo

que hace posible la comunicación. Para que comprenda las

palabras de otro, es menester, evidentemente, que su

vocabulario y su sintaxis me sean “ya conocidas”. Pero ello no


quiere decir que las palabras actúen provocando en mí

“representaciones” que se les asociarían, y cuya asociación

terminaría por reproducir en mí la “representación” originaria de

quien habla. No me comunico con “representaciones” o con un

pensamiento, sino con su sujeto que habla, con un cierto estilo

de ser y con el “mundo” a que apunta. Vivimos en un mundo en

que la palabra está ya instituida. De todas estas palabras

triviales tenemos en nosotros mismos significaciones ya

formadas. Por eso el lenguaje y la comprensión del lenguaje

parecen ser obvios.

Sin embargo, es claro que la palabra constituida, tal como

juega en la vida cotidiana, supone como ya realizado el paso

decisivo de la expresión. La palabra es un gesto y su

significación un mundo.

La psicología moderna ha demostrado muy bien que el

espectador no busca en sí mismo y en su experiencia interior el

sentido de los gestos de que es testigo. Sea, por ejemplo, un


gesto de cólera; no tengo necesidad de recordar los

sentimientos que he tenido cuando ejecutaba por mi cuenta los

mismos gestos. Leo la cólera en el gesto, el gesto no me hace

pensar en la cólera, sino que es la cólera misma. Si, por

accidente, un niño es testigo de una escena sexual, puede

comprenderla sin tener la experiencia del deseo y de las

actitudes corporales que lo traducen, pero la escena sexual no

será más que un espectáculo insólito e inquietante, no tendrá

sentido si el niño no ha alcanzado todavía el grado de madurez

sexual que le permitirá hacer posible este comportamiento. El

sentido de los gestos no es dado, sino comprendido, es decir,

reasumido por un acto del espectador. La comunicación o la

comprensión de los gestos es el resultado de la reciprocidad de

mis intenciones y de los gestos del otro, de mis gestos y de las

intenciones legibles en la conducta del otro. Todo sucede como

si la intención del otro habitara en mi cuerpo, o como si mis

intenciones habitaran el suyo.

La comunicación se realiza cuando mi conducta encuentra en

este camino el suyo propio. Confirmo al otro y el otro me


confirma. La identidad de la cosa a través de la experiencia

perceptiva no es sino otro aspecto de la identidad del cuerpo

propio en el curso de sus movimientos de exploración. No

comprendo los gestos del otro por un acto de interpretación

intelectual, la comunicación de las conciencias no se funda en

el sentido común de sus experiencias, sino que lo funda a su

vez: hay que reconocer como irreductible el movimiento por el

cual me presto al espectáculo, me uno a él en una especie de

reconocimiento ciego que precede la definición y la elaboración

intelectual del sentido. Por mi cuerpo comprendo al otro, de

igual modo que por mi cuerpo percibo “cosas”. El sentido del

gesto “comprendido” de esta manera no está detrás de él, se

confunde con la estructura del mundo que el gesto dibuja y que

asumo por mi parte, se difunde con el gesto mismo.

El gesto lingüístico, como todos los otros, esboza por sí mismo

su sentido. La gesticulación verbal alude a un paisaje mental

que no está dado primeramente a cada uno y que justamente

tiene por función comunicar. Pero lo que la naturaleza no da en

este caso, la cultura lo procura. Las significaciones disponibles,


esto es, los actos de expresión anteriores, instauran entre los

sujetos que hablan un mundo común al cual se refiere la

palabra actual y nueva como el gesto se refiere al mundo

sensible. ¿No es verdad que entre el signo verbal y su

significación el enlace es fortuito, como lo muestra

suficientemente la existencia de múltiples lenguas? Y la

comunicación de los elementos del lenguaje entre “el primer

hombre que haya hablado” y el segundo, ¿no ha sido de un

tipo necesariamente diferente que la comunicación por los

gestos? Esto se expresa habitualmente diciendo que el gesto o

la mímica emocional son “signos naturales”, mientras que la

palabra es un “signo convencional”. Pero las convenciones son

un modo de relación tardío entre los hombres, suponen una

comunicación previa, y hay que colocar al lenguaje en esta

corriente comunicativa. Si sólo consideráramos el sentido

conceptual y terminal de las palabras, es verdad que la forma

verbal –a excepción de las desinencias- parece arbitraria. No lo

sería si tomáramos en cuenta el sentido emocional de la

palabra, lo que hemos llamado más arriba su sentido

gesticulante, que es esencial. Si se pudiera sustraer de un


vocabulario lo que se debe a las leyes mecánicas de la

fonética, a las contaminaciones de las lenguas extranjeras, a la

racionalización de los gramáticos, a la limitación de la lengua

por sí misma, se descubriría, sin duda, en el origen de todo

lenguaje, un sistema de expresión muy reducido, pero de tal

naturaleza que no resulta arbitrario llamar luz a la luz, si se

llama noche a la noche. La predominancia de las vocales en

una lengua, de las consonantes en otra, los sistemas de

construcción y de sintaxis, no representaría otras tantas

convenciones arbitrarias hechas para expresar el mismo

pensamiento, sino las múltiples manera que tiene el cuerpo

humano de celebrar el mundo, y al fin y al cabo vivirlo. De ahí

que el sentido pleno de una lengua no es nunca traducible a

otra. Podemos hablar muchas lenguas, pero una de ellas es

siempre aquella en la que vivimos. No hay, pues, hablando

estrictamente, signos convencionales, la simple notación de un

pensamiento puro y claro para sí mismo, no hay sino palabras

en las cuales se concentra la historia de toda una lengua, y que

realizan la comunicación sin ninguna garantía, en medio de

increíbles azares lingüísticos. El Lenguaje no dice algo de sí


mismo y que su sentido no es separable de él mismo. El signo

artificial no se reduce al signo natural, porque en el hombre no

hay signo natural y, al reducir el lenguaje a expresiones

emocionales, no se compromete lo que hay de específico, si es

verdad que ya la emoción como variación de nuestro ser en el

mundo es contingente con relación a los dispositivos

mecánicos entrañados en nuestro cuerpo, y manifiesta el

mismo poder de dar forma a los estímulos y las situaciones que

culmina al nivel del lenguaje. Sólo se podría hablar de “signos

naturales” si, a “estados de conciencia” dados, la organización

anatómica de nuestro cuerpo hiciera corresponder gestos

definidos. Ahora bien, de hecho, la mímica de la cólera o del

amor no es la misma en un japonés y en un occidental. No sólo

el gesto es contingente en relación con el organismo corporal,

también lo es la manera misma de acoger la situación y de

vivirla. No basta con que dos sujetos concientes tengan los

mismos órganos y el mismo sistema nervioso para que las

emociones se den en los dos con los mismos signos. Lo que

importa es la manera de usar su propio cuerpo, el poner en

juego simultáneamente su cuerpo y su mundo, en la emoción.


No es más natural o menos convencional gritar en la cólera o

besar en el amor que llamar a una mesa, mesa. Los

sentimientos, y las conductas pasionales, se inventan como las

palabras. En el hombre todo es fabricado y todo es natural,

según se quiera, y en este sentido no hay palabra, conducta,

que no deba algo al ser simplemente biológico. Los

comportamientos crean significaciones que son trascendentes

en relación con el dispositivo anatómico y, sin embargo,

inmanentes al comportamiento como tal, puesto que se enseña

y se comprende.

Lo que es verdad –y justifica la situación particular que se da

ordinariamente al lenguaje- es que la palabra es, entre todas

las operaciones expresivas, la única capaz de sedimentarse y

de constituir una adquisición intersubjetiva. Este hecho no se

explica haciendo observar que la palabra se puede registrar en

el papel, mientras que los gestos o los comportamientos sólo

se transmiten por imitación directa. Porque la música también

puede escribirse, hay un nuevo mundo que liberar, mientras


que, en el orden de la palabra, todo escritor tiene conciencia de

aludir al mismo mundo de que otros escritores se ocuparon ya.

Hemos visto al comenzar que después de un período empirista,

la teoría de la afasia de Pierre Marie parecía ir al

intelectualismo y ponía como causa, en las afecciones del

lenguaje, la “función de representación” o la actividad

“categorial”, y que hacía reposar la palabra sobre el

pensamiento. Teoría existencial de la afasia, es decir, una

teoría que trata el pensamiento y el lenguaje objetivo como dos

manifestaciones de la actividad fundamental por la cual el

hombre se proyecta hacia un “mundo”. Pero si vamos a las

descripciones concretas, pronto caemos en cuenta de que la

actividad categorial, antes de ser un pensamiento o un

conocimiento, es una determinada manera de referirse al

mundo.

Experiencia inmediata de las relaciones, nos equivocábamos al

decir que no puede atenerse a un principio dado de


clasificación, y que va de uno a otro: en realidad, no adopta

ninguno. El trastorno afecta “la manera en que los colores se

agrupan para el observador, la manera en que el campo visual

se articula desde el punto de vista de los colores”. No es sólo el

pensamiento o el conocimiento, sino la experiencia misma de

los colores, la que está en entredicho. Trastorno del

“pensamiento” que se descubre en el fondo de la amnesia. En

términos kantianos: afecta más a la imaginación productora

que al entendimiento. El acto categorial no es, pues, un hecho

último, sino que constituye en una determinada “actitud”. En

esta actitud también está fundada la palabra, de manera que

no podría tratarse de hacer descansar el lenguaje en el

pensamiento puro. “El comportamiento categorial y la posesión

del lenguaje significativo expresan uno y el mismo

comportamiento fundamental. Ninguno de los dos podría ser

causa o efecto.” El pensamiento, desde luego, no es un efecto

del lenguaje.

Cuando la palabra ha perdido su sentido, se modifica hasta en

su aspecto sensible, se vacía. El amnésico a quien se le dice el

nombre de un color rogándole elegir una muestra


correspondiente, repite el nombre, como si esperara algo. Pero

el nombre no le sirve para nada, no le dice nada, es extraño y

absurdo, como las palabras que hemos repetido muchas

veces. Los enfermos en quienes las palabras han perdido su

sentido conservan algunas veces en su punto más alto el poder

de asociar ideas. El nombre no está, pues, desprendido de las

“asociaciones” anteriores, se ha alterado en sí mismo, como un

cuerpo inanimado. Nos vemos, pues, conducidos a reconocer

una significación gesticulante o existencial de la palabra como

decíamos más arriba. El lenguaje tiene, desde luego, un

interior, pero este interior no es un pensamiento cerrado sobre

sí y consciente de sí. ¿Qué expresa, pues, el lenguaje, si no

expresa pensamientos? Ofrece o más bien es la toma de

posición del sujeto en el mundo de sus significaciones. El gesto

fonético hace realidad, tanto para el sujeto que habla cuanto

para los que le escuchan, a una determinada estructuración de

la experiencia, a una determinada modulación de la existencia

de la misma manera que el comportamiento de mi cuerpo

envuelve, para mí y para el otro, los objetos que me rodean con

una cierta significación. El sentimiento del gesto no está en el


gesto como fenómeno físico o fisiológico. El sentido de la

palabra no está contenido en la palabra como sonido. Sino que

la definición del cuerpo humano consiste en apropiarse, en una

serie indefinida de actos discontinuos, núcleos significativos

que rebasan y transfiguran sus poderes naturales.

Hay que reconocer como un hecho último, esta facultad abierta

e indefinida de significar –es decir, de captar y comunicar un

sentido a la vez- por la cual el hombre se trasciende hacia un

comportamiento nuevo o hacia el otro, o hacia su propio

pensamiento a través de su cuerpo y de su palabra.

No se puede decir de la palabra que es una “operación de la

inteligencia”, ni que es un “fenómeno motor”: es por entero

motricidad y por entero inteligencia. Lo que da testimonio de su

inherencia en el cuerpo es el hecho de que las afecciones del

lenguaje no pueden ser reducidas a unidad y que el trastorno

primario afecta tanto el cuerpo de la palabra, el instrumento

material de la expresión verbal. Finalmente, la estructura de la


experiencia lingüística, como en el caso de afasia amnésica

que hemos analizado más arriba. A la vez, resulta imposible

dar con un trastorno del lenguaje que sea “puramente motor” y

que no afecte en alguna mediad el sentido del lenguaje. Toda

operación lingüística supone la aprehensión de un sentido,

pero el sentido está aquí y allá algo así como especializado;

hay diferentes capas de significación, desde la significación

visual de la palabra hasta su significación conceptual, pasando

por el concepto verbal. No se comprenderá nunca estas dos

ideas si se sigue oscilando entre la noción de “motricidad” y la

de “inteligencia”, y si no se descubre una tercera noción que

permita integrarlas, una función, idéntica en todos los niveles,

que opere lo mismo en las preparaciones ocultas de la palabra

cuanto en los fenómenos articulares. Tendremos oportunidad

de comprobar esta facultad esencial de la palabra en casos en

que ni el pensamiento ni la “motricidad” están sensiblemente

alterados y en que, sin embargo, la “vida” del lenguaje está

alterada.
“Desde el momento en que el hombre utiliza el lenguaje para

establecer una relación viva consigo mismo o con sus

semejantes, el lenguaje ya no es un instrumento, ya no es un

medio, es una manifestación, una revelación del ser íntimo y

del vínculo psíquico que nos une al mundo y a nuestro

semejantes”. Los lenguajes, es decir, los sistemas de

vocabulario y de sintaxis constituidos, los “medios de

expresión” que existen empíricamente, son el depósito y la

sedimentación de actos de la palabra en los cuales el sentido

no formulado, no sólo encuentra el medio de traducirse hacia

fuera, sino que adquiere también la existencia para sí mismo, y

es verdaderamente creado como sentido. El acto de expresión

constituye un mundo lingüístico y un mundo cultural, hace

recaer en el ser lo que tendía a un más allá. De ahí que la

palabra hablada disponga de significaciones como de una

fortuna adquirida. A partir de estas adquisiciones, otros actos

de expresión auténtica se hacen posibles.

Siempre se ha observado que el gesto o la palabra

transfiguraban el cuerpo, pero se contentaba con decir que


desarrollaban o manifestaban otras facultad, pensamiento o

alma. No se veía que, para poder expresarlo, el cuerpo debe

convertirse, en último análisis, en el pensamiento o la intención

que nos significa. Es el cuerpo el que muestra, el que habla.

Estamos habituados por la tradición cartesiana a

desprendernos del objeto: la actitud reflexiva purifica

simultáneamente la idea común de cuerpo y de alma,

definiendo el cuerpo como la suma de partes sin interior, y el

alma como un ser presente en sí mismo sin distancia. La

experiencia del cuerpo propio, por el contrario, nos revela un

modo de existencia ambiguo. Si intento pensarlo como un haz

de procesos en tercera persona me doy cuenta de que estas

“funciones” no pueden estar ligadas entre sí y con el mundo

exterior por relaciones de causalidad; todas están

confusamente reasumidas e implicadas en un drama único. El

cuerpo no es, pues, un objeto. Su unidad es siempre implícita y

confusa. Mi cuerpo es algo así como un sujeto natural, como

un esquema provisional de mi ser total.

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Cuerpo legítimo y cuerpo


alienado de Pierre Bourdieu
Lic Daniel Gómez

Algunas reflexiones a partir de las conceptos de “cuerpo legitimo” y “cuerpo alienado” de


Pierre Bourdieu

Lo que proponemos es un cruce de caminos. Las posibles preguntas quedaran planteadas (o


situadas) en ese cruce, en la intersección. La idea que nos motiva es acercarnos a una
concepción política del cuerpo, utilizando como mapa (o cartografía) del análisis, el texto
del sociólogo francés Pierre Bourdieu: “Notas provisionales sobre la percepción social del
cuerpo” (1) Allí el cuerpo humano es pensado o leído como un producto social y por tanto
atravesado (penetrado) por la cultura, por relaciones de poder, las relaciones de dominación,
y de clase . Ello permite plantear (brevemente) una noción o percepción del cuerpo de
quienes “dominan” y una noción del cuerpo de quienes son “dominados”. Es dable aclarar
que el concepto de dominación no entendido sólo en un sentido material y concreto, sino
también (o mejor) en un sentido simbólico, en tanto un grupo social es capaz de “crear
sentido”, y articular y sostener el consenso de esa dominación. Pero como pensar (sustentar)
esta perspectiva dicotómica (y dualista) del cuerpo que plantea Bourdieu, frente a la
diversidad – multiplicidad de manifestaciones y formas corporales a las que hoy asistimos.
Máxime en un contexto donde por momentos el soporte “material” del cuerpo retrocede
frente a las relaciones virtuales que Internet permite.
Por otro lado es cierto que las ciencias sociales plantean una crisis histórica y filosófica de
las clasificaciones binarias (o duales) del cuerpo, del tipo “normal – anormal”, “moral –
inmoral”, “bello – feo”. Pero aun así dado que el cuerpo humano esta inscripto en relaciones
sociales, ¿pueden encontrarse en él signos no naturales? Es decir ¿pueden “leerse en él, las
relaciones de dominación a las que antes se aludieron?. Y por ello a pesar de la crisis de las
clasificaciones binarias: ¿tienen alguna manifestación corporal (en tanto posturas, gestos,
hexis) las relaciones de clase (o grupo) social? O ¿es todo una confusión babeliana o “neo
barroca” (2) de características corporales?
Según Bourdieu el cuerpo humano es un producto social (mucho mas que natural),
modelado (o construido) en relaciones sociales que lo condicionan y le dan forma. Es decir
el cuerpo humano es, por ello, un cuerpo “desnaturalizado” en un sentido estrictamente
biológico. A través del cuerpo hablan (y como tal pueden ser “leídas”) las condiciones de
trabajo, los hábitos de consumo, la clase social, el habitus, la cultura. El cuerpo es pues,
como un texto donde se inscriben las relaciones sociales de producción y dominación.
Tendría entonces: un carácter históricamente determinado, podría decirse: la historia del
cuerpo humano, es la historia de su dominación. Esta condición del cuerpo como producto
(producción) social, es analizada en toda su brutalidad por Michel Foucault, para el caso del
paso del trabajador agrícola medieval, al obrero industrial en período previo a la Revolución
Industrial. (3)
Pero además, esta construcción social del cuerpo, tiene un correlato en la percepción social
del propio cuerpo. Es decir a los aspectos puramente físicos, se suman otros de tipo estético,
como el peinado, la ropa, los códigos gestuales, las posturas, las mímicas, etc, que el sujeto
incorpora paras si. El cuerpo es entonces aprehendido. Según Bourdieu: “las propiedades
corporales, en tanto productos sociales son aprehendidas a través de categorías de
percepción y sistemas sociales de clasificación que no son independientes de la distribución
de las propiedades entre las clases sociales: las taxonomías al uso tienden a oponer
jerarquizándolas, propiedades mas frecuentes entre los que dominan (es decir las mas raras)
y las mas frecuentes entre los dominados”. (4) Por ello la desigualdad con que se ordena
una sociedad, tendrá por tanto un correlato de distribuciones desiguales de rasgos corporales
en los diferentes sectores sociales.
Es decir, que el análisis da cuenta de una construcción – percepción de un cuerpo de los que
dominan (cuerpo legítimo) y un cuerpo de los dominados (cuerpo ilegítimo o alienado) .
Ambos están unidos por una relación de complementariedad. La ausencia de rasgos en uno
“habla” de los rasgos que estarán presentes en el otro. Si el cuerpo legitimo es
“naturalmente” suelto, el cuerpo será “naturalmente” torpe. Por ejemplo: el cuerpo
desgarbado de los hipíes de finales de la década del 60 (en lo que niega) habla del cuerpo
legítimo del soldado que combate en Vietnam.
¿Pero como traducir o interpretar esta perspectiva de análisis, frente las múltiples
manifestaciones del cuerpo (y de miradas) a la que hoy asistimos? Cómo cruzar el par
cuerpo legítimo – alienado con la diversidad corporal del presente? En mi opinión, la
multiplicidad no ha disuelto las fronteras. Quizás la línea de separación sea ahora una zona
o superficie. La “era del vacío” (que plantea Lipovetsky) (5) con su correlato de un interés
profundo por el propio cuerpo, que somete el cuerpo a técnicas de cuidado y reciclaje:
gimnasias, dietas, deportes, cirugía, cultos solares y terapéuticos y que alimenta un nuevo
“imaginario” del cuerpo, pero aun así, este imaginario esta ligado mas fuertemente a los
sectores medios y altos urbanos. En la periferia, en la sub urbanidad, estas preocupaciones
no aparecen con tanta fuerza. Con la crisis de la “sociedad disciplinaria” (que analiza
Foucault) y el auge de la “sociedad de control” (que opera desde el marketing y la empresa
que plantea Deleuze y de la “seducción”, según Lipovetsky ) (6) aun no desparecen las
fronteras. Existe una nueva “normalidad” ahora aceptada: “travestis, transformistas, físico
culturistas, andróginos, darks...etc”. pero aun así existe un “otro lado”, “un afuera”, un
“cuerpo alienado”. En este otro lado estarían (casi siempre) por ejemplo, los bolivianos,
salteños, jujeños, que son muchísimas veces detenidos por la policía para “verificar” su
identidad. O los jóvenes de la periferia urbana (y social) portadores de signos e indicadores
corporales “no legítimos” como los tatuajes “tumberos” de tinta china (no de aquellos
prolijos y multicolores), o su postura, forma de caminar y vestimenta “no legítima”. Aun en
la diversidad: ¿qué los hace sospechosos? ¿qué los hace torpes en el transito por el espacio
urbano? ¿Qué los hace visibles? Pues la portación de cualidades corporales no legitimas, tal
como las entiende Bourdieu.
Me niego a creer con Lipovetsky que la “era de la personalización” abra un nuevo mundo
de nuevas y ampliadas libertades. La dominación, la exclusión los intereses de clase parecen
existir a pesar de Lipovetsky, aunque si coincido con él, es justo decirlo, en que la
seducción (del consumo) es una de las partes fundamentales que articulan hoy, el control
social.
Surge entonces una última pregunta: ¿son válidas las nociones planteadas por Bourdieu para
acercarnos a las (múltiples) problemáticas que el cuerpo humano, como categoría de
análisis, presenta en nuestros días?. Yo creo que si. Si no ¿qué sentido tendrían las puertas
de servicio?
Notas
1- Bourdieu, Pierre: “Notas provisionales sobre la percepción social del cuerpo”. En
Materiales de Sociología Crítica. Ed. La Piqueta. Madrid, 1986.
2- El concepto de “neo barroco” alude al tono de época, utilizado por Calabrese Omar, en la
“La era neo barroca”, Ed. Cátedra, 1989.
3- Aunque Foucault analiza este proceso en muchos de sus trabajos y conferencias. La
construcción del cuerpo “dócil” esta magistralmente descripta en: Foucault Michel: Vigilar
y Castigar. Nacimiento de la prisión. Siglo XXI, Bs As, 1994.
4- Bourdieu, Pierre. Op. Cit.
5- LIPOVETSKY, Giles: “La era del vacío” Anagrama, Barcelona, 1986.
6- Según la actual teoría social asistimos a una nueva manifestación-articulación del poder,
donde la vigilancia perpetua de la sociedad disciplinaria a dado paso a estrategias de control
social, basado en el consumo, el marketing, la empresa, una lectura en este sentido puede
leerse en: Deleuze Gilles: Posdata a las sociedades de control. Mimeo. O en , Lipovetsky
Gilles: La era del vacío. Op. Cit. En sus trabajos, el control social aparece ligado a
estrategias de seducción como el consumo, el culto del cuerpo, etc.

Daniel Gómez

Sociólogo

danfelgomez@yahoo.com.ar(link sends e-mail)

Este artículo apareció por primera vez en la Revista "Sociólogos ¿para que?", luego en el
sitio "www.coopsociologico.com.ar"(link is external) y luego en la Revista "Abraxas"

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Filosofía de la Danza: el lenguaje


de la no palabra
BRUNO VELÁZQUEZ DELGADO
Primer movimiento. Nietzsche y la danza

En diversos momentos a lo largo de su obra, Nietzsche nos dirá que la danza, una de las formas
privilegiadas del arte, es también la manifestación plena y nunca desinteresada de la poiesis o
creatividad humana, pues ella nos eleva de un “el arte por el arte” a un “la vida por la vida” que, en
la terminología de su ontología estética, bien puede ser entendida como un “el arte por la vida y la
vida por el arte”.

Así, en Nietzsche encontramos que la “única posibilidad de la vida (está): en el arte. De lo contrario,
alejamiento de la vida”.[1] Una idea que ya nos había sido presentada de otro modo en el Nacimiento
de la Tragedia por medio de la sentencia que dicta “Sólo como fenómeno estético están eternamente
justificados la existencia y el mundo”.[2] En esta misma obra fundamental también aparece el no
menos emblemático personaje del danzarín dionisiaco de pies ligeros. Aquél que, cercano ya
al superhombre y siendo el hombre-puente, no es aún el hombre-que-quiere-perecer mas sí aquél
que comienza con la trascendental y perene labor de negar al nihilismo devolviéndonos, desde los
fondos de donde emerge Dionisio y creando explosivas formas apolíneas, un nuevo modo de valorar
la vida y de estar-en-el-mundo. Esto es, el individuo humano transfigurado en danzarín-artífice-de-
sí-mismo; en cuerpo y alma que devienen expresión estética de las fuerzas en juego dancístico, lo
que posibilita, en última instancia, que cada uno haga de la propia vida su más elevada obra de arte.

Como se ve, en lo que sigue se comprenderá al baile de dos maneras. Por un lado, al acto real y
concreto, la danza efectiva; y por el otro, como metáfora de un particular modo de habitar (de ser
uno con el mundo y en el mundo) y de desplazarse por la trama espacio-temporal. El baile entonces
como interpretación poética de la existencia; y el bailarín lo mismo como la persona que acontece,
fenoménicamente, en la danza, que como aquella que vive su vida cual si de un baile ritual y
simbólico se tratara.

Esta misma idea reverbera a lo largo de El nacimiento de la tragedia y la encontramos al leer, por
ejemplo, que:

“Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos:
también la naturaleza […] celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el
hombre. […] Cantando y bailando se manifiesta el ser humano como miembro de una
comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar
por los aires bailando. […] El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra
de arte […]”.[3]
Sabemos, con Nietzsche, que la capacidad creadora del ser humano es su más preciosa y noble
cualidad, que es a partir de ésta que somos capaces de inventar y re-inventar el mundo (de interpretar
y generar las ficciones que dan orden al universo humano), de redirigir la mirada, reconocernos y
reconquistar el esquivo sentido de la vida; que sólo en ese acto de innovación constante la persona es
capaz de dar continuidad a la insondable empresa del conocerse-hacerse a sí mismo y, desde ahí, de
darse libremente al otro: única tarea que verdaderamente nos engrandece y dignifica.
Cabe decir que estas afirmaciones son, en y para Nietzsche, también una revelación pues descubren
y explican el devenir activo, la afirmación que entraña la superación de la decadencia, del espíritu de
pesadez y de su causa original que no es otra sino el nihilismo. La danza entonces se devela como el
acto mediante el cual el ser humano logra transmutarse, de esclavo y víctima de represiones
autoinfligida a un poderoso y orgulloso artista-de-sí.
La vida entendida como baile y el ser humano como bailarín abre nuevas posibilidades para
comprender ya la jovial alegría (la gaya ciencia), la capacidad poética y el gozo existencial, como la
transvaloración exigida por Nietzsche para lograr superar el nihilismo que es la parte infausta de la
imponderable herencia de Platón y el cristianismo. Y si es así, lo es porque vista de esta manera la
persona alcanza un poderoso sentimiento de autonomía, de continuidad y plenitud individual, de
pertenencia singular en la alteridad heterogénea exterior y de capacidad de alcanzar la felicidad
participando de la armonía cósmica (diluyendo poco a poco el narcisismo que es el sino de la
conciencia individual) que, desde nuestro mundo humano demasiado humano, se nos escapa y
escabulle perpetuamente quizá porque hemos perdido la capacidad de entender el ritmo junto con
nuestra ligereza. O quizá porque por momentos desaprendemos a bailar y olvidamos que el fondo de
la vida es un fondo musical. Y es que a veces nos pesa mucho el ego, nos tomamos demasiado en
serio y nos encadenamos al miedo, la envidia, el odio, la indiferencia, la dependencia tecnológica y
narcótica, el apego acrítico a la virtualidad digital, la soberbia, el orgullo, la ambición desmedida, las
relaciones destructivas de poder, la vanagloria intelectual o la falsedad que igualmente nos alienan
que corrompen e inmovilizan.

Pero a pesar de esto, y afortunadamente, Nietzsche nos dirá que todos llevamos en potencia a ese
danzarín que nos recuerda que a la vida hay que celebrarla. ¿Cómo? respondiendo al sustrato
musical y bailando el breve recorrido de nuestra vida hasta su ocaso.

Hölderlin, el gran poeta romántico de la locura, intuía algo semejante al decirnos que:

“Solamente cuando el pensamiento se ve en la imposibilidad de expresarse por otro medio


que no sea el ritmo, cuando el ritmo se convierte en el único y solo modo de expresión,
solamente entonces hay poesía…Para que el espíritu devenga poesía tiene que llevar en sí
mismo el misterio de un ritmo innato. Solamente en este ritmo puede vivir y hacerse visible,
pues el ritmo es el alma del espíritu”.[4]
A lo que Nietzsche agregará:

“[…] la música se diferencia de las demás artes en que ella no es reflejo de la apariencia
[…] sino, de manera inmediata […] de la voluntad misma, y por tanto representa, con
respecto a todo lo físico del mundo, lo metafísico, y con respecto a toda apariencia, la cosa
en sí. Se podría, según esto, llamar al mundo tanto música corporalizada como voluntad
corporalizada: […] la música […] expresa el núcleo más íntimo, previo a toda
configuración, o sea, el corazón de las cosas […] la música (es) el lenguaje inmediato de la
voluntad”.[5]

Intermedio. La ligereza y el aire

Apoyándonos en el análisis que hace Bachelard de la poesía nietzscheana podemos dar tentativa
respuesta a la pregunta que inquiere por el sentido de la ligereza, concepto caro para el pensamiento
nietzscheano. Inmediatamente, lo ligero nos remite a la esencia aérea que tanta resonancia y
presencia tiene en la voz de Zaratustra: los altos vientos, el silencio de las cimas, la pureza de las
cumbres, el aire claro de las montañas.
“Vosotros miráis hacia arriba cuando deseáis elevación. Y yo miro hacia abajo, porque estoy
elevado. ¿Quién de vosotros puede a la vez reír y estar elevado? Quien asciende a las montañas más
altas se ríe de todas las tragedias, fingidas y reales”.[6] Así habló Zaratustra.

Lo aéreo como metáfora de claridad y ligereza, los vientos como la fuerza desencadenada, el vuelo
del pájaro como la libertad que acompaña siempre a la soledad de las alturas. A todas estas imágenes
vuelve Nietzsche una y otra vez para referirse a la particularidad del filósofo-poeta-danzarín,
siempre móvil e incontenible en los vuelos insondables de sus pies ligeros.

Según Bachelard “[…] la transmutación nietzscheana […] compromete al ser entero. Corresponde
de manera muy exacta a una transformación de la energía vital”.[7] Una transformación que se da en
el paso de la negación a la afirmación, de la pesadez a lo liviano, del caminar y hablar, al bailar y
cantar.

“El aire puro es conciencia del instante libre, de un instante que abre un porvenir”.[8]

En la voz zaratustreana hay que entender a lo aéreo como libertad de acción y pensamiento. El
danzarín de pies ligeros es aquí el hombre de la ascensión, el solitario que “Muy cerca de las nubes
toma asiento (y) espera al primer rayo”,[9] como se esperaría al arma blanca y etérea, de luz límpida
y fuerza purificadora, que nos servirá como puente de unión entre el cielo y la tierra, entre la idea y
la acción transformadora.

Zaratustra dice: “Mi pie pide a la música, ante todo, los arrebatos que procuran una buena marcha,
un paso, un salto, una pirueta”.[10] Le pide sus melodías para convertir su andar en una danza que
aligere incluso la marcha más ardua y la más extenuante ascensión. Y es en este sentido que
Nietzsche, el poeta del aire, es también un bailarín de espíritu fluido que flota por encima de todo lo
rígido, lo decadente y lo pesado.

Energía que se desborda y se desdobla, el danzarín se ha reconocido en su cuerpo y desde su cuerpo,


él es el primero en saber que no somos más que cuerpo y que, más allá de que ignoramos de lo que
nuestro propio cuerpo es capaz, ahora ya sabemos que es él el humus y la fuente de donde brota el
alma. Y es desde este centro, el cuerpo como fuerza y manifestación concreta de la voluntad de
poder,[11] que el danzarín no podrá sino desear herir de muerte al ideal ascético que se alimenta de
la negación reactiva y se expresa en el resentimiento, la culpa, la violencia introyectada que no
siembra y sólo destruye; ideal que abreva de ese nihilismo que niega el valor intrínseco de esta vida
e ignora la soberanía del hic et nunc, el aquí y ahora que se da de forma intempestiva, como el
instante, pero que también produce la desgarradura por la que fluye la duración (esa desde la cual
somos y en la que siendo estamos), y propicia el resquebrajamiento del tiempo por donde emana su
verdadero rostro, el de la eternidad.

Eso han de querer los pies ligeros, herir de muerte al nihilismo mediante la afirmación bailarina o
perecer, pero al menos, perecer danzando.

Nietzsche-Zaratustra dirá:

“Y esta es mi doctrina: quien quiera aprender alguna vez a volar, tiene que aprender
primero a tenerse en pie y a caminar y a correr, a saltar y a trepar y a bailar: (pues) -¡el volar
no se coge al vuelo!”[12]

“[…] que todo lo que es pesado se vuelva ligero, que todo cuerpo se haga danzarín, todo
espíritu pájaro: en verdad, ¡éste es mi alfa y omega!”[13]
Segundo movimiento. El lenguaje de la no palabra

Cuando Paul Valéry escribe su invaluable texto “La filosofía de la danza” no está dando un paso en
falso ni ejecutando un salto al vacío. Para él, la danza, más que un arte, es la manifestación de la
energía poética desencadenada, el juego del cuerpo que, siendo espíritu de carne, tendones, nervios,
sangre, fluidos, órganos y huesos, pone en juego la propia vida al tiempo que, simultáneamente,
trasciende su propia finitud.
Valery interpreta a la danza como juego de fuerzas, cambios, devenir y transformación líquida y
simbólica de la materia que es la masa corporal. Poesía del cuerpo que, así, no es sino el símbolo
realizándose por medio de su más secreto decir: el lenguaje de la no palabra.

La danza, lo sabemos y Valery también, es energía autogenerada que se da y recrea como la


dinámica interna de toda obra de arte. Por ello, nos la describe de tal forma que nos permite
comprenderla, más que como espectadores, desde el punto de vista del creador -desde la fuerza que
la engendra- y así echa luz sobre la idea de que todo baile es uno siempre inacabado, siempre en
continuo proceso de creación, siempre único e irrepetible.

Esto último, porque la danza, a diferencia de otras manifestaciones artísticas como las plásticas, no
puede ser separada de su creador-ejecutor, tal y como sucede con la música, cuestión que no es
ninguna coincidencia. Decir que la danza no puede ser entendida sin el bailarín es simplemente
subrayar que esta manifestación artística es una acción: un acto que se realiza en un espacio-tiempo
determinado, un movimiento vivo y real, y por ello efímero e intangible.

La danza como toda obra de arte es un acontecimiento en permanente creación, algo no finalizado
pues desde su polisemia y desde el diálogo hermenéutico que produce nunca podrá ser considerada
algo acabado, pero su diferencia específica radica en que en su juego interno, aunado al espectador y
a la danza como objeto de contemplación, tenemos al bailarín-artista que, en este caso, es el
epicentro de la obra y quien la realiza como interpretación original. Por ello, hablar de la mentada
muerte del autor desde el arte de la danza no sería sino decir una idiotez plenaria.

Como una explosión, Valery dirá que la danza se da sin más propósito que consumir la energía que
la ha engendrado. En ésta el movimiento no se desvanece sino hasta que el danzante, por
agotamiento, cesa el acto creador, termina el juego y la coreografía de su cuerpo con el tiempo, las
distintas fuerzas y el espacio.

Para Valéry la danza es una esfera de vida lúcida, una ejecución simbólica y ritual; el acto del
bailarín es pura voluntad de vida, energía vital del cuerpo y el espíritu encontrando juntos un “[…]
medio soberano de expresión e invención”.[14] Por ello la danza no se limita a ser un mero ejercicio,
un juego de sociedad o un espectáculo. Es la combinación de la sensibilidad y las fuerzas del
organismo, el diálogo en tensión entre los recursos y los límites del cuerpo mismo. Manifestación de
la voluntad de poder “[…] la danza es un arte que se deduce de la vida misma”.[15]
Por su antigüedad inmemorial, por su universalidad, por su carácter ritual, por sus poderes ocultos y
sus enigmáticos alumbramientos la danza puede ser considerada como la fuente más profunda del
delirio y la embriaguez humana. Rito que complementa en su acontecer al mito desde donde se
entiende a la existencia como un baile cósmico de fuerzas, la danza es la forma en que el ser humano
se reconcilia con la naturaleza, se re-liga con ella religiosamente y se transfiere al mundo
habitándolo en el cuerpo y desde el cuerpo.

“[…] ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga otra
preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital, del que se separa o se libera, al
que vuelve, pero solamente para recuperar con qué huirle de nuevo […] Es la tierra, el
suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que […] continúa la marcha, esa prosa del
movimiento humano”.[16]
Valery dirá que la esfera de libertad se delinea precisamente en ese espacio-tiempo que separa al
bailarín de la tierra sólida. La libertad acaece allí, justo en el momento instantáneo posterior al
impulso enérgico y previo a la caída inevitable. Despegar, despegarse de la tierra, iniciar el más
corto de los vuelos para saborear, aguantando la respiración, esa inasible eternidad; en eso consiste
la libertad privilegiada de la danza, en su poder levantarse y flotar, una y otra vez, sabiendo y
sintiendo sin remordimientos ni pena que el suelo, su dureza, su quietud e indiferencia, serán por
siempre el último y final destino de todo movimiento que se eleva desde la Tierra. Y no obstante, en
la danza, hay que lanzarse “sin prever un final; se adentra en una interrogante ilimitada, en lo infinito
de la forma interrogativa”.[17]

En la danza reconocemos que la esencia de la vida es intrínseca a la existencia pues viene con ella
dada, y que la vida es más que vida pues quiere y puede siempre más. En ella se devela que cuerpo y
espíritu son uno, en ella materia y energía hacen uno, por medio de ella el cuerpo deja de ser
mediador del deseo y herramienta de expresión para volverse la expresión misma del deseo como
voluntad creadora.

“(La) […] persona que danza se encierra, de algún modo, en una duración que ella
engendra, en una duración eternamente hecha de energía actual, hecha de nada que pueda
durar. Es inestable, prodiga lo inestable, pasa por lo imposible, abusa de lo improbable y a
fuerza de negar con su esfuerzo el estado ordinario de las cosas, crea en los espíritus la idea
de otro estado, un estado excepcional -un estado que sería sólo de acción, una permanencia
que se haría y se consolidaría por medio de una producción incesante de trabajo […]”.[18]
Desde esta noción Valery compara a la danza con el vuelo de un abejorro (semejante al colibrí de
nuestra geografía) que en su movimiento incesante, lleno de potencia motriz e intensidad tal que
produce aparente inmovilidad, cambio y fijeza, se sustenta consumiendo las fuentes de energía hasta
extenuarse y extinguirse, suavemente, flama en el vacío, como un suspiro tras el embate amoroso.

Estado en el que todas las sensaciones del cuerpo se encadenan y configuran azarosamente por la
voluntad imaginante, la danza es hija y madre de la sinestesia que conjunta lo distinto y relaciona lo
distante. A través de ella presenciamos orden en el caos, armonía suave cual violenta y, así, la
apreciamos como lo que es en cada estancia: un lanzamiento de dados… afirmación del azar y la
necesidad simultáneamente. Afirmación de la multiplicidad de posibilidades y transformaciones,
expresión artística del devenir.

El danzante, al crearse a sí mismo como obra de arte, está siempre arriesgándolo todo: en cada baile
le va la vida. Su secreto delirio se alimenta del hecho de que “¡Siempre queremos revivir una obra de
arte! ¡Hay que modelar la vida de tal forma que se tenga el mismo deseo de sus distintas partes!
¡Éste es el pensamiento principal! […]”.[19] Éste, el santo y seña del danzante.
Cierre: La danza primitiva, el poema y el ocaso

Porque la danza es expresión de una de las formas más antiguas del lenguaje simbólico, el danzante
nos recuerda los orígenes del hombre, aviva la llama del pasado y nos devuelve a los bailes litúrgicos
alrededor del fuego. Danza, fuego, comunidad y lenguaje simbólico son algunos de los elementos
distintivos de la primera humanidad, rasgos de sus primeras escisiones, suaves y momentáneas, con
respecto de su naturaleza salvaje.

Con la danza surge el primer lenguaje complejo: el lenguaje de la no palabra. El mismo lenguaje
representativo de las imágenes rupestres que, jugando y danzando con la luz y las sombras de la
hoguera, proyectaban vida en los techos abovedados de las cavernas. Surge así, con ella, el instinto
de juego y el gusto por la representación, pero también la autoconciencia de la libertad del
movimiento grácil y estético que nace junto al ritmo. La danza entonces proporciona al ser humano
su primer contacto con el poder y la capacidad creadora de su propio cuerpo que, a partir de ahora,
será el símbolo paradigmático del hombre.

Nietzsche dirá que “ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es necesario
un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no sólo el simbolismo de
la boca, el rostro de la palabra, sino el gesto pleno del baile, que mueve rítmicamente todos los
miembros”.[20]

Danzando el ser humano se descubre. Ya no sólo es capaz de crear fuego y herramientas, de cazar y
construir, ahora genera algo que lo entusiasma y lo transporta a lugares antes desconocidos: al placer
y a la emoción pletórica de la fiesta y el rito. Y así, por medio de movimientos cada vez más ligeros
y sugestivos, el hombre y la mujer danzarines van desarrollando otra de las características esenciales
de nuestra especie: el erotismo.

Ritmo, sensualidad y representación, tres aspectos de la danza que, al liberarnos y diferenciarnos de


la vida reducida a la mera sobrevivencia, es también manifestación del libre albedrío y develamiento
de la poiesis.

El arte de la danza como lenguaje y representación es el primer acto generador de sentidos y, quizá,
también la primera metáfora: el primer poema declamado por la humanidad en esta Tierra. Un
poema impronunciable e inabarcable de movimientos, ecos, imágenes, fuerzas y silencios: el
inefable lenguaje de la no palabra.

“Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema no existe más que en el momento de
su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, no tiene otro fin que el de crear
un estado; este acto se asigna sus propias leyes; crea, también, un tiempo y una medida de
tiempo que le convienen y le son esenciales: no podemos diferenciarlo de su forma de
duración. Empezar a recitar versos es entrar en una danza verbal”.[21]
Danzar es recitar un poema con el cuerpo, es transformar a la existencia en un fenómeno estético. De
su surgimiento en los albores de la humanidad se adivina el devenir del homo-animal, cazador y
recolector, en homo-artista dueño de un cuerpo erotizado, elevado por la embriaguez, que ha
conquistado su capacidad creadora. Dionisios y Apolo bailando con nosotros alrededor del fuego
(abuelo de todos los dioses), divinidad encarnada en nuestro cuerpo que nace, vive y muere en el
transcurso de la danza.
En Valéry y Nietzsche hemos encontrado que la danza es “[…] aquella vida interior […] hecha
enteramente de energía y sensibilidad en constante cambio recíproco y reversible”.[22]

“[…] una poesía general de la acción de los seres vivos: (que) hace del cuerpo al que posee
un objeto cuyas transformaciones, sucesión de aspectos y búsqueda de los límites de las
fuerzas instantáneas del ser nos remiten a la función que el poeta da a su mente… a las
metamorfosis que de ella obtiene, a los desvíos que le solicita y que lo alejan, a veces
excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica del sentido
común”.[23]
La danza expresa la libertad individual, nos posibilita ser originales desde un cuerpo del que nos
hemos reapropiado y gracias al cual nos reconocemos como devenir en carne y hueso. La danza
llena de felicidad toda existencia pues “La única felicidad está en la creación: ¡todos debéis crear
juntos y en cada acción tener esa felicidad!”[24] Gracias a la danza el individuo accede a un estado
anímico ligero, fluido y lleno de poder pues se halla, al fin, fundido con el devenir del mundo: se ha
reconciliado con el origen enigmático, con la Naturaleza y con el misterio universal.

Bailarín símbolo de la vida porque busca “[…] unificarse y fundirse con sus pensamientos, […] ama
y odia con pasión, […] expresa simbólicamente su dolor primordial […] ahora él es a la vez sujeto y
objeto, a la vez poeta, actor y espectador”.[25]

¡Que la danza nunca se detenga y nos lleve a la transmutación! Ese es el deseo eterno que Zaratustra
nos ha regalado en sus canciones. Démosle entonces, a cambio, el amor de nuestro baile.

“Del sol he aprendido esto, cuando se hunde él, el inmensamente rico: derrama oro sobre el
mar desde riquezas inagotables, – ¡de tal manera que hasta el más pobre de los pescadores
rema con remos de oro! Esto vi en otro tiempo y no me sacié de llorar contemplándolo-
Igual que el sol quiere también Zaratustra hundirse en su ocaso”.[26]
Dirijámonos pues a nuestro ocaso inevitable como estrellas danzarinas y derramemos nuevas fuentes
áureas en el horizonte de quienes nos siguen. De aquellos que bailarán y renovarán nuestras viejas
canciones honrando a la vida, a su ligereza, y rindiendo pleitesía al poderoso misterio de nuestro
cuerpo erotizado mediante el divino lenguaje de la no palabra.

Bibliografía

1. Bachelard, Gastón, El aire y los sueños, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
2. Bachelard, Gastón, La intuición del instante, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
3. Brandes, George, Nietzche. Un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, Sexto Piso, México,
2004.
4. Deleuze, Gilles, Nietzsche, Arena Libros, Madrid, 1965.
5. Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 2002.
6. Nietzsche, Friedrich, Canciones del príncipe, Endimión, Madrid, 1988.
7. ________________, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, México, 1989.
8. ________________, La voluntad del poderío, Ed. EDAF, España, 1998.
9. ________________, El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 2003.
10. ________________, Estética y teoría de las artes, Ed. Tecnos-Alianza, Madrid, 2004.
11. Valéry, Paul, “La filosofía de la danza” en Teoría poética y estética, Ed. Visor distribuciones,
Madrid, 1990.
12. Vásquez Rocca, A, “Nietzsche: de la voluntad de poder a la voluntad de ficción; aproximación
estético epistemológica a la concepción biológica de lo literario”, en Revista Errancia, Litorales,
Mayo, 2013.

Notas

[1] Nietzsche, Estética y teoría de las artes, p. 53.


[2] Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, p. 69.
[3] íbídem, p. 46.
[4] Hölderlin, Poemas de la locura, p. 39.
[5] Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, pp.142-143.
[6] Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 70.
[7] Bachelard, El aire y los sueños, p. 159.
[8] Nietzsche, Canciones del príncipe, p. 82.
[9] ídem.
[10] Bachelard, El aire y los sueños, p. 165.
[11] La voluntad de poder como voluntad de acrecentamiento del poder de la vida, de su extensión,
intensificación y dilatamiento. cfr. A. Vásquez Rocca, “Nietzsche: de la voluntad de poder a la
voluntad de ficción; aproximación estético epistemológica a la concepción biológica de lo literario”,
en Revista Errancia, Litorales, Mayo, 2013.
[12] Nietzsche, Así habló Zaratustra. p. 272.
[13] ibídem, p. 317.
[14] Valéry, “La filosofía de la danza” en Teoría poética y estética, p. 173.
[15] ibídem, p.174.
[16] ibídem, p. 181.
[17] ídem.
[18] ídem.
[19] Nietzsche, Estética y teoría de las artes, p. 64.
[20] Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, p. 52.
[21] ídem.
[22] Valéry, “La filosofía de la danza” en Teoría poética y estética, p.184.
[23] ibídem, pp. 185-186.
[24] Nietzsche, Estética y teoría de las artes, p. 64.
[25] ibídem, pp. 66-69.
[26] Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 276.

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