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ESPIRITU BARROCO (notas preliminares)

January 18, 2017

Verba volant, scripta manent.

-Tabulario romano.

Dicen que lo mejor es enemigo de lo bueno, incluso de lo muy bueno. Esto resulta
especialmente cierto en el caso de la interesante obrita que el lector tiene entre sus
manos, donde una dedicación de más de veinte años plasmada en varias docenas de
estudios, artículos y otras colaboraciones sueltas diseminadas en numerosas revistas
tanto nacionales como extranjeras encuentra un reflejo quizá pobre, quizá demasiado
grueso –como proyectado en grano gordo-, pero en cualquier caso nunca inexacto ni
desafortunado. Al menos así lo vemos nosotros, las felices comadronas de la criatura;
su autor, en cambio, como un padre responsable mas no por ello entusiasta, se
reconoce pudorosamente genitor, pero regatea duramente su condición de pater. No
obstante, creemos que lo mejor –aquella obra articulística- debe aprender a coexistir
con lo bueno e incluso con lo muy bueno –este libro-, porque si no el mundo del
pensamiento, de las bellas letras, del arte, y de la expresión racional libre en general
sería como un vasto erial en cuya insípida extensión, de cuando en cuando, destaca
una torre aguijada, un castillo majestuoso o un templete flamante, radiantes sin duda,
pero de un esplendor vacío por cuanto que su fulgor no irradia sobre nada y atesora
celosamente su luz para sí mismo. A Dios gracias, ya no habitamos un remolón e
infatuado romanticismo ni un exquisito y escrupuloso clasicismo, sino precisamente un
avatar más del temperamento barroco, como se defiende en algún lugar de estas
páginas, y es privativo de la actitud barroca exhibir el talento y la aplicación allí donde
se manifiesten, sea en envolturas aparentemente exactas, intachables, que encubren
sin embargo una travesura de las proporciones, o sea en configuraciones
aparentemente ligeras, plásticas, que encierran no obstante una disposición rigurosa
de las formas -y si no es así y la reticencia asociada a la manía perfeccionista persisten,
confiemos en que siempre habrá un traidor Max Brod o un anónimo admirador del
andamiaje poético de la excelsa Eneida que, de grado o por fuerza, nos aseguren la
posesión eviterna de las obras de un Kafka o de un Virgilio, mutatis mutandi.

El lector descubrirá que el presente libro se cuenta entre la segunda de las categorías
mencionadas: se trata de la transcripción de una serie monográfica de conferencias de
libre acceso que para un público minoritario e informal ofreció el catedrático Quintín
Racionero en los meses de enero a mayo del año 1993. Lo que entonces fue alada
palabra, comentario ajustado y exposición directa hoy da lugar a un documento vivaz
del estado de los estudios acerca del siglo barroco que los años subsiguientes –puesto
que la investigación de su autor ha seguido mientras tanto su curso, como se puede
comprobar en la bibliografía que adjuntamos al término- no han hecho sino venir a
justificar con mayor fuerza. Poco ha sido lo que ha habido que retocar del discurso
original para hacer de él un texto fluido, ágil, accesible y útil para el estudiante tanto
como para el entendido, y en el que se contienen un buen número de tesis novedosas
y no escasamente significativas en lo que se refiere al análisis del entramado del
pensamiento barroco mismo así como de lo que desde aquellas controversias
históricas nos afecta en el presente. Y en lo que toca a la legitimidad más o menos
heurística del formato mismo de la transcripción en filosofía (sin el cual no hay que
olvidar que la historia habría perdido nada menos que la obra de Aristóteles), nos
remitimos a lo que acerca de ello escribiera Roland Barthes en 1981:

"Hablarnos, las palabras quedan registradas, secretarias diligentes las escuchan, las
depuran, las transcriben, les ponen signos de puntuación y sacan un primer escrito que
someten a nuestra consideración para que lo depuremos de nuevo antes de entregarlo
a la publicación, al libro, a la eternidad. ¿No es acaso "El maquillaje del muerto" lo que
acabamos de seguir? Nosotros embalsamamos nuestra palabra, como una momia,
para hacerla eterna. Pues es menester ciertamente durar un poco más que la propia
voz" (Prefacio a Le Grain de la Voix).

No es difícil adivinar que la sombra del Platón de la Carta VII acecha


incuestionablemente bajo estas líneas, así como resuena el eco del mito de Theuth y
Thamus del Fedro, sin perjuicio de que el propio Barthes reconozca finalmente la
necesidad de “durar un poco más que la propia voz” -o, si la inmortalidad, por efímera
que realmente ésta sea, nos resulta un gesto demasiado afectado, cuando menos
aspirar a llegar un poco más lejos que la propia voz. Con este fin expreso, el que las
palabras de aquellos meses, plásticas, ligeras, pero emanadas de una estructura
unificada, densa y meditada, fruto de una investigación larga y profunda, lleguen acaso
un poco más lejos, damos ahora a la publicación el siguiente estudio.

Óscar Sánchez, 2003.


¿QUE ES “BARROCO”?

Las siguientes palabras expresan con bastante aproximación lo que entenderemos en


general por “Barroco” (en Historia general de las civilizaciones: los siglos XVI y XVII,
Roland Mousnier, publicada bajo la dirección de Maurice Croucet en 1959,
Destinolibro 98):

“El Barroco consiste en un rasgo de sensibilidad, y en consecuencia de carácter, que se


encuentra en diversas épocas. En la personalidad humana corresponde a los
momentos de debilitación de tono, de depresión, en que decae la unidad del ser y el
yo único es sustituido por una fosforescencia del mismo. Entonces afluyen
sucesivamente a la conciencia la multiplicidad rica y desordenada del subconsciente, la
masa de impulsos oscuros y el empuje multiforme de todas las potencias vitales. El
Barroco posee, en consecuencia, el gusto de la libertad y el desdén por las reglas, la
medida y la circunspección. Es irracional y contradictorio. No sabe lo que quiere, pero
desea, al mismo tiempo, el pro y el contra. En sí mismo encierra oposiciones y posee
multiplicidad de intenciones. En un ángel barroco que en Salamanca corona la reja de
un templo, el antebrazo se eleva como para enarbolar un objeto, mientras que la
mano desciende como si quisiera colocarlo en el suelo: hay dos direcciones opuestas
en un mismo miembro, un dualismo intencional. Es frecuente que El Greco dé a la
misma pierna de un Cristo dos direcciones divergentes. El espíritu se encuentra en un
estado de ruptura interior y se burla de las exigencias del principio de contradicción;
las columnas le salen torcidas.

El Barroco posee el gusto del misterio y de lo sobrenatural, de lo emotivo y de lo


pasional, de los encantos de la naturaleza y del folklore. Busca la comunión de las
fuerzas de profundas del universo, y se abandona ante esa potencia, a la que venera. El
Barroco es cósmico, panteísta, y en prosecución del impulso vital de la naturaleza,
dinámico, tumultuoso, ondulante, enfático y, al mismo tiempo, desbordante, lujuriante
y prolífico. El Barroco sacrifica el orden a la sensación, la eternidad a la intensidad".

Bella -aunque ciertamente algo exagerada-, definición del Barroco, entenderemos aquí
por éste una crisis recurrente del espíritu humano que toma cuerpo en el hecho de
que se pierde la dirección de los fenómenos históricos, el hombre se siente perdido y,
en consecuencia, desea impulsivamente todo lo que esta a su mano. Justamente
cuando cae ese centro protector en que consiste la tendencia unidireccional del
pensamiento, cuando las instancias de la razón capaces de sobreponerse a cualquier
desconcierto flojean, cuando, por ejemplo, desaparecen las ideologías religiosas que
aseguran la tranquilidad de la conciencia o decaen aquellos criterios estimativos del
gusto que hacen que exista un modelo estético definido, cuando esta quiebra
generalizada se produce el resultado es una explosión de perspectivas, un deseo del
todo y de todo que constituye justamente la definición mas adecuada del Barroco. Ha
sucedido en periodos diversos de la historia europea, incluso de la cultura humana en
general, hasta puede llegar a decirse que es la pulsión estrictamente opuesta a la
clásica, de modo que hay generaciones clasicistas que ven en el orden y la armonía los
criterios necesarios para el desarrollo de su potencialidad histórica, y generaciones
que, en cambio, se sienten perdidas, carentes de este criterio orientador. Como regla
general, podemos decir que allí donde decae la energía clásica se crean, brotan
pensamientos, literaturas, artes específicas a las cuales podemos llamar propiamente
barrocas.

También en nuestro tiempo se da el desconcierto y la falta de criterio, por ello no es


gratuito aventurar que la contemporaneidad exhibe los síntomas de una cultura
barroquizante. Por lo pronto han sucumbido los criterios de una ciencia unificada a
partir de los años '60 del s. XX (nadie defiende en la actualidad una unidad de la razón
suficientemente poderosa como para poder dar cuenta de todos los fenómenos y
lenguajes que aparecen en el propio interior de las ciencias; consecuentemente con
esto, la epistemología ha dejado de ser una lógica en el contexto de la justificación
para convertirse cada vez más en una retórica: hoy se sabe que la investigación lo que
propone son estrategias de persuasión en relación a la naturaleza –se la pide que se
comporte de determinada manera en circunstancias concretas que pone el
laboratorio-, y en la relación también con la comunicación intercientífica -estrategias
que son tanto mas persuasivas cuanto mas útiles y comprehensivas en un contexto
social dado, indiferentemente de su lógica justificativa); las ideologías, tanto de las
filosofías de la historia aplicadas que han fracasado de hecho en su praxis social y
política como de cualquiera capaz de explicar y organizar racionalmente el devenir
humano, la idea misma de esta racionalidad, podemos ya certificar que se ha
derrumbado -no digamos pues las ideologías mas débiles desde el punto de vista
moderno: las religiosas o las fundamentaciones potentes de la moral. También nuestra
época en estos últimos veinticinco años –y sobre todo en los diez últimos-, ha
devenido una época donde parecen predominar cada vez más los impulsos barrocos, y
por el hecho de que ya hoy no existen asideros racionales suficientemente poderosos,
justamente por este mismo hecho todas las libertades de pensamiento, gusto y ética
vuelven a estar disponibles en nuestras manos. Igual sucedió en el Barroco histórico:
fue una época de gran creatividad, parecía que todo se hacia repentinamente posible,
y, de hecho, esta época ha recibido también el nombre del "siglo del genio".

En efecto, el genio habitó en la cultura del diecisiete, hasta el punto de que


prácticamente no ha habido periodo semejante cualitativamente hablando -
cuantitativamente el s. XX, desde luego- donde se pusiesen sobre el tapete histórico tal
cantidad de atinadas e importantísimas respuestas preñadas de consecuencias para la
historia ulterior como en este siglo singular. Una eclosión extraordinaria de genialidad
que suele darse con más facilidad en este tipo de épocas disueltas que en aquellas
tendencialmente compositivas donde el orden y la armonía predominan
necesariamente sobre el genio individual y las respuestas particulares.

Pero tales coyunturas no surgen ex nihilo y tampoco quedan sin consecuencias. En


particular, en el s. XVII toda la legalidad medieval termina por quebrantarse y con él
todo el sistema de certidumbres y justificaciones del paradigma antiguo de cuyo
entramado ha vivido la cultura occidental desde Grecia salta hechos añicos y entre los
desgarrones de esta crisis surge algo nuevo: eso que hemos aprendido a llamar la
modernidad, el modelo práctico-teórico en que estamos habitando, pensando y
viviendo. Nuestro actual barroquismo lo es de este modelo surgido de una confusión
semejante, de una disolución todavía mayor: la que afecta al clasicismo de la
Ilustración y sus ideales. Por qué la modernidad ha sido lo que de hecho ha sido se
debe investigar contra toda idea determinista de la historia en una concepción
profundamente contingente de ésta: no ha habido, en efecto, ninguna necesidad
inmanente ni de problemas ni de respuestas en el nacimiento de la modernidad y de la
orientación que concretamente tomó, había sin duda otras direcciones posibles y
conviene averiguar entonces los condicionantes históricos de la ocurrida, de la
determinada y efectiva, esta que ha hecho que habitemos en un cierto mundo y no en
otro, un mundo que, por ejemplo, considera que la producción es una pulsión moral
mucho más importante y prioritaria que la contemplación, o que considera que el
modelo del conocimiento epistémico es más valido bajo la formulación del
mecanicismo que bajo otros modelos posibles (como puede ser, sin ir más lejos, el
taxonómico), que en muchas otras culturas se consideran paradigmas específicos del
saber. Una averiguación de este tipo permite una investigación no sólo genética -como
piensa erróneamente, a nuestro juicio, Michel Foucault-, sino fundamentalmente
causal.

En este espíritu, un rápido repaso por los rasgos históricos generales del siglo Barroco
nos señala que si, olvidando tensiones internas, consideramos que en la Edad Media la
ortodoxia cristiana consiguió una cierta estabilidad normativa tanto teórica como
práctica, llamaremos entonces Renacimiento a la explosión multidireccional de los
elementos de este paradigma estable en el comienzo de una crisis que culmina y toma
conciencia de sí misma ya en el s. XVII. El Barroco se caracteriza porque prolonga los
elementos disolventes del renacimiento y además toma conciencia de éstos y de la
crisis misma. En el renacimiento, en efecto, hay muy poca conciencia de crisis: los
renacentistas son muy jóvenes (la curva demográfica se dispara en las primeras
generaciones), y mueren jóvenes, lo que hace del Renacimiento una típica cultura de
adolescentes. La reforma, por tanto, es el verdadero gozne que distingue una época de
otra, y, en realidad, la autoconciencia de la reforma tiene lugar más bien en aquellos
elementos que ya se pueden considerar propiamente barrocos. Por establecer algunas
fechas, digamos que esta crisis generalizada podría establecerse entre 1567 –donde se
cierra el Concilio de Trento y se inicia la modernidad católica-, y 1619/20 –años del
comienzo de la guerra de los 30 años-. Entre estos años se agota el renacimiento y se
produce una crisis de profundidades desconocidas hasta la fecha para la Europa del
momento –ya que los europeos de la época desconocen en gran medida las
circunstancias y el impacto del final del imperio romano, con que carecen enteramente
de punto de referencia alguno de comparación en tales escalas. La proporción,
intensidad y globalidad de la crisis se muestra mejor que de ninguna otra manera
anticipando unas cuantas calas históricas diferenciadas –en sucesivos capítulos se
analizaran algunas de ellas con mayor profundidad-, en las que nos topamos con las
siguientes crisis parciales:

-En el plano económico se produce un estancamiento de la productividad europea,


que, sin embargo, al principio del Renacimiento había ascendido gracias al auge de la
potencia de las monarquías (se pusieron en marcha planes de aplicación de mayor
número de tierras) y a la reforma protestante, que arranca de la mano muerta de los
monasterios gran cantidad de tierra que pone en producción inmediatamente.
También el comercio había multiplicado por mil las tasas o valores de la edad media,
sobre todo gracias a la llegada de la plata americana que, a partir del primer tercio de
s. XVI, empieza a ser regular y fabulosa: a partir de 1525 lo que hace verdaderamente
grande a Carlos V es la remesa americana que le facilita las guerras y mantiene
verdaderamente el imperio. Pero después, en el último tercio del s. XVI, las tierras
están extenuadas y los recursos escasean, a consecuencia de lo cual tiene lugar una
fuerte retracción en la producción agrícola que se suma con una quiebra en la entrada
del dinero y con la tremenda inflación generada por el mucho capital anterior. Todo
esto se salda con deflacciones muy fuertes que arruinan a grandes masas de
población; las propias monarquías tienen muchos problemas para hacerse con riqueza
y acuden a rebajar el valor de la moneda, la devalúan incontroladamente y con ello
pierden el crédito con los banqueros que pudieran hacerles prestamos -el mismo
Felipe II tuvo sucesivas bancarrotas, Felipe III tuvo dos, y el Conde-Duque de Olivares
aplicó sistemáticamente la falta de pago bajo Felipe IV; en Francia, Luís XIII y Luís IV, en
sus primeros años, hacen lo mismo. En este estado de cosas la sensación europea es
de pobreza generalizada con relación a los años anteriores, algo que además no son
capaces de explicarse a sí mismos los europeos pues no existe todavía una ciencia
económica mínimamente sólida –ni tan siquiera pueden echar mano de la estadística,
que fue inventada por Leibniz en 1686. A la crisis se añade, pues, la perplejidad acerca
de la crisis, y ésta fue tal que, en cierto momento, se hizo una solicitud de opiniones (el
consejo de Castilla bajo Felipe IV) donde todo ser inteligente del reino aportó una
solución que, desde la perspectiva actual, se muestran en conjunto como una
amalgama de disparates carentes de método.

Al mismo tiempo todo el mediterráneo sufre un estancamiento demográfico que hace


que la población sea escasa y progresivamente avejente mientras que en el centro de
Europa (en Alemania, en la zona oeste de Francia y en la central de Inglaterra), el
crecimiento demográfico es intensísimo. Este hecho incumple una de las normas que
generalmente han definido a un hinterland cultural uniforme como es en este caso
Europa, y es que exceptuando la Siberia, cuando sube o baja la curva demográfica lo
hace uniformemente en todos los países que lo componen. Aún hoy se carece de una
explicación racional para la excepción que supone este periodo, pero lo que sí que es
incuestionablemente cierto es que allí donde la presión demográfica es muy fuerte las
condiciones del hombre también son duras, lo que sumado a la depresión económica
hace a los escenarios centroeuropeos proclives a los movimientos revolucionarios. Así
mismo, la inestabilidad de los precios hace perder la conciencia de valor de las cosas y
se producen grandes gastos suntuarios enteramente superfluos y una tendencia a
quitarse dinero de las manos con rapidez. Una situación en la que coincide la sensación
generalizada de pobreza con el momento más fastuoso de las clases poderosas
hacendadas, lo cual –la violencia de este contraste-, acrecienta las pulsiones
revolucionarias y genera algo todavía más importante: una literatura de la decepción
donde se toma conciencia por primera vez de la lucha de clases y de la injusticia de las
diferencias sociales.

-En el plano social recordemos que el modelo financiero del renacimiento es el de la


concentración de la banca en unos centros específicos de Europa que están vinculados
a dos grupos de personas: los judíos del ámbito mediterráneo occidental (Toledo y
Lisboa), y las grandes familias del comercio oriental en el norte de Italia. En el Barroco
este modelo financiero conoce una sangría tal por la presión económica de las
monarquías del s. XVII que ellas mismas juegan al deterioro continuo de la moneda:
como saben que los reyes no pagan nunca les pagan menos de lo que ellos piden, y se
inicia así un proceso que se salda con continuas depreciaciones de la moneda. Al
depreciarse la moneda la ruina total está a la orden del día, cada vez es como si se
tuviese menos riqueza con el mismo dinero y sólo los muy ricos se salvan
relativamente de la quema. Apenas hay que decir que la depreciación tiene un coste
social fortísimo. No en vano el s. XVII es el siglo de las revoluciones sociales: Cromwell
en Inglaterra; sucesivas revoluciones del campesinado en Alemania; profundas
revoluciones en Francia que llevaran a la creación de las cortes soberanas (a punto
están de tumbar la monarquía estas revoluciones en el s.XVII en vez de en el s.XVIII), y
que crearon insólitas alianzas entre nobleza y campesinado contra el rey en los
movimientos de la fronda; la revolución del 48 en España donde se disuelven las
coronas de Aragón y Portugal cuya base es social….Por si esto fuera poco, a todo ello
viene a unirse una crisis más, de orden político.

-En el plano político, en efecto, la crisis se tenderá a resolver mediante la gestión a


favor del absolutismo u, opuestamente, mediante movimientos revolucionarios que
pretenden una distinta correlación estado-individuo a favor de este último, el
individuo. Lo que está en juego es la decisión acerca del importante tema teológico del
libre albedrío: es sabido que los protestantes lo niegan negando con ello la capacidad
del hombre para resolver la propia salvación, y precisamente porque es imposible
ganar el cielo por méritos propios, a partir de ese momento el individuo puede ganar la
tierra y se concibe y desarrolla entonces la política liberal; en el ámbito católico, por el
contrario, allí donde se cree en la libertad de ganarse la salvación con las obras, la
tierra sigue siendo un valle de lágrimas, lugar de paso donde es necesario un fuerte
poder controlador.

-En el plano religioso e ideológico acontece una situación auténticamente dramática


para el espíritu, definida por la circunstancia perturbadora de que, por primera vez en
muchos siglos, el hombre europeo ya no sabe realmente que creer. En el Concilio de
Trento se potencian las ideologías católicas, y las protestantes se fragmentan en el s.
XVII, pero en el seno de ellas surgen fuertes dudas sobre la religión misma y sobre la
tolerancia. El Barroco lleva consigo desde sus orígenes mismos un fuerte escepticismo
en sus premisas. La cabeza más manierista de todas, la más próxima al Barroco desde
el Renacimiento, William Shakespeare, ya propone los ejemplos de esta inseguridad en
una comedia donde, al final, el protagonista ya no sabe si es príncipe o mendigo.
Avanzado el siglo esta comedia se convierte en tragedia en La vida es sueño de
Calderón de la Barca. No por azar Descartes comienza su obra con la duda, señal no
pequeña del clima inseguro de una época que buscara avidamente métodos seguros,
discriminativos entre aquello que en lo que decididamente se puede confiar y aquello
en que no.

-En el plano estético se suele especular mejor que en cualquier otro ámbito el tiempo
que la produce y las pulsiones conscientes o inconscientes que le subyacen. En el
Barroco los géneros creados en el renacimiento empiezan a no dar más de sí, en este
momento el arte se explora y trastorna a sí mismo desde el interior y surge el
manierismo. Ya Miguel Ángel es, de los clásicos, el menos clásico de todos ellos: es el
artista que había retorcido los cuerpos, violentado las perspectivas, puesto mayor
tortura y apasionamiento en las formas clásicas. El manierismo busca y violenta más
aun para liberarse de los cánones que determina la clasicidad. El transito, sin embargo,
no es abrupto: en arquitectura, por ejemplo, cuando Vignola en 1568 construye la
iglesia del Jesu para los jesuitas, provocando con ello el modelo Barroco por
excelencia, en el fondo no ha hecho más que, con respecto a las grandes iglesias
renacentistas de la generación precedente, una presentación distinta del espacio (de
manera que abunden los claroscuros, las sombras, las sugerencias de tortura
interior…), pero sin hacer la menor innovación técnica. Esto demuestra que se
investiga y rompe dentro de los propios modelos renacentistas pero sin proponer otros
nuevos. El Barroco, sobre todo en su primera mitad, la de la crisis crónica, es un siglo
fundamentalmente español e italiano. Es el siglo de ruptura final de la larga
decadencia del paradigma de la Edad Media, y dura hasta que se decantan las
soluciones deseadas a la crisis y se instaura el nuevo paradigma estable: la Ilustración -
con sus ramificaciones estéticas: rococó, neoclasicismo, etc.
Se puede fechar este nuevo comienzo en la paz de Utrecht de 1716, cuando la
Sociedad Real dictamina que el método científico es el de Isaac Newton, cuando
finaliza la guerra de sucesión española y cuando en términos generales vuelve a reinar
la bonanza económica. La agudización de la crisis, por su parte, podría situarse en la
guerra de los treinta años, sobre todo en la paz de Westfalia como vértice de la
inestabilidad. A partir de entonces, se da el lento ascenso de la generación de un
nuevo paradigma: la modernidad. La guerra de los treinta años nació de manera
imprevisible, y se convirtió en una guerra absurda que nadie gana ni pierde y donde se
entierran dinero y hombres en un sentimiento de infortunio y caos que caracteriza al
Barroco y hace de esta guerra la perfecta metáfora de este espíritu y sensibilidad
característicos. Cerramos esta presentación con dos datos anecdóticos mas
suficientemente significativos de las transformaciones a que da lugar el paso de este
siglo convulso:

1) El mismo año que finaliza el Concilio de Trento, Felipe II escribe al Papa


comunicándole que si desea la recuperación de Inglaterra deberá mandar no a los
jesuitas, sino gran cantidad de alimentos porque Inglaterra es un país sumamente
pobre y atrasado. No obstante, ya en la paz de Westfalia encontramos a Inglaterra
como una nación poderosa, que ha superado con creces su estado anterior y que sale
muy beneficiada con esta paz.

2) Los campesinos franceses venían a España a inicios del s. XVII a trabajar en los
viñedos peninsulares, pues así obtenían mejores salarios que en su país. Ya en el s.
XVIII la situación es exactamente la inversa: son los españoles los que acuden a
emplearse en los viñedos franceses.

Europa no será la misma tras el Barroco y sus repercusiones alteraran para siempre
todos los ámbitos históricos. Veamos primero con mayor detenimiento cada uno de los
escenarios problemáticos del siglo a fin de abordar después la consideración de los
hitos principales de la filosofía barroca, pero no sin antes establecer una cautela
metodológica. Es mi convicción personal de historiador de la filosofía –justificada en
otros lugares-, que las historias de la filosofía al uso que seleccionan a los grandes
pensadores y nos cuentan lo que opinan sobre esto y lo otro, posicionándose acerca de
problemas presuntamente eternos tanto del universo como de la condición humana
en general, están radicalmente equivocadas, son mixtificaciones conscientes o
inconscientes de un pasado enormemente más complejo y variado y, sobre todo,
deudor en cada caso de un contexto histórico determinado en cuyo horizonte cobran
verdadero sentido las respuestas de los filósofos. El pensamiento, en efecto, nunca se
produce en una cámara ajena al universo y al mundo, como tampoco se produce
muchas veces por motivaciones políticas o abstractas despegadas de toda
circunstancia o condicionamiento histórico y material, sino todo lo contrario: se piensa
como decimos en el contexto de los horizontes que es dado pensar, y estos contextos
vienen dados por muchos motivos, algunos de largo vuelo y otros completamente
locales y ceñidos a las circunstancias de cada momento. El pensamiento del Barroco no
consiste en hablar de sus grandes pensadores solamente, sino que consiste en un
conjunto infinitamente más vasto de verdaderos hechos, acontecimientos del pensar
que comportan problemas a veces muy importantes y a veces no tanto, pero que, en
todo caso, configuran el horizonte de alcance concreto del pensar. Por tanto, si se
quiere entender la filosofía de los grandes pensadores al margen de los escenarios
donde se desarrolla, este propósito se convierte en una tarea inconcebible. Si se pierde
de vista la génesis del pensamiento entonces se tiende a creer que los pensadores son
una especie de alquimistas del cerebro o de las ideas al margen de una historia que es
irrelevante y que no existe para estas ideas. Asimismo, si se sostiene una teoría de la
necesidad de la historia, de la inexorabilidad de los hechos humanos, pues entonces se
cree poder reconstruir el pensamiento de un autor ateniéndose exclusivamente a
dicha alquimia de las ideas o a la historia de esos problemas substantivos como tales.
Nada parece tan falso: en realidad, cuando un Descartes discute, por ejemplo, sobre la
conexión alma-cuerpo, subyace detrás toda una serie de discusiones de carácter
teológico, empírico, político, etc., sin las cuales carece de sentido o parece gratuita
esta tesis de Descartes. Por lo tanto, para estudiar la filosofía y los filósofos del barroco
tenemos que adentrarnos primero en el conjunto de problemas que los filósofos
tuvieron delante como los problemas en los que vivían y a los cuales tuvieron que dar
respuestas y bajo los cuales cobra únicamente sentido su pensamiento. Esto obliga a
analizar uno a uno los escenarios ideológicos donde, en efecto, se generan, se
gestionan las ideas, las creencias, y las ideologías de un tiempo histórico.

II-ESCENARIOS DEL PENSAMIENTO BARROCO.

El concilio de Trento y la evolución de las ideas religiosas

Pertenece esencialmente al barroco que estos escenarios históricos se conviertan en


extremadamente complejos, probablemente nunca más en la historia se han
multiplicado tanto las instancias problemáticas o conflictivas frente a las cuales el
pensador tiene que pronunciarse y por las cuales se genera en muchas ocasiones su
pensamiento. Con la que se trata ahora no es la más compleja y difractada de todas
ellas, pero lo es en modo considerable: se trata del pensamiento religioso. En cierto
modo, podría decirse que el pensamiento religioso es para el barroco su constituyente
principal, su elemento más característico. Porque si hablamos del barroco como de un
periodo de conflicto, el conflicto fundamental que atormenta al s.XVII es sin duda el
religioso. Desde el punto de vista de la evolución de las ideas religiosas propias del
barroco, hay que decir que esta centuria no es más que una consecuencia de las
tensiones enormes que se han producido con la ruptura de la unidad del cristianismo.
Y este dato es completamente decisivo: si hay un hecho que ha disuelto la legitimidad
de los paradigmas del pensamiento y de las creencias del hombre europeo y sobre el
que haya que bascular o poner el peso central de la aparición de la modernidad, ese es
el estallido de la crisis religiosa, que pone en marcha la contienda histórica, de
incalculables consecuencias, entre la reforma y contrarreforma.

De todos modos, antes hay que decir que el periodo del barroco se inicia justamente
con un periodo de recomposición de la crisis que la reforma ha producido en el
renacimiento. Los antecedentes, brevemente, han sido: tras el estallido de la reforma,
la separación de las provincias del norte que fundamentalmente ha tenido tres centros
característicos: el primero y más importante Alemania, que va a ser el epicentro de la
crisis a la vez que el gran laboratorio de ideas; segundo, el escenario plural calvinista,
es decir, la radicalización dogmática de la reforma que se ampara fundamentalmente
en la comunidad suiza de Ginebra y en los Países Bajos; tercero, el más relajado: el
mundo anglosajón. En efecto, la reforma en Inglaterra toma la forma peculiar del
anglicanismo, variante religiosa relajada del catolicismo con el mismo conjunto básico
de creencias que lo único que supone de distinto respecto de aquel es una ruptura con
la legalidad papal, ya que, por lo demás, a la hora de la verdad, los reyes ingleses que
asumen a partir de este momento la investidura de jefes de la Iglesia tienen mucho
cuidado en mantener intacto el espacio eclesiástico, en devolver las tierras a los
monasterios, en eliminar los efectos sociales más revolucionarios de la reforma y, en
definitiva, no cambiar demasiado la sustancia ideológica y litúrgica de las creencias –
por ejemplo, al contrario que los países alineados al protestantismo, se mantienen
íntegros todos los sacramentos.

El escenario inglés es, pues, hasta el puritanismo del s.XVII que traiga el calvinismo a
las islas, poco importante a los efectos teóricos de la reforma; los otros dos, en
cambio, son importantísimos. Traigamos a la memoria una breve historia de estos dos
grandes núcleos alemán y suizo: en 1548, Carlos V da arranque a la dieta de
Augsburgo, que es una solución imperial para detener el empuje de la reforma y
concederle, al mismo tiempo, un cierto statu jurídico. La intención de Carlos V es lograr
la unidad de la Iglesia y para ello se hacen concesiones –han sido muy
malinterpretadas posteriormente por los protestantes- a los reformistas para que
acudan al concilio de Trento. En la dieta de Augsburgo se propone una situación
provisional entretanto se reúne la iglesia universal; pero dado que en la dieta se
reconoce como un hecho la existencia de la reforma, queda establecido un principio
decisivo para lo que serán después las guerras del s.XVII, que es el principio de que los
súbditos pertenecen a la religión a la que esta adscrito el monarca. Y se impone
también un segundo criterio para evitar los problemas de conciencia: el criterio de la
tolerancia religiosa para los súbditos de un estado que no sean de aquella religión. Esta
solución da lugar a un primer intento por parte del protestantismo, que
repentinamente se ve una suerte de legalidad, para determinar un cuerpo dogmático
de la iglesia protestante. La confesión protestante se conoce como la confesión de
Augsburgo o como el interín de Leipzig de diciembre de 1548, y a partir de entonces se
puede hablar de una ya definida religión protestante. Esto en lo que concierne a
Alemania; por lo que toca al lado suizo la confesión calvinista es una manera
extremada entender el protestantismo y no acepta la solución de Augsburgo,
manteniendo una tendencia confesional susceptible a la conversión del pueblo en una
postura mucho más agresiva. No obstante, también para los calvinistas, en 1598, se
llega a una composición de su doctrina dogmática que toma como motivo fundamental
las Instituciones de la religión cristiana de Juan Calvino, y que adopta la forma de una
confesio –declaración dogmática y canónica- de lo que es y va a ser en adelante la fe
calvinista. El concilio de Trento había comenzado con un afán muy universalista que
pretendía acabar con la división –entendida como pasajera- de la cristiandad, pero el
cierre de los trabajos en 1567 se decanta ya claramente hacia una formula
intransigente para el protestantismo en forma de una definición de la fe católica que
aun en la actualidad sigue esencialmente vigente.

La situación previa al Barroco es, por tanto, que a finales del s.XVI se ha establecido, no
una paz religiosa, pero si al menos una composición de los espacios de la religión
dominada por los principios de la religión del estado y la tolerancia religiosa. Los
intentos de llegar a soluciones definidas de confesiones que conviven entre sí
esconden diferencias muy substantivas de lo que significa el hombre, la naturaleza y la
política. Y esta es la cuestión crucial: bajo el respecto religioso subyace una lucha
ideológica de la que van a depender en grandísima medida las concepciones
modernas. Ser católico o ser protestante significa concebir el estado, la política, la
historia y la propia condición humana de maneras radicalmente distintas. Y es evidente
que resulta imposible en una civilización la coexistencia de dos entidades tan
completamente dispares. En consecuencia, lo que está en juego en el barroco ya no es
solamente la religión, sino también concepciones totalmente distintas de unos
constructos culturales y existenciales en que al hombre le va la vida. Tres son los
grandes índices problemáticos que se dirimen en esta pugna: la concepción que
vayamos a tener del hombre, de la historia y de la política o legitimidad del poder. De
hecho, si se estudian con cuidado los textos de Martín Lutero se descubre enseguida
que la génesis de la reforma ha estado vinculada a una concepción determinada: de lo
que se piensa del hombre depende incluso lo que se piensa de Dios. Así, cuando Lutero
inicia la exégesis a la epístola de los romanos se encuentra con una distinción de San
Pablo según la cual la ley es condenada y la gracia queda como la única fuente de
salvación. De ello, Lutero interpreta que las obras, de las que depende la moralidad en
el sentido medieval, son las que corresponden a la ley paulina, y de esta manera todo
lo que corresponde a una moral de las obras es fuente segura de perdición. Por el
contrario, la gracia no es más que un regalo divino que engendra una relación de amor
amistoso o agradecido, y es de ésta de donde procede la salvación. Esto ya lo había
dicho San Agustín en otros términos mediante la máxima “Ama y haz lo que quieras”,
pero el alcance antropológico que le aporta Lutero es lo verdaderamente importante
aquí. Pues, en efecto, si, según Lutero, al margen de la gracia no hay salvación, y si las
obras, que es lo que está en manos de los hombres hacer, de nada sirven en orden a
conseguir la salvación, entonces la consecuencia inevitable es que la criatura humana
poco esta irremisiblemente perdida. En estas coordenadas, el luteranismo nace con
una autodefinición profundamente pesimista: el hombre es un ser irremediablemente
bajo, envilecido, caído, que poco o nada vale por sí mismo desde la perspectiva divina.

Lutero, que es un monje agustino radicalizado, argumenta que esta caída procede del
pecado original e implica que la naturaleza humana ha quedado desde entonces
corrompida en un sentido intensamente ontológico, de modo que es la positividad del
mal el elemento que define más hondamente la naturaleza humana. La moral que
pretende que el hombre, esa criatura completamente corrompida, pueda salvarse por
sus obras, y, por tanto, de alguna manera por y desde sí mismo, es detestable y peca
de soberbia –esa moral es, claro está, la inherente a la visión católica ortodoxa. Porque
sólo Dios salva o condena a su voluntad, sin permitir que sobre esta voluntad soberana
influya el sentido de conducta alguna del creyente, de ahí que el hombre está
irremisiblemente en sus manos en una relación de extrema dependencia teológica
que, sin embargo no se traduce en asistencia ontológica por parte de Dios a su
criatura: la orfandad y soledad de ésta sobre la faz de la tierra es completa y definitiva.
El hombre es, en resumidas cuentas, para el luteranismo, un ser abandonado, y no
existe ni puede existir un magisterio que marque un camino que saque al ser humano
de su maldad constitutiva: el ser humano es en sí mismo despreciable y miserable. Y
como no hay magisterio las obras de los hombres ante los ojos de Dios no valen nada,
son actos erráticos en los que nada se juega ni se decide, y que no pueden alterar un
punto el designio de Dios. Como se sabe, las consecuencias morales de esta doctrina
son muchas: Lutero establece que la salvación es solo cuestión de predestinación
divina, que el hombre, por tanto, ni merece ni posee libertad teológica o liber arbitrio,
y que tan siquiera una fe firme garantiza demasiado en lo que se refiere al destino
escatológico del hombre. Algunos protestantes intentaron suavizar esta posición y
conceder algo de bondad a los actos humanos, y esto es lo que los va a distanciar
definitivamente del calvinismo, que se caracteriza por mantener intacta e inamovible
esta posición de la predestinación en un sentido fuerte. Lo único que, en último
término, le cabe esperar al hombre para los calvinistas es ofrecer signos de salvación:
mantener una vida conforme a los dictados divinos es un signo de estar entre los
elegidos, pero no una seguridad ni una garantía. La salvación no es consecuencia de
esa forma de vida –Dios no se obliga a nada-, sino que es ésta quizá solo un signo de
aquella. Así, entre el mundo de los hombres y Dios se abre un abismo insalvable,
debido al cual Dios no comunica sino excepcionalmente sus designios, y el mundo se
rige por sí solo. Los designios divinos no pertenecen a la inmanencia del mundo, en
éste todo se resuelve por su propia iniciativa -ahí todo le corresponde al hombre, nada
interesa desde el punto de vista teológico. Lo que puede llegar a ser las paradojas de la
historia se muestra en que, a pesar de la extrema humillación que alcanza la criatura
humana en la concepción antropológica luterana, es justamente a partir de este
cristianismo del rechazo desde donde nace el liberalismo, puesto que la radical
separación mundo/Dios otorga toda la iniciativa a los hombres en este mundo, y así,
todo lo que hacen no tiene efectivamente un correlato teológico, pero sí, en cambio,
uno civil y político. Cuando se ha negado la libertad teológica se ha encontrado lugar
para la libertad individual en este mundo, de suerte que al máximo pesimismo
antropológico corresponde la posibilidad de la construcción de un mundo
enteramente humano. Cada hombre es un individuo ruin, perdido, caído, pero por eso
mismo llamado a construir su propio mundo, y precisamente en la construcción recta y
prospera de ese mundo es donde están los signos de la bienaventuranza. En el
protestantismo está el origen del espíritu del liberalismo y del espíritu de la acción
productiva libre, o sea, del capitalismo.

Es completamente falso que, en comparación, el catolicismo se haya quedado en la


Edad Media –estas son, naturalmente, visiones de protestantes. El catolicismo
contrarreformista creó por contraste una moralidad totalmente compacta de la que
hay infinitos testimonios, pero que además tiene un indicador magistral: la
instauración del jesuitismo. Analizando a los humanistas cristianos como Erasmo de
Rótterdam o Tomás Moro, nos encontramos que el conjunto de sus ideas es el
converso del protestante. Finalmente, el concilio de Trento define con exactitud que la
salvación es propia de la unión de la gracia y de las obras, y que el hombre es capaz de
salvarse y para ello está llamado a reconocer las leyes morales de la fe cristiana y las
tradiciones. Frente al hombre caído protestante, el catolicismo propone una ilusión
que libera al hombre de sus preocupaciones, que le obliga a prodigar los bienes y a
confundirse “en un mismo ágape con los amigos y los enemigos” –palabras de Erasmo
reproducidas por San Ignacio de Loyola. Para el catolicismo, por tanto, las obras si que
intervienen, y al intervenir las obras, como éstas tienen que hacer referencia a un
mundo de normas que asocie a los individuos en una empresa común, se produce una
liberación que pasa por la pertenencia a la comunidad. El hombre católico es capaz por
actos de su voluntad de salvarse o de condenarse, tiene efectivamente libertad
teológica, pero lo es para atenerse a las reglas, a los cánones en los que el hombre es
convocado a participar en una comunidad única. Esta apuesta por el liber arbitrio
obliga a afirmar en términos fuertes la comunidad, el principio de legalidad en este
mundo frente a la libertad individual, contra el espíritu de producción libre la
afirmación de aquellos elementos que han puesto límites a esta productividad: la
limosna, las obras de caridad, etc. La propia caída, el pecado, es entendida como una
debilidad del hombre pero no como un hecho irremediable. Para el catolicismo, la
imagen de un Cristo redentor se hace enormemente importante, dado que la
redención es algo que se hace continuamente a lo largo de la historia. Lo que a ello
añade San Ignacio de Loyola es que esa redención permanente es una redención que
tiene lugar a través de la humanidad entera, y en este sentido es debido a él que se
produce la gran tesis defendida por Trento en 1540: “La salvación por la fe socava toda
moral”. Quien solo se limita a creer no por ello es bueno, para ello hay que hacer algo
más: hay que actuar. Ahora bien, ello no oculta ni debe disimular las verdaderas
razones del problema: el libre albedrío expresa y garantiza la existencia de un orden
superior de obligaciones que lo son de la comunidad y en las cuales el individuo
desaparece. Se es, así, miembro de la iglesia en cuanto que se es miembro de una
comunidad de normas; se es bueno en cuanto que se vive conforme a esas normas.
Los elementos de vida personal desaparecen a favor de vidas normativizadas, de vidas
establecidas conforme a la vida de la moral común. Corresponde al fondo profundo del
espíritu católico la frase: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. El catolicismo
concluye con una drástica disminución del concepto de libertad individual: aquel que
ahora dice “yo quiero ser libre individualmente” esta diciendo al mismo tiempo “yo no
quiero servir a las reglas morales”. La libertad individual es entendida, así, como una
apelación al libertinaje, a la suspensión caprichosa e irresponsable de la moralidad. El
optimismo antropológico católico, en fin, se transforma por estas vías en un optimismo
de la comunidad. (La polémica del libre albedrío ocupa todo el s.XVI, pero es
infinitamente más vasta y va a tener sus grandes momentos en el s.XVII. Cuando un
s.XVII que haya ya secularizado en parte esta polémica, se pregunte sobre la esencia de
la libertas, no se puede olvidar la carga religiosa de esta pregunta. Asimismo, cuando
se proponga la concepción del determinismo, se estará con ello poniendo en marcha la
incidencia de una serie de conceptos de origen protestante, y, a la inversa, la
promisión a favor del libre albedrío estará, por su parte, postulando soluciones
políticas de carácter comunitario. Los problemas filosóficos tienen sus raíces sin
conocer las cuales se ignora con frecuencia lo que realmente quieren decir).

Esto en lo que concierne al primer índice problemático: la concepción del hombre; en


lo que remite al segundo índice problemático, el nivel de la historia, hay que señalar
que para las ideologías protestantes, Dios esta ausente de la historia, no porque este
enteramente al margen, sino porque su designio es incomprensible y oculto para el
hombre. La providencia es como si no existiese para el hombre: decir que hay una
legalidad de la historia pero que es incognoscible es tanto como decir que la
intervención racional en la historia por parte del hombre es inútil y lo mejor es dejar a
los acontecimientos históricos que fluyan, que sean tal y como por sí mismos resulten
ser. Nadie laborará a favor de un control de la historia porque no está en manos del
hombre y porque no se hace transparente el designio de Dios. El célebre slogan del
s.XVIII, “deja hacer, deja pasar las cosas, el mundo fluye por sí mismo”, eso que es la
quintaesencia del dogma capitalista, tiene un claro origen religioso en la antropología
protestante. Pero la conversa es todavía más interesante: si Dios esta ausente, el
hombre está en la historia abandonado a su propio esfuerzo, y la perdida de la
providencia significa la recuperación de la historia en manos de los individuos. Se
entiende ahora que no hay más historia que aquella que es capaz de hacer uno por sí
mismo, ni otros logros que los que se ponen a la mano de cada uno, ni otro mecanismo
que el del esfuerzo personal que lleva al triunfo o al fracaso. Cuando en el s. XVII y en
el contexto de una sociedad culta surja una novela que represente la expresión de los
nuevos ideales del calvinismo en el puritanismo anglosajón, esta novela no podrá ser
otra que Robinson Crusoe, en la cual un hombre solitario se hace un mundo sin contar
con la historia, la providencia, los otros, etc -historia equivale a iniciativa de los
individuos.

En las posiciones católicas, en cambio, la providencia es recuperada como ley de Dios,


una ley accesible a penetración racional que es aglutinante del proceso histórico. El
proceso histórico tiene su sentido sobrepuesto al hombre, se cumple inexorablemente
al margen del hombre, lo que hay que hacer es ir en la misma dirección de la
providencia. Lo perverso es estar en contra de la providencia, lo inteligente es seguir
su ley –hacia ahí se tiene que orientar la libertad humana. La historia camina en una
dirección, tienen, pues, sentido los programas de racionalización que facilitan la
intervención de la comunidad en aquel preciso sentido. Cuando estas ideas se
secularicen, será a través de estas raíces por donde accedan las ideas ilustradas: la ley
del progreso en la que estamos involucrados todos y por la que hay que laborar –y lo
mismo vale también para el marxismo. Así, no puede extrañar que, aunque de origen
religioso, las disputas del s.XVII tengan consecuencias políticas.

Cuando se habla del nivel de la política, se habla de la legitimidad del poder y de su


organización. Es claro que si se parte de un hombre perdido que no puede controlar la
historia, y cuyos límites acaban donde acaba su propia iniciativa, no debe sorprender
que del protestantismo nazca una teoría política que limite drásticamente el poder y
que proponga unas aplicaciones máximamente favorables a la libre iniciativa del
individuo. El propio Lutero, en la guerra de los anabaptistas, se puso de partes de los
señores y no de los campesinos; se puso de parte con ello del principio de autoridad,
puesto que, a su modo de ver, sin una autoridad legítima el mundo camina al caos.
Lutero apela a un pasaje bíblico: “Cuando Dios, que en su cólera ha mandado al mundo
a los señores –Lutero entiende que el poder es cosa de la cólera de Dios-, se encoleriza
más, se los quita”. Esta tesis demuestra que el principio de autoridad es un principio en
el mundo luterano exclusivamente funcional, que tiene como misión que la comunidad
funcione, pero que no es de derecho divino ni una necesidad forzosa, sino tan solo un
hecho fáctico dada la insolencia de los hombres. La única legitimidad del poder es, por
consiguiente, la consecución de la paz civil. (La tesis política de Thomas Hobbes, como
veremos, recogerá más íntegramente esta postura reformista en el s.XVII). En el
contexto de una garantía de paz civil se hace posible por fin la iniciativa privada: cada
individuo es un ciudadano si y solo si es un elemento que toma iniciativas, es decir, un
sujeto de producción y no puede tener ninguna cortapisa fuera de la que implica el
ámbito de lo ajeno-privado. En el ámbito católico, por el contrario, se parte de la
sociedad y de ahí se deriva toda consistencia política. Erasmo escribe en la Educación
del príncipe cristiano que la sociedad es como una serie de círculos concéntricos que
van de Cristo al pueblo a través de las autoridades civiles y eclesiásticas; lo que se
encuentra ahora es una trama compacta donde las instituciones, o sea el estado, es el
enlace entre el pueblo y Cristo. De modo que aquí el estado es de derecho divino, le es
inherente un claro centro teológico, con lo que el estado tenderá a la forma
monárquica y sobre todo al absolutismo –porque, como hemos señalado ya, ningún
individuo tiene sentido fuera del estado. Ser individuo significa para el catolicismo
pertenecer a esta trama donde queda concernida la vida entera del hombre, donde
queda toda ella recogida y expresada sin resto alguno. El ejercicio del poder no es ya
sólo la afirmación de un príncipe, sino que es ésta en cuanto (dice nuevamente
Erasmo) “media una administración y gestión bienhechora y fiel” -esta administración
es el centro otorgador de sentido y nunca el individuo aislado. El estado crece y tiene
que llegar hasta los límites de la sociedad: aquí la propiedad privada y la unidad
productiva son temas o ignorados o incluso todavía mal vistos; Tomás Moro, por
ejemplo, dice en la Utopía: “No hay ninguna esperanza allí donde existe propiedad
privada“. El hombre desarrolla sus potencias en el contexto de la sociedad que lo
acoge y que le proporciona oportunidades (seguridad social, sociedades jurídicas, etc).
La cosas llegan hasta el punto de que el concilio de Trento declara que todo aquel que
no reparte es fehacientemente un ladrón –conste que esto es constitución canónica y
sigue actualmente vigente. Y todo ello por razones de estricta naturaleza, dado que en
la función del estado está justamente la constitución societaria del hombre.

Sea como fuere, lo que resulta de una evidencia abrumadora es que a partir de
principios del s. XVII se han acabado los paradigmas comunes (que hasta ese momento
eran constante en la historia), y han aparecido dos bloques cuyo choque explica la
guerra de los treinta años. Estos bloques enfrentados tiene una génesis religiosa y ésta
representa el contexto exacto donde los pensadores tendrán que pronunciarse. Tres
rápidas conclusiones se imponen a nuestra consideración: la primera señala que
aunque está estudiada desde Max Weber la conexión reforma-liberalismo-capitalismo,
no está estudiada suficientemente la vinculación modernidad católica-contextos
societarios absolutistas; la segunda, que de las muchas tendencias que surgen en el
Renacimiento, todas las que no se agrupan en estos dos contextos específicos
desaparecen irremediablemente del campo de la historia; y tercera y ya aludida: que
estas tradiciones no sólo son religiosas, sino que en ellas se gesta enteramente el
mundo moderno. La modernidad nace así escindida, partida entre dos instancias cuyas
luchas ideológicas conforman propiamente el proceso complejo –más complejo de lo
que comúnmente se estudia- de la modernidad.

El pensamiento político (I): La justificación del absolutismo

El episodio que surge más directamente de la ruptura ideológica de la religión es la


elaboración de nuevos contextos de pensamiento político. Nunca se podrá insistir
bastante en la importancia de la ruptura de la cristiandad en la conformación de la
modernidad. El concepto de “moderno” aparece justamente vinculado a la idea de la
desaparición de la fraternidad cristiana. Hay una conexión estricta entre la ruptura de
la cristiandad como unidad cultural que está con todas sus tensiones ampliamente
cubierta por dos instituciones básicas: el imperio -más nominal que otra cosa-, y el
papado -que determina la legitimidad del poder-, frente a la cual bipolaridad ahora
afronta el mundo europeo el concepto de que las sociedades son libres para
organizarse y tienen que reconvertir ese conjunto de ideas universalistas al seno
concreto de su entidad soberana. En esta coyuntura son dos los centros que
conforman el laboratorio de las ideas: Paris ha sido la universidad de Europa y a la
sazón conoce una fuerte decadencia, gracias a la cual se consagran gracias a la división
religiosa por el lado católico las universidades de la corona Habsburguesa (a partir de
Felipe II, pero, sobre todo, de Felipe III, radicada en el dominio español) que son
Salamanca y Lovaina; y, por el lado protestante, de modo destacado la universidad de
Leyden. En estas universidades se genera al mayor número de ideas y de discusiones,
pero luego, desde principios del s.XVII, hay un hecho en general que revoluciona la
forma de la cultura: se trata de la dimensión política de la imprenta, de donde salen y
se extienden a un mayor público posible pequeños tratados o manifiestos políticos
independientemente de la función de las universidades. Pero es preciso detenerse
antes en un autor donde se expresa la traducción de la teología del poder en su forma
más moderna: Nicolás Maquiavelo. En él aparecen los tres ejes centrales de las ideas
políticas del momento que lograran la transformación del horizonte teórico-político de
Europa. Éstos son:

1. Una nueva concepción de la soberanía, en tanto que expresa la legitimidad del


poder: para Maquiavelo es soberano aquel que detenta el poder
legítimamente. Hay que tener en cuenta que la soberanía era entendida en la
Edad Media no como una función o un instrumento, sino como un deposito: la
soberanía procede de Dios y mediante mecanismos arbitrados por vía
constitucional –ley escrita- o tradicional, ese deposito de legitimidad que
procede de Dios es encarnado en la figura de diferentes hombres, los cuales
ejercen solo eventualmente esa soberanía en nombre de Dios y en virtud del
símbolo de una consagración divina. La coronación de un rey consistía en
ungirle el aceite sagrado para después llevar la corona (símbolo desde Grecia
de todas las virtudes) legítimamente. Posteriormente al cisma de Avignon
termina siendo un auténtico embrollo teórico saber quién es el instrumento
capaz de entregar la soberanía: el elemento sacramental del papado en la
imposición o transmisión del poder desde la divinidad queda gravemente
trastornado sino negado. Y es en este momento cuando Maquiavelo argumenta
que la soberanía no se identifica con aquel deposito místico sino que se
identifica más bien con un límite territorial. De acuerdo con ello, la soberanía
no es más que el punto al que llega el poder de un monarca, la frontera que
traza su poder. Se pasa, así, de una idea misteriosa substantiva del poder a una
idea mucho más fácil de definir: soberanía es poder y ésta tiene un límite
concreto. Por tanto, Maquiavelo no niega el origen divino del poder, tan solo
modifica el planteamiento: venga de donde venga el poder lo importante será
determinar en qué consiste la naturaleza y aplicación del poder, y la respuesta
es que el poder es un ejercicio legítimo de soberanía sobre unos súbditos
determinados dentro de un área territorial definida. Maquiavelo elimina de
este modo la mediación papal y con ella desplaza la carga de la definición de la
transmisión legítima a la extensión territorial. Se traza, así, a propósito de la
soberanía, un nuevo concepto de estado político.

1. En la Edad Media el estado no era más que la condición que asiste a


determinados hombres por motivos de su extracción social, de modo que no
hay estado sino estados, estamentos. Cuando se quiere hablar de algo así como
de la “unidad del estado” se habla de república, pero ésta tampoco es el estado
moderno, porque la república es la situación en que se halla la cosa pública –
res publica-, es la situación, por tanto, del rey. Para Maquiavelo el estado es
ahora una organización de la soberanía, su objetivación real en el plano publico
del poder.

1. La tercera idea, o más bien constructo, es la que el estado –como situación


organizativa de las instituciones en las que se expresa el poder del rey, su
soberanía- responde a criterios fijos, a leyes estrictas, no sólo al criterio divino
ni a la voluntad del rey, como vamos a ver.
1. Responde, pues, a una mezcla de entidades: la estructura combinada de
necesidad-virtud –a la que se refiere Maquiavelo-, manifiesta que si el estado
es una entidad singular, la misma no está regida sino por leyes que pueden ser
estudiadas y elaboradas. De estas leyes la necesidad expresa los mecanismos
que son invariantes en los estados (la geografía es, por ejemplo, una
necesidad). Lo contrario de la necesidad, pero de tal manera que Maquiavelo
advierte que es también una forma de necesidad es el principio del azar (la
muerte del príncipe, por ejemplo), ya que impone un conjunto de necesidades
que se sitúan más allá de la voluntad del hombre. Frente a estos límites está la
“virtud” –virtú, nada que ver con el sentido cristiano-, que consiste en un
elemento dinámico conforme al cual se ejerce la actividad del príncipe,
consistente fundamentalmente en elaborar las conductas que son más
oportunas o convenientes al estado dentro del marco abierto por las
restricciones de la necesidad. De manera que la virtud es el margen de libertad
de actuación que la necesidad permite y, así, entre la necesidad, el azar y la
virtud se genera, según Maquiavelo, una suerte de “mecanismo” –aquí se
verifican los primeros usos modernos de esta importantísima palabra. Por
tanto, las ideas de Maquiavelo suponen la secularización de la soberanía, el
estado como institución y la posibilidad de introducir en el orden de lo político
–que ha estado dominado por dos instancias en último término voluntaristas,
como son la decisión del rey y la providencia-, elementos de necesidad que
nacen de la propia naturaleza humana y que pueden combinarse con los
concretos prácticos reales a la manera del mecanismo de un reloj. El s.XVII
incide en estos contextos temáticos y así lo hace la modernidad católica con
características propias.

Tras Maquiavelo, Jean Bodin es el pensador que pone en marcha la transformación de


las ideas políticas en Europa. En él encontramos el primer programa sistemático de
una secularización completa de la teología del poder en una filosofía política, y esta
secularización de la teología es lo que define los orígenes del absolutismo. El punto de
partida estriba en señalar que podemos afirmar que en el mundo rigen leyes
necesarias, que, no obstante, gobiernan el discurrir de la gracia; si este paralelismo
está ya aceptado y se divide en dos las dimensiones de la providencia dentro de la
misma providencia como sentido del mundo y ley de la naturaleza humana como
inmanente –y esta distinción la permitió el concilio de Trento para evitar la
responsabilidad de Dios en los problemas del mundo, en el problema del mal-,
entonces es justamente este segundo subnivel de la providencia separado de la ley de
la gracia aquel nivel donde el hombre es meramente un ser natural y donde se
produce una ley tan fuerte como la de la naturaleza que rige el comportamiento de los
hombres ¿Cómo se asegura, pues, el cumplimiento de esa ley inmanente? Pues
precisamente mediante el concepto de soberanía, según Bodin. La soberanía domina
ahora sobre el conjunto de los fenómenos sujetos a esa ley, de modo que la soberanía
traslada ahora a ese nivel subprovidente el concepto de la majestad de Dios
considerando entonces al monarca, por primera vez, no ya solo ungido de Dios, sino, al
revés, como un Dios sobre la tierra que tiene competencia sobre ese aspecto de la
realidad que es el comportamiento de los hombres. Por eso la obra de Jean Bodin
significa la configuración inicial de la idea del absolutismo, que es una configuración de
raigambre teológico-secularizada.

Mas estudiémosla con mayor detenimiento: el monarca es como el mismo Dios


operando sobre la ley natural que conviene a los hombres, y por tanto el rey no actúa
en nombre de Dios, sino que hereda realmente las características de Dios sobre la
tierra. El esquema de Maquiavelo queda alterado aun recogiendo sus vocabularios
básicos: ahora el rey es identificado con la soberanía y encarna él mismo la estructura
del estado. Junto a la vieja lex providentiae aparece un conjunto de determinaciones
que son objeto de disputas a lo largo del s.XVII bajo el nombre de lex naturalis iure, en
la cual se expresa una ley inmanente. Esta ley tiene su correlato inmediato en la lex
regia –título de Bodin-, y todo esto conforma el constitucionalismo institucionalista,
supuesto que la lex regia es la expresión objetiva de la ley natural. De manera que el
mundo está triplemente gobernado: por Dios, por la naturaleza y por los hechos del
comportamiento humano cuya determinación concreta la pone un documento donde
queda inscrita la presencia del rey como instancia única de poder para todo el estado.
(De hecho, los monarcas católicos están tan investidos de atributos divinos que incluso
hacen milagros). Este planteamiento crea tal conjunto de aporías que su discusión
ocupa toda la teoría política del bando católico en el s.XVII. Es normal que el papa y, en
general, todo el pensamiento católico militante luche contra la encarnación del
absolutismo, y esta es una de las primeras aporías que genera ese ambiente
melancólico de tragedia en el ámbito católico –jalonado por los enfrentamientos de las
monarquías española y francesa en el papado. Al fin y al cabo, el papado pretende que
el absolutismo –con todas las características enunciadas- tenga una fuente legítima
sólo cuando es ungido por el Papa, y, en consecuencia, que tenga una marcada
frontera justamente en el origen legítimo en la transmisión divina. Por su parte, el
monarca absoluto que quiere ser el representante de Dios en la tierra choca
necesariamente con aquel que tradicionalmente ya lo es en Roma, el Papa. De ahí que
todo el pensamiento político jesuítico representado por el cardenal Bellarmino
sostenga una rectificación de la teoría absolutista que llevará al enfrentamiento con
Francia, y que, sin embargo, va a ser adoptada por la escuela de Salamanca y por los
teólogos españoles. El modelo jesuítico consiste, en resumidas cuentas, en decir que el
rey es todo lo que es sólo cuando se constituye como instrumento de la divinidad en la
tierra para el ejercicio de la ley moral. Después de la división de Trento, los papas del
Barroco van a intentar una reunificación –no una identidad- que se argumenta así: al
fin y al cabo, la ley natural no es más que el decreto inmanente de Dios y la
providencia es el decreto inteligente de Dios, de modo que las leyes naturales quedan
investidas, así, como parte del designio divino, o sea, del discurso moral divino, y el
papel del rey sólo es tal en tanto en cuanto instrumento de esta ley natural moralizada
expresión de la voluntad de Dios. (Esta compostura jesuítica la elaboran los teólogos
de la facultad de Salamanca: el Padre Vitoria, Francisco Suarez, Diego de Saavedra-
Fajardo, etc.)

Se establece así un paradigma que va a ser asimilado por todas las monarquías
absolutas, y cuya exposición es como sigue: teníamos que el estado, la soberanía y el
rey forman una correlación de identidades; pues bien, el estado tiene su correlato
ahora en el cuerpo social, y sobre éste actúan las leyes naturales. Éstas leyes naturales
son ahora el conjunto de derechos y obligaciones de los hombres en tanto que
integrados en el cuerpo social. El estado se traduce entonces en un corpus al que
Suarez llama mysticum politicum, es decir, un cuerpo político que se interpreta como
un vínculo de unión que avalan las leyes naturales: las leyes positivas deben ajustarse a
las naturales para ser expresión de ese vínculo ideal cuasi-religioso que une a las
comunidades entre sí. Mas si el estado es un cuerpo místico-político, entonces la
soberanía es ley -la revolución francesa comenzó una campaña de descrédito del
absolutismo y eso entonces era normal, pero no por ello hay que olvidar que el
absolutismo significa fundamentalmente ley en la configuración católica barroca del
problema. La soberanía ya no es sólo voluntad omnimoda del rey, sino voluntad
expresada mediante ley, que se objetiva en un cuerpo de derechos y de deberes por
mandamiento de una divinidad en la tierra que actúa con arreglo a las leyes naturales.
La ley es una instancia que va contra las tradiciones, usos, costumbres no racionales, y
sobre el punto de la soberanía puede proponerse todo el programa de la
racionalización y de la praxis científica como programa de gobierno ¿En qué debe
consistir la acción del rey del estado? En la creación de leyes justas, es decir, atenidas a
la razón, es decir, naturales. Y en este punto reside la legitimidad del absolutismo: el
rey absoluto puede hacerlo todo pero todo aquello que puede hacer lo hace en el
contexto de la ley, y la ley es sometible a crítica racional –no otro va a ser el programa
del iusnaturalismo teórico, que solo se comprende a partir del absolutismo.
Naturalmente que esto no funciona en el contexto protestante: el concepto de ley
protestante siempre figura en el sentido de pacto -es igual que sea justa o injusta la ley
mientras que ajuste los intereses de los particulares y propicie la paz civil. La ley
absolutista tiene un carácter sacral: se la purifica, sistematiza, metodiza hasta crear
con ella códigos perfectamente definidos y racionales como un tratado de geometría -
Spinoza secularizará esta idea en el terreno de la moral libre. Es por todo lo dicho que
aquí nace también –curiosa pero también lógicamente- el derecho al regicidio: en
determinadas circunstancias, matar al rey es legítimo puesto que éste es un
representante de la moral, por tanto si incumple su papel puede ser sustituido
legítimamente. La voluntad del rey es ley, pero su voluntad tiene limitaciones estrictas
conforme a la moral, el derecho y la razón. El absolutismo es seguramente el primer
ejemplo de una organización ilustrada del poder, que nace con la idea del beneficio de
la comunidad –que es un cuerpo místico-político-, de incumplir el cual beneficio o
servicio es legítimo deponer al monarca.

Estas ideas fueron adoptadas por los países católicos a excepción de Francia. El estado
francés se opuso a través de un teórico católico poco conocido, , que
estudió en Lovaina y fue un publicista a favor de la monarquía de Luis XIII –que inicia la
guerra contra España e impide la alianza católica contra el protestantismo para que
Francia no sucumba entre dos potentes monarquías: España y Alemania.
introdujo las variantes del absolutismo que convenían a Francia bajo el nombre de
galicismo: exportación al bando católico de lo que habían hecho los reyes en el lado
protestante, encarnación el monarca de la legitimidad religiosa y política –Papa de la
iglesia en Francia. El rey se convierte así en intocable –se niega el tiranicidio-, y su
determinación de la ley se ensancha, lo que se expresa diciendo que el monarca
impone la razón de estado. Esta es una idea maquiavélica en su origen que significa
que, junto a la ley natural –racionalidad del comportamiento humano-, existe otra
instancia generadora de legalidad: la conveniencia del estado. El galicismo ha tenido
mucha importancia porque la historia de Francia ha sido ella misma muy importante,
pero es muy endeble teóricamente, tan sólo aumenta el ámbito de la voluntad del rey.
El absolutismo, en fin, es una secularización de la teología católica y un proyecto de
racionalización del estado en el ámbito de unas convicciones básicas católico–
societarias; aunque también se ha podido pensar el absolutismo como el resultado de
una necesidad histórica que conduce el desajuste económico de Europa hacia un
estado duro que ponga en marcha políticas nacionales y unitarias.

El pensamiento político (II): del iusnaturalismo al constitucionalismo.

El absolutismo se convierte en la política triunfante en el s. XVII, aunque tiene que


convivir con un conjunto de ideas nacidas en el seno protestante que recogen en
buena medida un universo de creencias que, aun secularizadas, tienen un origen
religioso y que terminaron triunfando, primero, en un medio político concreto y,
segundo, como ideal de vida política a partir de los finales del s. XVII. Estas ideas se
suelen conocer con el nombre de constitucionalismo o preliberalismo (el liberalismo
pleno sólo cobra vigor en el s.XVIII y en torno a discusiones que presuponen ya la
legitimidad de los estados donde tiene vigencia). El objetivo de la presente capítulo es
exponer una especie de contrateoría política que en el seno de de estas comunidades
protestantes surge y que se va a desarrollar lentamente y de manera paralela a los
regímenes absolutos hasta terminar en una gran revolución –la de Cromwell en
Inglaterra. Como hemos visto, el absolutismo era la secularización del derecho divino
(en la Edad Media la presencia de Dios en la historia tenía lugar a través de los
monarcas ungidos), en el cual se producía una especie de descenso desde la idea de
providencia a favor de la ley natural, y, por otra parte, de ascenso de el monarca como
puro instrumento divino a titular legítimo de ese derecho divino –ya no, pues,
instrumento sino representante directo de Dios. En el absolutismo el derecho divino
funda el estado, y éste en cuanto que queda globalmente objetivado por el derecho
divino es el origen de la idea de soberanía: la soberanía llega hasta donde llega el
estado, o sea, el poder del rey, o lo que es lo mismo, el derecho divino del rey. Sin
embargo, como también hemos visto, para el espíritu reformista aunque el poder lo
envía Dios no se puede afirmar que esto equivalga a que es de derecho divino, pues el
poder es una instancia puramente contingente nacida de la organización de la
sociedad; en el mundo hay poder y éste procede de Dios, por la única razón de que si
no lo hubiera el mundo caería en anarquía y rebelión. El razonamiento es el siguiente:
el hombre abandonado a sus propias fuerzas se convierte en una instancia de
devastación sobre otros hombres, sin el poder hay anarquía, rebelión, matanza; con el
poder esta posibilidad pavorosa se elimina y por eso Dios ha mandado al mundo a los
señores como un mal menor. Así, el poder procede de Dios pero no es de derecho
divino; Dios no lo habría querido si no fuese por el pecado del hombre, con que la
limitación de la individualidad espontánea que es el poder nace de la propia
corrupción del hombre y no de un don benefactor y libérrimo de Dios. Pero si se niega
la idea de derecho divino, ésta arrostra todas las demás. El estado sólo puede ser
entendido ahora como un aglomerado de individuos, y la soberanía como poder de los
individuos, los unos sobre los otros. La idea nuclear es que el poder no es ya más -ni
tiene ninguna otra función-, que la represión de la violencia entre los individuos. La
concepción no puede ser más distinta: para el absolutismo el poder es positivo -el rey
está para propiciar la salud pública; aquí el poder sólo tiene el sentido negativo de
evitar, reprimir la violencia.

En el absolutismo la publicidad cubre la totalidad de la vida social, todas las


instituciones están pregnadas por esta idea de la comunidad que encarna el rey. Por el
contrario, la teoría reformista no deja que ninguna institución positiva pueda ser
anterior a los individuos y, por tanto, ninguna institución forma parte de una
naturaleza política. Donde solo hay individuos en lucha cuya violencia ha de ser
reprimida, únicamente hay un elemento que pueda tener representación social, y este
es la propiedad. No es que solamente se trate de la propiedad –con tan poco no se
habría configurado una teoría política-, que es una posición puramente defensiva.
Estas no son más que las bases del problema: la predicación del individualismo implica
que solo hay una zona ontológica, por así decirlo, donde interviene lo colectivo y
consecuentemente el conflicto, que es la zona de la propiedad. Cuando aparece esta
teoría política –sobre estas bases teóricamente débiles-, es cuando se produce
convergentemente la restauración en la Inglaterra de Carlos I, monarca católico.
Inglaterra era ya profundamente protestante e individualista en aquellos momentos,
por tanto, y choca frontalmente contra los proyectos de un monarca que quiere
imponer el absolutismo. Carlos I, al acceder al trono, acepto el principio de tolerancia,
con lo cual no empezó su reinado con fricciones religiosas, y, sin embargo, las bases de
la reacción son de ideología religiosa. En efecto: lo que interpretan los amotinados
contra el monarca (que se autodenominan los resistentes), es que los Estuardo
intentan volver al país a las ideas católicas a las que ha renunciado. El conflicto, pues,
parece en superficie meramente religioso, pero, entonces…¿Cómo así, si Carlos I es
respetuoso con el protestantismo? Por tanto parece evidente que no solamente es la
controversia religiosa, sino también la dimensión política que ello implica lo que está
en pugna. Lo cierto es que los resistentes señalan en un segundo nivel –después del
religioso-, el derecho a disfrutar de la propiedad por parte de los pequeños artesanos y
propietarios, que ven en el absolutismo un peligro inmediato a la libertad de su acción
económica. Se entiende claramente que la resistencia verdaderamente lo es frente a
los impuestos y a los privilegios; lo que se reclama bajo un grito religioso es libertad de
producción y comercialización de sus productos. La revolución de Cromwell es una
revolución de pequeños burgueses, y va a ser la primera vez en la historia que éstos
gritan respecto de sus derechos. He aquí el origen de las ideas liberales: la regulación
de los conflictos de propiedad de ciudadanos particulares basada en que no hay
ninguna legitimidad para remitir la zona de soberanía a una especie de instancia
mediadora misteriosa que sería la que proporcionara el estado. De hecho, no existe
ningún texto resistente que llame a la revolución de clase, instrumentando una
llamada, por ejemplo, al reparto; los resistentes no son repartidores de la propiedad,
sólo intentan demostrar que la propiedad es el único derecho legítimo. (Sin embargo,
es inevitable que en el seno de los resistentes haya movimientos utópicos que
pretendan el igualitarismo: el ejemplo más característico de estas desviaciones son los
repartidores, ala radical de los resistentes que no tuvieron más función que la de un
atizador de la sociedad contra la monarquía).

En cualquier caso, los Estuardo estaban destinados a perder no por falta de recursos,
sino por que les faltaba el refrendo religioso: se quería imponer el absolutismo sobre
un país protestante, lo que daba lugar a un fuerte conflicto religioso pero también a
tratar de prevaler los derechos del estado frente a los derechos del individuo. La
consiguiente revolución de Crommwell duró poco y fue devastadora, por más que al
término la restauración de 1660 supuso un movimiento conservador inmediatamente
sucesivo a la obra revolucionaria de los resistentes. Restauración que duró hasta la
revolución de 1688 y que sentó las bases del poder monárquico en Inglaterra; el
sentido final de la restauración fue la franca aceptación de este conjunto de ideas
básicas que a partir de ahora van a tener ya teóricos serios. La monarquía se
manifiesta bajo estas ideas como una instancia protectora de los individuos, de modo
que la llamada a la monarquía, que a cambio de este reconocimiento garantizaba el
orden y la estabilidad social, propició un acontecimiento feliz para la historia de
Inglaterra que ha dado lugar a la estabilidad política inglesa y al predominio de
Inglaterra en el s.XVIII de una forma indiscutible. Asimismo, las bases sociales
protestantes encontraron en el instrumento monárquico la idea –confortable,
tranquilizadora sin perjuicio excesivo del principio individualista- de un estado
pequeño pero valedor y garante del uso de la fuerza, administrador del poder militar y
con unas difíciles pero equilibradas relaciones con el parlamento. La restauración
supuso, después de todo, la asimilación de la revolución y su generalización por parte
de la monarquía, que acepto el principio del individualismo.

Pero es en este momento cuando nace la idea –por parte de un pensamiento


conservador- que va a ser la quintaesencia de todo el liberalismo y que, en apariencia
–para el absolutismo sobre todo-, es la más progresista. El pensamiento de Sir Robert
Filmer, en efecto, ejerce la reconciliación de una teoría política sobre unas bases que,
precisamente, niegan la legitimidad de un estado que no sea el estado en tanto
represor de la violencia. Semejante propósito se consigue mediante la apelación a una
idea fundamental –que Filmer entiende como contención de la revolución-, que lo será
a partir de entonces del pensamiento liberal en general. Pues si se parte ahora de que
todo el poder de la soberanía reside en los individuos, puede surgir el estado siempre y
cuando esta soberanía pacte o suscriba un contrato por virtud del cual ceda parte de
este poder –tan solo el preciso- para evitar la violencia de todos contra todos. (Hobbes
fue utilizado por los absolutistas y los cromwellianos: el estado no conoce limitación en
su poder absoluto de reprimir, pero este poder nace de un pacto entre individuos). El
verdadero padre de la teoría política en Inglaterra es entonces Robert Filmer, que
retoma la idea hobbesiana de que hay una solución para hablar de estado en términos
de soberanía de los individuos mediante un pacto siempre y cuando en este estado no
surja el Leviathan hobbesiano, sino que se invista sólo de la figura de un defensor de la
propiedad al modo de un “estado paternal”. Esta idea es, desde luego, eficaz en el
sentido de que obtiene casi todas las ventajas del estado absoluto –en nombre del
paternalismo del estado se pueden propiciar políticas de carácter social o institucional-
sin alterar para nada la sustancia de la legitimidad única del poder a través del pacto –
es decir, con el individualismo como base. Tales ideas hallaron inmediata resonancia
en el mundo de la aristocracia inglesa y existe toda una serie de pensadores de
carácter aristocratizante –el más famoso es el poeta John Milton-, que lo que hacen es
instaurar todo un conjunto de discursos que propician la idea de que, en efecto, en
una sociedad en la que los individuos gozan de la plenitud máxima de sus derechos –
de manera que lo que los limita es aquello a que ellos mismos conceden- tienen las
máximas libertades gracias a la distribución equitativa y jurídica del estado
paternalista, y aquí reside fundamentalmente el origen de la estabilidad inglesa. No se
puede olvidar, en todo caso, que la última base social de este pensamiento es un
sector muy conservador, y que por estos vericuetos teóricos la consagración de los
privilegios y de la propiedad tal y como existían en aquel momento quedó fijada
duraderamente y, con ello, el deseado contrapeso contra el intervencionismo del
estado de una parte y contra la presión revolucionaria de otra parte. Inglaterra logró
así un diseño por virtud del cual en nombre de la capacidad de cada individuo para
llegar a alcanzar un máximo de libertad privada, se produjo una sociedad en la que
ininterrumpidamente han estado –durante tres siglos- gobernando los nobles. Cuando
John Locke recoja estos fundamentos, aun criticándolos, se puede hacer
legítimamente la pregunta de si el filósofo ha hablado en nombre del pueblo inglés o
más bien en nombre del estamento nobiliario inglés. Y, parejamente, cuando la
revolución francesa inicie el traspaso de las ideas constitucionalistas al mundo
continental lo primero que hará es establecer el derecho a la propiedad. De manera
que, históricamente, el derecho a la propiedad fija definitivamente en nombre de la
libertad una situación de injusticia a la que, por el contrario, la idea de estado trataba
de poner coto mediante el concepto de ley.

Todo este conjunto de ideas adquiere en el último tercio del s. XVII un sistema
estabilizado que tiene como fundamentos de toda teoría política los siguientes
elementos: el poder como un contrato entre la sociedad civil –concebida como un
conglomerado de individuos- y sus gobernantes; un contrato que implica la soberanía
del pueblo y la suspensión voluntaria de cada individuo de parte de sus derechos; y la
seguridad de que la soberanía del pueblo que interviene en el contrato no interviene,
sin embargo, en el gobierno –eso ya es otra historia-, puesto que éste se ejerce en
nombre de la soberanía del pueblo por el parlamento –que hasta principios del s. XX se
ha movido por los intereses de la gran propiedad-, que es el instrumento donde se
representan –y, repetimos, no en el pueblo- los intereses económicos diversificados. El
secreto está en que se trata de dos instancias distintas: una es la de la legitimación y
otra la del estado. La legitimación se dice que lo es del estado, pero en la praxis el
estado actúa exclusivamente en función de la regulación de la propiedad y tiene como
organización al parlamento. Esto mismo es lo que Jacobo II acepta: suscribe la renuncia
a sus poderes absolutos y con ello afirma la existencia de un parlamento soberano. Por
tanto, dicho contrato lo es en su aspecto social, no en el aspecto político, en el sentido
de que funda originalmente la sociedad pero no funda ya el gobierno, de donde la
política se define como la organización del estado en la sociedad contratada, y, por lo
tanto, el gobierno se arroga la posición no de actuar en nombre de la soberanía del
pueblo, sino de actuar con el consentimiento del parlamento. Pues lo cierto es que la
apelación a la soberanía del pueblo es utilizada sólo en ese instante en que se tiene
que crear la condición básica de la legitimación del poder; después, las praxis de la
política se hacen con independencia total del pueblo. Ese pueblo que queda separado
del gobierno –aunque representado teóricamente por el parlamento-, queda, en todo
aquello que no es objeto de la vida política, libre para tomar sus propias decisiones.
Una libertad de acción civil que el pueblo obtiene a cambio de ceder en la libertad en
su proyección política, y que solo es posible imaginarla en el contexto de una gran
dosis de tolerancia.

Y es este el punto exacto donde se puede comprender ciertamente el éxito histórico


del experimento -que supone la historia moderna de Inglaterra-, hasta el punto de que
las monarquías continentales tuvieron que ceder, en un momento dado, la iniciativa
histórica a este otro tipo de movimientos de corte liberal. (Se necesitará pasar la
resaca de la revolución francesa y del pactismo inglés para que empiece otra vez a
emerger la necesidad de agrandar la intervención del estado –y sobre todo para
eliminar esas ideas infantiles, puramente ideológicas, de pacto, individuo, etc-, y
además se necesitará empezar a sentir el peso de la enorme injusticia que este sistema
puede llegar a crear para que empiece a echarse de menos –con otro nombre, como
segunda secularización- las ideas del absolutismo: un estado con capacidad de acción y
de modificación de la realidad social y no solamente un estado únicamente
garantizador de la propiedad y sus conflictos, etc). Este contrato –originario tan solo
como legitimación-, en el nivel del estado, donde se establecen los límites del
consentimiento en el que el gobierno gobierna y los límites del parlamento en los que
no puede negar el consentimiento, es lo que se llama la constitución. La constitución
es, por tanto, la herencia de una idea mágica o, sino, en cierto modo meramente
metodológica: la entelequia del pacto originario. Por descontado, la constitución es la
pieza clave de las teorías liberales, dado que determina los derechos del individuo
frente al estado y determina también los deberes que el estado puede proponerse en
la acción gubernamental. Como la constitución lo que rige es las normas por las que se
organizarán y estructurarán gobierno y parlamento, precisamente por eso la
constitución determina siempre que en todo lo demás rige el contrato originario, y
entonces no hay por qué regular nada, y, por consiguiente, no hay limitación alguna –y
el estado así debe protegerlo-, a pensar, expresarse, asociarse, etc, del modo y con la
intensidad que cada uno quiera. En definitiva, la constitución es la expresión positiva
de la única zona donde actúa el estado a la vez que la garantía de la defensa de la
libertad individual. Se puede decir sin demasiado temor a equivocarse que, a partir de
su consolidación en la obra de John Locke, la idea constitucionalista solo conoce un
crítico profundo y temprano en Europa, y este es el alemán Leibniz. Su obra, sin
embargo, no tuvo consideración, y se perdió como una voz en el vacío –Voltaire se
reirá descaradamente de sus ideas, contagiando esta carcajada a la conciencia culta
del s.XVIII-, porque mientras que Leibniz propiciaba una idea política favorable a la
noción de imperio y a la noción de estados horizontales, por el contrario en las críticas
a las obras de John Locke señala con respecto al ideario político contenido en éstas
algo parecido a lo siguiente “en este, en apariencia, sistema tan racional anidan las
bases de una extraordinaria violencia. Porque si el único elemento que regula la
totalidad de la vida pública es la propiedad, entonces se deduce que aquello que
únicamente no tiene límite en este horizonte es la adquisición de propiedad, por tanto
el estado tendrá que amparar las iniciativas de los individuos en un contexto
potencialmente universal”. Estas fueron, desde luego, palabras proféticas: del
liberalismo ha nacido el imperialismo como admisión del derecho natural de conquista
indiscriminada de nuevos pueblos cualesquiera al margen de conflictos patrimoniales –
en los que, en cambio, quedaban involucradas las luchas absolutistas-, o de alegación
de algún otro motivo teórico-político en absoluto. Por un lado, el estado liberal es un
estado de la propiedad; por otro lado, el estado absoluto lo es de la encarnación de la
providencia divina: en las alternancias y pleitos entre uno y otro se dirime la totalidad
del Barroco y buena parte de la suerte de occidente.

La “Filosofía Nueva” de Galileo Galilei: desarrollo y problemas.

Aún concediendo a la ruptura religiosa y a la variedad de opciones políticas más


importancia y virtud liberadora con respecto a las estructuras tardo-medievales del
Renacimiento, es, de todos modos, indiscutible que la novedad fundamental que para
la historia de las ideas se produce en el periodo barroco es la aparición de un nuevo
modelo científico del pensar. Un modelo que –no se olvide- lleva entonces todavía el
antiguo y venerable nombre de “filosofía”; así, cuando un Descartes o un Newton se
hacen cargo de modo reflexivo de sus explicaciones científicas -aún remitiéndose a
sectores parciales del saber natural-, hablan no en términos de “ciencia”, sino todavía
en clave de “filosofía”. Todo lo más, el título o apelativo que emplean en este contexto
es “filosofía natural”, y este distingo se hace siempre y únicamente en oposición a
“filosofía política”, nunca a “ontología” o “metafísica”. De este modo, cuando
cualquier científico del Barroco –verbigracia, Christian Huygens-, echa mano a sus
propias inquisiciones, las denomina bajo el concepto general de “filosofía”, sin
entender por ello que esta designación implique cambio de nivel alguno en el plano
discursivo. Asistimos, por tanto, en el Barroco a una renovación en el concepto mismo
de filosofar en una medida tal que podemos afirmar que en el siglo XVII cambia
radicalmente el modo, la actitud, el estilo de pensar en Europa -o, por mejor decir: el
sentido global de lo qué significa para el hombre europeo pensar. Ya desde los griegos,
“filosofía” y “ciencia” son cosas indistinguibles, ambas cubiertas por el término común
“episteme”, y su programa, el programa de la episteme, no se subdivide: es y equivale
a decir el programa mismo del pensamiento. Igualmente, en el Barroco son y siguen
siendo indiscernibles ciencia y filosofía, y no funcionan la una sin la otra –por ejemplo,
el Newton científico es indisociable del Newton metafísico, ambos conforman por igual
ese sistema singular de pensamiento que es el newtonianismo. En realidad, esta idea
de la división filosofía-ciencia es muy posterior: nace del positivismo de Comte, y,
sobre todo, ha sido acuñada después con mayor insistencia en la tradición pragmatista
de un lado y analítica de otro. Incluso la mención de Comte es a este respecto
demasiado temprana, puesto que el conflicto entre las facultades que supone esta
distinción es más bien un acontecimiento de finales del s.XIX. En efecto: solo cuando
los pensadores historicistas tienen que distinguir netamente entre aquellos saberes
que propician ciencias nomológicas –e.d., que proporcionan leyes universales-, de
aquellos otros propician ciencias ideográficas –o sea, incapaces de leyes universales,
atenidas a lo singular-, sólo a partir de ese momento se efectúa nítidamente la
separación. En el siglo XVII, en cambio, únicamente se distingue entre filosofía natural
y filosofía política; la mera mención de este hecho, en lo que tiene de chocante e
incluso de superficial, ya pone en cuestión en un primer golpe de vista los equívocos
interpretativos de la literatura de corte analítico. Porque incluso cuando Galileo opone
las nuevas ciencias a las antiguas, en realidad no esta haciendo con ello, como
veremos, sino una crítica a una ciencia que también para él es absolutamente
contemporánea: la de los organicistas que siguen predicando las ventajas del
Almagesto y que están propiciando en ese mismo momento un modelo
experimentalista de ciencia -propio del averroismo latino renacentista-, modelo que se
basa en un Aristóteles no antiguo sino remozado por el renacimiento. La ciencia, en
fin, es una apuesta global y total, y cuando se habla de conformación del pensamiento
científico hay que entender que se habla al mismo tiempo e inevitablemente de una
renovación total de la filosofía.

Una segunda advertencia metodológica previa: otro tópico de factura analítica


igualmente infundado consiste en fijar una secuenciación neta entre la ciencia del
renacimiento y, después, finalmente, la ciencia del barroco. Se establece así un criterio
lineal que va, por ejemplo, desde los ockamistas, pasa por la revolución copernicana,
convierte a Galileo en el gozne y, a partir de ahí, empieza ya de un modo absoluto la
ciencia moderna. Conviene recalcar antes de abordar nuestro asunto que no existe en
modo alguno nada que se parezca a esta descripción, que no puede ser demostrada
sobre la historia ninguna evolución lineal de la evolución científica. De hecho, este
modelo historiográfico de análisis ha dado lugar a una gran polémica desde los años
treinta del s. XX en adelante, sobre todo en los cincuenta, que nace exclusivamente a
nuestro parecer de un malentendido. La disyuntiva que impone se formula en los
siguientes términos: ¿Constituye la ciencia moderna una continuidad de posiciones
con respecto a la baja Edad Media y del Renacimiento? ¿O, por el contrario, expresa la
ciencia moderna un fenómeno de ruptura? -Durkhem opina lo primero y Koestler lo
segundo. El malentendido estriba en que estas dos tesis se explican ambas por igual
siempre desde la base de que existiera un proceso lineal que condujera desde la baja
Edad Media hasta las posiciones de Huygens, Newton, etc. Pero la verdad histórica de
las cosas, los fenómenos presentes en el tiempo no muestran a los ojos del
investigador esto en modo alguno, antes al contrario: si algo se constata en el
pensamiento de los siglos XVI y XVII es la combinación rigurosamente contemporánea
de paradigmas en cierta pugna teórica ente ellos, de manera que no hay una "ciencia
moderna" como tal que se pueda aislar tanto por continuidad como por ruptura desde
una ciencia tardomedieval precedente. Prueba de ello es que si escogemos 1440 y
1691 -constitución de la Sociedad Real de París- como fechas de demarcación histórica,
tanto en una como en otra encontramos muchos modos de renovación funcionando
simultáneamente, una pluralidad de paradigmas unidos tan solo en los términos de
una controversia, una pléyade de concepciones distintas de lo que debe ser el nuevo
pensar al que remiten ciertas categorizaciones de la experimentación, de la
metodología, incluso de la matemática, etc. No existe, pues, sobre los documentos,
continuidad o ruptura algunas, lo que hay más bien son pugnas irresueltas entre
modos bien diferenciados de entender la renovación necesaria del pensamiento. En
realidad, una vez más todas estas tesis se sostienen sobre un equívoco general propio
de toda la historiografía positivista: se toma un término final que se considera
ejemplar y se interpreta toda la historia a través de esta óptica como camino o
trayecto que lleva hasta él. Ahora bien: ese término final escogido por la historiografía
positivista ni siquiera es la obra de Isaac Newton, sino las cosmovisiones vulgares del
s.XVIII, y concretamente las que promueve en ese siglo la ilustración francesa. En 1691,
en efecto, aún operando desde el 1660, Luís XIV accedió a financiar los trabajos de la
Real Sociedad de París y hacer de ella una institución netamente francesa; a partir de
entonces, una de las actividades de la sociedad es la de crear estas cosmovisiones
globales -una especie de metafísica de la ciencia de la época-, y en ese momento y
gracias a ellas es cuando se produce realmente el triunfo del mecanicismo. Desde este
mismo instante de intervencionismo político los otros mundos científicos pasan a ser
arcanos y quedan definitivamente apeados de la historia. Pese a todo, hay que recalcar
que en el Barroco y en el Renacimiento no se dio jamás esta cosmovisión unitaria, sino
que encontramos debates, controversias, pugnas, en las que se ventila la cuestión no
entre lo viejo y lo nuevo, sino entre diversos modos de pensar que aspiran todos ellos
a encabezar una renovación.

Entonces, como defendíamos antes, el nacimiento de la ciencia no es nada al


margen de la decisiva renovación de la filosofía sentida como una necesidad acuciante
en aquellos años ni tampoco puede independizarse de lo que fue, en general, el
surgimiento y desarrollo del mundo moderno como totalidad. La responsabilidad de
estos equívocos la tiene, en el fondo, la asombrosa incuria en cuanto a historia de la
filosofía característica del movimiento analítico, y sus consecuencias son la creación de
una historiografía muy potente –por el innegable rigor aplicado en sus análisis-, basada
en una opción entre continuismo y rupturismo que, en términos generales, ha
conformado la conciencia académica sobre la idea de encontrar soluciones a un
problema que esta de radice mal planteado. Sobre todo, han sido dos libros
excepcionales y de fuerte impacto sociológico y académico los autores directos del
malentendido: el primero, La estructura de las revoluciones científicas de Thomas S.
Kuhn y, el segundo, El nacimiento de la física de Hanson. La explicación que ofrecen,
como decimos, es potente, pero sus pies son manifiestamente de barro: cuando, por
ejemplo, Kuhn introduce una metodología dialéctica a fin resolver un problema
imaginario, como cuando habla de una visión global del universo que entra en conflicto
con otra hasta que una de las dos vence finalmente a la otra –aunque siempre bajo
formas conciliatorias, pues nunca el triunfo es definitivo-, no hace otra cosa sino
utilizar las categorías hegelianas (la concepción de una dialéctica única movida por la
razón universal conforme al mecanismo tesis-antítesis-síntesis), aplicándolas
irreflexivamente al devenir científico occidental. Pero, claro está, no se puede olvidar
que ésta es una dialéctica ficticia, no real sino pretendidamente sistemática a priori de
lo real-empírico. (En efecto: en el plano puro de la historia sistemática Hegel indica que
las cosas se cumplen efectivamente así: la razón universal pasaba inicialmente por
Aristóteles –momento de la tesis-, luego se encarno en la razón físico-matemática –
antítesis de la tesis-, y en su conflagración llegó por fin la síntesis). Todos estos
esfuerzos realmente bien construidos están formulados sobre el falso problema de la
distinción filosofía-ciencia o del dilema continuismo-rupturismo sobre la base de una
estructuración lineal de la explicación sistemática propia de la filosofía de la historia.
Mas hay que decir que en el plano de lo real-empírico las cosas no sucedieron ni
mucho menos así. Siguiendo la tesis de Kerney y haciendo un nuevo corte en una
fecha cualquiera, por ejemplo, tomando a 1560 como arranque, y otro en 1660 como
final (que es cuando se produce la recepción europea del cartesianismo), lo que
encontramos son diversas modelizaciones en pugna cuyos ascensos y descensos,
debates y rectificaciones –no victorias ni derrotas- conforman la sustancia científica de
esa centuria. Concretamente, en 1560 es muy influyente –y, como lo demuestran los
biólogos de la Royal Society, sigue siendo en 1660 muy influyente-, aquella corriente
que interpreta la renovación del pensamiento como procedente de la prolongación del
experimentalismo en un sentido aristotélico moderno -ya hemos señalado antes que
esta posición tiene su origen en el averroismo latino, lo que supone la liberación de
Aristóteles de la teología medieval. Pues bien: en 1560 los herederos de los averroistas
ya no interpretan que existan dos verdades, una teológica y otra filosófica, sino que
creen que han recuperado al verdadero Aristóteles y que este Aristóteles genuino es el
de la tradición experimental que acompañó desde siempre al Peripato. Por
consiguiente, la renovación del pensamiento es para estos una renovación de los
métodos según la cual el experimento mismo tiene una absoluta primacía: en el
experimento es donde la observación adquiere el elemento cargado de la descripción,
barriendo con aquellas suposiciones no observables que pudieran alterar la pureza de
ésta. Y lo que la observación muestra es que los fenómenos están hondamente
relacionados entre sí, que las relaciones de causa-efecto o, en general, de continuidad
o sucesión, son relaciones orgánicas siempre. Se diría que cada una de las partes
funciona o esta en función del conjunto natural, de tal manera que todo lo que ocurre
en el mundo de los fenómenos está integrado en una especie de organización u
organismo de forma que todo esta en todo, todo lleva a todo, cada parte cumple una
función interrelacionada en la totalidad universal. De este punto de vista nace la
imagen –auspiciada también por Giordano Bruno, lo que le llevará a la hoguera- del
universo como un gigantesco animal. El método se basa en la descripción minuciosa
susceptible de contener el nexo donde un fenómeno se engarza a otros en un conjunto
completo, y todas las cautelas habrá que ponerlas en el momento de la descripción
para eliminar los posibles errores -idola en el lenguaje de Fracis Bacon- nacidos, sea de
alteraciones en la observación, sea de defectos o prejuicios en el observador, o sea de
condiciones deficientes en el experimento mismo. Toda esta descripción minuciosa
aboca en taxonomías cada vez más detalladas que, en tanto puestas como objetivo del
pensar, conforman un planteamiento completamente moderno. Tales taxonomías
contiene dentro de sí elementos que admiten su ampliación de manera que de las
taxonomías mismas se pasa fácilmente a mecanismos inductivos, a generalizaciones
cada vez más amplias hasta el desvelamiento final del animal completo -el Todo-, en
un sentido no solo estático, sino fundamentalmente dinámico. La tarea se centra en
aplicar tecnologías que aseguren la descripción exacta del experimento, lo que genera
instrumentos que hagan posible la observación y la aplicación de un lenguaje que evite
la posibilidad de los errores nacidos del lenguaje ordinario. Los organicistas son
partidarios también de la descripción matemática, cuando ésta está interpretada al
modo aristotélico, es decir, solamente en tanto símbolos o signos más potentes que
otros porque ofrecen menos anfibología o ambigüedad en su aplicación –lejos de
entender la matemática como el secreto discurso de la naturaleza (Kepler) ni como la
sintaxis (Galileo) inteligible del universo, se trata para ellos de una matemática
material, descriptiva, una mero lenguaje más con la ventaja añadida de su univocidad.
Gracias a esta corriente la creación de instrumentos derivó a tecnologías muy precisas:
la utilización del microscopio nace en este contexto –William Harvey, por ejemplo,
descubridor último de la circulación de la sangre, es un organicista. Asimismo, la
química y la biología son conquistas de este modelo, que es donde se hacen mayores
penetraciones descriptivas. (Cuando más tarde Boyle intente extender el paradigma
mecanicista al campo de la química el fracaso será realmente estrepitoso; una de las
causas del retraso de la química en el contexto de la investigación contemporánea es
precisamente la de que la química se ajusta muy mal a los esquemas mecanicistas,
desarrolla con muchas dificultades leyes mecánicas generales mientras que se ajusta
mucho mejor a este modelo de observaciones y generalizaciones por medio de
clasificaciones).

Pero todavía se puede ser moderno en ciencia también de otra manera, que en este
caso conecta fundamentalmente con el pensamiento astronómico. En esta vertiente se
reivindica, de una manera más rupturista con la Edad Media, a las tradiciones
neoplatónicas o neopitagóricas. Ya en el primer renacimiento se comentan los libros
mistéricos de Hermes Trimegisto, que no se sabe siquiera si es un nombre histórico o
meramente simbólico. Lo que si se sabe con certeza es que estos libros pertenecen a la
gnosis cristiana y que no están escritos antes del s. III a.C., perteneciendo además, para
más señas, a la gnosis alejandrina, que mezcla tradiciones judías con neoplatónicas. El
renacimiento fue la toma de la cultura por los jóvenes nacidos después del estrago de
la peste, jóvenes de gran imaginación que vivieron una vida intensa y murieron pronto.
Estos jóvenes echaron mano de los textos de Hermes Trimegisto (“tres veces grande”)
e inventaron una leyenda esotérica sobre ellos: según ella, serían los textos secretos
de la tradición mosaica dictados por el mismo Dios. Entonces se pone de moda en
Europa la literatura secreta, al estilo de la tradición hermética. Sobre este punto aflora
el conocimiento de la cábala judía que da lugar al texto La cábala al desnudo, una
interpretación de un texto sagrado, hermético, mágico y oscuro. Las prácticas rituales
de estos herméticos enlazan con la alquimia bajo medieval –ejemplo de ello es
Paracelso. Este movimiento es realmente muy rupturista porque el neopitagorismo
produce una sensación enteramente nueva, al venir dotado su mecanismo de un
sistemátismo explicativo completamente insólito aunque aproveche las prácticas de la
alquimia medieval -prácticas en el sentido también más medieval. Todo un grupo de
pensadores practicaban estas mistéricas creencias: Copérnico, Kepler, los platónicos de
Cambrigde con Newton... Si se lee a Nicolás Copérnico se encuentra que su lenguaje es
fundamentalmente hermético. Kepler es un hermético, un alquimista además de un
astrónomo: entre el enunciado de la primera y la segunda leyes de la elíptica (que
Kepler enuncia siendo muy joven) y la de la tercera (y más importante para la historia
de la física) pasan 20 años, y todo por la resistencia de Kepler a admitir las
consecuencias antiplatónicas que sus dos primeras leyes y la irregularidad de la elíptica
implican. Newton dedicó más tiempo de trabajo a la alquimia que a la ciencia
matemática propiamente dicha, e incluso sus escritos públicos están colmados de
intuiciones y conceptos que provienen más de la magia que de la observación y el
cálculo matemático estricto. Este paradigma hermético, entre cuyas filas, como vemos,
se hallan grandes creadores de la ciencia moderna, tiene fundamentalmente tres
postulados:

1) Función esencial de la matemática no como lenguaje (lógico-material, como en


Aristóteles) ni sintaxis inteligible del universo, sino como verdadera estructura interna
y causa formal del universo. La matemática decide sobre las variaciones de la cualidad
y las uniformidades en general de la naturaleza. Una matemática esencial, arcana,
"nervadura del universo".

2) Un mundo compuesto de matemática arcana es un mundo -no un “organismo” en


absoluto- necesariamente armónico. Desde la armonía se interpretan los tipos,
modelos o cánones que deben servir a la interpretación y que sirven de ejemplo al
pensamiento. Por ejemplo: las leyes se cumplen en el triángulo armónico, en los
poliedros regulares, etc., etc. Este es un mundo geométrico armónico (frente al
anterior biológico) que interpreta que detrás del telón de las apariencias subsisten
unas estructuras ideales armónicas. Dado que es esencialmente estático, para que un
mundo geométrico funcione -tenga movimientos, desarrolle procesos, etc-, es
necesario postular el último de los caracteres en que creen estos herméticos y que
supone para ellos el elemento más arcano y enigmático del universo:

3) Se trata de la existencia de fuerzas ocultas (vis), convicción que comparten


Copérnico, Kepler y Newton –fuerzas substantivas, permanentes e inherentes a la
materia, que nada tienen que ver con la teoría renacentista del impetus.

Sobre la matriz de la fuerza oculta se ha gestado la teoría general gravitatoria. También


sobre la idea de fuerza oculta se va a imponer la única rectificación que conoce el
paradigma mecanicista a lo largo del s. XVII: la creación de Huygens y Leibniz de la
dinámica. La dinámica supone fuerza primitiva (sin la cual no se puede comprender
que una cosa se mueva en ausencia de choques o que se desplace incumpliendo así la
ley de inercia) y derivada (sin la cual no se puede dar razón de los fenómenos
concretos de los movimientos). En base a estas ideas las combinaciones entre
herméticos y organicistas son frecuentes y las fronteras son laxas –como, por ejemplo,
para Van Helmont. Kepler es mucho mejor matemático que Galileo, y Tycho Brahe
mucho mejor observador, pero, sin embargo, el futuro iba a pasar por un tercer
paradigma iniciado por Galileo Galilei por dos razones generales: en primer lugar, por
la total conciencia de novedad que imprime en la conciencia de la época, y, en
segundo y más importante lugar, porque su campo de aplicación, aunque empobrecía
enormemente la realidad, tenía una eficacia explicativa inmediata e
incomparablemente más potente que la de los otros dos paradigmas coetáneos. Pero
la transformación que Newton va a hacer sobre la mecánica galileana procede en parte
del paradigma hermético e implica, por tanto, un retorno histórico de éste. El propio
Leibniz, mediante la introducción de la noción de infinito, presupone una clara
rectificación del mecanicismo tomada también de ideales herméticos -Leibniz había
sido también alquimista y había entrado en contacto con los rosacruces. En suma, el
mecanicismo en el balance final del Barroco sufre grandes modificaciones que no
nacen de sí mismo sino de otros paradigmas.

En sí mismo, el mecanicismo parte de una metáfora que expresa Galileo y que va a


tener una enorme fortuna porque Descartes la hace suya y la repite continuamente:
Galileo, en efecto, dice que el mundo es análogo a una inmensa maquina. Y si el
mundo es una maquina ello quiere decir que todos los elementos están relacionados
entre sí y que todos cumplen una función en el contexto del todo sistemático que
forman -la idea de función es semejante a la visión organicista pero con una
rectificación fundamental: tal función no nace del principio interno de la cosa, tal y
como dictaba la visión organicista, para la cual todo esta movido por “almas” en una
interpretación de la visión aristotélica según la cual no hay ninguna realidad de la que
no se pueda predicar el principio de la potencia activa, y cuya explicación no provenga
desde el propio interior del ser en cuestión. Para el mecanicismo el principio del
movimiento no procede del interior de cada ser, sino que procede de la totalidad del
sistema. Es el sistema entero el que está o contiene sus propias leyes; el mundo se
compone de partes, cosas, y de leyes, pero leyes que lo son del mundo en su totalidad,
no de cada una de la cosas. Dicha modificación es crucial: de hecho, en los libros que
están dedicados al aparato experimental se encuentra poco reflejada y, sin embargo,
la literatura correspondiente está constantemente salpicada de esta advertencia: el
mundo esta compuesto de partes y leyes. La metáfora de la maquina viene elaborada
en el Discurso sobre las dos nuevas ciencias de Galileo, en un momento en que Galileo
ha estado estudiando el principio de inercia vinculado a las leyes del movimiento
uniformemente acelerado. El movimiento uniforme tiene sobre todo su expresión
dinámica en la imagen del péndulo como representado en un espacio geométrico
ideal, ya que sus movimientos no proceden de la barra sino del conjunto del sistema.
En este mismo sentido, Galileo realizaba también experimentos relacionados con la
caída de los graves. Lo que expresa la ley del movimiento uniformemente acelerado es
que lo que se mueve es el sistema entero: las leyes del universo son independientes de
los fenómenos particulares y son éstos los que se adecuan a ellas. Así reza el tópico de
la ciencia mecanicista desde Galileo: ya no es un problema averiguar qué son las cosas,
sino establecer cómo tienen lugar –no la esencia, sino las relaciones. Aristóteles queda
atrás, las cosas han dejado de tener entidad ontológica, las leyes no les pertenecen, de
los entes ya no queda más que su mera condición de fenómenos. Lo que ahora
interesa conocer máximamente son las leyes, y no los hechos –este es el enunciado
programático de la ciencia moderna. El pórtico de mecanicismo lleva inscrita esta
leyenda: el mundo es una gran maquina con sus propias leyes y éstas explican
suficientemente el comportamiento de los fenómenos; no entre aquí quién se
preocupe aún de mirar a las cosas. Esta decisión comporta, al menos, dos grandes
consecuencias:

1) Negativamente hablando, implica la posibilidad de propinar un hachazo lógico y


ontológico a una inmensa zona de la reflexión humana, lo cual explica parte del éxito
tremendo del mecanicismo cuando este se extiende y vulgariza por Europa –cuando el
cartesianismo se puso de moda, en torno a 1648 en Holanda los estudiantes
cartesianos convencidos de la evidencia y sencillez de sus tesis llegaban a las manos en
las aulas en la discusión con sus oponentes. El mismo Christian Huygens declaró en una
carta que todo lo fundamental se debe a Descartes, y que la razón principal de su éxito
reside en el hecho de que apeló por primera vez a conceptos claros que los podría
entender todo el mundo sin necesidad de postular nociones inaprehensibles en la
experiencia. El mecanicismo, por tanto, mostraba una imagen excesivamente simple y
accesible del universo.
2) Positivamente hablando, el mecanicismo afrontaba por primera vez la posibilidad de
ofrecer un sistema cerrado de ciencia natural que hablaba del mundo globalmente –y
no en compartimentos estancos-, en una teoría general omniabarcante. Como el
mundo esta dotado de un número aun no determinado de leyes, el programa de
investigación consistirá en tratar de descubrirlas a fuerza de clasificar los fenómenos
correspondientes que no serán ni muchos ni muy diferentes porque todos, al fin y al
cabo, deberán responder a unos principios comunes. El mecanicismo es un sistema de
una economía conceptual admirable, por eso en su aparición esto produjo una
sensación intensa de claridad, completitud, sencillez y novedad en su tiempo –es el
aspecto favorable del punto anterior.

Curiosamente, el menos mecanicista de todos es el propio Galileo, que muere sin


saber que ha puesto en marcha un sistema global de explicación del universo -él siguió
hasta el último momento estudiando aspectos singulares sin ofrecer una cosmovisión
totalizante. Es más bien Descartes el responsable de la visión mecanicista de la física
extendida a una visión generalizadora del cosmos. Según esta visión, se tiene que
pensar que todo, lo que es decir todos los seres remitidos a la condición de fenómenos
–es decir, relaciones y comportamientos-, deberán participar de la universalidad de la
dotación completa de leyes en que consiste la estructura de la gran maquina del
universo. Si se tienen que establecer mecanismos de explicación sistemática de este
mundo en forma de conceptualizaciones filosóficas estrictas, habrá que decir según
Descartes que el mundo se distingue o divide en dos: aquel o aquello que piensa la
realidad, y aquella realidad que es pensada. Esta última es la extensión, que es el
nombre de la sustancia que explica la totalidad de los comportamientos fenoménicos,
por ello mismo la extensión es ya el receptáculo de esos mismos comportamientos,
cuya propia naturaleza es la de una especie de pre-comportamiento o de precondición
general del funcionamiento fenoménico. Cuando Descartes escoge la extensión como
sustancia del mundo físico es porque sobre ella se puede explicar perfectamente el
comportamiento de los únicos fenómenos que interesan a Descartes y, en general, al
mecanicismo, que son los fenómenos del movimiento. Todas las leyes de este mundo
extenso serán las leyes que correspondan a los cuerpos extensos, y que no son otras
que las leyes del movimiento así entendidas. La lectura de Descartes respecto de
Galileo es de una extraordinaria eficacia y economía conceptual: Galileo no ha hablado
de otra cosa que de cuerpos y movimientos, por tanto establecer que el orden
ontológico lo forma la extensión puesto que éste es el lugar al que corresponden las
leyes del movimiento no es más que llevar al plano de la generalización sistemática la
actividad científica de Galileo. De esta suerte, el Descartes de la física no es más que la
apropiación de una cosmovisión adecuada a la tarea de investigación científica
propuesta por Galileo Galilei.

Además, en un mundo-maquina corresponde al análisis de la realidad-extensión el


pensar un mundo cuya realidad última son los corpúsculos. Esta palabra,
"corpúsculos", es la que utiliza la modernidad; solo se empezará a usar el vocablo
“átomos” cuando así lo introduzca Pierre Gassendi. Como la propiedad de la extensión
es ser divisible, si no se quiere llevar esta división al infinito (lo que destruiría la noción
de materia, puesto que el último de los más pequeños elementos, si son materiales,
tienen que ser extensos), hay que llegar a un último elemento indivisible donde
todavía hay extensión. De la misma forma que el análisis nos ofrece la noción de
corpúsculo, esta por composición nos ofrece la idea de extensión. Por tanto, se puede
llegar a la concepción de que el mundo real es un mundo material formado de
entidades últimas, finitas, que expresan la posición inicial del universo, y cuya
composición es la extensión. Una consecuencia de esto es que no hay ni puede haber
fuerzas ocultas, porque si fuese así habría que pensar que estos corpúsculos están
dotados de algún principio activo, pero los principios activos pertenecen en este nuevo
contexto a las leyes y dichos corpúsculos no son más que corpúsculos materiales de los
cuerpos inertes -las leyes, por el contrario, pertenecen a la maquina, son propiedades
del sistema. Por consiguiente, para Descartes no se puede contar con fuerzas entre los
componentes del entramado cósmico: el mundo cartesiano es yerto, nada se mueve
sino se le aplica el movimiento desde fuera, e igualmente nada cesa sino se le aplica un
movimiento desde fuera -el movimiento que no tiene fin si no se le frena, es un
movimiento inercial (e.d., de lo inerte). Una de las consecuencias más importantes en
orden a la configuración tanto de la física como, en general, de la ciencia moderna
posterior se deriva de que si las leyes de este mundo están sobrepuestas a los
fenómenos y de ningún modo son internas a él, éste es un mundo en el que no tiene
presencia alguna la finalidad, el telos natural aristotélico -mecanicismo es
fundamentalmente ausencia de causas finales. Dado que no están los principios
activos en los entes, ellos no dirigen el crecimiento en perfección de su propia
naturaleza (en Aristóteles la esencia dirige teleológicamente el proceso que pertenece
al propio ente), sino que este desarrollo esta expresado únicamente en las leyes, y
como las leyes sólo encadenan un fenómeno con otro –enlazan sus comportamientos-,
no hay lugar para causas finales. Todas las leyes responden al principio de causalidad
agente y nada más, causa agente es igual a causa mecánica. Por último y todavía más
importante: si los entes no interesan y tenemos que pensar tan solo en los términos de
corpúsculos y leyes, todo el problema de la explicación pasa a ser un problema de
lenguaje. Tal lenguaje no puede ser ontológico -no hay ya entes-, tan solo ha de
limitarse a dar cuenta de los comportamientos de los fenómenos. Pero los fenómenos
son procesos singulares que solo cobran ellos mismos sentido en tanto que responden
a leyes generales, con que explicar para un mecanicista no es más que enunciar la ley
general desde la que se explica el fenómeno particular. Lo que sucede en un cambio
del estado del universo (y que eso es lo único que hay que medir), queda explicado
cuando encuentro la legalidad general que lo cubre, que garantiza que ese
comportamiento será siempre el mismo en adelante. Por tanto, la tarea está en
encontrar una modalidad de lenguaje que exprese un comportamiento general. El
lenguaje descripcionista claramente no es valido pues está atenido al fenómeno
singular -es rigurosamente falso que la modernidad sea experimentalista desde el
momento en que se decantó por la tendencia mecanicista. El lenguaje que permite
expresar una ley sin atenerse a ningún fenómeno será un lenguaje en el que el símbolo
lo sea de todos y de cualquiera, subsumible a todos los fenómenos y a ninguno en
particular, y eso es lo que ofrece al mecanicismo justamente la matemática. La
matemática, en efecto, es un lenguaje en que el operatorio no contiene ninguna
semántica, no es más que un puro símbolo, y en donde las operaciones expresan sólo
entidades de carácter cuantitativo o relacional. Es equivoco decir que para el
mecanicismo la matemática sea la esencia del universo, como lo era para el
hermetismo: aquí la matemática es esencialmente lenguaje. Lo que formula Galileo
propiamente es que el universo esta escrito en lenguaje –caracteres- matemático. Y
cuando se escribe en lenguaje matemático, es decir, cuando de halla la formula
correspondiente a una ley del universo que se cumplirá ahora y siempre en los
fenómenos de la materia extensa, entonces se tiene la clave de la lógica de toda
explicación a la mano y definido ya de un modo concluyente el mecanicismo como
ciencia natural en tanto programa de investigación preciso sobre un sistema cerrado
con una dotación de leyes a descubrir.

El movimiento científico en la segunda mitad del s.XVII.

El mecanicismo triunfa ya al final de la primera mitad del s.XVII y se exporta fuera de


Francia –la habilidad de divulgadores como Boyle, en Elementos de la filosofía
corpuscular, está detrás de este éxito allende las fronteras francesas ¿Que ocurre
exactamente en la segunda mitad del siglo que genera una sensación tan patente de
necesidad de reformar el estado de cosas científico? El problema fundamental del
mecanicismo es que resulta demasiado simple para dar noticia de toda la enorme
variedad lo que sucede realmente en el universo. Porque si se prescinde de la noción
de una fuerza activa, es decir, si se considera que todo lo que son fenómenos
dinámicos o cinéticos tienen que expresarse en la forma de leyes que se puedan
enunciar matemáticamente pero que, en último término, pertenecen a la maquina
total y no a la consistencia de cada una de las piezas, si se piensa así entonces no hay
medio de entender nada de todos aquellos fenómenos en los que, sin haber choque ni
uniformidad, sin embargo hay variaciones cualitativas significativas, sea en la
velocidad, sea en la dirección, etc. Y, sobre todo, no se pueden comprender, en efecto,
los fenómenos relativos a la energía -la dinámica va a ser la tumba del programa
mecanicista ¿Que ocurre, por ejemplo, con los problemas de freno que no están
motivados por choque alguno? ¿O con los problemas de resistencia elástica? ¿Que
ocurre asimismo con un rayo de luz que penetra en un medio físico poco resistente
como es el agua y que, sin embargo, tiene una desviación muy superior a la del choque
mayor de una bola en las mismas condiciones? Hay, por tanto, todo un conjunto de
fenómenos que no se pueden explicar echando mano exclusivamente de las leyes del
movimiento inercial o uniformemente acelerado. Y, por otro lado, hay fenómenos que
no se explican en modo alguno por recurso a las leyes mecánicas, por ejemplo: no se
puede hablar de un movimiento eterno en los movimientos de los seres vivos (un
hombre no se mueve sólo porque lo empujen, y una vez comenzado su movimiento no
lo incrementa progresivamente por imprimirse de continuo fuerza a sí mismo). Existe
todavía otro problema que consiste en que si se piensa dentro del cuadro
macroepistémico adecuado a una explicación mecánica, se encontrará que todos
aquellos movimientos que no sean estrictamente regulares no podrán ser expresados
por ninguna ley so pena de que se incumpla el principio de comportamiento inercial de
los fenómenos. A causa de estos numerosos problemas entra en crisis el mundo de la
analogía con la maquina bajo la concepción de que basta para la explicación con contar
con cosas y sus leyes, y por estas fisuras se introduce poderosamente la sugestión a la
reforma del mecanicismo a partir de 1650.

Ni Newton ni Leibniz -los dos grandes científicos de finales del XVII-, quisieron
impugnar el cuadro general explicativo del mecanicismo, que se mostraba para ellos
sólido y eficaz y, sobre todo, máximamente penetrable por la razón. Lo que
pretendieron es retocar el interior del sistema; no querían cambiar de casa, sólo
aspiraron hacer reformas interiores, pero estas reformas terminaron manifestándose
como cambios de una gran magnitud. El secreto último de este mundo mecánico es
que es exclusivamente geométrico, y, por lo tanto, requiere una matemática
exclusivamente algebraica. Si se piensa todo en términos de planos y movimientos
uniformes acelerados o de planos y choques, entonces se puede efectivamente
encontrar, para cada uno de los movimientos, la imagen geométrica correspondiente -
en un mundo puramente geométrico y algebraico lo cierto es que no hay cabida alguna
a la dinámica. No obstante, en 1680 primero y en 1686 después, se produce una
rectificación profundísima del mecanicismo que constituye la verdadera conquista del
mundo moderno y que va a tener lugar en el interior mismo del mecanicismo desde la
consideración el siguiente elemento problemático: supuesto que el mundo no es finito
y, por consiguiente, no puede tener una imagen geométrica perfecta, entonces es que
el mundo contiene dentro de sí el infinito, y de ello se desprende que la ciencia física
tiene que dar lugar necesariamente y reingresar la noción de fuerza ¿Cual es, pues, la
diferencia entre un mundo geométrico y uno dinámico? Que el geométrico es siempre
finito, apelando siempre a extensiones cuya área puede calcularse bajo una
matemática finita. Las fuerzas, en cambio, entrañan el problema de introducir los
irracionales en la matemática. Cuando se piensa en estos términos, la proyección
geométrica del mundo es imposible y el universo se revela como lleno de fuerzas,
produciéndose el retorno a una posición que viene de Kepler y del pensamiento
hermético. Por eso Kepler solo es apreciado en la segunda mita del s.XVII por Newton,
recuperándose también en un mismo acto buena parte de los elementos del
organicismo renacentista, ya que si se piensa ahora en términos de fuerzas, éstas han
de ser procedentes del interior de los entes, de modo que los fenómenos recobran así
alguna personalidad independiente del conjunto natural –ya no es lo mismo, bajo este
punto de vista, considerar la luz que el movimiento de una bola de billar. Se siente la
necesidad de volver a recuperar la idea de los entes naturales, y Newton, que es un
platónico de Cambrigde que ha leído muy bien entre líneas del mecanicismo (impuesto
en la Royal Society sobre todo por Boyle), decide que aún conservando el gran cuadro
el mecanicismo hay que resituar en él la idea de fuerza y la idea también de función
procedentes de otros paradigmas. No es verdad, por consiguiente, que se diera un
triunfo neto del mecanicismo galileano: lo que hubo más bien es una recomposición
final de los paradigmas que vienen del renacimiento hasta la final creación de un
sistema mixto cuya cosmovisión es mayormente mecánica pero cuyo interior es
manifiestamente dinámico. Este es el contenido de la memoria que publica Newton en
1680, pero tanta o más importancia tiene la memoria que da a la luz Leibniz en 1686, y
que es toda una expresión del signo de los tiempos. Se titula Memoria sobre el error
memorable de Descartes, y fue publicada en los Acta Eruditorum de Leibniz –una
revista científica que él mismo ha creado en el mundo prusiano al ser imposible
publicar nada contra Descartes en las actas de la Real Academia de París. Pues bien: si
en Newton la recuperación de las nociones de “fuerza” y “función” proceden de
experimentos en la Óptica, en Leibniz, en cambio, procede de un análisis de las leyes
del movimiento cartesiano. Para Descartes era evidente que se puede calcular el
movimiento multiplicando la masa por la velocidad -el movimiento que es capaz de
producir un objeto-, y este es para Leibniz el "error memorable" del francés, porque si
se multiplica solo masa por velocidad se esta pensando en ese momento en un mundo
finito donde la masa y la velocidad están bien delimitadas. Pero toda vez que se calcula
la velocidad, se introduce inevitablemente el infinito (en el exponente al cuadrado de
m*v que corrige Leibniz se introduce el infinito). Esta nueva formula introduce, por
tanto, el infinito en una forma que ya no es geometrizable y que debe apelar a una
matemática nueva: es la emergencia de la matemática infinitesimal. Un infinitésimo
expresa justamente la idea de que un desplazamiento es decreciente al infinito y
creciente al infinito, de manera que si se piensa en un corpúsculo que va hasta la
piedra de imán se puede traducir físicamente -incluso en laboratorio- esta situación
siempre y cuando se piense que existe la posibilidad de una descripción en la que cada
uno de los pasos que puedan ser pensados serán mayor y menor que ninguno
pensable en cada momento concreto. Así que el infinitésimo es una realidad inestable,
que no es nunca enteramente lo que es, sino que es siempre mayor y menor que
cualquier otra cosa calculable. Y si es así no se le puede asignar un número, ya no le
cabe al álgebra sino asignarle el signo de una integral. Por consiguiente, la matemática
de los infinitésimos es una matemática inestable, no-geométrica, en la cual lo que
demuestra la formula es algo que no se puede detener nada más que analíticamente, y
esto exclusivamente con el pensamiento, no en la realidad ¿Por qué? Pues
sencillamente porque en ella están, moran los infinitésimos. Desde el punto de vista
empírico no se encuentra el mundo estable anterior de los corpúsculos y las leyes
(geométricamente ya no se puede dar razón de él), sino un mundo fenoménico dotado
de fuerza donde se cumplen inestablemente las leyes. De este modo, y gracias a estas
brillantes contribuciones, se instala la dinámica para siempre en los límites -antes
claros y esquemáticos, pero insuficientes- del mecanicismo barroco.

La supervivencia del mecanicismo estará a partir de entonces en contra de la


investigación científica, y hasta el s.XX no se dejará a un lado este lastre a falta de otra
cosmovisión sistemática cerrada -e.d., en la estela de nuestra metáfora anterior, no se
derribará la casa en vez de reformarla hasta ese siglo. La sensación de caos en el
mecanicismo es enorme hasta que Newton ("Todo estaba desordenado y Dios dijo
¡hágase Newton!, y todo se ordeno", se lee aproximadamente en su epitafio) lo
rehace. Y lo que ha hecho Newton es proponer un sistema epistémico, no más que un
planteamiento metodológico, para poder interpretar la investigación de la física en un
sentido operativo: es lo que se conoce como el método hipotético-deductivo. Con él,
Newton engaña a la razón y a la naturaleza para que las cuentas salgan: engaña, en
efecto, en las hipótesis y en la deducción, pero el resultado es nada menos que la
pervivencia por tres siglos más del mecanicismo y el desarrollo acumulativo tal como
hoy lo conocemos de la investigación científica. El célebre dispositivo hipotético-
deductivo, en lo que tiene de metódico supone la imaginación de dos grandes
elementos: la idea de que puesto que cualquier operación que tenga que reducir la
inestabilidad de la naturaleza a hipótesis geométricas estables hace algo que no es del
todo legítimo ni verdadero, entonces debemos rebajar su pretensión epistémica a algo
así como hipótesis, que, eso sí, nos son sumamente útiles. Una hipótesis en sentido
newtoniano no es una tesis que pone para luego tratar de un modo u otro de
demostrarla o deducirla -este es el sentido clásico, antiguo, de "hipótesis"-, sino que
consiste en un enunciado estable, intermedio entre la realidad siempre en movimiento
y la ley que ha de ser enunciada, la cual es por propia definición estática. Ese
intermedio, que recoge una metáfora del universo susceptible de congelar la actividad
incesante de la naturaleza, eso es una hipótesis en sentido moderno. Y mediante este
enunciado ambiguo se engaña a la naturaleza haciendo como que ella se comporta tal
y como dicta el modelo, eliminando en el proceso las inquietudes, diferencias, e
infinitas particularidades de cada caso. Una hipótesis nunca es un enunciado sobre la
realidad, que es intrínsecamente incontrolable, y a la vez siempre es un enunciado que
refiere, mediante un rodeo, a la realidad. Gracias a esta hipótesis se paraliza
geométricamente al mundo, y a partir de aquí se engaña también a la razón: si las
cosas fueran así -tal y como la parálisis geométrica propone-, entonces se obtendrían
tales y tales consecuencias deductivas (y aquí "hipótesis" ya adquiere su sentido
clásico), que parecen convenir más que otras en los fenómenos y que avalan así la
certeza de la hipótesis, la cual no hay que olvidar que comenzó su andadura siendo
simplemente imaginaria. Desde luego, existe un margen de incumplimientos en cada
caso de aplicación que se debe considerar despreciable, y, así, gracias a este desprecio,
la ciencia goza de una limpia apariencia de exactitud e infalibilidad.

Deviene exacta, pues, la ciencia moderna al precio de depreciar los restos, que aparta
por irrelevantes, y de esta manera engaña bajo la apariencia de meridiana exactitud.
Una ciencia inspirada por la estrategia hipotético-deductiva es, de modo eminente,
una manera barroca de hacer ciencia. Mas lo importante es constatar como la
cosmovisión resultante hace aparecer como más real la ley y los cálculos de la
hipótesis que la realidad misma sometida a ellos. Toda desviación de los datos de la
realidad respecto de la ley se explica por la carencia eventual del hallazgo y cálculo de
las causas concomitantes: interferencia de nuevas leyes todavía desconocidas, alguna
clase de error en las medidas tomadas por falta de precisión de los instrumentos,
acumulación de los factores a tener en cuenta, etc., etc. Lo que una posible anomalía
jamás significa para la ciencia moderna es que, aún no teniéndola todavía en nuestras
manos, la explicación exacta del fenómeno no sea, en todo caso, perfectamente
posible en el futuro. Puesto que la exactitud se pone al principio como un a priori
incuestionable, todo lo que aparece en el curso de la investigación como excepcional o
chocante o bien es despreciable o bien es fruto de una causalidad aún no hallada.
Cuando Leibniz critica esta suposición de la exactitud inaplicable para una metafísica
de las fuerzas, lo que le responde el newtoniano Samuel Clarke manifiesta claramente
la teatralidad que ha hecho hegemónico al mecanicismo durante tres largos siglos:
Clarke replica, en efecto, que Dios corrige cada cierto tiempo los desajustes del
universo sosteniendo así la validez inmutable de las leyes. Sea como fuere, lo que
parece fuera de toda duda es que de la inestabilidad que supone la injerencia de la
dinámica en el mecanicismo nace la gran crisis de la ciencia contemporánea -
estrictamente paralela a la crisis de la matemática que trae consigo. Pues fue cuando
en 1880 se intentó cerrar la mecánica newtoniana demostrando de una vez por todas
la existencia de esa materia sutil y misteriosa que era el éter -entidad que se había
introducido precisamente para susbsanar las inexactitudes-, y este propósito no solo
no se consigue, sino que da lugar a un replanteamiento completamente distinto del
pensamiento físico, entonces el entero edifico del mecanicismo se derrumba
definitivamente. Y lo hace de una manera que sólo podrán recomponer ecuaciones
aún más inestables: teoría de la unificación de campos de Maxwell-Faraday, cuerpos
difusivos, teorías probabilísticas, relativas…(En definitiva, ecuaciones todas que se
saben a sí mismas inestables). Es 1880 entonces la fecha que puede señalarse como
certificado de defunción del mecanicismo.

Ideales estéticos del barroco.


La mejor poesía barroca es la española sin discusión posible; no se ha llegado en el
s.XVII tan lejos y tan profundo ni se han tocado tal variedad de temas ni con tanta
perfección formal como en el barroco español. Este un soneto escrito hacia 1615 por
uno de los hermanos Argensola, y que expresa lo que podría ser el entramado, la
víscera, la raíz de la estética del Barroco:

"Yo os quiero confesar, Don Juan, que aquel blanco y color de Doña Elvira no tiene de
ella más, si bien se mira, que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesar os
quiero que es tanta la beldad de su mentira que en vano a competir con ella aspira
beldad igual en rostro verdadero. Más que mucho yo perdido ande por un engaño tal,
pues que sabemos que se nos engaña así ¿¿natura??????. Porque este cielo azul que
todos vemos ni es cielo, ni es azul ¡Lastima grande que no sea verdad tanta belleza!"

La estética del barroco es fundamentalmente la esencia del barroco mismo, hasta el


punto de que si podemos hablar de una época del “barroco” utilizamos para ello una
denominación estética. "Barroco", en efecto, alude a una categoría estética, a una
sensibilidad, a un gusto, que por extensión se traduce en otras tendencias del espíritu
humano, como la ciencia, la filosofía, etc. Pocas épocas han podido ser tan signadas,
tan definidas por una categoría estética como este periodo que estudiamos. El término
"Barroco" nació para definir un arte opuesto al clasicismo del renacimiento, aunque su
origen antes de esta utilización sea desconocido. Para algunos estudiosos, "Barroco" es
un vocablo español (lo cual no resulta extraño, puesto que el barroco es, en su primera
parte al menos, un siglo español), que designa una perla irregular que se puso de moda
en España porque resultaba mucho más barata que la verdadera. Hubo un gran
comercio a través de las expediciones al Caribe de este tipo de perlas imperfectas, que,
no obstante, tuvieron la importancia de permitir que una buena parte de la burguesía
pudiera enjoyarse. Una segunda teoría sobre la palabra "Barroco" es aquella que
entiende o encuentra en ella la denominación de un silogismo en falso, BAROCCO,
tomada de la filosofía escolástica y sin duda de origen italiano, que apunta a un
razonamiento en apariencia verdadero sólo que de conclusión solo probable, cuando
no engañosa. También aquí lo que se produce es la ambigüedad de una doble y
contradictoria sensación, como en el caso de la perla, de autenticidad y falsedad. En
cualquier caso, ambos ejemplos muestran en su entraña algo que pertenece al seno
más íntimo del barroco, y de lo que el anterior soneto consignado da también
muestras: esa especie de tensión irresoluble que existe entre la apariencia y la
realidad, tensión que es contradictoria y que, sin embargo, en su contradicción
produce una gran vitalidad. Es esta tensión lo que designa en términos prioritarios la
esencia del barroco estético. Este nace siempre cuando los modelos clasicistas agotan
su periodo histórico. El clasicismo es un arte de la quietud, del espacio, del equilibrio,
que pretende en todo momento establecer el conjunto de estructuras lógicas,
racionales, que invitan a revelar el espacio en el sentido más exacto posible. Por tanto,
todo lo que signifique elementos de tensión o contradicción quedan eliminados, sea de
la arquitectura, sea de la pintura o de la literatura. En el clasicismo, se trata de pensar
positivamente el mundo en sus aspectos más estables, y por eso la sensación que
ofrece es de serenidad y reparto lógico del espacio. El problema estriba en que esta
actitud clasicista es necesariamente finita: al analizar la totalidad de los elementos y
como esos elementos tienen un límite natural, tarde o temprano se pone un fin
irrevocable a su investigación. Al termino de una obra clasicista -pongamos un cuadro
de Rafael, o una estructura de Bramante-, una vez analizada se descubre que los
espacios han sido ocupados en sus formas lógicas naturales, por tanto no hay
desplazamientos posibles, no hay ninguna pulsión interior por virtud de la
contradicción que invite a desarrollar alguna de las tendencias latentes del cuadro o de
la obra de arte cualquiera; por consiguiente, la sensación que ofrece es la de
acabamiento, la de un sistema que se cierra enteramente sobre sí mismo y que no
permite ya más desplegarse en ningún sentido. Y esto es la esencia del clasicismo, que
admiramos por la perfección de su acabamiento. Para el clasicismo la obra es
autónoma, se sostiene a sí misma y por eso es necesariamente finita: no puede ser
tocada ni desarrollada ni un punto más, puesto que todas las piezas están donde
naturalmente deben estar.

La actitud del barroco es la contraria y nace de la gran crisis religiosa de mediados del
s. XVI. No se podrán entender nunca los ideales estéticos del barroco mientras que no
se comprenda que es un arte de crisis que resulta de una situación de crisis que se
traduce en la incertidumbre de aquellos elementos susceptibles de asegurar la vida de
los hombres. La inmediata consecuencia de la reforma es la aparición de las guerras,
de la inestabilidad política en Europa; los grandes pleitos ya no lo son, como otrora,
puntuales y episódicos por cuestiones dinásticas o de fronteras, sino que concitan a la
totalidad de la convicción del hombre, de manera que los ejércitos, aún
componiéndose obviamente de mercenarios, también albergaban gentes que
luchaban realmente por la fe en la que creían. No cabe ninguna duda de que los
grandes conflictos del s.XVII contienen mucho de pasión auténtica de los hombres, por
tanto al grado de inseguridad ideológica se une también el grado de turbación de los
espíritus que tiene consecuencias inmediatamente prácticas. No es aventurado afirmar
que el hombre es arrancado por primera vez del suelo firme de sus convicciones, que
son las mismas en que habían vivido también sus antepasados. Por todo ello, la
sensibilidad que esta situación produce es la contraria a la que exige el clasicismo. De
hecho, lo que esta claro al principio de la guerra de los treinta años es que no existe un
geometral único donde los puntos de vista estén cada uno en su sitio. Ya no es posible
mantenerse en un mundo cerrado clasicista, y si fuera posible describirse en este
mundo que contiene un infinito de posibilidades abierto, sería en esa forma que
perturba más el modelo clasicista, donde los elementos del conjunto están en
discusión en cuanto a su propia existencia. Porque lo que aparece ya no es lo que es,
porque lo que es no posee muchas veces el grado de belleza o atracción de lo que
aparece. El hombre que lucha por una cuestión religiosa y que tiene como objetivo de
su lucha la salvación de sus convicciones, precisamente es un hombre al mismo tiempo
carcomido por la duda sobre la viabilidad de esa lucha y por la inseguridad misma a
que esta lucha lo somete. El protestante alemán que lucha contra el bando católico
también esta luchando contra su memoria misma; el católico que lucha contra el
bando protestante también tiene que cerrar su memoria a su inmediato pasado puesto
que las denuncias de los protestantes son, en la mayoría de los casos, ciertas. Esta
inseguridad en teoría del arte se manifiesta de una manera clara. El Barroco se inicia
justamente con los temas de la imposibilidad de la seguridad, de la duda respecto a lo
que nos rodea. El gran Shakespeare, donde todavía participan los ideales del
renacimiento, en una de sus últimas obras trata en una farsa lo que en siglo se
convertirá en una tragedia con consecuencias sociales y políticas en el interior de una
obra de Calderón de la Barca. El problema de “¿cuando estábamos soñando, ahora o
antes?”, tiene una traducción objetiva en esta situación histórica del barroco. De ahí
que ninguna obra artística pueda ya recoger en sí misma la totalidad de sus propios
elementos estructurales, los cuales la otorgan sentido pleno. El sentido ahora esta
fuera, en otro punto, hay que ponerlo y para ello hay que buscarlo.

El clasicismo no necesita ninguna retórica, ninguna predicación sobre el lenguaje del


arte o de la literatura, ningún discurso acerca de la expresión misma sobre sus
condiciones. El clasicismo acota dentro de sus claves de interpretación el contexto de
justificación suficiente como para que no se produzca ningún problema, ninguna
turbación. El Barroco, en cambio, es, por encima de todo, una meditación sobre el
lenguaje, es decir: una retórica. Exterioriza una necesidad de que ciertos elementos de
orden material y formal -técnico, artístico…- se sobrepongan a ese foso abierto entre
lo que es real en un orden pero no completamente seguro en otro orden. Cuando el
hombre pierde contacto con los elementos que le afincan al mundo, desde ese
momento necesita recuperar algún equilibrio por medio de lenguajes de la
justificación, por lo tanto la justificación ya no está en la obra misma, sino que hay que
ponerla desde fuera como sea. El Barroco estético no es más que un lenguaje: esto se
muestra muy bien en lo que se refiere a las artes plásticas. No conoce el barroco
modificaciones importantes sobre la arquitectura del renacimiento, de hecho si se
estudia una iglesia renacentista y otra jesuita la comparación no encuentra grandes
novedades. Asimismo, si se estudia la disposición de las figuras de -quizá el creador del
barroco en pintura- Caravaggio con respecto a las investigaciones del manierismo del
renacimiento se encuentra que no hay grandes diferenciaciones en el estudio, por
ejemplo, del movimiento de las figuras, ni siquiera en el tratamiento de su disposición
geométrica. De manera que hasta los más violentos escorzos de Caravaggio (como, por
ejemplo, en el cuadro donde Cristo aparece boca abajo descendiendo de la cruz y cuya
sensación de profundidad es la mayor que se ha producido hasta ese momento), no
significan dar entrada en absoluto a ninguna nueva técnica pictórica que no haya sido
suficientemente explorada por los estudios de los siglos XV y XVI. Así que desde el
punto de vista estructural no hay novedades, el Barroco no propone de una manera
importante innovaciones como sí las había propuesto fehacientemente el
Renacimiento respecto del mundo gótico. Se conservan las mismas formas de construir
o de pintar, así que entonces la pregunta es: ¿Que es lo que de todos modos diferencia
tan profundamente la visión barroca, hasta convertirse en contradictoria de la
renacentista? Pues un cambio en el enfoque, una alteración en las condiciones mismas
del lenguaje, en definitiva una retórica. La retórica del adorno, de la decoración, de la
luz, y un largo etc: aquí si que encontramos grandes novedades sobre unos mismos
modelos tradicionales. Este hecho se discierne particularmente bien en la pintura: si se
piensa de nuevo en el anterior cuadro de Caravaggio lo que se encuentra es un final
totalmente oscuro y una parte superior iluminada. Desde el punto de vista del estudio
de movimientos la presentación de cuerpos hacia abajo era un problema ya dominado
en el s. XV; de igual manera que las figuras que centran este movimiento diseñan un
típico ejemplo de disposición del espacio en trío, entonces ¿Por qué decimos que es
Barroco y no Clásico? Pues principalmente porque toda la oscuridad final al trasfondo y
la luz completamente violenta y antinatural centrada en la imagen patética del muerto
que desciende hace que la disposición de los elementos clásicos quede perturbada en
pro de una disposición dramática de ese mismo espacio. Se pierde así la sensación de
reparto de las figuras para ganar la sensación de luminosidad o de teatralidad o de
artificialidad que de ello se determina finalmente ¿Que es, por tanto, más cierto en
este cuadro? ¿Las figuras o el nimbo de patetismo, de misterio que las rodea? Sin duda
ambas perspectivas son ciertas y justamente lo que determina la relación de una con
otra, eso que llamamos estética, es aquel punto exacto que las une, es decir, el
contexto de lenguaje para el que han sido creadas, la retórica que funciona en medio
de las dos articulándolas. Entre los dos elementos se crea una tensión fuerte, se crea
un espacio virtual pero no para que éste tenga validez por sí mismo: lo que tiene
validez es un efecto visual concreto. Se pintan unas figuras con gran realismo pero no
para que la vista se detenga satisfecha en ellas, sino para que reciba un impacto
sentimental de gran calado. Lo que tenemos es la presencia de un lenguaje en el que
trata de reconciliarse esa división, esa ruptura violenta entre realidad y apariencia. Una
cosa es lo que aparece y otra cosa es lo real, y la conjunción de ambos es lo que
concilia estos elementos en tensión, en profunda violencia. De esta manera cobran un
carácter de protagonismo cierta clase de elementos que serían considerados en el
clasicismo como meramente accidentales. No en vano el arte decorativo recibe en el
mundo del barroco un tratamiento peculiar por lo fastuoso y grandilocuente, en donde
muchas veces la tensión entre apariencia y realidad se lleva tan lejos que incluso se
cultiva lo que los franceses ponen de moda con el término "engaño del ojo" (trompe
d´oeil): hay puertas al fondo de una nave que una vez se acerca el espectador descubre
no lo son, hay perspectivas que se traducen realmente en espacios planos…Al esfuerzo
del engaño se suma y somete, no obstante, la apuesta por el mayor realismo de éste,
lo cual produce de nuevo esa sensación de contradicción violenta: si lo que se quiere
es provocar una sensación de realidad se acude a un efecto raro pero bello que es, sin
embargo, falso e innecesario –en el sentido de que podía haberse representado
meramente aquello que se imita.

En el mundo de la literatura la impresión es la misma. Cuando se producen violentas


paradojas en un poema cualquiera de Quevedo, cuando se proponen estas alternativas
violentas del conceptismo, con ellas se vuelve a cultivar una función que es puramente
retórica: la de hacer notar que lo que se esta diciendo no es en realidad lo que se
quiere decir, porque la realidad es otra distinta a la que sugiere el lenguaje. Por
ejemplo: entre los sonetos de Lope de Vega hay ejemplos tan espléndidos como aquel
en que el poeta pide al Cristo clavado en la cruz "espera pues y atiende mis cuidados",
y, después, insertando luego el elemento real que contradice al anterior "pero como te
digo que esperes si estas para esperar los pies clavado". Semejantes juego metafóricos
son, a veces, de una extraordinaria violencia formal, que no puede más que impactar
el gusto del lector; y otras ocasiones, por el contrario, se producen en el marco de una
huida tan completa de la realidad –sentida como turbulenta, desagradable-, que dan
lugar a poesías de tan rara y extraordinaria perfección formal como incapacidad
profunda de comunicar ningún mensaje con sentido (se diga lo que se diga, el Polifemo
de Góngora, pongamos por caso, es dificilísimo de comprender). Por otra parte, el
Barroco es un lenguaje de un gran realismo para el cual se pone a su servicio la
totalidad de los descubrimientos científicos. Llama la atención el estudio que hace
Poussin -Barroco del periodo de Luis XIII- de las leyes del movimiento que han sido
enunciadas por Galileo, y que son a la sazón el centro de la investigación cartesiana.
Poussin utiliza un lenguaje de una exactitud hasta ese momento desconocida; es el
momento además en que también la arquitectura aparece por primera vez dotada de
las condiciones de la ingeniería y la técnica suficientes que producirán la separación ya
permanente de la arquitectura con respecto a la artesanía. (En el Barroco aparecen
también por primera vez los textos que hablan de las leyes de los materiales, de las
leyes, en general, técnicas y científicas de la ingeniería). La misma exactitud se da en el
hiperrealismo en pintura –veasé la Ronda nocturna o la Leccion de Anatomía de
Rembrandt. La realidad recogida con exactitud se pone al servicio de una fingida
apariencia, donde el juego se convierte en un juego de aristas imposibles de
determinar y analizar. Quien más lejos lleva en pintura el marco de esta diferenciación
en el lenguaje hiperreal con el objeto que ha de producir la apariencia es, sin duda,
Velázquez. Por eso probablemente Velázquez es el clasicismo del barroco, lo cual
parece contradictorio ¿Que es el cuadro de Los Borrachos?: un lenguaje hiperrealista -
campesinos- al servicio de un mito -por eso lo llama "Los borrachos" y no "Baco y sus
cofrades". La tensión da a veces como dos vueltas sobre sí misma: el lenguaje
pretende realizar la apariencia pero la apariencia misma es desbordada por una nueva
apariencia, que es, sin embargo, la realidad.
Si se piensa que estos ideales estéticos pueden ser puestos el servicio también de la
política, entonces se descubre la capacidad que estos mecanismos aportan en el
mundo de la arquitectura palaciega o en el mundo del diseño de la corte. El rey sol
antes de serlo Luis XIV lo fue Felipe IV, y antes de hablar de un "annus mirabilis" por
sus conquistas en la corte de Luis XIV se habla se un "annus mirabilis” -en el año de
Breda- en la corte de Felipe IV; pues bien: es en estas cortes donde se vuelven a
diseñar juegos donde lo real y lo aparente entran en esta profunda tensión de donde
nace la reconciliación del espíritu ante la insoportabilidad fáctica de las
contradicciones de la realidad. El palacio aparece así como escenario teatral donde se
recrea un mundo inexistente: el palacio es autónomo, esta rodeado de una naturaleza
que es simultáneamente la naturaleza virgen convertida en jardín. Los juegos
metafóricos rizan sus rizos en procesos abiertos que no tienen final. El rey acude a
fiestas de las que sabe que son fiestas mitológicas, pero estas son servidas con
lenguajes de tal realismo que, por ejemplo, en el Jardín del Buen Retiro se construye
un inmenso lago artificial para que sean posibles batallas navales. La naturaleza tal
como es representada en el jardín o en la literatura nunca es la naturaleza real, pero la
sustituye en forma tal que cobra función de realidad natural -los fondos velazqueños.
Exactitud y eficacia puestas al servicio de la huida para conformar un mundo humano.
Y este es el secreto -o la semántica profunda- del ideal del Barroco: lo que el barroco
intenta lograr es un mundo que no es aquel en que se vive, sino aquel que las
contradicciones mayores se han resuelto y en el que el hombre tiene un lugar hecho a
su medida en donde puede habitar a sabiendas que es irreal, fantasioso (no pierde
nunca la conciencia de ello), pero al mismo tiempo el que le corresponde
humanamente. Es un fenómeno estrictamente paralelo al visto en la teoría política: la
conformación del estado, los elementos de la legitimación, etc., sirven para crear una
sociedad humana donde pueda el hombre retirarse de las imposiciones de la
naturaleza o de la historia creando un lugar de la reconciliación, que sea real aunque
aparente –o viceversa. Una iglesia es el lugar donde se produce de verdad el milagro,
donde el hombre se reconcilia con su fe, un mundo aparente donde se produce de
verdad la vida religiosa. Se reconcilian el espíritu y la naturaleza, la realidad del ser y la
búsqueda del deber ser o del ideal. El Barroco es una retórica hecha de realismo
científico en la que se busca justamente esto: la aparición de un mundo humano. Un
mundo de la reconciliación tan exagerado, tan violento a veces como los impulsos
reconciliadores del artista -su superabundancia no es más que efecto de la real
carencia. Cuando la corte madrileña es más pobre, genera obras más fastuosas, sólo
que fabricadas con peores materiales. Si pensamos los paralelismos de estos ideales
estéticos con respecto a lo que hemos venido viendo hasta ahora, entonces hay que
concluir que el barroco es, ante todo, un siglo estético. Comentamos ya que a la
ruptura religiosa se la intenta responder con sistemas de justificación muy
contundentes (la iglesia calvinista o los ideales de Trento), ejemplo de esa necesidad
de reconciliar un mundo roto que lleva a exagerar el pathos de las soluciones hacia la
creación de ámbitos humanos. A la perturbación de los espíritus se responde en teoría
política con toda una teoría sobre la legitimación del estado como lugar donde
habitamos los hombres, en cuya realidad, en este caso social, vivimos, y en donde se
generan elementos imaginarios como son los derechos -que pasan por ser reales en la
dotación humana- que procuran la reconciliación. El habitáculo imaginario termina
siendo más importante que los habitantes -se termina matando a seres humanos
concretos en pro de derechos abstractos. En teoría de la ciencia también hemos visto
la creación de un refugio mental donde los fenómenos funcionan adecuadamente
conforme a la ley precisamente porque están investidos de elementos ficticios: la
detención del infinitésimo que provoca el cálculo integral o la detención de ese
enunciado ambiguo que es la hipótesis. Esta sustitución de la ficción por sobre la
realidad nacida de la tensión conduce a una reconciliación, y termina por explicar el
anhelo que movía los versos del comienzo de esta exposición. Lo importante es notar
que todo ello establece una enorme diferencia respecto al paradigma antiguo, donde
el hombre creía tocar plenamente la realidad y así lo plasmaba y vivía.

III _ LOS GRANDES PENSADORES

La obra de René Descartes.

Descartes es el primer pensador que expresa una convicción que puede ser calificada
de estrictamente barroca, es decir, perteneciente plenamente al tiempo nuevo que
inaugura el siglo. Descartes es un pensador refinado, simple, cuya escritura es casi
transparente (escribe un magnífico francés y latín; a su lado, Spinoza resulta
demasiado tortuoso y torpe en su latín y Newton y Leibniz, por su parte, demasiado
ampulosos). Descartes es, así, un hombre literariamente extraordinario desde el punto
de vista estilístico, pero también desde el punto de vista de la capacidad para adecuar
la forma al contenido; es un pensador de una gran claridad formal y de una gran
expresividad descriptiva, hasta el punto de que se tendría que dar la razón a
pensadores positivistas que han llegado a hablar de una conformación del espíritu
francés por Descartes. Éste es un hecho importante a tener en cuenta: en cierto modo
la Francia moderna ha sido educada en el espíritu cartesiano, que es un espíritu de
simplicidad, de claridad, de transparencia, de ajuste de la forma al contenido, de ajuste
así mismo del estilo de redacción al pensamiento. Y como nada es gratuito en la
historia, como las decisiones que alcanzan una forma de objetivación histórica tienen
consecuencias, pues si aceptamos que Descartes ha conformado en buena parte el
espíritu francés, ello informa toda una tradición de pensamiento que puede incluso
perseguirse aunque Descartes ya no esté cerca. De esta manera, aquél que se
identifica con el modo cartesiano de hacer filosofía encuentra en él a su padre,
descubre por fin en cierto modo la paternidad, mientras que, por el contrario, aquellos
que no se identifican con este espíritu encuentran siempre que hay algo de trucado en
esta modelización que se llama cartesianismo. Pero, además, esto influye en una
segunda razón de su importancia: cuando uno lee a Descartes primero se percibe un
modo nuevo de hacer filosofía, una forma antes que un contenido, de ahí que exista
completo acuerdo sobre lo que significa el cartesianismo (claridad, sistema deductivo,
cultivo racionalidad...), pero, sin embargo, tengan lugar controversias acerca de su
doctrina, dada a interpretaciones mucho más enigmáticas.

En efecto, cuando se habla de Descartes nos enfrentamos a un problema de


interpretación amplio: sabemos sin duda cómo lo ha dicho, pero... ¿Qué es lo que
ha dicho exactamente Descartes? Se diría que autores como Spinoza, Locke, o
Hobbes son susceptibles de una interpretación unitaria, pero no parece suceder así
con Descartes. La historia del cartesianismo esta transida por la historia de la
interpretación del cartesianismo, donde no puede decirse que haya habido acuerdos.
Por consiguiente, nuestra vía de actuación va a ser primero enunciar someramente las
cuatro o cinco interpretaciones fundamentales de Descartes -que, en nuestra opinión,
todas fracasan en algún aspecto-, y, a continuación, va a ser propuesta la que a
nuestro juicio es la secuencia más acertada de la exposición del pensamiento
cartesiano partiendo de la base de la conocida como “duda metodológica”.

Así, es frecuente encontrar en la tradición cartesiana una clase de cartesianos que lo


son más que el propio Descartes. Por eso, frente a los que piensen que hay un
Descartes único e inequívoco susceptible de una interpretación unitaria y palmaria, lo
primero que debemos hacer aquí es señalar que existen, al menos, cinco Descartes
diferentes, los cuales pasamos acto seguido a describir:

1°) En efecto, si se piensa en Descartes como el autor que ha producido la escisión


esencial de la realidad entre el pensamiento y el ser, es decir, si se piensa que la
aportación fundamental de Descartes ha sido la de dividir la realidad hasta ese
momento unida o separada en el discurso sólo mediante criterios jerárquicos que
vertebran el plano ontológico (para la síntesis medieval la realidad es una, toda ella
compuesta de estructuras que se compenetran sistemáticamente y no puede
distinguirse más que analíticamente), en dos substancias distintas en su esencia -res
cogitans y res extensa-, pues entonces resulta evidente que para todos los interpretes
que pongan el énfasis en este punto, Descartes será el pensador que ha puesto el
centro de su pensamiento (y ha descubierto con ello un mundo enteramente nuevo)
en la cogitatio, esto es, en la función del pensamiento como realidad primaria y
fundante. Esto es lo que afirma, por ejemplo, Jean Paul Sartre, el cual encuentra en
Descartes sobre todo el descubrimiento de la libertad y la primera presentación del
hombre (en Crítica de 1a Razón dialéctica, p.e.) como un fenómeno desligado de sus
condiciones naturales y materiales y que, por lo tanto, ha expresado aquello que
potencialmente es el pensamiento: primera y principalmente Libertad
ontológicamente entendida. Descartes escribe, de hecho, en los Principios de Filosofía:
" ( ... ) por lo que se define a la naturaleza de la cogitatio es por el libre albedrío, es
porque nada se opone al ejercicio, a la actualización, de la libertad", lo que vendría a
justificar muy oportunamente esta interpretación. Asimismo, de igual opinión es la
interpretación cristiana, por ejemplo la de Jacques Maritain o Etienne Gilson (el libro
más importante de éste, E1 ser y 1a esencia, es una construcción perfectamente
trabada, realmente cartesiana, pero dirigida a un fin doctrinario, y por tanto
condicionada toda ella). También para la interpretación del cartesianismo que
finalmente encontró un hueco en la tradición cristiana lo fundamental es la liberación
de la cogitatio, puesto que en ésta liberación queda, por primera vez en la historia,
presentado claramente a la reflexión el sujeto de la responsabilidad moral. Claro esta:
en un sujeto totalmente mezclado por la naturaleza, por la carne, etc -grandes tópicos
de la Edad Media-, la responsabilidad moral quedaba desvaída e indefinida, no
permitía aclarar cómo se puede desligar de los acontecimientos del cuerpo o de la
sociedad con los que el sujeto esta indisociable y hasta ontológicamente unido. Sin
embargo, las dificultades desaparecen desde los conceptos cartesianos de la cogitatio -
pensamiento- o el cogitans - pensante-; es fácil encontrar desde ellos a "el" sujeto de
la responsabilidad moral puesto que éstos no tienen ningún límite externo al ejercicio
de su libertad.

2°) En oposición a estos pensadores, otros han centrado su atención sobre todo en lo
que Descartes tiene de configuración o formulación nueva del problema del
conocimiento o gnoseología, con lo que ven en él al iniciador de la teoría científica
moderna. "Teoría científica" es realmente una expresión exagerada para aplicársela a
Descartes, quién no tanto interpretó que es lo que realmente se hace cuando se hace
ciencia sino que más bien busco esclarecer desde qué posibilidades de conocimiento
se accede a la ciencia dada, lo cual significa que un concepto acrítico de "ciencia"
precede a la reflexión de Descartes. Es cierto que Descartes construye más una
gnoseología -teoría del conocimiento- que una epistemología -teoría de la ciencia-.
Aparte de esto, para los defensores de esta interpretación lo central del legado
cartesiano ha sido la expresión clara de lo que ha sido la certeza y el orden de las
razones -desde este punto de vista, la hazaña propiamente cartesiana ha sido
establecer en qué formas se supera la duda, cómo se organiza una cadena deductiva o
en qué consiste una intuición de lo simple y etc, etc; en resumidas cuentas, poner las
bases de un conocimiento inconmovible y de sus razones. Pensadores como Villemin,
que tuvo una importancia considerable en la conformación de la science francesa de
finales del s. XIX, están por tanto virtualmente detrás de todo el concepto de episteme
que los franceses oponen al concepto más potente de "teoría de la ciencia" de cuño
anglosajón. Este conjunto de pensadores, que constituyó, por una parte, una corriente
importante de oposición, como se ha dicho, a la filosofía analítica británica, y, por otra
parte, de posibilitación de una concepción material de la teoría de la ciencia, todos
ellos herederos de la episteme, tienden a ver en Descartes fundamentalmente al
hombre que ha nucleado la teoría de la ciencia no en la descripción de las formas
inherentes al contexto de la justificación de un discurso científico cualesquiera (lo que
sería propio del modelo analítico), sino en el contexto de la gnoseología, es decir, de
las bases sistemáticas que configuran en el interior del pensamiento las razones y su
orden para construir un conocimiento cierto y riguroso. Esta interpretación tiene poco
que ver con el problema de la libertad y mucho más que ver con la conexión entre la
cogitatio y la extensio, con la presentación del orden gnoseológico y su correlato real o
físico (o, dicho de otra manera: para el que es importante el recubrimiento de la
escisión en el mecanicismo por acción del concepto de la física). Otro ejemplo
admirable además de Villemin es Geroult, que fijó en los años cincuenta de nuestro
siglo esta visión de Descartes en un libro titulado precisamente Descartes o el orden de
las razones.

3°) Los marxistas, por su parte, han tendido a ver un Descartes distinto y a su manera
totalmente respetable: consiste en constatar que si nos fijamos en la escisión esencial
y en la prioridad ontológica que Descartes confiere al cogito sobre la extensio, nos
damos cuenta de que no hay ningún motivo para hablar de tal prioridad salvo en un
caso. Es este: si el mundo se divide en dos, y las dos son substancias no
completamente independientes porque no son Dios, no siendo Dios ninguna de ellas
(como sí sostendrá Spinoza), entonces el único motivo para conceder prioridad de una
de ellas es que Descartes entiende -pero ésto no es inductivo, ni deductivo, ni nada
que se le parezca: es tan solo una decisión suya-, que el ordo cogitatíonis tiene un
poder de influir sobre el ordo extensionis que no se refleja en el camino inverso, es
decir, que el último no puede, sin embargo, ejercer modificación alguna en el primero.
Se postula de este modo que existe una capacidad de intervención del pensamiento
libre sobre el orden material que es muy difícil de justificar y que constituye por ello
una importante laguna en el pensamiento de Descartes desde el punto de vista
estructural. Vistas así las cosas, para la interpretación marxista lo que nace con
Descartes es el hombre burgués moderno con su discurso de la autosuficiencia, del
dominio tecnológico de la realidad, de la superación de las trabas y de la captura o
posesión del mundo (natural y humano). Aparece según este punto de vista el
pensamiento de Descartes como la primera exposición sistemática, reflexiva, dura y
compacta del pensamiento moderno, porque es la epifanía del hombre moderno que
establece un discurso de legitimación del sometimiento de lo real. Descartes sería
sobre todo un legitimador de esa mentalidad moderna que se inicia con la conexión
entre técnica y ciencia y que justifica la dominación de la tierra (de "lo extenso", pues,
en lenguaje propiamente cartesiano).

4°) Un cuarto Descartes es propuesto por los pensadores que ven en él sobre todo -es
el caso de Martin Heidegger en La pregunta por 1a técnica- al hombre responsable de
la introducción de la filosofía de la subjetividad. El razonamiento, ahora, sigue esta
lógica: si Descartes -ya lo hemos dicho- ofrece un mundo dividido en dos y además
supone -puesto que hay que insistir en que no es demostrable- que el pensamiento
implica un orden de relevancia sobre la otra sustancia, la extensión -cuyos atributos
substanciales son tan validos como los del primero-, entonces lo que se ha hecho, 1a
operación por tanto propia de la modernidad, ha sido organizar al mundo en torno a
las categorías del sub-jectum y del ob-jectum. En este esquema, el cogito es el que
propone la posición del pensar, para el cual nace el conocimiento, y desde el cual se
organiza la exploración del resto de las substancias; por tanto, si el cogito es lo puesto
(esto significa sujeto: sub-jectum, lo que está puesto por debajo, un positum),
entonces es evidente que el resto, el mundo entero, pasará a la condición de lo ob-
jectum (en alemán estas palabras se dicen de una manera muy gráfica: para el cogito
todo lo que no sea pensamiento tendrá que aparecer como "gegenstand", es decir, lo
que esta enfrentado, opuesto, frente a lo puesto, que es el sujeto.)

5°) Y por último, hay que citar a otra serie de interpretes que, por el contrario,
encuentran solamente (pero eso es mucho) en Descartes al hombre que concilia
tendencias dispersas y diversas del periodo final del Renacimiento, y que es capaz de
acoplarlas a un sistema férreo que da acogida a las nuevas conquistas de la física
galileana: Descartes sería ahora el creador de la trabazón que esta variedad exigía. Esta
tendencia explicativa comenzó con Ernst Cassirer en 1925 y se ha convertido en una
formidable maquina de aportar razones en la obra de Eugenio Garin, que es antes que
nada un magnifico conocedor del Renacimiento. Según esto, Descartes no sería tanto
un pensador genial como un genial interprete o adaptador de lo que en ese momento
sucede en la historia del pensamiento. Y además, desde este punto de vista, Descartes
vendría a ser ante todo el arquitecto máximo del barroco en el plano de las ideas:
alguien que no ha creado nuevas estructuras pero que sí ha dispuesto los espacios de
una manera nueva y diferente tal que con ellos posteriormente tomase forma un
sistema. Descartes propone la cartografía ideal de un habitáculo humano para morar la
tierra, ficticio pero humano. La posición central de la subjetividad la habría aprendido,
conforme a esta interpretación, de Pierre de La Ramme (que criticó la lógica
aristotélica por pretender ser objetiva, cosa que choca con las potencialidades del
discurso, puesto que La Ramme sostiene que la lógica pertenece al sujeto, a la razón
del sujeto), y no menos de Rodolfo Agricola (que por su parte había estimado las
razones que cumplen a la dialéctica para criticar a la lógica aristotélica, la cual
convierte en un análisis del lenguaje; al fin y al cabo ésta es la única lógica que
Descartes inicialmente maneja). De hecho, el cartesianismo, por incitación del propio
Descartes, termina configurando un sistema de lógica nuevo adecuado a su propio
sistema, que es la lógica que finalmente se elaborara bajo el nombre de "Lógica de
Port Royal"' como una analítica del lenguaje. No se debe olvidar que, para uno y otro
autores renacentistas -La Ramme y Agricola-, desde el momento en que la lógica ya no
es formal/objetiva, hay una fundamentación, para ambos, psicológica de la lógica que
es la que Descartes hereda intacta. A la hora de la verdad, todo lo que es el meollo de
la argumentación cartesiana nace del actus cogitandi, no es una cogitatio en sentido
substantivo salvo cuando se dice que acto de pensar me conduce a la existencia del
“Yo”, tematizado ahora como res cogitans o "cosa pensante". Pienso luego existo: en
esta fórmula el "luego existo" significa que tengo que pensar una existencia
substantiva que sirva como soporte al acto del pensamiento, pero este planteamiento
no es radical y originario en Descartes. Lo originario es, antes bien, el actus cogitandi ,
o sea: el hecho de que pienso, el "me encuentro pensando", o el "pensando" a secas,
mejor expresado. Y, en consecuencia, ya desde esa constatación, en efecto, es
imposible concebir esa consideración originaria del actus cogitandi si no es sobre la
base de una psique, de la descripción específicamente psicológica de lo que el actus
cogítandi signifique. Descartes, pues, para esta interpretación, como sistematizador,
recopilador y simplificador de su rico pasado inmediato.

¿Quién y qué es, entonces, Descartes después de todas estas interpretaciones?


Seguramente el conjunto de todas ellas, pues lo que las diferencia no es más que el
lugar donde se ponga el acento. No tendría, en verdad, mucho sentido negar ninguna
de ellas ni afirmar una exclusivamente. Descartes es, sin duda, todas estas cosas y la
interpretación que vamos a dar ahora las supone a todas sin reducirlo a ninguna
particular. Nuestra breve exégesis va a estar centrada en las tres regiones donde
Descartes ha tenido una real influencia en el pensamiento, y en el análisis de cuales
han sido las consecuencias concretas de esa influencia.

Hagamos un poco de historia: Descartes se dedica hasta 1630 a la investigación, y en


torno a ese año concibe la intuición de un sistema completo de filosofía y comienza a
elaborar los Principios de Filosofía, que es una obra sin conclusión que se publicó en
1701, mucho después de la muerte de Descartes. Sorprendentemente, en esta obra
Descartes no empezó con la duda, que es más bien el comienzo de una reelaboración
nueva del sistema que a la que llegó posteriormente en el Discurso del método y las
Meditaciones Metafísicas, alrededor de los años 40. En la configuración más madura
de su pensamiento, pues -aunque no es su verdadero motor, como veremos-,
Descartes empieza, en efecto, por la duda. Atendiendo a Ernst Cassirer y Eugenio Garin
hay que decir que la duda no es ningún invento cartesiano, sino que alienta en el
espíritu general de la época: Descartes la ha podido observar en Charrón o en
Montaigne dentro de la propia tradición francesa, pero también está en la literatura y,
en general, en todo el espíritu del primer tercio del s. XVII. Son los años en los que
comienza la guerra que lleva las convicciones por primera vez al terreno destructivo de
la eliminación del hombre, pero son también los años en que las convicciones
científicas heredadas del aristotelismo sufren además un proceso de horadamiento
más que considerable por obra de científicos que están trabajando en ese mismo
momento –Galileo Galilei, por ejemplo. Descartes, por consiguiente, no hace más que
razonar esa duda al igual que su coetáneo Calderón de la Barca la poetiza. El
razonamiento cartesiano de la duda señala tres niveles fundamentales: debemos
dudar del dominio de los sentidos, de las apariencias del mundo, etc; pero cuando la
duda lo es en sentido fuerte, es en el tercer nivel, cuando afecta al dispositivo racional
mismo del hombre: en comparación con ella, la duda de los sentidos, los sueños y
demás, parece una trivialidad -por otra parte absolutamente corriente en la literatura
desde la Edad Media, como hemos mencionado ya. De hecho, donde el escepticismo
realmente ha puesto su dedo acusador ha sido en este tercer nivel de duda que apunta
directamente a la posición de la legitimidad del pensar: ¿Y si mis razonamientos no me
procurasen verdad alguna? ¿Y si no hubiera un puente entre las operaciones de mi
pensamiento y los resultados idealmente correctos (por ejemplo, si las inferencias
matemáticas fueran falsas, o los mecanismos demostrativos no fuesen verídicos)? –
Estos son los grandes interrogantes en los que ha incidido la recuperación moderna del
escepticismo antiguo, gestionada principalmente por la contrarreforma católica.

Aneja a esta duda, Descartes propone la hipótesis del “Genio Maligno”, es decir, la
hipótesis de una divinidad todopoderosa que se gozase en engañarnos.
Ontológicamente hablando, la duda escéptica es posible porque es concebible un
orden de lo real que no tenga nada que ver con el orden del pensamiento, o, dicho a la
manera cartesiana, porque es concebible el genio maligno. Allí donde la duda
cartesiana es duda en sentido fuerte, como decíamos, es solamente en lo que afecta al
orden de la racionalidad, y puesto que la estrategia para sostener esta duda es la
posibilidad de vivir en el engaño, esto quiere decir que el argumento cartesiano esta
puesto en esa zona de fundamentación de lo real. En la forma en que Descartes razona
la extensión de la duda, lo que pueda obtenerse después de ella no puede ser otra
cosa que una instancia liberadora de esta misma duda, así como una criba de lo que se
puede o no rescatar del paso por ella ¿Cual es esta extensión? La duda tiene dos
dimensiones fundamentales: su radicalidad –el “genio maligno” expresa este nivel-, y
su universalidad -sistematicidad y totalidad-, de manera que todo lo que no se
recupera de ella en forma de certeza habrá caído para siempre en el pozo del
oscurantismo y la superstición (pero como lo único que realmente se salva de la
trampa de la duda es el orden de las razones, todo lo demás que determina
positivamente nuestras vidas pero que no cabe en esta estrecha franja de la evidencia
inmediata queda tachado de apariencia, falsedad, error, etc; pasar todo lo real por
este tamiz único epistémico es lo que le parecía a Nietzsche el mito de todos los mitos:
al término de esta charla abundaremos sobre ello).

Para Descartes, pues, la manera de salir de la duda es mediante el hallazgo de una


verdad inconmovible: cogito ergo sum. En las Meditaciones metafísicas se dice algo de
importancia a este respecto, y es que por ser inconmovible esta verdad, ella propone
también la forma paradigmática de toda verdad. Si esta verdad es tal porque se ve con
toda claridad y distinción –“distinción” es clara determinación-, en estas dos
propiedades habrá de residir el carácter prototípico de la verdad primaria u originaria
“Pienso, luego existo”. Dado que esta verdad es la primera, Descartes postula que de
ella deberían poder extraerse consecuencias -ya que además es forma o prototipo.
Pues bien: lo primero que hay que subrayar aquí y retener durante el resto de
nuestras consideraciones es que de “Pienso, luego existo” no sale nada
absolutamente, no puede deducirse ninguna otra verdad, en el sentido de que es una
verdad que no puede ser prolongada un sólo punto sin añadir algo nuevo. Descartes,
en efecto, no puede obtener nada de esta primera verdad porque “Pienso, luego
existo” es un enunciado que supone una bi-implicación: “Pienso luego existo – Existo
luego pienso”, lo uno lleva simplemente a lo otro, no es una inducción ni un
razonamiento, sino una posición absoluta. Con otras palabras: decir “Pienso, luego
existo” no es más que una tautología, es como decir sencillamente “A es A”, y, por lo
tanto, señalar “HOC”, “ésto de aquí”, o sea, marcar una posición (el pensamiento “está
puesto” ahí, es un “acto”, sólo puede ser en un segundo momento señalado o
marcado, -“aquí y ahora, estoy pensando”-, pero no definido o tematizado).

Así que como Descartes no puede prolongar la primera verdad prototípica ni un sólo
milímetro, porque, como sostenemos aquí, no hay nada que salga de ella, de ahí que
para poder avanzar tenga que introducir una noción nueva que es, ya no el acto de
pensar (actus cogitandi = Pienso, luego existo = posición absoluta = una presencia pura
sin definición), sino que sustituye a éste por otra cosa distinta: Descartes, en efecto,
dice ahora ego cogito cogitata –yo pienso pensamientos-. Con esta maniobra, como se
ve, cambia el acto de pensar por el contenido del pensamiento. Pero, claro está,
cuando hablamos del contenido del pensamiento y no del acto de pensar, hemos
alterado radicalmente la esencia de la verdad primera, puesto que el “sum” de cogito
ergo sum no se deduce en absoluto de “yo tengo pensamientos”, ya que entre mis
pensamientos no tiene porque estar ni dejar de estar la existencia (en todo caso la
existencia no es un cogitata ni un percepto, o sea, de ninguna manera puede ser un
contenido del pensamiento). No tiene sentido pensar que en el cogito ergo sum, el
sum fuese una especie de predicado del cogito, como la dureza es predicado del
hierro, algo así como decir “ego cogito ergo ego sum sum” –yo pienso luego yo soy
“soy”-; esto es absurdo, irrelevante, una mera tautología. Una posición absoluta no
implica una existencia en el orden de los predicados sino que la tiene ya, y por eso es
una posición. Pero cuando se dice “ego cogito cogitata” –yo pienso pensamientos-,
entonces sí que se está introduciendo un nivel nuevo, completamente rico y pleno,
que es el que va a permitir de verdad configurar el resto del sistema, y por tanto
prolongar por fin las consecuencias ¿Cómo lo hace Descartes?

Pues lo hace afirmando y explorando los cogitata, puesto que en los cogitata, en las
“ideas” -unas entidades que no son el acto del pensar pero que dependen de él-, en
este paso nuevo que no está en el cogito ergo sum, si que es posible realizar análisis y
distinciones. Existen, en efecto, según Descartes, ideas “adventicias” (parecen venir de
fuera, puede por tanto dudarse de ellas), ideas “facticias” (residen dentro de uno
mismo pero son imaginarias, con lo que caen también bajo la duda) y, por último,
ideas “innatas” (que no pueden proceder del exterior ni haber sido compuestas por el
cogito, no obstante se muestran invulnerables a la duda). Estas últimas constituyen el
verdadero principio del sistema cartesiano, y no el “Pienso, luego existo”, como hemos
tratado de razonar hasta aquí (no por azar es por las ideas innatas por donde
comienzan los Principios de Filosofía de 1630; Leibniz afirmaría posteriormente que
toda la elaboración del cogito propia de las Meditaciones ha sido introducida a última
hora por Descartes de una manera “teatral, melodramática y cosmética”) ¿Y que
sucede con esos cogitata innatos? Pues sucede según Descartes que algunos pueden
ser cogitata ajustados a la cogitatio misma, por tanto se explica perfectamente que la
cogitatio los genere en función de su propia actividad de actus cogitandi; no crean,
pues, en este sentido problemas de integración en el sistema puesto que son
coextensivos (es decir, coesenciales o de la misma proporción esencial) a la propia
noción de “pensamiento”. Pero resulta que hay un cogitatum y sólo uno al que le
ocurre la siguiente cosa extravagante: su naturaleza es tal que rompe la estructura de
los cogitata mismos, pues no es facticio, adventicio ni innato. Este es –en su nombre
provisional- la idea de Dios, que, siendo un cogitatum innato (por simple eliminación
de las demás posibilidades), no es, sin embargo, coextensivo con la cogitatio. ¿Porque?
Pues porque en “pienso luego existo” están completamente definidos los limites de
esta cogitatio, es decir, porque el ego cogito es un acto finito y resulta que Dios –
quitando ahora el nombre provisional- es la idea de un pensamiento de lo infinito. Por
lo tanto, resulta que es innato y no innato, ya que no es generado por la razón ni
coextensivo a la finitud de la razón. Y entonces Descartes promueve, en unas páginas
que son de una imprudencia antológica, estas dos decisiones:

1) Puesto que el concepto de Dios es más grande que el acto que lo podría producir,
entonces ese concepto no puede proceder de él, luego Dios existe.

2) Puesto que es infinito, tendrá que ser substante de toda finitud.

Son páginas que no hubiesen resistido gran cosa a la crítica de un lógico muy anterior
como Guillermo de Ockham. El primero de estos argumentos es el argumento
ontológico que ya ha sido refutado claramente por la tradición tomista y nominalista:
de la idea de un ser con todas las perfecciones sólo se sigue esta misma idea, no se
sigue la existencia del mismo porque la existencia no es la idea de una perfección (Kant
repetirá este viejo argumento de la Summa Theológica de Santo Tomas de Aquino:
“cien taleros pensados no son menos perfectos que cien taleros reales”; Santo. Tomas
había dicho “A las islas afortunadas no les falta nada para ser afortunadas, aunque
mucho para existir”). Lo importante aquí es que Descartes se empeña en que la idea de
infinito no puede ser derivada de la de “finito”, sino que afirma que por el contrario la
idea de “finito” se deduce de la de “infinito”; en la tradición tomista y nominalista esta
claro que la idea de infinito nace por la negación de la de “finito”, del limite: “infinito”
no sería así una representación independiente, sino la mera interposición de la
cláusula negativa “no” a lo finito, en la forma “no-finito” ¿Porque dice entonces
Descartes esto? Pues porque como Dios es una idea innata, un ente de razón, mientras
que la finitud nace del actus cogendi (del yo, de la posición), entonces es evidente para
él que este cogitatum tiene que preceder a todo, ser una idea absoluta puesto que no
puede nacer de ninguna experiencia de este acto. Aquí Descartes esta incurriendo en
un error tan elemental como el que ya Guillermo de Ockham había señalado con toda
claridad al hilo también del problema del infinito, y que es lo que se denomina desde
Aristóteles una metabasis eis allo genos, es decir, un salto de un genero lógico a otro
distinto. Cuando, en efecto, se habla de “finito” se esta hablando en un plano
existencial, y cuando se habla de infinito, se esta en un caso perceptual, y no se puede
argumentar de un plano a otro saltando entre ellos. Por lo tanto, la idea de Dios no se
sostiene en Descartes, y, sin embargo, hay que insistir en que la idea de Dios es el
único fundamento del cartesianismo, no el “cogito ergo sum” u otra idea innata, sino
sólo “Dios existe”.

Pero aún hay más. Después que se ha aceptado “Dios existe” se da un nuevo paso, y se
dice: la idea de Dios es la idea de un ser omnipotente, bondadoso, etc, y que, sobre
todo, no puede engañarme (dicho lo cual Descartes da carta blanca a la legitimidad de
las operaciones de la razón como similares y reveladoras de los procesos de la
realidad). Habíamos visto que sólo bajo la hipótesis del genio maligno la duda se hacía
radical; ahora para superar esta duda Descartes propone la idea de Dios como opuesta
a esta hipótesis, pero...¿Porque así? ¿Del cogitatum de un ser infinito sale
necesariamente la idea de bondad, de veracidad para conmigo exclusivamente? ¿No
sale exactamente igual de la idea de un ser infinito la idea de infinito engaño? Ya
hemos visto que no se puede fundar en el cogito nada más que la posición absoluta, o
sea que “existo”, y ahora se nos pide que todo lo tenemos que fundar en el Genio
Maligno –es lo mismo. En realidad, escoger entre Dios y el Genio Maligno es producto
de una mera decisión arbitraria de Descartes. No hay un modo de salir de la duda
radicalmente si no partimos de la afirmación acrítica de un Dios benefactor del
conocimiento, y nada se saca de la posición absoluta del pensamiento.

Por estas razones, el destino del cartesianismo fue tan poco duradero como llamativo,
pues lo cierto es que el cartesianismo original no duró intacto ni una sola generación
¿En qué sentido decimos esto? Cuando Spinoza, por ejemplo, decidió aceptar las bases
sistemáticas del cartesianismo, no partió del “Pienso, luego existo” (más en concreto,
en la Reforma del Entendimiento, Spinoza escribe muy claramente que esto es una
necedad), sino que partió del único punto desde donde se puede partir: de Dios. Igual
ocurrió con Leibniz, la otra gran reacción al cartesianismo, y que comienza por Dios en
el momento en que acepta el cartesianismo y deja a un lado el “espíritu de la duda
melodramática y cosmética”, partiendo de lo que en realidad termina partiendo
Descartes a través de su rosario de tropiezos a partir del cogito, pero sin este lastre
intermedio. Escribe Leibniz en una carta del año 1661 (cita aproximada: buscar):
“¿Porque hay cosas? – porque podemos buscar sus causas - ¿Porque hay causas? -
porque podemos hablar en términos de racionalidad - ¿Porque “racionalidad”? –
porque el mundo esta ordenado en términos de armonía - ¿Y porque armonía? –
porque así lo dicta la inteligencia de Dios – ¿Pero porque un Dios? – por nada, nihil,
porque hay Dios (ser) en vez de nada –”

Este es, a mi juicio, un planteamiento más estricto, en el sentido de exhibir un


razonamiento honesto y coherente (si la afirmación de Dios es necesaria para
fundamentar el conocimiento, porque no hay otra justificación posible de la verdad, no
debe ocultarse al principio del sistema, como lo hace Descartes reservando a la idea de
Dios una aparición estelar pero disimulada en mitad del drama –a la manera del deux
ex machina del teatro de Euripides-; de la manera honesta, se hace posible impugnar
este principio con plena consciencia de sus costes epistemológicos).

Todo el siglo XVII va a ser cartesiano en el sentido de vincular el problema a su lugar


específico. La duda no sólo era radical, sino también total, y lo que se pueda recuperar
una vez que fundamos cómo se debe –y no siguiendo acríticamente a Descartes- en
Dios el problema ontológico, es el orden de nuestras razones, el ordo ratiotinarum y
nada más. De lo que tenemos seguridad ahora es de que siempre que el ego cogito se
las ve con cogitata –siempre que los aplique el método correspondiente siguiendo el
de las matemáticas-, se tienen y se pueden poseer las verdades de orden racional y
solamente esas. Y como resulta que para la lógica demoledora de la duda todo lo que
no sea ya recuperable en el orden de las razones es hundible para siempre, y como
Descartes ha conformado la modernidad en el sentido del planteamiento de la
subjetividad de lo real, lo que esto significa o introduce en el mundo de los albores de
la modernidad -en el Barroco, por tanto-, es, ni más ni menos, lo que hemos llamado
en otros lugares una “antropología del vacío”. Así las cosas, y como veremos más
adelante al tratar de la obra de Leibniz, lo que sucumbe con la duda y con el ulterior
rescate del orden de las razones, es una antropología de lo lleno: una idea del hombre
llena de las tradiciones, de los caracteres diferenciales de los pueblos, de la diversidad
cultural, de las enseñanzas y la cultura del cuerpo, etc. Cuando Descartes duda de las
cosas ajenas a la razón es muy fácil pensar que lo hace sólo de los datos de los sentidos
como tales; no es así, en realidad elimina todo un inmenso deposito de la historia. Sólo
será restaurado lo que pueda entrar en un orden racional, solo eso será lo valido para
la modernidad cartesiana. Una antropología del vacío quiere decir que el hombre a
partir de entonces ya no será entendido más que como un pensamiento, libre pero
meramente formal. Todo lo que no sea el acto de pensar y de poner su voluntad será
suspendido en el hombre, será vaciado, desterrado de la construcción del futuro, y esa
es la imagen embrionaria de un mundo en el que, ya de un modo totalmente
desarrollado, actualmente habitamos. La genealogía del presente remite directamente
a esta operación de evacuación de realidades humanas promovida por el
cartesianismo con un éxito apabullante: el fantástico imperio de todo tipo de
tecnología sobre el progresivo empobrecimiento del concepto del hombre, el atropello
material de todas las culturas distintas a la que dicta esta idea de la dignidad humana
tan formal como absolutamente vacía de todo contenido que no afecte a la
racionalidad de la ciencia o de la propiedad privada, la lenta declinación de una
comprensión hermenéutica de la religión y del arte, y un largo etcétera.

La antropología cartesiana, de hecho, confluyó enseguida con la antropología


pesimista procedente del calvinismo de la época. En efecto: la idea calvinista del
hombre como un ser corrupto era fácil de asemejar a la idea de un ser cuya naturaleza
entera es superable por vía de la duda, es decir, cuya entera naturaleza histórica era
considerada como lastre. Por lo tanto, desde este momento los términos del problema
de la modernidad resultaron bien claros: de una parte, lo que debe ser eliminado, la
positividad histórica, los conflictos entre formas de vida, etc; y de otra parte, la
afirmación de una racionalidad libre, es decir, el liberalismo, Locke, el pacto entre
iguales, etc. Es importante comprender que estas bases antropológicas del
cartesianismo son la auténtica herencia o legado del mismo. Descartes en la
modernidad ha introducido el punto de vista subjetivo, ha planteado y centrado el
problema, pese a él mismo, en el orden de las razones según proceden del
fundamento ontológico de Dios, y ha organizado la modernidad en torno a una
antropología del vacío donde el hombre es considerado exclusivamente como una
substancia pensante unida a la maquina del cuerpo extenso en donde todas las
resistencias y conflictos deberán ser formalmente restaurados por vía de pactos,
compromisos, etc, pero donde el contenido de un inmenso deposito de tradiciones -
maneras de ser- históricas queda apartado y negado por confuso y oscuro.

Occidente tal y como hoy lo entendemos y vivimos comienza verdaderamente aquí;


Descartes es sólo el portavoz de una época, y esto es lo más importante –y lo es
mucho- de él.

Reacciones al cartesianismo (I): Pascal y Port-Royal.

Del triunfo fundamental del cartesianismo nacieron dos grandes escuelas o


movimientos: uno de ellos directamente procedente de Descartes, representado por
Nicolas Malebranche, y otro que, pregnándose de cartesianismo, en realidad le
precede temporalmente: este es, en efecto, el jansenismo. El jansenismo se suele
localizar en dos monasterios, los dos denominados por el nombre común de Port-
Royal: el primero es Port-Royal del campo, a 20 Kms. de París y fundado 20 años
después del segundo, el Port-Royal de la misma cuidad de París. Jansenio había escrito
en torno a 1630 una obra famosísima en la época, el Agustinus, donde sostenía las
tesis que vamos a comentar brevemente a continuación. Para Jansenio, teólogo del
bando católico, la división reformista era ya una escisión insuperable, insalvable, de
manera que desde el punto de vista del catolicismo tenía que aceptar la doctrina ya
marcada por el Concilio de Trento como dogmática y canónica y que establecía que el
hombre es capaz de contribuir a su salvación mediante sus actos. Con esto, la
modernidad católica había dado lugar a un tipo de moral y de interpretación de la
realidad que, en manos de los jesuitas (titulares principales de esta modernidad), había
generado ya un tipo de discurso moral y ontológico característico. Hasta Trento no hay
tomismo oficialmente, y una vez apareció supuso en principio el ascenso de posiciones
aristotélicas al interior de la iglesia católica y, paralelamente, cierto abandono del
platonismo y del agustinismo. Este ascenso se deja medir sobre todo por dos
constructos teóricos y doctrinales fundamentales: frente a la doctrina protestante de
la salvación únicamente por la fe, la definición contrarreformista de Trento reza que el
hombre es capaz de contribuir activamente a su salvación, y esto quiere decir que el
hombre contribuye a la creación de un mundo humano en el que se han de producir
las condiciones mismas de la redención -la noción de estado provisor, la monarquía
absoluta, etc, etc. En lo que se refiere a la moralidad sin más, los jesuitas introdujeron
sobre esta posición aristotélica la idea de una antropología optimista (el hombre,
siendo débil, es capaz de “levantarse”), que cree que pecar es muy difícil, y que
subyace a toda acción una bondad natural del hombre que anima todas las obras
humanas. Los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola están basados
precisamente en esta idea de la superación de la caída, que es posible gracias al
esfuerzo humano por vía de la meditación y de la acción, y que conduce a la
participación en la gloria de Dios.

Ahora bien, para muchos católicos la Reforma había incidido en puntos muy
importantes, y para ellos la moral optimista jesuítica-aristotélica que nunca sospecha
culpabilidades profundas y siempre encuentra capacidad por parte del hombre para
“levantarse”, pareció como una insoportable invasión de una esfera reservada a lo
divino. Y aquí es donde incide la obra de Jansenio, un católico con mentalidad
protestante en el que ha hecho mella la idea de un hombre caído por el pecado y de
recuperación penosa cuya contribución para la salvación no puede ser tomada
realmente en serio. La decisión de mantenerse, pese a todo, dentro del seno de una
iglesia católica sosteniendo no obstante una consideración antropológica pesimista
propia del protestantismo, es una decisión que naturalmente iba a causar
inmediatamente problemas a la obra de Jansenio, pero de momento fue presentada
como una mera radicalización ortodoxa de posiciones católicas, es decir, como una
ultramoralización o llamada a la responsabilidad, hondura, seriedad, etc, en el propio
espíritu religioso católico. Pero ya en 1641 Port-Royal recibe la primera condena y en
1653 la segunda y definitiva por parte de Inocencio X; a partir de este último año se
sometió a los jansenistas a un formulario donde debían reconocer ciertos puntos
polémicos -entre otros, el liber arbitrio- de típica dogmática contrarreformista. Casi
todos firmaron, y como consecuencia de ello la congregación pronto se deshizo
definitivamente: Luis XIV finalmente decidió que la pervivencia de Port-Royal era un
peligro para la monarquía y arrasó las dos abadías. Hubo algunos jansenistas, sin
embargo, que no firmaron el formulario y consecuentemente fueron condenados por
la iglesia, entre ellos fundamentalmente: el padre Arnauld, el padre Martin Aburaou y
Blaise Pascal. En este contexto lindante con la reforma pero dentro de la ortodoxia
católica hay que entender la obra de Pascal.

Descartes, en efecto, fue recibido entusiásticamente en los ambientes jansenistas


¿Porque? Pues precisamente por el vaciamiento antropológico que Descartes había
efectuado sobre el problema ontológico de la substancia, ya que si se piensa que toda
la realidad es una substancia pensante y libre que para el ejercicio de su libertad tiene
continuas resistencias en el orden de la extensión (pasiones, inclinaciones, etc), y que
todo esto limita la acción libre a un ejercicio estéril, inútil y agobiante, entonces es
evidente que la imagen que surge de esta antropología del vacío se acerca mucho a
una antropología pesimista, y se acerca mucho también a la idea de un hombre
continuamente empeñado en la tarea inútil de dominar sus pasiones, su naturaleza
humana y, en todo caso, frustrado respecto del ejercicio absoluto de su libertad, que
sería el único camino a la salvación. (Si hay un absoluto semejante al modo absoluto de
la libertad, este es la salvación eterna, que es un acto decidido para siempre). No
siendo posible, lo que resulta de este callejón sin salida no es más que el más negro
pesimismo -o la esencia de la tragedia. Pascal era un matemático –se le debe el cálculo
aleatorio y la primera maquina de calcular que suma, resta y multiplica; Leibniz
construirá una que también divide-, que cada vez se ve más preocupado por
cuestiones religiosas, de modo que cuando más o menos en 1650 entra en contacto
con cartesianos, descubre al fin que todas las piezas encajan. Estas piezas son las
siguientes: se puede mantener un “espíritu de geometría” -Sprit de Geometrie-, que
conduce a una consideración estética de la realidad susceptible de considerar a la
misma según la extensión (es decir, geométricamente), y que no comporta ninguna
dificultad a la hora de desligar de ella el orden de la libertad que se expresa en el
pensamiento (es Pascal, y no Descartes, quien realmente afianza para la historia del
pensamiento la identidad Pensamiento = Libertad). Al cultivo de la libertad frente a la
naturaleza toda ella determinada la denomina Pascal “espíritu de finura” -Sprit de
Finesse-, que se expresa a su vez por el hecho de que el ejercicio de la libertad provoca
en el orden ontológico algo que confiere al hombre un rango peculiar: no es extensión
sólo ni pensamiento sólo, sino un pensamiento constreñido en los limites de la
determinación geométrica del mundo donde, sin embargo, cabe introducir la acción.
Pascal hace así la imagen metafísica cartesiana ya explícitamente antropológica: el
hombre es un ser libre habitante necesariamente de un mundo totalmente
determinado, pero en el que sin embargo los pequeños desajustes de la naturaleza
permiten a su vez pequeñas decisiones que, siendo pequeñas materialmente
hablando, en ellas tiene lugar, acontece en términos absolutos la libertad humana.
Pensar será ahora o bien aplicarse a la ciencia, o bien ejercer en esos intersticios de la
naturaleza la posición misma del alma. Con ello, el cartesianismo adquirió una hondura
sistemática que ciertamente en inicio no poseía.

¿Cuales son estos “intersticios” de las leyes de la naturaleza? Si se dice que no existe
ninguno, se habrá de reconocer que no se puede demostrar lo contrario, que quizás
todo este determinado: el “espíritu de finura” no puede demostrarse a si mismo, nadie
puede argumentar por razones ontológicas desde Descartes que se es efectivamente
libre (el mismo Kant renuncia a hacerlo en el plano teórico). Cuando el cogito piensa,
piensa la extensión, piensa exclusivamente la naturaleza, no al hombre. Pascal
reconoce así que no puede demostrar la libertad y por tanto la existencia de estos
intersticios, pero apuesta por ellos. En esta apuesta quedan concernidos nada menos
que la moralidad y la salvación, o sea, en último término la fe. Pascal ha sido
consciente de que en un mundo totalmente geométrico Dios esta ontológica y
epistemologicamente de más, y por eso apuesta por la división substancial que ofrece
la libertad y Dios –que sería el responsable de la presencia de estas fracturas de la
determinación-, frente a un pensamiento que solo sea epifenómeno y fantasma de la
geometría. Desde este último punto de vista, el pensamiento como tal no es más que
una función, deja de ser substancia puesto que es “pensamiento de” la materia
extensa, o, si no es así, el pensamiento es una substancia, pero entonces es sólo libre,
es esa pura acción libre del hombre que lo diferencia de la maquina, y en donde está
instalada la totalidad de su ser moral, el lugar donde Pascal pone la fe. Pascal evidencia
que con el pensamiento de Descartes en la mano la libertad no es una certeza sino una
esperanza. Son pensamientos, pues, los de Pascal, que sólo se pueden explicar desde
la posición misma donde Descartes ha dejado planteado el problema. De hecho, una
salida normal del cartesianismo fue la de la extensión indefinida de la posición
geométrica (materialistas, mecanicistas: Gassendi, por ejemplo); la otra fue, por el
contrario, la posición de una racionalidad sometida al riesgo, sometida al juego de las
ecuaciones de la probabilidad (aquí se cierra el circulo de la especulación pascaliana),
que es consciente de que se juega la posibilidad de la libertad para forjar un mundo
humano.

Por eso Pascal no firmó en 1661 el cuestionario, y respondió (cita de memoria: buscar):
“yo soy como la rama del olmo a la que los árboles pueden llevar en diferentes
direcciones: ahora quieren llevarme en una dirección, pero sé que las direcciones
cambian, y tal vez mañana juzguen oportuno que me tuerza en otra dirección; de mi se
sólo que estoy firmemente anclado en la tierra, y con esta seguridad no tiene objeto
firmar nada”. Esta imagen del hombre como un ser cimbreante, inseguro, que, sin
embargo, apuesta fuertemente por una libertad que nada le promete o asegura, pero
que, no obstante, sabe que en esta apuesta pone las condiciones probables de un
mundo humano, es seguramente algo que nunca más ha sido dicho en la historia de
occidente con tal rotundidad y sinceridad a como fue dicho en la segunda mitad del
siglo XII por Blaise Pascal. (La sinceridad, no se olvide, de una apuesta y no de una
certeza). El jansenismo murió con las condenas, y Pascal no tuvo discípulos, aunque el
jansenismo conoció buenas relaciones con la otra gran salida del cartesianismo que fue
la obra de Malebranche.

Reacciones al cartesianismo (II): Nicolás Malebranche.

La filosofía de Descartes conoció un éxito tremebundo y prácticamente inmediato en


su época. Cotituyo, por así decirlo, la primera "moda" de pensamiento instaurada casi
simultáneamente en toda Europa. Ya en el tercer tercio del s. XVII, el cartesianismo se
había convertido en una especie de filosofía global -aún con excepciones,
naturalmente-, o, cuando menos, en punto de referencia obligado para el
pensamiento. Donde tuvo el cartesianismo una más pronta incidencia fue en el mundo
holandés, por ejemplo Henri Le Roy (Reguius) introdujo rápidamente en los dos
centros principales de Holanda, Utrecht y Leyden, el cartesianismo, aunque luego el
mismo Le Roy lo abandonó. Otros posteriores profesores, cuyo magisterio ocupa toda
la segunda mitad del s. XVII, como J. De Roey o Adrian de Herebord, terminaron
haciendo del cartesianismo algo muy próximo a una filosofía oficial, filosofía que en
pluma de algunos autores como Cristopher Wötlich se transformó en una especie de
nueva filosofía que sustentaba la posibilidad de conciliar la razón y la fe. Gracias a la
intervención de estos autores, el cartesianismo se convirtió en tiempo record y sin
apenas oposición visible en una filosofía académica, puesto que durante siglos
quedaba única y exclusivamente reservado para los grandes clásicos -o, al menos, para
los comentadores más avezados u ortodoxos de estos mismos clásicos. La influencia en
Alemania fue también importante, pero no tanto como en Holanda; a este respecto
hay que citar la obra de J. Clomberg, que además de ser por sí mismo un autor
sumamente interesante y desconocido, consiguió por su sólo esfuerzo establecer un
estado de opinión académico favorable al cartesianismo. Alemania, de hecho,
aprendió el cartesianismo de un manual, Defensio Cartesii, firmado por Clomberg -
también Leibniz conoció a través suyo a Descartes. Merece citarse también a B.
Bekker, un personaje que tiene más importancia en la historia alemana que en la
historia del pensamiento, puesto que fue el hombre que más lucho en la segunda
mitad del siglo XVII contra los procesos por brujería o magia oponiéndoles
precisamente ese espíritu cartesiano desde entonces tan francés del énfasis en la
claridad y la distinción como distintivos del pensamiento. (Con lo que, después de
todo, la obra de Descartes terminó siendo beneficiosa para los alemanes, pues
atemperaba sus fanatismos religiosos). También en Inglaterra, la presencia del
cartesianismo fue importante a través de la obra de A. Legrand, maestro de John
Locke. En Italia, como en España, sin embargo, el cartesianismo fue más débil por la
presión católica (el Vaticano desde muy pronto incluyó a Descartes en el índice de
libros prohibidos); solamente se puede hablar de algún círculo de conocedores y
cultivadores del cartesianismo entre cardenales como Fardella y Gernill. Va de suyo
que donde el cartesianismo configuró un estado de opinión generalizado, hasta el
punto de llegar a identificarse con el espíritu de la nación -cosa que en el s. XVIII era ya
una evidencia-, fue en suelo francés. Allí los cartesianos fueron auténticamente legión,
y desde ese momento, bien sea porque Descartes se ajusta muy bien al espíritu
francés, o bien por que él mismo haya contribuido a crear tal espíritu, cartesianismo y
filosofía francesa se identificaron desde hora muy temprana. Ejemplos abundan: el
padre Reguier, la influencia del Oratorio, la incidencia en los ambientes eclesiásticos no
relacionados con el jansenismo, y un largo etcétera. En resumidas cuentas, podemos
decir que en una secuencia de veinticinco a treinta años el cartesianismo se convirtió
en un estado de opinión común en todo Europa salvo justamente en España, cuya
primera referencia a Descartes se encuentra en un escrito del Padre Feijoo que data de
ya entrado el siglo XVIII.

Es por esta razón sobremanera importante estudiar el cartesianismo -que transciende


la obra de Descartes-, porque en este espacio de veinticinco años que transcurre entre
la vejez de Decartes y la aparición de los grandes trabajos de Spinoza y Leibniz, y
precisamente en las obras de aquellos autores históricamente menores, es sin duda
donde se elabora el conjunto de problemas que definen estrictamente el mundo
filosófico del barroco. Descartes es, en este sentido, y sin la menor sombra de duda, un
pensador ciertamente inaugural. Los grandes pensadores de fines del XVII son gentes
que establecen su filosofía sobre la base de una discusión muy viva -seguramente esta
es la época europea en la que más se ha debatido- que tiene a la filosofía de René
Descartes como asunto. Pero entre Descartes mismo, y una formulación general del
estado de cosas filosófico del tiempo, hay todo un mecanismo de trabajo intelectual
que reclama ser estudiado a fondo y que tiene como protagonistas a toda esta
generación de cartesianos cuyo personaje principal es justamente el cardenal Nicolás
de Malebranche.

Para entender este fenomenal proceso es necesario, pues, preguntarse antes que nada
cuales eran los problemas que emanaban del pensamiento de Descartes o, con
independencia de éstos, cuales fueron exactamente los problemas que se
constituyeron como tales a partir de la lectura de Descartes en el curso del s. XVII. Y
hay que decir que fundamentalmente fueron tres los grandes interrogantes que,
directamente desprendidos de la problemática generada por la obra metafísica de
Decartes, orientaron el pensamiento rigurosamente barroco de finales del s. XVII; estas
tres grandes cuestiones son, a grandes rasgos:

1) La separación incondicional, no justificada suficientemente por el propio Descartes -


pero arrojada al fin y al cabo de modo irreversible sobre el tapete europeo-, entre la
substancia/cuerpo y la substancia/alma, que fue aceptada sin paliativos aún dentro de
los niveles críticos y cautelas metodológicas que se quisiesen anteponer. El modo en
que se formuló el problema que esta distinción traía consigo no fue tanto la razón o
falta de razón que viniera en apoyo de la división misma, como el problema de las
relaciones ontológicas entre las dos substancias, siendo como son de naturalezas
totalmente diferentes (a este respecto, no merece la pena dedicar un sólo comentario
a la solución propiamente cartesiana, la llamada "glándula pineal", que no podía ni
puede todavía tomarse mínimamente en serio). Este problema, en el fondo, lo que
proponía o buscaba era indagar en las posibilidades de síntesis de un mundo
previamente escindido por análisis, es decir, que de lo que se trataba era de
reconstruir la unidad de un mundo previamente partido en dos. La exposición de esta
dificultad llevaba por extensión a la segunda consecuencia que fue formulada también
por estos pensadores de segunda fila:

2) Si la materia no tiene conciencia, ni siente, ni padece, entonces las relaciones entre


el cuerpo y el alma adoptan una dirección y sólo una: como la explicación metafísica es
la de la separación, y ésta ya esta establecida, ahora la dirección adoptada por este
planteamiento es la de la enfocar la cuestión del dualismo como un problema de teoría
del conocimiento. Es imposible exagerar la importancia de este último paso, e
imponderable medir el papel que dichos cartesianos menores jugaron en la historia del
pensamiento al tomar esta concreta decisión. Porque no es verdad que Descartes haya
propuesto como centro del problema ontológico la teoría del conocimiento, como
afirma, por ejemplo, Heidegger; Descartes no tiene conciencia clara de esto, que es
más bien obra de esta literatura secundaria posterior. Aceptada la separación
metafísica, la relación alma-cuerpo únicamente es problemática a la hora de
establecer de qué modo el alma actúa sobre el cuerpo y se apercibe de sus
sensaciones. Por consiguiente, aún manteniendo ambas substancias en un pretendido
equilibrio entitativo u óntico, la prioridad ontológica de la cogitatio es clara, puesto
que el verdadero problema -repetimos- se sitúa ahora en establecer como se conoce -
actúa y se apercibe- en un mundo en el que la extensión siempre figura como el objeto
dominado y la cogitatio como el sujeto del dominio. Luego la teoría del conocimiento
pasa al centro de las preocupaciones ocupando el lugar de la metafísica bajo un
respecto específico que es característico y que apenas podría ser otro: la teoría del
conocimiento elabora por su parte ahora lo que es el problema fundamental que en
este contexto puede ser establecido, que es el de la causalidad. Hasta ese momento,
en la historia del pensamiento no ha sido nunca un problema interrogarse por la
causalidad, puesto que todo el mundo ha dado por cierto desde Aristóteles en
adelante que conocer era investigar las causas y que éstas son, por tanto, susceptibles
de descripción. Pero todavía se puede hablar de un tercer problema elaborado desde
Descartes después de Descartes.

3) Toda vez que se mantiene la separación -dualismo-, y se entiende que se plantea el


problema del conocimiento en el nivel de la causalidad, entonces lo que termina
siendo un auténtico desafío insoslayable es averiguar quién establece el nexo entre
cogitatio y extensio, quién encarna, pues, la causa, quién, en definitiva, la explica. La
solución no puede estar ni del lado de la cogitatio -aún teniendo prioridad-, dado que
es una sustancia independiente, pero tampoco del lado de la extensio -ya que no
puede entrar en el orden de sus explicaciones de índole mecanicista un orden causal
de fenómenos del alma-, y entonces se piensa que el responsable de la sutura sólo
puede estar en aquel puente que une ambas substancias: naturalmente, Dios. Y, así,
Dios identificado a "causa" es el tercero de los contextos problemáticos del
cartesianismo, y aunque aparece planteado de dos modos diversificados, en ambos se
comprende bien que el punto de partida es Dios y no el cogito (Dios como el principio
metafísico a partir del cual hallan una explicación en teoría del conocimiento las
dificultades de las relaciones entre cuerpo y alma). Estas dos soluciones diversas que
adopta el problema del enlace alma-cuerpo explican por si solas las dos distintas
direcciones que tomará inicialmente el cartesianismo.

Porque lo cierto es que bien se puede decir en un primer trazo que la diferencia alma-
cuerpo no es realmente substantiva, que Dios es la causa en el sentido de que es lo
único que hay; el alma y el cuerpo nunca fueron substancias según este razonamiento,
sino atributos de Dios, y con ello se encuentra una explicación solvente de la
causalidad e incluso de todo el sistema ontológico en general: Dios tendrá que ser la
naturaleza una-y-toda. Esta posición se encuentra formulada en Geulinex, precedente
de Spinoza y maestro suyo, y lo que resulta de ella es un necesitarismo sin recurso a
excepción posible: tiene que existir un estricto paralelo entre los fenómenos de
pensamiento y los fenómenos de extensión dentro de los atributos de Dios, y desde
aquí se explica fácilmente la causalidad -este paralelismo es llamado por Geulinex
"ocasionalismo", término que en Malebranche tiene otro significado bastante distinto,
como veremos enseguida. El "ocasionalismo" de Geulinex dice que todos los
fenómenos de la naturaleza -pensamientos o modificaciones de la extensión- son en
Dios, lo que es lo mismo que decir en la universalidad y necesidad de lo divino que es
la naturaleza, la totalidad. Esta visión hace justicia a Descartes aún a su pesar, y por
eso no sería injusto decir que alentaba ya implícitamente en él.

El segundo planteamiento del problema consiste en considerar que la extensión y el


pensamiento no son tampoco substancias, ya que no pueden ser autónomas, y en
consecuencia solamente es sustancia propiamente Dios -por ahora, se ve, es igual que
el anterior-, pero añadiendo que estos no son, sin embargo, atributos de Dios, sino
más bien ideas de Dios, lo cual supone todo un universo de diferencias e implicaciones
divergentes con respecto a la concepción cripto-panteista de Geulinex. Pensar
reflexivamente ahora el pensamiento, tomar conciencia clara de que es pensamiento,
de su peculiaridad frente a la extensión, sólo puede hacerse en este momento a través
de la idea misma de pensamiento, es decir: se trata ahora de juzgar ahora el pensar
desde la posición reflexiva del pensar -que es la postura que nunca adopta Descartes,
pese a lo mucho que se ha escrito en torno a ello. Porque resulta que se puede hablar
fácilmente de la "extensión", de los cuerpos, pero en el momento en que se dice
"pensamiento", hay que tomar conciencia de que el que lo dice no es otro que el
pensamiento mismo. Entiéndase: uno no llega a afirmar el pensamiento sin estar
incluido en ese mismo pensar, de manera que...¿Como se puede decir "pensamiento"
del mismo modo que se puede decir "extensión"? Sólo de una manera: si yo pienso el
pensamiento, si lo convierto en un objeto de mi pensamiento a la manera en que lo
hago con los cuerpos, y esto es lo que define ese desdoblamiento de la conciencia que
la historia de la filosofía ha denominado "reflexión". El pensar en cuanto que objeto
que no puede ser más que reflexivo trae consigo otra importante consecuencia: tanto
la extensión como el pensamiento son ellos mismos pues objetos del pensar, son
consecuencias de quién los piensa, objetos, en fin, para el pensar de Dios. Por lo tanto,
aquí pensamiento y extensión ya no son atributos de Dios -o sea: una propiedad
inmanente de la sustancia divina-, sino que son ideas de Dios. Dios es el sujeto del
pensamiento, Él es quién esta al otro lado del desdoblamiento en que consiste la
reflexión; por Él, y no de un modo inmediato, yo puedo pensar, asistir, a mi
pensamiento (también esta conclusión estaba latente en Descartes a su pesar, por
cuanto introduce a Dios para subsanar las deficiencias fundamentadoras del simple
acto del cogito).

Ahora bien: la diferencia entre "atributo" e "idea" es crucial. Si se dice que las dos
instancias cartesianas son "atributos", entonces es que Dios es, él mismo, extenso y
pensante, y asimismo extensas y pensantes las dimensiones de la naturaleza entera
que son lo mismo que él. Pero si lo que se dice que son "ideas", lo que se quiere decir
en cambio es que aquello que sea Dios tiene entre las elaboraciones de su
entendimiento la idea de pensamiento y la idea de extensión, de las cuales no se
deriva en absoluto nada en la naturaleza, pues ésta es puesta como un objeto, al igual
que el pensar, del intelecto del Ser Supremo. En este último caso Dios acuña, fabrica,
concibe la totalidad del ser sin por ello identificarse con ella, y si esto se acepta se
puede pensar ahora en términos que no necesariamente son inexorables, ya que los
acontecimientos pueden ser producto de la voluntad arbitraria de Dios, que es el ser
que desde fuera de ellos los hace objetos. Y esta es la posición definitiva de
Malebranche, que va a ser, contrariamente al gran barroco, la posición también
definitiva de la modernidad. A despecho suyo, las opciones encabezadas por Spinoza,
Leibniz o Lessing quedarán aparcadas y el pensamiento occidental tomará la dirección
que le ha marcado inicialmente Malebranche. (Es decir: el occidente moderno
discurrirá derechamente y de un modo irreversible por aquella interpretación del
cartesianismo que hace al pensamiento y la extensión objetos del ser que los
constituye y hace posibles, sea este ser Dios, el Yo transcendental, el Espíritu Absoluto,
o la Voluntad de vivir Schopenaueriana).

Para Malebranche, en efecto, el pensamiento no puede ser el punto de partida. (Pero


detengámonos un instante sobre su figura: Nicolas de Malebranche -1638/1715- se
cuenta entre aquellos que pretendió una vez más, tras las crisis de religión que dieron
lugar a la guerra de los treinta años, revitalizar el viejo proyecto católico de poner en
conciliación Razón y Fe. La Iglesia católica en general vio desde el principio en el
cartesianismo la forma embrionaria de algo muy peligroso para la supervivencia del
cristianismo, pero donde Malebranche creyó ver el peligro era en el aristotelismo de
Trento, esa forma de teología que une el paganismo, materialismo y sensualismo
aristotélico -que son reales en Aristóteles- con la teología cristiana. Para Malebranche,
lo que había que hacer era aportar una nueva filosofía a la Teología, y encontró el
pensamiento de Descartes como el más propicio para servir de sostén al pensamiento
cristiano en cuanto se hiciese una especie de nueva Summa Theológica a la cartesiana.
Este era el propósito declarado de la Recherche pour la verité de 1674, y es curioso
que justamente la obra de este hombre piadoso pero también rigurosamente
ortodoxo haya sido la semilla del fideismo, y, por consiguiente, el origen primero de la
introducción de esa modernidad religiosa que arruinará para siempre a la teología
como problema del pensamiento). Siguiendo la argumentación, vimos a propósito de
Descartes que el cogito es una actividad, no una sustancia, y que de ella por necesidad
no sale ni puede salir nada distinto de si misma; si se quiere, pues, pasar del ego cogito
ergo ego sum a ego sum rem cogitantem -yo soy una cosa que piensa-, se descubre
que esta proposición no es clara y distinta como le parece a Descartes, puesto que una
acción no postula un estado substantivo. No hay, pues, una conversión estricta entre la
substancia y sus acciones (como no se puede hablar de la naturaleza de un cometa por
sólo sus fenómenos observables), aunque pueda decirse que las acciones son de los
sujetos en tanto en cuanto que los sujetos se identifican plenamente por sus acciones.
La proposición "Yo pienso" para Malebranche sólo tiene sentido si se lo considera un
objeto, -"hay el pensamiento"-, y entonces "yo pienso" sólo significa un acto que se
ejecuta objetivamente o en el nivel de los objetos. Decir "yo pienso" a secas es una
simpleza, un abstracto, pero cuando yo afirmo "un triángulo suma 180 grados en la
adición de sus tres ángulos sean estos cualesquiera", entonces sí que estoy
descubriendo seriamente el acto de pensar en concreto, ahora sí que estoy haciendo -
o sea: llevando a la práctica en su esencia- ese objeto en que consiste el pensar. Hay
que hacer entonces una distinción primaria: el pensar como tal no expresa otra cosa
que la condición de posibilidad que se tiene que suponer siempre cuando pienso
efectivamente cosas -es decir: construyo fenómenos del pensar. Descartes ha fundado
su filosofía en un aserto que no nos lleva demasiado lejos, sin embargo ha apuntado -
debidamente corregido, a juicio de Malebranche-, la dirección adecuada en la cual es
posible concebir el pensamiento no como una sustancia autorrefente o un acto vacío,
sino como la potencia desde la que se pueden explicar las ideas y sus mecanismos de
producción y objetivación.

Ahora bien, con la extensión sucede exactamente lo mismo: si se dice que la extensión
es una sustancia, a partir de aquí pueden decirse muy pocas cosas más. La extensión
tiene de ventaja sobre la cogitatio el que ya desde el principio es objeto (sólo hay
extensión para el pensamiento, esto es evidente, la extensión no tiene conciencia),
más no obstante es un objeto tal, que paradojicamente el pensamiento lo piensa como
sujeto, es decir, que constata que no se puede pensar ningún cuerpo sino es desde la
extensión, y, así, ella misma no puede ser de nuevo más que la condición de
posibilidad de pensar los cuerpos en general. Porque esto es lo que de facto ocurre:
que no puede aprehenderse directamente la extensión; la extensión figura como
objeto del pensamiento pero se tiene que pensar en ella de tal modo que resulte ser,
igual que el pensamiento, sujeto de los fenómenos. Por lo tanto, con la extensión uno
no se libera tampoco de esa posición refleja que impide poner aquí en el exterior del
pensamiento los fenómenos corporales como algo autónomo, substante por sí mismo:
cuando pienso, en efecto, los fenómenos corporales, entonces igual que sucede con el
pensamiento me doy cuenta reflejamente de que sólo los puedo pensar bajo la
condición de una actividad que lo es desde y para el pensamiento. La extensio es,
pues, no más que una condición de posibilidad también de los fenómenos corporales,
del mismo modo que el pensamiento lo es de sus propios fenómenos psicológicos o
ideativos. Ambos son ideas de Dios, y, dando un paso más, Malebranche afirma que se
conoce así siempre en Dios, puesto que Dios es el nombre del puente ontológico a la
vez que de el lugar donde residen esas ideas suyas -pensamiento y extensión- por
mediación de las cuales el hombre conoce (el ocasionalismo malebranchiano como
una teoría del conocimiento difiere enormemente de la doctrina ocasionalista de
Geulinex, que se perfila más estrictamente como una ontología).

De esta manera, es sencillo comprender ahora que en cuanto que Dios se instituye
como la mediación, se resuelven fácilmente las relaciones cuerpo-alma, pues los
distintos fenómenos de ambas instancias simplemente se piensan de modo distinto.
Por ejemplo: si es el caso de que se piensa un árbol desde el punto de vista de la
selección de condiciones de posibilidad del discurso químico -proyectado sobre el
plano extensivo-, resultará del todo indiferente hacer entrar en consideración el color
de las hojas -que es un fenómeno de percepción-, habida cuenta de que no es este el
nivel seleccionado en este momento para la comprensión del fenómeno arboreo -lo
cual no suprime el hecho de que aquella hojas tengan un cierto color que pueda ser
relevante a la hora de plantear un discurso pictórico, u óptico a la manera de Goethe,
etc. De ello se infiere que si establecemos que hay dos condiciones máximas de
posibilidad de comprensión de lo real, entonces lo que concierne a los fenómenos del
pensamiento son ideas, dolores, sensaciones diversas, reflexiones, etc; y lo que
concierne a los fenómenos de la extensión son, en cambio, movimientos, choques,
polígonos, etc ¿Y cual es el procedimiento para explicar cuando uno y otro
interferiesen entre sí? Pues es igualmente sencillo: estas interferencias se dan en la
mente de Dios, que es quién las compone, y en esto consiste en definitiva la célebre
teoría de las "causas ocasionales" en Malebranche. Las interferencias se explican
sencillamente porque entre los dos modos de explicación posible se entrecruzan dos
tipos de fenómenos, los que afectan al pensamiento y los que afectan a la extensión -
por ejemplo, un pinchazo puede explicarse en términos fisiológicos o emocionales-,
que se dan sincrónicamente en Dios. Con "ocasión", pues, de un dato cualquiera
procedente de una parte de la naturaleza, concerniran a él los fenómenos
correspondientes en el otro punto paralelo de la naturaleza, con lo cual Dios actúa
como el único substante real generador de todas estas actividades puestas en marcha
para la explicación del universo ¿Que quiere decir realmente, y en última
consecuencia, esta apelación a Dios? Pues quiere decir algo revolucionario para el
pensamiento de la modernidad: que en la naturaleza no hay, no operan causas, sino
que operan razones. Es decir: existen conexiones necesarias entre el mundo de los
fenómenos de la física y el mundo de los fenómenos de pensamiento, pero estas
conexiones no son reales o materiales (crítica a la causalidad material antes que
Hume), sino puestas por la razón supuesta su contigüidad en el tiempo -la "razón" del
dolor psíquico, tanto como del hematoma físico, es, como hemos visto, el pinchazo-.
De acuerdo con este programa, ya no hay que buscar más las causas en la naturaleza,
sino las leyes de las conexiones o "razones", y cuando hallemos éstas, sabremos por fin
con total certeza como funciona el universo según el pensar de Dios. La filosofía
moderna es, pues, en síntesis, aquella interpretación del cartesianismo que se inclina a
creer o aceptar estas dos cosas: primero la adopción irrenunciable del modelo de la
explicación racional (con Malebranche el cartesianismo adopta la posición de la
positividad del pensar, la posición del concepto ya no substantivo ni metafísico, sino
del concepto que hace posible las transformación del problema metafísico en un
problema crítico de teoría del conocimiento), y, segundo, la noción de legalidad en el
sentido moderno como las razones compuestas en, y por, el pensamiento, para la
explicación de los fenómenos, o sea: la idea tan familiar ahora para nosotros de que
explicar es enunciar como funcionan las cosas, cuales son las relaciones de
funcionamiento que las ligan, y no declarar su esencia, no tratar de manifestar,
aristotélicamente, como esencialemente son. Este es el enfoque o planteamiento que
se manejará cada vez más en la ilustración francesa -Voltaire, D´Holbach, etc-, que
acaba trasladándose a la Ilustración escocesa -Hume-, y del que culmina extrayendo
todas sus formidables consecuencias Kant sustituyendo a Dios por la idea secularizada
del "yo transcendental", la "actividad pura del pensar", la "ciencia positiva", etc -en
definitiva: la actividad categorial pura del hombre.

El destino es ciertamente irónico: de la ingenuidad de Malebranche en no ver, como el


resto de los cardenales de su tiempo, al cartesianismo como una bomba de tiempo
para el cristianismo, ha nacido buena parte del mundo moderno.

Baruch Spinoza: La filosofía geométrica.


Baruch Spinoza, como Malebranche, es otro de los grandes referentes que nacen
desde el interior mismo del cartesianismo –veremos más adelante que no todos son
así: Hobbes y Leibniz se oponen, cada uno a su manera, al cartesianismo. No obstante,
el pensamiento de Spinoza ha tenido otras fuentes además de la cartesiana: se
encuentra en él, en primer término, una fuerte influencia del estoicismo antiguo, que
seguramente le viene de la tradición española o portuguesa de su nacimiento (si hay
una tradición específica que tenga especial arraigo en el hinterland ibérico, esta es el
estoicismo; en nuestra tierra han destacado también importantes escépticos, pero
incluso cuando llega el erasmismo a España, este se conecta rápidamente con el
estoicismo cristiano de manera que todo el pensamiento español del renacimiento es
conformado más o menos por variaciones del estoicismo; no hay que olvidar que
Spinoza es contemporáneo de Quevedo), y, en segundo término, una no menos fuerte
presencia del hebraísmo renacentista, muy teñido de neoplatonismo -que obliga, por
tanto, a pensar la fluencia a partir del ser-uno- a partir de Leon Hebreo (en cuyo
sistema, la creación es una emanación continua a partir del Uno en donde la criatura y
el creador vienen a ser expresiones de lo mismo: la realidad). Spinoza reasimila ambas
tradiciones y las reordena en un sentido preciso que le viene dado por las exigencias
surgidas del contexto europeo de su época: el estilo, los motivos, y el planteamiento
son los de los grandes temas del cartesianismo -al menos como punto de partida. Casi
enteramente en solitario, Spinoza ensaya otro despliegue del cartesianismo y
encuentra en él un sistema de enorme solidez pero de pavorosas consecuencias para
la tradición europea cristiana, hasta el punto de hundirse durante más de un siglo el
spinozismo en el olvido, y su creador en el anonimato e incluso en la más espantosa de
las adjetivaciones por parte de sus mismos contemporáneos.

Primero de todo, hay que destacar en favor de Spinoza su honradez personal. Tuvo
una vida difícil: él se identificó con el programa político democrático frente a la
monarquía absolutista, y eso le arrastró a la desgracia política cuando sucumbió la
alternativa democrática de Jean de Witt en Holanda. Entonces, Spinoza se encerró en
su óptica y resistió toda tentación de promocionarse social o filosóficamente; le
expulsaron ignominiosamente de la Sinagoga y no respondió a los ataques que a su
pensamiento desde diversos frentes se le dirigieron. Pero es que incluso cuando le
ofrecieron una cátedra en Heildelberg, y tuvo al alcance de su mano el éxito social
asegurado, rechazo esa oferta exclusivamente por la razón de que provenía de un
Obispo de Heildelberg, y, por consiguiente, con la aceptación podía ponerse en duda
su independencia. Afrontó, como consecuencia, una vida de honradez en un trabajo –
el de pulidor de lentes- que no le reportaba beneficio ni seguramente entusiasmo.

Ya hemos apuntado que la obra de Spinoza es un desarrollo interno del cartesianismo


que concluye en un estrepitoso fracaso filosófico en el horizonte europeo de la época.
Lo que Spinoza ve con la misma claridad que Malebranche es que Descartes hace
trampa al decir que parte del yo cuando, en realidad, parte más o menos veladamente
de Dios, así que él hace de su capa un sayo y se determina a comenzar su filosofía por
el verdadero principio, que es Dios. La noción de sustancia como aquel ser que no
necesita de otro para existir no es cumplida en absoluto rigor por la cogitatio ni por la
extensio, sino solamente por el concepto de Dios. Y ahora se trata de pensar este Dios
no en tanto que es capaz de determinar por vía de sus ideas -agustinismo- lo que hace
inteligible a la cogitatio y a la extensio, sino de pensar a Dios como auténtica sustancia,
o –dicho de otro modo-, Dios es la única sustancia pensable puesto que Dios es el
nombre del ente a que corresponde propiamente la definición de un ser
independiente que no necesita de otro para existir. Ahora bien: si Dios es ese ser y
además ningún otro ser puede ser sustancia en ningún sentido distinto ni aún análogo,
entonces no basta con decir “la sustancia es Dios”, sino que habrá que afirmar
también: en Dios esta, pues, contenida toda otra substancia. Consecuentemente, el
paso al que lleva el cartesianismo si pensamos en términos substanciales es que Dios
no puede ser nada distinto de la naturaleza, porque nada fuera de Dios puede ser
propiamente sustancia, dado que toda la substancialidad ha de estar en Dios. Por lo
tanto, el axioma indiscutible de la Ética, su punto de partida básico, es este: si la
sustancia es aquel ser independiente que no necesita de otro para existir, entonces de
ahí se siguen dos consecuencias:

1) Este ente substantivo ha de ser forzosa y únicamente Dios.

2) No hay ni puede haber nada fuera de Dios. (La cláusula realmente importante es
claramente la segunda; la primera puede ser un mero nombre, el nombre que le
otorgamos de ese fenómeno de aceptar su realidad).

Dios es, pues, el nombre del todo, por tanto Dios o la Naturaleza o la Sustancia es lo
mismo. Este salto es el que se denominado en la historia del pensamiento
"panteísmo", pero este es un panteísmo nuevo, moderno, respecto al panteísmo
estoico, al que Spinoza estaba preparado ya por su preparación estoica y hebraica
neoplatónica. "Nada existe al margen de Dios" es un pensamiento que habría sido
aceptado por igual por Leon Hebreo o Plotino, e incluso por dichos estoicos -el Todo es
lo Divino-. ¿En qué y en donde está entonces aquí la novedad? En la identidad añadida
de sustancia a la identificación panteísta clásica Dios=Naturaleza, es decir, en su
substancialización. ¿Y por qué es el punto de vista fundamental? Porque es claro que a
partir de aquí ya no se trata de deducir la realidad a partir de Dios o a partir de la
Naturaleza, ni siquiera a partir de su identidad, sino a partir de la Substancia que
contiene a Dios y a la Naturaleza. Si se quiere hacer una deducción de la realidad desde
Dios o la Naturaleza, basta decir que ésta o aquel es causa en sentido físico, o sea, el
agente, el que hace algo (como el Dios creacionista, o el Demiurgo platónico, o la
natura naturans de la que todo brota), y este es el punto de partida tradicional de
todos los planteamientos panteístas. Pero ahora Spinoza piensa esta identificación
desde el punto de vista de la sustancia, o sea de la entidad independiente, y desde esta
perspectiva la causa física no dice nada, esta fuera de lugar, más aún: se comete una
metábasis eis allo genos si se habla al mismo tiempo de “independencia” y “agente”.
La manera, en cambio, como se puede hablar de causa fuera de todo fisicismo y
valiéndose del pensamiento de la sustancia es entendiendo la causa como la noción
matemática de principio, -y, así, los efectos se entenderán más bien como
consecuencias. De esta manera, se habrá logrado el sueño cartesiano -que Descartes
estuvo lejos de concebir coronado- de una exposición universal de la realidad por la
razón, porque con esta maniobra spinozista sí que se encuentra el mecanismo
adecuado para una estricta matematización y geometrización del mundo gracias a la
posesión del fundamento ontológico requerido, que es la noción de substancia -la cual
contiene a Dios y a la Naturaleza, pero esto es ya anterior al problema moderno. Lo
que con la operación spinozista se ha dicho, en definitiva, es: Dios es el todo y por
consiguiente Dios y la Naturaleza son la misma cosa, pero lo decisivo es que tanto uno
como otro se van a estudiar desde el punto de vista de la entidad independiente, y
como todo tiene que suceder en el interior de esa entidad independiente como un
proceso inmanente suyo, las causas ya no tienen por qué ser concebidas como
agentes, es decir, como elementos que requieran una manipulación o tecnificación a la
manera creacionista, sino que se pueden interpretar esos procesos en el interior de la
noción misma de sustancia como procesos estrictamente de lenguaje, y,
concretamente, como procesos rigurosamente matemáticos.

¿Como se aplica esto? Lo que quiere decirse en definitiva es que se puede definir, por
ejemplo, un triángulo construyéndolo en el entendimiento, y con ello se esta
proponiendo la génesis del triángulo: una línea doblada dos veces en la forma única
posible regular en que la suma de los ángulos miden 180º, o dividiendo un segmento
común en tres lados en la forma única posible lógicamente hablando en la que son
capaces de circunscribirse en un círculo. Y ahora viene la gran pregunta...¿En que
sentido se puede hablar aquí de “causa”? Es decir: estas operaciones antes descritas
podrían realizarse físicamente por un agente, pero no es en absoluto necesario para
concebir cual es la causa de la construcción siquiera mental o substantiva de un
triángulo, pues en realidad basta con proponer mentalmente la solución posible a los
enunciados de la génesis de un triángulo antes explicitados. Por lo tanto, aquí la noción
de causa es anterior a la causa física: consiste en proponer principios de los que se
derivan consecuencias. Si se piensa así el mundo -como consecuencias deducidas de
unos principios-, lo que sea valido en el nivel substantivo, como es idéntico a la
Naturaleza y a Dios, será valido también en el nivel físico, con lo que se cumplirá
estrictamente el programa cartesiano: el mundo puede ser pensado
matemáticamente, geométricamente. En este punto crucial es donde descansa todo el
brillo especulativo de la genialidad spinoziana: se ha podido discurrir –seguramente
con tal coherencia y plenitud por primera vez en la historia- la secuencia donde, en
efecto, se puede pensar sin acudir a otros elementos que aquellos que respondan a
principios y consecuencias en el interior de la sustancia, y se puede así tener
definitivamente certeza absoluta de que el ordo idearum es aquí estrictamente
equivalente al ordo rerum (cumplimiento absoluto del viejo programa parmenídeo de
la identidad pensar-ser). Pensar en los términos de la sustancia significa pensar ni física
ni espiritualmente, sino en los términos de un entramado lógico requerido por la
noción de esta sustancia: todo lo que se halle como necesario en el ordo idearum lo
será también en el ordo rerum, todo lo geométricamente concebible tendrá su
correlato físico. Esta es una idea de tal potencia epistemológica, que Hegel llega a decir
ciento cincuenta años después que todo filósofo tiene dos posibles filosofías, la suya
propia y la de Spinoza.

Realmente, no es posible escapar, toda vez que se admite el planteamiento de las


primeras proposiciones de la Ética, a la implacable marcha de la lógica spinozista. Si
uno se pone a considerar que el principio del pensar es la sustancia –el “en sí”-, y se
admite respecto a ella la definición cartesiana de la misma, entonces no hay modo de
escapar al spinozismo. Sólo negando el punto de partida se puede rechazar el
spinozismo, y este punto de partida late bajo la modernidad entera aún rehuyendo a
Spinoza: es el monismo o monologismo, en el sentido de dar por sentado que la
explicación de la realidad tenga siempre que responder al UNO; el monologismo
consiste en la confianza inquebrantable de fondo en que hay un punto inicial, una
posición absoluta, primera y única, desde la cual se explica todo. Y esto es,
históricamente hablando, hebraísmo; de hecho, el programa de Descartes sólo se
cumple en la religión cristiana, y de nada vale secularizarla si con ello se mantiene su
orden característico de pensamiento, y este es: el principio, el positum es Uno, y,
frente al tremendo condicionamiento mental que implica esta tesis, apenas importa
qué nombre apliquemos a ese Uno. Ya Descartes mismo en los Principios se da cuenta
de que la noción de sustancia sólo se puede aplicar propiamente a Dios, pero sigue
confiriendo inteligibilidad de substancias -aún derivadas- a cogitatio y extensio,
porque de lo contrario se le arruina entre las manos el concepto de creación. Si no se
es capaz de distinguir Dios de sus criaturas, entonces no hay quién rompa la identidad
Dios = Naturaleza (panteísmo clásico), y por eso Descartes insiste en la substancialidad
de cogitatio y extensio, para asegurarse de que sean distintas de Dios aún
dependiendo de él (pero, realmente, esto no hay quién lo comprenda bien). Una vez
que Spinoza apura la noción de sustancia, todo puede explicarse desde lo Uno -la
Sustancia-, y así, por panteísmo, se encuentra el fundamento sólido a un mundo que
fuera pensado desde la unidad, es decir, a un mundo donde la noción de Dios se ha
secularizado ya completamente (pues ahora se le llama sustancia), pero que sigue
siendo pensado desde una instancia necesariamente única puesta al principio.
Pensadores posteriores como Marx o Kant seguirán convencidos de que pensar es
necesariamente y en todos los casos pensar desde lo uno, reducir lo múltiple y
heterogéneo a unidad; parece un destino de occidente la absorción sistemática y a
menudo inconsciente –pues gobierna incluso entre los detractores de la tradición
teológica, como apuntó Feuerbach, quién también sucumbió bajo ella- de esta
herencia hebraica, contra la cual el único remedio posible consiste en partir de la
pluralidad (y aceptar que al principio eran muchos, irremisiblemente).

Sea como fuere, si se es efectivamente monista, entonces es muy difícil escapar de


Spinoza, de su potente programa donde a partir de lo uno todo se puede explicar, todo
da razón de todo, se verifica una completa deducción de lo real desde lo uno. La gran
aportación de Spinoza se resume en lo siguiente: la racionalidad nos obliga a pensar en
términos de uno substancial y principios y consecuencias, en cambio la realidad parece
plural, es de facto una pluralidad empírica ¿Que será entonces, conforme a esta
situación, una explicación o deducción? La respuesta spinozista es honesta, directa y,
sobre todo, de una formidable eficacia: filosofar será pensar esta pluralidad en
términos de lo Uno, y por tanto la explicación se aplicará correctamente si se puede
hacer la deducción de la realidad desde Dios. Por tanto, si la sustancia se identifica con
Dios y la Naturaleza, entonces es que Dios es un principio productivo, de acción, que es
lo que se observa empíricamente que es la Naturaleza. Y esta productividad no hay
más remedio que pensarla como infinita (este infinito es matemático: sobre todo
producto que se pueda pensar siempre se le puede añadir +1; un infinito cuantitativo
puesto que Spinoza no tiene en sus manos el cálculo infinitesimal). La Naturaleza es
una actividad productiva continua, incesante, sin fin: cada producción concreta será de
orden temporal, pero la capacidad misma de producir es atemporal, o lo que es lo
mismo: la causalidad en sentido empírico es temporal, pero su principio explicativo no
lo es. Lo que define a la naturaleza, pues, es un principio, el de causación natural, que
es sub especie eternitatis: la génesis es eterna. Además, este principio es inmanente a
la naturaleza, y cuando genera cosas, entes particulares, a estas les corresponde
igualmente el término de naturaleza (además de haber sido producidas por ésta). Todo
el recurso tradicional de las causas a los efectos queda roto de nuevo desde el punto
de vista de la sustancia: la consecuencia del principio es que cada consecuencia
responde al principio con independencia de toda transcendencia. No viene al caso
hablar de mimesis, analogía, o incompresibles relaciones de parte al todo: la
Naturaleza o Dios es idéntica a sí misma en todas sus producciones. La Naturaleza
produce por sí misma, sin que la determine ningún otro elemento, y en este sentido es
autónoma, pero tampoco cabe hablar nada parecido a una quimérica “potencia de
decisión” en la Naturaleza; la producción inmanente y eterna se mueve en estrictos
términos de necesidad (pero no como opuesta a la libertad, puesto que es su propia
necesidad la que domina; este es un falso problema como el de el agente o el de la
transcendencia), la necesidad inherente al esquema deductivo principio-
consecuencias. Todo nace del fondo de la Naturaleza, y ésta no tiene ni inteligencia ni
voluntad particulares, la Naturaleza -o Dios- propiamente no actúa, sino que
simplemente es. La explicatio entera ha servido para describir en qué consiste el ser,
que no es más que el ser natural o el ser divino. "Ser" quiere decir nada más que los
hechos que acontecen inmanentemente y desde siempre y para siempre por vía
necesaria en la Naturaleza, es aquello que resulta de la actividad ciega de la Naturaleza
(nosotros somos seres porque pertenecemos a la naturaleza, no en primer término por
la equivoca obviedad de que somos partes de ella, sino fundamentalmente porque
somos consecuencia necesaria de ella: supuesta la Naturaleza, ergo ego sum). Desde la
Naturaleza se explica todo; las finalidades, causas, designios, sentidos, etc, no
naturales, antropomórficas, que la atribuimos son ficciones de la imaginación. En la
reducción al uno Spinoza tacha de inútiles una enorme cantidad de concepciones en
las que ha estado empeñándose la historia de la filosofía –si este era el momento
negativo de la filosofía spinozista, prosigamos ahora el positivo.

Porque si, volviendo al principio, aplicamos los criterios genéticos de la construcción


lógica, derivando lógica e incuestionablemente de Dios la Naturaleza, entonces se
podrá decir que lo uno consiste en una infinita cantidad, o mejor, que se expresa de
una infinita cantidad de maneras. De esta infinitud, el conocimiento humano sólo
accede a dos de sus expresiones: lo Uno con respecto al hombre o bien se expresa en
forma de pensamiento o bien en forma de extensión, que son ambos sólo dos de entre
los infinitos atributos de la esencia. (La noción lógica de atributo es aquella
pertenencia esencial inherente al sujeto). Los atributos expresan objetivamente la
esencia de Dios según la naturaleza de lo que en el mundo aparecen como los modos
propios del ámbito humano. En el plano del mundo -que es idéntico al plano de Dios,
pero en la dimensión de los seres particulares-, los hombres entienden que todo se les
manifestará en forma de cuerpos o espíritus, ambos atributos de Dios. Esta noción
recupera metafísicamente algo propio del malebranchismo, pues desde el momento
en que pensamiento y extensión son atributos de Dios, son también formas de
inteligibilidad: se puede comprender igualmente el mundo en la forma de cuerpos o en
la de espíritus. (Las diferencias residen en que cuando el Dios de Malebranche pone
como condición de la concebibilidad pensamiento y extensión, lo hace en un mundo
que está fuera de él, que es distinto de él, lo cual es difícil de comprender y bien
pensado habría que aparcar dándole entonces así la razón a Spinoza. La pluralidad de
lo real será modos diferentes de expresión de lo Uno según la naturaleza de estos
atributos ¿Y que es un "modo" para Spinoza? Él responde “la definición o
determinación particular de lo infinito”. Esta es una respuesta sumamente importante
que conviene aclarar al máximo, pues si pensásemos los modos por referencia a la
finitud (es decir: somos concentraciones finitas de algo infinito que al morir
retornaremos a ello entrando en un ciclo natural, etc), nos sale algo bastante trivial,
ecologista, pensado ya en las postrimerías del siglo anterior por Giordano Bruno. Pero
Spinoza no va por ese camino, esto es algo que se queda inevitablemente en el
contexto físico o fisicalista de Dios = Naturaleza, sino que piensa la noción de “modo”
desde el contexto substancial del esquema principios y consecuencias. ¿Qué quiere
decir que una rana es un modo finito –no nos referimos a “verde”: eso sería una
recaída en el fisicalismo- en el que se expresan los atributos naturales de pensamiento
y extensión? Significa que entre el finito y el infinito existe una falsa oposición, pues un
modo finito lo es siempre del infinito como determinación, posición suya, al que le
corresponde sencillamente la manera de expresarlo. Todo ser concreto es un gesto de
Dios, por cuanto que la existencia no es más que el modo de expresión –o sea: de
posición, de manifestación, el hic et nunc- de la esencia, así como la esencia no es más
que la verdad –o sea: la eternidad, el ser, lo universal y necesario- que corresponde a
la existencia; ambos planos se reflejan mutuamente, ninguno es anterior o superior al
otro, sólo disociables por abstracción (pues no son más que momentos explicativos de
la verdad entendida como producción de verdad), acabando con ello con siglos de
trabalenguas escolásticos. Pedro es finitamente un modo de hombre, no porque en él
se cumpla la extensión y el pensamiento en la forma correspondiente a un hombre de
concentración particular, etc –naturalismos vulgares-, sino sencillamente porque en él
se cumple enteramente la esencia de hombre. Si se piensa en términos eternos,
necesarios, no habrá diferencia entre Pedro y Pablo, en quien también se cumple
sobradamente la esencia del hombre; pero si lo pensamos en términos de infinitud,
como corresponde a las esencias -desde siempre hay una esencia de hombre que se
cumple más o menos torpemente, en lenguaje platónico-, ocurrirá lo mismo: en ambos
casos se piensa en términos naturalísticos ¿Porqué, donde está el error? Pues porque
nos estamos quedando en un hombre concreto, es decir, en un producto concreto de
la naturaleza. Pero si ahora pensamos que los modos son modos de ser,
correspondiendo a la descripción "Pedro es la naturaleza", entonces se hace posible
señalar lo siguiente: en todo modo particular, finito, se cumple una esencia eterna
ciertamente, pero esa esencia es finita. Lo que corresponde, pues, al finito, no es la
producción física (nació, se morirá, etc), sino ser un modo de lo Uno, de Dios. En la
extensión lógica del concepto del concepto Dios hay un modo, Pedro, que lo expresa;
es lo mismo que Dios, pero en versión más reducida. Como no es más que un modo de
expresión de Dios, la única posibilidad de predicar algo de Pedro es entendiéndolo
como un modo de Él o Ello, y entonces se dirá que por si mismo no existe, que no le
corresponde ninguna necesidad. Lo que es finito es el modo, pero este modo finito es
siempre eterno, cada modo es expresión de una posibilidad eterna. Los modos en
Spinoza -los seres particulares, plurales- son esquemas de una posibilidad eterna en la
que se expresa lo que tienen de natural. Cada modo es una representación finita,
limitada, de la naturaleza, es la naturaleza misma desde un punto de vista, por así
decirlo, pequeñito (no absorbe toda la naturaleza, pero tampoco “participa” de ella).
Cada modo es limitada, pero enteramente, un posible eterno: el modo de ser. Un ser
particular no es más que una representación limitada de una eternidad. Insistamos: en
cada modo finito esta el todo representado, no es que la Naturaleza se fragmente en
partes, sino que la división es cualitativa: toda la naturaleza esta enteramente en cada
uno de los hechos naturales. En Pedro o en la rana están simultáneamente el todo
eterno y la limitación en el tiempo, él es un modo finito de una esencia eterna, la
eternidad habita en él, las esencias eternas finitas habitan los modos y no hay nada
más fuera de la sustancia Dios. Todo esto es lo que hay, la Naturaleza = Dios, la única
sustancia que se expresa eternamente en sus modos. Limitando el todo a un
concentrado particular encontramos que en él está el todo, que no le falta nada ni se
reserva nada para ser enteramente natural. No se puede pensar la naturaleza al
margen de los naturales, como si fuese algo que subyazca a ellos no contando con ellos
tal como son para concebirse a sí misma (una duplicidad impensable). El todo esta en
cada cosa finitamente; si esta determinación lo es del todo, es eterna, entonces ahora
ya se comprende el spinozismo.

Cuando se llega a este punto decisivo, se desprende que las ilusiones de una vida
autónoma donde el mundo se pueda hacer por nuestra parte son sólo eso: ilusiones.
Es una ilusión la modificación o intervención en la naturaleza, todo es necesario y es
como es lógica y naturalmente. Al renunciar a esto negativamente se ha renunciado a
todo intento de dominación, de engaño, y entonces la única legitimidad posible del
poder es instrumental, coyuntural (más para eliminar obstáculos que otra cosa). La
positividad esta que más allá de esta negatividad crítica la ética spinozista asegura la
beatitud de comprender que el mundo entero es una representación de lo divino en
nosotros, que nosotros somos Dios aún en un modo finito justamente tal y como
somos. Así, la Ética de Spinoza borra de un plumazo todas las esperanzas de la
Ilustración en el mismo sentido en que la Ilustración camino ulteriormente. La única
libertad posible es la interior del que se sabe que representa un modo eterno, del que
se sabe no una parte de la naturaleza, sino él mismo la naturaleza, no una parte de
Dios, sino él mismo expresión de Dios. Y esta libertad se alcanza inmediatamente sin
necesidad de planes de racionalización del mundo -esto fue lo que empavoreció, no sin
razón, de Spinoza a la Ilustración triunfante.

El pensamiento de Thomas Hobbes y los inicios del empirismo en Inglaterra.

Otra manera más de tratar la división cartesiana es negándola, bien por vía de
superación monista, bien escogiendo uno de sus dos elementos para negar
radicalmente la positividad del otro. Como hemos visto, para dar carácter substantivo
al alma se tendría que poder pensar en un ser independiente que consistiera
únicamente en eso, en pensar, y esto es difícil de concebir puesto que pensar es una
función, una actividad. Por esta razón, cuando Descartes dice "pienso, luego existo",
en realidad esta introduciendo dos verbos distintos: la acción de pensar propiamente
dicha, y un verbo de estado, "luego existo". Así las cosas, para pensar la cogitatio como
una sustancia autónoma hay que pensar una función independiente que exista por si
misma, y así se hace difícil concebir cómo podría haber un pensamiento que pudiera
funcionar como sujeto sin pertenencia a cuerpo alguno. Thomas Hobbes columbra la
consecuencia inmediata de esto: no hay, pues, división de substancias, sólo hay
extensio. En 1676, un discípulo suyo, Pierre Boyle, -ya muerto Hobbes desde 1671-,
denomina a esta nueva posición de la cuestión "materialismo". Conviene, por tanto,
subrayar que la tesis materialista en la modernidad sólo se comprende desde el punto
de vista de la situación creada por la división cartesiana. El materialismo en la
modernidad no dice "toda la realidad es reductible a aquellas substancias que son
susceptibles de ser descritas extensionalmente", sino que dice más bien esto otro: "si
el pensamiento es una actividad, una acción, mientras que la extensión es una
sustancia, entonces el pensamiento debe poder ser de alguna manera reducido, debe
tener un origen y poder ser explicado en el interior de la extensión". Esto no tiene
nada que ver con el materialismo del mundo antiguo, que lo es todo él (a nadie se le
ocurre pensar en el mundo antiguo que haya algo que no pertenezca a la physis, hasta
los mismos dioses tienen cuerpo; incluso en el pitagorismo o platonismo, si se habla de
almas incorpóreas, se dice que son físicas, y si se habla de ideas, se puede hablar de su
inmaterialismo precisamente porque están separadas de la physis, o al menos de la
materia, y en el mundo físico sólo se puede hablar de compuestos de la materia).

Hobbes es contemporáneo de Descartes y pertenece a la tradición empirista de estirpe


baconiana. Huyo de Inglaterra a raíz de la revolución de Cromwell -pues era un
decidido monárquico-, conoció a Galileo en Italia, retradujo las aún muy ingenuas ideas
empiristas de Bacon al contexto de la nueva física de Galileo y finalmente paso por
Francia. Allí, conoció en 1641 al padre Mersenne, que le introduce a la obra de
Descartes antes incluso de que esta se publique -pone, de hecho, objeciones a las
Meditaciones que se publican con parte de éstas-. Todo esto hace que Hobbes, un
hombre preocupado por los azares políticos, se interese profundamente por la
filosofía, no siendo una consecuencia directa de Descartes como los autores
anteriormente vistos. Cuando Hobbes lee la obra de Descartes comprende que uno de
los dos elementos sobra, que existe una inadecuación entre la sustancia que se
consume en una actividad y aquella que reclama una existencia, una fisícidad. Pero
para entonces, el problema ya se ha dirimido en sus términos más terribles -es lo que
nosotros denominamos el malentendido materialista-, porque a partir de ahora todo
aquel que quiera reivindicar una forma de autonomía del pensamiento será llamado
"espiritualista", y esto es un completo disparate. Se puede, en efecto, pensar la zona
autónoma del pensamiento, o, dicho de otra manera, se puede pensar el pensamiento
en perfecta autonomía ontológica sin tener que pensar en los términos de si pertenece
o no, deriva o no, del cuerpo. El problema de los pensadores llamados "materialistas"
en la modernidad es el problema de la división cartesiana. Como no son capaces de dar
al pensamiento ninguna autonomía fuera de la única sustancia que consideran
existente -el cuerpo-, se ven obligados permanentemente a estudiar el pensamiento
en los límites de las leyes de los cuerpos. Aquí da comienzo una larguísima polémica
del materialismo metafísico que nace justamente con Hobbes y que tiene confundidos
aún hoy a una larga serie de pensadores de todas las corrientes filosóficas -
principalmente, analíticos y marxistas.

En un texto del tratado De Cive, Hobbes nos muestra el recorrido de su pensamiento


(cita aproximada): "yo estaba estudiando filosofía por mi cuenta y había reunido sus
primeros elementos de todas clases; luego, habiéndolos distribuido en gradualmente
en tres secciones, pensé haber escrito de ellas como si en la primera hubiera que tratar
del cuerpo y sus propiedades generales, en la segunda del hombre y sus facultades y
afecciones principales, y, en la tercera, del gobierno civil y las obligaciones de los
súbditos. La primera sección debería haber contenido la filosofía primera y ciertos
elementos de física; en ella, se hubiese considerado las razones del tiempo, lugar,
causa, poder, relación, proporción, cantidad, figura y movimiento. En la segunda
hubiéramos tenido que conversar sobre la imaginación, la memoria, el sentimiento, el
raciocinio, el apetito, la voluntad, el bien, el mal, lo honesto, y similares. Lo que se
hubiera tratado en la última sección yo os lo mostrare en seguida". El De Cive es una
obra de juventud de Hobbes dedicada exclusivamente a la política, y en ella se
describe lo que para Hobbes, después del contacto cartesiano, deberían ser los pasos -
que no están claros si se siguen meramente sus obras- que pensaba seguir en un
hipotético orden sistemático y que son los que vamos a tratar de reconstruir aquí
como guía de esta exposición.

Primero habla Hobbes, pues, de cuerpos, de la extensio, y dice que esto es nada menos
que la filosofía primera, o sea, el equivalente a la ontología en la ordenación
típicamente cartesiana; después, cuando sean halladas las leyes generales de los
cuerpos será el momento de hablar del hombre, o sea, de aquellas cosas que
caracterizan al hombre desde la posición de un cuerpo: sus pasiones, sus afectos y el
pensamiento; y sólo entonces será el momento de hablar de lo que era el núcleo inicial
de su preocupación, es decir, de la política. El postulado primero que maneja Hobbes
recoge la influencia de Bacon: consideraremos real sólo aquello que es susceptible de
experiencia e interpretaremos por "experiencia" -esto es ya galileano- aquello que
puede ser manipulado, medido, comprobado y verificado, quiere decirse: tratado en
un laboratorio. En Hobbes la transformación galileana de la "experiencia" entendida
aristotélicamente, por la "experimentación" realizada según el método hipotético-
deductivo es ya completa. Si esto es así, es claro que no hay una experiencia directa -ni
manera de tratar experimentalmente, por ejemplo haciendo la anatomía de un
cerebro-, del pensamiento, y tendremos que decir que la realidad sólo corresponde
realmente al cuerpo -y esto es puro materialismo. Pierre Gassendi dirá más tarde que
en algún punto hay que terminar la división de la materia, y desde entonces
"materialismo" significa también "teoría corpuscular", es decir, "atomismo". Puesto
que la realidad son cuerpos, y estos se definen por la extensión, ellos deben de poder
explicarlo todo, y así la filosofía primera será una física del movimiento. Cuando se
establecen las leyes del movimiento de los cuerpos se tienen ya el fundamento básico
de toda teoría de la realidad. ¿Como se pasa ahora a una explicación del hombre a
partir de esto? El materialismo es una tesis pobre de la historia del pensamiento que
además tiene potentes pensadores en su contra (Leibniz, Kant, Hegel, etc), y si aún y
todo ha sido influyente lo que viene ahora es, sin embargo, decisivo puesto que ha
sido fundamental para nuestra cultura: si por culpa de la escisión no se quiere pensar
autónomamente el pensamiento, sino que hay que deducirlo de los cuerpos, entonces
habrá que entender el pensamiento como una función del cuerpo. Una función con
estas características: activa como una capacidad de ciertos cuerpos, que para entender
su tipología baste con entenderla como tal función del cuerpo y nada más -es decir,
sólo explicada desde el ámbito del cuerpo. Se introduce así una noción de
pensamiento que se agota exclusivamente en lo formal, y esto es lo verdaderamente
importante. Ya no intervendrán para nada la memoria, las tradiciones, ni, en general,
ningún contenido del pensamiento; estos contenidos posibles del pensamiento
tendrán que poder ser asimilados por el cuerpo, y como no se puede concebir el
pensamiento más que desde el cuerpo, que es una cosa concreta, habrá entonces que
pensar que se nace totalmente vacío de referencias, y que el pensamiento consiste en
actividades formales puras: establecer uniones o distinciones, semejanzas o
diferencias, y, en general, organizar toda suerte de materiales que vayan entrando
(estructura de input/ output).

Pensar no es más que este modo de actuar expresado bajo leyes del cuerpo análogas a
las leyes del movimiento. El sujeto es un cuerpo vacío de contenidos de pensamiento -
en principio- que, al igual que se mueve conforme a leyes físicas, "mueve" también su
pensamiento o razón conforme a leyes de movimiento que sólo pueden ser
interpretadas formalmente. A estas leyes formales del pensamiento se las llamará
"psicológicas", puesto que proceden de aquella función del cuerpo que en la tradición
ha sido denominada "psyché". Todo el hombre es reducido a leyes de movimiento
físico y leyes de movimiento psíquico. Se comprende ahora que el pensamiento de
Hobbes haya conectado con el cartesianismo, que también concluía en una
antropología del vacío. Lo influyente de este pensamiento esta en esto mismo: una
interpretación reductora, maquínica -la pysiche como una especie de maquina- del
pensamiento, mediante la cual se ha puesto en marcha toda la teoría de la Ilustración,
y el proceso por el que la secularización avanzará. Ya Locke en la generación siguiente
afirmará que la teoría del conocimiento consiste en las leyes psicológicas del
pensamiento. Hume hará lo mismo, y Kant coronará esta tendencia cuando afirme:
pensar es en definitiva aplicar a sensaciones caóticas y ciegas un mundo de
categorizaciones que no serán sólo psicológicas sino además transcendentales -
añadido hecho no más que para evitar subjetivismos individuales-, pero al fin y al cabo
igualmente formales. Pensar es ponerse a combinar según un mecanismo formal,
pensar es las "formas del" pensar.

Aunque ahora nos parezca inmediata, esta es una idea nueva en la historia del
pensamiento: un pensar que desatiende lo pensado por él, que no consiste en "pensar
en" esto o lo otro, que puede ser interpretado desde ninguna referencia o cuyas
referencias son recurrentes a sí mismas -la famosa tabula rasa. Desde ahí se abrirá
paso la posibilidad de un pensamiento secularizado en la Ilustración. En el s.XVII se
asiste a la necesidad de refundamentar la totalidad del pensamiento humano en un
punto incuestionable, y primeramente se recurre a un Dios que ya no es tanto el
religioso como el sujeto de las ideas; pero existe otra manera de lograrlo, y es
encontrar una fundamentación que sin ser substantiva como lo es Dios pudiera ser
asimismo fundante del conocimiento, y esto es lo que surge estructuralmente con
Hobbes. Él propone el modelo de una razón formal que, atravesando por los llamados
"empiristas" del s. XVIII, y llegando íntegramente a Kant, sin necesitar ya a Dios pero
legitimando un conocimiento humano, constituye el paradigma de la Ilustración, que
es hobbesiana incluso políticamente. Esta razón formal opera mediante lo que Hobbes
denomina la "reducción de las percepciones a símbolos". La razón asigna símbolos a las
percepciones materiales que entran por los sentidos del cuerpo, y estos símbolos son
puramente convencionales (nominalismo puro). La única manera de ponerse de
acuerdo sobre símbolos es reduciéndolos a definiciones, que serán también
convencionales pero al menos darán pábulo a la discusión y por tanto al acuerdo -la
metafísica, que trataba de construir "el discurso" capaz de reproducir la realidad tal y
como es, se convierte así en un absurdo, puesto que las palabras son sólo
convenciones. En un segundo momento funcional, pensar es, por tanto, reunir o
separar símbolos, realizar un cálculo formal con símbolos definidos
convencionalmente. Las pasiones o apetitos, que pueden ser la causa de errores,
Hobbes los define como leyes de los cuerpos, instintos para los cuales cualquier juicio
moral resulta absurdo (como lo sería decir que es "malevola" la ley de gravedad). Sin
embargo -dice Hobbes-, se debe convencionalmente por interés del hombre reprimir
unas pasiones y potenciar otras, calificadas por motivos de conveniencia de buenas o
malas. ¿A qué viene ahora esto y como encaja con el resto? ¿Como pueden decidirse
los beneficios y por lo tanto las virtudes desde una posición materialista? No hay que
olvidar que Hobbes es sobre todo un protestante que tiene una imagen pesimista de la
naturaleza, y que aunque razone sobre la naturalidad de las pasiones, en el fondo no
puede dejar de conceptuarlas como negativas precisamente por naturales (el caso de
Spinoza, que no era protestante, es semejante en la práctica, pero no idéntico en la
concepción). Como consecuencia de ello, piensa Hobbes que el hombre, totalmente
abandonado a las leyes de sus pasiones se convierte en un lobo para el hombre;
"homo homini lupus" es una descripción totalmente pesimista del hombre que nace de
las creencias protestantes –Aristóteles, y con él todo el pensamiento político de la
edad media, no la compartirían-, creencias convencidas de la corrupción esencial de la
naturaleza humana, de Hobbes.

Así, si el hombre dejado libre a su propia naturaleza no produce más que violencia,
entonces el juego de la convención, que reprime y potencia tendencias, nace
exclusivamente de estas leyes en las que el pensamiento es por primera vez mirado
desde una materialidad -pero sólo en este caso. Con lo que tenemos que Hobbes,
después de postular la formalidad y vaciedad del pensamiento, sorpresivamente dice
ahora que existe al menos un contenido natural del pensamiento, que es la pulsión de
autodefensa y procura de seguridad, lo cual parece una contradicción. Esta ley natural
a priori de la psique humana hace que el hombre intente por todos los medios a su
alcance limitar sus propios instintos agresivos en pro de la defensa de su propia vida y
bienes, y no, desde luego, por ninguna valoración moral. Valiéndose de este
razonamiento, Hobbes pone en marcha el decisionismo, que es una de las grandes
conquistas de la modernidad, porque en virtud de la decisión pueden resolverse
muchos problemas que son irresolubles apoyándose exclusivamente en la discusión
(por ejemplo: ¿porque habría el Estado de aceptar la libertad de opinión, que motivos
racionales puede aducir para ello?, pues porque sí, por decisión a falta de una razón).
Sustituir el orden teocrático de Dios por la decisión humana no es ni mucho menos una
operación de sentido común o irrelevante: en este instante preciso la antropología se
convierte en ontología política. Lo que caracteriza por encima de todo a la modernidad
es un carácter antropológico de la política como aquel punto donde se resuelven los
problemas y encuentran solución teórica y práctica las cuestiones y dificultades de
orden epistémico que han surgido en el curso de la explicación teórica. Las aporías
antropológicas encuentran un locus ontológico donde resolverse en su dimensión
práctica y teórica, y este es -y esta es la definición moderna de- la política. No se puede
exagerar la importancia de este punto, que conviene comprender en sus justos
términos. la política en la modernidad no es simplemente el origen o la legitimidad del
poder, o la explanación positiva de la sociedad, sino un concepto ontológico que une
indisolublemente la resolución de los problemas antropológicos -aquellos generados
precisamente por su vaciamiento- a su expresión bajo la forma de la sociabilidad, y por
eso la metafísica de la modernidad es una antropología política. Estamos tan
familiarizados hoy con este concreto planteamiento de las cosas -que actúa como
transfondo acrítico de nuestras convicciones actuales, estableciendo el ser mismo
vigente de "lo moderno"-, que hemos olvidado su antiguo carácter de propuesta
nacida en los debates filosóficos y político-religiosos del s. XVII, y somos incapaces en
consecuencia de concebir alternativa alguna a este modelo. Según este, el origen
estructural -que no cronológico- de la sociedad esta en el hombre que toma la
decisión, por razones materiales y morales -sobre todo porque su pensamiento esta
vacío-, de crear un mundo habitable que suspenda la guerra de destrucción del
hombre por el hombre que es el estado de naturaleza. Un mundo a escala humana
concebido como a partir de un determinado locus ontológico que es el de la política y
cuya expresión física es el Estado, es decir, un espacio donde rigen normas
convencionales que recogen elementos cedidos de la decisión -el mítico pacto social-
para lograr la autodefensa individual en un marco común. Al Estado sólo le
corresponde la legitimidad de su origen contractual entre individuos corporales, y su
resultado es el imperio de la ley -un imperio sobrepuesto al imperio de la naturaleza
que lo abole y suspende en pro de la seguridad. Las leyes del Estado son -como las
físicas- el elemento de regularidad sobrepuesto a la naturaleza que puede ser
convencionalmente puesto y que tiene la capacidad de determinar los ámbitos de lo
licito y de lo ilícito. El estado pasa a ser como un nuevo cuerpo -cuerpo de reunión-
que se rige por nuevas leyes -jurídicas-, y que en su función alegórica de super-
organismo social dirigido desde arriba recibe el nombre de una figura bíblica
horripilante: Leviathan.

En este triple camino, en fin, nace el modelo de la modernidad ilustrada y con él de


nuestro tiempo: en primer lugar, hacer del pensamiento una función del cuerpo;
después, pensar naturalísticamente el cuerpo en todo lo que de él deriva incluido el
pensamiento; y, finalmente, crear un nuevo cuerpo, el político, para solucionar las
aporías nacidas del cuerpo real. Hobbes define al Leviathan como Absoluto -no hay
que olvidar que era de tendencias monárquicas absolutistas-, porque entiende que el
Leviathan no debe tener tiene limitaciones a la hora de establecer lo que es necesario
al cuerpo social, ya que lo que ha sido cedido es justamente la capacidad de dictar
leyes. Cuando comience la historia constitucional inglesa el pensamiento de Hobbes
será objeto de un progresivo abandono en favor de una posición del problema en
apariencia distinta, que es la del parlamentarismo. Pero sólo "en apariencia", puesto
que, en realidad, el pensamiento de Hobbes domina enteramente la Ilustración, y, con
respecto a él, Locke no hace más que introducir las nuevas condiciones surgidas de la
constitución. No se debe olvidar que el marco de la capacidad de dictar leyes del
Leviathan se sostiene sobre una sola ley: el otorgamiento de la propiedad. El Leviathan
es aquel que otorga y quita la propiedad, hasta tal punto que si bien en Hobbes la
propiedad no es de derecho natural, sino de derecho político, todo el mecanismo que
según el filósofo acabará con el carácter autodestructivo de la naturaleza humana es la
regulación de la propiedad. Nunca son suficientes las veces que debe repetirse este
tópico absolutamente cierto, del cual estamos extrayendo su genealogía: la
modernidad ha vaciado la antropología e identificado homo politicus con homo
aeconomicus. De hecho, el modelo de Locke, que será el que triunfe históricamente,
entenderá la propiedad como un derecho natural y asignará a el Estado el papel de
defenderla, no ya de otorgarla. Quizás sea el momento de ponerse a pensar si no es
urgente ya cambiar y superar el modelo de la Ilustración, preguntarse si nos sentimos a
gusto con aquellas concepciones de la legalidad que hacen de la resolución y, sobre
todo, de la formulación, de los problemas antropológicos, un asunto a satisfacer por
virtud exclusivamente de mecanismos formales.

Apéndice del capítulo anterior: Entre materialismo y librepensamiento.

Los libertinos son aquellos cartesianos que, leyendo a Hobbes, comparten la idea de
que, de la distinción dualista, sólo hay que quedarse con la extensión. Es cosa
establecida que no se puede ignorar, pues, que sin materialismo (y por tanto sin una
determinada polarización del cartesianismo), no se es posible comprender el carácter y
naturaleza del libertinismo. Pero los libertinos van más allá de Hobbes al decidir no
transformar el pensamiento en una operación formal y optar por considerarlo como
una función sí, del cuerpo, pero no del cuerpo en abstracto estudiado desde las leyes
de la física, sino del cuerpo propio. El libertinismo es un movimiento
fundamentalmente francés, y parcialmente inglés, de aquellos que llegan a una
solución infinitamente más directa del postulado hobbesiano que dice "yo sólo soy mi
cuerpo". De esta solución directa, basada en la naturalización de las pasiones
singulares y diferenciadas que impone la presencia efectiva del cuerpo individual, salen
inmediatamente 2 consecuencias: la primera dicta que se puede hacer una física
teórica corpuscular pero no en absoluto una teoría general del conocimiento, puesto
que no se pueden establecer las regularidades del pensamiento dado que el
pensamiento le pertenece a cada uno como le pertenece su propio cuerpo. Así, frente
a toda concepción de un contenido positivo y general para el pensamiento, el
libertinismo se hace escéptico: al no existir un discurso común, nada hace pensar que
vayamos a llegar al establecimiento de convención alguna a no ser que sea mediante
imposición política (precisamente el Leviathan estatal), y, como segunda consecuencia
de su actitud teórica, el libertino se niega terminantemente a aceptar esta imposición -
entendiendo que no existe necesidad natural alguna de ella, sino sólo una necesidad
artificial fruto de una decisión de conveniencia, es decir, que el libertino ejerce su
decisión no cediendo sus derechos naturales a cambio de la paz social. Ahora se
comprenderá bien todo: suspendiendo el momento de la convención, al libertino le
queda la explosión de la libertad individual. El libertino, es por tanto, aquel
materialista que no esta dispuesto a una recuperación meramente formal -por saberla
precisamente formal- de la ética y de la teoría política, y así lo que le queda es un
cuerpo con sus impulsos, pasiones, etc, que se mantiene completamente libre. (Para
nosotros, la emergencia histórica del libertinismo es una prueba más de la admisión
del vaciamiento esencial del hombre moderno por la vía negativa del rechazo de las
soluciones antropológicas orquestadas para poner remedio político a los conflictos
teóricos y prácticos generados en esta operación. El libertino es un hombre
plenamente moderno pero anti-ilustrado, bien por querer llevar la libertad ilustrada
más allá del marco político en que se inscribe, o bien por una nostalgia aristocratizante
de los derechos intransferibles de la potestad individual del señor feudal).
De hecho, el círculo de los libertinos más famoso del siglo XVII fue el creado en torno a
los secretarios del Cardenal Richelieu, -la monarquía de Luís XIII fue el momento de
mayor florecimiento del libertinaje. Estos pensaban que no era reconstruible por vía
convencional lo que había sido roto en la ontología, pues eso podía estar en contra de
la libertad como dato primario natural. Naturalmente, el librepensamiento no podía
tener éxito bajo ningún concepto, puesto que no hay Estado que resista la idea de
ciudadanos completamente libres y además deliberadamente ajenos la política (al
negarle toda efectiva dimensión ontológica), así que el librepensamiento fue
convirtiéndose gradualmente en un movimiento de libertad de conciencia, libertad
interior y privacidad, asentado en la convicción de que, como el Estado es un mal
necesario, hay que reducirlo a lo más urgente para poder ampliar máximamente la
zona de lo privado, donde la libertad no conoce freno. Del interior de este movimiento
han surgido las críticas más feroces a todas aquellas pretensiones ontológicas de
mantener o recuperar el orden, de manera que el libertinaje se convirtió en ateo,
inmoralista teórico y defensor de lo privado como máximamente real frente a la ilusión
colectiva de lo público. No obstante, el movimiento libertino vivió en círculos muy
pequeños sin resonancia social y prácticamente sin voz, y donde encontró su heredero
cabal no fue en ningún ideario concreto, sino precisamente en la crítica a la
antropología política. Cuando el antiguo régimen empezó a tambalearse se dio una
Ilustración efímera que podía haber tenido importancia si la historia hubiese seguido
por ese camino -cosa que, como sabemos, no sucedió-; en ella se hace un análisis de
aquellos elementos de la naturaleza individual que muestran patentemente la
incapacidad de la socialización para configurar un orden ontológico capaz de
integrarlos e incluso de darles meramente salida -el ejemplo más célebre lo suministra
el Marques de Sade. En la medida en que Sade inicia un viaje de experimentación por
los infiernos del sexo, lo que esta manifestando justamente es esa pulsión, esa
contradicción entre los mundos socializados, hipócritas, regularizados, convencionales
y etc, etc, y los mundos interiores ocultos, crípticos, absolutamente personales -pero
en todo caso completamente reales-, que no son ni pueden ser susceptibles de
ninguna de estas reconciliaciones en que ha consistido la modernidad.

John Locke

Gracias a John Locke las tendencias más sistematizadoras del siglo barroco llegan a su
culminación, y se inicia la modernidad de una manera que Kant redondeará más tarde
y luego se elaborará en forma de positivismo jurídico y científico. Hay que poner muy
especial cuidado, hoy particularmente, en asignar los tipos de argumentaciones
generales o globales que permiten afirmar lo dicho anteriormente, es decir, la
importancia fundamental de Locke en el desarrollo y configuración de la Ilustración
europea. Locke vive muy pegado a los acontecimientos de su época en Inglaterra, o
sea, a aquellos acontecimientos precisamente que llevaran al triunfo histórico de
Inglaterra. No es azaroso que Locke configure el talante que la Ilustración europea va
tener justamente en estricta coincidencia con el momento en que Inglaterra despega
como primera potencia occidental, puesto hegemónico que ya no le va a quitar nadie
en el siguiente par de siglos. En cierto modo, hay que decir que la Ilustración es
también, desde este punto de vista, el correlato al triunfo histórico de Inglaterra, y ello
permitirá ver una vez más que las distinciones entre "empirismo", "racionalismo",
"sensismo", etc, son distinciones escolares introducidas por los positivistas alemanes
del s. XIX, pero escasamente relevantes cuando se lee de verdad a los autores. Locke
va a prolongar y acondicionar definitivamente la tradición cartesiana, que es francesa,
y va a configurar los rasgos principales de la Ilustración europea tal como ésta, por
ejemplo, va a ser heredada por un prusiano como lo es Inmanuel Kant.

Locke milita en el bando de Carlos I cuando es joven, y después en el movimiento


restauracionista tras la revolución de Crownwell que conduce al reinado de Carlos II.
Cuando la revolución triunfa, Locke se exilia y conoce Francia y con ello los círculos
cartesianos en 1670-80, y cuando se produce la restauración de los Estuardo regresa a
Inglaterra como consejero. Mientras tanto, Locke ha escrito obras de carácter
fundamentalmente político: los dos tratados sobre el gobierno civil (que se publican
conjuntamente pese a que entre su redacción medien unos cuantos años), escritos
sobre la racionalidad del cristianismo, escritos sobre la tolerancia...Es decir, toca una
serie de lugares comunes sobre filosofía política que se simultanean a la elaboración
durante 20 años de su teoría del conocimiento en los Ensayos sobre el entendimiento
humano. Este un texto muy dilatado en su gestión donde se notan claramente los
cambios de opinión de Locke a través de este largo periodo de tiempo, de manera que
si los tres primeros libros suponen una culminación de la tradición empirista baconiana
inglesa que Locke ha encontrado fundamentalmente en Hobbes, el cuarto libro ofrece
ya el paso por la tradición cartesiana, lo cual demuestra que la elaboración de una
tradición empírica se puede hacer no al margen de Descartes, sino en estricta
confluencia filosófica con él.

Dicha obra pone las bases antropológicas y epistemológicas de una teoría política. Los
Ensayos tienen un inmenso éxito editorial, tanto que Leibniz se ve en la necesidad de
contestarlos página por página. Es una obra eminentemente pedagógica y
profundamente didáctica, cuya estrategia es nunca acudir directamente a los
problemas que conciernen a cada una de las materias, sino utilizar un sistema
polémico de discusión con respecto a aquellas tesis elaboradas en el barroco que ya en
la época de Locke constituyen una especie de enmarañada selva. Respecto de Hobbes,
Locke propone una eliminación de las bases metafísicas del problema del
conocimiento, y no se puede exagerar la importancia que esto tiene para la final
constitución de la filosofía moderna. Hobbes derivaba su teoría política de un
fundamento metafísico de orden cartesiano, que es la división en dos del mundo
reducida a una sola de las partes (la cogitatio no es más que un modo de los cuerpos).
Si se opera así, se dejan intactas las nociones básicas de sustancia y de acceso a la
realidad, de tal manera que desde ahí puede señalarse que la realidad consiste en
cuerpos, cuerpos que llegado un punto en la escala de las especies tienen entre sus
modos de comportamiento el pensar. Lo que Locke señala a este respecto es que no
hay necesidad de partir en modo alguno de unas bases ontológicas ni como éstas
esgrimidas por Hobbes, ni como otras cualesquiera: el dato primario para Locke es
que no puede decirse lo que hay o no hay en la realidad, y esto es así por una razón en
la que queda incorporada una vez más la tradición cartesiana. Locke, al igual que los
pensadores precedentes, tiene claro de entrada que el cogito no sirve para nada, y que
allí donde hay un verdadero principio en el pensamiento cartesiano es en los cogitata:
lo que pienso no es el propio pensamiento ni el hecho de su facticidad, sino que pienso
pensamientos, percepciones, y a partir de ellos debe funcionar la reflexión. Se destaca
una prioridad del subjetivismo: lo que tenemos son ideas, percepciones diversas,
materiales heterogéneos de la percepción que pertenecen meramente al sujeto.
Contra Hobbes, pues, no se puede decir según Locke que en la realidad "hay cuerpos",
sino sólo que hay percepciones de cuerpos y de fenómenos como contenido de
conocimiento subjetivo, pero contra Descartes hay que decir también que permanecer
en el contenido de la percepción no nos da nunca permiso para dar el salto hacia una
sustancia de ningún tipo. Ni cuerpos, ni espíritus, sino solamente "ideas", y con ello el
problema de la fundamentación ontológica queda reducido a un hecho crucial: todos
los fenómenos son percepciones del sujeto o ideas. El pensamiento tendrá que
producir cuantos conocimientos pueda acreditar a partir exclusivamente del análisis de
las percepciones y la subjetividad. Si decimos que tenemos ideas...¿Se podrá decir que
algunas de ellas son innatas? No, puesto que así lo indica un análisis de las
percepciones: todas proceden de la experiencia, y además -esto es lo importante- si
sólo tenemos subjetividad e ideas....¿De donde iban a venir estos contenidos si no
fuera de la experiencia que se impone a esa subjetividad? -cuando esta subjetividad es
sólo un receptáculo vacío de ideas recibidas, una tabula rasa receptora y abierta a la
experiencia y el aprendizaje de aquello que le adviene del exterior a ella. La
subjetividad contiene ideas que le vienen de la experiencia, o sea, de una información
exterior cuya naturaleza fuera de esta subjetividad es totalmente desconocida e
inaccesible. El exterior se manifiesta como incognoscible en sí, y entre él y la
subjetividad -o conciencia- debe interponerse una zona de influencia sólo reconocible
en términos de ideas todas ellas subjetivas, lo que aboca al solipsismo como resultado
inevitable de esta argumentación. Este es ya el planteamiento kantiano: el "noúmeno"
es lo en sí, debo suponer que influye bajo la forma de experiencia pero en cualquier
caso todo nuestro conocimiento es subjetivo y por tanto elaborado por la subjetividad
-sólo de este podemos estar seguros-, y la apelación al exterior no es más que un
punto de partida aporético pero no explicativo ni justificatorio.

Si Locke puede decir que la única información que se tiene son "ideas" es porque esta
partiendo de dos supuestos que lo son fundamentalmente de la Ilustración. El primero
dice que la noción de subjetividad le corresponde solamente un carácter formal; esto
ya lo había dicho Hobbes, como hemos visto, y es así enunciado por Locke de una
manera más sistemática y coherente. Si las ideas son elaboraciones subjetivas, en lo
que tiene de información, de materialidad, proceden del confuso exterior, y en lo que
tienen de ideas, tendrán que ser elaboraciones formales. En el interior de la
subjetividad no puede nacer ningún contenido, entonces lo que pone este interior es
un modo de organizar las ideas. El primer supuesto de la Ilustración es, pues, entender
siempre que la teoría del conocimiento arraiga en el sujeto, que todo se genera en el
interior de un solipsismo metódico. El segundo es aún más decisivo para comprender
la Ilustración, y es este: toda idea, puesto que es una elaboración de la subjetividad, es
necesariamente consciente, dado que es producto de la razón que la elabora, y así
toda idea recibida es susceptible de crítica racional. Uniendo los dos supuestos se
comprende bien cómo la crítica racional no consiste más que en operar formalmente
sobre los contenidos de la conciencia para decidir cuales están justificados y cuales no,
cuales se atienen a la formalidad con que opera la razón y cuales llevan el cuño de
unos intereses espureos. La filosofía tiene así un carácter terapéutico que permite
eliminar los engaños y progresar en aquellos contenidos bien conformados por la
razón, lo cual constituye una proyecto viable de crítica racional y de progreso de la
razón (si bien, no se olvide nunca, de la razón puramente formal).

<Inciso: Pero ambos no son más que supuestos históricos -que quieren ser anti-
metáfisicos y concernir solamente a la descripción, pero que se engañan en esto-, pues
no es ni mucho menos evidente de suyo que el material de que dispone la razón sea
siempre consciente. Mucho tiempo más tarde se dirá que existen materiales
inconscientes en las percepciones, con lo que la garantía de la capacidad de una crítica
racional que opere sólo con criterios formales es una garantía imposible. La dirección
que con Locke toma el pensamiento no era en modo alguno obligada ni esta exenta de
posibilidad de crítica. Marx, Nietzsche y Freud son considerados los tres pensadores de
la sospecha, pero ya la Ilustración había propuesto otro modelo en el cual la
racionalidad estaba hecha de inconsciencia (donde la consciencia era la punta del
iceberg de una enorme masa confusa de percepciones), y este era el modelo de
Leibniz, como veremos más adelante.>

Teniendo sólo subjetividad e ideas, Locke puede ponerse ahora a analizar la morfología
de estas. Las ideas, en efecto, pueden ser simples o compuestas. Las simples son
aquellas que, por análisis formal, se representen como últimas, como contenidos
primarios de experiencia, y las compuestas las que se presentan como elaboraciones
complejas a partir de las simples. Una intuición es la certeza que nos proporciona un
contenido de conciencia que es aprehendido directamente. Las seguridades lo son
subjetivas, de la subjetividad. Las ideas se ponen en relación mediante leyes
psicológicas de semejanza, contigüidad, cercanía y relación. Mediante estos procesos
lo que hallamos son conformaciones de la subjetividad, por lo tanto parece que no
podemos salir del solipsismo. Además, existen ideas complejas que son falaces, como
la de sustancia, finalidad, etc, etc.

¿Que queda, pues? No más que un repertorio de contenidos de conciencia


completamente seguros, o sea, garantizados por intuiciones o resultado de
razonamientos, y unas leyes psíquicas de asociación formal que son también seguras
porque las pone la razón. Así, se tiene explorada ya la subjetividad, pero no se ha
resuelto aún el problema de la relación de este sujeto con el mundo, es decir: la
constitución de una ciencia y una moralidad. Locke nos ha dejado ante la imagen de un
sujeto humano que posee completo dominio sobre sus contenidos subjetivos, y para el
que nada escapa ya de su control racional. Esta es la imagen del sujeto moderno de la
Ilustración, aquel que esta seguro de sí porque posee la racionalidad por virtud de la
cual puede controlar y dominar todos los aspectos del mundo de sus percepciones.
Este es el sujeto que un siglo después de Locke hará las grandes definiciones
universales: un sujeto autosuficiente, autónomo, que con Kant va a ser capaz de dictar
normas universales solamente mediante el recurso a la replicación formal. Este sujeto
moderno es el correlato filosófico de lo que fue la revolución Whig en Inglaterra, y que
conducirá al triunfo histórico de Inglaterra. Para salir de los constructos de la
subjetividad se dicta a la realidad leyes, el yo autónomo va a imponer leyes a la
realidad por la sencilla razón de que, como esas leyes rigen en el interior de la
subjetividad, pueden ser replicadas por vía de la acción del hombre en ese exterior
confuso hasta convertirlo en racional. Locke no llega a decir, como Kant, que las leyes
del universo son las leyes de la subjetividad transcendental, sino que sostiene en
cambio que, puesto que las leyes de la subjetividad sirven para organizar el
conocimiento del mundo, entonces es que el mundo, con sus presuntas y no
cognoscibles leyes, debe identificarse con las leyes de su conocimiento a fin de
organizarlo los hombres bajo el supuesto de esa identidad. Las leyes de la subjetividad
son de dos clases:

1) Las ciertas, incommovibles, sin excepción alguna, que son las de la matemática -
leyes de la razón, sin más-, y las de la moralidad -de razón sólo, también-. Cuando al
conocimiento del mundo confuso se aplican las leyes de la matemática, se obtiene un
conjunto de teoremas sobre el mundo que lo organizan, y, en ese sentido, nos lo dan a
conocer. De tal modo que todo aquello que no quede en el ámbito de esa organización
permanecerá como un resto despreciable. Se sale del solipsismo comprobando que
todos los sujetos coinciden en las leyes de la matemática, y a partir de esta
coincidencia organizar simultáneamente a conocer la naturaleza. O mediante la
coincidencia racional en las leyes de la moralidad que organizan el mundo. Lo que está
fuera de esta capacidad del hombre de racionalización es incognoscible, por eso
mismo despreciable. Así, este sujeto autónomo es capaz de legislar la naturaleza y a
los otros hombres, y además universalmente legislador. El consenso de los individuos
en materia de reconocimiento de la legalidad matemática o moral es el signo infalible
de la capacidad legisladora de la razón humana, y en este sentido la fuente de todo
conocimiento posible. Son tres las leyes de la moral intersubjetivas, inconmovibles y
sin excepción posible: el derecho a la vida, el derecho a la defensa de la vida o la
libertad, y el derecho a la propiedad. Son derechos universales, por encima de todo
solipsismo.

2) Las proposiciones matemáticas, físicas o morales no universales -o no reconocibles


por todo sujeto-, tendrán que ser discutibles, puesto que no se las ha roto aún de su
afincamiento en un reducto subjetivo ¿Y como vencen las verdades discutibles en una
teoría del consenso? Pues con votos. El único criterio racional de una razón vacía que
no puede otorgar ni a uno más ni a otro menos es reducir el asunto a sus individuos. El
progreso es ese llevar al repertorio de verdades universales y aceptadas por todos
otras verdades que son solamente probables y sujetas a discusión. Como esto ocurre -
existen, por ejemplo, teorías físicas más universales y probables que otras-, cabe
pensar en una historia dichosa en la cual el hombre, en el absoluto dominio que le
permite su razón autónoma, vaya metiendo en el saco de las verdades ciertas mayor
número de verdades probables y vaya con ello acumulando la organización moral y
tecnológica del mundo hacia una perfección sin ningún previsible fin. "La historia
camina en el progreso de la racionalidad" -este es el mensaje final y la promesa más
querida de la Ilustración.

Acometiendo, para terminar, una rápida reconstrucción -haciendo uso de todo lo


dicho-, de la teoría política de John Locke, digamos que para el filósofo partimos de
subjetividades racionales individuales, las cuales están obligadas moral y políticamente
a contar con la razón, y por tanto a reconocer las tres proposiciones universales de la
moral mencionadas y a discutir racionalmente el resto en una cámara donde tenga
lugar este cálculo: esta es el Parlamento. Esa ley fundacional tiene su expresión en la
Constitución, y esto es precisamente el Tratado sobre el gobierno civil: la constitución
en Inglaterra. Este mundo parlamentario se basa a la vez en dos pilares
fundamentales: la intransigencia a la hora de hacer respetar las tres leyes naturales de
la subjetividad, y en la tolerancia para los propósitos probables decididos por
consenso. Estos ideales sólo recibieron la crítica sin eco de Leibniz e inundaron libres
de trabas paulatinamente la Ilustración. Harán del siglo s.XVIII el "Siglo de los
Filósofos", retirando las turbaciones del XVII y recuperando un cierto espíritu de
clasicismo. Pero esta no la única Ilustración posible -aunque si sea, desde luego, la que
salió claramente triunfante-, sino que existía también otro proyecto alternativo, no tan
sencillo quizás, bajo el auspicio precisamente de Leibniz.

G.W. Leibniz y el ideal enciclopédico del saber.

Leibniz es un pensador singular frente al cual cualquier intento de reducción a una


unidad cerrada de pensamiento no sólo resulta difícil cuando se lee su obra, sino que
además ha resultado, de hecho, enigmático para sus interpretes desde su misma
muerte. No se puede negar que buena parte de la responsabilidad de esta situación -
que ha abocado en el desconocimiento generalizado de sus principales núcleos
temáticos-, la tiene el propio Leibniz, porque en un tipo de movimiento que él mismo
es muy barroco en su configuración, el filósofo jamás escribió ninguna obra
identificable como "la" obra fundamental de su pensamiento. Por el contrario, su
propia escritura, barroca en las ideas, esta ella misma sometida a juegos, recurrencias,
lineamientos, etc, desesperadamente complejos; el problema esta en que Leibniz
escribe por completo pegado a los problemas que trata, y por tanto la visión sinóptica
que -se presume- subyace al tratamiento de estos, es una especie de transfondo
general de esa concreción que queda siempre como en otro plano. Se puede
encontrar, por ejemplo, en obras como la Meditación sobre el conocimiento, la verdad
y las ideas toda una teoría del conocimiento anticartesiana en Leibniz, e incluso
referencias a soluciones que equilibrarían sistemáticamente el conjunto, pero
nuevamente éstas son implícitas, inexpresas, y, por consiguiente, no se encuentran
desarrolladas, desplegadas para el uso del lector o tan siquiera del intérprete. Lo
mismo acontece con el problema de Dios, que Leibniz ha tratado en una grandiosa
obra, la Teodicea, donde se ocupa de la polémica que esta cuestión ha creado en el
diccionario de P. Bayle. De modo que a veces, la minucia de la contestación hace que
su escenario sea minúsculo, (no digamos en la más larga de sus obras, los Nuevos
ensayos sobre el entendimiento humano, donde asombra que para refutar a Locke en
una obra exclusivamente polémica dedique tres gruesos tomos a contestar punto por
punto los ensayos de Locke). Consagra, pues, gran cantidad de energía y potencia de
análisis a las polémicas más efímeras o coyunturales que tengan lugar en parcelas
pequeñas o aparentemente insignificantes de su época, y, sin embargo, ha sido
incapaz de integrar su sistema en otros escritos más grandes que la Monadología o los
Principios de la Naturaleza y de la Gracia, que ocupan no más de quince o veinte
comprimidas páginas de texto.

Leibniz, con todo, no es tan sólo el problema ya de por sí jeroglífico de la forma y los
motivos de su escritura, sino que es también el problema de su puesto histórico en la
filosofía, que es mucho más oscuro y equívoco que el de los demás pensadores del
XVII. Es difícil su ubicación, no se puede señalar con facilidad a que responde Leibniz
con su filosofía: esta se deshilacha continuamente...Existen, cuando menos,
referencias suficientes para situar la obra de Leibniz como anti-cartesiana en un
movimiento que radicalmente con él se inicia, y que aunque al principio tiene poca
relevancia, pone en marcha todo un mecanismo de Ilustración característico que se
prolonga con Wolff y Lessing en Alemania, Shaftesbury y Hutcheson en Inglaterra, y un
no demasiado largo etcétera. Pero no sólo es un anticartesiano paradigmático o
precursor, sino que también se puede decir con igual razón que se pronuncia en contra
de los arminianos, aunque sólo Dios sabe por que ha concedido tanta importancia a
este movimiento religioso poco relevante teológicamente, y lo que es más llamativo
todavía: los sitúa –cartesianismo y herejía arminiana- axiológicamente en el mismo
plano, es decir: tan importante parece ser para Leibniz refutar la filosofía entonces en
boga de Descartes, como introducirse en esos vericuetos diminutos de la teología del
XVII, como si necesitase simultáneamente -en un esfuerzo gigantesco- obturar no un
punto sino muchos e indiscriminados de entre los que configuran el enjambre de ideas
y visiones surgidas en el barroco. Por otra parte y en fin, esta complejidad de la
escritura y este carácter confuso de su posición en el desarrollo del pensamiento del
XVII se ha prolongado, lamentablemente, en la propia historia de la hermenéutica
leibniciana. Leibniz escribió en una ocasión a Christian Wolff "quien me conoce sólo
por lo editado, no me conoce", y, en efecto: a su muerte había dejado publicados tan
sólo ocho artículos en las Acta Eruditorum -y algunas reseñas bibliográficas-, la
Teodicea, y había dejado sin publicar, por la muerte de Locke, los Nuevos Ensayos
sobre el entendimiento humano –y esto era prácticamente todo lo que de él se
conocía por aquel entonces. Así las cosas, no resulta extraño el juicio ridículo y
ridiculizante de Voltaire acerca de la filosofía de Leibniz en el “Candido”, pues de
Leibniz sólo se conocían a principios del s.XVIII grandes y distorsionados tópicos como
“la armonía preestablecida”, “el mejor de los mundos posibles”, etc, sin existir
posibilidad de acceder a una información más detallada de sus profundos desarrollos.
Incluso sus discípulos directos le malinterpretaron inevitablemente. La publicación de
las obras de Leibniz pertenece a la historia misma de su intrincada recepción, porque
además esta publicación ha sido una auténtica pesadilla: hasta 1764, por ejemplo, no
se publican los Nuevos Ensayos, -pero se tiene certeza casi total de que Kant los leyó
aunque él nunca se refiera expresamente a ello. Los edito Dütens, un ilustrado, que en
una gran edición se había guiado por tendencias al pensamiento de filosofía jurídica y
política de Leibniz, y no por un criterio de dar a conocer la integridad de la obra
leibniciana ni de lejos. Diversos azares y ediciones posteriores que sería prolijo relatar
aquí han llevado a la situación actual, que se describe suficientemente con decir ni
siquiera hoy se tienen las obras completas de Leibniz, las cuales que se espera, no
obstante, que ocupen más de 200 gruesos volúmenes. Y toda esta disparatada
desproporción es debida sobre todo a que Leibniz ha sido un hombre que ha escrito
muy pocas obras cerradas y terminadas, pues cuando se escribe un libro no se deja
archivo, y en el caso de Leibniz este archivo es un auténtico caos. No es extraño que
esta situación haya desconcertado mucho a los interpretes, sobre todo porque ellos
mismos han vivido en épocas diversas y su grado de conocimiento respecto de los
papeles leibnicianos ha dependido de las disponibilidades coyunturales de material de
Leibniz. No es lo malo que Leibniz haya dejado su obra prácticamente íntegra en forma
de archivo, lo peor es que en ese archivo sin publicar -al menos a principios del siglo
XX-, estaban seguramente algunos de los papeles más importantes de la producción
filosófica de Leibniz. Un ejemplo ilustre: las Generales Inquisiciones, esa obra maestra
que revoluciona el campo de la lógica y, en general, de toda la epistemología, pues
resulta que estaba inédita todavía en 1900, y eso que Leibniz había escrito de su propia
mano en el primer pliego de esta obra "aquí he progresado de manera magnífica". La
desafortunada confluencia de todos estos factores, en fin, ha dado lugar a que
tengamos varias perspectivas hermenéuticas contrapuestas de Leibniz, que pueden ser
resumidas en los siguientes bloques:

Hasta 1900 el Leibniz conocido era el de la metafísica de la armonía, presentado como


si fuera un mero prolongador a su manera del cartesianismo cuya mayor aportación
consistiría en haber hecho explotar pluralmente la sustancia cartesiana por medio del
concepto de “mónada”, del monadismo. Pero en 1900 ocurre algo decisivo que altera
por completo las categorizaciones establecidas sobre la filosofía de Leibniz y que da al
traste con el estereotipo hasta entonces vigente. Bertrand Russell, en efecto, escribe
un libro titulado Una exposición crítica a la filosofía de Leibniz, donde se le ocurre
hacer por primera vez la siguiente e importante –a efectos erísticos- distinción: Russell
postula que existe por un lado un Leibniz público, cortesano, mundano, cuya filosofía
exotérica parecía adaptarse perfectamente a las corrientes en boga de su tiempo; pero
existe tras de éste un segundo y más oculto Leibniz, cuya filosofía esotérica era íntima
y secreta por el miedo a las consecuencias que acarrearía su publicación en el entorno
del monarca y la sociedad bienpensante de Hannover. Esta última filosofía, la secreta,
sería la verdadera filosofía de Leibniz según Russell, y no tendría punto alguno de
contacto con la filosofía pública –que representa solamente la fachada, precisamente
constituida por los grandes tópicos de la armonía y el monadismo manejados hasta esa
fecha, de ahí lo revolucionario de la exégesis de Russell. En esa filosofía secreta,
privada, esotérica, que es la verdadera, lo que según Russell ha hecho Leibniz por
primera en la historia es reducir a racionalidad completa –e.d. a estricta logicidad-
todo el orbe de las proposiciones, y, con él, el orden entero de lo real enunciable. De
este modo, todo el verdadero Leibniz saldría de la aplicación rigurosa, sistemática, del
“principio de identidad” -que rige las verdades de razón, o sea, las proposiciones
universales y necesarias a partir de las cuales puede deducirse la geometría y la
matemática-, y del “principio de razón suficiente”, que, entendido como principio del
antecedente o principio de las causas, explica y fundamenta todo el orden de las
verdades de hecho. Interpretado de esta manera, Leibniz habría sido el filósofo que ha
sometido al mundo a una racionalización infinitamente más minuciosa que la de
Descartes -pero también, incluso, que la de Spinoza-, y del que podemos afirmar que
toda su filosofía se extrae de la fortaleza de estos axiomas lógicos que emanan de un
modelo de lógica predicativa que es ni más ni menos que el tradicional (e.d. lógica de
predicados de 1º orden, sujeto inhiere predicado: S es P). Russell hacía así a principios
del siglo XX del optimismo metafísico de Leibniz un asunto de salón, una mascarada
cortesana dirigida a las princesas y guiada por la necesidad de protegerse frente a las
consecuencias sociales derivadas de una posible exposición de su verdadero
pensamiento.
Esta distinción revolucionaria en el desciframiento del enigma-Leibniz pareció ser
confirmada por el hecho de que, simultáneamente a la publicación de la tesis de
Russell, había aparecido otro libro de Couturat -introductor del formalismo hilbertiano
en Francia- que llevaba aún más lejos si cabe la interpretación del Leibniz
fundamentalmente lógico. Decía allí Couturat: ni tan siquiera son dos principios los que
maneja Leibniz, sino sólo uno, pues aunque es cierto que según Leibniz el principio de
identidad rige en las verdades necesarias, y el principio de razón suficiente en las
verdades contingentes, esta descripción de la ciencia es correcta única y
exclusivamente desde el punto de vista de la mente finita del hombre, incapaz en su
limitación constitutiva de comprender las verdades de hecho como asimismo
necesarias, puesto que en la mente de Dios –y este es el corazón de la argumentación-,
todas son igualmente necesarias y el principio de razón equivale o es lo mismo que el
principio de identidad sólo que en su aplicación al mundo contingente. Esta tesis
general de Couturat se expresa técnicamente diciendo: si nosotros proponemos como
paradigma enunciativo la estructura "S es P", tenemos que decir entonces que todo
sujeto contiene la totalidad de sus predicados posibles, o sea, que S = (a, b, c, d,...etc).
En las verdades de razón el número de predicados es finito, y por consiguiente S es P
se traduce para esta clase de verdades en su simple definición; en lo que se refiere a
las verdades de hecho, en cambio, la serie de los predicados hemos de suponerla en
principio infinita, y su definición imposible, pero esto sólo quiere decir que el hombre
no es capaz de llegar al final del análisis, y como consecuencia directa de esto se
desprende el que tenga que buscar los antecedentes –principio de razón suficiente-
para reconstruir series parciales y limitadas en el mundo de los hechos. Sin embargo,
Dios –o, mejor, la mente de Dios, en tanto que se postula infinita- si que puede
alcanzar el final del análisis, y, por tanto, para Él –lo que es prácticamente lo mismo
que decir “en sí”-, en las verdades de hecho S es P equivale finalmente a su definición
completa.

Apenas es necesario decir que la tesis “hiperlogicista” de Couturat hubo de provocar


fuertes enfrentamientos en la historia de la crítica, y fue entonces cuando empezaron
a buscarse otras tesis que, a fin de oponerse con más fuerza a esta, ponían el acento
en descubrir el núcleo –por que seguían empeñados en que tenía que haberlo-, de la
totalidad del pensamiento leibniciano. En los años ´50 la situación ante Leibniz era, en
lo que se refiere a su escritura, dispersa: al desconocimiento de la totalidad de su obra
había que unir una constelación no menos compleja y fragmentada de
interpretaciones. La metodología logicista, con todo, ha sido la dominante en la
exégesis moderna de Leibniz, y de lo que en ningún momento se había discutido es de
la existencia misma de un núcleo localizado a partir del cual se articulase el resto del
sistema, cualesquiera que este foco central fuese. Las opciones se reducían, pues, a
proponer esta u otra zona del interés leibniciano como candidata especial a encabezar
y focalizar el conjunto de la interpretación del sistema, sin cuestionarse nunca el
presupuesto básico de la investigación: que en Leibniz hay un sistema filosófico a la
manera de Descartes o Spinoza, y que la clave de ese sistema esta de alguna forma
enterrada entre la enorme masa de temas tratados en la heterogénea escritura de
Leibniz. Por este punto problemático es precisamente por donde vamos a arrancar
como primera parte de esta exposición, porque creemos que si llevamos a sus últimas
consecuencias una deconstrucción de este tipo de interpretaciones monológicas,
entonces desde ahí y casi mágicamente se reproducirá ante nuestros ojos un Leibniz
ciertamente policéntrico, más no obstante armónico e iluminado con un nuevo y pleno
sentido.

Ahora bien: antes que nada hay que comprender que el problema fundamental para
enfrentarse a Leibniz es que es un pensador realmente atípico en la historia del
barroco –siempre que entendamos por este concepto, “Barroco”, sobre todo el nexo
de unión retrospectivo de los problemas que conducen a la Ilustración. En este exacto
contexto, Leibniz representa positivamente una anomalía en el sentido de que no
puede ser estudiado claramente –ya que los rebasa al tiempo que los atraviesa-,
conforme a los parámetros habituales de pensamiento generados en la centuria del
XVII. Por esta razón inicialmente, no hay porque pensar en la necesidad de encontrar
un único núcleo característico de su filosofía, porque lo primero que reclama Leibniz es
que le dediquemos una atención particular y que olvidemos en cierto modo el curso
del pensamiento del siglo XVII para centrarnos con luz propia en el diferencial histórico
que él supone. Si se hace esto, entonces podremos señalar con toda exactitud que
estas interpretaciones monológicas no resisten la confrontación con los textos
leibnicianos. Es sumamente interesante fijarse aquí en la interpretación logicista -
aunque podría escogerse otra-, porque esta ha sido la más potente y prolongada ¿Qué
es lo que dice esta interpretación y cuales apoyos encuentra en la obra misma de
Leibniz? Comencemos recordando que Leibniz dividió las proposiciones sobre el
mundo en dos clases:

1) Las verdades de razón –también denominadas "generales" o "abstractas"-, que son


aquellas que nacen solamente de la capacidad de conceptualización del pensamiento
humano y que por tanto son propiamente abstractas en el sentido de que los
predicados que pertenecen al sujeto en esta clase de verdades son determinados, es
decir, que se terminan en un número finito de pasos. Son las verdades de la
matemática, geometría, lógica y lógica material (la lógica concreta que permite
señalar, por ejemplo, que “hombre=animal racional”). Este genero de verdades son
todas necesarias, no cabe el caso de que haya una excepción a ellas, pero ellas, con
todo, no son verdades que mencionen, nombren o se refieran a nada particular en el
mundo (nadie ha visto al Hombre de razón, a la Justicia de razón, al Triangulo de
razón...). "Uno puede pensar el círculo, pero ese no es el círculo real que esta grabado
sobre la tumba de Arquímedes", escribe a este respecto Leibniz. Las verdades de razón
son eternas pero sólo ideales, no dicen ni pueden decir nada sobre los estados de
cosas del mundo (contra la ingenuidad platónica: Platón sólo se cumple rebajando a
Platón).

2) Las verdades de hecho -o "fácticas", "singulares", "históricas"-, en cambio, son


susceptibles también de ser tratadas -en opinión de un logicista como Couturat, ya lo
hemos visto- bajo el criterio de la reducción a definición, pero aquí sucede que la
interpretación logicista choca contra los textos de Leibniz e incluso contra el sentido
común. Dice Leibniz que este tipo de verdades es contingente, por cuanto están
referidas a hechos de naturaleza contingente como son los que conforman el devenir
histórico, de modo que son verdades porque así suceden las cosas de facto, no porque
tengan ninguna necesidad de suceder así (que Rita sea becaria es un hecho
contingente, no sufriría ninguna privación en su condición humana si en vez de becaria
fuese taxista, pero sin embargo es el caso que es becaria, aunque mejor podría haber
sido actriz). Leibniz afirma que estas verdades y sólo estas remiten al mundo, lo
describen, lo aprehenden adecuadamente, pero de modo contingente; las verdades de
razón, estas sí, cumplen la condición epistémica de necesidad, pero Leibniz recalca que
por esa misma razón se apartan del mundo.

Teniendo bien a la vista estos datos...¿Es verdad entonces que, como sostiene la
interpretación logicista, las verdades contingentes pueden ser igualmente analíticas
que las necesarias? Si fuera así, resulta evidente que entonces no serían contingentes
en absoluto, sino que sólo nos lo parecería así a nosotros, y Dios -si existe y las piensa,
y al pensarlas puede llegar hasta el final del análisis-, descubriría esta necesidad
analítica en "Pedro es moreno". Siguiendo este razonamiento, la interpretación
logicista no es que diga meramente que existe un paralelismo, entre ambas clases de
verdades, sino que afirma tajantemente que para Leibniz todas las verdades son
necesarias en el plano propuesto por la mente de Dios -que no es otro que el plano
lógico tomado en absoluto-, todas lógicas y reductibles a identidad cualquiera que sea
la división epistemológica que los hombres -mentes finitas-, acierten a imponerlas.
Suponiendo que esto fuese realmente así, el mundo estaría gobernado por una férrea
necesidad racional hasta el extremo de ser Leibniz el hombre que ha llevado más lejos
el programa del racionalismo platónico en la historia del pensamiento. Todo sería
necesario, fruto de un cálculo racional lógico, todo derivaría de la simple consideración
abstracta de las formas fundamentales de la lógica de predicados "S es P" ¿Ha pensado
esto realmente Leibniz? ¿Tenemos pruebas documentales de ello? (Leibniz había leído
atentamente la Ética spinozista incluso antes de publicarse ésta, y hasta trató de tener
contacto con Spinoza personalmente: conocía a fondo, pues, e incluso admiraba
intelectualmente, la concepción perfectamente trabada de un sistema determinista
férreo y sin fisuras como es el spinozista; con todo, puso serias objeciones lógicas a la
validez de la noción de sustancia manejada en la Ética, así como a las consecuencias de
orden estoicista que se derivaban de ella. Este episodio nos permite inferir la escasa
predisposición de Leibniz a asimilar esquemas deterministas duros). Cuanto Leibniz
tiene que escribir un texto en el año 1686 que llama De Libertate, se plantea una
cuestión que Couturat no había leído, y en la que se juega el destino de la
interpretación logicista. La pregunta es, naturalmente, esta: ¿Puede conocer Dios el fin
del análisis en una proposición contingente? "NO", contesta rotundamente Leibniz,
acabando con ello sin saberlo con medio siglo de exégesis moderna de su
pensamiento. Y no, razona Leibniz, porque un infinito de predicados no puede ser de
suyo terminado de analizar, y es obvio que aquel que lo terminase anularía en ese
mismo instante su condición de infinitud. Unos años después, en 1694, un embajador
polaco que tenía pretensiones de filósofo (cartesiano el pobrecito de él: Descartes
pensaba en el infinito cuantitativo todavía) vino a visitar a Leibniz a Hannover, y
asombrado ante las razones de filósofo preguntó: "Pero, entonces...¿Dios no conoce el
fin del análisis?" -a lo que Leibniz contestó de buen talante "¡No pida de Dios cosas
absurdas, señor! ¡Pedir que Dios conozca el fin del análisis es tanto como pedir que el
número 3 tenga una división y ésta ofrezca un coeficiente exacto!".

Sigamos, pues, adelante: podríamos pensar que Dios, en cualquier caso, conoce algo,
puesto que ha sido capaz de combinar todos los posibles y escoger entre todos los
mundos posibles uno de ellos –precisamente el mejor-, luego parece obvio que tiene
que conocerlos con alguna profundidad a todos. Y como todos estos mundos
contienen verdades contingentes, Dios tiene que haber conocido el despliegue general
de todos estos mundos para hacer uso del infinito cualitativo. En la Demostración
breve de un error memorable de Descartes, propone la siguiente ecuación: se
entiende por infinito el mayor número pensable, y esto es contradictorio; el infinito
cuantitativo, único infinito contemplado en la Geometría euclidea, siempre implica un
fondo de irracionalidad, por esa razón a los cocientes exactos los denominó la
matemática griega no "inconmensurables" sino "irracionales" o "sordos".
Naturalmente, un número es irracional cuando provoca una contradicción, y el infinito
cuantitativo la provoca siempre, pues es el número mayor pensable que
incesantemente es menos, sin embargo, que él mismo más uno. Todo número que
pretenda ser concreto y a la vez infinito suscita contradicciones, sin ir más lejos la
secuencia o serie de los números primos llevada hasta el infinito es siempre menor que
la serie de los números naturales llevada hasta el infinito; la contradicción, pues, esta
en pensar un infinito o número mayor pensable menor que otro número o infinito
igualmente pensable. Para evitar el perpetuo callejón sin salida de esta contradicción
Leibniz diseña una estrategia genial, que cambiará para siempre el panorama de las
matemáticas (y, de haberse conocido antes, el de la física misma con doscientos años
de antelación respecto de Einstein). Se trata de aceptar simplemente esto: a partir de
ahora, por el concepto de infinito entenderemos ahora una cosa muy distinta a la que
todavía manejan Descartes o Pascal: no una cantidad inconmensurable sino una ley de
la razón ¿Que es el infinito en tanto proceso de la razón? El infinito es ni más ni menos
que la recurrencia asociativa de la razón por cuanto que se forma estableciendo una
serie progrediente de conexiones cualesquiera que puede poner la razón –pongamos,
por ejemplo, la serie de los números primos, cuya conexión esta dada por la búsqueda
por parte de la razón de la sucesión de números enteros que no son divisibles excepto
por el factor uno y por sí mismos. Cuando se analizan estas secuencialidades -por
ejemplo, el cociente del número P-, lo que se obtiene es la operación lógica o mental
que se ha decidido efectuar, y a esto lo denominamos la proporción o “función” que
rige la serie. Por lo tanto, no hay que pensar que substantivamente hablando el
número Pi tenga un cociente exacto pero infinito –lo cual es un contrasentido
matemático y un nonsense ontológico-, sino que se debe pensar que lo que introduce
el cociente de P es más bien una operación de la mente que por si misma no tiene fin
(se puede repetir cuantas veces se desee, el fin es siempre convencional, así como lo
es la decisión misma de poner en marcha la operación). El infinito, pues –no hay que
atormentarse más la cabeza, según Leibniz-, no es un número o una cantidad
inconcebible pero básica para sustentar la matemática y la geometría, sino
sencillamente –pero en esta “sencillez” yace un filón de riquezas para el futuro del
cálculo-, el signo que representa este tipo de operación que retorna sobre sí misma
conforme a determinadas pautas que ella misma introduce. Incluir signo de infinito =
matemáticamente este signo querrá decir lo siguiente: dada una determinada
operación de la mente, una específica función del entendimiento, entonces se
introduce una serie progrediente en virtud de la cual el paso siguiente responde a la
misma ley que los sucesivos, y como esta ley esta en función de la operación mental en
cuestión, se puede utilizar un número infinito de veces (que no es más que un signo
que sustituye a una operación de la mente), a sabiendas de que en esas operaciones
ninguno de los pasos sucesivos introducirá contradicción alguna: signo -derivada de la
función.

Resumiendo: ¿Que es lo que yo sé del número P? Pues sé de cierto que no tiene


cociente exacto, o sea, que su cociente seguirá progresando simplemente con sólo
poder aplicar sencillamente la operación de dividir. Planteadas así las cosas, se
comprende ahora que Dios no necesite conocer todos los despliegues contingentes de
los mundos posibles para escoger entre ellos uno; a Dios, en realidad, le es bastante
con conocer las leyes aplicadas o asociadas a los mundos según las funciones que
impone la lógica de cada mundo, y por tanto es capaz -sin necesidad de saber en cada
caso si Cesar cruzó o no en ese mundo posible el Rubicón-, de escoger este mundo que
de hecho ha escogido como el más rico en posibilidades porque es el que, en su
depliegue, contiene más cantidad de esencia, de composibilidad de existencia, y etc,
etc –el resto de la filosofía popular de Leibniz interviene aquí. Así que aquella objeción
del embajador polaco tampoco funciona, y la interpretación logicista basada en una
noción cuantitativa del infinito analítico pierde pie: ambas pueden ser replicadas
puntual y literalmente por los textos del propio Leibniz.
Leibniz, de todos modos, no niega que Dios conozca los predicados exactos –los
“infinitésimos” en términos de cálculo- de una noción particular cuando quiera, sin
tener por ello necesidad de integrarlos –y con ello perderlos en su concreción- en el
despliegue del mundo posible en el que tienen lugar tales predicados: lo que pasa es
que si Dios existe -y esto es siempre una hipótesis optimista para Leibniz-, eso Dios no
puede hacerlo por razonamiento o demostración, puesto que (no hay que cansarse de
repetirlo), no hay ni puede haber demostración de las verdades contingentes. De
hecho, Leibniz declara terminantemente en un opúsculo que Dios no tiene ciencia
demostrativa de los contingentes, sino que lo que tiene es "ciencia de visión", o sea:
que puede actualizar “por visión” -lo que es lo mismo que decir “por arte de magia”,
por omniscencia o iluminación- en cualquier momento el predicado que desee (puede
saber entonces, recurriendo a un ejemplo, por qué Judas traicionará a Cristo). Pero a
nadie puede ocultársele que el recurso a la “ciencia de visión” es sólo una licencia
teológica, que no afecta al núcleo lógico de la argumentación: si Dios existe tiene entre
sus perfecciones o potencias la ciencia de visión. Bien, pero lo que interesa es que en
torno a la ciencia de demostración Dios opera con una noción de infinito cualitativo y
por ello nunca tiene -por que no puede haberla-, una ciencia demostrativa que
contenga el infinito actual, numérico, que es el que corresponde a la contingencia y la
fluencia del devenir, a la textura inagotable y siempre polimorfa de los hechos.

Una vez llegados a este punto, las cosas se nos complican aún más por este motivo: de
las verdades de razón se puede afirmar que despliegan sus predicados bajo la
impronta de la ley conmutativa, pues su orden no interviene en absoluto en la esencia
de su definición (las propiedades de un triángulo se refieren siempre al triángulo sea
cual sea el orden en el que yo las descubra o enumere); pero, sin embargo, en las
verdades contingentes eso no puede hacerse: bien al contrario, lo que para estas
proposiciones no rige por esencia es la ley conmutativa (debemos a Fraga este
espléndido ejemplo: no es lo mismo tener un hijo, labrarse una situación, y finalmente
casarse, que labrarse una situación, casarse y entonces tener un hijo). Las verdades
contingentes se caracterizan justamente por estar atenidas esencialmente a un orden
de sucesión. Si todas estas cosas son así como las hemos razonado aquí -llegamos al
punto cardinal-, entonces se demuestra terminantemente con textos de Leibniz en la
mano que jamás el filósofo ha dicho que las verdades de razón se parezcan en
absoluto, ni por paralelismo, ni en la mente de Dios, a las verdades de hecho. Dado
que las verdades de hecho no son reducibles en modo alguno a las verdades de razón -
primer elemento-, y dado que, como hemos dicho antes, las verdades de razón nunca
hablan del mundo, sino sólo y estrictamente de la estructura de la razón misma,
entonces resulta que todo lo más que podemos decir es que en el mundo las cosas que
son verdaderas lo son more contingens, con lo cual se invierte la tesis del extremo
racionalismo de Liebniz que promovían autores como Russell o Couturat. Antes al
contrario, Leibniz es el hombre que por primera vez en la tradición europea ha
sostenido una cosa tan sencilla pero audaz como esta: no hay modo de garantizar el
puente ontológico entre la razón y la realidad, de la cual –esta última- sólo sabemos
que es contingente. Esta tesis tan radical parte por su mitad el corazón del
pensamiento cartesiano, puesto que afirma que aquello que puede ser deducido
racionalmente nunca es nada que pueda ser predicado sin más de la realidad. Lo
radical de este pensamiento es constatar que, pese a los subterfugios de siglos de
filosofía, y a los ideales mismos que presiden la gestación de la modernidad tal y como
la hemos ido estudiando hasta aquí, este mundo es todo él e irremisiblemente
contingente. ¿Como reconstruir a partir de esta constatación el pensamiento? Porque
si no lo hacemos, todo el programa que ha ido gestándose en el XVII de someter al
mundo a un proceso de racionalización, de crítica, que finalmente nos descubra la
verdad, de selección sólo de aquello que pueda ser salvado deductivamente por vía de
la razón, -todo ese programa que lentamente ha ido creando su perfil concreto:
solipsismo metódico, reconstrucción desde la subjetividad consenso racional entre los
hombres (Locke), etc, todo él será un programa invalido, inútil, insulso, falaz -y esta es
la posición radical de Leibniz, que se opone con ello firmemente a los vientos pujantes
que empujan hacia la Ilustración. El mismo Leibniz es el primero que ha utilizado la
palabra Ilustración –Aufklärung, en alemán- en su sentido estricto al menos dos veces
en diferentes contextos:

1) En primer lugar, en un artículo denominado Sobre el uso de la meditación, donde


dice: "meditar es algo más que esclarecer la iluminación -Aufklärung- de la razón -
sobre las cosas, se sobreentiende-“. Leibniz quiere decir así que reducirse a esto sería
convertir al hombre en un ser vacío, del que ya no importasen más que cuestiones
formales, las que, como no contienen ninguna materialidad, expulsaran de su seno
aquellas cosas por las que se mueve el hombre realmente, poniendo en marcha sus
deseos, pasiones, instintos, etc.

2) "Con estos instrumentos, señor, nadie detendrá la revolución que amenaza Europa",
escribió Leibniz en los Nuevos Ensayos, en 1716; setenta años después, ya en 1788
empezó el terror en Francia. También en este mismo libro Leibniz utiliza la palabra
“Aufklärung” al exponer el representante lockeano su programa. Y esto es con toda
probabilidad lo decisivo, aquello que da razón de la polidireccional escritura de Leibniz
y de la imposibilidad de hallar en él un núcleo temático único que otorgue una forma
maciza, compacta, cerrada, al conjunto de su obra: lo que se esta jugando realmente
en el pensamiento de Leibniz es toda una oposición radical al programa de la
Ilustración antropológica, y, por consiguiente, un enfrentamiento a gran escala que
precisamente porque se ve compelido a acudir a todos los frentes en los que este
programa de la racionalidad formal esta operando, tiene que dispersarse
continuamente ora a la física, ora a cuestiones de metafísica, ora a la geometría, ora
política o filosofía jurídica, y etc, etc. Con Leibniz, en fin, da comienzo una tentativa
firme y consciente de contrailustración, que lleva dentro de sí el germen de una
Ilustración distinta. Dos hombres hacen balance del siglo barroco: Locke acumulando
las fuerza positivas del barroco y fundando el modelo teórico, epistémico y político de
la Ilustración; Leibniz haciendo también balance del barroco para concluir de modo
antagónico en la necesidad de dar la voz de alarma respecto de este mismo modelo.
Pero Leibniz no sólo representa un valor puramente reactivo, antagonista, sino que su
crítica nace de una posición alternativa, constructiva, sumamente activa. Veamos,
entonces, cómo, en opinión de Leibniz, se reconstruye el pensamiento cuando lo que
ya es claro es que deductivamente no tiene aplicación en el mundo -es decir, que no
existe un camino directo que conduzca de la teoría a la práctica, o, por lo menos, no
tenemos porqué creerlo o aceptarlo así.

En las Observaciones a la parte general de los principios de Descartes, elaborada en


torno al año 1686-90, a la regla tercera de Descartes replica Leibniz de una manera
contundente: Descartes era un hombre movido por el aplauso, creador de una filosofía
puramente efectista, pues no hace falta ser una gran sabio para darse cuenta de que
de la certeza subjetiva no es ni ha podido ser nunca el índice de la verdad: el que una
proposición sea clara y distinta de ninguna manera puede querer decir, sólo por ello,
que sea también verdadera. Y este argumento mismo aplicado a su conversión en el
argumento ontológico -es decir, la crítica al argumento cartesiano que sostiene el
puente directo entre la razón y las cosas-, es más interesante todavía. En el texto de la
Defensio Trinitatis de 1668, Leibniz escribe "la prueba ontológica sería cierta si el
concepto de Dios es posible"; pero por sí sola no tiene validez porque se queda en el
interior de la razón y eso no implica en absoluto que tenga un correlato verdadero en
la realidad. Por tanto, según Leibniz, si, y sólo si, el concepto de Dios es posible –
concebible sin contradicción-, y pudiera además asegurarse de él la existencia,
entonces sí que sería el argumento ontológico cartesiano un argumento plenamente
valido, pero mientras tanto este argumento es tan sólo un ardid más de la razón.
Comparada con este argumento leibniciano de 1668, la crítica kantiana al argumento
ontológico propuesta cien años más tarde parece burda, pues únicamente añade sobre
aquella –y con razón-, que la existencia no pertenece al orden de predicados de una
noción. (Leibniz hubiera replicado pese a todo que tratándose de un concepto posible
si que le pertenecería, porque precisamente en un concepto necesario y posible –que
no entraña contradicción-, nada le faltaría para existir...¿Que más elementos si no
pudiera incluir la existencia? Cosa muy distinta es que, por ello, lo posible deje de ser
posible para suplantar la contingencia bajo mascara de necesidad, pero vamos a dejar
eso a un lado por el momento). El problema, pues, no es que la existencia pertenezca o
no al orden de las nociones, sino que el problema más bien esta en la ruptura del
puente ontológico entre pensamiento y realidad. ¿Significa esto que todo el programa
de la Ilustración esta basado sobre un malentendido? Seguramente si, pero...¿Significa
además que no se puede racionalizar el mundo, hemos de conformarnos con la
contingencia y el irracionalismo absoluto? La contrailustración de Leibniz, (que tendría
herederos en Inglaterra en el bando contrario al lockeano -en el inmediato radio de
proximidad de Locke, ya Shaftesbury-, y que se prolongara en Alemania no tanto en
Wolff -que no entiende nada, al menos de estas batallas-, sino desde luego en Lessing -
con la reintroducción del mundo de los sentimientos, instintos, etc...-, y que debe
posicionarse por principio en contra de la Ilustración trivial -desde el punto de vista de
Leibniz.-, que reduce maquinal y toscamente lo real a lo racional y viceversa), es o se
explica mediante 2 pasos, el uno condición y el otro hipótesis:

<ILUSTRACIÓN ALTERNATIVA SEGÚN LEIBNIZ>

1) Lo primero que hay que comprender, el primer precepto de una verdadera


Ilustración reza que no se puede ni se debe renunciar a todo aquello que no sea
susceptible de formalización de la razón. Si quitamos sentimientos, instintos,
tradiciones, historia, etc, es decir: si todo lo que pueda producirnos duda lo tomamos
por falso, pues entonces contraemos los elementos a iluminar hasta el punto de sólo
racionalizar una exigua fracción del mundo, y abandonamos al inmenso resto de la
realidad a la oscura sentina de lo sin-racionalizar, por tanto de lo sin-valor, y, en último
término, de lo que será marcado con un valor negativo, inhumano. Recuérdese la
admonición de Leibniz: "Esto traerá la revolución en Europa". ¿Que pasa con el
hombre epistemológicamente vaciado de Descartes? Pues que se convierte en el
hombre real de Locke para él que las seguridades inconmovibles desde el punto de
vista político son tres, de las cuales dos de ellas son triviales -decir que un libre tiene
derecho a la libertad, o que un nacido tiene derecho a nacer: ¿cómo no se iba a dejar
ver que estas son, en el fondo, trivialidades, perogrulladas que constituyen tan sólo el
cascarón del asunto?-, y la tercera, la cual aporta una verdadera novedad histórica,
ésta: la reducción del homo al homo aeconomicus; la propiedad es lo único que puede
provocar conflicto y es por tanto allí donde urge racionalizar. El vaciamiento del
hombre conduce a un programa de la Ilustración exiguo, mínimo: la racionalización de
la vida política sobre la base del derecho a la propiedad. (Esta crítica de finales del s.
XVII la habría suscrito Marx a finales del s. XIX). En consecuencia, la condición absoluta
para establecer un programa de una Ilustración de verdad es, frente a la vacuidad,
establecer una antropología de lo lleno y de la complejidad. Textos de Leibniz que
avalen esta interpretación son numerosos: el más simple y directo de ellos se
encuentra en una carta de 1668 a Johann Sperber: "La razón no es más que la
actualización de la memoria" -la misma frase se encuentra escrita a la princesa Sofía en
1714. Contra la reducción del pensamiento a operaciones puramente formales de la
mente promovida por Hobbes, Leibniz piensa que esa es, en el fondo, una manera
demasiado cómoda de simplificarlo todo, y así resulta fácil para Hobbes sacarse de la
chistera soluciones tan contundentes. Pero hay que hacerse cargo de que no todo lo
real es fácil: el pensamiento debe integrar lo complejo como complejo. Por
ejemplo...¿Es cierto que la razón se desenvuelve siempre en el plano de la consciencia?
"Si"- vimos que había respondido Locke. "No" -diría, sin embargo, Leibniz –“la cosa no
es tan sencilla: la mayoría de la percepciones son confusas, las producciones de la
razón permanecen a menudo fuera del control consciente de los hombres, y
consciencia misma no es más que la pequeña cumbre que penetra hondamente en una
inmensa zona inconsciente que, no obstante, dirige e inclina al decidirse, hacer planes,
acertar o equivocarse, etc, etc. Asimismo, Freud habría suscrito sin duda estos
respectos sobre el inconsciente: la inteligencia consciente no es más que una compleja
organización de materiales inconscientes, confusos, profundos...¿Que significa, pues,
la llamada típicamente ilustrada que convoca al hombre a “racionalizar el mundo”?
Significa ni más ni menos que lo que hay que hacer es lo opuesto al programa moderno
impulsado por Hobbes y Lo>Es decir, la Ilustración no consiste en separar mediante
una restrictiva teoría del método o una crítica de la razón lo que ya de suyo se dice que
es irracional como si de ello se desprendiese que fuera inexistente o falso, sino que
consiste más bien -¿como iba a ser de otra manera?- en iluminar lo irracional mismo,
en tratar con la razón de poner orden en lo confuso. La condición de la que
hablábamos es, pues, una Ilustración de lo pleno, de lo lleno, de lo real y no solamente
de lo humano, en definitiva. Pues bien: de la consideración de esta condición surge
una hipótesis de tal magnitud que, de ser llevada consecuentemente a
funcionamiento, será capaz, según Leibniz, de retraducir o reconstruir el mundo en
términos de racionalidad legítima y no sólo supuesta.

y2) Como hemos tratado de mostrar hasta aquí, de la condición del mundo de lo pleno
no se puede decir con Leibniz más que este es enteramente contingente. Y, por ello, la
hipótesis en cuestión, curiosamente, es la de la necesidad, que añade Leibniz que es
una hipótesis moral. El dato radical es que el mundo es contingente, de acuerdo, pero
vamos a hacer una hipótesis sabiendo y nunca olvidando que lo es; la hipótesis podría
formularse así: “¿Y si toda esta contingencia del mundo confuso y complejo
respondiera después de todo a un intrincado –puesto que lo incluye todo- orden
racional? ¿Y si pudiera pensarse por hipótesis que todo cuanto sucede es armónico,
necesario?” Los términos de esta hipótesis tienen una intensión y una extensión. Para
que se pueda pensar extensionalmente que todo lo que sucede en el mundo es
racional, habría que presumir, por hipótesis, que es el producto de una mente que sea
al menos coextensa con la totalidad del mundo. Entonces la necesidad hipotética
también se describe de este modo: si Dios existe, entonces el mundo es racional,
puesto que su producto puede –ya que Dios lo ha hecho objeto de una elección moral-
ser tan racional como él. Esta hipótesis sólo la puede formular el hombre, puesto que
es a la finitud del hombre a la que le falta la extensión suficiente para convertirla en
certidumbre. Pero es que además esta hipótesis ha de tener un cierto contenido
intensional: ese Dios que ha hecho el mundo se ha tenido que comprometer con él
racionalmente haciéndolo el más racional, el más rico y –pero decir esto último no es
más que resumir lo anterior- el mejor. Juntos ambos aspectos, la hipótesis general es
la siguiente: La racionalidad es un imperativo práctico-moral; Dios bien podría no
haber creado, pero como lo ha hecho, la hipótesis de su existencia exige pensar que se
ha obligado moralmente a crear un mundo racional. La racionalidad es, pues, para
Leibniz, una decisión moral, no un dato inmanente del mundo. El corolario decisivo de
este pensamiento es que si el hombre lleva a la práctica esta necesidad hipotética,
intentará pensarlo todo -¡todo!- racionalmente, y además se obligará a hacerlo así
porque eso es lo único que puede entender por un principio moral (un principio que
lleva también el nombre de principio de lo mejor o de optimización –apenas habrá que
señalar lo ingenuo que resultó para la modernidad triunfante este principio,
incapacitada como estaba para adivinar la gigantesca tarea que se encubría bajo su
mera lectura superficial consagrada por el Candido de Voltaire).

Y esta es, además, la obligación del sabio según Leibniz: pensar que el mundo es
racional por caridad, por amor al mundo. Mientras las descripciones racionales
prevean fenómenos o provean de anticipaciones afectivamente verdaderas, la
hipótesis de necesidad parecerá consistente (Leibniz ha expresado mucho antes que
Popper, y con mucho menos aparato, el principio de falsabilidad). ¿Como aplicar la
racionalidad? Pues buscando las series, los progresos, los ordenes, las interrelaciones
entre las distintas áreas de lo real. En los Preceptos para el progreso de las ciencias,
escribe Leibniz que se debe investigar constantemente hasta encontrar alguna serie
que produzca demostración ¿Que son sino las ciencias? Leibniz dice que las ciencias
son ejercicios pragmáticos de la racionalidad, tentativas metódicas de traducción
racional de los fenómenos ¿Que interés, por ejemplo, podemos conceder a la ley
general de la dinámica? El interés de una secuencia de acontecimientos que genera
proposiciones verdaderas: no es el caso de ningún ser vivo que se mueva en términos
de m*v2 ¿Es “verdad” al modo cartesiano absoluto, entonces, la formula o enunciado
“m*v2”? Leibniz respondería que nunca nadie ha visto un “m*v2” a galope tendido, lo
cual quiere decir que es sólo una traducción pragmática racional en virtud de una
hipótesis -que el mundo es racional-, a la vista de un suceso, de un hecho, por ejemplo
un animal corriendo. Él que busca las secuencias racionales, se obliga con ello
escudriñar en lo confuso y lo complejo y organizarlo. Pero el todo de un suceso, de un
hecho, no sólo la propiedad, y eso por amor al mundo, por qué es mejor para el
mundo suponerlo racional y obrar con esta guía que abandonarlo en sus tres cuartas
partes al olvido por encontrarlo incognoscible o simplemente irrelevante para los
intereses autodefensivos del hombre. Al final de la Confesio filosofii, Leibniz escribe
unas palabras que presuponen todo un programa político antagónico del ideado por
Locke (cita aproximada: buscar): “Lo que ocurrió en el pasado, fue así porque Dios lo
quiso y no hay que preocuparse más por ello, mientras tanto, el sabio se
comprometerá con el presente y el futuro porque sabe que ha que intervenir en ello”.
La idea de intervención es la más contraria que pueda pensarse a la de regulación
estática de lo que hay propia del pensamiento moderno. Por eso el programa político
de Leibniz no tuvo descendencia en la Ilustración por más que después aflorara en
Lessing o Shaftesbury: un mundo racional por obligación moral, pero que respete el
mundo tal como se manifiesta, pleno de tradiciones, particularidades, formas de vida,
etc. No trata este programa de regular sólo lo que hay, sino de llegar a la totalidad de
los espacios existentes.

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