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Por: Cristian Alejandro Ortiz

ID: 283148

Caminando por la recóndita península del Sinaí, Egipto

“En un mundo que cambia realmente tan rápido, la única estrategia en la que
el fracaso está garantizado es no asumir riesgos”

Mark Zuckerberg

Al evocar el nombre de un país como Egipto, comúnmente viene a nuestra razón


un sinfín de imágenes ligadas a estereotipos clónicos y reduccionistas, tales como el
faraónico o el imperial, pero sí algo es cierto, es que todos ellos distan de la realidad. Mi
llegada al Cairo a las 3:00 am estuvo plena de contratiempos, para infortunio mío, el ser
colombiano me acarreó numerosos problemas con la policía egipcia, quienes vestidos de
civil y con actitud intimidante me abordaron, tal vez por los lastres históricos, buscando
indicios de narcotráfico o terrorismo; llegué incluso a ser retenido mientras se verificaba
mi equipaje a profundidad; para esos instantes ya estaba empezando a comprobar
muchas de las cosas que había leído sobre el país antes de mi llegada y por primera vez
desde que salí de Colombia sentí una pavorosa angustia, me imaginé lo peor y advertí
que ese viaje no sería como los otros que había hecho.

Tiempo atrás entré a una orden religiosa en Colombia y hace aproximadamente


un año fui asignado a un convento en Francia, desde allí se me delegó una misión en el
IDEO (Instituto dominico de estudios orientales) en el Cairo, por ende estuve hospedado
la mayor parte del tiempo en su convento; naturalmente la visita también permitía un
espacio libre para el esparcimiento, de tal forma que dentro mi itinerario de viaje agregué
de más las ciudades de Alejandría, Luxor y Asuán, todas ellas muy seguras por cierto. El
primer susto que había tenido en el aeropuerto ya había quedado atrás, incluso me
atrevía a salir solo a la calle, sabiendo de antemano que no hablaba el árabe y que los
naturales de allí difícilmente entendían el inglés; pero a decir verdad, mi contacto con la
gente en la rambla, en la pobreza absoluta, en las condiciones más precarias, en la neta
simplicidad de su cotidianidad, me permitió conocer esa cara de Egipto que los turistas
no pueden percibir.

A una semana de terminar mi estadía en el lugar, uno de los frailes residentes


propuso hacer una peregrinación al monte Moisés, la cual consistía en una caminata de
tres días y dos noches desde Dahab hasta Santa Catrina del Sinaí. A pesar de las
recomendaciones de seguridad que instaban a los turistas a no visitar bajo ningún motivo
la península del Sinaí yo decidí asumir ese riesgo; a saber, dicho lugar ha sido el
escenario de incontables conflictos bélicos, históricamente entre Egipto e Israel, sin
embargo en la actualidad la colisión se desarrolla entre las fuerzas gubernamentales y la
filial egipcia del Estado Islámico (Wilayat Sina); por tal razón el gobierno no puede
garantizar la seguridad en dicho espacio, dado que su gran extensión y su árido paisaje
facilitan las ocupaciones enemigas; no obstante, dentro de mí corrió la emoción del
momento y determiné a favor del viaje.

Por vía terrestre sólo hay dos maneras de entrar en el Sinaí, la primera de ellas es
desde Egipto continental a través del canal del Suez, la segunda es desde Israel
cruzando el paso de Rafah, que por cierto es un lugar de mucha tensión, el cual siempre
está cerrado y fuertemente custodiado por el ejercito israelí que intenta contener el paso
de rebeldes yihadistas a su territorio. Naturalmente nuestro acceso a la zona sería desde
el Cairo; éramos un grupo de ocho personas, así pues, a media noche tomamos un bus
en el que arribaríamos hacia las 6am a Dahab, pero en el camino al llegar al canal del
Suez nos encontramos con un gran convoy militar quienes ordenaron cerrar el paso y
requisar uno por uno todos los vehículos de carga y de pasajeros1 que pretendían entrar
al Sinaí, por consiguiente para avanzar 600 metros tuvimos que esperar más de 6 horas.

Llegamos a Dahab más tarde de lo planeado, sin embargo decidimos descansar


por un momento, comer un poco y cargarnos de provisiones (especialmente agua), pues
nos esperaban tres largos y calurosos días de camino. Tan pronto terminamos las
compras emprendimos camino en dirección al monte Moisés (donde según el antiguo
testamento recibió los mandamientos), las temperaturas rondaban entre los 40 grados de
día, era necesario humedecer toallas para cubrirnos el cuello y la cabeza; el constante
de todos los días era buscar un refugio en las noches donde poder extender nuestras
bolsas de dormir. Por momentos admito sentía miedo, aunque daba cierto alivio divisar
pequeños grupos de militares vigilando la zona, ya que cualquier civil suponía una
amenaza. Las tribus Beduinas (moradores del desierto) fueron una gran ayuda para
culminar bien la travesía, pues por unas cuantas monedas de euro nos suministraban
descanso, agua y comida2. Aunque el camino estuvo muy pesado no decaí, caso
contrario a uno de nuestros compañeros, a quien su agotamiento físico lo derrotó la
segunda noche, le era imposible contener el vómito, la diarrea y la fatiga completa. Tal y
como estaba pronosticado, llegamos por fin el tercer día al punto más alto de toda la
península: El Monte Moisés, ver el inmenso y desértico paisaje totalmente nuevo para
mí3 me dejó pasmado por unos momentos, fue cuando me dije: “ A la postre valió la
pena el riego, el esfuerzo, la experiencia, logré llegar bien hasta aquí”.
Imágenes de referencia:

1. 2.

3.

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