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TARDECER EN LA PLAYA

Ángel Torres Quesada

Tiempo estimado de lectura: 11 min 55 seg

AMANECER EN LA PLAYA y ATARDECER EN LA PLAYA forman un


interesante y muy personal experimento dentro de la obra de Ángel Torres
Quesada: un díptico, dos relatos distintos pero paralelos sobre el mismo
tema, la misma situación, los mismos sucesos contador por dos
protagonistas distintos, aunque ambos, y otros personajes compartan
ambos relatos.

Pero, pese a todas las alusiones y los indicios apenas esbozados, al final
de ambos el autor sigue manteniendo cerrada la puerta del misterio. Cabe
preguntarse: ¿qué ocurrirá en la playa cuando llegue al fin el amanecer
del día 333? Indudablemente Ángel Torres en ellos como los componentes
de una trilogía, a la que le falta el tercer relato [...]

Presentación de Domingo Santos. Asimov, ciencia-ficción número 14, noviembre de


2004

Esta mañana la habitación sabía a flores.

Olí el perfume de las rosas apenas desperté.

Acababa de amanecer, la primera luz del día entraba por la ventana.

Tardé un poco en volver la mirada hacia el lado de la cama en que ella


dormía.

Como esperaba, como temía, ya no estaba conmigo.

Cerré los ojos y le dije adiós en silencio. Espérame, no tardaré en


reunirme contigo. Es una promesa.

Permanecí un rato sin moverme, respirando con dificultad, esperando que


las lágrimas humedecieran mis ojos.

Pero no lloré.

Siempre pensé que el día en que ella no estuviera a mi lado lloraría


amargamente; siempre creí que si yo me marchaba antes, ella
humedecería las sábanas con sus lágrimas.
Le dije muchas veces que cuando esto sucediera no debía llorar por mí,
se lo pedía siempre que hablábamos acerca de quién sería el primero en
marcharse.

¿Acaso se debe llorar por alguien que desaparece dejando un aroma a


flores?

Me digo que ha sido afortunada por haber sido ella la primera. Aunque le
arranqué la promesa de que no le entristecería mi marcha, estoy seguro
de que me hubiera llorado; lo vi en sus ojos, supe que me dijo que no
lloraría para que yo abandonara el tema.

Trato de hacerme a la idea de que ahora es a mí al que le toca esperar.


Me consuelo pensando que no tardaré en seguirla.

Como si hubiera sabido siempre que se iría antes que yo, ella intentó
convencerme de que su marcha no tenía por qué entristecerme.

Ella decía que no era morirse el hecho de desaparecer dejando en su lugar


un olor a flores. No lo consideraba morir, lo llamaba marcharse. Creo que
tenía razón. La muerte de un ser querido deja un cuerpo que se marchita;
ella había dejado un perfume a rosas, como lo dejan todos los que se
marchan.

Siempre le gustaron las rosas.

Me levanto despacio, camino alrededor de la cama sin dejar de mirar


donde la vi acostarse y quedarse dormida. Ni siquiera han quedado
señales de ella, la sábana está casi lisa. Acaricio la tela y no siento el calor
de su cuerpo. ¿A qué hora se marchó? Nadie sabe cuándo se marchan las
personas, nadie las ha visto irse. Pero los que quedan perciben ese suave
y grato olor a flores cuando despiertan.

No quiero abrir la ventana para que el aroma de su despedida no


desaparezca tan pronto.

Permanezco sentado en el sillón, junto a la ventana, contemplando el


amanecer.

Al cabo de unos minutos el olor a rosas ya ha desaparecido. No dura


mucho, se disipa con la claridad del día. Cuánto lo lamento.

Me quedo un rato bajo la ducha, dejando que el agua tibia me relaje.


Estoy demasiado tenso. Tener que preparar el desayuno es para mí un
gran esfuerzo. Sólo café y un par de tostadas. No tengo mucho apetito.
Ya no la acompañaré más al mercado. A su lado pasaba buena parte de
la mañana recorriendo los pocos puestos abiertos, escuchándola hablar
con Pepa la de la fruta, con José el carnicero y con la viuda de Paco el
pescadero. Paco se marchó hace un mes, y desde entonces su mujer se
ocupa del puesto. Antes de volver a casa siempre comprábamos el pan.
Últimamente teníamos que buscarlo en otra panadería, pues a la que
siempre íbamos cerró un par de semanas antes al no quedar nadie para
atenderla.

Echo un vistazo a la nevera. Tengo comida para varios días. Ella siempre
compraba de más por si acaso. Calculo que tengo reservas para una
semana. De todas formas no me apetece cocinar. Creo que tomaré algo
por ahí, si encuentro un bar abierto donde todavía hagan buenas tapas.
Tal vez me decida a comer en un pequeño restaurante. Ayer pasé por
delante de uno. Un plato combinado bastará.

No enciendo la radio ni la televisión. No me parece bien que lo haga. Hoy


debe ser para mí como un funeral, un día de luto. El silencio que reina en
la casa me parece lo más adecuado.

Me visto sin prisas, me pongo una chaqueta ligera, pensando que como
siempre no hará ni frío ni calor. Atisbo por la ventana, y una vez más
contemplo el cielo con ese tono rosado que luce desde hace... ¿Cuánto
tiempo ha pasado? Es extraño que no recuerde con exactitud cuándo
empezó todo. El otro día me encontré con mi amigo Aurelio, mientras
paseaba, y se lo pregunté. Me respondió que no lo sabía con certeza, pero
lo tenía apuntado en alguna parte. Quedamos que me lo diría cuando
volviéramos a vernos, que me telefonearía. Se marchó después de
decirme, medio en broma y medio en serio, que yo ya estaba chocheando
y la memoria me fallaba. Cosas de jubilados, añadí para mí, viéndole
alejarse por la acera mirando los escaparates con las mismas cosas
puestas en ellos desde hacía meses.

Ojalá vuelva a ver hoy a Aurelio. Antes nos fumábamos un cigarrillo a


escondidas de nuestras mujeres. Desde que todo empezó, nadie siente el
deseo de fumar. Los estancos cerraron al poco tiempo, como hicieron las
funerarias. ¿A quiénes iban a enterrar? Me reí el día que el cobrador de
rostro serio llamó a la puerta y me tendió el recibo del entierro. Le dije
que me diera de baja. Nunca me gustó que una vez al mes acudiera a mi
casa. Consideraba su visita como un augurio funesto. Se marchó sin
protestar, como si hubiese estado esperando oírme decir aquello, como si
últimamente se lo hubieran dicho muchas veces. Sentí lástima por él.
Salgo del piso sin preocuparme de si cierro bien la puerta. Aunque la deje
abierta, nadie entrará a robarme. Los robos, como la violencia y los
asesinatos, han desaparecido. Ahora no se roba, pero se toma lo que uno
necesita si con ello no se perjudica a nadie. El otro día salí a comprar unas
pilas para la radio y encontré la puerta de la tienda abierta. Entré. No
había nadie. Llamé al dueño y esperé en vano a que apareciera. Me llevé
las pilas, dejando sobre el mostrador el dinero que valían. Pasé ante una
cadena de música y vi un gran televisor, pero no me pasó por la cabeza
llevármelo, a pesar de que el mío es viejo y lleva tiempo fallando, tal vez
el mando, quizá el sintonizador. Ni siquiera me guardé un DVD, y eso que
había un estante lleno de ellos.

A veces me sorprende la forma cómo nos comportamos.

La puerta del piso contiguo al mío se abre y aparece Laura.

Me da los buenos días, le contesto lo mismo y añado que ya he llamado


al ascensor. Esperamos.

Como temía, me pregunta por mi esposa.

Laura tiene unos cuarenta años, pero parece más joven. Es divorciada,
trabaja como funcionaria en Hacienda. Bueno, ya no va a trabajar; como
otros, dejó de ir a su despacho cuando se dieron cuenta de que ya no
tenían que cobrar impuestos ni enviar cartas amenazantes a los morosos.
De mutuo acuerdo, todos los funcionarios dejaron de ir a trabajar.
Siguieron cobrando sus salarios a través de un banco que aún abre sus
puertas cada mañana. Un día Laura me comentó que cuando menos lo
esperase, su banco le avisaría que habían dejado de ingresarle su dinero.
Lo dijo con indiferencia, como si no le importara.

Su comentario me obligó a pensar en mi pensión. Me la siguen enviando.


¿Hasta cuándo? Tampoco me preocupa.

A mí sólo me inquieta lo larga o breve que puede ser la espera. Supongo


que a los demás les ocurre lo mismo.

Lo peor es que nadie sabe qué estamos esperando mientras vemos cómo
cada día que pasa hay menos gente en la ciudad. En el mundo entero
ocurre lo mismo. A veces escucho las noticias que dan en las emisoras
que siguen funcionando, y pienso en lo mucho que los técnicos y los
locutores y los periodistas se esfuerzan cada día en mantenernos
informados. Lástima que ninguno nos dé una explicación. Creo que no la
tienen.
Las carencias de la televisión me preocupan menos, quizá porque me
cansa que repitan tantas veces las mismas películas. Lo mejor es que ya
no emiten programas estúpidos, reality shows ni series de violencia.

El ascensor llega, se abren las puertas y entramos. Lo pongo en marcha


y me doy cuenta de que Laura sigue esperando que le diga cómo está mi
mujer.

Le explico que esta mañana, al despertar, olí a rosas.

Ella lo entiende y me responde que lo siente.

No me mira con pena, nadie siente lástima por los que huelen a rosas al
amanecer.

Le digo que no tiene por qué sentirlo. Cuando pedí a mi mujer que no me
llorara, me hizo prometer que yo tampoco la lloraría a ella. Le di mi
palabra de no hacerlo convencido de que yo me iría antes. Se lo cuento a
Laura y me dice que lo entiende.

Guardamos silencio hasta que el ascensor se detiene y salimos. Noto en


Laura cierto nerviosismo. Miro hacia la calle y veo llegar al hombre que
algunos días viene a buscarla. No recuerdo su nombre, pero me parece
simpático. Mi vecina y él están saliendo. Habían sido novios cuando iban
al instituto. Él se casó con otra novia años más tarde. Creo que su mujer
se fue poco después de que el cielo se volviera rosa. Laura y él se
encontraron un día, se saludaron y pasearon juntos.

Observo a Laura de reojo, la veo sonreír, iluminarse sus ojos. Ella le


quiere. Vuelvo la mirada hacia él y le veo alegre, pero me mira con recelo.
Su actitud me divierte. No puede tener celos de mí. Sería un estúpido si
los tuviera. Ya soy demasiado mayor; además, ya nadie siente celos. Ni
envidia. Este mundo sería perfecto si no fuera por el olor a rosas que
dejan nuestros seres queridos al marcharse.

El hombre me saluda cortésmente, ella me dice hasta luego y los dos se


despiden de mí. Los veo alejarse en dirección a la playa, cogidos del
brazo, mirándose a los ojos, hablando en voz baja. Apuesto a que ella le
está contando que me he quedado solo.

Camino entre los coches aparcados; unos acumulan más polvo que otros,
según sus dueños los cojan o no. Por las calles apenas circulan vehículos.
En la esquina, el barrendero acaricia con la escoba los adoquines. Aunque
los semáforos están todos en amarillo, no he visto un accidente desde
hace no sé cuánto tiempo. Todas las personas que aún conducen lo hacen
con precaución, parecen tener un sexto sentido que les avisa cuando de
una calle va a salir un coche que tiene la preferencia.

Lo que más me gusta es que siempre se cede el paso a los peatones.

Me alejo de la playa, no sé por qué. El rumor de las olas me suena extraño


esta mañana. Entro en una calle, luego en otra, y sin darme cuenta me
encuentro en el paseo marítimo. Me quedo turbado al ver que Laura y su
acompañante caminan hacia mí. No se sorprenden al verme y me sonríen.
Me dispongo a saludarlos, pero ello me obliga a detenerme. Me paran y
me preguntan si ya estoy enterado de que hoy debo estar en la playa al
atardecer. Le pregunto por qué y él me responde que no puedo perderme
el próximo amanecer.

Les miro sin entender nada. El hombre da por sentado que yo estaré esta
noche en la playa, como todo el mundo. ¿Todo el mundo? Bueno, todos
los que aún continuamos aquí, me responden. ¿Qué han querido decir?
Sus palabras me recuerdan algo. Alguien me lo ha dicho, dice él,
sorprendido. Tras mirar a Laura, añade que lo sabe por el chico de la
cafetería donde desayuna cada mañana. Laura coge mi mano, y siento el
calor de sus dedos y me estremezco. No quiero discutir y les digo que
estaré en la playa. Me dan los buenos días y se marchan.

Miro hacia la playa. El agua está serena, las olas rompen suaves en la
arena. Hay personas de todas las edades caminando cerca de la orilla. No
hay distinción a la hora de elegir a los que se marchan. Siempre queda
ese olor a flores donde antes dormía un niño, un adulto o una persona
mayor. Que los niños estén en el juego me enfurece. ¿Por qué no los
dejan en paz? Que desaparezcamos los viejos me parece incluso justo,
pero que haya olor a rosas donde antes hubo una niña o un niño, un
muchacho o una mujer joven, me parece una crueldad.

Contemplo el cielo. Es un cielo de hermoso color rosa, casi sin nubes. ¿Por
qué dirijo mi crítica a él? Me encojo de hombros. No sé a quién dirigir mis
reproches, no sé a quién culpar de lo que está pasando. Pero me gustaría
saberlo.

Una ola rompe con más fuerza y su sordo bramido hace que me
estremezca. ¿Por qué habría de enfadarme que el cielo sea de color rosa,
que suelten sus escasas nubes un breve chaparrón cada madrugada y la
ciudad continúe vaciándose de personas?
A cambio de que hayamos dejado de pelear entre sí y no estallen guerras
en ninguna parte del mundo, las personas desaparecemos.

No me parece justo. Pero, ¿a quién puedo reprochárselo? ¿A quién debo


protestar?

Me cuesta alejarme de la playa, sus arenas parecen ejercer una irresistible


atracción en mí. El paseo marítimo es largo y mi andar es lento. Tardo en
llegar a la altura del viejo cementerio y contemplo sus paredes blancas,
escucho su silencio. Cruzo la calzada y camino a lo largo de sus muros,
los rodeo y me dirijo a la entrada. En el centro de la pequeña plaza me
quedo un instante inmóvil, preguntándome por qué quiero vagar por sus
casi vacíos patios, alrededor de sus ausentes sepulturas.

El viejo cementerio se estaba quedando vacío desde antes de que el


cambio nos sorprendiera, ya llevaban no sé cuánto tiempo trasladando a
los muertos a otro cementerio en otra ciudad. Pero todavía quedan
muchos recuerdos en él.

Al entrar me cruzo con una anciana y una niña. Llevan en las manos los
utensilios que han empleado para adecentar alguna lápida.

Dejo atrás varios patios y busco el nicho que ella y yo compramos antes
de que decidieran cerrar el cementerio. Lo encuentro y miro al fondo de
su oscura garganta. En el nuevo camposanto aún no habíamos reservado
un lugar para nosotros; ella no lo quiso. No se lo discutí y le dejé que
hiciera lo que quisiese. Cuando nos devolvieron una parte de lo que
habíamos pagado, no le reproché nada. Aquella noche nos fuimos a cenar.
A la mañana siguiente ella repuso parte de la vajilla rota con el resto del
dinero.

Mientras miro las sombras del nicho que ya nunca será nuestro llego a la
conclusión de que he ido hasta allí para recordarla. Si hubiera encontrado
su cuerpo en la cama ahora estaría velándola, tendría la casa llena de
vecinos que al principio hablarían en voz baja y al atardecer empezarían
a contar chistes y a intercambiar chismorreos, y yo tendría que invitarles
a café y pasteles.

El olor a rosas de ella me ha librado de tener que soportar a tanta gente


estúpida. Rezo un par de oraciones al nicho hueco y vuelvo sobre mis
pasos.

Paseo por la avenida principal hasta el casco antiguo de la ciudad, bajo la


cuesta mirando hacia el puerto. Hay dos barcos. Llevan amarrados allí no
sé cuánto tiempo; cerca de la verja hay gente paseando. Algunos bares
siguen abiertos. Entro en uno, pido una cerveza y bebo despacio, mirando
hacia la plaza del Ayuntamiento. Un guardia pasea delante de la puerta
con gesto aburrido.

Sólo hay otra persona además de mí en el bar. Pago la consumición y


salgo. Me detengo en el quiosco para comprar el diario. Tiene pocas
páginas. Apenas miro las noticias. No serán muy diferentes de las que
publicaron el día anterior. Con el periódico bajo el brazo continúo mi paseo
hasta la alameda. Hay dos hombres pescando, apoyados en la
balaustrada, mirando el agua en que se hunden sus sedales. Antes de
alejarme, uno tira de la caña y saca una mojarra. Su compañero le felicita
y empiezan a recoger los avíos de pesca. Se marchan.

No llego hasta el parque, no quiero pasar por cierto lugar que tantos
recuerdos me trae. Un poco nervioso, me vuelvo, entro en las calles y
alcanzo el otro lado de la ciudad. Llevo horas caminando pero no me
siento cansado.

Me viene a la memoria lo que me dijo Laura. ¿Por qué debo estar en la


playa al anochecer, y esperar a que amanezca? La idea de pasar la noche
al relente no me atrae; prefiero la cama, aunque tal vez hoy duerma en
el sofá. No es que me dé miedo acostarme, pero creo que debería esperar
al menos un día. Cambiaré las sábanas, airearé el colchón. Si ha quedado
una brizna de perfume de rosas, prefiero que desaparezca de una vez.

Me siento en un banco del paseo del sur, abro el periódico y lo vuelvo a


cerrar. ¿Qué puedo leer en él? Me fijo en la fecha, hago mecánicamente
un cálculo y compruebo que han pasado algo más de once meses desde
que todo empezó. 332 días. ¿Qué importancia tiene que a medianoche se
cumplan los 333 días?

El breve oscurecimiento que ya se avecina por el este me advierte de que


no tardará en anochecer.

Me queda un largo camino hasta la playa.

Me incorporo. Varios niños pasan corriendo por mi lado. También se


dirigen a la playa. Llego a la parada del autobús. Pienso que no tardará
en pasar uno. Aunque no estoy cansado, no me apetece caminar. Llegaré
hasta la playa, echaré un vistazo, comprobaré que nada extraordinario
pasa y volveré a casa. En la mesita de noche hay un libro esperándome.
Pasan varios coches, más despacio de lo que tienen por costumbre. No
parecen tener prisa. Varias personas caminan delante de mí. No se
vuelven para mirarme. Se dirigen hacia la playa.

Paro a un chico y le pregunto si aún funcionan los autobuses. Me mira,


me sonríe y me dice que no lo sabe. « ¿Por qué no da un paseo, señor?
», me pregunta. Y añade: «Todavía tiene tiempo de llegar, aunque camine
despacio. » Se aleja sin darme ocasión de preguntarle qué ha querido
decirme.

Observo a mi alrededor. Toda la gente se dirige hacia la playa. Algunos


ríen, otros sonríen, las mujeres llevan a los niños de las manos, un padre
empuja el cochecito de su bebé. Me sorprende que queden familias
enteras.

Los sigo con el periódico bajo el brazo, la mirada fija en la lejana playa.
Como mi caminar es lento, todos me adelantan, sus pasos son más ágiles
que los míos.

A la altura de la vieja muralla encuentro dos autobuses parados. Están


vacíos, las puertas abiertas. Uno parece hacerme guiños con sus
intermitentes encendidos.

Toda la gente que queda en la ciudad peregrina a la playa, pero no es una


multitud. Qué pocos somos los que quedamos, pienso.

A lo lejos veo a mi amigo Aurelio. Trato de alcanzarle, pero parece haber


rejuvenecido esta tarde, camina deprisa y se distancia más de mí. Me doy
por vencido y vuelvo a andar a mi aire.

Mientras paso por delante de la vieja playa que el mar ha ido despojando
de su arena empiezo a ver gente que avanza cerca de la orilla. Tengo la
impresión de que asisto a una romería, que todo el mundo se siente
impulsado a hacer lo mismo.

Cuando alcanzo el gran brazo de arena la marea está bajando. En la


amplitud de la playa parece que son menos las personas que caminan;
pero a lo lejos, cerca de los grandes hoteles, hay más gente. Es allí donde
todos se detienen. ¿Qué esperan?

En el primer chiringito, al que llego cuando su dueño está cerrándolo,


compro una botella de agua. Bebo pequeños tragos mientras camino con
la mirada puesta en lo que parece que es mi destino. Me pregunto por
qué no cruzo la calzada del paseo marítimo, entro en las calles solitarias
y me encierro en casa.

Pero no me apetece. La idea de quedarme en el piso me horroriza, la


considero un sacrilegio. Esta noche debo pasarla en la playa.

Trato de pensar, recordar lo que ha pasado; pero las ideas se me


atropellan, las siento cómo se golpean unas contra otras. Sólo intento
encontrar una explicación y no lo consigo porque algo dentro de mí parece
impedirme analizar los hechos con lógica.

Creo que la gente se ha vuelto un poco estúpida desde que las personas
empezaron a marcharse dejando olor a flores. Yo debo ser el más idiota
de todos, pues cada vez que me pongo a pensar me abandono a la
comodidad, me digo que hay que aceptar las cosas como son, y dejo para
otra ocasión el tratar de averiguar lo que está pasando.

Me resisto a caminar por la arena y sigo en la acera, cerca de la barandilla,


mirando hacia la orilla o adelante.

Vuelvo a ver a Aurelio. Está junto a un puesto de bebidas cerrado,


hablando con otras personas. Me descubre y me saluda. Le respondo con
la mano y continúo mi camino. No tengo ganas de hablar con él. Ya no.

De pronto me siento cansado, quiero parar y sentarme. Bajo a la playa y


me echo en la arena. El restaurante, que funciona sólo en verano, está
cerrado, pero sus puertas permanecen abiertas. De entre las personas
que pasean ante él aparecen Laura y su amigo. Van cogidos del brazo, se
besan sin dejar de sonreír. Parecen felices. Su felicidad me obliga a
pensar. Si ellos no están preocupados, yo tampoco debería estarlo.

Los veo desaparecer en el oscuro interior del restaurante.

Al volverme me encuentro con un chico de unos doce años. Está sentado


y me mira fijamente.

Le pregunto si está solo y me responde que sí. Es evidente que no tiene


familia. Tal vez haya percibido el aroma de la marcha de los suyos más
de una mañana, primero su padre y después su padre. O al revés.

—¿Por qué me miras? —le pregunto.

—¿Le importa que le haga compañía? —pregunta él a su vez.

—No, claro que no.


—Genial —dice, como los niños de la televisión—. Esperaremos juntos.

—¿Qué debemos esperar?

Se echa a reír.

—Los mayores no se dan cuenta.

—¿De qué debemos darnos cuenta?

—Hoy sabremos la verdad.

—¿Qué verdad?

—¿Cuál va a ser? ¿Acaso no se ha preguntado por qué el cielo es rosa,


llueve todas las madrugadas a la misma hora y la gente se marcha
mientras duerme?

—Debo admitir que sí, pero...

No sé qué decir a continuación y callo.

—Esta noche no dormiré. Oh, usted puede echar una cabezadita si le


apetece —le escucho decir.

—Tú eres el más joven. Deberías dormir tú.

—No tengo sueño.

Le ofrezco la botella de agua.

—Tampoco tengo sed.

—¿Qué esperas que pase?

—No lo sé, pero no será desagradable. Creo que será bonito.

—Si tú lo dices...

—Será agradable, será guay.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.
No quiero discutir con él. Alrededor de nosotros la gente pasea, va y
viene. Ya es de noche. No llevo reloj desde hace once meses, pero deben
ser cerca de las doce. Unas horas más y empezará a amanecer. Ahora
amanece a las seis en punto. Durante estos últimos meses no ha variado
la hora de la salida del sol. Sonrío. Esto no puede ser, pero es. ¿Para qué
discutir, para qué ponerlo en solfa?

Siento que se me cierran los ojos. El chico me mira y dice.

—No se preocupe. Le despertaré cuando esté a punto de salir el sol. No


se perderá el espectáculo.

—¿Qué espectáculo?

—No debí llamarlo así. Será otra cosa. Será bonito.

Me tiendo en la arena. Las sombras de la noche, apenas disipadas por las


luces del paseo que se encendieron hace un rato, no me desvelarán. La
arena es cálida, no la siento húmeda debajo de mí.

Antes de quedarme dormido noto que la mano del niño acaricia mi frente.
Le escucho desearme feliz sueño y me repite su promesa de despertarme
a tiempo.

Sé que lo hará. Puedo confiar en él.

Me duermo pensando en mi mujer y en nuestro hijo, preguntándome qué


contemplarán mis ojos cuando despierte.

Sobre todo deseo volver a verlos.

A mi mujer le diré: Te prometí que no tardaría en reunirme contigo.

Y a mi hijo... No sé lo que le diré a mi hijo, pero se me ocurrirá algo


después de abrazarle.

Me pierdo en el sueño con una sonrisa en los labios, convencido de que


no quedaré defraudado cuando despierte.

No sé si el chico percibirá al amanecer el olor a flores que tal vez deje


detrás de mí.

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