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Pero, pese a todas las alusiones y los indicios apenas esbozados, al final
de ambos el autor sigue manteniendo cerrada la puerta del misterio. Cabe
preguntarse: ¿qué ocurrirá en la playa cuando llegue al fin el amanecer
del día 333? Indudablemente Ángel Torres en ellos como los componentes
de una trilogía, a la que le falta el tercer relato [...]
Pero no lloré.
Me digo que ha sido afortunada por haber sido ella la primera. Aunque le
arranqué la promesa de que no le entristecería mi marcha, estoy seguro
de que me hubiera llorado; lo vi en sus ojos, supe que me dijo que no
lloraría para que yo abandonara el tema.
Como si hubiera sabido siempre que se iría antes que yo, ella intentó
convencerme de que su marcha no tenía por qué entristecerme.
Echo un vistazo a la nevera. Tengo comida para varios días. Ella siempre
compraba de más por si acaso. Calculo que tengo reservas para una
semana. De todas formas no me apetece cocinar. Creo que tomaré algo
por ahí, si encuentro un bar abierto donde todavía hagan buenas tapas.
Tal vez me decida a comer en un pequeño restaurante. Ayer pasé por
delante de uno. Un plato combinado bastará.
Me visto sin prisas, me pongo una chaqueta ligera, pensando que como
siempre no hará ni frío ni calor. Atisbo por la ventana, y una vez más
contemplo el cielo con ese tono rosado que luce desde hace... ¿Cuánto
tiempo ha pasado? Es extraño que no recuerde con exactitud cuándo
empezó todo. El otro día me encontré con mi amigo Aurelio, mientras
paseaba, y se lo pregunté. Me respondió que no lo sabía con certeza, pero
lo tenía apuntado en alguna parte. Quedamos que me lo diría cuando
volviéramos a vernos, que me telefonearía. Se marchó después de
decirme, medio en broma y medio en serio, que yo ya estaba chocheando
y la memoria me fallaba. Cosas de jubilados, añadí para mí, viéndole
alejarse por la acera mirando los escaparates con las mismas cosas
puestas en ellos desde hacía meses.
Laura tiene unos cuarenta años, pero parece más joven. Es divorciada,
trabaja como funcionaria en Hacienda. Bueno, ya no va a trabajar; como
otros, dejó de ir a su despacho cuando se dieron cuenta de que ya no
tenían que cobrar impuestos ni enviar cartas amenazantes a los morosos.
De mutuo acuerdo, todos los funcionarios dejaron de ir a trabajar.
Siguieron cobrando sus salarios a través de un banco que aún abre sus
puertas cada mañana. Un día Laura me comentó que cuando menos lo
esperase, su banco le avisaría que habían dejado de ingresarle su dinero.
Lo dijo con indiferencia, como si no le importara.
Lo peor es que nadie sabe qué estamos esperando mientras vemos cómo
cada día que pasa hay menos gente en la ciudad. En el mundo entero
ocurre lo mismo. A veces escucho las noticias que dan en las emisoras
que siguen funcionando, y pienso en lo mucho que los técnicos y los
locutores y los periodistas se esfuerzan cada día en mantenernos
informados. Lástima que ninguno nos dé una explicación. Creo que no la
tienen.
Las carencias de la televisión me preocupan menos, quizá porque me
cansa que repitan tantas veces las mismas películas. Lo mejor es que ya
no emiten programas estúpidos, reality shows ni series de violencia.
No me mira con pena, nadie siente lástima por los que huelen a rosas al
amanecer.
Le digo que no tiene por qué sentirlo. Cuando pedí a mi mujer que no me
llorara, me hizo prometer que yo tampoco la lloraría a ella. Le di mi
palabra de no hacerlo convencido de que yo me iría antes. Se lo cuento a
Laura y me dice que lo entiende.
Camino entre los coches aparcados; unos acumulan más polvo que otros,
según sus dueños los cojan o no. Por las calles apenas circulan vehículos.
En la esquina, el barrendero acaricia con la escoba los adoquines. Aunque
los semáforos están todos en amarillo, no he visto un accidente desde
hace no sé cuánto tiempo. Todas las personas que aún conducen lo hacen
con precaución, parecen tener un sexto sentido que les avisa cuando de
una calle va a salir un coche que tiene la preferencia.
Les miro sin entender nada. El hombre da por sentado que yo estaré esta
noche en la playa, como todo el mundo. ¿Todo el mundo? Bueno, todos
los que aún continuamos aquí, me responden. ¿Qué han querido decir?
Sus palabras me recuerdan algo. Alguien me lo ha dicho, dice él,
sorprendido. Tras mirar a Laura, añade que lo sabe por el chico de la
cafetería donde desayuna cada mañana. Laura coge mi mano, y siento el
calor de sus dedos y me estremezco. No quiero discutir y les digo que
estaré en la playa. Me dan los buenos días y se marchan.
Miro hacia la playa. El agua está serena, las olas rompen suaves en la
arena. Hay personas de todas las edades caminando cerca de la orilla. No
hay distinción a la hora de elegir a los que se marchan. Siempre queda
ese olor a flores donde antes dormía un niño, un adulto o una persona
mayor. Que los niños estén en el juego me enfurece. ¿Por qué no los
dejan en paz? Que desaparezcamos los viejos me parece incluso justo,
pero que haya olor a rosas donde antes hubo una niña o un niño, un
muchacho o una mujer joven, me parece una crueldad.
Contemplo el cielo. Es un cielo de hermoso color rosa, casi sin nubes. ¿Por
qué dirijo mi crítica a él? Me encojo de hombros. No sé a quién dirigir mis
reproches, no sé a quién culpar de lo que está pasando. Pero me gustaría
saberlo.
Una ola rompe con más fuerza y su sordo bramido hace que me
estremezca. ¿Por qué habría de enfadarme que el cielo sea de color rosa,
que suelten sus escasas nubes un breve chaparrón cada madrugada y la
ciudad continúe vaciándose de personas?
A cambio de que hayamos dejado de pelear entre sí y no estallen guerras
en ninguna parte del mundo, las personas desaparecemos.
Al entrar me cruzo con una anciana y una niña. Llevan en las manos los
utensilios que han empleado para adecentar alguna lápida.
Dejo atrás varios patios y busco el nicho que ella y yo compramos antes
de que decidieran cerrar el cementerio. Lo encuentro y miro al fondo de
su oscura garganta. En el nuevo camposanto aún no habíamos reservado
un lugar para nosotros; ella no lo quiso. No se lo discutí y le dejé que
hiciera lo que quisiese. Cuando nos devolvieron una parte de lo que
habíamos pagado, no le reproché nada. Aquella noche nos fuimos a cenar.
A la mañana siguiente ella repuso parte de la vajilla rota con el resto del
dinero.
Mientras miro las sombras del nicho que ya nunca será nuestro llego a la
conclusión de que he ido hasta allí para recordarla. Si hubiera encontrado
su cuerpo en la cama ahora estaría velándola, tendría la casa llena de
vecinos que al principio hablarían en voz baja y al atardecer empezarían
a contar chistes y a intercambiar chismorreos, y yo tendría que invitarles
a café y pasteles.
No llego hasta el parque, no quiero pasar por cierto lugar que tantos
recuerdos me trae. Un poco nervioso, me vuelvo, entro en las calles y
alcanzo el otro lado de la ciudad. Llevo horas caminando pero no me
siento cansado.
Los sigo con el periódico bajo el brazo, la mirada fija en la lejana playa.
Como mi caminar es lento, todos me adelantan, sus pasos son más ágiles
que los míos.
Mientras paso por delante de la vieja playa que el mar ha ido despojando
de su arena empiezo a ver gente que avanza cerca de la orilla. Tengo la
impresión de que asisto a una romería, que todo el mundo se siente
impulsado a hacer lo mismo.
Creo que la gente se ha vuelto un poco estúpida desde que las personas
empezaron a marcharse dejando olor a flores. Yo debo ser el más idiota
de todos, pues cada vez que me pongo a pensar me abandono a la
comodidad, me digo que hay que aceptar las cosas como son, y dejo para
otra ocasión el tratar de averiguar lo que está pasando.
Se echa a reír.
—¿Qué verdad?
—Si tú lo dices...
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
No quiero discutir con él. Alrededor de nosotros la gente pasea, va y
viene. Ya es de noche. No llevo reloj desde hace once meses, pero deben
ser cerca de las doce. Unas horas más y empezará a amanecer. Ahora
amanece a las seis en punto. Durante estos últimos meses no ha variado
la hora de la salida del sol. Sonrío. Esto no puede ser, pero es. ¿Para qué
discutir, para qué ponerlo en solfa?
—¿Qué espectáculo?
Antes de quedarme dormido noto que la mano del niño acaricia mi frente.
Le escucho desearme feliz sueño y me repite su promesa de despertarme
a tiempo.