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Jesús Rodrigo García (Ed.

), Lágrimas 1 – Paseo por el amor, el dolor y la muerte,


Shangrila 26, abril 2016

Preferiría no hacerlo
Josep M. Català

Una lacrima sul viso


Bobby Solo

En “El castillo de arena” (1974) de Yoshitaro Nomura, un par de policías, el detective


Imanishi y su compañero Yoshimura, recorren diversas regiones del Japón tratando de
establecer la identidad del hombre que ha aparecido muerto en las vías del tren. En
“Unos días en la vida de Oblomov” (1980) de Nikita Mijalkov, un tipo gandul e
indolente se pasa el día dormitando en un sofá. En algún momento de ambas
narraciones, los protagonistas derraman lágrimas. ¿Qué tienen en común las lágrimas
del indolente Oblomov y las del el tenaz Imamishi?
Las lágrimas siempre han tenido en general mala fama desde el punto de vista
estético: se las asocia al melodrama y a lo melodramático, aspectos que tampoco han
sido nunca muy bien valorados por la cultura. En el arte las lágrimas se consideran
peligrosas, por eso tienden a escasear en las representaciones. Y si algún artista se
atreve a provocarlas con sus obras, aún es peor porque, en tal caso, estas serán tildadas
de cursis o desterradas a esa ambigua categoría que es el kitsch. Que este ostracismo es
especialmente grave lo prueba la opinión que Hermann Broch tenía del kitsch, al que
consideraba, ni más ni menos, que «el elemento del mal en el sistema de valores del
arte». Las lágrimas, pues, no serían solo una cuestión de mal gusto sino también una
asunto moral. Cuando Godard hizo aquella famosa afirmación de que un travelling es
una cuestión moral, se estaba refiriendo a la polémica respecto al ligero travelling que
Gillo Pontecorvo se había atrevido a introducir en un punto álgido de su película
“Kapo” (1959). Rivette llegó a tildar este travelling de abyecto, y Serge Daney afirmó
que se trataba de pornografía “artística”. Hablamos del plano en el que un personaje se
suicida abalanzándose sobre la alambrada eléctrica del campo de concentración. Sobre
ello, Rivette decía que: «aquel que decide, en ese momento, hacer un travelling de
aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, poniendo cuidado de

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inscribir exactamente la mano alzada en un ángulo de su encuadre final, ese individuo


sólo merece el más profundo desprecio».1 Supongo que lo que molestaba del travelling
en cuestión era que estaba allí para provocar las lágrimas del espectador, es decir, para
subrayar emocionalmente un suceso que ya era emocionante en sí. Un exceso.
No cabe duda de que las lágrimas son kitsch porque, entre otras cosas, el kitsch
implica, como digo, un exceso emocional. Desde el punto de vista de las emociones, las
lágrimas parecen surgir siempre cuando se traspasa un determinado límite de la
expresión de los sentimientos. Es quizá por ello que los grandes fisionomistas clásicos,
de Lavarter a Le Brun, nunca las representan en sus grabados sobre las emociones. Su
inventario de rostros patéticos compone un catálogo general de las emociones humanas
del que faltan notoriamente las lágrimas. Puede que sea porque los neoclásicos suponían
que no eran estéticamente necesarias, que todo quedaba expuesto mediante las formas
que adquiría el rostro de acuerdo con cada turbación que afectaba al alma. Esta
concepción superficial del realismo es la que se encuentra detrás de las apreciaciones en
torno al travelling de Pontecorvo: la realidad se basta sola para expresarse a sí misma.
Nada qué ver con el melodrama, que es indudablemente barroco.
Las escasas lágrimas que aparecen en arte lo hacen en el marco de la pintura o la
escultura religiosas, como en “El descendimiento de la cruz” de Van Der Weyden, o en
las esculturas barrocas policromadas, como “La Dolorosa” de Pedro de Mena. Hay que
acercarse mucho a la pintura para descubrir las lágrimas de María Cleofás, San Juan y
María Salomé, el grupo situados en el lado izquierdo del cuadro de Van Der Weyden. Y
la escultura de Pedro de Mena, donde las lágrimas son excesivamente visibles, nos
recuerda demasiado a toda una ristra de imágenes devotas, material de procesiones y
celebraciones diversas, que son el epítome del mal gusto. Pero no creo que nadie se
haya atrevido a recriminarle a Van Der Weyden el exceso que suponen esas lágrimas ni
que hubiera puesto mucho cuidados en componer los grupos que forman su cuadro,
arguyendo que la escena es ya dramática de por sí.
No obstante, ver esas excreciones recorriendo los rostros demudados de las
vírgenes, especialmente en la escultura, más que producirnos la empatía que buscan o el
rechazo que dicta el buen gusto, ahora nos inquietan. Hay en ellos, incluso en las piezas
de mejor factura, como las de Pedro de Mena, algo de artificioso, de falta de decoro

1
Jacques Rivette, “De la abyección”, Cahiers du Cinéma nº 120, junio 1961.

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estético. Son claramente representaciones expresivas, que parecen haber traspasado los
límites del arte para penetrar en el de la realidad, como las figuras de los museos de
cera. A l compararlas con estas, vemos que esos rostros transitados por las lágrimas
alcanzan también, como los de cera, una condición siniestra, que comparten, por cierto,
con el melodrama, al que siempre ronda la muerte en cualquiera de sus formas.
Hay otro motivo, más recóndito, para no representarlas: el hecho de que son
transitorias, expresan más el tiempo que el espacio: una lágrima resbala con ligereza por
las mejillas y va a perderse en la boca o en vacío, nada que ver con la contundencia de
la expresión del rostro, por muy momentánea que esta sea. El rostro es espacio, mientras
que las lágrimas son tiempo. Bill Viola, con sus representaciones a extrema cámara
lenta de las emociones consigue que los rostros y los cuerpos, sus gesto y sus muecas,
se conviertan en flujos temporales y sean equiparables de esta forma a la temporalidad
también fluida de las lágrimas. Se convierten así en rostros y cuerpos espacio-
temporales que combinan la inmovilidad de la escultura y el movimiento del cine:
empujar a lo escultórico más allá de sus límites, empujan lo eterno hacia la
transitoriedad de lo real sin romper de todo el misterio esencial del hieratismo.
Resulta inquietante la intrusión de la temporalidad en una imagen
pretendidamente fija, intemporal, porque nos recuerda, por contraste, a la muerte. Las
lágrimas, aunque fijas en la representación, son esencialmente contingentes, pertenecen
al movimiento y al tiempo, y por tanto su presencia hace que la imagen traspase la
frontera que existe entre el arte y lo real: son como una mano que surge del mundo
hierático de los muertos para avanzarse hasta nosotros, hacia nuestro corazón para
exprimirlo, para arrancar de él también algunas lágrimas que se fundan con las del otro
lado. De ahí el sentimiento siniestro que despiertan en nosotros. De ahí el exceso
melodramático.
¿Por qué llora el detective Imanishi en la película de más éxito de Yoshitaro
Nomura? ¿Por qué llora Oblomov, el dormilón, en la película de Nikita Mijalkov del
mismo nombre? ¿Qué tienen en común estos llantos?
En el relato cinematográfico de Mijalkov, más que en la novela original de Ivan
Gontxarov, el personaje ha sido hasta el momento del llanto muy indolente, de acuerdo
a su naturaleza que le lleva a dormir o dormitar durante gran parte del día. Pero cuando
su querido amigo Stolz, un tipo extrovertido e hiperactivo, regresa de viaje, Oblomov se

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ve arrastrado por él hacia esa realidad de la que quiere permanecer alejado. A partir de
entonces, se ve obligado a acompañarlo en su frenético deambular por distintos
ambientes sociales. Cierto día, mientras están ambos en una sauna, Oblomov se confiesa
y, en un discurso inusitadamente largo para él, crítica profundamente el tipo de vida al
que lo ha arrastrado su amigo, una vida que considera hipócrita y superflua. En el punto
más álgido de sus reflexiones, cuando recuerda un episodio de su infancia que le llevó a
descubrir que nada es eterno, por el rostro de Oblomov resbalan un par de lágrimas.
Oblomov creía ser de niño como la hojas que se renuevan de un árbol que es eterno,
pero un libro de botánica que cayó en sus manos le enseñó que tampoco los árboles son
para siempre, que su enraizamiento no les libra del paso del tiempo, ese tiempo volátil
en el que su amigo Stolz está montado. Las lágrimas son, pues, una muestra de su
derrota, la parte de sí que se deja ir hacia la otra parte.
Imanishi acaba de relatar a sus colegas de la policía una dramática historia sobre
la infancia de un famoso director de orquesta que sus pesquisas le han llevado a
considerar culpable del asesinato que estaba investigando. De la misma manera que uno
de los capítulos principales de la novela de Gontxarov es el titulado “El sueño de
Oblomv”, a través del que este expresa su nostalgia por la Arcadia que fue su infancia, y
que en el filme de Mijalkov tiene menos presencia pero es igualmente significativo,
también Imanishi acaba de exponer unos hechos que la película ha presentado
visualmente como si fueran un sueño, un sueño melodramático: es decir, unas imágenes
que sobre el dramatismo de lo que cuentan se superpone el melodramatismo de la forma
en que lo cuentan. Mijalkov le da al recuerdo-sueño de Oblomov una forma onírica, es
decir, le añade al relato del sueño la forma convencional de un sueño. ¿Es ello un
exceso?
Decía William James a propósito de las emociones que nos equivocamos al
establecer el orden en que se producen, ya que su génesis no va de la percepción a la
mente, donde se excita el afecto mental denominado emoción, y luego este estado
produce la expresión correspondiente del cuerpo. James afirma, por el contrario, que su
hipótesis va en el sentido opuesto: «los cambios corporales se producen
correlativamente a la percepción del hecho que causa la excitación, y la emoción es el
sentimiento de esos cambios (de manera que) no es que lloremos porque sentimos

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lástima, sino que sentimos lástima porque lloramos».2 Según ello, el cuerpo responde de
inmediato, automáticamente, ante un hecho, y lo que produce la emoción es ese estado
del cuerpo. Este giro, que no sirve para explicar todos los casos emocionales como
quiere el psicólogo, permite comprender, sin embargo, que en algunos las lágrimas
pueden ser autoinducidas. Si estamos tristes porque lloramos, puede que, en ocasiones,
lloremos porque queremos estar tristes. La afición a los melodramas en su forma básica
no nace de otra disposición afectiva que esta. A veces lloramos porque queremos llorar.
Imamishi y Oblomov lloran porque se han hecho llorar a sí mismos: su relato y
su reflexión les ha llevado a ambos a un estado emocional en el que había que derramar
las lágrimas para culminar un proceso que en los dos casos es peculiar. Por lo tanto esas
lágrimas tienen algo de alegórico, pero de una alegoría ambigua: representan una
victoria que es a la vez una derrota.
Oblómov ha fracasado en su intento de incorporarse al mundo normal de su
amigo, pero al mismo tiempo ha podido expresar firmemente el rechazo que le produce,
ya no tiene por qué permanecer postrado en un sofá sin saber qué le mantiene prisionero
de esa apatía: ahora ya sabe que si se refugia en el dormir o se retira a vivir en el campo
es por una cuestión moral: para no participar de las veleidades y estupideces de la
vigilia. Saberlo le lleva a llorar, quien sabe si de alegría o de tristeza.
Del controvertido verso de William Blake, «las lágrimas son una cuestión
intelectual», Jerome Neu extrae la aparente paradoja de que «lloramos porque
pensamos», una idea que, aunque no lo parezca, no está tan lejos de la citada afirmación
de James, según la cual «estamos tristes porque lloramos».3 Pero basta con que
supongamos la existencia de un paréntesis reflexivo, por mínimo que sea, situado entre
la percepción corporal y las lágrimas, para que ambas afirmaciones coincidan.
Recordemos que al acto reflejo inicial, le añade James un reconocimiento que es el que
produce la respuesta expresiva, por ejemplo, las lágrimas: a una sensación corporal, este
mismo cuerpo responde automáticamente, componiendo un estado del mismo, el llanto,
y ante este llanteo, sentimos una emoción y la procesamos mentalmente. Esta emoción
es, por tanto, intelectual.

2
William James, “What is an Emotion?”, Mind, Vol. 9, No. 34 (Apr. 1884), ps. 189-190.
3
Jerome Neu, A Tear Is and Intellectual Thing. The Meanings of Emotions, Nueva York, Oxford University
Press, 2000, p. 14.

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Quizá no parezca tan inusitada esta suposición si la relacionamos con la poesía:


¿no son sus poemas la plasmación de ese espacio intermedio, mental, que hay entre la
percepción y la expresión de las emociones? Cualquier poema, no solo un poema lírico,
sería, por lo tanto, equivalente a pensamiento emocional y podría equipararse
formalmente a las lágrimas, es decir, a una manifestación formal que desencadena una
emoción.
Continúa diciendo Neu que «cuando adscribimos una emoción a nosotros
mismos o a otros, estamos dando una interpretación a complejos de sensación, deseo,
conducta y creencia»4 Estamos, de alguna manera, pensando la emoción, puesto que «si
la emoción está caracterizada a través del pensamiento, una nueva forma de pensar
puede ser también una nueva forma de sentir».5 A lo que yo añadiría: y viceversa, una
nueva forma de sentir puede ser también una nueva forma de pensar. Analicemos la
estrofa completa donde Blake introduce su provocadora idea. Es la siguiente:

For a Tear is an Intellectual thing;


And a Sigh is the sword of an angel king;
And the bitter groan of a Martyr’s woe
Is an arrow from the Almighty’s bow.6

Una lágrima equivale pues a un pensamiento, de la misma forma que un suspiro


es un ángel y el gemido de un mártir una espada. En realidad, la lágrima situada al
principio del poema es la que al final vierte el lector del poema emocionado por la
belleza formal del poema, después de haber transcurrido intelectualmente por el
encadenado de metáforas que lo componen.
Nomura no es uno de los directores más conocidos por Occidente, a pesar de
haber realizado más de ochenta películas y haber alcanzado una gran popularidad en su
país. “El castillo de arena”, basado en la también popular novela de Seicho Matsumoto
“El inspector Imanishi investiga” es una obra inusitada por su desmesura pero también
por su complejidad. En el interior de la narración de una encuesta se encuentran dos
líneas narrativas más, ambas de carácter melodramática, una de las cuales configura una
unidad estética en sí misma. Este film dentro del film está articulado a través de tres

4
Jerome Neu, ob. cit., p. 11.
5
Ibíd., p. 12.
6
William Blake, “Jerusalem”: Puesto que una Lágrima es una cosa intelectual; Y un suspiro es la espada
de un rey ángel; Y el amargo gemido de dolor de un mártir, Es una flecha del arco del Todopoderoso.

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niveles que se van alternando: el presente, el pasado y una zona directamente emocional
representada por la música que se entrelaza con los otros dos. Por un lado, esta Imanishi
narrando a sus colegas en la comisaría los descubrimientos que ha efectuado sobre la
vida del músico. Por el otro, la rememoración que hace este de su infancia mientras toca
el piano y conduce la orquesta que interpreta su última y esperada obra, titulada
precisamente “Destino”. Recuero y relato se mezclan en un resumen visual estilizado
que contrasta con el realismo del resto del film. El mundo de fábula, a veces onírico y
siempre melodramático, que surge de esta combinación se va alternando con las
imágenes de la comisaría y las del concierto, mientras la música de Waga, un concierto
para piano y orquesta altamente emocional, lo impregna todo. Se construye así un
melodrama absoluto, cuyo desenlace no puede ser sino lacrimoso.
Si un poema es una reflexión emocional, es decir, un pensamiento articulado a
través de las emociones -en lugar de ser un pensamiento que produce emociones o una
emoción que hace pensar-; si es, por lo tanto, una emoción que piensa -en el caso del
cine, a través de imágenes emocionales-, el segmento melodramático de “El castillo en
la arena” supone la visualización de un proceso poético-intelectual-emocional que
Nomura propone a los espectadores. Nomura compone, pues, un poema audiovisual que
constituye un proceso reflexivo, la exposición articulada de un conjunto complejo de
detalles contradictorios que desemboca, más allá de la conclusión que marca la ley (la
detención del músico), en un alegato contra la simplicidad a la que nos aboca la visión
apática de la vida. El llanto es equiparable así a una revelación y el melodrama acaba
convirtiéndose en un tratado sobre la moral.

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