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Noche de tentación

Principes del infierno 2

Érika Gael
© Carla Cuesta Llaneza, 2013.

1ª edición

Imagen de cubierta: Julien Galard

Diseño de cubierta: Papagayo Software


A Nico. Gracias por devolverme la vida. Y ya van dos veces.

Y en esta angustia que no cesa,

que toca el alma y no la toca,

besar la sombra de otra boca

en cada boca que se besa.

José Ángel Buesa.

Los extremos se atraen a altas horas de la madrugada.

Glen Duncan.

Heaven is a place on earth with you…

Lana del Rey.


Prefacio

En el principio, creó un hábil escultor el Cielo y la Tierra, arriba y abajo, materia y


forma. Mundos tangentes, por siempre unidos y por siempre separados; que no pueden
subsistir el uno sin el otro y que, sin embargo, jamás llegarán a tocarse.

Llenó la Tierra de agua y el Cielo de aire, y a ambos les otorgó el brillo de un espejo
en el que poder reflejarse desde la lejanía. Dividió entonces las aguas que rodeaban la
Tierra, y surgió así el barro, el polvo, los continentes. Retiró el aire que inundaba el Cielo, y
surgió así el gas, el vapor, las nubes. Y en imperturbable y unísona danza se mueven ambos
desde entonces, iluminados por estrellas vibrantes obligadas a darse la mano en la
progresiva sucesión de amaneceres.

Cuando Cielo y Tierra estaban ya formados, se dio cuenta el escultor de la vacuidad


de ambos abismos, y comenzó entonces su labor más dura. Unos territorios tan vastos
debían ser disfrutados, amados y cuidados por criaturas que entendiesen la gracia que en
ellos habitaba. Se aprovisionó para ello de piedra y arcilla, bronce y travertino, escayola y
porcelana. Antes del segundo ocaso, comenzó a trabajar.

Primero creó a los habitantes del Cielo y a estos los llamó ángeles. Al ser el Cielo un
lugar tan majestuoso, quiso que estuvieran a su misma altura, por lo que se esmeró en
pulirlos con mimo. Los ángeles debían ser ligeros, capaces de viajar por la inmensidad de la
bóveda en poco tiempo, así que les proporcionó cuerpos livianos y alas suaves con las que
perderse entre las nubes. Hizo su piel pálida y les dio ojos y cabellos claros, para que las
cercanas estrellas pudiesen refulgir sobre ellos en toda su intensidad. Les dio poder y
conocimientos, pero los hizo también capaces para el amor más noble y para el trabajo más
devoto, de modo que supieran emplearlos con justicia y habilidad. Los hizo vitales, fuertes.
Inmortales. Los creó sanos, pero yermos. Alejó de sus mentes y de sus corazones todo rastro
de impureza y maldad; sobre sus manos, y sólo sobre ellas, reposaría el devenir del
firmamento hasta el fin de los tiempos.

Cuando todas las efigies estuvieron terminadas, sopló sobre la fría piedra un hálito
de vida; así, las criaturas abandonaron su rigidez de roca y se instalaron en su nuevo hogar
celeste. De cada bloque brotaron dos criaturas gemelas, masculino y femenino, él y ella. Con
buena disposición y ecuanimidad, los ángeles debatieron cuál era la mejor forma de vivir.
Su inteligencia y su honestidad quisieron que se organizaran en comunidades, a las que
llamaron Órdenes, y que estas Nueve Órdenes, a su vez, se distribuyeran equitativamente
en Tres Esferas y un Coro. Nombraron a sus líderes y representantes, construyeron nueve
alcázares en la inmensidad del Cielo y vivieron siguiendo con rectitud los preceptos de sus
almas.

Fueron muchos los días, muchas las noches, muchos los años, los que el escultor
trabajó sin descanso para dar pulso a siete millones de ángeles.

Cuando llegó el momento de esculpir a los habitantes de la Tierra, el maestro estaba


tan agotado que su obra se tornó torpe, zafia. Imperfecta. Imprimió vida sobre un antiguo
esbozo angelical, uno de sus primeros dibujos, y así fue como nacieron los humanos. Al ser
la Tierra un lugar tan magnífico, les dio manos y pies fuertes para que pudieran ararla y
cultivarla, igual que tendrían que hacer con sus espíritus y su intelecto. Sus cabellos, ojos y
piel los pintó de colores oscuros, para así absorber y conservar el calor de las lejanas
estrellas.

De cada papel manaron dos criaturas gemelas, masculino y femenino, él y ella, y a


estos los proveyó de sangre y sudor para que pudieran multiplicarse, y para que su especie
creciera sana. Aunque por poco tiempo, ya que los hizo débiles, enfermos. Mortales. Les dio
el poder de sobrevivir y la capacidad de adquirir conocimientos, pero sólo podrían acceder a
estos de forma limitada y trabajosa.

Tan sólo cuando las figuras abandonaron la linealidad del papel, se dio cuenta el
escultor que había olvidado añadir un detalle más. Había olvidado inculcarles amor.

Así, en los corazones humanos anidaba un único bosquejo de afecto, la diminuta


proporción del mismo que había tenido cabida en el pequeño corazón de un ángel
primigenio e inacabado. El maestro lamentó amargamente su error y se retiró a sus
aposentos, donde decidió que nunca más volvería a tallar obra alguna. Se dedicó a rezar,
confiando en la buena voluntad de sus criaturas, y a pedir piedad para el alma humana. Se
sintió tan acongojado ante tamaño defecto que pidió a sus otros seres, los ángeles, que
rezaran y clamaran con él, que los protegieran y cuidaran como sus Guardianes, siempre
con la esperanza de que esa minúscula dosis de amor humano fuera suficiente para
equilibrar la balanza en la oscuridad de la noche.

Y los ángeles se prodigaron con esmero en la tarea, anticipándose a las garras del
Mal y de la depravación, tendiendo la mano a los arrepentidos, adiestrando a los
inmisericordes. Desahuciando a quienes ya no albergaban salvación.

Incluso aunque estos se hallaran entre sus propios hermanos.

Segundo texto apócrifo de Azrael.


Cuarta Revelación; versículos 1-32.

Capítulo I – El Cielo

Principios de Verano.

5.900 años después de la Caída.

—¡Angélica!

Se despertó sobresaltada. Una vez más.

El grito, presente sólo en su pesadilla, resonó unos segundos en su mente


antes de resbalar por las paredes de la habitación y esfumarse en un charco de
malos recuerdos sobre el suelo.

Los jadeos no se fueron tan pronto; tardaron algunos minutos en


desaparecer. Era su voz, y sonaba tan desgarradora en sueños que, casi seis mil
años después, aún la hacía estremecerse…

Su excelencia la Duquesa Angélica, arcángel de la Tercera Esfera, Guardiana


Sagrada, se secó el sudor de la frente con la precisión habitual y trató de infundirse
calma. Había aprendido a recuperar el sosiego con rapidez a costa de años de
experiencia. Más tranquila, se levantó y se dispuso a comenzar una nueva jornada
lejos de esa cama donde hallar la paz se convertía cada noche en una quimera.

Después de asearse, se vistió con una túnica limpia y almidonada y se sentó


livianamente frente al escritorio. Afiló y ordenó la hilera de lapiceros uno a uno;
recogió algunos esquivos desperdicios de papel de la jornada anterior; abrió su
cuaderno por una página en blanco y lo situó en un perfecto paralelo respecto a la
tabla de madera. Incluso se permitió el lujo, con la mirada perdida en el vacío de
su austera habitación, de emitir un bostezo, breve pero sonoro, mientras replegaba
y desperezaba sus alas onduladas.

Mucho más despejada, comenzó a trabajar.

No había hora de luz que Angélica no pasara transcribiendo actas


asamblearias recluida en su pequeño cuarto del Alcázar Central: un cubículo de
apenas tres metros cuadrados, paredes sencillas y decoración espartana, donde el
único mobiliario lo constituían una estrecha cama sin cabecero, una mesilla de
noche coronada por un quinqué, un armario de madera con dos puertas de espejo
y el mismo escritorio de pino frente al que se encontraba ahora.

Transcribía porque, le habían dicho, era una lástima que una caligrafía tan
hermosa se viera desperdiciada. En su fuero interno, ella nunca dudó que dicha
tarea fuese más bien una treta para mantenerla ocupada y encumbrar su
autoestima. Eran tantos hermanos, y había tan poco con lo que entretenerse allí
arriba, que la Asamblea Celestial había optado por otorgarles, a ella y a los demás
ángeles femeninos, puestos puramente simbólicos, mientras que los varones
desempeñaban los asuntos importantes. Fuera de las horas de oración y pleitesía,
el tiempo en su mundo transcurría lento, muy lento, y cualquier labor, por nimia
que ésta fuera, era recibida con júbilo y casi desesperación. Angélica suspiró con
gesto aburrido; de hecho, lo que había comenzado como un trabajo anecdótico
había terminado por convertir a la arcángel en el más complaciente y manejable
procesador de textos que Sus Excelencias pudieran llegar a necesitar.

La mañana transcurrió sin contratiempos —¿acaso cabía alguna duda al


respecto?—, hasta que, al mediodía, una notificación de la Asamblea hizo acto de
presencia en su dormitorio, lista para descerrajar su rutina. La arcángel la recibió
de manos de un mensajero, un ángel menor de complexión menuda y sonrisa
perpetua.

—Buenas tardes, hermana —la saludó con una ligera inclinación de la


cabeza mientras le tendía un sobre lacrado—. La Asamblea le envía esto con
carácter urgente.

Angélica cogió el pliego de papel con delicadeza. Extrañada, hizo memoria;


hasta donde ella sabía, no estaba prevista ninguna reunión para ese día.
—Gracias, Zuriel. ¿Esperan respuesta?

La sonrisa del mensajero se nubló.

—No lo sé, creo que no. Su hermano sólo me indicó que debía leerlo cuanto
antes. Usted sabrá qué hacer, Su Excelencia.

—Por favor, no me llames así. Resulta… cargante, y absurdo.

—Pero… Usted está por encima de mí, hermana. Es una arcángel. Le debo
respeto.

Ella frunció el ceño. Ése era el tipo de detalles que tanto agradaban a Gabriel
y que a ella solían sacarla de quicio.

—Olvida esas tonterías. Nadie está por encima de nadie. Somos hermanos,
¿de acuerdo? —su convicción logró que Zuriel recuperara poco a poco la sonrisa, a
pesar de que, en su interior, ese innovador concepto de las jerarquías no estuviera
aún del todo claro—. Puedes avisar a Su Excelencia —añadió con retintín— que ya
he recibido el mensaje y que acataré cualquier orden que tenga a bien dictarme.

Como siempre, pensó de forma fugaz mientras cerraba la puerta tras el


muchacho.

Una vez a solas, observó el inquietante pliego cerrado un rato más; quería
posponer el inexorable momento de desdoblarlo y encontrarse sólo los astros
sabían con qué. Lo toqueteó varias veces, intentando deducir su contenido en
función de criterios tan banales como el peso o el grosor.

Si no hubiese tenido tantas ganas de romperlo en pedazos, puede que


incluso se hubiera echado a reír. Ella, Angélica, el dulce y virtuoso ángel femenino,
la pulcra y reverenciada gemela del arcángel Gabriel, al borde del pánico por un
mensaje misterioso de su propio hermano.

El temblor progresivo en sus manos la obligó a dejar el papel sobre la


mesilla de noche. Pero no. Tampoco allí parecía menos amenazante.

Se obligó a serenarse. Por el amor del Cielo, no existía ninguna explicación


racional que justificara semejante pérdida de papeles ante un acontecimiento tan
anodino como recibir una carta; las comunicaciones entre la Asamblea y el resto de
criaturas celestiales eran frecuentes. Además, la tarde anterior había coincidido con
Gabriel a la hora de la cena, y éste se había comportado como el hermano protector
y cariñoso que era. Desde un punto de vista objetivo, no existía ni una sola
evidencia de que el contenido de aquella misiva fuese a perjudicarla de algún
modo.

A pesar de eso, Angélica estaba hecha un manojo de nervios. Todas sus


apropiadas conclusiones podían irse de cabeza al cubo de la basura, y ella sabía
muy bien por qué.

Su caprichosa memoria voló lejos de allí, de visita a otra Angélica lejana e


irreal. Durante un tiempo, remoto y oxidado como el almagre, su existencia había
sido muy diferente. Ella había sido muy diferente.

Barajas de naipes esparcidas entre néctar y sonrisas furtivas. Charlas improcedentes


hasta el amanecer. Aquella sensación de libertad. Aquella omnipotencia desleal pero
abrumadora… Planes truncados.

Besos.

Angélica dio un suave respingo, y todos sus borrosos recuerdos se


evaporaron como el humo de una vela recién apagada. Tenía que desterrar todo
aquello. Tenía que lograrlo. En una ocasión, la infinita piedad de su gemelo la
había salvado de un castigo inminente y más que merecido. No les honraba, ni a él
ni a su Creador, perder el tiempo en evocar la insensata conducta de una chiquilla
alocada que no sabía lo que hacía.

Respirando con profundidad, se acercó de nuevo a la mesilla de noche y


despegó el lacre con cuidado. En la cara interna del papel nadaban tres renglones
caligrafiados a plumilla.

Tengo buenas noticias para ti. La Asamblea quiere que te presentes esta misma tarde
en el Gran Salón. No te retrases; se trata de la oportunidad que hemos estado esperando. Te
quiero.

Y, en la esquina inferior, la rúbrica de su querido Gabriel, encabezada por


aquella g minúscula y cursiva que conocía tan bien.

Los pulmones de Angélica soltaron, de golpe, todo el aire que habían


comenzado a retener en el momento en que Zuriel apareció ante su puerta. El peso
que acababa de quitarse de encima la hacía sentir tan etérea como la pluma más
corta y suave de su ala izquierda.
Todo iba bien. Los nubarrones negros se disiparon para mostrarle un
horizonte despejado, tan níveo como el Universo que la rodeaba.

Todo iba estupendamente bien. Fuera lo que fuese aquello que quería
comunicarle la Asamblea, sería algo maravilloso, juicioso y benevolente. Al igual
que cada uno de sus miembros.

Se sintió estúpida y cobarde. ¿Cómo se le había ocurrido siquiera pensar lo


contrario?

Emocionada por lo que habría de venir, se contempló en el espejo y se


preparó para la cita. Sus cabellos áureos ondeaban a la altura de los hombros; sus
ojos azules lucían brillantes y cristalinos. Limpios de toda culpa.

Ella era Angélica, la dulce y virtuosa arcángel a quien todos admiraban y


respetaban; la gemela de Gabriel, cuyo afecto constituía, y constituiría siempre, su
principal pilar. Era perfecta, tal y como la vida que tan venturosamente le había
sido otorgada. Y eso, nadie podría cambiarlo.

*****

El Gran Salón era la más amplia y diáfana de todas las dependencias


celestiales. Su majestuosidad solía producir en Angélica una sensación
contradictoria, a medio camino entre la grandeza y el miedo. Como si el mero
hecho de encontrarse bajo su bóveda la convirtiese en parte de algo magnífico y, al
mismo tiempo, no fuera más que carne de cañón a punto de ser engullida.

En esa ocasión, cuando el pórtico se abrió, un escalofrío recorrió su espalda


desde las lumbares hasta el inicio de la nuca. Sus dedos, sudorosos, aletearon con
disimulo; su respiración se entrecortó, pero mantuvo la compostura y confió en sí
misma. Se situó justo detrás del ángel anunciador, quien le dirigió un guiño de
calma. La voz cantarina de éste reverberó a través de cada segmento del techo.

—Su Excelencia la Duquesa Angélica —se encargó de presentarla ante la


Asamblea y su audiencia—, arcángel de la Tercera Esfera, secretaria honorífica de
esta Asamblea, Guardiana Sagrada, legítima sangre de nuestro muy amado
hermano Gabriel.
Tantos títulos y tanta pompa, a los que no terminaba de acostumbrarse, la
hicieron enrojecer. Sin embargo, cuando el mensajero se retiró y la dejó sola frente
a la Asamblea, todo color desapareció de sus mejillas. La bóveda marmórea,
seccionada por cordones dorados de escayola, emergió ante ella en todo su
splendor, al igual que lo hicieron los enormes ventanales que, desde el suelo hasta
el techo, se sucedían a través de los muros. El aspecto de la sala era vaporoso y
sublime. Una gran lámpara de araña colgaba en el centro de la estancia
despidiendo destellos iridiscentes, y columnas jónicas con cuerpo de listones se
erguían en el espacio como nubes alargadas sobre un cielo despejado.

Sus pies, prácticamente descalzos en el interior de las sandalias, dieron un


paso al frente. El silencio que se apoderó del Gran Salón era escandaloso.

—Sus Excelencias… —tartamudeó.

Angélica se sintió sobrecogida. El Coro Celestial en pleno estaba allí


representado. A lo largo de las dos extensas filas de butacas que rodeaban el
espacio central del salón, tomaban asiento delegados de las tres Esferas, hasta un
total de tres por cada Orden. Al fondo de la estancia, encopetados tras un estrado
de madera maciza, se hallaban las máximas autoridades, los representantes
individuales de las Nueve Órdenes. Y allí, en esa misma tribuna y como portavoz
de los Arcángeles, estaba Gabriel con una sonrisa henchida de orgullo.

Por ella.

Ese gesto fue suficiente para que toda la flaqueza de Angélica se esfumara.
Que su hermano se sintiese orgulloso de ella valía más que cualquier don que la
Asamblea tuviese intención de ofrecerle.

Convencida, se dirigió discretamente a Enoc, el poderoso entre los


poderosos, el Príncipe entre los Serafines, quien ocupaba el asiento central.

—He sido solicitada por esta Asamblea y ante ella me postro. Estoy a su
disposición —pronunció.

Enoc aprobó sus palabras con un leve asentimiento.

—Querida hermana, sé bienvenida a esta casa que también es la tuya —la


fórmula, tan mecánica como la de un sacerdote en su iglesia, retumbó en los
cristales por efecto de la gravedad de su voz—. Hace ya muchos siglos que te fue
encomendada la tarea de servir a esta Asamblea, la cual has venido realizando
cada día desde entonces.

Angélica no se movió, no parpadeó.

—He de decirte —prosiguió él—, que a todos los presentes nos resulta muy
grato tu empeño y tu devoción en el trabajo. A lo largo de todos estos siglos —su
protocolaria voz se dulcificó—, ni un día has fallado en tu tarea; ninguno de
nosotros ha escuchado jamás una queja de tus labios ni has experimentado el más
mínimo retraso en tus quehaceres. Siempre te has dedicado a aquello que se te
ordenaba con rotunda abnegación.

Una punzada de placer brotó en su pecho, pero Angélica permaneció


impasible. Aunque siempre resultaba agradable escuchar alabanzas, se negaba a
que sus hermanos pudieran interpretar su emoción como vanagloria.

—Tan sólo me he limitado a velar por aquello que con tanta generosidad
me fue concedido.

El serafín sonrió, complacido.

—Y no sólo eso. También hemos comprobado que tus virtudes no se limitan


a tu desempeño en la Asamblea. Tu forma de conducirte a lo largo de este tiempo
ha sido intachable —Angélica le dedicó una mirada fugaz a Gabriel, pero éste la
esquivó. Si lo había hecho a propósito o no, no logró averiguarlo—. Eres un
ejemplo a seguir, y todos te admiran por tu calidez y cercanía. Tu comportamiento
es discreto y honrado; trabajas por el bien de la comunidad y de tu espíritu con el
mismo esfuerzo con que te vuelcas en tus tareas.

Enoc guardó silencio, y, durante unos instantes, nadie dijo nada. Aunque
allí dentro la temperatura era cálida, Angélica podía sentir el aleteo de la brisa en
las grandiosas cristaleras. Los miembros de la Asamblea tenían los ojos fijos en su
figura, pero ella no podía apartar la vista del serafín. Nunca hasta entonces había
sido tan consciente de la relevancia de su poder ni del brillo regio que desprendían
sus alas.

—No son pocas tus cualidades, Angélica, al igual que tampoco lo han sido
las ocasiones en que nuestro querido hermano Gabriel nos ha hablado de ellas.

Y Angélica le estaba infinitamente agradecida por ello. De no haber sido por


su gemelo...
Contuvo un escalofrío. De no haber sido por él, no era capaz de imaginar
dónde y en qué deplorable situación se encontraría ahora.

—Tienes suerte de contar con un apoyo como el suyo —le recordó Enoc,
aunque ella ya lo tenía muy presente—. Ni en tus sueños hallarías un ángel de la
guarda mejor.

Un murmullo de diversión se extendió por la sala.

—Por ello, amada Angélica, esta Asamblea ha decidido recompensar tu


dedicación y tu buen hacer. Queremos brindarte la oportunidad que mereces, y
también creemos que no hay nadie más valioso que tú para el asunto que nos
ocupa —Enoc realizó una pausa dramática—. Enhorabuena, tu próxima misión
será en la Tierra.

De no haber estado tan estupefacta, Angélica probablemente hubiese roto a


llorar. Desde luego, si había existido un momento en sus más de seis mil años de
existencia para hacerlo, era ése. Las palabras de Enoc reverberaron en su cabeza.

Una misión en la Tierra era el premio más prestigioso y apreciado para los
de su especie. Tanto, que rara vez esa oportunidad le era concedida a un ángel
femenino. Ella misma no había tenido nunca la oportunidad de viajar en solitario;
sus visitas a la Tierra siempre habían sido como acompañante de Gabriel en alguna
de sus misiones. Un regalo así sólo podía significar una cosa: sus hermanos
confiaban en ella a ciegas.

La emoción burbujeó en su interior. No traicionaría su fe. Les demostraría a


todos lo acertado de su decisión, y también se demostraría a sí misma de lo que era
capaz. Le habían encomendado un diamante en bruto, robusto pero delicado, y se
iba a encargar de pulirlo con tesón y disciplina.

—Angélica, creo que la Asamblea espera que digas algo —la voz risueña de
Gabriel la trajo de vuelta a una realidad en la que decenas de ojos la miraban
expectantes.

Sus mejillas se ruborizaron cuando se dio cuenta de que llevaba varios


minutos quieta y sin decir nada.

—Por supuesto, mis disculpas. Ha sido la impresión del momento —


apuntó, radiante—. Conozco muy bien cuál es la tarea que me ha sido asignada y
me siento muy honrada por ello. No sé si merezco tanta confianza, pero prometo
ante cada uno de los aquí presentes que no la traicionaré.

Enoc dio una palmada.

—Es loable tu modestia, pero ese premio lo has ganado por tus propios
méritos. Jamás se nos ocurriría encomendarte una misión de este calibre de no
estar seguros de tu éxito —le dirigió una mirada penetrante, una como las que sólo
él, el más elevado en la cúspide angélica, tenía la capacidad de dirigir—. Recibirás
una nueva misiva con las instrucciones necesarias para tu misión. Ve y satisface
nuestras expectativas, hermana.

Angélica supo que la conversación tocaba a su fin. Se inclinó de nuevo, con


una alegría y una seguridad en sí misma que habían brillado por su ausencia en la
reverencia anterior.

—Gracias por el honor. Eso haré.

—Esta reunión queda disuelta—remarcó el serafín con ademán solemne—.


Gracias a todos por asistir.

El salón en pleno prorrumpió en aplausos, y Angélica se sintió la estrella


más rutilante del firmamento. Lo que esa misma mañana le había causado temor,
se había transformado en un sueño hecho realidad. Tras tantos siglos, tantos
milenios intentando escapar de la vergüenza y la culpa, al fin había logrado
alcanzar la meta. Su sacrificio había sido recompensado.

Y todo se lo debía a él. Angélica sonrió para sí al ver cómo, a pesar de que el
Gran Salón se iba quedando vacío, Gabriel no podía borrar de su rostro una
expresión de éxtasis. Cuando se quedaron solos en la estancia, el arcángel
descendió de la tarima de un salto y se acercó a ella, preso de la euforia. Aún no la
había alcanzado, y Angélica ya estaba girando en el aire entre sus brazos.

—Me siento tan orgulloso de ti —los susurros cayeron en su oído a través de


la melena dorada.

Angélica chilló, feliz. Cuando eran pequeños, Gabriel y ella habían estado
tan unidos que sus emociones y pensamientos se conectaban de una forma que
ninguna ley metafísica hubiese sido capaz de explicar. Podían pasarse horas
jugando a atrapar nubes, o entrelazando palabras en lenguas que sólo ellos dos
conocían. Después crecieron, y todo cambió. Desde su perspectiva actual, resultaba
imposible tratar de ubicar el momento en que todo se torció; aquel ínfimo pero
crucial segundo en que sus destinos se separaron. Por suerte, él la había ayudado a
encontrar el camino de vuelta.

Se contempló en aquellos ojos, tan idénticos a los suyos, que la miraban


llenos de gozo.

—Gracias por todo lo que has hecho por mí —reconoció, conmovida hasta
las lágrimas—. No sólo hoy, sino siempre. Desde que...

—Calla, no lo digas —advirtió Gabriel—. Una vez estuviste muy perdida,


pero, gracias al Cielo, yo te encontré a tiempo y te rescaté de las zarpas de la
confusión. Eso es todo.

Tenía razón. Él siempre la tenía.

Angélica se limitó a asentir, y eso devolvió la sonrisa al hermoso rostro de


su hermano. Se dejó envolver por su ternura hasta sentir de nuevo esa calidez
familiar que se apoderaba de su pecho cuando él andaba cerca.

—Hoy, delante de todos, te has comportado como lo que eres: una duquesa.
La digna hermana de Gabriel —la besó en la frente y, a continuación, agitó ante sus
ojos impacientes el sobre que habían ocultado los pliegues de la túnica.

Mordiéndose el labio, Angélica intentó arrancárselo de las manos. No podía


esperar para conocer los detalles de su misión.

—Esto es todo lo que debes tener en cuenta antes de partir —precisó él,
jubiloso, al tendérselo.

Partir. Algunos verbos sonaban tan bien…

Ella lo sostuvo, lo viró, lo observó y lo volvió a inclinar, pero esta vez no


como una bomba en su cuenta atrás, sino como un pastel delicioso al que estaba a
punto de hincarle el diente. Lo abrió despacio, intentando prolongar una eternidad
aquel momento irrepetible.

Las anotaciones eran escuetas, rápidas, pero cada una de ellas le recordaba
la belleza de los brotes en primavera.

Estimada hermana Angélica:


La misión que te ha sido encomendada debe ser realizada sin demora y con la
confidencialidad que nuestro trabajo requiere. Un alma extraviada necesita una guía de luz
para encontrar de nuevo el camino; tememos consecuencias fatales para ella si este caso no
es intervenido a la mayor brevedad. Se trata de Cristian Sellier, joven de buena familia,
criado en un pequeño pueblo de Auvernia y residente en París. Ingresó en el seminario
sacerdotal hace un par de lustros, pero nunca completó sus estudios y, desde entonces, ha
ido poco a poco apartándose del dogma. En los últimos meses, además, creemos que no ha
recibido el “asesoramiento” adecuado, y sus compañías dejan mucho que desear. Se le ha
visto frecuentando lugares poco decorosos del norte de París, y su consumo cada vez más
reiterado de alcohol empieza a resultar preocupante. Debemos actuar antes de que sea tarde,
y tú has sido ecuánimemente asignada como su Guardiana. Nuestra fe en ti es absoluta,
Angélica. Sabemos que no nos defraudarás en una labor tan relevante.

Es imprescindible que partas muy pronto, a ser posible con el nuevo sol. Gabriel te
dará el resto de indicaciones acerca de tu estancia en la Tierra, donde permanecerás como
máximo un mes, antes de rendir cuentas de nuevo ante la Asamblea.

Afectuosamente,

S. E. Enoc, Príncipe entre los


Serafines de la Primera Esfera.

En el membrete aparecían serigrafiados con finos trazos de oro los blasones


de las Tres Esferas, seguidos de la runa emblemática que la señalaba a ella como
arcángel de primera línea. Y, unido al papel mediante lacre, el retrato de un joven
desaliñado, con aspecto dulce y pusilánime, que identificó como Cristian Sellier.

Angélica inspiró hondo. Replegó la carta con mimo y levantó la vista.


Gabriel había guardado silencio durante su lectura y ahora esperaba su reacción
con una ceja enarcada.

—¿Y bien? —inquirió, aunque ella intuía que su hermano ya estaba al


corriente de todos los pormenores.

—París —se limitó a responder, con un suspiro de ilusión.

Le encantaba París. Había visitado la ciudad varias veces —todas bajo la


tutela de su hermano, claro está—, pero, aunque hacía menos de una década de su
último viaje a la Tierra, si no recordaba mal, a la capital francesa no había
regresado desde hacía por lo menos dos siglos.

—Así es —confirmó el arcángel—. Viajarás mañana mismo y te hospedarás


en el convento donde pernoctamos la última vez, ¿lo recuerdas?

Por supuesto que se acordaba. Era frecuente que los Guardianes, en sus
viajes al mundo humano, se alojasen en recintos religiosos donde encontraban la
calma y la protección que buscaban. El halo bondadoso que despedían, incluso
desprovistos de su brillo celestial, solía bastar para que cualquier monasterio o
abadía se sintiera halagado con su mera presencia, de tal modo que se esmeraban
en ofrecer un buen servicio. Normalmente, cuando las partidas angelicales
regresaban al hogar, premiaban a sus anfitriones como correspondía: con salud y
buenaventura.

El convento mencionado por su hermano era uno de esos lugares. Se trataba


de un priorato en una zona poblada de viñedos, en la orilla izquierda del Sena;
cerca de éste, pero lo bastante apartado como para no verse atosigado por el
bullicio del centro. El único ruido procedía de las risas de muchachos acaudalados
que, desde todos los rincones de Francia, asistían a clases en la flamante
Universidad, a menos de una milla del convento. Alojada allí, Angélica se había
sentido como en casa, y estaba deseando regresar para espiar, con una pizca de
envidia, a los estudiantes cargados de libros que charlaban y reían en las calles
empedradas.

—¿Cómo sabré llegar? —le preguntó a su hermano—. Después de tanto


tiempo, la ciudad resultará irreconocible.

—No necesitas preocuparte por eso. Detrás de la carta tienes las claves
indispensables para el viaje. Una vez allí —el arcángel se encogió de hombros—,
deberás arreglártelas sola. Recuerda que durante tu estancia ahí abajo está
terminantemente prohibido que hagas uso de tus poderes angélicos.

—¿Todos? —al principio resultaría difícil acostumbrarse a los modos


humanos, pero Angélica solía adaptarse rápidamente a los cambios.

—Correcto. No podrás desplazarte a velocidades celestiales, usar la


telequinesia, desmaterializarte ni emplear el borrado de recuerdos. Te comunicarás
con los demás en francés; nada de emplear otras lenguas, y mucho menos las
angelicales. No debes correr ningún riesgo. Si te descubren, nos acarrearás a todos
serios problemas —Gabriel se ajustó a la perfección a su rol de instructor. No en
vano era la criatura que en más ocasiones había bajado a la Tierra—. Tus procesos
fisiológicos se mantendrán constantes, igual que ahora, pero trata de no llamar
demasiado la atención, ¿de acuerdo? Una visita a los lavabos de vez en cuando
despeja muchas sospechas entre los humanos. ¡Ah! Y recuerda que la temperatura
allí abajo varía constantemente, por lo que tendrás que estar preparada. Dora y
Celeste —la mención de sus amigas y vecinas de dormitorio le recordó que tendría
que despedirse de ellas antes de salir— ya se están encargando de organizar tu
equipaje con la ropa adecuada. Y, por supuesto, no hace falta que te diga que tu
aura perderá brillo en cuanto comiences a descender, y que tus alas deberán
mantenerse siempre ocultas. Si surge cualquier complicación o necesitas ayuda
urgente, no dudes en emplear la runa —Gabriel hizo referencia al pequeño tatuaje
que lucía en la nuca, esbozado con el símbolo de los arcángeles—. Sólo tú tienes el
poder de activarla, pero si llegas a hacerlo podremos ubicarte allí donde estés y
acudir en tu auxilio. ¿Lo has entendido todo?

Por toda respuesta, Angélica esbozó una sonrisa condescendiente.

—Te voy a echar de menos, hermano —al parecer, Gabriel aún no había
comprendido que ya no era una niña y que perdía el tiempo dándole consejos que
conocía tan bien como él.

El arcángel correspondió a su sonrisa.

—Yo también te echaré de menos. Es la primera vez que viajas sola y... Ten
mucho cuidado, por favor. Ya sabes a qué me refiero —enfatizó.

Un par de ojos tan azules como el mediodía se clavaron en los suyos.

—Ten siempre presente quién eres —continuó—, y compórtate como tal.

Después, se dio la vuelta y desapareció.

Angélica también se marchó, precipitándose por los pasillos del Alcázar


hasta el ala de los arcángeles. Quería dejar todo listo para partir lo antes posible, y
aún quedaban muchos cabos por atar.

Cuando giró el picaporte de su dormitorio, todo su ser temblaba de


exaltación. Aún no podía creer su buena suerte.
Capítulo II – El Infierno

Tercer Trimestre.

Año 5.900 después de la Caída.

—¿Quieres ver por dónde me paso tus sugerencias, Mod? —la voz, antaño
melódica, de Lucifer cayó sobre la pesada tranquilidad de la sala de música como
un azulejo roto en diez pedazos, interrumpiendo el glorioso estupor
postembriaguez de Asmodeus, Archiduque de la División Oriental del Imperio—.
¿De verdad quieres verlo?

Sus tímpanos resollaron como el pecho de un viejo decrépito. Su cabeza,


subida en alguna extraña atracción de feria desde esa mañana, palpitó al unísono.

—No jodas, Luc, coge el puto mando a distancia y bájate el volumen—rogó,


con una mano sobre la frente y voz cavernosa.

La vibración de la moqueta le indicó que el Emperador se acercaba, pero ni


siquiera entonces se molestó en ladear la cabeza. Allí, tumbado en la estrambótica
chaise-longue, tenía unas vistas cojonudas de los frescos del techo, donde un Paolo
sonrosado se cepillaba por detrás a una Francesca bien entrada en sus barrocas
carnes. Lucifer, la alegría de la huerta, se coló en su campo visual para arruinar la
enternecedora imagen pictórica de la bóveda.

—Y levántate de mi sillón —agregó el Emperador, tan cerca de su oído que


la frase pareció extenderse por sus meninges como un cortocircuito a través de un
tanque de gelatina.

Asmodeus no parpadeó. Sus ojerosas pupilas, enrojecidas por el alcohol y


las horas de vigilia, permanecieron clavadas en la boca de Francesca, entreabierta
por la lujuria.
—Eres un fetichista amargado.

—Acabarás vomitando sobre el terciopelo.

—No voy a vomitar sobre tu precioso sofá de mierda, cierra el pico de una
vez.

Lucifer hizo oídos sordos. Prosiguió con la tediosa labor de abrocharse los
botones negros que engalanaban los puños de su camisa; una tarea que el propio
Asmodeus había obstaculizado media hora antes, cuando irrumpió en su pacífica y
reconfortante sala de música. Apestando a vodka, se había arrastrado hasta
desplomarse en la chaise-longue de su querida Marie Antoinette y había pedido a
gritos un salvoconducto para viajar a la Tierra.

—Detesto el terciopelo manchado de vómito. Es repulsivo.

—Y yo detesto tu puta paranoia. Déjame en paz.

El Emperador lo miró con socarronería.

—¿Te ofrezco algo de beber?

Asmodeus puso los ojos en blanco. Paolo y Francesca se convirtieron en un


borrón abstracto cuando se incorporó con dificultad y apoyó los codos sobre las
rodillas. Su pelo rubio, revuelto, caía a ambos lados de la frente como una maraña
de paja seca.

—¿Sabes qué, Luc? —rezongó—. Eres un maldito afortunado. Hace


exactamente un año, cuatro meses, cinco días, nueve horas y veintidós minutos
que yo no me despierto de buen humor. Es más, hace tanto que no tengo un jodido
buen despertar que ni siquiera sé si me he ido a dormir en algún momento a lo
largo de todo este tiempo.

Lucifer no le prestó atención.

—No aguanto más, Luc—su voz sonaba ridícula y desesperada, pero los
residuos del vodka alentaron al Archiduque a seguir adelante—. Me estoy
ahogando. Nos estás ahogando a todos. Necesito salir de aquí, respirar ahí fuera.
Los días pasan, y cada uno es jodidamente más vacío y deprimente que el anterior.
Si pudiese volarme los sesos, te juro que hace mucho que lo hubiese hecho —sus
ojos, vidriosos, clamaban a gritos un poco de comprensión—. Por favor, Luc. Si se
supone que somos amigos, o algo que se le parezca, detén esto ya. Por favor.

A pesar de su derroche de pueril sinceridad, el Emperador guardó silencio.


Asmodeus esperó una respuesta mientras su aturdido cerebro hacía cábalas entre
todas las posibilidades.

Luc era un puñetero caos impredecible. Podría apuntar, por ejemplo, que él
llevaba mucho más tiempo en las mismas condiciones y que, sin embargo, no se
había vuelto tan quejica —o eso se creía él—. También podría comentar, como al
descuido, que el hecho de que fuesen amigos no le restaba un ápice de poder sobre
un simple Archiduque, y que dejara ya de tocarle las pelotas. O incluso podría,
simplemente, aceptar. Dejar que se largara, que hiciera lo que le saliese de los
cojones, y ordenarle que no volviera a molestarlo en los próximos tres o cuatro
siglos. Pero lo cierto es que no dijo ninguna de aquellas cosas. Prefirió quedarse
callado, contemplando de un modo impasible los botones de su camisa, así que la
determinación suicida de Asmodeus optó por lanzarle la última granada.

—Yo no soy Astaroth, Luc.

El Emperador pegó un brinco. Le dirigió una mirada llameante.

—No vuelvas a pronunciar ese... —cuando se dio cuenta de lo cerca que


había estado de exponerse, su rictus retornó a su acostumbrada pasividad, como
una tortuga que se repliega dentro del caparazón sin hacer el más mínimo gesto de
rendición—. ¿A qué te refieres?

Asmodeus se puso en pie. Sí, sí, en pie. Tambaleante, y un poco mareado,


como si el universo girase a su alrededor con banda sonora incluida. Pero en pie.

—Yo nunca te traicionaría, Luc. Ninguno de nosotros te cambiaría por una


zorrita humana, y lo sabes. No lo pagues con los que aún seguimos aquí, a tu lado.

Aunque un rato antes había bromeado al respecto, ahora fue el propio


Lucifer quien se sirvió una copa de la bandeja sobre el piano. Bebió con
solemnidad y calma, pero sus dedos crispados en torno al vaso hablaban un
idioma muy diferente.

—No sabes lo que estás diciendo —dio un segundo trago al licor—. No


tienes ni idea.

Por supuesto que lo sabía, no era un maldito imbécil. Aquellos días de


marzo, más de un año atrás, nadie podría olvidarlos nunca. El revuelo que había
levantado aquella humana endeble y manipuladora, los gritos de Ast en la cámara
de torturas, el asfixiante silencio posterior; todo eso era imposible de borrar.

—Él también era mi amigo, Luc. Yo también lo echo de menos; yo también


me pregunto cada día por qué demonios se largó, dejándonos tirados como si le
importáramos una mierda. Joder, Luc, de haber podido, yo hubiese sido el primero
en alzar el látigo y descargar mi rabia contra esa perra —no había tenido ocasión
de conocer en persona a la mujer por la que Astaroth los había vendido a todos,
pero sí conocía a las arpías de su calaña—. El tiempo se ha ido, y Ast también. En
cambio, nosotros seguimos aquí, al pie del cañón.

Nada había vuelto a ser igual después de que el bastardo de Ast se saliera
con la suya. Lucifer se había ido enterrando poco a poco en una ampolla de
desconfianza y sospechas infundadas y pretendía arrastrarlos a todos con él a esa
tumba supurante. Ninguno de los Príncipes había salido del Infierno desde
entonces. No importaba cuántos chantajes, artimañas o mentiras idearan; los
permisos de Luc para viajar a la Tierra se habían terminado.

Y eso era más de lo que su demoníaca paciencia podía sobrellevar.

Durante un segundo, Asmodeus creyó que el Emperador iba a decir algo.


Lo deseó. Borracho como estaba, aún le escocía su dignidad, y podía sentir la
minúscula fisura que amenazaba con resquebrajar la impenetrable fachada de Luc.
Sin embargo, el segundo pasó, cayó en el olvido, y sus facciones recuperaron su
inescrutabilidad.

—Eres tan blandengue que a veces me asustas, Mod —comentó al fin, con
una sonrisa de superioridad sabiamente entrenada—. Siempre lo has sido —
Asmodeus captó el mensaje al instante, y le dolió como un puñetazo en el
cuadrante inferior del escroto—. Regresa a tu palacio y duerme la mona hasta
mañana. Tal vez así dejes de decir tonterías.

Fue su gesto, todavía más que sus palabras, lo que encendió su furia. Por
una jodida vez, una vez tan sólo en todos esos años, lo único que había esperado
era que su amistad de milenios primase por encima de su puto egoísmo. Y el muy
cabrón se la había tirado a la cara, escupiendo ácido sobre la estela corrupta de lo
que un día habían sido sus emociones.

El Archiduque se dirigió como una tromba de rabia y vodka hacia la puerta.


Ni siquiera se molestó en volverse hacia el Emperador antes de salir a trompicones.

—Espero que nunca llegues a arrepentirte de lo lejos que has llevado tu


reinado, Robespierre —murmuró con atropello—. Espero que nunca te quedes solo.
Porque nadie, y mucho menos tú, me va a impedir hacer lo que me dé la real gana.
Hace mucho que dejé de ser un títere manejado por las órdenes de otros.

Después, en los oídos de Lucifer quedó tan sólo el eco de su portazo.

Capítulo III – La Tierra

París, 14 de julio de 2010

La Rue de l´École de Médecine, en pleno sexto arrondissement [1], ardía bajo el


dorado sol previo al atardecer. Las ventanas de los edificios administrativos de la
Universidad desafiaban al calor asfixiante del verano con las hojas cerrados a cal y
canto. Escaparates vacíos y rejas bajadas recordaban que Francia, ese día, celebraba
su fiesta nacional. Las estrechas callejuelas que rodeaban la Facultad de Medicina
estaban desiertas, a excepción de algunos turistas desorientados que buscaban a
toda costa un almacén de Fnac. Tan aturdidos, que ninguno de ellos parecía
reparar en la figura de pelo rubio como el sol, huidiza y espantada, que observaba
todo y a todos desde su improvisado refugio junto a la barandilla de acceso al
parking.

Angélica miró a su alrededor con ojos de cobaya asustada, esperando


encontrar la respuesta a sus plegarias en alguna de las innumerables columnas
jónicas que ornamentaban la fachada de la biblioteca, o tal vez sobre el contorno de
alguna de las múltiples buhardillas que habían parecido proliferar bajo el cielo de
París como hongos sobre la corteza de un roble. No, la respuesta no se hallaba en
ninguna de ellas. Estaba sola. Absolutamente.
¿Qué podría salir mal?, se había dicho a sí misma, para insuflarse valor,
durante los minutos previos a su partida. Pues bien, dadas las circunstancias,
estaba en condiciones de decirle un par de cosas a esa Angélica del pasado, esa
ingenua habitante de su mundo celestial, tan seguro y estructurado en
comparación con el caos en que los humanos habían convertido su amado París. A
esa inocente y bobalicona Angélica le contaría lo que, de hecho, había ido
espantosamente mal.

Cuando llegó a la Tierra, eligió materializarse en algún lugar discreto,


solitario, lejos de suspicacias. El tocador para señoras de la biblioteca universitaria,
abierta incluso en días festivos y a tan sólo una manzana del convento de las
hermanas clarisas, le había parecido el sitio idóneo. Ilusionada por regresar a la
Tierra, desde el preciso instante en que puso un pie fuera del inmenso edificio
neoclásico supo que podía tirar por la borda el resto de planes programados desde
el Cielo.

Aquellas calles poco o nada tenían que ver con la tranquila ensenada donde
antaño se erigía, como una fortaleza, el convento de Cordeliers. Sabía que las cosas
habían cambiado por allí abajo; sabía que lo que se encontraría al llegar no sería ni
la sombra de lo que recordaba de París. Sí, definitivamente la teoría se la sabía, y
muy bien. No en vano su trabajo consistía, de algún modo, en estar al tanto de los
avances en el mundo humano con ojos de ave rapaz. Además, había consultado,
ojeado y vuelto a revisar el plano de la ciudad cientos de veces antes de partir. Sin
embargo, una cosa era constatar esos progresos sobre el papel, y otra muy
diferente contemplarlos desde primera línea de fuego.

En su última visita a la Tierra, casi diez años atrás durante una misión de su
hermano en el interior de Rusia, había podido corroborar cuánto había avanzado el
mundo moderno. Sin embargo, aún albergaba la esperanza de que París, su
añorado París, se hubiese mantenido intacto, tal y como había quedado grabado en
su memoria.

Esperanza a todas luces infundada, a juzgar por las enormes construcciones,


los parches de asfalto y los coches aparcados en hilera que se amontonaban allá
donde dirigiese su mirada azul. Y de la abadía, de aquel pacífico lugar de
residencia y oración, tan sólo se intuía el ruinoso refectorio, rodeado y aprisionado
entre los muros de la imparable Universidad.

Armándose de valor, la arcángel se separó de la barandilla que la mantenía


en pie, cruzó la calle y asomó la cabeza a través de la verja que marcaba los límites
del convento, a la altura del antiguo claustro. Las tejas y ventanales se hallaban en
un estado precario, como si hubiesen transcurrido décadas desde la última
reforma. Respecto a las huertas, a la bancada de laboriosa talla que rodeaba la
enmohecida fuente central, a la pulcra capilla del extremo opuesto del recinto… Ya
no quedaba nada. Ni siquiera un espacio vacío que señalara que habían estado allí
alguna vez.

Un sudor frío se apoderó de sus sienes, y un presentimiento oscuro se


cernió sobre su corazón. El conserje, desde su pequeña garita, debió de intuir su
rostro aturdido porque negó con la cabeza y, a continuación, señaló con el dedo la
pancarta que cubría el enrejado.

La realidad la golpeó en forma de cartel informativo.

Espacio Cultural Universitario “Refectoire des Cordeliers”

Ayuntamiento de París

Horario: 11:00 – 19:00h (todos los días del año)

El nudo en su estómago se ensanchó, haciéndose tan fuerte y tan grande que


le provocó náuseas. El reloj en su muñeca marcaba las siete y veinte. Aquello no
podía estar pasando; tenía que ser una broma de mal gusto. Estaba claro que
alguien había cometido un error, y uno muy gordo, en lo que se refería a su
alojamiento en la Tierra. Tal vez se había traspapelado la dirección real. O, quizás,
existía alguna manera oculta de acceder al interior del convento, donde, y estaba
plenamente convencida de ello, habría una cama limpia y una cena sosegada
esperándola. En cualquier momento, Gabriel aparecería, se burlaría de ella hasta
quedarse sin oxígeno en los pulmones y, después, le indicaría el camino a seguir.
Así funcionaban las cosas en el mundo que ella conocía, y así seguirían haciéndolo.

Pero Gabriel nunca llegó. Los turistas despistados se fueron. El guardia de


seguridad echó el cerrojo a la garita y encendió un cigarrillo. El metro rechinó, y, a
lo lejos, una serie de cohetes dispersos dieron la bienvenida un año más a la fête.
Pero Gabriel siguió sin aparecer.
Lo único que Angélica tenía claro cuando aterrizó en aquel planeta
anárquico y perturbador era que en el número quince de la Rue de l´École de
Médecine —esquina con Hautefeuille, no tiene pérdida—, encontraría un refugio bajo
el que sentirse protegida, un lecho para dormir y la promesa de comida caliente. La
única certeza que la acompañaba ahora era que en el número quince de la Rue de
l´École de Médecine no quedaba nada que se pareciera ni remotamente a esa
posibilidad.

Después de pasear arriba y abajo, abajo y arriba, desde los límites de la


universidad hasta el luminoso Boulevard Saint-Germain, se dejó caer sobre los
escalones de acceso a la biblioteca con el equipaje a su lado. Era día festivo, y los
hoteles estaban repletos. Para cuando las farolas comenzaron a alumbrar, la
desesperanza había hecho mella en Angélica. Su cerebro la atormentaba con
aterradoras imágenes de un futuro incierto. Y ese futuro comenzaría aquella
misma noche, cuando la oscuridad la hallase sola y desamparada en una calle del
sexto arrondissement.

—Disculpa, ¿puedo ayudarte en algo?

La inesperada voz femenina, con su alegre acento del norte, la exaltó como
el estruendo de una ola contra las rocas. Angélica alzó la mirada, y ésta se cruzó
con un par de inmensos ojos verdes bordeados de diminutas pecas.

—Perdón, creo que te he asustado —la mujer sonrió, y Angélica, sin


entender muy bien por qué, presintió que había exagerado el peligro—. Parecías
tan desvalida que no pude evitar acercarme. No es común ver a mujeres con
tan…buena presencia —pronunció con énfasis, como si no se le ocurriese otra
expresión más descriptiva—, sentadas en el suelo del arrondissement al caer la
noche.

Hizo un gesto ambiguo con la mano, y la arcángel, asombrada aún, obtuvo


una perspectiva de sus enormes uñas pintadas de rosa chicle, algo que no
congeniaba con su aspecto, entre gentil y salvaje. Pero los ojos verdes y las uñas
rosas no eran lo único llamativo en su físico. Tenía el mentón pronunciado y labios
finos y sonrosados. No tendría menos de veintiséis o veintisiete años, pero las
pecas, que invadían sus mejillas y se extendían como las rayas de un felino por la
piel de brazos y escote, le daban un aire juvenil, casi recién salido de la pubertad.
Llevaba el pelo, una suave mata de rizos color caoba, sujeto en una cola de caballo
a la altura de la coronilla. No era muy alta, pero tenía una figura bien moldeada y
curvilínea, cubierta por unos vaqueros ceñidos y un provocativo bustier blanco —
algo que Angélica no se hubiese atrevido a ponerse encima jamás—. Era una
humana hermosa, sofisticada y sensual, pero no de la manera en que los de su
especie estaban acostumbrados a discriminar la belleza. Era preciosa de un modo
primitivo y animal, casi magnético, que compensaba con un toque de elegancia y
ternura.

—Qué educación tan horrible la mía —prosiguió, dando muestras de su


perfecta cortesía francesa—; estoy aquí trastornándote con mi parloteo y aún no
me he presentado. Soy Axelle.

Le tendió la mano, y Angélica no tardó en estrechársela. A pesar de que a


simple vista no podían resultar más diferentes, se sentía inexplicablemente cómoda
a su lado. Tal vez pecase de confiada —su hermano siempre le auguraba un
destino fatal por ello—, pero era tarde, estaba sola, y aquella mujer era la única
persona que le había ofrecido una sonrisa y un poco de amabilidad en todo el día.

—No, quien debe disculparse soy yo. Me temo que no he estado muy
receptiva, pero ha sido un día de locos. Me llamo Angélica.

—Es un placer, Angelique. ¿Puedo ayudarte en algo? Hace unos instantes


parecías a punto de echarte a llorar… ¿Te encuentras bien?

—Lo cierto es que no. Yo… acabo de llegar a París. Vengo desde muy lejos y
he tenido un problema con la reserva de mi alojamiento —describió someramente,
sin entrar en detalles. Tenía la sensación de que, de llegar a hacerlo, acabaría
pernoctando en dependencias policiales.

Axelle puso los ojos en blanco.

—No me digas más —contestó, encorajinada—. Overbooking, ¿verdad? A


esta ciudad el turismo se le está yendo de las manos, y con las fiestas todo se
descontrola.

La arcángel asintió. Aquella mujer no sólo irradiaba encanto; también era


asombrosamente fácil de convencer.

—Pobrecita —prosiguió—. ¿No conoces a nadie en la ciudad? ¿Viajas sola?

—Se trata de un… ¡viaje de compromiso! —se apresuró a responder—. He


venido a buscar a un familiar que se ha estado metiendo en líos.
—Oh, disculpa mi entrometimiento —Axelle parecía compungida de un
modo auténtico. Angélica no pudo evitar una punzada de culpabilidad por
mentirle de forma tan descarada—. No es muy frecuente ver a mujeres como tú
haciendo turismo en soledad por esta zona. Ya sabes —ironizó—, no pareces una
de esas freaks cargadas con mochilas, ni tampoco creo que te hayas escapado de la
buhardilla de algún músico sinvergüenza.

Angélica parpadeó sin comprender. ¿Mujeres como ella? Bajó la mirada y


contempló, en la lejanía de su metro ochenta de estatura, las puntas de los
cómodos botines de piel marrón, que contrastaban con el entramado de baldosas
geométricas. Un poco más arriba comenzaba la tela de su larga y fresca falda beige,
combinada en la cintura con una vaporosa blusa color coral cerrada hasta la
barbilla.

¿Qué había de malo en las mujeres como ella?

—Eres del norte, ¿verdad? —la arcángel aún no había hallado una respuesta
lógica a la pregunta anterior cuando Axelle prosiguió con el interrogatorio—. Pero
del norte de verdad, no de Bretaña —masculló con desprecio, y eso fue cuanto
Angélica necesitó para descubrir que la peculiar mujer que cotorreaba ante ella era
más normanda que la crème fraîche—. Tú eres de más arriba. Del norte de Europa.

Era la excusa ideal para no tener que dar más explicaciones, así que la tomó
al vuelo.

—Sí, exacto. De más arriba.

Axelle, ufana, dio una palmada que reverberó en las columnas del pórtico
de la biblioteca.

—¡Lo sabía! Tengo buen ojo para esas cosas. Lo heredé de mi madre. Yo
también soy del norte, pero no del norte de verdad, sino del de Francia. Nací en
Caen, pero hace ya tanto que me mudé a París que a veces me pregunto si queda
alguna gota de sangre normanda en mis venas.

Angélica ni siquiera lo cuestionó. Tal vez Axelle no fuese consciente de ello,


pero su ferviente antipatía contra sus vecinos bretones suponía su más arraigada
huella.

La luz del sol fue absorbida por el horizonte; a lo lejos, el tumulto de jóvenes
que acudía a disfrutar de la fiesta en el Campo de Marte resonaba en el ambiente
como un arrullo obstinado.

Frente a ella, el rostro de aquella refrescante y peculiar mujer resplandeció.

—Donc[2], estoy de camino a casa de una amiga… Hoy es mi noche libre en


el trabajo, y siempre que podemos nos reunimos en su apartamento para ver
películas antiguas y pedir comida libanesa. De hecho, debería irme ya, se ha hecho
tardísimo. Sin embargo… quiero proponerte algo —le guiñó un ojo, envuelta en un
aura misteriosa—: mi compañera de piso dejó la ciudad hace un mes, y aún no he
encontrado a la persona idónea para llenar su hueco. Eso significa que hay una
habitación libre a un par de manzanas de aquí, y, bueno, tú estás sin techo hasta
nuevo aviso. Si te convence la oferta, es toda tuya.

Angélica ni siquiera pestañeó. Lo único que quería era abrazar a esa


humana insólita y regalarle sus propias alas. Ella, precisamente ella, había
encontrado un ángel de la guarda en la Tierra. No cabía ninguna duda; Axelle era
un alma pura.

—¿No dices nada? —con los ojos muy abiertos, aguardaba expectante su
respuesta—. Ya sé que todo es demasiado precipitado y que probablemente no te
fías de mí…

¿Que no se fiaba? ¡Pero si era ella quien no la conocía de nada y le estaba


abriendo las puertas de su casa!

—Es… es un honor, Axelle, pero no quiero causarte ninguna molestia, ni


tampoco que pienses que me estoy aprovechando de ti.

—A veces peco de confiada, es cierto. Eso también lo heredé de mi madre —


reconoció con mofa—. Pero tú tienes cara de buena persona. Y ya te dije que mi
intuición no suele fallar.

Angélica tomó sus manos, emocionada. Y aliviada. Enormemente aliviada.

—Gracias. Muchísimas gracias, de verdad. No sé cómo podré devolverte


algún día este favor. Prometo que te pagaré. No creo que me quede más que unos
días, pero te pagaré lo que haga falta.

Dándole una palmada en la espalda, Axelle la condujo en dirección a Saint-


Germain-des-Près.
—No te preocupes, ya arreglaremos cuentas. Además, ¡soy una estupenda
compañera de piso! Trabajo por la noche y duermo durante el día, así que no me
verás mucho. Podrás entrar y salir a tu antojo —sonriente, rebuscó en el interior de
su bolso y extrajo un teléfono móvil—. Dame un minuto. Debo avisar a Dominique
que llegaré un poco más tarde.

Angélica se adelantó unos metros para darle privacidad. La noche era suave
y templada; los abedules del Boulevard Saint-Germain se mecían ligeramente con
la brisa, y las tulipas de las farolas destellaban con las luces de los vehículos que
enfilaban la rambla como cometas fugaces.

Su suerte no tenía límites. Sin duda, alguien allí arriba había mediado para
sacarla del apuro enviando a Axelle a rescatarla. ¿De dónde habría salido una
muchacha tan especial? La curiosidad la carcomía. Aunque parecía un tanto
estrambótica, sus ojos tenían un brillo honesto.

—¡Todo listo! —Axelle llegó hasta ella en dos zancadas; su coleta osciló en
el aire—. No sabes el revuelo que has causado, ¡mis amigas están deseando
conocerte! Si te apetece, puedes unirte a nosotras después de ver tu habitación. Lo
pasaremos bien viendo los fuegos artificiales por la tele.

Parecía un buen plan, lejos de los atropellos y el desenfreno regado de


alcohol de Trocadero. Angélica lo meditó unos segundos.

—Si no os molesta, prefiero descansar —aún no estaba del todo repuesta de


la crisis de pánico de hacía unos minutos—. Ha sido un día muy largo.

Axelle aprobó su decisión.

—No hay ningún problema. Espero que te sientas cómoda en mi humilde


morada; es bastante pequeña y no tiene muchos lujos, pero vivir en pleno Saint-
Germain lo compensa todo. Especialmente, tener que regresar de madrugada seis
noches por semana —añadió con encriptada resignación.

Angélica frunció el ceño. Saint-Germain-des-Près no era un barrio barato, y


Axelle no tenía, ni mucho menos, el aspecto de una bróker de las finanzas. No
sabía qué hacía con su vida, pero, fuera lo que fuese, le permitía una posición
desahogada.

—¿Te refieres a tu trabajo? ¿A qué te dedicas exactamente?


La joven le dedicó una sonrisa coqueta mientras jugueteaba con un mechón
entre los dedos.

—Soy una Pink Girl.

—¿Pink Girl? —al pensar en sus uñas, que tanto le habían llamado la
atención un rato antes, Angélica supuso que se refería a alguna marca de
cosméticos de venta por catálogo.

Pero no era así. Axelle se detuvo en seco, y sus afectuosos ojos verdes la
miraron con cierta incredulidad.

—Vaya, sí que vienes de lejos. Donc, debes de ser la única persona en esta
ciudad que no conoce el Pink Paradise. Es un cabaret, cielo. Y yo soy una stripper.

*****

El edificio donde residía Axelle, una construcción grisácea y maciza de los


tiempos de la Belle Époque, estaba situado justo a dos manzanas de la
Universidad, tal y como ella había anunciado. Tras subir cuatro pisos sin ascensor,
Angélica había plantado cara por primera vez al desorden vital de aquella mujer
que comerciaba con su desnudez y que, ironías de la vida, había supuesto el único
rostro afable dentro del territorio hostil en que se había transformado su querido
París.

Axelle no exageraba al describir el reducido tamaño de su casa. Aunque


veinte metros cuadrados eran más que suficientes para condensar una vida parisina, como
ella misma había comentado, el apartamento era tan pequeño que Angélica se
sintió incómoda.

Tras su paso por el umbral, una colorida amalgama de muebles de segunda


mano se erigía como comité de bienvenida. Las paredes, cubiertas de pósters
antiguos, casaban a la perfección con el animado ambiente bohemio del distrito.
Una única pieza hacía las veces de recibidor, sala de estar, cocina y distribuidor. Al
cuarto de baño, anticuado pero funcional, se accedía a través de una estrecha
puerta blanca junto a la ventana, la única fuente de luz del apartamento. Al otro
lado, por encima de los armarios de la cocina, una escalera angosta y sin barandilla
ascendía hasta la parte superior de la vivienda, un falso techo que permitía dividir
el estudio en dos alturas y ganar una pieza. Arriba, asomada al vacío, se hallaba la
cama de Axelle, un baúl reconvertido en mesilla de noche y una escueta cómoda
para guardar su ropa —la que no andaba esparcida por ahí—. Angélica sintió que
se ahogaba cuando comprobó que de todo ello se podían obtener unas
inmejorables vistas desde cualquier punto del salón. No quería resultar descortés;
gracias a la generosidad de Axelle esa noche tendría un cuarto donde dormir, pero
en el Cielo vivía completamente sola, y eso le ofrecía una serie de garantías en lo
que a su pudor concernía. Sin embargo, todo cuanto allí hiciera o dijese Axelle
quedaba expuesto como en un escaparate. Aunque, tratándose de una bailarina de
striptease, pensó Angélica con un ramalazo de maldad, ya debe de estar acostumbrada
a exhibirse.

Su dormitorio, por suerte, sí contaba con una puerta, pero hasta ahí llegaban
las comodidades. Era tan estrecho y oscuro que estaba más cerca de un zulo que de
una habitación salubre. Axelle le había explicado que ésa había sido la antigua
carbonera de la cuarta planta, habitada por una sola familia en tiempos de
bonanza. En ella había una cama no muy grande, aunque sí lo bastante confortable
como para que Angélica se lanzara sobre el colchón en cuanto Axelle se despidió,
dejándola a solas con sus rumiaciones. Un espejo en la pared con forma de media
luna y un girasol de tela deshilachada constituían toda la decoración. Puesto que
no quedaba espacio para el armario, bajo la cama se había instalado un práctico
sistema de cajones.

Hacía ya un par de horas de su llegada y, a pesar del agotamiento, Angélica


era incapaz de conciliar el sueño. Hastiada de dar vueltas en una cama que no era
la suya, entre aquellas sábanas en tonos lila y flores amarillas que se le antojaban
ásperas, decidió dejar el dormitorio y sentarse en el sofá, con la espalda muy recta
y las rodillas muy juntas.

Ante sí, varias tazas de café vacías y envases de comida rápida se


amontonaban sobre una mesita de metacrilato. Parte de la lencería de Axelle, toda
gasa y brillantina, descansaba hecha un guiñapo en el suelo, desafiándola con cada
pestañeo. Si Gabriel llegaba a descubrir que se estaba alojando con una joven de
mala reputación…

Hundió la cara entre las palmas. Durante su conversación con Axelle en la


calle, había notado que era una joven generosa, cordial y educada. Parecía sentir
inquietudes y tener aspiraciones. Era enérgica, divertida e independiente. ¿Cómo
era posible que alguien como ella se dedicase a mostrar su cuerpo de forma
lujuriosa? Y, a pesar del lastre que ello podría suponer en su intachable fama, las
circunstancias habían obligado a Angélica a aceptar el auxilio de una mujer así.

Necesitaba salir de aquel apartamento, necesitaba dejar de mascar


pensamientos inútiles. Necesitaba la máxima concentración para hacer frente al
díscolo Cristian Sellier y ayudarlo a salir del atolladero. Necesitaba pasar a la
acción. Y quedarse en casa, pertrechada en el sofá junto a un montón de
desperdicios y ropa sucia, no era, ni de lejos, lo que ella entendía por acción.

Se vistió a toda prisa con la misma ropa que había llevado puesta unas
horas antes. Su maleta de viaje se abrió con un chasquido; un callejero de París
pulcramente plegado y la fotografía de Cristian Sellier emergieron ante ella. Tomó
ambos y los depositó en el bolsillo interior de su chaqueta de piel. El juego de
llaves que le había entregado Axelle fue a parar al mismo sitio poco después, al
tiempo que Angélica atravesaba a toda prisa el descansillo lustroso del bloque de
viviendas.

El reloj marcó la medianoche, y, fuera, a lo lejos, retumbó el estruendo de


los primeros fuegos artificiales.

Capítulo IV – El Infierno

Tercer Trimestre.

Año 5.900 después de la Caída.

El reflejo del espejo atrapó, en flagrante delito, la huida del bucle color
escarlata. Ella contuvo un suspiro; no era el primero esa mañana.

Tomó de nuevo el cepillo. Enroscó el rebelde mechón de pelo en torno a él y


le dio forma al rizo, cruzando los dedos para que esta ocasión fuese la definitiva.
Reluciente, el bucle cayó con rotundidad junto a su sien izquierda. Ella lo sostuvo
entre sus manos un segundo, admirando su suavidad, justo antes de devolverlo a
su posición ayudada por una horquilla de plata.

El cristal le devolvió una imagen esplendorosa. Sus pómulos, emulsionados


como melocotones maduros gracias a la magia del maquillaje. Sus ojos
almendrados, delineados finamente.

Cuando ya no quedaban más rizos que componer ni más ungüentos que


mezclar, el último suspiro se lo dedicó a Astaroth.

La mujer se puso en pie, y la bata de seda negra que la cubría cayó a sus
pies. Desnuda, se acercó hasta la cama, donde aguardaba un bonito vestido nuevo
recién traído de Europa. Mientras ocultaba su erizada piel con él, no pudo dejar de
pensar en Ast y en lo mucho que todo había cambiado desde que él se había ido.
Su espíritu estaba formado por un pedacito de todos los seres que la rodeaban, y
perder a uno de ellos había supuesto un puñetazo en lo más profundo de su alma.

Nada era igual allí abajo desde que él se había marchado. Ni tampoco ella lo
era. Astaroth, y esa chica cuya existencia duraría menos que cualquiera de sus
suspiros, le habían hecho entender algo que ella no había sido capaz de ver en seis
mil años. Le habían mostrado que, al final, había una sola cosa por la que valía la
pena vivir, y una por la que morir, y que ellos dos no iban a ser tan cobardes como
para dejarla escapar.

Tan cobarde como había sido ella, que había acariciado ese sueño de
eternidad para dejar que se marchitara después.

La mujer abandonó su suite de honor en el Palacio Central sintiéndose una


persona nueva. Durante el último año, había vivido sumida en un pozo de dolor.
El mundo que conocía se había derrumbado, y ni siquiera había logrado aún
rescatar a Luc del amasijo de escombros. Todo se había perdido en la oscuridad;
todos se habían quedado solos, huérfanos, viudos, desamparados.

Pero tal vez ya había llegado la hora de arrancar de nuevo. Tal vez ya era el
momento de luchar por las cosas que verdaderamente valían la pena.

Si todo salía bien, nunca volvería a vivir en el palacio del Emperador, pero
eso era lo que menos le importaba. Una vez hubiese cumplido su objetivo, nada ni
nadie podría apartarla del hombre que amaba. Su primer y único amor.

Lilith sonrió cuando sus pies la alejaron poco a poco del lugar donde había
vivido tan buenos momentos y la acercaron a aquel en el que lo mejor estaba por
venir.

Sus botines negros no se detuvieron hasta llegar a la mismísima entrada del


palacio de Asmodeus.

*****

La pipa de agua de doble boquilla burbujeó con fuerza cuando Lucifer le dio
una calada, y el especiado aroma a tabaco impregnó su paladar y su garganta.
Durante un segundo, incluso, emuló al idílico Satán y de sus fosas nasales brotaron
dos cilindros simétricos de humo. Los cuernos y las pezuñas ya eran harina de otro
costal, aunque no era la primera vez que deseaba un par de cada para así poder
largarse a pacer al campo.

Frente a él, sentado sobre la mesa lacada del despacho Imperial, su más fiel
amigo tomó su propia boquilla entre los dedos.

—¿Crees que con lo que tenemos será suficiente? —preguntó Belzebuth


entre una cortina espesa de vapor que apenas permitía bosquejar sus rasgos.

Luc cabeceó.

—Nunca es suficiente, Bel. Nunca.

—Disculpa mi ignorancia, señor Corleone —Bel siguió fumando con una


chispa de diversión en las pupilas—, pero, ¿cómo tienes intención de cambiarlo? Te
recuerdo un pequeño pero crucial detalle: ninguno de nosotros tiene permiso para
salir de aquí hasta nuevo aviso. Es difícil aprovisionarse de este tipo de cosas
desde casa. No hay un Amazon online de almas humanas…

—Tal vez no sea un alma humana lo que necesitamos.

Hacía semanas que lo venía meditando. La pérdida de Ast —si es que se


podía definir así a lo que ese estúpido engreído había hecho con su orgullo— los había
dejado, además de patidifusos, al borde del colapso organizacional. Su partida
había llegado en el momento más inoportuno, a falta de apenas un par de años
para la nueva batalla entre el Bien y el Mal. Justo cuando más necesitaban aunar
fuerzas, el bastardo se había largado dejando su ejército tullido.

Aunque el inventario de almas caídas en desgracia con las que podían


contar arrojaba un saldo bastante favorable en los últimos tiempos —en serio, ¿qué
creía esa gente? ¿Qué aquello era un Todo Incluido?—, ninguna buena cantidad de
ellas podría compensar la fortaleza de un Príncipe del Mal. Hacía falta algo más.
Un golpe maestro.

Bel lo miró con perplejidad.

—Pues, a no ser que estés pensando en extraterrestres, no sé dónde


pretendes ir a buscar. Y ni siquiera en ese caso creo que pudieran ser de mucha
ayuda… ¿Tú has visto ET?

—Nadie ha hablado de indecorosas actividades interplanetarias, Bel —su


sonrisa vacía se inundó de condescendencia, como si fuese el dueño de la Verdad
absoluta y Belzebuth sólo un pobre niño tonto.

El Príncipe saboreó una vez más el tabaco, a la espera de una revelación


paroxística que nunca llegó.

—Creo que me he perdido, tío. Si no te parece suficiente con los humanos y


tampoco estás pensando en construirte un OVNI, creo que se te agotan las
posibilidades, Luc. No sé si eres consciente de que sólo quedarían —los pícaros
ojos de Belzebuth se abrieron como platos, y su voz fue descendiendo hasta
convertirse en un murmullo tenue—… ya sólo quedarían… los ángeles.

La sonrisa de Lucifer se intensificó. Ahí estaba el motivo por el cual él era el


Emperador, mientras que los demás tenían que conformarse con títulos de
segunda. Ésa era la causa, al fin y al cabo, que los había conducido a todos a ese lío
del Infierno, la Maldad y el Pecado.

Era un jodido genio.

—Punto para el niño malo. Ahora ya puedes volver a desconectar tu cerebro


durante un rato.

Belzebuth ni siquiera se dio por aludido. Estaba demasiado boquiabierto.

—Luc, ¿estás de coña? ¿De dónde demonios has sacado esa idea? Has
perdido definitivamente la chaveta... En serio, creo que la hostia que te diste al caer
desde allí arriba te dejó más tocado que a los demás.

Lucifer se puso en pie con energía, apartando los papeles que cubrían la
superficie de la mesa de un único pero eficaz puñetazo. La pipa se tambaleó; el
agua de su interior ya se había enfriado.

—Reconócelo, Bel, es una idea soberbia. Ojo por ojo. Sólo una adquisición
como ésa puede devolver el equilibrio a la balanza.

Y podía irse al carajo si no era capaz de entenderlo.

—¿Y cómo pretendes conseguirlo, listillo?

De acuerdo, tal vez su plan aún no estaba lo bastante desarrollado... Lucifer


maquinaba una respuesta ingeniosa cuando una serie de atronadores golpes en la
puerta interrumpió su distendida reunión de trabajo.

—¡Luc! —la voz de Lily, teñida por el terror, llegó hasta ellos amortiguada
por la madera—. ¡Abre, por favor! ¡Luc!

Los dos se apresuraron a desbloquear la cerradura. Cuando lo hicieron, una


Lily preciosa, envuelta en finas capas de seda y perfume, glorificada por su mata
de pelo rojizo, irrumpió en el cuarto como una tromba.

Con las mejillas anegadas de lágrimas, corrió hasta Lucifer y se aferró a las
solapas de su chaqueta negra.

—¿Qué sucede? Lily, ¿qué ha ocurrido?

Hacía ya muchos siglos que Lily vivía con él, que se cuidaban el uno al otro,
que confiaba en ella como una hermana más, que lo conocía mejor que nadie allí
abajo. Pero nunca, y ese nunca englobaba una vasta extensión de tiempo, había
visto tanta desesperación empañando sus ojos negros.

—Lily, ¡habla!

La pelirroja lo miró con aprensión. Las palabras manaron de sus carnosos


labios impregnadas de dolor.

—Se trata de Asmodeus. ¡No aparece por ningún lado, Luc! ¡Se ha escapado!
Capítulo V – La Tierra

París, 14 de julio de 2010

El estruendo de los primeros fuegos artificiales retumbó a lo lejos cuando


Asmodeus enfiló el juguetón Boulevard de Clichy. Las luces de neón reflectaron
sobre sus cabellos rubios, y sus manos traviesas se llenaron con octavillas de
locales de alterne más traviesos aún. Desde Blanche hasta Pigalle, lujuria y
perversión podían palparse en el ambiente en densidades altamente concentradas.
Desde el Moulin Rouge hasta el Folie´s, olía a depravación y a instinto. El limbo
entre el noveno y el decimoctavo arrondissement rezumaba sexo decadente y
sudoroso desde las profundidades de las alcantarillas.

Los carteles luminosos se sucedían, prometiendo a sus excitadas pupilas


una rendición entregada y sumisa. La silueta de una mujer con los senos
descubiertos se recortaba sobre la noche parisina y servía como reclamo para uno
de los cabarets más sucios —en todos los sentidos— que Asmodeus había tenido el
privilegio de conocer. Sonrió. Si no encontraba nada mejor, tal vez más tarde la
fulana de pechos grandes sería una opción a tener muy en cuenta, sobre todo para
un Príncipe de la Lujuria como él.

Le encantaba París, y le encantaba esa noche. La noche en que toda esa sarta
de estirados franceses daba rienda suelta a sus reminiscencias bárbaras y se
enorgullecía en celebrar cómo, dos siglos antes, se habían afanado en cortar la
cabeza de cuanto señorito se pusiera a tiro. La única noche en que toda aquella
pantomima revolucionaria servía realmente de algo; la libertad, la auténtica
libertad, volvía a salir a las calles, se apoderaba de ellas y retornaba al amanecer
bebida, desfogada y satisfecha, dispuesta a sumergirse en el letargo hasta el año
siguiente. Adoraba el mes de julio en París, caliente, opresivo y ronroneante como
una siamesa en celo.

Desenroscó el tapón de su petaca. Allí nadie lo encontraría. A esas horas, el


bastardo de Luc ya habría puesto el Infierno patas arriba en su busca y tendría
radares en todos sus destinos frecuentes. El muy imbécil había pensado que podría
con él. Que el mismísimo Archiduque del Infierno Oriental no era más que un
secuaz al que poder avasallar con sus órdenes.
—Quien ríe el último… —masculló, con una sonrisa sardónica marcada en
el rostro.

En un primer momento, su mayor anhelo había sido pegarse una escapada


hasta algún sigiloso harén en Turquía y hacer las delicias de un centenar de
mujeres —y las suyas propias— con sólo chasquear los dedos. Le urgía un
desahogo rápido y seguro que pusiese fin a tantos meses de frustración contenida.
Sin embargo, sabía que eso lo situaría en una posición demasiado vulnerable para
sus planes. Salir del Infierno a escondidas del Jefe ya había sido lo bastante difícil;
no tenía intención de regresar allí por una buena temporada.

Mientras paladeaba un trago de vodka importado, contempló el letrero


luminoso del All-in, un decrépito y pequeño local de espectáculos en el número 50
del Boulevard de Clichy, donde las chicas eran mediocres pero los precios
razonables. Los fluorescentes de colores invitaban a descubrir un mundo de
dulzura en su interior, y Asmodeus casi podía sentir los almibarados y falsos
suspiros de las bailarinas al frotarse contra la barra metálica. Sin previo aviso, una
punzada de deseo aguijoneó entre sus ingles. Bien, puesto que llevaba una
indecente cantidad de tiempo fuera de juego, tendría que hacerle caso a la amiguita
que exigía un poco de atención entre sus piernas… Si a ella le apetecían los tacones
de plástico y las lentejuelas baratas del All-in, no sería él quien le llevase la
contraria.

Liquidó el resto del vodka antes de incursionar en el club. Con gesto


desdeñoso se deshizo de la petaca, metálica y con incrustaciones de platino, como
si no tuviese más valor que el de una botella de plástico. Dando un paso al frente,
se dejó abducir por el humo rosa, permitiendo que sus angelicales ojos azules
destellaran al negro más opaco.

El verano en París era estupendo. Ardiente, largo y húmedo. Justo lo que


necesitaba para olvidarse de todo. Y aquella noche de fuegos de artificio y gemidos
de placer no marcaba más que el comienzo.

*****

Horrorizada. Escandalizada. Ultrajada.


Así se sintió Angélica cuando enfiló la arteria principal del Boulevard de
Clichy. Ahora entendía por qué aquella pareja a la que educadamente había
pedido indicaciones la había observado de arriba abajo con curiosidad, y también
por qué a aquella pandilla de muchachitos se les había escapado una risita
socarrona. Sabía que el norte de París era un tanto impúdico, pero nunca, ni
siquiera en sus peores pesadillas, pudo imaginar que alcanzara semejantes cotas de
inmoralidad.

Desde Pigalle hasta Blanche, desde el Folie´s hasta el Moulin Rouge, las
baldosas de las aceras, las hojas de los abedules y los cristales de las ventanas
exudaban pecado y libertinaje. Sacar de allí a Cristian Sellier sería como arrancarlo
de las garras del mismísimo Lucifer…

Empezaba a pensar que, después de ese viaje, no volvería a ver París con
buenos ojos. De hecho, no llevaba en la capital ni veinticuatro horas y ya había
comenzado a odiarlo un poco.

Mientras avanzaba por la acera, advirtió que su cuerpo se cubría de miradas


libidinosas y reflejos obscenos. La palabra sexo cobraba presencia en cada cartel,
cada vitrina, cada sonrisa vacía. Se sentía como parte de un comercio rastrero que
traficaba con almas humanas y las arrastraba por el lodo, sólo que en este caso el
lodo tenía la magnética forma de encajes y purpurina.

Así que aquella era la oscuridad de la que tanto había intentado prevenirla
su adorado hermano. Así que eso era lo que hubiese conocido de no ser por su
divina intervención.

Una tienda de artículos eróticos llamó su atención por encima de todas las
demás. Tras el cristal del escaparate, mancillado con polvo y otras sustancias no
identificables, los ojos ausentes de un maniquí seguían sus pasos. La mujer de
plástico tenía un negro abismal en el iris y rizos rubios desordenados. Su cuerpo,
vestido con un traje de baño minúsculo de tonos leoninos, se retorcía en una
postura humillante y vulgar.

Así que así es como hubiese acabado ella.

Controló las náuseas y siguió su camino. Lo único que debía importarle en


ese momento era encontrar a Cristian Sellier; era en el muchacho rubio y con ojos
azules en quien debía depositar su atención. Y, si había algún lugar donde Sellier
estaría en una noche tan especial como la del catorce de julio, ése sería Pigalle. Con
la frente alta y las manos temblorosas, Angélica comenzó a inspeccionar los rostros
fantasmagóricos y trasnochados de los hombres que se cruzaban en su camino.

Había hombres altos y fuertes protegidos por miradas de desdén y ropas de


marca; hombres rechonchos cargados con maletines y gestos lascivos; jovencitos
que se echaban a suertes la última botella de ginebra. Había hombres que
contemplaban los anuncios fosforescentes de peep show sin atreverse a entrar.
Hombres que paseaban a sus perros, hombres en corrillos, hombres con parejas.
Hombres provistos únicamente de una cámara de fotos, dispuestos a captar un
instante de eternidad en el efímero Pigalle. Hombres borrachos, rubios y de ojos
azules, como Cristian Sellier. Pero que no eran Cristian Sellier.

Con las plantas de los pies doloridas y un nudo de frustración en el pecho,


Angélica se dejó caer contra una pared y se frotó los tobillos. A su izquierda, un
camarero barría aburrido la entrada de un restaurante oriental de dudosa higiene,
y la esencia del aceite recalentado flotaba en el ambiente. Aunque la noche no
había hecho más que comenzar, para algunos hacía ya un buen rato que había
expirado.

Para otros, sin embargo, aún aguardaba el coletazo más fuerte.

*****

Asmodeus sabía que toda esa supuesta permisividad de Pigalle no era más
que una fachada de porexpan fabricada para deleite de los turistas. Sin embargo, le
pareció una exageración —y un detalle de muy mal gusto, por cierto— que el
encargado de seguridad del All-in lo arrancase —literalmente— del interior de las
braguitas de una stripper caribeña cubierta de aceite. Él sabía que estaba prohibido
tocar a cualquiera de las chicas, pero ¿qué iba a hacer si aquella diosa bronceada
prácticamente se lo había suplicado? Era de muy mala educación dejar a una mujer
insatisfecha, rogando por unas migajas más de placer. ¿Acaso no se vanagloriaban
los franceses de ser los mejores amantes del mundo? Pues ésa era una lección
propia de cualquier niñito de preescolar.

Por no hablar de los malos modos del empleado al obligarle a abandonar el


local sin permitirle siquiera pedir una última copa. Así las cosas, resultaba lógico,
incluso justificable, que Asmodeus hubiese acabado por propinarle un derechazo
en la mandíbula. Tal vez así se le bajasen esos humos de cavernícola enfebrecido.

Y eso era lo que lo había conducido a su precaria situación actual. Quizás se


debiera a los efectos del vodka, pero ser llevado en volandas por el portero a través
de la espesa neblina con olor a chicle estaba empezando a causarle mareos. Esos
estúpidos franceses no eran más que unos remilgados y unos mojigatos con ínfulas
de Casanova.

Supo que habían salido a la calle porque un golpe de brisa fresca le azotó la
frente, a pesar de que aquella noche de julio resultaba abrasadora. También supo
que, a su alrededor, el bullicio de Pigalle estaba en pleno apogeo. Supo asimismo
que el tipo de seguridad lo iba a lanzar sobre la acera como si fuera un chucho
sarnoso, porque lo sintió tomar impulso.

Con una risotada ebria y atolondrada, Asmodeus se preparó para acusar el


golpe. Luego, ya no supo nada más.

*****

Angélica se estremeció. Unos metros más allá de sus propios pies, un


hombre cayó al suelo, y sus huesos rebotaron con un crujido seco sobre la acera. El
vigilante de seguridad que acababa de lanzarlo por los aires se sacudió las manos
en el uniforme y desapareció con una mueca de disgusto. El individuo permaneció
inmóvil, abandonado a su suerte. Sus ropas, compuestas por unos desgastados
vaqueros y una camiseta azul, estaban húmedas y llenas de polvo; una
enmarañada media melena rubia cubría su rostro. Las palabras All-in, moldeadas
en neón, parpadeaban sobre el contorno de su fibrosa figura.

Ninguno de los transeúntes tuvo la delicadeza de acercarse a comprobar si


se encontraba bien. La gran mayoría, de hecho, ni siquiera se molestó en dirigirle
más que una mirada condescendiente y burlona, así que Angélica se aproximó con
cautela. Un fino reguero de sangre manaba de las rodilleras del pantalón, hechas
trizas al caer. Despedía un fuerte hedor a alcohol, y su pecho aleteaba agitado,
como si respirar le supusiese un trabajoso esfuerzo.

Cuando lo tocó, posando su palma sobre el hombro masculino con


suavidad, un arrullo creciente llegó hasta los oídos de la arcángel. Se estaba riendo.
Y con ganas. En un instante, el débil murmullo había adquirido las proporciones
de una carcajada diabólica.

La luz procedente de una farola iluminó parcialmente el rostro del


desconocido. El azul de un iris tan intenso como el firmamento asomó a través del
flequillo.

Rubio. Borracho. Ojos azules. Una idea fugaz atravesó la mente de Angélica.

—¿Cristian? —preguntó esperanzada—. ¿Cristian Sellier?

Al oír su voz, el hombre se incorporó de golpe. Las risotadas no cesaron.

Un presentimiento recorrió la espina dorsal de Angélica.

—¿Cristian Sellier? ¿Eres tú?— repitió, titubeante.

El extraño apartó de un manotazo los enredados cabellos y dejó su rostro al


descubierto.

Angélica se quedó helada.

*****

Asmodeus no la reconoció al instante. Sólo cuando logró enfocar su borrosa


vista en ella pudo corroborar lo que la voz femenina le había insinuado.

No se trataba de un espejismo, ni de una alucinación fruto del vodka.


Tampoco es que la caída —ninguna de las dos— hubiese afectado a sus facultades
mentales, ya de por sí hechas un asco.

No, no se trataba de nada de eso. Aquello era real. Ella era real.

Frente a él, se alzaba el único ser al que no creyó volver a ver jamás. Nunca.
En toda la eternidad.

Un nuevo acceso de risa trastornada sacudió su pecho, pero es que no era


para menos. Esa noche, le acababa de tocar el premio gordo.

—Joder, diablesa. Cuánto tiempo sin verte.

Capítulo VI – El Cielo

Finales del Invierno.

Año 14 antes de la Caída.

Seis golpes en la puerta, ni uno más, ni uno menos, alertaron a Asmodeus.


La oscuridad de la noche se había deslizado con su habitual desgana hacía horas, y
el resplandor de la luna llena se colaba sin permiso por la ventana de su dormitorio
en el Alcázar Central. En cuanto cumplieron su cometido, los pasos furtivos se
alejaron de puntillas por el pasillo. Asmodeus oyó cómo los seis golpes se repetían
en la puerta vecina.

Podía fingir, moverse con lentitud y pretender que en realidad esos seis
golpes no tenían el más mínimo efecto en él. Podía asomarse al pasillo con ojos
legañosos y preguntar qué ocurría, pero lo cierto es que no podría engañarlos a
ellos como tampoco podía engañarse a sí mismo. Cuando hizo a un lado las
sábanas y se puso en pie, el amplio faldón blanco que había vestido durante el día
aún cubría la parte inferior de su cuerpo; ni siquiera se había desvestido al irse a
dormir. Sus alas se retorcieron de placentera anticipación.

Aún no podía entender cómo ni por qué, pero de un tiempo a esa parte sus
noches se habían transformado en una dulce y agitada espera. Y, aunque al
principio había tratado de evitarlo, castigando en silencio sus remordimientos y su
culpa, finalmente había terminado por asumir que incluso unos seres como ellos
tenían derecho a un poco de solaz de vez en cuando. Si las jornadas de trabajo,
rezos y vigilia eran tan agotadoras, ¿dónde estaba el problema en distraerse un
poco durante su tiempo libre? Al fin y al cabo, no hacían nada malo. Si hasta el
mismísimo Lucifer estaba de acuerdo con aquellas pequeñas reuniones, por algo
sería.

El Mal no existía en el mundo que él conocía. No había motivo alguno para


tenerle miedo.

La luz de la luna le permitió contemplar su imagen en el espejo, y éste le


devolvió el mismo reflejo que se había habituado a ver durante los últimos catorce
años. Sólo faltaba un año, sólo uno, para que su cuerpo alcanzara la plenitud física
de los ángeles. Mientras tanto, su brillante mata rubia estaba tan despeinada como
de costumbre. Su torso desnudo era tan suave que no había en él ni el más leve
asomo de vello, pecas o cicatrices. Tan sólo una inmensa superficie marmórea,
vacía a excepción del brazalete que lo identificaba como miembro de los
Principados y que sería sustituido por otro más elaborado, el de líder, cuando
cumpliera los quince. Su rostro, afilado y de ojos dulces, le pareció tan anodino
como siempre.

Dio un poco de orden a sus enmarañados cabellos con los dedos y, sin
esperar más, abandonó la estrecha habitación. Se dirigió hacia la puerta trasera del
edificio principal, a través de la cual salió al jardín. Una fina capa de césped
artificial cubría la superficie del patio. Y, sobre la mata verde, un centenar de
ángeles sonrientes jugaban y conversaban, con sus cabelleras rubias destellando
bajo el rocío de la noche. Uno de sus hermanos se acercó por detrás y le palmeó
entre las alas. Cuando se dio la vuelta, intrigado, el arcángel Samael le hizo una
seña muda para que se incorporara a la reunión.

Con una sonrisa de aceptación, Asmodeus se aproximó al reducido grupo


que formaba piña en uno de los laterales del patio. Sentado en un banco, su buen
amigo Astaroth charlaba animadamente con Belzebuth, mientras ambos
contemplaban con insólita alegría el revuelo de ángeles danzando en libertad. Lo
que había comenzado como breves reuniones en petit comité había crecido hasta
convertirse en auténticas algarabías silenciosas en la madrugada. Aunque esa zona
del Alcázar quedaba lejos de los dormitorios, y la posibilidad de ser descubiertos
era altamente improbable, debían actuar con sumo cuidado. Algunos no sólo
arriesgaban la confianza de la jerarquía; también la corona.

Sobre el suelo, despreocupada, Astarté, la gemela de Astaroth, jugaba a los


naipes con un grupo de ángeles inferiores, mientras su hermano, entre risas, le
aconsejaba por encima del hombro las mejores jugadas. Lucifer, tan majestuoso
como el destino del mundo que pendía de sus manos, permanecía sentado en una
esquina, con la vista clavada en el reloj del jardín. Su rostro se había quedado
petrificado en una mueca impaciente, y sus alas doradas, únicas entre la especie
angelical, estaban tensas y erizadas. Hacía días que se venía comportando de un
modo extraño pero, cada vez que alguien se atrevía a preguntar, daba respuestas
esquivas.

Astarté celebró su victoria en el juego con un grito de euforia. Aunque el


resto de los hermanos se apresuraron a cerrarle el pico, su espíritu de la Primera
Esfera era tan altivo e indomable como el mismo Cielo. Estrechó entre sus brazos a
Belzebuth, que protestó en respuesta. Se puso en pie, disparatada, y la vista sobre
el fondo del jardín quedó despejada. Fue ése el momento en el que Asmodeus se
percató, sorprendido, que esa noche había un componente más en el grupo.

Cuando su mirada tropezó con la de Angélica, se quedó sin aliento.

Estaba justo al lado de Astaroth, meciéndose con suavidad sobre un


columpio que se detuvo en seco en cuanto sus ojos se encontraron. En su mente,
Asmodeus cruzó los dedos. Rogó al Cielo que los contemplaba que sus mejillas no
revelasen el calor que se adueñaba de él cuando ella andaba cerca.

La gemela del arcángel Gabriel era la criatura más hermosa que alguna vez
había conocido. Su rostro ovalado era tan perfecto que parecía envuelto en un halo
de luz, y sus ojos azulados le recordaban dos ventanas abiertas en las tardes de
primavera. Las alas, cuidadas y relucientes, reposaban sobre sus hombros en una
caricia inocente.

Cuando la saludó con un movimiento de la cabeza, ella le dedicó una de


esas sonrisas que le hacían sentir que todo estaba en su sitio. Deseaba hablarle,
preguntarle acerca de su inesperada y repentina visita, pero Astarté se abalanzó
sobre él antes de tener opción de hacerlo.

—¡Hasta que al fin nos honras con tu presencia!

—Pensábamos que esta noche ya no vendrías —dijo Belzebuth con falso


enojo—. Hace más de mil horas que llamé a tu puerta.

Astaroth se puso en pie de un salto y lo arrastró hacia la improvisada mesa


de juegos sobre el césped.

—Ven —ordenó sin contemplaciones—, serás mi pareja esta noche. Por


alguna inexplicable razón, Luc no quiere jugar —agregó, en voz lo bastante alta
como para que el aludido se diera por enterado.
Sin embargo, el futuro Príncipe de las Potestades no alejó ni por un instante
la mirada del reloj.

—Lo siento, chicos. Me… me tengo que ir —decidió de pronto, y sus ojos
cristalinos parecieron empañarse—. Se ha hecho tarde. Demasiado tarde.

Se puso en pie de forma mecánica y se alejó entre la multitud, dejándolos a


todos estupefactos.

—¿Y a éste qué le pasa? —Samael se incorporó al grupo al mismo tiempo


que Lucifer se marchaba. Saludó a Angélica con la mano y, a continuación, pidió
que le cedieran espacio en el círculo.

—Nadie lo sabe. Es un enigma —concluyó Astarté, y sus pestañas aletearon


con aire místico.

Mientras Astaroth mezclaba los naipes con sus hábiles manos, Samael se
encogió de hombros y se dirigió de nuevo a la hermana de Gabriel.

—Me alegra ver que has decidido distraerte un rato —comentó; sus ojos
transmitían sincera aceptación.

Angélica recompensó su interés con una nueva sonrisa.

—Gracias por invitarme. Me venía bien salir de la rutina por una vez —
puso los ojos en blanco. De inmediato, su bonito rostro se descompuso en una
facción de terror—. Aunque si Gabriel se llega a enterar de que estoy aquí…

—No te preocupes. No lo hará.

Samael le guiñó un ojo, y Asmodeus experimentó toda una serie de


sensaciones desconocidas e inclasificables. Sabía que su amigo y Angélica
pertenecían a la misma Orden, y que por tanto era lógico, e incluso esperable, que
la relación entre ambos fuese estrecha. Pretender que la arcángel fuese más amiga
suya que de otros era egoísta y mezquino, y por todos era conocido que los ángeles
no debían ser ni una cosa ni la otra. Sin embargo, algo en su interior se
desencadenó y rugió molesto cuando observó la cercana camaradería que
compartían Angélica y Sam.

—¿Puedo jugar con vosotros? —indagó ella desde su cómoda posición en el


columpio.
Astarté palmeó de gozo.

—¡Por supuesto!

Los seis se apresuraron a abrir el círculo. El corazón de Asmodeus brincó en


su pecho cuando presintió, sin mirarla, que elegiría el hueco a su lado. La piel
desnuda de sus brazos entró en electrizante contacto cuando ella tomó asiento a su
izquierda, entrecortándole la respiración. La noche se extendía en torno a ellos
como una película densa y sofocante.

—¿Cuáles son las normas? —al contemplar su perfil sosegado, Asmodeus se


preguntó si habría sentido la misma sacudida que él. Sin embargo, ella permaneció
impasible.

Astaroth terminó de barajar y comenzó a repartir las cartas.

—Es un juego muy sencillo ideado por Lucifer. Cada jugador recibe dos
cartas, y, después, se distribuyen otras cinco sobre el tablero —parpadeó—. Bueno,
en este caso, sobre el suelo. Lo que se busca es que los jugadores consigan la mejor
combinación posible y apuesten por ella. Las combinaciones varían en función del
dibujo y del número que aparece en cada naipe —Astaroth se percató del gesto
aturdido de Angélica y le dirigió una mueca tranquilizadora—. No te preocupes,
es más fácil de lo que parece.

—¿Y qué se puede apostar?

Belzebuth reprimió una risita.

—El que pierde tiene que limpiar y cepillar las alas del ganador durante una
semana. También se pueden doblar los turnos de oración, ceder el postre, o
cualquier cosa que se te ocurra.

Angélica frunció el ceño.

—¿Eso no es hacer… trampas?

—¡Claro que no! No son más que tonterías sin importancia. Además, nada
de ello nos impide cumplir con nuestras obligaciones —Bel acompañó sus palabras
de un guiño cómplice.

La frente de la arcángel se relajó.


—De acuerdo, vamos allá. Espero no ser demasiado torpe…

—Yo puedo ayudarte —propuso Asmodeus a punto de atragantarse con su


propia saliva.

Angélica se giró hacia él, sorprendida por el ofrecimiento.

—Gracias.

En realidad, su colaboración no hizo la menor falta, ya que la gemela de


Gabriel demostró ser una excelente jugadora. Asmodeus la contempló de soslayo
durante toda la partida; era tan preciosa, bajo la luz de la luna y con los cabellos
alborotados por la brisa nocturna, que el resto del mundo pareció desaparecer de
su campo visual. El sonido melodioso de su risa era un placer para sus oídos, pero
una tortura para su concentración, y aquella piel fresca del brazo que no se
separaba del suyo lo hacía temblar sin tener frío.

Cuando la partida finalizó y Angélica se alzó con el triunfo, hasta la


competitiva Astarté se vio forzada a reconocer que se había comportado como una
contrincante dura de roer. Y fue una suerte que tuviera tan buenas capacidades
para los juegos de azar, porque Asmodeus había sido incapaz de centrarse en
ninguna estrategia.

Sin que se dieran cuenta, la noche se fue disipando. La mayoría de los


hermanos comenzaron a retirarse a sus habitaciones; tan sólo quedaron en el jardín
trasero los más resistentes. Los bostezos se fueron contagiando de unos a otros, y,
entre bromas, decidieron recoger el mazo de cartas y apilarlo en el interior de un
saquito de terciopelo.

Todos se fueron despidiendo —a pesar de la férrea resistencia de Astarté,


que aún tuvo la desfachatez de tildarlos de aguafiestas— y citando para la noche
siguiente. El mismo lugar. La misma hora. Los seis golpes consensuados a modo
de contraseña.

Asmodeus se levantó y se sacudió una minúscula brizna de césped del


faldón. Cuando llegó el turno de decirle adiós a Angélica, dudó entre estrecharle la
mano o darle un beso de buenas noches en la mejilla. Aunque estaban
acostumbrados al roce físico, no podía borrar de su mente la descarga de luz y
calor que le había producido su toque apenas unas horas antes.

—¿Te veremos de nuevo mañana? —trató de romper el hielo. De pronto,


todo su cansancio se esfumó. No quería marcharse, no necesitaba dormir. Lo único
que anhelaba era contemplar aquel rostro radiante el resto de la eternidad.

—Desde luego —aseguró ella sin pensarlo dos veces—. Ha sido divertido. Y
será aún más divertido ver a Belzebuth entrar en la sala de oración calzando mis
sandalias.

Asmodeus soltó una carcajada.

—No me lo perdería por nada del mundo —vaciló unos instantes—. Ahora
será mejor que me retire. Que descanses. Tu presencia ha sido lo mejor de esta
noche —declaró de golpe.

Se dio la vuelta, horrorizado ante su propia cursilería. Justo antes de dar el


paso que lo conduciría de vuelta a la realidad, una mano pequeña y ligera se posó
sobre el extremo superior de su ala, desatando el estremecimiento más potente que
había sentido en sus catorce años de vida.

—¡Asmodeus! —ella pronunció su nombre como si fuera la más increíble


música jamás tañida.

El ángel cerró los ojos. La emoción de oír su nombre en sus labios y sentir su
palma sobre su ala era más de lo que podía soportar. Fuera lo que fuese aquello
que Angélica le generaba en la boca del estómago, resultaba aterrador y vivificante
a la vez.

—¿Sí?

El inocente rostro de la arcángel parecía tan desconcertado como el alma de


Asmodeus.

—A mí también me ha gustado mucho verte —comentó, y los segundos que


siguieron a su comentario se hicieron interminables.

Después, se alejó a toda prisa. Frente al Alcázar, un metódico sol de


invierno había iniciado su inexorable ascenso, pero, por primera vez en su vida,
Asmodeus no agradeció su aparición. Sin ella cerca, su espíritu se sentía cautivo de
la noche más oscura.
Capítulo VII – La Tierra

París, 15 de julio de 2010.

—Bonjour!

Angélica se alteró con el enérgico saludo de su compañera de piso. Giró su


entumecido cuerpo sobre el revoltijo de sábanas y vio la silueta de Axelle a
contraluz. Llevaba una trenza desenfadada colgando sobre el hombro, una
pequeña bandeja entre las manos y una sonrisa pletórica estampada en la cara.

—Buenos días —respondió Angélica con mucho menos entusiasmo.

Axelle presionó el interruptor, y la luz artificial inundó el minúsculo cuarto.

—Te traigo algo para desayunar —informó mientras se sentaba en la cama y


depositaba la bandeja entre las dos—. No sabía si preferías té o café, donc, he
preparado los dos —señaló un pequeño croissant industrial envuelto en plástico—.
Ayer fue festivo, así que esto es todo lo que he podido conseguir.

Y era mucho. Después de atravesar corriendo la mitad de la ciudad y de


haber dado vueltas en la cama hasta pasadas las cuatro de la madrugada, Angélica
necesitaba reponer fuerzas. Hacía por lo menos veinticuatro horas que no ingería
bocado, y, aunque los de su especie no necesitaban comer muy a menudo, el
cúmulo de emociones vividas había sido demasiado para un estómago vacío.

—Yo… Muchas gracias. No tenías que haberte molestado —respondió, pero


antes que Axelle pudiera llevársela, se abalanzó sobre la taza de té espeso y
caliente, tal y como a ella le gustaba.

Su compañera de piso sofocó un chillido.

—¡Dios mío! ¿Pero qué te ha pasado en las manos? —observó, horrorizada,


las yemas de sus dedos—. Ayer no estaban así, estoy segura.

Ayer no habían pasado muchas cosas. Ayer no había estado sola y perdida
en medio de una ciudad mastodóntica; ayer no se había visto obligada a aceptar la
caridad de una mujer de reputación incierta. Y, definitivamente, ayer no se había
enfrentado cara a cara al único ser al que no creyó volver a ver jamás. Nunca. En
toda la eternidad.

Sus uñas, mordidas y rotas, así como los restos de sangre coagulada en la
piel, eran la huella de una noche de desvelo dando vueltas a la idea de que
Asmodeus estaba en la ciudad. En el instante en que se encontraron, Angélica no
había tardado ni décimas de segundo en echar a correr en la dirección opuesta, y
no había dejado de hacerlo hasta que el boulevard Saint-Germain emergió ante
ella. Había entrado en casa asustada y temblorosa y se había metido en la cama con
la esperanza de olvidar. Para cuando logró conciliar el sueño, sin embargo, estaba
a punto de amanecer, tenía el alma hecha un manojo de nervios y no quedaba una
sola uña sana en todos sus dedos.

—Es una mala costumbre que adquirí de pequeña —justificó, antes de


atacar al croissant.

—Pues es una lástima —la mirada de Axelle tenía un matiz de condena—.


Unas uñas cuidadas son la puerta de entrada a la elegancia. Y también a los
hombres. Ésa es la primera regla en mi trabajo —agregó con un guiño.

Angélica se atragantó con una miga de hojaldre. Se levantó de la cama y se


dirigió hacia la puerta.

—Si me disculpas… Necesito ir al aseo.

La mujer se puso en pie precipitadamente, interceptándola antes de llegar a


la sala de estar. La alarma teñía de rojo su bonito rostro.

—Respecto a eso… Verás. Además de para traerte el desayuno he venido


para prevenirte. Donc, no quería que te asustaras al ver a un hombre dormido en el
sofá.

La arcángel sintió verdadero vértigo. ¿Un hombre en el sofá? ¿Había


compartido techo con un desconocido? Era lo que le faltaba por escuchar para
redondearle el día. No podía esperar a la siguiente sorpresa.
—Se trata de un viejo amigo —se excusó Axelle—. Llevaba tiempo sin venir
por aquí, pero ayer llegó de madrugada un poco perjudicado —aclaró, mientras
con la mano daba a entender que poco perjudicado era un eufemismo para al borde
del coma etílico—. No tuve corazón para dejarlo tirado en la calle.

Estaba claro que aquella mujer tenía un serio problema con los vagabundos.
Su estrecho piso empezaba a parecer un albergue. A pesar de todo, Angélica no
podía negar que el altruismo de Axelle le resultaba casi hogareño.

—No importa —y lo dijo completamente en serio—. Lo entiendo.

Un ruido procedente del salón las interrumpió. Axelle aguzó el oído.

—Creo que ya se ha despertado. ¡Ven! ¡Te lo presentaré! —agarró su mano


y, de un empellón, la obligó a salir del dormitorio, vestida como estaba con el
camisón de lino blanco—. Es un tipo encantador. Viene del norte de Europa, como
tú…

La confirmación llegó antes que el presentimiento.

¿Qué probabilidades había de que el hombre que había pernoctado bajo su


mismo techo no fuera un absoluto desconocido? Antes de que le diera tiempo a
calcularlas, Angélica ya se estaba agarrando a una silla de la cocina para evitar el
desmayo.

Asmodeus estaba sentado en el sofá. Su cuerpo, cubierto únicamente por los


vaqueros, parecía ocupar los veinte metros cuadrados del apartamento. En su torso
desnudo resaltaba, marcada con fuego, la cola de un reptil cuya longitud se perdía
en los confines de la cinturilla del pantalón. Sus ojos cobalto la miraban con el
mismo brillo que mostraría un pescador ante el tintineo del anzuelo.

—Bonjour, Axelle. Bonjour, diablesa —se arrellanó en su asiento—. Espero


que hayáis dormido bien.

*****

La distancia hasta la puerta era de apenas tres pasos. Dado su actual estado
de debilidad, Angélica no podía dejar de preguntarse cuánto tardaría en
recorrerlos.

Mientras ella hacía cábalas y Asmodeus no le quitaba la mirada de encima a


su candoroso camisón, Axelle miraba a uno y a otro sin pestañear. No podía estar
más sorprendida.

—¿Os conocíais?

—Somos… parientes —balbuceó Angélica. Su mirada permanecía inmóvil,


atrapada en la de Asmodeus—. Lejanos.

—Muy lejanos —concluyó él.

La mujer entrecerró los ojos.

—Donc, ahora que lo decís, sois bastante parecidos… ¡Un momento! ¿No
será él el familiar al que tú has venido a…?

Angélica se apresuró en responder.

—¡No! ¡Por supuesto que no! ¡No!

Axelle se encogió de hombros.

—De acuerdo, de acuerdo, me queda claro. Pero, a pesar de eso, es una


enorme casualidad. Conozco a Jean-Loup desde hace años, y justamente hoy…

—¿Jean-Loup[3]? —Angélica se sofocó.

—Claro, Jean-Loup —Axelle parecía más confundida a cada segundo que


pasaba—. ¿Es tu pariente y no sabes cómo se llama?

Asmodeus intervino para tranquilizar a Axelle, al mismo tiempo que a ella


le dedicaba una sonrisa cargada de insolencia.

—Discúlpala, petite. En el pueblo todos me conocen como Jean. A secas. Pero


aquí, en la ciudad, soy Jean-Loup —se inclinó ante Angélica con una reverencia
cínica—. Siempre dispuesto a comerte mejor.

Como no sabía si romper a llorar, romper a reír o, directamente, romperle


algo en la cabeza a Asmodeus, Angélica optó por tragar saliva y hacer caso omiso
de su ordinaria presentación.

—Encantada de volver a saludarte…, Jean-Loup. Me alegra verte tan bien.

El rictus de alerta en el rostro de Axelle pareció suavizarse. En ese


momento, su teléfono móvil empezó a vibrar de forma escandalosa sobre la mesa
de comedor.

—Es mi jefa, chicos —se excusó, con una mano sobre el auricular—. Lo
mejor será que os deje solos mientras hablo con ella. Estaré ahí fuera —hizo una
seña en dirección al pasillo y, a continuación, se precipitó al exterior del
apartamento.

—¡No, no te vayas! —suplicó Angélica, pero su compañera ya no la oía.

Asmodeus la tenía acorralada.

Con un suspiro de resignación, secó el sudor de sus manos entre los


pliegues del lino y, sin despegar la vista del suelo, encaminó sus pasos hacia el
cuarto de baño.

—Si me disculpas, tengo que ir a…

La mano de Asmodeus se clavó en su brazo como la garra de un felino.


Angélica se vio arrastrada hasta la infame frontera donde sus dos espacios vitales
entraban en conflicto.

—Tú no vas a ninguna parte —sentenció él con voz pétrea, y la mano bajó
hasta su codo en una caricia tensa y perezosa.

Cada una de sus células reaccionó ante el contacto con la misma descarga
eléctrica de antaño. En esa ocasión, además, estaba tan habituada a su ausencia que
fue como si todo su cuerpo despertara de golpe de un largo adormecimiento. Un
súbito acceso de nostalgia la recorrió. Uno que se encargó a toda prisa de descartar
de su mente.

—Si no te importa —prosiguió, intentando liberarse—, necesito ir al aseo.

La mano masculina intensificó el agarre.


—¿Me tomas por imbécil? Tú no has necesitado ir al aseo en tu vida.

Los nervios de Angélica comenzaron a crisparse.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó, y sus manos inmovilizadas se


sacudieron en busca de libertad.

Asmodeus pareció sorprendido por su arranque.

—¿Que qué estoy haciendo yo aquí? Por todos los Infiernos, ¿qué es lo que
estás haciendo tú aquí?

—Evidentemente, tratar de huir de tu absurda y maníaca persecución. ¿Por


qué me seguiste ayer? Porque me seguiste hasta aquí, ¿no es cierto?

Asmodeus lanzó una sonora carcajada que reverberó en el falso techo.

—¡Por supuesto que sí! ¿En serio creíste que iba a dejar pasar la ocasión más
jodidamente prometedora de los últimos cinco mil novecientos años? —su risa
demoníaca le puso los pelos de punta—. Por lo que más quieras, aún no son ni las
once y ésta ya se ha convertido en la mañana más excitante de la temporada.

—¿Y Axelle?

—¿Qué sucede con ella?

—¿Cuánto hace que la conoces?

La alejó un poco, sin soltarla, como si quisiera examinarla desde otra


perspectiva. Sus ojos azules, aquellos ojos en los que se había perdido tantas veces,
la escudriñaron con un brillo perverso.

—¿Estás celosa, diablesa?

—No digas tonterías —respondió, asqueada—. ¿Cuánto hace que la


conoces?

—¿A Axelle? No la he visto en mi vida. Pero resulta de lo más gratificante


manipular los recuerdos de una stripper —se mordió el labio con gesto lujurioso—.
Créeme, diablesa, hay algunas imágenes en la cabecita de esa mujer que podrían
volver loco al más recalcitrante de los puritanos…
—Sabía que te habías vuelto rastrero, pero eres peor de lo que imaginé.
¿Qué es lo que quieres?

Asmodeus chasqueó la lengua.

—¿Son ésas las formas de tratar a un hermano?

—Tú nunca has sido mi hermano —alegó ella, y se arrepintió de las palabras
en cuanto abandonaron su boca.

El estrecho espacio que la separaba de él desapareció por completo.


Angélica se quedó sin respiración cuando vio que un ramillete de jirones negros
atravesaba los hermosos ojos azules de Asmodeus.

—No, nunca lo fui, ¿verdad? —siseó el demonio, tan furioso que la arcángel
casi esperó que una lengua bífida restallase contra sus dientes—. A eso se resume
todo, en realidad. Tú y yo no tenemos nada en común. Ni siquiera dos criaturas de
especies distintas podrían haber sido más diferentes.

La liberó por fin, pero no del modo que ella quería. La soltó de un envite,
atropelladamente, con una mueca de repugnancia. Cuando Axelle abrió la puerta
del apartamento, la situación era aún más tensa de como la había dejado.

—Era mi jefa —repitió con alegría—. Una compañera se ha indispuesto;


donc me han cambiado el turno para…

Calló en mitad de la frase al ver que ninguno de los dos le prestaba


atención. Ni siquiera la miraron. Con la vista clavada en el suelo, Angélica sintió
que el frío se apoderaba de sus brazos y de su alma, y se frotó con las manos para
rehuirlo. Sin embargo, tenía la familiar sensación de que ese frío había llegado para
quedarse.

—Mis honorables damas —pronunció Asmodeus con una chispa de burla—


. Creo que ya es hora de que vuelva a casa. Axelle, petite, muchas gracias por tu
hospitalidad y tus cuidados. Has demostrado ser la mejor amiga que un pobre bala
perdida como yo podría desear —su tono cálido, que tanto parecía haber
complacido a su anfitriona, se transformó en voz seca cuando se dirigió a la
arcángel—. A ti… Ha sido un placer verte de nuevo.

Pensó que se limitaría a dirigirle un saludo distante y a largarse sin mirar


atrás, pero Asmodeus buscó su mano con el fin de estrechársela. Parecía tan
civilizado que Angélica cedió. En cuanto puso la mano sobre la suya, él la arrancó
de forma brusca del suelo y acercó los labios a su oído.

—Mañana a mediodía en La Fourmi Ailée —susurró. Su aliento caliente


revolvió un mechón de pelo rubio y le hizo cosquillas en el lóbulo de la oreja—. Me
debes algo, diablesa, y el demonio siempre se cobra sus deudas.

Recogió la camiseta azul y se la caló por la cabeza con parsimonia, como si


cubrirse de ropa fuese un espectáculo que cualquier mujer del planeta tuviese
derecho a presenciar al menos una vez en la vida. Luego se fue; la puerta se cerró
tras él sin el más mínimo titubeo. A medida que se alejaba por el descansillo del
cuarto piso, Angélica sintió cada uno de los pasos sobre la moqueta como la patada
de un elefante en la boca del estómago.

*****

La tarde cayó lánguidamente sobre cada toldo y cada tejado de París. Más
allá de la ventana del apartamento de Axelle, los trabajadores festejaban el fin de
su jornada compartiendo un Martini en Saint Sevérin; los turistas paladeaban
fantásticos crêpes en La Boulangerie de Papa, y todavía más allá, junto al Canal Saint-
Martin, viejos y adolescentes desempolvaban sus equipos de petanca. El sopor se
abatía sobre la ciudad, acunando los chaflanes de las glorietas en el seno álgido y
perfumado del sol estival. Envuelto en la pesadumbre tras una noche de excesos, el
sexto arrondissement había hecho un excepcional alto en su agitado y efervescente
camino.

Dentro de la minúscula vivienda, Angélica pasó las horas de la tarde


ayudando a su flamante compañera a poner un poco de orden en las habitaciones.
Eso, al menos, la mantuvo apartada durante un rato del torbellino de
preocupaciones que rondaba su cabeza. Además, la cháchara incesante de Axelle,
como si del hilo musical se tratase, contribuía a calmar sus nervios. Esa mujer, con
su aura pizpireta y su templanza hipnótica, actuaba como un bálsamo sobre su
desasosiego.

Había aprovechado el tiempo compartido para darle no sólo las gracias más
de quince veces por ayudarla a hacer limpieza general, algo que, según afirmó
quince veces más, exigía su cuidada educación normanda, sino también para
contarle algunos detalles de su vida parisina.

—Cuando llegué aquí, viví durante meses con una amiga de la infancia —
comentó, con un deje de melancolía en la voz—. Las dos queríamos triunfar y, con
dieciséis años, pensábamos que nos comeríamos el mundo en apenas un par de
semanas. Donc, la realidad es muy distinta —opinó, solemne—. Ahora soy mucho
más práctica. Tal vez no viva en una mansión en Neuilly rodeada de lujos, pero
éste es uno de los barrios más solicitados de París y, para mí, es un orgullo saber
que me lo puedo costear sin depender de nadie.

Angélica arrastró un paño seco sobre la superficie polvorienta del televisor.


Por un momento se preguntó cómo sería vivir así, sin el pleno convencimiento de
que cada día sería una réplica inalterable del anterior. De repente, Axelle le pareció
una mortal frágil y vulnerable, y, a pesar de eso —o quizás debido a eso—, admiró
su capacidad de decisión.

Axelle continuó mientras los platos sucios se iban sucediendo bajo el chorro
del grifo.

—Tal vez mi trabajo no sea lo que unos padres desearían para su hija, pero
es un trabajo, al fin y al cabo, y no hago daño a nadie. Las condiciones son muy
buenas, mi jefa es soportable, y puedo considerar amigas a una buena parte de mis
compañeras —hizo un gesto enfático con las manos, agigantadas por los guantes
de fregar—. Créeme, eso ya es mucho más de lo que pueden decir todos esos
ejecutivos corporativistas que me miran por encima del hombro cuando regreso a
casa al amanecer.

—¿No te resulta… incómodo? —Angélica estuvo a punto de morderse la


lengua, pero su curiosidad fue más fuerte—. Bailar así. Desnuda, quiero decir.

Axelle le dedicó una sonrisa cáustica.

—¿Quién se quejaría si le pagaran por bailar? —rascó el poso reseco de una


taza de café con la uña del dedo índice—. Me gusta lo que hago; me gusta
moverme al ritmo de la música, me gusta sentirme bella y poderosa. Me gusta
desafiarme a mí misma, plantearme cada noche retos nuevos encima del escenario
y me gusta la disciplina que conlleva la danza, el entrenamiento en la escuela Pink
School —Angélica se quedó perpleja. ¿De verdad existía una escuela para eso?—. Lo
demás forma parte del pack. El desnudo, las miradas obscenas, las sonrisas…
Viene con el trabajo, y me he acostumbrado a ello.
—Pero es tu cuerpo —insistió la arcángel.

—Es mi vida —concluyó Axelle, con tanta paciencia que Angélica estuvo
segura que ya había tenido la misma conversación muchas veces antes—. Eso es lo
único que importa. Cuando me despierto por las mañanas, no pienso en cuántos
hombres me van a ver las tetas. Cuando me despierto, en lo único que pienso es en
ser feliz, y para ello hago lo que tengo que hacer. Lo que mejor sé hacer, de hecho.
No soy una prostituta, Angelique. Ni tampoco una santa. Sólo quiero vivir mi vida
de la mejor forma posible. Y seguiré bailando mientras me haga feliz.

Angélica se quedó callada. Acababa de dejarla sin argumentos. Siguió


limpiando en silencio mientras Axelle echaba un vistazo al reloj de pared.

—Ya es tarde. Tengo que arreglarme para ir a trabajar —cerró el grifo y se


deshizo de los guantes de plástico con un tirón rudo—. Estos cambios de turno me
vuelven loca…

Angélica asintió, y su compañera se precipitó escaleras arriba, camino de su


cuarto. Antes de llegar, se giró para dedicarle una sonrisa sincera.

—No hace falta que te diga que te quedas en tu casa —hizo una pausa—.
Me alegra que estés aquí, Angelique. Eres buena gente.

*****

Ya había anochecido cuando Angélica entró en su dormitorio. Encendió la


luz de la lamparilla de noche y se derrumbó sobre la cama hasta convertir el
edredón en una maraña de arrugas.

La tristeza y la inquietud la habían acompañado a lo largo de todo el día,


como una diminuta astilla clavada en su dedo de la que no se había podido
desprender, y ya no quedaban excusas que le impidieran hacerles frente.

No podía dejar de cavilar en torno a Asmodeus. La impresión de ver de


nuevo aquellas facciones a escasos centímetros de las suyas había sido tan brutal
como la colisión de dos TGV a máxima velocidad justo en el centro de su corazón.
A pesar de su obstinación en negarla, incluso a sí misma —sobre todo a sí
misma—, la verdad surgió ante sus ojos con una claridad meridiana. Ahora que la
evidencia había abierto las puertas de par en par, se dio cuenta de que sus fantasías
y la realidad habían recorrido caminos muy dispares.

Desde el preciso momento en que lo arrancaron de sus brazos, Angélica


siempre había albergado la esperanza de que Asmodeus hubiese conseguido
escaquearse de su infame destino. En su imaginación, la historia transcurría
siempre de la misma manera: él era el único inocente entre toda la hueste de
ángeles rebeldes. El peor error del Tribunal ejecutor. Al ser expulsado de su hogar,
Asmodeus había vagado sin rumbo, suplicando clemencia, sin permitirse jamás
caer en la tentación. Había sido castigado de un modo injusto, pero finalmente
había logrado evadirse de sus captores y permanecer oculto de todos, incluso de
Angélica, a la espera del momento propicio para reunirse con ella. Bajo una
identidad diferente, escondido en algún recóndito lugar de su vasto Universo, se
había ocupado tan sólo de sobrevivir.

Sin embargo, la certeza había acabado de un plumazo con sus ensoñaciones.


La oscuridad relampagueante en los ojos de Asmodeus, su irreverencia y su falta
de escrúpulos habían revelado su verdadera naturaleza. Y la serpiente… Aquella
marca incrustada en su piel que la atemorizaba, y que la invitaba, al mismo
tiempo, a recorrer su seductor relieve con los dedos hasta descubrir dónde
terminaba. Aquella marca que se interponía entre ellos, y lo haría siempre.

Ya no cabía la menor duda.

Asmodeus era un demonio. Ni todos sus rezos, ni todo el sentimiento de


culpa que la había carcomido hasta dejarla vacía, habían sido capaces de salvarlo.
Y esa certeza dolía más de lo que Angélica nunca imaginó.

Apretó la almohada contra su pecho, hecha un ovillo sobre el colchón. Eran


tantas las incógnitas, tantas las preguntas sin respuesta, que resultaba estúpido no
dar por sentado lo que iba a ocurrir al día siguiente.

Acudiría irremediablemente a la cita.

Si sus hermanos llegaban a enterarse, podría repercutir en una sanción seria.


Los de su clase tenían prohibido mantener contacto, del tipo que fuera, con los
Caídos. Si en alguna improbable ocasión los caminos de unos y otros llegaban a
cruzarse, las únicas salidas viables eran la resistencia más feroz o la huida
inmediata. Los tratos directos se reservaban únicamente para las fechas de
Confrontación, y aún faltaba más de un año para la próxima batalla. No obstante,
Angélica estaba dispuesta a lo que fuera con tal de volver a verle.

Por Asmodeus, una vez, se había saltado todas y cada una de las normas
impuestas. Por Asmodeus, ahora, claudicaría una vez más.

Capítulo VIII – El Cielo

Finales de la Primavera.

Año 14 antes de la Caída.

El pestillo del dormitorio de Belzebuth chirrió en los goznes, y cuatro


ángeles alarmados alzaron la cabeza al mismo tiempo. Las risas cesaron. Angélica,
sentada en el suelo con las piernas dobladas y las rodillas cubiertas por los bajos de
su nuevo vestido azul, sintió una punzada de terror en la boca del estómago.

Bel hizo un gesto para que guardaran silencio. Astarté y ella se apresuraron
a ocultar torpemente los naipes desperdigados por el piso bajo la cama del
anfitrión. Sólo Astaroth se puso en pie. Con paso indeciso, se aproximó a la puerta,
cerrada a cal y canto, y acercó la oreja a la madera.

—La contraseña —reclamó, tembloroso.

—Qué idiota eres —la voz guasona de Asmodeus flotó por el desordenado
cuarto, arrastrando con ella un halo de tranquilidad. Las cartas volvieron a
emerger de debajo del colchón.

Angélica fue la única que permaneció tensa, con la espalda estirada y una
sonrisa estúpida grabada en la cara. Cuando Asmodeus entró en la habitación,
apretó las rodillas de forma inconsciente y alisó la tela del vestido. De repente, el
hecho de que hubieran podido ser descubiertos por Gabriel y los demás en sus
reuniones clandestinas, le pareció, de lejos, menos peligroso que la presencia de
Asmodeus de pie frente a ella, imponente y magnético.

—Hola —lo saludó, y su elocuencia verbal la hizo desear estrellarse de


cabeza contra un muro.

Sin embargo, su gesto de bienvenida pareció agradarle. De hecho, y a juzgar


por el refulgente brillo que se prendió en sus ojos, pareció ser exactamente el tipo
de acogida que estaba esperando encontrar.

—Estás preciosa con ese color —fue su respuesta.

El rubor en las mejillas de Angélica fue tan intenso que se vio obligada a
agachar la cabeza. Contempló la suave tela que la cubría, fruto de las habilidosas
manos de Astarté. Su amiga no soportaba la monotonía del blanco y se estaba
dedicando a diseñar atuendos nuevos, mucho más osados, y a experimentar con
tintes. Los resultados, claro está, sólo podían lucirlos de noche y a escondidas.

—Lo que está es achispada —se burló la gemela de Astaroth.

—¡No lo estoy! —sí que lo estaba—. Sólo un poco indispuesta —mintió.

Asmodeus tomó asiento en el círculo, enfrente de Angélica. Hablaba con


Belzebuth, pero no apartaba los ojos de ella.

Astarté volvió a la carga.

—No le hagas caso. Ha liquidado ella solita una botella de néctar que
conseguí esta mañana. No ha dejado nada para los demás —lamentó con un
puchero.

Para su bochorno, tenía razón. La experiencia del líquido ambarino


resbalando a través de su garganta había resultado demasiado deliciosa como para
ponerle freno.

Las reservas de néctar se guardaban para ocasiones especiales; estaba


vedado sin el consentimiento de los hermanos que lo custodiaban, pero, para su
sorpresa, cometer una travesura prohibida había sido casi tan excitante como el
propio licor. Y el hormigueo cálido y estimulante que se había extendido por sus
sentidos así lo confirmaba.
—Aún estamos en la primera partida —informó Belzebuth—. Astarté va
ganando, pero todos pensamos que es un farol.

La aludida chasqueó la lengua.

—¿Acaso me tienes miedo? —inquirió, con un deje seductor en la voz. Se


incorporó con arrogancia, y las cartas se escurrieron de su mano.

—¿Lo veis? —Belzebuth, burlón, dio un codazo a sus hermanos—. Era un


farol.

Astarté le dirigió una mirada asesina. La partida continuó, aunque con una
jugadora menos.

—¿Y cuál es la apuesta de hoy? —preguntó Asmodeus.

Astaroth, repantigado sobre los codos, respondió con desgana un segundo


antes de rendirse y abandonar la partida.

—El que pierda tiene que coger una botella de néctar de la guarida del lobo.

Angélica no sabía dónde se hallaba la guarida del lobo, pero dada su mano
actual, sabía que tenía muchas papeletas para acabar convertida en cordero. De
todas formas, era lo mínimo que podía hacer, ¿no? Ella había dilapidado el néctar,
ella debía reponerlo.

Habían transcurrido casi tres meses desde la primera vez que la habían
invitado a formar parte de los encuentros nocturnos —unos encuentros que cada
vez eran más privados y clandestinos—. A pesar de que durante su infancia había
estado muy apegada a su gemelo, en esos últimos noventa días no había podido
evitar sentirse mucho más próxima a ese íntimo grupo de ángeles traviesos. Su
hermano compartía su sangre, pero con aquel heterogéneo grupo compartía cosas
que el estirado y conservador Gabriel jamás entendería. Con ellos, la perfección no
era más que una molesta carga a su espalda. Los errores no se penalizaban. La
felicidad, tampoco. A su lado, Angélica era la auténtica Angélica, la que podía
permitirse el lujo de vivir en libertad.

Y sentir cada noche la mirada de Asmodeus derramándose sobre ella


también ayudaba bastante, la verdad. Una mirada que era, al mismo tiempo, el
océano donde quería perderse y la única ancla a la que podía sujetarse. No había
nada en el Universo que la hiciera sentir más exultante que sus ojos.
Ni siquiera el corrosivo delirio del néctar.

—Angélica, es tu turno de mostrar las cartas —la siempre alegre Astarté


interrumpió sus cavilaciones.

Todos aplaudieron cuando dejó caer la mano. Riendo, la arcángel se cubrió


el rostro con las palmas. Tal y como había previsto, su jugada no fue suficiente. Bel
se la pisoteó con altivez.

—¡Ya sabemos a quién le toca jugarse el pellejo! —celebró Astarté.

Un sonriente Belzebuth recogió las cartas.

—¿Qué dices, Angélica? ¿Aceptas el reto? ¿O eres una cobarde? —la incitó.

Una descarga de adrenalina recorrió la espalda de la arcángel.

—Por supuesto que acepto. Ya es hora de que os demuestre del lado de


quién estoy. Estoy con vosotros, chicos —aún podía notar los efectos del néctar en
la base de la lengua—. Y lo voy a estar siempre.

Aferró la mano de los espigados mellizos, los más próximos a ella, pero su
mirada se cruzó sin remedio con la de Asmodeus. Y la que él le dedicó fue como
una puñalada de aceptación incondicional asestada en el centro de su pecho.

—Si Angélica va en busca de otra botella, yo me voy con ella —aseveró.

Astarté rodó por el suelo sin poder contener la risa.

—Claro que sí, los tortolitos se van de la mano…

—¡Astarté! —Angélica, avergonzada, la reprendió—. No digas tonterías.

En ese preciso instante, una mano aporreó la puerta desde fuera, borrando
de un plumazo el sonrojo de Angélica. Los golpes fueron sustituidos por la voz
sepulcral de Lucifer.

—Abridme. Soy yo.

Bel se apresuró a cumplir su orden. Cuando atravesó el umbral, el más


sublime de los ángeles parecía notablemente nervioso, y los extremos de sus alas
doradas se agitaban con la misma turbación con que sus manos retorcían una
cuartilla de papel.

—¿Dónde estabas? Hace tres noches que no te vemos.

—Mis asuntos se han alargado más de lo esperado —zanjó con hermetismo.

Hacía meses que Lucifer había perdido todo rastro de alegría. Su pulso se
había vuelto taciturno, impreciso. El halo que lo rodeaba había adquirido un tono
cobrizo, como el de una moneda oscurecida por el óxido.

—No importa, llegas justo a tiempo —Astarté hizo caso omiso de su


secretismo—. Angélica y Asmodeus van a conseguirnos otra botella de néctar —
agregó con un guiño travieso.

Luc fijó su mirada cristalina en los aludidos.

—Estupendo —su voz denotó una absoluta falta de entusiasmo—. Pero me


temo que no puedo quedarme. Aún hay algo que debo solucionar.

Astaroth chasqueó la lengua.

—Por lo que más quieras, ¿quién eres tú y qué has hecho con nuestro
amigo? ¿Qué puede haber más importante que la perspectiva de una botella de
néctar recién descorchada?

Una mirada fulminante fue todo lo que recibió por respuesta.

—De acuerdo, de acuerdo —Astaroth mostró las palmas en señal de


rendición—. Tú sabrás lo que haces.

Las angelicales manos de Luc desenrollaron el cilindro de papel. Incluso con


la vista borrosa a causa de la bebida, Angélica pudo ver que se trataba de una serie
de pasquines enlazados por un gancho metálico.

—Antes de irme, hay algo que quiero daros —Lucifer clavó su mirada regia
en cada uno de ellos—. Algo a lo que necesito que prestéis atención.

Cinco pares de ojos se la mantuvieron, expectantes y curiosos.

—¿De qué se trata, hermano? —se interesó Bel.


—No podéis saberlo aún —aleccionó Lucifer mientras comenzaba a repartir
pequeños pergaminos doblados—. Escuchadme bien, porque esto es importante:
ninguno de vosotros debe leer esta nota en público, y mucho menos comentar nada
acerca de ella. Aguardad a estar solos en vuestras habitaciones y entonces, sólo
entonces, desplegadla. Resulta imprescindible que la destruyáis al instante. No la
conservéis bajo ningún concepto. Esto es un secreto entre nosotros, ¿de acuerdo?
Confío en vuestro silencio.

Todos asintieron. Angélica guardó el pliego en el interior de su cinturón,


completamente tranquila. Lucifer era sugestivo y convincente, además del ser más
perfecto jamás creado. Si alguien como él depositaba su confianza en ella, lo
mínimo que podía hacer era recompensar ese gesto. De cualquier manera, ¿qué
podía ir mal?

—¿Podremos hablar de ello entre nosotros? —preguntó Asmodeus.

—Por el momento será mejor que no. Recibiréis la señal adecuada en el


momento oportuno.

Los cinco aceptaron sin reticencias. La curiosidad era tan grande que
Angélica casi podía sentir cómo la nota quemaba la tela de su vestido y traspasaba
su piel. Sin embargo, se abstuvo de leerla.

—Ahora sí, debo irme.

El ángel giró sobre sus talones y se encaminó hacia la salida.

—¡Luc! —la llamada de Astarté lo interceptó antes de llegar a la puerta—.


Los chicos aún no saben cuál es la guarida del lobo donde se esconde el néctar…

Por primera vez desde su llegada, los labios de Lucifer se curvaron en una
sonrisa. Una tan sagaz que más bien parecía pertenecer a un hombre de edad
avanzada, y no a un muchachito ingenuo y celestial de catorce años.

—Entonces, tal vez debamos desear suerte a nuestros queridos hermanos.

Angélica tuvo un extraño presentimiento. En un acto reflejo miró a


Asmodeus por el rabillo del ojo. Su perfil esculpido, por el contrario, no mostraba
signos de inquietud.

—Las botellas de néctar puro están a buen recaudo en el lugar más seguro
de todo el Alcázar Central —expuso Luc, visiblemente divertido—. Debajo de la
cama de Gabriel.

Angélica ahogó un quejido de protesta. Su disciplinado gemelo. Tenía que


haberlo imaginado.

Pero si pensaban que eso iba a echarla para atrás, estaban seriamente
equivocados. El desafío era mucho más exigente de lo que había imaginado, sí,
pero era eso, de hecho, lo que lo hacía tan estimulante.

—Ya que hay que apostar, voy con todo —resolvió.

Lucifer le guiñó un ojo con complicidad. Después, entrechocó su mano con


la de Asmodeus antes de abandonar por fin la habitación.

*****

La intrincada red de pasillos del Alcázar Central era un nido de serpientes


amenazadoras en mitad de la oscuridad. Y las sienes de Angélica palpitaban como
el cascabel en la cola de una de ellas.

Siguió los pasos de Asmodeus a través de los estrechos conductos que


conectaban las nueve alas principales del recinto. A horas tan intempestivas, sería
un milagro escapar de allí sin ser descubiertos por cualquier miembro de la Orden
de los Arcángeles.

Angélica conocía bien aquella galería; vivía en ella. Un corredor de techos


altos con decenas de puertas idénticas, todas pintadas de gris. El ala de los
Arcángeles había sido diseñada y erigida de forma pragmática y neutra, sin
florituras ni grandes lujos. Sin embargo, contemplarla ahora desde el prisma del
riesgo, con la respiración jadeante de Asmodeus restallando contra las paredes de
estuco, le daba un aspecto vivificante. Cada puerta era un espía delator de sus
movimientos. El suelo, una balsa artesana mecida por la marejada.

Tranquila, Angélica. Deja de ver lo que no es. No volvería a beber néctar. Jamás.
Pero, mientras tanto… Mientras tanto aprovecharía al máximo aquella sacudida de
vitalidad. El adictivo calor de una euforia como nunca había conocido, que se
expandía desde las raíces de su cabello hasta las puntas de sus pies.

Asmodeus frenó en seco, y el choque fue inevitable. Angélica se tambaleó.


Los ojos del futuro líder de los Principados brillaban como dos zafiros entre las
tinieblas, sosteniéndola con ellos para evitar que se diera de bruces contra el suelo.

—A partir de este punto no conozco la zona. A los arcángeles no os gusta


demasiado que otros merodeen por vuestro territorio… —confesó en un susurro.
Sus murmullos sonaban voluptuosos y exquisitos—. Tendrás que guiarme tú.

Dejó caer las manos, que se deslizaron por los erizados brazos de Angélica.

—La habitación de Gabriel es la penúltima —explicó ella. Durante una


fracción de segundo, dudó si continuar o no—. Sólo dos puertas después de la
mía…

Notó cómo él tragaba saliva.

—Nunca he estado en tu cuarto —comentó con voz ronca.

Ahora fue ella quien inspiró con fuerza.

—Lo sé. Ni yo en el tuyo.

Angélica no quería ni pensar qué podía suceder si alguno de sus hermanos


despertaba y encontraba a Asmodeus allí con ella. A oscuras. A solas. Contra todo
pronóstico, un agradable escalofrío se extendió por su médula. Compartir con él de
forma furtiva ésa y otras parcelas de su intimidad suponía un peligro que estaba
dispuesta a correr con gusto.

Como si le leyera el pensamiento, Asmodeus se dirigió a ella dubitativo.

—Más tarde, si queda tiempo… me encantaría verlo.

Y a ella enseñárselo. A ser posible, con la puerta cerrada y la luz atenuada


bajo la neblina de un pañuelo. Una imagen demasiado perturbadora cruzó por su
mente, pero la descartó justo a tiempo.

—Por supuesto —balbuceó.

Continuaron avanzando por el pasillo hasta la penúltima puerta a la


izquierda.

—Es ésa.

Los dos la contemplaron en silencio, como si fuese la antesala de una


cámara de torturas. Tomaron aire al unísono.

—Creo que es mejor que entre yo sola. Si me descubre, mi presencia en su


dormitorio es más fácil de justificar que la tuya.

Dio un paso al frente con la firme intención de abrir, pero la mano de


Asmodeus rozó la suya y la obligó a detenerse.

—No dejaré que entres sola. Gabriel no es mi gemelo. Tú tienes mucho más
que perder que yo.

Ella aceptó. En el fondo, estaba muerta de miedo.

El primer obstáculo no tardó en aparecer; la puerta estaba bloqueada desde


dentro, y Angélica tuvo que reconocer que no se lo esperaba en absoluto. Su
gemelo era el principal detractor de los pestillos y la privacidad, concepto que él
mismo no comprendía ni compartía. En su opinión, el Cielo debía ser un lugar
transparente, al igual que quienes moraban en él.

Tal vez se hubiese percatado del hurto de la botella de néctar esa misma
mañana y, por eso, había decidido echar el seguro a modo de precaución.

—Déjame tu brazalete —le pidió a Asmodeus.

Si le sorprendió su petición, no lo demostró. Retiró el estrecho aro metálico


de su antebrazo y se lo entregó sin rechistar. La joya estaba rematada por una
espiral dorada que Angélica desenrolló con facilidad. Introdujo el extremo afilado
en la cerradura, y ésta se abrió con un chasquido limpio.

—Creo que había subestimado tus habilidades —repuso él, con los ojos
como platos.

Angélica sonrió. Sus dedos trenzaron el fino hilo de oro hasta devolverle su
forma original.

—Creo que todos aquí lo hacéis.


—Prometo que no se volverá a repetir.

Empujaron la puerta lentamente, con cuidado de no desencadenar el más


leve ruido. El cuarto de Gabriel estaba sumido en la oscuridad, como el resto del
Alcázar, y se iluminaba tan sólo por un tenue reflejo de luna a través de la ventana.
Desde la maraña de sábanas de lino se dejaba oír la respiración profunda del
arcángel.

Angélica entró a gatas en primer lugar. En su mente, pidió disculpas a su


hermano por la fechoría que estaba a punto de cometer y, después, tanteó el
terreno. Había estado allí en muchas ocasiones, pero no era lo mismo entrar sobre
dos pies y a plena luz del día que a cuatro patas y en penumbra. Logró esquivar
sin problema alguno la mesilla de noche, pero, antes de poder sortearla, su mano
tropezó con la afilada pata de la cama.

Un alarido murió asesinado en el fondo de su garganta.

—¿Te has hecho daño? —la voz de Asmodeus sonó preocupada a su


espalda.

—Me repondré —afirmó. Agitó la mano en el aire para amortiguar el dolor.


Tendría suerte si al día siguiente no amanecía con un cardenal en la piel.

Se tumbó a la larga sobre el frío suelo y se deslizó reptando bajo el somier.


El peso de éste le oprimió el tórax.

—Avísame si ves algún cambio —solicitó a su compañero.

Rezó en silencio para que su hermano no tuviera el sueño ligero.


Sorprendida, palpó con las manos el espacio ante ella; en el hueco estrecho entre la
almohada y la pared se amontonaba un auténtico arsenal de artículos poco
convencionales. Nunca pensó que el cuarto de Gabriel cumpliese la función de
cámara acorazada.

Al fondo, tal y como Astarté había descrito, reposaba una docena de botellas
de la ambrosía más pura. Agarró entre sus manos una al azar, lamentándose por
tener que dejar el resto, y se dispuso a salir corriendo.

—¡Lo tengo!

Cuando estaba a punto de retirarse, los dedos de Asmodeus se agarrotaron


en torno a sus tobillos.

—¡Rápido! ¡Se va a despertar!

Volvió a empujarla sin miramientos debajo de la cama, donde la siguió de


inmediato. La arcángel sintió que el corazón se le escapaba del pecho. Con el pulso
desbocado por el miedo, se apretó todo lo que pudo contra las cajas para hacerle
hueco a Asmodeus. El colchón crujió cuando Gabriel, encima de ambos, tosió un
par de veces y se giró hacia la ventana.

Angélica no podía respirar. Si su gemelo los descubría, estaría perdida… Su


reputación quedaría manchada para siempre. Y, sin embargo, allí, oculta como una
criminal, a punto de ver cómo su impoluto futuro se iba al garete, en lo único en lo
que su ociosa mente podía pensar era en lo placentero que resultaba el roce de la
piel masculina contra la suya; una sensación desconcertante y cálida al mismo
tiempo, como una imprevisible tormenta de granizo en mitad del verano. Hubiese
entregado gustosa su inmortalidad a cambio de que aquella noche no terminase
nunca; a cambio de no dejar de sentir el cuerpo ancho y fibroso de Asmodeus
aferrado a ella.

Él movió la cabeza en su dirección. Los carnosos labios de Asmodeus,


entreabiertos por el miedo y la angustia, se le antojaron hipnóticos. Una fina capa
de sudor frío comenzó a derramarse por su frente, y ella deseó poder evaporarla
sólo con el toque de su mano. Se sentía tan acalorada que no dudaba en poder
hacerlo. Su pulso descarriló a la altura de las muñecas, así como de otras zonas de
su figura donde, hasta entonces, ni siquiera sabía que latía.

Un codo junto a su codo, un tobillo enredado en su tobillo. El aliento de


Asmodeus entremezclado con el de ella. La promesa de toda una vida en su
mirada, y el corazón asomando, descarnado, entre sus labios.

El ángel resopló. Ambos sonrieron. No hacían falta palabras.

Angélica cerró los ojos cuando los dedos de él apartaron un mechón


bruñido de su frente. El mechón fue depositado con delicadeza tras la curva de la
oreja, pero los dedos no se alejaron.

No supo los minutos, o tal vez las horas, que pasaron allí, tumbados sin
respirar, atrapados bajo el colchón.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Asmodeus, pero no movió ni un solo


músculo.

—Sí.

—Deberíamos aprovechar ahora. Su sueño es profundo de nuevo.

—Claro.

Bajo la luz pálida de la luna, Angélica vislumbró cómo Asmodeus se mordía


el labio inferior.

—No quiero marcharme.

Toda ella tembló. Desde el empeine estirado de sus pies hasta la saliva que
descendió por su garganta. Toda su alma tembló.

Acercó su rostro al de él. Las facciones de Asmodeus se difuminaron en la


oscuridad cuando sus narices se rozaron. Olía a néctar y a excesos; a algodón
recién lavado y a piel húmeda.

—Yo tampoco —susurró, rendida contra su boca.

Sus labios se encontraron en un roce tan fugaz como un relámpago. El beso


terminó tan pronto como empezó, pero la huella que dejó resonó en cada célula del
estremecido cuerpo de Angélica.

—No deberíamos estar aquí —Asmodeus parecía asombrado y culpable—.


No deberíamos hacer esto…

Angélica suspiró.

—Lo sé. Pero no se me ocurre una manera mejor de demostrarte todo lo que
me haces sentir. ¿Qué puede haber de malo en eso?

Había crecido con la firme convicción —puesto que así se lo habían


enseñado— de que el cariño y el respeto por los demás eran la más sana de las
virtudes.

Lo que sentía por Asmodeus era una explosión elevada de ese afecto, una
corriente de ternura y pasión que desbordaba cada uno de sus poros.
—Quizás no sea cariño —apostilló él.

—¿A qué te refieres?

La respiración de Asmodeus se hizo más breve y entrecortada. Sus pupilas,


dilatadas, sondeaban dentro de ella con la minuciosidad de un halcón.

—A que hay algo más en el fondo. Algo salvaje e incontrolable que me


empuja hacia ti. Y el afecto no es salvaje ni incontrolable.

Sin poder contenerse más, hundió la cabeza en su cuello. Sus labios entraron
en contacto con la fina piel del hombro, justo al lado del tirante del vestido.
Angélica fue incapaz de reprimir un gemido.

—A esto es a lo que me refiero —murmuró él, y su boca inició un lento


recorrido por la base de su garganta. Un breve paseo que la dejó jadeante e
inflamada—. Nada me gustaría más que poder saborear cada rincón de tu piel.
Conocer tu cuerpo sin vestidos ni adornos, y mostrarle a él, a ti, la falta que me
hacéis.

Una serie de insólitas oleadas galopó por sus venas, llevándose por delante
todo atisbo de consciencia. Esa súbita falta de dominio sobre sí misma la
atemorizó.

—Tienes razón. Lo mejor es que salgamos de aquí cuanto antes.

Asmodeus se retiró de mala gana y asintió con la cabeza. En cuestión de


segundos, su cuerpo abandonó el escondite. Ella lo siguió al exterior, donde las
primeras luces del amanecer comenzaban a clarear más allá del cristal, y donde un
frío doloroso se instaló en su pecho.

Con el mismo sigilo con que habían entrado, salieron de la habitación de


Gabriel, dejándolo sumido en un sueño sosegado y sin culpa.

El tipo de sueño que ellos dos no lograrían conciliar esa noche.

*****
Asmodeus la despidió frente a la puerta de su dormitorio con un escueto
beso en la mejilla y una sonrisa capaz de derretir glaciares. Ya era demasiado tarde
para regresar al cuarto de Bel, y Angélica, estremecida aún por los acontecimientos
de la noche, agradeció que se marchara. Ninguno de los dos mencionó la invitación
que ella, ebria de entusiasmo, había realizado en ese mismo pasillo apenas un rato
antes. Después de lo ocurrido, la perspectiva de quedarse a solas en su cuarto era
como un cóctel incendiario en manos inexpertas.

Cuando él se fue, prometiéndole que volverían a encontrarse la noche


siguiente, cerró la puerta y se arrojó sobre la cama.

Angélica había nacido hacía catorce años y medio. En todo ese tiempo,
jamás había sufrido accidentes ni padecido enfermedades. Su cuerpo estaba a
escasos meses de alcanzar la plenitud celestial y, después de ese momento, no
volvería a sufrir ningún cambio. Era una criatura habituada a la estabilidad,
alguien para quien la paz y la rutina eran las mejores aliadas.

Sin embargo, esa noche, todo había dado un giro de ciento ochenta grados.
Hasta entonces había gozado de una existencia plácida, pero nunca, nunca, nunca,
se había sentido tan feliz. Su cuerpo había sido creado liviano y etéreo, pero nunca,
hasta ese día, le había parecido que pesaba tan poco.

Vivía por encima de las nubes, pero, hasta esa noche, no había comprendido
lo que realmente significa estar en el Cielo.

Incapaz de conciliar el sueño, se dedicó a evocar en su mente, con los


cabellos esparcidos sobre el cobertor y el pulso trotando a mil por hora, cada una
de las facciones de Asmodeus, diseccionando su hermoso rostro y permitiéndose
el lujo de soñar despierta con él. El hueso pronunciado de la mandíbula. La
delineada forma de las cejas. El lunar diminuto bajo el ojo izquierdo, la nariz recta.
Todo estaba allí, grabado a fuego en su memoria. Listo para su uso y disfrute.

Cuando sonaron las campanas de la capilla, bien entrado el amanecer, para


llamar a los ángeles a oración, Angélica recordó el pequeño papel que Lucifer les
había entregado la noche anterior. Se incorporó sobre la cama sin deshacer y
extrajo el pliego de su cinturón.

Lo abrió. Era una carta, una bastante larga, y estaba encabezada por un
titular resaltado en negrita. La letra de Luc emergió ante ella, arrebatada y confusa.
Al empezar a leer, se dio de bruces por primera vez con las ocho palabras que
cambiarían para siempre su destino y el de todos allí arriba.

¿Y si existiera un lugar mejor que éste?

Capítulo IX – La Tierra

París, 16 de julio de 2010.

Se ajustó la camisa fuera del pantalón con un manotazo, subió la cremallera


de la bragueta y, rabioso, empujó la puerta. Una nebulosa de bullicio típicamente
parisino flotaba en el ambiente de La Fourmi Ailée cuando Asmodeus salió del
cuarto de baño y regresó a su estratégica mesa del piso de arriba, donde se reclinó
sobre la silla de madera con el ceño fruncido.

La camarera abandonó el aseo para damas poco después. Trataba de


reubicar, sin éxito, sus enmarañados cabellos castaños y lucía el estrecho delantal
abrochado del revés. Aún había huellas de su orgasmo en el sonrojo que le cubría
las mejillas, y casi se podía sentir el influjo de sus feromonas por encima del aroma
del brunch.

Le sonrió de forma descocada cuando pasó por su lado, dispuesta a tomar el


pedido de la mesa de enfrente. La lionesa pizpireta tenía ganas de más; lo olía en
su andar rotundo y en la forma en que apretaba los pezones contra el jersey de
escote en pico. Él ni siquiera se molestó en prestarle atención. Siguió contemplando
la calle a través de la cristalera.

Tampoco podía culparla. Por todos los demonios, era Asmodeus. El más
insulso de sus polvos reventaría las quinielas en cualquier casa de subastas. Sin
embargo, los gemidos salvajes —ahogados por el ruido de la cisterna— de aquella
morena menuda mientras empujaba dentro de ella y la aprisionaba contra los
azulejos, le habían resultado tan poco gratificantes como los del grupito de chicas
rebeldes sin sujetador que se había llevado a la cama la otra noche. Y como los de
la cabaretera mulata de la precedente. Y la anterior, y la anterior, e incluso como
los de la tarde que experimentó con aquel tipo, el hermafrodita armenio, y creyó
que… Pero no. Su espectáculo había resultado aún más decepcionante que la
prometedora mamada de una prostituta sin dientes en un fumadero de Hanói.

Jugueteando con el cartón del menú, contuvo un suspiro de hastío al sentir


el peso inconfundible de sus testículos y la dureza irrevocable de su pene. Aquella
maldición era una auténtica agonía, como si el águila que devoraba a Prometeo
hubiese formado nido entre sus piernas, exactamente en el núcleo de su saco
escrotal. La excitación, una planta exuberante que había aprendido a cultivar y
cosechar, hacía ya tiempo que se había marchitado en sus dedos. Casi seis mil años
después de que aquella tortura se iniciase, el final del castigo se alejaba más y más
cada día. Durante esos seis milenios, no había transcurrido un sólo amanecer en
que Asmodeus no se preguntara cuántos días, cuántas noches, o cuántos muslos
más habrían de abrirse hasta que él encontrara lo que andaba buscando.

Satisfacción.

Era una palabra hermosa. Repleta. Se preguntaba en qué cama la hallaría, y


cuántas más tendría que visitar hasta llegar a ella.

No es que no disfrutase sus encuentros carnales. Por favor… ¿a quién


querría engañar? ¿Acaso existía en ese asqueroso y repugnante mundo algo mejor
que la confrontación ardiente de una piel con otra? ¿Acaso alguien en ese sucio y
pestilente Universo tenía algo mejor que ofrecer que el diabólico perfume de unas
bragas húmedas? El espíritu primitivo de Asmodeus se puso cachondo de nuevo
sólo con pensarlo.

El problema no era cuántas veces, con cuántos acompañantes o en qué


postura consumase sus apetitos eróticos. El problema era que nada de eso, ni
siquiera una amplia colección de fornicaciones escandalosas que harían ruborizar
al mismísimo Lucifer, conseguía nunca aplacar aquella sed insaciable.

La misma sed insaciable que había despertado un vestido azul a hurtadillas bajo el
colchón de Gabriel.

Pero, si todo salía según lo planeado, el fin estaba cerca. Miró el reloj. Qué
interesante… El fin, de hecho, estaba a menos de diez minutos.

La camarera contoneó las caderas delante de sus ojos vacíos, pero él no la


miró. Depositó un café expreso en su mesa, y Asmodeus la despachó con un gesto
grosero de la mano. La mujer se alejó con la bandeja apretada contra su cuerpo,
como el libro de ciencias que cubre los pechos incipientes de una niña ingenua.

Asmodeus echó un rápido vistazo a su alrededor; el local estaba


prácticamente lleno a esas horas. Le encantaba aquel sitio. Le gustaba el ruido que
hacían las tazas al entrechocar con los platillos, el aroma humeante de las verduras
frescas al chisporrotear sobre la parrilla, el color de los sofás vintage. Siempre que
se dejaba caer por París, daba igual qué planes tuviese o cuán ocupado se
encontrara, acudía al mediodía a degustar un buen café en La Fourmi Ailée, leía sin
interés alguno de los innumerables volúmenes de segunda mano de la estantería o
se pasaba por la piedra a alguna clienta de paso o a camareras recién contratadas.

Nervioso, dio un sorbo a la bebida. Tras los últimos acontecimientos, su


cuerpo exigía a gritos una dosis de cafeína. Al sentir el regusto amargo de la
bebida en su garganta, pensó que la Tierra era un lugar jodidamente magnífico. Un
lugar espléndido y vigoroso; casi paradisíaco. Un lugar donde hasta el más grande
de los rotos encontraría un descosido. Y menos mal, porque junto a la costura
interna de sus pantalones vaqueros había uno del tamaño de la Île-de-France.

Sonrió para sí. Frente a él, la figura de un lozano querubín de porcelana lo


contemplaba con ojos de cordero degollado.

—¿Y tú qué miras, estúpido?

A las doce en punto, con precisión de relojero, la puerta que daba a la Rue
du Fouarre se abrió, y el cristal tintineó en los goznes como una campanilla
anunciadora. Asmodeus se giró a tiempo de ver la figura esbelta y diáfana entrar
en el bistró. Para su maldita desgracia, todo el local pareció resplandecer con ella
dentro.

Durante unos segundos, tuvo la oportunidad de contemplarla a placer sin


que ella se supiera observada. Estaba quieta, muy quieta, con aquellos enormes
ojos azules convertidos en los de un ratoncillo asustado. Llevaba un vestido de
color teja, largo hasta las rodillas y adornado con un par de mangas francesas. Su
pelo rubio, suelto y recién cepillado, ondeaba como espuma dorada sobre los
hombros.

El dolor en su entrepierna se intensificó.

Hubo un tiempo en que Asmodeus hubiese caminado sobre los fuegos del
Infierno por esa mujer. Oh, espera, de hecho así había sido. Se había abrasado en
las llamas del Mal por ella. Había padecido sufrimientos que ningún cuerdo podría
soportar jamás sin caer preso en la locura. Había conocido la gloria y el abismo de
manos de la misma criatura.

Había esperado que, algún día, ella fuera tras él. Que confesara que todo
había sido un error, que se explicara, que se arrepintiera y, sobre todo, que se
quedara a su jodido lado para siempre. Que avivara con esa sonrisa incauta todas
sus esperanzas podridas.

Esperó.

Esperó.

Esperó.

Ahora, lo único que aguardaba con impaciencia era que ella caminara sobre
las mismas cenizas que lo habían visto corromperse a él.

Aquella diablesa consumada le debía una. Y, por todos los perros del
Infierno, se la iba a cobrar exquisitamente cara. No tenía escapatoria.

Y conste que no lo hacía por venganza. En absoluto. Él estaba muy por


encima de esas patrañas. Lo hacía para redimirse. Después de su obra maestra, a
unos cuantos allí arriba no les quedaría más remedio que tragarse sus palabras. Les
demostraría a todos cuál era la auténtica naturaleza de aquella criatura cándida y
devota a la que tanto admiraban. Y, entonces, la maldición de Asmodeus, legítimo
líder de los Principados, terminaría para siempre.

Exculpación.

Ah, ésa también era una hermosa palabra.

En el instante en que ella alzó la mirada y la enfocó sobre el piso superior,


Asmodeus supo que había logrado el efecto deseado al citarla allí. Los labios
femeninos se entreabrieron por la sorpresa, y el demonio habría jurado, incluso,
que dejaron escapar una maldición.

Reprimiendo una carcajada, le dirigió un inocente saludo con la mano. La


vio tragar saliva primero y titubear después. Su pie derecho se detuvo en el aire,
dudando una milésima de segundo entre seguir adelante o salir corriendo.

Cuando le ofreció ese encuentro, Asmodeus había lanzado la pelota a su


tejado, a sabiendas que ella bien podría rechazarla y retirarse a tiempo, en cuyo
caso estaba seguro de no volver a verla jamás.

No obstante, conocía a Angélica. Podía ser taimada, manipuladora y


deshonesta, como, de hecho, era. Pero sabía reconocer un buen desafío cuando lo
tenía delante. Y eso la excitaba tanto como a él. Si el demonio no se equivocaba,
ella subiría la apuesta y continuaría el juego.

Al contemplarla avanzar en dirección a la escalera, una sonrisa demoníaca


se extendió por el inmaculado rostro de Asmodeus.

No se había equivocado. Su excelencia la Duquesa Angélica, arcángel de la


Tercera Esfera, acababa de devolverle la pelota con las dos manos.

Las mismas con las que firmaría su propia condena.

*****

Cuando Angélica buscó en Google la dirección de La Fourmi Ailée, se obligó


a estar preparada para lo que fuera.

Cuando se adentró en la Rue du Fouarre, en pleno Barrio Latino, se


concienció para un lugar lúgubre y decrépito, muy posiblemente de mala
reputación, del estilo de los que había atisbado en Pigalle la noche en que se
reencontró con Asmodeus.

Cuando se detuvo ante la fachada del bistró, desconcertada por su fresca


portada azul, su cartel pintado a mano y sus mosaicos primaverales, se dijo que,
sin duda, las sorpresas desagradables estarían aguardándola del otro lado.

Cuando puso un pie en su interior, estaba preparada para cualquier cosa,


excepto para lo que se encontró.

La Fourmi Ailée era un local pequeño, dividido en dos plantas, y lleno de luz.
Estaba decorado con mobiliario antiguo y colores alegres, y destilaba la gracia de
una casa de campo en la Provenza. Las paredes estaban cubiertas por estanterías,
todas ellas repletas de libros y de cuadros modernistas. Había poemas escritos en
los muros, y guirnaldas rodeando las columnas. Cada mesa, cada detalle y cada
servilletero irradiaban garbo francés, sobre todo la vieja chimenea que, desde la
esquina derecha, aportaba un toque demodé y acogedor.

Pero eso no era lo peor. Lo peor llegó cuando Angélica, después de barrer
con la mirada el primer piso, alzó la vista hacia la planta alta. Fue entonces cuando
una exclamación muy poco apropiada escapó de su boca sin que pudiera hacer
nada por retenerla.

Un Cielo grandioso, multicolor, estaba pintado al fresco en el techo del


bistró. Los nítidos tonos de azul se entremezclaban con los ocres pálidos del alba y
con los rojos llameantes del ocaso. Las nubes, vaporosas e incandescentes, flotaban
en el vacío, tan mullidas y huidizas como, de hecho, eran.

Y, bajo ese Cielo de inicios de verano, un querubín plasmado al óleo, y otro


de bronce sobre la barandilla, y otro más, y otro, y uno nuevo allí al fondo…
Todos brindándole una cálida bienvenida con sus sonrisas joviales y sus bucles
ambarinos. Y, en medio de todos ellos, con el azul de un Cielo ficticio recortando
su cincelada figura, Asmodeus y su camiseta verde. Asmodeus y su maraña de
pelo veteado. Asmodeus y su turbadora sonrisa.

Durante un segundo, Angélica sintió miedo. Pensó en precipitarse hacia la


puerta, activar su runa, regresar a casa y dejar el pasado atrás de una vez por
todas. Pero también, durante ese segundo, Angélica sintió añoranza. Fue capaz de
recordar por qué en una ocasión, hacía ya tanto que parecía imposible, había sido
inconmensurable y desproporcionadamente feliz.

Esa nostalgia cruda fue lo que la empujó a subir la escalera.

Asmodeus la recibió con su rictus despiadado. No mostró el más mínimo


asombro de verla allí.

—Has venido —constató lo evidente.

Angélica tomó asiento frente a él. No se anduvo con rodeos.

—Sí, está claro que tengo algún problema mental serio —rebufó—. ¿Para
qué querías verme?

El demonio chasqueó los dientes.


—Aquí las preguntas las hago yo, diablesa. Cuéntame… ¿Qué tal todo por
allí arriba?

—Bien, gracias —repuso ella con la mirada baja y la mandíbula apretada.

—¿No es un coñazo mortal vivir sin nosotros?

—No, en absoluto.

Asmodeus se inclinó hacia adelante con picardía. El volumen de su voz


descendió hasta convertirse en un susurro sensual.

—La última vez que nos vimos no estabas tan inexpresiva —una mirada
lasciva la recorrió hasta perderse en confines más allá de la mesa—. En ninguno de
los sentidos.

Angélica se revolvió en su silla, incómoda. En ese momento, una jovencita


morena y pecosa se acercó a ellos.

—¿Qué va a tomar? —le demandó a Angélica, con voz desdeñosa, mientras


abría su bloc de notas.

—Un té verde muy caliente con agua mineral y sin azúcar, por favor.

Asmodeus parpadeó.

—No me extraña que tengas esa cara de frígida —barruntó, lo bastante alto
como para que ella lo oyera. Después, reclamó la atención de la camarera—. Mira,
Emilie… ¿Te llamabas Emilie, verdad?

Angélica puso los ojos en blanco. A la pobre chica sólo le faltaba empezar a
babear.

—Sí. Emilie. O como tú quieras llamarme —se apoyó con indolencia sobre la
mesa. Por un instante, Angélica temió que su jersey de escote pico volase por los
aires, y que le suplicase anotar el pedido sobre su vientre desnudo. La sola idea
provocó en ella un devastador ramalazo de compasión sádicamente salpicado de
celos.

—Perfecto. Mira, Emilie… —Asmodeus continuó—. Puedes ir a la cocina y


hacerte con el tazón más grande que tenga este bendito local. No quiero una taza ni
un vaso, sino un bol. Uno enorme. Quiero que lo llenes hasta el borde con
chocolate caliente. Muy caliente y muy espeso —insinuó—. Y, cuando ya no quepa
más, podrías cubrirlo de nata, añadirle un toque de sirope de frambuesa y
espolvorearlo con virutas de chocolate blanco. ¡Ah! Y que vaya acompañado por
un par de esos barquillos de canela tan buenos. ¿Lo has apuntado todo? —ante el
asentimiento de la camarera, él prosiguió—. Cuando tengas todo eso, vas a hacer el
favor de preparar otro igual y traérselo a la —la sangre de la arcángel se heló en
sus venas cuando él la recorrió con una mirada cargada de desprecio—… señorita.

La muchacha suspiró embobada, apresurándose a anotar todas las


peticiones con una sonrisa resplandeciente. Por su parte, Angélica se planteó
seriamente la posibilidad de vomitar.

—Enseguida, monsieur.

Se alejó a toda prisa con un descarado bamboleo de las caderas.

—¿Esto es a lo que te dedicas ahora? ¿A seducir chiquillas indefensas?

Asmodeus torció el gesto.

—Pensaba que las preguntas las hacía yo… De todas formas, si te sirve de
alivio, ésta no parecía muy indefensa cuando me dejó bajarle las bragas hace un
rato en el servicio de señoras.

Angélica se sintió como si le hubieran dado una bofetada. De repente, todas


esas pobres almas descarriadas dejaron de estar en el blanco de su compasión.
Alimañas rastreras, eso es lo que en verdad eran.

—¿Y tú? —se burló el demonio—. ¿Acaso tú no eres también una chiquilla
indefensa?

—¡Por supuesto que no! —exclamó.

—¿Estás segura? Dime una cosa. ¿Qué pasaría si Gabriel entrara ahora
mismo por esa puerta y te viera aquí, conmigo? ¿Qué pensaría de ti tu querido
hermano?

Ella apretó los dientes.

—No metas a Gabriel en esto. Él es mejor ángel de lo que tú nunca hubieses


llegado a ser —escupió, invadida de rabia y veneno.

Durante la milésima de segundo que tardó en responder, una mueca


atravesó el impasible rostro de Asmodeus. Una mueca que, de tratarse de otra
persona, Angélica hubiese podido llegar a interpretar como dolor.

—Así es. Me alegra que te hayas dado cuenta. Por cierto, les daré recuerdos
a todos de tu parte cuando regrese, no te preocupes. Hey, sin rencores.

La dejó sin habla. Y no era la primera vez que eso sucedía.

—¿Qué ocurre? ¿Tanto te asusta lo que pueda decir de ti, diablesa?

—Deja de llamarme así.

—Es la verdad —los labios de Asmodeus se torcieron en un mohín pueril—.


¿No te gusta?

—¿De qué maldita verdad me estás hablando? –Angélica tenía ganas de


llorar, de gritar, de echar a correr. De alzar la silla en el aire y estampársela al
demonio en la cabeza—. Me estás volviendo loca… ¿Qué es lo que quieres de mí?
¿Por qué me persigues?

Él jugueteó, impasible, con el servilletero.

—Ya te lo dije. Tenemos algo pendiente.

—No te debo nada.

—¿En serio? Yo no lo veo así. Creo que me debes muchas cosas —


Asmodeus enarcó una ceja. Su tono de voz se volvió grave, peligroso—.
Empezando por la respuesta a una pregunta que nunca contestaste. ¿Te suena?

Las palabras trastabillaron en la lengua de Angélica.

—Yo no recuerdo nada de eso…

—No sabes mentir —proclamó él.

Ella tomó aire.


—Por supuesto que no sé. Soy un ángel.

—Eso dicen todos. Permíteme que lo ponga en duda.

—¿Por qué eres tan obstinado con eso?

Como respuesta, obtuvo una sonora carcajada.

—Diablesa, a estas alturas ya deberías saber que la obstinación es la


principal virtud de un demonio.

—Claro —Angélica meneó la cabeza—. Y tú eres uno de ellos.

Asmodeus abrió los ojos, como si no pudiera dar crédito a sus palabras.

—Si es un reproche eso que oyen mis oídos, creo que no eres la más
indicada para hacerlo, Angélica.

Dolía. Dolía, como sólo el Infierno podía doler, volver a oír su nombre entre
sus labios.

La camarera les concedió una tregua temporal. Con la misma complacencia


con que había anotado el pedido de Asmodeus, dejó frente a él un enorme bol, tal
y como el demonio había pedido. Después, le tendió un platito con barquillos
cilíndricos apilados en forma de pirámide en el que, además, había añadido un
buen surtido de ositos de caramelo y corazones de melocotón.

A continuación, arrojó frente a ella, de mala manera, la versión low cost de la


misma comanda.

—Bon appetit, monsieur —le deseó a Asmodeus. Luego, sin decir nada más,
se largó escaleras abajo.

Los dos se enfrascaron en sus respectivos tazones como si no hubiese nada


más importante en el mundo. Angélica sumergió uno de los barquillos en el denso
líquido; no pudo evitar cerrar los ojos al paladear el gusto dulce y fuerte del cacao.
Hacía tanto que no probaba el chocolate… Estuvo a punto de gemir de placer
cuando el toque ácido de la frambuesa se fundió con la nata en su boca, pero se
detuvo en seco cuando se percató de la mirada ardiente que Asmodeus había
fijado en ella, con un osito de caramelo paralizado a medio camino entre el plato y
su lengua.
Las mejillas de Angélica se tiñeron de carmín.

—Esto está delicioso —se justificó.

—Desde luego —corroboró él, con un matiz oscuro en los ojos—. Casi tanto
como el néctar.

Ella se atragantó con una viruta blanca.

—Sí —concedió tras una pausa—. Casi tanto como el néctar.

Por primera vez desde su encontronazo, el demonio sonrió con franqueza.


Durante un instante, a Angélica le pareció que no eran otra cosa más que dos
humanos normales, dispuestos a disfrutar civilizadamente de un tazón de
chocolate en un bistró de París.

—Cuéntame, ¿qué andas haciendo por aquí? ¿Cómo es que te han dejado
salir sola de la jaula?

Ella le lanzó una mirada asesina. La paz había sido hermosa mientras duró.

—He venido a cumplir una misión.

Asmodeus emitió un silbido de admiración.

—Vaya. Sí que has sabido escalar allí arriba, diablesa. ¿Y cuál es esa misión,
si se puede saber?

Angélica estrechó los ojos, desconfiada.

—¿Por qué te interesa tanto?

—Para tratar de sabotearla, por supuesto.

La arcángel no pudo evitar echarse a reír.

—Pues no te va a resultar nada fácil, créeme. Ni siquiera he sido capaz de


localizar a mi protegido.

Prefirió omitir el hecho de que, desde que Asmodeus había irrumpido en su


vida como un ciclón de categoría cinco, ni siquiera se había preocupado de seguir
buscándolo.

—¿Era a él a quien rastreabas aquella noche en Pigalle? —ante su


asentimiento, él prosiguió—. Bueno, tal vez no has indagado en los lugares
correctos. No te ofendas, pero no eres la clase de persona capaz de desenvolverse
con soltura en el pecaminoso decimoctavo arrondissement. Quizás yo pueda
ayudarte.

De forma inconsciente, Angélica recuperó su impostada rectitud.

—¿Por qué harías algo así? ¿No se supone que quieres tirar por tierra mi
misión?

Asmodeus le dirigió una sonrisa cáustica.

—He dicho que puedo ayudarte a encontrarlo. Nada más.

—He sido entrenada para luchar contra ti, no contigo.

El demonio se inclinó hacia adelante, tan próximo a ella que pudo sentir el
calor de su aliento acariciando la punta de su nariz.

Como en los viejos tiempos…

—Escucha, Angélica, esto no se trata de una colaboración. Es una


competición —estableció con prepotencia—. Si te ayudo en la búsqueda es porque
a mí también me interesa encontrarlo. Ese tipo debe de ser verdaderamente
disoluto para que allá arriba hayan decidido enviarle un Guardián. Una vez
ubicado, tú librarás tu batalla, y yo me encargaré de la mía —sonrió, igual que un
lobo de mar hechizado por el olor a pólvora y sangre fresca—. Y que gane el mejor.

La arcángel observó la mano que él le tendía, paciente, por encima del


tazón.

—¿Tenemos un trato?

No se hacen pactos con el Diablo, Angélica. Él siempre tiene las de ganar. Ésa era
la primera gran lección vital que había aprendido. Tenía quince años y el alma
hecha pedazos cuando su hermano Gabriel se la transmitió.

Pero, en honor a la verdad, él tenía razón. Era demasiado inexperta y


asustadiza para manejarse con soltura por aquel renovado París; sobre todo en la
clase de lugares que Cristian Sellier frecuentaba. Además, ¿qué había de malo en
aceptar un poco de ayuda? Los Caídos se aprovechaban continuamente de los
demás para conseguir sus fines y no les iba nada mal.

Le demostraría a Asmodeus quién era más fuerte de los dos, y quién había
tomado la decisión correcta. Lo despacharía como la ilustre criatura que era;
después, podría regresar a casa y hacer como si nada de aquello hubiese sucedido.

—Tenemos un trato.

Capítulo X – La Tierra

París, 17 de julio de 2010.

—¿Cómo dices que se llama ese calavera desviado?

Angélica suspiró por enésima vez. Tan sólo había transcurrido un día desde
su encuentro en La Fourmi Ailée y ya se estaba arrepintiendo de haber aceptado la
propuesta de Asmodeus. En realidad, había comenzado a arrepentirse la noche
anterior, cuando él decidió que no era el momento adecuado para comenzar la
búsqueda y optó por pasar el resto de la jornada durmiendo la resaca.

—Sellier, Cristian Sellier —repitió, royendo el desgastado hueso de su


paciencia.

—Ah, es cierto —Asmodeus hizo gala de una fingida ingenuidad—. No sé


por qué tengo tan mala memoria.

Juntos, subieron los escalones que los conducían desde los subterráneos
mundos de París hasta la superficie. A lo lejos, el silbido del metro alejándose de la
estación hizo retumbar el suelo bajo sus pies.

—Y no es un calavera —corrigió ella mientras atravesaban las puertas de


seguridad—. Tan sólo es un hombre débil de espíritu que no ha sabido rodearse de
las mejores compañías…
Asmodeus sacudió la cabeza.

—Tu inocencia llega a resultar reconfortante, diablesa —hizo una pausa—.


¿Y cómo dices que se llama?

—Oh, por favor…

—Está bien, está bien. No insistiré más. Es que estos viajes en metro son más
aburridos que el Infierno en los días de censo general, ¿no crees?

Iba a contestar que ni conocía ni le importaban un comino esos días, pero


prefirió quedarse callada. Al contrario que él, ella sí disfrutaba de los
desplazamientos en metro. Hacía apenas dos días que había descubierto ese
invento humano y le resultaba fascinante poder moverse a través de las entrañas
de la tierra, como si una pequeña ciudad paralela se irguiese ahí abajo.

Salieron al exterior, y Angélica contuvo el aliento. Asmodeus, a su lado, lo


expulsó todo de golpe, como el náufrago que regresa a su patria tras una larga
travesía.

El atardecer de Place Pigalle les proporcionó la más calurosa bienvenida que


Angélica había contemplado jamás. Su delegación, formada por las luces de los
cabarets, la música decadente de las boutiques eróticas y las zalamerías de
anunciantes y prostitutas, contrastaba con los edificios de estilo art nouveau. Los
tubos de neón emponzoñaban la penumbra del crepúsculo y anunciaban un
mundo ficticio de placer fácil y mujeres sonrientes.

A pesar de su fugaz visita al distrito tres noches atrás, Angélica seguía sin
estar preparada para enfrentarse a tanta falta de decoro. Su París, su adorado París
de calles empedradas y puentes macizos, no podía haberse transformado en esa
grotesca e implacable burla a la honestidad.

La misma que Asmodeus tenía estampada en su feliz cara.

—Es bueno sentirse en casa —proclamó.

—¿Ésta es tu casa? ¿Vives aquí?

Él la miró con los ojos entrecerrados, tanteando en su interior a la rematada


pecadora que, según decía, se esmeraba en ocultar.
—¿Acaso te interesa saberlo? ¿Quieres venir a conocer la guarida del
demonio?

La arcángel chasqueó la lengua, molesta.

—Por supuesto que no. Era simple curiosidad, nada más.

Asmodeus se encogió de hombros. Su rechazo parecía afectarle menos que


el de cualquier meretriz a pie de calle.

—No, no es mi casa. Ni siquiera está cerca de aquí —apuntó, con un halo de


misterio—. Pero me encanta este lugar —continuó con su parloteo mientras
echaban a andar en dirección al boulevard de Clichy—. Es la mayor concentración
de libertinaje por metro cuadrado de Europa, con permiso del Barrio Rojo de
Ámsterdam, por supuesto. El relajo del adusto Viejo Continente —poetizó con
orgullo.

Angélica meneó la cabeza.

—Es inconcebible —manifestó. Echó hacia atrás el cuello hasta que sus
vértebras crujieron. El cartel de Sexodrome constituía todo un monumento a los
excesos—. ¿Qué le has hecho a mi adorada ciudad? —preguntó con un mohín.

Asmodeus se detuvo delante de ella. Su camiseta gris reflejaba un foco de


luz multicolor; sus mechones rubios caían revueltos por los hombros, como cebada
acunada por la noche en los campos de la Champaña.

—La he acariciado hasta hacerla despertar. Igual que voy a hacer contigo —
aseguró.

El pulso de la arcángel se saltó un latido. Intentó no hacer caso a lo


maravillosamente incitante que sonaba su propuesta.

—Ven, no seas mojigata. Es un lugar fascinante —sus ojos brillaron al


señalar el entorno—. Es vicio, pero también es Historia, arte, progreso. Una parte
del mundo moderno nació aquí. Olvida tus prejuicios y disfruta.

Parecía tan ilusionado que Angélica no se atrevió a contradecirle. Prefirió


omitir el hecho de que no había arte alguno en los mugrosos y destartalados
escaparates de los sex-shops.
—De acuerdo. Pero recuerda que no estamos aquí de visita turística. Lo
único que quiero es encontrar a Cristian Sellier y largarme cuanto antes.

Asmodeus conocía el barrio como la palma de su mano. Ése era un dato que
no debería haberla sorprendido, pero, aun así, lo hizo. Resultaba extraño ver a un
Asmodeus distinto al que recordaba, pero que a un tiempo era el mismo,
contoneándose como un felino entre tanta indecencia.

—Déjame la foto —solicitó, a la altura de una sala de cine pornográfico—.


Conozco a un par de personas ahí dentro que nos pueden ayudar.

Ella rebuscó entre los papeles de su bolso.

—¿Quieres que entre contigo? —temerosa de la respuesta, le tendió la


fotografía.

Él le dedicó una sonrisa críptica.

—Diablesa, hay fuegos que es mejor avivar sólo en privado —respondió, y


desapareció en el interior del local llevándose consigo toda su pecaminosa aura.

No tardó en salir. La misma arrogancia que había destilado minutos antes


brillaba ahora por su ausencia. Tras él, Angélica oyó los gritos malhumorados del
encargado, que se perdieron en la noche cuando la puerta se cerró.

—Me temo que mi contacto no está dispuesto a colaborar.

Angélica suspiró. De nuevo. No podía esperar para ver cuántas veces más lo
haría esa noche.

—¿Cuánto le debes? —preguntó resignada.

Asmodeus la observó ensimismado. Parecía estar viéndola por primera vez


aquella noche, y en su cara residía la misma expresión, entre desconcertada y
orgullosa, que había mostrado en otra ocasión inolvidable, mucho tiempo atrás,
cuando ella allanó un dormitorio con la única ayuda de un brazalete.

—Sólo un billete.

—¿Un billete? —la arcángel frunció el ceño—. ¿De cuánto? ¿Veinte?


¿Cincuenta?
—De quinientos.

—¿Quinientos euros? —Angélica se atragantó—. ¿Debes quinientos euros


en porno? Por lo que más quieras, ¿eres consciente de que las descargas en Internet
son gratuitas?

Asmodeus alzó la cabeza con dignidad.

—No es una deuda. Es una multa. Me la pusieron por…

Ella se apresuró a taparle la boca con la palma de la mano.

—Mejor ahórrate las explicaciones.

—De acuerdo, de acuerdo… Oye, ¿por casualidad no llevarás algo suelto


encima, no?

Invadida por la furia, Angélica se cruzó de brazos.

—Olvídalo. No soy tu Guardiana, así que no pienso pagar una sola de tus
deudas.

—Está bien, está bien. Sé de otra persona que nos puede ayudar. Si al tal
Sellier le gusta merodear por Pigalle, seguro que ha hecho alguna visita a las
gatitas de Pussy´s.

Si había estado o no, nunca llegarían a saberlo. Asmodeus entró en el local,


un estrecho peep-show pintado de rosa radiactivo, y volvió a salir con cajas
destempladas poco después.

—¿Y bien? —inquirió Angélica—. ¿Cuánto le debes a éste?

Asmodeus se sacudió una invisible mota de polvo del antebrazo.

—Nada, no le debo nada —masculló—. ¿Te puedes creer que hay una
jodida foto con mi cara en el tablón de admisiones?

Ella enarcó una ceja.

—¿Por qué será que no me extraña?


—No son más que una sarta de estúpidos rencorosos. Y todo porque aquella
noche las chicas llevaban unas falditas con…

—¡Te he dicho que no quiero saberlo!

Tembló ante la sonrisa torcida que apareció en el rostro masculino.

—¿Escandalizada, diablesa? No te haces una idea de lo mucho que me


excita eso.

Angélica puso los brazos en jarras.

—Gracias por la información. Estoy segura de que eso hace del mundo un
lugar mejor. Ahora, ¿podemos seguir buscando, por favor?

El demonio se apartó y echó a andar con las manos en los bolsillos; sin
embargo, aquella sonrisa descarada y profunda no se borró de su rostro. Tan
descarada y tan profunda como sus ojos, del color del Cielo en las tardes de
tormenta.

Tan descarada y tan profunda como la sensación voluptuosa que la recorría


cada vez que él la llamaba diablesa en contra de su voluntad.

—¿Sabías que en esta calle vivieron algunos de los mejores artistas de los
últimos siglos? —comenzó a relatar—. Toulouse-Lautrec, Picasso, Van Gogh,
Dalí… Así fue como surgió Pigalle. Un pequeño y bohemio nido de arte,
vanguardia y libertad en el encorsetado París victoriano. Una grieta sin posibilidad
de redención en la cuadriculada sociedad de la época.

Resultaba bizarro intentar cuadrar la imagen de Asmodeus con la de un


entusiasta y apasionado guía turístico pero, a pesar de ello, Angélica prestó
atención. Al escuchar su discurso, era inevitable pensar en otra grieta mucho más
honda y dolorosa. La misma que los había separado seis mil años antes de ese
paseo inesperado por el decimoctavo arrondissement.

—La última vez que visité París —mencionó ella—, Montmartre no era más
que un caserío en torno a una colina.

Asmodeus barrió con la mirada la insólita combinación de modernidad y


decadencia que poblaba las aceras del boulevard de Clichy.
—Montmartre era un pequeño pueblo a las afueras de París, una aldea
tranquila dedicada al cultivo y a la molienda. En 1860, con el crecimiento de la
capital, ese pacífico pueblo colisionó con los valores progresistas de la ciudad más
importante de Europa —el demonio señaló hacia el sur. Angélica no perdía pie en
su discurso—. París se apropió de los terrenos, y los molinos pasaron de ser el
sustento de sus habitantes a convertirse en atracciones exóticas para aristócratas
aburridos. Los puritanos campesinos se vieron desbordados por un mundo de luz
y desarrollo. El impacto entre ambos mundos fue brutal. Y el distrito de Pigalle, a
medio camino entre los dos, fue el resultado de ese choque.

Pasaron frente al Café du Chat Noir, y Angélica observó en la fachada su


mítico emblema. El gato negro, elegante y coqueto, la observaba con ojos huidizos,
como una mascota perdida. Las espirales de neón en torno a ella asemejaban el
humo de dinamita recién detonada. Las risas postizas constituían un disfraz
macabro, una carcasa impecable pero vacía con la que el quartier saludaba a los
recién llegados.

Asmodeus miró en su misma dirección y chasqueó la lengua.

—Le Chat Noir ni siquiera es ya el jodido Chat Noir —comentó con


añoranza—. El antiguo Chat Noir era una casucha destartalada, con vigas de
madera apolilladas y mesas bajas, todas atestadas de lorettes emperifolladas que se
ofrecían a pintores en busca de inspiración —una carcajada espontánea brotó de
sus labios—. Fueron buenos tiempos, los años de Le Ciel y L´Enfer…

—¿Le Ciel y L´Enfer[4]? —se interesó Angélica, intrigada.

—Los dos cabarets más famosos de París. Se alzaban uno junto al otro…
justo allí —su mano señaló un punto próximo a Place Blanche. Unos grandes
almacenes ocupaban burdamente su lugar—. El primero en abrir sus puertas fue El
Cielo, con su fastuosa y petulante fachada neoclásica. Y, para los amantes de las
emociones fuertes, a algún iluminado se le ocurrió la brillante idea de inaugurar,
justo a su lado, El Infierno —Asmodeus se giró hacia ella. Sus facciones relucían de
puro fervor—. Tenías que haberlo visto —la agarró por las muñecas, sin previo
aviso, con afán de transmitirle todo su entusiasmo—. Ver su puerta enrejada,
rodeada de una boca infernal cuyos dientes parecían engullir a todo incauto que se
atreviese a cruzarla. Sus muros esculpidos de condena y dolor, sus ventanas
deformes y opacas, sus elevadas mazmorras… Era un espectáculo sobrecogedor y,
al mismo tiempo, atractivo… Resultaba imposible pasar por delante y no
preguntarse qué puñetas aguardaría en el interior —rio con aquella risa perversa
suya; sin embargo, a Angélica le pareció estar oyendo campanillas celestiales—.
Por los perros de Lucifer, ¡era el lugar más concurrido de toda Francia! No he
probado nada tan divertido en años… A ti te hubiese encantado…

El silencio se interpuso entre ellos como una pared indestructible. Angélica


se sintió trémula; la boca de Asmodeus se contrajo en una sonrisa triste. A sus
pupilas asomaban, certeras y dañinas, las palabras que no había llegado a
pronunciar en voz alta, pero que ella podía adivinar.

Me hubiese gustado tanto compartirlo contigo… ¿Por qué me dejaste solo?

La arcángel carraspeó en busca de una salida al arriesgado laberinto en el


que los dos acababan de quedar atrapados.

—¿Qué fue lo que acabó con L´Enfer? —curioseó, con voz entrecortada.

Asmodeus pestañeó. La serenidad y la indolencia regresaron a su pose.

—La II Guerra Mundial destruyó los edificios —explicó. El vaho que


empañaba su mirada y sus palabras se desvaneció—. Pero mucho antes, con la
Gran Depresión, ambos habían cerrado ya sus puertas. Puede que incluso antes el
hastío y la indiferencia de los niños de papá que abundan en esta ciudad le dieran
la estocada definitiva.

Sus labios se silenciaron. Al mismo tiempo, la coraza que recubría su alma


maldita volvió a desplegarse.

—Sigamos caminando —ordenó con voz hueca—. Se hace tarde, y aún no


hemos encontrado a tu calavera desviado.

Angélica siguió sus pasos, y Pigalle volvió a ser el ordinario rincón carente
de magia de siempre.

*****
Tres locales de striptease —sin incluir el fatídico All-in—, cuatro boutiques
eróticas, un museo, cinco multas, unas cuantas deudas y varios empujones
después, quedó claro que, al menos por ese día, Cristian Sellier no iba a aparecer.
Y, más claro aún, que Asmodeus era el más explícito ejemplo de persona non grata
en el distrito.

Las aspas del Moulin Rouge destellaron sobre sus cabezas cuando se
detuvieron a descansar sobre un pretil del bulevar. Angélica estaba exhausta, pero,
sobre todo, lo que estaba era cabreada. Desde que se habían subido al metro, hacía
ya unas cuantas horas, no habían hecho sino perder el tiempo.

—Creo que es necesario un cambio de estrategia —sentenció—. Se suponía


que estabas aquí para ayudarme, no para entorpecer mi misión… al menos por
ahora. A partir de mañana, yo me encargaré de dirigir la expedición.

Asmodeus, a su lado, no dejaba de refunfuñar.

—Es lo que odio de los putos franceses. Siempre con sus normas y sus leyes
y sus prohibiciones. Es como darle un caramelo a un niño y castigarlo por
llevárselo a la boca. Y espero que sepas a qué clase de caramelo me refiero… —le
guiñó un ojo con alevosía.

Angélica dejó los suyos en blanco.

—Eres incorregible. Lo mejor será que nos marchemos —se puso en pie y
alisó las arrugas de su falda en tonos pastel—. Por hoy no hay nada más que se
pueda hacer.

El demonio se levantó también, como impulsado por un resorte, y palmeó el


aire para alejar a los mosquitos. Aunque la humedad del Sena quedaba lejos de allí,
los arbustos decorativos de la rambla estaban hasta arriba de plagas.

—Te acompaño hasta la puerta del metro.

—¿Tú no vienes?

—Diablesa, hay cosas mejores que alguien como yo puede hacer en este
lugar —explicó con cinismo.

—Teniendo en cuenta que te han vetado la entrada en tres cuartas partes del
barrio, realmente me pregunto qué cosas son esas —se burló ella.
Cruzaron juntos el paso de peatones, arrastrados por el aluvión de turistas
que acudían a hacer cola frente al Moulin Rouge. Después, Angélica tomó el camino
a la izquierda.

—¿No crees que vas en la dirección equivocada? —se mofó el demonio—. El


metro está allí —indicó la boca de metro que se erguía justo a su derecha.

—Prefiero ir hasta la parada de Place de Clichy. Hay mejor combinación


hasta Saint-Germain-des-Près.

Él se encogió de hombros.

—De acuerdo. No contradeciré a la nueva experta en transporte público.

Caminaron en silencio, uno al lado del otro. Las luces de neón reflejaban las
huellas invisibles que sus zapatos iban dejando atrás, hasta que, de repente,
Asmodeus se detuvo.

—¡Mierda!

—¿Ocurre algo malo? —Angélica se alarmó ante la crispación de su rostro.

Tenía los ojos clavados en un punto lejano por encima de sus cabezas. Ella
se dio la vuelta despacio, preocupada por lo que se les pudiera venir encima, pero
no llegó a verlo. Asmodeus agarró su mano y tiró de ella hacia el portal más
cercano.

—¡Au! ¡¿Pero qué demonios estás…?!

Sin dar explicaciones, la empujó hacia el interior. Una vez dentro, la


arcángel se percató de que no estaba en un portal. Era un estrecho callejón que
discurría entre las medianeras de dos edificios. Sobre él, un cartel de estilo art
nouveau lo identificaba como Cité Véron.

—¿Se puede saber qué haces?

El demonio indicó que guardara silencio con un dedo sobre sus labios.

—Habla más bajo. Nos puede oír.

Definitivamente, había perdido la chaveta.


—¿Quién nos puede oír?

—Es… Se trata de uno de esos tipos. Hice una apuesta con él y la perdí. Ya
sabes —siseó con gesto incómodo.

Vencida, Angélica apoyó una mano contra la pared oscura del pasadizo. Su
resistencia había sido puesta a prueba demasiadas veces durante los últimos días y
comenzaba a resquebrajarse.

—Me pregunto cuál es el pecado tan grande que cometí para ser castigada
de esta manera… —lloriqueó.

Asmodeus se asomó con cuidado al exterior del pasadizo. Giró de


inmediato y se abalanzó sobre ella, sepultando el rostro entre la melena dorada de
la arcángel.

—¡Cuidado! Ayúdame a disimular…

—Por lo que más quieras, Asmodeus. Eres un demonio inmortal. Ese


hombre no puede hacerte nada.

Él pareció ofendido.

—Ese hombre puede hacerle mucho daño a esta preciosa cara, diablesa.

Demasiado tarde fue Angélica consciente de que la preciosa cara estaba tan
próxima a la suya que casi podía sentir contra el pecho el palpitar de su detestable
corazón. El vello erizado de sus propios brazos rozando la fina tela de la camiseta
de Asmodeus. El aliento cálido y acompasado inflamando la piel de su clavícula.

Una avalancha de recuerdos dormidos la obligaron a dar un traspié, pero la


firmeza de la pared, rugosa y gélida a su espalda, la sostuvo. Igual que la
sostuvieron los dedos ásperos de Asmodeus cuando la asieron por las caderas.

Jadeó. Jadearon los dos.

Regarde le ciel[5], rezaba un profético grafiti tras ella. No le hacía falta mirarlo,
pensó. Lo tenía justo delante.

El rostro masculino se hocicó contra su cuello, y cada sensibilizado nervio


del cuerpo de Angélica pareció retirarse a descansar a un campo de amapolas. El
lino suave de su blusa resbaló por un hombro, rebelándose contra el decoro y
contra ella, en busca de aquello que sólo Asmodeus sabía darle y que tanto había
añorado.

A lo lejos, el bullicio de los cabarets se transformó en una sinfonía sensual


para sus aturdidos oídos. Pigalle, los molinos de Montmartre, los artistas
bohemios, L´Enfer, el entusiasmo de Asmodeus, su propio deseo insatisfecho…
Decenas de imágenes atizaron las corrientes de fuego que recorrían su cuerpo y
que la empujaban a rendirse.

Cuando Asmodeus besó con suavidad la curva de su oreja, no pudo evitar


elevarse hacia él, tanteando sus piernas con las suyas, doblando una rodilla para
acomodarlo mejor entre ellas. Más cerca. Mucho más caliente.

Todo su autodominio fue a parar al mismo recóndito lugar donde lo había


enviado seis mil años atrás, aquella noche prohibida bajo la cama de Gabriel, y
todas las demás noches que sucedieron a esa.

No importaba. Lo que fuera, con tal de disfrutar de él sólo un poco más. Lo


que sea, con tal de volver a sentir a Asmodeus en su piel sólo una vez más.

Auspiciado por las sombras del callejón, él alzó la pierna derecha de


Angélica y la acarició desde la rodilla hasta el inicio de su falda. No se detuvo.
Esquivó el dobladillo con facilidad y siguió su agónico recorrido por la parte
superior del muslo.

La arcángel creyó que estallaría de placer dejándose manosear en un


callejón de la zona más rastrera de París, como cualquiera de las rameras que
vendían sus encantos en las aceras. Y tal vez fue esa certeza la que, en lugar de
forzarla a recular, avivó su necesidad.

La voz de Asmodeus la estremeció mientras acariciaba sin piedad su cadera


por debajo de la falda.

—Te he echado tanto de menos… —jadeó.

El hechizo se rompió. En cuanto las palabras salieron de su boca, la soltó


como si quemara. Se apartó de ella, dejándola excitada y con la ropa
descompuesta. Angélica boqueó, desmadejada sobre el muro, con la misma
expresión humillante que mostraban los maniquíes de los escaparates en Pigalle.
—Esto no puede suceder —sus demoníacos ojos parecían vacíos y opacos.
Tal y como se sentía ella.

—Pero…

—Debes entenderlo —Asmodeus se alisó los cabellos con expresión fría y


mecánica—. Soy una criatura muy vigorosa y, a veces, hago cosas como ésta.
Nadie es perfecto —espetó.

La arcángel sintió como si le hubiera propinado un puñetazo.

—De todas formas, agradezco tu buena disposición —prosiguió él—. No


todos los días uno tiene la oportunidad de restregarse contra un ángel.

Angélica apretó los dientes. Sus manos azotaron la falda a la vez que la
recomponían. Se atusó el pelo con tanta fuerza que se quedó con un mechón entre
los dedos.

—Será mejor que nos vayamos —anunció—, o perderé el último metro. Hay
días completamente prescindibles en el calendario, y éste acaba de convertirse en
uno de ellos —sentenció, altiva.

Por el rabillo del ojo, vislumbró la llama de coraje que se encendió en las
pupilas de Asmodeus.

Perfecto. Ojalá se pudriera ahogado en rabia. Él, y el bulto mezquino dentro


de sus pantalones vaqueros.

Abandonaron el pasaje Cité Véron acompañados del silencio infranqueable


que se erguía entre los dos. Quienquiera que fuese el tipo del que se escondía
Asmodeus, ya no había ningún peligro de tropezarse con él.

No volvieron a cruzar palabra hasta pasadas dos manzanas, donde se


despidieron fríamente en las escaleras de acceso al metro. Angélica las brincó de
dos en dos, con la frente perlada de vergüenza y el vientre latiendo de pulsiones
insatisfechas. Enfadada y humillada, se subió en el primer metro que entró en el
andén.

Hay días completamente prescindibles en el calendario. Lo malo es que casi


ninguno de los que tenía que ver con Asmodeus lo era.
*****

Gilipollas.

Rotundo y redomado.

Eso es lo que era.

Había estado a punto de tirarlo todo por la borda por culpa de una nostalgia
cursi y barata; la misma que lo había mandado de cabeza al Infierno una vez.
Resultaba demencial pensar que, a estas alturas de la película, aún no había
aprendido la lección.

Aunque ningún aprendizaje hubiese servido de gran cosa cuando la gatita


de Angélica abrió las piernas para él, intoxicándolo de deseo. No hubo callejón de
escape cuando el calor exuberante del muslo femenino se trenzó en su cintura.
Había pasado por demasiadas camas y demasiados labios en busca de una
Angélica como para pretender ahora mantener la compostura en presencia de la
original, más aún cuando ésta se mostraba ante él en todo su esplendor.

Rendida. Cautivadora. Subyugante.

Asmodeus entró en la primera sala de películas X que encontró. Poco le


importó si era bien recibido o no. Las pelotas le pesaban como bolas de acero, y la
excitación dolía más allá de su ombligo. Tenía que desfogarse, y no iba a
posponerlo más.

Él era Asmodeus. Archiduque del Infierno de Oriente. Príncipe de la Lujuria


y el Libertinaje.

Un demonio, qué cojones.

Que nadie se olvidara de eso.

Por suerte para él, Palace Video era uno de los pocos locales que aún le
permitían el paso. Abonó el importe de su ticket religiosamente —qué palabra tan
graciosa—, y se introdujo en la única cabina libre. Aquella ciudad era un pozo sin
fondo de vicio y perversión…

Mientras daba inicio la proyección, alguna disparatada historia de colegialas


asiáticas dispuestas a sacar matrícula de honor en sodomía, Asmodeus pensó en la
fortuna que, a pesar de todo, le había sonreído. A modo de recompensa, dejó que
las alas brotaran en la intimidad del habitáculo. Sus ojos se fundieron a negro
mientras desabrochaba la abotonadura de los pantalones con doloroso placer.

A pesar de su más que criticable lapsus, había sido una providencial suerte
encontrar el pasadizo Cité Véron en el momento oportuno, así como lograr distraer
a Angélica entre sus brazos los minutos suficientes.

De no haber sido por sus rápidos reflejos, hubiesen acabado dándose de


bruces con Cristian Sellier y sus amigotes, que en ese momento atravesaban el
boulevard de Clichy como una manada de potros salvajes.

Ella localiza a pecador imberbe, pecador imberbe se redime, Duquesa Celestial recibe
premio por su heroicidad. Asmodeus vuelve a casa de vacío. Fin de la historia.

Sin sexo de película, sin exculpación, sin demostrarle al mundo entero la clase de
víbora que esa Duquesa Celestial en realidad es.

Y sin volver a ver a Angélica nunca más.

Su miembro tembló al entrar en contacto con su ansiosa mano.

Sí, había sido una jodida suerte. Porque todas esas cosas —y por ese
orden—, él no las iba a permitir.

Capítulo XI – El Cielo

Mediados de Verano.

Año 14 antes de la Caída.


El mensaje fue transmitido codazo a codazo, tajante y sin posibilidad de
malentendidos.

El movimiento, leve en un principio como el desperezo de unas alas, fue


ganando consistencia entre las últimas filas de bancos hasta convertirse en un
ritmo ondulante capaz de distraer de la oración a una docena de ángeles. La
quietud de la capilla del Alcázar Central, regia y diáfana, se vio trastocada por un
repentino revuelo.

El golpe llegó hasta el estómago de Asmodeus acompañado de una risita


nerviosa. Giró la cabeza, tratando de averiguar el motivo del ataque. Por toda
respuesta, encontró un pulgar doblado hacia atrás. Y luego otro, y otro, y unos
cuantos pulgares más en la misma dirección.

Angélica.

Al final del reguero de manos alzadas, sus labios pícaros le sacaron la


lengua.

¿Qué sucede?, preguntó Asmodeus con sus ojos, con sus manos, con su
sonrisa. Ella, sentada al otro lado del pasillo, con aquel rostro rutilante capaz de
iluminar los días de borrasca, hizo una mueca de aburrimiento que no dejaba lugar
a dudas.

Vámonos de aquí.

Observó cómo inventaba alguna excusa para su compañera de rezos y


abandonaba la sala de oración de forma discreta. Ni siquiera se le pasó por la
cabeza la idea de no seguirla, pero, si no querían levantar sospechas, tendría que
aguardar algunos minutos.

Sus rodillas zozobraron; las suelas de sus sandalias repiquetearon


impacientes sobre baldosas impolutas. Desde la primera fila, Gabriel entonaba con
voz monótona los cánticos vespertinos. Delante de él, frente al altar, Lucifer
cabeceaba, reposando aún la resaca de la noche anterior. Astarté, en segunda fila,
parecía la protagonista de una cruel pesadilla infantil, con sus enormes ojos
inyectados en sangre y gruesas bolsas azuladas bajo los párpados.

Cuando aquella cosa entre sus piernas no pudo aguantar más, Asmodeus se
puso en pie. Uno de los Principados menores se levantó para dejarle paso. Tenía en
la mirada un matiz condescendiente; había visto salir a Angélica poco antes y el
resto… se lo imaginó. Él ni siquiera se molestó en idear alguna justificación para su
ausencia. Atravesó corriendo las puertas dobles y le dio la bienvenida a la luz, la
alegría, la libertad. El jardín principal, con su enorme pérgola de cristal, nunca se le
había antojado tan luminoso.

—Pensé que no llegarías nunca.

La voz de Angélica lo sorprendió desde atrás; estaba apoyada con apatía en


la pared. Un hoyuelo se marcó en su barbilla, en aquel punto exacto que le hacía
perder la cabeza.

—La próxima vez no me hagas esperar tanto —increpó, radiante y


atolondrada, como una gata a quien han escondido su pelota favorita.

Se abalanzó sobre él. Sus labios, húmedos y carnosos, se apoderaron de los


suyos. Sus piernas, largas y suaves bajo la túnica blanquecina, se enroscaron en
torno a la cintura de Asmodeus. Las frágiles manos se deslizaron con delicadeza
por la curva de sus alas hasta quedar ancladas como eslabones a la altura de la
nuca.

Asmodeus la saboreó con la misma intensidad y parsimonia con que había


deseado hacerlo desde la última vez que la tuvo entre sus brazos, hacía apenas
unas horas. Se regodeó en su boca entregada y dulce; mordisqueó el borde de su
labio inferior. Suspiró, y el suspiro se convirtió en algo de los dos, un ardor ansioso
compartido.

—Y tú —susurró al fin, poniendo término al beso—, la próxima vez no


deberías ser tan descuidada. La mitad de la capilla se ha percatado de nuestra
salida.

—Lo sé, y lo siento —no lo sentía en absoluto, y ésa era una de las razones
por las que la quería tanto—. Pero me niego a seguir desperdiciando mis tardes en
algo tan aburrido —su rostro blanquecino chispeó—. No, cuando hay algo mucho
más divertido en lo que emplearlas —concluyó, traviesa.

—¿Qué pasará si Gabriel se da cuenta? ¿Qué le vas a decir?

Angélica se encogió de hombros.


—No lo sé. Algo se me ocurrirá. Ahora vámonos de aquí; cualquiera podría
salir y vernos.

De un salto, los pies de la arcángel volvieron a tocar tierra firme. En lugar de


sentirse liberado del peso, Asmodeus percibió entre sus dedos un melancólico
vacío.

Caminaron de la mano por los enrevesados pasillos con la respiración


contenida y el corazón palpitante. La necesidad de sentir sus cuerpos de un modo
apasionado e íntimo se había vuelto apremiante en las últimas semanas. Los ratos
que compartían a solas en el cuarto de Angélica le proporcionaban breves lapsos
de euforia, pero el resto del día transcurría en una despiadada tortura.

—¿Adónde vamos?

Ella se dio la vuelta y resopló.

—Necesito salir fuera, necesito respirar…

Asmodeus asintió. Se dirigieron hacia el patio trasero, el mismo que solía


ser testigo de sus pillerías nocturnas. No era un lugar muy íntimo, pero sí lo
suficientemente apartado como para sentirse cómodos.

El patio estaba desierto, lo cual no dejaba de parecer extraño si lo


comparaba con la imagen que proyectaba de madrugada. No había en él ni rastro
de la diversión que contemplaba cada noche; ni una sola señal que pudiese delatar
las correrías de unos cuantos ángeles inquietos. Las bancadas de piedra estaban
vacías. En un rincón, solitario, se mecía bajo la brisa estival el mismo columpio que
había acogido a Angélica en su primera reunión nocturna.

A Asmodeus le chiflaba aquel columpio.

Ella no se lo pensó dos veces antes de echar a correr hacia el centro del
patio, radiante de vitalidad. Sus brazos se balancearon en el aire como las aspas de
un molino.

—¡No puede haber nada mejor que esto! ¡Nada, nada en todo el Universo!
—chilló, y sus pies giraron sobre sí mismos en el césped artificial.

Asmodeus rio con ella.


—¡Te vas a marear! —le advirtió.

Angélica no se detuvo. Las vueltas se volvieron cada vez más rápidas, más
incandescentes.

—¿Y qué pasará entonces?

El ángel tiró de ella con la mano y hundió las yemas de los dedos entre sus
cabellos rubios. La sintió tambalearse entre sus brazos.

—Que yo estaré ahí para sostenerte, claro.

—¿Y será siempre así?

—Por supuesto.

Se inclinó sobre el rostro femenino, y sus labios se rozaron en una caricia


liviana. Asmodeus sintió que todo el amor que alguna vez había sido creado se
había depositado en ese beso. Tan profundamente, que podría llegar hasta su
pecho, instalarse con comodidad en él, y hacerlo volar en mil pedazos.

—Te quiero, Asmodeus —susurró ella junto a la comisura de sus labios.

Sí, definitivamente, podría estallar en mil pedazos. Estaba sentenciado.

Angélica escapó de su abrazo. Era tan huidiza como el viento que se colaba,
impúdico, bajo los pliegues de su vestido. Sus ojos la observaron tomar impulso y
trepar al columpio. Una mata de indómitas ondas doradas flotó en el aire cuando
se aferró con fuerza a las cadenas.

Asmodeus, resignado a perderla durante un rato, se sentó a su lado, con las


piernas cruzadas sobre el mismo suelo que lo había visto crecer. Juntos,
contemplaron el horizonte infinito que se abría ante ellos.

—¿Crees que Luc tiene razón? —preguntó él, de repente—. ¿Que la Tierra es
aún más hermosa que esto?

Pudo sentir el estremecimiento de Angélica. A Lucifer no le gustaba que


trataran ese tema durante el día, y ambos lo sabían. Sin embargo, estaban
completamente solos. No había razones para temer.
—No lo sé —respondió ella, sin reducir un ápice la velocidad del
columpio—. Nadie excepto él la ha visitado aún —sus ojos se encendieron—. ¡Me
gustaría tanto poder conocerla!

El ángel arrancó una brizna de hierba.

—Allí nunca nos aburriríamos. Siempre habría algo diferente que hacer, un
lugar nuevo por conocer.

Angélica emitió un suspiro.

—Mira esto… —señaló la alfombra de césped artificial—. A veces me siento


encerrada en una jaula de cristal. ¡Todo aquí es tan plástico! ¡Tan de mentira!
Imagina cómo debe de ser poder nadar en el mar. Flotar sin nada más que agua
tibia rodeando tu piel. Sentirte una minúscula gota en la inmensidad del océano.

—Tal vez deberías cambiar tus alas por una cola de sirena —se burló
Asmodeus.

Ella rompió a reír.

—Tal vez… —ponderó—. De una cosa estoy segura: si fuese humana,


viviría al lado del mar. Iría corriendo hasta él y me lanzaría de cabeza, sin pensar
—se echó hacia atrás en el columpio. Extendió los brazos, y una expresión de
éxtasis atravesó su cara—. Y haría ruido, mucho ruido, salpicando en todas
direcciones. O me quedaría quieta, muy quieta, simplemente flotando en un
remanso en calma. Me dejaría barrer por la marea, con las ropas pegadas a la piel.
A merced de las olas.

Fue ése el instante en el que Asmodeus supo que su vida no tendría más
objetivo que cumplir todos y cada uno de los deseos de Angélica. Que quería estar
presente en cada ensenada donde las olas la dejaran varada. Que no habría en el
mundo felicidad mayor que chapotear junto a ella.

—Algún día —aseguró con solemnidad—, cuando sea coronado y me


envíen a la Tierra a cumplir mi primera misión, te prometo que te llevaré conmigo.
Te prometo que verás el mar.

Angélica abrió mucho los ojos, y la boca, y también los brazos. Emocionada,
se dejó caer sobre él; ambos rodaron por el suelo y se cubrieron de polvo.
—¿De verdad harías eso por mí?

Felizmente atrapado bajo el cuerpo de la arcángel, Asmodeus le robó un


beso. Uno que sabía a vida y a plenitud.

—Haría lo que fuera con tal de hacerte feliz.

Angélica tomó posesión de sus labios con ferocidad, y la suave ligereza de


sus curvas se contoneó encima de él, cercenando cualquier posibilidad de escapar.
El bulto entre sus piernas ardió en respuesta.

Las manos de Asmodeus apresaron su cintura. No tenía ninguna duda; el


cuerpo de Angélica había sido creado para ser tocado. Por él.

Dio una sacudida a sus cabellos, obligándola a inclinar el rostro. Ahora su


cuello, palpitante y terso, era todo para él. Angélica gimió, y una descarga de
placer recorrió su espina dorsal. La cosa bajo su faldón protestó con más fuerza.

Asmodeus hizo a un lado toda su cordura. Alimentó sus ganas de sentirla


aún más cerca. Todo lo cerca que se pudieran llegar a encontrar.

Posó las palmas sobre las nalgas de la arcángel y apretó con fuerza. Esta vez
gimieron los dos, pero el jadeo de Asmodeus se intensificó cuando sintió que los
pezones endurecidos de Angélica traspasaban la tela de la túnica y rozaban su
torso. Sus escasas y atribuladas resistencias se fueron a pique. Un calor violento se
abrió camino desde lo más hondo de su alma, cerniéndose sobre su voluntad.
Abatido por una tormenta de sensaciones, cerró los ojos.

Cuando los abrió de nuevo, Angélica ahogó un grito.

—T-tus ojos… —balbuceó—. ¿Qué les ocurre?

Asmodeus parpadeó, alarmado.

—¿Mis ojos? ¿Qué les pasa?

—Nada… —ella cabeceó, como quien aparta de sí un feo recuerdo—. Por un


instante me parecieron más oscuros, casi negros. Supongo que lo habré imaginado.

—Y yo supongo que ésa ha sido la campana que nos ha salvado a los dos —
reconoció él. La atrajo hacia sus brazos y la rodeó con ellos. El Cielo se extendía
sobre sus cabezas como una promesa de eternidad inquebrantable—. No creo que
éste sea el lugar más adecuado…

Asmodeus no terminó la frase. Acarició los sedosos mechones que se


escurrían entre sus dedos, como si así pudiese aliviar las preocupaciones que
rondaban su mente desde hacía un par de días.

Dos tardes atrás, durante la liturgia, había escuchado una palabra por
primera vez. Tres sílabas capaces de hacer surgir la angustia en su interior.

Lujuria.

La lujuria inducía a los humanos a mantener relaciones carnales, algo de lo


que ellos habían sido evadidos por la gracia divina. Asmodeus no entendía bien a
qué se refería, pero sabía, en su fuero interno, que no podía haber nada más carnal
que el modo en que Angélica y él se acariciaban por encima —y a veces incluso por
debajo— de la ropa. Y, definitivamente, no podía existir relación más estrecha que
la que surgía entre ambos cuando sus lenguas se fundían y sus labios se devoraban
a escondidas por los rincones.

Desde ese momento, no había podido sacarse la palabra lujuria de la cabeza.


¿Y si…?

—Prométeme que siempre estaremos juntos —suplicó, de pronto.

Ella estalló en carcajadas. Confiada y voluptuosa, se retorció sobre él como


la seductora consumada que era, provocando un ramalazo de felicidad que
destruyó cada molécula de preocupación de su alma.

—Somos ángeles, Asmodeus. Inmortales. Habitamos el paraíso más


soberbio jamás esculpido y tenemos ante nosotros un futuro diáfano —rio con la
despreocupación de una chiquilla exultante—. ¿Qué podría separarnos?

Capítulo XII – La Tierra


París, 18 de julio de 2010.

La mente de Angélica, distraída, contaba estaciones. Su vista se perdía en


los reflejos difusos de la ventanilla del metro, mientras, en el asiento de al lado,
Asmodeus tarareaba alguna absurda melodía de la televisión. Desparramado sobre
la silla, tenía las piernas abiertas y la coronilla rubia apoyada con irreverencia en el
cristal.

—Me aburro —protestó, y sonó tan lastimero como un niño ansioso por
llegar al parque de atracciones—. ¿En qué maldita ley se estipula que tengamos
que viajar en transporte público, si se puede saber?

La arcángel no respondió.

Aún no había cruzado con él ni media palabra —ni tenía intención de


hacerlo— desde que sus caminos habían vuelto a encontrarse, apenas media hora
antes, en la estación de Odéon. Esa tarde no estaba de humor. Hubiese preferido
proseguir la búsqueda en soledad, pero Asmodeus le había salido al paso, en su
perfecto papel de diablo irrespetuoso e inoportuno, en cuanto atravesó las puertas
de seguridad del metro.

Seguía resentida por lo ocurrido la noche anterior, y disimular no se había


encontrado nunca entre sus puntos fuertes. En esta ocasión, además, tampoco se
molestó en intentarlo. Al fin y al cabo, ¿cuál era la razón para no herir los
sentimientos de alguien que no se reprimía en pisotear los suyos? A Asmodeus se
la traía al fresco su orgullo. Nunca le había importado nada que no fuera lo que
escondían sus bragas.

El demonio se cansó de esperar una respuesta y retomó su cantinela, pero el


ruido del bullicioso y desvencijado vagón ahogó su voz, proporcionándole a
Angélica una consoladora vía de escape. Eran más de las ocho de la tarde; a esas
horas, los oxidados trenes de la línea cuatro se poblaban de turistas, trabajadores
que regresaban a casa y jóvenes de moral disipada rumbo al centro de París.

Frente a ellos, sentada del lado del pasillo, una muchacha que no pasaba de
los dieciséis clavaba la mirada en Asmodeus. Al verse descubierta, fingió
enfrascarse en la lectura de una revista juvenil tras la que ocultó sus ruborizadas
mejillas.

Pobrecita, pensó Angélica. Se avergonzó al pensar que ella, una vez, había
mirado a Asmodeus de la misma manera. Con la fascinada sorpresa de creerse
invencible y poderosa junto a él.

—Tú eras mucho más magnética de lo que ella podrá llegar a ser. Mucho
más… peligrosa.

Angélica giró la cabeza con tal brío que sufrió un tirón muscular. Asmodeus
escudriñaba a la adolescente con los párpados caídos.

—¿A qué viene eso? —carraspeó ella. Contuvo una maldición cuando se dio
cuenta de que había vulnerado su endeble voto de silencio. La voz melosa de la
megafonía del metro anunció la siguiente parada, pero el tren no aminoró la
marcha hasta entrar en el andén. Las puertas se abrieron, y la jovencita de la
revista salió despavorida.

—He notado cómo la observabas. Compararte con alguien tan insustancial


supone una absoluta pérdida de tiempo. Y de criterio.

No, definitivamente, disimular no era su fuerte. Angélica se sonrojó hasta la


raíz de sus cabellos.

—¿Nadie te ha dicho nunca que husmear en los pensamientos ajenos es de


mala educación? —reprendió. Se castigó de nuevo por violar una segunda vez su
intención de no dirigirle la palabra.

Suspiró para sí. Era un condenado encantador de serpientes; siempre se las


arreglaba para que sus enfados no durasen ni veinticuatro horas.

Asmodeus puso los ojos en blanco. Y, muy a su pesar, Angélica pudo


constatar que sí. Que, incluso así, era el hombre más atractivo que había visto en su
vida.

—¿Siempre cumples las normas? —inquirió él.

Por supuesto que no. Las quebrantaba todas por sistema, con alevosía y
premeditación, cada vez que él andaba cerca. Sin embargo, no le dejaría partir con
semejante ventaja.
—Claro que sí —respondió sin vacilar.

—Pues yo no —afirmó Asmodeus—. Yo no he venido a la Tierra a


quedarme sentado como un voyeur pusilánime. Tampoco a dármelas de altruista
con nadie —refunfuñó, ofendido hasta la médula—. He venido a la Tierra a
follármela —una mano cayó sobre la rodilla de Angélica, enfatizando sus palabras.

Ese mínimo toque la hizo consciente de lo indecentemente cerca que se


hallaban, el uno junto al otro, con las piernas rozándose en el acompasado vaivén
de aquel oxidado tren de la línea cuatro.

—He venido a jugar con ella hasta donde me deje jugar —prosiguió. Con un
descaro sin precedentes, la mano de Asmodeus se adueñó de su muslo por encima
de la falda. Angélica se envaró, batallando entre la vergüenza y las lacerantes
ganas de abrir las piernas y permitirle llegar más lejos—, y a correrme dentro de
ella cuando termine. He venido a disfrutar. Y no pienso perder ni un minuto más.

En ese instante, otro tren se cruzó con el suyo a una velocidad de vértigo.
Los vagones pasaban por la vía de al lado dejando una estela convulsa. Asmodeus
lanzó un rápido vistazo a un lado y a otro. A continuación, cerró los ojos. Ante la
atónita mirada de Angélica, el cuerpo del demonio se tornó etéreo, traspasó la
barrera del vagón y se materializó en el tren contiguo. Desde allí, sus cínicos ojos
de cobalto la invitaron a seguir sus pasos con expresión provocativa.

—¡Maldito! —masculló.

El tren seguía moviéndose; el chasquido metálico no se detenía. Angélica


apretó los puños. Dudó. Un segundo, dudó. ¿Apearse en Châtelet y retroceder lo
ya recorrido de forma civilizada? ¿Mandar a Asmodeus a la porra y seguir
adelante?

Dudó, dudó, dudó.

Su cuerpo estaba tenso. Miró a su alrededor.

Era un riesgo, lo sabía. Pero nadie mejor que ella conocía lo exquisitamente
placentero que el riesgo podía llegar a ser. Nadie como ella para saber el peso que
suponen seis mil años de sopor frente a un segundo, un chispazo de excitación.

Su cerebro corría tan veloz como el metro de la línea cuatro en dirección


Porte d´Orleans, el mismo que se llevaba a Asmodeus, y toda posibilidad de
diversión, en la dirección contraria.

De acuerdo, se trataba de Angélica. La dulce y venerada gemela de Gabriel.


La que volvería a ser en cuanto regresase a su hogar. Pero allí abajo a nadie le
importaba un comino quién era. Ni a ella tampoco.

Ya no dudó más.

Cerró los ojos con fuerza, y su corporeidad se desvaneció. Su espíritu cruzó


el estrecho espacio que separaba ambos trenes, y Angélica cayó en el último vagón
del tren opuesto.

Un profundo deseo de gritar arañó su garganta. La adrenalina corría


desbocada por su médula espinal.

Abrió los ojos. Estupendo. Al menos una docena de personas habían sido
testigos de su acto suicida. Algunos gritaron; otros la miraron con terror. Al hacer
un uso injustificado de sus poderes en un lugar público había cometido una falta
grave. Gravísima.

Y ya estaba deseando cometerla otra vez.

No podía sentirse más pletórica. La sangre palpitaba vigorosamente en sus


venas; los diques que se habían ocupado de contenerla durante los últimos seis mil
años se resquebrajaban ante sus propios ojos. Igual que un drogadicto que rompe
la abstinencia y se da cuenta de lo increíble que es estar de nuevo en casa. Como la
niña que roba y se deja corromper bajo el colchón de su gemelo, y que es capaz de
sobrevivir de esa descarga de endorfinas durante días.

Asmodeus emergió al final del vagón con porte de dios griego del
inframundo. Sin quitarle los ojos de encima, dejó atrás las miradas especulativas y
asombradas de los pasajeros. La expresión de su cara, como si hubiese recuperado
a alguien al que los dos creían muerto y enterrado, formó un nudo en el pecho de
Angélica. Tenía la impresión de que no volvería a suavizarse jamás.

Otro tren volvió a cruzarse en su camino en dirección a Porte de


Clignancourt. Él miró hacia la ventanilla; ella también. Ambos sabían lo que
sucedería a continuación.

El demonio le lanzó la sonrisa más irresistible a ese lado del Sena. Sin darle
tiempo a reaccionar, volvió a saltar fuera del vagón.
Cinco ancianos chillaron, tres niños se quedaron estupefactos, nueve
adultos contuvieron el aliento y un jovencito corrió hacia el transistor de
emergencia. Con una sola orden de su mente, Angélica le paró los pies antes que
pudiese hacer saltar las alarmas.

—Lo siento —se disculpó, y lo decía completamente en serio.

Sonrió con angelical inocencia y se precipitó tras Asmodeus.

De cualquier forma, era cuestión de segundos que lo olvidaran todo.

*****

Los pasajeros del siguiente tren no los recibieron mejor, pero ellos no les
prestaron la más mínima atención.

Angélica se coló en el vagón riendo a carcajadas. Cuando saltó, Asmodeus


ya la esperaba del otro lado. Con una risa cómplice, la sostuvo entre sus brazos y la
ayudó a equilibrarse.

Hay cosas que no se olvidan, y costumbres que nunca se pierden…

Ella le propinó un empujón y echó a correr a través del metro. Saltó de


vagón en vagón, haciendo caso omiso a las airadas protestas de los viajeros. Cada
nuevo salto era una inyección de vida. Cada nueva carcajada era más fuerte y
alegre que la anterior. La risa —su propia risa— era una melodía que llevaba siglos
sin escuchar.

—¡No escaparás!

Asmodeus la perseguía y chillaba tras ella, rebosante de alegría, como un


chiquillo en el patio del colegio el día antes de las vacaciones.

A la altura de Châtelet-Les Halles, Angélica cambió de estrategia; saltó a la


estación. El suelo del andén estaba duro, frío y asquerosamente sucio cuando cayó
sobre él pero, a pesar de eso, no podía dejar de reír. Se había permitido a sí misma
perder el control por una vez, una sola vez, y ahora no quería recuperarlo. No tan
pronto…

—¡No lo conseguirás! —le gritó al demonio, retadora, por encima del


bullicio ensordecedor de la estación.

El metro siguió su camino, dejándose engullir por la oscuridad del túnel.


Cuando el último vagón hubo desaparecido entre las fauces de la tierra, Asmodeus
la saludó parsimonioso desde el andén contrario.

—¡Por supuesto que te alcanzaré! Voy a por ti, diablesa.

Un grito nervioso brotó de los labios de Angélica, que echó a correr


escaleras arriba borrando memorias de modo frenético a su paso. Cuatro líneas de
metro y tres de RER formaban el laberinto de pasillos de la estación más
concurrida y caótica de París; con ínfulas de Moisés ante el fango del Mar Rojo, la
arcángel se abrió paso a través de ella. Los relojes marcaban hora punta.

En cuanto torció a la izquierda, se dio de bruces con un par de inmensos


ojos azules.

Entre carcajadas, Angélica se dio la vuelta y desanduvo el camino andado.


Asmodeus le pisaba los talones, pero no miró atrás; se remangó la larga falda y
permitió que sus piernas corrieran libres entre estaciones y pasillos, vagones y
andenes. La melena dorada golpeaba sus hombros con cada avance de sus pies. Se
sentía como si acabase de despertar de un prolongado y abrumador mal sueño.

Perdió la cuenta de los trenes en los que saltó, las líneas que tomó, las
paradas que recorrió. Tantas veces como tropezó con Asmodeus, tantas veces lo
esquivó. Se dijeron adiós a través de la ventanilla en una decena de ocasiones;
burlaron los controles de seguridad uno tras otro.

La tarde del dieciocho de julio, los pasadizos del metro de París se vieron
convertidos, sin pretenderlo, en el patio de recreo de dos ángeles juguetones. Dos
seres extremos, condenados a la lejanía, que buscaban, de algún modo, resucitar las
cenizas del pasado en algún punto indeterminado entre el Louvre y el Marais. El
mundo, fuera del subsuelo de París, dejó de existir.

Agotada, pero feliz, Angélica se desplomó sobre un banco en una estación


vacía. Era un andén futurista, con el techo pintado de azul oscuro y sembrado de
un centenar de estrellas luminosas. Cuando el convoy llegó, montó de un brinco en
la cola del tren, justo en la locomotora fuera de servicio. Allí podría camuflarse y
despistar a Asmodeus.

Pero alguien había tenido la misma idea que ella.

Jadeó al chocar con el cuerpo del demonio, que aguardaba apoyado con
indolencia sobre la mesa de maniobras. Un rictus de anhelo se dibujaba en sus
facciones.

—Te atrapé —susurró con voz enronquecida antes de enlazar sus manos y
atraerla contra su pecho.

No estaba preparada para encontrar su boca otra vez. Nada, en mil


Universos como aquel, podría haberla prevenido de la explosión de sus labios en
los suyos seis mil años después de la última vez. La mano de Asmodeus se cernió
en torno a su nuca y la apretó con más fuerza. Atrapada, Angélica se rindió a su
beso. Las rodillas se le aflojaron, igual que se aflojaron sus hombros y se aflojó su
cuello. Algo en su interior rugió de alivio cuando él le acarició la mejilla y la besó
con más intensidad.

El mundo estaba plagado de cosas hermosas y gratificantes. Y luego, por


encima de todas ellas, estaban los besos de Asmodeus. Cálidos. Arrolladores. La
sola idea de haberlos perdido para siempre la había hecho despertar, sudorosa y
hecha un mar de lágrimas, más madrugadas de las que su ego toleraba reconocer.

Asmodeus giró sobre sí mismo, arrastrándola a ella entre sus brazos. Con
gesto preciso, la sentó sobre la mesa de maniobras; Angélica sintió el panel de
mandos bajo las nalgas. Se aferró a su pecho estrechando el espacio entre los dos,
en un deseo incontenible de fundirse con su cuerpo.

El tren galopaba sobre los raíles; las chispas salían despedidas desde el
tendido electrificado de las vías. La arcángel se agarró a la tela de la camiseta
masculina en un instintivo movimiento de súplica. Sabía perfectamente lo que
quería.

Quería volver a sentir aquel mosaico de emociones que flotaban en su


estómago cuando abría la puerta del dormitorio y Asmodeus se abalanzaba sobre
ella antes de que le hubiese dado tiempo a cerrarla. Quería que volviera a rozarle la
punta de la nariz, como siempre hacía justo antes de desayunar. Quería besarlo
apasionadamente encima de un columpio en marcha, sentada sobre su regazo.
Quería…

Asmodeus incrementó la fuerza de su abrazo pero, esta vez, ella se resistió.


Con el alma rasgada, puso fin al beso y se apartó de él. Parecía tan confundido y
vulnerable cuando la miró, que se vio forzada a apartar la vista.

—Creo… creo que esto no formaba parte de nuestro acuerdo —se excusó.

El demonio resopló. Tenía los ojos vidriosos, y una fina pátina de sudor
rodeaba su frente.

—No, supongo que no.

—Creo que deberíamos despedirnos aquí —propuso Angélica, con la


respiración entrecortada, mientras se ajustaba la falda—. Ya se ha hecho tarde para
buscar a Sellier.

—Sí, supongo que sí —la expresión de Asmodeus, en lugar de servirle de


consuelo, no hizo sino azuzar su deseo. Parecía igual de turbado que ella.

—Nos vemos mañana —indicó, azorada—. En la parada de Odéon. A la


misma hora.

Esta vez, no obtuvo ninguna mecánica respuesta verbal. Asmodeus se limitó


a asentir vagamente y, después, de espaldas a ella, se recolocó con disimulo el
frente de la abultada bragueta. Abandonaron el tren en la primera parada, sin
mirar atrás, demasiado temblorosos como para tener la osadía de mencionarlo.
Salieron, esta vez sí, por la puerta, como cualquier ser humano.

Fuera, un organillo entonaba los acordes de un vals. Las luces de la


Madeleine estaban encendidas, y el perfil del templo contrastaba con la oscuridad
del anochecer como una sombra chinesca.

—Yo… creo que prefiero ir caminando —anunció Angélica—. Me vendrá


bien respirar un poco.

Asmodeus se mordió el labio inferior, tal y como ella hubiese deseado hacer
sólo unos minutos antes.

—Yo también.
En un descuido —o no, ¿quién sabe?— el demonio rozó los nudillos de la
arcángel. Para su consternación, y suponía que también para la de él, ese ademán
tan liviano hizo que le diera vueltas la cabeza.

—Hasta mañana —se despidió, con una sonrisa empapada en rubor


adolescente.

—Hasta mañana —respondió él, al fin, y la suya fue como una estocada en
el esternón—. Que duermas bien.

Inflamada y ligera, Angélica echó a andar en solitario. Se sentía como si


todos los relojes se hubiesen puesto de acuerdo y sus manecillas hubiesen
comenzado a girar al revés, transportándola a los días dorados de su juventud.

Pero ya no tenía catorce años. Había visto pasar ante sí más de cinco mil
novecientas primaveras, la mayoría de las cuales habían transcurrido en una
tediosa agonía por culpa de actos irreflexivos como el que acababa de perpetrar esa
misma tarde.

¿Qué pasaba con ella? ¿Acaso era incapaz de aprender la lección?

Se prometió a sí misma que, a partir de mañana, las cosas iban a cambiar. Ya


no habría más besos, ni más locuras, ni más concesiones. Debía centrarse en su
trabajo como Guardiana y hacer a un lado sus caprichos.

Angélica inhaló el espeso oxígeno de París. Esa tarde se había abierto una
brecha enorme entre lo que se suponía que debía hacer y lo que realmente quería, y
no sabía cómo iba a ingeniárselas ahora para cerrarla.

Quería volver atrás en el tiempo.

Lo quería a él.

Por desgracia, ésas eran las dos únicas cosas que ya nunca podría tener.

*****
Cuando llegó al apartamento de Axelle, su corazón seguía en la cresta de la
ola, loopings incluidos, y hacía ya un rato que había desistido de borrar la sonrisa
estúpida de su cara.

El sonido estrepitoso de una carcajada al otro lado de la puerta la apartó por


un instante de sus pensamientos. Antes de que le hubiese dado tiempo a buscar la
llave, Axelle se precipitó a abrir para recibirla.

—Bonsoir! Te estábamos esperando. No sabía si llegarías a tiempo… ¿Qué


tal ha ido la tarde? Donc, mis amigas están deseando conocerte. ¡Pero pasa, no te
quedes ahí! —proclamó atropelladamente.

El embotado cerebro de Angélica aún procesaba la segunda frase cuando su


compañera la empujó con cariño al interior de la vivienda. Una pareja de mujeres,
tan opuestas que parecían las protagonistas efímeras de alguna tira cómica,
peleaba en el sofá por el dominio sobre el mando a distancia. Frente a ellas, cuatro
recipientes de take away humeaban sobre la mesa, y un fotograma de Rita
Hayworth en La diosa de la danza titilaba en stand-by en la pantalla del televisor.
Una de las mujeres era un ejemplar humano altísimo, delgadísimo y
bronceadísimo, que defendía su derecho sobre el control remoto entre histriónicos
aspavientos y protestas. Llevaba los cabellos, de un rojo luminiscente, sujetos en un
moño tirante y sofisticado, y vestía ropa negra de los pies a la cabeza. La otra, una
criatura de recortada estatura y curvas más pronunciadas que las del circuito de Le
Mans, con la piel pálida y unos bucles como la miel, aguardaba sonriente su
oportunidad de recuperarlo. Llevaba una escotada blusa color salmón, y sus ojos
despedían la dulzura de las manzanas tempranas.

La mujer pelirroja se plantó en mitad de la estancia con pose teatral.

—¿Dónde está la nueva? ¿Dónde está la nueva? —exclamó—. Me muero de


ganas de verla.

Angélica dio un paso al frente y sonrió intimidada. Dejó que aquellos ojos
oscuros se posaran en ella y la recorrieran con la vehemencia de un ave de rapiña.
Después de evaluarla, la mujer le devolvió la sonrisa.

—Por los clavos de Cristo, pensé que Axelle exageraba, como de costumbre,
pero sí que eres guapa. Y pareces aún más cándida que Nathalie.

—¡Dominique! —Axelle la reprendió desde la nevera, en cuyos ramplones


estantes rastreaba una botella de Perrier—. No ofendas a mi invitada. Discúlpala,
Angélica. Dominique disfruta amedrentando a la gente.

—¡No es cierto! Yo no amedrento; me limito a observar lo evidente en una


realidad cambiante y ruda —a pesar de sus palabras y su carácter agresivo, tenía
una sonrisa de oreja a oreja—. Por cierto, soy Dominique.

—Es un placer conocerte —la arcángel estrechó su mano y pudo sentir en


ella un aura arrolladora.

Dominique comenzó a husmear por la cocina en un continuo abrir y cerrar


de puertas.

—Me cae bien esa chica, Axelle. Me cae muy bien. ¿En qué mercado la has
comprado? Y, lo que es más importante, ¿cómo puedo yo conseguir una? —
mascullaba mientras sus dedos, largos y huesudos como las patas de una araña,
iban en busca y captura de sólo ella sabía el qué.

Axelle se dirigió a Angélica y meneó la cabeza con resignación.

—Olvida todo lo que sale de sus labios —le aconsejó—. Ella también lo hará
en menos de tres segundos. Donc, ésta es Nathalie —señaló hacia el otro miembro
del pack—. Las dos son compañeras de trabajo y mis mejores amigas en esta
ciudad de locos.

Un metro sesenta de mujer rubia se aproximó hasta ella.

—Encantada de saludarte, Angélica. Axelle no para de hablar de ti, así que


espero que te quedes mucho tiempo con nosotras. Hemos pedido comida libanesa
también para ti, aunque no sabíamos si llegarías antes de que se enfriara.

Angélica se sintió conmovida. Aquellas mujeres no la conocían de nada y,


sin embargo, ya la habían acogido en su pequeña y peculiar familia. Nathalie
derrochaba candor con cada sílaba y cada gesto. Parecía más cercana a una maestra
de preescolar que a una de las strippers más solicitadas del Pink Paradise. Claro
que, pensándolo bien, todavía resultaba aún más difícil de digerir que alguien
como Dominique, que parecía conjurar en uno sólo de sus cromosomas toda la
herencia beatnik de Francia, también lo fuese.

—Nathalie es bretona —le explicó Axelle con ojos entrecerrados por la


desconfianza.
—Y Axelle es normanda —la rubia le devolvió el comentario con idéntica
expresión de sospecha.

—Donc, a pesar de eso, nos queremos.

Nathalie rompió a reír.

—C´est la vie!

—¡Te atrapé!

Las tres se dieron la vuelta al unísono ante la explosión de júbilo de la


pelirroja, que enarbolaba una barra de regaliz en el puño como quien sacude un
trofeo.

—Dominique, hay algo que no entiendo —suspiró la anfitriona—. ¿Podrías


explicarme cuál es la extraña razón por la que me obligas a esconder el regaliz en
lugares cada vez más recónditos, mientras que en tu apartamento se acumulan
bolsas sin abrir desde hace meses?

—Por el mismo motivo por el cual a los catorce robaba barras de labios en
Monoprix —la aludida profirió un mordisco a la golosina— Resistencia pasivo-
agresiva a la autoridad —confirmó con la boca llena.

Axelle asintió con fingida resignación.

—Por contrariar a tus padres. De acuerdo. Creo que es el momento idóneo


para empezar a cenar…

Las cuatro tomaron asiento, apretujadas, en el sofá de tres plazas. Angélica


se encogió entre la figura de las dos desconocidas, asombrada. Dominique era una
mujer esperpéntica, casi como recién salida de un espectáculo de la Comedia
Francesa.

—Dominique cree que sus padres son los culpables de todas las desgracias
del mundo —se apresuró a tranquilizarla Nathalie, en mitad de un bocado de
cuscús, al ver su rostro pasmado—. Fastidiarlos es su meta en la vida desde que
aprendió a controlar esfínteres.

—No es que yo lo crea —se ofendió la pelirroja—. Es que es la verdad. Las


personas como mis padres deberían pasar unos controles de seguridad antes de
poder tener hijos —probó el pastel de carne, y sus facciones se distorsionaron en
una mueca de éxtasis—. Mi padre y mi madre eran un par de pseudointelectuales
bohemios y revolucionarios de la Sorbonne —describió con tono dramático—. Se
conocieron en los setenta en la Biblioteca Nacional, cuando los dos fueron a coger
el mismo libro de la estantería. Nunca se casaron. Como eran tan modernos,
vivieron su utópica y colorida anarquía hasta que nací yo, su más grande proyecto
de insurrección, y me pusieron el nombre de la protagonista del libro que los había
destinado el uno para el otro. Inmediatamente después, decidieron que vivir en
pareja suponía la más peligrosa arma de control social, así que se separaron. Muy
civilizadamente, bien sûr[6] —añadió, socarrona—, y no sin antes garantizar que su
ideal del futuro y de un mundo más libre y culto perviviese en mí.

Angélica la miró perpleja. A su lado, Nathalie puso los ojos en blanco, e


incluso pudo oír un amago de risita procedente del sitio de Axelle, que degustaba
una ensalada verde con sésamo.

—Durante toda mi infancia —prosiguió Dominique, como si narrar su vida


por capítulos fuese el más interesante culebrón que las tres tuviesen el gusto de
seguir— tuve que aguantar sus machaques y sus paranoias. Que si el mundo es un
lugar injusto, Dominique, pero tú debes hacer algo para cambiarlo. Que si los
jóvenes de tu generación seréis los verdaderos vencedores de la revolución,
Dominique. Que si tu misión en la vida es sobreponerte al amor y a todas esas
paparruchas comerciales. Que si Dominique esto y lo otro.

—Por eso comenzaste a robar barras de labios a los catorce —la interrumpió
Nathalie, ciñéndose a un guión que parecía saber de memoria.

—¡Claro! Mis padres consideran el robo la más efectiva herramienta del


proletariado frente a los poderosos. ¿Pero robar barras de labios? ¡Eso es alta
traición! La cosmética es el opio de las mujeres sin aspiraciones.

Lo dijo tan convencida que a Angélica le resultó chocante escuchar esa


afirmación en boca de una mujer cuya sombra de ojos negra parecía más opaca que
el asfalto.

—Crecí buscando la manera de rebelarme a ese par de chalados


fundamentalistas, capaces de ponerse de acuerdo acerca de quién sujetaría la
pancarta en las manifestaciones pero no en quién iría a verme actuar en la función
de Navidad. Otra arma de destrucción masiva, por cierto.
—Por eso, a los dieciocho… —la apremió Axelle.

El rostro de Dominique se iluminó.

—Por eso, a los dieciocho, encontré la forma de propinarles el golpe


definitivo. Después de haber huido de él durante años, sufrí una revelación, y
decidí leer el libro que había hecho que mis padres se conocieran —todo su
espigado y rígido cuerpo pareció cobrar vida a medida que su memoria buceaba
entre recuerdos—. Resultó que Dominique, la protagonista, no era ninguna
santurrona idealista y valerosa, como yo esperaba. Era una chiquilla pueblerina,
caprichosa y absolutamente carente de escrúpulos. Hacia la mitad de libro, la tal
Dominique se tiñe el pelo de rojo, comienza a exhibirse en un cabaret y se dedica a
jugar con los hombres como medio para conseguir sus fines. Así supe cuál sería mi
golpe maestro. Me marché de casa, me teñí el pelo de rojo y me presenté al casting
de Pink Paradise.

—Sus padres nunca pudieron superarlo —apostilló Nathalie—. Cuenta la


leyenda que aún deambulan por las esquinas de su casa en Sèvres, abatidos por la
pena —ironizó.

—¡Ajá! —celebró Dominique.

Angélica no pudo evitar echarse a reír ante la estrambótica tragedia griega


que se desarrollaba ante sus ojos.

—Fue demasiado para ellos ver a su única hija, su más valioso proyecto,
convertida en un repudiado trozo de carne expuesto a subasta.

La pelirroja prorrumpió en aplausos.

—La Universidad de la vida nunca tuvo el nivel suficiente para ellos.

Axelle y Nathalie estallaron en carcajadas.

—Algún día, la vida de Dominique será narrada en una película —advirtió


la primera.

—Así es. Y vosotras seréis mis invitadas de honor en la première.

Nathalie consultó su reloj. De pronto, pareció apurada.


—No lo dudamos. Pero, mientras tanto, habrá que seguir bailando una
noche más. Daos prisa, chicas, o llegaremos tarde.

Axelle entraba en el último pase, y Dominique libraba esa noche, pero


Nathalie era cabeza de cartel en el espectáculo de burlesque y debía llegar antes de
que abrieran el local.

Las tres se pusieron en pie con rapidez, y la arcángel se atragantó con un


trozo de hojaldre al intentar seguirlas. Aquellos platos, tan exóticos y especiados,
estaban deliciosos; le hubiese gustado paladearlos con mayor tranquilidad.

—¿Tú también vienes con nosotras? —le ofreció Axelle—. Acompañaremos


a Nathalie hasta el club, y después tomaremos una cerveza en Campos Elíseos
hasta que empiece mi turno.

—Estos horarios me van a volver loca… —se quejó Dominique—. Mi cuerpo


se ha habituado al noctambulismo y es incapaz de dormir una noche del tirón.

Axelle descolgó su bandolera del perchero, Nathalie enroscó un vaporoso


chal en torno a su cuello y Dominique se echó en el bolsillo del pantalón dos o tres
tiras de regaliz. La expectante mirada de las tres aterrizó sobre Angélica, que aún
no se había pronunciado acerca de su invitación.

Dada la enajenación que las travesuras de la tarde y, sobre todo, el beso de


Asmodeus le habían ocasionado, le pareció una opción estupenda salir de casa,
acompañar a las chicas y despejarse un poco. Tenía la certeza de que, esa noche, le
resultaría imposible dormir.

—¿Sabéis qué? Me apunto.

Sus recién estrenadas amigas celebraron su decisión. Angélica cogió la


chaqueta y el bolso que había abandonado al llegar y siguió sus pasos y risas por el
pasillo del cuarto piso.

Capítulo XIII – La Tierra


París, 19 de julio de 2010.

El rugido de una Ducati Diavel Dark rasgó el ambiente alborozado del


Boulevard Saint Germain y resonó en las contraventanas del sexto arrondissement.
A la altura de la pequeña plaza de Henri Mondor, la cola que esperaba ante la
taquilla del cine se giró con la coordinación de una lombriz, y decenas de ojos
siguieron la estela de la motocicleta desde sus asientos en las terrazas. Junto a la
boca de metro de Odéon, mientras aguardaba la llegada del ser más impuntual a
este lado del Sistema Solar, Angélica se sobresaltó e inspeccionó la calzada.

Lo que vio la obligó a quitarse las gafas de sol y a abrir la boca. Por ese
orden.

El piloto tiró del manillar del freno, y 1200 centímetros cúbicos se


detuvieron de un envite justo delante de sus estupefactos ojos. El humo parduzco
barbotó desde el tubo de escape en una serpenteante carrera hacia el abismo, y las
bujías, montadas al aire, refulgieron con la fuerza de las llamas del Infierno. Dos
palabras de un llamativo escarlata se superponían la una a la otra sobre una
esquina del chasis.

From Hell[7].

Una bota tocó el suelo, seguida de otra más. Los músculos de las piernas del
motorista se delineaban sugerentes bajo los pantalones, los mismos que, a la altura
de las caderas, no dejaban lugar a la imaginación. Angélica tragó saliva; su mirada
continuó en ascenso. Como si de una montañista se tratase, el oxígeno fue
desapareciendo de sus pulmones a medida que subían sus ojos.

Con la agilidad de una gacela, el hombre se deshizo de los rígidos guantes.


Al subir los brazos para desabrocharse las correas del casco, una estrecha franja de
piel quedó al descubierto en la cintura. Piel sedosa, marcada tan sólo por la
presencia inoportuna —y demoledora— de una sinuosa cola de reptil en los
confines del ombligo. Llegados a ese punto, Angélica se vio forzada a tomar aire.

Una cascada de angelicales mechones rubios hizo acto de presencia sobre


los hombros.

Asmodeus se giró hacia ella, glorioso, arrogante. Había esperado


encontrarse con un demonio huraño, malhumorado tras el encuentro interrupto de
la jornada anterior. Sin embargo, tenía ante sí a un Asmodeus dispuesto a sacar
partido de todo su poder. Consciente hasta la soberbia de la instintiva sensualidad
que destilaba su cuerpo claro y su aura oscura. Un brillo de solitaria necesidad
despuntó en sus ojos, y Angélica se mordió el labio al imaginar cuánto afecto sería
capaz de darle ella con las muñecas atadas al cabecero de la cama.

—Deberías cerrar la boca, diablesa. No querrás que entre en ella alguna


mosca… o un moscón.

—Yo sola puedo defenderme de los dos, gracias —replicó. Intentó parecer
indiferente, pero le resultó imposible disimular el centelleo salvaje de su mirada al
observar alternativamente la máquina y a su dueño—. Llegas tarde. ¿De dónde
diablos vienes? ¿De tu casa? A todo esto, ¿dónde está? —se sentía idiota, pero no
podía evitar la curiosidad por saber dónde y, sobre todo, con quién, se alojaba
Asmodeus en París.

—Estoy empezando a pensar que tienes una fijación fetiche con mi humilde
hogar. ¿Tanto morbo te despierta mi alcoba, diablesa?

Angélica bufó. El solícito amante de la tarde anterior, aquel que con una
caricia había sido capaz de detenerle el pulso y recordarle los mejores años de su
vida, se había desvanecido; el voluptuoso defensor de Satán había acudido a
ocupar su lugar.

—No digas tonterías. Claro que no.

—Ya lo sabía —corroboró él, encogiéndose de hombros—. Pero, dado tu


interés, te diré que vengo del concesionario, de darle una calurosa bienvenida a mi
nueva amiga —palmeó el guardabarros como quien desliza los dedos por el
sugerente espacio entre los pechos de una mujer.

Angélica inspiró hondo. Se acercó despacio al bordillo y merodeó en torno a


la Ducati con curiosidad. Las líneas depuradas del chasis auguraban una
experiencia extrema.

—¿No es robada? —se extrañó.

—Por supuesto que no —refutó él con una carcajada—. Haría lo que fuera
con tal de no volver a vivir otro insufrible viaje en metro. Incluso pagar el dineral
que cuesta esta pequeña zorrita.
La invitó a subir a la motocicleta con gesto señorial.

—Y ahora, ¿nos vamos?

—Con una condición —repuso ella, y contempló la moto hechizada por sus
curvas. Sus ojos relampaguearon—. La llevo yo.

Asmodeus enarcó una ceja, poco convencido.

—¿Estás segura?

Por toda respuesta, Angélica se dirigió hacia la parte delantera de la moto y


cruzó la pierna por encima del depósito. Sentada a horcajadas, con las costuras de
los tejanos que Axelle le había prestado clavándose en su piel, se ajustó el casco y
se inclinó sobre el salpicadero. Le encantó experimentar aquella sensación,
novedosa pero familiar al mismo tiempo. Le encantó redescubrir en el espejo del
retrovisor a una Angélica osada y rebelde a la que llevaba siglos sin ver.

—¿Tú qué crees? —bramó por encima del ruido del motor arrancado.

Asmodeus no opuso resistencia. Tomó asiento a su espalda y se ciñó a su


cuerpo. Las manos del demonio se anclaron a su cintura; las pelvis de ambos se
fundieron en un contacto eléctrico.

—Hazme lo que quieras —susurró él, y el sonido erótico de su voz viajó


amortiguado por la protección del casco.

Angélica apretó el acelerador, y el asfalto de París tembló bajo los


neumáticos.

*****

Moverse en moto por las calles del centro de París, rodeado de todos
aquellos kamikazes al volante, resultaba siempre una experiencia al límite,
comparable tan sólo a una dosis de polvo de ángel justo a la altura del frenillo.
Moverse por las calles del centro de París en una Ducati Diavel llevada por
Angélica, Duquesa celestial, Guardiana Sagrada de la Tercera Esfera, era un acto
suicida incluso para alguien inmortal como él. Asmodeus descubrió, no sin cierta
sorpresa, que una experiencia cercana a la muerte como aquella era exactamente lo
que andaba buscando cuando casi una semana atrás había lanzado por la borda su
tediosa realidad infernal.

—Deberías reducir un poco la velocidad, diablesa…

Ella chilló como un cuervo atacado en lo más hondo de su orgullo. Su


ofendida respuesta traspasó el estruendo del escape libre.

—¿Estás loco? ¿A esto lo llamas velocidad?

Atravesó el Sena por el Pont du Carrousel rumbo a Pigalle; tan deprisa, que
el empedrado del suelo los hizo tambalear. Giró a la izquierda, dejando atrás el
Louvre y cualquier atisbo de responsabilidad. Con pericia inusitada, esquivó una
grúa que les salió al paso a la altura de Tuileries y que abrasó las rodillas de
Asmodeus al rozarles por centímetros.

Sí, aquella era una condenadamente cercana descripción de la palabra


velocidad.

—No se me da tan mal, ¿no? —celebró una eufórica Angélica.

—Ha sido un golpe de suerte —masculló él.

Se detuvieron en un semáforo en rojo, justo antes de sumergirse en el caos


de Place Concorde. El chirrido del freno fue tan intenso que la inercia estuvo a
punto de lanzar a Asmodeus contra el obelisco. Se agarró aún más fuerte a la
cintura femenina y dejó que la suave curva de sus nalgas le masajeara allí donde
más lo necesitaba.

Oh, sí, nena. Muévete así.

Era una placentera forma de morir, después de todo.

—Todavía no puedo creer que haya dejado en tus manos una Ducati. ¡No
has conducido en tu vida!

—Olvidas que soy un ángel —le recordó, presuntuosa, por encima del
hombro—. La fuente de mis conocimientos es inagotable.

Él resopló.

—Al parecer, la fuente de mi estupidez también lo es.

—¿Desde cuándo te preocupa tanto meterte en líos, señor Caído?

—No es meterme en líos lo que me preocupa. Son los efectos que un


accidente puede provocar en mi precioso e impecable rostro de…

No terminó la frase. Angélica arrancó con la misma intempestuosidad con


que había echado el freno y bordeó la plaza en una demostración de sus dotes
como promesa del motociclismo europeo. No llegaba ni al aprobado raspado, pero,
a pesar de ello, Asmodeus estaba dispuesto a prestarle la Ducati cuantas veces
quisiera. Lo que fuera, con tal de ver aquel brillo inconsciente y loco en sus ojos.
Cualquier cosa, mientras el viento revolotease bajo su blusa, colándose entre
botones y pellizcando el dobladillo hasta exponer la tersura infinita de su espalda.
Siempre que pudiera arañarle al tiempo unos segundos con la Angélica de la que
una vez se había enamorado, ésa que el día anterior le había demostrado que,
aunque muy —muy, muy, muy— en el fondo, aún habitaba dentro de ella.

La tarde precedente había sufrido otro patinazo —empezaba a ser


costumbre— cuando la besó. Lo que sus labios habían avivado dentro de él era
algo que ni siquiera se atrevía a describir. Lo que había sentido al volver a casa
solo, con la polla como una piedra y el eco de la risa de Angélica reverberando en
sus tímpanos, era algo que quedaba fuera de las fronteras que él alguna vez podría
atravesar.

Por todos los Infiernos, si no ponía remedio pronto, el único tentado allí iba
a ser él.

La moto sólo era un insignificante medio más en el seductor plan de llegar


hasta Angélica. Hasta el fin. Había tenido que orquestar unos cuantos sobornos
para hacerse con ella, pero no lo cuestionó. Eran ciento sesenta y dos caballos
ganadores. Una pequeña trampa a la que, estaba seguro, la arcángel que él conocía
no se podría resistir.

Y así fue. La mueca de fascinación con que lo recibió fue suficiente para
saber que su plan iba sobre ruedas.
Ella no lo sabía, pero allí, junto al metro de Odéon, con su cara de niña
buena y sus ropas recatadas, se la había puesto tan jodidamente dura que podría
haber estallado en mil pedazos, empezando por el fuego de sus pelotas y
terminando por su vapuleada alma.

Le señaló el camino correcto, pero Angélica hizo caso omiso de sus


indicaciones. Antes de que pudiera ponerla sobre aviso, la Ducati ya había enfilado
los Campos Elíseos, transportando sobre su lomo a una imprudente y alocada
conductora y a su aterrorizado polizón.

—No, no, no, da la vuelta, Angélica, tienes que dar la vuelta…

Ella no hizo sino apretar con más fuerza el acelerador.

—¿Tienes miedo?

El Arco de Triunfo emergió ante sus ojos. Su figura imponente aumentaba


de tamaño conforme se aproximaban a él.

—¡Retrocede! Es peligroso, Angélica… ¡Sal del carril!

La glorieta de Franklin Roosevelt pasó junto a ellos como una exhalación, y,


con ella, se despidió la última oportunidad de huir indemnes de aquella
inmolación. Asmodeus cerró los ojos y se preparó para lo peor.

—¿Por qué? ¿Qué sucede al final del carril? —exclamó ella, haciéndose oír
por encima del ensordecedor ruido del tráfico.

—Porque la moto no tiene seguro y nosotros vamos de cabeza a la glorieta


Charles de Gaulle.

El lugar más parecido al Infierno sobre la faz de la Tierra.

La sintió paralizarse de miedo en el momento en que las líneas blancas


pintadas sobre la calzada se desvanecieron. Cinco, seis, siete carriles —¿quién sabía
cuántos?— sin delimitar se destaparon ante ellos. Una veintena de vehículos
circulaba sin orden ni concierto sobre el asfalto, bloqueándose el paso unos a otros
y buscando la poco probable forma de salir de allí con la carrocería y la vida
intactas.

La Ducati cimbreó. Un ajado Renault de los años ochenta se interpuso en su


camino, y un Porsche lustroso de dos plazas lo imitó, eclipsando cualquier
posibilidad de recuperar la estabilidad. Asmodeus intentó llegar hasta la palanca
del freno, pero tan sólo acertó a sacudir el aire. Angélica gritó, y su voz se quebró
con el bamboleo de los adoquines.

Ninguno de los dos pudo hacer nada cuando los ciento sesenta y dos
caballos de la Ducati se precipitaron sobre el capó del Renault. La marca de los
neumáticos dejó una huella indeleble en la chapa del coche, que viró de inmediato
y desató el caos en la plaza. La moto sorteó con precaria suerte dos vehículos más
antes de impactar, como un moscardón aturdido, contra el pilar izquierdo del
mismísimo Arco del Triunfo.

Asmodeus sintió el crujido del metal bajo su trasero. A lo lejos, se


escucharon gritos acompañados del clamor de las bocinas.

Su cuerpo permaneció retorcido en una postura imposible sobre el suelo; las


magulladuras palpitaban. A su lado, la esplendorosa motocicleta yacía agonizante,
convertida en un conglomerado de placas arrugadas, y los turistas disparaban sus
flashes con la eficacia de paparazzis entrenados. Frente a sus ojos, se erigía el
símbolo de toda una nación, y los gendarmes ya acudían a toda prisa hacia el lugar
de los hechos. Tuvo la certeza de que no sería nada fácil evadirse de las
autoridades esta vez.

Una sombra alargada le oscureció el sol.

—¿Has visto eso? ¡Ha sido increíble!

Angélica le tendió la mano para ayudarlo a ponerse en pie. Lucía radiante,


sin un solo arañazo, y no podía parar de reír.

—¡Oh, Dios mío! No me puedo creer que lo haya hecho… ¡Ha sido genial!
¡Hagámoslo otra vez!

Asmodeus se sacudió el polvo de los pantalones.

—¿Es que has perdido la razón? ¡Has podido destrozarme la cara! —se
toqueteó el rostro, preocupado, en busca de posibles daños. La denunciaría sin
contemplaciones si encontraba el más leve rasguño.

Ella se sobrecogió un instante.


—Tienes razón… Pero no ha ocurrido nada malo, ¿no? ¡Y ha sido
alucinante! ¿Cómo lo hemos logrado? ¿Puedes enseñarme cómo hacerlo de nuevo?

Fue ése el instante, con el calor del verano martirizando sus sentidos y los
gendarmes corriendo hacia ellos. Fue allí, en Charles de Gaulle Étoile, junto a la
impasible mole de piedra. Angélica jadeaba, presa de la excitación y el vértigo.
Una sonrisa de felicidad se expandía por su rostro, iluminado por el brillo de una
mirada llena de adoración. Hacia él.

Fue ése el instante en el que Asmodeus supo que la besaría, aunque, si lo


hacía, dudaba que su descalabrado corazón la dejase marchar de nuevo.

A pesar de todo, lo hizo. Asmodeus rodeó su cintura con los brazos y, en un


ademán de rendición, aplastó sus labios contra los de ella.

—¿Quién de ustedes dos es el propietario de la motocicleta? —la voz


estricta del agente irrumpió en su pequeño paraíso.

Se apartaron renuentes. Asmodeus alzó una mano con desgana.

—Soy yo.

—¿Conducía usted el vehículo?

Angélica miraba a uno y otro. Parecía perdida y confusa, como una niña a
la que acababan de regalar un juguete sólo para retirárselo poco después.

—Si me disculpa, señor… —Asmodeus se lo llevó cortésmente a un lado—.


¿Podríamos hablar en privado unos minutos?

El gendarme fue un blanco demasiado fácil para su poder de sugestión. El


tipo cayó en la trampa y lo siguió como un manso cordero. Angélica se quedó sola,
observando con curiosidad los restos de chasis desparramados por la acera.

El demonio disimuló un gesto ganador. A su lado, el gendarme tomó buena


nota de las palabras que él, solícito, le fue dictando. Un poco más de persuasión
demoníaca y no sólo se librarían de hacer una visita guiada por comisaría, sino que
incluso podrían evadir el amplio surtido de multas que le iba a caer encima, una
tras otra.

Había llegado el turno de salvarles el pellejo a los dos.


*****

—Finalmente te has salido con la tuya; hemos tenido que venir en metro —
protestó Asmodeus.

La primera vez que asistió al denigrante espectáculo que ofrecían las aceras
de Pigalle, Angélica se había sentido horrorizada y humillada. A esas alturas de su
misión, las calles de Pigalle, rojas e implorantes, la hacían sentirse como en casa.

—Otra vez aquí —añadió el demonio—. ¿Vamos?

Se adelantó un paso y le ofreció su mano. Tenía la palma abierta; a pesar de


ello, Angélica sabía el peligro que encerraba dentro de ella. La había rescatado del
cerco de los gendarmes, pero, viéndolo ahora, con aquella arrolladora confianza en
sí mismo, se dio cuenta de que la comisaría era un lugar mucho más seguro que
sus garras.

—Vamos —aceptó reticente—. Pero, esta vez, haremos las cosas a mi


manera.

El mero roce de sus dedos la hizo suspirar. Asmodeus era su montaña rusa
particular. Su mano, el asiento de primera fila en un vagón sin arnés.

—¿Cómo se supone que se hacen las cosas a tu manera, diablesa?

—Ahora lo verás.

En el número 41 del Boulevard de Clichy, en una esquina con chaflán, se


ubicaba un sex-shop diferente a los demás. La fachada negra, sobria y sin luces,
aparentaba elegancia, lo cual no dejaba de contrastar con la vulgar luminosidad de
la zona. Aspiraba a parecer un local de lujo; sin embargo, no pasaba de ser un
burdel con maquillaje refinado.

Ya sabes lo que se dice, Angélica. Si quieres un trabajo bien hecho, hazlo tú misma.

Sin el más mínimo reparo, atravesó las cortinas de terciopelo rojo que lo
protegían de miradas indiscretas y se coló en su interior, dejando a Asmodeus con
un palmo de narices.

Por dentro, el establecimiento era igual de soez que todos los demás. Penes
de plástico fluorescente, ropa interior con estampado de cebra —de hecho, creyó
identificar alguna de las prendas que Axelle iba siempre dejando tiradas por ahí—
y prótesis de silicona con formas explícitas. Angélica era consciente de que su nivel
de escrúpulo había disminuido drásticamente en los últimos días, pero todo tenía
un límite. Haciendo de tripas corazón, cruzó el pasillo de estanterías y se acercó al
mostrador. Asmodeus, repuesto ya del susto, se movía tras ella.

La dependienta era una mujer joven. Tenía entre las manos un bloc de
facturas y un bolígrafo coronado por un pompón fucsia.

—Disculpe —tanteó Angélica—. ¿Podría ayudarnos?

La mujer alzó la vista y, en cuanto los vio, compuso su mejor pose de


vendedora.

—Por supuesto que sí. ¿En qué les puedo ayudar? —guiñó un ojo con
complicidad—. Si buscan un poco de diversión, han venido al lugar adecuado.
Tenemos las últimas novedades para parejas, precisamente acabamos de recibir
un…

La arcángel carraspeó.

—Lo siento, me temo que es otro tipo de ayuda lo que andamos buscando
—con gesto preciso, extrajo de su bolso la fotografía de Cristian Sellier—. ¿Podría
decirnos si ha visto a este hombre por aquí?

—¿Son de la policía o algo así? —preguntó ella, alarmada.

—No, no se preocupe. Se trata más bien de un asunto privado.

La mujer meneó la cabeza despacio. Después, tomó la imagen en su mano.

—Comprendo. Esas cosas pasan mucho por aquí. Ya se sabe, hay personas
que no entienden el concepto de fidelidad —gruñó—. Ahora que lo dice, esta cara
me suena… —escrutó el rostro impreso en el papel.

Asmodeus se aproximó.
—Mírela bien —apremió—. Es muy importante que nos diga si ha visto a
este caballero.

Ante el sonido de su voz, ella alzó la mirada. Lo contempló un segundo y,


después, sonrió subyugada.

Angélica puso los ojos en blanco. Ya empezamos…

—No. No he visto al hombre de la foto en mi vida. Lo siento. En realidad,


no solemos recibir muchas visitas de hombres solos en la tienda. La mayoría
prefieren las salas de proyección o algo… ya saben, más fuerte.

—Por favor, es un asunto muy importante —la arcángel se negaba a perder


las esperanzas— ¿Está segura de que no lo conoce de nada?

—Me temo que no. Lo siento.

—Está bien. Gracias, de todos modos.

Angélica devolvió el retrato al interior de su bolso.

—Ya que estamos… Nos llevamos esto —Asmodeus depositó una pequeña
cajita sobre el cristal del mostrador—. Y esto también —añadió un frasco de loción
lubricante.

Angélica lo miró con expresión increpante.

—¿Qué pasa? —protestó él—. Nunca sabes cuándo lo vas a necesitar…

De vuelta entre el gentío, Angélica dudó hacia dónde encaminarse. No se le


había pasado por alto la expresión de la dependienta cuando dijo que los hombres
buscaban algo más fuerte. Ahora que se le iba pasando el efecto de su bravuconería,
ya no se sentía con ánimo de enfrentarse a algo más fuerte. No obstante, se negaba a
aceptarlo delante de Asmodeus, y mucho menos a seguir dejando en sus ineptas
manos una labor tan relevante. Llevaba casi una semana en París y aún no había
localizado al escurridizo Sellier. El tiempo se agotaba, y ella no estaba dispuesta a
seguir perdiéndolo con aquel par de distractores ojos endemoniados.

Dos portales al oeste, se encontraba una de las salas de pornografía de las


que Asmodeus había sido expulsado con cajas destempladas hacía ya dos noches.
Le demostraría a él, y a todo el mundo, que era valiente, decidida y que sabía
sacarse las castañas del fuego. Aunque para ello tuviese que hacer frente a algo más
fuerte.

Tragó saliva y cruzó el umbral.

Lo primero que vio nada más entrar fue el descomunal póster de una
exuberante mujer semidesnuda. Se quedó contemplándolo ensimismada. Lucía un
antiguo peplo griego rasgado, y entre los jirones asomaba un pecho desnudo. En
su gesto paroxístico se adivinaban las sacudidas de placer que un hombre, también
desnudo, le proporcionaba de rodillas frente a ella. Desde el fondo del local
retumbaba la música vibrante de una película erótica, entremezclada con los jadeos
de una joven que hablaba en ruso.

Durante un instante fugaz, Angélica se imaginó a sí misma vestida con una


túnica rota igual que la de la modelo, con los pechos desnudos y expuestos a la
boca despiadada de Asmodeus. Vio cómo esa cabeza de pelo dorado bajaba hasta
su ombligo para luego descender un poco más…

El brazo del demonio rodeó su cintura, tomándola por completo


desprevenida. Presionó bajo los senos, rozando en una caricia íntima su tierna
curva inferior. A modo de respuesta, los pezones de Angélica se endurecieron y
dolieron bajo la tela del sostén.

—Me encanta que tengas fantasías —susurró él, a su espalda, con los labios
pegados a su oído—, porque tú eres la protagonista de las mías. ¿Oyes los
gemidos? Así va a oír esta ciudad los tuyos cuando las haga todas realidad,
diablesa…

Mordisqueó el lóbulo de su oreja. Ella, a punto de clamar piedad, echó la


cabeza hacia atrás, y el demonio aprovechó para pellizcar, con disimulo, uno de
sus pezones por encima de la blusa.

El jardín del Edén se abrió ante los dos. Angélica apretó los labios para
contener un gemido, pero toda su sangre rugió de deseo. Lo único en lo que podía
pensar era en arrastrar a Asmodeus a cualquiera de aquellas cabinas, oscuras y
privadas, y arrancarle la ropa con las uñas. Ponerlo a sus pies y enseñarle qué otras
partes de su cuerpo se morían de ganas de gemir con la misma intensidad.

En ese instante, un hombre de rasgos centroeuropeos cargado con una caja


de DVDs, salió de la trastienda, evitando que cometiera la estupidez más supina
desde los tiempos de la Caída. Asmodeus la soltó, y ella se apartó, cubierta de
rubor hasta la raíz de los cabellos.

En cuanto reconoció al demonio, el hombre empezó a maldecir en tres


idiomas diferentes.

—¡Tú fuera! ¡No bienvenido aquí! ¡Voy echar otra vez! ¡Fuera!

Angélica se interpuso entre ambos.

—Disculpe, no queremos molestarle. Él viene conmigo. Estoy segura que,


sea lo que sea lo que haya hecho —enfatizó—, no se volverá a repetir.

El hombre la miró a los ojos. Su expresión serena y bondadosa pareció


calmarlo un poco.

—Pero, señorita… ¡él debe mucho dinero a mí! —explicó con ojos llorosos—
. Él rompió cabina, rompió pantalla, rompió todo, él.

Angélica le dirigió una mirada furibunda a Asmodeus, quien ladeó una


sonrisa.

—¿Qué puedo decir? Era una película pésima.

—Quédese tranquilo, señor —le dio una palmadita en el hombro al


húngaro—. El caballero va a saldar su deuda, yo me encargaré de eso. Pero ahora
necesito su ayuda.

—¿En qué ayudo yo a una señorita tan bonita? —preguntó con expresión
curiosa.

—Necesito saber si ha visto a este joven por aquí, o si sabe de alguien que
me pueda ayudar —expuso ella, y a continuación le mostró la arrugada fotografía.

El hombre se rascó la barbilla y sopesó unos instantes la respuesta. Tras


ellos, contemplando con indiferencia una vitrina de lencería, Asmodeus comenzó a
silbar. El húngaro se apresuró a negar con la cabeza.

—No, yo no conozco a él. Yo no quiero líos.

Intentó regresar a la trastienda, pero Angélica fue tras él, suplicante.


—¡No es ningún lío, señor, se lo juro! Le prometo que no se meterá en
problemas, sólo necesito encontrar al hombre de la foto.

—Entender, entender —repuso el encargado—. Pero yo no conozco a él. No


conozco. ¡Pero igual él tiene que pagar deuda, señorita! —exclamó, volviendo su
atención hacia Asmodeus.

—Claro, por supuesto que sí —corroboró Angélica, derrotada—. Él va a


pagar su deuda, le doy mi palabra.

El demonio dejó de silbar y la acompañó a la puerta, desde donde se


despidió antes de salir.

—¡Siempre es un placer hacer negocios con usted, señor Kostka! —celebró,


con un saludo militar. Por suerte para su integridad, no llegó a ver la carátula de
eXXXtasis que el ofendido señor Kostka le lanzó a la cabeza.

*****

—No lo entiendo. Hace días que lo buscamos y Cristian Sellier no aparece


por ningún lado. Pigalle tampoco es tan grande. ¿Dónde puede estar metido?

La noche acechaba París, pero Angélica no se había dado cuenta. Llevaba


horas con la sensación de moverse en círculos, haciendo una y otra vez las mismas
preguntas, viendo una y otra vez las mismas caras. Había puesto sus angelicales
pies en lugares de los que se avergonzaría hasta el más tolerante de los
ciudadanos. Se había tragado el orgullo y había soportado bromas obscenas,
desplantes y, para colmo, había tenido que lidiar con todos los frentes que
Asmodeus tenía abiertos en el barrio.

Eran las diez y cuarto de la noche, y estaba harta.

—No es tan fácil como esperabas, ¿cierto? —Asmodeus rodeó sus hombros.
Él, precisamente él, era el mayor de sus problemas, pero estaba tan cansada que
optó por recostarse un rato contra su pecho—. Diablesa, buscar a un pecador en
esta ciudad es como buscar un coral en el fondo del Pacífico. Por hoy ya has hecho
bastante. Lo mejor será que comas algo y descanses. Yo invito.
Angélica se apartó a toda prisa.

—¿A qué viene tanta solicitud? ¿Qué pretendes?

El demonio levantó las palmas en son de paz.

—Nada que no harías en público, lo juro.

—No me fío de ti.

—Haces muy bien. Pero, por ahora, lo único que deseo es apoyar mis reales
posaderas y disfrutar de una buena pizza en tu compañía. Es una oferta
irrechazable, diablesa, no lo puedes negar.

Ella le dedicó una sonrisa de aceptación.

—Odio que seas tan convincente.

Asmodeus pestañeó.

—Es curioso. Siempre pensé que no haberlo sido lo suficiente era lo que nos
había puesto en esta situación.

Tocada y hundida. Le dolió que justo ahora sacase a colación la


infranqueable barrera que los había separado sin remedio hacía seis milenios, y
que volvería a hacerlo antes o después. Sin embargo, esa noche no quería pensar
en nada más. Le bastaba con saber que Asmodeus —o, al menos, una versión más
cínica e inconsciente del Asmodeus que había conocido—, estaba a su lado.

Cuando tenía catorce años, se había sentido tan enganchada a él que no


concebía pasar un día, una hora, sin verlo. Ahora, después de cuatro días juntos, lo
que le resultaba impensable era haber sido capaz de sobrevivir seis mil años lejos
de él.

—Trato hecho —accedió—. ¿Alguna sugerencia?

El rostro de Asmodeus se encendió. Su expresión, ilusionada y


maquiavélica, oscilaba entre el ángel más inocente y el demonio más impío.

—Un lugar que te va a encantar.


Echaron a andar en dirección a Montmartre, mientras ella ajustaba sus
ligeros pasos a las pisadas implacables de él.

Asmodeus era nitrógeno. Y cúmulos, y estratos. Su halo, sus alas. Y


respiraría de él mientras pudiera. No iba a dejar pasar la oportunidad de disfrutar
de un oasis en medio del abismo en que se había convertido el Cielo tras su
partida. Sin naipes esparcidos por el suelo, sin sonrisas furtivas ni besos hasta el
amanecer.

Si era necesario, ya se lamentaría después.

Capítulo XIV – La Tierra

París, 19 de julio de 2010.

Pomodoro era un establecimiento angosto, estaba abarrotado, y flotaba en el


aire un ligero tufillo a aceite recalentado. Sin embargo, a Angélica le pareció el
restaurante italiano más encantador que había conocido nunca. Tampoco es que
hubiese visitado muchos, es cierto, pero alguien como ella era capaz de reconocer
las perlas ocultas en el lodo y hacerlas brillar. Al fin y al cabo, en eso consistía su
trabajo.

La puerta, roja y siempre abierta, como se enorgullecía en pregonar el chef de


la casa, constituía el último esbozo de civilización entre las sombras de una calle
peatonal, sin salida, a escasos metros del Sacré Coeur. Las casas viejas, vestigios
del pasado campesino de Montmartre, flanqueaban la pequeña trattoria, cercada
por una estrecha terraza coronada por sombrillas escarlata. El ambiente, tanto
fuera como en el interior, era distendido y cálido. Nada que ver con la grandiosa y
efervescente capital europea que les rodeaba.
Dentro del local, la gente charlaba animadamente. Había familias con niños
pequeños que correteaban en círculos, turistas, parejas que compartían la misma
copa de helado, cenas entre amigos de pizzas y carcajadas. Tras la barra, un
hombre robusto y moreno, vestido con un ridículo delantal a rayas, se afanaba en
ofrecer a todos los clientes la mejor de sus sonrisas. En cuanto vislumbró a
Asmodeus en la fila de pedidos, esa sonrisa se ensanchó todavía más.

—¡Jean-Loup, amigo! ¡Qué gusto tenerte de nuevo por aquí! —pronunció


con fuerte acento napolitano.

Se precipitó a estrechar su mano por encima del cristal del mostrador.


Angélica respiró aliviada; al fin un rostro amigo entre las filas de hostilidad que
Asmodeus se había granjeado a pulso con medio París.

—El gusto es mío, Tono. Ella es Angélica…, una prima lejana.

El pizzaiolo la miró de arriba abajo. A pesar de que su expresión destilaba


simpatía, parecía un tanto frustrado.

—Un placer saludarla, signorina. ¿Así que una prima lejana, eh? Lástima…
Yo que pensaba que habías decidido sentar cabeza por fin, viejo disoluto… —
Angélica pestañeó. Llamar viejo a un hombre que no aparentaba tener más de
veinticinco años no dejaba de resultar bizarro—. Si usted supiera, signorina, la de
cosas que el crápula de su primo y yo hemos hecho juntos…

Asmodeus carraspeó, incómodo.

—¿Qué nos recomiendas tomar hoy, Tono?

—¡Ah, tienes hambre, bribón! —les guiñó un ojo—. La diavola está exquisita,
toda fresca, como a ti te gusta.

El demonio celebró la sugerencia.

—Es mi favorita —explicó contento.

—Pero Asm… Jean-Loup —maldición—, no podemos cenar aquí. Esto está


atestado.

—Claro que no. Aquí sólo hemos venido a buscar el avituallamiento,


¿verdad, Tono?
El hombre aplaudió, encantado.

—Por supuesto. Tono pone la comida. Jean-Loup pone el lugar… y la


compañía. Y ahora, ¿qué va a pedir la signorina?

Angélica se mordió el labio con indecisión. No se le había pasado por alto la


sutil —aunque incitante— connotación que escondía el nombre de la pizza
preferida de Asmodeus.

—Está bien —asumió al fin. Qué demonios, un día es un día, y tampoco es


que fuera a descender a los Infiernos por comer un plato picante—. Que sean dos
diavolas.

Tono volvió a guiñar un ojo y, después, corrió hasta la cocina con todas sus
orondas curvas y su estrafalario delantal. Asmodeus y ella esperaron en la calle a
que preparara el pedido. El efecto hipnótico de Montmartre resbalaba por las
fachadas de sus bajos edificios blancos y serpenteaba entre los adoquines.

—¿Adónde iremos? —preguntó Angélica.

Él se dejó caer de espaldas sobre el cristal del escaparate, cerrado a esas


horas para evitar corrientes de aire. Entrelazó los tobillos, cubiertos por las botas, y
pisoteó distraídamente un trozo de papel arrugado con el talón de una de ellas.

—La curiosidad te mata, ¿verdad? —sonrió, sin despegar la vista del


suelo—. Siempre ha sido más fuerte que tú.

—Intento mantenerla a raya —resopló ella.

—Pues déjame decirte que lo haces fatal.

—Me lo pones muy difícil.

—Es mi especialidad.

Angélica se recostó a su lado. Le dolía la espalda de rastrear el decimoctavo


arrondissement, y su cuello envarado pedía a gritos una almohada.

—Pues déjame decirte que lo haces genial —parafraseó.

—No es lo único que hago bien —fanfarroneó el demonio.


—La soberbia te mata, ¿verdad? —volvió a imitarle Angélica, y un malicioso
brillo de burla despuntó en sus pupilas—. Siempre ha sido más fuerte que tú.

Asmodeus guardó silencio. El papel de la acera parecía ser merecedor de


toda su atención.

—Sólo una cosa ha sido siempre más fuerte que yo —dijo al cabo de un rato.
Sus dedos reptaron por la superficie del cristal hasta rozar los de la arcángel—. Y
es lo que siento por ti.

Los meñiques de ambos se entrelazaron en un contacto que apaciguó las


hambrientas fauces de su alma. Angélica se perdió en sus ojos azules, consciente
por primera vez de la profundidad insumergible que ocultaban detrás. Esos ojos
que la contemplaban inundados de nostalgia y que podrían cambiar de color en
cualquier momento, lanzándolos de golpe a las garras de una realidad que se
empecinaba en separarlos como fuerzas centrífugas.

—¡Chicos! ¡Jean-Loup! ¡Signorina! —Tono reclamaba su atención a gritos


desde el interior de Pomodoro—. Ya están listas vuestras pizzas. ¡Diavola para los
dos!

El demonio ladeó una sonrisa triste. El toque mágico de sus dedos se


esfumó.

—Tenemos que entrar —indicó, más para sí mismo que para ella—
Recuerda, invito yo.

Tono depositó en sus manos dos cajas de cartón, calientes y aromáticas. El


olor del salami a la brasa impregnó las fosas nasales de Angélica y la hizo salivar.

—Y aquí llega el postre —el pizzaiolo dejó sobre el mostrador una bolsa de
plástico con un pequeño recipiente en su interior—. Tiramisú por cortesía de la
casa.

—Gracias, amigo —Asmodeus colocó el obsequio encima de las cajas—. No


hay un anfitrión como tú.

—Y ahora, ¿adónde llevarás a la signorina, Jean-Loup? ¡No pretenderás dejar


con la intriga a este pobre italiano!

El demonio le hizo entrega de una generosa propina. Se desentendió del


interrogatorio con una sonrisa pícara, la misma que lograría que Angélica se
enamorara de él una y otra vez, sin importar dónde estuvieran ni los años
transcurridos.

—Es una sorpresa. ¿No querrás aguarle la fiesta a la signorina?

Tono chasqueó la lengua. Los miró desde el otro lado de la barra como si
fuesen los últimos en enterarse de la noticia más jugosa de los últimos tiempos.

—¿Así que una prima lejana, eh? —preguntó con sorna.

*****

Las calles empinadas y pedregosas de Montmartre espiraleaban como


escargots[8] en los alrededores de la Place du Tertre, foco de la alegría de todo un
barrio. Lejos quedaban los neones agresivos de Pigalle; allí, la plaza resplandecía
bajo la luz de candiles e inocentes bombillas de colores. Parecía un rincón
fantástico para perderse entre las hordas de turistas y degustar unas pizzas, pero
Angélica comprendió que no era ése su destino cuando pasaron de largo entre los
estrambóticos puestos de caricaturas y las deliciosas exposiciones de pintores
callejeros.

Siguió los pasos de Asmodeus a través de una callejuela, mucho más


estrecha y mucho más solitaria.

—En serio, esto ha dejado de tener gracia. ¿Adónde me llevas?

—¿No te fías de mí?

¿Acaso cabía la menor duda al respecto?

—Estamos… ¿estamos yendo hacia tu casa?

Él se dio la vuelta con la velocidad de un rayo en mitad de la llanura.

—¿Por qué? ¿Quieres ir?


—Por supuesto que no —se apresuró a aclarar ella—. De todas formas,
¿dónde se supone que vives?

—La incertidumbre te carcome, ¿me equivoco? Nunca lo adivinarás, no te


esfuerces —recomendó con tono juguetón—. Tal vez esté donde menos lo esperas.

Había tantas cosas en él que no eran como ella esperaba... Quizás ahí
radicase su auténtico peligro.

—¿Por qué nunca vistes de negro? —esa incógnita, por ejemplo, era una de
ellas—. Pensaba que era algo imprescindible para los de tu… —la palabra calaña
murió en sus labios antes de ser pronunciada— clase.

Asmodeus giró sobre sus talones y señaló su rostro como quien señala lo
evidente.

—Diablesa, el negro no favorece en absoluto a estas hermosas facciones.

Angélica valoró seriamente la posibilidad de lanzarle una sandalia a la


cabeza, pero lo pensó mejor y rompió a reír. No importaba lo que él hiciera o
dijese; al final, siempre conseguía hacerla sonreír.

La rue, desierta, iniciaba un fuerte descenso a pocos metros de la Place du


Tertre. Las copas de los árboles se cernían, amenazadoras, sobre su figura, y las
aglomeraciones de turistas pertrechados con boinas hacía ya rato que habían
quedado atrás. Mientras caminaban, en un recóndito rincón de su insensata
cabecita, Angélica meditaba acerca de quién demonios la había mandado a ella
hacerle caso a una criatura recién salida del Averno y adentrarse por aquel camino
vacío.

Asmodeus se detuvo en seco. He ahí la respuesta a su pregunta.

—Ya hemos llegado. Mademoiselle —improvisó una reverencia—, si me


permite acompañarla a su mesa…

—¿Aquí? —la arcángel echó un vistazo. Un edificio antiguo de tintes


neogóticos, un par de casas residenciales y una verja automatizada que les confería
intimidad. Eso era todo. Tras los barrotes, una serie de escalones, húmedos de
musgo y malas hierbas, ascendían entre matorrales hasta perderse en la
oscuridad—. ¿Éste era el lugar asombroso que bajo ningún concepto querías
desvelar? Deberías hacerte graduar la vista…
Él sostuvo las cajas de pizza con una sola mano y, con la otra, estrechó la
suya.

—Sígueme —suplicó, y Angélica tuvo la sospechosa sensación de que,


cuantas veces se lo pidiera él, tantas lo haría ella. Hasta el fin de los tiempos.

Las barras de metal de la valla ni siquiera cimbrearon cuando Asmodeus se


materializó al otro lado de la misma.

—¿Estás loco? —siseó la arcángel—. ¡No puedes colarte ahí! ¡Es una
propiedad privada!

Él se encogió de hombros, como si las dos últimas palabras que ella había
mencionado no formasen parte de su vocabulario.

—Lo que te quiero mostrar se ve mucho mejor desde este lado... Vamos,
diablesa, ven conmigo. No hay moros en la costa; todo está tranquilo —trató de
convencerla.

Las probabilidades de arrepentirse eran muchísimas. Sin embargo, las


probabilidades de acabar cediendo a su propuesta eran infinitas. Angélica suspiró,
resignada.

—¿Qué pasará si nos descubren?

—No nos van a descubrir, te lo prometo.

Maldijo su escasa capacidad de resistencia justo antes de materializarse en el


lado opuesto de la cancela, donde Asmodeus la esperaba. Estupendo. Ahora
tendría que sumar allanamiento de jardín ajeno a su creciente lista de infracciones.

Comenzaron a subir; los escalones, de piedra, eran estrechos, cortos y


trepaban en la noche parisina con la afectación de una cola de lagartija.

—Juzga tú misma si tengo o no la vista bien graduada… —sentenció el


demonio cuando llegaron al final del camino—. Bienvenida al Moulin de la
Galette.

Se hizo a un lado, cortés, y Angélica se quedó sin habla. La escalinata


terminaba de forma abrupta en un repecho empinado y lúgubre. En lo alto, casi
como suspendido en la atmósfera, se atisbaba un pequeño y viejo molino de viento
corroído por polillas y por chinches; sus cuatro aspas, detenidas en un pasado
lejano y glorioso, se iluminaban en la penumbra proyectando sombras
fantasmagóricas. A sus pies, la terraza de un estiloso restaurante disfrutaba del
verano francés bajo su cobijo.

—Es… es espectacular. Es… ¿qué es? —preguntó Angélica, atónita, sin


despegar la mirada de la peculiar estructura.

Asmodeus se repantigó en el penúltimo escalón.

—Es el último vestigio del mejor París que el ser humano ha conocido y
conocerá jamás —proclamó con solemnidad—. El más afamado club social de la
Belle Époque.

—Un molino, ¿un club social?

El demonio le indicó con gesto atento que tomara asiento junto a él. Antes
de contestar, abrió una de las cajas y separó con sus propios dedos una porción de
pizza. Se la ofreció a Angélica, quien le hincó el diente sin dudarlo. Era la más
exquisita, sabrosa y fogosa combinación de sabores que había experimentado en su
vida.

—¿Recuerdas lo que te conté el otro día? ¿Todo aquel sermón sobre el


pequeño pueblo de Montmartre y su invasión por remilgados capitalinos?

¿Cómo olvidarlo? Angélica aún tenía pesadillas con el rictus de desolación


que se había dibujado en el rostro de Asmodeus mientras narraba peripecias de
otras épocas. Y sueños húmedos con lo que había venido justo después, en el
pasaje Cité Véron.

Introdujo otro tentador bocado de pizza diavola en su boca.

—Sí, lo recuerdo —confesó con la boca llena.

—Montmartre era una tierra rica en vientos y cereales; molinos como éste
brotaban como hongos por todos los rincones de la colina —liquidó su propia
porción en sólo tres bocados—. El Moulin de la Galette era el más visitado por los
viajeros que se dirigían a la capital desde el norte, y todos eran recibidos con un
vaso de vino caliente y una torta de maíz. Con la anexión a París, la vida agrícola
desapareció, pero los urbanitas decidieron que resultaría de lo más chic conservar
los molinos como exóticos espacios de recreo. Y así nació el otro Moulin de la
Galette —sus ojos se iluminaron, a juego con el cielo teñido de zafiros—. El Moulin
testigo de fiestas y bailes legendarios, los cuales marcarían para siempre a esta
ciudad y la harían vivir de sus cenizas durante siglos. Invitado pueblerino y
silencioso a la modernidad, el amor, las artes, la vida.

El trozo de pizza se enfrió irremediablemente entre los dedos de Angélica.


Revivir el pasado de París a través de sus palabras era un placer mucho más
delicioso que cualquier plato de un restaurante de cinco tenedores.

—Es curioso —replicó ella—. Es el último lugar donde una esperaría


encontrar una sala de fiestas. He visto las pinturas de Renoir y de Toulouse-
Lautrec, pero no concibo la idea de que esto haya sido nunca otra cosa que maleza,
edificios altos y turistas.

Asmodeus asintió con la cabeza, pero guardó silencio. Jugueteó con la tapa
de cartón de la caja, transformada de pronto en una hambrienta piraña a punto de
apoderarse de la mano izquierda de Angélica. Riendo, la arcángel tomó una nueva
porción que los finos hilos de mozzarella se negaban a dejar marchar.

—Tampoco es que las fiestas del Moulin de la Galette fuesen unas bacanales
desenfrenadas —prosiguió él—, espero que entiendas lo que quiero decir. De
hecho, la mayoría de ellas consistían en reuniones light, a plena luz del día, con
poco alcohol y demasiadas normas de decoro. Nada que ver con el tipo de veladas
a las que alguien como yo está acostumbrado, claro… A pesar de eso —sus ojos se
empañaron—, desprendían una esencia especial. Una perversidad casi infantil. La
gente simplemente venía y disfrutaba, sin preocuparse nunca si hacía bien o mal.
Lo único que importaba era seguir avanzando. Cambiar el destino ya escrito de
una sociedad reprimida y gazmoña. Aquí se bebía, se charlaba, se reía, se fumaba,
se bailaba, como si el mañana ya hubiese llegado y hubiese que apurar hasta el
último trago antes de convertirlo en pasado. Y ese molino…

—Ese molino es la única prueba viviente de todo eso.

Asmodeus dejó de cavilar un segundo para fijar su atención en ella. Parecía


traspuesto, con un pie en el siglo XXI y otro en algún remoto día de verano de
1895.

Tampoco es que ella se encontrase en mejores condiciones. Era incapaz de


pensar en otra cosa que no fuera una pandilla de adolescentes locos, ansiosos por
romper las normas y cambiar su suerte, y en el patio donde se reunían a
hurtadillas cada noche. Beber, reír, jugar. Un columpio que aún seguía en pie y en
el cual no había vuelto a mecerse desde entonces.

—Así es —asintió él, ajeno al doloroso derrotero que tomaban sus


pensamientos—. A la sombra de este molino se idearon los primeros automóviles.
Se tomaron las primeras fotografías. Se impulsaron auténticos avances científicos y
médicos. Nació el arte impresionista. Pero los humanos son tipos peculiares, y eso
parece importarles un bledo. Ya no queda nada de aquello; sólo ese viejo molino
mudo. Arrinconado en una esquina de esta inmensa ciudad. Tan apartado, que la
mayoría de turistas ni se molestan en venir.

Los dos comieron en silencio, sumidos en sus propias reflexiones y en el


arrullo de los grillos. Para cuando terminaron de cenar, Angélica no pudo
postergar más la interrogación que le quemaba la lengua, y que ya había pospuesto
demasiadas veces.

Hay verdades a las que hay que hacer frente, y ella necesitaba conocer una
por encima de todas las demás.

—¿Fue doloroso? —preguntó, sin atreverse a levantar la vista.

Si le sorprendió su pregunta, no lo demostró. Más bien pareció haber estado


esperándola. Desde hacía demasiado tiempo.

Asmodeus estiró las piernas y tomó aire.

—Hasta la locura. Durante mucho tiempo incluso me alegró que tú… que te
quedaras arriba. Que no tuvieses que pasar por ello.

La arcángel apretó los párpados. Escocía. Dolía levantar todo el polvo que
cubría las páginas de su pasado, y dolía pensar que aquella criatura carente de
empatía que tenía delante, en algún momento de su vida la había amado tanto
como para anteponer el bienestar de ella al suyo propio.

—¿Cómo están todos? ¿Luc? ¿Ast, Bel? —su voz se fue apagando hasta
quebrarse en la última sílaba. Eran nombres que no había vuelto a pronunciar.
Columpios vacíos en su memoria—. Recibimos la noticia de la desaparición de
Astarté, ¿es cierto?

El demonio la contempló con una expresión cercana al alivio.


—Creí que no lo preguntarías nunca… Sí, es verdad que Astarté se esfumó.
Poco después de que nos expulsaran le perdimos la pista. Tardamos décadas en
averiguar dónde se había metido.

—¿Dónde está? ¿Qué le ocurrió? —un día, mucho tiempo atrás, Astarté
había sido lo más parecido a una amiga que había conocido.

—Eso no te lo puedo decir —rehusó él—. Sólo nosotros sabemos dónde se


oculta, esperando el momento de regresar. En realidad, no deberías sentirte mal
por ella. La cabrona fue la más inteligente del grupo.

Angélica respiró tranquila. Se alegró de que la gemela de Astaroth estuviese


bien. Todo lo bien que se podría llegar a estar tras una experiencia traumática
como la suya.

—¿Y los demás?

Asmodeus sonrió. Los demás eran sus amigos, su familia. Una familia a la
que ella ya no pertenecía.

—Los demás están bien. Con los años, Luc se ha vuelto todavía más
neurótico. Es un puto chalado, pero entre todos intentamos sobrellevarlo. Aunque
no siempre lo conseguimos.

Rieron con complicidad.

—Bel anda puesto hasta las cejas, así que no se entera de mucho. En
realidad, tampoco es que antes lo hiciera —ponderó.

—¿Y Ast? —preguntó ella, entusiasmada al volver a tener noticias de sus


hermanos—. ¿Sigue igual de holgazán?

La sonrisa franca y luminosa de Asmodeus se marchitó.

—Hace más de un año que no veo a Astaroth. Él conoció a una zo… a una
mujer humana y decidió abandonarnos para irse con ella. Vive aquí, en la Tierra.

Angélica no podría estar más sorprendida.

—¿De veras? El inalcanzable Ast enamorado hasta el tuétano… ¡no me lo


puedo creer! Es una noticia estupenda. Me alegra que sea feliz.
—Es un estúpido y un traidor, eso es lo que es —masculló él—. Y aquí se
acaba el tema.

Torció el gesto, y la arcángel se dio cuenta de que hablaba completamente


en serio. En favor de su recién instaurada paz, prefirió dejar al margen su
curiosidad, al menos por el momento. Sentada en el último escalón, se abrazó a sus
rodillas, incapaz de procesar de una sola vez toda la información que Asmodeus
acababa de proporcionarle. El viento soplaba fresco, pero su interior era un
hervidero de agitación.

—¿Qué sucedió… aquella noche?

—Pensé que la fuente de tus conocimientos era inagotable, diablesa —se


burló él, recuperado su rol de ser de las tinieblas.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué fue lo que pasó, Asmodeus?

—¿El día en que la bomba acerca del affaire de Luc explotó? —ante el
asentimiento de la arcángel, él continuó—. Fuimos apresados, como tú misma
presenciaste. Se nos negó cualquier oportunidad de explicarnos, justificarnos o
disculparnos. Fuimos juzgados, sentenciados y condenados en una sola noche. Y,
antes del amanecer, nos expulsaron a todos. Fin de la fábula. Moraleja: QUE OS
JODAN.

—Sí, pero… —¿por qué tenía que ser tan difícil?— ¿Qué ocurrió después?
¿Después de… caer?

Asmodeus tragó saliva. Por primera vez, parecía fuera de ese margen de
comodidad y desfachatez en el que tendía a moverse.

—Mira, diablesa, haznos un favor a los dos y olvida que alguna vez hiciste
esa pregunta. Ni tú quieres oír la respuesta ni yo disfrutaría dándotela.

El pecho de Angélica se retorció de dolor.

—De acuerdo —miró al frente—. No volveré a hacerlo. No volveré a


inmiscuirme en el pasado, ni tampoco volveré a maldecirme en silencio. Tan sólo
quiero, tan sólo necesito decirte, y espero que lo entiendas a la primera porque no lo
pienso repetir ni bajo coacción, que lo siento. Siento lo que te hicieron. Siento que
tuvieras que sufrir como lo hiciste; siento que las cosas sucedieran así.
París desapareció bajo sus pies. Las luces eternas se apagaron; el segundero
de los relojes se detuvo. Sólo existía Asmodeus, y ese pozo profundo y opaco en el
que el destino se había encargado de asfixiarlos a los dos.

No sabía qué reacción había esperado ante tal revelación. Estaba preparada
para la burla, incluso para una fingida comprensión. Desde luego, lo que no
esperaba fue la hostigadora indiferencia con que él la trató.

—Ese discurso llega un poco tarde, ¿no crees? Pero puedes estar tranquila;
logramos manejarnos bastante bien nosotros solos —alegó, y sus labios se curvaron
por la ira—. No vengas ahora a hacerte la mártir ni la redentora de nadie, diablesa,
porque no lo eres. No estás por encima del bien y del mal. Tan sólo fuiste una
piedra que se quedó por el camino.

Si lo que pretendía era hacerle daño, lo estaba consiguiendo. Y con una


eficacia abrumadora.

—¿De qué estás hablando? No pretendo ser ninguna mártir —rebatió con
voz rota—. Ya te he dicho que siento todo lo que os hicieron. No hay nada más que
pueda hacer.

Los ojos de Asmodeus llamearon de furia.

—No. Por supuesto que Su Excelencia no puede hacer nada más. Nunca hay
nada más que Angélica pueda hacer —había tanta rabia acumulada en sus
palabras que ella se acobardó—. No eres más que ralea. Jodida basura. Métete tus
disculpas y tu condescendencia por donde te plazca. ¿De verdad piensas que bajar
al Infierno fue lo más doloroso? ¿Que ser expulsado de mi hogar fue el castigo más
grave? —chasqueó la lengua con una emponzoñada mueca de burla—. Eres aún
más cínica de lo que recordaba. Lava tu conciencia en otra parte; a nosotros no nos
haces falta. No te echamos de menos, no te necesitamos y, para que duermas
tranquila, no estuvimos solos frente a las adversidades, si eso es lo que tanto te
preocupa.

Una lágrima pálida y redondeada se deslizó por la mejilla de la arcángel.


Toda su celestial e impostada actitud de excelentísima Duquesa se derrumbaba con
la fragilidad de un castillo de naipes en medio de la tempestad.

—¿A qué te refieres? —balbuceó.

—Lilith —pronunció Asmodeus, con una ceja enarcada y milenios de


soberbia grabada en su rostro—. Ella estaba abajo, esperándonos con los brazos
abiertos cuando caímos. Ella nos apoyó, nos cuidó, nos acompañó. Se convirtió en
el pilar del grupo y no se ha separado de nosotros desde entonces.

Angélica meneó la cabeza, impactada. El Universo había adquirido las


trazas de un impredecible caleidoscopio de fechas y recuerdos que no acertaba a
comprender.

—¿Lilith? —repitió el nombre de la primera hembra humana, una mujer que


se había largado sin despedirse antes de que llegaran a conocerla y de la que no
habían vuelto a saber jamás—. ¿Lilith estaba en el Infierno cuando vosotros
caísteis? ¿Qué hacía ella allí?

Asmodeus rezongó.

—Diablesa, la Caída no fue un castigo que durara un día. Fue una jodida
tortura que duró años; dimos muchos tumbos, morimos muchas veces, antes de
recalar en el inframundo. Yo no dije que Lilith estuviera esperándonos en el
Infierno. Ni siquiera estaba allí en aquel tiempo.

Cada frase que salía de los labios del demonio era como una puñalada que
se enterraba más y más hondo en su corazón. El mismo que ella acababa de abrir
para él. Le resultaba increíble pensar que hacía sólo unos minutos habían
disfrutado de una deliciosa cena compartida. Ahora, su orgullo y su amor estaban
heridos de muerte.

—¿Y luego sí? —inquirió, ofuscada. Las lágrimas corrían por sus mejillas a
raudales, sin que las pudiese detener. Sin que lograse entender—. ¿Por qué una
humana iba a aceptar una eternidad en el Infierno por voluntad propia?

Asmodeus, sin un ápice de clemencia, le propinó la estocada definitiva.

—Porque se casó conmigo.

Capítulo XV – El Infierno

Tercer Trimestre.
Año 5.900 después de la Caída.

Los días que siguieron a la imperiosa entrada de Lily en el despacho del


Palacio Central, deshecha en lágrimas por la desaparición de Asmodeus, habían
sido tan agotadores como inconcluyentes. Luc estaba seguro de haber recorrido, a
lo largo de los mismos, un amplio abanico de emociones entre la incredulidad y el
optimismo. Ahora que ya no quedaba nada por hacer, excepto esperar, se dejó caer
sobre el diván Marie Antoinette de su sala de música, el mismo diván en el que
Asmodeus había reposado la borrachera una semana antes, y hundió la cara entre
las manos. Estaba exhausto; la frenética labor de búsqueda de su díscolo
Archiduque tan sólo les había conducido a la incertidumbre más absoluta.

El cabrón se las había ingeniado bien. Había falsificado un permiso de su


puño y letra y, con todo su descaro, se lo había mostrado a la Guardia Infernal. Por
lo que los vigilantes de turno habían confesado, la pantomima estaba tan bien
orquestada que había tenido la poca vergüenza de enseñarles una runa adulterada
atribuida al Emperador. Estaba claro que había infravalorado sus alcoholizadas
capacidades. El condenado había dejado todo atado y bien atado antes de partir,
sin un cabo suelto. No importaba cuánto rastrearan ni cuán complejo instrumento
de geolocalización emplearan; su pista se perdía fuera de los límites del Infierno, y,
sin una runa auténtica, ubicar a Asmodeus era como buscar la estela de un piojo en
la cabeza de un vagabundo.

Lucifer aflojó el nudo de su corbata de un tirón y la arrojó al suelo con


hosquedad. Era la primera vez que se la jugaba, pero no consentiría que se la
metiera doblada de nuevo. Había estado obcecado con toda esa porquería de la
traición de Astaroth, y el cretino se había aprovechado de las circunstancias. Pero,
a partir de ese momento, no toleraría ni un patinazo más.

Seguramente, el bastardo se había largado a Dubai a corretear tras las faldas


de alguna danzarina, o quizás a alguno de esos locales de los bajos fondos de Tokio
donde tanto le gustaba perder el tiempo entre muchachitas de porcelana peinadas
como muñecas. Asmodeus conocía la Tierra como la palma de su mano; había
dilapidado en ella buena parte de su existencia y sabía muy bien cómo moverse —
y cómo esconderse—. Si no cometía ningún error, podrían tardar días, semanas o
incluso meses en dar con su paradero.

Un redoble inesperado en la puerta lo hizo maldecir.

—Lárgate y déjame descansar en paz, Seasquienseas —masculló.

—Necesito hablar contigo.

Y lo que Luc necesitaba era dormir hasta que el jodido Infierno entrase en
combustión espontánea. Sin embargo, la voz de Lily sonaba lo bastante inquieta
como para negarse a concederle un minuto de su tiempo.

El Emperador meneó la cabeza. Qué duro era ser él.

—Entra.

No se hizo de rogar. Lily penetró en la sala de música con el trotecillo


travieso que la caracterizaba. Iba descalza y lucía un camisón vaporoso de color
negro, cubierto apenas por una bata a juego. Tenía el aspecto sofisticado de una
diva en blanco y negro, excepto por la maraña de rizos escarlata que se extendían
por sus hombros y senos. Seguía siendo tan hermosa como el día en que la
conocieron, sólo que ahora, además de su deseo libidinoso, se había ganado a
pulso el respeto y el cariño de todos allí abajo.

Se sentó en un sillón cercano a la chaise-longue. Su rostro estaba crispado y


tenso.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Alguna novedad?

—Si te refieres a si Asmodeus ha aparecido, no. Ninguna novedad —meneó


la cabeza, y los bucles rojizos se mecieron en torno a su cara—. Sin embargo… yo…

Luc tenía un incipiente dolor de cabeza, y le ardían las alas tras una jornada
entera de represión. Lo último que quería era enfrentarse a una Lily titubeante e
indecisa, así que se desplomó sobre los cojines con un suspiro hastiado.

—¿Te encuentras bien? —se alarmó ella.

Corrió a depositar una mano sobre su sien. Lily estaba a su lado siempre, en
los mejores momentos y en los peores. Conocía sus más inconfesables secretos,
incluso los que el propio Emperador prefería no recordar.

—Estoy bien, Lil. Sólo es sueño acumulado.

La mujer lo observó con gesto severo. Su instinto de protección solía


enternecerle; hoy, sin embargo, le resultaba molesto. No tenía el escroto para
aguantar sermones.

—Estás sometido a demasiada presión, Luc. Será mejor que hablemos


mañana…

—¡No! —su exclamación la disuadió de ponerse en pie—. No me dejes con


la intriga. Ya sabes que soy cotilla por naturaleza.

Lily reprimió una sonrisa.

—Está bien. Pero prométeme que después dormirás y descansarás hasta que
amanezca… dentro de tres días.

—Hay que seguir buscando a Asmodeus —refunfuñó Luc—. Ese maldito


infeliz nos está haciendo perder un tiempo precioso.

—Olvídate de eso. Deja que los chicos y yo nos encarguemos. No somos tan
inútiles, ¿sabes?

Lucifer suspiró. Una bocanada de aire enardecido salió de sus labios y lo


hizo toser. Llevaba demasiado tiempo allí encerrado. Sus pulmones, encharcados
de sulfuro, envenenaban su caja torácica lentamente.

—Nunca he dicho que tú lo fueses. Los chicos… son unos redomados


ineptos.

El rostro nacarado de Lily se tornó serio.

—Los chicos están hartos de esta vida de mierda, Luc. Igual que tú. Y cada
uno busca la manera de escapar de sus zarpas, de una forma u otra.

El Emperador se incorporó; sus ojos de obsidiana flameaban de ira.

—¿Vida de mierda? Esos imbéciles hacen lo que les da la gana, gracias a mí.
Tienen títulos, poder, palacios, siervos, gracias a mí. Entran y salen a su antojo; se
divierten sin verse sujetos por el más mínimo remordimiento. Yo les conduje hacia
la libertad. ¿De verdad crees que esto es peor que consumir nuestra inmortalidad
bajo el yugo de una moral rancia y castrante?

—No te alteres, por favor —la pelirroja alzó las palmas en son de paz—. No
estás en condiciones de discutir. Será mejor que dejemos el tema.

Lucifer rebufó, igual que una bestia carente de modales.

—¿A qué has venido?

—A decirte que… —ella tomó aire. Luc nunca la había visto tan
dubitativa—. A decirte que creo que puedo encontrar a Asmodeus.

Como una exhalación, él la agarró por los hombros.

—¿Y has esperado hasta ahora para decirlo? —bramó.

Lily se zafó de su sujeción con una sacudida.

—Aún no sé dónde está —se excusó—. Y, aunque lo supiera, tampoco


tendría intención de decírtelo a menos que aceptes mis condiciones.

Luc se echó las manos a la cabeza, retorciendo sus cabellos rubios hasta
llenarlos de nudos.

—Esto es el colmo… Ahora tú también te rebelas. ¿Qué clase de amiga y


compañera se supone que eres?

—La mejor —juzgó ella—. Pero Asmodeus es mi guerra. No la tuya.

Lucifer abrió unos ojos como platos. Se sentía como si acabase de hallar la
pieza clave del rompecabezas.

—Lily… No, Lil… —meneó la cabeza—. Ahora lo entiendo. Tu cambio de


peinado, tu desesperación, tu visita al palacio de Mod el día que desapareció…
¿Qué andabas buscando allí, Lily? Asmodeus no es para ti —harto, chasqueó la
lengua—. Nunca lo fue. Ni siquiera entonces.

Oh, mierda. Lucifer sintió pánico al percibir una insignificante ascua de


ilusión infantil en los ojos negros de Lily. Oh, mierda.
—Eso no puedes saberlo —protestó ella—. Mi matrimonio no funcionó
entonces, pero, ¿por qué no podría hacerlo ahora? Ha pasado mucho tiempo…

Luc se apretó el puente de la nariz con los dedos. El Universo era un hogar
jodidamente incómodo cuando se lo proponía.

—Hemos hablado de esto muchas veces. El alma de Asmodeus es una


herida abierta. Infecta. Y aún supura, Lily.

La vio tragar saliva. El Emperador odiaba causarle dolor, pero alguien tenía
que quitarle la venda de los ojos. Asmodeus era el ser más estúpido que había
conocido; sólo tenía ojos para aquella zorra taimada que los había engañado a
todos y que lo había empujado al abismo con sus propias manos.

—Mis condiciones —señaló ella, como si las palabras de Luc nunca


hubiesen existido—, son las siguientes: en cuanto lo localice, viajaré a la Tierra para
hablar con él. Yo sola. En privado. Y tú no pondrás ningún obstáculo —Lucifer
inició una protesta, pero ella la acalló con un zarandeo de su mano—. Trataré de
convencerlo para que regrese… por las buenas. Si no lo consigo, te doy mi palabra
de que sabrás dónde está, y podrás traerlo a rastras si es eso lo que deseas. Pero,
por favor, decidas lo que decidas, no le hagas daño —la súplica en sus ojos le
atravesó el corazón, o ese remedo purulento y correoso que aún debía de albergar
su pecho.

Lucifer sopesó su petición. La alusión a lo ocurrido con Astaroth era clara, y


una punzada de remordimiento hizo mella en él. Una cosa era ser el puto amo del
Universo, y otra muy diferente que hasta su mejor amiga tuviese miedo del
monstruo en el que se podía llegar a convertir.

—Nadie da algo a cambio de nada, Lily, y mucho menos yo. Acepto tus
condiciones. Prometo que Asmodeus no sufrirá ningún daño físico…

—Ni emocional.

—… ni emocional, siempre que tú borres de tu cabeza la ridícula idea de


querer convertirte de nuevo en la abnegada esposa de ese libertino cabeza hueca.
¿Tenemos un trato?

Se percató de la duda que corría por sus pupilas; el dolor de perderlo para
siempre confrontado con la insoportable idea de ver su demoníaco y excelso
cuerpo hecho trizas.
—Lo tenemos —susurró Lily con el rostro inundado por lágrimas que,
después, ya no tendría derecho a verter.

Entrechocaron sus manos. Los pactos de Lucifer se firman con sangre, y Lily
lo sabía mejor que nadie.

Sin embargo, era lo mejor para ella.

Capítulo XVI – La Tierra

París, 20 de julio de 2010.

El reloj marcaba las cuatro y media de la madrugada cuando Angélica entró,


hundida, en el apartamento de Axelle. Las luces del salón estaban encendidas de
par en par; su compañera había terminado su jornada laboral y aún estaba
despierta. El ruido de la cisterna, al fondo, se lo confirmó.

Angélica dejó caer las llaves en el cajón. Se derrumbó sobre el sofá lleno de
trastos y ropa sucia y aguardó, en silencio, que el amanecer o la muerte o el camión
de la basura la fueran a buscar. Llevaba horas merodeando por París, las mismas
que hacía que había dejado a Asmodeus, con el tiramisú intacto y la palabra en la
boca, plantado bajo el Moulin de la Galette. No sabía qué excusa había inventado
para despedirse; ni siquiera tenía consciencia de haberse despedido. Los momentos
posteriores a descubrir que Asmodeus se había casado —con otra mujer. Con otra.
No con ella— eran un borrón caótico y brumoso en su mente. Sólo recordaba que,
de repente, había sentido la necesidad de salir de allí, de caminar, de quedarse sola
con sus pensamientos y su agonía.

Morir en paz, regodeándose en sus tripas y en el calvario infinito de saber


que ella no había sido, ni remotamente, la mujer de su vida.

Axelle salió del cuarto de baño con una toallita desmaquillante en la mano.
Se asustó cuando la vio así, cadavérica y destrozada, tirada en el sofá.

—¡Cariño! Creí que a estas horas ya estarías durmiendo. No entré en tu


cuarto para no molestarte… —se fijó en las sandalias, llenas de polvo, y en los
vaqueros, cubiertos de arañazos tras el incidente con la Ducati—. ¿Acabas de
llegar? ¿Qué ha ocurrido? —su rostro felino se vio invadido por la empatía y la
comprensión—. ¿Qué te ha hecho Jean-Loup?

Angélica desvió la vista hacia ella. Axelle parecía tan vivaracha como de
costumbre. Tal vez fuese una stripper irredenta y desordenada, tuviese unas
amigas chaladas, viviese en una casa que nunca estaba limpia y albergase un
concepto de la vida demasiado hedonista, pero estaba ahí, a su lado,
contemplándola con cálido afecto en una de las peores noches de su vida. Así que
la arcángel se dejó caer contra su hombro y la abrazó. Lo necesitaba más que
cualquier otra cosa en el mundo.

—Se casó —murmuró, como si esas dos palabras encerrasen la causa y


consecuencia de todas las desgracias del planeta.

Axelle pegó un brinco.

—¡No jodas! —agitó la cabeza—. Oh, disculpa mis modales. No creo que
sean de mucha ayuda en estos momentos. Pero es que… ¡mon Dieu! No puedo
imaginar al incorregible y seductor Jean-Loup como un hombre casado.

Angélica se abstuvo de explicarle que, en realidad, nunca había conocido al


incorregible y seductor Jean-Loup. Que lo que ella consideraba una sincera
amistad no eran más que las imágenes ficticias que ese mismo incorregible y
seductor Jean-Loup había introducido en su vulnerable memoria mortal.

—En realidad, creo que su matrimonio sucedió hace mucho tiempo, y no


funcionó bien. No sé, farfulló algo sobre… No sé. Estaba muy confundida. No
entendí nada de lo que me decía.

Axelle sostuvo su mentón, forzándola a mirarla a los ojos.

—Cariño, pero entonces no tienes de qué preocuparte. Es decir, a no ser que


pertenezcas a alguna de esas sectas que creen que el matrimonio vincula las almas
a través de ocho reencarnaciones, las relaciones comienzan y terminan, y la
mayoría de ellas se quedan en el pasado.

Lo cierto es que Angélica ni siquiera había querido pensar en las


implicaciones que la palabra matrimonio tenía para los de su especie, pero, ahora
que lo hacía, le pareció una broma aún más esperpéntica. ¿Cómo demonios se
había casado Asmodeus, de todas formas? Dudaba hondamente que un sacerdote
hubiese dado el visto bueno a semejante unión. Eso, por no hablar de la alta
probabilidad de que el novio estallase en llamas al pisar el altar.

Hundió el rostro entre sus manos con un gruñido.

—Mi madre suele decir —Axelle alzó un dedo, igual que una atractiva
maestra de escuela—, querida, lo que no fue en tu año, no fue en tu daño. Lo que
importa es lo que él sienta ahora, y aquí.

—Lo sé, lo sé, pero duele —Angélica dudaba que hubiese un golpe más
lacerante para su ego—. ¡Duele como el jodido Infierno! —exclamó, y, contra todo
pronóstico, ni siquiera enrojeció ante el exabrupto—. Se suponía que íbamos a estar
juntos siempre. Se suponía que lo que había entre nosotros era algo único y
especial. Y ahora descubro que hubo otra más importante que yo. Otra con la que
compartió cosas que nunca compartió conmigo.

Prefirió omitir los detalles. Reflexionar sobre las cosas que podría haber
hecho con Lilith, en la cama y fuera de ella, ya resultaba bastante humillante sin
llegar a pronunciarlas en voz alta.

Axelle frotó sus hombros.

—Te entiendo. Pero no es a mí a quien debes decir todo eso —se levantó
para preparar una taza de té. El ruido de cacharros en la cocina americana retumbó
en el silencio sepulcral de las horas previas al alba—. Escucha, Angelique, yo no soy
la más indicada para pronosticar el éxito o el fracaso de una pareja. Si así fuera —
bromeó mientras el hervidor eléctrico silbaba—, invertiría mi tiempo como
consejera sentimental y no como bailarina erótica. Pero lo que sí soy es una buena
observadora. Y el rencor que os profesáis Jean-Loup y tú es visible desde el Canal
de la Mancha, cariño. Yo no sé cuánto hace que os conocéis, ni cómo fue vuestra
historia. Lo único que sé es que, desde que os vi a los dos juntos, aquí en mi salón,
tuve la certeza de que este momento llegaría. Había tanto resentimiento
acumulado por ambas partes que podría afilarse con él todo un arsenal de
cuchillos. Tal vez ya haya llegado la hora de que lo saquéis fuera de una vez; ésa es
la única manera de poder dejarlo atrás. Angélica recibió la humeante taza con un
gesto de agradecimiento. Había tanta razón en las palabras de su compañera que
necesitaba algo caliente para empezar a digerirlas. Para afrontar el pánico
irracional que despertaban en ella.
—No sé si estoy preparada para enfrentar su rencor —comentó, despacio,
tras dar un largo sorbo a la bebida.

El amargo de la bergamota arañó su garganta como el mejor licor añejo.


Entre los resquicios de las cortinas se filtraban las luces, siempre encendidas, de
esa ciudad que era como una losa demoledora sobre su cabeza. La misma que le
recordaba, una y otra vez, que Asmodeus estaba ahí fuera, siguiendo su vida en el
mismo punto donde ella la dejó. Por primera vez, fue aplastantemente consciente
de que la única paralizada, la única de los dos que había permanecido estancada
en un pasado glorioso que ya nunca volvería, había sido Angélica.

—Por supuesto que lo estás —Axelle regresó a su lado—. Llegaste aquí sola,
dispuesta a plantar cara a cuanta adversidad se te pusiera por delante, y no has
cejado en tu empeño desde entonces. Bajo esa carita de muñeca de porcelana
escondes un lado indomable. Lo sé. Lo vi en tus ojos la noche en que te conocí, y lo
sigo viendo ahora, aún más fuerte. No sé quién o qué te ha hecho creer que eres
una criatura pequeña e indefensa, pero ya es hora de que te des cuenta de lo
equivocada que estás. Y no podrás hacerlo a menos que hables con Jean-Loup y
pongas de una vez las cartas sobre la mesa. Necesitas echar fuera toda esa basura
que guardas dentro y que llevas años barriendo bajo la alfombra. Y,
probablemente, él también lo necesite.

Angélica no sabía qué le daba más vértigo; si el hecho de que una simple
humana estuviese dándole lecciones acerca de sí misma, o que hubiese acertado de
pleno en todas. Se horrorizó al caer en la cuenta de lo sola y confundida que había
estado. Asmodeus no sólo había sido su gran amor; también su mejor amigo. Y los
demás no sólo habían sido sus hermanos; también el puerto seguro al que siempre
se dirigía cuando se sentía distinta y fuera de lugar. El día en que se marcharon,
toda su fortaleza se derrumbó con ellos, y su alma había ido flotando a la deriva
desde entonces, tratando de encajar en un mundo que sólo la aceptaba por ser la
hermana de Gabriel.

—La gente se casa por mil motivos, Angelique —Axelle le acarició una
mejilla, y la arcángel se sintió reconfortada—. Donc, tal vez él haya estado tan
perdido y asustado como tú— le propinó un golpe amistoso en el hombro, y
Angélica esbozó una sonrisa tenue. Era la primera en horas, y sus músculos
faciales protestaron por el esfuerzo que suponía.

—Tienes razón. Tengo que hablar con Asm… con Jean-Loup —dejó la taza
sobre la mesilla de centro y se puso en pie.
El destino les había retado en una jugarreta inesperada al enviarlos a ambos
a la misma ciudad. La misma calle. La misma noche. Quedaba claro que estaba
tratando de decirles algo, y Angélica iba a averiguar el qué, aunque después ya
nada volviera a ser como antes.

Ya no era sólo por Asmodeus. Se trataba de ella.

Había convivido seis milenios con unos sentimientos que habían estado a
punto de destruirla. De acabar con la verdadera Angélica. Tal vez ésta fuese la
última oportunidad de resucitarla.

Recuperó las llaves, recogió la chaqueta. Iba tan acelerada que no se percató
de su principal obstáculo hasta que abrió la puerta.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Axelle ante su expresión pesarosa.

—Yo… No sé cómo localizarle. No tengo su dirección.

Parecía un mal chiste. Tanto bromear acerca de la residencia de Asmodeus y


ahora que necesitaba ubicarla de verdad…

Su amiga se palmeó los muslos.

—¿Eso es todo lo que te preocupa? —se encaminó hacia el armario del


salón, de donde extrajo una servilleta garabateada—. Jean-Loup la dejó aquí la
noche en que se quedó a dormir. Creo que dio por supuesto que algún día la
necesitarías.

Angélica tomó el preciado papel entre sus manos, perpleja. La respuesta a


su curiosidad había estado siempre a su alcance. Echó un vistazo a las anotaciones.
No podía ser cierto…

En una ciudad inmensa, con un centro formado por veinte distritos, más de
cien kilómetros cuadrados de extensión y cerca de dos millones trescientos mil
habitantes, Asmodeus vivía a tres calles de allí. Había estado ahí, prácticamente a
su lado, durante todo ese tiempo, separado de ella por poco más de quinientos
metros y la brecha inabarcable de un presente improntado por el dolor del ayer y
la desesperanza del mañana.

Guardó la servilleta en su bolso, junto a la ajada foto de Cristian Sellier, y se


giró para despedirse de Axelle.
—Gracias —volvió a abrazarla, y el aroma a champú de cereza la hizo sentir
como en casa.

Después se fue, dispuesta a reencontrarse con el destino en una dirección


desconocida de París a las cinco de la madrugada.

*****

París es una amante hermosa y cruel, una mantis religiosa cuyos pactos con el
diablo siempre acaban resolviéndose a su favor. Cada grieta en su pavimento, cada mota de
polvo desconchada de un chaflán, la hacen más y más hermosa, más y más brillante, al igual
que esas mujeres cuya belleza aumenta conforme lo hacen las arrugas en su rostro. Cada
palabra de amor pronunciada en sus calles, cada fotografía en sus aceras, es savia que la
adula y enriquece, mientras que nosotros, pobres infelices, estamos condenados por el paso
del tiempo a no ser más que la mortaja con la que se anuda su feliz destino, pequeños brotes
de energía que París succiona a su antojo y sin otro fin posible que convertirnos en cáscaras
vacías flotando a sus pies.

De regreso a casa, Asmodeus se detuvo en un pequeño parque infantil del


Marais. Estaba solitario y sombrío, como era de esperar. Aún faltaban horas para
que una manada de chiquillos revoltosos corretease entre sus jardines.

Más por inercia que por ganas, empujó un columpio con la mano. Éste se
balanceó, y las cadenas que lo sostenían emitieron un quejido tétrico. Lo empujó
un par de veces más, pero nada cambió.

Estaba vacío.

Rodeó el aparato hasta situarse frente a él, tal vez para obtener una mejor
perspectiva.

Seguía vacío.

Se sentó encima con cuidado. Su corpulenta figura no estaba hecha para


divertimentos de preescolar —ni tampoco lo pretendía—. Sin embargo, esperaba
que su metro ochenta y nueve de estatura fuese suficiente para llenar el abismo
que se descolgaba de aquel columpio.

No fue así.

Se inclinó hacia atrás, dejándose arrastrar por los sucesos borrascosos de la


noche.

Joder, Angélica había dicho las palabras. No exactamente las que él habría
deseado escuchar, ni tampoco todo lo rápido que le hubiese gustado, pero las
había dicho. Claudicó en el instante en que lo siento salió de su boca. O antes aún,
cuando aceptó que cenaran juntos, rendida a la evidencia de sus brazos en Pigalle.

La había vencido, igual que la rabia lo había doblegado a él al comprender


que no era una disculpa de sus labios lo único que anhelaba. Que verla suplicar
perdón no le otorgaría el goce y el descanso ansiados, sino tan sólo un profundo y
desgarrador regusto a amargura. Que excusarse no borraba ni una sola de sus
mezquindades pasadas, y que, a pesar de los agravios, ella seguía siendo la
maldita diosa inalcanzable, y él, el imbécil que esperaba. Y esperaba. Y esperaba.
Que esperaba que ella cambiara; que lo quisiera de verdad; que aflojara un ápice la
cuerda.

Por eso la había castigado. Por eso le había mostrado retazos de un pasado
que no significaba nada para él, pero que a ella la destrozaría. Por eso había
utilizado en su contra su más dañina arma arrojadiza.

Si ella no lo había amado lo suficiente —como así le constaba—, que supiera


al menos que otra sí lo había hecho. Y que aprendiera a vivir con ello, igual que
Asmodeus había aprendido a vivir con la certeza de la clase de perra merecedora
de desprecio que era Angélica. La mujer de su vida. La única y verdadera mujer de
su vida.

Se levantó del columpio. Incluso con él sentado encima, seguía estando


exasperantemente vacío.

Faltaban las tardes de verano más allá de las nubes. Faltaban las escapadas a
escondidas.

Faltaba su risa.

Somos ángeles, Asmodeus, le había dicho ella, una vez, después de balancearse
en un cacharro como aquel. Inmortales. Habitamos el paraíso más soberbio jamás
esculpido y tenemos ante nosotros un futuro diáfano. ¿Qué podría separarnos?

Capítulo XVII – El Cielo

Finales del Otoño.

Un día antes de la Caída.

Con la llegada del sol, comenzaron los festejos. El Alcázar Central había
sido profusamente decorado durante las semanas previas al gran evento, y esa
mañana lucía aún más radiante de lo habitual. Las enormes cristaleras de la capilla
y del Gran Salón habían sido cubiertas por sedosas gasas entretejidas con hilo de
oro, y en las majestuosas columnas clásicas se cruzaban enredaderas reverdecidas,
cubiertas aún de rocío. Sobre el vestíbulo principal, el jardín y el patio de recreo
colgaban infinidad de farolillos dorados, aguardando impacientes la penumbra del
crepúsculo para mostrarse en todo su esplendor de gas. Los mejores tapices
recubrían muros desnudos; las mejores alfombras engalanaban el suelo. Todo el
mármol había sido pulido y encerado; centenares de flores, blancas y puras,
refrescaban bancos y sillas, mesas y altares, puertas y espejos.

Era el decimoquinto cumpleaños de los ángeles. Como cada año, los fastos
se iniciaban temprano y no terminaban hasta bien entrada la noche. Pero ese día,
además, se llevaría a cabo la tan esperada coronación de los Príncipes y se preveía
que la celebración se alargara durante varios días más.

Tras una intensa preparación, que había arrancado en el instante de su


nacimiento y se había prolongado más de catorce años, los líderes de cada Orden
Angelical estaban listos para asumir sus funciones. A partir de esa noche volarían
solos, portando sobre sus alas el futuro del Cielo y de la Tierra. Había llegado la
hora.

El espejo del dormitorio le devolvió a Asmodeus el reflejo que éste quería


contemplar. Su brillante mata rubia estaba peinada hacia atrás, obediente por una
vez. Su amplio faldón blanco había sido almidonado a conciencia en un ir y venir
incesante de ángeles menores. Las puntiagudas alas habían sido cepilladas hasta
ofrecer la imagen más pulcra y reluciente de sí mismas.

Mañana, a esas mismas horas, sería el líder de los Principados. Tendría


plena potestad para decidir sobre la vida de los demás, pero, sobre todo, para
decidir sobre la suya propia. Y tenía clara cuál iba a ser la primera decisión que
tomase en cuanto la Asamblea pronunciase su nombre.

La imagen del cuerpo desnudo de Angélica apareció, sin ser invitada, en el


espejo, en su mente, en sus pupilas. Ella se había mostrado por primera vez para él,
con los ojos inundados de nervios y de deseo, aquella noche furtiva hacía menos
de dos semanas. Asmodeus se había rendido ante su desnudez como un caminante
en el desierto que prueba por primera vez el agua. Bajo la luz parpadeante de una
vela, había acariciado sus curvas suaves entre la parsimonia y la urgencia. La
arcángel le había provocado una erección tan brutal que, una vez de regreso en su
propia habitación, se había visto obligado a darse alivio para poder conciliar el
sueño. Y así había sido todas las noches venideras. Los pechos de Angélica, que la
tela de la túnica había revelado al caer; el óvalo proporcionado de sus caderas; la
curvatura firme de sus nalgas. El pequeño triángulo de vello rubio refugiado entre
sus piernas. Aquellos retazos de lo que tan celosamente ocultaban sus ropas lo
perseguían despierto y en sueños. No había instante del día en que se la pudiera
quitar de la cabeza. Incluso ahora, el inoportuno dolor bajo su faldón le recordó lo
mucho que necesitaba poseerla por completo. Angélica iba a ser su mujer, igual
que Eva era la mujer de Adán, y estarían juntos para siempre.

Se apresuró a dar los últimos retoques a su atuendo y abandonó el


dormitorio, envuelto en una impaciencia febril por los acontecimientos que
aguardaban. No podía esperar más.

Las caricias y besos íntimos ya no eran suficientes; los juegos sin ropa ya no
le bastaban. Quería más. Necesitaba más.

Mañana, a esas horas, Angélica sería completamente suya.

*****
La rebelde horquilla salió disparada por los aires cuando se escucharon seis
golpes en la puerta. Angélica, dando por perdido su complicado peinado, se
precipitó a abrirla con pasos inquietos. Apenas llevaba despierta dos horas, pero la
fatiga y la tensión por el gran día ya la tenían al borde del colapso.

—¿Qué haces aquí? —se alarmó al ver a un sonriente Asmodeus detenido


ante su puerta—. ¡Alguien podría verte!

—Descuida, con el trajín que hay ahí fuera ni siquiera han reparado en mí.

Angélica miró a un lado y a otro. Nadie en el pasillo de los arcángeles


parecía haber notado la presencia de un extraño en su dormitorio. Agarró su mano
y tiró de él hacia el interior, cerrando de un portazo antes de que cualquiera
pudiera descubrirlos. Después, empujó a Asmodeus contra la pared.

—¿Has venido a darme un beso de buenos días? —preguntó al abalanzarse


sobre él.

—He venido a traerte tu regalo de cumpleaños, mi amor.

—¿Y mi regalo de cumpleaños no es un beso de buenos días? —la arcángel


hizo un mohín de disgusto, mientras su mano izquierda, traviesa, rodeaba la
cintura de Asmodeus y se dejaba caer con la ligereza de una mariposa sobre sus
nalgas.

Él sonrió con los ojos entrecerrados por la excitación. A Angélica le


encantaba verlo al límite del autocontrol y saber que ella era la culpable. Hacía
menos de dos semanas había podido contemplarlo desnudo por primera vez y aún
no podía creer lo obvio: que aquella figura escultural, enardecida, estaba a merced
de un solo parpadeo suyo.

En los brazos de Asmodeus se sentía femenina y poderosa. Omnipotente.


Todas sus terminaciones nerviosas la incitaban a disfrutar de él y con él. Quería
conocer cada uno de sus rincones ocultos. Que su alma le perteneciera sólo a ella,
igual que la suya le pertenecía por completo a él.

Se observó a sí misma en sus preciosos ojos azules y le encantó lo que vio.


Descubrió en ellos a una Angélica fuerte, osada, divertida. Deseosa y deseada.

—Te traigo algo mejor que eso —murmuró él junto a sus labios.
—No hay nada mejor que un beso tuyo —susurró ella, y se encargó de
demostrárselo.

Sus labios se mecieron en una caricia compartida. Sabía a ingenuidad y


excitación. A vitalidad y paz. A rayos de sol en la frescura del alba y a promesas
espesas y calientes en la medianoche. Angélica saboreó la línea altanera del
mentón de Asmodeus, el terso tramo de piel que se arrincona tras el lóbulo de la
oreja, el ángulo prohibido al final de su cuello. Un gemido lejano le recordó que
Asmodeus no era de piedra, y no pudo evitar sonreír contra su hombro.

—Estás guapísimo —comentó, en un intento de echar el freno y devolverle


la cordura—. Perfecto para convertirte en todo un Príncipe.

Asmodeus tomó su mano. Con la otra, dio un suave pellizco en la punta de


su ala, y Angélica se retorció por las cosquillas.

—No me importa ser un Príncipe. Lo único que quiero es a ti.

—A mí ya me tienes, y me vas a tener siempre —aclaró, y lo decía


completamente en serio—. Hoy es tu gran día y debes disfrutarlo. ¡Al menos tú
aún mantienes la compostura! Gabriel me visitó esta mañana, nada más
despertarse, y parecía un ángel recién nacido en su primer día de preparación —se
carcajeó.

Turbado, Asmodeus se sentó sobre la cama. Angélica tomó asiento a su


lado.

—¿Sucede algo malo?

—He estado conversando con Lucifer. Presiente que se acerca el momento, y


que pronto estaremos lejos de aquí. En cuanto seamos coronados, tendremos poder
para viajar a la Tierra. De esa manera resultará mucho más fácil establecernos allí,
tal y como planeamos.

Los músculos de Angélica, hasta entonces relajados, se contrajeron por la


tensión.

Una cosa era soñar despiertos, hacer planes de futuro pensando que nunca
llegarían, y otra muy diferente llevarlos a cabo en la vida real.

—¿Ya? —titubeó—. ¿Tan pronto?


—Cuanto antes mejor. ¿Acaso no es lo que tanto anhelábamos?

Ella asintió. Luc era el único de los ángeles con permiso para visitar otros
mundos. Eran tantas y tan grandiosas las fastuosidades descritas por él, que su
mente sólo podía concebir la Tierra como el circo de tres pistas más espectacular
jamás creado. Imaginaba los contrastes entre el frío y el calor; el polvo del desierto
y las olas del mar. La belleza histriónica de los colores: verde para los musgos, rojo
para la arcilla… Carpas del color de las naranjas aleteando en las cascadas, y
pequeñas orugas fluorescentes reptando en los jardines. Alazanes de pelo marrón
refulgiendo bajo el sol de la pradera. Poder contemplar a los humanos de cerca…
Vivir entre ellos, compartiendo en comunión su planeta impredecible y próspero.
Lejos de la monotonía, la represión y la infertilidad de ese Cielo que cada día se les
antojaba más inhóspito y abrumador.

—Sí, por supuesto que sí. Es sólo que no esperaba que fuera tan pronto.

Había cosas, demasiadas, que no sería fácil dejar atrás. Por ejemplo, el
Alcázar, su único hogar desde que nació. Sus hermanos, que más que hermanos
eran amigos. Sus hábitos, su día a día. Y, por encima de todo, su gemelo. Aunque
durante el último año se habían distanciado, Gabriel siempre había estado a su
lado, incondicionalmente, enseñándole a vivir. El nexo que los unía no era un
simple hilo que se pudiese cortar con unas tijeras. Él era su otra mitad.

Romper con todo eso de súbito le resultaba aterrador.

—¿Ya no quieres vivir conmigo? —el rostro afligido de Asmodeus le partió


el corazón.

—Claro que sí, tonto. No hay nada que desee más que pasar el resto de la
eternidad contigo. Pero tengo que hacerme a la idea de que mi vida va a cambiar.
Te prometo que lo lograré.

El abrazo que le proporcionó Asmodeus fue todo lo que necesitó para


recuperar la paz. Nadie la había hecho sentir tan feliz y reconfortada. A su lado,
todo saldría bien.

El griterío exterior les anunció que el desfile previo a la coronación estaba a


punto de comenzar. Ambos se pusieron en pie.

—Ya se ha hecho tarde y ni siquiera he podido darte tu regalo de


cumpleaños —Asmodeus se alisó el faldón mientras Angélica peinaba sus cabellos
con los dedos—. Esta noche, después de la recepción, te esperaré detrás de la
capilla. No faltes.

Ella frunció el ceño.

—¿Piensas dejarme con la intriga hasta entonces? ¿Qué me vas a regalar?

—Es una sorpresa —la besó antes de salir, demorándose una milésima en la
comisura de su labio inferior.

—Me escabulliré. Lo juro. Suerte, mi Príncipe.

No había testigos que pudieran delatar su presencia allí; todos habían salido
corriendo en dirección al vestíbulo principal, así que Asmodeus se giró hacia ella y
le guiñó un ojo a modo de despedida. Angélica no creyó haber sido tan feliz como
ese día en toda su existencia.

—No te dejaré escapar. Hasta luego, Duquesa.

*****

La jornada de conmemoración siguió el curso previsto. Tras el desfile, los


homenajeados fueron invitados a participar en un clamoroso concierto en el
vestíbulo —incluso se mandó elaborar una lira para la ocasión—. A continuación,
todos los ángeles juntos pudieron celebrar su decimoquinto cumpleaños en torno a
una mesa en el patio. Sobre el mantel, de organza, reposaban los más suculentos
manjares celestiales: dulces de calabaza, galletas de miel, natas frescas, e incluso un
enorme pan de cebada con azúcar. Todo ello elaborado en la cocina palaciega con
ingredientes que Lucifer había ido recolectando en sus numerosos viajes a la
Tierra. Los exóticos platos volaban de la mesa entre risas y aplausos, vigilados de
cerca por un sol de otoño en su punto álgido. Brindaron por el futuro con el mejor
néctar y añoraron recuerdos de un pasado que, ese día más que nunca, quedaba
atrás.

Cuando la tarde comenzó a refrescar, llegó el momento tan esperado. Uno a


uno, centenares de ángeles fueron apiñándose en el Gran Salón. Nadie quería
perderse aquella cita histórica. La coronación de las Órdenes superiores iba a ser,
sin duda, el acontecimiento de esa década y de todas las que estaban por venir.
Cuando el reloj marcó la media tarde, una docena de trompetas angelicales, al
unísono, dieron por comenzada la ceremonia.

Todos recordarían aquel día con emoción, el día en que las Nueve Órdenes
recibieron a sus recién nombrados líderes con calor y júbilo. Cada Príncipe obtuvo
su brazalete eterno, su pergamino real y su trono. Desde ese momento, y para
siempre, en las manos del excelentísimo Lucifer y de sus chicos descansaba el
destino del Cielo. En menos de veinticuatro horas se celebraría la primera
Asamblea oficial.

Arrancaba una nueva etapa en la vida de todos los habitantes de la bóveda,


y los fuegos de artificio sembraron su inicio de alegría y esperanza. Un nuevo ciclo
comenzaba: el más ilustre y dichoso que el Universo hubiera conocido.

*****

Las primeras alarmas se dejaron oír cuando la recepción de los Príncipes


estaba aún en pleno apogeo y llegaron para fulminar la armonía y la dicha.
Alguien —aunque nadie podría decir muy bien quién— había visto algo —aunque
nadie podría decir muy bien el qué— que había hecho disparar todas las alertas.
En un palacio atestado de personas ávidas de información, el rumor se propagó
con la rapidez de una chispa en un aserradero. Ebrios de felicidad y de néctar, no
hizo falta más para transformar el jubiloso ambiente de fiesta en una pesadilla
confusa y asfixiante.

Para cuando el chismorreo llegó a oídos de Angélica, éste ya había


adquirido magnitudes cósmicas y se expandía como una enorme bola de fuego
capaz de hacer tambalear todos los pilares que sostenían su perfecta y
prometedora existencia. La luz que la rodeaba se apagó de repente, dejándola
sumida en la más perversa oscuridad.

Una que ya no se alejaría de ella nunca más.

Algunos de los presentes gritaban; otros se echaban las manos a la cabeza y


languidecían en el acantilado de las lágrimas. La mayoría pedía unas explicaciones
que nadie, en esos momentos, era capaz de proporcionar. Fue entonces cuando se
instigaron los rumores más fuertes, como látigos invitados a sembrar discordia a
jirones en la complicidad del ocaso.

Se alzaron dedos. Se clamó justicia.

Las otras alarmas, las de verdad, bramaron. Era la primera vez en quince
años que su chillido metálico venía a interrumpir la quietud celestial.
Desconcertados, los invitados se dispersaron.

Poco después, comenzó la caza de brujas.

Allí abajo, en la Tierra, uno de los hijos de Eva había asesinado a su


hermano. Y todo parecía indicar que Lucifer había tenido la culpa.

*****

El pasillo que conducía hasta la capilla se convirtió en un túnel vertiginoso.


Decenas de ángeles corrían desatinados; la mayoría, ansiosos por hallar una paz
que les había sido arrebatada bruscamente. Otros, huyendo del despropósito en el
que se había convertido su realidad, sin más plan de futuro que poner a salvo su
pellejo y evitar dejar pistas equivocadas que los relacionara con los malhechores.

Angélica trató de abrirse paso a través del corredor. Lo único que ella quería
era ver a Asmodeus. Algo tan estúpido como aquella cita de cumpleaños era ahora
su principal prioridad. Necesitaba comprobar por sí misma que estaba bien.
Necesitaba conocer qué había ocurrido. Necesitaba saber qué hacer.

El mundo piadoso y diáfano que conocía, el mundo libre de maldad, de


daño, de pecado, se había desvanecido con la sutileza de una pompa de jabón
fuera de la bañera, demostrándoles a todos cuán frágil e irreal había sido esa
burbuja desde el principio. Habían medrado alrededor de una idea del Universo
tan hermosa como insostenible. Una idea que ahora se venía abajo, arrastrándolos
a todos con él.

El Mal había entrado en su mundo con las fauces muy abiertas, salvaje,
dispuesto a llevarse todo por delante. Y, ojalá se equivocara, pero había pruebas
más que suficientes para creer que había sido Lucifer, uno de sus mejores amigos,
quien se había encargado de abrirle la puerta.

A su lado, en aquel pasadizo donde era imposible avanzar, donde los pies
se superponían a los pies y los moratones brotaban en los brazos como acuarelas
derramadas, la gente lloraba. Presa del pánico, Angélica empujó y apartó, sin
importar qué daño hiciera o a quién. Cuando salió al exterior, el Cielo frente a sus
ojos estaba tan rojo que casi podía intuir la sangre deslizándose entre nubes.

Asmodeus la esperaba ya en la parte trasera de la capilla. Su rostro estaba


sobrecogido por el horror, y las ojeras surcaban sus mejillas. Parecía haber
envejecido veinte años desde la mañana. El recién estrenado brazalete de los
Principados oprimía su brazo. A sus pies, sobre el suelo, reposaba el pergamino
que acababan de entregarle y una pequeña caja de carey.

La arcángel corrió a refugiarse en sus brazos, pero él no le dio tregua.

—Menos mal que has venido. Rápido, debemos darnos prisa. Tenemos que
salir de aquí —barbotó, apretando con dominación férrea su mano.

—¿Estás bien? —Angélica no podía ir más allá del espanto que se había
adueñado de su mundo—. ¿Qué es lo que ha sucedido?

Asmodeus se mesó los cabellos una y otra vez, retorciéndolos. Tenía las alas
completamente erizadas y los ojos fuera de las órbitas.

—No sé, no sé, no sé… Astaroth cree que se trata de una trampa. Pero Bel…
Acabo de hablar con él y…

Ella agitó los brazos, apremiándolo a continuar.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué sabe?

—Luc está enamorado de Eva —tragó saliva—. Ellos dos han estado
viéndose a escondidas; sólo Bel lo sabía. Pero ahora ella le ha rechazado y, tal vez
en venganza… No sé, no sé. Ni siquiera él sabe con certeza qué ha pasado.

Angélica apretó los párpados. Iba a despertar, iba a despertar… Cuando


volviese a abrirlos, todo habría sido tan sólo un mal sueño pasajero.

No fue así.
—Dios mío… —gimió—. ¿Cómo ha podido hacer algo así? ¿Cómo ha podido
hacernos algo así?

—Cálmate, por favor. Lucifer es nuestro amigo. Hasta que no se aclare todo
este asunto no debemos desconfiar de él.

Los gritos en la lejanía, rogando un auxilio que no llegaría, confirmaron sus


peores presagios. Las primeras cabezas de turco habían comenzado a caer. Allí,
ocultos detrás de la capilla, las sombras de la noche se cernieron sobre ellos.

—Verdad o mentira, será nuestra desgracia —graznó Angélica, convulsa—.


Lo capturarán, igual que harán con todos los sospechosos de haber tenido trato con
él. Vendrán a por nosotros… Todo saldrá a la luz… —sus dedos temblaban;
temblaba toda ella.

—Por eso tenemos que darnos prisa. Marcharnos de aquí —volvió a tirar de
su mano, y Angélica, de pronto, fue consciente de lo que le pedía.

—¿Marcharnos? ¿A dónde?

—A la Tierra. Bel y Ast tienen todo listo. Aún hay tiempo, si actuamos con
rapidez. Ya estoy coronado, Angélica. Tengo el poder necesario para desplazarme
y llevarte a ti conmigo. Podemos establecernos allí, olvidarnos de todo esto. Ser
libres. Ser felices… nosotros solos. Tal y como siempre soñamos.

No era real. No estaba pasando. No a ella. No era su prodigiosa vida la que


se estaba desmoronando.

—Sé que todo esto es muy precipitado —continuó él—; hubiese preferido
que las cosas sucedieran de otra manera, créeme. Pero no tenemos más remedio
que huir. Vendrás, ¿verdad? Vendrás conmigo, ¿verdad?

—¿Y Lucifer?

La respuesta fue tajante.

—Lo atrapen o no, conseguiremos que se escabulla. Él vendrá con nosotros.


No lo dejaremos solo jamás.

—¿A un criminal?
Asmodeus se palmeó los muslos con impaciencia. Ella sabía lo que estaba
pensando: que cada segundo que pasaba era una oportunidad que se esfumaba.

—Él no lo haría con nosotros. Vamos, Angélica, por favor… —imploró.

—Yo, yo… Estoy aterrada, Asmodeus.

Y era cierto. Nunca hasta entonces había conocido el auténtico miedo. Su


corazón galopaba a punto de salirse del pecho. Los pulmones se apretaban bajo las
costillas, deseando hacerlas volar en pedazos. Todo su cuerpo dolía de puro pavor.

El ángel la observaba con aprensión. En él había depositado toda su


confianza. Todo su amor. Nada le parecía más cruel que vivir lejos de la luz que
desprendía su sonrisa. Pero perder su hogar, su familia, su futuro… Resultaba un
precio demasiado elevado. Huir a un lugar desconocido y dejar todo atrás era algo
para lo que no se sentía preparada. La decepción y el daño que le causaría a
Gabriel… Era cuestión de tiempo que tiraran del hilo y su relación con Lucifer, sus
travesuras nocturnas y sus actos impúdicos con Asmodeus vieran la luz. Tanto si
se quedaba como si escapaba, las consecuencias eran inimaginables.

Él se agachó y recogió la cajita nacarada del suelo.

—Me hubiese gustado dártelo en otras circunstancias, pero ya no hay


tiempo —la voz de Asmodeus vibró, conmovida—. Éste es tu regalo de
cumpleaños, amor mío.

Le cedió la caja, y Angélica la abrió. En su interior, sobre un lecho de


terciopelo, titilaba una réplica de la misma joya que Asmodeus lucía en el brazo, el
brazalete que acababan de concederle como líder de los Principados.

—¿Querrás ser mi esposa? —inquirió, lleno de temor y de dudas, pero con


una devoción infinita en sus ojos azules. Sostuvo el brazalete delante de ella,
ruborizado, a la espera de que Angélica le indicara si debía colocarlo en su
muñeca—. ¿Vendrás conmigo?

La arcángel ni siquiera pudo articular palabra. Amaba a Asmodeus. Lo


amaba con todas sus fuerzas.

Pero, ¿y si…?

Él se percató de su incertidumbre y la abrazó. Rodeó su cuerpo, acarició sus


cabellos, la estrechó con fuerza contra sí. A pesar de eso, Angélica fue incapaz de
hallar el consuelo que necesitaba.

¿Y si…?

—Nunca consentiré que te separen de mí —susurró Asmodeus en su oído—


. Si me amas tanto como yo a ti, ven conmigo, por favor.

Claro que lo amaba. Él le había enseñado el auténtico significado de ese


verbo. La había despertado a una vida de ensueño. ¿Cómo no iba a amarlo?

Pero tenía quince años, y el horizonte luminoso que siempre imaginó había
estallado en mil pedazos, igual que una vidriera al calor.

Sin dejar de abrazarla, Asmodeus buscó su rostro. Sostuvo su mentón,


obligándola a perderse en sus ojos.

Sería la última vez que los vería.

—Me amas, ¿verdad? —preguntó, devorado por la preocupación.

Un silencio vale más que mil actos. Un silencio puede pesar tanto como la
vida, o como la muerte.

Angélica guardó silencio un instante; se ahogó en las dudas, un instante.

Nunca llegó a responder.

En mitad de aquella noche aciaga, el Infierno se abrió bajo sus pies.

*****

Asmodeus no fue consciente de lo que ocurría a su alrededor. Apenas


llegaba hasta él el tañido lejano de las campanas. La voz de Gabriel dando órdenes.
La presión de unas garras en sus brazos cuando lo atraparon y lo separaron de ella
con brutalidad.
El silencio asesino de Angélica lo había conducido, impune, hasta allí. Hasta
ese estado de estupor tormentoso. Hasta ese embotamiento absurdo de los
sentidos, como si alguien lo hubiese agarrado por el pescuezo y hubiese sumergido
su cabeza en un bidón lleno de agua.

Oyó los gritos de Gabriel, repentino adalid de la justicia divina. La luz de un


farol osciló junto a su cara. Ella lloraba, y Asmodeus gritó su nombre, pero la voz
que salió de su garganta ya no parecía la suya.

Distinguió, a trozos, las acusaciones de violación. Algo sobre lujuria


desmedida, sobre cierta mancha en el honor de Angélica, sobre el delincuente que
era él. Las campanas seguían repicando, y ella movía la cabeza al compás de las
barbaridades que manaban de la boca de Gabriel. No, parecían decir sus labios. No,
no, no, nada de eso es cierto, parecían decir, pero Asmodeus ya no escuchaba nada.

Ya no lo amaba, ya no lo miraba. Se afanaba, llorosa, en dar unas


explicaciones que caían en saco roto, y mientras tanto las garras que lo apresaban
tiraban de él, lo apartaban de ella, lo alejaban de allí. Sus pies trastabillaron un par
de metros. Volvió a gritar su nombre; quería que lo mirara y lo consiguió.

Angélica echó a correr tras él. Le tendía los brazos, pero los suyos estaban
retorcidos a su espalda y no la podía alcanzar. El brazalete que él le había regalado
estaba tirado en el suelo, cubierto de polvo. Ella tropezó con el muro que el brazo
de su gemelo desplegó en el aire.

Voy a hacer que te pudras por lo que le has hecho a mi hermana, fue lo último que
dijo Gabriel antes de que se lo llevaran. Un escupitajo apareció en su cara, de
improviso, y no lo pudo apartar.

Angélica desapareció de su vista. Su pelo rubio, enredado en lágrimas y


sudor; su vestido blanco, sus alas suaves. Gabriel. La capilla. Todo desapareció de
su vista.

Gritó su nombre; era la tercera vez. Su voz agonizó lentamente en la sílaba


final, postergando lo inevitable. A su alrededor, sólo había confusión.

Fue llevado a los calabozos. Unos calabozos que habían sido construidos
bajo el Alcázar Central. Unos calabozos que ni siquiera él, sagrado líder de los
Principados, sabía que existían. No estaba solo, al menos. Manos amigas
recogieron sus pedazos cuando fue lanzado allí. Algunos ya estaban esperándole;
los demás llegarían después.
Nunca volvería a salir de ellos como ese Príncipe que aún creía ser. No
tardaron en admitir por válidas todas las pruebas de sus pecados, y, en apenas
unas horas, fue despojado de su brazalete y de su pergamino. Fue desnudado y
humillado. Tatuaron en su piel la serpiente; ya no se libraría de ella jamás. La
marca eterna de su traición al Cielo y a su Creador. Juicio y sentencia fueron uno
solo. La expulsión y la condena eterna era lo mínimo que merecían los indignos,
los perversos.

Nadie los defendió. Ni siquiera ella. Cuando fue llamada a prestar


declaración, Angélica no apareció. Se desentendió de todo. Rechazó cualquier
vínculo con los apresados. Se lavó las manos. No acudió a escuchar el veredicto.

Para Asmodeus, la condena llegó en ese momento. El resto, sólo fueron


meros trámites.

De nada sirvieron los alegatos. De nada sirvieron las explicaciones. De nada


sirvieron sus poderes ante los designios inescrutables de quienes ya se habían
proclamado sucesores.

Antes del primer amanecer tras su decimoquinto cumpleaños, Asmodeus se


despidió del único hogar que había conocido. Se despidió de su vieja gloria. Se
despidió del amor.

Se preparó para el abismo.

Capítulo XVIII – La Tierra

París, 20 de julio de 2010.

Sin duda, debía de tratarse de un error. El papel que Axelle le había dado
decía que la casa de Asmodeus estaba situada en el Quai de Conti, justo enfrente
de la estatua al marqués de Condorcet que se erigía entre el Museo de la Moneda y
el Instituto de Francia.

Angélica apretó los puños bajo la estatua del famoso marqués. A su derecha,
se alzaba el opulento museo, y, a su izquierda, se intuía la estructura solemne y
versallesca del Instituto. Se encontraba en el punto exacto que indicaban las
instrucciones. Sin embargo, frente a ella había… nada. Bueno, sí: un hermoso paseo
poblado de árboles, unos cuantos bouquinistes que vendían libros y otros artículos
de segunda mano y que, a esas horas de la madrugada, tan sólo eran pequeños
cubículos de metal verde sin alma. Y, justo detrás, un abrupto acantilado urbano
de piedra y asfalto, cuyas faldas descendían en picado hasta fundirse con las aguas
del Sena, el río con nombre de mujer.

Pero nada que tuviese ni la más remota semejanza con un bloque de


apartamentos, una casa pareada, un chalet adosado, una mansión, una chabola, un
bungaló, una tienda de campaña o cualquier otra cosa que el gobierno francés
pudiese aceptar como vivienda.

Releyó una vez más la servilleta arrugada. Las letras seguían en el mismo
lugar donde las había dejado, marcadas con tinta azul a perpetuidad. Frustrada,
cruzó la calle. Si no había ningún error, entonces debía de tratarse de una nueva
broma de Asmodeus; una de pésimo gusto.

El primer albor comenzaba a clarear, y los vestigios de la noche dejaban tras


de sí una larga cola de tonos anaranjados. Los motores correteaban ya por la orilla
izquierda, y, al fondo, las luces de Notre Dame parpadearon al apagarse y cederle
el testigo al sol. El ruido de las persianas de las boulangeries le recordó a Angélica
que ella, la sensata y saludable Angélica, llevaba veinticuatro horas sin dormir, y
que todas las noches en vela de su vida habían tenido un claro protagonista:
Asmodeus. Como una ironía del destino, ese día el sol se elevaba tan carmín como
se había ocultado aquella noche, la peor de su existencia, cuando cumplió quince
años.

Caminó por el muelle arriba y abajo, intentando adivinar en qué sucia


alcantarilla se escondería la rata de Asmodeus. Cuando lo viera, se iba a cobrar
todas sus trampas juntas. Pero, para ello, primero tendría que dar con su
escondrijo. Tormenta de ideas, Angélica. ¿Dónde podría agazaparse un demonio
oscuro en la Ciudad de la Luz?

Si ella fuera como Asmodeus —y estaba claro que no lo era, aunque empezaba a
pensar que lo conocía demasiado bien—, buscaría una única cosa; un lugar que le
permitiera campar a sus anchas. Un lugar donde se sintiera cómodo, alejado del
ritmo trepidante del centro y de las miradas suspicaces de los vecinos en torno a
sus idas y venidas. Pero, al mismo tiempo, que estuviese lo bastante próximo a ese
ritmo trepidante y a esas miradas suspicaces que, al fin y al cabo, constituían la sal
de la vida para alguien como él. Y, por supuesto, rodeado de mujeres. Mujeres
cautivadoras como sirenas, lánguidas y entregadas.

Angélica tragó saliva. Una idea absurda y loca atravesó su mente. Fuera de
toda lógica, sí, pero… ¿por qué no?

En una ciudad tan coqueta como París, no había nadie tan cautivador,
lánguido y entregado como ella. El río con nombre de mujer.

Cruzó la calle, se precipitó sobre la barandilla y se asomó al Sena con las


pupilas dilatadas, como si el mismísimo kraken fuera a emerger entre sus aguas.

Y lo vio.

De pie, sobre la cubierta de un barco mediano revestido de madera oscura,


al lado de una barandilla pintada de rojo, un hombre rubio, de cabellos sueltos y
enmarañados, enrollaba entre sus manos varios metros de cuerda. Vestía unos
vaqueros flojos y una vieja camiseta gris. Tras él, la Île de la Cité rasgaba en dos
mitades mellizas el caudal pacífico del río.

No lo reconoció, al principio. Poco o nada había en él de la estridencia con la


que solía presentarse ante Angélica y ante el mundo. No había muecas burlonas ni
brillos de lujuria en sus ojos. Era sólo un hombre en ropa de andar por casa,
bañado por la luz del amanecer mientras se concentraba en la aparentemente
fascinante tarea de recoger amarras.

Pero, a pesar de eso, no había otro como él. Incluso desde esa distancia,
Angélica podía dar fe de ello. No había otras manos que se movieran con la
cadencia sensual de las suyas, delicadas y ásperas a un tiempo. No había carretera
en el mundo con una curva tan agresiva y dulce como la de su mentón. No había
cuerpo… no había cuerpo humano que pudiera siquiera compararse al suyo. Con
ropa y sin ella. Con todas sus cinceladas luces angelicales y sus imponentes
sombras demoníacas. Hombros anchos, brazos fibrosos… Bajo la tela de los
vaqueros, se intuían las líneas redondeadas de sus muslos labrados en travertino.

Era tan escandalosamente atractivo que el pecho de Angélica se retorció de


anhelo al recordar la primera vez que había posado sus manos sobre aquella piel
desnuda y candente.

Él tampoco la reconoció al principio. Se quedó mirando sin pestañear a la


solitaria figura rubia que lo vigilaba desde la calle, tiritando bajo un manto de
rocío. Después, se limitó a encogerse de hombros en silencio. En el fondo de sus
iris yacía herida la atrocidad del destino que les había tocado vivir.

No soltó las amarras, pero tampoco continuó con la tarea. Permaneció


anclado en la cubierta del barco, con la soga enredada entre sus muñecas, viéndola
bajar las escaleras que conducían desde un lateral del Pont des Arts hasta el
embarcadero. Sólo cuando ella llegó a su lado soltó las cuerdas, acompañando el
gesto de un chasquido de la lengua.

Angélica alzó las manos. Tenía que reconocer que, a pesar de todo, él había
logrado sorprenderla una vez más.

—¿Vives en un barco?

—Shhh —reclamó silencio con las manos—. Dañas sus sentimientos,


diablesa. Prefieren ser llamados peniches —vocalizó en un almibarado francés.

Ambos guardaron silencio. Ella aguardó a que la invitara a subir a bordo de


la peniche, balanceando su peso entre un pie y el otro igual que un flamenco
indeciso.

—¿Qué haces aquí?

El tono huraño del demonio estuvo a punto de mandar al Infierno todas sus
expectativas de mantener una conversación cordial.

—¿Puedo pasar? Creo que los dos necesitamos hablar.

No respondió de viva voz, pero le tendió la mano para ayudarla a cruzar la


pasarela en lo que, a su juicio, suponía una clara aceptación de su propuesta.
Aunque la noche había sido dura, al menos el nuevo día se presentaba
esperanzador.

—Te advierto que no estoy de humor, diablesa. Si has venido a representar


alguna jodida escena de celos, estaré encantado de mostrarte la salida.

O tal vez no.

—Puedes estar tranquilo. No estoy celosa —se estaba convirtiendo en una


asquerosa embustera profesional—. Tan sólo trato de entender.

Entraron en una cabina minúscula, sin más mobiliario que la mesa de


mandos, otra mesilla auxiliar y dos diminutos taburetes. Asmodeus le cedió el
paso en la escalerilla que conducía hasta la parte inferior del barco. Los escalones
descendían en una espiral sinuosa, y Angélica se aferró al pasamanos para no
tropezar.

—¿Entender? —indagó él.

La puerta de acceso al camarote estaba abierta de par en par. Angélica se


agachó para atravesar el umbral; dentro, se abría una enorme sala rectangular que
la dejó con la boca abierta. Aquella tartaja tenía un vientre más espacioso que el
apartamento de Axelle. Y, en honor a la verdad, estaba mucho mejor decorada.

El suelo estaba cubierto de parquet, y las paredes, pintadas en un suave


tono gris, despedían cierto aire retro. En la zona más próxima a la cabina de
navegación se abría una pequeña sala de estar compuesta por un sofá, un sillón y
una mesa central de vinilo rojo. Un puf bermellón y un armario a juego
completaban la zona de invitados. Más allá se extendía la cocina, con su escueto
equipamiento de madera lacada provisto de todas las comodidades, y, a su lado,
una mesa de comedor de cristal se elevaba entre dos filas de sillas de plástico rojo.
Enfrente, bajo los tragaluces de la cubierta, había una robusta cama, cuya
intimidad quedaba preservada por un grueso dosel opaco. A su lado, se podía
intuir la puerta del cuarto de baño, así como un basto armario de mampostería.

—¿Entender? —repitió él, y Angélica se percató de que llevaba más de un


minuto parada delante de la puerta, escudriñando sin disimulo su privacidad.

—Sí. Entender quién eres tú. Entender quién soy yo. Y, sobre todo, entender
por qué y para qué estamos aquí.

Asmodeus bufó.

—Creo que son demasiadas incógnitas para horas tan intempestivas. Mejor
me sirvo una copa. ¿Quieres una?

—¿Una copa? ¿A las seis de la mañana?

—Sí.

—De acuerdo. Que sea doble.

Mientras él servía el whiskey, Angélica deambuló por el extraordinario


camarote tropezando con cada mueble que previamente había tratado de esquivar,
en un bucle sucesivo de agilidad y torpeza.

—Siéntate, por favor —clamó él—. Me estás poniendo nervioso.

Atendió su petición y ocupó el sillón. Era tan cómodo que, de repente, todo
el cansancio acumulado a lo largo de ese interminable día —que ya eran dos—, se
vino encima de ella y la dejó desarmada.

El vaso que él le ofreció ayudó a mitigar la sensación de agotamiento. Sabía


fuerte y raspaba la garganta, pero consiguió que se sintiera mucho mejor.

—Y bien —Asmodeus tomó asiento en el sofá contiguo—, ¿qué cojones


quieres saber?

Angélica le lanzó una mirada que encubría una súplica de auxilio.

—Todo.

El demonio enarcó una ceja, escéptico.

—¿Estás segura? ¿O volverás a salir corriendo cuando las cosas se pongan


feas?

Ella negó con la cabeza.

—Alto y claro, por favor.

Asmodeus saboreó un buen trago de licor antes de retomar la historia en el


punto exacto en que la había dejado horas atrás.

—El Infierno no fue nuestro único hogar tras la Caída. Los cinco primeros
años los pasamos en la Tierra. De hecho, todos creímos desde el principio que
seguiríamos en ella eternamente. Hasta cierto punto, Luc y los demás estaban
contentos. Al fin y al cabo, era eso lo que habíamos deseado; la Caída tan sólo
aceleró el proceso. Hasta que comenzamos a darnos cuenta de que la vida aquí no
era la puñetera utopía que habíamos esperado. La condena no había sido vivir en
la Tierra, sino sobrevivirla. Fuimos arrastrados a través de los parajes más agrestes
en condiciones infrahumanas, desprovistos de nuestros poderes y sin fuerzas. Sin
esperanzas. Malvivimos en pantanos, volcanes, glaciares, desiertos —Angélica
supo, por su tono de voz, que aquello no era más que una versión maquillada y
mansa de la realidad. Y, aun así, resquemaba como salpicaduras de limón en una
llaga—, intentando sobreponernos a ellos. En uno de esos desiertos estaba Lilith.
Se había escondido allí al escapar del Edén, y lo cierto es que lo hizo jodidamente
bien porque, como recordarás, ninguno de nosotros supo nunca dónde se había
metido. Fue toda una sorpresa hallarla allí. Lilith cazaba, pescaba, sabía construir
refugios y se orientaba mejor que nadie. Era nuestra heroína —sonrió. Sus ojos
tenían un brillo melancólico—. Para entonces, la mayoría de los hermanos se
habían esmerado en alejar cualquier rastro angelical de sus almas, y la presencia de
una mujer libre, hermosa y bien dispuesta supuso una auténtica revolución.
Algunos, más por despecho y venganza que por auténtico deseo, comenzaron a
fornicar con ella. El caso es que les gustó. Y repitieron. Pronto se corrió la voz, y
cada vez eran más quienes acudían a Lilith cada noche. Ella siempre complacía a
todos, gustosa.

Angélica tragó saliva.

—¿A todos?

Asmodeus hizo una pausa.

—A todos, excepto a uno. Y supongo que fue precisamente eso lo que le


atrajo de mí. Sin embargo, yo… —cabeceó, invadido por recuerdos que parecía no
saber manejar—. Yo sólo esperaba. Ya no sabía a qué, ni a quién. Resulta curioso,
pero incluso cuando el puto ángel que había en mí dejó de existir, su corazón
siguió latiendo. Siguió esperando. Siguió soñando con verte aparecer en el
horizonte algún día que nunca llegó. Tú nunca llegaste.

Angélica apretó los puños para obligarse a no llorar. El dolor brotaba con la
misma intensidad que la noche en que él se fue para siempre.

El pulso de los dos se había detenido el mismo día, en el mismo instante. Y,


sin embargo, nadie había acudido a notificar la hora de la muerte.

—Descubrir el placer pareció tener un efecto revitalizador sobre los demás.


A esas alturas, ya llevábamos casi tres malditos años de penurias, y todos
estábamos exhaustos. El placer que Lilith les proporcionaba fue seguido de otros
placeres. Algunos comenzaron a hacer cosas… —carraspeó, y Angélica se
sorprendió de su inesperado remilgo— poco lícitas, y descubrieron el poder que
eso les daba. Luc decidió aprovechar ese poder, y juntos empezaron a trabajar para
conseguir más y más. Cambiaron. Su alma fue oscureciéndose, y su cuerpo reflejó
esos cambios. Decidieron recuperar, e incluso aumentar, los poderes con los que
alguna vez contaron, y se emplearon a fondo en ello.

La cabeza de Angélica era una bomba programada para estallar. No podía


pensar. No. No podía. Porque, si lo hacía, si se atrevía a situar esta versión junto a
la que hasta entonces había tomado por cierta, si las cotejaba, todo saldría por los
aires.

—¿Y, mientras tanto, qué ocurrió contigo?

—Yo seguí un proceso diferente. Mi desobediencia no tuvo tanto que ver


con renegar de mi naturaleza angelical, sino con tratar de aferrarme a ella al
extremo. Incluso así, anulado como estaba, muerto por dentro, tenía una confianza
férrea en que alguna vez regresaría a mi hogar. Que todos se darían cuenta de la
injusticia tan grande que habían cometido y vendrían arrastrándose a pedirnos
perdón. Todos —apostilló—, incluida tú. Ése fue mi peor error.

—¿Por qué?

Asmodeus giró el vaso entre los dedos. Se había quedado vacío, así que se
puso en pie con intención de llenarlo de nuevo.

—Porque me anclé en el pasado —afirmó, mientras abría la botella


ambarina por segunda vez—. De repente, mis hermanos ya no eran mis hermanos.
Mi casa ya no era mi casa. Mi vida se había extinguido. Y una mañana, cuatro años
después de la Caída, desperté y me di cuenta de que estaba completamente solo.
Que ya no era un ángel, como había sido antes, ni un demonio, como empezaban a
ser los demás. Tan sólo era un despojo sin valor, sin una mano amiga a la que
asirme. Durante cuatro años antepuse el honor y el amor a la cruda realidad. Y la
realidad me dio una hostia en la cara —lapidó el segundo vaso de whiskey sin
respirar—. Lo perdí todo, incluso a mí mismo. Entonces, una noche, Lily se
presentó ante mí. Sólo fue cuestión de dejarme llevar.

La arcángel ocultó el rostro entre las palmas. No lloraría. Se había hecho la


firme promesa de que no lo haría, y la pensaba cumplir.

El Universo era un lugar diferente ahora que se había puesto en marcha el


engranaje correcto, por brutal y despiadada que fuese la pieza que faltaba para
completarlo.

—Desde el momento en que me uní a ella —prosiguió Asmodeus—,


comprendí que tú nunca me habías amado. Comprendí que era estúpido esperar
amor de quien sólo era capaz de disparar traición. Lily dejó todo por seguirme,
incluso su naturaleza humana. Por los perros de Lucifer, se fue al Infierno sólo
para estar conmigo —agregó con una carcajada diabólica—. Tú no sólo no me
seguiste, sino que ni siquiera te molestaste en despedirte de mí. No te tembló la
mano a la hora de deshicirte de todo lo hermoso que una vez existió entre
nosotros; te libraste de todos como si fuéramos escoria. Comprendí que tú seguías
allí arriba, llevando tu vida perfecta de criatura perfecta sin el más mínimo
remordimiento, mientras nosotros peleábamos por sobrevivir y maldecíamos la
hora en que nacimos —Asmodeus apoyó las manos en la encimera de la cocina,
con tanta fuerza que el ruido hizo tambalear el vaso en las manos de Angélica—.
Te odié. Te odié tanto que me odié a mí mismo todavía más por haber sido tan
imbécil de amarte. Por creer en tus artimañas y tus trampas. Por no haber sido más
que un burdo juguete en tus ponzoñosas manos de Duquesa Celestial —escupió,
con la frialdad de un sicario que al fin se encuentra cara a cara con su objetivo.

Angélica cerró los ojos. El mundo daba vueltas en torno a ella, y el hecho de
estar a bordo de un barco fluvial no tenía nada que ver. Su cabeza palpitaba de
dolor al no entender. No comprendía nada. Las imágenes que Asmodeus le
mostraba no encajaban.

—Asmodeus… ¿qué ocurrió aquella noche?

Él recorrió el espacio que los separaba con la velocidad de un tornado. Sus


ojos irradiaban furia cuando se abalanzó sobre el sillón en el que reposaba la
arcángel.

—¿A qué viene tanto empeño? Hace un rato, en el Moulin de la Galette, me


hiciste la misma pregunta. ¡Sabes perfectamente lo que ocurrió aquella noche! —
poseído por la ira, gritó su rabia a sólo unos centímetros de su cara—. ¡Me
detuvieron, nos detuvieron a todos! ¡Nos maltrataron! ¡Nos humillaron! Y tú, para
salvar tu sucio pellejo, te esmeraste en cubrirnos con todo el lodo del que fuiste
capaz. Tuviste la desfachatez de enviar a Gabriel a interceder por ti en el juicio. Él
le contó a la puta Asamblea todo lo que tú le pediste. ¡Que no sabías nada de
nosotros! ¡Que no testificarías porque no querías tener nada que ver con
delincuentes! ¡Que lamentabas habernos conocido! ¡Ni siquiera tuviste el valor de
negar lo de la violación! ¡Dejaste que todos creyeran que te había violado, tal y
como denunció Gabriel! —se apartó de ella con expresión asqueada—. Te
desentendiste de mí de una patada. Y ahora vienes y me dices que quieres saber,
que quieres entender, y que sientes lo que me ocurrió pero que tú no puedes hacer
nada. Te presentas aquí con tu maldita cara de niña buena, y yo vuelvo a caer de
nuevo a tus pies, como el idiota consumado que soy.

Angélica tembló. Asmodeus se alejó en dirección al ojo de buey; sus pisadas


marcaron las siete de la madrugada con el atropello de una estampida bovina,
dejándola sola y desamparada frente a sus pensamientos.

Allí estaba. Implacable. La última pieza. Y todo comenzó a fluir hacia ella.

Gabriel.

Había vivido en una mentira. Había cargado con una culpa que no era suya.
Había perdido al amor de su vida por obra y gracia de su propio hermano.

—Yo nunca me negué a testificar —reconoció, entre las primeras lágrimas—


. Ni siquiera supe de la existencia de ese juicio hasta mucho después.

Asmodeus pestañeó. Sabía que esperaba cualquier justificación por su parte,


excepto ésa.

—¿Qué quieres decir? —inquirió con el ceño fruncido.

Angélica no podía respirar.

Todo lo que tenía. Todo lo que era. Por segunda vez en su vida, todo en lo
que había creído se derrumbaba.

La verdad se desplomó estrepitosamente sobre su cabeza, y ella… Ella echó


a caminar entre los escombros.

*****

El Cielo.

Finales del Otoño.


Un día antes de la Caída.

—¡Angélica!

La voz rota de Asmodeus bramó su nombre por tercera vez. Ya no podía


verlo, los secuaces de Gabriel se lo habían llevado. Su cuerpo maltrecho había sido
arrastrado lejos de la capilla, pero la prolongación moribunda de la última sílaba
reverberó en sus tímpanos, haciéndola recordar.

Recordar que él le había hecho una pregunta, y que ella aún no había
contestado. La respuesta que él tanto había ansiado escuchar flotó ante los ojos de
la arcángel con una claridad meridiana. En realidad, había estado ahí todo ese
tiempo.

SÍ. SÍ. Sí, sí, sí, sí.

De un manotazo, se liberó del agarre autoritario de su gemelo y echó a


correr tras la comitiva que se llevaba a Asmodeus. A lo lejos, las antorchas
marcaban con fuego su infortunio.

Gabriel la interceptó antes que lograse bordear la capilla, alzándola del


suelo.

—¿Adónde crees que vas? —vociferó.

Angélica pataleó en el aire.

—¡Quiero irme con él! ¡Diles que no se lo lleven!

Entonces sucedió aquello. Lo inexplicable. Lo horrible. Su hermano, su


admirado y afectuoso gemelo, dio un paso atrás con ella en brazos, y la lanzó
contra el suelo.

Angélica derrapó sobre la gravilla con un aullido de dolor. Hilos de sangre


manaron de sus brazos y sus piernas, como los flecos de un sádico chal. Parpadeó,
confusa y jadeante. Se miró en los ojos acuosos de Gabriel, idénticos a los suyos.
Esos ojos que habían sido su refugio y que nunca le habían parecido tan ajenos
como esa noche. Jamás, en sus quince años de vida, su hermano la había tratado
así. Nadie la había tratado así.

—No vas a ninguna parte —masculló él.

—Gabriel, por favor… —balbuceó Angélica, aturdida aún por el golpe—.


¡Yo le quiero! ¡Quiero estar con él!

No se amedrentó. Se puso en pie, tambaleante; sus sandalias rotas ya no la


sostenían, así que corrió, descalza y herida, por encima de las piedras.

—¡Quiero irme con él! —gritó y gritó y gritó hasta que la afonía hirió de
muerte su garganta.

Gabriel volvió a empujarla, pero, esta vez, no le dio opción de escapar.


Tumbado sobre ella, inmovilizó sus manos y sus pies.

—¡No lo voy a tolerar! ¡Ese miserable abusó de ti!

—¡Eso no es cierto! —todo su cuerpo protestó y se retorció bajo el de él. Le


aporreó con los puños. Le empujó con las rodillas. Peleó por escurrirse de su
prisión. Tenía que haber una forma de huir, una manera de llegar hasta Asmodeus
y decirle cuánto lo amaba, lo cobarde que había sido al no reconocerlo cuando tuvo
la oportunidad—. ¡Él no ha hecho nada malo! Déjame ir con él, Gabriel…

El arcángel paralizó las muñecas de Angélica doblándolas en un ángulo


imposible, y los huesos se quebraron con una detonación sorda. Ella chilló de
dolor.

—¡Nunca! Nunca permitiré que te unas a esa banda de despreciables


alimañas. ¡Eres mi hermana, no la ramera de un delincuente! ¡Te usó, Angélica! ¡Te
usó para satisfacer sus instintos!

—¡No! ¡Nos amamos! Él no abusó de mí, Gabriel, tienes que creerme. ¡Nos
amamos, y voy a estar siempre con él!

Su mejilla ardió con la bofetada que él le propinó, igual que ardía el cielo en
esa noche funesta.
Las lágrimas, como pequeños diamantes sin tallar, resbalaron por las sienes
de Angélica y se mezclaron con el polvo del camino. Había sido tan estúpida, tan
estúpida, tan cobarde, tan estúpida… Daría lo que fuera por volver atrás en el
tiempo. Por volver a disponer de ese minuto que ahora le parecía tan inexpugnable
como el destino. Por mirarse en los ojos de Asmodeus, tenderle la mano y seguirle
hasta el fin de los tiempos.

—Te lo suplico, Gabriel… —tosió; la tierra se colaba por los resquicios de su


boca agrietada. Todo su cuerpo laceraba hasta el entumecimiento. A pesar de ello,
no dejó de suplicar con voz desesperada—. Déjame ir con él… Por favor… Quiero
ir con él…

Invadido por la furia, el arcángel la zarandeó. Agitó su ya maltrecho cuerpo


como si fuera un cubilete para dados, y su lecho de piedras se convirtió en un
potro de torturas. Decenas de aristas punzantes se clavaron en sus alas, sus muslos,
su cráneo. Las plumas se tiñeron de escarlata; la sangre mancilló sus cabellos
rubios.

Aulló de dolor una vez más, la última, antes de perder el sentido.

*****

Cuando despertó, la luz de un día espléndido y avanzado entraba a


raudales por el cristal. Le costó unos segundos reconocer las paredes, la ventana…
Sus cosas.

Estaba en su habitación. Gabriel permanecía de pie, a su lado, observándola


muy estirado con una mezcla insondable entre rencor y ternura. Su cabeza latía, y
la piel le quemaba en casi todo el cuerpo. Tenía la sensación de haber dormido
durante semanas.

Asmodeus y los acontecimientos de la noche hicieron acto de presencia en


su aturdida memoria. Se incorporó con rapidez, y un terrorífico presentimiento
apremió desde el fondo de su alma.

—¿Dónde está Asmodeus? ¿Qué ha pasado? —le dirigió a su hermano una


mirada impregnada de pánico—. ¿Qué le has hecho?
Gabriel se tomó su tiempo para contestar. Cuando lo hizo, su voz sonó letal.

—Lo que a partir de ahora suceda con ese canalla y sus amigos ya no es de
tu incumbencia —anunció fríamente—. Ninguno de ellos pertenece ya a este
mundo.

Angélica se puso en pie de un salto. Tuvo que ahogar un gemido de dolor


cuando las heridas de sus alas se abrieron y volvió a emerger de ellas un reguero
de sangre que humedeció las manchas, ya resecas, de su vestido.

—¡Malditos, malditos, malditos! —golpeó el torso de su gemelo. Aunque


sus angelicales huesos se habían soldado con rapidez en el transcurso de la noche,
sus muñecas se resintieron—. ¿Qué le habéis hecho? ¡Quiero verlo! ¡Llévame con
él!

Gabriel contempló impasible la cascada de luz que se filtraba por la


ventana.

—A estas horas su alma ya no existe, y su cuerpo está muy lejos de aquí —la
apartó con desdén—. Será mejor que olvides que alguna vez existió.

Angélica no daba crédito a sus palabras. Siguió sus pasos en dirección a la


puerta con una ligera cojera. Tenía las plantas de los pies en carne viva, pero
necesitaba averiguar lo que había sucedido mientras ella permanecía inconsciente.
Necesitaba ver a Asmodeus, comprobar que nada de lo que Gabriel decía era real.

—Por cierto —agregó él—, me importa muy poco quién sedujo a quién. Si
te abrió las piernas a la fuerza, o si tú lo hiciste por gusto. Pero no pienso consentir
que la virtud de mi hermana quede en entredicho, ¿entendido?

—¡Me importa un comino mi virtud y la tuya! ¡Asmodeus es inocente!


¡Nosotros nunca hemos hecho nada malo!

Gabriel tapó rudamente su boca con la palma de la mano.

—Hasta que dejes de comportarte como una irresponsable y entiendas la


repercusión de lo que has hecho, te quedarás aquí y no hablarás con nadie.

—No, no, no… tengo que salir. ¿Dónde está Asmodeus? ¡Tengo que salir y
decirles a todos la verdad! ¡No es justo, Gabriel, él es inocente!
—No te moverás de aquí, y nadie podrá oírte. Ya es hora de que asumas las
consecuencias de tu insensatez —con una mueca de desprecio, el arcángel salió y
cerró con llave desde fuera.

Angélica arañó la madera, la pateó, la golpeó. Los muebles de su cuarto


fueron destrozados. Mechones enteros de cabellos, arrancados. Gritó, pidió auxilio.
Rogó a gritos que le permitieran ir tras Asmodeus. Imploró que lo llevaran de
vuelta a su hogar, a sus brazos, a ella.

De nada sirvieron sus súplicas. De nada sirvieron sus órdenes. De nada


sirvió su llanto desesperado.

Nunca supo el tiempo que pasó así. Sus ojos yermos perdieron la cuenta de
las noches y los días que se sucedieron tras las recién instaladas rejas de su
ventana. Hasta que, ante el primer chubasco del verano, se dio cuenta de que
habían sido meses. Hasta que, llegado el momento, la culpa y el desconsuelo la
atormentaron tanto que se dejó estrangular por ellas. Consumir por ellas.

Se acurrucó en un rincón de su fétido dormitorio, convertido en los despojos


de lo que una vez había sido, y dejó de llorar. Dejó de sentir. Dejó de pensar.

Se preparó para el abismo.

*****

Principios del Otoño.

Diez meses después de la Caída.


—Angélica. Querida hermana. Me duele tanto verte así… Yo nunca quise que esto
sucediera, hermana. No quise hacerte daño, pero debes entender que era lo mejor para ti.
Fue la única salida que me dejaste. Tú eres mi familia, lo que más amo en el Universo, y
mira cómo estás ahora… Reducida a cenizas por culpa de un infeliz que no merece siquiera
el nombre que el Creador le dio. Si supieras todo lo que yo sé ahora, Angélica, si supieras la
clase de depravadas acciones que él y los de su estirpe acometen con la llegada de cada
anochecer…

—En cambio, mírate a ti. No te imaginas el dolor que me causa verte así, Angélica.
Tú, que eras tan hermosa… Ese desgraciado nunca debió mirarte, nunca debió tocarte.
Hace meses que no hablas, que no miras. Sólo eres un cadáver que respira. ¡Cómo me
gustaría poder arrancarte todo ese dolor! Eres mi hermana querida, y haría lo que fuera por
ti…
Finales del Invierno.

Quince meses después de la Caída.

—Aquí traigo tu almuerzo, querida hermana… No puede ser, ¿aún no has tocado el
desayuno? Angélica, tienes que cuidarte, no puedes seguir así… Estás tan cambiada… Tu
pelo está todo enmarañado, lleno de suciedad. Hace meses que no te cambias de túnica, y
este lugar… Esta habitación es como una pocilga, Angélica. Hermanita, ¿qué te han hecho?
¿Cómo fui tan tonto de no darme cuenta de sus manipulaciones? Nunca me perdonaré
haberte dejado sola. Debí haber previsto que serías la víctima perfecta para las
endemoniadas garras de esa chusma. Me arrepiento tanto, querida Angélica… Te quiero
tanto…

—Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y ofrecerte la protección que nunca debí
arrebatarte. Discúlpame, por favor. La coronación era tan importante para mí que te
desatendí a ti. Quería que todo saliese perfecto; quería estar tan preparado para mi labor…
Y casi te pierdo a ti en el intento… Ese maldito… Todavía no puedo creer que se atreviera a
envenenar a mi propia gemela. Aunque, después de ver su comportamiento desde que salió
de aquí, es casi un milagro que no te hiciera aún más daño. Estoy seguro de que te
avergonzarías de ti misma si supieras lo que él anda haciendo. Fue una suerte que yo te
encontrara a tiempo esa noche y pudiera rescatarte…

Inicio de la Primavera.

Dos años y cuatro meses después de la Caída.

—Hoy tienes mucho mejor aspecto, mi adorada hermana. Dora y Celeste han estado
aquí y te han arreglado, ¿verdad? Las dos me suplicaron poder verte, y no tuve corazón
para negarme. Ellas te aprecian de verdad; todos ahí fuera lo hacen y se sienten muy
apenados por lo que te ocurrió. Lo que ese innombrable te hizo, lo que le hizo a tu virtud…
No hay castigo suficiente para él. Pero nosotros somos tu familia, Angélica, tu auténtica
familia, y te echamos de menos. Ojalá volviera tu alma a estar entre nosotros… Ojalá
entrase un día en tu cuarto y tus ojos y tu voz me dieran la sorpresa… Es tan desesperante
para nosotros, que te amamos tanto, verte consumida así. Con la mirada ausente, clavada
día tras día, hora tras hora, en esa ventana…
—Esa arpía no va a regresar, Angélica. Ni siquiera se acuerda de ti. ¿Es que no lo
entiendes? ¿No entiendes que nunca le importaste? ¿Que sólo fuiste un complaciente
juguete en sus sucias manos? Sólo con imaginar cómo hubieses acabado si él hubiese sido
capaz de arrastrarte a su fango logra que me hierva la sangre. He visto a otras, ¿sabes?
Otras como tú. Pobres criaturas desdichadas. No te imaginas todo lo que les hace, para
después dejarlas tiradas en un rincón. Vacías. Perdidas para siempre. Ahora más que nunca
sé que su lugar nunca estuvo aquí. Son diferentes a nosotros, Angélica. Son monstruos sin
piedad.

Mediados del Otoño.

Dos años y once meses después de la Caída.

—Bueno, ya debo marcharme. Aún queda mucho por hacer. Sé que me escuchas;
aunque no pestañees, sé que tus oídos pueden escucharme, por eso te pido que pienses bien
en lo que te he dicho. Nosotros sólo queremos tu bien. Yo te quiero, Angélica, y quiero que
vuelvas a ser mi bella y cariñosa hermana. ¡Eras tan perfecta! No soporto seguir viéndote
así, destruida. Sin embargo, mañana volveré. Y pasado. Y al otro. Volveré todos los días
hasta que esta pesadilla termine y tu espíritu decida despertar. Sabemos que tu experiencia
fue demasiado traumática. Requiere tiempo sobreponerse a una aberración semejante, y más
en un ser tan limpio e inocente como tú. Por eso, todos los que te queremos seguiremos
esperando con paciencia que tu alma sane y que vuelvas a sonreír.

*****

París, 20 de julio de 2010.

—Aquella noche intenté seguirte. Quería ir detrás de ti; disculpar mis


dudas, disipar las tuyas. Explicarte que, si tú aún estabas dispuesto, yo también lo
estaba a ser tu mujer y acompañarte siempre.

Angélica tomó aire. Las sombras de la peor etapa de su vida danzaban como
las luces borrosas de un caleidoscopio macabro. Abrió la puerta a recuerdos que
había sepultado para siempre en su memoria, y de los que ya ni siquiera tenía
constancia.

Pudo sentir que la respiración de Asmodeus se hacía más dificultosa, pero


no se atrevió a mirar en su dirección. Siguió anclada en el sillón como una efigie de
mármol, con las uñas clavadas en la suave piel del reposabrazos.

—De repente, todo estaba tan claro… Ardía en deseos de ser feliz a tu lado,
dondequiera que eso fuese, pero a tu lado. Entonces, Gabriel me detuvo. Él no lo
aceptaba, y yo… Por más que traté de huir, él era más fuerte. Mi último recuerdo
anterior a la Caída es un dolor punzante en las alas y un zumbido mortal en los
oídos. Después, todo se oscureció.

El vello de sus brazos se erizó de forma involuntaria. Las magulladuras


habían ido desapareciendo poco a poco; sin embargo, las cicatrices de su alma aún
escocían.

Asmodeus continuó sin decir nada. Angélica no despegó la mirada del


frente.

—Desperté en mi cuarto al día siguiente. Ya era casi mediodía, y Gabriel


permanecía a mi lado. El cuerpo me dolía; tenía llagas y cardenales por todo él. Sé
que no es justificación. Sé que mi dolor no se acerca ni de lejos al que tuviste que
soportar tú. Pero quiero que sepas que ni siquiera ahí cejé en mi empeño. De nuevo
quise volver a buscarte, averiguar qué había sucedido. No volver a apartarme de ti
nunca más —tragó saliva—. Gabriel fue el encargado de explicarme que vosotros
ya no formabais parte de mi mundo. De nuestro mundo —matizó, con un deje de
nostalgia—. Le amenacé con contar la verdad y él contraatacó encerrándome en mi
propio dormitorio. No le importó cuánto lloré, cuánto sufrí, cuánto me golpeé a mí
misma. Durante meses aquella puerta no se abrió. Soy un ángel femenino; mis
poderes no maduraron y no se activaron hasta años después, así que no podía
escapar. Grité hasta que mis cuerdas vocales se quebraron, pero nadie me oyó.
Gabriel había lanzado una runa de silencio sobre las paredes de mi habitación. Le
odié y maldije con la misma intensidad con que te amaba a ti.

Una ínfima porción de su corazón se preguntó, de hecho, cómo y cuándo


había dejado de hacerlo. Prosiguió.

—Las heridas en mi piel se infectaron de tanto arañarlas. Perdí pelo, me


arranqué las uñas. Destrocé con mis propias manos los muebles, me clavé sus
astillas en las yemas, y ni siquiera eso pudo mitigar el dolor de tu ausencia y la
culpa por haberte perdido sin gritarle al universo cuánto te amaba. Sin
susurrártelo a ti. Hasta que el dolor y la culpa crecieron tanto que ya no pude
oponerme a ellos. Me dejé vencer, esperando sin más que llegara el momento en
que me extinguieran por completo y pudiese al fin descansar en paz. Fue en el
momento en que dejé de resistirme a la crueldad del destino cuando mi hermano
regresó, cargado con toda su artillería.

Un madrugador barco mercante surcó el Sena a su lado, bamboleando las


aguas bajo sus pies. Asmodeus se aclaró la garganta, y Angélica estuvo segura de
que iba a decir algo. Sin embargo, el momento pasó, y de su boca no salió ningún
comentario. Lo más probable es que no diera crédito a una sola de sus palabras. Al
fin y al cabo, tenía motivos más que suficientes para hacerlo.

—Durante casi tres años, Gabriel se encargó de visitarme puntualmente


acompañado de una bandeja de alimentos. Se sentaba detrás de mí y, dos veces al
día, se encargaba de recordarme mi indeseable comportamiento como arcángel, mi
suerte por tener un hermano cuidadoso y protector, y lo desventurada que habría
sido mi existencia en caso de haber sucumbido a tus intrigas.

La frialdad aséptica con la que fue capaz de terminar su discurso resultó


sorprendente incluso para ella. En realidad, lo que más le sorprendió fue darse
cuenta del profundo resentimiento que aún le profesaba a Gabriel por aquellos tres
años de penumbra.

—Yo languidecía, y él disparaba. Y así en un bucle sin fin. Cada una de sus
palabras, especialmente aquellas que tenían que ver contigo y tu demoníaca
conducta, se incrustaban como metralla en mi mente. ¿Alguna vez has soñado con
perforar tú mismo tus tímpanos y dejar de escuchar, dejar de sentir? —inquirió
Angélica, con una sonrisa amarga—. En ocasiones, con la excusa de mi descuidado
aspecto, les cedía el testigo a Dora y a Celeste para que arremetieran de la misma
manera contra mi maltrecho espíritu. Las infelices Dora y Celeste —bufó—, que me
aseaban y peinaban entre lamentos, creyendo que mi estado se debía a la
vergüenza y al asco de haber sido ultrajada. Ellas corroboraban todas y cada una
de las insinuaciones de Gabriel acerca de ti y de los demás, subrayando siempre la
suerte de haber sido rescatada del destino fatal que tú me tenías reservado. Así fue
como llegué a cumplir dieciocho años.

—¿Qué ocurrió entonces? —metió baza él, por primera vez, con un tono de
voz grave e insondable.

Angélica se encogió de hombros.

—Supongo que di por sentado que tenían razón. Que la habían tenido todo
el tiempo. Creo que el día en que cumplí los dieciocho mi alma decidió que ya
había sido suficiente y despertó a gritos. Comencé a alimentarme, comencé a
arreglarme. Gabriel estaba pletórico por su triunfo y no desperdició ni una sola
oportunidad de moldear a la gemela que siempre había querido tener. Y yo… dejé
que lo hiciera. Era como un papel en blanco; tú te fuiste y yo me quedé vacía. Él
podía trazar renglones sobre mí a su antojo, y supongo que decidió que ya era hora
de trazarlos rectos. Fui adiestrada como un animal salvaje recién liberado de la
perrera. Al principio me resistía un poco… supongo que aún quedaba algún
rescoldo de la Angélica que una vez fui. Sin embargo, cuando dejé atrás mi
cuarto… —cerró los ojos, superada por la emoción de los recuerdos. Unos
recuerdos que hasta entonces habían permanecido cautelosamente custodiados
bajo tres vueltas de llave—. Cuando empecé a salir de allí y vi cómo me miraban
todos, supe que hacer lo que Gabriel me decía era mi única opción para ser
aceptada de nuevo. Fueron muchos los años que transcurrieron sin que se me
permitiese entrar en la capilla por el temor de todos a que me hubieses contagiado
algo. Muchos los años en los que me sentí una paria, sin nadie con quien poder
charlar a lo largo del día ni acompañantes en la mesa a la hora de comer. Tuve que
esmerarme más que el resto; ser la más pulcra, la más generosa, la más trabajadora,
la más amable, como único medio para que todos dejaran de mirarme con aquellos
ojos suficientes y compasivos. He tenido que vivir con la desconfianza de muchos
desde entonces. Fui medida y puesta a prueba a través de décadas, de siglos. Aún
lo estoy, en realidad. Por eso no puedo fallar —afirmó, y la muralla severa que la
había mantenido a flote hasta el momento comenzó a resquebrajarse—. Me he
sentido tan sola y fuera de lugar desde que te marchaste… —la voz de Angélica se
rompió, pero se apresuró a detener el torrente de lágrimas que amenazaba con
desbordar el dique—. No niego que tus penurias hayan sido peores que las mías,
pero yo… Yo perdí al hombre que amaba, a todos mis amigos y la confianza de
cuantos me rodeaban, en una sola noche. No te atrevas jamás a insinuar que no
sufrí. Que no me importó. Porque no es cierto.

Supo que Asmodeus se estaba acercando porque sintió el crujido del


parquet bajo las suelas de sus sandalias. Notó cómo hundía todo su peso en el sofá
de dos plazas, justo al lado de su sillón. Tan cercano como infranqueable. Igual que
sus vidas.

—Respecto a lo que ocurrió en el dichoso juicio —terminó ella—, quiero que


quede claro que yo no tuve nada que ver. Por lo que más quieras, ni siquiera estaba
consciente cuando eso sucedió… Toda la bazofia que Gabriel vertió ante el
Tribunal fue inventada por él.

Se giró con temor, esperando encontrar en el rostro de Asmodeus la burla o


el desprecio que había proyectado sólo un rato antes. Esperaba encontrar cualquier
cosa, cualquiera menos la silenciosa lágrima negra que osciló tras su párpado sólo
un segundo antes de precipitarse por el abismo de su mejilla con la delicadeza de
un cristal de obsidiana.

La derrota era patente en cada fibra de su magistral cuerpo.


—¿Sabes qué es lo más detestable de todo? ¿Lo más dañino? —preguntó él,
de repente, con la voz congestionada y la cabeza hundida en el espacio entre sus
rodillas—. A pesar de todo, lo peor no fue caer, ni haber convivido milenios con la
traición y el rencor. No fueron las heridas físicas ni el dolor por el que tuvimos que
pasar. No fue echarte de menos como un loco, ni tampoco no poder estar a tu lado
para insuflarte ánimos, hacerte compañía o curar tus golpes —hizo una pausa para
mirarla. Estaba temblando, igual que ella—. Lo peor es la impotencia de no haber
podido protegerte. Comprobar ahora que ese maldito bastardo se salió con la suya
y consiguió destruirte. Ver cómo acabó con la mujer de la que me enamoré hasta
convertirla en… —hizo un gesto difuso hacia Angélica— en otra persona. Hasta
apagar tu luz.

La arcángel rompió a llorar. Supuso que era inevitable, después de todo,


como quien ha llevado una carga muy pesada demasiado tiempo y al fin encuentra
un refugio donde aparcarla y descansar. En ese instante, no eran dos criaturas
poderosas e inmortales tan antiguas como el mundo. Volvían a ser dos muchachos
de quince años enfrentados a una vida que se les había quedado demasiado
grande.

—Sabes que no hice todo eso de lo que me acusó Gabriel, ¿verdad? Sólo
después, sólo cuando perdí la esperanza de recuperarte algún día… —Asmodeus
tomó su mano y la observó con rostro críptico. Aquellos dedos, largos y fuertes, se
enredaron entre los suyos con la familiaridad de antaño, pero con una sutileza
renovada.

Entre lágrimas, Angélica asintió.

—Ahora lo sé. Y tú sabes que yo nunca haría nada que pudiera perjudicarte,
¿verdad? Lo único que quería era estar contigo…

Asmodeus cerró los ojos. Besó con ligereza el dorso de su mano.

—Ahora lo sé.

Después de su confesión, ninguno de los dos volvió a pronunciar palabra.


Simplemente se limitaron a compartir en silencio la pena por lo que algún día
pudo ser y nunca fue. Por lo que ambos hubiesen podido llegar a ser, y por lo que
en absoluto eran.

Fue Asmodeus el primero en romper el silencio. Un brote de esperanza se


concentraba en el fondo de sus pupilas acuosas.
—Y después de esto, ¿qué?

Angélica reprimió una carcajada cáustica.

—¿Qué? ¿Después de esto qué? —meneó la cabeza—. Después de esto…


nada —inspiró con fuerza. Era el momento idóneo para afrontar aquello que
llevaba una semana pretendiendo evitar—. Muéstramelas.

La mandíbula del demonio se tensó.

—Tú primero.

—A mí ya me has visto. Muéstrame las tuyas —exigió ella.

No obedeció de inmediato. Se tomó su tiempo en comprobar los cierres de


cada puerta y en cubrir cada ventana y cada tragaluz con las cortinas. Sólo cuando
estuvo seguro por completo de que no corrían ningún riesgo, Asmodeus regresó a
su lado. Unos segundos después, un par de alas magníficas, negras y
deslumbrantes, como tintadas a carboncillo, emergieron tras su espalda.

Había soñado tantas veces con volver a verlas, tocarlas, dejarse acariciar por
ellas… Era tan hermoso con las alas desplegadas… La combinación perfecta entre
una alegoría tallada en mármol y el chico malo de los bajos fondos.

Sin embargo, el presente era como un jarro de agua fría sobre su cabeza.
Seguía siendo tan hermoso como lo recordaba, puede que incluso más. El
Asmodeus de antes siempre se rodeaba de un halo pícaro, lo cual, según la opinión
de Angélica, constituía su principal atractivo; este nuevo Asmodeus, sin embargo,
daba la impresión de hallarse de vuelta de todo, y eso lo hacía condenadamente
irresistible. El destello malicioso y tierno de sus ojos era una invitación que ella
podría aceptar de buena gana el resto de días —y de noches— de su vida. Pero eso
era, de hecho, lo único a lo que no podía aspirar.

Permitió que sus propias alas, tan níveas que resultaban cegadoras,
surgieran también. El contraste se interpuso entre ellos como una bofetada de
realidad.

—Después de esto… —repitió mientras señalaba las alas de ambos. No hizo


falta dar muchas explicaciones; la verdad se impuso por sí sola— no hay nada.
Nada.
—Pero, tal vez haya alguna manera… —interrumpió Asmodeus—. Tiene
que existir alguna forma.

—¿Es que no te das cuenta? —chilló ella—. Seguimos en el mismo punto


donde estábamos hace seis mil años. Abajo y arriba. Negro y blanco. Demonio y
ángel. No hay un término medio, Asmodeus. No para nosotros.

Dio un brinco sobresaltado cuando él pateó el sofá.

—¿Y así es como pretendes terminar con todo? ¿Sin más, como si nunca
hubiera existido?

—Claro que existió; eso jamás lo podremos olvidar ninguno de los dos —
rebatió—. Pero hace ya mucho que acabó, lo quisiéramos o no. ¿Es que no lo
entiendes? Ya no importa cómo llegamos hasta aquí. Lo que cuenta es que estamos
aquí. Esto es lo que somos. La incompatibilidad llevada al extremo. Y ni tú ni yo
podemos hacer nada para cambiarlo.

Él agachó la cabeza. Fuera, el cercano reloj de Notre-Dame les recordó que


eran las ocho de la mañana. Atrás quedaba ya la segunda noche más larga de sus
vidas.

—¿Cómo lo consigues? —preguntó el demonio con rabia.

—¿El qué?

—Aceptarlo. Me niego a asumir que la resignación sea lo único que quedará


de nosotros dos para siempre.

Angélica se encogió de hombros. Meditó un momento mientras replegaba


sus alas y recuperaba su bolso del respaldo del sillón.

—Las promesas de una eternidad juntos fueron destrozadas la misma noche


en que murió nuestra ingenuidad. Y ésa es una de las pocas cosas que ni siquiera
un ángel puede volver a componer —hizo una pausa—. Será mejor que me vaya.

En contra de sus pronósticos, Asmodeus no la detuvo.

La arcángel rozó los dedos masculinos una vez más. La última. Antes de
poder evitarlo, se encontró rodeada por un abrazo impulsivo cargado de
impotencia. El último. Con los labios apretados, Angélica enterró la cara en el
cuello de él y clavó las uñas en su espalda. Unidos sobre el Sena, mecidos por su
ondeante movimiento, se despidieron el uno del otro, fundidos en el abrazo sin
esperanzas que nadie les permitió darse el día en que todo terminó.

Justo cuando Angélica alcanzaba la puerta que la conduciría de nuevo al


ajetreo de una ciudad adormecida y sensual, él la sorprendió con una última
pregunta.

—¿Aún no conoces el mar?

Ella ni siquiera se giró.

—Aún no he hecho nada de cuanto una vez soñé hacer contigo —admitió,
de espaldas al demonio. No quería que él pudiese ver la demoledora melancolía de
sus facciones.

No titubeó al salir. Un pie delante del otro, un escalón tras otro, hasta que
abandonó la peniche, dejando en su interior un par de corazones en pedazos.

Capítulo XIX – La Tierra

París, 20 de julio de 2010.

Angélica durmió de un tirón, como hacía cinco mil novecientos años que no
dormía. Despertó entumecida, sin noción del día o la hora que era, con la sensación
de haber dormido durante siglos. Ése era el día libre de Axelle en el trabajo, así que
la oyó cacharrear, con el televisor encendido a un volumen moderado, del otro
lado de la puerta.

La arcángel se puso en pie y observó su rostro, plagado aún de rastros de


sueño, en el espejo de pared. El reflejo que el cristal le devolvió le pareció distinto
al de todas las mañanas anteriores, como si la crispación acumulada a lo largo de
los años se hubiera desinflado. Vivir la vida de otros, tratar de ser alguien que no
era, había resultado nefasto y agotador.

Resuelta, tomo una férrea decisión frente al espejo: ya que jamás podría
recuperar al amor de su vida, al menos se recuperaría a sí misma. Tal vez eso la
ayudase a compensarlo. Por eso, además de cumplir su misión de una vez por
todas, se hizo el firme propósito de disfrutar hasta el último minuto su estancia en
la Tierra; quizás así lograse reflotar a aquella Angélica vivaz e inquieta a la que
había estado a punto de estrangular con su amargura. Y, cuando llegase el
momento de regresar a casa, ya pensaría qué hacer.

Abandonó el cuarto envuelta en su bata, y Axelle la recibió con una cálida


sonrisa.

—Buenos días, bella durmiente. ¿O debería decir buenas tardes?

—¿Tanto he dormido? —preguntó Angélica, avergonzada.

Un rápido vistazo al reloj le dio la respuesta. Las agujas marcaban las siete
de la tarde. Había llegado a casa de Axelle en torno a las ocho y media de la
mañana y caído rendida sobre la cama en cuanto se desvistió y se puso el camisón.
Haciendo cálculos, había perdido casi once horas.

Qué invento tan magnífico el de perder el tiempo descansando.

—Te prepararía el desayuno —bromeó su compañera de piso—, pero,


dadas las circunstancias, creo que lo mejor será que te arregles para la cena.

—¿Vas a salir?

—Así es. Dominique llamó hace un rato. Esta noche hay una reposición de
las mejores películas de Rita Hayworth en un cine cercano. Nathalie trabaja en el
último turno, y Dominique libra, como yo, así que asistiremos al primer pase y,
después, comeremos algo rápido. Si no tienes planes, estaremos encantadas de
ampliar a cuatro los miembros de nuestro selecto club —propuso con un guiño.

A Angélica no le hizo falta meditarlo mucho.

—Estaré lista en cinco minutos.

La stripper frunció el ceño.

—Donc, ¿eso significa que las cosas no se han arreglado entre Jean-Loup y
tú? —preguntó con delicadeza—. No quiero parecer indiscreta pero, al verte tan
tranquila, supuse que…
—Eso significa que las cosas entre Jean-Loup y yo ya no tienen solución,
pero por primera vez en mucho tiempo me siento tranquila. Me siento bien —
admitió, casi sin llegar a creérselo del todo.

—No imaginas cuánto me alegra oír eso —declaró Axelle con sinceridad—.
Me hubiese gustado que las cosas marcharan de otra manera, pero como mi
normanda madre suele decir: Axelle, querida, la esperanza hace vivir.

—Gracias. Eres una buena amiga.

—Oh, creo que Dominique no me tendrá tanta estima si llegamos tarde a la


sesión. La película empieza dentro de media hora, y mira cómo estamos —señaló
de forma lastimera sus prendas de andar por casa; unas ajustadas mallas y un top
malva que dejaba al descubierto la mariposa plateada sobre su ombligo—.
¡Debemos darnos prisa! —apremió.

—Axelle, yo…

—Dime, cariño.

La arcángel tomó aire.

—Hay algo que me gustaría pedirte antes de salir.

—Por supuesto. ¿Qué necesitas? ¿Te has quedado sin dinero? ¿Quieres que
te preste algo más de ropa? No es por hacerte la pelota, pero los vaqueros ceñidos
que llevabas ayer te sentaban estupendamente…

Angélica, con una sonrisa pícara, escondió un mechón de pelo tras su oreja.
Había algo que se moría de ganas de probar.

—¿Podrías enseñarme cómo se hace la manicura?

*****
Tuvieron suerte de no llegar tarde. Axelle, Angélica y su decena de uñas
color manzana de caramelo corrieron por las calles del sexto arrondissement hasta
llegar a los Studios Christine, una pequeña y anticuada sala de proyección oculta
entre soportales. Dominique, desesperada, les hizo señas desde la puerta mientras
Nathalie se adelantaba a comprar las entradas en taquilla. Las cuatro tomaron
asiento en los estrechos butacones rojos justo en el instante en que se apagaban las
luces. La pantalla cobró vida ante ellas, desplegando todo su encanto.

Unos coloreados títulos de crédito corrieron frente a sus ojos acompañados


de la gloriosa banda sonora de Salomé. Sin embargo, Angélica no les prestó la más
mínima atención. Ni siquiera se distrajo de su ensimismamiento cuando el rostro
de Rita apareció en pantalla a un tamaño desproporcionado.

No podía apartar la mirada del brillo carmesí de sus uñas. Cuando su amiga
había aplicado la primera capa de laca, la arcángel se había horrorizado. Ni Gabriel
ni el resto de hermanos aprobarían jamás una exhibición tan escandalosa. Cuando
llegó el turno de la segunda capa, había optado por enviar las recalcitrantes
opiniones de sus hermanos al mismísimo Infierno, y había abanicado el aire
alegremente con los dedos.

Se imaginó apoyando la barbilla sobre las manos en una terraza parisina con
gesto indolente y atractivo. Se imaginó alzando una copa; sus uñas escarlata
tamborilearían contra el cristal. Imaginó aquellas uñas provocativas clavándose en
los muslos de Asmodeus y arañando su pecho desnudo en una…

Alto. ¿De dónde salían esos pensamientos?

Se esforzó en concentrarse en la película, que debía de ser muy buena a


juzgar por la actitud de sus tres acompañantes, las cuales ni siquiera pestañeaban.
La cinta rodaba en su viejo carril; mientras tanto, dos adolescentes se manoseaban
en la cuarta fila. Dominique siseó enojada.

—Algunos hemos venido a ver la película.

Los jóvenes abandonaron la sala entre risas, cogidos de la mano. No


tendrían más de dieciséis años. Angélica sintió una punzada de nostalgia cuando
se dio cuenta de que así habían sido Asmodeus y ella. Irreverentes, sin miedo a
nada. Y, quizás, había sido esa soberbia la que había arrasado con todo.

Meneó la cabeza, dispuesta a olvidar una vez más el eco de la voz de


Asmodeus en su cabeza, pero no resultó nada fácil. Frente a ella, en trescientas
pulgadas, Salomé derrochaba sensualidad, para delicia de Herodes, con su danza
de los siete velos.

Axelle, Dominique y Nathalie suspiraron al unísono.

—Es tan maravillosa… —murmuró la última.

Una cascada de sofisticado erotismo se apoderó de Angélica cuando el velo


azul resbaló por el hombro de Rita. Fantaseó con un vestido vaporoso, con una
música penetrante…, y con Asmodeus rendido a sus pies. En sus sueños, danzaría
para él hasta dejarlo al borde de la extenuación. Su cuerpo se convertiría en una
preciosa ofrenda de placer cuyo sugerente envoltorio sería rasgado despacio por
sus ojos de cobalto. Como una nebulosa, los velos girarían con ella, y Asmodeus
enloquecería de lujuria. El último velo lo arrancaría él, sin contemplaciones, justo
antes de perder el control y desmoronarse enmarañados sobre el suelo…

Alto, alto, alto.

Las luces se encendieron; el filme había terminado. Las cuatro salieron a la


calle.

—No habrá otra como ella —a pesar de la proximidad del anochecer,


Dominique se apresuró a colocarse sus enormes gafas de sol delante de los ojos—.
De hecho, estoy pensando en dejarme el pelo como ella, cambiarme el nombre e
introducir algunos elementos orientales en mi número. ¿Qué opináis?

—Que no llegarías ni a la temporada de otoño en Pink Paradise —declaró


Axelle—. ¿Qué iba a ser entonces de tus fans? Todos esos hombres que suspiran
como locos por la pelirroja de hielo resignados a no poder someterla jamás…

Tras los anchos cristales negros, Dominique sonrió. Un hoyuelo se marcó en


su barbilla, arrebatándole un ápice de seriedad a su condescendiente expresión.

—Tu as raison, ma petite…[9] Supongo que mi personalidad es la clave de mi


encanto.

Echó a andar por la Rue Christine como un caballo sin jinete, seguida de
cerca por Nathalie y Axelle, que sonreían a sus espaldas.

—De mayor quiero ser como ella —resolvió la rubia.


Axelle arqueó una ceja.

—¿Cómo quién? ¿Como Dominique? ¿O como Rita Hayworth?

Nathalie lo sopesó un segundo.

—Como las dos…, creo.

Ambas le tendieron sus brazos a Angélica, que se había quedado atrás.

—Y a ti, Angelique, ¿te ha gustado la película?

Le hubiese encantado poder decir que sí. Hablar con entusiasmo de los
decorados, el guión, el magnífico vestuario. Sin embargo, sus recuerdos de la
película se emborronaban como espejismos en torno a cierta criatura recién salida
del Averno, una que había llegado para poner su vida patas arriba y para
torturarla con sonrisas ladeadas y lágrimas francas. Con sus luces y sus sombras.
Con todo lo que amaba de él.

¡Ya basta, Angélica!

—Ha estado… bien —fue su escueta respuesta.

—¡Eh, chicas! —Dominique, a cinco metros de ellas, se paró en seco—. Me


muero de hambre… ¿Os apetece un libanés? —indicó un establecimiento a su
izquierda.

Las cuatro estuvieron de acuerdo. La comida libanesa sería el broche


perfecto a una tarde envueltas en el misterioso hechizo oriental. En la Rue de Saint-
André-des-Arts, entre una librería de antes de la guerra y una flamante crèperie, se
apretaba un estrecho restaurante de comida árabe casera. Pidieron manakish para
llevar y se sentaron a devorarlo a orillas del Sena, con los pies colgando por encima
de esas aguas turbias que esa misma mañana habían sido testigos de su abrazo
con…

¡No, Angélica!

No puedes pensar más en él.

Se acabó.
Todo se acabó.

La noche se hundía sobre ellas como una pluma levadiza que no termina de
tocar el suelo. La temperatura era ideal, y las luces perpetuas de París rivalizaban
con las estrellas más rutilantes. Angélica pensó que era una noche perfecta,
rodeada de buenas amigas, de deliciosa comida y de la libertad más alentadora
que había conocido.

Para su tortura, sus rebeldes pensamientos no pudieron evitar regodearse


en lo mucho que le hubiese gustado a Asmodeus disfrutar de un instante así.

*****

Y una mierda.

Ése fue el primer pensamiento que cruzó por la mente de Asmodeus cuando
Angélica atravesó el umbral de la peniche esa misma mañana, dejándolo a merced
de la soledad.

Bueno, en realidad eso no había sido lo primero. Lo primero había sido un


ramalazo de angustia primitiva tan feroz como el escalofrío que recorre la espina
dorsal segundos antes de despertar, que somete y paraliza el alma, la despelleja y
despedaza.

Y, después de todo eso, en un crítico instante de lucidez, había pensado lo


otro.

Y una mierda.

Si Angélica creía que cerrar una puerta bastaba para reducir a cenizas todo
lo que una vez les había unido —todo lo que aún les unía—, estaba muy
equivocada. Él iba a demostrarle cuánto. No tenía la más mínima oportunidad de
escapar.

Pero, esta vez, no lo haría por orgullo, ni para restregarle en la cara a toda
esa cohorte de querubines estirados que era más listo que ellos. Tampoco iba a
hacerlo porque sus pelotas hubiesen comenzado a adquirir un sospechoso tono
azulado —aunque, desde luego, ésa también era una razón de peso—.

Iba a recuperarla porque la amaba. Amaba todo de Angélica, lo bueno y lo


malo. Amaba incluso esta nueva versión pejiguera y enmohecida en que su
hermano la había transformado, y que, a pesar de todo, seguía haciéndole brincar
sobre un puto pie cada vez que la miraba. La amaba ahora tanto o más de lo que la
había amado en el pasado, y con la plena certeza, además, de que lo haría siempre.
Y su seguridad no procedía de una revelación repentina fruto de la falta de sueño,
no. Su seguridad se debía a casi seis mil años de experiencia acumulada.

El amor de Angélica era su alfa y su omega. Y el bastardo meapilas de


Gabriel podía irse preparando porque, ahora que sabía la verdad, no iba a dejarla
salir de su cama ni de su vida hasta haber experimentado con ella el resto de letras
del alfabeto.

Su corazón clamaba venganza contra Gabriel, el artífice de su particular


tragedia, pero ya había delineado al milímetro el plan perfecto para perpetrarla.
Iba a hacer salvaje, escandalosa y despiadadamente feliz a Angélica. Iba a sanar
cada golpe, borrar cada lágrima, resucitar todos los minutos que habían
malgastado alejados el uno del otro por culpa de ese maldito infeliz.

Agarró el teléfono y buscó un número entre los contactos de su agenda. A la


quinta señal, le dio la bienvenida la voz mecánica del contestador. Aguardó con
impaciencia el pitido que daría paso a su mensaje.

Sólo restaba confiar en que su destinataria lo escucharía a tiempo.

—¿Axelle? Jean-Loup al habla. Necesito que me hagas un favor…

Capítulo XX – La Tierra

París, 21 de julio de 2010.

—De acuerdo, chicas, esto ha sido muy divertido, y os lo agradezco, pero ya


no podéis seguir engañándome… ¿Qué estáis tramando?
Axelle alzó hacia ella una mirada cargada de falsa inocencia. Angélica
aguardó su respuesta mientras, elevada sobre uno de los taburetes del comedor,
terminaba de calzarse las vertiginosas sandalias de tacón que su amiga acababa de
prestarle.

—¿Nosotras? —la stripper pestañeó para dar más énfasis a su


incredulidad—. Hieres nuestro orgullo, Angelique. No estamos tramando nada.
Nada de nada.

No le creyó una palabra en absoluto.

—Oh, venga. Has estado inquieta desde esta mañana. Y me niego a aceptar
que tres mujeres jóvenes y hermosas —abarcó con un ademán de su mano a
Dominique y Nathalie, cuyo comportamiento desde que habían puesto un pie en el
apartamento de Axelle había resultado igual de inverosímil— no tienen nada
mejor que hacer antes de ir a trabajar que dedicar la tarde a convertir a esta
Cenicienta extranjera y recatada en una princesa de night club.

Empezaron por la pedicura con la ridícula excusa del aburrimiento.


Después, continuaron por el pelo, que a alguna de las tres hadas madrinas —ya ni
siquiera recordaba a cuál—, le había entusiasmado recoger en un moño bajo
bordeado por ondas al agua. Para entonces, el olor de la laca y del esmalte de uñas
la había dejado tan aturdida que ni siquiera opuso resistencia cuando Fauna, Flora
y Primavera se empeñaron en atrincherarla entre las costuras de un estrecho y
sofisticado vestido azul zafiro, al igual que tampoco plantó cara a las borlas de
maquillaje que impregnaron su rostro de color y luz. Eran las ocho y media de la
tarde cuando, a petición popular, se calzó las sandalias de fiesta favoritas de
Axelle.

Iba a protestar acerca de lo tedioso que resultaría ahora deshacerse de tantos


adornos, pero su compañera situó un espejo delante de su rostro y Angélica olvidó
por completo lo que iba a decir. Olvidó, incluso, que había un Sol en el Cielo, y que
la Tierra giraba en torno a él.

La imagen proyectada en el cristal no se parecía en nada a la arcángel que


estaba habituada a ver. No existía familiaridad alguna entre ella y la gruesa capa
de polvo oscuro que perfilaba sus ojos, ni entre su boca y el espeso carmín que
recubría sus labios e invitaba a usarlos de mil formas diferentes. Su cabello había
dejado de ser una dulce mata de ondas rubias para convertirse en el arma más
ostentosa de cualquier diva del celuloide. La piel de sus mejillas, hombros y escote
había adquirido un matiz tornasolado y se exhibía, de buen grado, lejos de las
discretas ropas que solía utilizar.

Y, sin embargo, era aquella Angelique fatale la que calzaba sus zapatos —o
los de Axelle, poco importaba— y la hacía sonreír con orgullo y aceptación. Desde
hacía menos de cuarenta y ocho horas no tenía ni idea de quién era ella en
realidad, pero de una cosa estaba segura: la Angélica que le gustaría ser se
asimilaba sospechosamente a la que tenía frente a frente en el espejo.

—Yo, yo… —balbuceó—. El resultado es… es…

—Paradisíaco —concluyó la voz de Asmodeus más allá de su espalda.

*****

Sabía que no lo esperaba. Que ni siquiera había oído el chasquido de la


puerta cuando Axelle, de puntillas y con expresión cómplice, le cedió el paso. Lo
presintió en la suave torsión de su espalda desnuda, en el ligero sobresalto de sus
hombros bajo los tirantes y en el creciente temblor de sus pies, enfundados en unos
tacones metálicos que dejarían mal al más formidable de los revólveres.

Y no podía culparla. Él, que sí la esperaba; él, que había telefoneado a Axelle
con instrucciones precisas sobre el plan al que debería ajustarse; él, que
prácticamente le había suplicado que buscase entre sus cosas un vestido de fiesta
de color azul; él tiritaba ahora como el muchacho que estúpidamente había
querido apropiarse de la estrella más rutilante del firmamento.

Y allí la tenía. A menos de un metro de distancia.

Cuando Angélica giró la cabeza y lo contempló de refilón por encima del


hombro —toda ojos penetrantes, toda párpados teñidos de añil pecado—, tuvo que
infundirse aliento para no postrarse sobre sus rodillas.

Axelle había cumplido su encargo a rajatabla. Incluso había conseguido el


vestido azul. Un vestido ceñido que terminaba justo en la curva donde
comenzaban sus rodillas, y cuyas lentejuelas recorrían, sinuosas, los límites de un
acentuado escote en V delantero, y un profundo, escandaloso y devastadoramente
incitante escote en U trasero.

Maldita fuera Axelle por hacer tan bien su trabajo. Estaba seguro de que
esas dos aberturas infernales le llevarían a cometer más de una tontería esa
noche.

—¿Qué haces tú aquí? —indagó ella en susurros, pero supo que, de algún
modo, ya conocía la respuesta. No parecía enfadada; se limitó a seguir mirándolo
con ojos caídos y con aquel matiz de vulnerabilidad letal capaz de perforar a
bocajarro toda su cordura.

Axelle intervino, pálida.

—Espero que no estés molesta conmigo. Jean-Loup me llamó, y yo pensé


que sería una buena idea…

—Me gustaría que me acompañaras a un lugar —interrumpió Asmodeus,


provisto de la misma calma y seguridad que le produciría solicitar asilo político a
las puertas del Vaticano.

Angélica meneó la cabeza, pero su gesto de desaprobación murió en las


comisuras de una sonrisa mal disimulada. Descendió del taburete —que el
demonio cuidase su vista, porque contemplarla al fin de frente había condenado a
sus córneas a la combustión espontánea— sin pedir más explicaciones y se acercó a
él bamboleando su sensual cuerpo de forma inconsciente sobre los tacones.

—Entonces, supongo que hoy es tu noche de suerte.

Axelle chilló de emoción mientras le tendía a su amiga una cartera de seda.

Nathalie y Dominique babearon de envidia —de la mala—.

Angélica abandonó el apartamento con actitud altiva.

A Asmodeus se le puso dura en un instante.

Agradeció la dedicación de las tres mujeres con un saludo y, después, la


siguió. El pálpito irrefrenable en sus pantalones sólo podía compararse con las
sacudidas de su corazón. Iba a mimarla, devorarla, follarla, saciarla, y protegerla —
esta vez sí— para siempre.

Agachó la cabeza y sonrió. Aunque eso supusiese llevarse a todo el jodido


coro celestial por delante.

*****

—Ni lo sueñes —aseguró él en cuanto el aire denso de la calle les dio la


bienvenida.

Angélica chasqueó la lengua. Asmodeus había captado al vuelo el ramalazo


de anhelo que destelló en sus ojos ante el Aston Martin Vantage Roadster rojo, sin
capota y mal aparcado, que aguardaba frente al portal de Axelle.

—No puedo correr el riesgo de ver a esta preciosidad estampada entre los
pilares de Trocadero —añadió con socarronería.

—Si no vas a darme el gusto de conducirlo, al menos podrías decirme


adónde nos va a llevar.

El demonio se inclinó hacia ella. Cerca. Muy cerca. Demasiado cerca.


Angélica se sintió frustrada cuando se percató de que lo había hecho únicamente
para acceder a la portezuela del vehículo.

Sin embargo, no se alejó cuando terminó de abrirla.

—Me encantas cuando te pones impaciente —susurró contra su mejilla.


Después, se apartó con un quejido de su garganta—. Pero te voy a hacer sufrir un
poco más. Es una sorpresa.

Angélica ocupó el asiento del copiloto con una sonrisa ladeada.

—Eres consciente de cómo acabaron las cosas entre nosotros la última vez
que pronunciaste esas palabras, ¿verdad?

—Tranquila —banalizó él mientras ocupaba la plaza contigua—. No hay


ninguna otra ex-esposa cuya existencia te haya ocultado, si es eso lo que te
preocupa.

El bólido arrancó con un rugido sobrenatural.

—Entre otras cosas —le hizo saber ella, por encima del ruido del motor y de
la algarabía de las terrazas en el Boulevard Saint Germain—. En realidad, me
preocupa más averiguar qué es lo que pretendes conseguir esta noche. ¿Te das
cuenta de que ya no tiene sentido hacer planes? El momento para estar juntos pasó,
y hace mucho tiempo.

Asmodeus estiró los músculos de espalda y hombros. El cinturón de


seguridad se agarrotó en su pecho, marcando las formas que escondía la camisa y
que ella conocía tan bien. Él estaba igual de imponente, con un traje de etiqueta
gris oscuro abotonado sobre una camisa blanca. Sus mechones bruñidos caían por
encima de la tela y revoloteaban con la brisa. Cada célula viva de Asmodeus era un
centímetro cúbico menos de oxígeno en los pulmones de Angélica. Y ya había dado
por sentado que así sería siempre.

—Relájate, diablesa —respondió él tras una pausa—. Lo único que quiero es


disfrutar contigo de un rato agradable. Creo que nos lo merecemos después de
todo lo sucedido, ¿no? Una cena tranquila. Sólo una, sin discusiones, ni engaños, ni
rencores. Nada más. ¿De acuerdo?

—Está bien.

Angélica cerró los ojos y se preparó para disfrutar del viaje, arrellanada en
el cómodo asiento de piel de su particular carroza.

Su miedo no radicaba en las discusiones. Su miedo era el resplandor de


fuego en los ojos de Asmodeus, uno que había visto montones de veces y que
siempre terminaba con ellos dos desparramados por el suelo y jadeantes.

La experiencia le había enseñado que las expresiones demonio lujurioso y cena


tranquila no casaban bien en la misma frase.

*****
Dejar París en un descapotable y ver que las luces de Eiffel se emborronan en el
horizonte, y que la Tour Montparnasse se esfuma, y los rascacielos de La Defénse, y el Sacré
Coeur… Todo se difumina excepto el Sena, ese río con nombre de mujer siempre presente,
con sus puentes y meandros infinitos. Atravesar la banlieu con los párpados cerrados y las
fosas nasales bien abiertas, aspirando con fuerza para echarle el pulso a esa ciudad que son
muchas ciudades en una, millones de historias en una; y la tuya es una más, pero es la más
hermosa, la más importante e insensata. Porque es la tuya.

El Aston Martin se incorporó a la autovía periférica para abandonarla, poco


después, en la salida hacia Enghien-les-Bains, una pequeña municipalidad al
noroeste de París sin el más mínimo interés estético. Tuvieron que cruzar por
encima del río un par de veces más; a esa altura, el Sena comenzaba ya su
desenfrenado zigzagueo en busca del mar.

Cuando llegaron a la avenida principal de Enghien, persiguiendo las


últimas luces del ocaso, Angélica estaba sumida en la más absoluta de las
incertidumbres.

—Hace una noche estupenda —observó Asmodeus, como al descuido—.


Bah, todas las noches son estupendas en esta ciudad, no importa el clima ni la
época del año.

La arcángel lo miró con suspicacia.

—¿Has orquestado que me convirtieran en una cabaretera de antes de la


guerra para hacer un recorrido turístico por los suburbios?

Asmodeus soltó una carcajada.

—No pareces una cabaretera de antes de la guerra, diablesa. Y, créeme,


Enghien-les-Bains es algo más que un suburbio.

—¿Adónde vamos? —insistió ella. Sus ojos se estrecharon sobre el perfil del
demonio, que permanecía concentrado en la calzada. Aunque a esas horas el
tráfico resultaba fluido, uno nunca sabía qué podía esperar de los conductores
franceses…

De repente, contra todo pronóstico, el vehículo disminuyó la velocidad.


Asmodeus clavó su enigmática mirada azul en la suya.
—Al lugar donde todo comenzó —murmuró.

Angélica parpadeó sin comprender el mensaje.

—¿A qué te refieres con…?

No hizo falta ninguna explicación. Un poco más adelante, la avenida se


ensanchaba y se transformaba en un espacio abierto. Ante ellos, se erguía un
espectacular edificio de estilo clásico francés, envuelto, como un pastelito de
mantequilla, por una cubierta acristalada de la que pendían decenas de lámparas
de colores, similares a cortinas de cristal tallado. Toda la construcción se asomaba,
como suspendida, a un enorme lago, heredero de los antiguos pantanos que
poblaban la Île-de-France, y jugaba con los focos sobre el agua como un mosaico de
fantasía. Parterres, fuentes iluminadas y un par de hoteles de lujo desentonaban
con el chabacano aspecto de las barriadas colindantes.

—¿Pero qué puñetas…?

Entonces, a medida que el descapotable se aproximaba, Angélica pudo


distinguir las letras que coronaban la techumbre. Casino Théâtre.

Su estómago se encogió cuando su cabeza completó el círculo. El vestido


azul, el casino… Asmodeus estaba tratando de resucitar unos días dorados que el
paso del tiempo —y la maldad de unos pocos— habían cubierto de mugre. Unos
días que ya nunca volverían.

El demonio echó el freno junto a la puerta lateral del casino. Un joven


aparcacoches llegó hasta ellos en dos zancadas, con el uniforme recién planchado y
gesto de debilidad por los Aston Martin. La arcángel salió del vehículo
tambaleante, y no sólo debido a su inexperiencia con los tacones. Su acompañante
le tendió las llaves al empleado, y, en cuestión de segundos, éste se ocupó de
despejar la entrada.

La mole de piedra caliza plagada de falsas estrellas, así como lo que con
tanto celo guardaba en su interior, la deslumbró.

—Esto es inaudito. Estoy… estoy…

La pilló desprevenida. Asmodeus se acercó a ella por detrás, con una mano
anclada en su cintura y la otra ascendiendo por su antebrazo. Los botones de la
chaqueta masculina rozaron su espalda desnuda; por primera vez fue consciente
de la cantidad de piel que ese vestido dejaba al descubierto, y lo desesperadamente
vulnerable que era esa piel bajo el toque inflamado del demonio.

—No sé cómo estás tú —articuló él en voz baja—, pero yo estoy sin


palabras.

Angélica se alejó un par de pasos y trató en vano de estirar la rígida tela. Tal
vez para huir de aquella mirada, entre admirada y obscena, o tal vez para ocultar
el delator rubor que ésta había propiciado. Una punzada de vergüenza la sacudió.

—No debí acceder a salir de casa con este vestido. Es demasiado atrevido.

—Me encantas cuando te pones atrevida.

—¿Hay algo de mí que no te encante? —Angélica arqueó una ceja, escéptica.

Asmodeus meditó durante unos instantes.

—En realidad, no. Diría que el hecho de que te hayas vuelto tan remilgada y
te comportes con tanta superioridad me saca de quicio, pero también debo admitir
que, contra todo pronóstico, me pone depravadamente cachondo. Así que, por
favor, diablesa —le lanzó un beso teñido de socarronería—, no cambies nunca.

Ella chasqueó la lengua con presunto enfado. Optó por no prestar atención
al estremecimiento de placer que descendió por su médula.

—Mírate. Escúchate. ¿Te das cuenta de en qué te has convertido? Cada vez
que abres la boca me demuestras que lo único que sientes… —carraspeó— que lo
único que sentías por mí era lujuria.

Nunca dos metros se le habían antojado tan cortos. Asmodeus atravesó de


una zancada la distancia que los separaba y, de pronto, la noche de Enghien-les-
Bains olió como él.

—Por supuesto que era lujuria, por todos los Infiernos. De eso ya no cabe la
menor duda. Pero te equivocas en una cosa: no era lo único que sentía por ti.

La arcángel tragó saliva. No estaba segura de que fuese ésa la respuesta que
esperaba escuchar; sin embargo, hacerlo le produjo una denigrante ráfaga de
satisfacción. Guardó silencio, a la espera de una aclaración que no era necesaria,
pero que su maltrecho ego añoraba oír.
—Yo te quería, Angélica —prosiguió él—. Te quería con la patética y
centelleante torpeza con que sólo un chiquillo adolescente puede querer.

Tuvo miedo de formular la siguiente pregunta. Tuvo miedo de los jirones


negros que impregnaban los ojos de Asmodeus y de la respiración caliente e
irregular que manaba de su boca. Tuvo miedo de otorgarles un significado que sus
defensas no estaban preparadas para enfrentar.

—¿Y ahora? —musitó, tragando saliva.

—Ahora te amo. Con la lacerante y desesperada intensidad con que sólo un


demonio puede hacerlo.

Tembló tan fuerte que creyó que sus piernas se romperían y ya no la


sostendrían más. Ya casi había olvidado lo mucho que le gustaba sentir las manos
de Asmodeus deslizarse por sus costados, igual que ahora. El roce de la punta de
su nariz en la frente, las mejillas, los labios… Saberse todopoderosa en sus brazos.
Como ahora.

—Mi tentación siempre fuiste tú —la voz masculina resultaba tan


hechizante como el reflejo de los faroles en la superficie del lago—. Yo caí mucho
antes que los demás; caí la jodida noche en que jugaste a las cartas con nosotros
por primera vez. Ése fue mi auténtico fin —suspiró, y los labios de ambos se
rozaron. Las ganas de adueñarse de aquella boca eran más fuertes que ella—.
Déjame enseñarte cuánto te he extrañado. Ayúdame a olvidar lo que significa una
eternidad sin ti.

Cuando su resistencia tocó límite, aún mantuvo un atisbo de cordura para


pedir, en su mente, disculpas al Cielo por la sarta de pecados que estaba a punto
de cometer. Porque, y de ello estaba segura, en cuanto pusiese sus manos sobre el
glorioso cuerpo de Asmodeus, ya nada la podría detener.

Así sea. Tal vez, después de todo, ese verano parisino fuera su karma.

Asistida por los vertiginosos tacones, se impulsó a sí misma hacia arriba y se


apropió de los labios de Asmodeus. Se entregó a la causa de su lengua con la
devota voluntad con que lo había hecho tantas otras veces, pero lo disfrutó como
nunca. La travesura se había transformado en seducción. La fricción de sus caderas
no le habló de recuerdos empolvados, sino de segundas oportunidades. Las manos
hábiles del demonio trazaron el camino hacia un nuevo horizonte en la curva de su
espalda y continuaron abriendo puertas a su paso por encima de sus nalgas.
Las lentejuelas cincharon su piel cuando Angélica inclinó el cuello hacia
atrás, dejando un vasto terreno a merced de la boca de Asmodeus. Su prolongada
existencia le había permitido conocer muchas cosas, pero la huella del demonio en
su carne les otorgaba a todas ellas el valor de baratijas.

Él jadeó, aprisionándola con más fuerza. El bulto palpitante en sus


pantalones le demostró a Angélica hasta qué punto seis milenios no habían sido
suficientes para borrarla de su memoria.

Un carraspeo cercano acudió a recordarles que se encontraban en un lugar


público, y que, desde luego, la puerta de entrada a un casino no era el rincón
adecuado para dar rienda suelta a una pasión contenida durante siglos.

—Disculpen los señores —el portero, a medio camino entre el escándalo y la


diversión, se dirigió hacia ellos—, ¿tienen intención de pasar?

Asmodeus agitó la cabeza para despejarse. Aún tenía manchas de azabache


en los ojos y un rastro de sudor en la frente. Tenía tal semblante de desconcierto
que Angélica se echó a reír, y la risa sonó extraña en sus oídos entumecidos.

—Vamos —le instó—. Será mejor que entremos de una vez.

Agarrados de la cintura, como un par de enamorados renuentes a dejarse


marchar, subieron el escalón que separaba el casino de la calle y saludaron al
empleado con cortesía.

Angélica no quería pensar. Pensar era incompatible con vivir, y ella, por
primera vez en su vida, había optado por lo segundo.

Mi tentación siempre fuiste tú, había dicho Asmodeus. Su fin, había dicho.

Pues bien, él sería el suyo. Su tentación. Su fin.

De ese modo, quizás el universo recobrase al fin el equilibrio perdido.

*****
El ruido del blackjack y las luces multicolores de las tragaperras fueron sus
acompañantes durante la cena en La Baccara, el más refinado de los restaurantes
del complejo. Asmodeus había formalizado la reserva a nombre de Jean-Loup y,
cuando llegaron, su mesa ya les estaba esperando, cubierta por manteles blancos y
bajoplatos resplandecientes. Degustaron exquisitos platos de salmón y foie gras,
pato y hortalizas frescas, macarons y fresas heladas.

La charla de Angélica durante la cena se redujo a escuetos monosílabos.


Había caído presa del asombro nada más entrar y aún no estaba del todo repuesta.
Allá donde mirara, todo le resultaba nuevo y fascinante. Los sofisticados golpes de
tacón en la moqueta; el gesto condescendiente del crupier al llevarse todas las
fichas a su territorio; el reflejo de las arañas del techo sobre los vestidos de las
damas —algunos, incluso más llamativos que el suyo—. La euforia exultante de los
ganadores; la resignación fingida de los perdedores. Y, por encima de todo, los
naipes que volaban por encima de las mesas, naipes que se atesoraban, naipes que
se descubrían. Cartas arrugadas o lanzadas con furia que no servían para paliar las
expectativas. Cartas besadas, achuchadas, sobadas, que sí las cumplían.

Había crecido con la injusta idea de que los casinos eran antros siniestros,
lugares de perdición y pecado que arrastraban a las pobres almas indefensas a la
sordidez de las tinieblas. Tras la Caída, Gabriel había fulminado, una a una, todas
las barajas que encontró en los aposentos de los ingratos. Aquel juego inocente y
divertido con el que tanto disfrutaba Angélica, se había convertido de repente en
una actividad maligna, el culpable de todas las desgracias del Cielo.

No había vuelto a apostar desde entonces.

—¿Y bien? —la voz de Asmodeus interrumpió sus cavilaciones junto con
una ligero puntapié en su pantorrilla—. ¿Qué te ha parecido la cena?

Angélica sonrió.

—Bueno, no se puede comparar con una pizza de Pomodoro bajo las


estrellas, pero no ha estado mal… —ironizó.

Cuando el garçon retiró el último plato, Asmodeus se inclinó hacia ella por
encima del mantel.

—Debo confesarte una cosa: tengo miedo de darme la vuelta.

Su afirmación no habría podido sorprenderla más.


—¿Por qué?

—Porque no quiero encontrarme con el ovni cargado de marcianitos que te


ha tenido abducida toda la noche.

Angélica le lanzó una servilleta entre carcajadas.

—Disculpa. Supongo que no he sido la mejor compañía. Es que todo esto


resulta tan novedoso y estimulante…

—Sí —confirmó él. La miró fijamente mientras dibujaba espirales en la


palma de su mano—. Casi tan estimulante como meterse bajo la cama de Gabriel a
hurtadillas y robar una botella de néctar en plena noche.

Ella estuvo a punto de atragantarse con el vino. El cosquilleo entre sus


piernas no se hizo esperar. De repente, el vestido le apretaba. Le apretaba mucho.

—O tanto —siguió el demonio, sin un ápice de compasión por Angélica—


como columpiarnos juntos, tú encima de mí, con tu pecho a la altura de mi boca, e
ingeniárnoslas para que la tela de tu túnica no suponga impedimento alguno en
nuestros juegos privados.

Se quedó sin respiración. Lo más exquisitamente doloroso de todo era que


conocía a la perfección cuán excitante podía llegar a ser lo que proponía.

—O, tal vez, se parezca a lo que sentí la primera vez que vi tus caderas
arqueándose ante mí para mi disfrute y, sobre todo, para el tuyo; o al gozo de
asediar tus muslos con mis manos hasta hacerte gemir en un pasaje oscuro de
Pigalle —los ojos de Asmodeus habían tornado en el negro más absoluto. Parecía
sereno y al mando de la situación, pero Angélica sabía que sentía la misma
imperiosa necesidad que ella de levantarse de la silla, destrozar su elegante
indumentaria con las uñas y revolcarse juntos sobre el tapiz del suelo, a la vista de
todos y cada uno de los asistentes.

Sólo de imaginar lo pecaminoso y prohibido que eso sería, las minúsculas


bragas de Angélica se humedecieron hasta la indecencia.

—Creo que deberíamos ir a echar un vistazo a la sala… —tartamudeó.

Asmodeus asintió, muy serio. Sin embargo, una chispa de alegría bailaba en
sus pupilas.
—Por supuesto —amagó abandonar la mesa, pero regresó a su sitio con
rapidez—. Aunque, si me dan a elegir entre todos los sucesos estimulantes de mi
vida, creo que ya sé con cuál quedarme: con éste. Tenerte aquí, frente a mí. Tener
de nuevo tu sonrisa, y la oportunidad de ver cómo se frunce tu barbilla cuando
algo te gusta. Poder compartir una cena a tu lado y saber que, aunque no sea más
que una quimera efímera, Angélica vuelve a estar en mi vida —volvió a ponerse en
pie—. Y ahora, diablesa, estaré encantado de acompañarte a las mesas y enseñarte
lo que es apostar con dinero de verdad.

Era el único ser en todo el Universo capaz de volver loco a su corazón con la
misma celeridad e ímpetu con que subyugaba su cuerpo, y eso era lo que más
amaba de él. Acallando un suspiro, la arcángel siguió sus pasos a través de la sala.

Faites vos jeux! Faites vos jeux![10]

Los gritos de los crupiers se elevaban en el ambiente hasta formar una


sólida melodía que se dispersaba por todos los rincones del casino. Asmodeus la
condujo de la mano entre mesas elípticas.

—¿Recuerdas la mecánica del juego?

—No toda, pero sí lo más básico.

—En esencia, no ha cambiado nada respecto al que inventó Luc. Fue


precisamente Bel quien se lo enseñó a unos cuantos marineros aburridos del
Mississippi, y ellos se encargaron de convertirlo en el arma del diablo que es hoy
en día —explicó con un guiño—. ¿Quieres que refresquemos juntos las reglas?

La arcángel echó un vistazo a su alrededor. En una esquina, los nervios


tendían su trampa en torno a un hombre, regordete y empapado en sudor, que
tenía entre sus manos el pase hacia la gloria. Su única baza residía en la aparición
de una reina de tréboles en la quinta carta, y, aunque las probabilidades eran
descabelladas, Angélica podía sentir en su estómago ese hormigueo que siempre la
acompañaba cuando apostaba con certeza.

Justo en el instante en que parecía que el jugador iba a desmoronarse, el


crupier destapó la jugada final. Era una reina de tréboles. Escalera real. El hombre
vociferó, y Angélica sonrió para sí. Tal vez, después de todo, su instinto no
estuviese tan oxidado.

—No será necesario —aseveró con orgullo.


En la caja de cambio, estuvo a punto de echarse para atrás. No tenía mucho
dinero; la Asamblea le había entregado lo imprescindible para sobrevivir en París
mientras acataba su encargo —misión que, por cierto, aún no había cumplido—.
Sus hermanos confiaban en su rectitud y habían dado por sentado que se
conduciría bajo los principios de humildad y economía.

La sombra de la traición de Gabriel cruzó por su mente. ¿Acaso podría


alguien acusarla de deslealtad cuando él había sido el primero en romper el pacto?
El arcángel había mentido bajo juramento, había retenido con alevosía a su propia
gemela y había levantado falso testimonio contra su propia sangre. Entregó el
dinero sin más dilación, y las fichas trastabillaron en sus manos cuando la cajera se
las ofreció. Seiscientos euros no alcanzarían jamás a compensar tanta mezquindad.

Uno frente al otro tomaron asiento en una mesa para seis jugadores que, a
esas horas de la noche, aún no estaba llena. A la derecha de Angélica había un
muchacho joven ataviado con gafas, de aspecto intelectual y solitario. Formaba
pareja con una chica morena de aspecto aniñado y gestos alocados. A su izquierda,
un hombre anciano, con el pelo cano profusamente peinado hacia atrás y perfume
dulzón, acumulaba equitativos montículos de fichas de todos los colores.
Asmodeus, por su parte, se hallaba rodeado por el crupier y por un ejecutivo
trajeado de actitud belicosa. La partida ya había comenzado, así que tendrían que
esperar al siguiente turno.

—¿Estás preparada para morder el polvo, diablesa? —gritó el demonio por


encima del tapete.

Angélica no pudo retener la sonrisilla estúpida que tironeó en sus labios. La


misma que siempre asomaba, entre inquieta y confiada, ante la perspectiva de un
nuevo juego.

—Ojo con tus pantalones —contraatacó—. Asegúrate de que aún los llevas
puestos cuando la noche termine.

La expresión de Asmodeus se transformó. A ella no le hizo falta usar sus


poderes telepáticos para saber en qué tipo de fin de fiesta en concreto estaba
pensando.

La partida concluyó con un insustancial empate a la carta más alta. Los


naipes desaparecieron de la mesa, y, tras el reparto del crupier, se abrió de nuevo
la veda de apuestas. Angélica inspiró hondo y se acomodó en su asiento acolchado.
Había llegado la hora de cambiar su suerte.

Asmodeus se permitió el lujo de elevar una ceja, sorprendido, cuando


observó su apuesta.

—¿No crees que arrancas demasiado fuerte?

La única respuesta que obtuvo fue el silencio.

Angélica observó con creciente agitación cómo se cerraba la ronda de


apuestas, cómo el crupier quemaba la primera carta, cómo se esparcían por la mesa
los tres naipes. La fortuna no había tardado en sonreír.

Empujó hacia el tapete unas cuantas fichas más de color azul. Asmodeus
casi se atragantó.

—Es un farol, ¿no? Tiene que ser un farol.

—Veo que sigues sin cerrar el pico mientras juegas. Se te va toda la


concentración por la boca, Jean-Loup —regañó ella con gesto cáustico. El resto de
jugadores los contemplaban como si no fuesen más que dos chalados dedicados en
cuerpo y alma a perder el tiempo.

La pareja joven se retiró antes de llegar a la cuarta carta. Ya sólo le


quedaban tres contrincantes en la mesa. Tres voluntades que, a juzgar por sus
rostros hieráticos, no serían tan fáciles de quebrantar.

Cuando salió el tres de picas en cuarto lugar, se oyó un murmullo de


decepción. A pesar de ello, Angélica volvió a subir la apuesta. La última carta no le
fallaría. Estaba convencida.

Entre admirado y divertido, Asmodeus lanzó sus fichas con desdén.

—Tan comedida para unas cosas y tan suicida para otras… —objetó.

El ejecutivo tiró la toalla con una mueca de frustración. El anciano sentado


junto a Angélica, no obstante, no movió ni un músculo.

El river no la defraudó. Quiso saltar de alegría, pero se cuidó mucho de


delatarse a sí misma. Sin detenerse a meditarlo, depositó en la zona de apuestas
una cuarta parte de las fichas que le quedaban.
Asmodeus se llevó las manos a la cabeza.

—No se puede jugar así, a lo loco —la reprendió—. Uno tiene que fijarse en
las jugadas de los demás, su patrón de apuestas, sus expresiones… —hizo un gesto
difuso hacia el anciano, que parecía un busto de mármol—. Es importante tener
claras las probabilidades. Tomar decisiones con las miras puestas en el futuro.

Angélica fingió estar asustada, pero tomó dos fichas verdes más de su
arsenal y las dejó al lado de las demás. Quienes estaban fuera del juego emitieron
un cuchicheo escandalizado.

—Muy bien —con la actitud de un viejo maestro de escuela, el demonio se


desentendió del peligro—. Cuando lo pierdas todo, y yo me quede con tu dinero,
espero que no vengas suplicando que te lo devuelva.

La ronda terminó; ninguno de los tres finalistas se apeó en ella. Cuando


llegó el momento de descubrir sus cartas, Asmodeus hundió la cabeza en el tapete.

—No puede serrrrrrrrrrrr…

Póker. De reyes.

El hombre mayor le tendió la mano a Angélica, celoso de las buenas


costumbres.

—Enhorabuena por su jugada, mademoiselle. Ha sido excelente —aplaudió,


en un francés enmohecido, por encima de los golpes que la frente de Asmodeus le
propinaba a la mesa.

Angélica esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Incluso se dio el capricho de


brindar a su salud con una copa de champagne que apareció como por arte de
magia en una bandeja.

Su suerte había cambiado al fin, y los vientos la favorecían.

—Disculpa, ¿qué decías? —se dirigió a Asmodeus, que seguía barruntando


tópicos acerca del azar, las trampas y también algo acerca de los fuegos del
Infierno—. ¡Ah, sí! Creo que ya me acuerdo: cuando lo pierdas todo y yo me quede
con tu dinero, espero que no vengas suplicando que te lo devuelva.
*****

Las horas y el champagne se desbocaron por las escaleras, por los tríos, por
los full. Asmodeus no se percató de que había perdido la noción del tiempo —así
como una cuantiosa suma de dinero—, hasta que su mirada se encontró, de
sopetón, con un corrillo de curiosos que se habían agolpado en torno a su mesa,
deseosos de conocer con sus propios ojos a la rubia prodigiosa. Ya sólo quedaban
ellos dos frente al tapete; ningún incauto quería correr el riesgo de enfrentarse a
ella.

Además de la cordura y la respiración, Angélica aún había tenido la osadía


de despojarlo de algo más. La dignidad. La paliza que le había dado pasaría, estaba
seguro, a los anales del Casino de Enghien-les-Bains. Y él la recordaría siempre.
Cuando el presente tocase a su fin, esa noche sería eterna para los dos.

Joder, Mod, te estás haciendo un romántico.

La contempló por encima de la montaña de fichas de colores que se


interponía entre ambos. Sus ojos azules, fijos en las cartas, tenían un brillo
malicioso que lo llevaba a desear postrarse sobre las rodillas y rogar un poco de
clemencia. La forma en que se fruncía su boca cuando la partida no era como ella
esperaba, le producía casi tanto placer como imaginar esos mismos labios
recorriendo la cara interior de sus muslos. Un trayecto arriesgado que sólo podía
terminar con él derramándose en su interior y clamando que se repitiera.

Pensándolo bien, no había nada romántico ni blando en él. O, si no, que se


lo dijeran al bulto que crecía bajo la tela de su pantalón de pinza. Sólo podía pensar
en una cosa. ¿Cómo había podido vivir seis mil años sin ella?

Mejor dicho, ¿cómo podría volver a vivir sin ella?

El casino estaba a punto de echar el cierre. Ésa sería su última partida. Y,


por primera vez en lo que iba de noche, le pareció vislumbrar un matiz de
incertidumbre en Angélica. A pesar de ello, las apuestas subieron con la celeridad
habitual.

Cuando llegó el river, Asmodeus suspiró. Con unas cartas como las suyas,
no llegaría a ningún sitio. Su pareja sería fulminada al instante por el rayo
destructor de Angélica, diosa del póker y la voluptuosidad. Pero, a esas alturas,
poco más podía hacer aparte de largarse con la frente alta y los bolsillos vacíos.
Apostó lo último que le quedaba y se limitó a esperar que su contrincante acabase
con aquella agonía.

Era el turno de Angélica. En un arranque de descaro, se inclinó hacia


adelante y se apoyó en la mesa. Las curvas de sus pechos quedaron aprisionadas
por las formas del vestido, y no hizo falta más para que Asmodeus comenzase a
salivar. Se deleitó cuando la arcángel inspiró hondo; la tela azul parecía a punto de
explotar.

—All-in —dijo ella, y Asmodeus tuvo que menear la cabeza para cerciorarse
de que había oído bien. En el rostro de Angélica refulgía una sonrisa de medio
lado. Sus pechos se deslizaron sobre el tapete cuando arrastró todas las fichas que
había ido acumulando a lo largo de la noche—. Esta vez voy con todo.

El pulso del demonio se saltó un latido. Sabía lo que aquello significaba.


Sabía que, si él ganaba, aquella misma noche acabaría la tortura que había
comenzado hacía seis milenios. Era imposible hacer oídos sordos a las segundas
intenciones que se escondían tras las palabras de Angélica. Había estado
enviándole señales durante horas, y ésta era la confirmación; si él ganaba la
partida, aquel cuerpo celestial sería suyo. Tendría para sí a la mujer que su cama y
su espíritu llevaban siglos esperando.

Sonrió con escaso disimulo. El destino había querido, en su puñetera ironía,


que el All-in fuese el local de Pigalle donde se habían reencontrado. Era la segunda
vez que esas dos palabras lo sentenciaban de muerte en apenas una semana.

Echó un vistazo a las cartas y quiso gritar de frustración. Con una mísera
pareja de ochos, su ingrata polla tendría que volver a conformarse con el alivio
momentáneo que se procuraba cada día. Cada noche. Cada jodida hora.

La audiencia contuvo el aliento cuando llegó el momento de descubrir sus


respectivas manos. Las pelotas de Asmodeus se contrajeron de anticipación al
mostrar la suya. Después, llegó el turno de Angélica.

Era un farol.

Su público se quedó de piedra.

Era un farol.
Angélica fingió asombro cuando descubrió que el demonio se había
proclamado vencedor con una irrisoria pareja de ochos.

Era un farol.

Asmodeus no podía apartar la vista de las cartas que ella había dejado boca
arriba sobre el tapete. No tenía nada. Nada. Ni un vulgar as.

Aquella diablesa acababa de arrojarse a sus brazos sin red ni frenos.

Pasmado, se puso en pie de un brinco y la tomó de la mano, guiándola tras


él entre el estupor colectivo.

—¡Disculpe, señor! —la voz del crupier llegó hasta sus oídos—. ¡Se deja su
dinero!

Se dio la vuelta el tiempo necesario para hacerse entender. A ella, a la


diablesa que sonreía sorprendida, no la soltó ni un segundo.

—¡Champagne para todos! —gritó—. ¡Corre de mi cuenta!

Salieron al fresco de la madrugada. Asmodeus aguardó, con el corazón


desbocado y la sangre enloquecida, la aparición del aparcacoches a lomos de su
Aston Martin. La miró con fijeza y no pudo evitar hacerle una última pregunta,
aun a riesgo de quedarse sin recompensa.

—¿Estás segura?

Angélica parpadeó.

—¿De qué? ¿De que te amo? —su sonrisa se ensanchó. Parecía tranquila y
segura, algo que él no estaba en absoluto—. Completamente.

No había más que decir. Le acababa de entregar su alma y su cuerpo


envueltos en papel de regalo. Y no sería él quien desperdiciara la mejor jugada del
destino.
Capítulo XXI – La Tierra

Enghien-les-Bains (París), 22 de julio de 2010.

El descapotable emitió un ligero petardeo al arrancar y también poco


después, cuando, de madrugada, Asmodeus lo detuvo en un recodo sin iluminar a
la orilla del lago, justo al lado de las tablas de un viejo embarcadero. Accionó el
mecanismo automático, y la capota del coche los cubrió, inmiscuyéndose entre
ellos y las estrellas.

Se miraron el uno al otro sin atreverse a dar el paso inevitable. A pesar de


todo, no habían dejado de ser un par de chiquillos inexpertos jugando a fantasear
acerca de lo que sucedía en la noche de bodas. Los ojos de los dos brillaban como
perlas opacas en la penumbra.

Angélica estaba ebria de champagne, de triunfo y de deseo insatisfecho.


Tanto, que en la última partida había mandado al cuerno todas y cada una de sus
celestiales reticencias y se había dejado vencer a propósito. Lo único que anhelaba
era que Asmodeus la arrancase de allí, la tumbara sobre el capó bermellón del
Aston Martin y le hiciese olvidar que sus cuerpos alguna vez habían estado
separados. Se sentía inflamada y lasciva, como en las noches en las que él acudía a
su dormitorio de puntillas y experimentaban entre las sábanas, aprendiendo a
acariciarse y barriendo la timidez de un plumazo.

Había llegado la hora de ir más allá. Durante toda su vida había convivido
con las dudas acerca de cuáles eran los límites de la lujuria. Qué ocurriría si los
traspasaba. Esa misma noche tenía intención de resolverlas todas. La necesidad era
flagrante, como un remolino de calor que avanzaba por sus miembros sin permiso
y amenazaba con hacerla perder el control. Si es que aún le quedaba algo.

Se inclinó sobre la boca de Asmodeus y la saboreó igual que si la estuviese


probando por primera vez. Los rayos pálidos de la luna entraban por la ventana
del conductor y moldeaban las formas del cuerpo del demonio. No había
comenzado a desvestirlo y Angélica ya estaba sudando al pensar en las maravillas
de su piel bajo los dedos y bajo la lengua. Maniobró con los botones de la camisa
blanca, los cuales ofrecieron una resistencia inesperada. Sin despegar los labios de
los suyos, él la ayudó. En cuanto sintió el calor de su torso, la arcángel afianzó el
beso.

Asmodeus tiró de ella con un movimiento limpio. Antes de poder


comprobar qué había ocurrido, estaba a horcajadas sobre él, aprisionada entre el
volante y la firmeza del abdomen masculino. No podía esperar para tenerlo en sus
manos, en su boca, en el interior de su cuerpo. Iba a saciar su sed de Asmodeus
hasta que los cuerpos de ambos dejaran de responder.

Iba a amarlo hasta que les doliera a los dos.

En un abrir y cerrar de ojos, el demonio hizo desaparecer sus bragas. Un


leve arañazo en la tela, y Angélica quedó expuesta y vergonzosamente mojada
para él. Sus muslos se apretaron en torno a las caderas de Asmodeus cuando él
rozó despacio los pliegues de su piel húmeda con un dedo. El canto de un grillo
lejano y los efímeros faros de los coches que circulaban por la carretera principal
marcaban el ritmo de sus gemidos. Podría gritar si no la poseía ya.

La mano de Asmodeus entre sus piernas se convirtió en su más ferviente


verdugo. Angélica, estremecida, dejó caer su espalda contra el volante, y todo su
organismo vibró al compás de los dedos del demonio. No pudo evitar seguirlo, no
pudo impedir que su cuerpo se meciera contra el suyo.

La arcángel jadeó, incrédula. Era tan jodidamente bueno en lo que hacía que
lo absurdo hubiese sido no echarlo de menos. Día tras día, noche tras noche, los
recuerdos húmedos y candentes se alternaban con las pesadillas por haberlo
perdido, haciéndola despertar sudorosa y excitada. Alguna vez, y de forma
inconsciente, se había descubierto a sí misma frotándose contra los almohadones
de su cama al amanecer, con el camisón empapado y los pezones duros. Tan
caliente como ahora. Tan agitada como la garganta de Asmodeus, que tragaba
saliva con cada embestida de sus nalgas por encima de la costura del pantalón.
Cuando lo miró, Angélica supo que no era ella la única al borde del abismo.
Incluso así como estaban, vestidos y encajados en el asiento del conductor,
ninguno de los dos tardaría mucho en explotar. Los ojos negros del demonio la
observaban detrás del despeinado flequillo cargados de un deseo irracional. Su
mano izquierda se aferraba a la curva de su pecho, anquilosado bajo las lentejuelas,
como un marinero a punto de naufragar que se aferra a los últimos resquicios del
mismo barco culpable de su hundimiento.

El dedo que la acariciaba entre las piernas inició una devastadora oscilación
en espiral, y ella supo que estaba perdida. Con un grito apagado, se dejó arrastrar
hacia un precipicio de sensaciones que nunca antes había conocido. A su
alrededor, el mundo se desvaneció; pequeños espasmos de placer tomaron las
riendas de su cuerpo y eclipsaron su mente. Ardiente y dulce, el orgasmo la
sorprendió con el cuerpo desencajado y el rostro contraído en un gemido que
nunca llegaría a oír. Sus alas se desplegaron como brotes tiernos en marzo. Boqueó,
en un intento inútil de volver a la realidad, pero los latidos galopantes de su
corazón reverberaron en sus tímpanos.

—Prométeme —inquirió con voz entrecortada— que sabes cómo hacer que
esto se repita.

Asmodeus la estrechó contra él y rompió a reír. Su frente estaba perlada por


un sudor cálido y pegajoso, y sus pupilas aún irradiaban hambre de ella.

—Te aseguro que esto no ha hecho más que empezar.

—Nadie me advirtió que pasaría esto —ella señaló con el dedo índice sus
desobedientes alas blancas.

Asmodeus pellizcó con ternura la esquina inferior de una de ellas.

—No creo que allí arriba estén muy familiarizados con los efectos del sexo,
diablesa.

Angélica se mordió el labio, asombrada ante su renovada necesidad. Do


modo atropellado, trató de deshacerse de la barrera que erigían los pantalones de
él.

—Quiero sentirte dentro de mí. Ya —exigió mientras sus manos se


empecinaban en bajar la cremallera.

Sacudió la tela gris en un torpe descuido, y el pene de Asmodeus brincó en


respuesta. La cola de un reptil pintada en tonos verdes asomaba por encima del
botón de la bragueta, y Angélica se mordió el labio. Temía lo que se iba a encontrar
tanto como lo deseaba.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, el demonio asió las


muñecas de ella y las alejó de su febril objetivo.

—Quieta —su voz ronca se moduló con esfuerzo—. Aún no es el momento.


Aquí no. Cuando te folle quiero poder disfrutar de ti como mereces. Como
merecemos los dos. No he esperado seis mil años para compartir tu virginidad con
la palanca de cambios —añadió, con una sonrisa sardónica.

Decepcionada, Angélica se hizo a un lado y recuperó el lugar del copiloto.


Tenía razón. Desde un punto de vista frío y objetivo, tenía razón. Sin embargo, en
esos instantes, su cuerpo distaba mucho de ser frío y objetivo.

Se obligó a tragar aire; al mismo tiempo, Asmodeus volvía a encender el


contacto del Aston Martin. Replegó las alas y se abrochó el cinturón de seguridad.
El motor tembló, igual que temblaban sus rodillas. Rugió, igual que rugía su
pecho.

—En cuanto lleguemos a París —repetía el demonio, como un mantra, con


la mirada fija en la carretera—, en cuanto lleguemos a París, vamos a convertir esta
noche en infinita.

—Asmodeus.

—¿Qué?

—Vas en dirección contraria.

El demonio dio un volantazo, y el coche derrapó. Por suerte, el vacío


inhóspito del distrito residencial de Enghien-les-Bains evitó que se convirtiera en
un acto kamikaze.

Angélica reprimió una carcajada. Puesto que el trayecto de vuelta se iba a


convertir en un suplicio, al menos que resultase divertido.

—Asmodeus.

—¿Qué? —volvió a preguntar él sin ni siquiera girarse. No respondería de sí


mismo si lo hacía y la miraba.

—No llevo bragas. Me las has roto.

Estuvo a punto de pegar otro volantazo. Devorado por la impaciencia,


Asmodeus pisó el pedal del acelerador, y el vehículo se perdió en la noche.
*****

No supo qué hora era cuando atravesaron Porte Saint-Ouen y entraron en


París. No supo dónde ni cómo habían logrado aparcar el coche, aunque Angélica
tenía recuerdos vagos de un enorme garaje de techo bajo y columnas pintadas. No
supo en qué condiciones llegaron hasta el Sena, porque sentía que sus pies volaban
y que ella no podía hacer nada sino tambalearse por las aceras.

Lo único de lo que tuvo certeza fue de la solidez de las manos de Asmodeus


en su cintura, sus hombros, sus nalgas, en todas partes, desde el preciso instante en
que subieron a bordo de la peniche y el mundo comenzó a girar de nuevo. Y con él
giraban los muebles, las ventanas y el suelo, sucediéndose los unos a los otros en
un torbellino vertiginoso donde sólo importaba Asmodeus. La boca de Asmodeus.
Los dedos de Asmodeus. Ella misma impulsándose hacia arriba y rodeando sus
caderas con las piernas.

No hubo mimos ni contemplaciones cuando la dejó caer sobre la cama.


Tampoco los necesitaba. Había demasiado en juego —demasiados siglos de
espera— como para ponerse melindrosos ahora. A lo único a lo que Angélica
aspiraba era a ver su cuerpo desnudo de forma fugaz justo antes de tenerlo en su
interior. Y, después, podría quedarse allí todo el tiempo que considerase
conveniente.

La cama, separada del resto del camarote por el enorme dosel, se le antojó
lisa y suave, aunque por poco tiempo. Pronto estuvo convertida en un amasijo de
sábanas revueltas. De rodillas sobre ellas, Angélica se desabrochó el ajustado
vestido que hostigaba su piel, y la prenda voló por los aires, como un satélite en
ruinas, justo antes de desmadejarse sobre el suelo. Asmodeus hizo lo propio con la
sofisticada camisa blanca. Cuando desabrochó la cremallera de la bragueta, una
fina línea de piel veteada afloró tras la tela.

—¿No llevas calzoncillos? —se sorprendió ella.

—Nunca —manifestó él mientras la besaba con desesperación—. Son una


pérdida de tiempo.

Angélica no lo discutió, aunque estuvo a punto de emitir un gemido muy


poco decoroso. Ser consciente de que todo ese tiempo él había permanecido sin
ropa interior la puso cruelmente caliente. Más todavía.
Hubo un instante efímero, sólo uno, en el que todo pareció congelarse.
Cuando los pantalones de él resbalaron hasta el suelo, Angélica sintió vértigo. La
mirada de Asmodeus vacilaba entre la sumisión más abnegada y la dominación
más pérfida, y la arcángel cerró los ojos. Era como revivir el mejor de sus sueños.
Ya había ocurrido. Ya había experimentado aquello mucho antes. Excepto por un
nada insignificante detalle: la serpiente.

Con lentitud, acercó una mano al torso masculino. Del lateral izquierdo del
ombligo partían las sinuosas curvas de un largo reptil tatuado. El demonio
contuvo el aliento y contrajo el abdomen cuando ella posó los dedos sobre la cola.
A continuación, los deslizó con cuidado, esclava de la curiosidad y el miedo, por
aquella cicatriz de los errores de ambos. Los dos siguieron con atención el
inescrutable descenso de los dedos de ella a través del desfiladero de su vientre.
Angélica ahogó un gemido cuando el zigzagueante recorrido de la silueta del
animal la condujo sin titubeos hasta el nacimiento de su miembro, donde espiraleó
un poco más hasta finalizar en una lengua bífida que bordeaba el tronco de su
pene. Asmodeus jadeó.

La marca indeleble de la serpiente, que reptaba con sensualidad


desbordante a través de las curvas prohibidas de su cuerpo, resultaba
aterradoramente erótica. Hechizante. Igual que él, que aguardaba con la pose de
un novato inseguro, sobre el ondeante suelo del camarote, a que ella terminara su
tormentosa exploración. En cuanto lo hizo, en cuanto lo acunó en la palma de su
mano, no pudo esperar más y se abalanzó sobre ella.

—Me tienes a tus pies, diablesa. Siempre me has tenido a tus pies.

Le abrió las piernas. Angélica se retrepó por la superficie arrugada de la


cama para proporcionarle espacio entre ellas.

Iba a ocurrir. Lo que tanto había temido Gabriel; lo que tanto hubiesen
desaprobado los demás. Lo que tanto había ansiado ella.

Sosteniendo su peso en una mano, Asmodeus se condujo hacia la unión


entre sus muslos, y ella contuvo el aliento. Temerosa. Extasiada.

Iba a ocurrir. Lo que el destino había querido que sucediera desde el preciso
instante en que sus caminos se cruzaron, y que ni siquiera una bajada a los
Infiernos y seis mil años de ausencia habían podido impedir. Estaba escrito.

Los dos ahogaron un grito cuando el miembro de Asmodeus entró en ella.


Sus frentes entrechocaron. Aquello no se parecía a nada que Angélica hubiese
experimentado antes; nada la había preparado para la explosiva sensación de
acogerlo en su interior. Una de las manos del demonio se coló entre ambos y se
afanó en atormentar sus pezones y su clítoris al ritmo de sus acometidas. En un
acto reflejo, la espalda de Angélica se arqueó en busca del Cielo.

—Mi ángel endiablado… —susurró él, enronquecido, en su oído.

No fue largo; duró lo máximo que podía durar dadas las circunstancias. No
fue idealista ni sentimental; fue un encuentro rápido, apasionado y brusco. Presa
de las exigencias de su cuerpo, Angélica se dejó llevar a un nuevo orgasmo, y
Asmodeus no tardó en correrse poco después con un gruñido de plenitud. El
blanco y el negro de sus respectivas alas se confrontaron en la cama revuelta. Ella
nunca había visto un ángel tan hermoso como él, con sus alas negras, sus cabellos
indómitos y sus ojos voraces.

Asmodeus se dejó caer, exhausto, y la observó con un rictus indescifrable.

—Si supieras… —articuló al cabo de un rato, una vez recuperada la voz.

Angélica se incorporó, repentinamente alarmada. ¿Y si no había estado a la


altura de las expectativas? ¿Y si para un demonio como él lo que acababan de
compartir no era nada especial?

Oh, vamos, qué estúpida eres. El paladín de la lujuria desvirgando a una inexperta
remilgada. Por supuesto que no has estado a la altura, Angélica. Sería imposible estarlo.

Sin querer pensar en la colección de mujeres que habrían pasado por


aquellas sábanas antes que ella, enfocó la mirada sobre Asmodeus. Ajeno a sus
repentinas dudas, tenía los ojos cerrados y meneaba la cabeza, como si no pudiera
terminar de creérselo.

—Si supieras cuánto tiempo he esperado este momento —continuó—. Si


supieras cuánto tiempo he esperado por ti.

La arcángel se relajó en sus brazos con un suspiro de alivio.

—Te quiero, Asmodeus.

—Y yo a ti, diablesa —la besó en la coronilla—. Te amaré siempre.


Pletórica, se dejó convencer por él para seguir disfrutando de su eternidad
efímera.

Capítulo XXII – El Infierno

Tercer Trimestre.

Año 5.900 después de la Caída.

El palacio de Asmodeus, Archiduque del Infierno Oriental, estaba vacío.


Desde que él se había marchado, la mayoría de sus sirvientes habían sido enviados
a unas merecidas vacaciones. Otros, trabajan codo con codo junto a Luc en el
Palacio Central, en busca de una mínima pista que permitiera dar con su paradero;
tan sólo un pequeño grupo de ellos, los más veteranos, se afanaban en seguir
limpiando y escudriñando las dependencias personales del Archiduque. Sin
esperanzas. Sin ánimos. Ya se había cumplido más de una semana desde la
desaparición del demonio, y cada hora transcurrida sin noticias era una hora de
ventaja que él ganaba respecto a sus rastreadores.

El palacio estaba como muerto, y Lily odiaba verlo así. Para cuando había
terminado de construirse, su matrimonio prácticamente estaba hecho añicos; a
pesar de eso, le guardaba un cariño especial. Había sido su primer hogar, su
primer hogar de verdad, y, aunque se sentía muy cómoda en sus aposentos en el
Palacio Central, le encantaba aquella exótica mezcla de barroco y vanguardia con
que Asmodeus había decorado las habitaciones. Adoraba ir allí cuando se aburría
y contemplar durante horas los sogueados que ornamentaban las paredes, contar
esferas de piedra en el techo o pasear entre arcos dorados. También resultaba un
refugio inmejorable en los días en que se sentía sola; Asmodeus había resultado ser
un marido desastroso, pero un amigo excelente. Su palacio hervía de vida, incluso
cuando el Archiduque se ausentaba para cumplir alguna misión o tomarse un
descanso. Siempre había comida a raudales en mesas y bandejas, mujeres
hermosas con ropas bonitas pululando por los pasillos, y una sonrisa en la boca de
todos.

Por ese motivo, y por muchos otros, Lily no soportaba la idea de ver aquel
palacio convertido en un mausoleo tenebroso. Había pasado allí los últimos días,
buscando junto a sus criados de confianza algo que la llevara hasta él, y cada uno
de ellos había sido un fracaso más desesperante que el anterior. Los muros se le
venían encima. Las puertas cerradas y los candelabros apagados se unían a su
frustración. Cuando abandonaba las habitaciones de Asmodeus, al final del día, las
imágenes de oscuridad y vacío la perseguían hasta en sueños. Su miedo a no
encontrarle antes que los hombres de Luc la atenazaba; aunque supusiese matar de
cuajo todas sus ilusiones, debía hallarlo antes que él. Pero el muy malévolo se lo
estaba poniendo difícil. Ella, que presumía de conocerlo bien, hasta ahora no había
hecho sino dar palos de ciego en su búsqueda. Y no quedaban muchos lugares
donde indagar.

La pelirroja atravesó el umbral del spa oriental, el espacio más alejado del
vestíbulo principal. A Asmodeus le chiflaba eso de vivir a todo confort. En cada
uno de sus viajes adoptaba un hábito nuevo, hasta tal punto que, en ocasiones, su
palacio acababa por asemejarse a un parque temático. Las aguas termales del
inframundo eran ideales, así que había ordenado erigir unos auténticos baños
árabes en los que poder recrearse cuando le diera la gana. La calma en aquel
rincón, apartado del mercadeo característico del Palacio Central y sus alrededores,
era absoluta. Nada, ni siquiera la monótona voz de los niños del Purgatorio, se
atrevía a romperla.

El cabrón tenía unos gustos exquisitos, pensó Lily, con una sonrisa de
resignación, al notar el intenso perfume a flor de naranjo que rezumaba la
humedad del aire. El agua de las piscinas estaba muy quieta, como estanques
congelados por el frío del invierno. Los chorros se habían secado. Las velas de los
farolillos marroquíes se habían consumido, y ahora formaban sobre el suelo
pequeñas manchas de cera blanca petrificada que un meticuloso siervo, de rodillas,
se esmeraba en frotar. El ruido de su estropajo sobre los baldosines y el revuelo en
los vestuarios, donde una sirvienta entrada en años abría y cerraba los armarios,
eran los únicos sonidos en aquella mañana fría y melancólica.

Lily se dejó caer sobre un murete para toallas con aire fracasado.
Difícilmente encontrarían alguna huella entre los arcos de herradura, en las cabinas
de masaje o en las hornacinas de piedra adornadas con lámparas de aceite. Y eso
sólo significaba una cosa: en cuanto esa tarde echaran el pestillo, sus opciones, si es
que alguna vez había tenido alguna, se habrían acabado. El spa era el último
cartucho, y todo parecía indicar que se había quemado por sí solo.

—Aquí no vas a encontrar nada, Lily, déjalo ya… —se ordenó a sí misma en
voz alta.

Tras ella, la mujer mayor, cargada con un fardo, emitió un carraspeo. Había
estado tan ensimismada que ni siquiera la había sentido salir de los vestuarios.

—Mi señora… —Lily se abstuvo de recordarle que ella ya no era la señora


de la casa. Los sirvientes de Asmodeus eran tan considerados y respetuosos que
hubiese sido una pérdida de tiempo—. Los vestuarios ya han sido revisados.

—¿Y? —la pelirroja no pudo evitar un gorjeo de esperanza mal disimulada.

—No había nada, mi señora —respondió apenada—. Sólo estas toallas


sucias. Si me disculpa, voy a llevarlas a la lavandería —señaló el fardo bajo su
brazo y, tras una escueta reverencia, se encaminó hacia la salida.

Una bolsa de plástico en su otra mano captó la atención de una desinflada


Lily.

—¿Qué llevas ahí?

—Es la basura, mi señora. Parte del botiquín, ya sabe… —por supuesto que
sabía. Asmodeus vivía obsesionado con la posibilidad de hacerse un pequeño corte
o una herida que lo dejara desfigurado para el resto de sus días—, y unas cuantas
cajas de pastillas vacías —mencionó sin darle importancia.

Lily frunció el ceño. ¿Pastillas? ¿Quién necesita pastillas cuando se es


inmortal y se habita en el Infierno?

Su rostro redondeado se iluminó. Se incorporó como una tromba y se


abalanzó sobre la bolsa de basura, con tanto brío, que estuvo a punto de derrumbar
a la pobre mujer y su cargamento de toallas. No le hizo falta leer el nombre de los
fármacos para saber de qué se trataba. Su ex–esposo podía engañarlos a todos,
pero no podía engañarla a ella. No a la mujer con la que había compartido su día a
día durante cinco largos años.

Eran pastillas contra el mareo. Y, hasta donde ella sabía, el único de todos
los residentes en el Averno que se ponía verde como las coles cada vez que ponía
los pies en un barco era Asmodeus.

¡El muy canalla se había ido a la peniche de París! Sin que Lily entendiese el
porqué, el demonio se empeñaba en conservar esa antigua tartaja, a pesar de su
necesidad de ir hasta las cejas de cafeína para subir en ella. ¡Claro! Por eso estaba
resultando tan difícil de ubicar incluso fuera de su jurisdicción; el poder de los
radares de Luc disminuía drásticamente en el agua.

Aquella era una pista demasiado preciada; no podía consentir que Lucifer se
hiciera con ella. Lily estrujó las cajas entre sus manos y dio órdenes precisas a los
dos sirvientes para que mantuvieran la boca cerrada respecto a los hallazgos.

No pudo evitar sonreír. Esperaba que la peniche parisina estuviese limpia y


ordenada, porque iba a recibir visita.

Capítulo XXIII – La Tierra

París, 22 de julio de 2010.

—¡Ooooohhh! ¡Me encanta esa cara! Sólo puede significar que has pasado la
noche haciendo cosas sucias y deliciosas en la cama de Jean-Loup.

Las mejillas de Angélica se tiñeron de rubor. Axelle la había interceptado en


el preciso instante en que asomó la cabeza por el apartamento. Eran las doce del
mediodía, había ido a darse una ducha y coger algo de ropa limpia, pero su
compañera no tenía intención de dejarla salir de puntillas.

—Cuéntamelo todo, Angelique —Axelle puso una cara de viciosa


empedernida que contrastaba con sus mallas viejas y su camiseta de J´aime la
Normandie—. He comprado croissants. Tenemos provisiones suficientes hasta el
almuerzo.

La arcángel mordisqueó uno, y el gusto a mantequilla inundó su paladar.

—No hay mucho que contar —mintió.

¿Qué le iba a decir? ¿Que había sido la experiencia más fantástica de su


existencia pero que tenía fecha de caducidad? ¿Que antes de lo que todos
imaginaban ella estaría de vuelta en su mundo y Asmodeus retomaría su diabólica
rutina? Jamás lo comprendería.

—Tu rostro no opina lo mismo… —Axelle blandió un croissant a medio


comer frente a ella—. Creo que hay grandes cosas que contar. Pero tienes razón,
soy una cotilla. Donc, no hace falta que me des detalles, sólo quiero saber si esto
significa que, al menos, las cosas van mejor entre vosotros.

—Significa que, con tu ayuda, las cosas han ido increíblemente bien entre
nosotros. Gracias por todo lo que has hecho, Axelle.

El día que tuviera que dejar la Tierra iba a perder algo más que a Asmodeus;
también dejaría atrás a la amiga más especial que había tenido. Pensó en sus días
de juventud y en Astarté, lo más parecido a una compañera que había conocido.
Ella había compartido la mirada ágil de la francesa, también le prestaba ropa, y le
encantaba chismorrear hasta altas horas de la madrugada. Lamentaba no saber
dónde se encontraba ni qué había sido de ella, pero estaba segura de que se sentiría
orgullosa de que hubiese hallado en Axelle a su más digna sucesora.

—Pensé que te enfadarías conmigo por maquinar planes con Jean-Loup a


tus espaldas —confesó la stripper.

—No seas tonta —Angélica se echó a reír—. Bueno, tal vez un poco al
principio… Pero de no ser por eso no hubiese pasado la mejor noche de mi vida.
Así que gracias. Por esto… —señaló el vestido, arrugado, y sus cabellos, que hacía
horas habían extraviado todas las horquillas entre los dedos de Asmodeus—, y por
todo. No sé cómo pagarte lo que has hecho por mí en estos últimos días.

La mirada de Axelle se iluminó.

—Podrías quedarte a vivir aquí —propuso—. Eres la compañera de piso


más educada, ordenada y juiciosa que he tenido jamás.

Angélica esbozó una sonrisa triste.

—Me encantaría, pero eso es imposible. Pronto tendré que regresar a casa.
Hay algunas cuentas pendientes que arreglar allí.

—Lo entiendo —la ilusión de Axelle parecía haberse desinflado—. Pero si


alguna vez decides rehacer tu vida en París, no dudes en venir aquí. Siempre
podrás contar conmigo para lo que quieras. Siempre.

A Angélica le maravillaba la solemnidad con que los humanos empleaban


ese término, sin tener nunca la certeza de cuánto durarían sus promesas.

—Así será. Ahora debo marcharme; le prometí a Jean-Loup que no tardaría


mucho, y ni siquiera me he cambiado de ropa.

Se dirigió al cuarto de baño, pero Axelle la llamó por su nombre antes que
cerrara la puerta.

—Mi madre siempre suele repetir: Axelle, querida, memento vivere. Recuerda
que estás viva. No me preguntes por qué me ha venido ahora a la cabeza; donc,
supongo que la luz en tus ojos lo ha traído a mi memoria.

Angélica asintió con la cabeza.

—Lo tendré presente —aseguró, con toda la firmeza que le permitió el nudo
que atenazaba su garganta.

*****

La bolsa de viaje cargada con ropa limpia pesaba en su mano, pero Angélica
no la dejó caer por eso. Lo hizo porque algo marchaba inexplicablemente mal, y lo
supo desde el momento en que descendió por la escalera del embarcadero.

Las claraboyas estaban cerradas a cal y canto, revestidas de contraventanas


oscuras. Los aparejos que Asmodeus solía dejar desperdigados por la superficie de
madera habían desaparecido. Y no se oía ni un solo ruido procedente del interior.

Anhelando desoír el pálpito de su corazón, Angélica se adentró en la cabina


superior. Como era de esperar, estaba vacía. Tras los cristales, sucios de
salpicaduras y polución, reposaba la pequeña mesa de costumbre, así como los
paneles de mandos. Encima de los botones, había una nota con su inicial escrita en
tinta negra y, al lado, un pequeño paquete envuelto en plástico. La arcángel
desdobló el papel con temor.

No tengas miedo; estoy aquí. Siempre lo estaré. Estoy aquí, sólo que tú no puedes
verme. Estoy aquí, sólo que esta tarde va a ser para ti. Y tú vas a ser para mí.

Yo, en cambio, sí puedo verte. Sé que ahora estás leyendo estas líneas. Conozco esa
forma de fruncir los labios; la reconocería en cualquier lugar. Sé que no puedes evitar
acariciar la piel suave sobre tu esternón, del mismo modo que no puedes evitar que se
retuerzan tus tobillos, expectantes, dentro de las sandalias. Sabía que traerías puesto ese
vestido, igual que tú sabes que cuando esta tarde haya terminado, ni uno sólo de sus
botones permanecerá en su sitio. Sonríes. Te atrapé. Ya eres mía.

La pasada noche fue lo mejor que pudo suceder en toda la existencia de este
descarriado infeliz, pero —y espero que no me malinterpretes— uno no se convierte en
representante de la lujuria a base de polvos urgentes de jovencito imberbe. Lo de anoche fue
alucinante, porque eras tú, y era yo, pero, definitivamente, pudo estar mejor. Las
posibilidades de disfrutarte son infinitas; mi paciencia y mi deseo por ti, también. Deja que
te lo demuestre. Confía en mí, igual que yo me aferro como un loco a ese calor que recorre
tus piernas y me arrastra con él.

Abre el envoltorio que encontrarás junto a esta carta. Descubre lo que oculta en su
interior y prepárate para pecar. Pecar hasta el exceso, pecar conmigo. El resto, déjalo en
estas manos que sólo buscan tu placer.

Para cuando terminó de leer, Angélica estaba tan excitada como un rudo
marinero recién llegado a puerto. Sus manos, trémulas, tomaron el pequeño
paquete y rasgaron el plástico. El objeto que había dentro, negro y sedoso, se
desplegó entre sus dedos.

Un velo negro. Un sugerente, enigmático y frágil velo negro. Se debatió


entre las ganas de echar a correr y las de abrirse de piernas allí mismo, dejando
salir a flote toda su tempestuosa vulnerabilidad. Con gesto torpe, situó la tela
delante de sus ojos y ató un nudo en el extremo de su cabeza. La oscuridad más
mortífera la rodeó.

Sola en la cabina, a merced de las hechizantes ondulaciones del Sena,


esperó, nerviosa, la señal para sucumbir al siguiente paso. No tardó en llegar.
—Debí haberlo previsto —la voz sensual de Asmodeus a su lado la
sobresaltó. Al igual que a un sofisticado felino, no lo había oído llegar—. Debí
prever que tu imagen con los ojos tapados resultaría tan erótica que ardo en deseos
de levantar ese vestido recatado y meterme debajo de él —lanzó una carcajada
nerviosa—. Pero aún queda mucha tarde por delante; ya habrá tiempo para eso.

Angélica no pudo reprimir un escalofrío. Lo que sí pudo contener, aunque


con esfuerzo, fue el tumultuoso deseo de decirle que lo hiciera. Que la despojara de
todas sus ropas y le hiciera el amor allí mismo, sobre la cubierta de la peniche, a la
vista de todos.

Asmodeus tomó sus manos temblorosas y la condujo por la escalera que


bajaba al camarote. Un aroma profundo y decadente, acompañado por los acordes
de una suave melodía oriental, se coló por sus orificios nasales y entumeció sus
sentidos.

—¿A qué huele? —inquirió. Asmodeus se apresuró a sellar sus labios con el
dedo índice.

—Es extracto de opio —explicó—. ¿Sabes cuántos días, cuántas semanas


dedicó mi mente drogada de amapolas a follarte sin piedad?

No, no lo sabía, pero imaginarlo era suficiente para encender todas sus
terminaciones nerviosas.

Lo sintió inclinarse a sus pies. Deseando sentir sus caricias, empujó las
caderas hacia adelante, rogando que su experta boca encontrase el camino entre
sus muslos. Sin embargo, él sólo pretendía ayudarla a quitarse las sandalias.

—Vas demasiado deprisa, diablesa. El placer es mejor si se cocina a fuego


lento.

Con un tirón, delicado pero firme, desabrochó las hebillas y la despojó del
calzado. Sin embargo, sus manos remolonearon un rato más en la protuberancia
provocativa del tobillo y en la curva peraltada de sus pantorrillas. El calor se
adueñó de la sangre de Angélica, barriendo con libertad todas sus defensas.
Descalza como estaba, percibió el crujido de la madera bajo las plantas de los pies;
el estimulante frescor del suelo bajo las yemas de sus dedos.

Asmodeus comenzó a moverla al compás de la música; la arcángel, como un


títere sin voluntad, siguió la oscilación de la percusión. El sonido la envolvió y
empujó más cerca de él; su piel ronroneó al entrar en contacto con el suave algodón
de las ropas del demonio. Sus piernas, su vientre, su pecho. Y su voz, por encima
de todo, su voz, que destilaba seguridad y seducción.

—¿Has sentido alguna vez lo que es colmar de placer a todos tus sentidos?
¿Alguna vez se han corrido los cinco al mismo tiempo de puro gusto?

No, no lo había sentido nunca, pero no podía esperar para averiguarlo.


Amparada por la protección del antifaz, Angélica puso los ojos en blanco. Cuanto
más la escandalizaban sus palabras, más alto y fuerte bramaba su sexualidad.

La hizo danzar sobre la tarima del camarote, descalza y a oscuras, ondeando


apenas las caderas que él mismo asía con una mano. Mientras tanto, la otra se
dedicó a perfilar el hueco entre sus pechos, cubiertos por la hilera de botones del
vestido de verano. El primero de ellos, traidor, cayó sin oponer resistencia,
descubriendo la tersa oquedad del cuello. Para su absoluto bochorno, Angélica se
sentía tan húmeda que, cuando en un crescendo de la melodía él la agarró con
fiereza bajo las nalgas, lo único que pudo hacer fue suplicar que introdujera la
rodilla entre sus muslos y le concediera un poco de alivio.

—Aún no ha llegado el momento —susurró Asmodeus—. Es tu oído el que


manda ahora. Déjate guiar por él.

No supo cuánto tiempo pasaron así, sometidos al autoritario mandato de


aquella música cuyos saltos en el pentagrama aguardaba desesperada para que él
volviese a apretarla una y otra vez contra su erección. Sus oídos aprendieron a
anticiparse a los cambios; todo su cuerpo ardía en llamas instantes antes de
alcanzar el estribillo, que siempre iba seguido de una suave tensión entre los
muslos y de un suspiro de alivio.

Subyugada, Angélica inclinó el cuello hacia atrás, y el demonio aprovechó el


momento para cerrar sus labios con los suyos. Ella le devolvió el beso,
descontrolada.

Intentó por todos los medios deshacerse de la camisa de Asmodeus.


Necesitaba eliminar barreras; necesitaba elevarse y tocar el Cielo para luego
descender a los Infiernos sometida a la tiranía de su lengua. Sin embargo, todos sus
esfuerzos resultaron inútiles. El demonio puso fin al beso con una última
acometida de su boca y, después, desapareció de su radar, llevándose consigo su
suspiro de frustración.
Desconcertada, aguardó su retorno, con las manos entrelazadas y las
rodillas tan juntas que el placer chisporroteó en los confines más allá de su vientre.
Cuando él regresó junto a ella, percibió los latidos de su corazón como un oasis en
mitad del desierto.

La tomó de la mano y la obligó a avanzar a través del camarote. La arcángel


estuvo a punto de brincar de alegría al comprender que, al fin, la conducía a la
cama. El tenso resquemor entre sus piernas lo celebró con ella.

—No es a la cama adonde vamos —aclaró él, como si le hubiese leído el


pensamiento—. Aún falta mucho para eso.

Angélica se detuvo en seco, como una niña enrabietada.

—Te necesito dentro de mí —suplicó, y estuvo a punto de claudicar de


vergüenza—. Necesito que me lo hagas, que me lo hagas ya.

Asmodeus se situó a su espalda y adelantó las caderas hacia ella. El bulto


rígido en sus pantalones rozó la base de su espalda, mostrándole hasta qué punto
lo necesitaba él también.

—Me tienes loco —confesó—. Cada segundo que paso sin desnudarte, sin
jugar con tu humedad, es un desafío para mi fuerza de voluntad —dejó que una de
sus manos volara hasta el pecho de Angélica, enredando y torturando su pezón
por encima de la tela hasta hacerla jadear—. Pero me he propuesto disfrutar de
cada rincón de ti, llevarnos al límite a los dos, aunque nuestra cordura se haga
añicos en el intento, ¿comprendido?

Angélica tragó saliva, recostada contra su torso. Diría lo que fuera con tal
que él no detuviese la lenta exploración de su pecho.

—Entendido.

El segundo botón se rindió a las primeras de cambio.

—Disfruta de este viaje. Déjate guiar por tus sentidos y por mí. Juntos,
podemos darte más placer del que cualquier maldito mortal podría soportar.

La empujó con suavidad para alentarla a caminar de nuevo. Apenas habían


recorrido un par de metros cuando le indicó que se detuviera con un toque en los
hombros.
—No estás cómoda con ese vestido —sostuvo él, y Angélica se mordió el
labio al presagiar lo que vendría a continuación.

Tiró de ella, forzándola a tomar asiento sobre el suelo y a apoyar la espalda


en la pared. Con una flema exasperante, Asmodeus desabrochó el tercer botón. Al
hacerlo, sus pezones erizados se rozaron con las palmas del demonio; Angélica dio
un respingo. Si aquel exquisito delirio no acababa pronto, ella misma se encargaría
de tantear bajo sus bragas y llevarlo a término.

El mero pensamiento de imaginarse tocándose para él, por él, la excitó tanto
que tuvo que hacer acopio de todo su dominio para no llevarlo a la práctica.

Cayó un cuarto botón, y un quinto, y el sexto siguió el mismo camino que


los anteriores. Para entonces, su pecho, cubierto por un funcional y cómodo
sujetador blanco, estaba completamente expuesto a su maliciosa voluntad.

—Por todos los Infiernos —masculló Asmodeus, y ella lo escuchó tragar


saliva—. Eres más de lo que mi control puede sobrellevar. Si pudieras ver cómo se
marcan las líneas oscuras de tus pezones a través de la tela… Hay algo que están
pidiendo a gritos que haga.

—¿El qué? —balbuceó Angélica.

—Esto.

Y, sin esperar más, posó su boca sobre uno de ellos, mientras su traviesa
mano se ocupaba del otro. Angélica gritó de placer; sus piernas se abrieron de
manera espontánea. La tela del sujetador se humedeció bajo la hábil lengua de
Asmodeus. Su boca la asaltó y saqueó, mordisqueando el punto exacto donde
perdía la consciencia. Angélica sacudió sus caderas con la desesperación de un
animal en celo, a la espera de una gratificación que nunca llegaba. El sudor de la
impaciencia perlaba su nuca.

Oyó que se abría la puerta de un armario. Intuyó, en un atisbo de lucidez,


que estaban en la cocina. Los acordes orientales de la música amortiguaron el
entrechocar de tarros de cristal.

—Aquí estás —afirmó él, triunfante.

La incertidumbre y el deseo la dominaron. ¿Qué era lo que había


encontrado? ¿Qué ocurriría ahora? Fuera lo que fuese, Angélica estaba convencida
de que su resistencia no aguantaría mucho más.

—Estos malditos inventos… —refunfuñó el demonio, y ella supo que se


refería a su sujetador, cuyo cierre estaba a la espalda, oculto por el vestido. Sin el
menor indicio de tolerancia, Asmodeus lo rasgó por delante en un corte preciso.
Sus pechos escaparon de la tela blanca, que cayó deshilachada a los costados.

A continuación, el demonio introdujo en su boca una pequeña cuchara


metálica cargada de una sustancia tupida y viscosa. Su lengua sondeó el contenido.
Miel.

En cuanto la paladeó, las caricias en sus sensibilizados pezones se


intensificaron. Angélica lamió la cuchara con ahínco, entregada con devoción a la
tarea, para que no cesara aquella agonía que tenía lugar a sólo un palmo de su
mentón. Cuando la miel se terminó, Asmodeus deslizó el frío metal de la cuchara
por su vientre y sus muslos. Unos segundos, nada más.

—No hay nada más erótico que alimentar a una mujer al borde del éxtasis
—pronunció con voz ronca—. Pero tú… Joder, contigo soy yo el que necesita
alimento —aseveró.

En el instante en el que la miel se derramó sobre su pecho, Angélica creyó


que explotaría de goce. El demonio se introdujo sus pezones en la boca y degustó
el dulce líquido, premiando cada uno de sus crecientes gemidos con un trozo de
chocolate. La mezcla de miel y chocolate negro se arrastraba por su garganta y la
hacía permanecer dolorosamente satisfecha el tiempo que tardaba en disolverse en
su paladar. Cuando ya no pudo más, su boca clamó de sed.

—Por supuesto —Asmodeus abrió, solícito, la puerta de la nevera—. Tus


deseos son órdenes, diablesa.

Angélica esperó que él acercara a sus labios un vaso de agua fresca, uno que
no terminaba de llegar, igual que su orgasmo. De pronto, un par de gotas,
inesperadas y frías, resbalaron por su labio inferior. Las absorbió, desesperada,
dejándose cautivar por la acidez del jugo de una naranja. Ante ella, Asmodeus
dejaba caer el zumo con cuentagotas sobre su boca.

—Sí… sí… —apremió.

Un gajo rozó una de sus mejillas, y la arcángel cabeceó hasta atraparlo entre
sus dientes. En el momento en que lo mordió, Asmodeus arrancó de cuajo el resto
de botones de su vestido. Juró entre dientes al descubrir la empapada tela de sus
bragas, el rubor embotado de su piel excitada. La arcángel juró con él al presentir
un éxtasis cada vez más cercano.

La despojó de la ropa interior con una mezcla de calma y apetito salvaje. El


aire, perfumado de opio, acorraló sus piernas y tamborileó en el centro de su
placer. Dominada por los gemidos, Angélica no pudo aguantar más. Trató de
acercar su mano y proporcionarse la liberación que tanto anhelaba, pero
Asmodeus la interceptó antes que pudiese conseguirlo.

—No sabes cuánto gozaría —comentó, tan jadeante como ella— al ver cómo
te acaricias para mí, diablesa, pero para mi jodida desgracia ese día no será hoy.

Angélica gruñó.

—Pues entonces fóllame —rogó con ímpetu, presa de la experiencia erótica


más insoportablemente turbadora que alguna vez pudo soñar—. Fóllame ya. Por
favor.

Asmodeus gimoteó. En contra de sus ruegos, tomó un nuevo gajo de la


naranja.

El frescor húmedo y rugoso de la fruta sobre su clítoris fue más de lo que la


voluntad de Angélica, inexperta y seducida, pudo resistir. Cuando Asmodeus
presionó sus dedos contra ella, los espasmos de su interior se sucedieron en
oleadas y sólo fue consciente de la ruptura de su propia lucidez ante ese goce
intenso y oscuro. El orgasmo fue largo, sonoro, indomable. Los dedos de
Asmodeus la acompañaron hasta el último de sus quejidos y, sin embargo, cuando
todo hubo pasado, Angélica no pudo apartar de su cabeza la idea de que aún
quería más. Aún necesitaba más.

El demonio la ayudó a ponerse en pie, sudorosa y exhausta. Él tampoco


tenía intención de dar por finalizado el juego. Tambaleantes, se dirigieron hacia el
cuarto de baño, donde él la ayudó a introducirse en la bañera; primero un pie,
después, el otro. La balsa de agua que le empapó las pantorrillas era cálida,
burbujeante y desprendía un leve aroma a jabón. Creyendo que él se introduciría
con ella en la amplia bañera —deseándolo fervientemente—, Angélica se hizo a un
lado, pero el anhelado contacto con su cuerpo desnudo no llegó a producirse.

—Ven aquí, siéntate… —las órdenes de Asmodeus fueron suaves pero


tajantes. Angélica supo entonces que su tormento no había hecho sino comenzar de
nuevo.

La bañera de porcelana era escurridiza, y el agua, flexible al contacto con


sus dedos. Una gruesa capa de espuma era la coronación perfecta, como la efímera
nata que se encopeta sobre la superficie de un apetitoso pastel. Febril, se dejó
agasajar por las sales que Asmodeus vertió poco a poco sobre su piel, deleitándose
con los roces de la esponja en los hombros, los brazos, las rodillas. Gimió cuando la
misma esponja se aventuró por lugares mucho más ocultos y mucho más
placenteros. Suplicó una y otra vez que no parase cuando el chorro de la ducha se
dirigió exactamente al punto en que perdía la cabeza.

Esta vez no fue sutil. No hubo piedad. Asmodeus la elevó hasta el límite de
su raciocinio de forma certera y contundente. Jugó con la temperatura hasta
destrozarla. La manipuló con la presión del agua hasta hacerla gritar.
Completamente desinhibida, aferrada a las paredes de la bañera y entregada una
vez más a la causa de su éxtasis liberador, Angélica rogó un poco de clemencia. La
voz endemoniada de Asmodeus viajó hasta su oído.

—No lo veas como un castigo, diablesa. Tan sólo es una más de mis
estrategias de venganza por ponérmela tan dura.

El remolino entre sus piernas, abiertas con indecencia, creció y la abrumó.


Sacudida por el placer, se dejó arrastrar por un nuevo orgasmo mientras su
descarada boca no cesaba de exigir otro más. Él rio.

—Eres insaciable, mi ángel, y eso me encanta.

Puesto que no conocía los límites, Angélica no podía corroborar si era o no


insaciable. Lo que sí sabía es que Asmodeus acababa de abrirle las puertas de un
mundo velado y maravilloso, y ella no estaba dispuesta a volver a cerrarlas y
dejarlo escapar. Quería absorber todo de él. Aprenderlo todo. Disfrutarlo todo.

La besó en la boca para apropiarse de sus últimos jadeos. Después, terminó


de bañarla en silencio. Antes de que el agua comenzara a enfriarse, la cubrió con
una toalla y la secó con la misma meticulosidad con que la había empapado. La
tomó en sus brazos y salió del cuarto de baño con la arcángel acurrucada contra su
pecho.

Se sentía lánguida y erizada; cada roce de su piel con el torso del demonio
era un relámpago disparado justo en mitad de su vientre. Cada latido del pulso
masculino le recordaba lo maravilloso que era sentirlo dentro de ella, moviéndose
al unísono con sus caderas. Asmodeus la depositó de nuevo en el suelo, de pie, y la
espalda de Angélica se recostó contra él, como el lomo de una gata a punto de ser
saciada.

—No aguanto más. Eres más de lo que mi control puede soportar —gruñó
Asmodeus en su nuca. Nunca su voz había sonado tan carnal, y Angélica pudo
percibir su tensa erección a la altura de sus nalgas.

Acto seguido, le arrancó de un tirón el antifaz. Los ojos de Angélica se


adaptaron poco a poco a la luz del camarote, reconvertido en la lujosa antecámara
de un burdel. Por encima de sus cabezas, y también a los lados, pendían vaporosos
retales de gasa escarlata. La intensidad de las luces en sus plafones de pared había
sido reducida a la mínima expresión. Desperdigados por el suelo, quedaban aún
restos de corteza de naranja, ralladura de chocolate y gotas de opio reseco. Restos
que le recordaban a Angélica el inmenso placer que había sentido con cada uno de
ellos, y que le anunciaban que lo mejor todavía estaba por venir…

Asmodeus la apremió a darse la vuelta. En cuanto vio su reflejo en el


enorme espejo de pie, delante de sus ojos, se sintió acalorada y licenciosa. Vio su
cuerpo desnudo, y el brillo del agua que discurría entre sus cabellos húmedos y
bordeaba el contorno firme de sus pechos. Los brazos de Asmodeus la sostenían
por la cintura, moteando su vientre con fino vello cobrizo, mientras se afanaba en
mordisquearle el cuello, las líneas rígidas de la clavícula, la antesala de sus pechos
ruborizados. Su mirada, ladina y sombría, se clavaba en la entregada silueta
femenina que se retorcía de placer ante el cristal. Durante unos instantes, la
caprichosa fantasía de Angélica voló hacia el póster que tanto le había afectado en
una de sus rutas por los bajos fondos de Pigalle, el de la diosa griega esclavizada
que se ofrecía al espectador con orgullosa desvergüenza. Pensó en lo agitado que
se había mostrado su cuerpo entonces, y en lo salvajemente excitado que estaba
ahora. Ella también era una diosa sometida al deseo de su amo, y ella también
presumía ante el mundo, concentrado en un simple espejo, del placer que sentía.

Cuando el demonio la penetró, de una sola embestida y desde atrás, gimió


con fuerza. Asmodeus separó aún más sus piernas y se hundió en la humedad que
albergaban entre ellas. Sin despegar la vista del espejo, Angélica resopló; las
acometidas se volvieron cada vez más rápidas, cada vez más enérgicas. La mecha
se prendió en el interior de su abdomen, zarandeándola como un remolino, hasta
que, en algún momento, sus piernas dejaron de responder y ambos se
desplomaron de rodillas sobre el suelo. A pesar de ello, Asmodeus no varió el
ritmo. No se molestó en disimular aquella actitud de príncipe del vicio que la
empujaba a regalarle toda su dignidad a cambio de unas migajas más de placer.

Siguió atormentando, frotando, jadeando, hasta que ninguno de los dos


pudo más. Angélica se dejó atrapar por un orgasmo liviano, el último coletazo de
su maltrecho y rendido cuerpo. Asmodeus la siguió poco después, vertiéndose en
su interior con el grito de resignación de un condenado a morir de placer. Los dos
cayeron desmadejados sobre la tarima del camarote, con las alas abiertas y la
respiración agitada.

—De no ser porque ya soy un Archiduque del Mal —reconoció él, con una
sonrisa amplia y la voz todavía entrecortada—, creo que esto que acaba de ocurrir
entre nosotros me hubiese enviado de cabeza al Infierno.

Angélica rompió a reír. Agotada como estaba, se abrazó a Asmodeus y


apoyó la cabeza en su pecho.

—Si esto hubiese sucedido hace seis mil años, yo hubiese sido la primera
interesada en gritarlo a los cuatro vientos —murmuró, adormecida.

—Si esto hubiese sucedido hace seis mil años —el rostro del demonio se
tornó insondable. Mesó el pelo de Angélica, que ya tenía los ojos cerrados, antes de
proseguir—, nadie, absolutamente nadie hubiese tenido el poder suficiente para
alejarme de ti.

Angélica se limitó a asentir con un bufido justo antes de quedarse dormida


entre sus brazos.

*****

—Resulta absurdo, ¿no crees?

Asmodeus se incorporó para mirarla.

—¿A qué te refieres?

—A que he tenido que viajar hasta la Tierra para darme cuenta de lo


hermosas que son las estrellas —tumbada boca arriba sobre la cubierta de la
peniche, bajo un esplendoroso firmamento nocturno, Angélica barrió el panorama
con la mano para dar más énfasis a sus palabras—. Quiero decir, aún las veo —
aclaró—. A diario. Siempre están ahí. ¿Pero mirarlas? Hace mucho que dejé de
mirarlas de verdad.

Se levantó una suave brisa impregnada de humedad del río. La madrugada


los había pillado por sorpresa tras unas cuantas horas de sueño que vinieron a
reparar los estragos de su intensa y depravada sesión de sexo. El descanso se
trasladó entonces a cubierta, donde permanecían desmayados sobre los tablones,
contaminados por las luces de París y su aire espeso de sabores estivales. La
quietud impasible del Sena, sin el ajetreo de los barcos de recreo que circulaban sin
parar a lo largo del día, resultaba magnética y misteriosa.

—Con tanta luz, lo raro es que se vea alguna — evaluó Asmodeus. De su


boca surgió un bostezo casi infantil.

Angélica sonrió sin fuerzas. Tenía el cuerpo dolorido por los excesos de la
tarde.

—Lo mejor de todo es poder contemplar su reflejo en el agua del río.

Serpenteó a duras penas por la cubierta, hasta que su cabeza se asomó entre
los barrotes de la barandilla y quedó colgando a medio metro del agua. Quiso
tocar la superficie del río con la yema de los dedos, pero su brazo no podía
alcanzarla. Escuetas ondulaciones iban y venían en torno a la quilla de la
embarcación, hipnotizándola.

—El mar debe de resultar asombroso —dijo de pronto—. Sentir que el agua
te engulle y que, al mismo tiempo, nunca te permitirá caer. Vivir rodeado de aire
es tan aburrido…

A su espalda, Asmodeus se puso en pie y se acercó hasta el borde de la


peniche. Ella también se levantó.

Recuerdos fugaces de un columpio, una lejana tarde de verano y una


conversación igual a ésa cortocircuitaron entre ellos cuando sus miradas se
encontraron.

Él fue el primero en pronunciarse.

—Esto no es el mar, pero se le parece bastante. ¿Te gustaría probar? —


propuso con una pizca de irreverencia.

Angélica abrió unos ojos como platos.

—¿Te has vuelto loco? Está prohibido bañarse en el Sena.

—Diablesa —Asmodeus la miró con ojos condescendientes—, durante la


última semana has faltado repetidas veces a tu palabra, has incumplido las normas
de tu especie, has fracasado en tu misión, has estrellado una motocicleta contra el
mismísimo Arco de Triunfo, has entrado y salido de los antros de Pigalle, has
compartido techo con una mujer de cuestionable reputación, has dilapidado una
pequeña fortuna en un casino y, por si fuera poco, has mantenido el más abrasador
de los sexos con un demonio. Y has reincidido. Varias veces. ¿En serio te
preocupan lo más mínimo las estúpidas leyes humanas?

Iba a replicarle como merecía, pero a su traicionera mente no se le ocurrió ni


un solo argumento con el que rebatirle.

—¿Acaso me vas a decir que tienes miedo? —su rostro, incrédulo, continuó
retándola.

—¡Por supuesto que no!

—No, claro que no tienes —Asmodeus la rodeó despacio, embebiendo en


desafío cada pisada—. Incluso desde aquí puedo oler tus ganas de quitarte las
sandalias y lanzarte de cabeza.

—Gracias por recordarme los motivos por los que te odio.

Asmodeus rompió a reír.

—No te leo el pensamiento, si eso es lo que te molesta. No me hace falta.


Somos iguales, Angélica. Siempre lo hemos sido. Tan sólo hemos tardado seis mil
años en encontrar un espacio neutral donde poder verlo por nosotros mismos.

Tal vez tuviese razón. Por la incansable ribera del Sena paseaba una
trasnochadora pareja de turistas, y a lo lejos se desgranaban los ritmos caribeños de
quienes acudían cada noche a bailar a la orilla izquierda. Los humanos eran tan
complejos… Ni buenos ni malos, sino exactamente lo que está en el medio. Igual
que ellos dos.
Tal vez no fuesen tan diferentes, después de todo, sino el asombroso
equilibrio en una balanza enfrentada desde tiempos inmemoriales.

Angélica inspiró hondo. ¿A quién pretendía engañar? Aquello era el mundo


real, no una bucólica trama de Shakespeare. Sus sueños tenían fronteras, y éstas se
hallaban insoportablemente próximas. Llegado el momento, ambos tendrían que
regresar a sus respectivos mundos, expiar como justo castigo los pecados de aquel
verano y seguir ocupando con dignidad el lugar que les correspondía.

Pero, hasta entonces, sentarse a reflexionar seguiría siendo el último


objetivo de su lista. Las palabras de Axelle esa misma mañana resonaron en su
cabeza: memento vivere. Ella no moriría jamás; sin embargo, la experiencia le había
enseñado que respirar y vivir eran cosas muy diferentes.

—De acuerdo, acepto el reto —en un impulso, situó los pies en el primer
barrote. Desde lo alto de la barandilla, con el porte de una escultura renacentista, le
tendió la mano a Asmodeus—. ¿Vienes?

Él, vestido tan sólo con unos pantalones vaqueros sin abrochar, la siguió de
un salto.

—¿Qué haremos si nos descubren? —inquirió ella.

En precario equilibrio, Asmodeus separó las piernas y se posicionó para el


salto.

—Eso déjalo de mi cuenta. Ahora, sólo disfruta —la invitó con una
sonrisa—. ¿Estás preparada? Tres… dos…

Angélica basculó el peso, lista para lanzarse. Un pensamiento inquietante la


hizo volver a incorporarse.

—¡Un momento! ¡Un momento!

Eran muchas las habilidades con las que un ángel contaba desde su
nacimiento, pero había una que, al menos ella, nunca había puesto a prueba hasta
ahora.

—¿Sabemos nadar? —preguntó asustada.

Asmodeus no pudo reprimir una carcajada.


—Sí, sabemos.

—Bien —ella respiró aliviada y, ahora sí, volvió a situarse de cara al río. De
cara a esa vasta extensión de aguas oscuras y de apariencia gélida que la atraían
como un peligroso y aterrador imán.

Había llegado el momento. El demonio, a su lado, retomó la cuenta atrás


mientras le sostenía la mano.

—…¡uno!

Angélica entornó los ojos. Las luces de la ciudad se convirtieron en un


borrón cuando su cuerpo golpeó el río. Sus oídos se bloquearon. El agua envolvió
sus extremidades, igual que una funda encargada de proteger algo muy frágil, y la
empujó hacia las profundidades. Se enredó entre sus cabellos y se enzarzó con su
vestido, juguetona.

Fue consciente de la oscuridad que la devoraba más y más, hasta que,


cuando todo parecía perdido, comenzó a subir. El Sena la devolvía a la superficie,
como el experto que paladea un vino para escupirlo justo después.

Cuando abrió los ojos, Asmodeus la esperaba ya del otro lado

—¡Es… es… es increíble! —Angélica lanzó un grito de júbilo y chapoteó con


los pies—. ¡Nunca, en toda mi vida —enfatizó— me había sentido tan liviana!

Los humanos solían dar por sentado, erróneamente, que los ángeles flotaban
en el aire. Lo cierto es que, gracias a las alas, sus cuerpos eran más ligeros, podían
moverse a velocidades muy superiores a las terrenales y la fuerza de la gravedad
no les afectaba tanto. Sin embargo, Angélica no había sido nunca capaz de levitar
en el espacio. Hasta hoy.

—¡Me siento como si volara! —chilló, y se dejó arrastrar por la efervescencia


del río—. ¡No! ¡Seguro que esto es aún mejor que volar!

Hinchó las mejillas y hundió de nuevo la cabeza bajo las aguas. Estaban
frías y sucias, llenas de hojas, plumas y quién sabe qué más, pero no le importó.

Asmodeus reía con ella.

—Tendrán que catalogar una nueva especie marina: el pez diablesa.


La arcángel salpicó en su dirección con falso enfado. Después, se relajó en el
agua y se meció sobre ella, desplazándola con los brazos.

—Ojalá pudiera desplegar las alas. Mataría por saber qué se siente.

—Y yo mataría por verte a ti incumplir el quinto mandamiento —la agarró


por los tobillos y la empujó hacia él—. Que, dicho sea de paso, debe de ser el único
que no has roto todavía.

Angélica ciñó las piernas a su cintura, mientras que los brazos de Asmodeus
la asieron por las caderas. Lo miró con detenimiento, y su mirada descubrió a un
nuevo Asmodeus. Un Asmodeus calado hasta los huesos que, por increíble que
pudiera parecer, estaba aún más guapo de lo habitual. Su pelo chorreante caía
hacia atrás como un telón obediente, lejos de la indisciplinada maraña a la que
estaba acostumbrada. Minúsculas gotas pendían entre sus pestañas, y sus ojos
azules brillaban más cristalinos que nunca. Su sonrisa, enmarcada por finos
riachuelos de agua que discurrían por su mentón sin barba, era tan cálida que
Angélica sintió ganas de llorar. De felicidad, porque aquella sonrisa era para ella, y
de frustración, porque su destino sería perderla una vez más.

—Éste es el término medio en el que me gustaría permanecer para siempre


—susurró, y observó que el rostro de Asmodeus se nublaba.

Lo besó, y fue el beso más largo y paciente que le había dado nunca. Atrás
quedaban los arranques enfebrecidos de su juventud, y los impulsos aún más
enfebrecidos y lujuriosos de su reencuentro. Abrazada a él dentro del agua,
Angélica deslizó los dedos por sus cabellos mojados y supo que ese único tacto,
simple y absurdo, quedaría grabado a fuego en su memoria. El del hombre que le
había mostrado el paraíso. El hombre que le había devuelto la vida.

La Île de la Cité, soñolienta y silenciosa, fue testigo de cómo sus labios se


unían, una y otra vez, en encuentros suaves y profundos, hasta perseguir el
infinito. Aunque su infinito no fuese más que un sinónimo de la palabra soledad.

Capítulo XXIV – La Tierra

París, 23 de julio de 2010.


Por suerte, nadie los delató. Probablemente, las autoridades locales tuvieran
mejores cosas que hacer en la madrugada que espiar a enamorados quebrantando
leyes centenarias, y los pocos parisinos que pasaban por allí a esas horas habían
contemplado a la arriesgada pareja con más diversión que enfado.

Cuando regresaron al barco, Asmodeus fue el primero en bajar al interior de


la peniche, con los vaqueros a rastras y chorreando agua. Necesitaba darse una
ducha y cambiarse de ropa, pero sólo podía pensar en atar a Angélica a la cama y
no dejarla salir hasta el próximo amanecer. Estaba loco por ella; tan colgado o más
que cuando cumplió quince años y quiso convertirla en princesa. Sólo que, ahora,
ya no le bastaba con un mísero brazalete. Deseaba regalarle todo el océano.

Bajó los escalones mientras reía a carcajadas la última de sus bromas, algo
acerca de su virilidad perdida entre los dientes de las pirañas del Sena. Acababa de
entrar en el camarote cuando la vio. Esperaba inquieta en el sillón, con la vista
clavada en la seda roja y otros rescoldos que revelaban los pecados de la tarde
anterior. Tenía las rodillas muy juntas y se mordía el labio inferior hasta hacerlo
palidecer.

Su primer pensamiento, superada la sorpresa inicial, fue alertar a Angélica.


Alertarlas a ambas. Si apenas hubiese contado con unos segundos más… Pero ya
era tarde. La arcángel seguía sus pasos por las escaleras de caracol, escurriendo los
bajos del vestido y cotorreando sin cesar. El choque era inminente. E inevitable.

*****

Angélica no se percató de la presencia de la mujer pelirroja hasta que tuvo


un pie dentro del camarote. Al principio, creyó que se trataba de un malentendido.
La culpa había sido suya por dejar la puerta abierta mientras ellos,
despreocupados, retozaban en el río. La mujer habría ido en busca de otra persona,
quizás otro barco, y por error había entrado en el de Asmodeus.

En cuanto la vio aparecer en el umbral, la desconocida dirigió hacia ella sus


imponentes ojos oscuros. Era menuda, curvilínea y vestía enteramente de negro.
Parecía violenta, como si hubiese aterrizado allí desde otro planeta y se sintiese por
completo fuera de lugar. Pero no había sólo incomodidad en sus pupilas cuando
reparó en ella, sino algo más hondo. Algo semejante al dolor, igual de inesperado e
intenso.

Cualquiera de las hipótesis postuladas por Angélica dieron al traste cuando


Asmodeus abrió la boca. Para su extrañeza, el demonio también parecía incómodo.
Y, lo que era peor, derrotado.

—¿Alguien más sabe que estoy aquí, Lily? —preguntó, a bocajarro, sin
detenerse en cortesías.

Una daga atravesó el pecho de Angélica al oír ese nombre. Parpadeó. Lily.
La preciosa pelirroja que se había presentado ante ellos era la esposa de
Asmodeus, o la ex-esposa, o lo que fuera. Fuera lo que fuese, había habido algo
entre el amor de su vida y aquella mujer, tan endiabladamente hermosa, que
calcinó de un plumazo la mecha de sus celos.

La habitación se llenó de malos presagios, y a Angélica se le antojó angosta


y opresiva. Aquella visita no podía augurar nada bueno.

—Será mejor que os deje solos —anunció, haciendo acopio de voluntad—.


Yo… tengo que cambiarme —señaló sus ropas húmedas—, y estoy segura de que
vosotros tendréis muchas cosas de que hablar.

Asmodeus asintió con la cabeza y le dirigió una mirada cargada de


disculpas.

—Gracias.

A pesar de todo, no quería resultar descortés, así que, de camino al cuarto


de baño, se volvió hacia la recién llegada.

—Un placer conocerte —esbozó una escueta sonrisa.

Lilith ni siquiera respondió. Parecía una cobaya asustada.

La arcángel cerró la puerta a su espalda y se precipitó hacia la bañera. Abrió


el grifo al máximo, hasta que el rumor del agua corriente llenó la estancia. La
curiosidad la carcomía, pero fuera lo que fuese lo que tenían que decirse esos dos,
prefería no tener que escucharlo.
*****

Lily oyó cómo se cerraba la puerta del baño con un chasquido suave.

Había esperado cualquier cosa, excepto ésa. Durante la planificación de su


viaje había barajado todo tipo de posibilidades: que Asmodeus ya no se encontrase
en París; que no quisiera saber nada de nadie; que estuviese perdido, borracho y
colocado en cualquier tugurio recóndito; que le hubiese prendido fuego a media
ciudad; que se dedicase a organizar orgías en el Bois de Boulogne o que a los pies
de su cama, cuando llegara, hubiera una colección de morenas despampanantes
puestas en fila india.

Había esperado a cualquiera, excepto a ella. Ésa era la única opción que no
había previsto, ni siquiera en sus peores pesadillas. Y era la que más daño le podía
causar.

—Era ella, ¿verdad? —preguntó, sin saber por qué lo hacía; la respuesta era
tan obvia como desgarradora.

Claro que era ella. Tan alta, tan rubia, tan perfecta… Tan parecida a todos
los demás, incluso al propio Asmodeus. Se movía con la parsimoniosa ligereza de
un junco, y llevaba impresa esa actitud regia que los caracterizaba a todos,
habitasen en el piso de arriba, en el de abajo o en el jodido Purgatorio. Desprendía
la misma luz que Asmodeus el día en que lo vio por primera vez, convertido en un
despojo por su precisa culpa.

El demonio dio un paso al frente, decidido.

—Sí, es Angélica.

Lily reprimió un estremecimiento. Había pasado toda la vida intentando


borrar, sin éxito, aquel nombre de su memoria, tanto durante el escaso tiempo que
resistió su matrimonio, como durante todos los siglos que habrían de venir
después. Seis mil años más tarde, acababa de ser eliminada del juego.

—Es largo de explicar —se defendió él—. Las cosas no sucedieron como
todos pensábamos…

Lily trató de transmitir despreocupación.


—No tienes que darme ninguna explicación, Mod. Si no pude competir
contra ella cuando sólo era un fantasma resucitado en tu cabeza, mucho menos se
me ocurriría hacerlo ahora —dibujó en su rostro una sonrisa, aunque su interior
estuviese muriendo desangrado.

Asmodeus pareció conforme con su apreciación, porque no volvió a tocar el


tema.

—¿Sabe alguien más que estoy aquí? —repitió.

Eso era lo único que le importaba. Que Luc pudiese reventarle la luna de
miel con la misma mujer por la que había llorado ríos de sangre entre sus brazos,
noche tras noche.

—No. Sólo yo lo sé y no se lo he contado a nadie.

—¿Cómo lo averiguaste?

Lily se aclaró la garganta para no llorar. Podría decirle tantas cosas… Como,
por ejemplo, que conocía todo de él. Que podía adivinar su estado de ánimo sólo
con escuchar el ruido de sus pisadas. Que, a veces, ella misma se asustaba al darse
cuenta de que intuía sus pensamientos mucho antes de que Asmodeus llegara a
expresarlos. Que era ella quien se despertaba en sudor cuando él estaba enfermo.
Que había lazos entre ambos que ni un divorcio ni el tiempo habían logrado
romper.

Sin embargo, cualquiera de esas respuestas la hubiese hecho quedar en


evidencia, y Lily ya estaba lo bastante mortificada como para permitirse ese
derroche.

—Pura intuición femenina —reveló.

Su ex sonrió por vez primera desde que le había puesto los ojos encima.

—Eres como una madre para todos nosotros.

Si a Lily le hubiesen extraído el corazón de cuajo, hubiesen saltado encima


de él, le hubiesen clavado agujas afiladas y, después, lo hubiesen apaleado con
troncos ardiendo, no le hubiera dolido tanto como su comentario.

Eso era ella, al fin y al cabo. La eterna cuidadora. El paño de lágrimas.


Una estúpida romántica, Lil. Eso es lo que eres.

—¿Te apetece una copa? —invitó él mientras se abría paso hasta la cocina a
través de muebles desordenados y cortinas de gasa.

—No, gracias. Sabes que el alcohol no me sienta bien.

Asmodeus estrechó sus ojos sobre ella, como si no la hubiese visto nunca en
su vida.

—Sí, es cierto. Lo recuerdo —declaró, y a Lily no le hizo falta mirarle a los


ojos para saber que estaba mintiendo—. ¿A qué has venido, Lil? —añadió en voz
baja.

No quería que Angélica se enterara. El alma de Lily podía estar


desintegrándose en sulfuro, pero la princesita podría seguir duchándose tranquila.

A esto has llegado, Lily. Esto es lo que pasa por entregar tu vida a un hatajo de
ingratos.

—Le prometí a Luc que te llevaría de regreso —confesó, sin paños calientes.

Asmodeus lanzó un bufido.

—Dile a Su Excelencia Imperial de mi parte que se ponga a cuatro patas y


que le den bien duro.

—Mod, no seas cabezota. Si no vuelves a casa… —Lily carraspeó—. Si no


vuelves a casa nos traerás problemas a todos.

—Yo no soy el mesías de la especie demoníaca, Lil.

Ella suspiró. El noventa y cinco por ciento de las veces, tratar de hacer
entrar en razón a Asmodeus era como darse cabezazos contra un muro.

—Luc sólo quiere hablar contigo. Me lo ha prometido. Ya sé que es terco,


prepotente, maleducado y mayoritariamente insoportable, pero es tu amigo. Y, si
el instinto no me falla, diría que está acojonado sólo de pensar que puede perderte
a ti también.

El demonio dio un trago rápido al whiskey.


—No dejes que logre confundirte. Luc no tiene amigos. Sólo se quiere a sí
mismo.

—Si cedes ahora, Luc no tomará represalias. Tal vez lo único que pretenda
sea pedirte perdón.

—Permíteme que lo ponga en duda —resopló Asmodeus.

La voz de Lily se tornó suplicante.

—Habla con él, por favor. Si alguna vez te he importado algo, hazlo por mí
—se sintió idiota al pronunciar unas palabras que no tenían ningún valor para él—.
No soportaría que te hiciese daño. No puedo perderte también de esta manera,
Mod. Con una vez ya tuve suficiente.

Se odió a sí misma por utilizar un chantaje tan burdo, pero estaba dispuesta
a lo que fuera. Había renunciado a él como su mujer, pero no toleraría que
desapareciera de su vida.

Asmodeus la agarró por los hombros y la obligó a ponerse en pie. El


contacto de sus manos la reconfortó más de lo que hubiese deseado.

—Está bien. Pero eso no significa que todo vuelva a ser como antes, Lil —
expuso—. Volveré a casa, escucharé lo que ese bastardo tiene que decirme y,
después, seré yo quien decida si me convence o no, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —sus pulmones respiraron aliviados.

Le hubiese gustado prolongar aquel encuentro un poco más. El resto de la


eternidad, tal vez. Sin embargo, el siseo insistente de la ducha le recordaba una y
otra vez el amargo final.

—Lo mejor será que me vaya cuanto antes —anunció, repentinamente


apurada. No quería seguir allí cuando Angélica abandonase el cuarto de baño. No
estaba preparada para enfrentarse a su gloriosa divinidad otra vez—. Así podré
advertir a Luc y allanar el terreno para tu llegada.

Asmodeus rozó su frente con un beso lleno de ternura. De amistosa e


insoportable ternura.

—No me demoraré.
—Te veré en el Palacio.

Poco quedaba ya por decir. Lily ladeó una sonrisa y se preparó para
regresar a casa. Si se materializaba en su cuarto lo antes posible, podría incluso
preservar su dignidad y retener las lágrimas que amenazaban con desbordar sus
párpados. Le dio la espalda al amor de su vida y se concentró en desaparecer.

*****

Al principio, no reconoció lo que era.

Angélica se había dado una larga y relajante ducha que le había sentado de
maravilla a sus músculos, tensos como cuerdas de violín después de ver a Lilith en
el cuarto de estar de Asmodeus.

Había salido de la bañera sintiéndose mucho mejor. Una mujer fuerte y


optimista. A continuación, había cepillado sus cabellos con esmero. Brillaban, y ella
estaba preparada para enfrentar lo que se avecinara.

Apenas un minuto después, toda su energía se fue a pique.

Al principio, no reconoció lo que era.

Angélica se agarró las rodillas, hecha un guiñapo sobre las baldosas del
baño.

Se había dado una larga y relajante ducha.

Había salido de la bañera.

Había cepillado sus cabellos con esmero.


Había desplegado las alas, entumecidas después de tantas horas de letargo.

Había contemplado su reflejo vivaz en el espejo.

Había soplado encima de la molesta pelusa grisácea que oscurecía su ala


izquierda, quebrantando groseramente su equilibrio blanco e impoluto.

Pero la pelusa no se había marchado.

La arrancó, pero creció de nuevo, y regresó también cuando la arrancó una


segunda vez, mordiéndose la lengua para mitigar el dolor.

Tiró de la cisterna para deshacerse de las pruebas.

Echó el cerrojo y se sentó en el suelo. Estaba tan nerviosa que no sabía


pensar, no podía decidir. Sólo se repetía a sí misma, una y otra vez, que debía
andarse con cuidado.

Volvió a replegar las alas, las cuales se desvanecieron como el humo de un


cigarrillo. Tenía que eliminar cualquier posibilidad de descuido. Activar todas las
alertas.

Nadie, y mucho menos Asmodeus, podría ver sus alas a partir de ahora.

Nadie, y mucho menos Asmodeus, podría tener acceso a la desafiante


pluma negra que había brotado en una de ellas.

Capítulo XXV – El Infierno

Tercer Trimestre.

Año 5.900 después de la Caída.

Asmodeus rotó la cabeza a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo. Estiró el


cuello a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo. Giró la barbilla a la derecha, a la
izquierda, arriba, abajo. Aburrirse en el Infierno debería estar penado por la ley. ¿Y
todavía Luc pretendía que nadie escapase de él?

Por favor.

Mientras tanto, en la sala contigua, Lily anunciaba al mismísimo Señor de


las Tinieblas su esperado retorno. En cuanto terminase su discurso, Asmodeus
entraría en el salón del trono y conversaría cara a cara con el Emperador.

Uh, no podía esperar.

Uno de los sirvientes de Lucifer cruzó la antesala con una botella de


Burdeos añejo sobre una bandeja. Sin duda, una de las mejores cosechas de la
bodega del Jefe, que serviría para irrigar la espléndida cena servida más tarde.
Asmodeus obligó al siervo a detenerse y le dio un buen trago a la botella para
pasar el rato. El hombre, ofendido, lo regañó con la mirada, pero el Archiduque se
limitó a sacarle la lengua.

Por favor. Aún había clases.

Lo único que ansiaba era volver por donde había venido, recoger a Angélica
en casa de Axelle y hacerla danzar bajo las exclusivas luces del Queen Club,
agasajarla con un buen vino tinto en el Lapin Agile o descorchar una botella de Möet
Chandon en el Campo de Marte y brindar juntos por lo bello que es vivir. ¡Qué
demonios! Primero tendrían que arrancarlos a ambos de las mullidas camas de
plumón de todos los hoteles del Marais.

Lily apareció para poner coto a sus húmedas y calientes ensoñaciones. Le


dio paso al salón, donde un irreconocible Lucifer aguardaba con una sonrisa de
oreja a oreja.

—¡Ven a mis brazos, hermano! —con su habitual traje negro y las alas
replegadas, el Emperador lo saludó de forma efusiva. Al parecer, hablaba muy en
serio, porque incluso amagó darle un abrazo. Abrazo que la habilidad de
Asmodeus esquivó, por supuesto—. ¡Éste es mi chico!

El Archiduque había temido un recibimiento apoteósico, a medio camino


entre un arranque de furia sobrenatural y una demostración de cinismo
gloriosamente interpretada. Lo del repentino afecto filial y las muestras de orgullo,
desde luego, no entraba en sus previsiones.
—¡Sabía que podía contar contigo! —el Jefe siguió parloteando,
entusiasmado— ¿Verdad que sí, Lily? ¿Cuántas veces te he dicho: Lily, este chico
será nuestro redentor. Él nos salvará a todos? ¿Cuántas, eh?

La pelirroja refunfuñó.

—En lo que va de día, no has parado de repetirlo.

Le dedicó a Asmodeus una sonrisa triste. Sus ojos brillaban de añoranza


cuando abandonó el salón y los dejó solos.

—¿Se puede saber a qué viene tanta emoción? —el Archiduque desconfió de
la sonrisa suficiente de Luc—. La última vez que nos vimos me dejaste muy claro
lo que pensabas de mí. De todos nosotros, en realidad.

El Jefe agitó las manos, desentendiéndose de la situación.

—Bobadas. Ese día ibas como una cuba; dudo mucho que fueses capaz de
entender nada. ¿Deseas tomar algo, por cierto?

Asmodeus apretó los puños. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de
voluntad para no romper de un puñetazo la excelsa cara del Emperador.

—No, gracias. Prefiero conservar mis facultades mentales intactas —añadió


con ironía mal disimulada—. Y ahora, ¿puedes decirme de una vez a qué viene
tanto alboroto? A estas alturas, pensaba que ya habrías puesto precio a mi cabeza.

A pesar de todo, Luc llenó dos copas con algún vino francés, dispuesto a no
rendirse en su papel de perfecto anfitrión.

—¿Acaso no resulta evidente? —degustó un sorbo de su propia copa,


concentrado durante unos segundos en el fondo del vaso—. Lily me ha puesto al
corriente de lo ocurrido estos días. Eres un puñetero genio, Mod. ¡Angélica! Tú y tu
avispada cabecita acabáis de conseguirnos el pasaporte a la gloria.

El espinazo de Asmodeus se erizó.

—Tu plan es brillante —continuó el Emperador—. La baja de Astaroth hacía


imprescindible un cambio de estrategia. Joder, yo mismo especulaba con la idea de
incorporar en nuestras filas a alguien del piso de arriba. Alguien con el peso
suficiente como para hacer tambalear todos los cimientos celestiales —los ojos
azules de Lucifer relucían de anticipación. Se relamió, y Asmodeus sospechó que
no se debía únicamente al paladar del vino—. Si te escapaste a propósito porque
sabías que ella bajaría a la Tierra o si te la tropezaste de casualidad me importa
menos que un bledo. Tanto, que incluso he decidido pasar por alto tu jugarreta y el
maravilloso tiempo que nos has hecho perder a todos buscándote como necios. Lo
importante es que vuelves a tener a esa pequeña zorrita comiendo en tu mano.

El Archiduque apretó con fuerza la mandíbula.

—Me parece que te estás confundiendo… —rezongó con los párpados


entrecerrados.

Luc alzó su copa y le brindó al aire su falso triunfo. Tenía un porte tan
arrogante que nadie se hubiera atrevido a discutírselo.

—La mismísima gemela del bastardo de la trompeta. Apenas puedo


reprimir las ganas de ver el ego de ese mamón mordiendo el polvo. Y la arpía de
su hermana hundida en el lodo junto a él. Exquisito, ¿verdad, Mod?

—¿Y si las cosas no hubiesen sido como todos pensábamos, Luc? ¿Y si ella
no hubiese sido más que otra víctima del arribismo repugnante de Gabriel?

El Emperador cabeceó. Depositó la copa vacía sobre la mesa del despacho


mientras una sonrisa incrédula afluía a sus labios. Observó a Asmodeus como si
fuera el último defensor de la ingenuidad en el Infierno.

—¿Tan bien la chupa?

Antes de pensar qué estaba haciendo, Asmodeus ya se había abalanzado


sobre el Jefe y asía las solapas de su elegante traje de hilo.

—¿Vas a cerrar el pico o tengo que llamar a Lily para que ejerza de árbitro?

Lucifer ni siquiera se inmutó.

—Vaya, sí que vienes subidito de tu excursión. Se ve que no la chupa tan


bien, después de todo…

Asmodeus lo soltó con un empujón muy poco delicado. Dudó un instante


entre la conveniencia de partirle la boca y la de hacerle entender la verdad acerca
de lo ocurrido hacía seis mil años.
—¡Bah! —chasqueó la lengua y optó por no hacer ninguna de las dos.
Cualquiera de ellas hubiese resultado tan jodidamente útil como intentar educar a
un niño malcriado y ególatra. En tres zancadas alcanzó las puertas dobles.

—Aún no he dado mi permiso para que te largues —se carcajeó el Jefe.

Asmodeus barruntó algo acerca del magnífico lugar por el cual podía
introducirse su permiso y, después, siguió caminando.

—Aduéñate de su alma —la voz de Lucifer retumbó en las paredes, fría


como el mármol que las recubría—, lávale el cerebro, encuentra un cebo que no
pueda resistir y tira de la caña… Me da igual lo que hagas, pero la quiero aquí.
Convencida. No consentiré que se te escape. ¿Entendido?

El Archiduque se frotó la barbilla. Estaba cabreado y resuelto a partes


iguales.

—Te voy a decir algo, y espero que quede muy claro —apuntó, con un deje
de rotundidad—. Por supuesto que voy a hablar con ella. Y a tratar de convencerla
también. Pero ten muy presente que no lo voy a hacer por ti; ni siquiera por mí. Lo
voy a hacer por ella. Sin trampas ni artimañas. Porque merece vivir la vida que
siempre ha querido, y sé que yo puedo ofrecérsela. Y, si al final elige pasar el resto
de su existencia conmigo, nos ocuparemos tan sólo de disfrutarla juntos, no de
someternos a ninguno de tus estrambóticos e ineptos planes.

Las pupilas refulgentes de Luc se burlaron de sus palabras.

—Te ves muy seguro de ti mismo. ¿Qué sucederá si las cosas no salen como
tú esperas?

—Si no lo consigo, no me quedará más remedio que aceptarlo. Porque, por


encima de todo, incluso por encima de lo que yo siento por ella, ya es hora de que
alguien le ofrezca la oportunidad que siempre le ha sido negada: la de decidir por
sí misma.

Capítulo XXVI – La Tierra


París, 23 de julio de 2010.

Cuando regresó a la peniche, ya estaba atardeciendo. El maldito Lucifer le


había hecho perder casi todo el día, y, dadas las circunstancias, un día malgastado
requería una venganza sumamente despiadada y cruel.

Después de toda una jornada pisando tierra firme, el contacto con el


inestable y voladizo suelo de la embarcación le revolvió el estómago. Maldición.
Rebuscó en el botiquín y se apresuró a engullir una de sus indispensables pastillas
contra el mareo. A este paso, terminaría convirtiéndose en el primer —y único—
adicto conocido al dimenhidrinato. Del otro lado de la pared del cuarto de baño, el
estruendo procedente del equipo de música lo hizo dar un salto. La mampara de la
bañera retumbó bajo los infernales acordes de Bad reputation, de Joan Jett.

Lo primero que pensó fue que habían entrado ladrones. Después, imaginó
que una pandilla de posgraduados borrachos había asaltado la embarcación y
estaba perpetrando una fiesta de las que sólo pueden acabar en embarazo y/o coma
etílico.

Lo último que se le ocurrió asociar con la voz peleona de esa niña mala de
Jett fue la imagen de Angélica. Hasta que las escuchó berrear al unísono. Al abrir la
puerta del aseo, apenas dio crédito a lo que vio.

Su memoria era frágil y apática, pero estaba seguro, y pondría la mano en


los fuegos del Infierno por ello, que no almacenaba en ella ni un sólo recuerdo
semejante. Por todos los demonios, que alguien le cosiera las retinas con urgencia,
porque no quería, bajo ningún concepto, que ése se le borrara jamás.

Angélica brincaba entre los cojines del sofá al compás del estribillo. Su
melodiosa voz había transmutado en una especie de graznido afónico, y su melena
rubia se sacudía como si fuese una turista recién llegada de las cavernas. Del sofá
al suelo, del suelo al sofá, un meneo desfasado de cadera y vuelta a empezar.
Asmodeus tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Incluso bailando, no podía
evitar seguir un patrón metódico y disciplinado. El demonio se apoyó en el quicio
de la puerta para contemplarla mejor. Las vistas del espectáculo desde allí eran
soberbias.

La he acariciado hasta hacerla despertar. Igual que voy a hacer contigo, le había
comentado una vez en referencia a París. La mujer que tenía delante estaba
despierta, viva. Y lo mejor de todo es que él también se sentía así. Se habían
zarandeado mutuamente, obligándose a recordar que una vez, por imposible que
ahora pudiera parecer, había existido algo en su interior por lo que merecía la pena
luchar.

Ya no sabía si era un demonio, un ángel o una ameba intergaláctica. Sólo


sabía que una parte de sí mismo, una muy importante, estaba dentro de Angélica,
y que, del mismo modo, una parte de ella estaba dentro de él. Y esto no tenía nada
que ver con que a los quince años hubiesen sido unos suicidas enamoradizos
amantes del riesgo. Esto iba mucho más allá; estaba escrito con fuego en su código
genético.

—¡Has vuelto! —la voz cantarina de Angélica irrumpió en sus


pensamientos. Con el rostro arrebolado, se precipitó a darle un abrazo que nubló
sus sentidos—. Yo… estaba haciéndome la pedicura —señaló el estridente tono
violeta que cubría las uñas de sus pies descalzos.

Asmodeus la aprisionó entre sus brazos, meciendo las caderas contra ella.
Al fin y al cabo, era un valiente soldado que volvía necesitado de la batalla contra
las fuerzas del Mal. Muy necesitado.

—Disculpa mi ignorancia, pero no tenía ni idea de que la pedicura


requiriese poner en marcha rituales aborígenes.

Ella le propinó un puñetazo en el hombro.

—¿Has tenido algún problema con Luc? —preguntó, entre suspiros,


mientras él besaba la base de su cuello.

—Luc es un problema en sí mismo, diablesa —rezongó—. Pero no hay nada


de lo que preocuparse. Aprendí a torearlo hace mucho tiempo. Y tú, ¿te has
aburrido en este largo y frío día sin mi presencia?

Él la había echado de menos una barbaridad, así que no esperaba menos por
su parte.

—En realidad, no —Angélica rio ante su expresión agraviada—. He pasado


todo el tiempo con Axelle. Hemos almorzado en el libanés, ido de compras, visto
películas… Prácticamente acababa de entrar en casa cuando tú apareciste.

El demonio bajó un tirante de su camiseta color malva con los dientes.


—¿No me has extrañado ni un poco?

—Te he extrañado muchísimo. En realidad, la mayoría de las películas que


he visto hoy las proyectaban sólo en mi cabeza, y nos tenían a ti y a mí como
protagonistas —gimió cuando la palma de Asmodeus le rozó el pecho—. Y no eran
nada, pero nada apropiadas para públicos sensibles… Ahora cuéntame tú, ¿habéis
hablado de mí?

Él guardó silencio. Si se comportaba como si no la hubiese oído, quizás ella


olvidara su pregunta.

—¿Habéis hablado de mí?

Asmodeus se apartó con un quejido de frustración. Se acercó al equipo de


música y redujo el volumen al mínimo.

Ahora no, Joan.

—No me ocultes nada, Asmodeus. Me niego a que me dejes al margen en


esto. Sé que habéis hablado de mí. Sé lo que Luc espera de nuestro encuentro. No
soy estúpida.

El demonio se rascó la frente. Aquella conversación no podía acabar bien de


ninguna manera, pero era demasiado tarde para contenerla. El frente ya estaba
abierto.

—No pretendo ocultarte nada —manifestó.

—No quiero crearte problemas a ti, ni siquiera a él. Pero tampoco pienso
hacerme daño a mí misma ni a mis hermanos.

—No quiero discutir acerca de eso contigo —protestó Asmodeus. Toda su


receptividad acababa de irse al diablo. Lo único que buscaba ahora era un buen
baño relajante y escapar a toda costa de aquella charla sin salida.

Angélica, sin embargo, no había dado por zanjado el tema.

—No voy a unirme a vosotros, si eso es lo que tú y tu amigo estáis


buscando. Antes me encadeno a la pared que atentar contra cualquiera de mis
hermanos, ¿está claro?
—Como el agua —sentenció Asmodeus con actitud lúgubre. Sintió ganas de
espetarle en la cara que esos hermanos suyos habían sido, precisamente, los únicos
y verdaderos causantes de todas sus miserias, y que no merecían ni una pizca de la
elevada estima que les tenía, pero prefirió cambiar de tema—. ¿Nadie te ha dicho
nunca lo preciosa que estás cuando firmas declaraciones de guerra?

Supo enseguida que sus reticencias habían claudicado. Una sonrisa se


asomó a la comisura de los labios de Angélica, que extendió las palmas hacia él. El
armisticio quedó patente con el beso prolongado y dulce que Asmodeus llevaba
queriendo darle desde su retorno del Más Allá.

Le importaban un comino Luc y sus planes; el futuro podía besarle el culo


ahora mismo, mientras la boca de Angélica se fundía con la suya y lo devolvía a
ese estado místico en el que su mundo se estremecía y su sangre le rogaba piedad.

—Confío en ti, Asmodeus. Pero si una sola vez se os pasa siquiera por la
cabeza, a ti o a él, la idea de que yo…

El demonio acalló sus dudas con el dedo índice. Lanzó una invitadora
ojeada a la cama; estaba tan cerca... Sin embargo, Angélica se excusó con la mirada.

—¿Puedo realizar una llamada antes de…? —realizó un gesto difuso en


dirección al colchón. Un gesto que supuso un mazazo erótico para la calma de
Asmodeus—. Ya sabes, antes de que desaparezcamos de nuevo hasta la
madrugada. Es importante —agregó.

Sus iris cristalinos fueron abrazados por una oscuridad intensa; el


resquemor de las alas, hartas de su injusta prisión, le mordía la piel de la espalda y
competía con el dolor que le causaba el vigoroso y tenso bulto en su entrepierna.

Debatiéndose entre la frustración y el goce, Asmodeus subió trotando hasta


la cubierta, desde donde se asomó para recordarle a Angélica que disponía de
cinco minutos. Ni uno más.

El demonio se relamió al pensar en lo que vendría después. Serían los


últimos cinco minutos que pasaría a solas en toda la noche.

*****
En cuanto el último de los mechones rubios de Asmodeus hubo
desaparecido de su vista, Angélica marcó el número en el terminal inalámbrico.

—Donc, ¿se lo ha tragado? ¡Estoy en ascuas!

Axelle había descolgado, presa de la agitación, antes de que sonara el


segundo tono. Ni siquiera se molestó en preguntar quién era.

—Absolutamente —Angélica no pudo esconder una sonrisa pícara—. Cree


que hemos pasado el día haciendo cosas de chicas buenas y comiendo platos
libaneses.

—Pobre ingenuo… ¡No sabía que mintieras tan bien, Angelique!

La arcángel se mordió el labio.

—La verdad, yo tampoco. Gracias por todo una vez más, Axelle.

—No se merecen. Cualquier amiga hubiese hecho lo mismo en mi lugar. ¿Tienes las
llaves, verdad?

—Descuida; las protegeré con mi vida.

Axelle lanzó una ruidosa carcajada al otro lado de la línea.

—Más te vale. Mi jefa me matará si llega a enterarse…

—No lo hará, lo juro. Mañana mismo te las devolveré.

—Tranquila, puedes quedártelas todo el fin de semana. Los sábados las clases
terminan a las cinco de la tarde, pero recuerda que Joanna no suele echar el cierre hasta
pasadas las seis, ¿de acuerdo? —le repitió, por enésima vez, como si ella fuera una
niña pequeña a la que dar instrucciones en su primer día de colegio.

—Lo sé, lo sé. No me descubrirá, ya lo verás.

—¡La que le espera a Jean-Loup! —había un deje malicioso en la voz de su


amiga—. Muero de ganas de que me cuentes todos los detalles… Y no olvides todo lo que
te he dicho: el poder está dentro de ti. Sólo debes dejarlo fluir.
—¿Y si meto la pata? ¡Estoy muy nerviosa!

Axelle se burló de su inseguridad.

—Si metes la pata, llámame y estaré allí enseguida con los bomberos.

—¡Axelle! ¡Estoy hablando en serio!

—Yo también, Angelique —aunque no podía verla, tenía la clara sospecha de


que le había guiñado un ojo—. Pero quédate tranquila. En cuanto ese hombre vea lo que
has comprado, lo vas a tener comiendo en tu mano.

Ese mismo hombre que, ahora, golpeaba el cristal de la claraboya sobre su


cabeza con excitada insistencia.

—Te tengo que dejar. Jean-Loup quiere…, él me…, yo le dije que… —


mortificada al no hallar una excusa convincente, se atragantó con las palabras.

Axelle la cortó.

—Está bien, está bien. Ya lo pillo. Después de todo no mientes tan bien, ¿no? —
bromeó—. Hablamos pronto. Bisous![11] ¡Y dejad algo para el fin de semana, par de
libertinos! —escuchó decir a Axelle antes de colgar.

Capítulo XXVII – La Tierra

París, 24 de julio de 2010.

Iba a morir. Lenta, minuciosa, dolorosamente. Asmodeus, resignado, cerró


los ojos y se entregó al tormento y a su descarada ejecutora.

Fuera, en el octavo arrondissement, el atardecer del sábado se había


encapotado, y los matices de París habían perdido un ápice de su lustre habitual. A
pesar de ello, él se estaba quemando por dentro; lo estaba desde el preciso instante
en que, guiado por una enigmática Angélica, había cruzado el umbral de la escuela
de danza erótica del Pink Paradise, y lo seguiría estando si las fuerzas de seguridad
no aparecían pronto para remediarlo.
Era eso…, o la combustión espontánea. Y aquella diablesa tenía la balanza
que dictaba sentencia entre sus ardientes y generosas manos.

Cincuenta minutos antes, había seguido, embobado, sus pasos por los
pasillos del metro. Tenía la ridícula convicción de que pasarían un momento a
buscar las cosas que la olvidadiza cabeza de Axelle se había dejado en el trabajo.
Su cerebro, sin duda embotado ante los efectos del enamoramiento, no sospechó
nada cuando vio a Angélica sacar su propia llave del interior de la bandolera. Lo
último que se le ocurrió cuando ella desapareció tras la puerta de un estrecho
almacén, es que esa maléfica y endemoniada criatura celestial estuviese tramando
acabar con su raciocinio.

Para cuando reverberaron las primeras notas musicales —aquella melodía


de motel de carretera con decadentes acordes de banjo—, ya era demasiado tarde.
En el momento en que la vio salir del almacén, cubierta apenas por un minúsculo
bikini negro bordeado de encajes, con el ondeante pelo dorado desparramado
sobre los hombros y una silla de cabaret a rastras, Asmodeus estuvo a punto de
correrse en los pantalones.

—Joder…

Era la tentadora fantasía de cualquier Caído a los Infiernos. De éste, y de


todos los Universos paralelos. Su miembro palpitó entre las piernas. Él también
acababa de firmar su condena.

Angélica se movió con desganada sensualidad por el aula vacía. Sus ojos
azules no se apartaban de los de él mientras sus pies, descalzos, rozaban el suelo
de parquet. Asmodeus, hechizado, siguió su evolución en torno a la silla. Vio cómo
se desplazaba a cámara lenta alrededor de ella; cómo se deslizaba en torno a ella;
cómo se inclinaba sobre ella para regalarle una arrolladora visión del contorno de
sus pechos suaves. Contempló cómo sus caderas se empujaban adelante y atrás en
un ritmo sensual. Lo observó todo sin articular palabra, esclavo de aquella
explosiva combinación entre novata candorosa y ramera felina que ella destilaba.

—Joder… —de sus labios no brotó más que un resuello ronco e ininteligible.

El compás de la música marcaba el ritmo de su propio corazón


desenfrenado.

Tal vez aún quedase alguna posibilidad de salvación. Tal vez aún…
Frente a sus ojos fuera de órbita, Angélica se sentó delicadamente en la silla
negra y abrió las piernas para él.

No. Estaba desahuciado. El fin se acercaba. Los cuatro jinetes se impulsaban


con el revuelo de su sangre, concentrada toda ella en los centímetros más salvajes y
dolorosos de su anatomía.

La desnudó con la mirada y la devoró con el pensamiento, mientras ella,


inmune a su desespero, seguía retozando sobre la silla. Con un giro veloz se puso
de perfil, y Asmodeus se regodeó en la turgencia de sus pezones. La curva
insolente de su trasero lo invitaba a poner las manos sobre él, al mismo tiempo que
lo desafiaba a tener siquiera la osadía de hacerlo.

Tragó saliva. Lo asfixiaba la necesidad de arrebatarle ese indecente conjunto


y empujarse dentro de ella de una sola embestida. Si iba a morir, al menos gozaría
de su última cena.

—Me estás matando, diablesa…

My angel loves the devil outta me… Repetía una vez tras otra el tipo de la
canción. La banda sonora de los cuatro minutos más largos y agónicos de su
existencia.

Y que lo digas, Jace[12].

Al parecer, él también había sufrido la tortura de verse eróticamente


vapuleado a manos de una diablesa de la primera jerarquía. Qué demonios;
aquella muchachita despiadada y con cara de no haber roto nunca un plato estaba
la primera en la lista de sucesores al trono de Lucifer. No creía que, en toda la Vía
Láctea, hubiese nadie tan capaz como ella para hacerse cargo de las filas del Mal.

Tenía la polla tan dura que le daba vueltas la cabeza. Mareado, cayó de
rodillas sobre el suelo, en un emblemático gesto de rendición.

Angélica se incorporó despacio y le dedicó una sonrisa maliciosa, la misma


que le anunció que el último golpe de efecto se aproximaba.

No se equivocaba.

Cuando Asmodeus pensaba que ya nada podría excitarle más, entonces,


sucedió.
*****

Con un único gesto, Angélica quería demostrarle hasta qué punto era capaz
de perder la cabeza por él. Hasta qué punto estaba su cuerpo sometido a las
órdenes de esa lujuria que él mismo había incitado.

Introdujo un dedo por debajo de la costura de sus bragas y, después, lo


deslizó muy lento por su humedad. Su gemido de placer quedó eclipsado por el
gruñido del propio Asmodeus. Todos los temores que podía haber experimentado
se desvanecieron. Toda la vergüenza se esfumó cuando vio que el demonio perdía
el control y conducía una de sus propias manos al imponente bulto entre sus
piernas.

Enseñarle la aventajada alumna en que se había convertido era una idea que
la enardecía. Desde aquel lejano instante en el sex-shop, donde el póster de una
diosa semidesnuda había knockeado sus sentidos, había sabido que este día llegaría.
El día en el que dejaría atrás su pudor y se mostraría para él como una cortesana
adicta al pecado.

De una sacudida, liberó el cierre delantero del diminuto sostén, aquel que la
hacía sentir como una sirena, y le regaló a Asmodeus la espléndida visión de sus
pechos desnudos.

El demonio, impactado, echó la cabeza hacia atrás y soltó un improperio.

—Quítate las bragas, diablesa —ordenó él con voz cavernosa; tenía los ojos
tan negros y el miembro tan duro que Angélica intuía que no aguantaría mucho
más—. No escondas nada de lo que tienes para mí.

Obedeció de inmediato, deseosa de complacerle y de complacerse a sí


misma. Se sentía tan poderosa como una experimentada sacerdotisa. Se deshizo de
las bragas, que perecieron en el suelo hechas un guiñapo. Los descarados ojos de
Asmodeus, ennegrecidos, rozaron toda su piel, la agasajaron, la adoraron; sus
pechos se endurecieron bajo el fuego de su mirada. Aún no le había puesto un
dedo encima y, sin embargo, sentía cómo su presencia la arrastraba con él hacia el
abismo. Ése que los dos conocían tan bien y que se hallaba cada vez más cerca.
En sólo una centésima, la determinación de Asmodeus se vino abajo.
Arrancó de golpe los botones de su bragueta y se puso en pie. Angélica sabía que
había llegado el momento.

—Malvada diablesa, estás acabando conmigo.

Sin darle tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre ella y la empotró contra el


espejo lateral de la sala; la espalda de Angélica resbaló en el cristal frío.
Completamente desnuda, enredó las piernas en las caderas masculinas,
agarrándose con fuerza a su nuca para poder estabilizarse.

Asmodeus ni siquiera se molestó en bajarse los vaqueros. La penetró sin


más miramientos, dejándose atrapar por su caliente y espesa humedad, y Angélica
recompensó con un gemido frenético cada embestida. Aprisionada entre el espejo
y el demonio, alcanzó un orgasmo rápido y fogoso, mientras que el de él fue duro
y prolongado. Sus manos la sostuvieron con firmeza por las nalgas, y su voz bramó
ferozmente su nombre al correrse en su interior.

Las alas de Asmodeus se expandieron con un estallido, y un sudor frío


recorrió las palmas de Angélica. Él no podía ver sus alas, no debía verlas… Antes
de que alzara los ojos y descubriera su demoledor secreto, se apresuró a sepultar la
cara del demonio en su cuello. Para su fortuna, Asmodeus estaba tan exhausto que
se dejó hacer sin protestar.

—Eres mi perdición —susurró con voz ahogada—. En cuanto recobre el


aliento, vas a tener que darme un par de explicaciones…

Su cuerpo recuperó poco a poco las defensas, y sus alas recuperaron su


estado etéreo. Aliviada, acarició los mechones bruñidos de Asmodeus, que se
escurrieron entre sus dedos igual que bronce fundido.

—¿Como cuáles?

—No te hagas la inocente, criatura perversa. Sabes muy bien a qué me


refiero.

Estaba tan agotado que se dejó caer hasta el parquet, donde se tumbó a la
larga. Angélica sintió un ramalazo de profunda satisfacción. ¿Quién diría que
alguien como ella sería la encargada de poner a prueba la resistencia de alguien
como él? Se recostó a su lado, con una mano bajo su mejilla y la otra sobre su
pecho. El fino algodón de la camiseta gris estaba empapado en sudor.
—¿Podrías ser más específico? —disimuló, con fingida candidez.

—No. Nadie puede ser más específico de lo que has sido tú esta tarde —
bromeó.

Ella le dio un pellizco en la cara exterior del muslo.

—¿Te crees muy gracioso por ser un demonio?

Asmodeus le dirigió una sonrisa sardónica.

—Diablesa, a tu lado el concepto de demonio adquiere una nueva


dimensión. De hecho, estoy comenzando a ver con otros ojos al ser angelical que
habita en mí, y al que tú te empeñas en masacrar con alevosía y premeditación
cada vez que bajo la guardia —se incorporó y la miró con fijeza—. ¿Dónde, cómo,
cuándo y, sobre todo, con quién has aprendido a moverte así?

La voz de Angélica estalló en carcajadas.

—Respecto al dónde, aquí, en esta misma sala. El cuándo, ayer por la tarde,
mientras tú estabas de visita guiada por el inframundo. En cuanto al cómo… no sé,
supongo que gracias a una pizca de talento innato —se pavoneó—. Y respecto a tu
última duda, puedes estar tranquilo. Axelle fue quien me enseñó los pasos básicos.
Así que, si vas a acusar a alguien de haberme corrompido y mancillado, ya sabes
hacia dónde apuntar.

Asmodeus meneó la cabeza, incrédulo.

—¿Acusarla? Que el sagrado Lucifer bendiga a esa amiga tuya con el don de
la inmortalidad. Es lo mínimo que se merece por convertir a mi novia en la mejor
stripper de la orilla derecha del Sena —le guiñó un ojo—. Y de la izquierda
también.

Angélica permaneció en silencio. Novia. Sonaba tan bien entre sus labios que
se concedió el gusto de soñar despierta unos minutos, imaginando que era real, y
que era para siempre. Que un ángel podía ser la novia del más increíble, sexy,
presumido, burlón, sensible e hipocondríaco de los seres del Infierno.

—¿Te he dado alguna vez —la voz empañada de Asmodeus interrumpió


sus divagaciones— las gracias por todo lo que me haces sentir? —ante la
conmovida negación de ella, el demonio continuó—. Yo… Gracias por colmarme.
Gracias por darme cosas que jamás pensé que tendría. Y gracias por ser como eres,
y por haberme hecho lo que soy. Con todo lo malo y con todo lo bueno.

Ella se estremeció. Desnuda todavía, él la abrazó para arrebatarle el frío.


Pero el frío no se marchó.

Con los párpados anegados de lágrimas, Angélica se aferró con más fuerza a
su pecho. El día en que sería obligada a separarse de él estaba cada vez más cerca.
Y ese día… ese día no sabía lo que ocurriría.

Capítulo XXVIII – El Cielo

Mediados de Verano.

5.900 años después de la Caída.

Una de las responsabilidades que acarrea ser el líder de los arcángeles


consiste en mantener el orden dentro del coro celestial. Como tal, Gabriel dedicaba
largas horas cada jornada a controlar que millones de ángeles menores estuvieran
en el lugar que les correspondía, a la hora que les correspondía. Desde que había
sido coronado, ni uno de ellos había mostrado el menor síntoma de rebeldía. Ni
una sola concesión a la impiedad.

Nadie se le había escapado.

Resultaba extenuante, sí, pero también su principal motivo de orgullo. Nada


era tan gratificante para él como desempeñar a la perfección la labor que el
Universo, en su infinita sabiduría, le había deparado. Se trataba de un eslabón
importante en su engranaje, y los eslabones importantes jamás debían fallar.

A pesar de todo, esa mañana de verano la tarea se le antojaba especialmente


difícil. El fulgor del Sol estival pesaba sobre su aura y adormecía sus párpados. El
reloj aún no marcaba el mediodía, pero la necesidad de refrescarse resultaba ya
imperante. Por eso, abandonó la Asamblea con rostro fatigado y se dirigió a sus
aposentos. En cuanto se hubiese cambiado de túnica y respirado un poco de aire,
se reincorporaría a la reunión matinal.

En la solitaria penumbra de su cuarto, se despojó de la ropa con


disciplinada meticulosidad. Escogió una nueva prenda del austero vestidor y
adecentó sus rizos dorados, aplastados por culpa del sudor. Respiró hondo,
disfrutando de unos minutos de intimidad y paz. Comprobó que allí, entre las
cuatro paredes de su habitación, también todo seguía en orden.

El caos se engendra en los pequeños detalles.

Por suerte, todo iba bien. El equilibrio celestial seguía su curso, así que le
echó el pestillo a la puerta y rehízo el camino hacia el Gran Salón.

—Qué raro… —frunció el ceño al ver que las puertas dobles permanecían
abiertas, quebrantando el celo con que se trabajaba del otro lado. Recordaba
haberlas cerrado con cuidado al salir.

La figura del censor celestial, Nith, en mitad de la sala, no hacía presagiar


nada bueno. Le chocó encontrarlo allí; su presencia no constaba en el orden del día,
y el resto de asistentes se giraron hacia él como aves de rapiña al acecho.

No, algo no iba bien. Algo iba terriblemente mal.

—Hermanos, ¿qué sucede?

El silencio que siguió a su pregunta le puso la piel de gallina.

—Querido Gabriel —Enoc se aclaró la garganta con un carraspeo. Parecía


muy, muy incómodo—. El amable hermano Nith ha venido hasta aquí para
traernos una información que considera de vital relevancia. Será mejor que él
mismo os la transmita.

La cara de Nith cuando se enfrentó a él era todo un poema. Uno de terror


gótico.

—Yo… yo…

Gabriel se acercó a él en agresivas zancadas. No era su intención


acobardarlo, pero sus titubeos lo sacaban de quicio.

—Por lo que más quieras, ¡habla ya!

Nith, ojeroso y cabizbajo, asintió con la cabeza.

—Como su Excelencia sabe, ayer temprano fue recibido en nuestros


archivos el censo infernal. Se trata de un procedimiento rutinario, algo que nos
permite saber cuáles son las almas que se han desviado para siempre y con las que
nosotros ya no podemos…

El arcángel lo zarandeó.

—Estoy familiarizado con el funcionamiento del censo, ¡habla de una vez!

Nith tosió.

—Según el último censo, Cristian Sellier, el hombre a quien la Guardiana


Angélica debía proteger, murió hace seis días en un altercado callejero —confesó,
sin detenerse a tomar aliento—. Su alma ya está condenada a los fuegos del
inframundo. No hemos podido hacer nada por salvarla.

Las palabras de Nith retumbaron en la cabeza de Gabriel. Una profunda e


insistente migraña se abrió paso a través de sus sienes, golpeando desde dentro.

Cristian Sellier muerto. Seis días. Alma condenada.

Su sangre angelical rugió de ira en las venas.

Cristian Sellier muerto. Seis días. Alma condenada.

Angélica.

Las preguntas se apelotonaron en su mente. Preguntas para las que no tenía,


o no quería tener, una respuesta. Por todos los Cielos, ¿qué había ocurrido con la
misión que se le había encomendado? ¿Por qué, si Sellier llevaba casi una semana
difunto, no había regresado todavía?

¿Qué había estado haciendo durante todo aquel tiempo?

—Ya nada se puede hacer por el extravío de Cristian —Enoc habló con la
vista clavada en los ojos cristalinos de Gabriel—, excepto rogar por él en nuestras
oraciones. Sin embargo, la hermana Angélica debe rendir cuentas de sus actos ante
esta Asamblea, la misma que depositó en ella una confianza a la que ha fallado.

Gabriel era incapaz de reaccionar. Se negaba a admitir que Angélica hubiese


sido tan estúpida como para patinar justo ahora. Ahora que todas las expectativas
estaban fijas en ella. Ahora que estaban tan próximos a lograr su redención
absoluta… No, no era posible. Angélica era su gemela, sangre de su sangre. Ella no
le haría eso. No haría que su valía como Príncipe quedase en entredicho por
segunda vez.

Histérico, se aproximó al estrado desde el que Enoc presidía la sesión.

—Tal vez se trate de un error —a tientas, trató de enmendar la situación—.


Lo más seguro es que se trate de algún malentendido. O, tal vez, hayan surgido
dificultades para las que alguien inexperta como ella no estaba preparada —
argumentó sin mucha convicción—. Querido Enoc, sabes tan bien como yo que los
ángeles femeninos son volubles y despistados; no están capacitados para asumir
ciertos riesgos…

Enoc lo silenció con un rotundo movimiento de las manos.

—Nadie está acusando a la hermana Angélica, Gabriel. Pero los hechos


hablan por sí solos, y resulta extremadamente urgente que se presente ante
nosotros para darnos una explicación. Será la Asamblea quien decida si se trata o
no de una desafortunada equivocación.

Gabriel cuchicheó entre dientes. La furia invadía su pecho. Culpable o no,


Angélica pagaría aquella humillación pública.

—El asunto es delicado—decretó Enoc—; sed discretos, pero encargaos de


que regrese de inmediato.

—Yo mismo lo haré —ofreció el arcángel—. Esta misma tarde, Angélica


estará de vuelta en casa.
La sesión terminó. Gabriel podía sentir el peso de sus miradas clavadas en
la nuca. Podía sentir lo que pensaban, porque era lo mismo que pensaba él.

Las terceras oportunidades no existen.

El respeto, la confianza y la admiración hacia Angélica siempre habían sido


como un hilo desgastado a punto de romperse. Él se había ocupado de fortalecerlo
y malearlo a costa de su esfuerzo, día a día, año a año. Sin embargo, bastaba el más
mínimo desliz para que aquella cuerda que había tejido con el sudor de su frente se
deshilachara otra vez.

Y el arcángel ya empezaba a cansarse de actuar como carabina de aquella


descerebrada.

Sus siervos más leales, quienes habían permanecido en un silencioso


segundo plano, aguardaron órdenes tras su espalda. Gabriel, encolerizado, se
dirigió a ellos con rudeza mientras abandonaba el Gran Salón.

—Activad la runa de Angélica cuanto antes y preparaos para viajar a la


Tierra.

Uno de los más veteranos, Letiel, actuó como portavoz del grupo.

—Pero, su Excelencia —comentó reticente—, no está permitido llevar a cabo


algo así sin el consentimiento del portador…

—¡Activadla ya! —bramó el arcángel. El eco de su resolución hizo vibrar el


suelo del pasillo—. ¡Vamos! ¿A qué estáis esperando?

Los ángeles se dispersaron con revuelo y torpeza; Gabriel siseó, molesto.

—Localizadla ya. En treinta minutos os quiero a todos en mi dormitorio con


las coordenadas exactas de su posición.

—¿Usted también irá, su Excelencia? —Letiel pareció sorprendido. Tenía


razón, en parte: los protocolos que era necesario poner en marcha para trasladar a
un ángel de forma segura resultaban muy laboriosos.

—Por supuesto, Letiel. Iré a buscarla personalmente.

Se movió con determinación hacia su cuarto. Necesitaba estar a solas para


procesar todo lo que estaba ocurriendo. Entró en el dormitorio y cerró de un
portazo; el impacto estuvo a punto de astillar la madera y hacer saltar los goznes.

Desde que había sido coronado como Príncipe, ni uno solo entre los suyos
había mostrado el menor síntoma de rebeldía. Ni una sola concesión a la impiedad.

Nadie se le había escapado.

Nadie, excepto su gemela.

Capítulo XXIX – La Tierra

París, 26 de julio de 2010.

—¿Cómo terminó todo?

Angélica se acurrucó junto a Asmodeus en la cama revuelta. Debían de ser


por lo menos las once y media de la mañana, aunque no tenía cerca su reloj ni la
más mínima intención de salir a buscarlo. Se estaba volviendo una redomada
perezosa. Y le encantaba. Dudaba mucho que en toda su vida hubiese tenido la
oportunidad de levantarse más tarde que el alba. Sin embargo, allí, en la Tierra, la
perspectiva de pasar las mañanas abrazada a Asmodeus y sin moverse del colchón
era demasiado tentadora.

Esa mañana en concreto, además de holgazana, había despertado llena de


curiosidad. Y la mujer pelirroja que se había tropezado en el camarote hacía unos
días constituía su principal foco de atención. Conocía ya gran parte de la historia,
puesto que Asmodeus se la había relatado, pero ahora necesitaba descubrir su
final.

A su lado, el demonio inspiró hondo, como si tuviese que meditar unos


segundos la respuesta.

—En realidad, nunca ocurrió nada tan grave que nos obligara a romper. Fue
algo paulatino, creo. Yo no sabía, no podía y tampoco quería ser un buen marido.
Así que, una vez superada la luna de miel, todo se fue a pique. Nos cansamos
mutuamente: yo de la rutina, y ella de esperar que algún día, por ciencia infusa,
esa rutina llegara a agradarme. Una noche vino a hablar conmigo; para entonces
los dos nos habíamos dado cuenta de que éramos por completo incompatibles,
además de una pareja desastrosa. Decidimos divorciarnos al día siguiente. Ella se
marchó de mi Palacio y se trasladó al de Luc, donde vive ahora.

Angélica se debatió entre los celos, la sádica satisfacción de saber que no


habían sido felices y el morbo de querer investigar hasta el último detalle.

—¿Y cuál ha sido vuestra relación desde entonces? —odiaba sonar como un
ejército tanteando al enemigo, pero lo cierto es que ardía en deseos de saber hasta
qué punto Lilith seguía formando parte de su vida.

—Sé que nunca llegaremos a tener la clase de relación estrecha que ella tiene
con Bel o con Luc, pero hemos tratado de ser amigos y podría decirse que lo hemos
conseguido.

Angélica no era ninguna eminencia en temas amorosos, pero la mirada que


captó en los ojos de Lilith hacía dos mañanas no le pareció en absoluto amistosa.

—¿Estás seguro de ello?

Asmodeus se agitó entre las sábanas. Sus piernas desnudas rozaron las
suyas, produciéndole un cosquilleo del que no se cansaría jamás.

—¿Estás celosa, diablesa?

—Por supuesto que no. ¿Quién te crees que eres? ¿Un rompecorazones?

—En realidad, no. Prefiero romper otras cosas —murmuró. Echó un


intencionado vistazo a sus braguitas color turquesa.

—¡Eres incorregible! —ella no encontró un castigo mejor que estamparle la


almohada en la cara.

—Sí, y precisamente por eso estás aquí conmigo —él tomó el cojín y le
devolvió el golpe.

—¡Au! —Angélica chilló. El almohadón había impactado justo en el centro


de su ego.

En cuestión de segundos, aquello se convirtió en una auténtica batalla


campal. Cualquier resquicio era un buen flanco por el que atacar, y cualquier
distracción era un buen momento para hacerlo. Cuando Angélica ya acariciaba el
triunfo, Asmodeus decidió jugar sucio y añadió las cosquillas como arma
destructiva. La arcángel estalló en carcajadas, mientras pataleaba el aire suplicando
una tregua. Al enésimo golpe los cojines se desgarraron, y una mullida lluvia de
plumas blancas y negras cayó sobre ellos y se confundió con sus risas.

Plumas blancas y negras…

Angélica se incorporó, aterrada. Salió de la cama y se ocultó a duras penas


tras el dosel.

Era una inconsciente, una inconsciente, una estúpida, una inconsciente…

Las cosquillas le habían hecho bajar la guardia, y sus alas se habían


desplegado con un chasquido involuntario. No le hizo falta girar la cabeza para
saber qué aspecto presentaban. La noche anterior, frente al espejo del baño, había
tenido ocasión de comprobar que su peor pesadilla seguía creciendo, y que la
mancha oscura ya casi ocupaba la mitad superior del ala izquierda.

Apretó los párpados con todas sus fuerzas. Tenía que esconder las alas;
tenía que esconderlas ya, antes que Asmodeus las viera. Por favor, por favor, por
favor…

Cuando los abrió, las alas habían desaparecido. Asmodeus, no. Estaba justo
delante de ella, y su rostro lucía una mueca muy poco amable.

—¿Qué era eso? ¿Qué tenías ahí?

Tarde, Angélica. Demasiado tarde. Se cubrió el rostro con las manos, como si
ese simple gesto bastara para evadirla de una realidad repugnante a la que no se
quería enfrentar. Sin embargo, él no se lo permitió. Tiró de sus brazos y la obligó a
mirarlo.

—Muéstrame tus alas.

Ella negó con la cabeza.

—¡Muéstramelas!

La trató con tanta brusquedad que se asustó. La arcángel tragó saliva y,


lentamente, dejó que sus alas cobraran forma.

Asmodeus chasqueó la lengua. No fue necesario mirarle a los ojos para que
Angélica supiese que estaba enfadado. Muy enfadado.

—¿Hace cuánto comenzó? —masculló, con la mandíbula contraída—. Y, lo


que es peor, ¿hasta cuándo tenías intención de ocultármelo?

Ella bajó la vista, avergonzada.

—Hasta que desapareciese.

La agarró por los brazos; la arcángel sintió cómo le clavaba las uñas en la
fina piel.

—¡Angélica, no va a desaparecer! ¡No desaparece! —Asmodeus trató de


serenarse—. Una vez que la transformación empieza no hay forma de detenerla…

—Sí que la hay, ¡tiene que haberla! Cuando regrese a casa, cuando todo esto
termine, volveré a ser como antes…

El pánico que observó en los ojos de Asmodeus la dejó bloqueada.

—No puedes volver así a casa, Angélica —su determinación era férrea, pero
su mirada era la de un cervatillo amedrentado por la presencia de una escopeta—.
No volveré a dejarte sola y desprotegida. ¿Qué ocurrirá cuando Gabriel te vea así?
¿Cuando los demás te vean así?

Su resistencia comenzó a desmoronarse. La ley del silencio que se había


impuesto a sí misma había resultado una carga demasiado pesada de sobrellevar, y
los nervios acumulados durante los últimos días florecieron. Angélica empezó a
llorar.

—Tengo miedo de ser un monstruo —confesó entre lágrimas.

Asmodeus dejó al margen todos sus reproches y sus preocupaciones y la


abrazó con fuerza. Tanta, que le cortó la respiración.

—No eres un monstruo, no eres un monstruo… —estaba tan nervioso como


ella—. Pero no puedes regresar a casa, cariño. No lo permitiré. Quién sabe lo que
podrían llegar a hacerte…
Angélica se secó el rostro con la palma de la mano.

—Es mi familia. No me harán nada.

—Me niego a que pases por lo mismo que yo, ¿es que no lo entiendes? —la
voz del demonio sonaba desesperada—. Hay otra manera… Aún queda una
opción, Angélica. Admítelo. Admite tu verdad aquí y ahora, delante de mí. Admite
quién eres en realidad y podrás venir conmigo. Abajo te protegeremos entre todos;
nadie podrá hacerte daño.

Se liberó del agarre de sus brazos de un empujón, como si acabara de


descubrir que él era el portador de una peligrosa infección.

—¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?

Asmodeus se palmeó las caderas con frustración.

—Por los nueve círculos del Infierno, ¿te das cuenta tú de que no estás en
condiciones de elegir? —increpó él.

La arcángel se frotó los brazos. Tenía que haber otra salida. Una escapatoria.
Siempre la había, ¿no?

—Por supuesto que lo estoy. ¿Recuerdas cuando me hablaste del término


medio? Dijiste que esta ciudad era el punto neutro entre ambos mundos que había
conseguido reunirnos a los dos.

—Claro que lo recuerdo. ¿Adónde quieres llegar con eso?

Ella se paseó alrededor de la cama. Su mente desesperada no dejaba de


discurrir.

—¿Y si el término medio no fuese París? El término medio somos nosotros.


Yo he cambiado, sí, pero tú también. ¡Mírate! Por todos los Cielos, estás más cerca
del ser que eras hace seis mil años que del que eras hace seis días. ¿Por qué exiges
más de mí? Tal vez exista un equilibrio para los dos aquí, en esta ciudad. ¿Por qué
tengo que ser yo quien pierda?

Asmodeus emitió una carcajada irónica.

—Entonces, ¿eso es lo que significa para ti estar conmigo? ¿Perder?


No respondió. Sabía que le había hecho daño con sus palabras, pero el
orgullo le impidió reconocerlo.

—Entiéndeme, Angélica —prosiguió él—. Yo no quiero obligarte a que


vivas una vida que no deseas, ni a que des un paso para el que no estás preparada.
No soy tan egoísta —Asmodeus clavaba la vista en el dosel con aire taciturno—.
Pero en nuestro mundo el equilibrio no existe. Y yo no puedo soportar la idea de
que te hagan daño. No puedo soportar la idea de vivir sin ti otra vez.

Después, todo quedó en calma. Más allá de las ventanas de la peniche, París
bullía de excitación. Era como una colmena donde cada cual cumplía su función,
desde los molestos tábanos que revoloteaban por el Mercado de las Pulgas, hasta el
grandilocuente diácono de la Sainte Chapelle. Sin embargo, el silencio dentro de la
embarcación era plomizo y angustioso, y Angélica no hacía sino pellizcar la tela
aterciopelada de los cojines. Sabía que era su turno para hablar, pero no se sentía
capaz de hacerlo.

Sólo anhelaba ocultarse debajo del colchón y que los problemas remitiesen
por sí solos. Que Asmodeus le acariciase las alas hasta quedarse dormida. Que le
jurase que nada malo sucedería.

No has aprendido nada después de todo, ¿verdad, Angélica? Seguía siendo la


misma cobarde inconsciente que había sido con quince años. La que tenía el
dudoso valor de estrellar una moto contra el Arco de Triunfo, pero no de tomar
una sola decisión coherente respecto a su futuro. Y por eso era por lo que iba a
perder por segunda vez al único hombre que se había tomado la molestia de
demostrarle lo contrario.

—No renunciaré a mis principios —sentenció, tan seria que nadie diría que
su corazón se agrietaba un poco más con cada palabra—, si es que aún puedo
rescatar alguno. Te dije en una ocasión que jamás alzaría la mano contra Gabriel ni
contra mis hermanos y lo pienso cumplir.

La mirada del demonio llameó.

—Él no titubeó al levantarla contra mí y los demás. Tampoco lo hará


contigo.

—Puede ser, pero yo no soy como él. Tal vez mi misión en el Universo sea
demostrar que Gabriel y yo no somos tan idénticos, después de todo.
No le tembló la voz, pero por dentro estaba muerta de miedo. Ahora que
sabía de lo que había sido capaz su gemelo, el momento del reencuentro le causaba
auténtico pavor.

—¿Sabes qué, Angélica? Tu absurdo espíritu de sacrificio muere contigo —


farfulló Asmodeus—. A mí me da igual lo que digas. No toleraré que te inmoles.
No eres Juana de Arco, por todos los demonios. Eres mi mujer, y ese malnacido no
te va a poner un solo dedo encima mientras yo pueda evitarlo.

Tomó con brusquedad los pantalones vaqueros, que dormitaban arrugados


sobre el respaldo de una silla, y se vistió con ellos.

—¿Adónde vas? —interrogó Angélica. Los impulsos de Asmodeus eran


inescrutables, y estaba tan alterado que sintió temor por lo que pudiera hacer.

—Al taller mecánico. Tengo cita para recoger la moto que tú misma
destrozaste, ¿recuerdas? —replicó—. ¿Quieres venir o prefieres quedarte aquí
huyendo de la realidad?

Angélica lo sopesó unos instantes. La discusión acababa de abrir una brecha


insalvable entre los dos, y estaba segura de que a ambos les vendría bien un
respiro. Pero el reloj jugaba, imparable, en su contra, y ella no deseaba desperdiciar
el escaso tiempo que les quedaba juntos en peleas para las que no habría
armisticio.

—Voy contigo —eligió—. Sólo dame unos minutos para que me asee.

Enjugó el rastro de las lágrimas con el chorro de agua fría. Escogió un


vestido limpio y escotado, se recogió el pelo en una cola de caballo rápida y se
dirigió a la puerta.

—Prométeme que olvidarás todo esto y que no volveremos a discutir por


ello. Lo último que quiero es pasar mis últimos días en la Tierra enfadada contigo
—le suplicó a Asmodeus cuando vio que salía por delante sin dirigirle la palabra.

Él se dio la vuelta. Sus ojos azules la miraban teñidos de esperanza.

—¿Querrás vivir conmigo para siempre?

Las palabras la pillaron desprevenida. Habían surgido de improviso, tan


dulces y crueles como una inyección de morfina. Era la segunda vez en su vida que
escuchaba esa pregunta, y en ambas ocasiones había venido de boca del mismo
hombre.

Un silencio vale más que mil actos. Un silencio puede pesar tanto como la vida, o
como la muerte.

En esta ocasión, Angélica tampoco respondió.

Asmodeus se apartó. Su rostro estaba descompuesto por el dolor.

—Entonces, yo tampoco puedo prometerte nada —anunció, justo antes de


darle la espalda con arrogancia y salir de la peniche.

*****

Ni el traslado juntos en metro ni el paseo apresurado por las calles del


décimo arrondissement sirvieron para apaciguar los ánimos. Ninguno de los dos
intercambió una sola palabra en todo el trayecto.

Las nubes, que durante los días previos habían opacado el cielo sobre París,
aún no se habían disipado, sino más bien al contrario; esa mañana el firmamento
lucía borrascoso y oscuro, y los meteorólogos vaticinaban lluvia. Las nubes se
cernían sobre los edificios de la ciudad como las garras de una parca. No eran ni
las dos de la tarde, pero tal parecía que el ocaso estaba cerca. Los vecinos daban
pasos apresurados por las aceras, entre restaurantes turcos y bazares hindúes; las
primeras gotas no tardarían en caer.

El espíritu de Angélica lucía igual de sombrío. Apoyada contra la fachada


de un viejo inmueble, miró al cielo. No había ni un solo resquicio azul en él, y un
presentimiento aciago recorrió su médula. Dirigió la mirada al interior del
establecimiento, pero eso tampoco la alivió. Dentro, Asmodeus conversaba con
uno de los mecánicos, un hombre canoso y rudo, propietario del local angosto y
lúgubre cuya legalidad resultaba, a todas luces, más que sospechosa. Angélica
supuso que ése era el tipo de lugar al que uno se veía obligado a acudir cuando
quería reparar una Ducati siniestro total sin tener que vérselas con las autoridades.

Ella había preferido quedarse fuera. La distancia entre ambos tras la disputa
de esa mañana era tan tangible que podía acotarse con una cinta métrica. Esperar
en una reducida habitación de tres por tres metros, sumida en el atronador silencio
al que Asmodeus los había conducido, no le había parecido una buena idea.

Contempló la silueta del demonio desde el cristal exterior. Era tan guapo
que se le secó la garganta al regodearse en su figura; llevaba los vaqueros que se
había calzado hacía un rato y una camiseta de color verde oscuro que moldeaba los
músculos de su torso. Él también se había recogido los cabellos en una coleta
informal, con la diferencia de que la suya no había aguantado decentemente
peinada ni cinco minutos, y, ahora, el matojo de cabellos enredados enmarcaba sus
sienes y se descolgaba por su nuca. Debatía sobre el estado de la motocicleta con la
misma pasión con que Nith transmitía las necrológicas una vez por semana: con
aire hastiado y sin molestarse en sacar las manos de los bolsillos.

Durante unas milésimas de segundo, sus ojos se encontraron. A Angélica


solía encantarle bucear en ellos; esta vez, sin embargo, no tuvo ocasión de
remolonear en su mirada. Asmodeus la apartó con rapidez. No hubo guiños
cómplices ni sonrisas provocativas.

El corazón de Angélica sollozó en su pecho. Se dio la vuelta y regresó a la


soledad.

¿A esto habían llegado? ¿A rehuir sus miradas? ¿A comportarse como dos


desconocidos?

El oscuro presentimiento volvió en forma de escalofrío, como si unos dedos


de hielo acariciasen su nuca. Miró a su alrededor, pero no había nadie, a excepción
de los primeros paraguas que habían comenzado a brotar como setas en la acera de
enfrente. Había empezado a llover, eso era todo. No habían sido más que
imaginaciones de su mente paranoica y aturdida.

Quería regresar a casa, a la peniche. No llevaba chubasquero, tenía los pies


entumecidos, y sus nerviosas manos no dejaban de juguetear con el cinturón del
vestido de verano.

Quería recuperar al Asmodeus que la retaba con la mirada delante de un


tazón de chocolate, el que charlaba animadamente con pizzaiolos de Montmartre, el
que le narraba los peculiares orígenes del Moulin de la Galette. Necesitaba
recuperar al Asmodeus que se burlaba de sus bailes, salivaba ante su cuerpo
desnudo y la abrazaba hasta convencerla de que era inviable un lugar mejor en el
mundo. El Asmodeus que la perseguía risueño por los pasillos del metro, la
invitaba a copas de whiskey en la madrugada y disfrutaba con ella de cenas de lujo
en el Casino de Enghien-les-Bains. El que tenía veto de entrada en tres cuartas
partes de los establecimientos de Pigalle, la rociaba con zumo de naranja antes de
saborearla y la escandalizaba con sus comentarios obscenos.

El que le recordaba cada día que, por muy bueno que haya sido el pasado, el
presente siempre supera tus expectativas.

Las campanas de la cercana iglesia de Saint-Laurent dieron las dos de la


tarde. Su sonido la inquietó. Tuvo la desazonadora impresión de haberlas
escuchado antes. Tal vez en una pesadilla, o en una noche lejana que prefería no
recordar.

Volvió a escrutar a través del escaparate, tratando de averiguar si aún se


demorarían mucho. Dentro, el demonio hacía entrega de un insólito fajo de billetes
al mecánico maduro, así que eso sólo podía significar que pronto saldrían de allí y
regresarían a la tibia comodidad de su barco. En cuanto llegaran a la peniche, le
pediría disculpas por todo lo ocurrido esa mañana y haría cuanto estuviera en su
mano por volver al principio. Por ser felices durante las próximas dos semanas.

Apenas un minuto después, supo que nunca volvería a la peniche.

Un grito murió en su garganta cuando Angélica torció la cabeza y los vio


doblar la esquina.

*****

De todo el parloteo incesante de Sylvain, Asmodeus no había escuchado ni


una cuarta parte. Lo único que anhelaba era tener cuanto antes la maldita moto
entre sus piernas, subir a Angélica en ella y dirigirse a toda velocidad hasta el
Sena. Allí le haría el amor durante el resto de la tarde, cocinaría para ella sus platos
favoritos y la llevaría a conocer el mar o cualquier remoto punto de la Francia
profunda que ella desease visitar. Haría lo que fuera, cualquier cosa, con tal de
persuadirla de su ilógica decisión. No podía tolerar que saliera de su vida, y menos
aún que pusiese en riesgo su integridad física por algo tan estúpido como la
honestidad.
Durante el rato que pasó en el interior del maldito taller, estar alejado de
ella supuso una jodida tortura. Angélica había preferido quedarse fuera, y
Asmodeus no se lo impidió. Bastantes peleas había habido ya en lo que iba de día
como para volver a discutir en plena calle. Consideró que ella preferiría respirar
aire fresco antes que el aceitoso ambiente del local de Sylvain, así que la dejó
esperando mientras él ultimaba los detalles de la transacción. Un negocio no muy
lícito, todo hay que decirlo, pero que le permitiría recuperar su Ducati y volver a
gozar del brillo en los ojos de Angélica mientras la pilotaba. Así la estrellase cien
veces, él la repararía ciento una. Le regalaría una docena de motocicletas como
aquella, e incluso carreteras por las que conducirlas, con tal de que no se marchase
jamás de su lado.

Cada vez que ella se asomaba, impaciente, a través del cristal, los sentidos
de Asmodeus se nublaban, y el taller parecía inundarse por completo con su
presencia. Maldita fuera, tan devastadoramente hermosa como un relámpago en
mitad de una noche despejada. En una ocasión, sus ojos se habían encontrado, pero
Asmodeus vio tanto anhelo en ellos, y había tanto dolor sin esperanza dentro de él,
que se vio obligado a apartar la vista para no salir corriendo de allí y buscar en sus
brazos un consuelo que no encontraría.

Ella lo había rechazado por segunda vez, y el demonio ya no sabía cuántos


rounds más podría resistir. Angélica era su ángel exterminador particular, y cada
vez que la miraba sólo podía sentir un amor infinito entremezclado con rabia y
decepción.

Por todos los Infiernos, ¿a esto habían llegado?

Asmodeus había jurado ante Luc que nunca la obligaría a tomar una
decisión, pero la transformación de sus alas había trastocado todos los planes. Ya
no se trataba de honor; ahora su vida corría peligro. Dejarla en manos de Gabriel
una vez casi había acabado con los dos. No volvería a concederle la oportunidad a
ese bastardo de llevar a término sus maquinaciones.

¿Por qué tenía que ser tan terca? ¿Por qué no se daba cuenta de que estaba
sacrificando su salud y su felicidad por algo que no merecía la pena? ¿Por qué no
se daba una oportunidad a sí misma y a él? Eran demasiadas preguntas, y ella se
empeñaba en dejarlas en blanco, matando, de paso, todas sus esperanzas en el
camino.

Frente a él, Sylvain daba por terminados los ajustes finales. Aliviado ante la
perspectiva de abandonar el pestilente establecimiento y encarar toda una
maravillosa tarde junto a su mujer, Asmodeus se apresuró a sacar del bolsillo del
roído pantalón la desorbitada cantidad de euros que ambos habían acordado en su
primer encuentro. Nada de firmas, nada de recibos. Él le pagaba por sus servicios
y, a cambio, Sylvain dejaba la Ducati como nueva y mantenía el pico cerrado. Por
motivos como ése era por lo que le encantaba hacer negocios en el décimo
arrondissement.

Ojeó los acabados de la moto mientras esperaba a que el desconfiado


mecánico terminase de contar billetes. Sonrió satisfecho; había realizado un gran
trabajo.

De improviso, igual que un chaparrón, la voz ahogada de Angélica llenó el


local. Una sola palabra, un único grito que se llevó por delante todos sus sueños
acerca del futuro. Sus precarias ilusiones se hicieron añicos contra el suelo.

—¡Asmodeus! —en su voz flotaba el pánico más primitivo.

Al principio, le resultó extraño oír su verdadero nombre en un lugar


público. Cuando se dio la vuelta, lo comprendió todo. Angélica ni siquiera había
caído en ese detalle; tenía el rostro pálido y se aferraba a las jambas de la puerta
abierta para sostenerse. Algo iba terrible, arrolladora y desmesuradamente mal.
Nunca, en casi seis mil años, Asmodeus había tenido la oportunidad de mirar a los
ojos al miedo más ciego. Ni siquiera la noche de su Caída.

Ahora, lo tenía justo delante de él. Y el miedo era tan deslumbrante que le
provocaba deseos de llorar: tenía el pelo dorado, los iris azules y el cuerpo más
exquisito jamás creado.

Angélica meneó la cabeza en un gesto de inútil disculpa, pero no se quedó


para aguardar respuesta. Asmodeus tuvo el destructor presentimiento de que ésa
sería la última vez que la vería. Después, ante sus propios y trastornados ojos, ella
echó a correr.

Capítulo XXX – La Tierra

París, 26 de julio de 2010.


Indecente, atolondrada y, por encima de todo, culpable. Así era su hermana.
De ninguna otra manera podría explicarse un comportamiento tan aberrante.

Cuando la vio salir disparada, Gabriel ordenó a sus secuaces que fueran tras
ella. El arcángel aguardó pacientemente, pagado de sí mismo, a que la condujeran
ante él.

La pantomima había llegado a su fin. El corazón de Gabriel se saltó un


latido cuando su propia hermana, carne de su carne y sangre de su sangre, fue
descubierta junto a ese engendro del Mal. Sus peores sospechas se vieron
confirmadas en mitad de la calle, a plena luz del día, en flagrante delito. Era una
cualquiera, y la gente como ella no merecía nada. ¿De veras pensaba que podía
escapar? ¿Que existían atajos y trampillas para los impíos como ella?

No importaba lo rápido que corriese o lo lejos que lograse llegar antes que
sus siervos le dieran caza. Al finalizar el día, esa ingrata tendría que rendir cuentas
ante los miembros del Tribunal y también ante él. Aunque Gabriel no necesitaba
saber nada más, ni ver nada más, para tener claro el veredicto.

*****

Las calles del barrio se convirtieron en un laberinto trepidante mientras


Angélica corría a través de ellas. Había intentado desmaterializarse, pero había
sido en vano; el mismo que había activado su runa sin su consentimiento, se había
encargado también de bloquear sus poderes. Su gemelo había hecho un gran
trabajo, sin duda. Si quería tener una oportunidad, no quedaba más remedio que
correr.

Sus perseguidores pronto la alcanzarían, pero, hasta entonces, seguiría


luchando por su vida. No se rendiría sin pelear.

Un mercadillo, instalado bajo un puente ferroviario, se interpuso en su


camino. Los vendedores, espantados por la lluvia, recogían sus bártulos con
celeridad, y Angélica esquivó a duras penas toldos desmontados y cajas de fruta
echada a perder.

Asmodeus tenía razón. No estaba preparada para asumir el papel de mártir.


En esos momentos, su instinto de supervivencia era mucho más fuerte. Desde que
había visto aparecer a Gabriel y sus sirvientes junto al taller, en lo único en lo que
podía pensar era en huir.

Cruzó la calle sin mirar. El tráfico en París a esas horas era aún más
demencial que de costumbre, y estuvo a punto de ser atropellada por un taxi. El
conductor derrapó sobre el asfalto húmedo; el ruido de la bocina retumbó en sus
oídos, pero ella no se molestó en pedir disculpas. Los secuaces de Gabriel le
pisaban los talones.

Sus piernas corrían por sí solas, sin permitirse el lujo de sentir cansancio.
Tropezó con un carrito de bebé; se enredó con la correa de un cachorro. Pisó una
alcantarilla y sus pies naufragaron en las sandalias encharcadas de agua. Su
vestido y sus piernas se empaparon de fango. Se torció el tobillo derecho y estuvo a
punto de darse de bruces contra el suelo, pero ni siquiera así, coja, dolorida y
calada hasta los huesos, dejó de correr.

Desquiciada, buscó una solución entre la lluvia. Una solución entre las
buhardillas de París. Una solución en la cara de las gentes que se cruzaban con ella
y la observaban como si fuese una criminal, o una psicótica, o tal vez las dos cosas
a un tiempo. Al final de la calle, la encontró.

La fachada principal de la Gare du Nord emergió ante ella como un oasis en


el desierto, sólo que su desierto más bien parecía un acuífero. A sus puertas,
cientos de viajeros procedentes de Inglaterra se agolpaban para conseguir un taxi,
y el reloj de la estación marcaba la partida inminente de un Eurostar con destino a
Londres. Angélica empujó sin miramientos a dos ancianas para llegar hasta el
vestíbulo. Con un poco de suerte, podría subir en el primer tren que la alejase de
allí.

Sí, en el tren estaría a salvo. Sabía que la atraparían en cuanto volviese a


poner un pie en tierra, pero al menos ganaría tiempo para pensar qué hacer y
estaría preparada para enfrentarse a ellos.

Tenía que llegar al andén número nueve, tenía que llegar al andén número nueve…

Dos de los hombres de Gabriel entraron en la estación en el instante en que


ella localizaba la dársena en medio del anárquico hall principal. Angélica sorteó
escaleras mecánicas y quioscos de café, maletas y máquinas expendedoras de
billetes. El tren emitió un pitido. Estaba a punto de echar a andar.
—¡No! ¡Espera, por favor! —gritó entre la multitud.

Para cuando alcanzó el andén número nueve, el tren ya estaba en marcha.


Se dirigió a toda velocidad hacia el último vagón, pero la puerta estaba cerrada.
Gritó, forcejeó, suplicó, pero nadie la abrió.

El tren se marchó. Su última oportunidad se alejó en el horizonte de París


hasta que no quedó de ella más que un ínfimo lunar rojo que se perdió en la
distancia.

El andén terminó bajo sus pies, y con él terminaron su endiablada carrera,


su esperanza y su vida.

Después, ya no fue consciente de lo que sucedió. Sólo de las garras que la


aferraban por los brazos y por la garganta, que le tiraban del pelo y del vestido. En
un momento dado, le pareció ver a Asmodeus en el andén de enfrente. Quiso
gritar su nombre, incluso creyó mover los labios, pero ninguna palabra salió de su
boca. El mundo a su alrededor desapareció lentamente. Primero desaparecieron los
sonidos; después, los colores. Como si hubieran introducido su cabeza en un bidón
lleno de agua.

Intuyó que Asmodeus le hacía señas con las manos. Ven, leyó en sus labios.
Salta, parecía decir. Yo estaré aquí, esperándote. Siempre estaré aquí.

Los brazos que la sujetaban hablaban con solemnidad, pero ella no los
escuchaba. Se expresaban con rimbombancia acerca de los delitos de negligencia,
estafa y concupiscencia.

Una ráfaga se interpuso entre Asmodeus y ella. Ya no lo volvió a ver más.

Allí, en aquella estación de tren que se había convertido en su tumba, y en


aquella ciudad en la que había disfrutado de los mejores días de su vida, se
despidió de su vieja gloria. Se despidió de la Angélica que le hubiese gustado ser.
Se despidió del amor.

Se preparó para el abismo.

*****
Había permanecido paralizado de estupefacción dos segundos, sólo dos,
pero esos dos segundos habían decidido el destino de ambos. Asmodeus salió al
galope del taller, a lomos de la Ducati, inmediatamente después de ver a Angélica
echar a correr. Aún le dio tiempo de observar cómo Gabriel ordenaba a sus
esbirros que no parasen hasta encontrarla.

—Por encima de mi cadáver inmortal, puto cabrón —había mascullado al


pasar por su lado.

Siguió la estela de Angélica, que corría sin rumbo por el décimo distrito. Los
lameculos de Gabriel la seguían de cerca, y él iba detrás de todos ellos cerrando
aquella comitiva trágica. Intentó desmaterializarse, pero el bastardo había tenido la
desfachatez de bloquear sus propios poderes. Al parecer, aún tenía poder de sobra
para hacerlo. No le quedó otra que correr.

Se saltó tres semáforos en rojo, invadió en dos ocasiones el carril bici y


perdió la cuenta de todas las veces que cerró los ojos mientras apretaba el
acelerador.

No se la iban a quitar. No esta vez.

Cuando se cercioró de que se dirigían a la Gare du Nord, se deshizo de la


moto y la lanzó en marcha sobre la calzada mojada. Ojalá le aprovechase a aquel
que fuese el primero en apropiarse de ella. Empujó a dos ancianas quejumbrosas,
esquivó un carro lleno de maletas y, al fin, pudo acceder al hall principal.
Acomodó su vista durante un segundo al nuevo ambiente; era un alivio dejar de
sentir el golpeteo de las gotas de agua sobre los párpados.

Maldición, aquel lugar estaba atestado. Oteó por encima de las cabezas,
pero había demasiada gente. Angélica podría haber montado en cualquier tren,
bajado a los aparcamientos o permanecer parapetada tras la puerta de cualquier
aseo. El viejo edificio de la estación era inmenso, y ella podría estar en cualquier
parte.

Pero no se la iban a quitar. No esta vez.

Encontró un hueco libre entre la muchedumbre y se coló por él. Frente a sus
ojos, un enorme cartel negro y amarillo anunciaba las próximas salidas. El Eurostar
con destino a Londres estaba a punto de partir desde el andén número nueve.
Corrió hacia él; era su única pista. Torció a la derecha en cuanto vislumbró el
número en un cartel y…

Y cometió el peor error de su existencia. Aquel no era el andén número


nueve.

Frente a él, justo al otro lado de la vía, Angélica luchaba por liberarse del
agarre de sus captores. El corazón de Asmodeus bramó de furia contenida, de
amargura y de ofuscación. Había un rasguño sangrante a la altura de la garganta
de la arcángel, varios cardenales en sus brazos y una mirada de espanto clavada en
sus ojos.

El penúltimo atisbo de compasión que había anidado en él había muerto a


los quince años, la noche en que se la arrebataron de los brazos por primera vez. El
último, acababa de ser brutalmente asesinado ahora.

Pero no se la iban a quitar. No esta vez.

El malo siempre gana al final, y él era un jodido Archiduque Infernal.

Asmodeus gritó su nombre; lo gritó tres veces.

—¡Ven! ¡Salta! —suplicó—. Estaré aquí esperándote. Siempre estaré aquí…

Nunca olvidaría el rostro de Angélica cuando lo vio por última vez. Nunca
olvidaría el pánico que distorsionaba sus hermosas facciones, ni las heridas en su
cuerpo. Nunca olvidaría que, esa misma mañana, su soberbia le había impedido
darle un último beso. Nunca olvidaría que habían pasado sus últimas horas juntos
discutiendo.

Nunca olvidaría que Gabriel le había destrozado la vida dos veces, y que
ahora también se la destrozaría a ella.

—Ven, por favor… —rogó, pero su voz no fue más que un sollozo
inconcluso.

Se la quitaban. Otra vez.

Y eso era más de lo que él podría soportar.

Un tren de colores entró en el andén, llevándose con él la última imagen de


ella que quedaría para siempre en su retina.

Asmodeus recorrió, frenético, los metros que lo separaban del andén


número nueve. Cuando llegó, allí ya no quedaba nadie. Ya no quedaba nada. Tan
sólo la lluvia.

Capítulo XXXI – París

Nadie en París olvidará jamás el verano de 2010, ni mucho menos aquella tarde
fatídica del lunes veintiséis de julio. Muchos años más tarde, los ancianos contarían las
historias de aquel día con un brillo fabulesco en los ojos, compitiendo en dramatismo con la
catástrofe del Concorde e, incluso, con las del sitio de la ciudad durante la guerra.

El relato viajó tanto, se propagó tanto por los cuatro puntos cardinales, que no
quedaron en toda Francia dos historias iguales. Con el paso de los años, los recuerdos se
fueron difuminando, y la fantasía fue cobrando cada vez más precisión. Sin embargo, todas
las narraciones, desde Marsella hasta Pas-de-Calais, coincidían en una cosa: entre la tarde
del veintiséis de julio y la mañana del veintinueve del mismo mes, en París no dejó de
llover.

La historia se iniciaba con el pronóstico vago de unos meteorólogos de tres al cuarto,


los cuales, sin duda, habían sido despedidos en vistas de su ineptitud. En los partes del
tiempo de esa semana se anunciaban lluvias ligeras durante un par de días. Nada
excepcional; tan sólo alguno de esos chubascos tan típicos del verano francés que solían
traer de cabeza a los turistas.

Sin embargo, cerca de las tres de la tarde del día veintiséis, el agua comenzó a caer
con más fuerza, y lo que los parisinos habían aguardado ataviados con paraguas plegables y
zapatillas, se convirtió en una tromba de agua para la que nadie, y mucho menos la Ciudad
de la Luz, se hallaba preparado.

Las gotas formaron una cortina espesa y punzante al caer. Los charcos crecieron, y
el estanque del jardín de Tuileries se desbordó.

La noria de Rivoli, por primera vez en años, se detuvo.

Los barcos de recreo interrumpieron sus tranquilos paseos por el Sena. Pronto, el
hasta entonces fiable y vanguardista alcantarillado parisino sucumbió a la presión de sus
propias limitaciones. El agua comenzó a manar también del interior de la tierra; las tuberías
se colmaron, y los desagües… Los desagües no daban abasto. Los lugares que apenas unas
horas antes se habían visto colmados de visitantes, quedaron vacíos e intransitables. La
mayoría de la gente encontró en su casa un refugio, una trinchera, y buscó en el cielo una
señal de tregua.

Pero la tregua no llegó.

Durante cuatro días, el cielo se desplomó sobre París, y el agua siguió fluyendo
como un castigo divino hacia su presunción.

Cuando los vecinos se dieron cuenta de que toda esperanza era vana, que ningún
ruego sería escuchado, pusieron la mirada en ella. En el río con nombre de mujer. Ante la
amenaza de una crecida como la de cien años atrás, los trabajadores del Louvre y de Orsay
se afanaron en trasladar a tiempo las obras que permanecían amontonadas en los sótanos de
ambos museos. Los propietarios de los cafés echaron el candado a las mesas de las terrazas,
con la esperanza de que la corriente no las arrastrara a su paso. La lluvia se precipitaba
escaleras abajo en los accesos al metro, que fue clausurado. La catedral de Notre-Dame
también cerró sus puertas. Ni siquiera Dios parecía querer saber nada de aquella ciudad
resplandeciente, sumida sin motivo aparente en el caos y la confusión. Se suspendió la
jornada laboral hasta nuevo aviso y se cancelaron los espectáculos; algunos, los más
pesimistas, comenzaron a hablar de evacuación.

Dos días después, el Sena no aguantó más, y con el desbordamiento llegó el terror.
El ayuntamiento, superado por las circunstancias, impuso un toque de queda estricto y
comenzó a trabajar en la forma más eficiente de minimizar los daños. El agua se llevó con
ella la basura y el fango del fondo del río; en pleno siglo XXI, la ciudad más hermosa de
Europa entró en cuarentena. La mayoría de los comercios de ambas orillas se inundaron, y
todos se vieron obligados a echar el cierre. Las casas abuhardilladas de la Île-de-la-Cité
fueron las primeras en ver salir las maletas de sus vecinos, cerradas con prisa y angustia.

Canales de televisión de todo el mundo quisieron cubrir la noticia, y los helicópteros


sobrevolaron los daños como libélulas amagando la superficie de un estanque. A pesar del
mal tiempo, ninguno de los aeropuertos del extrarradio se vio afectado. Todo el rencor del
Universo parecía haberse concentrado en los veinte distritos que cercaban los muros de
París. Un París que no había visto nada igual desde la gran crecida de 1910, cuya tormenta
original sólo duró un par de horas.

Las colas para salir de la ciudad por carretera se volvieron imposibles. Un


supermercado de la Rue Faubourg Saint-Martin fue asaltado y saqueado, causando los
primeros heridos entre dos millones de personas presas del pánico más crudo.

Las peniches de Bastilla y del Canal-Saint Martin, las del puente de Alejandro III
y las del embarcadero de Enrique IV, vagaban abandonadas como maderos estériles,
circulando desorientadas por los bulevares de la rive gauche, supervivientes a medias de
un trágico naufragio. Los aparcamientos públicos y los garajes también fueron devorados
por la furia de las aguas. Los coches se alejaban flotando, siguiendo la poderosa corriente del
Sena, mientras los bomberos se afanaban en recuperarlos y en resistir para contarlo. Se fue
la luz de París, se fue la energía; se fueron la música y las comunicaciones. Se fue la
prodigiosa vida con que la capital agasajaba a sus visitantes. De la Gare d´Austerlitz, la
más próxima al curso del río, no partió ni un solo tren en casi una semana. Justo a su lado,
los quirófanos del hospital de la Salpêtriere malvivieron al borde del colapso.

Las autoridades cifraron la subida en nueve metros de altura.

El campo de Marte se convirtió en una improvisada piscina, densa y verdosa, con la


Torre Eiffel como testigo mudo de la catástrofe. A los miradores de Montmartre llegaba tan
sólo la desolación de una valiosa joya cubierta de lodo.

Nunca nadie logró averiguar, ni siquiera los más afamados eruditos de la Sorbonne,
de qué borrasca provino aquella tormenta colosal que, al igual que vino, una buena mañana
de jueves se fue. Algunos dijeron que se debió al cambio climático. Que aquello no había
sido más que la primera salva de advertencia de un planeta maltrecho y desahuciado. Otros,
que el mismísimo Dios había utilizado París como cordero de sacrificio, y que el fin del
mundo era inminente. Quienes no lo vivieron por sí mismos ni siquiera llegaron a creer que
aquello sucedió realmente. Prefirieron olvidar, como quien olvida un mal sueño, hasta que,
con el paso del tiempo, la crecida del Sena en 2010 se convirtió en borrón, y el borrón, en
leyenda.

En una ocasión, durante mis estudios de doctorado, tuve la oportunidad de


entrevistarme con un anciano solitario y achacoso, un viejo a quien todos tomaban por
chalado. Él me narró una versión de los hechos que yo no había escuchado hasta entonces, y
que resultó ser, de lejos, la más inverosímil de cuantas recopilé a lo largo y ancho de mi
extensa investigación.

El anciano tenía la mirada translúcida, carcomida por las cataratas. Oteaba el


panorama con mirada ausente desde su estrecho y maloliente ático en Montparnasse, donde
me recibió con la esperanza de que alguien, al fin, quisiese escuchar su historia.
Él me confesó algo que yo no esperaba oír. Me dijo, preñado de seguridad, que sabía
quién había provocado la tragedia.

Con respiración entrecortada, le explicó a mi grabadora que aquel veintiséis de julio,


a las tres menos diez de la tarde, una versión más joven de sí mismo abandonó su oficina en
pleno Barrio Latino y se dirigió a una comida de negocios en el centro de París. Tenía que
darse prisa; estaba empezando a llover y él se había dejado el paraguas en la oficina. Por
aquel entonces, no se separaba de su maletín, su corbata y su teléfono móvil, porque él era
alguien muy importante, pero, al parecer, sí que se olvidaba de los paraguas. A la altura del
Pont Saint-Michel, sus ojos se cruzaron con los de un hombre, o un fanático, que
gesticulaba con los brazos y empujaba sin pedir perdón a todo aquel que tuviese el
atrevimiento de atravesarse en su camino. Mi anciano dijo que él, enfrascado como iba en
una trascendental conversación telefónica, fue una de esas personas que, sin ninguna mala
intención, tuvo la mala suerte de darse de bruces contra su espléndido cuerpo. El hombre
era joven y rubio, hermoso como una estrella, pero llevaba en las retinas al mismísimo
Satanás.

No dejaré que se la lleven, repetía sin cesar, y sus relucientes ojos azules miraban
sin ver. No dejaré que se la lleven.

Lo miró fijamente sólo unos segundos; después, lo apartó lleno de rabia mal
contenida.

Mi anciano quedó tan impresionado por el encuentro que fue incapaz de moverse de
su sitio; incluso cuando el joven rubio siguió su camino, no logró despegar la vista de su
espalda. Lo vio marchar, avanzando a lo largo del puente, hasta que se encontró frente a
frente con la escultura a Saint-Michel, el gran orgullo de la plaza. Y fue entonces cuando
ocurrió lo más delirante de todo.

Con actitud retadora, el extraño se situó delante del arcángel de bronce y abrió los
brazos.

—Tú lo has querido —gritó, y la gente lo miraba como si fuera un proscrito—. Ojo
por ojo —gritó, pero su voz sonó incorpórea. Diabólica.

Apenas diez minutos después, comenzó la pesadilla.

Mi viejo sostenía con firmeza que había mantenido un encuentro cara a cara con el
Diablo, y que había sido éste quien había ordenado la destrucción de París. Después de ese
día, dejó su trabajo, dejó todo cuanto conocía y se dedicó en cuerpo y alma al estudio de la
demonología. Invirtió sus ahorros en investigaciones inútiles que nunca pudieron
confirmar sus teorías, pero a las que él, a pesar de todo, se negaba a renunciar. Me expuso
su historia desesperado, deseoso de transmitirme su hilarante dogma.

Yo, como es lógico, no creí uno solo de sus estrambóticos detalles, pero debo
reconocer que la historia, ciertamente, me resultó entretenida. Incluso podría escribirse un
libro sobre ella, aunque, desde luego, poco pudo aportar a esta tesis doctoral que hoy
presento ante ustedes acerca de la mayor crecida en la historia del Sena. Aquel viejo chiflado
tenía una imaginación desbordante. Sin embargo, él y yo hablábamos dos idiomas
diferentes; dos idiomas que nunca llegarían a entenderse.

Él hablaba de Dios, del Demonio, y de una atribulada historia de amor truncado,


mientras que yo… yo hablo de ciencia.

Extraído de El Sena en 2010.

Causas y consecuencias de la peor inundación parisina de la historia.

Autor: Mathieu Manya.

Lcdo. en Geografía por la Universidad París-Diderot.

Capítulo XXXII – El Cielo

Mediados de Verano.

5.900 años después de la Caída.


Las paredes desnudas de su habitación la recibieron. Inhóspitas. Rancias.
Asfixiantes.

Fue arrojada sobre la cama como quien arroja una colilla al cubo de la
basura; por el rabillo del ojo pudo ver a un emborronado Gabriel que, con gesto
adusto, cerraba la puerta desde dentro con el pestillo.

No, otra vez no… Intentó rebelarse y protestar, pero de sus labios escapó tan
sólo un gemido agónico que le arañó la garganta como cuchillas de sierra. Las
manos de Letiel y los demás aprisionaban su cuerpo como una mortaja. Había
demasiados ángeles en aquel habitáculo tan pequeño; demasiados, pero ninguno
se apiadó de ella.

Después de una fracasada evasión por las calles de París, decenas de heridas
que los secuaces de su hermano, malintencionadamente o no, habían infligido a su
cuerpo, y un traslado ultrasónico desde la Tierra hasta el Cielo, las fuerzas la
habían abandonado.

—Quitadle esas ropas de fulana y descontaminadla bien —ordenó su


gemelo.

—Pero, mi señor —la voz de Letiel, siempre tan leal, llegó a sus oídos como
un arrullo distorsionado. Angélica luchó por mantener los ojos abiertos y las alas a
resguardo. No consentiría que su consciencia la dejara tirada y vulnerable una vez
más—, sería mejor que esa tarea la llevase a cabo un ángel femenino. Tal vez ella se
sienta incómoda si nosotros…

—Dudo mucho que tenga el más mínimo reparo en que unos cuantos
hombres observen su cuerpo —escupió su hermano—. ¿Acaso no la habéis visto?
No es más que una exhibicionista barata.

Intentó oponer resistencia cuando sintió que los dedos titubeantes de los
esbirros circundaban los botones del vestido, pero ellos eran más fuertes, y ella no
estaba en condiciones de pelear. Afrontó la humillación con los labios apretados y
la cabeza ladeada. Si tenía que ser así, al menos prefería no mirar.

La despojaron de sus ropas y rociaron su cuerpo con ungüento


desinfectante. El mismo de entonces… Después, frotaron vigorosamente su piel
con esponjas de arena. Borrar de ella cualquier rastro de Asmodeus, a costa de
magulladuras y rasponazos, no sería más que el principio de su castigo.

—Extraedle las alas. Habrá que limpiarlas también —exigió su hermano, y


Angélica empleó a fondo sus escasas fuerzas en tratar de huir de su designio.

—¡No! —trató de escabullirse del agarre de los hombres—. ¡Ya basta!

Con la determinación de una fiera, se acuclilló sobre la cama, de espaldas a


la pared, y dirigió una mirada amenazante a todo aquel que se atreviera a
acercarse a ella. Cubrió su cuerpo a duras penas con el cobertor, obligando a sus
captores a retroceder.

Tras ellos, con pose de infinita superioridad, Gabriel chasqueó los dedos sin
dejar de mirarla.

—Dejadme a solas con ella —solicitó.

Los tres ángeles menores salieron de la habitación sin rechistar,


visiblemente aliviados. Angélica se preparó para un duelo letal que, tal y como
esperaba, no se hizo de rogar.

Gabriel se acercó a ella y le propinó una bofetada tan sonora que le torció la
cara, y luego otra, y otra más. Con el rostro descompuesto, la arcángel tragó saliva,
y la boca le supo a sangre.

—No eres más que la ramera de un demonio —escupió él con un deje


vengativo en la voz—. Siempre lo has sido.

Si pretendía herir su dignidad, hacía falta algo más que eso para
conseguirlo. Angélica alzó la cabeza. Su rostro amoratado aún conservaba vestigios
de altivez.

—Prefiero ser su ramera que tu marioneta.

Volvió a golpearla. Esta vez no se limitó a unas cuantas bofetadas, sino que
descargó en ella toda su furia. Angélica jadeó al sentir el impacto de la palma
abierta sobre su cabeza. Cuando el dolor la dejó sin respiración, pensó en
Asmodeus.
Él tenía razón. Siempre la había tenido. Nada ni nadie la salvaría de la ira de
Gabriel. Nada ni nadie podría garantizar que saldría ilesa de aquello. Se había
quedado sola.

El líquido que manó de su nariz discurrió por las grietas de sus labios y
goteó sobre el edredón, tiñendo las fibras de un escandaloso bermellón.

—Creo que no eres consciente de todo lo que has provocado con tu


majadería —los ojos déspotas del arcángel estaban inyectados en sangre—. Has
arrojado tu reputación por la ventana. Has faltado a tu palabra y a tu labor,
defraudando la confianza de toda una jerarquía y arrastrando mi buen nombre
por el lodo. Has causado la muerte de un hombre…

Angélica boqueó, ofendida.

—¡Yo jamás he hecho tal cosa!

Gabriel estalló en una serie de carcajadas que podrían lograr la glaciación de


los Nueve Infiernos.

—Y, a pesar de todo, sigues siendo igual de boba. Aún no sabes por qué
hemos tenido que ir a buscarte, ¿no? Ni siquiera te importa.

—¿A qué te refieres?

—Cristian Sellier está muerto —Angélica reprimió un sofoco, impactada por


la noticia. Su hermano prosiguió su demagogo discurso—. Lo asesinaron hace seis
días en una disputa de borrachos, a la que evidentemente llegó porque tú no
supiste, o no te dio la gana, cumplir con tu trabajo. ¡Estabas demasiado ocupada
calentándole las sábanas a ese malnacido!

Angélica sopesó bien su respuesta. Es cierto que había descuidado su tarea


como Guardiana —de hecho, la había descuidado hasta el abandono absoluto—.
Sin embargo, ella no era la culpable de los males del mundo.

—Lo siento mucho, Gabriel. No soy una bestia sin escrúpulos, y siento la
muerte de Sellier igual que sentiría la de cualquier ser humano —y así era, pero
también tenía clara su posición al respecto—. Pero espero que no te atrevas a
insinuar de nuevo que yo tuve parte de culpa en ella, porque no es así.

Su hermano se abalanzó sobre ella y le tiró del pelo con tanto coraje que se
quedó con un mechón de sus cabellos entre los dedos. Angélica se tapó la boca con
la mano para ahogar un grito de dolor.

—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Hasta dónde llega tu cinismo? ¡Por
supuesto que es culpa tuya! ¡Tú eres la única responsable de su destrucción!

La arcángel arremetió contra él.

—¡Cristian Sellier era un borracho pendenciero y juerguista, y tú pretendías


que yo lo convirtiera en un alma cándida y sumisa! ¡En un borrego más para tu
colección! Él eligió su propio destino, ¡y me alegro de que lo hiciera, porque estoy
segura de que así fue más feliz que sometido a tu yugo!

Ella no era una diosa. No decidía el destino de los habitantes de la Tierra.


Era una mujer confusa, sólo eso. Por el amor del Cielo, si ni siquiera había podido
salvarse a sí misma, ¿cómo iba a ayudar a hacerlo a otras personas?

—No puedo creer tanta maldad. ¡Deberías mostrar vergüenza y


arrepentimiento por tus fechorías!

Angélica sintió que algo se rompía dentro de ella. Algo que había
permanecido latente durante seis milenios y a lo que se había cansado de atar en
corto. Algo que llevaba deseando pronunciar desde la misma noche en que,
destrozada en la peniche de Asmodeus, había descubierto toda la verdad.

—De lo único que siento vergüenza es de ser la hermana de un ser tan sucio
y abominable como tú.

Se sintió tan en paz consigo misma cuando lo dijo, que ya no le importó la


reacción de él. Podía golpearla, maltratarla y abofetearla cuantas veces le diera la
gana; lo único que lograría sería reafirmar esa verdad, tan desnuda y magullada
como el cuerpo que ocultaba el edredón manchado con su sangre.

—¿Eso es lo que ese bastardo te ha contado? —se burló de sus palabras con
la frialdad de un desalmado—. No deberías dar tanto crédito a la opinión de
alguien capaz de asolar una ciudad sólo por un ilícito deseo de venganza.

El Universo pareció detenerse. El aire del dormitorio se convirtió en una


espesa masa irrespirable, y Angélica parpadeó, sorprendida.

—¿De qué estás hablando?


Gabriel esbozó una sonrisa torcida y monstruosa.

—A que tu querido condenado acaba de derramar sobre París siete plagas y


un diluvio. Y no se detendrá hasta que haya arrasado con todo.

Angélica se dejó caer, derrotada, sobre la pared.

—No, él jamás haría una cosa así…

—Oh, ya lo creo que sí. Esta misma tarde. Está aniquilando las dos orillas
con el único y pueril fin de desquitarse. Qué melodramático, ¿no crees? ¿Es ése el
tipejo por el que mereció la pena echar tu vida a perder?

La arcángel se incorporó con el alma hecha trizas.

París. Asmodeus. Su vida. Todo destruido y sepultado. Todo por la borda


por culpa de su cobardía. Ése sería su auténtico castigo.

—Llévame con él, por favor —se lanzó al suelo de un brinco, desnuda como
estaba, y adoptó un gesto suplicante—. No puedes permitir que haga daño a
personas inocentes. Entrégale lo que quiere; sólo así lograrás que se detenga.

Gabriel la apartó de un manotazo.

—¿Me tomas por imbécil? ¿Crees que no sé que estás deseando volver y
colgarte del cuello de ese desgraciado? Tú te quedas aquí hasta que yo lo ordene. Y
ahora cúbrete. Me da asco mirarte —siseó, y le lanzó el edredón a la cabeza.

Se puso en pie. Angélica lo vio partir sin levantarse; desde el suelo,


resultaba aún más poderoso e imponente. Y, ahora, ya no le cabía ninguna duda de
la nula ventaja que su parentesco le reportaría.

Una avalancha de recuerdos traumáticos y desgarradores la sacudió. No.


No. NO. No volvería a pasar por lo mismo.

Fue tras él; ambos forcejearon.

—¡No me dejes aquí de nuevo! ¡Por favor! ¡Llévame con él!

La historia se repetía. A Angélica le dio vueltas la cabeza, como si su mente


viajara a través del tiempo y la rebotase después hasta el presente, igual que una
pelota de ping-pong.

Por segunda vez en su vida, Gabriel no tuvo la más mínima consideración.


La apartó con ímpetu y se abrió camino hacia el pasillo, donde aguardaban Letiel y
su exasperante obediencia. Angélica trató por todos los medios de mantener la
puerta abierta, pero él ganaba terreno a sus enflaquecidas fuerzas.

—Desde este momento me desentiendo de ti y de cualquier penitencia del


Tribunal —meneó la cabeza, como repugnado ante lo que veían sus ojos—. Esto
me pasa por querer convertir en Duquesa a una vulgar prostituta.

Tres vueltas de llave en el cerrojo, y todo volvió a empezar.

O no…

Angélica rugió desde el fondo de sus pulmones. Esta vez, no conseguiría


reducirla al despojo en que una vez la había convertido. Las cosas habían
cambiado. Ella había cambiado.

Observó el vestido roto que acababan de arrebatarle, y lo comparó con la


pulcra fila de túnicas impolutas que pendían sin vida de la barra del armario.
Tomó los jirones entre sus manos y enterró la cara en ellos. Aún olía a la lluvia de
París, a los abrazos de Asmodeus, a la alegría contagiosa de Axelle y a los cielos
despejados sobre el Sena.

Asmodeus la había ayudado a descubrir todo eso, y nunca se perdonaría


haber sido tan obtusa como para no haber atendido a razones cuando tuvo ocasión
de hacerlo.

Asmodeus… Pensar en él le ahogó el alma. Lloró hasta quedarse sin


lágrimas por el demonio que había perdido, por su destino atroz y por la ruina que
el dolor de ambos había vertido sobre una ciudad de ensueño.

—No lo hagas, por favor… —suplicó en voz baja, a sabiendas de que él no


la oiría—. Detente. Hazlo por mí…

Tenía que hallar la manera de salir de allí y de pararle los pies. El hombre al
que Angélica amaba no destruía ciudades simplemente porque tuviese el poder de
hacerlo. Debía recordarle quién era realmente, con sus sombras y sus luces.

Pero, sobre todo, debía encontrar la forma de enseñarle a él, y a todos los
demás, quién era ella en realidad.

Con sus sombras y sus luces.

Capítulo XXXIII – La Tierra

León (España), 28 de julio de 2010.

David White dobló con pulcritud las mangas de su camisa negra y se


dispuso a atacar sin piedad la ración de carne a la brasa que humeaba ante su
hambrienta nariz.

—Esto huele delicioso —concedió, educadamente, antes de abatirse sobre


ella en un duelo cruento y sin salida.

A su lado, su esposa imitó sus movimientos. El gemido de placer de


Charlotte envió un estremecimiento por todas sus conexiones nerviosas,
apremiándole a terminar el plato cuanto antes, regresar a su antiguo apartamento
de soltera y hacerle el amor el resto de la tarde en aquella estrecha e infantil cama
bajo la atenta mirada de sus viejos amigos de peluche.

Carraspeó, y sus caderas se revolvieron incómodas en el asiento. Un


restaurante bullicioso y la presencia de extraños en su mesa no eran las
circunstancias idóneas para una de esas intempestivas erecciones para las que ni
siquiera en sus tiempos como Astaroth, Archiduque del Infierno de Occidente, se
hallaba preparado.

—¡Madre mía, qué bueno está esto! Cómo lo echaba de menos… —


Charlotte, con el rostro arrebolado de emoción, emitía ruiditos dolorosamente
excitantes con cada bocado de comida.

Sentada frente a ella, su mejor amiga la observó con curiosidad.

—Por lo que más quieras… ¿qué demonios os dan de comer en Nueva


Orleans?

David dio un respingo. Aún no se había acostumbrado a oír la palabra


demonio sin sentir que se referían a él. A esas alturas, tenía la sensación de que no
se habituaría jamás.

Su esposa señaló el plato de carne con nostalgia.

—El mejor lechazo de la meseta castellana no, desde luego.

El almuerzo prosiguió entre risas y el entusiasmo por el reencuentro. A


David le fascinaba ver a Charlotte tan contenta. Le constaba que su vida en
América la satisfacía, pero regresar a España siempre adornaba sus ojos con un
brillo especial. Su ciudad natal era parada obligada para ambos en vacaciones y
fechas especiales. Como aquella, en la que habían aprovechado que el semestre
escolar de Charlotte en la universidad de Tulane había llegado a su fin, y que su
propio proyecto de instalar el mejor spa de Louisiana en el Garden District iba
viento en popa, para celebrar su primer aniversario de boda rodeados de amigos y
de buena gastronomía.

Así que allí estaban, atosigados por un calor seco que poco tenía que ver con
la humedad de su hogar en el Golfo de México, de nuevo ante una Adri tan
temperamental y alocada como siempre. En cuanto se enteró de su visita,
abandonó a toda prisa su actual residencia en Madrid para presentarles a su nuevo
novio. Y David ya había perdido la cuenta de los que le habían conocido durante el
último año…

Intercambió una mirada cómplice con su mujer, que sonrió. Al menos éste
no parecía haberse lavado el pelo tres o cuatro veces en toda su vida, ni vestía una
camiseta de gasa semitransparente, ni tampoco contaba chistes de mal gusto sobre
magrebíes. Lo cierto es que, por primera vez en mucho tiempo, Adriana parecía
feliz, y su compañero parecía un buen chico. Un joven sencillo y apocado,
seguramente incapaz de tener sesiones de sexo demoníacas dignas de la mejor
novela erótica, pero noble al fin y al cabo.

Volvió a carraspear. Mientras Charlotte le contaba a Adri sus lentos avances


como becaria en el departamento de Genética de la Universidad, David se
concentró en la carne. Repasó mentalmente las costumbres españolas: después de
la carne vendría el postre, el café y el licor. En el mejor de los casos, todo se llevaría
a cabo en el mismo local, aunque conociendo a su mujer y el parloteo incansable de
Adri, lo más probable era que acabase dando lugar a un parsimonioso ritual por
todo el casco histórico de la ciudad. Detrás llegaría la sobremesa, y, por supuesto,
la interminable despedida cargada de promesas en forma de llamadas y correos
electrónicos. Con un poco de suerte, sólo tendría que soportar la exigente
inflamación de su miembro cuatro o cinco horas más, y luego tendría vía libre para
arrinconar a su preciosa Charlotte contra todos y cada uno de los muebles de la
vieja casa de su madre. ¿Acaso existía una forma mejor de festejar su primer año de
humanidad?

Sus testículos se encogieron. En su reciente mortalidad, todas esas horas


equivalían a una eternidad. Maldición. Un año entero de experiencia acumulada y
aún no había aprendido a calcular decentemente el tiempo terrenal.

La inesperada vibración en el bolsillo trasero de sus pantalones de pinza lo


desconcertó. Agarró el teléfono móvil y contempló la pantalla iluminada; remitente
desconocido. Pidió disculpas a los demás y salió a la calle. La monumental plaza
estaba llena de vida, pero él no le prestó atención. ¿Quién podría ser? Sus
empleados en la construcción del spa no ocultarían el número, y, desde que los
había liberado de sus funciones como siervos, los chicos jamás llamaban si sabían
que estaba de vacaciones.

Extrañado, descolgó su teléfono americano y habló en perfecto inglés.

La voz que respondió al otro lado de la línea le heló la sangre en las venas.
No creía que volvería a oírla nunca más.

—¿Ast? Ast, soy yo.

La sola mención de su antiguo apelativo lo hizo palidecer. Oteó el interior


del restaurante, pero su sonriente esposa seguía enfrascada en la conversación. No
parecía darse cuenta de que, allí fuera, el pasado le estaba golpeando con el más
potente de los bates.

—Lily… ¿Qué ocurre?

—Se trata de Asmodeus. Ast, tienes que ayudarme —la mujer parecía
desesperada. Su voz sonaba amarga y desgastada, como si marcar su número
hubiese constituido la última opción de una larga lista—. Ha hecho algo horrible.
Tienes que venir, por favor.

No quería sonar descortés, pero David seguía sin entender el propósito de


aquella llamada.

—Lily, no te ofendas, pero yo ya no formo parte de eso. ¿Por qué no le pides


ayuda a otro?

—Ya sabes cómo son los demás. Están encantados con la ocurrencia. Y a mí no
quiere escucharme…

—Asmodeus es mayorcito, y tú no eres su niñera, Lil. Él sabrá lo que hace.

—¡No, no lo sabe! ¡Ése es el problema! —chilló, pero David no se lo tuvo en


cuenta. Cuando se trataba de Asmodeus, la templanza y la objetividad de Lily
solían saltar por los aires. Al parecer, a lo largo de ese año nada había cambiado—.
Lo conozco, Ast. Sé que cuando despierte y se dé cuenta de lo que ha hecho, cometerá una
locura. Una aún peor. Se arrepentirá el resto de sus días si no lo detenemos ahora.

David suspiró. La pelirroja no pararía hasta salirse con la suya.

—Mira, me encantaría echarte un cable, de verdad. Pero estoy de


vacaciones. En España.

—¿En España? ¡Eso es fantástico! ¡Podrás llegar aquí en un par de horas!

Maldita sea. A veces estaba mejor con el pico cerrado.

—Lo siento, Lily, pero eso no va a ser posible. No tengo intención de


interrumpir mis vacaciones y las de mi mujer sólo para ir a salvar el fogoso culo de
Asmodeus de otro lío de faldas.

El auricular quedó en silencio. Justo cuando pensó que la comunicación se


había cortado, la voz de Lily volvió a dejarse oír, sepulcral.

—¿No has visto las noticias, verdad? Esta vez no se trata de un lío de faldas,
Astaroth. Esta vez es importante. Y sólo tú puedes ayudarme. Ayudarnos a los dos.

La receptividad de David dio un giro de ciento ochenta grados. Un


presentimiento grave se instaló en su pecho, y la voz agorera de Lily atrapó por
completo su interés. Tenía la plena certeza de que nada volvería a ser igual
después de aquella llamada, y tal vez se lamentase el resto de su vida de haberla
atendido. Sin embargo, sintió que no podía dejar a sus antiguos amigos en la
estacada. Que, si había un momento y un lugar para poner a prueba esa novedosa
humanidad de la que tanto se vanagloriaba, era aquel. En aquella plaza llena de
gente y con el sol del verano castellano martirizando su coronilla.
—¿De qué estás hablando, Lily?

—Pon la televisión, Ast.

—Aquí no puedo. Yo… Espera. Espera un segundo.

La taberna de enfrente tenía un moderno monitor de cuarenta pulgadas


pendiendo sobre el mostrador. El bar estaba atiborrado de personas, pero todas
ellas miraban desoladas en la misma dirección. El dueño del local subió el volumen
de la retransmisión con el mando a distancia. David se acercó con pasos plomizos
al cristal de la vitrina.

Las imágenes traspasaron la pantalla y se clavaron como púas en su alma.


Impactado, el demonio que aún albergaba en su interior se dio cuenta de a qué se
enfrentaban. Contraído de dolor, el hombre que ahora era supo lo que tenía que
hacer.

—Lily —su voz se precipitó en el teléfono—. Sólo dime adónde tengo que ir,
y te prometo que estaré ahí en cuanto pueda.

Tomó nota de todo con diligencia y, después de ajustar con la mujer los
detalles de su encuentro, colgó el móvil, aturdido. Regresó al restaurante con
ánimo borrascoso y conmocionado por lo que acababa de ver. No quería darle la
mala noticia a Charlotte. No quería hacerle daño.

Sin embargo, no le hizo falta abrir la boca. En cuanto llegó a la mesa, Adri
dejó de relatar cómo había conocido al nuevo hombre de su vida, y los tres alzaron
la vista hacia él. Fue consciente del instante en el que su esposa captó el horror que
la televisión había grabado a fuego en sus retinas. Dio gracias al Universo, en su
sabiduría infinita, por haber situado a la mujer más comprensiva del mundo en su
camino.

Con la piel pálida, como seguramente estaría la suya, dejó el tenedor a un


lado y se puso en pie junto a él.

—Lo siento, chicos —balbuceó—, pero tenemos que marcharnos…

*****
Carlota Vicente agarró con fuerza la mano de su marido mientras el Boeing
tomaba tierra en el aeropuerto Charles de Gaulle.

No le gustaba volar. No le gustaba interrumpir su escapada de aniversario,


máxime cuando había sido un año duro, plagado de momentos felices pero
también de otros verdaderamente difíciles de sobrellevar. No le gustaba ver el
hermoso rostro de David sumido en la preocupación y la tristeza.

Pero, sobre todo, no le gustaban los demonios irrespetuosos que desataban


catástrofes naturales por gusto; por ello, si hubiese tenido que ir hasta las islas Fidji
a intentar pararle los pies a uno de ellos, lo hubiese hecho. En Nueva Orleans
convivía a diario con las cicatrices que otra inundación trágica había dejado, y que
no sanarían jamás. París no merecía correr la misma suerte.

—Todo saldrá bien —susurró en el oído de David justo antes de que se


apagara la señal del cinturón de seguridad.

Era jueves, veintinueve de julio. Hacía menos de veinticuatro horas, había


estado charlando animadamente con su esposo, su mejor amiga y el nuevo novio
de ésta. Entonces, aquella llamada de Lilith había mandado a la porra su armonía
con el desgarro de un tifón, devolviéndolos a un pasado que ninguno de los dos
podía olvidar. En cuanto vio el rostro sobrecogido de David entrar en el
restaurante, intuyó que el desastre era enorme. Tan enorme como para despedirse
a toda prisa de su adorada amiga, a la que no veía con la frecuencia que le gustaría.
Tan enorme como para llamar a su madre y decirle que no podrían pasar por el
pueblo para visitarla a ella y a los abuelos. Tan enorme como para empaquetar un
par de prendas limpias en una bolsa de equipaje de mano y salir pitando en busca
de dos pasajes en el primer vuelo hacia París.

Tan enorme como una bella capital amortajada por los estragos del agua.

Ahí estaban ahora, agotados tras una noche en vela y un viaje turbulento.
Sin ánimo ni fuerzas para enfrentarse a una ciudad que pedía auxilio al final de la
línea de tren de cercanías. Una línea que los conduciría hasta la periferia, dado que
las conexiones con el centro estaban interrumpidas. El resto del trayecto tendrían
que hacerlo a pie.

Sentado a su lado en el vagón del RER, David taconeaba nervioso. Carlota


posó la palma sobre su rodilla y lo obligó a tranquilizarse. Si ya iba a ser duro para
ella, no quería imaginar cómo se encontraba él. Había pasado el último año
tratando de huir de un pasado que le atormentaba día y noche, y, ahora, ese
pasado y ese nombre que empezaba por A regresaban para darle una bofetada.

—Lo siento —susurró, y parecía realmente compungido—. Sé que detener el


impulso destructor de un demonio enloquecido no es el mejor plan para celebrar
un aniversario de boda.

Carlota entrelazó sus dedos con los de él.

—Cariño, no pasa nada. Estamos juntos, y eso es lo que cuenta.

David esbozó una sonrisa forzada.

—Siento que no pudieras disfrutar de más tiempo con Adri.

Charlie también lo sentía, pero su amiga había comprendido desde el


primer momento que sucedía algo grave y les había brindado todo su apoyo y
comprensión. Adri era una chica avispada; incluso ella se había dado cuenta de
que David escondía algo. Cosas que era mejor no preguntar.

—No te preocupes por eso. La boda de Lari y Nacho está a la vuelta de la


esquina. Volveremos a vernos entonces, y también en la despedida de soltera.
Como buenas damas de honor, recuperaremos el tiempo perdido ante una botella
de tequila —le guiñó un ojo a David, intentando aflojar la tensión que los carcomía
a los dos.

Su marido asintió. Después, extrajo del bolsillo de su chaqueta un papel con


las señas que Lilith le había ofrecido. Se apearon en la última parada abierta al
tránsito, la del Estadio de Francia. El hotel al que Asmodeus había acudido a
refugiarse después de provocar el cataclismo no quedaba lejos de allí.

—Sé lo que estás pensando —declaró Carlota—. Sé que tienes miedo de mi


reacción —los dos tenían muy presente aún lo que había ocurrido la primera vez
que visitó las zonas afectadas por el Katrina—, pero soy fuerte, ¿vale? Descendí a
los Infiernos por un demonio, me enfrente al mismísimo Lucifer y después, para
colmo de males, me casé contigo —bromeó—. No soy tan vulnerable como crees.

Él no pudo evitar romper a reír, así que Charlie se alegró de haber cumplido
su objetivo.
—También sé que tienes miedo de poner en riesgo mi vida —continuó—.
Piensas que Asmodeus puede ser peligroso, que no debí haber venido contigo, que
ahora eres un simple mortal y no puedes protegerme, y bla, bla, bla —David había
bajado la cabeza, así que Carlota se la alzó con un pellizco en el mentón. Sus
asombrosos ojos azules la miraron extasiados, tal y como hacían cada mañana
cuando sonaba el despertador—. Pero no te angusties. Si las cosas se ponen feas, yo
cuidaré de ti.

David volvió a agachar la cabeza, pero esta vez lo hizo para depositar un
beso suave en sus labios.

—Te quiero, chérie.

Y, con esas tres palabras frescas en sus tímpanos, Carlota se sintió capaz de
enfrentar cualquier cosa allá afuera.

Una vez en el exterior de la estación, echaron a andar juntos bajo la lluvia.


Donde quiera que dirigiera la vista, lo único que veía era suciedad y miseria.
Terror y devastación. Sólo conocía París de pasada, de un circuito a todo trapo que
había realizado con las chicas en tercero de carrera, pero le costó un esfuerzo
inmenso conciliar sus recuerdos de aquella ciudad maravillosa con el espejismo
post apocalíptico que tenía ante sí. Incluso allí, en la periferia, en el límite de la
zona cero, apenas había gente por las calles, y el agua lo cubría todo. Agua que, a
pesar de eso, no dejaba de caer, igual que una tortura diseñada para poner a
prueba la resistencia de su víctima. A lo lejos, hacia el sur, el silencio gritaba de
dolor a orillas del Sena. La ciudad yacía acobardada bajo el peso de una sentencia
de muerte que no acertaba a comprender.

El hotel al que llegaron era pequeño y estrecho. Un edificio sin pretensiones


pero alto, muy alto, en la zona más elevada de la ciudad: el norte del distrito de
Montmartre. Sus modernas cristaleras contrastaban con el resto de edificaciones
del Boulevard de Ornano, inmuebles antiguos coronados por buhardillas. En
condiciones normales, esa calle sería una vía ancha, preciosa, pulsante. Hoy, sin
embargo, no parecía más que un callejón gris y austero.

Se registraron en una de las muchas habitaciones disponibles; las


inundaciones habían acabado de un plumazo con el overbooking veraniego.

—¿Podría decirme si el señor Jean-Loup, de la habitación 203, se encuentra


en estos momentos en el hotel? —preguntó David a la recepcionista. Ésta no tardó
en rendirse a su encanto natural.

—¿El señor… Jean-Loup? ¿Podría darme su apellido?

David meneó la cabeza.

—No hay apellido. Sólo Jean-Loup. Él es así —masculló entre dientes.

La mujer asintió, azorada, y comenzó a teclear en el ordenador con torpeza.


Carlota puso los ojos en blanco. Aunque durante un tiempo ella se había
comportado exactamente igual, aún no se habituaba a ver a las demás mujeres
salivar como perros de Pavlov detrás de su marido.

—Según los registros, el señor Jean-Loup no ha abandonado el hotel desde


el día de su llegada, aunque se deja caer de vez en cuando por la cafetería... Y
madame Beauvais, de la 204, no se separa de él ni un segundo —añadió, pero ellos
ya iban camino del ascensor. Carlota se preguntó hasta qué punto le estaba
permitido a una empleada proporcionar informaciones tan detalladas de sus
huéspedes.

Recorrieron el pasillo del hotel sin mediar palabra. Dejaron el equipaje en su


dormitorio y, después, bajaron a la segunda planta. Ambos estaban nerviosos; él
conocía a Asmodeus, ella, no. Pero ninguno de los dos sabía a ciencia cierta qué
iban a encontrar al otro lado de la puerta en la habitación 203.

*****

Lily aguardaba su llegada sentada en el suelo del pasillo con la cabeza


hundida entre las rodillas. La sola visión de su melena rojiza consiguió estremecer
a Carlota. No había planeado volver a verla en muchos, muchos años.

—Lil.

La mujer levantó la cabeza ante la voz armoniosa de David. Tenía el rostro


descompuesto y lucía unas profundas ojeras, pero pareció tan aliviada al verlos
que sólo por eso Charlie sintió que había merecido la pena el desplazamiento. La
mujer se puso en pie, como impulsada por un resorte, y se colgó del cuello de su
marido.

—Habéis venido… —constató, probablemente más para sí misma que para


ellos.

Permaneció unos segundos abrazada a David, mientras lágrimas silenciosas


rodaban por su rostro apesadumbrado. A continuación, estrechó las manos de
Carlota.

—Me alegra verte tan bien —sonrió, y ese gesto tan simple contrastó con la
amargura de su llanto—. La última vez que nos vimos…

Charlie tragó saliva.

—La última vez que nos vimos yo estaba en unas condiciones bastante
deplorables.

Lily le acarició un mechón de pelo.

—Estabas preciosa, aunque no tanto como ahora, es cierto.

Aquella mujer era un enigma. No sólo era la criatura más exótica y sensual
que ella había visto jamás, sino que, además, tenía la capacidad de sobreponerse a
su propio dolor para hacer que los demás se sintieran mejor.

Si no fuese una habitante permanente del Averno, a Carlota le encantaría


contarla entre sus amigas.

—¿Sabe Luc que estamos aquí?

David interrumpió su emotivo reencuentro con cuestiones más prácticas y


Lilith lo miró asombrada.

—¿Estás loco? Por supuesto que no. Me mataría si llegara a enterarse.

Él asintió, comprensivo. Estaba tan serio que a Carlota no le hubiese


extrañado lo más mínimo verlo convertido en una estatua de mármol.

—¿Qué haces aquí, de todas formas?

—Vine en cuanto descubrí lo que estaba pasando —explicó ella—. No podía


permitir que causara más daño, ni a los demás ni a sí mismo. Me costó lo suyo
localizarlo; en cuanto comenzó la lluvia dejó abandonada la peniche donde se
alojaba y corrió a refugiarse a un lugar más seguro. Supongo que, además de
villano, es un cobarde en toda regla —su rostro se descompuso.

—¿Y qué hay de la guarida del monstruo? —preguntó David mientras


señalaba la puerta 203.

Lily clavó en él su mirada de ébano, enorme y suplicante.

—Visítala tú mismo. A mí no quiere ni verme —se recordó con pesar—. Y,


por favor, hagas lo que hagas, no la menciones a ella —advirtió.

La luz se colaba por las rendijas de una persiana entreabierta cuando


empujaron la puerta. David entró en primer lugar, y Charlie lo siguió. La
habitación parecía vacía, ocupada tan sólo por el desorden y por un fuerte hedor a
alcohol. Las sábanas formaban un revoltijo en el suelo. Las cortinas estaban
descolgadas; el telefonillo de recepción, arrancado. La moqueta se adhería a las
suelas de sus zapatos, y había botellas vacías y manchas de whiskey por todo el
dormitorio. Uno de los cuadros de la pared yacía sobre el suelo con el cristal
resquebrajado.

Parecía vacía, pero no lo estaba. El bulto que languidecía sobre el colchón


desnudo se revolvió como una comadreja cuando David encendió la luz sin
miramientos.

Carlota ahogó una exclamación. Tirado sobre la cama, el cuerpo de


Asmodeus no era una visión muy grata. Tenía las alas desplegadas y dos tétricos
surcos en las mejillas a consecuencia de los ríos de lágrimas vertidas. Sus ojos
estaban vidriosos y sin vida, y su piel lucía tan acartonada como la de un tambor.
Sus ropas, unos vaqueros cómodos y una camiseta verde oscuro, habían conocido
días mejores. Tenía el pelo estropajoso, el cuello doblado en un ángulo imposible, y
todo él despedía el insufrible aroma de un toxicómano reformado tras su primera
recaída. De no ser por el lento y agonizante movimiento de su respiración, Carlota
lo hubiese dado por muerto, como una de esas estrellas grunge que se ahogan en
las drogas en el cuarto de un motel.

Buscó en el aire la mano de su esposo y se aferró con fuerza a ella. Él le dio


un reconfortante beso en la frente y, a continuación, se abrió camino a través del
caos. Subió la persiana con determinación. Fuera, seguía lloviendo.
—Déjame en paz, Lily —protestó Asmodeus con voz de ultratumba—. Ya te
he dicho que te largues.

Junto a la ventana, David se cruzó de brazos.

—No deberías tratar así a la única mujer que te ha querido por algo más que
por lo que tienes entre las piernas.

En un primer momento, Asmodeus parpadeó, desconcertado. Después,


emitió una risotada capaz de congelar el Infierno.

—Joder —farfulló—. El que faltaba. ¿Qué sabrás tú? —lanzó un vistazo


despectivo sobre Carlota con un movimiento imperceptible de la cabeza—. Vuelve
con tu zorrita a tu vida de burgués y déjanos en paz.

Su marido ni siquiera pestañeó al indicar lo que había más allá de los


cristales..

—No me iré de aquí hasta que hayas acabado con esta locura.

Asmodeus no dijo nada, pero se incorporó sobre los codos, lo cual, a ojos de
Carlota, ya suponía todo un avance dado su precario estado.

Falsa alarma. Lo único que quería era acercarse a la botella de whiskey


semivacía que descansaba en la mesilla de noche.

—Todo esto es por esa bruja, ¿verdad? —disparó David a bocajarro,


desobedeciendo a las claras el aviso de Lily.

Los ojos de Asmodeus llamearon. Fue el primer signo de vitalidad que


pudieron identificar en él desde su llegada.

—¡Cállate! ¡Cállate, maldito traidor! ¡No te atrevas a mencionarla!

David alzó una ceja.

—Interrumpo mis vacaciones, vengo hasta aquí a salvar tu culo ignorante,


aguanto que insultes a mi esposa, ¿y su señoría no me da el beneplácito para que
me refiera a Angélica como lo que es?

Asmodeus se abalanzó sobre él como un títere destartalado, agarrando a


duras penas las solapas de su chaqueta de cuero.

Una vena latió en el cuello de su marido; Carlota sabía que estaba


realizando un admirable esfuerzo de contención para no dejar que su instinto
tomara las riendas y mandara a aquel irreverente demonio al mismísimo Infierno,
de donde nunca debió haber salido.

Estaba claro que así no iban a solucionar nada. Tal vez lo suyo fuese un acto
suicida, pero Charlie intuía que la gente de París agradecería un poco de sacrificio
por su parte.

—¿Quién es Angélica? —intervino. Los dos hombres se quedaron


estupefactos.

David se apresuró a responder antes de que Asmodeus se precipitase como


un cavernícola también sobre ella.

—Angélica es la hermana gemela de Gabriel, y la principal razón por la que


este memo fue a dar con sus huesos en el Infierno hace seis milenios —explicó.

Carlota asintió, tratando de procesar toda la información. Algo en el fondo


de las pupilas de Asmodeus pareció agrietarse.

—Eso no es cierto —balbuceó. Su lengua de borracho le impedía pronunciar


de modo inteligible.

Ella le tendió la mano a aquel demonio desconocido y tarambana.

—Disculpa, creo que no nos conocemos. Me llamo Carlota, aunque puedes


llamarme Charlie, Charlotte, Carlo o como te plazca. Al fin y al cabo, todos lo
hacen. Tú estabas de viaje cuando yo… Cuando fui a buscar a Ast.

Asmodeus la contempló con ojos confundidos. El chirrido de sus


pensamientos, circulando por el interior de su cabeza a toda velocidad, resonó en
las paredes de la habitación. Finalmente, y sin que Carlota supiera muy bien por
qué, decidió corresponder al gesto.

—Asmodeus —mencionó con sequedad. Agitó su mano un segundo y la


retiró con la misma velocidad—. Ya os podéis largar —añadió enfadado—. La
audiencia con su Excelencia ha terminado.
Desoyendo su sugerencia, Carlota se sentó junto a él en la cama deshecha.

—¿Puedo hacerte una pregunta antes de que nos vayamos, Asmodeus?

Él acuñó una mueca mientras le daba otro trago a la botella.

—¿Acaso puedo evitarlo?

Ella hizo como si no hubiera oído nada. David permanecía frente a los dos,
expectante, y Charlie sonrió para tranquilizarlo.

—Dime una cosa, ¿a Angélica le gusta París?

El rostro de Asmodeus se oscureció.

—Sí. Ella adora París.

—¿Y por qué quieres destruirlo?

Él pestañeó y, entonces, sucedió lo inimaginable. Se derrumbó. Comenzó a


llorar con la desesperada intensidad con que sólo un perdedor anegado de alcohol
sabe hacerlo.

—Porque duele como el Infierno sin ella —confesó, y las lágrimas negras
restallaron en la quietud pálida de su rostro—. Porque esta ciudad no vale nada si
ella no está aquí.

A Carlota le afectaron sus palabras. Sabía lo que significaba el dolor de la


pérdida; miró a David, que parecía tan herido como ella. Su esposo se acercó a
Asmodeus con los labios apretados y, venciendo su orgullo, le puso una mano en
las alas. Sus lágrimas eran tan amargas como las gotas de lluvia que se estrellaban,
insistentes, contra el cristal de la ventana.

Asmodeus la contempló con desespero, y Carlota se enfrentó por primera


vez a aquellos angelicales ojos azules, tan similares a los de su marido, inundados
de lágrimas oscuras. Él la miraba, pero sus ojos no la veían. Su mente estaba a
kilómetros de allí.

—Se la llevó —dijo, como si no supiera con quién hablaba; como si no


supiera de qué hablaba—. Me la quitó. Otra vez.
David habló con voz empañada.

—Destrozar una ciudad no va a lograr que te la devuelva, Mod.

—¡Claro que sí! Esa maldita rata vendería a cualquiera. Cuando Gabriel se
dé cuenta de que no puede conmigo, me la devolverá. No le quedará más remedio
que liberarla.

Ahora que estaban allí, Carlota sabía exactamente qué había esperado
encontrar al llegar al hotel. Había esperado una criatura mitológica aterradora y
enfurecida.

Y, sin embargo, lo único que había encontrado era un demonio enamorado.


Un hombre derrotado. Acuciado por la certeza de saber que ninguno de sus
sobrenaturales poderes podría hacerle ganar la partida esta vez.

Sólo quedaba una cosa por hacer: intentar que entrara en razón.

—Asmodeus, yo no conozco a Angélica. Pero estoy segura, sea como sea,


que ella tampoco es feliz sin ti. Y ver al hombre que ama destruir la ciudad que
adora no la está ayudando.

Capítulo XXXIV – El Cielo

Mediados de Verano.

5.900 años después de la Caída.

—Debemos entregarla. En nuestras manos está el fin de esta barbarie.

Gabriel se levantó de un salto, y la silla que ocupaba en la Asamblea se


tambaleó. Las palabras de Miguel habían logrado enfurecerle. Hacía cuatro días
que debatían en torno al mismo asunto, desde que aquel loco desgraciado había
decidido detonar la segunda revolución francesa. En todo ese tiempo, no habían
sido capaces de llegar a un acuerdo.

Ni lo harían. No, mientras sus hermanos siguieran empeñados en repetir la


misma cantinela.

Tendrían que acabar con él antes de que diera su consentimiento para que
Angélica fuese entregada a aquel ser detestable. Antes destruido que tolerar que se
salieran con la suya mientras su propio prestigio era arrastrado por el lodo. Ya
tenía suficiente con que su nombre quedara para siempre vinculado al de su
inmoral gemela.

—De ninguna manera —se opuso con firmeza—. Se trata de mi hermana, no


de un rehén cualquiera. No consentiré que se la trate como moneda de cambio.

En realidad, lo que ocurriera con Angélica le traía seriamente sin cuidado.


Había dejado de importarle en el preciso instante en que olisqueó en ella el rastro
de ese engendro del Infierno. Pero ese par de miserables merecía un castigo, y
ofrecerles en bandeja de plata la oportunidad de estar juntos no le parecía, ni de
lejos, el más adecuado.

Sufrirían. Sufrirían los dos. Y sufrirían por separado. Como debía ser.

—Gabriel, hermano, debes mostrarte razonable —Enoc cumplía su función


de moderador con una serenidad exasperante—. Si, como es probable, la hermana
Angélica ha sucumbido ya a las garras del Mal y no es posible hacer nada por la
salvación de su alma, entonces debe ser entregada. Ésa será su penitencia, y
nuestra baza para salvaguardar París. A veces debemos anteponer el bien de
muchos al propio, hermano. Ahí radica nuestra grandeza.

El arcángel se abstuvo de hacer ningún comentario en torno a qué opinaba


él acerca de la grandeza de Enoc y de lo que podía hacer con ella. El maldito viejo
lo sacaba de sus casillas.

—No, no y no. Jamás daré mi consentimiento.

Enoc suspiró.

—Entonces, no nos dejas más elección que someterlo a votación.

Poco a poco, decenas de manos se alzaron a lo largo y ancho del Gran Salón.
Titubeantes al principio —todos allí dentro sabían lo que significaba contradecir al
arcángel—, pero más decididas conforme pasaban los segundos. En cuestión de
unos minutos, el único voto en contra era el suyo.

Sintiéndose acorralado, Gabriel apretó la mandíbula. Todos sus esfuerzos


habían sido en vano, pero se las pagarían. Todos aquellos petimetres traicioneros le
debían más favores de los que su privilegiado cerebro alcanzaba a contar, y se
arrepentirían de haberle dado la espalda en un momento crucial.

—No hay espacio para la duda —Enoc irrevocó la decisión popular—.


Traed a la hermana Angélica —solicitó a dos de sus siervos, que aguardaban
órdenes junto a la salida—. El Tribunal se reunirá en media hora.

Un par de ángeles menores se apresuraron a abrir las puertas dobles para


acometer la misión que les había sido encomendada. Sin embargo, antes de que
pudieran partir, otro ángel joven entró corriendo en el Gran Salón. Su respiración
fluía agitada, y traía los ojos desorbitados.

—Disculpen la intromisión, sus Excelencias, pero… ¡ha dejado de llover! ¡En


París ha dejado de llover!

El revuelo se extendió entre la audiencia. En el enorme techo abovedado del


salón retumbaron los suspiros de alivio, los aplausos y los agradecimientos al Ser
Supremo. Gabriel, por su parte, no salía de su asombro. No le importaba lo más
mínimo el motivo que podía haber conducido a esa serpiente de Asmodeus a
dárselas repentinamente de santo y mártir. Él sólo podía pensar que, gracias a un
oportuno milagro del Creador, aún había ocasión de manejar las cosas a su
manera.

Enoc trató de reinstaurar el orden, eclipsado por la buena noticia.

—Gracias, Zuriel, por ser el portador de tan maravillosa nueva. Sin duda, la
gracia divina ha querido intervenir con sabiduría, pero no debemos olvidar que
aún tenemos un juicio pendiente; la hermana Angélica no será entregada, pero eso
no la exime de dar explicaciones ante el Tribunal. Id a buscarla —volvió a pedir a
los dispuestos sirvientes—, decidle que ha llegado el momento.

Capítulo XXXV – La Tierra


París, 29 de julio de 2010.

Asmodeus salió de la ducha y, por primera vez en cuatro días, se sintió más
fuerte. No podía decirse que bien, porque no era cierto; pasaría mucho tiempo
antes de que eso sucediera. Pero el chorro de agua tibia y la ropa limpia habían
obrado eficazmente su función.

Las palabras de la mujer de Astaroth habían logrado abrir una brecha en la


nube etílica que lo envolvía, penetrar en su embotado cerebro y asestarle un
mazazo de realidad. Tan fuerte, que aún resonaba en sus tímpanos.

Ver al hombre que ama destruir la ciudad que adora no la está ayudando.

Se secó los cabellos. Incluso húmedos, ya despuntaba en ellos parte del


brillo perdido durante los últimos días. De frente al espejo, fue incapaz de
enfrentarse a su reflejo. Sentía vergüenza de sí mismo.

Desde el instante en que había salido de la Gare du Nord el lunes pasado,


abrumado por una explosiva combinación de ira y dolor, su único pensamiento
había discurrido en torno al modo de devolverle el golpe al infame de la trompeta,
así como despojar a la ciudad de cada recuerdo de su amor perdido. Arrasar París
se le había antojado el plan idóneo para alcanzar ambos objetivos.

Hasta que apareció en escena esa simple mortal, justo a tiempo de


recordarle la cláusula con la que no había contado.

No había contado con Angélica. No había contado con que cada metro de
crecida del Sena era una herida que infligía en ella, al lado de los hematomas y
fisuras que le habían provocado los esbirros de su gemelo. No había contado con la
impotencia y la decepción que ella sentiría al enterarse de lo ocurrido. No había
contado, ni siquiera, con la posibilidad de que la Asamblea pudiese arremeter
contra ella al considerarla responsable indirecta de sus payasadas de niño
malcriado.

No había contado con que Angélica lo amaba a él, y amaba París, y no


podría soportar verlos destruidos a los dos. Y todo por su puta culpa.

Detener la lluvia había sido sólo el primer paso en su redención. Ahora,


vendría todo lo demás.
Salió del cuarto de baño. La habitación parecía una pocilga, pero Astaroth se
estaba ocupando de adecentarla.

—Vaya, tienes mucho mejor aspecto —le sonrió afectuosamente mientras


mullía una almohada.

Asmodeus lo miró extrañado. Estaba seguro de que ese vago no había


mullido un cojín en toda su existencia. No en vano había sido maldito con el
pecado de la pereza.

—¿Desde cuándo haces tú el trabajo duro?

—Ser humano conlleva una serie de responsabilidades, Mod —respondió


muy serio. Asmodeus enarcó una ceja con incredulidad—. Oh, está bien —añadió
con un quejido—. Charlotte me obligó a liberar a los chicos. Ahora se supone que
ya no son mis sirvientes, son mis amigos —concluyó con retintín.

Asmodeus no pudo evitar echarse a reír en lo que se convirtió en su primera


carcajada oficial d. A.. Después de Angélica.

—Me cae bien tu mujer, pringao. Tiene los cojones que te faltan a ti. ¿Dónde
está, por cierto?

Astaroth le dio un puñetazo amistoso en el hombro.

—Ha ido a buscar un par de litros de café con sal. Creímos que te sentarían
bien.

—Gracias, pero no será necesario. Voy a salir.

—¿Adónde crees que vas?

Asmodeus se acercó al enorme ventanal que se asomaba al Boulevard de


Ornano. A lo lejos se perfilaba la silueta del Sacré Cœur. Un poco más abajo,
grupos de humanos con expresión desconsolada achicaban agua de los portales art
nouveau.

—Yo he causado todo esto —se reprendió con voz sombría—. Soy yo quien
tiene que arreglarlo.

Astaroth se aproximó tras su espalda. El cabrón seguía siendo igual de alto,


rubio y fibroso de lo que recordaba, sólo que, ahora, además, tenía un deje de
serenidad en la cara que no le había conocido antes.

—Entiendo cómo te sientes, pero, tal y como estabas hace un rato, no creo
que salir ahí fuera a partirte el espinazo vaya a hacer que te sientas en paz.
Necesitas descansar unos días, recuperar fuerzas. Necesitas olvidar. Vuelve a casa,
Mod, y ocúpate de tus propias heridas abiertas.

Volver a casa… Volver a casa se había convertido en algo imposible para


Asmodeus. Su casa era Angélica, y a ese hogar ya no podría regresar.

—Nunca estaré en paz conmigo mismo, ni aquí ni en ninguna parte —se


reafirmó—. ¿Sabes qué es lo peor de todo? ¿Sabes qué es lo que no me deja dormir,
ni me dejará jamás? —su voz se quebró—. Que al final conseguí mi objetivo.
Quería demostrarles a todos ahí arriba la clase de ser que en verdad es Angélica y
lo logré. Yo mismo la empujé por el acantilado. Y eso no me lo voy a poder
perdonar jamás.

—Si tú pudiste perdonarle a ella sus errores, ella también podrá hacerlo con
los tuyos.

Asmodeus se mesó los cabellos. Los remordimientos suponían una daga


mucho más profunda y punzante de lo que jamás había creído.

—Tú no lo entiendes… Yo no tuve que perdonarle nada porque Angélica


nunca hizo nada. Todo lo que siempre dimos por cierto, lo que siempre le
reprochamos… no fue más que una maldita treta de Gabriel, Ast. Y ahora yo he
sido tan gilipollas como para arrojarla a sus pies de nuevo, lista para ser pisoteada
por él.

Su amigo pestañeó, incapaz de digerir la nueva información. Asmodeus


sabía que, para él, Angélica era lo mismo que para todos los demás: una tramposa
que se había burlado de su amistad.

—Entonces, tendrás que confíar en ella, Mod —pronunció despacio—. Si lo


que dices es cierto, Angélica buscará la manera de sobreponerse a las
adversidades. Si el destino os ha reunido, puede volver a hacerlo.

El demonio descubrió en los ojos de Astaroth un optimismo ciego.

—Hablas como un humano de mierda —se burló, a lo que Astaroth le


respondió con un gesto indescriptiblemente obsceno.

—Será porque ahora lo soy.

Asmodeus se dio la vuelta, dejando caer la espalda contra el cristal de la


ventana.

—¿Y feliz? ¿También lo eres?

Supo que la pregunta lo había pillado desprevenido por la forma en que


Astaroth frunció el labio inferior. Ahora sería mortal, pero seguía siendo el mismo
bastardo expresivo con el que había compartido toda su vida.

—No te negaré que no ha sido un año fácil —comentó, después de


ponderarlo bien—. Charlotte jamás lo reconocerá ante nadie, pero lo cierto es que
la adaptación ha sido mucho más dura de lo que los dos pensábamos. Sentir que la
muerte es una opción, y una incontrolable, cambia mucho tu perspectiva de la
vida, créeme. Los primeros meses fueron los más difíciles. De repente, toda la
existencia que había llevado durante seis mil años se fue al garete, y tuve que
aprender a vivir desde cero. Por segunda vez en mi vida, tuve que dejar atrás mi
casa, mis hábitos, a mi familia… Y ella también tuvo que dejar atrás su casa, sus
hábitos y a su familia. Charlotte volvió a estudiar, pero yo no tenía ni idea de qué
hacer con mi vida, ni por dónde empezar. Había cambiado la inmortalidad por un
futuro corto y vacío. Las pesadillas no me dejaban descansar, y mi humor
cambiaba una media de cinco veces al día —los ojos de Astaroth se nublaron—.
Pero sí, creo que puedo decir que soy feliz. Porque, en todos esos momentos,
incluso en los más feos, ella no se apartó de mi lado. Me ayudó a entender que
podría hacer cualquier cosa que me propusiese; secó el sudor de los malos sueños
cada noche, se apartó en silencio cuando yo no tenía ganas de hablar. Haberla
encontrado me hace inmensamente feliz. Compensa todo lo demás.

El día en que Astaroth se fue, Asmodeus había sido el primero en mofarse


de su decisión. Había que estar loco, y muy empalmado, para rechazar la
inmortalidad, así como toda una vida de privilegios y disolución, por una mujer.
Hoy, él haría lo mismo si pudiera. Había tardado más de un año en entender el
dolor de Astaroth; ahora, daría lo que fuera por no haberse visto nunca en su
mismo pellejo.

Contempló a su amigo con un respeto que no había sentido hasta entonces.

—¿Mereció la pena? —quiso saber.


Astaroth, por su parte, observaba con ojos de carnero y sonrisa pletórica la
figura de su mujer, que acababa de regresar. Venía cargada con dos termos, un
azucarero y un gesto de concentración en la cara. Trataba de cerrar la puerta sin
volcar el contenido de la bandeja.

—Sí. Por supuesto que mereció la pena.

Carlota los miró a ambos con expresión amigable y dejó el café sobre el
escritorio de madera.

—Me alegra ver que te sostienes por ti mismo —bromeó con Asmodeus. Sí,
definitivamente, esa humana era buena gente—. ¿Puedo preguntar de qué
hablabais?

Astaroth la abrazó por la cintura.

—Del fabuloso centro de spa y relajación que pronto abrirá sus puertas en
Nueva Orleans. Le decía a Asmodeus que puede visitarlo siempre que quiera.
Demonios y otras criaturas ancestrales tienen descuento asegurado.

El rostro de Carlota se iluminó.

—No es porque haya sido el epítome de la pereza durante casi seis milenios,
pero lo cierto es que David sabe como nadie lo que significa la palabra relax. Está
haciendo un gran trabajo. Ven a vernos cuando quieras.

Él asintió.

—Lo haré. Y me llevaré a Luc conmigo, a ver si esas aguas milagrosas le


ablandan el palo que tiene metido por el culo.

Los tres rieron a carcajadas. Al otro lado de la ventana, los rayos de un


tímido e incipiente sol comenzaron a hacer acto de presencia. Asmodeus se acercó
a su viejo camarada, y los dos se fundieron en un abrazo.

—Eres un gran amigo. Lamento haberte insultado antes. A los dos —le
guiñó un ojo a Carlota, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Me han dicho cosas peores.

Los chicos se separaron.


—Gracias por hacerme espabilar —Asmodeus esbozó una sonrisa triste—.
Supongo que necesitaba una buena hostia.

—Para eso están los amigos. ¿Ya has pensado qué vas a hacer ahora?

—Seguiré tu consejo. Voy a regresar a casa.

Astaroth aplaudió su decisión.

—Dales recuerdos a todos de mi parte, por favor. Diles que les echo de
menos.

—Nosotros también te echamos de menos a ti. Bueno, excepto Bel, que se ha


adjudicado tu trono y tu palacio. No creo que él quiera que vuelvas jamás. Dice
que es el jodido trono más cómodo que ha tenido en su vida.

Astaroth estalló en carcajadas. Asmodeus recogió las pocas cosas que había
llevado consigo y las metió en una raída bolsa de viaje.

—¿Y vosotros? ¿Qué haréis ahora? —preguntó a la pareja.

Esta vez fue Carlota quien respondió.

—Bueno, creo que nos quedaremos un par de días más aquí. Nos gustaría
colaborar en la limpieza de la ciudad. Después, ¡toca volver a la rutina!

Asmodeus recordó algo que su amigo había dicho antes, cuando estaba tan
ebrio que sus oídos ni siquiera se molestaban en escuchar.

—Siento mucho haber estropeado vuestras vacaciones, Astaroth.

Él le quitó importancia con un gesto de la mano.

—Llámame David —dijo, y miró a Carlota con adoración—. Ése es mi


nombre ahora. Y no hace falta que nos pidas disculpas, aunque creo que hay
alguien que sí las merece…

Asmodeus enrojeció de vergüenza. No sólo se había vuelto loco y había


estado a punto de asolar la ciudad más hermosa del mundo. También había
maltratado a sus amigos, las únicas personas que habían estado a su lado en todo
momento.
—Lo sé —reconoció. Agarró el equipaje y se lo pasó por encima del
hombro—. Ha llegado la hora de tratar de resolver también eso. Cuídate, David.
Cuidaos los dos. Hasta la vista.

Se despidió de ellos en el que había sido su búnker durante los cuatro días
más infernales de su vida. Abrazados por la cintura, le dijeron adiós con la mano.
Con el corazón encogido, Asmodeus salió al pasillo y golpeó la puerta de la
habitación contigua, en busca de su objetivo pelirrojo.

*****

Lily abrió de inmediato. Se quedó perpleja cuando lo descubrió de pie en el


umbral.

—Yo… pensé que eras Ast… Pasa, por favor.

Entró en lo que parecía ser una versión pulcra y ordenada de su propia


habitación. Lily, siempre tan metódica y juiciosa. Él, siempre tan… bala perdida.
Habían sido una pareja abocada al fracaso desde antes incluso de conocerse.

—Creo que te debo una disculpa. Te he hecho pasar unos días traumáticos.

Y no servía de nada que lo negara. Podía atisbarlo en los cercos azulados


bajo sus párpados, y en el rictus crispado de su barbilla. Debió sentirse realmente
desesperada para decidirse a descolgar el teléfono y pedir ayuda.

Ella, sin embargo, intentó aparentar despreocupación.

—No importa. Lo que cuenta es que has recuperado la razón y que estás
sobrio. Y sano. Me alegra que la visita de Ast haya servido de algo.

Asmodeus descargó el equipaje sobre el suelo y tomó sus manos entre las
suyas.

—Gracias por estar siempre pendiente de mí, Lily. Me has cuidado más de
lo que merecía, teniendo en cuenta que yo no he hecho lo mismo contigo.
Lily se apartó, turbada. Su pelo rojo cayó como una cascada cuando agachó
la cabeza.

—Sabes que me gusta cuidar de todos. Hace que me sienta útil y querida.

El demonio inspiró hondo.

—¿Estás segura, Lily? ¿Estás segura de que no hay ningún motivo oculto
que te haya impulsado a cuidar de mí?

Sabía que era rastrero tenderle esa emboscada, pero Asmodeus necesitaba
que todo quedara claro entre los dos. Los últimos acontecimientos le habían
llevado a pensar que tal vez para Lily las cosas no estuviesen tan transparentes
como para él.

—¿Por qué dices eso?

—Disculpa si te ofendo, Lil, pero cuando viste a Angélica en la peniche


parecías a punto de entrar en parada cardiorrespiratoria.

La mujer se sentó en el borde de la cama sin formar ni una sola arruga en el


edredón marfileño. Su provocativa ropa negra y su melena rojiza contrastaban con
la claridad que entraba a través de la cristalera.

—Yo… —se concentró en encontrar las palabras adecuadas—. Te va a


parecer una estupidez, pero cuando Ast se marchó en busca del amor sentí que tal
vez aún existía una última oportunidad para nosotros y… que si yo me esforzaba,
podíamos volver a tener todo lo bueno del principio.

—¿Y has estado pensando eso a escondidas durante un año entero?

Lily iba a justificarse, pero finalmente optó por cerrar la boca y asentir.
Asmodeus resopló. Dijera lo que dijese, tenía la sensación de que ella acabaría
herida.

—Lil, lo bueno del principio jamás podrá regresar; fue un espejismo. El


choque de dos corazones heridos que creyeron encontrar alivio en compañía. Pero,
cuando el dolor se apaciguó, entre tú y yo no había nada.

—¡Yo sí te quería! ¡Aún te quiero! —ella parecía al borde de las lágrimas.


—Yo también te quería, Lily, y te quiero, pero no de la manera en que se
puede sustentar un matrimonio. No de la manera en que Ast quiere a Carlota.

—Ni de la manera en que tú la quieres a ella —terminó por él.

Asmodeus guardó silencio unos instantes. Era absurdo tratar de formular


una respuesta que ambos ya conocían. El mero hecho de pensar en Angélica le
oprimía el pecho hasta dejarlo sin aire.

—Lo siento, Lil —se lamentó—. Por no haber podido ser quien tú querías. Si
es cierto que alguna vez nos proveyeron de amor infinito, entonces en mi caso no
sirvió de nada, porque se lo entregué todo a ella desde el principio. Para cuando te
conocí a ti, ya estaba vacío.

Lily apretó los párpados, superada por la situación, y él se sintió la criatura


más mezquina del Universo.

—No puedo ofrecerte ser la pareja que tú necesitas —añadió, intentando


suavizar los escarpados derroteros de su conversación—, pero sí puedo ser tu
mejor amigo. Eso es todo lo que obtendrás de mí. Y, sinceramente, espero que
aceptes, porque eres una mujer increíble y necesito que formes parte de mi vida.

Ella tragó saliva. Sólo Asmodeus sabía cuánto le iba a costar decir aquellas
palabras.

—Por supuesto que acepto —murmuró, con los ojos negros anegados de
emoción—. He sido una tonta todo este tiempo. Discúlpame. Lo único que quiero
es que seas feliz, y que puedas serlo con la mujer a la que amas.

El demonio la abrazó con ternura. Esperaba que, algún día, ella encontrara
también a alguien que la hiciera feliz.

—Ojalá —recogió el equipaje del suelo y se giró hacia su ex-mujer—. Vuelvo


a casa, Lil. Necesito unos días para pensar y asimilar todo lo ocurrido. ¿Querrás
acompañarme?

Ella se acercó. Su mirada estaba empañada por la pena; a pesar de ello, se


atrevió a dibujar una sonrisa en sus labios.

—Pero sólo como amigos, ¿eh?


Asmodeus rodeó sus hombros.

—Sólo como amigos —corroboró.

Zanjaron las cuentas pendientes con el hotel y se dispusieron a partir,


dejando atrás un París doliente que lloraba sus pérdidas.

Exactamente igual que él.

*****

Se materializaron en el vestíbulo vacío de su palacio infernal. Lily le explicó


que los sirvientes se habían trasladado al Palacio Central tras su huida, puesto que
allí no había trabajo que hacer y Luc les había pedido su colaboración en la
búsqueda.

—Yo misma me encargaré de resolver ese asunto ahora mismo —ofreció.

Asmodeus la detuvo. No quería entretenerse en protocolos absurdos.

—Por mí, puedes darles a todos el día libre. No necesito a ninguno de ellos.
Lo único que necesito es descansar y que nadie me moleste —le dio un beso rápido
en la frente antes de encaminarse hacia el ala principal—. Me voy a mi habitación.

—¡Mod! —la voz de Lily lo detuvo justo en la frontera con la oscuridad del
pasillo.

El Archiduque se volvió con desgana. El bolso de viaje pesaba sobre su


hombro, y toneladas de culpa y desdicha cargaban sobre su conciencia.

—¿Sí?

Ella le dedicó una sonrisa de consuelo.

—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, ya sabes dónde encontrarnos. Los
chicos y yo estaremos siempre a tu lado.
Asmodeus asintió con la cabeza y se marchó. Agradecía el apoyo, pero lo
cierto es que en esos momentos no servía de gran cosa.

La soledad se cernió sobre él, como un ave de rapiña, a lo largo del corredor.
Creyó que al llegar a su lujoso dormitorio se sentiría mejor, pero no fue así. Dejó el
equipaje sobre el suelo y cayó de espaldas encima del colchón. La enorme cama
con dosel era fría, las sábanas pinchaban, y las paredes le recordaban los muros
acolchados de un manicomio. El aire estaba enrarecido. Nunca su propio cuarto se
le había antojado tan poco acogedor, tan ajeno. Hacía sólo dos semanas que había
dormido en él por última vez y, sin embargo, tenía la sensación de que había
dejado pasar toda una vida.

Ahora tocaría reencarnarse de nuevo. Cederle su lugar a ese Asmodeus un


poco más vacío, más abatido y, definitivamente, más infeliz, que venía pidiendo
paso con determinación. El que había acariciado la gloria con los dedos y la había
dejado escurrirse entre ellos por segunda vez.

Bienvenido al resto de tu existencia, Asmodeus. De tu existencia d. A.

Después de Angélica.

Capítulo XXXVI – El Cielo

Mediados de Verano.

5.900 años después de la Caída.

El repiqueteo impaciente en la puerta la alertó. Se hacía tarde. El Tribunal


esperaba.
Su mente viajó a aquellas noches lejanas en las que seis golpes en la puerta
anunciaban dicha y alegría, y se sintió como si hubiese estado corriendo en círculos
desde entonces, sólo para llegar al mismo punto en el que su pulso se había
detenido.

Angélica se contempló en el espejo. Estaba tan hermosa… Nunca lo había


estado más. Tan hermosa, que el Infierno de los cuatro últimos días había valido la
pena. Tan hermosa, que incluso la pesadilla de los últimos seis milenios la había
merecido. Allí, frente a un reflejo desconocido pero que, al mismo tiempo, le
resultaba sorprendentemente familiar, ya no había lugar para el miedo, para la
cobardía o para la vergüenza. Ya no cabía nada que no fuese una última pregunta.

¿Por qué has tardado tanto?

En completar el círculo. En deshacer el camino que había comenzado a


andar hacía seis mil años, durante una noche terrible.

En vivir.

Todo estaba tan claro ahora… Y tan silencioso… Ya no la escuchaba. El


quejido lastimero de su conciencia se había silenciado por fin.

Un nuevo aviso llegó desde el pasillo. Era el último. Si no salía de una vez,
entrarían y la arrastrarían hasta el Gran Salón a la fuerza. Bueno. Que lo hicieran.

Angélica lanzó un breve vistazo de despedida a su cuarto. Nunca más


volvería a verlo. Resultaba irónico pensar que, tras más de seis mil años habitando
aquellas paredes, los únicos recuerdos que valía la pena conservar de ellas tenían
que ver con Asmodeus, y con la clase de ángel que ella había sido mientras las
compartió con él.

Observó su reflejo una vez más. Sonrió. ¿Querían justicia? La tendrían.

Extrajo del armario una túnica inmaculada y se la puso por la cabeza. La


capa púrpura que ocultaría su pecado y que estaba obligada a vestir ante el
Tribunal, como la criminal que todos habían juzgado ya que era, aguardaba
doblada sobre la cama.

Se cubrió con ella; ajustó el cordón; colocó la capucha sin dejar de sonreír.
¿Qué importaba si allí fuera la habían condenado ya? No era su opinión la que le
importaba. No era a ellos a quienes tenía que pedir disculpas. Era a un demonio de
increíbles ojos azules y cabellos enmarañados que jamás vestía de negro porque no
resultaba favorecedor. Era a una ciudad soberbia que había sucumbido bajo fuego
cruzado en una guerra que no era suya.

Era a sí misma, que había renegado, sepultado y casi destruido a la mujer


valiosa que latía en su interior.

Angélica inspiró hondo y se dirigió hacia la puerta, dispuesta a abrazar su


destino.

Por Asmodeus.

Por París.

Y, sobre todas las cosas, por ella.

Todo estaba cumplido.

*****

Avanzó por el pasillo del ala de los arcángeles con rostro gacho, pero con
paso firme. A su alrededor, florecían los insultos de decenas de ángeles
escandalizados. Dora y Celeste, las mismas que, dos semanas antes, habían
presumido de ser sus vecinas y compañeras, le dieron la espalda a su paso,
simulando no conocerla y ufanándose de su propia pureza. Incluso un ángel
menor se atrevió a empujarla. Los siervos de Enoc, quienes la escoltaban hasta el
Gran Salón, se vieron obligados a intervenir.

La explosión escarlata de su capa contrastaba con el entorno pálido de


ángeles rubicundos y túnicas blancas. Independientemente del veredicto final del
juicio, el estigma quedaría grabado para siempre.

Angélica siguió avanzando, haciendo caso omiso de los agravios que le


profería la misma gente que antes decía admirarla, la misma gente cuyo respeto y
confianza tanto se había esmerado en recuperar. Hasta el agotamiento. Hasta la
indignidad. Si su corazón aún hubiese albergado algún tipo de duda sobre el lugar
al que pertenecía, eso hubiera bastado para eliminarla. Como una idiota, se había
afanado en encajar en el único lugar del Universo donde no encajaría jamás. El sitio
al que tanto se enorgullecía en llamar hogar no era más que una farsa. Una bonita
chuchería de paraísos prometedores, bajo cuyo maquillaje delicado y cristalino se
ocultaban milenios de arrogancia y podredumbre.

El vestíbulo central, cuando arribó, era un hervidero de ángeles que


aguardaban la ocasión de escupirle en la cara cuanto pensaban de ella. De rumores
desmedidos sobre la magnitud de sus pecados. De abucheos que reclamaban
justicia.

Las campanas de la capilla repicaron cuando la comitiva alcanzó el Gran


Salón. Era la segunda vez en la historia de su especie que se producía un
acontecimiento así, y Angélica sonrió levemente, auspiciada por la capa.

Así que eso era lo que se sentía. Lo que sintieron Asmodeus y el resto de
Caídos, mientras ella languidecía inconsciente en su habitación por culpa de las
trampas de Gabriel, y de otros tantos igual de corruptos que él.

Las puertas dobles se abrieron con un estruendo litúrgico; la luz del día
iluminó sus pies descalzos, que no dejaron de avanzar hasta tropezar con el
estrado. Angélica sintió en su nuca las miradas de rechazo. Cuando Enoc dio por
iniciado el ritual y le exigió ponerse de rodillas ante los hermanos, igual que a una
delincuente, la arcángel se deshizo del agarre de sus escoltas con un codazo
desdeñoso y permaneció en pie.

Había llegado la hora.

—¿Algo que decir en tu defensa? —acuñó Enoc.

—Sí —confirmó en voz alta y firme. Alzó el rostro, y la parte superior de la


capucha bermellón la cubrió hasta la punta de la nariz—. Asmodeus no me violó.

Un arrullo creciente se abrió camino a través de la bóveda del salón.

—¿Qué has dicho, hermana? —aunque no podía verlo a través de la tela


opaca, Enoc sonaba atónito.

Angélica no lo pensó dos veces antes de responder.

—Que hace cinco mil novecientos años Asmodeus no abusó de mí —


repitió—. Espero haber sido lo bastante explícita.
El arrullo se intensificó hasta convertirse en bullicio. La voz de Enoc se
elevó, preñada de cólera.

—Estamos aquí para discutir acerca de tu comportamiento en la Tierra, no


para evaluar los pecados de ningún Caído.

Angélica emitió una carcajada perversa, interrumpiendo el alboroto de la


sala. Se instaló en ella un silencio sobrecogedor.

—¿Estáis seguros? —pronunció, y sus labios, la única parte visible de su


cuerpo bajo la protección de la capa, se curvaron en una sonrisa torcida.

Con un toque limpio, se deshizo de la capucha. Sus ojos, de un azabache


refulgente, se clavaron en el punto exacto en el que pretendían hacerlo.

En los de Gabriel.

Su hermano palideció, pero no movió un solo músculo. Siguió de pie,


provisto de su infinita aura de superioridad, fulminándola con una mirada de
repugnancia.

Ella no se dejó amedrentar. El tiempo para ello había tocado a su fin. Lo retó
con el destello negro de sus iris y sostuvo su mirada tal y como no se había
atrevido a hacer en casi seis mil años.

De un tirón, desató el nudo que cerraba la capa. El terciopelo enmarcó su


figura y cayó al suelo haciendo una filigrana. Sus alas, de un negro reluciente,
invadieron la quietud de la sala, llevándose por delante toda una vida de engaños
y mentiras.

La conmoción fue inmensa. El jurado se llevó las manos a la cabeza. Por


todos los rincones del Gran Salón se extendió una oración al Creador.

Gabriel apartó la mirada, asqueado, pero ni siquiera eso la hizo rehusar. No


parpadeó, no tartamudeó. Su voz modulada reverberó en la superficie de las
cristaleras, azuzadas por la presencia del sol más radiante que el Cielo había
conocido.

—Yo, su Excelencia la Duquesa Angélica, arcángel de la tercera esfera,


Guardiana Sagrada, confieso que he pecado de pensamiento, palabra y obra. Me
declaro culpable de haber conocido la Oscuridad, de abrazar el Mal, de venerar el
Vicio y de sucumbir a la Tentación —hizo una pausa dramática que culminó en
una sonrisa diabólica—. Y volvería a hacerlo. Salve, Lucifer.

A partir de ese momento, todo se precipitó. El mundo que la rodeaba se


convirtió en un túnel difuso que zumbaba en sus oídos. Sus embotados tímpanos
retumbaron con los gritos de la audiencia. Reconoció entre ellos la voz de Gabriel,
grave y concisa.

—Lleváosla de aquí —ordenó con repulsión—. Ese monstruo no es mi


hermana.

Angélica acogió con serenidad las palabras que había temido escuchar toda
una vida. Ya no dolían, como tampoco dolían las uñas de los esbirros en su piel. El
fuego que la embargaba anestesiaba su alma.

Maniatada, la antigua arcángel fue expulsada de la sala y conducida al


exterior del Palacio. Horrorizada ante la posibilidad de contagio, la muchedumbre
que aguardaba en el vestíbulo se dispersó en estampida.

La empujaron contra el suelo del jardín. A través de la pantalla oscura que


opacaba sus ojos, contempló por última vez los de los cuatro ángeles verdugos. Y,
un poco más allá, vislumbró un columpio inmóvil. Sonrió.

Se preparó para el final.

No, para el final no.

Para un nuevo comienzo.

Capítulo XXXVII – El Infierno

Tercer Trimestre.

Año 5.900 después de la Caída.


Día 1 después del Advenimiento.

Primero un ojo, después el otro.

Angélica entreabrió los párpados, atemorizada y confusa. Llevaba tres


largos minutos aguardando un dolor insoportable que no terminaba de llegar;
esperando que la firmeza del suelo bajo su cuerpo fuese sustituida por la
brutalidad salvaje del vértigo. Así era como Asmodeus había descrito las
sensaciones originales de la Caída, y ésas eran las referencias que ella había
esperado encontrar.

Pero no fueron las que encontró.

Ya no estaba en el Cielo, es cierto, pero tampoco en ningún inhóspito


páramo terrenal, ni ardía consumida por los fuegos de los Nueve Círculos del
Infierno.

Todo estaba tranquilo. En paz. Y, cuando lo vio frente a ella, tuvo la certeza
de que nunca en toda su vida se había alegrado tanto de ver a alguien. Se percató
de lo mucho que, incluso a él, lo había echado de menos.

—¡Luc!

Apoyado con indolencia sobre una puerta de madera, única salida aparente
de la austera sala en la que se encontraban, el mismísimo Lucifer, Príncipe de las
Tinieblas, sonreía con eufórica satisfacción.

Cruzó los brazos sobre el pecho, arrugando un ápice su impecable traje de


chaqueta y, a continuación, le guiñó un ojo con descarada picardía.

—Bienvenida a casa… hermana.

*****
Hay momentos en la vida tan demenciales que lo único que puedes hacer es
seguir la corriente y amoldarte a ellos.

Angélica sabía que Luc la odiaba, que todos allí la odiaban, o, al menos, eso
creía. La traición, aunque ésta no hubiese existido, era motivo suficiente para poner
punto y final a cualquier amistad.

Sin embargo, en esos momentos, poco le importaba que Luc la odiase o no.
Estaba asustada, nerviosa y había padecido un calvario los últimos cuatro días. Por
eso, se puso en pie, cogió carrerilla y se precipitó a darle un abrazo.

—¡Luc! ¡Cuánto me alegro de verte! —y, paradójicamente, era verdad.


Aunque aún más surrealista fue que Lucifer correspondiese a su abrazo.

—Te estábamos esperando —anunció con calidez.

Angélica se separó de él y lo miró con curiosidad.

—¿Cómo es posible que…? Yo pensaba que… —trastabilló—. Creía que


resultaría doloroso. Que tendría que sufrir tanto como vosotros antes de llegar
aquí. Y ni siquiera he sido consciente del viaje.

Lucifer le dedicó una sonrisa de superioridad. De irresistible superioridad.

—Uno no llega a convertirse en Gran Emperador del Mal sin acumular unos
cuantos poderes, ¿no crees? Desde que mencionaste mi nombre supe que vendrías;
lo demás corrió de mi cuenta. Te he proporcionado un vuelo privado y sin escalas
por cortesía de Air Satán —celebró con una carcajada su propia ocurrencia.

Angélica se quedó sin palabras. Jamás pensó que el poder de Luc hubiese
logrado superar al de los propios ángeles. De hecho, sospechaba que ni siquiera los
mismísimos demonios eran conscientes del poder que auspiciaba su Jefe.

—Vaya… gracias.

Luc le propinó una palmadita en la espalda mientras la empujaba hacia la


puerta, que se abrió desde el interior.

—No se merecen. Considéralo un regalo de afiliación. Tengo grandes planes


para ti —pronunció con voz maquiavélica.

Al otro lado de la puerta había un pasillo estrecho y prolongado. Luc


encendió las luces con sólo una palmada; a lo largo del techo, pequeños plafones
de cristal se fueron activando con un zumbido.

—Luc, yo… —Angélica apenas sabía por dónde empezar. Había tantas
cosas que decir, tantas explicaciones que dar…

El Emperador —su nuevo Emperador— le puso un dedo en los labios.

—El pasado quedó atrás —aseveró él—. Lo que importa es que ahora estás
aquí. Como siempre debió ser.

Se pusieron en marcha a través del pasillo, cuyo final parecía abrirse en una
explosión de luz. Ella sonrió con timidez mientras caminaba.

—A pesar de todo —confesó—, os he echado de menos.

—Nosotros también a ti, rubia.

La voz procedía del final del túnel. Angélica, sorprendida, lo recorrió en dos
zancadas, y un grito de júbilo estalló en su garganta.

—¡Bel! ¡Sam!

Los demonios, con los que tantas noches de risas y confidencias había
compartido, la esperaban alegres en el amplio vestíbulo.

Con lágrimas en los ojos, Angélica se fundió en un nuevo abrazo con sus
viejos amigos.

—Lo siento tanto, tanto… —susurró, con el rostro enterrado en el hombro


de Belzebuth—. Siento tanto todo lo que tuvisteis que pasar. Si yo hubiera sabido
que…

Él, con su cara de niño bueno y su pelo liso casi albino, la miró directamente
a los ojos.

—No pienses en eso. Ya nos han puesto al corriente de todo lo sucedido


entonces. Lo único que lamentamos fue no haberte traído con nosotros cuando
tuvimos la oportunidad.

Angélica le tomó de las manos. Por todos los perros del Infierno, le habían
hecho tanta falta todos ellos…

—Hay un momento para todo, y tal vez aquel no era el adecuado.

Samael le dio un sonoro beso en la mejilla. Él no había sido sólo un gran


compañero de aventuras allá arriba; también habían sido vecinos y hermanos de
jerarquía. Fue él quien la invitó a unirse a sus encuentros privados la noche en que
todo comenzó.

—Prometemos ponerte al día de todo. Incluso te regalaré el manual para


sobrevivir a Luc en sus días del mes —se burló, y el Emperador le dio una colleja
en la nuca como recompensa por su buen humor.

La mirada de Angélica se nubló al echar un vistazo a su nuevo hogar.

Su nuevo hogar… Qué extrañas sonaban esas palabras en sus oídos.


Siempre había creído tener claro cuál era su hogar y que no podría vivir lejos de él.
Siempre, hasta que descubrió que su hogar no era un lugar en el mapa, ni unas
coordenadas en el espacio. Su hogar era cómo se sentía cuando estaba cerca de
Asmodeus.

—Sé que no será fácil vivir aquí.

Esta vez fue Luc quien habló.

—No, no lo será. Pero ya habrá tiempo para eso —sus ojos brillaban como
los de un gato ante un plato de leche—. Por lo pronto, esta noche habrá una gran
fiesta de recepción en honor de la recién llegada. Bel, Sam, encargaos de prepararlo
todo —ordenó.

—Chicos, creo que os estáis olvidando de algo —una melódica voz


femenina atrajo su atención. Había estado tan obnubilada por la emoción de volver
a ver a sus amigos que no se había percatado de la presencia de Lily en el
zaguán—. Hay alguien que necesita saludar a nuestra nueva inquilina más que
vosotros, pandilla de egoístas.

Angélica se acercó a ella.


—Cuando nos vimos en París no me presenté como es debido, pero
supongo que ya sabes quién soy —dijo, y le tendió una mano.

La mujer pelirroja la aceptó. Sonrió, y su sonrisa era afectuosa y sincera.

—Sí, y supongo que tú también sabes quién soy yo. De ahora en adelante,
cuenta conmigo para lo que quieras.

Angélica respiró aliviada. Fuera lo que fuese lo que había existido entre
Asmodeus y ella, estaba claro que ya no tenía de qué preocuparse.

—Lily —Luc interrumpió la charla femenina—, enseña a nuestra recién


llegada cómo llegar al Palacio de Asmodeus. Él aún no sabe que estás aquí; es una
sorpresa. Y, por favor, Lil, préstale algunas ropas —exigió, con la contundencia de
un estilista que ve peligrar de pronto los pilares del buen gusto. Señaló con
aversión la ajada túnica que Angélica aún llevaba puesta—. Regla número uno:
odio el blanco, Archiduquesa.

*****

Las terceras oportunidades no existen.

Tirado sobre la cama, agotado de tanto pensar y con el corazón entumecido


de tanto extrañar, Asmodeus reflexionaba sobre el futuro y el azar. Sabía que
tendría que seguir adelante, pero no ahora. No todavía.

Azar es rozar el brazo erizado de una muchacha sentada a tu lado bajo las
estrellas, y que ella acabe convirtiéndose en la mujer a la que más has amado y
amarás en toda tu vida. Azar es que esa misma mujer emerja de la nada una noche
en el boulevard de Clichy, con expresión preocupada y ojos de inocencia. Azar es
jugártelo todo por ella, incluso el alma, en un casino a las afueras de París. Y azar
es, definitivamente, que nada de eso tenga el más mínimo futuro.

A esas alturas, lo único que le quedaba ya era aprender de una vez por
todas la maldita lección.

Que las terceras oportunidades no existen.


Que cuando has quemado dos cartuchos no hay gracia en el Universo que
milagrosamente te regale un tercero.

Los recuerdos atosigaron su desbocada memoria.

Una capilla. Un cielo rojizo. La última noche.

¿Quieres ser mi esposa? ¿Vendrás conmigo?

Una embarcación sobre el Sena. Un cielo encapotado y plomizo. El último


día.

¿Querrás vivir conmigo para siempre?

Dos ocasiones desperdiciadas. Dos vidas rotas. Y una tercera oportunidad


que nunca llegaría.

Porque las terceras oportunidades no existen.

La puerta se abrió de repente con un golpe de aire. Asmodeus se incorporó,


dispuesto a echar con cajas destempladas a quien hubiese osado interrumpir su
desvelo. Antes de llegar a hacerlo, su quebradizo latido se detuvo.

Era la criatura más hermosa que había pisado nunca el Infierno. Era un
ángel perfecto, de cabellos ondeantes y bruñidos, figura escultural y piel nívea. Era
una diablesa excitante, con aquel reflejo de obsidiana en sus ojos y las alas teñidas
por pecados en la madrugada.

Era lo más bonito que sus malditas retinas habían tenido el privilegio de
contemplar.

Era su tercera oportunidad.

Asmodeus se quedó sin aire. Desarmado, sólo fue capaz de seguir los pasos
de Angélica en el interior del dormitorio. Angélica, que lucía una sonrisa capaz de
abatirlo en el campo de batalla. Angélica, capaz de desatar el paraíso incluso en
aquel laberinto impenetrable de azufre y naftalina.

—Sí —dijo ella, rotunda, y él tardó unos segundos en comprender el alcance


de esa única palabra—. Sí. Ésa es mi respuesta. Lo ha sido siempre. Siento haber
tardado tanto.
*****

Sentados en la cama, con las piernas de Angélica enredadas entre las suyas,
hicieron balance de todo lo ocurrido durante los últimos cuatro días.

Asmodeus, invadido por el desasosiego, escudriñaba todas y cada una de


las extremidades de ella.

—¿Estás bien? —inquirió, y comenzó a contar, uno a uno, los dedos de su


mano derecha.

Angélica asintió, enternecida.

—Estoy bien, quédate tranquilo. Todo ha ido bien. Y Luc me ha ahorrado la


parte difícil, ya sabes.

Asmodeus besó sus sienes, su mentón, sus labios.

—Tendré que darle las gracias, después de todo. Pero has corrido un riesgo
demasiado grande —susurró, con la frente unida a la suya—. Ese malnacido
podría haber acabado contigo.

Angélica le devolvió el beso, más largo esta vez. Mucho más largo.

—Sin ti, no tenía nada que perder.

Él abrió los ojos. Una sonrisa lenta y traviesa, de ésas que podían volver su
mundo del revés, se extendió por sus mejillas.

—Estás preciosa, diablesa.

—¿Te gusto así?

Asmodeus tomó su cara entre las manos y sondeó en sus ojos.

—¿Te gusta a ti?

—Me encanta.
—Eres la fantasía de cualquier demonio —Asmodeus puso los ojos en
blanco—. De hecho, hay un par de crápulas ahí fuera a los que voy a tener que
dejarles las cosas muy claras antes de que te vean…

—Ya me han visto —palmeó ilusionada—. Y han organizado una fiesta en


mi honor esta misma noche a la que, por supuesto, estás invitado.

Asmodeus arqueó una ceja.

—Oh, ya veo. Mi novia se rinde ante el Mal, ingresa en el Infierno, y yo soy


el último en enterarme.

—Me gusta cómo suena eso de novia. Tu novia. Para siempre.

Los ojos de Asmodeus llamearon de deseo.

—Hasta que el Infierno se congele.

Ella echó un vistazo al lujoso dormitorio de techos altos, plagado de


brocados antiquísimos, por un lado, y de las más modernas comodidades, por otro.

—Creo que podría acostumbrarme a esto. ¿Por qué nunca me contaste que
tu Palacio era tan acogedor? Podría haberme decidido a visitarte mucho antes —
bromeó.

El demonio acercó la cara a una de sus alas e inhaló con expresión extática el
aroma que manaba de ella. Después, pestañeó asombrado.

Una, dos, tres veces.

—¿Qué ocurre? ¿Sucede algo malo? —Angélica se alarmó.

Asmodeus nunca había visto nada semejante. Disimuladas entre la


uniforme masa de color negro, su ala izquierda conservaba tres pequeñas plumas
blancas.

Al parecer, su alma aún conservaba un resquicio de la Angélica que había


sido y que siempre sería. No una diablesa, como se obcecaba él, ni un ángel, como
se empecinaba ella, sino ambas cosas. El término medio.

—Nada, cariño —depositó un beso en sus ostentosas alas, exactamente en el


punto donde aquellas tres rebeldes plumas se erigían como estandartes—. No
sucede nada malo.

—Luc dijo que tenía grandes planes para mí.

—Olvídate de Luc. Él y yo ajustaremos cuentas más tarde. Por ahora, mis


únicos planes tienen que ver con una cama caliente, una diablesa desnuda dentro o
fuera de ella y…

—…y espero que también con cierta ciudad que necesita nuestra ayuda, ¿no
es así? —terminó por él.

Estaba tan arrepentido, tan avergonzado, que ella ni siquiera tuvo el valor
de reprochárselo.

—Siento mucho lo ocurrido —se excusó—. Sé que no hay justificación


posible, pero tenía que recuperarte. Tenía que hacer algo… Lo siento en el alma, de
verdad.

—No es a mí a quien tienes que pedir disculpas. Yo entiendo por qué lo


hiciste, pero París no. Y necesita que enmiendes tu error.

Él besó la palma de su mano.

—Voy a hacerlo, te lo juro. Quiero hacerlo. Mañana mismo partiremos a


París, y te prometo que pronto volverá a brillar.

Después de que su caprichoso destino le hubiese mostrado unas cuantas


veces lo capullo que podía llegar a ser, parecía que al fin comenzaba a encarrilarse.
No podía pedirle más.

—Está bien —acordó ella con entusiasmo—. Mañana, en cuanto mi fiesta


haya terminado, los dos regresaremos a casa.

Capítulo XXXVIII – El Infierno

Tercer Trimestre.
Año 5.900 después de la Caída.

Día 2 después del Advenimiento.

Luc se extrañó al ver que Asmodeus entraba en su despacho temprano y sin


avisar. Hacía apenas un par de horas que la recepción de Angélica había terminado
para algunos. Para él… Bueno, digamos que las cosas se habían puesto un tanto
salvajes a partir de las seis de la madrugada.

Aún no se había ido a dormir cuando el Archiduque apareció ante su


puerta, ojeroso y feliz como un niño en la mañana de Navidad. Luc no se molestó
en recoger los estragos de la noche anterior que aún pululaban por su despacho. El
liguero rojo ondeaba encima del flexo como un estandarte; las cortinas estaban
semidescolgadas, había botellas vacías por toda la habitación y la alfombra de piel
de oso tenía un par de sospechosas manchas de cera derretida.

—Pensé que ya habríais salido hacia París —conjeturó el Emperador—, o


que seguiríais celebrando el reencuentro con mucho lubricante y un látigo.

—Hay tiempo para todo —reconoció Asmodeus con una sonrisa pícara.
Recogió unas medias agujereadas del respaldo de la silla maciza—. Igual que aquí,
por lo que veo. Partiremos dentro de unos minutos, pero antes quería decirte dos
cosas.

Luc enarcó una ceja. Tenía sueño y curiosidad. Ambas sensaciones juntas
eran una combinación difícil de digerir.

—Me dejas en ascuas.

El Archiduque se acercó a él con porte peligroso.

—La primera es: Gracias.

—¿Y la segunda?
—Ni de coña.

El Emperador balanceó la cabeza, sopesando el mensaje.

—Me gusta más la primera. ¿Puedo quedarme con ésa?

—Gracias por lo que hiciste por Angélica. Por los dos —Asmodeus
prosiguió, como si no hubiera oído nada—. Gracias por ocuparte de su Caída y por
cuidar de ella. Te debemos una muy gorda. Supongo que no eres tan mal amigo,
después de todo, y que detrás de toda esa raya diplomática escondes algo similar a
un corazón. De cerdo, pero corazón al fin y al cabo.

Luc se agarró el pecho, como si sintiera un profundo dolor en el tórax.

—Me llegas al alma con tus palabras; creo que no podré soportar tanta
ternura.

Asmodeus dibujó una sonrisa irónica en su cara. Tal vez sólo se lo pareciese
a él, pero daba la impresión de que esa mañana las sonrisas brotaban entre ambos
con más facilidad.

—No te pongas gallito, que tampoco es para tanto. Sé que todos tus actos
tienen un fondo puramente egoísta. Tal vez Angélica no se haya dado cuenta
todavía, pero a mí no me la cuelas, Luc. Por eso, la respuesta es: ni de coña.

El Emperador compuso la mejor mueca de inocencia que había ensayado


jamás.

—No sé a qué te refieres.

—No pienso tolerar que utilices a mi mujer como arma arrojadiza contra su
hermano —Asmodeus no se anduvo con rodeos—. Angélica no es un topo, ni una
tránsfuga, ni una herramienta a tu disposición. Si ella quiere luchar en tu guerra, lo
hará, pero sólo si así lo desea, ¿está claro?

Luc cabeceó.

—¿Te has vuelto loco? Esta no es mi guerra, Mod; es nuestra guerra. Y en la


guerra todo vale. ¿Acaso lo has olvidado?

Asmodeus jugueteó con un pisapapeles con forma de flor de lis.


—No, Luc. Ésta ya no es mi guerra. Yo ya he ganado cuanto podía ganar;
allí arriba no me deben nada.

Luc se sentó en su cómodo sillón y se mesó los áureos cabellos con las
manos para insuflarse calma.

—¿Vas a olvidar todo lo que esos capullos nos hicieron? ¿Incluso lo que le
hicieron a Angélica?

Supo que había tocado fibra sensible cuando Asmodeus contrajo el puño en
torno a la figura de bronce.

—No, por supuesto que no lo voy a olvidar. No tengo la más mínima


intención de consentir que Gabriel se vaya de rositas. Por eso, podrás seguir
contando conmigo cuando quieras y para lo que quieras, igual que hasta ahora.
Pero a ella no la metas en esto.

—¿Te olvidas de quién manda aquí? —los ojos de Luc centellearon por la
ofensa.

Asmodeus lanzó una carcajada despiadada. Devolvió el pisapapeles a su


lugar y le apuntó con un dedo.

—Tú serás el Emperador, pero sin mi apoyo y el de los demás no eres nadie.
Estás solo.

—¿Qué insinúas? —tanto melodrama comenzaba a sacarle de sus casillas.

—No pretendía insinuar nada, sino dejártelo bien claro. Atrévete a incluir a
Angélica en tus planes sin su consentimiento, y, entonces, no nos tendrás ni a ella
ni a mí.

—No puedes dejar de ser lo que eres —apostilló Lucifer. Aquel tarado con
ínfulas de listillo siempre lograba sacarlo de quicio.

El Archiduque debió de considerar que ya había perdido suficiente tiempo


en aquel despacho, porque se encaminó hacia la puerta.

—No —dijo desde el otro lado de la habitación—. Pero sí puedo renunciar a


mis derechos de jerarquía y desentenderme de todo. Y eso no te conviene en
absoluto.
Luc guardó silencio. Ya había perdido a un Archiduque hacía tan sólo un
año; bajo ningún concepto podía quedarse sin el otro.

—Está bien —masculló; aquel maldito cabrón lo tenía sometido a su


voluntad—. Tú ganas.

Sintió deseos de darse cabezazos contra la pared. Observó a Asmodeus, con


su expresión beatífica y aquellos cabellos revueltos que enmarcaban su cara de
niño mimado. ¿En qué momento su adorado Infierno se había convertido en un
puñetero reformatorio de antiguos niños prodigio?

—Por cierto —Asmodeus ya estaba casi en la salida cuando se giró una vez
más—, Angélica y yo no sólo nos vamos a París para ayudar en la limpieza. Nos
vamos a instalar allí. De forma permanente —enfatizó.

Otro as en la manga. Luc contempló desganado el liguero que pendía sobre


el escritorio; no eran ni las nueve de la mañana, y ese bastardo ya había conseguido
amargarle un día que había comenzado de forma inmejorable. A este paso, tendría
que pedir auxilio sindical por mobbing antes de que finalizase la jornada.

—Explícame una cosa —le pidió a su recién recuperado amigo—. ¿A qué


viene tanta condescendencia repentina? ¿Qué es esto? ¿Una competición de
altruismo?

—No —defendió el Archiduque. Su sonrisa irradiaba luz—. Es algo que tú


nunca entenderías. Es un término medio.

Capítulo XXXIX – La Tierra

París, 30 de julio de 2010.

Los dos tenían muy claro qué era lo primero que debían hacer en cuanto
pusieran un pie en París, y así lo hicieron.

La puerta del apartamento se abrió antes de que el sonido del primer


timbrazo se hubiese extinguido, y Axelle salió disparada por ella como una
tromba.
—¡Chicos! —estampó en cada una de sus pasmadas caras los cuatro besos
normandos reglamentarios—. ¿Estáis bien? ¡Donc, estaba tan preocupada al no
saber nada de vosotros!

Su cara alternaba muecas de alivio e inquietud. En lugar de invitarlos a


pasar, prácticamente los empujó al interior de la vivienda.

—¿Estáis bien? ¿Pero bien de verdad? —se sentó junto a ellos en el sofá, tan
lleno de ropa sucia y desperdicios como era habitual—. Vi la peniche de Jean-Loup
en las noticias. Estaba completamente arruinada, y pensé que tal vez os había
sucedido algo... Llamé a la mayoría de hospitales de París, pero no supieron darme
señales de vosotros. Disculpad el desorden —su mano barrió la habitación con
gesto ausente—. No he parado mucho en casa desde que comenzaron las labores
de limpieza ahí fuera.

Hasta ese momento, Angélica no había sido del todo consciente de la


zozobra que la gente de París tenía que haber sufrido durante los últimos cinco
días. Aún no había querido ver ninguna de las zonas devastadas; prefirieron
materializarse directamente dentro del portal de Axelle. Si algo le hubiese llegado
a suceder a su amiga, ni Asmodeus ni ella se lo hubieran podido perdonar. Por
suerte, estaba sana, y se había alegrado al comprobarlo, pero su rostro
descompuesto y la angustia que reflejaban sus chispeantes ojos le demostraron que
los daños ocasionados por la tormenta no habían sido sólo materiales.

—Yo… Lo siento mucho, Axelle —la abrazó, y se sintió tan reconfortada que
tardó unos segundos en soltarla—. Tuvimos que salir de la ciudad a toda prisa por
una… por una urgencia familiar —miró a Asmodeus con complicidad—; ni
siquiera pude avisarte ni despedirme de ti. Lo siento.

Su amiga le dedicó una sonrisa cálida.

—Pas de soucis[13]. Lo importante es que los dos estáis bien. Os invitaría a


desayunar, pero la Brioche Dorée lleva cerrada desde el miércoles y no tengo ni un
croissant que ofreceros…

—¿Y las chicas? —Angélica se inquietó de repente—. Están bien, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Por fortuna, Nathalie no estaba en la ciudad cuando empezó a


llover. Tiene unos días libres en el trabajo y está de visita familiar en Saint-Malo. Y
Dominique está bien; trabaja de sol a sol ayudando a achicar agua en su
arrondissement. Dentro de un rato nos encontraremos en el punto de información
provisional instalado en Pompidou.

—Nosotros también queremos ayudar —intervino Asmodeus. No le había


soltado la mano desde que habían salido del Infierno, y Angélica sabía hasta qué
punto se sentía culpable—. ¿Tan mal está todo?

Axelle chasqueó la lengua, y ambos supieron al instante que todo lo que


expusiera a continuación no sería sino una versión suavizada de la realidad.

—No os voy a engañar… —rápidamente realizó un parte de daños—. Los


daños humanos son escasos: hay algunos heridos debido a los saqueos, y gente que
se ha quedado en la calle en unas condiciones pésimas, pero por suerte los planes
de evacuación funcionaron bien y no hay que lamentar una catástrofe mucho
mayor. Las partes de la ciudad más afectadas son las islas, como es lógico, y la
orilla derecha. Aquí no ha habido grandes problemas, aunque la ribera está hecha
un asco. Y, al menos, ya se han restablecido el suministro eléctrico y algunos
transportes —hizo una pausa solemne, como si lo peor estuviera por venir—. El
campo de Marte y la explanada de Inválidos se han echado a perder. Ayer, por fin,
salió el sol durante la tarde y ayudó a evaporar gran parte de la crecida, pero
todavía queda mucha agua que achicar. Algunos monumentos, como el Grand
Palais, están casi derruidos, aunque el ayuntamiento ya está hablando de
reconstrucción. Los daños en el Louvre y en el Marais son horribles. Ya eran zonas
pantanosas hace siglos, y el agua campa a sus anchas en locales y viviendas. La
Biblioteca Nacional ha perdido miles de ejemplares en depósito… Las barcas del
Canal Saint-Martin, las peniches del Sena…, todo ha desaparecido. Es una tragedia.
La gente vaga por las calles sin terminar de creerse aún que algo así haya podido
suceder en París.

Ni ella tampoco. Angélica cerró los ojos. No podía asimilar todo lo que
había ocurrido mientras ella no estaba, todo lo que se había perdido para siempre.
Pero ya era tarde para lamentarse; ahora tocaba el turno de ponerse las botas de
agua y empezar a trabajar.

Sobre la mesa de comedor, el teléfono móvil emitió un zumbido, y Axelle


comprobó la hora en su reloj de muñeca. Un aire optimista invadió sus mejillas
pecosas.

—La buena noticia es que París saldrá adelante con ayuda de todos. Y
ahora, siento tener que dejaros, chicos, pero Dominique me está esperando.
Asmodeus se puso en pie, tan deprisa, que estuvo a punto de golpearse la
cabeza con el falso techo.

—Vamos contigo —exclamó. Tenía la cara demacrada y los ojos


desorbitados.

Angélica también se levantó y lo abrazó por la cintura.

—Primero debemos buscar un lugar donde quedarnos estos días, hasta que
encontremos un sitio para vivir —Axelle la miró con curiosidad, y ella anticipó su
respuesta con una sonrisa pícara—. Vamos a quedarnos en París una larga
temporada —anunció.

La stripper dio un salto de alegría y comenzó a aplaudir.

—No podríais haberme dado una noticia mejor —pletórica, volvió a repartir
besos de cuatro en cuatro—. Me alegra tanto saber que vamos a seguir
viéndonos… No me gustaría perderte tan pronto ahora que he encontrado una
nueva amiga. Y no se hable más: hasta que halléis un hogar estable os quedaréis
aquí.

Angélica, conmovida, le ofreció una excusa que cayó en saco roto.

—Pero somos dos, te vamos a incordiar muchísimo…

—¡No se hable más! —repitió Axelle. Ya había cogido las llaves y el teléfono
móvil y los estaba guardando en su mochila—. Ninguna normanda que se precie
permite que sus amigos se hospeden en un hotel. Tu cuarto aún está libre,
Angelique. Sé que es estrecho, y no muy cómodo, pero así dormiréis abrazados y ya
se sabe que una cosa lleva a la otra… —les guiñó un ojo desde la puerta.

Ante las palabras mágicas, Asmodeus pareció despertar de su


ensimismamiento. Mientras se alejaban del sexto arrondissement en dirección al
centro Pompidou, el demonio se acercó a su amiga y habló con ella en voz baja,
aunque lo suficientemente alto como para que Angélica pudiese escuchar cada
palabra.

—Por cierto, Axelle… Respecto a eso que le enseñaste a Angélica la semana


pasada… —comentó, con una sonrisa ladeada y un fulgor lujurioso en las
pupilas—. ¿Algún día podrías prestarnos las llaves de la Pink School otra vez?
*****

El día transcurrió entre cubos de agua sucia y paletadas de fango. Axelle


tenía razón; había muchas personas atrapadas en el drama que había envuelto a la
ciudad, pero también habían encontrado otras muchas que no habían dudado en
lanzarse a la calle y cooperar. París lo merece, decían.

El sol no había dejado de brillar en todo el día, salpicado tan sólo por
algunas nubes blanquecinas que habrían hecho estallar de celos al mismísimo
Cézanne. Y, aunque resultaba duro achicar agua con la presión de sus rayos sobre
la cabeza, las ensenadas de agua habían agradecido su presencia. Unos cuantos
días más, y la peor inundación de la historia de París no sería más que un recuerdo
gris en la memoria de sus habitantes, una muesca en los dinteles de los edificios
aledaños al río.

Contenta a pesar de todo, Angélica hundió la cabeza en la almohada y se


dio cuenta de lo exhausta que estaba. A su lado, Asmodeus se revolvía incómodo
entre las sábanas color lila estampadas con flores, sin encontrar una postura que
fuese de su agrado. Refunfuñó entre dientes, maldiciendo con exabruptos la
cortesía normanda, y se inclinó hacia ella con una expresión hambrienta en el
rostro.

—Así que aquí es donde pasabas todas esas noches. Sola. Desnuda.
Caliente.

Acompañó sus palabras de un ejemplo gráfico. Angélica paladeó la


anticipación cuando él deslizó la boca bajo la camiseta de su pijama de lino. De
golpe, las sábanas lila con florecitas volaron por los aires. Antes que pudiese
oponer resistencia, se subió encima de ella y le placó los brazos por encima de la
almohada. Ella rompió a reír al ver su cara de satisfacción.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—En los términos medios. En lo jodidamente estimulantes y provocadores


que resultan.

Angélica suspiró.
—Ahora que ya hemos conseguido el nuestro… ¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a retomarlo en el limbo exacto en el que lo dejamos —los labios de


Asmodeus hicieron de las suyas justo en la base de su cuello.

—¿Significa eso que me vas a hacer el amor sin descanso hasta que ninguno
de los dos pueda caminar?

Él rio contra la fina piel tras su oreja.

—Veo que lo vas pillando —aprobó.

—¿Y después? ¿Qué haremos después?

Asmodeus pospuso un instante su placentera tarea para mirarla a los ojos.


Los suyos, cubiertos de una pátina azabache, sonreían con entusiasmo.

—¿Después? ¿Qué más da? Tenemos toda una eternidad para decidirlo…

Epílogo

París. Seis semanas después.

Angélica abrió los párpados con lentitud, y la luz baja de aquella mañana de
septiembre la hizo pestañear. Tanteó el lado derecho de la cama con la palma;
estaba vacío.

Un vaivén brusco del colchón la obligó a incorporarse. Alarmada, se dio


cuenta de que el suelo bajo sus pies se movía.

Después de perder su adorada peniche en la catástrofe, Asmodeus se había


negado en redondo a mudarse a un hogar corriente por considerarlo incompatible
con su paranormal y extraordinario espíritu, a pesar del ingente gasto en
medicación contra el mareo que ello suponía. Angélica también se había
acostumbrado a sentir el ondeante baile del río bajo sus pies, aislada de la
algarabía de París y tan dentro de ella al mismo tiempo, así que no hubo discusión.
En cuanto la vida en la ciudad recuperó la tónica acostumbrada tras la crecida,
dejaron la casa de Axelle —así como la estrecha cama con sábanas de flores— y se
hicieron con una nueva nave, más pequeña y menos glamurosa, pero con la ventaja
añadida de poder navegar en ella. La anclaron en el canal, bajo un paseo poblado
de árboles, junto a la Ópera Bastilla. Apenas tenían vecinos; la mayoría de las
embarcaciones se habían perdido en la inundación, y las indemnizaciones se
estaban haciendo de rogar. Gracias a eso, aún podían permitirse pequeños lujos,
como desplazarse tramos cortos por la orilla sin molestar a nadie, cenar a la luz de
las velas en cubierta o incluso mantener delicioso sexo sobre el panel de mandos a
horas intempestivas.

Pero ahora, tan sólo dos semanas después de haber estrenado su nueva casa,
el suelo se agitaba más de lo normal, y ella, sola en el camarote a medio decorar, no
entendía el motivo. Las botas de Asmodeus resonaron en cubierta, sobre su cabeza.

Vestida tan sólo con el pijama y una chaqueta ligera, Angélica subió los
peldaños que la separaban de la zona superior, esperando una espléndida visión
del amanecer parisino y un par de explicaciones de su encantador demonio.

Pero no encontró ni lo uno ni lo otro. Ante ella no se alzaban los imponentes


y marmóreos edificios de ese París que poco a poco iba recuperando la confianza, y
cuyo pulso, después de tantas horas de trabajo entre lodo, de tantas lágrimas y
dolor barridos por los rastrillos, comenzaba a latir de nuevo. Lento y titubeante, sí,
pero latía.

Los ojos cristalinos de Angélica se dieron de bruces con el insulso perfil de


un pequeño pueblo industrial y con un frondoso bosque de tonos oscuros acorde
con el cielo borrascoso. Más allá de la quilla, las aguas del Sena, verdes y espesas,
se mecían tranquilas, rota su paz por el avance implacable de la barcaza.

Contempló admirada el entorno. Estaban yendo río abajo, quién sabía hacia
dónde.

Desde la minúscula cabina de popa, Asmodeus la saludó con la mano. Tenía


un aspecto aún más desaliñado que de costumbre, lo cual suponía todo un logro.
Angélica encogió los hombros a modo de interrogación, y él respondió con una
sonrisa tan deslumbrante como los mechones dorados que la enmarcaban.
Después, dejó el motor de la nave en punto muerto y corrió junto a ella, con sus
sempiternos vaqueros de andar por casa y la misma camiseta azul que había lucido
el día anterior.

La camiseta que, a juzgar por su rostro fatigado, no había llegado a quitarse.

—¿Has navegado toda la noche tú solo? —le recriminó con un mohín.

Ahora entendía su actitud de hacía unas horas, la misma que tendría un


ladrón justo antes de emprender su última fechoría. Con el pretexto del insomnio,
se había quedado contemplando las estrellas, mientras ella dormía, en su
privilegiada silla plegable sobre la cubierta. Como venía siendo habitual desde que
había dejado de ser víctima del acoso de las pesadillas, Angélica no había dado ni
media vuelta en toda la noche. Hasta tal punto, que ni siquiera se había percatado
de la ausencia de Asmodeus en la cama.

—Roncas como un jabalí, diablesa —se burló él. La atrajo por la cintura y
atusó sus cabellos despeinados.

Ella le dio un beso de buenos días y un puñetazo de revancha.

—Yo no ronco —protestó—. ¿Adónde me llevas?

—A saldar una deuda.

Angélica frunció los labios.

—Creía que ya habíamos saldado todas las deudas que quedaban entre
nosotros.

—No todas —replicó él, con una sonrisa traviesa, mientras jugueteaba con el
tirante de su pijama—. Aún no conoces el mar.

No podría haberse sorprendido más. Angélica abrió desmesuradamente los


ojos y contempló a Asmodeus con una ilusión casi infantil.

—¿Vamos a llegar hasta el mar?

Él se echó a reír.

—Bienvenida a los turbulentos cielos de Normandía, diablesa. Estamos a


menos de veinte kilómetros de Le Havre. Y de la desembocadura del Sena, por
consiguiente.
Un escozor sospechoso en el interior de sus párpados la hizo pestañear. De
los regalos que Asmodeus le había hecho, aquel era, sin duda, el más maravilloso
de todos.

—Gracias —se lanzó a su cuello y susurró, conmovida, en su oído.

—No me las des —sentenció él con un beso—. He tardado casi seis mil años
en cumplir mi promesa. Pero ahora —sacudió las manos y se ordenó los enredados
cabellos en una coleta informal—, hay que seguir dirigiendo esta nave, o no
llegaremos nunca.

Angélica lo acompañó al interior de la cabina. Asmodeus puso en marcha el


motor y después le explicó, a grandes rasgos, a qué altura estaban y cómo había
sido el trayecto hasta allí.

—La próxima vez intenta que no esté en coma profundo cuando eso suceda
—ironizó ella—. Me gustaría poder disfrutar del paisaje.

—Lo harás a la vuelta. Aunque no estaría mal disfrutar de un par de días de


descanso en esta zona. ¿Qué opinas?

—Opino que Axelle se morirá de la envidia cuando sepa que he estado de


visita en su tierra —rio Angélica.

—Ya lo sabe —carraspeó el demonio—. De hecho, en el armario podrás


encontrar una bolsa que ella misma ha preparado con todo lo imprescindible para
sobrevivir al clima del norte. Incluye un paraguas, un chubasquero y… otro
paraguas de repuesto.

Angélica estalló en carcajadas.

—¿Maquinando planes a mi espalda una vez más, señor Archiduque


Infernal?

—Nada que se pueda comparar con descender a los Infiernos sin previo
aviso, mi diabólica Archiduquesa —puntualizó él—. Y ahora, disfruta de la magia.

Le cedió el timón y corrió escaleras abajo para preparar el desayuno y tomar


su pastilla contra el mareo. Bajo la coordinación de Angélica, la embarcación
devoró, kilómetro a kilómetro, el manso pero inexorable curso del Sena. Cuando él
regresó, ya se perfilaba la silueta de Le Havre en la distancia.
—No falta nada —advirtió Asmodeus, parapetado tras la taza de café con
leche—. Es ahí, tras el último meandro.

Un cosquilleo nervioso se adueñó del pecho de Angélica. Tras el último


meandro estaba el mar, asimiló. Y un nuevo horizonte que se abría para ellos. Sin
la carga de su pasado. Sin lo que se suponía que ambos debían ser, o lo que alguna
vez habían sido. Sin ángeles ni demonios.

Sólo Angélica. Sólo Asmodeus.

Y la felicidad compartida.

El barco viró con suavidad en la pronunciada curva a la izquierda, y ella se


quedó sin respiración.

El río había terminado.

Fin
NOTA DE LA AUTORA

No suelo ser muy proclive a pedir disculpas, y menos en lo que a arte y


literatura se refiere, pero dados los personajes y circunstancias que aparecen en
esta novela, creo que no está de más que, por una vez, lo haga. Al fin y al cabo, no
todos los días una se apropia de la imagen del arcángel más venerado de todo el
firmamento cristiano y lo convierte en un arribista y un sádico en potencia. Así que
vayan por delante mis más sinceras disculpas por si alguien se ha sentido
ofendido, tanto por ésa, como por otras alusiones bíblicas. Mi intención no es, ni
mucho menos, despreciar las creencias de nadie.

Todos los días se publican historias que tienen como protagonistas a dioses
griegos, vikingos, egipcios… Por eso, como autora, me pareció interesante -¡y
divertido!- jugar con una mitología más cercana, una que todos tenemos mucho
más presente, y darle una vuelta de tuerca a la imagen de los ángeles y demonios
con la que todos hemos crecido. He tomado prestadas algunas cosas –como la
legendaria relación entre Lilith y Asmodeus-, me he inventado otras –por ejemplo,
que la Caída estuviese, de algún modo, propiciada por el conflicto entre Caín y
Abel-, he añadido a la coctelera fechas, acontecimientos, lugares y razas, he agitado
con fuerza et… voilá. Esto es lo que ha salido. Mi propia y rocambolesca versión de
los hechos.

Y, si ya fue divertido hacer eso, ¡no os quiero contar lo alucinante que es


desatar una catástrofe natural sobre el papel! Pero que no cunda el pánico: mi
adorado París sigue sano y salvo, y todos los hechos expuestos que tienen que ver
con la crecida del Sena son pura ficción; el verano de 2010 en la capital de Francia
fue tan sofocante como los demás. La que sí fue real fue la otra crecida
mencionada, la acaecida en 1910, y desde aquí os invito a explorar un poco más
sobre ella en la red. Hay imágenes de la misma verdaderamente sugerentes e
impactantes.

Por último, decir que el libro al que se refiere Dominique, ése que le valió su
nombre, también existe. Se trata de La desidia, de la autora francesa Michèle
Perrein, un libro que me marcó profundamente en mi adolescencia. Sirvan, pues,
estas líneas como homenaje.
[1]
El centro de París se distribuye en veinte arrondissements o distritos.

[2]
Donc es una muletilla enfática que una buena parte de francoparlantes
emplea de forma indiscriminada y casi obsesiva. Su significado literal equivaldría
a nuestro “entonces”, pero no siempre se usa con ese sentido.

[3]
La traducción literal de Loup es “lobo”. A pesar de lo singular de su
significado, se trata de un nombre relativamente común en Francia.

[4]
“El Cielo” y “El Infierno”.

[5] Mira el cielo.

[6]
Por supuesto.

[7]
Desde el Infierno.

[8]
Caracoles.

[9]
Tienes razón, mi pequeña…

[10]
¡Hagan juego!

[11]
¡Besitos!

Jace Everett, intérprete de la canción country “Angel loves the devil outta
[12]

me” (Mi ángel ama al diablo fuera de mí”).

[13]
No te preocupes.

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