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Érika Gael
© Carla Cuesta Llaneza, 2013.
1ª edición
Glen Duncan.
Llenó la Tierra de agua y el Cielo de aire, y a ambos les otorgó el brillo de un espejo
en el que poder reflejarse desde la lejanía. Dividió entonces las aguas que rodeaban la
Tierra, y surgió así el barro, el polvo, los continentes. Retiró el aire que inundaba el Cielo, y
surgió así el gas, el vapor, las nubes. Y en imperturbable y unísona danza se mueven ambos
desde entonces, iluminados por estrellas vibrantes obligadas a darse la mano en la
progresiva sucesión de amaneceres.
Primero creó a los habitantes del Cielo y a estos los llamó ángeles. Al ser el Cielo un
lugar tan majestuoso, quiso que estuvieran a su misma altura, por lo que se esmeró en
pulirlos con mimo. Los ángeles debían ser ligeros, capaces de viajar por la inmensidad de la
bóveda en poco tiempo, así que les proporcionó cuerpos livianos y alas suaves con las que
perderse entre las nubes. Hizo su piel pálida y les dio ojos y cabellos claros, para que las
cercanas estrellas pudiesen refulgir sobre ellos en toda su intensidad. Les dio poder y
conocimientos, pero los hizo también capaces para el amor más noble y para el trabajo más
devoto, de modo que supieran emplearlos con justicia y habilidad. Los hizo vitales, fuertes.
Inmortales. Los creó sanos, pero yermos. Alejó de sus mentes y de sus corazones todo rastro
de impureza y maldad; sobre sus manos, y sólo sobre ellas, reposaría el devenir del
firmamento hasta el fin de los tiempos.
Cuando todas las efigies estuvieron terminadas, sopló sobre la fría piedra un hálito
de vida; así, las criaturas abandonaron su rigidez de roca y se instalaron en su nuevo hogar
celeste. De cada bloque brotaron dos criaturas gemelas, masculino y femenino, él y ella. Con
buena disposición y ecuanimidad, los ángeles debatieron cuál era la mejor forma de vivir.
Su inteligencia y su honestidad quisieron que se organizaran en comunidades, a las que
llamaron Órdenes, y que estas Nueve Órdenes, a su vez, se distribuyeran equitativamente
en Tres Esferas y un Coro. Nombraron a sus líderes y representantes, construyeron nueve
alcázares en la inmensidad del Cielo y vivieron siguiendo con rectitud los preceptos de sus
almas.
Fueron muchos los días, muchas las noches, muchos los años, los que el escultor
trabajó sin descanso para dar pulso a siete millones de ángeles.
Tan sólo cuando las figuras abandonaron la linealidad del papel, se dio cuenta el
escultor que había olvidado añadir un detalle más. Había olvidado inculcarles amor.
Y los ángeles se prodigaron con esmero en la tarea, anticipándose a las garras del
Mal y de la depravación, tendiendo la mano a los arrepentidos, adiestrando a los
inmisericordes. Desahuciando a quienes ya no albergaban salvación.
Capítulo I – El Cielo
Principios de Verano.
—¡Angélica!
Transcribía porque, le habían dicho, era una lástima que una caligrafía tan
hermosa se viera desperdiciada. En su fuero interno, ella nunca dudó que dicha
tarea fuese más bien una treta para mantenerla ocupada y encumbrar su
autoestima. Eran tantos hermanos, y había tan poco con lo que entretenerse allí
arriba, que la Asamblea Celestial había optado por otorgarles, a ella y a los demás
ángeles femeninos, puestos puramente simbólicos, mientras que los varones
desempeñaban los asuntos importantes. Fuera de las horas de oración y pleitesía,
el tiempo en su mundo transcurría lento, muy lento, y cualquier labor, por nimia
que ésta fuera, era recibida con júbilo y casi desesperación. Angélica suspiró con
gesto aburrido; de hecho, lo que había comenzado como un trabajo anecdótico
había terminado por convertir a la arcángel en el más complaciente y manejable
procesador de textos que Sus Excelencias pudieran llegar a necesitar.
—No lo sé, creo que no. Su hermano sólo me indicó que debía leerlo cuanto
antes. Usted sabrá qué hacer, Su Excelencia.
—Pero… Usted está por encima de mí, hermana. Es una arcángel. Le debo
respeto.
Ella frunció el ceño. Ése era el tipo de detalles que tanto agradaban a Gabriel
y que a ella solían sacarla de quicio.
—Olvida esas tonterías. Nadie está por encima de nadie. Somos hermanos,
¿de acuerdo? —su convicción logró que Zuriel recuperara poco a poco la sonrisa, a
pesar de que, en su interior, ese innovador concepto de las jerarquías no estuviera
aún del todo claro—. Puedes avisar a Su Excelencia —añadió con retintín— que ya
he recibido el mensaje y que acataré cualquier orden que tenga a bien dictarme.
Una vez a solas, observó el inquietante pliego cerrado un rato más; quería
posponer el inexorable momento de desdoblarlo y encontrarse sólo los astros
sabían con qué. Lo toqueteó varias veces, intentando deducir su contenido en
función de criterios tan banales como el peso o el grosor.
Besos.
Tengo buenas noticias para ti. La Asamblea quiere que te presentes esta misma tarde
en el Gran Salón. No te retrases; se trata de la oportunidad que hemos estado esperando. Te
quiero.
Todo iba estupendamente bien. Fuera lo que fuese aquello que quería
comunicarle la Asamblea, sería algo maravilloso, juicioso y benevolente. Al igual
que cada uno de sus miembros.
*****
Por ella.
Ese gesto fue suficiente para que toda la flaqueza de Angélica se esfumara.
Que su hermano se sintiese orgulloso de ella valía más que cualquier don que la
Asamblea tuviese intención de ofrecerle.
—He sido solicitada por esta Asamblea y ante ella me postro. Estoy a su
disposición —pronunció.
—He de decirte —prosiguió él—, que a todos los presentes nos resulta muy
grato tu empeño y tu devoción en el trabajo. A lo largo de todos estos siglos —su
protocolaria voz se dulcificó—, ni un día has fallado en tu tarea; ninguno de
nosotros ha escuchado jamás una queja de tus labios ni has experimentado el más
mínimo retraso en tus quehaceres. Siempre te has dedicado a aquello que se te
ordenaba con rotunda abnegación.
—Tan sólo me he limitado a velar por aquello que con tanta generosidad
me fue concedido.
Enoc guardó silencio, y, durante unos instantes, nadie dijo nada. Aunque
allí dentro la temperatura era cálida, Angélica podía sentir el aleteo de la brisa en
las grandiosas cristaleras. Los miembros de la Asamblea tenían los ojos fijos en su
figura, pero ella no podía apartar la vista del serafín. Nunca hasta entonces había
sido tan consciente de la relevancia de su poder ni del brillo regio que desprendían
sus alas.
—No son pocas tus cualidades, Angélica, al igual que tampoco lo han sido
las ocasiones en que nuestro querido hermano Gabriel nos ha hablado de ellas.
—Tienes suerte de contar con un apoyo como el suyo —le recordó Enoc,
aunque ella ya lo tenía muy presente—. Ni en tus sueños hallarías un ángel de la
guarda mejor.
Una misión en la Tierra era el premio más prestigioso y apreciado para los
de su especie. Tanto, que rara vez esa oportunidad le era concedida a un ángel
femenino. Ella misma no había tenido nunca la oportunidad de viajar en solitario;
sus visitas a la Tierra siempre habían sido como acompañante de Gabriel en alguna
de sus misiones. Un regalo así sólo podía significar una cosa: sus hermanos
confiaban en ella a ciegas.
—Angélica, creo que la Asamblea espera que digas algo —la voz risueña de
Gabriel la trajo de vuelta a una realidad en la que decenas de ojos la miraban
expectantes.
—Es loable tu modestia, pero ese premio lo has ganado por tus propios
méritos. Jamás se nos ocurriría encomendarte una misión de este calibre de no
estar seguros de tu éxito —le dirigió una mirada penetrante, una como las que sólo
él, el más elevado en la cúspide angélica, tenía la capacidad de dirigir—. Recibirás
una nueva misiva con las instrucciones necesarias para tu misión. Ve y satisface
nuestras expectativas, hermana.
Y todo se lo debía a él. Angélica sonrió para sí al ver cómo, a pesar de que el
Gran Salón se iba quedando vacío, Gabriel no podía borrar de su rostro una
expresión de éxtasis. Cuando se quedaron solos en la estancia, el arcángel
descendió de la tarima de un salto y se acercó a ella, preso de la euforia. Aún no la
había alcanzado, y Angélica ya estaba girando en el aire entre sus brazos.
Angélica chilló, feliz. Cuando eran pequeños, Gabriel y ella habían estado
tan unidos que sus emociones y pensamientos se conectaban de una forma que
ninguna ley metafísica hubiese sido capaz de explicar. Podían pasarse horas
jugando a atrapar nubes, o entrelazando palabras en lenguas que sólo ellos dos
conocían. Después crecieron, y todo cambió. Desde su perspectiva actual, resultaba
imposible tratar de ubicar el momento en que todo se torció; aquel ínfimo pero
crucial segundo en que sus destinos se separaron. Por suerte, él la había ayudado a
encontrar el camino de vuelta.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí —reconoció, conmovida hasta
las lágrimas—. No sólo hoy, sino siempre. Desde que...
—Hoy, delante de todos, te has comportado como lo que eres: una duquesa.
La digna hermana de Gabriel —la besó en la frente y, a continuación, agitó ante sus
ojos impacientes el sobre que habían ocultado los pliegues de la túnica.
—Esto es todo lo que debes tener en cuenta antes de partir —precisó él,
jubiloso, al tendérselo.
Las anotaciones eran escuetas, rápidas, pero cada una de ellas le recordaba
la belleza de los brotes en primavera.
Es imprescindible que partas muy pronto, a ser posible con el nuevo sol. Gabriel te
dará el resto de indicaciones acerca de tu estancia en la Tierra, donde permanecerás como
máximo un mes, antes de rendir cuentas de nuevo ante la Asamblea.
Afectuosamente,
Por supuesto que se acordaba. Era frecuente que los Guardianes, en sus
viajes al mundo humano, se alojasen en recintos religiosos donde encontraban la
calma y la protección que buscaban. El halo bondadoso que despedían, incluso
desprovistos de su brillo celestial, solía bastar para que cualquier monasterio o
abadía se sintiera halagado con su mera presencia, de tal modo que se esmeraban
en ofrecer un buen servicio. Normalmente, cuando las partidas angelicales
regresaban al hogar, premiaban a sus anfitriones como correspondía: con salud y
buenaventura.
—No necesitas preocuparte por eso. Detrás de la carta tienes las claves
indispensables para el viaje. Una vez allí —el arcángel se encogió de hombros—,
deberás arreglártelas sola. Recuerda que durante tu estancia ahí abajo está
terminantemente prohibido que hagas uso de tus poderes angélicos.
—Te voy a echar de menos, hermano —al parecer, Gabriel aún no había
comprendido que ya no era una niña y que perdía el tiempo dándole consejos que
conocía tan bien como él.
—Yo también te echaré de menos. Es la primera vez que viajas sola y... Ten
mucho cuidado, por favor. Ya sabes a qué me refiero —enfatizó.
Tercer Trimestre.
—¿Quieres ver por dónde me paso tus sugerencias, Mod? —la voz, antaño
melódica, de Lucifer cayó sobre la pesada tranquilidad de la sala de música como
un azulejo roto en diez pedazos, interrumpiendo el glorioso estupor
postembriaguez de Asmodeus, Archiduque de la División Oriental del Imperio—.
¿De verdad quieres verlo?
—No voy a vomitar sobre tu precioso sofá de mierda, cierra el pico de una
vez.
Lucifer hizo oídos sordos. Prosiguió con la tediosa labor de abrocharse los
botones negros que engalanaban los puños de su camisa; una tarea que el propio
Asmodeus había obstaculizado media hora antes, cuando irrumpió en su pacífica y
reconfortante sala de música. Apestando a vodka, se había arrastrado hasta
desplomarse en la chaise-longue de su querida Marie Antoinette y había pedido a
gritos un salvoconducto para viajar a la Tierra.
—No aguanto más, Luc—su voz sonaba ridícula y desesperada, pero los
residuos del vodka alentaron al Archiduque a seguir adelante—. Me estoy
ahogando. Nos estás ahogando a todos. Necesito salir de aquí, respirar ahí fuera.
Los días pasan, y cada uno es jodidamente más vacío y deprimente que el anterior.
Si pudiese volarme los sesos, te juro que hace mucho que lo hubiese hecho —sus
ojos, vidriosos, clamaban a gritos un poco de comprensión—. Por favor, Luc. Si se
supone que somos amigos, o algo que se le parezca, detén esto ya. Por favor.
Luc era un puñetero caos impredecible. Podría apuntar, por ejemplo, que él
llevaba mucho más tiempo en las mismas condiciones y que, sin embargo, no se
había vuelto tan quejica —o eso se creía él—. También podría comentar, como al
descuido, que el hecho de que fuesen amigos no le restaba un ápice de poder sobre
un simple Archiduque, y que dejara ya de tocarle las pelotas. O incluso podría,
simplemente, aceptar. Dejar que se largara, que hiciera lo que le saliese de los
cojones, y ordenarle que no volviera a molestarlo en los próximos tres o cuatro
siglos. Pero lo cierto es que no dijo ninguna de aquellas cosas. Prefirió quedarse
callado, contemplando de un modo impasible los botones de su camisa, así que la
determinación suicida de Asmodeus optó por lanzarle la última granada.
Nada había vuelto a ser igual después de que el bastardo de Ast se saliera
con la suya. Lucifer se había ido enterrando poco a poco en una ampolla de
desconfianza y sospechas infundadas y pretendía arrastrarlos a todos con él a esa
tumba supurante. Ninguno de los Príncipes había salido del Infierno desde
entonces. No importaba cuántos chantajes, artimañas o mentiras idearan; los
permisos de Luc para viajar a la Tierra se habían terminado.
—Eres tan blandengue que a veces me asustas, Mod —comentó al fin, con
una sonrisa de superioridad sabiamente entrenada—. Siempre lo has sido —
Asmodeus captó el mensaje al instante, y le dolió como un puñetazo en el
cuadrante inferior del escroto—. Regresa a tu palacio y duerme la mona hasta
mañana. Tal vez así dejes de decir tonterías.
Fue su gesto, todavía más que sus palabras, lo que encendió su furia. Por
una jodida vez, una vez tan sólo en todos esos años, lo único que había esperado
era que su amistad de milenios primase por encima de su puto egoísmo. Y el muy
cabrón se la había tirado a la cara, escupiendo ácido sobre la estela corrupta de lo
que un día habían sido sus emociones.
Aquellas calles poco o nada tenían que ver con la tranquila ensenada donde
antaño se erigía, como una fortaleza, el convento de Cordeliers. Sabía que las cosas
habían cambiado por allí abajo; sabía que lo que se encontraría al llegar no sería ni
la sombra de lo que recordaba de París. Sí, definitivamente la teoría se la sabía, y
muy bien. No en vano su trabajo consistía, de algún modo, en estar al tanto de los
avances en el mundo humano con ojos de ave rapaz. Además, había consultado,
ojeado y vuelto a revisar el plano de la ciudad cientos de veces antes de partir. Sin
embargo, una cosa era constatar esos progresos sobre el papel, y otra muy
diferente contemplarlos desde primera línea de fuego.
En su última visita a la Tierra, casi diez años atrás durante una misión de su
hermano en el interior de Rusia, había podido corroborar cuánto había avanzado el
mundo moderno. Sin embargo, aún albergaba la esperanza de que París, su
añorado París, se hubiese mantenido intacto, tal y como había quedado grabado en
su memoria.
Ayuntamiento de París
La inesperada voz femenina, con su alegre acento del norte, la exaltó como
el estruendo de una ola contra las rocas. Angélica alzó la mirada, y ésta se cruzó
con un par de inmensos ojos verdes bordeados de diminutas pecas.
—No, quien debe disculparse soy yo. Me temo que no he estado muy
receptiva, pero ha sido un día de locos. Me llamo Angélica.
—Lo cierto es que no. Yo… acabo de llegar a París. Vengo desde muy lejos y
he tenido un problema con la reserva de mi alojamiento —describió someramente,
sin entrar en detalles. Tenía la sensación de que, de llegar a hacerlo, acabaría
pernoctando en dependencias policiales.
—Eres del norte, ¿verdad? —la arcángel aún no había hallado una respuesta
lógica a la pregunta anterior cuando Axelle prosiguió con el interrogatorio—. Pero
del norte de verdad, no de Bretaña —masculló con desprecio, y eso fue cuanto
Angélica necesitó para descubrir que la peculiar mujer que cotorreaba ante ella era
más normanda que la crème fraîche—. Tú eres de más arriba. Del norte de Europa.
Era la excusa ideal para no tener que dar más explicaciones, así que la tomó
al vuelo.
Axelle, ufana, dio una palmada que reverberó en las columnas del pórtico
de la biblioteca.
—¡Lo sabía! Tengo buen ojo para esas cosas. Lo heredé de mi madre. Yo
también soy del norte, pero no del norte de verdad, sino del de Francia. Nací en
Caen, pero hace ya tanto que me mudé a París que a veces me pregunto si queda
alguna gota de sangre normanda en mis venas.
La luz del sol fue absorbida por el horizonte; a lo lejos, el tumulto de jóvenes
que acudía a disfrutar de la fiesta en el Campo de Marte resonaba en el ambiente
como un arrullo obstinado.
—¿No dices nada? —con los ojos muy abiertos, aguardaba expectante su
respuesta—. Ya sé que todo es demasiado precipitado y que probablemente no te
fías de mí…
Angélica se adelantó unos metros para darle privacidad. La noche era suave
y templada; los abedules del Boulevard Saint-Germain se mecían ligeramente con
la brisa, y las tulipas de las farolas destellaban con las luces de los vehículos que
enfilaban la rambla como cometas fugaces.
Su suerte no tenía límites. Sin duda, alguien allí arriba había mediado para
sacarla del apuro enviando a Axelle a rescatarla. ¿De dónde habría salido una
muchacha tan especial? La curiosidad la carcomía. Aunque parecía un tanto
estrambótica, sus ojos tenían un brillo honesto.
—¡Todo listo! —Axelle llegó hasta ella en dos zancadas; su coleta osciló en
el aire—. No sabes el revuelo que has causado, ¡mis amigas están deseando
conocerte! Si te apetece, puedes unirte a nosotras después de ver tu habitación. Lo
pasaremos bien viendo los fuegos artificiales por la tele.
—¿Pink Girl? —al pensar en sus uñas, que tanto le habían llamado la
atención un rato antes, Angélica supuso que se refería a alguna marca de
cosméticos de venta por catálogo.
Pero no era así. Axelle se detuvo en seco, y sus afectuosos ojos verdes la
miraron con cierta incredulidad.
—Vaya, sí que vienes de lejos. Donc, debes de ser la única persona en esta
ciudad que no conoce el Pink Paradise. Es un cabaret, cielo. Y yo soy una stripper.
*****
Su dormitorio, por suerte, sí contaba con una puerta, pero hasta ahí llegaban
las comodidades. Era tan estrecho y oscuro que estaba más cerca de un zulo que de
una habitación salubre. Axelle le había explicado que ésa había sido la antigua
carbonera de la cuarta planta, habitada por una sola familia en tiempos de
bonanza. En ella había una cama no muy grande, aunque sí lo bastante confortable
como para que Angélica se lanzara sobre el colchón en cuanto Axelle se despidió,
dejándola a solas con sus rumiaciones. Un espejo en la pared con forma de media
luna y un girasol de tela deshilachada constituían toda la decoración. Puesto que
no quedaba espacio para el armario, bajo la cama se había instalado un práctico
sistema de cajones.
Se vistió a toda prisa con la misma ropa que había llevado puesta unas
horas antes. Su maleta de viaje se abrió con un chasquido; un callejero de París
pulcramente plegado y la fotografía de Cristian Sellier emergieron ante ella. Tomó
ambos y los depositó en el bolsillo interior de su chaqueta de piel. El juego de
llaves que le había entregado Axelle fue a parar al mismo sitio poco después, al
tiempo que Angélica atravesaba a toda prisa el descansillo lustroso del bloque de
viviendas.
Capítulo IV – El Infierno
Tercer Trimestre.
El reflejo del espejo atrapó, en flagrante delito, la huida del bucle color
escarlata. Ella contuvo un suspiro; no era el primero esa mañana.
La mujer se puso en pie, y la bata de seda negra que la cubría cayó a sus
pies. Desnuda, se acercó hasta la cama, donde aguardaba un bonito vestido nuevo
recién traído de Europa. Mientras ocultaba su erizada piel con él, no pudo dejar de
pensar en Ast y en lo mucho que todo había cambiado desde que él se había ido.
Su espíritu estaba formado por un pedacito de todos los seres que la rodeaban, y
perder a uno de ellos había supuesto un puñetazo en lo más profundo de su alma.
Nada era igual allí abajo desde que él se había marchado. Ni tampoco ella lo
era. Astaroth, y esa chica cuya existencia duraría menos que cualquiera de sus
suspiros, le habían hecho entender algo que ella no había sido capaz de ver en seis
mil años. Le habían mostrado que, al final, había una sola cosa por la que valía la
pena vivir, y una por la que morir, y que ellos dos no iban a ser tan cobardes como
para dejarla escapar.
Tan cobarde como había sido ella, que había acariciado ese sueño de
eternidad para dejar que se marchitara después.
Pero tal vez ya había llegado la hora de arrancar de nuevo. Tal vez ya era el
momento de luchar por las cosas que verdaderamente valían la pena.
Si todo salía bien, nunca volvería a vivir en el palacio del Emperador, pero
eso era lo que menos le importaba. Una vez hubiese cumplido su objetivo, nada ni
nadie podría apartarla del hombre que amaba. Su primer y único amor.
Lilith sonrió cuando sus pies la alejaron poco a poco del lugar donde había
vivido tan buenos momentos y la acercaron a aquel en el que lo mejor estaba por
venir.
*****
La pipa de agua de doble boquilla burbujeó con fuerza cuando Lucifer le dio
una calada, y el especiado aroma a tabaco impregnó su paladar y su garganta.
Durante un segundo, incluso, emuló al idílico Satán y de sus fosas nasales brotaron
dos cilindros simétricos de humo. Los cuernos y las pezuñas ya eran harina de otro
costal, aunque no era la primera vez que deseaba un par de cada para así poder
largarse a pacer al campo.
Frente a él, sentado sobre la mesa lacada del despacho Imperial, su más fiel
amigo tomó su propia boquilla entre los dedos.
Luc cabeceó.
—Luc, ¿estás de coña? ¿De dónde demonios has sacado esa idea? Has
perdido definitivamente la chaveta... En serio, creo que la hostia que te diste al caer
desde allí arriba te dejó más tocado que a los demás.
Lucifer se puso en pie con energía, apartando los papeles que cubrían la
superficie de la mesa de un único pero eficaz puñetazo. La pipa se tambaleó; el
agua de su interior ya se había enfriado.
—Reconócelo, Bel, es una idea soberbia. Ojo por ojo. Sólo una adquisición
como ésa puede devolver el equilibrio a la balanza.
—¡Luc! —la voz de Lily, teñida por el terror, llegó hasta ellos amortiguada
por la madera—. ¡Abre, por favor! ¡Luc!
Con las mejillas anegadas de lágrimas, corrió hasta Lucifer y se aferró a las
solapas de su chaqueta negra.
Hacía ya muchos siglos que Lily vivía con él, que se cuidaban el uno al otro,
que confiaba en ella como una hermana más, que lo conocía mejor que nadie allí
abajo. Pero nunca, y ese nunca englobaba una vasta extensión de tiempo, había
visto tanta desesperación empañando sus ojos negros.
—Lily, ¡habla!
—Se trata de Asmodeus. ¡No aparece por ningún lado, Luc! ¡Se ha escapado!
Capítulo V – La Tierra
Le encantaba París, y le encantaba esa noche. La noche en que toda esa sarta
de estirados franceses daba rienda suelta a sus reminiscencias bárbaras y se
enorgullecía en celebrar cómo, dos siglos antes, se habían afanado en cortar la
cabeza de cuanto señorito se pusiera a tiro. La única noche en que toda aquella
pantomima revolucionaria servía realmente de algo; la libertad, la auténtica
libertad, volvía a salir a las calles, se apoderaba de ellas y retornaba al amanecer
bebida, desfogada y satisfecha, dispuesta a sumergirse en el letargo hasta el año
siguiente. Adoraba el mes de julio en París, caliente, opresivo y ronroneante como
una siamesa en celo.
*****
Desde Pigalle hasta Blanche, desde el Folie´s hasta el Moulin Rouge, las
baldosas de las aceras, las hojas de los abedules y los cristales de las ventanas
exudaban pecado y libertinaje. Sacar de allí a Cristian Sellier sería como arrancarlo
de las garras del mismísimo Lucifer…
Empezaba a pensar que, después de ese viaje, no volvería a ver París con
buenos ojos. De hecho, no llevaba en la capital ni veinticuatro horas y ya había
comenzado a odiarlo un poco.
Así que aquella era la oscuridad de la que tanto había intentado prevenirla
su adorado hermano. Así que eso era lo que hubiese conocido de no ser por su
divina intervención.
Una tienda de artículos eróticos llamó su atención por encima de todas las
demás. Tras el cristal del escaparate, mancillado con polvo y otras sustancias no
identificables, los ojos ausentes de un maniquí seguían sus pasos. La mujer de
plástico tenía un negro abismal en el iris y rizos rubios desordenados. Su cuerpo,
vestido con un traje de baño minúsculo de tonos leoninos, se retorcía en una
postura humillante y vulgar.
*****
Asmodeus sabía que toda esa supuesta permisividad de Pigalle no era más
que una fachada de porexpan fabricada para deleite de los turistas. Sin embargo, le
pareció una exageración —y un detalle de muy mal gusto, por cierto— que el
encargado de seguridad del All-in lo arrancase —literalmente— del interior de las
braguitas de una stripper caribeña cubierta de aceite. Él sabía que estaba prohibido
tocar a cualquiera de las chicas, pero ¿qué iba a hacer si aquella diosa bronceada
prácticamente se lo había suplicado? Era de muy mala educación dejar a una mujer
insatisfecha, rogando por unas migajas más de placer. ¿Acaso no se vanagloriaban
los franceses de ser los mejores amantes del mundo? Pues ésa era una lección
propia de cualquier niñito de preescolar.
Supo que habían salido a la calle porque un golpe de brisa fresca le azotó la
frente, a pesar de que aquella noche de julio resultaba abrasadora. También supo
que, a su alrededor, el bullicio de Pigalle estaba en pleno apogeo. Supo asimismo
que el tipo de seguridad lo iba a lanzar sobre la acera como si fuera un chucho
sarnoso, porque lo sintió tomar impulso.
*****
Rubio. Borracho. Ojos azules. Una idea fugaz atravesó la mente de Angélica.
*****
No, no se trataba de nada de eso. Aquello era real. Ella era real.
Frente a él, se alzaba el único ser al que no creyó volver a ver jamás. Nunca.
En toda la eternidad.
Capítulo VI – El Cielo
Podía fingir, moverse con lentitud y pretender que en realidad esos seis
golpes no tenían el más mínimo efecto en él. Podía asomarse al pasillo con ojos
legañosos y preguntar qué ocurría, pero lo cierto es que no podría engañarlos a
ellos como tampoco podía engañarse a sí mismo. Cuando hizo a un lado las
sábanas y se puso en pie, el amplio faldón blanco que había vestido durante el día
aún cubría la parte inferior de su cuerpo; ni siquiera se había desvestido al irse a
dormir. Sus alas se retorcieron de placentera anticipación.
Aún no podía entender cómo ni por qué, pero de un tiempo a esa parte sus
noches se habían transformado en una dulce y agitada espera. Y, aunque al
principio había tratado de evitarlo, castigando en silencio sus remordimientos y su
culpa, finalmente había terminado por asumir que incluso unos seres como ellos
tenían derecho a un poco de solaz de vez en cuando. Si las jornadas de trabajo,
rezos y vigilia eran tan agotadoras, ¿dónde estaba el problema en distraerse un
poco durante su tiempo libre? Al fin y al cabo, no hacían nada malo. Si hasta el
mismísimo Lucifer estaba de acuerdo con aquellas pequeñas reuniones, por algo
sería.
Dio un poco de orden a sus enmarañados cabellos con los dedos y, sin
esperar más, abandonó la estrecha habitación. Se dirigió hacia la puerta trasera del
edificio principal, a través de la cual salió al jardín. Una fina capa de césped
artificial cubría la superficie del patio. Y, sobre la mata verde, un centenar de
ángeles sonrientes jugaban y conversaban, con sus cabelleras rubias destellando
bajo el rocío de la noche. Uno de sus hermanos se acercó por detrás y le palmeó
entre las alas. Cuando se dio la vuelta, intrigado, el arcángel Samael le hizo una
seña muda para que se incorporara a la reunión.
La gemela del arcángel Gabriel era la criatura más hermosa que alguna vez
había conocido. Su rostro ovalado era tan perfecto que parecía envuelto en un halo
de luz, y sus ojos azulados le recordaban dos ventanas abiertas en las tardes de
primavera. Las alas, cuidadas y relucientes, reposaban sobre sus hombros en una
caricia inocente.
—Lo siento, chicos. Me… me tengo que ir —decidió de pronto, y sus ojos
cristalinos parecieron empañarse—. Se ha hecho tarde. Demasiado tarde.
Mientras Astaroth mezclaba los naipes con sus hábiles manos, Samael se
encogió de hombros y se dirigió de nuevo a la hermana de Gabriel.
—Me alegra ver que has decidido distraerte un rato —comentó; sus ojos
transmitían sincera aceptación.
—Gracias por invitarme. Me venía bien salir de la rutina por una vez —
puso los ojos en blanco. De inmediato, su bonito rostro se descompuso en una
facción de terror—. Aunque si Gabriel se llega a enterar de que estoy aquí…
—¡Por supuesto!
—Es un juego muy sencillo ideado por Lucifer. Cada jugador recibe dos
cartas, y, después, se distribuyen otras cinco sobre el tablero —parpadeó—. Bueno,
en este caso, sobre el suelo. Lo que se busca es que los jugadores consigan la mejor
combinación posible y apuesten por ella. Las combinaciones varían en función del
dibujo y del número que aparece en cada naipe —Astaroth se percató del gesto
aturdido de Angélica y le dirigió una mueca tranquilizadora—. No te preocupes,
es más fácil de lo que parece.
—El que pierde tiene que limpiar y cepillar las alas del ganador durante una
semana. También se pueden doblar los turnos de oración, ceder el postre, o
cualquier cosa que se te ocurra.
—¡Claro que no! No son más que tonterías sin importancia. Además, nada
de ello nos impide cumplir con nuestras obligaciones —Bel acompañó sus palabras
de un guiño cómplice.
—Gracias.
—Desde luego —aseguró ella sin pensarlo dos veces—. Ha sido divertido. Y
será aún más divertido ver a Belzebuth entrar en la sala de oración calzando mis
sandalias.
—No me lo perdería por nada del mundo —vaciló unos instantes—. Ahora
será mejor que me retire. Que descanses. Tu presencia ha sido lo mejor de esta
noche —declaró de golpe.
El ángel cerró los ojos. La emoción de oír su nombre en sus labios y sentir su
palma sobre su ala era más de lo que podía soportar. Fuera lo que fuese aquello
que Angélica le generaba en la boca del estómago, resultaba aterrador y vivificante
a la vez.
—¿Sí?
—Bonjour!
Ayer no habían pasado muchas cosas. Ayer no había estado sola y perdida
en medio de una ciudad mastodóntica; ayer no se había visto obligada a aceptar la
caridad de una mujer de reputación incierta. Y, definitivamente, ayer no se había
enfrentado cara a cara al único ser al que no creyó volver a ver jamás. Nunca. En
toda la eternidad.
Sus uñas, mordidas y rotas, así como los restos de sangre coagulada en la
piel, eran la huella de una noche de desvelo dando vueltas a la idea de que
Asmodeus estaba en la ciudad. En el instante en que se encontraron, Angélica no
había tardado ni décimas de segundo en echar a correr en la dirección opuesta, y
no había dejado de hacerlo hasta que el boulevard Saint-Germain emergió ante
ella. Había entrado en casa asustada y temblorosa y se había metido en la cama con
la esperanza de olvidar. Para cuando logró conciliar el sueño, sin embargo, estaba
a punto de amanecer, tenía el alma hecha un manojo de nervios y no quedaba una
sola uña sana en todos sus dedos.
Estaba claro que aquella mujer tenía un serio problema con los vagabundos.
Su estrecho piso empezaba a parecer un albergue. A pesar de todo, Angélica no
podía negar que el altruismo de Axelle le resultaba casi hogareño.
*****
La distancia hasta la puerta era de apenas tres pasos. Dado su actual estado
de debilidad, Angélica no podía dejar de preguntarse cuánto tardaría en
recorrerlos.
—¿Os conocíais?
—Donc, ahora que lo decís, sois bastante parecidos… ¡Un momento! ¿No
será él el familiar al que tú has venido a…?
—Es mi jefa, chicos —se excusó, con una mano sobre el auricular—. Lo
mejor será que os deje solos mientras hablo con ella. Estaré ahí fuera —hizo una
seña en dirección al pasillo y, a continuación, se precipitó al exterior del
apartamento.
—Tú no vas a ninguna parte —sentenció él con voz pétrea, y la mano bajó
hasta su codo en una caricia tensa y perezosa.
Cada una de sus células reaccionó ante el contacto con la misma descarga
eléctrica de antaño. En esa ocasión, además, estaba tan habituada a su ausencia que
fue como si todo su cuerpo despertara de golpe de un largo adormecimiento. Un
súbito acceso de nostalgia la recorrió. Uno que se encargó a toda prisa de descartar
de su mente.
—¿Que qué estoy haciendo yo aquí? Por todos los Infiernos, ¿qué es lo que
estás haciendo tú aquí?
—¡Por supuesto que sí! ¿En serio creíste que iba a dejar pasar la ocasión más
jodidamente prometedora de los últimos cinco mil novecientos años? —su risa
demoníaca le puso los pelos de punta—. Por lo que más quieras, aún no son ni las
once y ésta ya se ha convertido en la mañana más excitante de la temporada.
—¿Y Axelle?
—Tú nunca has sido mi hermano —alegó ella, y se arrepintió de las palabras
en cuanto abandonaron su boca.
—No, nunca lo fui, ¿verdad? —siseó el demonio, tan furioso que la arcángel
casi esperó que una lengua bífida restallase contra sus dientes—. A eso se resume
todo, en realidad. Tú y yo no tenemos nada en común. Ni siquiera dos criaturas de
especies distintas podrían haber sido más diferentes.
La liberó por fin, pero no del modo que ella quería. La soltó de un envite,
atropelladamente, con una mueca de repugnancia. Cuando Axelle abrió la puerta
del apartamento, la situación era aún más tensa de como la había dejado.
*****
La tarde cayó lánguidamente sobre cada toldo y cada tejado de París. Más
allá de la ventana del apartamento de Axelle, los trabajadores festejaban el fin de
su jornada compartiendo un Martini en Saint Sevérin; los turistas paladeaban
fantásticos crêpes en La Boulangerie de Papa, y todavía más allá, junto al Canal Saint-
Martin, viejos y adolescentes desempolvaban sus equipos de petanca. El sopor se
abatía sobre la ciudad, acunando los chaflanes de las glorietas en el seno álgido y
perfumado del sol estival. Envuelto en la pesadumbre tras una noche de excesos, el
sexto arrondissement había hecho un excepcional alto en su agitado y efervescente
camino.
Había aprovechado el tiempo compartido para darle no sólo las gracias más
de quince veces por ayudarla a hacer limpieza general, algo que, según afirmó
quince veces más, exigía su cuidada educación normanda, sino también para
contarle algunos detalles de su vida parisina.
—Cuando llegué aquí, viví durante meses con una amiga de la infancia —
comentó, con un deje de melancolía en la voz—. Las dos queríamos triunfar y, con
dieciséis años, pensábamos que nos comeríamos el mundo en apenas un par de
semanas. Donc, la realidad es muy distinta —opinó, solemne—. Ahora soy mucho
más práctica. Tal vez no viva en una mansión en Neuilly rodeada de lujos, pero
éste es uno de los barrios más solicitados de París y, para mí, es un orgullo saber
que me lo puedo costear sin depender de nadie.
Axelle continuó mientras los platos sucios se iban sucediendo bajo el chorro
del grifo.
—Tal vez mi trabajo no sea lo que unos padres desearían para su hija, pero
es un trabajo, al fin y al cabo, y no hago daño a nadie. Las condiciones son muy
buenas, mi jefa es soportable, y puedo considerar amigas a una buena parte de mis
compañeras —hizo un gesto enfático con las manos, agigantadas por los guantes
de fregar—. Créeme, eso ya es mucho más de lo que pueden decir todos esos
ejecutivos corporativistas que me miran por encima del hombro cuando regreso a
casa al amanecer.
—Es mi vida —concluyó Axelle, con tanta paciencia que Angélica estuvo
segura que ya había tenido la misma conversación muchas veces antes—. Eso es lo
único que importa. Cuando me despierto por las mañanas, no pienso en cuántos
hombres me van a ver las tetas. Cuando me despierto, en lo único que pienso es en
ser feliz, y para ello hago lo que tengo que hacer. Lo que mejor sé hacer, de hecho.
No soy una prostituta, Angelique. Ni tampoco una santa. Sólo quiero vivir mi vida
de la mejor forma posible. Y seguiré bailando mientras me haga feliz.
—No hace falta que te diga que te quedas en tu casa —hizo una pausa—.
Me alegra que estés aquí, Angelique. Eres buena gente.
*****
Por Asmodeus, una vez, se había saltado todas y cada una de las normas
impuestas. Por Asmodeus, ahora, claudicaría una vez más.
Finales de la Primavera.
Bel hizo un gesto para que guardaran silencio. Astarté y ella se apresuraron
a ocultar torpemente los naipes desperdigados por el piso bajo la cama del
anfitrión. Sólo Astaroth se puso en pie. Con paso indeciso, se aproximó a la puerta,
cerrada a cal y canto, y acercó la oreja a la madera.
—Qué idiota eres —la voz guasona de Asmodeus flotó por el desordenado
cuarto, arrastrando con ella un halo de tranquilidad. Las cartas volvieron a
emerger de debajo del colchón.
Angélica fue la única que permaneció tensa, con la espalda estirada y una
sonrisa estúpida grabada en la cara. Cuando Asmodeus entró en la habitación,
apretó las rodillas de forma inconsciente y alisó la tela del vestido. De repente, el
hecho de que hubieran podido ser descubiertos por Gabriel y los demás en sus
reuniones clandestinas, le pareció, de lejos, menos peligroso que la presencia de
Asmodeus de pie frente a ella, imponente y magnético.
El rubor en las mejillas de Angélica fue tan intenso que se vio obligada a
agachar la cabeza. Contempló la suave tela que la cubría, fruto de las habilidosas
manos de Astarté. Su amiga no soportaba la monotonía del blanco y se estaba
dedicando a diseñar atuendos nuevos, mucho más osados, y a experimentar con
tintes. Los resultados, claro está, sólo podían lucirlos de noche y a escondidas.
—No le hagas caso. Ha liquidado ella solita una botella de néctar que
conseguí esta mañana. No ha dejado nada para los demás —lamentó con un
puchero.
Astarté le dirigió una mirada asesina. La partida continuó, aunque con una
jugadora menos.
—El que pierda tiene que coger una botella de néctar de la guarida del lobo.
Angélica no sabía dónde se hallaba la guarida del lobo, pero dada su mano
actual, sabía que tenía muchas papeletas para acabar convertida en cordero. De
todas formas, era lo mínimo que podía hacer, ¿no? Ella había dilapidado el néctar,
ella debía reponerlo.
Habían transcurrido casi tres meses desde la primera vez que la habían
invitado a formar parte de los encuentros nocturnos —unos encuentros que cada
vez eran más privados y clandestinos—. A pesar de que durante su infancia había
estado muy apegada a su gemelo, en esos últimos noventa días no había podido
evitar sentirse mucho más próxima a ese íntimo grupo de ángeles traviesos. Su
hermano compartía su sangre, pero con aquel heterogéneo grupo compartía cosas
que el estirado y conservador Gabriel jamás entendería. Con ellos, la perfección no
era más que una molesta carga a su espalda. Los errores no se penalizaban. La
felicidad, tampoco. A su lado, Angélica era la auténtica Angélica, la que podía
permitirse el lujo de vivir en libertad.
—¿Qué dices, Angélica? ¿Aceptas el reto? ¿O eres una cobarde? —la incitó.
Aferró la mano de los espigados mellizos, los más próximos a ella, pero su
mirada se cruzó sin remedio con la de Asmodeus. Y la que él le dedicó fue como
una puñalada de aceptación incondicional asestada en el centro de su pecho.
En ese preciso instante, una mano aporreó la puerta desde fuera, borrando
de un plumazo el sonrojo de Angélica. Los golpes fueron sustituidos por la voz
sepulcral de Lucifer.
Hacía meses que Lucifer había perdido todo rastro de alegría. Su pulso se
había vuelto taciturno, impreciso. El halo que lo rodeaba había adquirido un tono
cobrizo, como el de una moneda oscurecida por el óxido.
—Por lo que más quieras, ¿quién eres tú y qué has hecho con nuestro
amigo? ¿Qué puede haber más importante que la perspectiva de una botella de
néctar recién descorchada?
—Antes de irme, hay algo que quiero daros —Lucifer clavó su mirada regia
en cada uno de ellos—. Algo a lo que necesito que prestéis atención.
Los cinco aceptaron sin reticencias. La curiosidad era tan grande que
Angélica casi podía sentir cómo la nota quemaba la tela de su vestido y traspasaba
su piel. Sin embargo, se abstuvo de leerla.
Por primera vez desde su llegada, los labios de Lucifer se curvaron en una
sonrisa. Una tan sagaz que más bien parecía pertenecer a un hombre de edad
avanzada, y no a un muchachito ingenuo y celestial de catorce años.
—Las botellas de néctar puro están a buen recaudo en el lugar más seguro
de todo el Alcázar Central —expuso Luc, visiblemente divertido—. Debajo de la
cama de Gabriel.
Pero si pensaban que eso iba a echarla para atrás, estaban seriamente
equivocados. El desafío era mucho más exigente de lo que había imaginado, sí,
pero era eso, de hecho, lo que lo hacía tan estimulante.
*****
Tranquila, Angélica. Deja de ver lo que no es. No volvería a beber néctar. Jamás.
Pero, mientras tanto… Mientras tanto aprovecharía al máximo aquella sacudida de
vitalidad. El adictivo calor de una euforia como nunca había conocido, que se
expandía desde las raíces de su cabello hasta las puntas de sus pies.
Dejó caer las manos, que se deslizaron por los erizados brazos de Angélica.
—Es ésa.
—No dejaré que entres sola. Gabriel no es mi gemelo. Tú tienes mucho más
que perder que yo.
Tal vez se hubiese percatado del hurto de la botella de néctar esa misma
mañana y, por eso, había decidido echar el seguro a modo de precaución.
—Creo que había subestimado tus habilidades —repuso él, con los ojos
como platos.
Angélica sonrió. Sus dedos trenzaron el fino hilo de oro hasta devolverle su
forma original.
Al fondo, tal y como Astarté había descrito, reposaba una docena de botellas
de la ambrosía más pura. Agarró entre sus manos una al azar, lamentándose por
tener que dejar el resto, y se dispuso a salir corriendo.
—¡Lo tengo!
No supo los minutos, o tal vez las horas, que pasaron allí, tumbados sin
respirar, atrapados bajo el colchón.
—Sí.
—Claro.
Toda ella tembló. Desde el empeine estirado de sus pies hasta la saliva que
descendió por su garganta. Toda su alma tembló.
Angélica suspiró.
—Lo sé. Pero no se me ocurre una manera mejor de demostrarte todo lo que
me haces sentir. ¿Qué puede haber de malo en eso?
Lo que sentía por Asmodeus era una explosión elevada de ese afecto, una
corriente de ternura y pasión que desbordaba cada uno de sus poros.
—Quizás no sea cariño —apostilló él.
Sin poder contenerse más, hundió la cabeza en su cuello. Sus labios entraron
en contacto con la fina piel del hombro, justo al lado del tirante del vestido.
Angélica fue incapaz de reprimir un gemido.
Una serie de insólitas oleadas galopó por sus venas, llevándose por delante
todo atisbo de consciencia. Esa súbita falta de dominio sobre sí misma la
atemorizó.
*****
Asmodeus la despidió frente a la puerta de su dormitorio con un escueto
beso en la mejilla y una sonrisa capaz de derretir glaciares. Ya era demasiado tarde
para regresar al cuarto de Bel, y Angélica, estremecida aún por los acontecimientos
de la noche, agradeció que se marchara. Ninguno de los dos mencionó la invitación
que ella, ebria de entusiasmo, había realizado en ese mismo pasillo apenas un rato
antes. Después de lo ocurrido, la perspectiva de quedarse a solas en su cuarto era
como un cóctel incendiario en manos inexpertas.
Angélica había nacido hacía catorce años y medio. En todo ese tiempo,
jamás había sufrido accidentes ni padecido enfermedades. Su cuerpo estaba a
escasos meses de alcanzar la plenitud celestial y, después de ese momento, no
volvería a sufrir ningún cambio. Era una criatura habituada a la estabilidad,
alguien para quien la paz y la rutina eran las mejores aliadas.
Sin embargo, esa noche, todo había dado un giro de ciento ochenta grados.
Hasta entonces había gozado de una existencia plácida, pero nunca, nunca, nunca,
se había sentido tan feliz. Su cuerpo había sido creado liviano y etéreo, pero nunca,
hasta ese día, le había parecido que pesaba tan poco.
Vivía por encima de las nubes, pero, hasta esa noche, no había comprendido
lo que realmente significa estar en el Cielo.
Lo abrió. Era una carta, una bastante larga, y estaba encabezada por un
titular resaltado en negrita. La letra de Luc emergió ante ella, arrebatada y confusa.
Al empezar a leer, se dio de bruces por primera vez con las ocho palabras que
cambiarían para siempre su destino y el de todos allí arriba.
Capítulo IX – La Tierra
Tampoco podía culparla. Por todos los demonios, era Asmodeus. El más
insulso de sus polvos reventaría las quinielas en cualquier casa de subastas. Sin
embargo, los gemidos salvajes —ahogados por el ruido de la cisterna— de aquella
morena menuda mientras empujaba dentro de ella y la aprisionaba contra los
azulejos, le habían resultado tan poco gratificantes como los del grupito de chicas
rebeldes sin sujetador que se había llevado a la cama la otra noche. Y como los de
la cabaretera mulata de la precedente. Y la anterior, y la anterior, e incluso como
los de la tarde que experimentó con aquel tipo, el hermafrodita armenio, y creyó
que… Pero no. Su espectáculo había resultado aún más decepcionante que la
prometedora mamada de una prostituta sin dientes en un fumadero de Hanói.
Satisfacción.
La misma sed insaciable que había despertado un vestido azul a hurtadillas bajo el
colchón de Gabriel.
Pero, si todo salía según lo planeado, el fin estaba cerca. Miró el reloj. Qué
interesante… El fin, de hecho, estaba a menos de diez minutos.
A las doce en punto, con precisión de relojero, la puerta que daba a la Rue
du Fouarre se abrió, y el cristal tintineó en los goznes como una campanilla
anunciadora. Asmodeus se giró a tiempo de ver la figura esbelta y diáfana entrar
en el bistró. Para su maldita desgracia, todo el local pareció resplandecer con ella
dentro.
Hubo un tiempo en que Asmodeus hubiese caminado sobre los fuegos del
Infierno por esa mujer. Oh, espera, de hecho así había sido. Se había abrasado en
las llamas del Mal por ella. Había padecido sufrimientos que ningún cuerdo podría
soportar jamás sin caer preso en la locura. Había conocido la gloria y el abismo de
manos de la misma criatura.
Había esperado que, algún día, ella fuera tras él. Que confesara que todo
había sido un error, que se explicara, que se arrepintiera y, sobre todo, que se
quedara a su jodido lado para siempre. Que avivara con esa sonrisa incauta todas
sus esperanzas podridas.
Esperó.
Esperó.
Esperó.
Ahora, lo único que aguardaba con impaciencia era que ella caminara sobre
las mismas cenizas que lo habían visto corromperse a él.
Aquella diablesa consumada le debía una. Y, por todos los perros del
Infierno, se la iba a cobrar exquisitamente cara. No tenía escapatoria.
Exculpación.
*****
La Fourmi Ailée era un local pequeño, dividido en dos plantas, y lleno de luz.
Estaba decorado con mobiliario antiguo y colores alegres, y destilaba la gracia de
una casa de campo en la Provenza. Las paredes estaban cubiertas por estanterías,
todas ellas repletas de libros y de cuadros modernistas. Había poemas escritos en
los muros, y guirnaldas rodeando las columnas. Cada mesa, cada detalle y cada
servilletero irradiaban garbo francés, sobre todo la vieja chimenea que, desde la
esquina derecha, aportaba un toque demodé y acogedor.
Pero eso no era lo peor. Lo peor llegó cuando Angélica, después de barrer
con la mirada el primer piso, alzó la vista hacia la planta alta. Fue entonces cuando
una exclamación muy poco apropiada escapó de su boca sin que pudiera hacer
nada por retenerla.
—Sí, está claro que tengo algún problema mental serio —rebufó—. ¿Para
qué querías verme?
—No, en absoluto.
—La última vez que nos vimos no estabas tan inexpresiva —una mirada
lasciva la recorrió hasta perderse en confines más allá de la mesa—. En ninguno de
los sentidos.
—Un té verde muy caliente con agua mineral y sin azúcar, por favor.
Asmodeus parpadeó.
—No me extraña que tengas esa cara de frígida —barruntó, lo bastante alto
como para que ella lo oyera. Después, reclamó la atención de la camarera—. Mira,
Emilie… ¿Te llamabas Emilie, verdad?
Angélica puso los ojos en blanco. A la pobre chica sólo le faltaba empezar a
babear.
—Sí. Emilie. O como tú quieras llamarme —se apoyó con indolencia sobre la
mesa. Por un instante, Angélica temió que su jersey de escote pico volase por los
aires, y que le suplicase anotar el pedido sobre su vientre desnudo. La sola idea
provocó en ella un devastador ramalazo de compasión sádicamente salpicado de
celos.
—Enseguida, monsieur.
—Pensaba que las preguntas las hacía yo… De todas formas, si te sirve de
alivio, ésta no parecía muy indefensa cuando me dejó bajarle las bragas hace un
rato en el servicio de señoras.
—¿Y tú? —se burló el demonio—. ¿Acaso tú no eres también una chiquilla
indefensa?
—¿Estás segura? Dime una cosa. ¿Qué pasaría si Gabriel entrara ahora
mismo por esa puerta y te viera aquí, conmigo? ¿Qué pensaría de ti tu querido
hermano?
—Así es. Me alegra que te hayas dado cuenta. Por cierto, les daré recuerdos
a todos de tu parte cuando regrese, no te preocupes. Hey, sin rencores.
Asmodeus abrió los ojos, como si no pudiera dar crédito a sus palabras.
—Si es un reproche eso que oyen mis oídos, creo que no eres la más
indicada para hacerlo, Angélica.
Dolía. Dolía, como sólo el Infierno podía doler, volver a oír su nombre entre
sus labios.
—Bon appetit, monsieur —le deseó a Asmodeus. Luego, sin decir nada más,
se largó escaleras abajo.
—Desde luego —corroboró él, con un matiz oscuro en los ojos—. Casi tanto
como el néctar.
—Cuéntame, ¿qué andas haciendo por aquí? ¿Cómo es que te han dejado
salir sola de la jaula?
Ella le lanzó una mirada asesina. La paz había sido hermosa mientras duró.
—Vaya. Sí que has sabido escalar allí arriba, diablesa. ¿Y cuál es esa misión,
si se puede saber?
—¿Por qué harías algo así? ¿No se supone que quieres tirar por tierra mi
misión?
El demonio se inclinó hacia adelante, tan próximo a ella que pudo sentir el
calor de su aliento acariciando la punta de su nariz.
—¿Tenemos un trato?
No se hacen pactos con el Diablo, Angélica. Él siempre tiene las de ganar. Ésa era
la primera gran lección vital que había aprendido. Tenía quince años y el alma
hecha pedazos cuando su hermano Gabriel se la transmitió.
Le demostraría a Asmodeus quién era más fuerte de los dos, y quién había
tomado la decisión correcta. Lo despacharía como la ilustre criatura que era;
después, podría regresar a casa y hacer como si nada de aquello hubiese sucedido.
—Tenemos un trato.
Capítulo X – La Tierra
Angélica suspiró por enésima vez. Tan sólo había transcurrido un día desde
su encuentro en La Fourmi Ailée y ya se estaba arrepintiendo de haber aceptado la
propuesta de Asmodeus. En realidad, había comenzado a arrepentirse la noche
anterior, cuando él decidió que no era el momento adecuado para comenzar la
búsqueda y optó por pasar el resto de la jornada durmiendo la resaca.
Juntos, subieron los escalones que los conducían desde los subterráneos
mundos de París hasta la superficie. A lo lejos, el silbido del metro alejándose de la
estación hizo retumbar el suelo bajo sus pies.
—Está bien, está bien. No insistiré más. Es que estos viajes en metro son más
aburridos que el Infierno en los días de censo general, ¿no crees?
A pesar de su fugaz visita al distrito tres noches atrás, Angélica seguía sin
estar preparada para enfrentarse a tanta falta de decoro. Su París, su adorado París
de calles empedradas y puentes macizos, no podía haberse transformado en esa
grotesca e implacable burla a la honestidad.
—Es inconcebible —manifestó. Echó hacia atrás el cuello hasta que sus
vértebras crujieron. El cartel de Sexodrome constituía todo un monumento a los
excesos—. ¿Qué le has hecho a mi adorada ciudad? —preguntó con un mohín.
—La he acariciado hasta hacerla despertar. Igual que voy a hacer contigo —
aseguró.
Asmodeus conocía el barrio como la palma de su mano. Ése era un dato que
no debería haberla sorprendido, pero, aun así, lo hizo. Resultaba extraño ver a un
Asmodeus distinto al que recordaba, pero que a un tiempo era el mismo,
contoneándose como un felino entre tanta indecencia.
Angélica suspiró. De nuevo. No podía esperar para ver cuántas veces más lo
haría esa noche.
—Sólo un billete.
—Olvídalo. No soy tu Guardiana, así que no pienso pagar una sola de tus
deudas.
—Está bien, está bien. Sé de otra persona que nos puede ayudar. Si al tal
Sellier le gusta merodear por Pigalle, seguro que ha hecho alguna visita a las
gatitas de Pussy´s.
—Nada, no le debo nada —masculló—. ¿Te puedes creer que hay una
jodida foto con mi cara en el tablón de admisiones?
—Gracias por la información. Estoy segura de que eso hace del mundo un
lugar mejor. Ahora, ¿podemos seguir buscando, por favor?
El demonio se apartó y echó a andar con las manos en los bolsillos; sin
embargo, aquella sonrisa descarada y profunda no se borró de su rostro. Tan
descarada y tan profunda como sus ojos, del color del Cielo en las tardes de
tormenta.
—¿Sabías que en esta calle vivieron algunos de los mejores artistas de los
últimos siglos? —comenzó a relatar—. Toulouse-Lautrec, Picasso, Van Gogh,
Dalí… Así fue como surgió Pigalle. Un pequeño y bohemio nido de arte,
vanguardia y libertad en el encorsetado París victoriano. Una grieta sin posibilidad
de redención en la cuadriculada sociedad de la época.
—La última vez que visité París —mencionó ella—, Montmartre no era más
que un caserío en torno a una colina.
—Los dos cabarets más famosos de París. Se alzaban uno junto al otro…
justo allí —su mano señaló un punto próximo a Place Blanche. Unos grandes
almacenes ocupaban burdamente su lugar—. El primero en abrir sus puertas fue El
Cielo, con su fastuosa y petulante fachada neoclásica. Y, para los amantes de las
emociones fuertes, a algún iluminado se le ocurrió la brillante idea de inaugurar,
justo a su lado, El Infierno —Asmodeus se giró hacia ella. Sus facciones relucían de
puro fervor—. Tenías que haberlo visto —la agarró por las muñecas, sin previo
aviso, con afán de transmitirle todo su entusiasmo—. Ver su puerta enrejada,
rodeada de una boca infernal cuyos dientes parecían engullir a todo incauto que se
atreviese a cruzarla. Sus muros esculpidos de condena y dolor, sus ventanas
deformes y opacas, sus elevadas mazmorras… Era un espectáculo sobrecogedor y,
al mismo tiempo, atractivo… Resultaba imposible pasar por delante y no
preguntarse qué puñetas aguardaría en el interior —rio con aquella risa perversa
suya; sin embargo, a Angélica le pareció estar oyendo campanillas celestiales—.
Por los perros de Lucifer, ¡era el lugar más concurrido de toda Francia! No he
probado nada tan divertido en años… A ti te hubiese encantado…
—¿Qué fue lo que acabó con L´Enfer? —curioseó, con voz entrecortada.
Angélica siguió sus pasos, y Pigalle volvió a ser el ordinario rincón carente
de magia de siempre.
*****
Tres locales de striptease —sin incluir el fatídico All-in—, cuatro boutiques
eróticas, un museo, cinco multas, unas cuantas deudas y varios empujones
después, quedó claro que, al menos por ese día, Cristian Sellier no iba a aparecer.
Y, más claro aún, que Asmodeus era el más explícito ejemplo de persona non grata
en el distrito.
Las aspas del Moulin Rouge destellaron sobre sus cabezas cuando se
detuvieron a descansar sobre un pretil del bulevar. Angélica estaba exhausta, pero,
sobre todo, lo que estaba era cabreada. Desde que se habían subido al metro, hacía
ya unas cuantas horas, no habían hecho sino perder el tiempo.
—Es lo que odio de los putos franceses. Siempre con sus normas y sus leyes
y sus prohibiciones. Es como darle un caramelo a un niño y castigarlo por
llevárselo a la boca. Y espero que sepas a qué clase de caramelo me refiero… —le
guiñó un ojo con alevosía.
—Eres incorregible. Lo mejor será que nos marchemos —se puso en pie y
alisó las arrugas de su falda en tonos pastel—. Por hoy no hay nada más que se
pueda hacer.
—¿Tú no vienes?
—Diablesa, hay cosas mejores que alguien como yo puede hacer en este
lugar —explicó con cinismo.
—Teniendo en cuenta que te han vetado la entrada en tres cuartas partes del
barrio, realmente me pregunto qué cosas son esas —se burló ella.
Cruzaron juntos el paso de peatones, arrastrados por el aluvión de turistas
que acudían a hacer cola frente al Moulin Rouge. Después, Angélica tomó el camino
a la izquierda.
Él se encogió de hombros.
Caminaron en silencio, uno al lado del otro. Las luces de neón reflejaban las
huellas invisibles que sus zapatos iban dejando atrás, hasta que, de repente,
Asmodeus se detuvo.
—¡Mierda!
Tenía los ojos clavados en un punto lejano por encima de sus cabezas. Ella
se dio la vuelta despacio, preocupada por lo que se les pudiera venir encima, pero
no llegó a verlo. Asmodeus agarró su mano y tiró de ella hacia el portal más
cercano.
El demonio indicó que guardara silencio con un dedo sobre sus labios.
—Es… Se trata de uno de esos tipos. Hice una apuesta con él y la perdí. Ya
sabes —siseó con gesto incómodo.
Vencida, Angélica apoyó una mano contra la pared oscura del pasadizo. Su
resistencia había sido puesta a prueba demasiadas veces durante los últimos días y
comenzaba a resquebrajarse.
—Me pregunto cuál es el pecado tan grande que cometí para ser castigada
de esta manera… —lloriqueó.
Él pareció ofendido.
—Ese hombre puede hacerle mucho daño a esta preciosa cara, diablesa.
Demasiado tarde fue Angélica consciente de que la preciosa cara estaba tan
próxima a la suya que casi podía sentir contra el pecho el palpitar de su detestable
corazón. El vello erizado de sus propios brazos rozando la fina tela de la camiseta
de Asmodeus. El aliento cálido y acompasado inflamando la piel de su clavícula.
Regarde le ciel[5], rezaba un profético grafiti tras ella. No le hacía falta mirarlo,
pensó. Lo tenía justo delante.
—Pero…
Angélica apretó los dientes. Sus manos azotaron la falda a la vez que la
recomponían. Se atusó el pelo con tanta fuerza que se quedó con un mechón entre
los dedos.
—Será mejor que nos vayamos —anunció—, o perderé el último metro. Hay
días completamente prescindibles en el calendario, y éste acaba de convertirse en
uno de ellos —sentenció, altiva.
Por el rabillo del ojo, vislumbró la llama de coraje que se encendió en las
pupilas de Asmodeus.
Gilipollas.
Rotundo y redomado.
Había estado a punto de tirarlo todo por la borda por culpa de una nostalgia
cursi y barata; la misma que lo había mandado de cabeza al Infierno una vez.
Resultaba demencial pensar que, a estas alturas de la película, aún no había
aprendido la lección.
Por suerte para él, Palace Video era uno de los pocos locales que aún le
permitían el paso. Abonó el importe de su ticket religiosamente —qué palabra tan
graciosa—, y se introdujo en la única cabina libre. Aquella ciudad era un pozo sin
fondo de vicio y perversión…
A pesar de su más que criticable lapsus, había sido una providencial suerte
encontrar el pasadizo Cité Véron en el momento oportuno, así como lograr distraer
a Angélica entre sus brazos los minutos suficientes.
Ella localiza a pecador imberbe, pecador imberbe se redime, Duquesa Celestial recibe
premio por su heroicidad. Asmodeus vuelve a casa de vacío. Fin de la historia.
Sin sexo de película, sin exculpación, sin demostrarle al mundo entero la clase de
víbora que esa Duquesa Celestial en realidad es.
Sí, había sido una jodida suerte. Porque todas esas cosas —y por ese
orden—, él no las iba a permitir.
Capítulo XI – El Cielo
Mediados de Verano.
Angélica.
¿Qué sucede?, preguntó Asmodeus con sus ojos, con sus manos, con su
sonrisa. Ella, sentada al otro lado del pasillo, con aquel rostro rutilante capaz de
iluminar los días de borrasca, hizo una mueca de aburrimiento que no dejaba lugar
a dudas.
Vámonos de aquí.
Cuando aquella cosa entre sus piernas no pudo aguantar más, Asmodeus se
puso en pie. Uno de los Principados menores se levantó para dejarle paso. Tenía en
la mirada un matiz condescendiente; había visto salir a Angélica poco antes y el
resto… se lo imaginó. Él ni siquiera se molestó en idear alguna justificación para su
ausencia. Atravesó corriendo las puertas dobles y le dio la bienvenida a la luz, la
alegría, la libertad. El jardín principal, con su enorme pérgola de cristal, nunca se le
había antojado tan luminoso.
—Lo sé, y lo siento —no lo sentía en absoluto, y ésa era una de las razones
por las que la quería tanto—. Pero me niego a seguir desperdiciando mis tardes en
algo tan aburrido —su rostro blanquecino chispeó—. No, cuando hay algo mucho
más divertido en lo que emplearlas —concluyó, traviesa.
—¿Adónde vamos?
Ella no se lo pensó dos veces antes de echar a correr hacia el centro del
patio, radiante de vitalidad. Sus brazos se balancearon en el aire como las aspas de
un molino.
—¡No puede haber nada mejor que esto! ¡Nada, nada en todo el Universo!
—chilló, y sus pies giraron sobre sí mismos en el césped artificial.
Angélica no se detuvo. Las vueltas se volvieron cada vez más rápidas, más
incandescentes.
El ángel tiró de ella con la mano y hundió las yemas de los dedos entre sus
cabellos rubios. La sintió tambalearse entre sus brazos.
—Por supuesto.
Angélica escapó de su abrazo. Era tan huidiza como el viento que se colaba,
impúdico, bajo los pliegues de su vestido. Sus ojos la observaron tomar impulso y
trepar al columpio. Una mata de indómitas ondas doradas flotó en el aire cuando
se aferró con fuerza a las cadenas.
—¿Crees que Luc tiene razón? —preguntó él, de repente—. ¿Que la Tierra es
aún más hermosa que esto?
—Allí nunca nos aburriríamos. Siempre habría algo diferente que hacer, un
lugar nuevo por conocer.
—Tal vez deberías cambiar tus alas por una cola de sirena —se burló
Asmodeus.
Fue ése el instante en el que Asmodeus supo que su vida no tendría más
objetivo que cumplir todos y cada uno de los deseos de Angélica. Que quería estar
presente en cada ensenada donde las olas la dejaran varada. Que no habría en el
mundo felicidad mayor que chapotear junto a ella.
Angélica abrió mucho los ojos, y la boca, y también los brazos. Emocionada,
se dejó caer sobre él; ambos rodaron por el suelo y se cubrieron de polvo.
—¿De verdad harías eso por mí?
Posó las palmas sobre las nalgas de la arcángel y apretó con fuerza. Esta vez
gimieron los dos, pero el jadeo de Asmodeus se intensificó cuando sintió que los
pezones endurecidos de Angélica traspasaban la tela de la túnica y rozaban su
torso. Sus escasas y atribuladas resistencias se fueron a pique. Un calor violento se
abrió camino desde lo más hondo de su alma, cerniéndose sobre su voluntad.
Abatido por una tormenta de sensaciones, cerró los ojos.
—Y yo supongo que ésa ha sido la campana que nos ha salvado a los dos —
reconoció él. La atrajo hacia sus brazos y la rodeó con ellos. El Cielo se extendía
sobre sus cabezas como una promesa de eternidad inquebrantable—. No creo que
éste sea el lugar más adecuado…
Dos tardes atrás, durante la liturgia, había escuchado una palabra por
primera vez. Tres sílabas capaces de hacer surgir la angustia en su interior.
Lujuria.
—Me aburro —protestó, y sonó tan lastimero como un niño ansioso por
llegar al parque de atracciones—. ¿En qué maldita ley se estipula que tengamos
que viajar en transporte público, si se puede saber?
La arcángel no respondió.
Frente a ellos, sentada del lado del pasillo, una muchacha que no pasaba de
los dieciséis clavaba la mirada en Asmodeus. Al verse descubierta, fingió
enfrascarse en la lectura de una revista juvenil tras la que ocultó sus ruborizadas
mejillas.
Pobrecita, pensó Angélica. Se avergonzó al pensar que ella, una vez, había
mirado a Asmodeus de la misma manera. Con la fascinada sorpresa de creerse
invencible y poderosa junto a él.
—Tú eras mucho más magnética de lo que ella podrá llegar a ser. Mucho
más… peligrosa.
Angélica giró la cabeza con tal brío que sufrió un tirón muscular. Asmodeus
escudriñaba a la adolescente con los párpados caídos.
—¿A qué viene eso? —carraspeó ella. Contuvo una maldición cuando se dio
cuenta de que había vulnerado su endeble voto de silencio. La voz melosa de la
megafonía del metro anunció la siguiente parada, pero el tren no aminoró la
marcha hasta entrar en el andén. Las puertas se abrieron, y la jovencita de la
revista salió despavorida.
Por supuesto que no. Las quebrantaba todas por sistema, con alevosía y
premeditación, cada vez que él andaba cerca. Sin embargo, no le dejaría partir con
semejante ventaja.
—Claro que sí —respondió sin vacilar.
—He venido a jugar con ella hasta donde me deje jugar —prosiguió. Con un
descaro sin precedentes, la mano de Asmodeus se adueñó de su muslo por encima
de la falda. Angélica se envaró, batallando entre la vergüenza y las lacerantes
ganas de abrir las piernas y permitirle llegar más lejos—, y a correrme dentro de
ella cuando termine. He venido a disfrutar. Y no pienso perder ni un minuto más.
En ese instante, otro tren se cruzó con el suyo a una velocidad de vértigo.
Los vagones pasaban por la vía de al lado dejando una estela convulsa. Asmodeus
lanzó un rápido vistazo a un lado y a otro. A continuación, cerró los ojos. Ante la
atónita mirada de Angélica, el cuerpo del demonio se tornó etéreo, traspasó la
barrera del vagón y se materializó en el tren contiguo. Desde allí, sus cínicos ojos
de cobalto la invitaron a seguir sus pasos con expresión provocativa.
—¡Maldito! —masculló.
Era un riesgo, lo sabía. Pero nadie mejor que ella conocía lo exquisitamente
placentero que el riesgo podía llegar a ser. Nadie como ella para saber el peso que
suponen seis mil años de sopor frente a un segundo, un chispazo de excitación.
Ya no dudó más.
Abrió los ojos. Estupendo. Al menos una docena de personas habían sido
testigos de su acto suicida. Algunos gritaron; otros la miraron con terror. Al hacer
un uso injustificado de sus poderes en un lugar público había cometido una falta
grave. Gravísima.
Asmodeus emergió al final del vagón con porte de dios griego del
inframundo. Sin quitarle los ojos de encima, dejó atrás las miradas especulativas y
asombradas de los pasajeros. La expresión de su cara, como si hubiese recuperado
a alguien al que los dos creían muerto y enterrado, formó un nudo en el pecho de
Angélica. Tenía la impresión de que no volvería a suavizarse jamás.
El demonio le lanzó la sonrisa más irresistible a ese lado del Sena. Sin darle
tiempo a reaccionar, volvió a saltar fuera del vagón.
Cinco ancianos chillaron, tres niños se quedaron estupefactos, nueve
adultos contuvieron el aliento y un jovencito corrió hacia el transistor de
emergencia. Con una sola orden de su mente, Angélica le paró los pies antes que
pudiese hacer saltar las alarmas.
*****
Los pasajeros del siguiente tren no los recibieron mejor, pero ellos no les
prestaron la más mínima atención.
—¡No escaparás!
Perdió la cuenta de los trenes en los que saltó, las líneas que tomó, las
paradas que recorrió. Tantas veces como tropezó con Asmodeus, tantas veces lo
esquivó. Se dijeron adiós a través de la ventanilla en una decena de ocasiones;
burlaron los controles de seguridad uno tras otro.
La tarde del dieciocho de julio, los pasadizos del metro de París se vieron
convertidos, sin pretenderlo, en el patio de recreo de dos ángeles juguetones. Dos
seres extremos, condenados a la lejanía, que buscaban, de algún modo, resucitar las
cenizas del pasado en algún punto indeterminado entre el Louvre y el Marais. El
mundo, fuera del subsuelo de París, dejó de existir.
Jadeó al chocar con el cuerpo del demonio, que aguardaba apoyado con
indolencia sobre la mesa de maniobras. Un rictus de anhelo se dibujaba en sus
facciones.
—Te atrapé —susurró con voz enronquecida antes de enlazar sus manos y
atraerla contra su pecho.
Asmodeus giró sobre sí mismo, arrastrándola a ella entre sus brazos. Con
gesto preciso, la sentó sobre la mesa de maniobras; Angélica sintió el panel de
mandos bajo las nalgas. Se aferró a su pecho estrechando el espacio entre los dos,
en un deseo incontenible de fundirse con su cuerpo.
El tren galopaba sobre los raíles; las chispas salían despedidas desde el
tendido electrificado de las vías. La arcángel se agarró a la tela de la camiseta
masculina en un instintivo movimiento de súplica. Sabía perfectamente lo que
quería.
—Creo… creo que esto no formaba parte de nuestro acuerdo —se excusó.
El demonio resopló. Tenía los ojos vidriosos, y una fina pátina de sudor
rodeaba su frente.
Asmodeus se mordió el labio inferior, tal y como ella hubiese deseado hacer
sólo unos minutos antes.
—Yo también.
En un descuido —o no, ¿quién sabe?— el demonio rozó los nudillos de la
arcángel. Para su consternación, y suponía que también para la de él, ese ademán
tan liviano hizo que le diera vueltas la cabeza.
—Hasta mañana —respondió él, al fin, y la suya fue como una estocada en
el esternón—. Que duermas bien.
Pero ya no tenía catorce años. Había visto pasar ante sí más de cinco mil
novecientas primaveras, la mayoría de las cuales habían transcurrido en una
tediosa agonía por culpa de actos irreflexivos como el que acababa de perpetrar esa
misma tarde.
Angélica inhaló el espeso oxígeno de París. Esa tarde se había abierto una
brecha enorme entre lo que se suponía que debía hacer y lo que realmente quería, y
no sabía cómo iba a ingeniárselas ahora para cerrarla.
Lo quería a él.
Por desgracia, ésas eran las dos únicas cosas que ya nunca podría tener.
*****
Cuando llegó al apartamento de Axelle, su corazón seguía en la cresta de la
ola, loopings incluidos, y hacía ya un rato que había desistido de borrar la sonrisa
estúpida de su cara.
Angélica dio un paso al frente y sonrió intimidada. Dejó que aquellos ojos
oscuros se posaran en ella y la recorrieran con la vehemencia de un ave de rapiña.
Después de evaluarla, la mujer le devolvió la sonrisa.
—Por los clavos de Cristo, pensé que Axelle exageraba, como de costumbre,
pero sí que eres guapa. Y pareces aún más cándida que Nathalie.
—Me cae bien esa chica, Axelle. Me cae muy bien. ¿En qué mercado la has
comprado? Y, lo que es más importante, ¿cómo puedo yo conseguir una? —
mascullaba mientras sus dedos, largos y huesudos como las patas de una araña,
iban en busca y captura de sólo ella sabía el qué.
—Olvida todo lo que sale de sus labios —le aconsejó—. Ella también lo hará
en menos de tres segundos. Donc, ésta es Nathalie —señaló hacia el otro miembro
del pack—. Las dos son compañeras de trabajo y mis mejores amigas en esta
ciudad de locos.
—C´est la vie!
—¡Te atrapé!
—Por el mismo motivo por el cual a los catorce robaba barras de labios en
Monoprix —la aludida profirió un mordisco a la golosina— Resistencia pasivo-
agresiva a la autoridad —confirmó con la boca llena.
—Dominique cree que sus padres son los culpables de todas las desgracias
del mundo —se apresuró a tranquilizarla Nathalie, en mitad de un bocado de
cuscús, al ver su rostro pasmado—. Fastidiarlos es su meta en la vida desde que
aprendió a controlar esfínteres.
—Por eso comenzaste a robar barras de labios a los catorce —la interrumpió
Nathalie, ciñéndose a un guión que parecía saber de memoria.
—Fue demasiado para ellos ver a su única hija, su más valioso proyecto,
convertida en un repudiado trozo de carne expuesto a subasta.
Lo que vio la obligó a quitarse las gafas de sol y a abrir la boca. Por ese
orden.
From Hell[7].
Una bota tocó el suelo, seguida de otra más. Los músculos de las piernas del
motorista se delineaban sugerentes bajo los pantalones, los mismos que, a la altura
de las caderas, no dejaban lugar a la imaginación. Angélica tragó saliva; su mirada
continuó en ascenso. Como si de una montañista se tratase, el oxígeno fue
desapareciendo de sus pulmones a medida que subían sus ojos.
—Yo sola puedo defenderme de los dos, gracias —replicó. Intentó parecer
indiferente, pero le resultó imposible disimular el centelleo salvaje de su mirada al
observar alternativamente la máquina y a su dueño—. Llegas tarde. ¿De dónde
diablos vienes? ¿De tu casa? A todo esto, ¿dónde está? —se sentía idiota, pero no
podía evitar la curiosidad por saber dónde y, sobre todo, con quién, se alojaba
Asmodeus en París.
—Estoy empezando a pensar que tienes una fijación fetiche con mi humilde
hogar. ¿Tanto morbo te despierta mi alcoba, diablesa?
Angélica bufó. El solícito amante de la tarde anterior, aquel que con una
caricia había sido capaz de detenerle el pulso y recordarle los mejores años de su
vida, se había desvanecido; el voluptuoso defensor de Satán había acudido a
ocupar su lugar.
—Por supuesto que no —refutó él con una carcajada—. Haría lo que fuera
con tal de no volver a vivir otro insufrible viaje en metro. Incluso pagar el dineral
que cuesta esta pequeña zorrita.
La invitó a subir a la motocicleta con gesto señorial.
—Con una condición —repuso ella, y contempló la moto hechizada por sus
curvas. Sus ojos relampaguearon—. La llevo yo.
—¿Estás segura?
—¿Tú qué crees? —bramó por encima del ruido del motor arrancado.
*****
Moverse en moto por las calles del centro de París, rodeado de todos
aquellos kamikazes al volante, resultaba siempre una experiencia al límite,
comparable tan sólo a una dosis de polvo de ángel justo a la altura del frenillo.
Moverse por las calles del centro de París en una Ducati Diavel llevada por
Angélica, Duquesa celestial, Guardiana Sagrada de la Tercera Esfera, era un acto
suicida incluso para alguien inmortal como él. Asmodeus descubrió, no sin cierta
sorpresa, que una experiencia cercana a la muerte como aquella era exactamente lo
que andaba buscando cuando casi una semana atrás había lanzado por la borda su
tediosa realidad infernal.
Atravesó el Sena por el Pont du Carrousel rumbo a Pigalle; tan deprisa, que
el empedrado del suelo los hizo tambalear. Giró a la izquierda, dejando atrás el
Louvre y cualquier atisbo de responsabilidad. Con pericia inusitada, esquivó una
grúa que les salió al paso a la altura de Tuileries y que abrasó las rodillas de
Asmodeus al rozarles por centímetros.
—Todavía no puedo creer que haya dejado en tus manos una Ducati. ¡No
has conducido en tu vida!
—Olvidas que soy un ángel —le recordó, presuntuosa, por encima del
hombro—. La fuente de mis conocimientos es inagotable.
Él resopló.
Por todos los Infiernos, si no ponía remedio pronto, el único tentado allí iba
a ser él.
Y así fue. La mueca de fascinación con que lo recibió fue suficiente para
saber que su plan iba sobre ruedas.
Ella no lo sabía, pero allí, junto al metro de Odéon, con su cara de niña
buena y sus ropas recatadas, se la había puesto tan jodidamente dura que podría
haber estallado en mil pedazos, empezando por el fuego de sus pelotas y
terminando por su vapuleada alma.
—¿Tienes miedo?
—¿Por qué? ¿Qué sucede al final del carril? —exclamó ella, haciéndose oír
por encima del ensordecedor ruido del tráfico.
Ninguno de los dos pudo hacer nada cuando los ciento sesenta y dos
caballos de la Ducati se precipitaron sobre el capó del Renault. La marca de los
neumáticos dejó una huella indeleble en la chapa del coche, que viró de inmediato
y desató el caos en la plaza. La moto sorteó con precaria suerte dos vehículos más
antes de impactar, como un moscardón aturdido, contra el pilar izquierdo del
mismísimo Arco del Triunfo.
—¡Oh, Dios mío! No me puedo creer que lo haya hecho… ¡Ha sido genial!
¡Hagámoslo otra vez!
—¿Es que has perdido la razón? ¡Has podido destrozarme la cara! —se
toqueteó el rostro, preocupado, en busca de posibles daños. La denunciaría sin
contemplaciones si encontraba el más leve rasguño.
Fue ése el instante, con el calor del verano martirizando sus sentidos y los
gendarmes corriendo hacia ellos. Fue allí, en Charles de Gaulle Étoile, junto a la
impasible mole de piedra. Angélica jadeaba, presa de la excitación y el vértigo.
Una sonrisa de felicidad se expandía por su rostro, iluminado por el brillo de una
mirada llena de adoración. Hacia él.
—Soy yo.
Angélica miraba a uno y otro. Parecía perdida y confusa, como una niña a
la que acababan de regalar un juguete sólo para retirárselo poco después.
—Finalmente te has salido con la tuya; hemos tenido que venir en metro —
protestó Asmodeus.
La primera vez que asistió al denigrante espectáculo que ofrecían las aceras
de Pigalle, Angélica se había sentido horrorizada y humillada. A esas alturas de su
misión, las calles de Pigalle, rojas e implorantes, la hacían sentirse como en casa.
El mero roce de sus dedos la hizo suspirar. Asmodeus era su montaña rusa
particular. Su mano, el asiento de primera fila en un vagón sin arnés.
—Ahora lo verás.
Ya sabes lo que se dice, Angélica. Si quieres un trabajo bien hecho, hazlo tú misma.
Sin el más mínimo reparo, atravesó las cortinas de terciopelo rojo que lo
protegían de miradas indiscretas y se coló en su interior, dejando a Asmodeus con
un palmo de narices.
Por dentro, el establecimiento era igual de soez que todos los demás. Penes
de plástico fluorescente, ropa interior con estampado de cebra —de hecho, creyó
identificar alguna de las prendas que Axelle iba siempre dejando tiradas por ahí—
y prótesis de silicona con formas explícitas. Angélica era consciente de que su nivel
de escrúpulo había disminuido drásticamente en los últimos días, pero todo tenía
un límite. Haciendo de tripas corazón, cruzó el pasillo de estanterías y se acercó al
mostrador. Asmodeus, repuesto ya del susto, se movía tras ella.
La dependienta era una mujer joven. Tenía entre las manos un bloc de
facturas y un bolígrafo coronado por un pompón fucsia.
—Por supuesto que sí. ¿En qué les puedo ayudar? —guiñó un ojo con
complicidad—. Si buscan un poco de diversión, han venido al lugar adecuado.
Tenemos las últimas novedades para parejas, precisamente acabamos de recibir
un…
La arcángel carraspeó.
—Lo siento, me temo que es otro tipo de ayuda lo que andamos buscando
—con gesto preciso, extrajo de su bolso la fotografía de Cristian Sellier—. ¿Podría
decirnos si ha visto a este hombre por aquí?
—Comprendo. Esas cosas pasan mucho por aquí. Ya se sabe, hay personas
que no entienden el concepto de fidelidad —gruñó—. Ahora que lo dice, esta cara
me suena… —escrutó el rostro impreso en el papel.
Asmodeus se aproximó.
—Mírela bien —apremió—. Es muy importante que nos diga si ha visto a
este caballero.
—Ya que estamos… Nos llevamos esto —Asmodeus depositó una pequeña
cajita sobre el cristal del mostrador—. Y esto también —añadió un frasco de loción
lubricante.
Lo primero que vio nada más entrar fue el descomunal póster de una
exuberante mujer semidesnuda. Se quedó contemplándolo ensimismada. Lucía un
antiguo peplo griego rasgado, y entre los jirones asomaba un pecho desnudo. En
su gesto paroxístico se adivinaban las sacudidas de placer que un hombre, también
desnudo, le proporcionaba de rodillas frente a ella. Desde el fondo del local
retumbaba la música vibrante de una película erótica, entremezclada con los jadeos
de una joven que hablaba en ruso.
—Me encanta que tengas fantasías —susurró él, a su espalda, con los labios
pegados a su oído—, porque tú eres la protagonista de las mías. ¿Oyes los
gemidos? Así va a oír esta ciudad los tuyos cuando las haga todas realidad,
diablesa…
El jardín del Edén se abrió ante los dos. Angélica apretó los labios para
contener un gemido, pero toda su sangre rugió de deseo. Lo único en lo que podía
pensar era en arrastrar a Asmodeus a cualquiera de aquellas cabinas, oscuras y
privadas, y arrancarle la ropa con las uñas. Ponerlo a sus pies y enseñarle qué otras
partes de su cuerpo se morían de ganas de gemir con la misma intensidad.
—¡Tú fuera! ¡No bienvenido aquí! ¡Voy echar otra vez! ¡Fuera!
—Pero, señorita… ¡él debe mucho dinero a mí! —explicó con ojos llorosos—
. Él rompió cabina, rompió pantalla, rompió todo, él.
—¿En qué ayudo yo a una señorita tan bonita? —preguntó con expresión
curiosa.
—Necesito saber si ha visto a este joven por aquí, o si sabe de alguien que
me pueda ayudar —expuso ella, y a continuación le mostró la arrugada fotografía.
*****
—No es tan fácil como esperabas, ¿cierto? —Asmodeus rodeó sus hombros.
Él, precisamente él, era el mayor de sus problemas, pero estaba tan cansada que
optó por recostarse un rato contra su pecho—. Diablesa, buscar a un pecador en
esta ciudad es como buscar un coral en el fondo del Pacífico. Por hoy ya has hecho
bastante. Lo mejor será que comas algo y descanses. Yo invito.
Angélica se apartó a toda prisa.
—Haces muy bien. Pero, por ahora, lo único que deseo es apoyar mis reales
posaderas y disfrutar de una buena pizza en tu compañía. Es una oferta
irrechazable, diablesa, no lo puedes negar.
Asmodeus pestañeó.
—Es curioso. Siempre pensé que no haberlo sido lo suficiente era lo que nos
había puesto en esta situación.
—Un placer saludarla, signorina. ¿Así que una prima lejana, eh? Lástima…
Yo que pensaba que habías decidido sentar cabeza por fin, viejo disoluto… —
Angélica pestañeó. Llamar viejo a un hombre que no aparentaba tener más de
veinticinco años no dejaba de resultar bizarro—. Si usted supiera, signorina, la de
cosas que el crápula de su primo y yo hemos hecho juntos…
—¡Ah, tienes hambre, bribón! —les guiñó un ojo—. La diavola está exquisita,
toda fresca, como a ti te gusta.
Tono volvió a guiñar un ojo y, después, corrió hasta la cocina con todas sus
orondas curvas y su estrafalario delantal. Asmodeus y ella esperaron en la calle a
que preparara el pedido. El efecto hipnótico de Montmartre resbalaba por las
fachadas de sus bajos edificios blancos y serpenteaba entre los adoquines.
—Es mi especialidad.
—Sólo una cosa ha sido siempre más fuerte que yo —dijo al cabo de un rato.
Sus dedos reptaron por la superficie del cristal hasta rozar los de la arcángel—. Y
es lo que siento por ti.
—Tenemos que entrar —indicó, más para sí mismo que para ella—
Recuerda, invito yo.
—Y aquí llega el postre —el pizzaiolo dejó sobre el mostrador una bolsa de
plástico con un pequeño recipiente en su interior—. Tiramisú por cortesía de la
casa.
Tono chasqueó la lengua. Los miró desde el otro lado de la barra como si
fuesen los últimos en enterarse de la noticia más jugosa de los últimos tiempos.
*****
Había tantas cosas en él que no eran como ella esperaba... Quizás ahí
radicase su auténtico peligro.
—¿Por qué nunca vistes de negro? —esa incógnita, por ejemplo, era una de
ellas—. Pensaba que era algo imprescindible para los de tu… —la palabra calaña
murió en sus labios antes de ser pronunciada— clase.
Asmodeus giró sobre sus talones y señaló su rostro como quien señala lo
evidente.
—¿Estás loco? —siseó la arcángel—. ¡No puedes colarte ahí! ¡Es una
propiedad privada!
Él se encogió de hombros, como si las dos últimas palabras que ella había
mencionado no formasen parte de su vocabulario.
—Lo que te quiero mostrar se ve mucho mejor desde este lado... Vamos,
diablesa, ven conmigo. No hay moros en la costa; todo está tranquilo —trató de
convencerla.
—Es el último vestigio del mejor París que el ser humano ha conocido y
conocerá jamás —proclamó con solemnidad—. El más afamado club social de la
Belle Époque.
El demonio le indicó con gesto atento que tomara asiento junto a él. Antes
de contestar, abrió una de las cajas y separó con sus propios dedos una porción de
pizza. Se la ofreció a Angélica, quien le hincó el diente sin dudarlo. Era la más
exquisita, sabrosa y fogosa combinación de sabores que había experimentado en su
vida.
—Montmartre era una tierra rica en vientos y cereales; molinos como éste
brotaban como hongos por todos los rincones de la colina —liquidó su propia
porción en sólo tres bocados—. El Moulin de la Galette era el más visitado por los
viajeros que se dirigían a la capital desde el norte, y todos eran recibidos con un
vaso de vino caliente y una torta de maíz. Con la anexión a París, la vida agrícola
desapareció, pero los urbanitas decidieron que resultaría de lo más chic conservar
los molinos como exóticos espacios de recreo. Y así nació el otro Moulin de la
Galette —sus ojos se iluminaron, a juego con el cielo teñido de zafiros—. El Moulin
testigo de fiestas y bailes legendarios, los cuales marcarían para siempre a esta
ciudad y la harían vivir de sus cenizas durante siglos. Invitado pueblerino y
silencioso a la modernidad, el amor, las artes, la vida.
Asmodeus asintió con la cabeza, pero guardó silencio. Jugueteó con la tapa
de cartón de la caja, transformada de pronto en una hambrienta piraña a punto de
apoderarse de la mano izquierda de Angélica. Riendo, la arcángel tomó una nueva
porción que los finos hilos de mozzarella se negaban a dejar marchar.
—Tampoco es que las fiestas del Moulin de la Galette fuesen unas bacanales
desenfrenadas —prosiguió él—, espero que entiendas lo que quiero decir. De
hecho, la mayoría de ellas consistían en reuniones light, a plena luz del día, con
poco alcohol y demasiadas normas de decoro. Nada que ver con el tipo de veladas
a las que alguien como yo está acostumbrado, claro… A pesar de eso —sus ojos se
empañaron—, desprendían una esencia especial. Una perversidad casi infantil. La
gente simplemente venía y disfrutaba, sin preocuparse nunca si hacía bien o mal.
Lo único que importaba era seguir avanzando. Cambiar el destino ya escrito de
una sociedad reprimida y gazmoña. Aquí se bebía, se charlaba, se reía, se fumaba,
se bailaba, como si el mañana ya hubiese llegado y hubiese que apurar hasta el
último trago antes de convertirlo en pasado. Y ese molino…
Hay verdades a las que hay que hacer frente, y ella necesitaba conocer una
por encima de todas las demás.
—Hasta la locura. Durante mucho tiempo incluso me alegró que tú… que te
quedaras arriba. Que no tuvieses que pasar por ello.
La arcángel apretó los párpados. Escocía. Dolía levantar todo el polvo que
cubría las páginas de su pasado, y dolía pensar que aquella criatura carente de
empatía que tenía delante, en algún momento de su vida la había amado tanto
como para anteponer el bienestar de ella al suyo propio.
—¿Cómo están todos? ¿Luc? ¿Ast, Bel? —su voz se fue apagando hasta
quebrarse en la última sílaba. Eran nombres que no había vuelto a pronunciar.
Columpios vacíos en su memoria—. Recibimos la noticia de la desaparición de
Astarté, ¿es cierto?
—¿Dónde está? ¿Qué le ocurrió? —un día, mucho tiempo atrás, Astarté
había sido lo más parecido a una amiga que había conocido.
Asmodeus sonrió. Los demás eran sus amigos, su familia. Una familia a la
que ella ya no pertenecía.
—Los demás están bien. Con los años, Luc se ha vuelto todavía más
neurótico. Es un puto chalado, pero entre todos intentamos sobrellevarlo. Aunque
no siempre lo conseguimos.
—Bel anda puesto hasta las cejas, así que no se entera de mucho. En
realidad, tampoco es que antes lo hiciera —ponderó.
—Hace más de un año que no veo a Astaroth. Él conoció a una zo… a una
mujer humana y decidió abandonarnos para irse con ella. Vive aquí, en la Tierra.
—¿El día en que la bomba acerca del affaire de Luc explotó? —ante el
asentimiento de la arcángel, él continuó—. Fuimos apresados, como tú misma
presenciaste. Se nos negó cualquier oportunidad de explicarnos, justificarnos o
disculparnos. Fuimos juzgados, sentenciados y condenados en una sola noche. Y,
antes del amanecer, nos expulsaron a todos. Fin de la fábula. Moraleja: QUE OS
JODAN.
—Sí, pero… —¿por qué tenía que ser tan difícil?— ¿Qué ocurrió después?
¿Después de… caer?
Asmodeus tragó saliva. Por primera vez, parecía fuera de ese margen de
comodidad y desfachatez en el que tendía a moverse.
—Mira, diablesa, haznos un favor a los dos y olvida que alguna vez hiciste
esa pregunta. Ni tú quieres oír la respuesta ni yo disfrutaría dándotela.
No sabía qué reacción había esperado ante tal revelación. Estaba preparada
para la burla, incluso para una fingida comprensión. Desde luego, lo que no
esperaba fue la hostigadora indiferencia con que él la trató.
—Ese discurso llega un poco tarde, ¿no crees? Pero puedes estar tranquila;
logramos manejarnos bastante bien nosotros solos —alegó, y sus labios se curvaron
por la ira—. No vengas ahora a hacerte la mártir ni la redentora de nadie, diablesa,
porque no lo eres. No estás por encima del bien y del mal. Tan sólo fuiste una
piedra que se quedó por el camino.
—¿De qué estás hablando? No pretendo ser ninguna mártir —rebatió con
voz rota—. Ya te he dicho que siento todo lo que os hicieron. No hay nada más que
pueda hacer.
—No. Por supuesto que Su Excelencia no puede hacer nada más. Nunca hay
nada más que Angélica pueda hacer —había tanta rabia acumulada en sus
palabras que ella se acobardó—. No eres más que ralea. Jodida basura. Métete tus
disculpas y tu condescendencia por donde te plazca. ¿De verdad piensas que bajar
al Infierno fue lo más doloroso? ¿Que ser expulsado de mi hogar fue el castigo más
grave? —chasqueó la lengua con una emponzoñada mueca de burla—. Eres aún
más cínica de lo que recordaba. Lava tu conciencia en otra parte; a nosotros no nos
haces falta. No te echamos de menos, no te necesitamos y, para que duermas
tranquila, no estuvimos solos frente a las adversidades, si eso es lo que tanto te
preocupa.
Asmodeus rezongó.
—Diablesa, la Caída no fue un castigo que durara un día. Fue una jodida
tortura que duró años; dimos muchos tumbos, morimos muchas veces, antes de
recalar en el inframundo. Yo no dije que Lilith estuviera esperándonos en el
Infierno. Ni siquiera estaba allí en aquel tiempo.
Cada frase que salía de los labios del demonio era como una puñalada que
se enterraba más y más hondo en su corazón. El mismo que ella acababa de abrir
para él. Le resultaba increíble pensar que hacía sólo unos minutos habían
disfrutado de una deliciosa cena compartida. Ahora, su orgullo y su amor estaban
heridos de muerte.
—¿Y luego sí? —inquirió, ofuscada. Las lágrimas corrían por sus mejillas a
raudales, sin que las pudiese detener. Sin que lograse entender—. ¿Por qué una
humana iba a aceptar una eternidad en el Infierno por voluntad propia?
Capítulo XV – El Infierno
Tercer Trimestre.
Año 5.900 después de la Caída.
Y lo que Luc necesitaba era dormir hasta que el jodido Infierno entrase en
combustión espontánea. Sin embargo, la voz de Lily sonaba lo bastante inquieta
como para negarse a concederle un minuto de su tiempo.
—Entra.
Luc tenía un incipiente dolor de cabeza, y le ardían las alas tras una jornada
entera de represión. Lo último que quería era enfrentarse a una Lily titubeante e
indecisa, así que se desplomó sobre los cojines con un suspiro hastiado.
Corrió a depositar una mano sobre su sien. Lily estaba a su lado siempre, en
los mejores momentos y en los peores. Conocía sus más inconfesables secretos,
incluso los que el propio Emperador prefería no recordar.
—Está bien. Pero prométeme que después dormirás y descansarás hasta que
amanezca… dentro de tres días.
—Olvídate de eso. Deja que los chicos y yo nos encarguemos. No somos tan
inútiles, ¿sabes?
—Los chicos están hartos de esta vida de mierda, Luc. Igual que tú. Y cada
uno busca la manera de escapar de sus zarpas, de una forma u otra.
—¿Vida de mierda? Esos imbéciles hacen lo que les da la gana, gracias a mí.
Tienen títulos, poder, palacios, siervos, gracias a mí. Entran y salen a su antojo; se
divierten sin verse sujetos por el más mínimo remordimiento. Yo les conduje hacia
la libertad. ¿De verdad crees que esto es peor que consumir nuestra inmortalidad
bajo el yugo de una moral rancia y castrante?
—No te alteres, por favor —la pelirroja alzó las palmas en son de paz—. No
estás en condiciones de discutir. Será mejor que dejemos el tema.
—A decirte que… —ella tomó aire. Luc nunca la había visto tan
dubitativa—. A decirte que creo que puedo encontrar a Asmodeus.
Luc se echó las manos a la cabeza, retorciendo sus cabellos rubios hasta
llenarlos de nudos.
Lucifer abrió unos ojos como platos. Se sentía como si acabase de hallar la
pieza clave del rompecabezas.
Luc se apretó el puente de la nariz con los dedos. El Universo era un hogar
jodidamente incómodo cuando se lo proponía.
La vio tragar saliva. El Emperador odiaba causarle dolor, pero alguien tenía
que quitarle la venda de los ojos. Asmodeus era el ser más estúpido que había
conocido; sólo tenía ojos para aquella zorra taimada que los había engañado a
todos y que lo había empujado al abismo con sus propias manos.
—Nadie da algo a cambio de nada, Lily, y mucho menos yo. Acepto tus
condiciones. Prometo que Asmodeus no sufrirá ningún daño físico…
—Ni emocional.
Se percató de la duda que corría por sus pupilas; el dolor de perderlo para
siempre confrontado con la insoportable idea de ver su demoníaco y excelso
cuerpo hecho trizas.
—Lo tenemos —susurró Lily con el rostro inundado por lágrimas que,
después, ya no tendría derecho a verter.
Entrechocaron sus manos. Los pactos de Lucifer se firman con sangre, y Lily
lo sabía mejor que nadie.
Angélica dejó caer las llaves en el cajón. Se derrumbó sobre el sofá lleno de
trastos y ropa sucia y aguardó, en silencio, que el amanecer o la muerte o el camión
de la basura la fueran a buscar. Llevaba horas merodeando por París, las mismas
que hacía que había dejado a Asmodeus, con el tiramisú intacto y la palabra en la
boca, plantado bajo el Moulin de la Galette. No sabía qué excusa había inventado
para despedirse; ni siquiera tenía consciencia de haberse despedido. Los momentos
posteriores a descubrir que Asmodeus se había casado —con otra mujer. Con otra.
No con ella— eran un borrón caótico y brumoso en su mente. Sólo recordaba que,
de repente, había sentido la necesidad de salir de allí, de caminar, de quedarse sola
con sus pensamientos y su agonía.
Axelle salió del cuarto de baño con una toallita desmaquillante en la mano.
Se asustó cuando la vio así, cadavérica y destrozada, tirada en el sofá.
Angélica desvió la vista hacia ella. Axelle parecía tan vivaracha como de
costumbre. Tal vez fuese una stripper irredenta y desordenada, tuviese unas
amigas chaladas, viviese en una casa que nunca estaba limpia y albergase un
concepto de la vida demasiado hedonista, pero estaba ahí, a su lado,
contemplándola con cálido afecto en una de las peores noches de su vida. Así que
la arcángel se dejó caer contra su hombro y la abrazó. Lo necesitaba más que
cualquier otra cosa en el mundo.
—¡No jodas! —agitó la cabeza—. Oh, disculpa mis modales. No creo que
sean de mucha ayuda en estos momentos. Pero es que… ¡mon Dieu! No puedo
imaginar al incorregible y seductor Jean-Loup como un hombre casado.
—Mi madre suele decir —Axelle alzó un dedo, igual que una atractiva
maestra de escuela—, querida, lo que no fue en tu año, no fue en tu daño. Lo que
importa es lo que él sienta ahora, y aquí.
—Lo sé, lo sé, pero duele —Angélica dudaba que hubiese un golpe más
lacerante para su ego—. ¡Duele como el jodido Infierno! —exclamó, y, contra todo
pronóstico, ni siquiera enrojeció ante el exabrupto—. Se suponía que íbamos a estar
juntos siempre. Se suponía que lo que había entre nosotros era algo único y
especial. Y ahora descubro que hubo otra más importante que yo. Otra con la que
compartió cosas que nunca compartió conmigo.
Prefirió omitir los detalles. Reflexionar sobre las cosas que podría haber
hecho con Lilith, en la cama y fuera de ella, ya resultaba bastante humillante sin
llegar a pronunciarlas en voz alta.
—Te entiendo. Pero no es a mí a quien debes decir todo eso —se levantó
para preparar una taza de té. El ruido de cacharros en la cocina americana retumbó
en el silencio sepulcral de las horas previas al alba—. Escucha, Angelique, yo no soy
la más indicada para pronosticar el éxito o el fracaso de una pareja. Si así fuera —
bromeó mientras el hervidor eléctrico silbaba—, invertiría mi tiempo como
consejera sentimental y no como bailarina erótica. Pero lo que sí soy es una buena
observadora. Y el rencor que os profesáis Jean-Loup y tú es visible desde el Canal
de la Mancha, cariño. Yo no sé cuánto hace que os conocéis, ni cómo fue vuestra
historia. Lo único que sé es que, desde que os vi a los dos juntos, aquí en mi salón,
tuve la certeza de que este momento llegaría. Había tanto resentimiento
acumulado por ambas partes que podría afilarse con él todo un arsenal de
cuchillos. Tal vez ya haya llegado la hora de que lo saquéis fuera de una vez; ésa es
la única manera de poder dejarlo atrás. Angélica recibió la humeante taza con un
gesto de agradecimiento. Había tanta razón en las palabras de su compañera que
necesitaba algo caliente para empezar a digerirlas. Para afrontar el pánico
irracional que despertaban en ella.
—No sé si estoy preparada para enfrentar su rencor —comentó, despacio,
tras dar un largo sorbo a la bebida.
—Por supuesto que lo estás —Axelle regresó a su lado—. Llegaste aquí sola,
dispuesta a plantar cara a cuanta adversidad se te pusiera por delante, y no has
cejado en tu empeño desde entonces. Bajo esa carita de muñeca de porcelana
escondes un lado indomable. Lo sé. Lo vi en tus ojos la noche en que te conocí, y lo
sigo viendo ahora, aún más fuerte. No sé quién o qué te ha hecho creer que eres
una criatura pequeña e indefensa, pero ya es hora de que te des cuenta de lo
equivocada que estás. Y no podrás hacerlo a menos que hables con Jean-Loup y
pongas de una vez las cartas sobre la mesa. Necesitas echar fuera toda esa basura
que guardas dentro y que llevas años barriendo bajo la alfombra. Y,
probablemente, él también lo necesite.
Angélica no sabía qué le daba más vértigo; si el hecho de que una simple
humana estuviese dándole lecciones acerca de sí misma, o que hubiese acertado de
pleno en todas. Se horrorizó al caer en la cuenta de lo sola y confundida que había
estado. Asmodeus no sólo había sido su gran amor; también su mejor amigo. Y los
demás no sólo habían sido sus hermanos; también el puerto seguro al que siempre
se dirigía cuando se sentía distinta y fuera de lugar. El día en que se marcharon,
toda su fortaleza se derrumbó con ellos, y su alma había ido flotando a la deriva
desde entonces, tratando de encajar en un mundo que sólo la aceptaba por ser la
hermana de Gabriel.
—La gente se casa por mil motivos, Angelique —Axelle le acarició una
mejilla, y la arcángel se sintió reconfortada—. Donc, tal vez él haya estado tan
perdido y asustado como tú— le propinó un golpe amistoso en el hombro, y
Angélica esbozó una sonrisa tenue. Era la primera en horas, y sus músculos
faciales protestaron por el esfuerzo que suponía.
—Tienes razón. Tengo que hablar con Asm… con Jean-Loup —dejó la taza
sobre la mesilla de centro y se puso en pie.
El destino les había retado en una jugarreta inesperada al enviarlos a ambos
a la misma ciudad. La misma calle. La misma noche. Quedaba claro que estaba
tratando de decirles algo, y Angélica iba a averiguar el qué, aunque después ya
nada volviera a ser como antes.
Había convivido seis milenios con unos sentimientos que habían estado a
punto de destruirla. De acabar con la verdadera Angélica. Tal vez ésta fuese la
última oportunidad de resucitarla.
Recuperó las llaves, recogió la chaqueta. Iba tan acelerada que no se percató
de su principal obstáculo hasta que abrió la puerta.
En una ciudad inmensa, con un centro formado por veinte distritos, más de
cien kilómetros cuadrados de extensión y cerca de dos millones trescientos mil
habitantes, Asmodeus vivía a tres calles de allí. Había estado ahí, prácticamente a
su lado, durante todo ese tiempo, separado de ella por poco más de quinientos
metros y la brecha inabarcable de un presente improntado por el dolor del ayer y
la desesperanza del mañana.
*****
París es una amante hermosa y cruel, una mantis religiosa cuyos pactos con el
diablo siempre acaban resolviéndose a su favor. Cada grieta en su pavimento, cada mota de
polvo desconchada de un chaflán, la hacen más y más hermosa, más y más brillante, al igual
que esas mujeres cuya belleza aumenta conforme lo hacen las arrugas en su rostro. Cada
palabra de amor pronunciada en sus calles, cada fotografía en sus aceras, es savia que la
adula y enriquece, mientras que nosotros, pobres infelices, estamos condenados por el paso
del tiempo a no ser más que la mortaja con la que se anuda su feliz destino, pequeños brotes
de energía que París succiona a su antojo y sin otro fin posible que convertirnos en cáscaras
vacías flotando a sus pies.
Más por inercia que por ganas, empujó un columpio con la mano. Éste se
balanceó, y las cadenas que lo sostenían emitieron un quejido tétrico. Lo empujó
un par de veces más, pero nada cambió.
Estaba vacío.
Rodeó el aparato hasta situarse frente a él, tal vez para obtener una mejor
perspectiva.
Seguía vacío.
No fue así.
Joder, Angélica había dicho las palabras. No exactamente las que él habría
deseado escuchar, ni tampoco todo lo rápido que le hubiese gustado, pero las
había dicho. Claudicó en el instante en que lo siento salió de su boca. O antes aún,
cuando aceptó que cenaran juntos, rendida a la evidencia de sus brazos en Pigalle.
Por eso la había castigado. Por eso le había mostrado retazos de un pasado
que no significaba nada para él, pero que a ella la destrozaría. Por eso había
utilizado en su contra su más dañina arma arrojadiza.
Faltaban las tardes de verano más allá de las nubes. Faltaban las escapadas a
escondidas.
Faltaba su risa.
Somos ángeles, Asmodeus, le había dicho ella, una vez, después de balancearse
en un cacharro como aquel. Inmortales. Habitamos el paraíso más soberbio jamás
esculpido y tenemos ante nosotros un futuro diáfano. ¿Qué podría separarnos?
Con la llegada del sol, comenzaron los festejos. El Alcázar Central había
sido profusamente decorado durante las semanas previas al gran evento, y esa
mañana lucía aún más radiante de lo habitual. Las enormes cristaleras de la capilla
y del Gran Salón habían sido cubiertas por sedosas gasas entretejidas con hilo de
oro, y en las majestuosas columnas clásicas se cruzaban enredaderas reverdecidas,
cubiertas aún de rocío. Sobre el vestíbulo principal, el jardín y el patio de recreo
colgaban infinidad de farolillos dorados, aguardando impacientes la penumbra del
crepúsculo para mostrarse en todo su esplendor de gas. Los mejores tapices
recubrían muros desnudos; las mejores alfombras engalanaban el suelo. Todo el
mármol había sido pulido y encerado; centenares de flores, blancas y puras,
refrescaban bancos y sillas, mesas y altares, puertas y espejos.
Era el decimoquinto cumpleaños de los ángeles. Como cada año, los fastos
se iniciaban temprano y no terminaban hasta bien entrada la noche. Pero ese día,
además, se llevaría a cabo la tan esperada coronación de los Príncipes y se preveía
que la celebración se alargara durante varios días más.
Las caricias y besos íntimos ya no eran suficientes; los juegos sin ropa ya no
le bastaban. Quería más. Necesitaba más.
*****
La rebelde horquilla salió disparada por los aires cuando se escucharon seis
golpes en la puerta. Angélica, dando por perdido su complicado peinado, se
precipitó a abrirla con pasos inquietos. Apenas llevaba despierta dos horas, pero la
fatiga y la tensión por el gran día ya la tenían al borde del colapso.
—Descuida, con el trajín que hay ahí fuera ni siquiera han reparado en mí.
—Te traigo algo mejor que eso —murmuró él junto a sus labios.
—No hay nada mejor que un beso tuyo —susurró ella, y se encargó de
demostrárselo.
Una cosa era soñar despiertos, hacer planes de futuro pensando que nunca
llegarían, y otra muy diferente llevarlos a cabo en la vida real.
Ella asintió. Luc era el único de los ángeles con permiso para visitar otros
mundos. Eran tantas y tan grandiosas las fastuosidades descritas por él, que su
mente sólo podía concebir la Tierra como el circo de tres pistas más espectacular
jamás creado. Imaginaba los contrastes entre el frío y el calor; el polvo del desierto
y las olas del mar. La belleza histriónica de los colores: verde para los musgos, rojo
para la arcilla… Carpas del color de las naranjas aleteando en las cascadas, y
pequeñas orugas fluorescentes reptando en los jardines. Alazanes de pelo marrón
refulgiendo bajo el sol de la pradera. Poder contemplar a los humanos de cerca…
Vivir entre ellos, compartiendo en comunión su planeta impredecible y próspero.
Lejos de la monotonía, la represión y la infertilidad de ese Cielo que cada día se les
antojaba más inhóspito y abrumador.
—Sí, por supuesto que sí. Es sólo que no esperaba que fuera tan pronto.
Había cosas, demasiadas, que no sería fácil dejar atrás. Por ejemplo, el
Alcázar, su único hogar desde que nació. Sus hermanos, que más que hermanos
eran amigos. Sus hábitos, su día a día. Y, por encima de todo, su gemelo. Aunque
durante el último año se habían distanciado, Gabriel siempre había estado a su
lado, incondicionalmente, enseñándole a vivir. El nexo que los unía no era un
simple hilo que se pudiese cortar con unas tijeras. Él era su otra mitad.
—Claro que sí, tonto. No hay nada que desee más que pasar el resto de la
eternidad contigo. Pero tengo que hacerme a la idea de que mi vida va a cambiar.
Te prometo que lo lograré.
—Es una sorpresa —la besó antes de salir, demorándose una milésima en la
comisura de su labio inferior.
No había testigos que pudieran delatar su presencia allí; todos habían salido
corriendo en dirección al vestíbulo principal, así que Asmodeus se giró hacia ella y
le guiñó un ojo a modo de despedida. Angélica no creyó haber sido tan feliz como
ese día en toda su existencia.
*****
Todos recordarían aquel día con emoción, el día en que las Nueve Órdenes
recibieron a sus recién nombrados líderes con calor y júbilo. Cada Príncipe obtuvo
su brazalete eterno, su pergamino real y su trono. Desde ese momento, y para
siempre, en las manos del excelentísimo Lucifer y de sus chicos descansaba el
destino del Cielo. En menos de veinticuatro horas se celebraría la primera
Asamblea oficial.
*****
Las otras alarmas, las de verdad, bramaron. Era la primera vez en quince
años que su chillido metálico venía a interrumpir la quietud celestial.
Desconcertados, los invitados se dispersaron.
*****
Angélica trató de abrirse paso a través del corredor. Lo único que ella quería
era ver a Asmodeus. Algo tan estúpido como aquella cita de cumpleaños era ahora
su principal prioridad. Necesitaba comprobar por sí misma que estaba bien.
Necesitaba conocer qué había ocurrido. Necesitaba saber qué hacer.
El Mal había entrado en su mundo con las fauces muy abiertas, salvaje,
dispuesto a llevarse todo por delante. Y, ojalá se equivocara, pero había pruebas
más que suficientes para creer que había sido Lucifer, uno de sus mejores amigos,
quien se había encargado de abrirle la puerta.
A su lado, en aquel pasadizo donde era imposible avanzar, donde los pies
se superponían a los pies y los moratones brotaban en los brazos como acuarelas
derramadas, la gente lloraba. Presa del pánico, Angélica empujó y apartó, sin
importar qué daño hiciera o a quién. Cuando salió al exterior, el Cielo frente a sus
ojos estaba tan rojo que casi podía intuir la sangre deslizándose entre nubes.
—Menos mal que has venido. Rápido, debemos darnos prisa. Tenemos que
salir de aquí —barbotó, apretando con dominación férrea su mano.
—¿Estás bien? —Angélica no podía ir más allá del espanto que se había
adueñado de su mundo—. ¿Qué es lo que ha sucedido?
Asmodeus se mesó los cabellos una y otra vez, retorciéndolos. Tenía las alas
completamente erizadas y los ojos fuera de las órbitas.
—No sé, no sé, no sé… Astaroth cree que se trata de una trampa. Pero Bel…
Acabo de hablar con él y…
—Luc está enamorado de Eva —tragó saliva—. Ellos dos han estado
viéndose a escondidas; sólo Bel lo sabía. Pero ahora ella le ha rechazado y, tal vez
en venganza… No sé, no sé. Ni siquiera él sabe con certeza qué ha pasado.
No fue así.
—Dios mío… —gimió—. ¿Cómo ha podido hacer algo así? ¿Cómo ha podido
hacernos algo así?
—Cálmate, por favor. Lucifer es nuestro amigo. Hasta que no se aclare todo
este asunto no debemos desconfiar de él.
—Por eso tenemos que darnos prisa. Marcharnos de aquí —volvió a tirar de
su mano, y Angélica, de pronto, fue consciente de lo que le pedía.
—¿Marcharnos? ¿A dónde?
—A la Tierra. Bel y Ast tienen todo listo. Aún hay tiempo, si actuamos con
rapidez. Ya estoy coronado, Angélica. Tengo el poder necesario para desplazarme
y llevarte a ti conmigo. Podemos establecernos allí, olvidarnos de todo esto. Ser
libres. Ser felices… nosotros solos. Tal y como siempre soñamos.
—Sé que todo esto es muy precipitado —continuó él—; hubiese preferido
que las cosas sucedieran de otra manera, créeme. Pero no tenemos más remedio
que huir. Vendrás, ¿verdad? Vendrás conmigo, ¿verdad?
—¿Y Lucifer?
—¿A un criminal?
Asmodeus se palmeó los muslos con impaciencia. Ella sabía lo que estaba
pensando: que cada segundo que pasaba era una oportunidad que se esfumaba.
Pero, ¿y si…?
¿Y si…?
Pero tenía quince años, y el horizonte luminoso que siempre imaginó había
estallado en mil pedazos, igual que una vidriera al calor.
Un silencio vale más que mil actos. Un silencio puede pesar tanto como la
vida, o como la muerte.
*****
Angélica echó a correr tras él. Le tendía los brazos, pero los suyos estaban
retorcidos a su espalda y no la podía alcanzar. El brazalete que él le había regalado
estaba tirado en el suelo, cubierto de polvo. Ella tropezó con el muro que el brazo
de su gemelo desplegó en el aire.
Voy a hacer que te pudras por lo que le has hecho a mi hermana, fue lo último que
dijo Gabriel antes de que se lo llevaran. Un escupitajo apareció en su cara, de
improviso, y no lo pudo apartar.
Fue llevado a los calabozos. Unos calabozos que habían sido construidos
bajo el Alcázar Central. Unos calabozos que ni siquiera él, sagrado líder de los
Principados, sabía que existían. No estaba solo, al menos. Manos amigas
recogieron sus pedazos cuando fue lanzado allí. Algunos ya estaban esperándole;
los demás llegarían después.
Nunca volvería a salir de ellos como ese Príncipe que aún creía ser. No
tardaron en admitir por válidas todas las pruebas de sus pecados, y, en apenas
unas horas, fue despojado de su brazalete y de su pergamino. Fue desnudado y
humillado. Tatuaron en su piel la serpiente; ya no se libraría de ella jamás. La
marca eterna de su traición al Cielo y a su Creador. Juicio y sentencia fueron uno
solo. La expulsión y la condena eterna era lo mínimo que merecían los indignos,
los perversos.
Sin duda, debía de tratarse de un error. El papel que Axelle le había dado
decía que la casa de Asmodeus estaba situada en el Quai de Conti, justo enfrente
de la estatua al marqués de Condorcet que se erigía entre el Museo de la Moneda y
el Instituto de Francia.
Angélica apretó los puños bajo la estatua del famoso marqués. A su derecha,
se alzaba el opulento museo, y, a su izquierda, se intuía la estructura solemne y
versallesca del Instituto. Se encontraba en el punto exacto que indicaban las
instrucciones. Sin embargo, frente a ella había… nada. Bueno, sí: un hermoso paseo
poblado de árboles, unos cuantos bouquinistes que vendían libros y otros artículos
de segunda mano y que, a esas horas de la madrugada, tan sólo eran pequeños
cubículos de metal verde sin alma. Y, justo detrás, un abrupto acantilado urbano
de piedra y asfalto, cuyas faldas descendían en picado hasta fundirse con las aguas
del Sena, el río con nombre de mujer.
Releyó una vez más la servilleta arrugada. Las letras seguían en el mismo
lugar donde las había dejado, marcadas con tinta azul a perpetuidad. Frustrada,
cruzó la calle. Si no había ningún error, entonces debía de tratarse de una nueva
broma de Asmodeus; una de pésimo gusto.
Si ella fuera como Asmodeus —y estaba claro que no lo era, aunque empezaba a
pensar que lo conocía demasiado bien—, buscaría una única cosa; un lugar que le
permitiera campar a sus anchas. Un lugar donde se sintiera cómodo, alejado del
ritmo trepidante del centro y de las miradas suspicaces de los vecinos en torno a
sus idas y venidas. Pero, al mismo tiempo, que estuviese lo bastante próximo a ese
ritmo trepidante y a esas miradas suspicaces que, al fin y al cabo, constituían la sal
de la vida para alguien como él. Y, por supuesto, rodeado de mujeres. Mujeres
cautivadoras como sirenas, lánguidas y entregadas.
Angélica tragó saliva. Una idea absurda y loca atravesó su mente. Fuera de
toda lógica, sí, pero… ¿por qué no?
En una ciudad tan coqueta como París, no había nadie tan cautivador,
lánguido y entregado como ella. El río con nombre de mujer.
Y lo vio.
Pero, a pesar de eso, no había otro como él. Incluso desde esa distancia,
Angélica podía dar fe de ello. No había otras manos que se movieran con la
cadencia sensual de las suyas, delicadas y ásperas a un tiempo. No había carretera
en el mundo con una curva tan agresiva y dulce como la de su mentón. No había
cuerpo… no había cuerpo humano que pudiera siquiera compararse al suyo. Con
ropa y sin ella. Con todas sus cinceladas luces angelicales y sus imponentes
sombras demoníacas. Hombros anchos, brazos fibrosos… Bajo la tela de los
vaqueros, se intuían las líneas redondeadas de sus muslos labrados en travertino.
Angélica alzó las manos. Tenía que reconocer que, a pesar de todo, él había
logrado sorprenderla una vez más.
—¿Vives en un barco?
El tono huraño del demonio estuvo a punto de mandar al Infierno todas sus
expectativas de mantener una conversación cordial.
—Sí. Entender quién eres tú. Entender quién soy yo. Y, sobre todo, entender
por qué y para qué estamos aquí.
Asmodeus bufó.
—Creo que son demasiadas incógnitas para horas tan intempestivas. Mejor
me sirvo una copa. ¿Quieres una?
—Sí.
Atendió su petición y ocupó el sillón. Era tan cómodo que, de repente, todo
el cansancio acumulado a lo largo de ese interminable día —que ya eran dos—, se
vino encima de ella y la dejó desarmada.
—Todo.
—El Infierno no fue nuestro único hogar tras la Caída. Los cinco primeros
años los pasamos en la Tierra. De hecho, todos creímos desde el principio que
seguiríamos en ella eternamente. Hasta cierto punto, Luc y los demás estaban
contentos. Al fin y al cabo, era eso lo que habíamos deseado; la Caída tan sólo
aceleró el proceso. Hasta que comenzamos a darnos cuenta de que la vida aquí no
era la puñetera utopía que habíamos esperado. La condena no había sido vivir en
la Tierra, sino sobrevivirla. Fuimos arrastrados a través de los parajes más agrestes
en condiciones infrahumanas, desprovistos de nuestros poderes y sin fuerzas. Sin
esperanzas. Malvivimos en pantanos, volcanes, glaciares, desiertos —Angélica
supo, por su tono de voz, que aquello no era más que una versión maquillada y
mansa de la realidad. Y, aun así, resquemaba como salpicaduras de limón en una
llaga—, intentando sobreponernos a ellos. En uno de esos desiertos estaba Lilith.
Se había escondido allí al escapar del Edén, y lo cierto es que lo hizo jodidamente
bien porque, como recordarás, ninguno de nosotros supo nunca dónde se había
metido. Fue toda una sorpresa hallarla allí. Lilith cazaba, pescaba, sabía construir
refugios y se orientaba mejor que nadie. Era nuestra heroína —sonrió. Sus ojos
tenían un brillo melancólico—. Para entonces, la mayoría de los hermanos se
habían esmerado en alejar cualquier rastro angelical de sus almas, y la presencia de
una mujer libre, hermosa y bien dispuesta supuso una auténtica revolución.
Algunos, más por despecho y venganza que por auténtico deseo, comenzaron a
fornicar con ella. El caso es que les gustó. Y repitieron. Pronto se corrió la voz, y
cada vez eran más quienes acudían a Lilith cada noche. Ella siempre complacía a
todos, gustosa.
—¿A todos?
Angélica apretó los puños para obligarse a no llorar. El dolor brotaba con la
misma intensidad que la noche en que él se fue para siempre.
—¿Por qué?
Asmodeus giró el vaso entre los dedos. Se había quedado vacío, así que se
puso en pie con intención de llenarlo de nuevo.
Angélica cerró los ojos. El mundo daba vueltas en torno a ella, y el hecho de
estar a bordo de un barco fluvial no tenía nada que ver. Su cabeza palpitaba de
dolor al no entender. No comprendía nada. Las imágenes que Asmodeus le
mostraba no encajaban.
Allí estaba. Implacable. La última pieza. Y todo comenzó a fluir hacia ella.
Gabriel.
Había vivido en una mentira. Había cargado con una culpa que no era suya.
Había perdido al amor de su vida por obra y gracia de su propio hermano.
Todo lo que tenía. Todo lo que era. Por segunda vez en su vida, todo en lo
que había creído se derrumbaba.
*****
El Cielo.
—¡Angélica!
Recordar que él le había hecho una pregunta, y que ella aún no había
contestado. La respuesta que él tanto había ansiado escuchar flotó ante los ojos de
la arcángel con una claridad meridiana. En realidad, había estado ahí todo ese
tiempo.
—¡Quiero irme con él! —gritó y gritó y gritó hasta que la afonía hirió de
muerte su garganta.
—¡No! ¡Nos amamos! Él no abusó de mí, Gabriel, tienes que creerme. ¡Nos
amamos, y voy a estar siempre con él!
Su mejilla ardió con la bofetada que él le propinó, igual que ardía el cielo en
esa noche funesta.
Las lágrimas, como pequeños diamantes sin tallar, resbalaron por las sienes
de Angélica y se mezclaron con el polvo del camino. Había sido tan estúpida, tan
estúpida, tan cobarde, tan estúpida… Daría lo que fuera por volver atrás en el
tiempo. Por volver a disponer de ese minuto que ahora le parecía tan inexpugnable
como el destino. Por mirarse en los ojos de Asmodeus, tenderle la mano y seguirle
hasta el fin de los tiempos.
*****
—Lo que a partir de ahora suceda con ese canalla y sus amigos ya no es de
tu incumbencia —anunció fríamente—. Ninguno de ellos pertenece ya a este
mundo.
—A estas horas su alma ya no existe, y su cuerpo está muy lejos de aquí —la
apartó con desdén—. Será mejor que olvides que alguna vez existió.
—Por cierto —agregó él—, me importa muy poco quién sedujo a quién. Si
te abrió las piernas a la fuerza, o si tú lo hiciste por gusto. Pero no pienso consentir
que la virtud de mi hermana quede en entredicho, ¿entendido?
—No, no, no… tengo que salir. ¿Dónde está Asmodeus? ¡Tengo que salir y
decirles a todos la verdad! ¡No es justo, Gabriel, él es inocente!
—No te moverás de aquí, y nadie podrá oírte. Ya es hora de que asumas las
consecuencias de tu insensatez —con una mueca de desprecio, el arcángel salió y
cerró con llave desde fuera.
Nunca supo el tiempo que pasó así. Sus ojos yermos perdieron la cuenta de
las noches y los días que se sucedieron tras las recién instaladas rejas de su
ventana. Hasta que, ante el primer chubasco del verano, se dio cuenta de que
habían sido meses. Hasta que, llegado el momento, la culpa y el desconsuelo la
atormentaron tanto que se dejó estrangular por ellas. Consumir por ellas.
*****
—En cambio, mírate a ti. No te imaginas el dolor que me causa verte así, Angélica.
Tú, que eras tan hermosa… Ese desgraciado nunca debió mirarte, nunca debió tocarte.
Hace meses que no hablas, que no miras. Sólo eres un cadáver que respira. ¡Cómo me
gustaría poder arrancarte todo ese dolor! Eres mi hermana querida, y haría lo que fuera por
ti…
Finales del Invierno.
—Aquí traigo tu almuerzo, querida hermana… No puede ser, ¿aún no has tocado el
desayuno? Angélica, tienes que cuidarte, no puedes seguir así… Estás tan cambiada… Tu
pelo está todo enmarañado, lleno de suciedad. Hace meses que no te cambias de túnica, y
este lugar… Esta habitación es como una pocilga, Angélica. Hermanita, ¿qué te han hecho?
¿Cómo fui tan tonto de no darme cuenta de sus manipulaciones? Nunca me perdonaré
haberte dejado sola. Debí haber previsto que serías la víctima perfecta para las
endemoniadas garras de esa chusma. Me arrepiento tanto, querida Angélica… Te quiero
tanto…
—Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y ofrecerte la protección que nunca debí
arrebatarte. Discúlpame, por favor. La coronación era tan importante para mí que te
desatendí a ti. Quería que todo saliese perfecto; quería estar tan preparado para mi labor…
Y casi te pierdo a ti en el intento… Ese maldito… Todavía no puedo creer que se atreviera a
envenenar a mi propia gemela. Aunque, después de ver su comportamiento desde que salió
de aquí, es casi un milagro que no te hiciera aún más daño. Estoy seguro de que te
avergonzarías de ti misma si supieras lo que él anda haciendo. Fue una suerte que yo te
encontrara a tiempo esa noche y pudiera rescatarte…
Inicio de la Primavera.
—Hoy tienes mucho mejor aspecto, mi adorada hermana. Dora y Celeste han estado
aquí y te han arreglado, ¿verdad? Las dos me suplicaron poder verte, y no tuve corazón
para negarme. Ellas te aprecian de verdad; todos ahí fuera lo hacen y se sienten muy
apenados por lo que te ocurrió. Lo que ese innombrable te hizo, lo que le hizo a tu virtud…
No hay castigo suficiente para él. Pero nosotros somos tu familia, Angélica, tu auténtica
familia, y te echamos de menos. Ojalá volviera tu alma a estar entre nosotros… Ojalá
entrase un día en tu cuarto y tus ojos y tu voz me dieran la sorpresa… Es tan desesperante
para nosotros, que te amamos tanto, verte consumida así. Con la mirada ausente, clavada
día tras día, hora tras hora, en esa ventana…
—Esa arpía no va a regresar, Angélica. Ni siquiera se acuerda de ti. ¿Es que no lo
entiendes? ¿No entiendes que nunca le importaste? ¿Que sólo fuiste un complaciente
juguete en sus sucias manos? Sólo con imaginar cómo hubieses acabado si él hubiese sido
capaz de arrastrarte a su fango logra que me hierva la sangre. He visto a otras, ¿sabes?
Otras como tú. Pobres criaturas desdichadas. No te imaginas todo lo que les hace, para
después dejarlas tiradas en un rincón. Vacías. Perdidas para siempre. Ahora más que nunca
sé que su lugar nunca estuvo aquí. Son diferentes a nosotros, Angélica. Son monstruos sin
piedad.
—Bueno, ya debo marcharme. Aún queda mucho por hacer. Sé que me escuchas;
aunque no pestañees, sé que tus oídos pueden escucharme, por eso te pido que pienses bien
en lo que te he dicho. Nosotros sólo queremos tu bien. Yo te quiero, Angélica, y quiero que
vuelvas a ser mi bella y cariñosa hermana. ¡Eras tan perfecta! No soporto seguir viéndote
así, destruida. Sin embargo, mañana volveré. Y pasado. Y al otro. Volveré todos los días
hasta que esta pesadilla termine y tu espíritu decida despertar. Sabemos que tu experiencia
fue demasiado traumática. Requiere tiempo sobreponerse a una aberración semejante, y más
en un ser tan limpio e inocente como tú. Por eso, todos los que te queremos seguiremos
esperando con paciencia que tu alma sane y que vuelvas a sonreír.
*****
Angélica tomó aire. Las sombras de la peor etapa de su vida danzaban como
las luces borrosas de un caleidoscopio macabro. Abrió la puerta a recuerdos que
había sepultado para siempre en su memoria, y de los que ya ni siquiera tenía
constancia.
—De repente, todo estaba tan claro… Ardía en deseos de ser feliz a tu lado,
dondequiera que eso fuese, pero a tu lado. Entonces, Gabriel me detuvo. Él no lo
aceptaba, y yo… Por más que traté de huir, él era más fuerte. Mi último recuerdo
anterior a la Caída es un dolor punzante en las alas y un zumbido mortal en los
oídos. Después, todo se oscureció.
—Yo languidecía, y él disparaba. Y así en un bucle sin fin. Cada una de sus
palabras, especialmente aquellas que tenían que ver contigo y tu demoníaca
conducta, se incrustaban como metralla en mi mente. ¿Alguna vez has soñado con
perforar tú mismo tus tímpanos y dejar de escuchar, dejar de sentir? —inquirió
Angélica, con una sonrisa amarga—. En ocasiones, con la excusa de mi descuidado
aspecto, les cedía el testigo a Dora y a Celeste para que arremetieran de la misma
manera contra mi maltrecho espíritu. Las infelices Dora y Celeste —bufó—, que me
aseaban y peinaban entre lamentos, creyendo que mi estado se debía a la
vergüenza y al asco de haber sido ultrajada. Ellas corroboraban todas y cada una
de las insinuaciones de Gabriel acerca de ti y de los demás, subrayando siempre la
suerte de haber sido rescatada del destino fatal que tú me tenías reservado. Así fue
como llegué a cumplir dieciocho años.
—¿Qué ocurrió entonces? —metió baza él, por primera vez, con un tono de
voz grave e insondable.
—Supongo que di por sentado que tenían razón. Que la habían tenido todo
el tiempo. Creo que el día en que cumplí los dieciocho mi alma decidió que ya
había sido suficiente y despertó a gritos. Comencé a alimentarme, comencé a
arreglarme. Gabriel estaba pletórico por su triunfo y no desperdició ni una sola
oportunidad de moldear a la gemela que siempre había querido tener. Y yo… dejé
que lo hiciera. Era como un papel en blanco; tú te fuiste y yo me quedé vacía. Él
podía trazar renglones sobre mí a su antojo, y supongo que decidió que ya era hora
de trazarlos rectos. Fui adiestrada como un animal salvaje recién liberado de la
perrera. Al principio me resistía un poco… supongo que aún quedaba algún
rescoldo de la Angélica que una vez fui. Sin embargo, cuando dejé atrás mi
cuarto… —cerró los ojos, superada por la emoción de los recuerdos. Unos
recuerdos que hasta entonces habían permanecido cautelosamente custodiados
bajo tres vueltas de llave—. Cuando empecé a salir de allí y vi cómo me miraban
todos, supe que hacer lo que Gabriel me decía era mi única opción para ser
aceptada de nuevo. Fueron muchos los años que transcurrieron sin que se me
permitiese entrar en la capilla por el temor de todos a que me hubieses contagiado
algo. Muchos los años en los que me sentí una paria, sin nadie con quien poder
charlar a lo largo del día ni acompañantes en la mesa a la hora de comer. Tuve que
esmerarme más que el resto; ser la más pulcra, la más generosa, la más trabajadora,
la más amable, como único medio para que todos dejaran de mirarme con aquellos
ojos suficientes y compasivos. He tenido que vivir con la desconfianza de muchos
desde entonces. Fui medida y puesta a prueba a través de décadas, de siglos. Aún
lo estoy, en realidad. Por eso no puedo fallar —afirmó, y la muralla severa que la
había mantenido a flote hasta el momento comenzó a resquebrajarse—. Me he
sentido tan sola y fuera de lugar desde que te marchaste… —la voz de Angélica se
rompió, pero se apresuró a detener el torrente de lágrimas que amenazaba con
desbordar el dique—. No niego que tus penurias hayan sido peores que las mías,
pero yo… Yo perdí al hombre que amaba, a todos mis amigos y la confianza de
cuantos me rodeaban, en una sola noche. No te atrevas jamás a insinuar que no
sufrí. Que no me importó. Porque no es cierto.
—Sabes que no hice todo eso de lo que me acusó Gabriel, ¿verdad? Sólo
después, sólo cuando perdí la esperanza de recuperarte algún día… —Asmodeus
tomó su mano y la observó con rostro críptico. Aquellos dedos, largos y fuertes, se
enredaron entre los suyos con la familiaridad de antaño, pero con una sutileza
renovada.
—Ahora lo sé. Y tú sabes que yo nunca haría nada que pudiera perjudicarte,
¿verdad? Lo único que quería era estar contigo…
—Ahora lo sé.
—Tú primero.
Había soñado tantas veces con volver a verlas, tocarlas, dejarse acariciar por
ellas… Era tan hermoso con las alas desplegadas… La combinación perfecta entre
una alegoría tallada en mármol y el chico malo de los bajos fondos.
Sin embargo, el presente era como un jarro de agua fría sobre su cabeza.
Seguía siendo tan hermoso como lo recordaba, puede que incluso más. El
Asmodeus de antes siempre se rodeaba de un halo pícaro, lo cual, según la opinión
de Angélica, constituía su principal atractivo; este nuevo Asmodeus, sin embargo,
daba la impresión de hallarse de vuelta de todo, y eso lo hacía condenadamente
irresistible. El destello malicioso y tierno de sus ojos era una invitación que ella
podría aceptar de buena gana el resto de días —y de noches— de su vida. Pero eso
era, de hecho, lo único a lo que no podía aspirar.
Permitió que sus propias alas, tan níveas que resultaban cegadoras,
surgieran también. El contraste se interpuso entre ellos como una bofetada de
realidad.
—¿Y así es como pretendes terminar con todo? ¿Sin más, como si nunca
hubiera existido?
—Claro que existió; eso jamás lo podremos olvidar ninguno de los dos —
rebatió—. Pero hace ya mucho que acabó, lo quisiéramos o no. ¿Es que no lo
entiendes? Ya no importa cómo llegamos hasta aquí. Lo que cuenta es que estamos
aquí. Esto es lo que somos. La incompatibilidad llevada al extremo. Y ni tú ni yo
podemos hacer nada para cambiarlo.
—¿El qué?
La arcángel rozó los dedos masculinos una vez más. La última. Antes de
poder evitarlo, se encontró rodeada por un abrazo impulsivo cargado de
impotencia. El último. Con los labios apretados, Angélica enterró la cara en el
cuello de él y clavó las uñas en su espalda. Unidos sobre el Sena, mecidos por su
ondeante movimiento, se despidieron el uno del otro, fundidos en el abrazo sin
esperanzas que nadie les permitió darse el día en que todo terminó.
—Aún no he hecho nada de cuanto una vez soñé hacer contigo —admitió,
de espaldas al demonio. No quería que él pudiese ver la demoledora melancolía de
sus facciones.
No titubeó al salir. Un pie delante del otro, un escalón tras otro, hasta que
abandonó la peniche, dejando en su interior un par de corazones en pedazos.
Angélica durmió de un tirón, como hacía cinco mil novecientos años que no
dormía. Despertó entumecida, sin noción del día o la hora que era, con la sensación
de haber dormido durante siglos. Ése era el día libre de Axelle en el trabajo, así que
la oyó cacharrear, con el televisor encendido a un volumen moderado, del otro
lado de la puerta.
Resuelta, tomo una férrea decisión frente al espejo: ya que jamás podría
recuperar al amor de su vida, al menos se recuperaría a sí misma. Tal vez eso la
ayudase a compensarlo. Por eso, además de cumplir su misión de una vez por
todas, se hizo el firme propósito de disfrutar hasta el último minuto su estancia en
la Tierra; quizás así lograse reflotar a aquella Angélica vivaz e inquieta a la que
había estado a punto de estrangular con su amargura. Y, cuando llegase el
momento de regresar a casa, ya pensaría qué hacer.
Un rápido vistazo al reloj le dio la respuesta. Las agujas marcaban las siete
de la tarde. Había llegado a casa de Axelle en torno a las ocho y media de la
mañana y caído rendida sobre la cama en cuanto se desvistió y se puso el camisón.
Haciendo cálculos, había perdido casi once horas.
—¿Vas a salir?
—Así es. Dominique llamó hace un rato. Esta noche hay una reposición de
las mejores películas de Rita Hayworth en un cine cercano. Nathalie trabaja en el
último turno, y Dominique libra, como yo, así que asistiremos al primer pase y,
después, comeremos algo rápido. Si no tienes planes, estaremos encantadas de
ampliar a cuatro los miembros de nuestro selecto club —propuso con un guiño.
—Donc, ¿eso significa que las cosas no se han arreglado entre Jean-Loup y
tú? —preguntó con delicadeza—. No quiero parecer indiscreta pero, al verte tan
tranquila, supuse que…
—Eso significa que las cosas entre Jean-Loup y yo ya no tienen solución,
pero por primera vez en mucho tiempo me siento tranquila. Me siento bien —
admitió, casi sin llegar a creérselo del todo.
—No imaginas cuánto me alegra oír eso —declaró Axelle con sinceridad—.
Me hubiese gustado que las cosas marcharan de otra manera, pero como mi
normanda madre suele decir: Axelle, querida, la esperanza hace vivir.
—Axelle, yo…
—Dime, cariño.
—Por supuesto. ¿Qué necesitas? ¿Te has quedado sin dinero? ¿Quieres que
te preste algo más de ropa? No es por hacerte la pelota, pero los vaqueros ceñidos
que llevabas ayer te sentaban estupendamente…
Angélica, con una sonrisa pícara, escondió un mechón de pelo tras su oreja.
Había algo que se moría de ganas de probar.
*****
Tuvieron suerte de no llegar tarde. Axelle, Angélica y su decena de uñas
color manzana de caramelo corrieron por las calles del sexto arrondissement hasta
llegar a los Studios Christine, una pequeña y anticuada sala de proyección oculta
entre soportales. Dominique, desesperada, les hizo señas desde la puerta mientras
Nathalie se adelantaba a comprar las entradas en taquilla. Las cuatro tomaron
asiento en los estrechos butacones rojos justo en el instante en que se apagaban las
luces. La pantalla cobró vida ante ellas, desplegando todo su encanto.
No podía apartar la mirada del brillo carmesí de sus uñas. Cuando su amiga
había aplicado la primera capa de laca, la arcángel se había horrorizado. Ni Gabriel
ni el resto de hermanos aprobarían jamás una exhibición tan escandalosa. Cuando
llegó el turno de la segunda capa, había optado por enviar las recalcitrantes
opiniones de sus hermanos al mismísimo Infierno, y había abanicado el aire
alegremente con los dedos.
Se imaginó apoyando la barbilla sobre las manos en una terraza parisina con
gesto indolente y atractivo. Se imaginó alzando una copa; sus uñas escarlata
tamborilearían contra el cristal. Imaginó aquellas uñas provocativas clavándose en
los muslos de Asmodeus y arañando su pecho desnudo en una…
Echó a andar por la Rue Christine como un caballo sin jinete, seguida de
cerca por Nathalie y Axelle, que sonreían a sus espaldas.
Le hubiese encantado poder decir que sí. Hablar con entusiasmo de los
decorados, el guión, el magnífico vestuario. Sin embargo, sus recuerdos de la
película se emborronaban como espejismos en torno a cierta criatura recién salida
del Averno, una que había llegado para poner su vida patas arriba y para
torturarla con sonrisas ladeadas y lágrimas francas. Con sus luces y sus sombras.
Con todo lo que amaba de él.
¡No, Angélica!
Se acabó.
Todo se acabó.
La noche se hundía sobre ellas como una pluma levadiza que no termina de
tocar el suelo. La temperatura era ideal, y las luces perpetuas de París rivalizaban
con las estrellas más rutilantes. Angélica pensó que era una noche perfecta,
rodeada de buenas amigas, de deliciosa comida y de la libertad más alentadora
que había conocido.
*****
Y una mierda.
Ése fue el primer pensamiento que cruzó por la mente de Asmodeus cuando
Angélica atravesó el umbral de la peniche esa misma mañana, dejándolo a merced
de la soledad.
Y una mierda.
Si Angélica creía que cerrar una puerta bastaba para reducir a cenizas todo
lo que una vez les había unido —todo lo que aún les unía—, estaba muy
equivocada. Él iba a demostrarle cuánto. No tenía la más mínima oportunidad de
escapar.
Pero, esta vez, no lo haría por orgullo, ni para restregarle en la cara a toda
esa cohorte de querubines estirados que era más listo que ellos. Tampoco iba a
hacerlo porque sus pelotas hubiesen comenzado a adquirir un sospechoso tono
azulado —aunque, desde luego, ésa también era una razón de peso—.
Capítulo XX – La Tierra
—Oh, venga. Has estado inquieta desde esta mañana. Y me niego a aceptar
que tres mujeres jóvenes y hermosas —abarcó con un ademán de su mano a
Dominique y Nathalie, cuyo comportamiento desde que habían puesto un pie en el
apartamento de Axelle había resultado igual de inverosímil— no tienen nada
mejor que hacer antes de ir a trabajar que dedicar la tarde a convertir a esta
Cenicienta extranjera y recatada en una princesa de night club.
Y, sin embargo, era aquella Angelique fatale la que calzaba sus zapatos —o
los de Axelle, poco importaba— y la hacía sonreír con orgullo y aceptación. Desde
hacía menos de cuarenta y ocho horas no tenía ni idea de quién era ella en
realidad, pero de una cosa estaba segura: la Angélica que le gustaría ser se
asimilaba sospechosamente a la que tenía frente a frente en el espejo.
*****
Y no podía culparla. Él, que sí la esperaba; él, que había telefoneado a Axelle
con instrucciones precisas sobre el plan al que debería ajustarse; él, que
prácticamente le había suplicado que buscase entre sus cosas un vestido de fiesta
de color azul; él tiritaba ahora como el muchacho que estúpidamente había
querido apropiarse de la estrella más rutilante del firmamento.
Maldita fuera Axelle por hacer tan bien su trabajo. Estaba seguro de que
esas dos aberturas infernales le llevarían a cometer más de una tontería esa
noche.
—¿Qué haces tú aquí? —indagó ella en susurros, pero supo que, de algún
modo, ya conocía la respuesta. No parecía enfadada; se limitó a seguir mirándolo
con ojos caídos y con aquel matiz de vulnerabilidad letal capaz de perforar a
bocajarro toda su cordura.
*****
—No puedo correr el riesgo de ver a esta preciosidad estampada entre los
pilares de Trocadero —añadió con socarronería.
—Eres consciente de cómo acabaron las cosas entre nosotros la última vez
que pronunciaste esas palabras, ¿verdad?
—Entre otras cosas —le hizo saber ella, por encima del ruido del motor y de
la algarabía de las terrazas en el Boulevard Saint Germain—. En realidad, me
preocupa más averiguar qué es lo que pretendes conseguir esta noche. ¿Te das
cuenta de que ya no tiene sentido hacer planes? El momento para estar juntos pasó,
y hace mucho tiempo.
—Está bien.
Angélica cerró los ojos y se preparó para disfrutar del viaje, arrellanada en
el cómodo asiento de piel de su particular carroza.
*****
Dejar París en un descapotable y ver que las luces de Eiffel se emborronan en el
horizonte, y que la Tour Montparnasse se esfuma, y los rascacielos de La Defénse, y el Sacré
Coeur… Todo se difumina excepto el Sena, ese río con nombre de mujer siempre presente,
con sus puentes y meandros infinitos. Atravesar la banlieu con los párpados cerrados y las
fosas nasales bien abiertas, aspirando con fuerza para echarle el pulso a esa ciudad que son
muchas ciudades en una, millones de historias en una; y la tuya es una más, pero es la más
hermosa, la más importante e insensata. Porque es la tuya.
—¿Adónde vamos? —insistió ella. Sus ojos se estrecharon sobre el perfil del
demonio, que permanecía concentrado en la calzada. Aunque a esas horas el
tráfico resultaba fluido, uno nunca sabía qué podía esperar de los conductores
franceses…
La mole de piedra caliza plagada de falsas estrellas, así como lo que con
tanto celo guardaba en su interior, la deslumbró.
La pilló desprevenida. Asmodeus se acercó a ella por detrás, con una mano
anclada en su cintura y la otra ascendiendo por su antebrazo. Los botones de la
chaqueta masculina rozaron su espalda desnuda; por primera vez fue consciente
de la cantidad de piel que ese vestido dejaba al descubierto, y lo desesperadamente
vulnerable que era esa piel bajo el toque inflamado del demonio.
Angélica se alejó un par de pasos y trató en vano de estirar la rígida tela. Tal
vez para huir de aquella mirada, entre admirada y obscena, o tal vez para ocultar
el delator rubor que ésta había propiciado. Una punzada de vergüenza la sacudió.
—No debí acceder a salir de casa con este vestido. Es demasiado atrevido.
—En realidad, no. Diría que el hecho de que te hayas vuelto tan remilgada y
te comportes con tanta superioridad me saca de quicio, pero también debo admitir
que, contra todo pronóstico, me pone depravadamente cachondo. Así que, por
favor, diablesa —le lanzó un beso teñido de socarronería—, no cambies nunca.
Ella chasqueó la lengua con presunto enfado. Optó por no prestar atención
al estremecimiento de placer que descendió por su médula.
—Mírate. Escúchate. ¿Te das cuenta de en qué te has convertido? Cada vez
que abres la boca me demuestras que lo único que sientes… —carraspeó— que lo
único que sentías por mí era lujuria.
—Por supuesto que era lujuria, por todos los Infiernos. De eso ya no cabe la
menor duda. Pero te equivocas en una cosa: no era lo único que sentía por ti.
La arcángel tragó saliva. No estaba segura de que fuese ésa la respuesta que
esperaba escuchar; sin embargo, hacerlo le produjo una denigrante ráfaga de
satisfacción. Guardó silencio, a la espera de una aclaración que no era necesaria,
pero que su maltrecho ego añoraba oír.
—Yo te quería, Angélica —prosiguió él—. Te quería con la patética y
centelleante torpeza con que sólo un chiquillo adolescente puede querer.
Así sea. Tal vez, después de todo, ese verano parisino fuera su karma.
Angélica no quería pensar. Pensar era incompatible con vivir, y ella, por
primera vez en su vida, había optado por lo segundo.
Mi tentación siempre fuiste tú, había dicho Asmodeus. Su fin, había dicho.
*****
El ruido del blackjack y las luces multicolores de las tragaperras fueron sus
acompañantes durante la cena en La Baccara, el más refinado de los restaurantes
del complejo. Asmodeus había formalizado la reserva a nombre de Jean-Loup y,
cuando llegaron, su mesa ya les estaba esperando, cubierta por manteles blancos y
bajoplatos resplandecientes. Degustaron exquisitos platos de salmón y foie gras,
pato y hortalizas frescas, macarons y fresas heladas.
Había crecido con la injusta idea de que los casinos eran antros siniestros,
lugares de perdición y pecado que arrastraban a las pobres almas indefensas a la
sordidez de las tinieblas. Tras la Caída, Gabriel había fulminado, una a una, todas
las barajas que encontró en los aposentos de los ingratos. Aquel juego inocente y
divertido con el que tanto disfrutaba Angélica, se había convertido de repente en
una actividad maligna, el culpable de todas las desgracias del Cielo.
—¿Y bien? —la voz de Asmodeus interrumpió sus cavilaciones junto con
una ligero puntapié en su pantorrilla—. ¿Qué te ha parecido la cena?
Angélica sonrió.
Cuando el garçon retiró el último plato, Asmodeus se inclinó hacia ella por
encima del mantel.
—O, tal vez, se parezca a lo que sentí la primera vez que vi tus caderas
arqueándose ante mí para mi disfrute y, sobre todo, para el tuyo; o al gozo de
asediar tus muslos con mis manos hasta hacerte gemir en un pasaje oscuro de
Pigalle —los ojos de Asmodeus habían tornado en el negro más absoluto. Parecía
sereno y al mando de la situación, pero Angélica sabía que sentía la misma
imperiosa necesidad que ella de levantarse de la silla, destrozar su elegante
indumentaria con las uñas y revolcarse juntos sobre el tapiz del suelo, a la vista de
todos y cada uno de los asistentes.
Asmodeus asintió, muy serio. Sin embargo, una chispa de alegría bailaba en
sus pupilas.
—Por supuesto —amagó abandonar la mesa, pero regresó a su sitio con
rapidez—. Aunque, si me dan a elegir entre todos los sucesos estimulantes de mi
vida, creo que ya sé con cuál quedarme: con éste. Tenerte aquí, frente a mí. Tener
de nuevo tu sonrisa, y la oportunidad de ver cómo se frunce tu barbilla cuando
algo te gusta. Poder compartir una cena a tu lado y saber que, aunque no sea más
que una quimera efímera, Angélica vuelve a estar en mi vida —volvió a ponerse en
pie—. Y ahora, diablesa, estaré encantado de acompañarte a las mesas y enseñarte
lo que es apostar con dinero de verdad.
Era el único ser en todo el Universo capaz de volver loco a su corazón con la
misma celeridad e ímpetu con que subyugaba su cuerpo, y eso era lo que más
amaba de él. Acallando un suspiro, la arcángel siguió sus pasos a través de la sala.
Uno frente al otro tomaron asiento en una mesa para seis jugadores que, a
esas horas de la noche, aún no estaba llena. A la derecha de Angélica había un
muchacho joven ataviado con gafas, de aspecto intelectual y solitario. Formaba
pareja con una chica morena de aspecto aniñado y gestos alocados. A su izquierda,
un hombre anciano, con el pelo cano profusamente peinado hacia atrás y perfume
dulzón, acumulaba equitativos montículos de fichas de todos los colores.
Asmodeus, por su parte, se hallaba rodeado por el crupier y por un ejecutivo
trajeado de actitud belicosa. La partida ya había comenzado, así que tendrían que
esperar al siguiente turno.
—Ojo con tus pantalones —contraatacó—. Asegúrate de que aún los llevas
puestos cuando la noche termine.
Empujó hacia el tapete unas cuantas fichas más de color azul. Asmodeus
casi se atragantó.
—Tan comedida para unas cosas y tan suicida para otras… —objetó.
—No se puede jugar así, a lo loco —la reprendió—. Uno tiene que fijarse en
las jugadas de los demás, su patrón de apuestas, sus expresiones… —hizo un gesto
difuso hacia el anciano, que parecía un busto de mármol—. Es importante tener
claras las probabilidades. Tomar decisiones con las miras puestas en el futuro.
Angélica fingió estar asustada, pero tomó dos fichas verdes más de su
arsenal y las dejó al lado de las demás. Quienes estaban fuera del juego emitieron
un cuchicheo escandalizado.
Póker. De reyes.
Las horas y el champagne se desbocaron por las escaleras, por los tríos, por
los full. Asmodeus no se percató de que había perdido la noción del tiempo —así
como una cuantiosa suma de dinero—, hasta que su mirada se encontró, de
sopetón, con un corrillo de curiosos que se habían agolpado en torno a su mesa,
deseosos de conocer con sus propios ojos a la rubia prodigiosa. Ya sólo quedaban
ellos dos frente al tapete; ningún incauto quería correr el riesgo de enfrentarse a
ella.
Cuando llegó el river, Asmodeus suspiró. Con unas cartas como las suyas,
no llegaría a ningún sitio. Su pareja sería fulminada al instante por el rayo
destructor de Angélica, diosa del póker y la voluptuosidad. Pero, a esas alturas,
poco más podía hacer aparte de largarse con la frente alta y los bolsillos vacíos.
Apostó lo último que le quedaba y se limitó a esperar que su contrincante acabase
con aquella agonía.
—All-in —dijo ella, y Asmodeus tuvo que menear la cabeza para cerciorarse
de que había oído bien. En el rostro de Angélica refulgía una sonrisa de medio
lado. Sus pechos se deslizaron sobre el tapete cuando arrastró todas las fichas que
había ido acumulando a lo largo de la noche—. Esta vez voy con todo.
Echó un vistazo a las cartas y quiso gritar de frustración. Con una mísera
pareja de ochos, su ingrata polla tendría que volver a conformarse con el alivio
momentáneo que se procuraba cada día. Cada noche. Cada jodida hora.
Era un farol.
Era un farol.
Angélica fingió asombro cuando descubrió que el demonio se había
proclamado vencedor con una irrisoria pareja de ochos.
Era un farol.
Asmodeus no podía apartar la vista de las cartas que ella había dejado boca
arriba sobre el tapete. No tenía nada. Nada. Ni un vulgar as.
—¡Disculpe, señor! —la voz del crupier llegó hasta sus oídos—. ¡Se deja su
dinero!
—¿Estás segura?
Angélica parpadeó.
—¿De qué? ¿De que te amo? —su sonrisa se ensanchó. Parecía tranquila y
segura, algo que él no estaba en absoluto—. Completamente.
Había llegado la hora de ir más allá. Durante toda su vida había convivido
con las dudas acerca de cuáles eran los límites de la lujuria. Qué ocurriría si los
traspasaba. Esa misma noche tenía intención de resolverlas todas. La necesidad era
flagrante, como un remolino de calor que avanzaba por sus miembros sin permiso
y amenazaba con hacerla perder el control. Si es que aún le quedaba algo.
La arcángel jadeó, incrédula. Era tan jodidamente bueno en lo que hacía que
lo absurdo hubiese sido no echarlo de menos. Día tras día, noche tras noche, los
recuerdos húmedos y candentes se alternaban con las pesadillas por haberlo
perdido, haciéndola despertar sudorosa y excitada. Alguna vez, y de forma
inconsciente, se había descubierto a sí misma frotándose contra los almohadones
de su cama al amanecer, con el camisón empapado y los pezones duros. Tan
caliente como ahora. Tan agitada como la garganta de Asmodeus, que tragaba
saliva con cada embestida de sus nalgas por encima de la costura del pantalón.
Cuando lo miró, Angélica supo que no era ella la única al borde del abismo.
Incluso así como estaban, vestidos y encajados en el asiento del conductor,
ninguno de los dos tardaría mucho en explotar. Los ojos negros del demonio la
observaban detrás del despeinado flequillo cargados de un deseo irracional. Su
mano izquierda se aferraba a la curva de su pecho, anquilosado bajo las lentejuelas,
como un marinero a punto de naufragar que se aferra a los últimos resquicios del
mismo barco culpable de su hundimiento.
El dedo que la acariciaba entre las piernas inició una devastadora oscilación
en espiral, y ella supo que estaba perdida. Con un grito apagado, se dejó arrastrar
hacia un precipicio de sensaciones que nunca antes había conocido. A su
alrededor, el mundo se desvaneció; pequeños espasmos de placer tomaron las
riendas de su cuerpo y eclipsaron su mente. Ardiente y dulce, el orgasmo la
sorprendió con el cuerpo desencajado y el rostro contraído en un gemido que
nunca llegaría a oír. Sus alas se desplegaron como brotes tiernos en marzo. Boqueó,
en un intento inútil de volver a la realidad, pero los latidos galopantes de su
corazón reverberaron en sus tímpanos.
—Prométeme —inquirió con voz entrecortada— que sabes cómo hacer que
esto se repita.
—Nadie me advirtió que pasaría esto —ella señaló con el dedo índice sus
desobedientes alas blancas.
—No creo que allí arriba estén muy familiarizados con los efectos del sexo,
diablesa.
—Asmodeus.
—¿Qué?
—Asmodeus.
La cama, separada del resto del camarote por el enorme dosel, se le antojó
lisa y suave, aunque por poco tiempo. Pronto estuvo convertida en un amasijo de
sábanas revueltas. De rodillas sobre ellas, Angélica se desabrochó el ajustado
vestido que hostigaba su piel, y la prenda voló por los aires, como un satélite en
ruinas, justo antes de desmadejarse sobre el suelo. Asmodeus hizo lo propio con la
sofisticada camisa blanca. Cuando desabrochó la cremallera de la bragueta, una
fina línea de piel veteada afloró tras la tela.
Con lentitud, acercó una mano al torso masculino. Del lateral izquierdo del
ombligo partían las sinuosas curvas de un largo reptil tatuado. El demonio
contuvo el aliento y contrajo el abdomen cuando ella posó los dedos sobre la cola.
A continuación, los deslizó con cuidado, esclava de la curiosidad y el miedo, por
aquella cicatriz de los errores de ambos. Los dos siguieron con atención el
inescrutable descenso de los dedos de ella a través del desfiladero de su vientre.
Angélica ahogó un gemido cuando el zigzagueante recorrido de la silueta del
animal la condujo sin titubeos hasta el nacimiento de su miembro, donde espiraleó
un poco más hasta finalizar en una lengua bífida que bordeaba el tronco de su
pene. Asmodeus jadeó.
—Me tienes a tus pies, diablesa. Siempre me has tenido a tus pies.
Iba a ocurrir. Lo que tanto había temido Gabriel; lo que tanto hubiesen
desaprobado los demás. Lo que tanto había ansiado ella.
Iba a ocurrir. Lo que el destino había querido que sucediera desde el preciso
instante en que sus caminos se cruzaron, y que ni siquiera una bajada a los
Infiernos y seis mil años de ausencia habían podido impedir. Estaba escrito.
No fue largo; duró lo máximo que podía durar dadas las circunstancias. No
fue idealista ni sentimental; fue un encuentro rápido, apasionado y brusco. Presa
de las exigencias de su cuerpo, Angélica se dejó llevar a un nuevo orgasmo, y
Asmodeus no tardó en correrse poco después con un gruñido de plenitud. El
blanco y el negro de sus respectivas alas se confrontaron en la cama revuelta. Ella
nunca había visto un ángel tan hermoso como él, con sus alas negras, sus cabellos
indómitos y sus ojos voraces.
Oh, vamos, qué estúpida eres. El paladín de la lujuria desvirgando a una inexperta
remilgada. Por supuesto que no has estado a la altura, Angélica. Sería imposible estarlo.
Tercer Trimestre.
El palacio estaba como muerto, y Lily odiaba verlo así. Para cuando había
terminado de construirse, su matrimonio prácticamente estaba hecho añicos; a
pesar de eso, le guardaba un cariño especial. Había sido su primer hogar, su
primer hogar de verdad, y, aunque se sentía muy cómoda en sus aposentos en el
Palacio Central, le encantaba aquella exótica mezcla de barroco y vanguardia con
que Asmodeus había decorado las habitaciones. Adoraba ir allí cuando se aburría
y contemplar durante horas los sogueados que ornamentaban las paredes, contar
esferas de piedra en el techo o pasear entre arcos dorados. También resultaba un
refugio inmejorable en los días en que se sentía sola; Asmodeus había resultado ser
un marido desastroso, pero un amigo excelente. Su palacio hervía de vida, incluso
cuando el Archiduque se ausentaba para cumplir alguna misión o tomarse un
descanso. Siempre había comida a raudales en mesas y bandejas, mujeres
hermosas con ropas bonitas pululando por los pasillos, y una sonrisa en la boca de
todos.
Por ese motivo, y por muchos otros, Lily no soportaba la idea de ver aquel
palacio convertido en un mausoleo tenebroso. Había pasado allí los últimos días,
buscando junto a sus criados de confianza algo que la llevara hasta él, y cada uno
de ellos había sido un fracaso más desesperante que el anterior. Los muros se le
venían encima. Las puertas cerradas y los candelabros apagados se unían a su
frustración. Cuando abandonaba las habitaciones de Asmodeus, al final del día, las
imágenes de oscuridad y vacío la perseguían hasta en sueños. Su miedo a no
encontrarle antes que los hombres de Luc la atenazaba; aunque supusiese matar de
cuajo todas sus ilusiones, debía hallarlo antes que él. Pero el muy malévolo se lo
estaba poniendo difícil. Ella, que presumía de conocerlo bien, hasta ahora no había
hecho sino dar palos de ciego en su búsqueda. Y no quedaban muchos lugares
donde indagar.
La pelirroja atravesó el umbral del spa oriental, el espacio más alejado del
vestíbulo principal. A Asmodeus le chiflaba eso de vivir a todo confort. En cada
uno de sus viajes adoptaba un hábito nuevo, hasta tal punto que, en ocasiones, su
palacio acababa por asemejarse a un parque temático. Las aguas termales del
inframundo eran ideales, así que había ordenado erigir unos auténticos baños
árabes en los que poder recrearse cuando le diera la gana. La calma en aquel
rincón, apartado del mercadeo característico del Palacio Central y sus alrededores,
era absoluta. Nada, ni siquiera la monótona voz de los niños del Purgatorio, se
atrevía a romperla.
El cabrón tenía unos gustos exquisitos, pensó Lily, con una sonrisa de
resignación, al notar el intenso perfume a flor de naranjo que rezumaba la
humedad del aire. El agua de las piscinas estaba muy quieta, como estanques
congelados por el frío del invierno. Los chorros se habían secado. Las velas de los
farolillos marroquíes se habían consumido, y ahora formaban sobre el suelo
pequeñas manchas de cera blanca petrificada que un meticuloso siervo, de rodillas,
se esmeraba en frotar. El ruido de su estropajo sobre los baldosines y el revuelo en
los vestuarios, donde una sirvienta entrada en años abría y cerraba los armarios,
eran los únicos sonidos en aquella mañana fría y melancólica.
Lily se dejó caer sobre un murete para toallas con aire fracasado.
Difícilmente encontrarían alguna huella entre los arcos de herradura, en las cabinas
de masaje o en las hornacinas de piedra adornadas con lámparas de aceite. Y eso
sólo significaba una cosa: en cuanto esa tarde echaran el pestillo, sus opciones, si es
que alguna vez había tenido alguna, se habrían acabado. El spa era el último
cartucho, y todo parecía indicar que se había quemado por sí solo.
—Aquí no vas a encontrar nada, Lily, déjalo ya… —se ordenó a sí misma en
voz alta.
Tras ella, la mujer mayor, cargada con un fardo, emitió un carraspeo. Había
estado tan ensimismada que ni siquiera la había sentido salir de los vestuarios.
—Es la basura, mi señora. Parte del botiquín, ya sabe… —por supuesto que
sabía. Asmodeus vivía obsesionado con la posibilidad de hacerse un pequeño corte
o una herida que lo dejara desfigurado para el resto de sus días—, y unas cuantas
cajas de pastillas vacías —mencionó sin darle importancia.
Eran pastillas contra el mareo. Y, hasta donde ella sabía, el único de todos
los residentes en el Averno que se ponía verde como las coles cada vez que ponía
los pies en un barco era Asmodeus.
¡El muy canalla se había ido a la peniche de París! Sin que Lily entendiese el
porqué, el demonio se empeñaba en conservar esa antigua tartaja, a pesar de su
necesidad de ir hasta las cejas de cafeína para subir en ella. ¡Claro! Por eso estaba
resultando tan difícil de ubicar incluso fuera de su jurisdicción; el poder de los
radares de Luc disminuía drásticamente en el agua.
Aquella era una pista demasiado preciada; no podía consentir que Lucifer se
hiciera con ella. Lily estrujó las cajas entre sus manos y dio órdenes precisas a los
dos sirvientes para que mantuvieran la boca cerrada respecto a los hallazgos.
—¡Ooooohhh! ¡Me encanta esa cara! Sólo puede significar que has pasado la
noche haciendo cosas sucias y deliciosas en la cama de Jean-Loup.
—Significa que, con tu ayuda, las cosas han ido increíblemente bien entre
nosotros. Gracias por todo lo que has hecho, Axelle.
El día que tuviera que dejar la Tierra iba a perder algo más que a Asmodeus;
también dejaría atrás a la amiga más especial que había tenido. Pensó en sus días
de juventud y en Astarté, lo más parecido a una compañera que había conocido.
Ella había compartido la mirada ágil de la francesa, también le prestaba ropa, y le
encantaba chismorrear hasta altas horas de la madrugada. Lamentaba no saber
dónde se encontraba ni qué había sido de ella, pero estaba segura de que se sentiría
orgullosa de que hubiese hallado en Axelle a su más digna sucesora.
—No seas tonta —Angélica se echó a reír—. Bueno, tal vez un poco al
principio… Pero de no ser por eso no hubiese pasado la mejor noche de mi vida.
Así que gracias. Por esto… —señaló el vestido, arrugado, y sus cabellos, que hacía
horas habían extraviado todas las horquillas entre los dedos de Asmodeus—, y por
todo. No sé cómo pagarte lo que has hecho por mí en estos últimos días.
—Me encantaría, pero eso es imposible. Pronto tendré que regresar a casa.
Hay algunas cuentas pendientes que arreglar allí.
Se dirigió al cuarto de baño, pero Axelle la llamó por su nombre antes que
cerrara la puerta.
—Mi madre siempre suele repetir: Axelle, querida, memento vivere. Recuerda
que estás viva. No me preguntes por qué me ha venido ahora a la cabeza; donc,
supongo que la luz en tus ojos lo ha traído a mi memoria.
—Lo tendré presente —aseguró, con toda la firmeza que le permitió el nudo
que atenazaba su garganta.
*****
La bolsa de viaje cargada con ropa limpia pesaba en su mano, pero Angélica
no la dejó caer por eso. Lo hizo porque algo marchaba inexplicablemente mal, y lo
supo desde el momento en que descendió por la escalera del embarcadero.
No tengas miedo; estoy aquí. Siempre lo estaré. Estoy aquí, sólo que tú no puedes
verme. Estoy aquí, sólo que esta tarde va a ser para ti. Y tú vas a ser para mí.
Yo, en cambio, sí puedo verte. Sé que ahora estás leyendo estas líneas. Conozco esa
forma de fruncir los labios; la reconocería en cualquier lugar. Sé que no puedes evitar
acariciar la piel suave sobre tu esternón, del mismo modo que no puedes evitar que se
retuerzan tus tobillos, expectantes, dentro de las sandalias. Sabía que traerías puesto ese
vestido, igual que tú sabes que cuando esta tarde haya terminado, ni uno sólo de sus
botones permanecerá en su sitio. Sonríes. Te atrapé. Ya eres mía.
La pasada noche fue lo mejor que pudo suceder en toda la existencia de este
descarriado infeliz, pero —y espero que no me malinterpretes— uno no se convierte en
representante de la lujuria a base de polvos urgentes de jovencito imberbe. Lo de anoche fue
alucinante, porque eras tú, y era yo, pero, definitivamente, pudo estar mejor. Las
posibilidades de disfrutarte son infinitas; mi paciencia y mi deseo por ti, también. Deja que
te lo demuestre. Confía en mí, igual que yo me aferro como un loco a ese calor que recorre
tus piernas y me arrastra con él.
Abre el envoltorio que encontrarás junto a esta carta. Descubre lo que oculta en su
interior y prepárate para pecar. Pecar hasta el exceso, pecar conmigo. El resto, déjalo en
estas manos que sólo buscan tu placer.
Para cuando terminó de leer, Angélica estaba tan excitada como un rudo
marinero recién llegado a puerto. Sus manos, trémulas, tomaron el pequeño
paquete y rasgaron el plástico. El objeto que había dentro, negro y sedoso, se
desplegó entre sus dedos.
—¿A qué huele? —inquirió. Asmodeus se apresuró a sellar sus labios con el
dedo índice.
No, no lo sabía, pero imaginarlo era suficiente para encender todas sus
terminaciones nerviosas.
Lo sintió inclinarse a sus pies. Deseando sentir sus caricias, empujó las
caderas hacia adelante, rogando que su experta boca encontrase el camino entre
sus muslos. Sin embargo, él sólo pretendía ayudarla a quitarse las sandalias.
Con un tirón, delicado pero firme, desabrochó las hebillas y la despojó del
calzado. Sin embargo, sus manos remolonearon un rato más en la protuberancia
provocativa del tobillo y en la curva peraltada de sus pantorrillas. El calor se
adueñó de la sangre de Angélica, barriendo con libertad todas sus defensas.
Descalza como estaba, percibió el crujido de la madera bajo las plantas de los pies;
el estimulante frescor del suelo bajo las yemas de sus dedos.
—¿Has sentido alguna vez lo que es colmar de placer a todos tus sentidos?
¿Alguna vez se han corrido los cinco al mismo tiempo de puro gusto?
—Me tienes loco —confesó—. Cada segundo que paso sin desnudarte, sin
jugar con tu humedad, es un desafío para mi fuerza de voluntad —dejó que una de
sus manos volara hasta el pecho de Angélica, enredando y torturando su pezón
por encima de la tela hasta hacerla jadear—. Pero me he propuesto disfrutar de
cada rincón de ti, llevarnos al límite a los dos, aunque nuestra cordura se haga
añicos en el intento, ¿comprendido?
Angélica tragó saliva, recostada contra su torso. Diría lo que fuera con tal
que él no detuviese la lenta exploración de su pecho.
—Entendido.
—Disfruta de este viaje. Déjate guiar por tus sentidos y por mí. Juntos,
podemos darte más placer del que cualquier maldito mortal podría soportar.
El mero pensamiento de imaginarse tocándose para él, por él, la excitó tanto
que tuvo que hacer acopio de todo su dominio para no llevarlo a la práctica.
—Esto.
Y, sin esperar más, posó su boca sobre uno de ellos, mientras su traviesa
mano se ocupaba del otro. Angélica gritó de placer; sus piernas se abrieron de
manera espontánea. La tela del sujetador se humedeció bajo la hábil lengua de
Asmodeus. Su boca la asaltó y saqueó, mordisqueando el punto exacto donde
perdía la consciencia. Angélica sacudió sus caderas con la desesperación de un
animal en celo, a la espera de una gratificación que nunca llegaba. El sudor de la
impaciencia perlaba su nuca.
—No hay nada más erótico que alimentar a una mujer al borde del éxtasis
—pronunció con voz ronca—. Pero tú… Joder, contigo soy yo el que necesita
alimento —aseveró.
Angélica esperó que él acercara a sus labios un vaso de agua fresca, uno que
no terminaba de llegar, igual que su orgasmo. De pronto, un par de gotas,
inesperadas y frías, resbalaron por su labio inferior. Las absorbió, desesperada,
dejándose cautivar por la acidez del jugo de una naranja. Ante ella, Asmodeus
dejaba caer el zumo con cuentagotas sobre su boca.
Un gajo rozó una de sus mejillas, y la arcángel cabeceó hasta atraparlo entre
sus dientes. En el momento en que lo mordió, Asmodeus arrancó de cuajo el resto
de botones de su vestido. Juró entre dientes al descubrir la empapada tela de sus
bragas, el rubor embotado de su piel excitada. La arcángel juró con él al presentir
un éxtasis cada vez más cercano.
—No sabes cuánto gozaría —comentó, tan jadeante como ella— al ver cómo
te acaricias para mí, diablesa, pero para mi jodida desgracia ese día no será hoy.
Angélica gruñó.
Esta vez no fue sutil. No hubo piedad. Asmodeus la elevó hasta el límite de
su raciocinio de forma certera y contundente. Jugó con la temperatura hasta
destrozarla. La manipuló con la presión del agua hasta hacerla gritar.
Completamente desinhibida, aferrada a las paredes de la bañera y entregada una
vez más a la causa de su éxtasis liberador, Angélica rogó un poco de clemencia. La
voz endemoniada de Asmodeus viajó hasta su oído.
—No lo veas como un castigo, diablesa. Tan sólo es una más de mis
estrategias de venganza por ponérmela tan dura.
Se sentía lánguida y erizada; cada roce de su piel con el torso del demonio
era un relámpago disparado justo en mitad de su vientre. Cada latido del pulso
masculino le recordaba lo maravilloso que era sentirlo dentro de ella, moviéndose
al unísono con sus caderas. Asmodeus la depositó de nuevo en el suelo, de pie, y la
espalda de Angélica se recostó contra él, como el lomo de una gata a punto de ser
saciada.
—No aguanto más. Eres más de lo que mi control puede soportar —gruñó
Asmodeus en su nuca. Nunca su voz había sonado tan carnal, y Angélica pudo
percibir su tensa erección a la altura de sus nalgas.
—De no ser porque ya soy un Archiduque del Mal —reconoció él, con una
sonrisa amplia y la voz todavía entrecortada—, creo que esto que acaba de ocurrir
entre nosotros me hubiese enviado de cabeza al Infierno.
—Si esto hubiese sucedido hace seis mil años, yo hubiese sido la primera
interesada en gritarlo a los cuatro vientos —murmuró, adormecida.
—Si esto hubiese sucedido hace seis mil años —el rostro del demonio se
tornó insondable. Mesó el pelo de Angélica, que ya tenía los ojos cerrados, antes de
proseguir—, nadie, absolutamente nadie hubiese tenido el poder suficiente para
alejarme de ti.
*****
Angélica sonrió sin fuerzas. Tenía el cuerpo dolorido por los excesos de la
tarde.
Serpenteó a duras penas por la cubierta, hasta que su cabeza se asomó entre
los barrotes de la barandilla y quedó colgando a medio metro del agua. Quiso
tocar la superficie del río con la yema de los dedos, pero su brazo no podía
alcanzarla. Escuetas ondulaciones iban y venían en torno a la quilla de la
embarcación, hipnotizándola.
—El mar debe de resultar asombroso —dijo de pronto—. Sentir que el agua
te engulle y que, al mismo tiempo, nunca te permitirá caer. Vivir rodeado de aire
es tan aburrido…
—¿Acaso me vas a decir que tienes miedo? —su rostro, incrédulo, continuó
retándola.
Tal vez tuviese razón. Por la incansable ribera del Sena paseaba una
trasnochadora pareja de turistas, y a lo lejos se desgranaban los ritmos caribeños de
quienes acudían cada noche a bailar a la orilla izquierda. Los humanos eran tan
complejos… Ni buenos ni malos, sino exactamente lo que está en el medio. Igual
que ellos dos.
Tal vez no fuesen tan diferentes, después de todo, sino el asombroso
equilibrio en una balanza enfrentada desde tiempos inmemoriales.
—De acuerdo, acepto el reto —en un impulso, situó los pies en el primer
barrote. Desde lo alto de la barandilla, con el porte de una escultura renacentista, le
tendió la mano a Asmodeus—. ¿Vienes?
Él, vestido tan sólo con unos pantalones vaqueros sin abrochar, la siguió de
un salto.
—Eso déjalo de mi cuenta. Ahora, sólo disfruta —la invitó con una
sonrisa—. ¿Estás preparada? Tres… dos…
Eran muchas las habilidades con las que un ángel contaba desde su
nacimiento, pero había una que, al menos ella, nunca había puesto a prueba hasta
ahora.
—Bien —ella respiró aliviada y, ahora sí, volvió a situarse de cara al río. De
cara a esa vasta extensión de aguas oscuras y de apariencia gélida que la atraían
como un peligroso y aterrador imán.
—…¡uno!
Los humanos solían dar por sentado, erróneamente, que los ángeles flotaban
en el aire. Lo cierto es que, gracias a las alas, sus cuerpos eran más ligeros, podían
moverse a velocidades muy superiores a las terrenales y la fuerza de la gravedad
no les afectaba tanto. Sin embargo, Angélica no había sido nunca capaz de levitar
en el espacio. Hasta hoy.
Hinchó las mejillas y hundió de nuevo la cabeza bajo las aguas. Estaban
frías y sucias, llenas de hojas, plumas y quién sabe qué más, pero no le importó.
—Ojalá pudiera desplegar las alas. Mataría por saber qué se siente.
Angélica ciñó las piernas a su cintura, mientras que los brazos de Asmodeus
la asieron por las caderas. Lo miró con detenimiento, y su mirada descubrió a un
nuevo Asmodeus. Un Asmodeus calado hasta los huesos que, por increíble que
pudiera parecer, estaba aún más guapo de lo habitual. Su pelo chorreante caía
hacia atrás como un telón obediente, lejos de la indisciplinada maraña a la que
estaba acostumbrada. Minúsculas gotas pendían entre sus pestañas, y sus ojos
azules brillaban más cristalinos que nunca. Su sonrisa, enmarcada por finos
riachuelos de agua que discurrían por su mentón sin barba, era tan cálida que
Angélica sintió ganas de llorar. De felicidad, porque aquella sonrisa era para ella, y
de frustración, porque su destino sería perderla una vez más.
Lo besó, y fue el beso más largo y paciente que le había dado nunca. Atrás
quedaban los arranques enfebrecidos de su juventud, y los impulsos aún más
enfebrecidos y lujuriosos de su reencuentro. Abrazada a él dentro del agua,
Angélica deslizó los dedos por sus cabellos mojados y supo que ese único tacto,
simple y absurdo, quedaría grabado a fuego en su memoria. El del hombre que le
había mostrado el paraíso. El hombre que le había devuelto la vida.
Bajó los escalones mientras reía a carcajadas la última de sus bromas, algo
acerca de su virilidad perdida entre los dientes de las pirañas del Sena. Acababa de
entrar en el camarote cuando la vio. Esperaba inquieta en el sillón, con la vista
clavada en la seda roja y otros rescoldos que revelaban los pecados de la tarde
anterior. Tenía las rodillas muy juntas y se mordía el labio inferior hasta hacerlo
palidecer.
*****
—¿Alguien más sabe que estoy aquí, Lily? —preguntó, a bocajarro, sin
detenerse en cortesías.
Una daga atravesó el pecho de Angélica al oír ese nombre. Parpadeó. Lily.
La preciosa pelirroja que se había presentado ante ellos era la esposa de
Asmodeus, o la ex-esposa, o lo que fuera. Fuera lo que fuese, había habido algo
entre el amor de su vida y aquella mujer, tan endiabladamente hermosa, que
calcinó de un plumazo la mecha de sus celos.
—Gracias.
Lily oyó cómo se cerraba la puerta del baño con un chasquido suave.
Había esperado a cualquiera, excepto a ella. Ésa era la única opción que no
había previsto, ni siquiera en sus peores pesadillas. Y era la que más daño le podía
causar.
—Era ella, ¿verdad? —preguntó, sin saber por qué lo hacía; la respuesta era
tan obvia como desgarradora.
Claro que era ella. Tan alta, tan rubia, tan perfecta… Tan parecida a todos
los demás, incluso al propio Asmodeus. Se movía con la parsimoniosa ligereza de
un junco, y llevaba impresa esa actitud regia que los caracterizaba a todos,
habitasen en el piso de arriba, en el de abajo o en el jodido Purgatorio. Desprendía
la misma luz que Asmodeus el día en que lo vio por primera vez, convertido en un
despojo por su precisa culpa.
—Sí, es Angélica.
—Es largo de explicar —se defendió él—. Las cosas no sucedieron como
todos pensábamos…
Eso era lo único que le importaba. Que Luc pudiese reventarle la luna de
miel con la misma mujer por la que había llorado ríos de sangre entre sus brazos,
noche tras noche.
—¿Cómo lo averiguaste?
Lily se aclaró la garganta para no llorar. Podría decirle tantas cosas… Como,
por ejemplo, que conocía todo de él. Que podía adivinar su estado de ánimo sólo
con escuchar el ruido de sus pisadas. Que, a veces, ella misma se asustaba al darse
cuenta de que intuía sus pensamientos mucho antes de que Asmodeus llegara a
expresarlos. Que era ella quien se despertaba en sudor cuando él estaba enfermo.
Que había lazos entre ambos que ni un divorcio ni el tiempo habían logrado
romper.
Su ex sonrió por vez primera desde que le había puesto los ojos encima.
—¿Te apetece una copa? —invitó él mientras se abría paso hasta la cocina a
través de muebles desordenados y cortinas de gasa.
Asmodeus estrechó sus ojos sobre ella, como si no la hubiese visto nunca en
su vida.
A esto has llegado, Lily. Esto es lo que pasa por entregar tu vida a un hatajo de
ingratos.
—Le prometí a Luc que te llevaría de regreso —confesó, sin paños calientes.
Ella suspiró. El noventa y cinco por ciento de las veces, tratar de hacer
entrar en razón a Asmodeus era como darse cabezazos contra un muro.
—Si cedes ahora, Luc no tomará represalias. Tal vez lo único que pretenda
sea pedirte perdón.
—Habla con él, por favor. Si alguna vez te he importado algo, hazlo por mí
—se sintió idiota al pronunciar unas palabras que no tenían ningún valor para él—.
No soportaría que te hiciese daño. No puedo perderte también de esta manera,
Mod. Con una vez ya tuve suficiente.
Se odió a sí misma por utilizar un chantaje tan burdo, pero estaba dispuesta
a lo que fuera. Había renunciado a él como su mujer, pero no toleraría que
desapareciera de su vida.
—Está bien. Pero eso no significa que todo vuelva a ser como antes, Lil —
expuso—. Volveré a casa, escucharé lo que ese bastardo tiene que decirme y,
después, seré yo quien decida si me convence o no, ¿de acuerdo?
—No me demoraré.
—Te veré en el Palacio.
Poco quedaba ya por decir. Lily ladeó una sonrisa y se preparó para
regresar a casa. Si se materializaba en su cuarto lo antes posible, podría incluso
preservar su dignidad y retener las lágrimas que amenazaban con desbordar sus
párpados. Le dio la espalda al amor de su vida y se concentró en desaparecer.
*****
Angélica se había dado una larga y relajante ducha que le había sentado de
maravilla a sus músculos, tensos como cuerdas de violín después de ver a Lilith en
el cuarto de estar de Asmodeus.
Angélica se agarró las rodillas, hecha un guiñapo sobre las baldosas del
baño.
Nadie, y mucho menos Asmodeus, podría ver sus alas a partir de ahora.
Tercer Trimestre.
Por favor.
Lo único que ansiaba era volver por donde había venido, recoger a Angélica
en casa de Axelle y hacerla danzar bajo las exclusivas luces del Queen Club,
agasajarla con un buen vino tinto en el Lapin Agile o descorchar una botella de Möet
Chandon en el Campo de Marte y brindar juntos por lo bello que es vivir. ¡Qué
demonios! Primero tendrían que arrancarlos a ambos de las mullidas camas de
plumón de todos los hoteles del Marais.
—¡Ven a mis brazos, hermano! —con su habitual traje negro y las alas
replegadas, el Emperador lo saludó de forma efusiva. Al parecer, hablaba muy en
serio, porque incluso amagó darle un abrazo. Abrazo que la habilidad de
Asmodeus esquivó, por supuesto—. ¡Éste es mi chico!
La pelirroja refunfuñó.
—¿Se puede saber a qué viene tanta emoción? —el Archiduque desconfió de
la sonrisa suficiente de Luc—. La última vez que nos vimos me dejaste muy claro
lo que pensabas de mí. De todos nosotros, en realidad.
—Bobadas. Ese día ibas como una cuba; dudo mucho que fueses capaz de
entender nada. ¿Deseas tomar algo, por cierto?
Asmodeus apretó los puños. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de
voluntad para no romper de un puñetazo la excelsa cara del Emperador.
A pesar de todo, Luc llenó dos copas con algún vino francés, dispuesto a no
rendirse en su papel de perfecto anfitrión.
Luc alzó su copa y le brindó al aire su falso triunfo. Tenía un porte tan
arrogante que nadie se hubiera atrevido a discutírselo.
—¿Y si las cosas no hubiesen sido como todos pensábamos, Luc? ¿Y si ella
no hubiese sido más que otra víctima del arribismo repugnante de Gabriel?
—¿Vas a cerrar el pico o tengo que llamar a Lily para que ejerza de árbitro?
Asmodeus barruntó algo acerca del magnífico lugar por el cual podía
introducirse su permiso y, después, siguió caminando.
—Te voy a decir algo, y espero que quede muy claro —apuntó, con un deje
de rotundidad—. Por supuesto que voy a hablar con ella. Y a tratar de convencerla
también. Pero ten muy presente que no lo voy a hacer por ti; ni siquiera por mí. Lo
voy a hacer por ella. Sin trampas ni artimañas. Porque merece vivir la vida que
siempre ha querido, y sé que yo puedo ofrecérsela. Y, si al final elige pasar el resto
de su existencia conmigo, nos ocuparemos tan sólo de disfrutarla juntos, no de
someternos a ninguno de tus estrambóticos e ineptos planes.
—Te ves muy seguro de ti mismo. ¿Qué sucederá si las cosas no salen como
tú esperas?
Lo primero que pensó fue que habían entrado ladrones. Después, imaginó
que una pandilla de posgraduados borrachos había asaltado la embarcación y
estaba perpetrando una fiesta de las que sólo pueden acabar en embarazo y/o coma
etílico.
Lo último que se le ocurrió asociar con la voz peleona de esa niña mala de
Jett fue la imagen de Angélica. Hasta que las escuchó berrear al unísono. Al abrir la
puerta del aseo, apenas dio crédito a lo que vio.
Angélica brincaba entre los cojines del sofá al compás del estribillo. Su
melodiosa voz había transmutado en una especie de graznido afónico, y su melena
rubia se sacudía como si fuese una turista recién llegada de las cavernas. Del sofá
al suelo, del suelo al sofá, un meneo desfasado de cadera y vuelta a empezar.
Asmodeus tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Incluso bailando, no podía
evitar seguir un patrón metódico y disciplinado. El demonio se apoyó en el quicio
de la puerta para contemplarla mejor. Las vistas del espectáculo desde allí eran
soberbias.
La he acariciado hasta hacerla despertar. Igual que voy a hacer contigo, le había
comentado una vez en referencia a París. La mujer que tenía delante estaba
despierta, viva. Y lo mejor de todo es que él también se sentía así. Se habían
zarandeado mutuamente, obligándose a recordar que una vez, por imposible que
ahora pudiera parecer, había existido algo en su interior por lo que merecía la pena
luchar.
Asmodeus la aprisionó entre sus brazos, meciendo las caderas contra ella.
Al fin y al cabo, era un valiente soldado que volvía necesitado de la batalla contra
las fuerzas del Mal. Muy necesitado.
Él la había echado de menos una barbaridad, así que no esperaba menos por
su parte.
—No quiero crearte problemas a ti, ni siquiera a él. Pero tampoco pienso
hacerme daño a mí misma ni a mis hermanos.
—Confío en ti, Asmodeus. Pero si una sola vez se os pasa siquiera por la
cabeza, a ti o a él, la idea de que yo…
El demonio acalló sus dudas con el dedo índice. Lanzó una invitadora
ojeada a la cama; estaba tan cerca... Sin embargo, Angélica se excusó con la mirada.
*****
En cuanto el último de los mechones rubios de Asmodeus hubo
desaparecido de su vista, Angélica marcó el número en el terminal inalámbrico.
—La verdad, yo tampoco. Gracias por todo una vez más, Axelle.
—No se merecen. Cualquier amiga hubiese hecho lo mismo en mi lugar. ¿Tienes las
llaves, verdad?
—Tranquila, puedes quedártelas todo el fin de semana. Los sábados las clases
terminan a las cinco de la tarde, pero recuerda que Joanna no suele echar el cierre hasta
pasadas las seis, ¿de acuerdo? —le repitió, por enésima vez, como si ella fuera una
niña pequeña a la que dar instrucciones en su primer día de colegio.
—Si metes la pata, llámame y estaré allí enseguida con los bomberos.
Axelle la cortó.
—Está bien, está bien. Ya lo pillo. Después de todo no mientes tan bien, ¿no? —
bromeó—. Hablamos pronto. Bisous![11] ¡Y dejad algo para el fin de semana, par de
libertinos! —escuchó decir a Axelle antes de colgar.
Cincuenta minutos antes, había seguido, embobado, sus pasos por los
pasillos del metro. Tenía la ridícula convicción de que pasarían un momento a
buscar las cosas que la olvidadiza cabeza de Axelle se había dejado en el trabajo.
Su cerebro, sin duda embotado ante los efectos del enamoramiento, no sospechó
nada cuando vio a Angélica sacar su propia llave del interior de la bandolera. Lo
último que se le ocurrió cuando ella desapareció tras la puerta de un estrecho
almacén, es que esa maléfica y endemoniada criatura celestial estuviese tramando
acabar con su raciocinio.
—Joder…
Angélica se movió con desganada sensualidad por el aula vacía. Sus ojos
azules no se apartaban de los de él mientras sus pies, descalzos, rozaban el suelo
de parquet. Asmodeus, hechizado, siguió su evolución en torno a la silla. Vio cómo
se desplazaba a cámara lenta alrededor de ella; cómo se deslizaba en torno a ella;
cómo se inclinaba sobre ella para regalarle una arrolladora visión del contorno de
sus pechos suaves. Contempló cómo sus caderas se empujaban adelante y atrás en
un ritmo sensual. Lo observó todo sin articular palabra, esclavo de aquella
explosiva combinación entre novata candorosa y ramera felina que ella destilaba.
—Joder… —de sus labios no brotó más que un resuello ronco e ininteligible.
Tal vez aún quedase alguna posibilidad de salvación. Tal vez aún…
Frente a sus ojos fuera de órbita, Angélica se sentó delicadamente en la silla
negra y abrió las piernas para él.
My angel loves the devil outta me… Repetía una vez tras otra el tipo de la
canción. La banda sonora de los cuatro minutos más largos y agónicos de su
existencia.
Tenía la polla tan dura que le daba vueltas la cabeza. Mareado, cayó de
rodillas sobre el suelo, en un emblemático gesto de rendición.
No se equivocaba.
Con un único gesto, Angélica quería demostrarle hasta qué punto era capaz
de perder la cabeza por él. Hasta qué punto estaba su cuerpo sometido a las
órdenes de esa lujuria que él mismo había incitado.
Enseñarle la aventajada alumna en que se había convertido era una idea que
la enardecía. Desde aquel lejano instante en el sex-shop, donde el póster de una
diosa semidesnuda había knockeado sus sentidos, había sabido que este día llegaría.
El día en el que dejaría atrás su pudor y se mostraría para él como una cortesana
adicta al pecado.
De una sacudida, liberó el cierre delantero del diminuto sostén, aquel que la
hacía sentir como una sirena, y le regaló a Asmodeus la espléndida visión de sus
pechos desnudos.
—Quítate las bragas, diablesa —ordenó él con voz cavernosa; tenía los ojos
tan negros y el miembro tan duro que Angélica intuía que no aguantaría mucho
más—. No escondas nada de lo que tienes para mí.
—¿Como cuáles?
Estaba tan agotado que se dejó caer hasta el parquet, donde se tumbó a la
larga. Angélica sintió un ramalazo de profunda satisfacción. ¿Quién diría que
alguien como ella sería la encargada de poner a prueba la resistencia de alguien
como él? Se recostó a su lado, con una mano bajo su mejilla y la otra sobre su
pecho. El fino algodón de la camiseta gris estaba empapado en sudor.
—¿Podrías ser más específico? —disimuló, con fingida candidez.
—No. Nadie puede ser más específico de lo que has sido tú esta tarde —
bromeó.
—Respecto al dónde, aquí, en esta misma sala. El cuándo, ayer por la tarde,
mientras tú estabas de visita guiada por el inframundo. En cuanto al cómo… no sé,
supongo que gracias a una pizca de talento innato —se pavoneó—. Y respecto a tu
última duda, puedes estar tranquilo. Axelle fue quien me enseñó los pasos básicos.
Así que, si vas a acusar a alguien de haberme corrompido y mancillado, ya sabes
hacia dónde apuntar.
—¿Acusarla? Que el sagrado Lucifer bendiga a esa amiga tuya con el don de
la inmortalidad. Es lo mínimo que se merece por convertir a mi novia en la mejor
stripper de la orilla derecha del Sena —le guiñó un ojo—. Y de la izquierda
también.
Angélica permaneció en silencio. Novia. Sonaba tan bien entre sus labios que
se concedió el gusto de soñar despierta unos minutos, imaginando que era real, y
que era para siempre. Que un ángel podía ser la novia del más increíble, sexy,
presumido, burlón, sensible e hipocondríaco de los seres del Infierno.
Con los párpados anegados de lágrimas, Angélica se aferró con más fuerza a
su pecho. El día en que sería obligada a separarse de él estaba cada vez más cerca.
Y ese día… ese día no sabía lo que ocurriría.
Mediados de Verano.
Por suerte, todo iba bien. El equilibrio celestial seguía su curso, así que le
echó el pestillo a la puerta y rehízo el camino hacia el Gran Salón.
—Qué raro… —frunció el ceño al ver que las puertas dobles permanecían
abiertas, quebrantando el celo con que se trabajaba del otro lado. Recordaba
haberlas cerrado con cuidado al salir.
—Yo… yo…
El arcángel lo zarandeó.
Nith tosió.
Angélica.
—Ya nada se puede hacer por el extravío de Cristian —Enoc habló con la
vista clavada en los ojos cristalinos de Gabriel—, excepto rogar por él en nuestras
oraciones. Sin embargo, la hermana Angélica debe rendir cuentas de sus actos ante
esta Asamblea, la misma que depositó en ella una confianza a la que ha fallado.
Uno de los más veteranos, Letiel, actuó como portavoz del grupo.
Desde que había sido coronado como Príncipe, ni uno solo entre los suyos
había mostrado el menor síntoma de rebeldía. Ni una sola concesión a la impiedad.
—En realidad, nunca ocurrió nada tan grave que nos obligara a romper. Fue
algo paulatino, creo. Yo no sabía, no podía y tampoco quería ser un buen marido.
Así que, una vez superada la luna de miel, todo se fue a pique. Nos cansamos
mutuamente: yo de la rutina, y ella de esperar que algún día, por ciencia infusa,
esa rutina llegara a agradarme. Una noche vino a hablar conmigo; para entonces
los dos nos habíamos dado cuenta de que éramos por completo incompatibles,
además de una pareja desastrosa. Decidimos divorciarnos al día siguiente. Ella se
marchó de mi Palacio y se trasladó al de Luc, donde vive ahora.
—¿Y cuál ha sido vuestra relación desde entonces? —odiaba sonar como un
ejército tanteando al enemigo, pero lo cierto es que ardía en deseos de saber hasta
qué punto Lilith seguía formando parte de su vida.
—Sé que nunca llegaremos a tener la clase de relación estrecha que ella tiene
con Bel o con Luc, pero hemos tratado de ser amigos y podría decirse que lo hemos
conseguido.
Asmodeus se agitó entre las sábanas. Sus piernas desnudas rozaron las
suyas, produciéndole un cosquilleo del que no se cansaría jamás.
—Por supuesto que no. ¿Quién te crees que eres? ¿Un rompecorazones?
—Sí, y precisamente por eso estás aquí conmigo —él tomó el cojín y le
devolvió el golpe.
Apretó los párpados con todas sus fuerzas. Tenía que esconder las alas;
tenía que esconderlas ya, antes que Asmodeus las viera. Por favor, por favor, por
favor…
Cuando los abrió, las alas habían desaparecido. Asmodeus, no. Estaba justo
delante de ella, y su rostro lucía una mueca muy poco amable.
Tarde, Angélica. Demasiado tarde. Se cubrió el rostro con las manos, como si
ese simple gesto bastara para evadirla de una realidad repugnante a la que no se
quería enfrentar. Sin embargo, él no se lo permitió. Tiró de sus brazos y la obligó a
mirarlo.
—¡Muéstramelas!
Asmodeus chasqueó la lengua. No fue necesario mirarle a los ojos para que
Angélica supiese que estaba enfadado. Muy enfadado.
La agarró por los brazos; la arcángel sintió cómo le clavaba las uñas en la
fina piel.
—Sí que la hay, ¡tiene que haberla! Cuando regrese a casa, cuando todo esto
termine, volveré a ser como antes…
—No puedes volver así a casa, Angélica —su determinación era férrea, pero
su mirada era la de un cervatillo amedrentado por la presencia de una escopeta—.
No volveré a dejarte sola y desprotegida. ¿Qué ocurrirá cuando Gabriel te vea así?
¿Cuando los demás te vean así?
—Me niego a que pases por lo mismo que yo, ¿es que no lo entiendes? —la
voz del demonio sonaba desesperada—. Hay otra manera… Aún queda una
opción, Angélica. Admítelo. Admite tu verdad aquí y ahora, delante de mí. Admite
quién eres en realidad y podrás venir conmigo. Abajo te protegeremos entre todos;
nadie podrá hacerte daño.
—Por los nueve círculos del Infierno, ¿te das cuenta tú de que no estás en
condiciones de elegir? —increpó él.
La arcángel se frotó los brazos. Tenía que haber otra salida. Una escapatoria.
Siempre la había, ¿no?
Después, todo quedó en calma. Más allá de las ventanas de la peniche, París
bullía de excitación. Era como una colmena donde cada cual cumplía su función,
desde los molestos tábanos que revoloteaban por el Mercado de las Pulgas, hasta el
grandilocuente diácono de la Sainte Chapelle. Sin embargo, el silencio dentro de la
embarcación era plomizo y angustioso, y Angélica no hacía sino pellizcar la tela
aterciopelada de los cojines. Sabía que era su turno para hablar, pero no se sentía
capaz de hacerlo.
Sólo anhelaba ocultarse debajo del colchón y que los problemas remitiesen
por sí solos. Que Asmodeus le acariciase las alas hasta quedarse dormida. Que le
jurase que nada malo sucedería.
—No renunciaré a mis principios —sentenció, tan seria que nadie diría que
su corazón se agrietaba un poco más con cada palabra—, si es que aún puedo
rescatar alguno. Te dije en una ocasión que jamás alzaría la mano contra Gabriel ni
contra mis hermanos y lo pienso cumplir.
—Puede ser, pero yo no soy como él. Tal vez mi misión en el Universo sea
demostrar que Gabriel y yo no somos tan idénticos, después de todo.
No le tembló la voz, pero por dentro estaba muerta de miedo. Ahora que
sabía de lo que había sido capaz su gemelo, el momento del reencuentro le causaba
auténtico pavor.
—Al taller mecánico. Tengo cita para recoger la moto que tú misma
destrozaste, ¿recuerdas? —replicó—. ¿Quieres venir o prefieres quedarte aquí
huyendo de la realidad?
—Voy contigo —eligió—. Sólo dame unos minutos para que me asee.
Un silencio vale más que mil actos. Un silencio puede pesar tanto como la vida, o
como la muerte.
*****
Las nubes, que durante los días previos habían opacado el cielo sobre París,
aún no se habían disipado, sino más bien al contrario; esa mañana el firmamento
lucía borrascoso y oscuro, y los meteorólogos vaticinaban lluvia. Las nubes se
cernían sobre los edificios de la ciudad como las garras de una parca. No eran ni
las dos de la tarde, pero tal parecía que el ocaso estaba cerca. Los vecinos daban
pasos apresurados por las aceras, entre restaurantes turcos y bazares hindúes; las
primeras gotas no tardarían en caer.
Ella había preferido quedarse fuera. La distancia entre ambos tras la disputa
de esa mañana era tan tangible que podía acotarse con una cinta métrica. Esperar
en una reducida habitación de tres por tres metros, sumida en el atronador silencio
al que Asmodeus los había conducido, no le había parecido una buena idea.
Contempló la silueta del demonio desde el cristal exterior. Era tan guapo
que se le secó la garganta al regodearse en su figura; llevaba los vaqueros que se
había calzado hacía un rato y una camiseta de color verde oscuro que moldeaba los
músculos de su torso. Él también se había recogido los cabellos en una coleta
informal, con la diferencia de que la suya no había aguantado decentemente
peinada ni cinco minutos, y, ahora, el matojo de cabellos enredados enmarcaba sus
sienes y se descolgaba por su nuca. Debatía sobre el estado de la motocicleta con la
misma pasión con que Nith transmitía las necrológicas una vez por semana: con
aire hastiado y sin molestarse en sacar las manos de los bolsillos.
El que le recordaba cada día que, por muy bueno que haya sido el pasado, el
presente siempre supera tus expectativas.
*****
Cada vez que ella se asomaba, impaciente, a través del cristal, los sentidos
de Asmodeus se nublaban, y el taller parecía inundarse por completo con su
presencia. Maldita fuera, tan devastadoramente hermosa como un relámpago en
mitad de una noche despejada. En una ocasión, sus ojos se habían encontrado, pero
Asmodeus vio tanto anhelo en ellos, y había tanto dolor sin esperanza dentro de él,
que se vio obligado a apartar la vista para no salir corriendo de allí y buscar en sus
brazos un consuelo que no encontraría.
Asmodeus había jurado ante Luc que nunca la obligaría a tomar una
decisión, pero la transformación de sus alas había trastocado todos los planes. Ya
no se trataba de honor; ahora su vida corría peligro. Dejarla en manos de Gabriel
una vez casi había acabado con los dos. No volvería a concederle la oportunidad a
ese bastardo de llevar a término sus maquinaciones.
¿Por qué tenía que ser tan terca? ¿Por qué no se daba cuenta de que estaba
sacrificando su salud y su felicidad por algo que no merecía la pena? ¿Por qué no
se daba una oportunidad a sí misma y a él? Eran demasiadas preguntas, y ella se
empeñaba en dejarlas en blanco, matando, de paso, todas sus esperanzas en el
camino.
Frente a él, Sylvain daba por terminados los ajustes finales. Aliviado ante la
perspectiva de abandonar el pestilente establecimiento y encarar toda una
maravillosa tarde junto a su mujer, Asmodeus se apresuró a sacar del bolsillo del
roído pantalón la desorbitada cantidad de euros que ambos habían acordado en su
primer encuentro. Nada de firmas, nada de recibos. Él le pagaba por sus servicios
y, a cambio, Sylvain dejaba la Ducati como nueva y mantenía el pico cerrado. Por
motivos como ése era por lo que le encantaba hacer negocios en el décimo
arrondissement.
Ahora, lo tenía justo delante de él. Y el miedo era tan deslumbrante que le
provocaba deseos de llorar: tenía el pelo dorado, los iris azules y el cuerpo más
exquisito jamás creado.
Cuando la vio salir disparada, Gabriel ordenó a sus secuaces que fueran tras
ella. El arcángel aguardó pacientemente, pagado de sí mismo, a que la condujeran
ante él.
No importaba lo rápido que corriese o lo lejos que lograse llegar antes que
sus siervos le dieran caza. Al finalizar el día, esa ingrata tendría que rendir cuentas
ante los miembros del Tribunal y también ante él. Aunque Gabriel no necesitaba
saber nada más, ni ver nada más, para tener claro el veredicto.
*****
Cruzó la calle sin mirar. El tráfico en París a esas horas era aún más
demencial que de costumbre, y estuvo a punto de ser atropellada por un taxi. El
conductor derrapó sobre el asfalto húmedo; el ruido de la bocina retumbó en sus
oídos, pero ella no se molestó en pedir disculpas. Los secuaces de Gabriel le
pisaban los talones.
Sus piernas corrían por sí solas, sin permitirse el lujo de sentir cansancio.
Tropezó con un carrito de bebé; se enredó con la correa de un cachorro. Pisó una
alcantarilla y sus pies naufragaron en las sandalias encharcadas de agua. Su
vestido y sus piernas se empaparon de fango. Se torció el tobillo derecho y estuvo a
punto de darse de bruces contra el suelo, pero ni siquiera así, coja, dolorida y
calada hasta los huesos, dejó de correr.
Desquiciada, buscó una solución entre la lluvia. Una solución entre las
buhardillas de París. Una solución en la cara de las gentes que se cruzaban con ella
y la observaban como si fuese una criminal, o una psicótica, o tal vez las dos cosas
a un tiempo. Al final de la calle, la encontró.
Tenía que llegar al andén número nueve, tenía que llegar al andén número nueve…
Intuyó que Asmodeus le hacía señas con las manos. Ven, leyó en sus labios.
Salta, parecía decir. Yo estaré aquí, esperándote. Siempre estaré aquí.
Los brazos que la sujetaban hablaban con solemnidad, pero ella no los
escuchaba. Se expresaban con rimbombancia acerca de los delitos de negligencia,
estafa y concupiscencia.
*****
Había permanecido paralizado de estupefacción dos segundos, sólo dos,
pero esos dos segundos habían decidido el destino de ambos. Asmodeus salió al
galope del taller, a lomos de la Ducati, inmediatamente después de ver a Angélica
echar a correr. Aún le dio tiempo de observar cómo Gabriel ordenaba a sus
esbirros que no parasen hasta encontrarla.
Siguió la estela de Angélica, que corría sin rumbo por el décimo distrito. Los
lameculos de Gabriel la seguían de cerca, y él iba detrás de todos ellos cerrando
aquella comitiva trágica. Intentó desmaterializarse, pero el bastardo había tenido la
desfachatez de bloquear sus propios poderes. Al parecer, aún tenía poder de sobra
para hacerlo. No le quedó otra que correr.
Maldición, aquel lugar estaba atestado. Oteó por encima de las cabezas,
pero había demasiada gente. Angélica podría haber montado en cualquier tren,
bajado a los aparcamientos o permanecer parapetada tras la puerta de cualquier
aseo. El viejo edificio de la estación era inmenso, y ella podría estar en cualquier
parte.
Encontró un hueco libre entre la muchedumbre y se coló por él. Frente a sus
ojos, un enorme cartel negro y amarillo anunciaba las próximas salidas. El Eurostar
con destino a Londres estaba a punto de partir desde el andén número nueve.
Corrió hacia él; era su única pista. Torció a la derecha en cuanto vislumbró el
número en un cartel y…
Frente a él, justo al otro lado de la vía, Angélica luchaba por liberarse del
agarre de sus captores. El corazón de Asmodeus bramó de furia contenida, de
amargura y de ofuscación. Había un rasguño sangrante a la altura de la garganta
de la arcángel, varios cardenales en sus brazos y una mirada de espanto clavada en
sus ojos.
Nunca olvidaría el rostro de Angélica cuando lo vio por última vez. Nunca
olvidaría el pánico que distorsionaba sus hermosas facciones, ni las heridas en su
cuerpo. Nunca olvidaría que, esa misma mañana, su soberbia le había impedido
darle un último beso. Nunca olvidaría que habían pasado sus últimas horas juntos
discutiendo.
Nunca olvidaría que Gabriel le había destrozado la vida dos veces, y que
ahora también se la destrozaría a ella.
—Ven, por favor… —rogó, pero su voz no fue más que un sollozo
inconcluso.
Nadie en París olvidará jamás el verano de 2010, ni mucho menos aquella tarde
fatídica del lunes veintiséis de julio. Muchos años más tarde, los ancianos contarían las
historias de aquel día con un brillo fabulesco en los ojos, compitiendo en dramatismo con la
catástrofe del Concorde e, incluso, con las del sitio de la ciudad durante la guerra.
El relato viajó tanto, se propagó tanto por los cuatro puntos cardinales, que no
quedaron en toda Francia dos historias iguales. Con el paso de los años, los recuerdos se
fueron difuminando, y la fantasía fue cobrando cada vez más precisión. Sin embargo, todas
las narraciones, desde Marsella hasta Pas-de-Calais, coincidían en una cosa: entre la tarde
del veintiséis de julio y la mañana del veintinueve del mismo mes, en París no dejó de
llover.
Sin embargo, cerca de las tres de la tarde del día veintiséis, el agua comenzó a caer
con más fuerza, y lo que los parisinos habían aguardado ataviados con paraguas plegables y
zapatillas, se convirtió en una tromba de agua para la que nadie, y mucho menos la Ciudad
de la Luz, se hallaba preparado.
Las gotas formaron una cortina espesa y punzante al caer. Los charcos crecieron, y
el estanque del jardín de Tuileries se desbordó.
Los barcos de recreo interrumpieron sus tranquilos paseos por el Sena. Pronto, el
hasta entonces fiable y vanguardista alcantarillado parisino sucumbió a la presión de sus
propias limitaciones. El agua comenzó a manar también del interior de la tierra; las tuberías
se colmaron, y los desagües… Los desagües no daban abasto. Los lugares que apenas unas
horas antes se habían visto colmados de visitantes, quedaron vacíos e intransitables. La
mayoría de la gente encontró en su casa un refugio, una trinchera, y buscó en el cielo una
señal de tregua.
Durante cuatro días, el cielo se desplomó sobre París, y el agua siguió fluyendo
como un castigo divino hacia su presunción.
Cuando los vecinos se dieron cuenta de que toda esperanza era vana, que ningún
ruego sería escuchado, pusieron la mirada en ella. En el río con nombre de mujer. Ante la
amenaza de una crecida como la de cien años atrás, los trabajadores del Louvre y de Orsay
se afanaron en trasladar a tiempo las obras que permanecían amontonadas en los sótanos de
ambos museos. Los propietarios de los cafés echaron el candado a las mesas de las terrazas,
con la esperanza de que la corriente no las arrastrara a su paso. La lluvia se precipitaba
escaleras abajo en los accesos al metro, que fue clausurado. La catedral de Notre-Dame
también cerró sus puertas. Ni siquiera Dios parecía querer saber nada de aquella ciudad
resplandeciente, sumida sin motivo aparente en el caos y la confusión. Se suspendió la
jornada laboral hasta nuevo aviso y se cancelaron los espectáculos; algunos, los más
pesimistas, comenzaron a hablar de evacuación.
Dos días después, el Sena no aguantó más, y con el desbordamiento llegó el terror.
El ayuntamiento, superado por las circunstancias, impuso un toque de queda estricto y
comenzó a trabajar en la forma más eficiente de minimizar los daños. El agua se llevó con
ella la basura y el fango del fondo del río; en pleno siglo XXI, la ciudad más hermosa de
Europa entró en cuarentena. La mayoría de los comercios de ambas orillas se inundaron, y
todos se vieron obligados a echar el cierre. Las casas abuhardilladas de la Île-de-la-Cité
fueron las primeras en ver salir las maletas de sus vecinos, cerradas con prisa y angustia.
Las peniches de Bastilla y del Canal-Saint Martin, las del puente de Alejandro III
y las del embarcadero de Enrique IV, vagaban abandonadas como maderos estériles,
circulando desorientadas por los bulevares de la rive gauche, supervivientes a medias de
un trágico naufragio. Los aparcamientos públicos y los garajes también fueron devorados
por la furia de las aguas. Los coches se alejaban flotando, siguiendo la poderosa corriente del
Sena, mientras los bomberos se afanaban en recuperarlos y en resistir para contarlo. Se fue
la luz de París, se fue la energía; se fueron la música y las comunicaciones. Se fue la
prodigiosa vida con que la capital agasajaba a sus visitantes. De la Gare d´Austerlitz, la
más próxima al curso del río, no partió ni un solo tren en casi una semana. Justo a su lado,
los quirófanos del hospital de la Salpêtriere malvivieron al borde del colapso.
Nunca nadie logró averiguar, ni siquiera los más afamados eruditos de la Sorbonne,
de qué borrasca provino aquella tormenta colosal que, al igual que vino, una buena mañana
de jueves se fue. Algunos dijeron que se debió al cambio climático. Que aquello no había
sido más que la primera salva de advertencia de un planeta maltrecho y desahuciado. Otros,
que el mismísimo Dios había utilizado París como cordero de sacrificio, y que el fin del
mundo era inminente. Quienes no lo vivieron por sí mismos ni siquiera llegaron a creer que
aquello sucedió realmente. Prefirieron olvidar, como quien olvida un mal sueño, hasta que,
con el paso del tiempo, la crecida del Sena en 2010 se convirtió en borrón, y el borrón, en
leyenda.
No dejaré que se la lleven, repetía sin cesar, y sus relucientes ojos azules miraban
sin ver. No dejaré que se la lleven.
Lo miró fijamente sólo unos segundos; después, lo apartó lleno de rabia mal
contenida.
Mi anciano quedó tan impresionado por el encuentro que fue incapaz de moverse de
su sitio; incluso cuando el joven rubio siguió su camino, no logró despegar la vista de su
espalda. Lo vio marchar, avanzando a lo largo del puente, hasta que se encontró frente a
frente con la escultura a Saint-Michel, el gran orgullo de la plaza. Y fue entonces cuando
ocurrió lo más delirante de todo.
Con actitud retadora, el extraño se situó delante del arcángel de bronce y abrió los
brazos.
—Tú lo has querido —gritó, y la gente lo miraba como si fuera un proscrito—. Ojo
por ojo —gritó, pero su voz sonó incorpórea. Diabólica.
Mi viejo sostenía con firmeza que había mantenido un encuentro cara a cara con el
Diablo, y que había sido éste quien había ordenado la destrucción de París. Después de ese
día, dejó su trabajo, dejó todo cuanto conocía y se dedicó en cuerpo y alma al estudio de la
demonología. Invirtió sus ahorros en investigaciones inútiles que nunca pudieron
confirmar sus teorías, pero a las que él, a pesar de todo, se negaba a renunciar. Me expuso
su historia desesperado, deseoso de transmitirme su hilarante dogma.
Yo, como es lógico, no creí uno solo de sus estrambóticos detalles, pero debo
reconocer que la historia, ciertamente, me resultó entretenida. Incluso podría escribirse un
libro sobre ella, aunque, desde luego, poco pudo aportar a esta tesis doctoral que hoy
presento ante ustedes acerca de la mayor crecida en la historia del Sena. Aquel viejo chiflado
tenía una imaginación desbordante. Sin embargo, él y yo hablábamos dos idiomas
diferentes; dos idiomas que nunca llegarían a entenderse.
Mediados de Verano.
Fue arrojada sobre la cama como quien arroja una colilla al cubo de la
basura; por el rabillo del ojo pudo ver a un emborronado Gabriel que, con gesto
adusto, cerraba la puerta desde dentro con el pestillo.
No, otra vez no… Intentó rebelarse y protestar, pero de sus labios escapó tan
sólo un gemido agónico que le arañó la garganta como cuchillas de sierra. Las
manos de Letiel y los demás aprisionaban su cuerpo como una mortaja. Había
demasiados ángeles en aquel habitáculo tan pequeño; demasiados, pero ninguno
se apiadó de ella.
Después de una fracasada evasión por las calles de París, decenas de heridas
que los secuaces de su hermano, malintencionadamente o no, habían infligido a su
cuerpo, y un traslado ultrasónico desde la Tierra hasta el Cielo, las fuerzas la
habían abandonado.
—Pero, mi señor —la voz de Letiel, siempre tan leal, llegó a sus oídos como
un arrullo distorsionado. Angélica luchó por mantener los ojos abiertos y las alas a
resguardo. No consentiría que su consciencia la dejara tirada y vulnerable una vez
más—, sería mejor que esa tarea la llevase a cabo un ángel femenino. Tal vez ella se
sienta incómoda si nosotros…
—Dudo mucho que tenga el más mínimo reparo en que unos cuantos
hombres observen su cuerpo —escupió su hermano—. ¿Acaso no la habéis visto?
No es más que una exhibicionista barata.
Intentó oponer resistencia cuando sintió que los dedos titubeantes de los
esbirros circundaban los botones del vestido, pero ellos eran más fuertes, y ella no
estaba en condiciones de pelear. Afrontó la humillación con los labios apretados y
la cabeza ladeada. Si tenía que ser así, al menos prefería no mirar.
Tras ellos, con pose de infinita superioridad, Gabriel chasqueó los dedos sin
dejar de mirarla.
Gabriel se acercó a ella y le propinó una bofetada tan sonora que le torció la
cara, y luego otra, y otra más. Con el rostro descompuesto, la arcángel tragó saliva,
y la boca le supo a sangre.
Si pretendía herir su dignidad, hacía falta algo más que eso para
conseguirlo. Angélica alzó la cabeza. Su rostro amoratado aún conservaba vestigios
de altivez.
Volvió a golpearla. Esta vez no se limitó a unas cuantas bofetadas, sino que
descargó en ella toda su furia. Angélica jadeó al sentir el impacto de la palma
abierta sobre su cabeza. Cuando el dolor la dejó sin respiración, pensó en
Asmodeus.
Él tenía razón. Siempre la había tenido. Nada ni nadie la salvaría de la ira de
Gabriel. Nada ni nadie podría garantizar que saldría ilesa de aquello. Se había
quedado sola.
El líquido que manó de su nariz discurrió por las grietas de sus labios y
goteó sobre el edredón, tiñendo las fibras de un escandaloso bermellón.
—Y, a pesar de todo, sigues siendo igual de boba. Aún no sabes por qué
hemos tenido que ir a buscarte, ¿no? Ni siquiera te importa.
—Lo siento mucho, Gabriel. No soy una bestia sin escrúpulos, y siento la
muerte de Sellier igual que sentiría la de cualquier ser humano —y así era, pero
también tenía clara su posición al respecto—. Pero espero que no te atrevas a
insinuar de nuevo que yo tuve parte de culpa en ella, porque no es así.
Su hermano se abalanzó sobre ella y le tiró del pelo con tanto coraje que se
quedó con un mechón de sus cabellos entre los dedos. Angélica se tapó la boca con
la mano para ahogar un grito de dolor.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Hasta dónde llega tu cinismo? ¡Por
supuesto que es culpa tuya! ¡Tú eres la única responsable de su destrucción!
Angélica sintió que algo se rompía dentro de ella. Algo que había
permanecido latente durante seis milenios y a lo que se había cansado de atar en
corto. Algo que llevaba deseando pronunciar desde la misma noche en que,
destrozada en la peniche de Asmodeus, había descubierto toda la verdad.
—De lo único que siento vergüenza es de ser la hermana de un ser tan sucio
y abominable como tú.
—¿Eso es lo que ese bastardo te ha contado? —se burló de sus palabras con
la frialdad de un desalmado—. No deberías dar tanto crédito a la opinión de
alguien capaz de asolar una ciudad sólo por un ilícito deseo de venganza.
—Oh, ya lo creo que sí. Esta misma tarde. Está aniquilando las dos orillas
con el único y pueril fin de desquitarse. Qué melodramático, ¿no crees? ¿Es ése el
tipejo por el que mereció la pena echar tu vida a perder?
—Llévame con él, por favor —se lanzó al suelo de un brinco, desnuda como
estaba, y adoptó un gesto suplicante—. No puedes permitir que haga daño a
personas inocentes. Entrégale lo que quiere; sólo así lograrás que se detenga.
—¿Me tomas por imbécil? ¿Crees que no sé que estás deseando volver y
colgarte del cuello de ese desgraciado? Tú te quedas aquí hasta que yo lo ordene. Y
ahora cúbrete. Me da asco mirarte —siseó, y le lanzó el edredón a la cabeza.
O no…
Tenía que hallar la manera de salir de allí y de pararle los pies. El hombre al
que Angélica amaba no destruía ciudades simplemente porque tuviese el poder de
hacerlo. Debía recordarle quién era realmente, con sus sombras y sus luces.
Pero, sobre todo, debía encontrar la forma de enseñarle a él, y a todos los
demás, quién era ella en realidad.
Así que allí estaban, atosigados por un calor seco que poco tenía que ver con
la humedad de su hogar en el Golfo de México, de nuevo ante una Adri tan
temperamental y alocada como siempre. En cuanto se enteró de su visita,
abandonó a toda prisa su actual residencia en Madrid para presentarles a su nuevo
novio. Y David ya había perdido la cuenta de los que le habían conocido durante el
último año…
Intercambió una mirada cómplice con su mujer, que sonrió. Al menos éste
no parecía haberse lavado el pelo tres o cuatro veces en toda su vida, ni vestía una
camiseta de gasa semitransparente, ni tampoco contaba chistes de mal gusto sobre
magrebíes. Lo cierto es que, por primera vez en mucho tiempo, Adriana parecía
feliz, y su compañero parecía un buen chico. Un joven sencillo y apocado,
seguramente incapaz de tener sesiones de sexo demoníacas dignas de la mejor
novela erótica, pero noble al fin y al cabo.
La voz que respondió al otro lado de la línea le heló la sangre en las venas.
No creía que volvería a oírla nunca más.
—Se trata de Asmodeus. Ast, tienes que ayudarme —la mujer parecía
desesperada. Su voz sonaba amarga y desgastada, como si marcar su número
hubiese constituido la última opción de una larga lista—. Ha hecho algo horrible.
Tienes que venir, por favor.
—Ya sabes cómo son los demás. Están encantados con la ocurrencia. Y a mí no
quiere escucharme…
—¿No has visto las noticias, verdad? Esta vez no se trata de un lío de faldas,
Astaroth. Esta vez es importante. Y sólo tú puedes ayudarme. Ayudarnos a los dos.
—Lily —su voz se precipitó en el teléfono—. Sólo dime adónde tengo que ir,
y te prometo que estaré ahí en cuanto pueda.
Tomó nota de todo con diligencia y, después de ajustar con la mujer los
detalles de su encuentro, colgó el móvil, aturdido. Regresó al restaurante con
ánimo borrascoso y conmocionado por lo que acababa de ver. No quería darle la
mala noticia a Charlotte. No quería hacerle daño.
Sin embargo, no le hizo falta abrir la boca. En cuanto llegó a la mesa, Adri
dejó de relatar cómo había conocido al nuevo hombre de su vida, y los tres alzaron
la vista hacia él. Fue consciente del instante en el que su esposa captó el horror que
la televisión había grabado a fuego en sus retinas. Dio gracias al Universo, en su
sabiduría infinita, por haber situado a la mujer más comprensiva del mundo en su
camino.
*****
Carlota Vicente agarró con fuerza la mano de su marido mientras el Boeing
tomaba tierra en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Tan enorme como una bella capital amortajada por los estragos del agua.
Ahí estaban ahora, agotados tras una noche en vela y un viaje turbulento.
Sin ánimo ni fuerzas para enfrentarse a una ciudad que pedía auxilio al final de la
línea de tren de cercanías. Una línea que los conduciría hasta la periferia, dado que
las conexiones con el centro estaban interrumpidas. El resto del trayecto tendrían
que hacerlo a pie.
Él no pudo evitar romper a reír, así que Charlie se alegró de haber cumplido
su objetivo.
—También sé que tienes miedo de poner en riesgo mi vida —continuó—.
Piensas que Asmodeus puede ser peligroso, que no debí haber venido contigo, que
ahora eres un simple mortal y no puedes protegerme, y bla, bla, bla —David había
bajado la cabeza, así que Carlota se la alzó con un pellizco en el mentón. Sus
asombrosos ojos azules la miraron extasiados, tal y como hacían cada mañana
cuando sonaba el despertador—. Pero no te angusties. Si las cosas se ponen feas, yo
cuidaré de ti.
David volvió a agachar la cabeza, pero esta vez lo hizo para depositar un
beso suave en sus labios.
Y, con esas tres palabras frescas en sus tímpanos, Carlota se sintió capaz de
enfrentar cualquier cosa allá afuera.
*****
—Lil.
—Me alegra verte tan bien —sonrió, y ese gesto tan simple contrastó con la
amargura de su llanto—. La última vez que nos vimos…
—La última vez que nos vimos yo estaba en unas condiciones bastante
deplorables.
Aquella mujer era un enigma. No sólo era la criatura más exótica y sensual
que ella había visto jamás, sino que, además, tenía la capacidad de sobreponerse a
su propio dolor para hacer que los demás se sintieran mejor.
—No deberías tratar así a la única mujer que te ha querido por algo más que
por lo que tienes entre las piernas.
—No me iré de aquí hasta que hayas acabado con esta locura.
Asmodeus no dijo nada, pero se incorporó sobre los codos, lo cual, a ojos de
Carlota, ya suponía todo un avance dado su precario estado.
Estaba claro que así no iban a solucionar nada. Tal vez lo suyo fuese un acto
suicida, pero Charlie intuía que la gente de París agradecería un poco de sacrificio
por su parte.
Ella hizo como si no hubiera oído nada. David permanecía frente a los dos,
expectante, y Charlie sonrió para tranquilizarlo.
—Porque duele como el Infierno sin ella —confesó, y las lágrimas negras
restallaron en la quietud pálida de su rostro—. Porque esta ciudad no vale nada si
ella no está aquí.
—¡Claro que sí! Esa maldita rata vendería a cualquiera. Cuando Gabriel se
dé cuenta de que no puede conmigo, me la devolverá. No le quedará más remedio
que liberarla.
Ahora que estaban allí, Carlota sabía exactamente qué había esperado
encontrar al llegar al hotel. Había esperado una criatura mitológica aterradora y
enfurecida.
Sólo quedaba una cosa por hacer: intentar que entrara en razón.
Mediados de Verano.
Tendrían que acabar con él antes de que diera su consentimiento para que
Angélica fuese entregada a aquel ser detestable. Antes destruido que tolerar que se
salieran con la suya mientras su propio prestigio era arrastrado por el lodo. Ya
tenía suficiente con que su nombre quedara para siempre vinculado al de su
inmoral gemela.
Sufrirían. Sufrirían los dos. Y sufrirían por separado. Como debía ser.
Enoc suspiró.
Poco a poco, decenas de manos se alzaron a lo largo y ancho del Gran Salón.
Titubeantes al principio —todos allí dentro sabían lo que significaba contradecir al
arcángel—, pero más decididas conforme pasaban los segundos. En cuestión de
unos minutos, el único voto en contra era el suyo.
—Gracias, Zuriel, por ser el portador de tan maravillosa nueva. Sin duda, la
gracia divina ha querido intervenir con sabiduría, pero no debemos olvidar que
aún tenemos un juicio pendiente; la hermana Angélica no será entregada, pero eso
no la exime de dar explicaciones ante el Tribunal. Id a buscarla —volvió a pedir a
los dispuestos sirvientes—, decidle que ha llegado el momento.
Asmodeus salió de la ducha y, por primera vez en cuatro días, se sintió más
fuerte. No podía decirse que bien, porque no era cierto; pasaría mucho tiempo
antes de que eso sucediera. Pero el chorro de agua tibia y la ropa limpia habían
obrado eficazmente su función.
Ver al hombre que ama destruir la ciudad que adora no la está ayudando.
No había contado con Angélica. No había contado con que cada metro de
crecida del Sena era una herida que infligía en ella, al lado de los hematomas y
fisuras que le habían provocado los esbirros de su gemelo. No había contado con la
impotencia y la decepción que ella sentiría al enterarse de lo ocurrido. No había
contado, ni siquiera, con la posibilidad de que la Asamblea pudiese arremeter
contra ella al considerarla responsable indirecta de sus payasadas de niño
malcriado.
—Me cae bien tu mujer, pringao. Tiene los cojones que te faltan a ti. ¿Dónde
está, por cierto?
—Ha ido a buscar un par de litros de café con sal. Creímos que te sentarían
bien.
—Yo he causado todo esto —se reprendió con voz sombría—. Soy yo quien
tiene que arreglarlo.
—Entiendo cómo te sientes, pero, tal y como estabas hace un rato, no creo
que salir ahí fuera a partirte el espinazo vaya a hacer que te sientas en paz.
Necesitas descansar unos días, recuperar fuerzas. Necesitas olvidar. Vuelve a casa,
Mod, y ocúpate de tus propias heridas abiertas.
—Si tú pudiste perdonarle a ella sus errores, ella también podrá hacerlo con
los tuyos.
Carlota los miró a ambos con expresión amigable y dejó el café sobre el
escritorio de madera.
—Me alegra ver que te sostienes por ti mismo —bromeó con Asmodeus. Sí,
definitivamente, esa humana era buena gente—. ¿Puedo preguntar de qué
hablabais?
—Del fabuloso centro de spa y relajación que pronto abrirá sus puertas en
Nueva Orleans. Le decía a Asmodeus que puede visitarlo siempre que quiera.
Demonios y otras criaturas ancestrales tienen descuento asegurado.
—No es porque haya sido el epítome de la pereza durante casi seis milenios,
pero lo cierto es que David sabe como nadie lo que significa la palabra relax. Está
haciendo un gran trabajo. Ven a vernos cuando quieras.
Él asintió.
—Eres un gran amigo. Lamento haberte insultado antes. A los dos —le
guiñó un ojo a Carlota, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Para eso están los amigos. ¿Ya has pensado qué vas a hacer ahora?
—Dales recuerdos a todos de mi parte, por favor. Diles que les echo de
menos.
Astaroth estalló en carcajadas. Asmodeus recogió las pocas cosas que había
llevado consigo y las metió en una raída bolsa de viaje.
—Bueno, creo que nos quedaremos un par de días más aquí. Nos gustaría
colaborar en la limpieza de la ciudad. Después, ¡toca volver a la rutina!
Asmodeus recordó algo que su amigo había dicho antes, cuando estaba tan
ebrio que sus oídos ni siquiera se molestaban en escuchar.
Se despidió de ellos en el que había sido su búnker durante los cuatro días
más infernales de su vida. Abrazados por la cintura, le dijeron adiós con la mano.
Con el corazón encogido, Asmodeus salió al pasillo y golpeó la puerta de la
habitación contigua, en busca de su objetivo pelirrojo.
*****
—Creo que te debo una disculpa. Te he hecho pasar unos días traumáticos.
—No importa. Lo que cuenta es que has recuperado la razón y que estás
sobrio. Y sano. Me alegra que la visita de Ast haya servido de algo.
Asmodeus descargó el equipaje sobre el suelo y tomó sus manos entre las
suyas.
—Gracias por estar siempre pendiente de mí, Lily. Me has cuidado más de
lo que merecía, teniendo en cuenta que yo no he hecho lo mismo contigo.
Lily se apartó, turbada. Su pelo rojo cayó como una cascada cuando agachó
la cabeza.
—Sabes que me gusta cuidar de todos. Hace que me sienta útil y querida.
—¿Estás segura, Lily? ¿Estás segura de que no hay ningún motivo oculto
que te haya impulsado a cuidar de mí?
Sabía que era rastrero tenderle esa emboscada, pero Asmodeus necesitaba
que todo quedara claro entre los dos. Los últimos acontecimientos le habían
llevado a pensar que tal vez para Lily las cosas no estuviesen tan transparentes
como para él.
Lily iba a justificarse, pero finalmente optó por cerrar la boca y asentir.
Asmodeus resopló. Dijera lo que dijese, tenía la sensación de que ella acabaría
herida.
—Lo siento, Lil —se lamentó—. Por no haber podido ser quien tú querías. Si
es cierto que alguna vez nos proveyeron de amor infinito, entonces en mi caso no
sirvió de nada, porque se lo entregué todo a ella desde el principio. Para cuando te
conocí a ti, ya estaba vacío.
Ella tragó saliva. Sólo Asmodeus sabía cuánto le iba a costar decir aquellas
palabras.
—Por supuesto que acepto —murmuró, con los ojos negros anegados de
emoción—. He sido una tonta todo este tiempo. Discúlpame. Lo único que quiero
es que seas feliz, y que puedas serlo con la mujer a la que amas.
El demonio la abrazó con ternura. Esperaba que, algún día, ella encontrara
también a alguien que la hiciera feliz.
*****
—Por mí, puedes darles a todos el día libre. No necesito a ninguno de ellos.
Lo único que necesito es descansar y que nadie me moleste —le dio un beso rápido
en la frente antes de encaminarse hacia el ala principal—. Me voy a mi habitación.
—¡Mod! —la voz de Lily lo detuvo justo en la frontera con la oscuridad del
pasillo.
—¿Sí?
—Si necesitas cualquier cosa, lo que sea, ya sabes dónde encontrarnos. Los
chicos y yo estaremos siempre a tu lado.
Asmodeus asintió con la cabeza y se marchó. Agradecía el apoyo, pero lo
cierto es que en esos momentos no servía de gran cosa.
La soledad se cernió sobre él, como un ave de rapiña, a lo largo del corredor.
Creyó que al llegar a su lujoso dormitorio se sentiría mejor, pero no fue así. Dejó el
equipaje sobre el suelo y cayó de espaldas encima del colchón. La enorme cama
con dosel era fría, las sábanas pinchaban, y las paredes le recordaban los muros
acolchados de un manicomio. El aire estaba enrarecido. Nunca su propio cuarto se
le había antojado tan poco acogedor, tan ajeno. Hacía sólo dos semanas que había
dormido en él por última vez y, sin embargo, tenía la sensación de que había
dejado pasar toda una vida.
Después de Angélica.
Mediados de Verano.
En vivir.
Un nuevo aviso llegó desde el pasillo. Era el último. Si no salía de una vez,
entrarían y la arrastrarían hasta el Gran Salón a la fuerza. Bueno. Que lo hicieran.
Se cubrió con ella; ajustó el cordón; colocó la capucha sin dejar de sonreír.
¿Qué importaba si allí fuera la habían condenado ya? No era su opinión la que le
importaba. No era a ellos a quienes tenía que pedir disculpas. Era a un demonio de
increíbles ojos azules y cabellos enmarañados que jamás vestía de negro porque no
resultaba favorecedor. Era a una ciudad soberbia que había sucumbido bajo fuego
cruzado en una guerra que no era suya.
Por Asmodeus.
Por París.
*****
Avanzó por el pasillo del ala de los arcángeles con rostro gacho, pero con
paso firme. A su alrededor, florecían los insultos de decenas de ángeles
escandalizados. Dora y Celeste, las mismas que, dos semanas antes, habían
presumido de ser sus vecinas y compañeras, le dieron la espalda a su paso,
simulando no conocerla y ufanándose de su propia pureza. Incluso un ángel
menor se atrevió a empujarla. Los siervos de Enoc, quienes la escoltaban hasta el
Gran Salón, se vieron obligados a intervenir.
Así que eso era lo que se sentía. Lo que sintieron Asmodeus y el resto de
Caídos, mientras ella languidecía inconsciente en su habitación por culpa de las
trampas de Gabriel, y de otros tantos igual de corruptos que él.
Las puertas dobles se abrieron con un estruendo litúrgico; la luz del día
iluminó sus pies descalzos, que no dejaron de avanzar hasta tropezar con el
estrado. Angélica sintió en su nuca las miradas de rechazo. Cuando Enoc dio por
iniciado el ritual y le exigió ponerse de rodillas ante los hermanos, igual que a una
delincuente, la arcángel se deshizo del agarre de sus escoltas con un codazo
desdeñoso y permaneció en pie.
En los de Gabriel.
Ella no se dejó amedrentar. El tiempo para ello había tocado a su fin. Lo retó
con el destello negro de sus iris y sostuvo su mirada tal y como no se había
atrevido a hacer en casi seis mil años.
Angélica acogió con serenidad las palabras que había temido escuchar toda
una vida. Ya no dolían, como tampoco dolían las uñas de los esbirros en su piel. El
fuego que la embargaba anestesiaba su alma.
Tercer Trimestre.
Todo estaba tranquilo. En paz. Y, cuando lo vio frente a ella, tuvo la certeza
de que nunca en toda su vida se había alegrado tanto de ver a alguien. Se percató
de lo mucho que, incluso a él, lo había echado de menos.
—¡Luc!
Apoyado con indolencia sobre una puerta de madera, única salida aparente
de la austera sala en la que se encontraban, el mismísimo Lucifer, Príncipe de las
Tinieblas, sonreía con eufórica satisfacción.
*****
Hay momentos en la vida tan demenciales que lo único que puedes hacer es
seguir la corriente y amoldarte a ellos.
Angélica sabía que Luc la odiaba, que todos allí la odiaban, o, al menos, eso
creía. La traición, aunque ésta no hubiese existido, era motivo suficiente para poner
punto y final a cualquier amistad.
Sin embargo, en esos momentos, poco le importaba que Luc la odiase o no.
Estaba asustada, nerviosa y había padecido un calvario los últimos cuatro días. Por
eso, se puso en pie, cogió carrerilla y se precipitó a darle un abrazo.
—Uno no llega a convertirse en Gran Emperador del Mal sin acumular unos
cuantos poderes, ¿no crees? Desde que mencionaste mi nombre supe que vendrías;
lo demás corrió de mi cuenta. Te he proporcionado un vuelo privado y sin escalas
por cortesía de Air Satán —celebró con una carcajada su propia ocurrencia.
Angélica se quedó sin palabras. Jamás pensó que el poder de Luc hubiese
logrado superar al de los propios ángeles. De hecho, sospechaba que ni siquiera los
mismísimos demonios eran conscientes del poder que auspiciaba su Jefe.
—Vaya… gracias.
—Luc, yo… —Angélica apenas sabía por dónde empezar. Había tantas
cosas que decir, tantas explicaciones que dar…
—El pasado quedó atrás —aseveró él—. Lo que importa es que ahora estás
aquí. Como siempre debió ser.
Se pusieron en marcha a través del pasillo, cuyo final parecía abrirse en una
explosión de luz. Ella sonrió con timidez mientras caminaba.
La voz procedía del final del túnel. Angélica, sorprendida, lo recorrió en dos
zancadas, y un grito de júbilo estalló en su garganta.
—¡Bel! ¡Sam!
Los demonios, con los que tantas noches de risas y confidencias había
compartido, la esperaban alegres en el amplio vestíbulo.
Con lágrimas en los ojos, Angélica se fundió en un nuevo abrazo con sus
viejos amigos.
Él, con su cara de niño bueno y su pelo liso casi albino, la miró directamente
a los ojos.
Angélica le tomó de las manos. Por todos los perros del Infierno, le habían
hecho tanta falta todos ellos…
—No, no lo será. Pero ya habrá tiempo para eso —sus ojos brillaban como
los de un gato ante un plato de leche—. Por lo pronto, esta noche habrá una gran
fiesta de recepción en honor de la recién llegada. Bel, Sam, encargaos de prepararlo
todo —ordenó.
—Sí, y supongo que tú también sabes quién soy yo. De ahora en adelante,
cuenta conmigo para lo que quieras.
Angélica respiró aliviada. Fuera lo que fuese lo que había existido entre
Asmodeus y ella, estaba claro que ya no tenía de qué preocuparse.
*****
Azar es rozar el brazo erizado de una muchacha sentada a tu lado bajo las
estrellas, y que ella acabe convirtiéndose en la mujer a la que más has amado y
amarás en toda tu vida. Azar es que esa misma mujer emerja de la nada una noche
en el boulevard de Clichy, con expresión preocupada y ojos de inocencia. Azar es
jugártelo todo por ella, incluso el alma, en un casino a las afueras de París. Y azar
es, definitivamente, que nada de eso tenga el más mínimo futuro.
A esas alturas, lo único que le quedaba ya era aprender de una vez por
todas la maldita lección.
Era la criatura más hermosa que había pisado nunca el Infierno. Era un
ángel perfecto, de cabellos ondeantes y bruñidos, figura escultural y piel nívea. Era
una diablesa excitante, con aquel reflejo de obsidiana en sus ojos y las alas teñidas
por pecados en la madrugada.
Era lo más bonito que sus malditas retinas habían tenido el privilegio de
contemplar.
Asmodeus se quedó sin aire. Desarmado, sólo fue capaz de seguir los pasos
de Angélica en el interior del dormitorio. Angélica, que lucía una sonrisa capaz de
abatirlo en el campo de batalla. Angélica, capaz de desatar el paraíso incluso en
aquel laberinto impenetrable de azufre y naftalina.
Sentados en la cama, con las piernas de Angélica enredadas entre las suyas,
hicieron balance de todo lo ocurrido durante los últimos cuatro días.
—Tendré que darle las gracias, después de todo. Pero has corrido un riesgo
demasiado grande —susurró, con la frente unida a la suya—. Ese malnacido
podría haber acabado contigo.
Angélica le devolvió el beso, más largo esta vez. Mucho más largo.
Él abrió los ojos. Una sonrisa lenta y traviesa, de ésas que podían volver su
mundo del revés, se extendió por sus mejillas.
—Me encanta.
—Eres la fantasía de cualquier demonio —Asmodeus puso los ojos en
blanco—. De hecho, hay un par de crápulas ahí fuera a los que voy a tener que
dejarles las cosas muy claras antes de que te vean…
—Creo que podría acostumbrarme a esto. ¿Por qué nunca me contaste que
tu Palacio era tan acogedor? Podría haberme decidido a visitarte mucho antes —
bromeó.
El demonio acercó la cara a una de sus alas e inhaló con expresión extática el
aroma que manaba de ella. Después, pestañeó asombrado.
—…y espero que también con cierta ciudad que necesita nuestra ayuda, ¿no
es así? —terminó por él.
Estaba tan arrepentido, tan avergonzado, que ella ni siquiera tuvo el valor
de reprochárselo.
Tercer Trimestre.
Año 5.900 después de la Caída.
—Hay tiempo para todo —reconoció Asmodeus con una sonrisa pícara.
Recogió unas medias agujereadas del respaldo de la silla maciza—. Igual que aquí,
por lo que veo. Partiremos dentro de unos minutos, pero antes quería decirte dos
cosas.
Luc enarcó una ceja. Tenía sueño y curiosidad. Ambas sensaciones juntas
eran una combinación difícil de digerir.
—¿Y la segunda?
—Ni de coña.
—Gracias por lo que hiciste por Angélica. Por los dos —Asmodeus
prosiguió, como si no hubiera oído nada—. Gracias por ocuparte de su Caída y por
cuidar de ella. Te debemos una muy gorda. Supongo que no eres tan mal amigo,
después de todo, y que detrás de toda esa raya diplomática escondes algo similar a
un corazón. De cerdo, pero corazón al fin y al cabo.
—Me llegas al alma con tus palabras; creo que no podré soportar tanta
ternura.
Asmodeus dibujó una sonrisa irónica en su cara. Tal vez sólo se lo pareciese
a él, pero daba la impresión de que esa mañana las sonrisas brotaban entre ambos
con más facilidad.
—No te pongas gallito, que tampoco es para tanto. Sé que todos tus actos
tienen un fondo puramente egoísta. Tal vez Angélica no se haya dado cuenta
todavía, pero a mí no me la cuelas, Luc. Por eso, la respuesta es: ni de coña.
—No pienso tolerar que utilices a mi mujer como arma arrojadiza contra su
hermano —Asmodeus no se anduvo con rodeos—. Angélica no es un topo, ni una
tránsfuga, ni una herramienta a tu disposición. Si ella quiere luchar en tu guerra, lo
hará, pero sólo si así lo desea, ¿está claro?
Luc cabeceó.
Luc se sentó en su cómodo sillón y se mesó los áureos cabellos con las
manos para insuflarse calma.
—¿Vas a olvidar todo lo que esos capullos nos hicieron? ¿Incluso lo que le
hicieron a Angélica?
Supo que había tocado fibra sensible cuando Asmodeus contrajo el puño en
torno a la figura de bronce.
—¿Te olvidas de quién manda aquí? —los ojos de Luc centellearon por la
ofensa.
—Tú serás el Emperador, pero sin mi apoyo y el de los demás no eres nadie.
Estás solo.
—No pretendía insinuar nada, sino dejártelo bien claro. Atrévete a incluir a
Angélica en tus planes sin su consentimiento, y, entonces, no nos tendrás ni a ella
ni a mí.
—No puedes dejar de ser lo que eres —apostilló Lucifer. Aquel tarado con
ínfulas de listillo siempre lograba sacarlo de quicio.
—Por cierto —Asmodeus ya estaba casi en la salida cuando se giró una vez
más—, Angélica y yo no sólo nos vamos a París para ayudar en la limpieza. Nos
vamos a instalar allí. De forma permanente —enfatizó.
Los dos tenían muy claro qué era lo primero que debían hacer en cuanto
pusieran un pie en París, y así lo hicieron.
—¿Estáis bien? ¿Pero bien de verdad? —se sentó junto a ellos en el sofá, tan
lleno de ropa sucia y desperdicios como era habitual—. Vi la peniche de Jean-Loup
en las noticias. Estaba completamente arruinada, y pensé que tal vez os había
sucedido algo... Llamé a la mayoría de hospitales de París, pero no supieron darme
señales de vosotros. Disculpad el desorden —su mano barrió la habitación con
gesto ausente—. No he parado mucho en casa desde que comenzaron las labores
de limpieza ahí fuera.
—Yo… Lo siento mucho, Axelle —la abrazó, y se sintió tan reconfortada que
tardó unos segundos en soltarla—. Tuvimos que salir de la ciudad a toda prisa por
una… por una urgencia familiar —miró a Asmodeus con complicidad—; ni
siquiera pude avisarte ni despedirme de ti. Lo siento.
Ni ella tampoco. Angélica cerró los ojos. No podía asimilar todo lo que
había ocurrido mientras ella no estaba, todo lo que se había perdido para siempre.
Pero ya era tarde para lamentarse; ahora tocaba el turno de ponerse las botas de
agua y empezar a trabajar.
—La buena noticia es que París saldrá adelante con ayuda de todos. Y
ahora, siento tener que dejaros, chicos, pero Dominique me está esperando.
Asmodeus se puso en pie, tan deprisa, que estuvo a punto de golpearse la
cabeza con el falso techo.
—Primero debemos buscar un lugar donde quedarnos estos días, hasta que
encontremos un sitio para vivir —Axelle la miró con curiosidad, y ella anticipó su
respuesta con una sonrisa pícara—. Vamos a quedarnos en París una larga
temporada —anunció.
—No podríais haberme dado una noticia mejor —pletórica, volvió a repartir
besos de cuatro en cuatro—. Me alegra tanto saber que vamos a seguir
viéndonos… No me gustaría perderte tan pronto ahora que he encontrado una
nueva amiga. Y no se hable más: hasta que halléis un hogar estable os quedaréis
aquí.
—¡No se hable más! —repitió Axelle. Ya había cogido las llaves y el teléfono
móvil y los estaba guardando en su mochila—. Ninguna normanda que se precie
permite que sus amigos se hospeden en un hotel. Tu cuarto aún está libre,
Angelique. Sé que es estrecho, y no muy cómodo, pero así dormiréis abrazados y ya
se sabe que una cosa lleva a la otra… —les guiñó un ojo desde la puerta.
El sol no había dejado de brillar en todo el día, salpicado tan sólo por
algunas nubes blanquecinas que habrían hecho estallar de celos al mismísimo
Cézanne. Y, aunque resultaba duro achicar agua con la presión de sus rayos sobre
la cabeza, las ensenadas de agua habían agradecido su presencia. Unos cuantos
días más, y la peor inundación de la historia de París no sería más que un recuerdo
gris en la memoria de sus habitantes, una muesca en los dinteles de los edificios
aledaños al río.
—Así que aquí es donde pasabas todas esas noches. Sola. Desnuda.
Caliente.
Angélica suspiró.
—Ahora que ya hemos conseguido el nuestro… ¿Qué vamos a hacer?
—¿Significa eso que me vas a hacer el amor sin descanso hasta que ninguno
de los dos pueda caminar?
—¿Después? ¿Qué más da? Tenemos toda una eternidad para decidirlo…
Epílogo
Angélica abrió los párpados con lentitud, y la luz baja de aquella mañana de
septiembre la hizo pestañear. Tanteó el lado derecho de la cama con la palma;
estaba vacío.
Pero ahora, tan sólo dos semanas después de haber estrenado su nueva casa,
el suelo se agitaba más de lo normal, y ella, sola en el camarote a medio decorar, no
entendía el motivo. Las botas de Asmodeus resonaron en cubierta, sobre su cabeza.
Vestida tan sólo con el pijama y una chaqueta ligera, Angélica subió los
peldaños que la separaban de la zona superior, esperando una espléndida visión
del amanecer parisino y un par de explicaciones de su encantador demonio.
Contempló admirada el entorno. Estaban yendo río abajo, quién sabía hacia
dónde.
—Roncas como un jabalí, diablesa —se burló él. La atrajo por la cintura y
atusó sus cabellos despeinados.
—Creía que ya habíamos saldado todas las deudas que quedaban entre
nosotros.
—No todas —replicó él, con una sonrisa traviesa, mientras jugueteaba con el
tirante de su pijama—. Aún no conoces el mar.
Él se echó a reír.
—No me las des —sentenció él con un beso—. He tardado casi seis mil años
en cumplir mi promesa. Pero ahora —sacudió las manos y se ordenó los enredados
cabellos en una coleta informal—, hay que seguir dirigiendo esta nave, o no
llegaremos nunca.
—La próxima vez intenta que no esté en coma profundo cuando eso suceda
—ironizó ella—. Me gustaría poder disfrutar del paisaje.
—Nada que se pueda comparar con descender a los Infiernos sin previo
aviso, mi diabólica Archiduquesa —puntualizó él—. Y ahora, disfruta de la magia.
Y la felicidad compartida.
Fin
NOTA DE LA AUTORA
Todos los días se publican historias que tienen como protagonistas a dioses
griegos, vikingos, egipcios… Por eso, como autora, me pareció interesante -¡y
divertido!- jugar con una mitología más cercana, una que todos tenemos mucho
más presente, y darle una vuelta de tuerca a la imagen de los ángeles y demonios
con la que todos hemos crecido. He tomado prestadas algunas cosas –como la
legendaria relación entre Lilith y Asmodeus-, me he inventado otras –por ejemplo,
que la Caída estuviese, de algún modo, propiciada por el conflicto entre Caín y
Abel-, he añadido a la coctelera fechas, acontecimientos, lugares y razas, he agitado
con fuerza et… voilá. Esto es lo que ha salido. Mi propia y rocambolesca versión de
los hechos.
Por último, decir que el libro al que se refiere Dominique, ése que le valió su
nombre, también existe. Se trata de La desidia, de la autora francesa Michèle
Perrein, un libro que me marcó profundamente en mi adolescencia. Sirvan, pues,
estas líneas como homenaje.
[1]
El centro de París se distribuye en veinte arrondissements o distritos.
[2]
Donc es una muletilla enfática que una buena parte de francoparlantes
emplea de forma indiscriminada y casi obsesiva. Su significado literal equivaldría
a nuestro “entonces”, pero no siempre se usa con ese sentido.
[3]
La traducción literal de Loup es “lobo”. A pesar de lo singular de su
significado, se trata de un nombre relativamente común en Francia.
[4]
“El Cielo” y “El Infierno”.
[6]
Por supuesto.
[7]
Desde el Infierno.
[8]
Caracoles.
[9]
Tienes razón, mi pequeña…
[10]
¡Hagan juego!
[11]
¡Besitos!
Jace Everett, intérprete de la canción country “Angel loves the devil outta
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No te preocupes.