Vous êtes sur la page 1sur 77

QUÍMICA SOBRE

QUÍMICA

AS

Dedico este libro a mis amigos: ellos saben quié-


nes son.
"Lo que no comprendáis es lo más hermoso, lo que
os parezca más largo, es lo más interesante, y lo que no
encontréis divertido es lo más gracioso".

(El zapato de raso. Paul Claudel)

"El mejor predicador, el corazón. El mejor maestro,


el tiempo. El mejor libro, el mundo. El mejor amigo,
Dios".

(Proverbio talmúdico)

6
PRELUDIO

Yo soy una persona bastante especial; creo que iré explicándome poco a poco porque no
quiero asustar a nadie. En realidad no es fácil ni para mí mismo hablaros de mis características;
en realidad me resulta muy difícil hablaros; estoy acostumbrado a otros cauces de comunicación
más directos, más personales... Cómo lo diría: yo hablo sin palabras, yo impresiono. Mi oficio es
ese: impresionar.
Comprendo que estas abstracciones no resuelven nada todavía sobre mi personalidad. Soy
bueno, no puedo ser de otra manera. Esta es la columna vertebral de mi manera de ser: la
bondad. Sobre ella tengo ideas muy parecidas a las vuestras...
Mi trabajo consiste, como ya os he dicho, en causar impresiones. Mi trabajo consiste en
influir. Yo influyo en las personas. A veces mi influencia es pequeña, porque las personas son
libres y no siempre aceptan un consejo. Yo soy el representante de la verdad en el corazón de un
hombre, soy el embajador del bien, el delegado de la belleza.
A pesar del poco espacio que necesito para vivir, mucha gente me rechaza y me lo niega.
Soy un ángel. Los ángeles no son un camelo. En el fondo, casi todos los hombres siguen
sospechando que el mundo es algo más que un simple baile de electrones. El mundo es algo más
que química y el hombre algo más que un mono con pantalones.
No tengo cuerpo, o dicho de otro modo, tengo tanta alma que no hay manera de encerrarme
en el espacio de un cuerpo. Comprendo que esto último resulta un poco desconcertante.
A ver... yo tengo la misma facilidad para moverme por sitios distintos que tenéis vosotros
para viajar con vuestra imaginación. La diferencia es que yo me muevo realmente, mientras que
vuestras imaginaciones y vuestros sueños no consiguen generalmente levantaros un milímetro
del suelo: tienen todavía poca potencia.
Entre mis compañeros he adquirido cierto prestigio gracias a mis ideas, y a mis éxitos. Soy
un ángel moderno. Hace tiempo que arrinconé las técnicas de los maestros tradicionales:
castigos, desgracias, maldiciones, prohibiciones, apariciones, sustos, etc.
Mi sistema se basa en la convicción de la primacía de la libertad. Libertad y verdad son un
binomio poco explorado por los corazones humanos. La verdad es modeladora de la libertad, es
decir, la libertad sólo tiene un límite, una frontera, que es la verdad. A veces la verdad no es nada
fácil o es muy dura, para esos casos está su resplandor que es la belleza.
No os perdáis. Hay un maestro enseñando y un alumno en su pupitre. El maestro es la
verdad y el alumno es la libertad. Hay un libro y un lector que lo estudia. El libro es la verdad y
el lector es la libertad. Cuando el alumno no quiere trabajar, un caramelo le convencerá, ése es el
dulce camino de la belleza.
Lo más fácil de mi trabajo es conseguir que mis clientes hagan actos virtuosos, mientras
que lo más difícil, y lo que más temo, son los enfrentamientos con el "enemigo"; ahí,
frecuentemente salgo mal parado. Soy optimista pese a todo. La táctica que me ha hecho famoso
consiste en arrojar luz en los corazones de mis protegidos, yo entro en un corazón y enciendo la
luz: se gana mucho en claridad. Hecha esta operación, comienzo a hablar: dejo caer palabras
cargadas de sentido; son palabras no ligaduras. Mis palabras cogen de la mano, no conducen a
punta de pistola. El único armamento que utilizo es la fuerza de la verdad.
Procuro entonces poner a las personas sobre aviso, es decir les cuento lo que les puede
pasar antes de que les pase, para que cuando se produzca la situación, tengan en su cabeza una
buena solución asequible. Es lo que llamo teoría de la anticipación o del baño de luz.

6
Por este sistema he sacado a bastante gente adelante. Y además tiene la ventaja de ser
sumamente respetuoso con la libertad, porque evito tener que obtener gracias "tumbativas" de
última hora, que me parecen un poco chapuceras.
Exponer mi sistema me llevó bastante trabajo en el último congreso de ángeles que tuvo
lugar hace quince años. No me resisto a transcribir algún párrafo de mi intervención que por lo
demás fue bastante aplaudida, dicho sea desde mi innata humildad.
"Procurando a nuestros pacientes una buena información sobre la eternidad y sobre lo que
en ella pueden encontrar, se consigue una profilaxis que vuelve loco al enemigo, es decir, se trata
de que conozcan las ventajas de nuestro bando y el modo de recuperarse en caso de "accidente":
en dos palabras, “que conozcan el camino de vuelta a casa”.
Y en otro momento de mi intervención subrayé: "La libertad que nos resulta tan
imprescindible, queda en todo caso salvaguardada; en el fondo, todo consiste en enseñar a amar
el bien. ¿Qué amor puede haber en un sujeto que es prácticamente arrastrado hacia una situación
final satisfactoria, pero casi violenta? Soy testigo de muchas de estas chapuzas de última hora y
de cómo exigen movilizaciones generales de nuestros efectivos, con el fin de que concurran una
cadena de coincidencias en el lecho de muerte de hombres y mujeres que hubiesen dado mucho
más de sí, si sus guardianes hubiesen sido menos pasivos desde el primer día".
Como ejemplo práctico conté a los presentes lo sucedido con Ana. Un interesante caso
humano que confirma mis tesis sobre las ventajas de la libertad bañada en luz. Yo luz y ella
libertad...

6
PRIMERA PARTE

El amor es demasiado joven para saber lo que es la


conciencia.
(Shakespeare)

II

En realidad empecé a conocerla bien cuando ya estuvo crecidita, hasta entonces no había
en ella casi nada que conocer. Yo me había preocupado de sembrar en su corazón el deseo de la
felicidad y procuraba mantenerme al margen cuando el enemigo la proponía comportamientos
irregulares, o sea, una mentira a sus padres; un choque con alguna compañera; o lo peor, cuando
era inducida a ese ensimismamiento hermético que hace egoístas a estas criaturas. Yo sólo me
dedicaba a alentar sus deseos de ser feliz, el resto se lo dejaba a su tierna conciencia, que efec-
tivamente reconocía "religiosamente" sus pequeños desvaríos.
El enemigo estaba bajo mi control; yo le dejaba hacer, él obtenía pequeños triunfos, pero a
medio y largo plazo la victoria era mía una y otra vez. La niña quería ser feliz y nadie fue capaz
de engañarla por mucho tiempo ofreciéndole productos adulterados. En ella crecía un corazón
dulce pero fuerte; un carácter entero; un alma de reina. Ana era una obra maestra.
Pasé algunos apuros cuando llegó la pubertad, en esos momentos toda ella se mostraba
débil y desganada. Eran interminables las horas que se pasaba delante del espejo contemplando
milímetro a milímetro la geografía de su rostro y demás piezas de su cuerpo. Yo la miraba desde
atrás. Qué susto se hubiese llevado la pobre de saberlo, pero no intervine como hacen algunos
queridos colegas, con sobresaltos o repentinas ráfagas de viento sobre la ventana... Yo estaba allí
dejándola hacer lo que le diera la gana, a veces me desesperaba. Esta profesión mía tiene siempre
momentos duros en los que uno se siente derrotado.
Pero, era evidente, ahí no estaba la felicidad. No en la autocontemplación. Y lo supo...
Poco después, tendría ella dieciocho años, las cosas se me volvieron a complicar. Esta vez
no era burdo amor por el yo, sino la filantrópica idea de volcarse por entero sobre un chico, que
luego costó mucho sacar adelante: Jorge.
Jorge necesitaba de todo menos de Ana. Sus padres se habían ocupado demasiado del
pobre Jorge: la madre era propietaria y administradora del cuerpo del muchacho, conocía todos
sus secretos y explotaba todas sus posibilidades, se diría que hasta la más inocente espinilla
temía a la singular madre. El padre satisfecho de haber encontrado un juguete con el que
entretener a su esposa, olvidaba exigir. El resultado de esa falta de preocupación por lo más
interesante de Jorge, que era su orgullo, fue una especie de máquina de ligar. Eso fue lo que creó
la madre, eso fue lo que aborreció el padre. El orgullo se disolvió y tengo que decir que cuando
me metí en el asunto, me costó mucho tiempo reconstruir al hombre; no quedaba nada, era un
desierto.
A los diecinueve años Jorge estaba perfectamente preparado. Su inteligencia, como un
regalo olvidado, estaba sin desenvolver; su voluntad amordazada; la imaginación loca; y la
memoria muy vacía. Había algunas cosas útiles: conatos de rebelión y un par de recuerdos de la
infancia, y nada más. Todo un éxito del enemigo. Una marioneta que, creada por otros, se dirigía
a gran velocidad contra mi patrocinada.
Confieso que sentí odio, mi obra con Ana amenazaba ruina.

6
III

Se conocieron en una fiesta, Ana era la estrella: libre, alegre, dueña de sus movimientos:
encantadora. Lo único que Jorge tenía era una cara bonita. Ahora ni eso tiene, hace tiempo que se
la comieron los gusanos, y se hubieran comido su alma de no ser por mí, ya veréis.
Patricia era amiga de Ana; bueno, en realidad era enemiga del alma de Ana; pobre chica,
ésta sí que se perdió del todo. No había nada que hacer, estaba destrozada. Patricia organizaba la
fiesta. Todo iba muy bien, la gente estaba contenta y eso siempre es buena señal; yo acompañé a
Ana un rato, había allí algunos chicos simpáticos un poco desmadrados, no encontré en ellos
nada que temer, Ana podía barrerlos de un plumazo, era superior. En vista de la situación me fui
para ayudar a un colega que se encontraba en serias dificultades con un "sesentón" dominado por
el enemigo.
Qué remordimientos tuve después por dejarla sola.
Como dije, en la fiesta de Patricia estaba también Jorge. Jorge era un rostro hermoso,
producto de una alimentación perfecta y de los cuidados de la cosmética. Y Ana era todo un
deseo, un gran deseo de Amor planeado por mí.
¡Cómo hablaba ese niño!, ¡qué voz!, ¡qué modulación!, ¡qué entonación!, casi cantaba.
Que insustanciales palabras pronunciaba con maravillosa ligereza. Él no hacía caso de nadie y
hablaba con todos, se escuchaba. Ana estaba fuera de sí, anhelaba que esos ojos azules se fijaran
en ella. Los ojos azules no se fijaban en nadie, se fijaban sólo en las piezas de carne que se
movían armoniosamente al ritmo de Michael Jackson, como sólo Ana sabía hacerlo. A Jorge
nadie le había enseñado a fijarse en las personas, sus ojos eran los del carnicero: peso, calidad,
lomo, costillas y sobre todo precios... Para él todo había llegado a ser carne muerta, sin persona...
Ana le iba a demostrar que ella estaba viva; que las chicas no son un objeto decorativo... Jorge
no conocía más que la dinámica macho-hembra. Para él, la conversación, el conocimiento
mutuo, el cariño, no eran más que el fastidioso precio del festín. El amor, la entrega, el sacrificio,
ni los olía.
Uno frente a otro se miraron: él con hambre; ella primero con timidez, pero luego
abiertamente. Los ojos de Ana, al principio, se negaban a admitir su propia cotización en el
mercado de ganados que Jorge tenía montado en su interior. Era el pudor. Después de un rato,
esas ventanas verde-mar se abrieron de par en par, y entonces entró Jorge, y entró el vértigo, y
entró el frío... Aquellas miradas fueron para Ana una nueva frontera cruzada, algo que no había
hecho nunca: contemplar complacida cómo otra persona la miraba con auténtica gula.
Estuvieron toda la fiesta juntos. Jorge utilizaba sus mejores artes en lo que para él era sólo
un juego: la conquista. Conquistar es conseguir una posición por la fuerza de las armas. Jorge era
un experto, había clavado muchas veces su bandera pirata sobre los corazones de las chicas.
Había abordado muchos barcos. Tras el saqueo, abandonaba esas naves femeninas a su suerte.
Muchas se hundían, otras se mantenían a flote, pero adoptaban la bandera negra de la calavera,
se convertían en nuevos corsarios.
Pero Ana no era una barquichuela sin rumbo, era una fortaleza, un acorazado de
delicadísimas formas. Esta chica no puede ser conquistada con vulgares abordajes, hacen falta
armas más sofisticadas. Jorge se dio cuenta en seguida de que Ana era un peso pesado, todo un
reto. Debía andar con cuidado; "con esta chica no sirven los halagos, ni las palabras desgarradas,
aquí hay que hacer encaje de bolillos" —se decía—. Un desliz en el vocabulario; un gesto
desmedido; un ademán de precipitar las cosas, y Ana habría escapado de sus redes. Por eso, se

6
midió, se contuvo, disimuló, mintió, se hizo el interesante con tal perfección que le pareció que
en realidad él era un hombre interesante. Estaba engañando a una chica, ya lo había hecho en
otras ocasiones, eso formaba parte del precio. Pero nunca había sentido lo que ahora; esta vez,
Jorge, se sentía mal. Decirle a Ana todas aquellas mentiras sobre la amistad y el cariño, sobre su
interés por los demás y sobre sus estudios le pareció un sacrilegio. Por primera vez deseó ser así,
deseó ser honrado, idealista, coherente, trabajador. Deseó ser un hombre. Se daba cuenta de que
al lado de Ana crecía... "Si no fuera porque hacía casi un mes que no iba a clase y por todos esos
suspensos..." —se lamentaba...— Durante un rato Ana fue para Jorge como un examen de
conciencia. Pero al fin desistió: no cambiaría, no podía..., ni por Ana..., era necesario fingir.
Ana era ajena a todos estos pensamientos y a cualquier otros, estaba embrujada por unos
ojos azules que sólo la miraban a ella.
—No sabía que os conocíais..., —dijo Patricia con mucha ironía.
—Nos estamos conociendo ahora —respondió Ana—
—¿Y qué tal? ¡Se ve que os acopláis muy bien!... —insinuó— Vais muy deprisa, ¡eh!...
Vosotros no perdéis el tiempo. Bien, bien. ¡Hala Jorge!, manos a la obra... —Y se fue.
Ana se asustó, aquellas palabras eran un aviso. Pero la pobre estaba seducida, sus ojos
habían perdido el brillo, y el carácter indómito de mi niña había sido reducido a la esclavitud: el
jinete concluía su trabajo de doma.
Quiso replicar, pero Patricia ya estaba de espaldas, y ella, aunque sintió el dolor agudo de
las banderillas, no fue capaz de luchar, sonrió estúpidamente y se ruborizó. Sus ojos se
refugiaron en el suelo, por él se arrastraron como gusanos... Le ardía el rostro. Se sentía
humillada y ofendida. Y entonces los brazos de Jorge la engañaron.
Patricia, como muchas otras personas, piensa que las fiestas tienen éxito cuando los
invitados ligan, ella quiere que sus fiestas tengan éxito, sus orgías tienen fama de ser las mejores.
Su mayor preocupación es traer “niñas nuevas”, monas por supuesto. La encanta ver disfrutar a
sus invitados; por eso se preocupa de que se formen parejas. Patricia tiene demasiado dinero y
demasiado éxito. ¿Es guapa?: "terriblemente" guapa. ¿Es interesante?: en absoluto. Ese es su
fallo: no tiene nada que decir. Sólo repite chismes, habla de ropa y de marcas. Su conversación
dura quince minutos, después ya no sabe de qué hablar. ¿Es inteligente?: no se sabe, ni ella
misma lo sabe; para eso hay que pensar y a Patricia pensar, la agobia. Es una mujer objeto, un
bonito paquete de átomos. Eso es.
Jorge se sentía victorioso por los comentarios de Patricia —observadora y descarada— y
también por la falta de respuesta de Ana, que se había puesto colorada a las primeras alusiones
de aquélla. Él fingió protegerla, pero en realidad se preparaba para realizar el abordaje.

6
IV

Se hacía tarde y Jorge pensó en dar un golpe de mano. Levantó la vista por entre toda la
gente paseando sus ojos por el gran salón hasta que descubrió lo que buscaba. Había que dar
"algún paso" antes de llevarla en el coche a su casa... Poco a poco fue conduciendo a Ana hasta
aquel rincón junto a las cortinas azul marino, las únicas de la habitación que estaban cerradas.
Siempre hay un lugarejo como este donde acampan las sombras, el cementerio de la luz.
Aquel rincón con el busto de Beethoven en bronce, entre el piano y las cortinas echadas,
fue testigo de un beso a traición que Ana no entendió, pero al que se entregó, porque no estaba
pensando, estaba embrujada por una mirada azul que en esos momentos vio muy de cerca...
—Me tengo que ir —dijo Ana todavía en los brazos de Jorge. Y comenzó a soltarse.
—Vámonos —contestó Jorge. Estaba satisfecho de su pequeño triunfo: "ya es mía —pensó
—, otra". Y comenzó a planear el paso siguiente. Y mientras lo hacía barrió de nuevo el salón
con la vista buscando testigos de su éxito...
Y en aquella barrida vio muchos chicos y chicas, cansados ya, pero que seguían
moviéndose, algunos haciendo contorsiones verdaderamente meritorias. Sí, había testigos, un
par de amigos le guiñaron el ojo, ese era el aplauso que buscaba. Nadie estaba borracho todavía.
Pocos hablaban, la música estaba terriblemente fuerte. Poca luz, la de la tarde que caía; excepto
en aquel rincón que tenía las cortinas echadas, allí casi no había luz. Era preciso que no hubiese
luz, Jorge hubiera deseado las tinieblas.
Pero Ana ahora deseaba la luz, por eso dijo: "Me tengo que ir", tenía que abandonar aquel
rincón oscuro con el que soñaría toda la noche. Tenía que abandonarlo inmediatamente. Trataba
de recoger del suelo sus propios añicos.
En la calle tenía Jorge su Golf GTI nuevo. El premio de su padre al liberarle de su esposa.
Esta razón, no confesada, había sido sustituida por la de haber aprobado malamente la primera
asignatura de la carrera, tras dos años de indolentes intentos.
En el coche, más música, pero esta vez suave, lenta, casi sucia, cómplice de anteriores
aventuras. Aquello no fallaba nunca.
Pero eso era demasiado. Ana despertó. Reapareció el brillo de los ojos. No, no iría más
allá. Conjuró por un momento el embrujo y tomó las riendas de sí misma.
En efecto, apenas se escucharon los primeros compases y se oyó la voz sensual, Ana giró
el botón del cassette hasta que sonó "click"; se hizo el silencio y dijo con determinación: "Vivo
en Pajares 54, a diez minutos de aquí".
En casa me encontré con una Ana deshecha, ¿enamorada?, no, herida de muerte. No quería
cenar nada, esto fue lo que me hizo sospechar. Se fue a la cama temprano, pero no dormía, no
tenía sueño, esa noche Ana iba a soñar despierta. Me alarmé, yo había estado ausente toda la
tarde y entreveía algo de lo que había pasado. Pero para hacerme una idea cabal, tuve que pedir
informes a varios compañeros que habían estado en la fiesta. Gracias a Dios no me faltaron
informadores. Uno me dijo, después de contarme todo lo que había visto y oído entre Ana y
Jorge, que no me descuidara. Fue una admonición que me hirió. Además me explicó que Jorge
estaba absolutamente fuera de control, de nuestro control; que su custodio debía yacer maniatado
y amordazado por cualquier sitio.

6
V

... Y yo, preocupándome de que un sesentón completamente borracho llegara a su casa


sano y salvo... ¡valiente pérdida de tiempo!.
Todas las noches Ana solía invocarme. Breve, pero cariñosamente, me llamaba. Esa noche
no lo hizo.
Bien, reflexioné, éstos son los hechos, no hay que agobiarse, yo soy un profesional,
además no exageremos, aquí no ha pasado nada. Cualquier principiante iría en seguida con el
cuento a su madre, la cual se pondría nerviosísima, trataría de sacar a la niña todo lo que había
pasado, etc. Pero eso no me convence, demasiado tradicional. Tengo algunas experiencias de lo
contraproducente que resulta, a veces, la moralina materna. Seguro que esta señora exagerará,
sacará las cosas de quicio, no entenderá nada y hasta puede que la castigue.
Necesito un plan, necesito pensar... pero con calma... En estas cavilaciones me encontraba
cuando de pronto, noté que algo raro estaba pasando, me volví y vi que Ana sentada con los
brazos cruzados sobre la ventana, estaba confundiendo cosas. Miré mejor y vi un ir y venir de
ideas. Por su cabeza pasaban un millón de rápidos deseos, miles de imágenes, sensaciones y
apetencias, mientras sus convicciones, como trenes parados en una vía muerta, eran saqueadas
impunemente. La estaban robando su más valioso tesoro y ella no reaccionaba. Casi podía ver
dentro de sí al enmascarado que rompía los cristales y se apoderaba del cofre donde guardaba su
libertad. El corazón de Ana tenía todas las puertas abiertas, y dentro, un ladrón, lo manchaba
todo con sus sucias huellas.
Realmente el enemigo no había perdido el tiempo. ¿Tendría que tirarme de las plumas
toda la vida por aquel descuido mío?
Pero lo que me hundió al contemplar esa alma tan querida para mí, fue ver la confusión
que reinaba en ella. Ana no estaba enamorada: sólo quería abrazos y, además, los había
confundido con aquello que hasta entonces era sagrado: la felicidad. Cuando una persona
confunde la verdadera dicha con un puñado de sensaciones electrizantes, entonces puede
decirse que su corazón está enfermo.
—No Ana, eso no es la felicidad —intervine—, no puedes venirme ahora con esas, no es
serio, por ese camino vamos mal, ¡déjame que te hable! —pero mis palabras sonaban a campana
rota. Toda mi labor se tambaleaba.
Y la confusión crecía, como crece la avalancha de nieve al rodar por las montañas. El
enemigo estaba pletórico y me retiré, fue una retirada táctica; por la mañana las cosas estarían
más tranquilas, las aguas se habrían calmado.
Yo soy un experto, no tengo nada que temer —me dije—, he puesto unos buenos
fundamentos. El que mi posición esté ahora en crisis no quiere decir nada, ya he pasado antes
malos momentos. Ana terminará por darse cuenta de que la felicidad que su alma desea encontrar
no reside en el complejo de reacciones químicas que provoca el placer.
¿Qué es el placer?, quizá en el fondo no es más que química. ¿Y la felicidad?, la felicidad
es algo más interior, es estar a gusto con uno mismo, es sentirse útil, es saberse libre, saberse
dueño de uno mismo. El equilibrio, la armonía, la unidad, la integridad, esos son los compañeros
de la felicidad. No es lo mismo el placer que la felicidad. De hecho, a veces uno es feliz dentro
de un cuerpo dolorido y otras, en medio de un placer enorme no se encuentra la felicidad. Incluso
diría que no pocas veces el que busca el placer espanta su propia felicidad.

6
Esto, Ana lo sabe, lo tiene muy dentro, hay que esperar, hay que esperar. Mírala —me
decía a mí mismo—, ahora se ha quedado dormida, son ya las tres de la madrugada, mañana no
habrá quien la saque de la cama.

6
VI

Como yo no duermo, no lo necesito, y tenía tiempo, decidí echar un vistazo a la conciencia


de Jorge. Me desplacé en un abrir y cerrar de ojos hasta su casa, grande, rica. Mal empezamos, se
oía ruido, ¡a esas horas!, muchas voces. La televisión estaba despierta y él estaba dormido,
vestido, tirado sobre un sofá, con varias revistas en el suelo. Con Jorge dormido mis
investigaciones habían terminado. Ver sus sueños sí puedo, pero de ahí no se concluye nada.
Cuando llegué, el muchacho soñaba que era pequeño y que su madre le daba a comer trozos de
nube. Le apetecía una nube y ella se la daba en trocitos. Su madre le daba siempre lo que quería,
quizá por eso él no quería a su madre... Sólo era su esclavo, esclavo de la mano que satisface los
gustos...
Lo que sí pude comprobar es que estaba solo, es decir, que ya no le influía su custodio: el
pobre estaba en un estado de desesperación espantoso.
—Sólo confío en la impresión que le pueda producir la muerte —me dijo—. Lo he probado
todo, no reacciona, está completamente vacío.
Me quedé atónito. Allí supe también que Ana era una más en la larga lista de Jorge. Su
pobre ángel me pedía perdón sin cesar, como si él tuviera la culpa. Se deshacía en promesas de
esforzarse y de intentarlo todo otra vez.
Le pregunté por la infancia de Jorge, algún recuerdo aprovechable, algo donde agarrarse,
un punto de apoyo donde hacer palanca. Sólo recordaba que era muy orgulloso de pequeño, un
crío con amor propio, de los que aprietan los dientes y se sorben las lágrimas. Pero todo eso ya
se había esfumado, ahora era un siervo, un animal doméstico de la sociedad de consumo,
obediente a los impulsos de la publicidad, y fiel a los dictados de la moda; lo propio, lo
individual, no tenía lugar.
Una cosa había; no soportaba a los que eran como él. Curiosa paradoja de un ser que,
disfruta de su ser vano, pero que no aguanta y desenmascara rápidamente a sus compañeros de
viaje. ¿Por qué? En el fondo —pensé— debe odiarse también a sí mismo. Se debe descubrir a sí
mismo en la gente vacía y no le gusta lo que ve. No baja a la bodega de su alma; teme que allí no
hay vino bueno. Tomé mentalmente nota del dato. Habrá que trabajar el higadillo a este
desgraciado...
Cuando volví a casa era ya de día y Ana seguía acostada. La vida volvería a ser normal en
breves instantes y probablemente el sueño habría reparado las heridas de la noche anterior.
Pero no, apenas era mediodía cuando sonó el teléfono. Era Jorge que preguntaba por Ana.
Estuve a punto de cargarme la instalación, pero este tipo de acciones no me gustan, son
violentas. Yo soy un formador, no un terrorista.
—¿Cómo estás? —preguntó la voz más hermosa del mundo desde el otro lado del hilo. Y
prosiguió sin esperar respuesta—: perdóname por lo de anoche.
Me indigné; este chico se ha leído un libro, éste se las sabe todas: no hay como pedirle
perdón a una mujer después de haberla divertido. Es un truco viejo, ella queda libre de culpas y
además se le ofrece la ocasión de enfadarse un poco con el que se acusa de "abusón".
Y mi Ana entró al trapo como un corderito:
—Sí, te pasaste Jorge, sobre todo con lo del coche, pero ya hablaremos.
Jorge ya no se acordaba de qué era lo del coche, que él supiera en el coche no había pasado
nada, pero daba igual, él no quería entender a Ana, él quería otra cita.
—Tienes razón, no tenía ningún derecho. ¿Cuándo quedamos?

6
Y Ana dijo:
—No sé...
—Podría ser esta tarde —añadió Jorge—. Mi hermana Cristina celebra su cumpleaños, será
una fiesta de las de verdad. No tienes que traer nada.
—Pero... Jorge, si yo no conozco a tu hermana.
—Pero ella a ti sí, nos vio ayer, ¿sabes? y está empeñada en que vengas, fíjate que me ha
hecho llamarte a estas horas...
—Bueno, y ¿qué tengo que llevar?
—Nada mujer, lo que se te ocurra, le gustan mucho los bombones.
—¿Sabes lo que te digo?... Que no voy.
—Pero Ana ¿cómo que no vienes? Te lo suplico, no puedo aguantar a la gente de Cristina,
tienes que estar tú o moriré.
Un silencio de nuestro lado y en seguida más insistencia por parte de Jorge, insistencia y
más insistencia. La estaba obligando. Aquello era terrorismo sentimental, era abrir los corazones
con una llave falsa. Me sublevé: si quieres terrorismo lo tendrás, y en ese momento provoqué un
corte de líneas que afectó, según supe más tarde, a un par de kilómetros a la redonda. Y eso sin
moverme, un pequeño pensamiento fue suficiente. Era el primer acto innoble de mi brillante
carrera. Me consolé un poco pensando en aquello de "quien a hierro mata, a hierro muere". Pero
esto no me tranquilizó, ¿es que yo también, me hundía?

6
VII

De todos modos Ana acudió al cumpleaños de Cristina. Cristina era una mujer de mundo,
un año mayor que Jorge. Lo había visto ya todo y no le llenaba nada. Mucho más profunda que
su hermano, se comportaba, sin embargo, de un modo caprichoso y cruel con las personas.
Distinguía tres categorías: los besugos, los tiburones y los delfines. Tres tipos de pescado en
honor a su oficio de pescadora, o mejor hubiera sido decir: cazadora.
Elegía sus presas cuidadosamente, pero no se las comía. Sólo las probaba y las devolvía
sangrantes al océano de la vida. Ella era un tiburón o también un lobo; su hermano Jorge era un
besugo, es decir, un estúpido al que alguien había sacado las entrañas y metido una manzana en
la boca: su madre. Delfines había muy pocos, Cristina se sentía como una diosa. Todos estaban a
sus pies.
En la fiesta de Cristina había tiburones y muchos besugos de los dos sexos.
Cristina era lista, estaba matriculada en algún curso de Económicas, pero a esto último le
dedicaba menos tiempo que su hermano al Derecho. Lo que sí hacía Cristina era leer. Leía de
todo sin adherirse a nada. Hoy el Decameron, mañana la Biblia, y pasado Macbeth. Tenía dos
amigas que la seguían: Belén y Susana. Belén abundaba en la línea sentimental con mucha
perrería. Susana cargaba más en lo intelectual: brillantez en los estudios; análisis muy pondera-
dos; cierto interés por la política y además tenía gafas. Tres grandes tiburones.
Ninguna de las tres amigas esperaba gran cosa de esa fiesta de cumpleaños: demasiados
compromisos, jugar en casa les obligaba a guardar las formas. Sobre todo a Cristina que tendría
que atender a todos, e incluso agradecer regalo y visita, adular y dejarse adular. ¡Qué asco! Sólo
pensar en eso le producía náuseas. Ella estaba hecha para el combate, para lanzar sus uñas contra
los ojos de los delfines, besugos y tiburones. En resumen, se preparaba una sosa velada. No lo
habían comentado entre ellas, no hacía falta, cada una lo comprendía así y sabía que las otras a
su vez pensaban igual. ¡Esta noche todos besugos!
Pero pronto habrían de cambiar de idea.
En efecto, la noche anterior en casa de Patricia, Cristina había visto a su hermano Jorge
con Ana, ¡una chica nueva! No pudo evitar una cierta curiosidad por saber cómo había acabado
el romance de su hermano. Esa mañana había abordado a Jorge en el jardín cuando éste, cubierto
de Copertone, estaba tomando el sol porque le sentaba muy bien un poco de coloradito en la
cara.
Jorge se sintió halagado por la pregunta y exageró su aventura bastante, inventando todo
lujo de detalles y entreteniéndose en ellos para impactar a su hermana. ¡Pobre payaso! Hay
muchos de estos por todas partes; estos Jorges proceden todos del mono.
Cristina al cabo de un rato y sin dejar de mirarle a sus bonitos ojos azules, le escupió a la
cara una palabra: "mentira"; "mientes, no has podido con ella, es demasiado grande para ti, sí,
ella es un delfín". Jorge se puso de pie y dijo que no exageraba, juró varias veces, hasta que su
palabra de honor se cotizó bajo cero. Ahora era Cristina la que estaba sentada en la hierba
mirando las nubes y desde esa postura y sin insistir en su certeza de que Jorge mentía, para no
exasperarle, dijo: "invítala, que venga esta tarde". Le besó en la cara y mirándole de soslayo y
con gran ironía le dedicó un: "querido hermanito, a mí no se me engaña..." Y es que, Cristina,
conocía muy bien la naturaleza miserable y embustera de los descendientes del orangután. No en
vano era domadora, cruel domadora de muchachos. Ella conocía muy bien los resortes que hay
que accionar para convertir un ser humano en un mandril.

6
“Invítala, que venga esta tarde”. Cristina quería conocer de cerca a esa Ana, ver si se
podía jugar con ella, catalogar su naturaleza.
Así fue como se produjo aquella llamada telefónica y la otra posterior cuando los técnicos
localizaron y arreglaron la avería que yo produje.

6
VIII

Ana llegó a las 6:00. Yo temblaba. Ayer las cosas transcurrieron en terreno neutral, pero
hoy, Jorge jugaba en casa. Estudié, con ayuda de mis colegas el terreno; y la verdad es que
abrigaba ciertas esperanzas de hacer que se desmoronaran las sucias maquinaciones de Jorge. El
plan consistía básicamente en mantenerles separados, y conseguir que Ana conociera algunos
detalles más sobre su torpe amiguito. Tierra de por medio e información, la clave está en la
información...
Ana fue derecha hacia Cristina la felicitó y la entregó una gran caja de los mejores
bombones, química sobre química. Cristina tuvo por primera vez cerca a Ana y algo llamó su
atención. Quería examinarla despacio. La retuvo. Belén y Susana escrutaban también a la
"pequeña" que entraba por primera vez en un nido de víboras. Los ojos de Cristina se habían
clavado en Ana y la inmovilizaban, como inmoviliza la mirada de una cobra. Se sentaron juntas.
En seguida apareció Jorge en busca de su reciente conquista. Fue rechazado por su hermana sin
contemplaciones:
—Vete besugo, no ves que estamos hablando.
El siervo no insistió y fue a buscar alguien con quien pasar el rato, pronto encontró a otro
compañero de su raza.
—Vamos a ver Anita, ¿tú quién eres? —preguntó la loba.
Nunca se había enfrentado Ana con esa pregunta, ¿tú quién eres?, así, a quemarropa, como
un tiro. "¿Yo quién soy?, ¿sé yo eso?; no, no lo sé". —Se respondía a sí misma. "Pero ella sí lo
sabe, está claro que sabe quién soy, sabe mucho de mí, fíjate qué ojos, me mira y me ve por
dentro; Cristina es una diosa, lo sabe todo".
A Ana se le pusieron los ojos tristes, se sentía desnuda ante una divinidad poderosa. Para su
anfitriona, que estaba esperando recibir la respuesta, aquella repentina tristeza, resultó turbadora.
Cristina se conmovió; su intención era atacar, jugar con Ana, abrirla por dentro, hacerla saltar en
pedazos; pero cuando se dio cuenta de que la pequeña no se defendería, que podría rasgar y
morder sin obstáculos a esa chica, entonces se sintió mal: ...esos ojos grandes de Ana, tan
tristes... Cristina pensó: "Ana es una princesa, es maravillosa". A su lado ella era insignificante,
cruel; su imagen de Ana creció hasta hacerse muy grande. Ahora la pequeña era ella y se aver-
gonzó de sí misma. Los ojos de Cristina se oscurecieron, eran unos ojos muertos: vencidos.
Estaban empatadas. Ana apreció el cambio y en lugar de retarla, bajó la mirada como quien se
rinde, como quien se ofrece. Y luego volvió a mirar de frente, con sencillez, con decisión, era
una mirada de curiosidad: "¿Por qué sabe tanto de mí Cristina?". Olvidó que tenía que contestar
a una pregunta. En ese momento Cristina fue conquistada y sus ojos fueron por primera vez en
mucho tiempo maternales, cariñosos.
—Ana, ¿no me contestas?
Así comenzaron a conversar. Al principio, Ana estaba torpe, pero poco a poco fue
animándose. La primera en interrumpir fue Patricia.
—Ana, creí que te interesaba conocer mejor a Jorge, pero veo que prefieres negociarlo con
su hermana...
Fue Cristina la que respondió:
—Calla, tú no entiendes de negocios, por eso te vendes tan barato.
El trallazo fue fulminante, Patricia desapareció.

6
Casi a la vez se sentaron al lado Belén y Susana. Había que estar allí, ¿qué hacía tanto
tiempo Cristina con esa cría?
—Qué, Cristina, ¿ahora trabajas de canguro? —ironizó Belén a su derecha.
—No, es que está regañando a esta niña porque no va a Misa —redondeó Susana desde la
izquierda.
—Mira Ana, te presento a Belén y a Susana, mis mejores amigas, gente lista. No las hagas
caso, si no se meten con alguien no están a gusto, pero son buenas. ¿Buenas? Sí, casi buenas, en
algún sentido. ¡Chicas!, Ana es mi delfín blanco. Y siguieron hablando las cuatro mucho rato...
Yo estaba sorprendido, qué saldría de aquellas amistades tan extrañas.

6
IX

Cristina se sentía feliz con Ana, no echaba de menos el baile, ni las copas, no quería nada.
¡Qué fiesta! Las cuatro hablando sin parar, se lo estaban pasando como nunca. Cristina entraba
en el alma de Ana, visitaba sus salones; abría armarios encontrando en ellos una riqueza nueva,
una frescura original. Verdaderamente el alma de Ana era como un palacio lleno de tesoros por
todos los rincones. Lo que para Cristina eran piedras preciosas, para Ana no era más que material
ordinario; y esto, enloquecía todavía más a Cristina.
—Que ¿qué opino sobre la música? Que unas músicas llenan y otras vacían. Queen, ¿por
ejemplo? Hay que tener cuidado con ellos, como con Julio Iglesias; estos roban, mientras que
Dire Straits y Mike Olfield llenan. Unos dan y otros quitan. Las músicas son como las personas,
las hay con carga negativa y las hay con carga positiva, los neutros son los peores.
—Ana, tú tienes carga positiva, eres un protón —dijo Cristina.
—Y tú eres como un almacén, tú eres un condensador, y las cuatro rieron de buena gana.
—Bueno, dejemos el tema que empiezo a sentir calambres —interrumpió Belén.
—Pero si a ti sólo te da calambres Julián...
—No me tires piedras, Susana, Julián está podrido, no le quiero. Y a ti, Ana, de verdad ¿te
gusta Jorge? Creo que no le conoces bien... —dijo Belén como advirtiendo.
—Lo sé, en realidad sólo quiero ser fiel a un beso. Me parecería mal no hacerle más caso.
Odio las estrellas fugaces y los fuegos artificiales. Los resplandores son hermosos, pero son
desleales a su propia luz, no soporto las cosas breves, no dan tiempo a pensar, a admirar. Yo
descubriré lo bueno de Jorge, saldré con él un tiempo y lo devolveré al sitio de donde lo cogí,
espero que mejorado.
—Mi madre te matará como se te ocurra tocar su alma. Jorge es propiedad privada de mi
madre. Si Jorge llega a casa y se pone a escuchar música clásica o si vuelve a estudiar, mamá se
dará cuenta de que algo pasa. Investigará y buscará celosa una cabeza que cortar. Jorge es suyo,
hecho por ella a su gusto, lo quiere para siempre junto a ella. En el fondo lo ha castrado para que
no ame a otra. Anita, deja a Jorge, no conseguirás nada y él te puede hacer mucho daño, no le
conoces, es un animal egoísta. Para él sólo eres un número, si quieres revolveré en su cuarto y te
daré el número que ocupas en sus conquistas: el 18 ó el 21, o el que sea. ¿Es que te da igual eso?
Si eso no te importa, entonces es que eres como nosotras, y el rostro de Cristina se ensombreció
por la tristeza.
Le dolía reconocer lo profundo de la sima en la que se encontraba, por eso dijo "como
nosotras" y no como yo. Era más cómodo el infierno compartido, pero seguía siendo el infierno.
—Es que, yo soy como vosotras, tan buena y tan mala. Sólo nos diferencia una cosa...
Y en ese momento llegó Jorge un poco amedrentado, le daban miedo esas mujeres
reunidas, se veía que disfrutaban. Creía que interrumpir aquello podía costarle muchas
cuchilladas. Quizá otra humillación de su hermana, la diosa. En efecto, las fauces de Cristina
preparaban otra dentellada cuando ágilmente Ana se puso de pie y dijo:
—¿Seguimos luego?
Estas dos palabras calmaron al tiburón.
—Sí, y gracias por venir, eres adorable, quiero hablar contigo... más.
Ana la besó en las dos mejillas y también a Belén y a Susana. Ya no quedaba casi nadie en
la casa, era tarde.

6
X

Qué complejos son los humanos. Ana parecía debilitada y sin embargo, moralizó durante
toda la velada a tres auténticas arpías que la escuchaban embobadas. En el fondo el bien sigue
teniendo pegada, sobre todo el bien encarnado, el bien con nombres y apellidos. La gente no
quiere teorías, busca modelos. No el sermón, sino el testigo; eso interesa. Tengo que tomar nota
de todo esto para el próximo congreso; son experiencias valiosísimas. La gente no quiere maes-
tros, quiere testigos, y sólo aceptará como maestro a aquél que sea también testigo.
Verdaderamente ante este panorama un ángel se siente impotente, tenemos que renovar
nuestras estrategias; ya digo, a base de fórmulas teóricas no vamos a ninguna parte, se necesita
volver a las parábolas, las imágenes, los ejemplos, las vidas. Se necesitan menos códigos y más
evangelios.
El Golf GTI estaba a la puerta, Jorge volvió a las andadas con un cassette de música lenta,
francesa... Ana sólo le miró, y esta vez fue él mismo quien hizo girar el botón hasta que se oyó el
"click".
Definitivamente Jorge aprendía a comportarse. Más adelante esa palabreja: "click", le
sirvió a Ana para establecer límites. Cuando Jorge se ponía "pesado", Ana le decía: "click" y el
otro no insistía.
—Pajares 54, ¿no? —dijo manifiestamente mosqueado consigo mismo, con Ana y con la
vida. Una noche de sábado vivida en riguroso ayuno. "Estoy acabado", pensó.
En efecto, era la primera vez en mucho tiempo que sus ojos azules eran derrotados. "Nadie
debe saberlo, ni yo mismo, esto es una infamia".
Dejó a Ana en su casa a las doce y sólo obtuvo de ella una sonrisa, a la que no tuvo más
remedio que corresponder, porque en el fondo estaba alegre. Era el corazón de Jorge el que
sonreía por primera vez en mucho tiempo y se enfadó con él, aún no estaba preparado para la
vida interior y se asustó de sentirse bueno.
Todavía quedaría gente en "El Cangrejo". Se dirigió allí y tomó tantas copas como
necesitaba para perder la cabeza. Más química. De madrugada se despertó en su cama sin
recordar nada, hecho unos zorros, pero volvió a sonreír y se durmió hasta muy entrada la tarde
del domingo.
Aquella noche cuando Ana se iba a acostar, me recordó y me dio las gracias: "Tomás,
bandido, te quiero mucho, ¿cómo lo has hecho? No me desampares ni de noche ni de día". Yo me
permití un último retoque: "mañana es domingo, hay que confesar y comulgar". No dijo nada,
pero en su corazón leí unas palabras: "por supuesto".

6
SEGUNDA PARTE

Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está in-


quieto hasta que descanse en ti.
(San Agustín)

XI

¿Qué os parece? Esto es lo que yo les conté a mis compañeros en el congreso de hace
quince años. No me negaréis que se trata de un éxito imponente. Pero no, no es mío, aunque mis
compañeros lo hayan aplaudido, es el triunfo de la libertad. Cada vez que un hombre sale del
complejo laberinto de la mentira, el universo entero sonríe. Pero... Son tantas batallas... Muchas
ganadas, y muchas perdidas, muchas... Tantas, que el universo casi no ríe. Se pierden demasiadas
batallas: los hombres son débiles, y yo sólo tengo un arma en las manos, en la cabeza: la simple
verdad. Un arma corta que tiene que vérselas con los complicados y poderosos secuaces del
engaño. Uno ha recibido ya muchas cuchilladas...
Pero, ¿Queréis que sigamos con la historia? Todavía ocurrieron muchas cosas.
Por aquellos tiempos Ana demostró su solidez. Mi método daba resultado: “el baño de
luz”. No asustar, no atemorizar, dar confianza, dejar hacer y limitarse a subrayar en rojo el
camino de la felicidad. Encender la luz de la verdad en la inteligencia y encender la luz del amor
en el corazón. Esto es todo. Ana me quería porque yo la quería a ella. Yo la quería a ella de
verdad. Yo quería servirla y ella deseaba también agradarme.
En estas cosas no se puede pretender ganar todas las batallas. Hay que jugar a largo plazo:
enseñorearse del tiempo. Hay que dejar al niño que rompa el jarrón, dejar que lo vea roto y
entonces llorará y se dará cuenta de que ha sido él quien ha acabado con esa vida tan hermosa, ha
sido él quien ha convertido en basura algo que era un tesoro. Hay madres que por salvar un
jarrón pierden toda la vajilla...
Ana siguió al lado de Jorge. Ya veis que las cosas se habían enderezado, pero se volvieron
a torcer. Jorge seguía sometido a las convenciones que su desgraciada madre le había esculpido.
¿Cuántas veces Ana lo intentó y volvió a sucumbir? Es algo que ya no puedo calcular. Fueron
aquellos los tiempos en que mi aeroestómago engendró la úlcera cuyos síntomas aún no he
conseguido erradicar: fueron tiempos difíciles. Y efectivamente muchas veces no podía sino
observar y callar. Hay que reconocer que a Jorge le hemos hecho un gran bien. Ha habido que
pagar un precio elevado, pero no nos hemos hundido.
Alguien me contó una vez que para bajar al fondo de un pozo se necesita tener una cuerda.
Sin cuerda se puede bajar también, pero no se puede subir después. Si alguien se está ahogando
en el pozo, por mucha pena que me dé verle, sería una sandez tirarme sin tener una cuerda. En el
pozo estaba Jorge. Fuera estaba Ana. Teníamos una buena cuerda capaz de sacarles a los dos.
Pero, ya digo, mi pequeña Ana también tragó agua. Casos he visto en los que una criatura muerta
de pena por otra que se ahoga, se arroja sin pensar a lo que es prácticamente un suicidio. “El
sano no hace bien a nadie si enloquece para ayudar al loco”. No era nuestro caso: ya conocéis a
Ana, no es manipulable, tiene un corazón tierno, pero fuerte.

6
Estábamos en pleno crecimiento y todo crecimiento va acompañado por una crisis. Los
niños, cuando les salen los dientes, sienten unos dolores tremendos. El desarrollo infantil
produce casi siempre fiebres, facilidad para enfermar y otras mil alteraciones... Así también la
madurez interior del alma, es casi siempre dolorosa. No hay que asustarse cuando una persona se
pega sus primeros batacazos.

6
XII

Pasó algún tiempo y Ana cada vez tenía más cariño por Jorge. Lo que hay en mí de
tradicional y chapado a la antigua se rebelaba. Pero había que dejar lugar a la libertad o nunca
saldría de la niña la mujer que yo entreveía.
Jorge se desataba de sus cadenas muy poco a poco. Ana lo exigía. Su madre empezó a
sentirse postergada. Había algunos cambios en su hijo: de vez en cuando, todavía sin mucha
asiduidad, se le veía estudiar... La madre de Jorge perdía terreno y comenzó a sospechar de Ana.
Un viernes le sorprendió estudiando por la tarde; ¡estudiando!... ¡un viernes por la tarde! Era
junio y Ana había hablado claro: "No me llames hasta que no apruebes el civil".
—Hijo, pero ¿qué haces?
—Estudio, mamá.
—¿Qué te pasa, cariño? —preguntó mientras se sentaba en sus rodillas y empezaba a
acariciarle el pelo llevándolo con las manos hacia atrás— ¿estás triste?
—No mamá querida, es que me apetece estudiar, en serio. —Añadió "en serio" porque
sabía que esa respuesta iba a ser puesta en duda.
—Jorge, sabes que no necesitas estudiar: gracias a Dios tenemos de todo.
Esa expresión: "Gracias a Dios, tenemos de todo y no necesito estudiar" fue la respuesta
que Jorge dio a Ana un día que hablaron de estos temas. Ana le miró y le dijo: "Sí, tienes de todo,
pero... ¿gracias a Dios o gracias al demonio?". Y añadió que ella cuando recibía dinero, siempre
se preguntaba: "¿Esto me lo manda Dios o me lo manda el diablo?". A lo que Jorge contestó:
"Bah, yo no distingo entre uno y otro".
—Yo te enseñaré a distinguir —dijo Ana— entre Dios y el demonio y entre tu cerebro y un
tarugo de madera, chato.
—¿Qué quieres decir... Ana? — replicó Jorge haciendo en broma el gesto de arremangarse
los brazos para pegar.
—Que tienes mucho que aprender, querido. —Y le besó la punta de la nariz en un gesto
rápido.
El otro, animado, la cogió por la cintura, pero Ana se zafó entre risas y salió corriendo. La
alcanzó, naturalmente, y ambos jadeando siguieron su paseo.
—Gracias a Dios tenemos de todo y no necesitas estudiar —eso es lo que le estaba
diciendo su madre ahora y Jorge embobó los ojos y recordó aquella conversación con Ana.
—¿Qué tienes, hijo? Tú no estás bien, te has quedado como ido. Eso te pasa por estudiar
tanto.
—Ido no, mamá, es que... recordaba una cosa.
—¿Qué?
—No, nada. —Y la madre lo besó por toda la cara.
—A ti te pasa algo, mi vida. Y creo que ya sé lo que es. Llevas más de seis meses con la
misma niña. Creo que no te hace bien, te está trastornando.
—Ana es genial, mamá.
—Esa niña busca tu dinero, Jorge, eres un ingenuo. Las mujeres...
—No. Ella es distinta.
—Con que esas tenemos. Lo sabía. Esa bruja te ha cambiado. —Y bajando la voz, añadió
— Hijo, las chicas están bien para jugar, para entretenerse. El amor es un juego, te llevas lo que

6
puedes y ya está. Ahora eres joven y debes disfrutar. ¡Si hasta tienes mal color!... Te voy a llevar
al médico.
—Mamá, por favor, tengo diecinueve años: sé lo que hago. Estoy bien, nadie va a hacerme
cambiar, soy el de siempre —y le guiñó un ojo— sólo que me apetece estudiar. ¿Tranquila?
—Como quieras, querido, pero cuidado con esa Ana...
—OK, mamá, tendré cuidado —dijo para que se levantara y se fuera.
Y se levantó y se fue, pero la señora tuvo el resto de la tarde zumbándole en los oídos la
frase de Jorge dicha con un tono profundo, especial: "Ella es distinta".
Por la noche, la madre de Jorge se sentó en su tocador. En el espejo se veía el precioso
busto de una mujer hecha, pero joven aún. Aquel espectáculo alucinante de la visión de sí misma
se quebró cuando volvió a oír dentro de sí: "Ella es distinta". Pensó que era el mejor piropo que
había oído nunca dirigido a una mujer: "ser distinta", distinta de las demás. A ella nunca le
habían dicho eso; ella era igual que todas. Y sintió envidia de Ana, celos. Y entonces fue cuando
cogió el cepillo del pelo, con mango de oro, y de un golpe destrozó el espejo. Ahora ya no había
un rostro en el espejo sino cien rostros, todos iguales...
El espejo había hablado una vez más. Los espejos son grandes aliados nuestros, porque
siempre dicen la verdad, y en los tiempos que corren la verdad es algo difícil de encontrar. No
son pocos los que han visto el rostro del mal en su propio espejo tras una noche de juerga. Algo
es algo. Ojalá todos tuvieran en el desván su "retrato de Dorian Grey" para ver no sólo su cara,
sino el estado lamentable de sus almas.
Temí al ver a la madre de Jorge tan contrariada. Esa podía hacernos mucho daño. Me
mantuve a la expectativa y en contacto con su exhausto guardián para no ser cogido por sorpresa.
Pero una vez más me cogieron por sorpresa.

6
XIII

—Ding-dong. —es el sonido de un timbre, y la que va a salir a abrir es la "tata" de Ana,


Violeta, una mujer de sesenta y dos años que forma, ya desde hace muchos, parte de la familia
Tellechea —Ana se apellida así—. Violeta estaba leyendo una novela "de los cinco", son ahora
sus favoritas, tiene ya preparada la comida y toda la casa "hecha". "No es difícil de llevar esta
casa". Ana sólo tiene un hermano, Luis, ya hablaremos de él: Luis tiene catorce años —cuatro
menos que su hermana—. Cuando nació Luis, su madre tuvo que ser operada y desde entonces
no han podido tener más hermanitos.
"No es difícil de llevar esta casa". Violeta se basta y sobra con la ayuda de una asistenta.
En el office Violeta pone su señal tranquilamente en la página: una estampa del Sagrado Corazón
de Jesús, más vieja que ella misma. Se levanta de su butaca, deja el libro en la repisa mientras
frunce el ceño y se pregunta por dentro "¿quién será?". No tiene que abrir la puerta del office
porque ya estaba abierta, la atraviesa y encara un estrecho pasillo que comunica la zona de
servicio con el recibidor de la casa. A mitad de pasillo, junto a la puerta de la cocina, vuelve a
sonar la campanilla del timbre:
—Ding-dong.
Y no me extraña, Violeta se toma las cosas con calma, hasta tal punto, que al llegar al hall
se entretiene un instante para mirar la temperatura en el "cuadro del aire", como ella lo llama: 24
grados. Al sonar el segundo toque han pasado varias cosas. Por una parte Violeta ha murmurado
para sus adentros "ya va, ya va", pero sin perder el buen humor. Es lo que ella ha repetido a los
niños toda la vida: "¿El buen humor? no lo pierdo yo, no". Violeta es vizcaína, de Durango. Si
fuera andaluza diría algo más barroco, por ejemplo: "ni aunque le vea el rabo al demonio pierdo
yo el buen humor". Pero los vascos son parcos con las metáforas y con las palabras: "no lo
pierdo yo, no".
Al oír el segundo toque del timbre, Ana, que está estudiando francés arriba en su cuarto, se
ha inquietado: "¿Es que no abre nadie?", pero todavía sin levantarse, sólo ha tensado la atención,
a ver si se tendrá que levantar.
Luis, el hermano de Ana, está empleando la mañana del sábado en piratear un vídeo-juego
y el timbre no le ha hecho ningún efecto; eso está claro, él no se va a levantar para abrir la
puerta.
Y en estas estamos cuando por tercera vez suena el ding-dong, esta vez seguido de otro
ding-dong que indica impaciencia. Ana ya estaba de pie para bajar cuando oye voces y se
tranquiliza "ya ha abierto Violeta".

6
XIV

A partir de ese momento los acontecimientos se suceden con rapidez. Al abrir la puerta,
Violeta, se encuentra con una hermosa mujer, ya hecha, que viene despeinada y con unas ojeras
de las que cuelgan. La mujer da dos pasos, se mete dentro de la casa y mira hacia todos lados con
miradas rápidas. En el jardín de atrás los perros empiezan a ladrar.
—¿Vive aquí Ana, Ana Tellechea?
Violeta se alarma: el aspecto de la persona, esos dos pasos tan decididos, la forma de
preguntar...
—No está en casa —dice la criada cruzando los dedos detrás de la espalda— en casa no
está —repite insistente.
—Sí estoy —se oye desde el fondo del hall— usted es la madre de Jorge...¿no?...
Yo me interpuse, aquello me olía muy, pero que muy feo. Una fiera herida que no ha
dormido en toda la noche acaba de entrar en casa y no se irá sin desgarrar su presa.
—Yo era la madre de Jorge. Ahora su verdadera madre eres, por lo visto, tú. Tú le guías, a
ti te hace caso, no sé si incluso le das el pecho.
Ya está. Brotó la primera sangre. Ana se quedó parada, no sabía cómo reaccionar. Era un
ataque furibundo. Violeta, bajita, estaba en el centro mirando a la extraña con muy malos ojos.
Hubiera cerrado la puerta dejándola fuera, pero esa mujer ya estaba dentro. "Y los señoritos de
viaje...".
—¿Por qué no pasa y se sienta? Podríamos charlar un rato...
—No he venido a charlar sino a ofenderte querida, a decirte lo asquerosa que eres y el daño
que has hecho a mi hijo. Tu has robado a mi vientre lo que es suyo, y te estás comiendo mi pan
de cada día. Que lo sepas. Escupo sobre ti y sobre tus dieciocho años de mala vida. Te odio, te
odio con todas mis fuerzas, pájaro raptor, y voy a hacerte todo el daño que pueda.
Los perros ahora ladraban con más fuerza y Luis, inquieto, aunque ajeno a todo, dejó un
momento sus máquinas y miró por la ventana. Algo pasaba en alguna parte, no lejos de allí.
Y, en efecto, así era. Una mujer hecha, aunque todavía hermosa, estaba a punto de sufrir un
ataque de nervios de dimensiones espectaculares.
Ana no sabía qué hacer, ya le había costado lo suyo decirle que pasara y se sentara para
charlar. Ahora... qué podría decir.
Dos lágrimas salieron sin fuerza, una de cada ojo, y ambas emparejadas hacían su triste
recorrido lánguidamente. De pronto, la lágrima derecha fue más rápida y, al remontar el repecho
del pómulo, perdió contacto con la piel y cayó al suelo provocando lo que me pareció un
estrépito. Así pagó su audacia. La moqueta la recibió con calor de hermana. La otra lágrima se
quedó inmóvil antes de culminar el pómulo izquierdo. Desde allí sería testigo del resto de los
acontecimientos.
"Te odio", palabras que aquellas paredes no conocían y que impulsaron las lágrimas. El
odio siempre hace llorar a alguien.

6
XV

Lo que sucedió antes de que llegara la ambulancia fue sencillamente que la desdichada
¿madre? de Jorge se hundió. No se cayó, se hundió. Desplomándose sin sentido sobre el suelo,
justo sobre la lágrima acróbata de Ana que, todavía bien condensada y saladita —como son las
lágrimas—, fue absorbida por el pelo revuelto de la señora. Ahora cada una tenía una lágrima, el
universo así quedó mejor repartido.
Fue Luis el que con su "radioaficionado", para dar mayor emoción a los hechos, llamó al
hospital.
En cinco minutos llegó la ambulancia. En seguida el furgón cargó su fardo: una fiera
herida y una niña que no podía dejar sola a la titular de las mandíbulas que acababan de rasgar
su carne y su vida: "Te odio".
A los diez minutos la ambulancia entraba en medio de sirenas y destellos por el garaje de
urgencias. En seguida los médicos se echaron sobre su presa. Era un coma raro, o un "shock"
muy fuerte. "UVI", dijo uno de ellos, el mayor, y en cuestión de poco rato estaba entubada y
enchufada en una UVI.
La que tanto vigilaba, iba a ser intensamente vigilada. Era portadora de un odio que había
que vigilar, aislar y controlar. Ana, acompañada por su lágrima asistió a todas estas maniobras
médicas, fue informada de que la señora quedaba ingresada en la unidad de cuidados intensivos,
de que el asunto era delicado y de que la crisis podía tomar cuerpo de nuevo. El doctor añadió
"palabrotas" que Ana no podía entender: encefalograma, electrocardiograma, neurosis, etc., etc.,
etc.
Y allí estuvo varios días completamente inconsciente. El mal del alma había repercutido en
el cuerpo. El cuerpo, inocente al fin y al cabo, se negaba ahora a tolerar tanto egoísmo, era
excesiva la concentración bilis; por eso sucumbió. Aquel cuerpo tan hermoso exigía, en nombre
de la naturaleza, el derecho que se le negaba: la dignidad.

***

Al cabo de unas semanas la madre de Jorge pudo ser trasladada a su domicilio. Pero no era
la misma persona que irrumpió en casa de Ana. Entró en casa de Ana chorreando veneno por los
colmillos y cuando salió del hospital era un perrito faldero que tenía mucho miedo a vivir.
Babeaba y se le iba la cabeza, no reconocía a casi nadie, su belleza se esfumó como por ensalmo,
aunque después la recuperaría incomparablemente más sublime...
Todo el mundo tiene que pagar su "ticket to heaven" que diría Mark Knopfler, y ella lo
pagó caro. Aquel "te odio" dejó de resonar por las paredes del universo y desapareció, igual que
desaparece la muela picada en la dolorosa silla del dentista. La desgracia la humanizó y su
"belleza luciferina" se cambió por la inocencia de la niñez. Se la veía llorar mucho a solas, sin
ruido, mansamente.
Eran lágrimas fecundas que acabarían por engendrar el amor en el corazón de esa mujer.
Así como la madera al quemarse no da sólo ceniza, sino también calor; así el dolor no es pura
destrucción: puede convertirse en amor. El dolor es la medicina de las almas. El médico salva la
vida del cuerpo cortando, abriendo, pinchando. Hay otro médico que salva las almas
acercándolas al recio madero de una cruz.
Es la ostra herida la que produce la perla, la otra, la sana, es sólo comestible.

6
6
XVI

—Mira Ana, yo no puedo cambiar. En realidad nadie puede cambiar —es Cristina, la
hermana de Jorge, quien habla— cambiar es como morir un poco. Yo he nacido tiburón, otros
han nacido besugos... pero tú eres mi delfín blanco: yo te encontré. ¿Tú me ves a mí diciendo
amabilidades a la gente? Es que no puedo, sencillamente no puedo. ¿Que todos somos
hermanos? y tal...: utopías. Te digo, Ana, que lo moderno, lo inevitable, es lo que dice la
Karenina cuando se dirige a la estación: "No hay nada gracioso ni alegre, todo es feo. ¿Para qué
sirven todas esas iglesias, esas campanas y esas mentiras? Únicamente para ocultar que nos
odiamos unos a otros. La lucha por la existencia y el odio es lo único que une a los hombres...
Hay tantas casas... y en las casas gente y más gente, ¡qué de personas!, son infinitas y todas se
odian unas a otras". Dale una oportunidad y te mostrará su odio... o su indiferencia que es peor.
No conozco personas buenas, y no las conozco porque no existen. Tú simplemente me gustas,
me siento bien contigo, pero sé que tarde o temprano empezarás también a odiar, Ana. Es inevi-
table. La vida golpea muy duro, las primeras estocadas se resisten, pero es cuestión de tiempo,
llega un día en que uno devuelve el golpe y entonces, ¡ah! entonces, comienza a vivir, ya no hay
personas sino rivales.
Esto es así, porque así es la Naturaleza. Mira las carnicerías, las matanzas, las degollinas,
todo el espantoso drama que se oculta en la Naturaleza. ¿Sabes que hay un bichito, la mantis
religiosa, que devora a su macho al tiempo que éste la fecunda? La araña estrangula a la mosca.
Y el cecerido con un triple aguijonazo, destruye científicamente los tres centros vitales del
bupréstido y se lo lleva consigo para que, más tarde, su larva pueda consumir, todavía vivo, al
desgraciado insecto paralizado, escogiendo los bocados, esquivando con una ciencia atroz los
centros vitales, conservando la vida de su víctima. El filanto, asesino de la abeja, antes de
llevarse consigo a su víctima, la presiona el buche, la hace vomitar la miel y chupa la lengua de
la desgraciada agonizante, que cuelga fuera de la boca.
Esa es la carnicería que se desarrolla en cualquier rincón de la tierra, en el jardín de tu casa,
Ana. Y los hombres somos peores. El hombre es un lobo para el hombre. El hombre es más
despiadado.
¿Sabes que los turcos cuando, en sus guerras, conquistaban un pueblo, cogían a los niños
de pecho y, en presencia de sus madres, los arrojaban al aire, bien alto, y al caer los ensartaban
con sus lanzas? En presencia de sus madres, eso era lo "artístico". Tú y yo pertenecemos a esa
misma naturaleza asesina... sin remedio.
Ana, ¿has leído a Dostoyevski? Pues escucha. Cuenta que, en la época de la esclavitud,
algunos hombres habían llegado poco menos que a la convicción de tener el derecho a la vida y a
la muerte de sus siervos. Uno de estos hombres poseía centenares de perros para la caza. Un día,
el hijo de un siervo de la casa que no pasaba de los ocho años, tiró una piedra jugando e hirió al
perro favorito del amo. ¿Por qué mi perro predilecto cojea?, se preguntó al verlo. Le informaron
de que aquel muchacho había tirado una piedra y le había herido en una pata. ¿Has sido tú?, ¿sí?,
¡prendedle! Hizo reunir a la servidumbre para dar un ejemplo y en primera fila la madre del niño
culpable. Mandó el dueño que trajeran todos sus perros. Desnudan al niño. El crío tiembla, está
loco de miedo. Le gritan que eche a correr y, en seguida, tras él, sueltan a los perros. Lo
acorralaron y lo hicieron pedazos.
Esto no es historia pasada que ha dejado de ocurrir, no. Cosas similares suceden en
Ruanda y han sucedido en Sudáfrica. Pero lo mismo pasa en el mundo civilizado, en Manhatan,

6
es otra especie del mismo odio la que arde en el corazón del hombre civilizado cuando insulta,
cuando se alegra del fracaso de otros...
La vida es la más peligrosa de las experiencias, el mundo el más peligroso de los lugares y
el hombre el más peligroso de los animales. Esta es mi religión querida. Estos son los hechos.
Ana estaba horrorizada, su corazón se estremecía ante el relato de Cristina y vacilaba, ¡qué
convicción!, ¡qué dureza!, ¡qué realismo!, y sin embargo todo eso es mentira, ¿es mentira?
Me hice presente porque mi pobre niña estaba verdaderamente impresionada, la dejé
pensar para ver si encontraba en su memoria respuestas a tan duras objeciones, se debatía; sólo
podía pensar en la mantis religiosa hincando sus pinzas al macho en aquel preciso momento.
Pero Cristina no había terminado:
—Ante ese espectáculo de destrucción, querida, prefiero no creer en la existencia de Dios.
Antes que tener fe en una inteligencia divina soberanamente indiferente, despiadada y perversa,
vale más creer en la nada. Cuando era pequeña rezaba y le pedía a Dios por mamá, rezaba
mucho, entonces quería a Dios, le tenía.
Mamá nunca me gustó, yo la veía mala, sólo quería a Jorge. Le decía cosas terribles a mi
padre en mi presencia: palabrotas que están grabadas en mi corazón como puñales. Yo pedía a
Dios por mamá todos los días y ahora mírala, pobre infeliz, ha muerto en vida.
A los diez años, una compañera me reveló "los secretos de la vida" de un modo atroz,
aquello me impresionó mucho. Corrí llorando a mamá, se lo conté todo y ella me dijo: "espabila
monada, pareces subnormal" y se rió de mí a carcajadas. Estuvo riéndose un rato y se fue
dejándome sola. Aquel día perdí a Dios y perdí la inocencia, me endurecí, descubrí que era
fuerte. Todo aquello secó la fuente de mis lágrimas, ya no volvería a llorar. Me di cuenta de que
era capaz de herir y de hacer daño... Y lo hice, aquello me liberaba, me aliviaba... Ya ves... perdí
a Dios siendo niña, para qué engañarnos... lo he perdido.
Hubo un silencio.
Ana sentada en su butaca frente a la piscina miró a Cristina que, a su lado, tenía los ojos
bajos puestos en el agua, como dos navegantes a punto de naufragar. No sabía qué responder.
¿Qué podría decir? Aquella chica mayor que ella, más inteligente, que lo había visto todo,
acababa de abrir su corazón, acababa de abrir las dos puertas de su alma revelando su drama
personal. Cristina seguía con los ojos puestos en el agua, Ana guardaba silencio y miraba a esos
navegantes que se ahogaban en la piscina. Tenía que decir algo, pero ¿qué?
Al fin, Ana abrió los labios y por ellos manaron, ávidos de luz, muchos pensamientos que
allí, en el fondo de ella misma, aguardaban su hora. Ana entregó a Cristina musculosas palabras
largamente meditadas:
—Cristina, lo sagrado es oscuro. De ahí no se sacan conocimientos ni certezas, sino fuerza
y vida.
Pregúntate si realmente has perdido a Dios. ¿No será más bien que no le has poseído
nunca? Dices que en tu infancia le tuviste... No. ¿Crees que una niña puede tener en sus brazos a
Aquél que los hombres hechos sólo consiguen llevar con fatiga? ¿Crees que quien realmente le
tiene podría perderle como quien pierde una piedrecilla?
Tú lo llevas dentro, Cristina, todos estamos preñados de Dios, aunque muchos sólo le
reconocen cuando por fin entre dolores le alumbran. Ten paciencia y buena voluntad, y piensa
que lo menos que podemos hacer es no dificultarle su llegada, como no le dificulta el campo su
llegada a la primavera... Llegará la primavera, una primavera cargada de respuestas.
Cristina, el odio es una mala fiera que encuentra fácil cobijo en el corazón humano. El odio
es el carcelero de Dios, su verdugo, su depredador... Hay que empezar por amar.
El amor no resuelve los problemas, simplemente los suprime.
Ana vio de nuevo los ojos de Cristina que ahora estaban ahogados, pero esta vez ahogados
en lágrimas, mirando hacia arriba para contener el torrente.
Las dos se miraron y sonrieron tímidamente primero. Habían entrado en el sagrario de sus
conciencias, y ahora había que salir... Salir de puntillas, como se sale del cuarto de un enfermo.

6
Pero aquella visita había devuelto un poco de esperanza al agonizante. No salieron en silencio, lo
hicieron como lo hacen los niños, sin matices.
Sonrieron tímidamente primero... Y rieron abiertamente en seguida.
Cristina se levantó de un salto y, reanimada por la acción benéfica del extraño duende que
envolvía las palabras de Ana, dijo:
—Dos largos, ida y vuelta, la que pierda paga un vermut.
La carrera destensó los nervios de Cristina. Pero ganó Ana.

6
XVII

—Ana, ¿tú sabes hacer este problema? Escucha: "Un avión toma tierra con una velocidad
de 270 Km/h, la deceleración es de 10 km por segundo cada segundo, y la longitud de la pista es
de 1.200 m. Calcular el espacio recorrido en los diez primeros segundos del aterrizaje".
—No, Luis, yo tengo problemas más gordos...
—No puede ser hermanita, no hay problema más grave que el de la aceleración y el
espacio que recorre un objeto en movimiento rectilíneo uniformemente acelerado. ¡Eso sí que
mola!
—Luis, ¿tú sabes lo que quiere decir: "quand nous serons tous ensembles sur les colines
d'autrefois..."?
—No, los ensamblajes no los he dado todavía. ¿Ese es tu problema?, ¿el ensamblaje? —y
se echó a reír con ganas—.
—"Tu è un stupide et un babiole".
—Oye Ana, si me quieres insultar hazlo en español como yo lo hago siempre. Pero no me
insultes en francés, suena supercursi. —Y se callaron—.
—Ana —dijo Luis con cara de corderito: sabía que iba a tocar un tema delicado— ¿qué tal
con el tío ese?, Jorge ¿no? Es que, dicen "pasadas" de él. Una de mi clase me ha dicho que es un
asqueroso. Todo el mundo sabe que "salís". Es muy mayor ¿no? Si te hace algo le rompo el
cuello, para eso soy cinturón marrón...
—”Tranqui”, hermanito. No empieces a romper cuellos. ¡Qué tonto eres! Ocúpate de tus
ordenadores y de tus movimientos rectilíneos y yo me ocuparé de lo mío, ¿vale? ¿Movimiento
rectilíneo? —pensó— todo debería ser rectilíneo, pero sin embargo las cosas son sinuosas,
¿rectilíneo?, el mundo es curvo con la curvatura sinuosa de la serpiente.
Por cierto —siguió ya en voz alta—, ¿sabes que Marina, la hija de los Fuentes, te adora?
Me lo dijo el otro día su hermana, quieren invitarte a...
—¡Ya estamos!... No quiero ni oír hablar de niñas, son todas imbéciles... Y la Marina esa
es más cursi que una gamba vestida de largo. —Y en tono sarcástico imitó la fina voz de la
muchachita cuando vino a pedirles una de las crías que acababa de tener Boira, el pastor alemán:
—"Luis, querido, me ha dicho mamá que estarías encantado de darme un perrito". "Claro Marina
—contestó su madre por él en aquella ocasión— cómo no. Luis, ve a traerle a Marina el más
bonito, ese oscuro". Se llevó mi mejor perro, la muy zángana. Seguro que a estas horas es un
perro afeminado, ¡pobre hombre! —y repitió con retintín: "estarías encantado de darme un
perrito". Valiente farisea, esa lo que quería era cotillear. Como vuelva por aquí te aseguro que
suelto al mastín, verás cómo corre...
—Te veo muy enamorado, Luis... —dijo Ana con ironía—.
—Pero qué dices, idiota, vas a cabrearme. Yo no me pienso enamorar nunca y menos de
esa "pija" de Marina. Me dais asco, todo el día con vuestros vestiditos y vuestras chorradas.
Luis acaba de cumplir quince años y tiene que afirmar su personalidad de alguna manera,
ahora lo hace diciendo palabrotas y gritando a todo bicho viviente. Es peor si se le lleva la
contraria. Más vale esperar a que esté de buen humor.
—Bueno, bueno, cálmate, sólo era un comentario. La verdad es que a mí tampoco me
gusta esa niña —dijo Ana y le estaba poniendo una trampa—. Es muy pija y, tienes razón, un
poco cursi. Además es feíta, ¿no?...
—¡Hombre!, fea del todo no es. Y el tipo, que es lo más importante, lo tiene bien...

6
Y así siguieron hablando de Marina mucho rato los dos hermanos.
Al final decidieron invitarla un día, pero Luis no fue capaz de reconocer que estaba loquito
por ella y que hacía una temporada que no pensaba en otro asunto. Una cosa era pensar en
Marina y otra dejar que alguien lo sospechara, eso no.
Luis era muy buen estudiante, lo que mejor se le daba era la física. Quería ser ingeniero
industrial. Tenía un equipo informático increíble. Quizá era poco sociable. Su hermana le decía
siempre que era un "simple" y esto le sacaba de sus casillas. Pero Luis no era un simple y tenía
problemas que no le contaba a nadie. Luis llevaba dentro muchas cosas: juicios, pensamientos
propios, valoraciones, sentimientos; pero de eso no iba a hablar, para hablar estaban el fútbol, el
colegio y los ordenadores. De las cosas serias no se habla —pensaba él entonces—.
Ahora estaba preocupado porque su hermana salía con Jorge. Sabía de Jorge más de lo que
había dicho... No hacía mucho, yendo con sus amigos, vio a Jorge con los suyos: ¡menudo
espectáculo!, estaban todos borrachos gritando por la calle a todo el mundo. Sabía que Jorge
abusaba de las chicas. Pensar que ese cerdo le pusiera la mano encima a su hermana, era algo
que le ponía a mil.
Pero ese cerdo no le ponía las manos encima a nadie desde hacía seis meses...

6
XVIII

Aquel año, Jorge terminó todo primero de derecho, no era muy difícil, pero lo hizo. Jorge
sin su madre, o mejor dicho con su madre tan dulcificada, era libre. Por primera vez no tenía esa
influencia que tanto le había acaparado.
Mi colega —el ángel de Jorge— comenzó a trabajar bajo mi dirección. Los resultados eran
variopintos. Tan pronto buenos como malos y aun horribles en algunas ocasiones. El alma de ese
chico, al aspirar las primeras bocanadas de libertad, se sumía en el desconcierto. El siervo, el que
había sido esclavo, no estaba todavía preparado para la libertad.
Era como quien se pone las tablas de esquiar el primer día: tan pronto vuela deslizándose
gozoso por la pista a toda velocidad, como al instante siguiente está tendido en el suelo,
magullado y con deseo de maldecir ese deporte. Jorge tenía que aprender a caer mejor para no
dañarse, tenía que aprender a caer siempre "de rodillas".
Porque en el fondo la vida de los humanos es como un deporte: se gana y se pierde; se
juega bien y otro día se juega mal; se disfruta a veces y otras se sufre. El que lo sabe tiene en sus
manos la llave de la felicidad.
Pero los batacazos de Jorge eran todavía verdaderas catástrofes. En ocasiones se veía libre
y dueño de sí, y a las pocas horas estaba de nuevo arrastrándose por el fango, suspirando por sus
viejas cadenas.
Era como esos animales criados en cautividad que mueren cuando se les libera. Amaba la
lúgubre celda donde se asfixiaba su inteligencia. Y además él, que sabía todo de la vida, aún no
sabía casi nada de sí mismo. No estaba acostumbrado a pensar, su corazón estaba en blanco. Era
urgente despertarle de ese sueño de muerte, pero había que hacerlo con suavidad y tenía que ser
él mismo quien quisiera despertarse, quien quisiera vivir una vida propia, auténtica, una vida
verdadera.
Hasta ahora, Jorge, se movía entre un bosque de mentiras y creía que todo era así:
mentiras grandes y mentiras más pequeñas, pero todo mentiras. En su código interno la eficacia,
el éxito y el aplauso, eran preferidos a la Verdad.

***

—Comprenderás que a mí no me va a dejar mal esa idiota delante de todos...


—Pero... Jorge, ¿es o no es verdad que tu la insultaste?
—Mira, Ana, estaba borracho y además eso fue hace tiempo... No querrás que me acuerde
de todo lo que hago, ¿eh?...
—Pues sí, Jorge, sí.
—Pues no, Ana, no.
—Bien, te lo diré de otro modo, chato: tú has ofendido a esa niña, y tú la vas a pedir
perdón volando...
—Y... ¿quedar como un imbécil? No, eso no me apetece.
—O sea, que no te apetece pedir perdón a Tere por haberla llamado “perra puerca”.
—No Ana, no me apetece y por tanto no lo haré.
—Jorge, eres un caprichoso y un insustancial.

6
—¡Pero bueno! Te acabo de invitar a merendar; ahora vamos a ir a una iglesia a hacer no
sé qué; me has tenido una semana estudiando sin salir de casa y, encima, soy un..., —¡vaya
palabrita!— ¡toma castañas!, ¡encima!
—¡Insustancial, sí —dijo Ana—. Insustancial es el que no tiene sustancia, es decir, el que...
—¡Vale! ¡vale! OK, soy un insustancial y todo lo que tú quieras. Pero dime que estás loca
por mí... pichón.
Ana sonrió y le dijo que pisara el acelerador porque no llegaban. Luego añadió:
—No conozco nada más variable que tu corazón. Le tratas como a un niño enfermo, Jorge,
le concedes cuanto te pide...
—Tú eres ahora mi corazón, tirana, te concedo todo lo que me pidas. Hablaré con Tere...
¿está bien?
Ana sintió un nudo en la garganta: esa respuesta no estaba nada mal...
—Jorge.
—Qué.
—Que no eres un insustancial, hombre.
—Menos mal.
—Pisa más —insistió Ana— me gusta volar.

***

Aquel verano Ana le hizo trabajar. Había que enseñar a Jorge cuanto antes lo que es el
hombre, lo que era él mismo: grandeza y miseria.
El hombre es un dios frustrado, en realidad es un hijo díscolo, un poder malversado tantas
veces. El hombre es grandeza y es miseria; nobleza y bastardía, un ser herido; una figura
imponente de diseño perfecto, pero llena de fisuras, vulnerable.
Graham Green ha contado la historia de todos en una sola novela: “El poder y la gloria”,
donde el heroísmo se mezcla con la bajeza en el corazón de un hombre. Lewis fue más preciso y
menos agrio al contar la misma historia: las aventuras de Ramson son una verdadera historia
metafísica universal. Ahí la miseria ya es pecado y el heroísmo, virtud.
A la puerta de la biblioteca de Berlín hay un letrero que dice: "medicina del alma". Ese era
un buen tratamiento para la enfermedad de Jorge: la lectura. El alma de Jorge se moría de
inanición de debilidad, había que remediar esa anemia. Un libro es un amigo, un guía...
verdadera medicina si se sabe dosificar.
Primero le regaló "El instinto de la felicidad", una novelita de Maurois: qué absurdo le
pareció entonces fingir, ocultar, tapar la verdad. Después con Machado le obligó a pensar en la
muerte. En "Cumbres borrascosas" aprendió las funestas consecuencias del odio.
Lloraron juntos al leer algunos pasajes de "La ciudad de la alegría" y de paso se enteró de
lo que eran la injusticia y el hambre. Y de la mano de Cronin rastrearon, también juntos, una
visión de la vida desconocida para Jorge: el servicio a los demás.
Luego Ana le dejó a solas con el joven Wherter para que aprendiera a amar con delicadeza
a una mujer.
Los libros son grandes compañeros. Ellos y Ana pusieron las primeras letras en el corazón
de Jorge que se ofrecía como una hoja en blanco.
Todavía quedaba el plato fuerte: “el Evangelio”; pero esto vendría más adelante. De
momento había que humanizar aquella bestia, aquella máquina. Vestir aquel desnudo, irrigar
aquel desierto.

6
XIX

—Pero, ¿por qué? ¡dime por qué!, Ana.


—Porque no tengo ganas de ver cadáveres humanos colgados boca abajo de un gancho
como si fueran cadáveres de ternera, sencillamente por eso. Pero si quieres entra tú, yo me voy a
casa.
—Eres radical, la película es interesante, mujer, todo el mundo lo dice.
—También dice todo el mundo que tú eres un payaso y... mira, no sé, estoy indecisa, puede
que tengan razón.
—Cuando te pones irónica te detesto. No pienso aguantarte más bromitas de estas. ¿Lo
oyes?
—Y yo sin embargo me tengo que tragar tus bromitas..."de las otras" y tus pellizquitos,
como si fuera una muñeca o un animal casero. Pues mira: no, rico.
—Pero mujer... si es sólo una película... No te fijes en eso, si no quieres, y ya está.
—Mira Jorge, ahora en serio, yo no voy a entrar a ver cómo le meten a un hombre una
estalactita por el ojo, ni cómo le abren a otro la cabeza con un bate de "base-ball" con toda
tranquilidad. Es que me dan ganas de vomitar, ¿comprendes?
Ya veis que estamos a la puerta del cine y en plena discusión sobre la violencia en las
pantallas. Algunos de los que pasan por allí se les quedan mirando un momento y sonríen
maliciosamente como diciendo: "estos dos hoy acaban", o "he aquí una linda parejita que ha
dejado de funcionar".
El tono de la discusión fue subiendo...:
—Pues yo bien que me tragué tu "Singing in the rain" hace un mes. Es que eres una egoísta
que no quieres dar tu brazo a torcer y me estoy hartando. No, si al final va a resultar que mi
madre tenía razón.
Aquello sonó como un trallazo: "mi madre tenía razón". Y entonces fue cuando Ana bajó la
cabeza, dio media vuelta y se fue. Jorge, demasiado irritado, lo acabó de estropear todo, al fin y
al cabo no era la primera ni la segunda chica con la que terminaba mal:
—¡Vete!, ¡vete!, ¡eso!... Y... ¡déjame en paz! —y esto lo dijo gritando en medio de la calle,
y añadió— ¡puritana! ¡beata!

***
Dejemos a Ana por el momento. Tras la escenita, Jorge, se metió en la sala y estuvo viendo
la película. ¡Menuda colección de barbaridades! Sólo la mente retorcida de un obseso puede
llegar a engendrar semejante cúmulo de aberraciones. Miró a los que le rodeaban y observó en
aquellas personas semblantes pálidos y entregados en los que estaba dejando su sucia huella
aquel morboso espectáculo. Ana tenía razón, se dijo. Sí, Ana tenía razón. Pero daba igual.
A las diez salió del cine y se fue en busca de sus amigos. Los encontró en el Cangrejo. Allí
estaban... planeando la velada. Se decidieron por la línea etílica: más química.
Aquellos siervos de Baco ingerían voluntariamente el jarabe que los esclavizaba, era
como beber su propia bilis, la bilis que no tardarían en detestar. Eran chicos y chicas mártires del
aburrimiento que pedían socorro a las destilerías de los más sutiles “caldos”. A cambio de lo que
se les da ofrecen sus almas gastadas... Almas que ya nadie quiere, almas de viejo.

6
La noche acabó a las siete de la mañana, todos borrachos como cubas dormidos en un
chalet de las afueras.
Jorge llegó a casa a las ocho y media del sábado y se volvió a acostar de muy mal genio.
Tuvo un sueño terrible: él estaba insultando a Ana, le decía cosas espantosas, fortísimas y
ella se callaba, le escuchaba. De pronto en lugar de Ana había un cordero y él empezó a tirarle
piedras, piedras cada vez más grandes, tiradas con toda su furia. El cordero no decía nada. Una
pedrada le había arrancado una oreja. Otra le había roto el globo ocular derecho y por varios
lugares sangraba copiosamente. El animal seguía en pie. Jorge, lleno de furia fue a rematarlo,
pero antes se pasó un buen rato dándole golpes en la cara con un látigo tremendo. Al fin, agotado
y sudoroso, dejó el látigo. De pronto, él ya no era un ser humano, sino un lobo negro. Se acercó
al cordero, le tumbó de un golpe y comenzó a morderle en el cuello haciéndole sangrar más aún
y después con los colmillos desgarró su vientre; a la vista quedaron las entrañas desordenadas del
cordero. Y entonces ocurrió lo peor: ese cuerpo destrozado volvió a ser el cuerpo de Ana y tenía
todas esas heridas. Jorge ya no era un lobo, sino un humano que mordía las tripas de la niña. De
las entrañas de Ana salió una paloma blanca que voló lejos. Por el lado derecho apareció un
hombre sesudo que había presenciado todo lo sucedido. El hombre habló y dijo: "la ha matado,
ahora sí que está perdido".
En algunos momentos el sueño y la vida se componen de la misma sustancia.
Jorge se despertó sudoroso y con fiebre. Las sábanas y la almohada estaban hechas jirones.

6
XX

—... Y entonces él me gritó: ¡puritana, beata! —Y Ana estalló en sollozos.


—Ja, ja, ja, ja —es la madre de Ana la que se ríe— Hija mía ¡qué tontería! Sois bobísimos
los dos: ¡mira que pelearos por una película! Recuerdo que una vez, siendo novios, le pegué un
bofetón a tu padre porque me llamó anticuada, ja, ja, ja, ja. Hija mía, no llores. La culpa la tienes
tú por intransigente. Mañana le llamas, le pides perdón y asunto concluido. —Ana seguía
llorando inconsolable.— Bueno, bueno, llora, desahógate. ¡Ay qué criaturas! Mira Anita,
querida, el orgullo a veces nos juega malas pasadas. Tú en eso has salido a tu padre... Y él, Jorge,
se ve que tampoco es un corderito. Pero no es malo que riñáis, así se van limando las aristas de
uno y otro, y el carácter se redondea un poco. Hacéis buena pareja, no sé qué tiene ese chico que
me gusta: será el genio... y los ojos, por supuesto: ¡tiene unos ojazos...! Y además tú le estás
ayudando mucho. Ha aprobado segundo entero, ¿verdad?
—Sí —el sí fue pronunciado entre hipidos.
—Y, por cierto, ¿qué tal está su madre? ¿Se recupera?
—Sí, ya está casi bien del todo.
—¡Qué mujer esa! Pero dicen que ha cambiado mucho. Venga criatura, deja de llorar y
vamos a ayudar a Violeta con la cena. Después nos vamos al jardín y te cuento más cosas de
cuando era joven. ¡Mira cómo te has puesto! Estás completamente "despintada", ja, jo, jo, ¡hija,
qué cara! mírate al espejo... Eso te pasa por pintarte tanto, en mis tiempos... ji, ji, ja, ja, ja, jo, jo.
Todavía siguieron allí hablando las dos; Ana de vez en cuando se acordaba y volvía a
llorar. Al final, Violeta preparó sola la cena .
—Mamá, lo reconozco, la culpa la tengo yo. Pero, ¿por qué son tan burros?: ¿has visto las
cosas que me ha dicho?
—¿Por qué son tan burros? No lo sé, hija, Dios sabe lo que hace. Pero son sinceros y son
nobles como los reyes, y eso también es verdad. Nosotras somos distintas. Tu abuelo, que era
muy chapado a la antigua, decía siempre que los hombres eran la idea, lo abstracto, y las mujeres
el hecho, lo concreto. Supongo que ahora Jorge si piensa sobre vuestro encontronazo de esta
tarde, lo hará en los siguientes términos: "Nos hemos peleado", así, en general. Mientras que tú,
al pensar en lo que pasó en el cine, lo que oyes son esas palabras gritadas que te han sentado tan
mal: "Déjame en paz", "puritana, beata". Él, de las palabras concretas seguro que ni se acuerda.
Es más, probablemente negaría que las pronunció.
—¿En serio?, pero entonces... ¿no saben lo que dicen? ¿es que son tontos?
—No, no son tontos. Son así. Son como niños. Gritan, dicen cosas que no querrían decir y
luego se quedan con una vaga idea de lo que pasó, abstracta. Ten esto siempre muy en cuenta.
—Y... nosotras, mamá, ¿cómo somos?
—Tu abuelo era muy sabio, Ana. Decía que las mujeres tienen que ser madres, o no son
nada; bueno quizá en esto exageraba un poquito, decía: "a mí lo que me gusta de las mujeres,
físicamente hablando, es el rostro fino, el pecho y las caderas, justo las tres cosas que necesita
una mujer para ser madre: la finura de facciones que la hace atractiva, el pecho donde guarda la
leche para el bebé y las caderas anchas donde se apoya el embarazo". La naturaleza es sabia y tu
abuelo era un animal.
—Sí, sí, las dos cosas.

6
XXI

—¡Hombre!, ¡ya era hora! por fin revivió el muerto —dijo Cristina al ver que su paciente
abría los ojos, a eso de las dos de la tarde. Tenía en las manos unos pañuelos mojados en colonia
y agua caliente, y estaba sentada en la cama a los pies de su hermano. —Vaya mañanita que me
has dado y sobre todo ¡vaya trompa descomunal que te habrás cogido, encanto...! Ya me
explicarás...
Jorge se incorporó un poco, sin fuerzas para salir de la cama. Y sin hacer caso del
"maternal" recibimiento de Cristina se quitó el paño que tenía sobre la frente para ver qué era, y
lo dejó de nuevo donde estaba. Otra vez química sobre química, entonces dijo:
—Cristina, guapísima, tráeme el teléfono, tengo que hacer una llamada muy urgente. ¡Oh,
qué dolor de cabeza! —y se dejó caer hacia atrás.
—No sé qué te traes entre manos con tanta urgencia —dijo Cristina— pero hay alguien que
te ha llamado seis veces esta mañana: es una chica y su nombre empieza por A..., ¿quieres más
pistas?
—¡Dios mío! Cristina, ¡por favor, el teléfono!
En un minuto lo tuvo.
—Sales y cierras la puerta, ¿eh?
—Claro Jorge, por favor... ni que me lo digas.
Cristina salió, cerró la puerta, pegó la oreja contra la madera y no perdió detalle de la
conversación. Oyó cómo Jorge pedía perdón. Discutieron porque cada uno de los dos se echaba
la culpa a sí mismo. Y al final oyó a Jorge hacer el imbécil como nunca; le daba mil besos al
teléfono repitiendo: "muá... mmuá... mmmuá... muámuá...".
Algo había pasado entre los dos y ella no lo sabía, eso no podía ser. "Una crisis
sentimental... umm... ¡qué interesante! Pobre Ana —pensaba Cristina, todavía al otro lado de la
puerta—, mira que cargar con este animal, pero fíjate cómo la quiere el muy bestia...: la envía
besitos por el aparato. Qué la habrás hecho, canalla. Parece que se han arreglado, menos mal,
porque si te deja, entonces amiguito, estás perdido".
Esperó fuera un tiempo prudencial después de que colgaran. Se moría de ganas de
enterarse de todo, se lo sacaría todo, la atraía el culebrón...
Pero cuando entró, Jorge ya se había dormido otra vez y no le despertó.
Jorge, esta vez, tuvo un sueño muy distinto.

6
TERCERA PARTE

Todo lo que no das, lo pierdes.


(Proverbio indio)

XXII

He pensado muchas veces en todos estos sucesos que ahora os estoy relatando y he llegado
a una conclusión: la historia se repite. De alguna manera esto que os cuento —la vida de Ana y
Jorge— se repite en todos vosotros. En algunos casos literalmente, y en otros sin tanto aparato y
sin tanto dramatismo: casi nadie tiene una madre como la de Jorge antes del "ataque". Pero todos
habéis conocido personas como Ana y como Jorge, como Cristina o como Luis, o como aquellas
dos corifeas: Susana y Belén; y... como Patricia, la organizadora de fiestas; o los amigos de
Jorge, etc.
La historia se repite, y dicen que el país que no conoce su historia está condenado a
repetirla...; quizá también la persona que no procura conocer cómo pasaron las cosas antes, está
condenada a repetir los errores en que incurrieron sus abuelos. Es, pues, importante empaparse
de historia: leer, visitar monumentos o museos, los museos que contienen las virtudes y los
vicios de nuestros antepasados; y esos otros museos vivos que todavía hablan, aunque babeen:
los abuelos. Sí, un anciano es un museo vivo. Hay que arrimarse a esas fuentes de sabiduría en
las que cada consejo tiene detrás el valor de la experiencia.
Es importante escuchar a las piedras viejas y a la Naturaleza y a las personas. Alguien ha
dicho que las piedras también tienen vida, pero que la viven tan despacio que no nos da tiempo a
ver los cambios a nosotros que vivimos tan deprisa. Las piedras también cambian de aspecto
pero necesitan para ello miles de años.
A vosotros en cuanto pasan sesenta ya no hay quien os reconozca. ¡Dios mío, qué terrible
diferencia la que os imponen sesenta cochinos años!: de un bebé a un abuelo. Todo bebé que
nace, un día será abuelo. Pero este cambio ocurre despacio, de manera que siempre parece que
hay tiempo por delante y gente por arriba que te agarre; cuando la verdad es que el tiempo vuela,
y no hay tiempo, y en seguida también dejará de haber gente por arriba que te sostenga y te
apoye. Nuestra naturaleza básica consiste en actuar, no en que se actúe sobre nosotros como
cuando éramos niños. Muchas personas esperan que suceda algo o que alguien se haga cargo de
ellas. Son seres reactivos, esos se ven a menudo demasiado afectados por su ambiente. Si el
tiempo es malo se sienten mal... Se ven impulsados por sentimientos, por circunstancias, por las
condiciones, por el ambiente.
Habrás de ser tú quien hagas tu vida y la hagas bien, "no fate!" —diría James Cameron—.
Cada uno es dueño de sí y de su vida, esa responsabilidad es la única que no podemos declinar.
Algunos renuncian a su iniciativa y sólo saben dejarse arrastrar por los acontecimientos, a esos,
las cosas “les pasan”, y no hacen más que quejarse de los problemas que tienen. Son esclavos de
los acontecimientos.
Otros, llegan pronto a la conclusión de que sus problemas no están fuera, en los sucesos, o
en las personas que me rodean, sino dentro. Dentro de mí, ahí están los problemas y... las

6
soluciones. Pensar otra cosa es un vano ejercicio de infantilismo, echar las culpas a las cosas...
Yo, cada uno, tiene las llaves de sus propias soluciones.
Siempre que pienses que el problema está “allí fuera”, ¡detente!, ese pensamiento es el
problema.
¡Perdonad!, sin darme cuenta me he puesto a sermonearos. Es algo que nos pasa a los
viejos. Yo soy viejo de verdad, aunque me conservo como el primer día. En el fondo la juventud
no es un problema de tiempo, sino de espíritu. Hay viejos prematuros y ancianos que vibran con
el candor de su primera juventud.
Las momias y los embalsamamientos son una aventura imposible. El maquillaje y la
cosmética sólo dan resultado en esta vida, en la otra los hombres son desenmascarados
enseguida. Allí se acaba el baile de los disfraces y las caretas. Algunos al ver, quizá por primera
vez, su verdadero rostro, griten horrorizados. Es la caída de las máscaras. Los muertos mueren o
viven según su vida. O, mejor, como decía Machado: "sólo los muertos mueren".
Ha pasado el tiempo sin pedir permiso. A veces el tiempo pasa pisoteando a las personas y
a veces pasa de puntillas; no hiriendo, sino embelleciendo los corazones. Hay un tiempo
“corruptor”, el que convierte la inocencia en desencanto. Hay otro tiempo que es vivificante, Por
entre los personajes de esta historia también ha pasado, y no en vano.

6
XXIII

—Jorge, tío, no hay quien te conozca, tú que siempre has sido el más lanzado... ¡Vente,
hombre! Son sólo cuatro días; si nos faltas tú, nos falta el alma del grupo.
—Mira, Pepe, tengo un examen dentro de quince días, si lo saco liquido el Administrativo
de 4º que me pesa como una losa. Además no hace buen tiempo. ¡Claro!, tú con tu memoria
fotográfica lo arreglas todo, pero a mí meterme la Ley de Aguas, la Ley de Minas, la Ley de
Montes, la de Caza y Pesca y la Biblia en verso me cuesta, ¿sabes?
—...Pues no sé si vamos a ir nosotros solos... ¡Bah, nos quedamos y ya está! Además, yo
también tengo que "chapar", el de Proyectos es un hueso...
—Habla, eres mano.
—No hay mus y órdago a la grande. Pepito has caído, me salgo: dos—cero y con ésta tres.
Se acabó. —Jugaban entre los dos un mus muy extraño, creen que lo inventaron ellos: un mus
para dos.
—Otra, yo doy —dijo Pepe.
—Venga.
Mientras barajaba, cortaba y daba las cartas, Pepe dijo:
—La verdad es que estamos cambiando todos, ya no somos los calaveras de los viejos
tiempos. Sobre todo tú sí que has cambiado: nadie hubiera dicho que te ibas a poner a estudiar en
serio...
—Mus. Sí... ¿eh? todo el mundo cambia, Pepe —y se volvió a concentrar en el juego—
dame tres.
—Pues sí, al principio nos preocupamos, parecía que estabas ido...
—A la grande paso —dijo Jorge—. Lo mismo decía mi madre, que estaba ido.
—Un envidín.
—No. Paso a la chica también.
—Se fue.
—Sí.
—No.
—Buf, eres hombre muerto otra vez: envido tus inexistentes pares. Tengo juego —hubo un
silencio, quizá Pepe medía la magnitud de su desastre—. Pero yo no estaba ido, yo estaba
abriendo los ojos, colega. Y sobre todo conocí a una mujer. Porque eso no era una chica, era una
mujer.
—Y yo... Que digo que yo también tengo juego.
—Ah, me habías asustado, nunca puede uno estar seguro del sexo de sus amigos...
—¡Calla, imbécil! ¿qué tienes?
—Treinta y una, Pepe, treinta y una. El número de mis conquistas, el número de mi casa,
¡el número, Pepín!
—El número de leches que te vas a llevar por segundo: tengo treinta y una también.
—Pero yo soy mano.
—Tú siempre has sido mano en todo —dijo Pepe en tono resignado— y encima te llevas a
la mejor tía que conozco.
—Cuenta, cuenta... No te distraigas.
—Una de grande. Nada más.

6
—Y yo la chica en paso: una; más dos de pares: tres; y tres de treinta y una: seis. La verdad
es que sí, y te lo juro, no me la merezco, no me la merezco.
—Te has llevado la chica en paso, Jorge, esa chica valía una buena apuesta.
—¿Qué chica, Pepe? ¿pito-cuatro?
—No, Ana.

6
XXIV

"Jugador de chica perdedor de mus".


Pepe era otro conquistador que había jugado mucho con las "chicas" y ahora se sentía
perdedor. Estaba con una que no valía nada. Una del grupo de siempre que había salido con
muchos. Hombre, no era una guarra, pero... ¡bah!: una tía de segunda o tercera mano, y eso a las
chicas se les nota...
"La voy a dejar", pensaba Pepe tumbado en su cama con toda la ropa puesta y los zapatos
encima de la colcha. "La voy a dejar y haré como Jorge: con la próxima iré en serio. Quizá
Marina, la hija de los Fuentes, está bastante bien, la saco varios años y es una niña muy dulce...
sí, Marina."
Se levantó y fue directo al teléfono. Ocupado. Su hermanito Bernardo estaba diciéndole
"los problemas" a otro niño de su clase. "Date prisa enano" —le dijo.
Acabó el pequeño. Marcó. Cogieron.
—¿Está Cristina? Eres tú, ¿no?
—No, no, soy su madre, espe...
—¿Cómo está usted?, me ha dicho Jorge que mejor ¿no?
—Sí, hijo, mucho mejor, aquello fue un susto, pero ya pasó, gracias. Espera un momento
que se pone Cristina. Adiós Pepito, eres Pepe ¿verdad?
—Sí. Me alegro mucho, señora, le diré a mi madre...
—Sí, dale recuerdos y dile que me llame, guapo. Enseguida se pone Cristina.
Durante el minuto que tardó en ponerse Cristina, Pepe repetía por dentro con guasa y en
serio a la vez: "Marina, Marina, Marina, tú eres la madre de mis hijos. Cristina nos pondrá en
contacto y saltará una chispa de amor eterno, sí, Cristina no falla en esto."
—¿Sí?
—Eh, Cristina, soy Pepe, Pepe Borrajo.
—Ah, Pepe, hola, ¿dónde te escondes? No se te ve últimamente en ningún sitio. La gente
pregunta por ti...
—Con tu hermano, jugando al mus...
—Vaya pareja de intelectuales. ¿Por qué no vienes esta tarde, Pepe?, tenemos una fiesta.
Viene sólo gente seria. Va a bajar hasta Jorge... ¡fíjate!... porque viene Ana, claro. Oye, Pepe,
¿sigues con la tonta esa?
Pepe, al otro lado, chasqueó la lengua:
—No es tan tonta. Pero creo que lo vamos a dejar.
—Mmm ¿en serio?
—Sí, precisamente de eso quería hablarte...
A Cristina le dio un vuelco el corazón. En un rinconcito de su ser había un sitio que Pepe
no había dejado nunca de ocupar. Pepe era de su edad, es decir, un año mayor que Jorge. Perdió
un año en el BUP: el año que estuvo en Inglaterra. De pequeños estaban muy unidos, se contaban
todo. Por aquel entonces eran vecinos. Cuántas veces la pequeña Cristina se había jurado a los
diez años no casarse más que con Pepe.
Y ahora Pepe la llamaba para decirle que iba a dejar de salir con "la tonta esa" y que quería
hablar ¡con ella!, con Cristina... ¡Dios mío! ¡No puede ser! Cristina se veía ya frente al altar,
vestida de blanco... O en el juzgado, se corrigió, bueno, no sé...

6
—Pues ven esta tarde y hablamos —dijo Cristina con decisión— Pero, Pepe, escucha una
cosa: si salimos tiene que ser en serio, yo ya no jugueteo, me retiré hace mucho, ¿entiendes?
—¡¿Cómo?... ¿Qué dices?! —Pepe al otro lado se quedó absolutamente pasmado. Es
evidente, pensó rápido, recomponiéndose, ¡me ha entendido mal! y ahora ¿qué hago?— Bue...
bueno, bue... bueno. A.. adiós —dijo, y colgaron.
"Yo, con Cristina, ¡con Cristina! ¡Yo! ¡Guaaaaauuuuu! ¡Claro! Yo con Cristina. ¡¡Claro!!"
Y se le escapó: "¡Jooder!".

6
XXV

¡Hombre!, la expresión de Pepe no era la más adecuada por varios motivos... Pero
efectivamente, los humanos sois muy raros. ¿Una casualidad?... ¿Un malentendido?... ¡No!: ¡la
providencia! Lo que vosotros llamáis "azar" o "suerte", no es más que el seudónimo que usa
Dios cuando no quiere firmar con su nombre. ¡La providencia!: Pepe y Cristina juntos por una
tontería. La casualidad es una palabra inventada por el hombre para disimular su ignorancia y
para justificar un hecho cuya causa ignora.
Es lo que los escolásticos llamaban actuar a través de "causas segundas". Dios no irrumpe
directamente, sino que se hace presente a través de una persona o de un suceso. Pemán decía que
algunas de esas personas de las que Dios se sirve para acercarse a otras, algunas de esas cau sas
segundas, le habían salido a Dios de primera. Fijaos en Ana, estaba siendo un instrumento de la
Providencia, sin darse cuenta, ¿o se daba cuenta? No sé. Pero Ana estaba ayudando a muchas
personas... Ana le había salido a Dios de primera.
Volvamos a lo nuestro. Yo estaba más cómodo que nunca, aquella fue una buena
temporada. Luego tuve más trabajo en la batalla final, pero no nos precipitemos.
Ahora volvamos a esos días tan divertidos de un final de curso, de un comienzo de verano.
Sábado por la mañana. Casi todo lo que os cuento sucede en los fines de semana: es el
tiempo de la juventud. La juventud vale lo que valen sus fines de semana. Tu vida vale lo que
valen tus fines de semana.
Repito. Sábado por la mañana, sobre las doce. Jorge y Cristina toman el sol en casa, frente
a la piscina. Están tumbados en sus hamacas. Jorge tiene en las manos la ley de aguas —más
coincidencias—. Cristina observa a su madre que está cortando algunas rosas por el caminito y
se acerca a ellos. Cuando la tienen casi encima, la buena señora exclama mirando al reloj:
—¡Ah! qué horror: las doce. Me voy que no llego a Misa. —y mirándoles añade mientras
se aleja— Adiós hijos.
—¡Adiós mamá! —corean los dos.
Hay un silencio. Y enseguida Cristina habla, todavía bajito.
—¡Has visto! ¡Mamá se va a Misa!
—Sí, lleva así desde hace unos meses —dice Jorge con desgana: estaba muy metido en el
estudio.
—Pero si hoy es sábado, no toca, ¿no?
—Bueno, parece que ahora va también mucho a diario.
—Jorge, pero ¿hay misa también los días de diario?
—Claro, idiota, hay todos los días. ¡Me quieres dejar estudiar!.
—Y tú, Jorge... ¿cómo sabes eso?... ¡Qué cultura! Ummm... "Algo huele a podrido en
Dinamarca".
—Déjame en paz, por favor, Cristina, Cristinita, estoy estudiando la ley de aguas, no el
código de derecho canónico. ¿Vale?
—Te dejaré en paz enseguida. Jorge contéstame a esta pregunta: ¿tú vas a Misa?
—Pues claro, con Ana.
—¿Los domingos?
—Bueno, verás, ella va casi a diario, y a veces la acompaño... ¿entiendes? Hale, chata,
ahora te callas y me dejas estudiar.
Hubo otro breve silencio. Jorge estaba molesto por tener que hablar de estas cosas.

6
El silencio lo volvió a romper Cristina; se incorporó en la butaca, y entró a degüello:
—Luego... tú vas a misa sólo por acompañar a Ana: ¡Fariseo! ¡Qué vergüenza! Tú no crees
en Dios, tú crees en Ana.
—¡Hombre! no es tan sencillo... verás...
—No, no veo nada, sólo veo que para ti si no existiera Ana, no existiría Dios. Porque está
claro que hasta ahora tú no habías ido a Misa en tu vida. ¿Es posible que te hayas dejado influir
hasta ese punto? ¿Hasta fingir tener fe? ¡Qué asco! Eres un embustero.
—No, no, no, ¡un momento! Yo no finjo. Hablemos claro: si voy es por que creo,
¿entendido? Hombre, creo poco todavía, pero creo. Otra cosa distinta es que haya sido Ana quien
me ha enseñado todo esto, ¿comprendes? Pero no soy un mamarracho. Si Ana desapareciera,
seguiría creyendo, o al menos eso creo. Y ahora me dejas estudiar en paz, ¡tía pesada! —y al
decir esto último gritó más de la cuenta, .
Y ese "¡tía pesada!" le costó mil quinientas pesetas. Porque, de pronto, Cristina le quitó de
las manos la ley de aguas, y... en un instante, un librito se hundía lentamente en el centro de la
piscina. "Cada mochuelo a su olivo", dijo Cristina.

6
XXVI

No recuerdo si fue ese mismo fin de semana o el siguiente, pero eran las mismas butacas y
la misma piscina. En lugar de Jorge, el que estaba con Cristina era Pepe. Pepe, que todavía
pisaba las nubes desde el día que empezaron a salir. Todo fue tan raro que estaba como
"cortado". Tenía cierta sensación de inconsistencia o de pequeñez. Y a la vez se sentía
sumamente satisfecho: "¡Cristina! La diosa, mía", se decía.
Cristina era incontestable, tenía un prestigio mítico entre todos aquellos grupos de chicos.
Era muy conocida y respetada. Tenía mucho poder. Ella era consciente de todo eso y Pepe
también, por eso ahora Pepe se sentía cortado.
Pepe no era un conquistador nato, no era tan profesional como lo había sido Jorge. Aunque
tenía varias muescas en el cinturón. No era tan profesional como Jorge, porque Pepe era
arquitecto, ésa era su profesión desde los cuatro años. Estaba en quinto, pero había sido
arquitecto siempre. Sólo le dedicaba a las mujeres el tiempo que le dejaba libre su "verdadera
esposa". Ahí había una rival para Cristina.
Pepe estaba siempre construyendo. Construía edificios inverosímiles con los cubiertos y
los vasos durante la comida. Con los libros de las estanterías, en su habitación. Con los lápices y
las gomas, en clase... En fin, una verdadera pasión. Miraba a los edificios con los ojos con que
otros miran a las mujeres.
Ahora, mientras Cristina luchaba contra una brisa para encenderse un pitillo, Pepe en un
momento y con cuatro líneas inmortalizó el instante en su bloc, y lo escondió debajo de la
tumbona. Hacía eso muy a menudo.
Pero Cristina con el reojillo se dio cuenta:
—¿Qué haces, Pepe?
—No, nada, nada.
—Anda, trae, déjame ver eso —dijo en un tono que no admitía discusiones.
—Son cosas mías, mujer...
—Pepe...
—¡Toma, leñe! Pero si no te gusta... te aguantas.
Cristina miró despacio su rostro y su gesto al encender el pitillo: ¡era ella!
—¡Pero si soy yo hace un momento!
Cuando analizó todos los detalles y quedó satisfecha, pasó la página hacia atrás y ahí
estaba otra vez, ahora mirando al infinito con unos ojos hermosísimos, casi como los de su
hermano. Pasó otra página y se vio apoyada en la verja del jardín. En la siguiente estaba
acariciando a su gato.
—Esa es la mejor —dijo Pepe.
—¿Por qué?, ¿por el gato?
—No, por "la gatita", ese gato es repugnante, le odio.
—Pepe, no estarás celoso... de que acaricie a un gato, ja, ja, ja. ¡Pasen y vean al hombre
que tuvo celos de un gato! Ja, ja, ja.
Pepe no dijo nada. Cristina llenaba todo aquel bloc. No había nadie más que ella. Y de
pronto se puso romántica:
—¿De verdad no hay nadie más que yo para ti?

6
—De verdad. Si quieres te traeré los cuadernos que dibujaba cuando éramos pequeños. En
algunos dibujos estás un poco ligera de ropa, ejem, cosas de críos, pero no hay otras mujeres. Lo
juro.
—Jura otra vez, Pepe.
—Te lo juro. Te voy a querer siempre, al diablo la arquitectura. Tú eres la construcción más
fantástica. Te lo juro.
—Eres un cielo, Pepe, ¿cuándo acabas la carrera?...

6
XXVII

Esa pregunta: "¿cuándo acabas la carrera?", estaba llena de planes... de proyectos, y no


precisamente arquitectónicos. Aunque sí, Cristina quería construir también, quería construir un
hogar. Aquel día le entró prisa.
"¿Estás segura de que eso va a funcionar? Ya te conoces...", le dijo su padre cuando fue a
pedir consejo. "Hija, tú casada... No sé, no sé". Cristina sabía que tendría que amoldarse, ceder,
callar, perdonar, ¡perdonar!, y olvidar, ¡olvidar! Si no, la pareja se deshacía. Había que hacerse
una sola cosa con el otro, había que olvidarse un poco de sí mismo. Había, en fin, que aprender a
querer. Aprender a querer. ¿Dónde se enseña esa ciencia? En su hogar desde luego esto era una
novedad. Recordó a Ana Karenina en su trayecto hacia la estación, aquella escena de la novela la
había embriagado desde que la leyó: "tanta gente... y todos se odian unos a otros".
Ahora ése era un edificio que habría que derruir, el de los odios, las puyas y los rencores
largamente sostenidos. Se sintió aliviada al pensar esto. Pero pronto se agobió de nuevo. Miraba
su vida y veía muchos edificios que habría que destruir... destruir. Ella quería construir, construir
un hogar y se encontraba con que antes tenía que dedicarse a destruir. "Bueno —se consoló— al
fin y al cabo Pepe es un buen arquitecto". Y este pensamiento la salvó de ahogarse en un mar de
lágrimas, como aquel día en la piscina mientras hablaba con Ana.
—Pepe, los arquitectos también hacéis demoliciones ¿no?
—Sí, son divertidísimas. Se colocan las cargas en lugares estratégicos y ¡pum! Resulta
limpísimo. En un instante todo está en el suelo.
—¿En serio? ¿Es tan limpio?
—Sí, sí, todo muy suave.
—Pues entonces... en primavera, ¿te parece?
—Perdona, ¿a qué te refieres, Cristina? —Y dejó el bloc que ahora ya usaba
descaradamente para dibujar a su único modelo, su único edificio.
—A la boda, claro.
—¡¿Quéeee?!
—Hombre, alguna vez tendrá que ser, dijimos que íbamos en serio, ¿te acuerdas? Y
además tú juraste...
—¡Soy el hombre más feliz del mundo! —gritó.
Y saltó, dio volteretas, bufó, mugió, se arrastró, trepó por una cuerda imaginaria, dio cien
mil vueltas alrededor de Cristina que, impertérrita, seguía sentada en su tumbona. Tenía entre sus
manos a Dante. Al cabo de un buen rato Pepe cayó de rodillas delante de "la diosa" y murmuró:
—Quiero tener cien hijos, todos varones.
En este punto Cristina dejó la Divina Comedia y descendió a la humana. Le miró
profundamente y con curiosidad, "¿niños?", pensó, "¿qué es eso? ¡Caramba, no había caído!".
Efectivamente Cristina no había tenido nunca interés por los niños pequeños, si hubiese pensado
alguna vez en esas criaturas le habrían parecido monstruitos, enanos, hombres pequeños,
deformes, extraños. "Habrá que leer algún libro sobre eso", pensó.
"En primavera, ¡dentro de ocho meses! —se decía Pepe—, esta mujer es alucinante, tiene
una seguridad que me da confianza. Ahora voy a ser constructor de seres humanos. Necesito un
lapicero...".

6
Y desde aquel día dibujaba niños pequeñitos en todas las posturas imaginables,
combinando sus propios rasgos con los de Cristina. Había cientos de variantes... Estaba
diseñando...
No sabía que su primer hijo lo tenía diseñado ya otro desde toda la eternidad: era un
precioso niño con síndrome de Down, al que amarían con locura, venido para destruir los odios
de Cristina y cimentar la unidad de ese hogar.

6
XXVIII

Susana y Belén, las corifeas, escuchaban atónitas las noticias que les confiaba Cristina.
—¿En primavera? —preguntaron a la vez.
—Sí, en primavera.
—¡Hombre!, no deja de tener interés. Es un hecho biológico indispensable éste del
matrimonio, pero ¿no es un poco cursi eso de casarse? —preguntó Belén.
—Sí, eso es lo que más me fastidia, —dijo Cristina— que en el fondo es una cursilada. No
sé cómo hacer para que no se me llene la casa de besugos que vienen a felicitarme y a traerme
juegos de cama y mantelerías.
—Sí, ahí tienes un problema —intervino Susana—; evitar la cursilería, las mantelerías, los
encajes, las canastillas y los juegos de té chinos. No sé, podemos decir que es una "boda negra" y
os casáis en un pajar o en un cementerio. Sería divertido...
—¡Muy graciosa! —dijo Cristina malhumorada— y podríamos decir también que tú eres la
concubina de tu padre, y cortarte las narices y atarte al portal de la casa con un cartel que diga:
"la corté porque era mía".
—¡Cómo te pones, hija!
—Perdona, es que estoy nerviosa... De momento esto no sale de aquí, ya veremos cómo y
cuándo se da a conocer la noticia. ¿Está claro?
—Clarísimo —dijo Belén— además, no te preocupes, tampoco se lo iba a creer nadie... o
sea que...
—¡Muy bien!, mis dos mejores amigas tomándome el pelo en los momentos más
importantes de mi vida —y cuando dijo esto se dio cuenta de que era un reproche de película
sentimental, entonces se corrigió: la verdad es que ni yo me lo acabo de creer. ¡Niñas!,
¡habladme del matrimonio!, ¡habladme del amor!, ¡vamos!. Belén, pide más champagne, mi copa
está vacía.
—Eso —dijo Belén—, ya que no sabemos nada del matrimonio ni del amor, bebamos
burbujas, ellas nos enseñarán, bebamos...
Y se pusieron las tres a reír y reír. Se rieron de sí mismas, de la gente que estaba en la mesa
de al lado, de los camareros. Y venga a reír. Se rieron de todo, pero siempre una encontraba algo
nuevo para echar a ese fuego devorador de la risa. No paraban. Cuando parecía que bajaba la
intensidad de las carcajadas, ocurría una pequeñez y las risas recobraban una fuerza increíble.
Aquello era un verdadero ataque de risa. Cada una le contagiaba su risa a las demás. Unas risas
de esas frenéticas que se pegan de una persona a otra como una encantadora enfermedad. Risas
que no son nunca iguales: cada vez un pequeño elemento gutural nuevo las reanima. ¡Qué
gracia! Se estaban tronchando. Había momentos de verdadero delirio. El ataque era generalizado
e incontenible: lloraban de risa. Era una risa floja imparable. La gente de alrededor al principio
las miraba y cuchicheaba escandalizada. Pero al cabo de un rato se rindieron: el espectáculo
estaba servido. Y la risa empezó a contagiarse entre las mesas más cercanas. El incendio prendía
con fuerza y las chispas saltaban de unos a otros. Era increíble: ¡todo el restaurante! ardía en
carcajadas incontenibles, y en el centro de las miradas, las tres lobas que se desternillaban vivas,
que perdían la respiración y la recuperaban malamente. Rojas como tomates, enloquecidas,
atrevidísimas, agotadas, reían con más fuerza al ver el escándalo que habían organizado. Se
miraban con complicidad mientras se retorcían, señalando a su alrededor: una alucinación
colectiva de primer orden. Un fenómeno.

6
Ninguna de las tres olvidaría nunca aquella tarde tan divertida. Y bautizaron aquel día
como "el día flojo", porque les dio la risa floja. Todos los años, mientras les fue posible, se
reunieron en esa fecha y en ese sitio para celebrarlo, y algunos años volvieron a montar el
espectáculo, pero nunca como la primera vez. Los camareros no les querían cobrar, los que se
acordaban.
Aquellas carcajadas eran el camuflaje de la ignorancia. El ataque de risa fue un don del
cielo que vino a impedir la desesperación, la desesperación de una criatura que siente amor, pero
que no sabe amar porque no conoce sino las facetas más epidérmicas del verdadero amor.
No sabían nada del amor y acudieron a pedir explicaciones a las burbujas. No sabían lo que
era el amor y buscaron la respuesta en la química. Pero allí no estaba la respuesta. Tendría que
pasar un poco más de tiempo para que sus corazones concluyeran que el amor no es un
cosquilleo que se siente por la espalda. ¿Qué es el amor? ¡Ah!... Si nadie me lo pregunta lo sé,
pero si me lo preguntan, entonces... ya no estoy seguro. ¿Qué es el amor? El amor es donación,
es sacrificio, es entrega, y es... fidelidad.
"¿Sabes cómo celebramos vuestro compromiso?" le decían Susana y Belén a Pepe. "No",
respondía él. Y las dos se echaban a reír como locas. Y el pobre Pepe no entendía nada y sonreía
sin saber por qué, completamente desconcertado. A veces estaba presente Cristina, que también
se partía el bazo al recordarlo. Pero a Pepe nunca le explicaron nada. Y el pobre no sabía si reír o
ponerse serio o qué; siempre terminaba por sonreír moderadamente, sabiendo, eso sí, que le
tomaban el pelo. "¡Bah!, que se rían —pensaba— eso facilita la respiración, ¡mujeres!, inútil in-
tentar comprender".
Un día dibujó a Cristina en pleno ataque de risa. A ella le encantó. Pepe pasó el dibujo al
óleo y se lo regaló al restaurante. El dueño, que recordaba perfectamente el episodio de aquel día
famoso y que era un hombre muy simpático, lo hizo colgar en lugar preferente. Encargó servi-
lletas y posa vasos nuevos con los rasgos de aquel rostro que parecía tener movimiento, el
movimiento de la risa. Cambiaron de nombre al local y ahora se llama "Cristina".
—Lo único que me fastidia es que se limpian con mi cara —dijo Cristina una vez.
Pepe le contestó:
—La risa limpia, limpia los corazones.
Es verdad. Dicen que hay un cable secreto que conecta las comisuras de los labios con el
corazón. Cuando un corazón está triste, el rostro aparece duro, serio, roto. Cuando el corazón es
feliz, la sonrisa aflora tranquila, constante; y dispuesta a aprovechar cualquier pequeñez, para
explotar en una risa generosa.
Por el contrario, hay gente que parece que se ha tragado la sonrisa, o que la tiene
racionada. A esos no les funciona la esperanza.

6
XXIX

Los números romanos empiezan a complicarse: capítulo veintinueve, para que nos
entendamos. A ver si acabo pronto. Seguimos en ese verano tan interesante.
Cristina ha hecho público ya su compromiso con Pepe. Y efectivamente han empezado a
llegar felicitaciones muy cursis, mucho más de lo previsto. Y esto provoca nuevos motivos para
que Jorge se meta con Cristina: cada tarjeta y cada comentario de la gente que viene, tiene su
repercusión cuando los dos hermanos se quedan solos. En esos momentos, Jorge se ríe de
Cristina todo lo que puede. Ella lo soporta, ¡qué remedio!: todo tiene un precio. "Estás con la
gente y tienes que aguantar sus tonterías, y cuando, harta ya, te quedas sola todavía te queda un
hermanito al que aguantar. ¡Señor!".
Esta tarde están en casa solas Cristina y Ana que se ha venido porque Luis está probando
un explosivo de su invención, a base de unas sustancias muy raras. "Me ha echado" —comentó
al llegar—. Y a mí también, lo reconozco, mis viejos tímpanos no están ya para explosiones. Lo
siento por Violeta, pero ella tiene tanta paciencia como sordera y no sufrirá mucho. Los padres
están de viaje, cada vez viaja más el padre de Ana: no van bien los negocios y tiene que moverse,
en fin...
Ana está esplendorosa. Crece y crece sin parar. Parece que se aleja de lo humano, pero es
para verlo con mayor perspectiva. Su alma es verdaderamente un palacio de maravillas.
Llevan una hora paseando por el jardín, sospecho que acabarán en las tumbonas de la
piscina. Hablan en serio las dos. Cristina no cesa de encontrar tesoros en la personalidad de Ana.
Desde aquel día —el primero— en que le dijo: "Ana, tú tienes carga positiva, eres un protón",
desde aquel día, Cristina se muere por estar con Ana: "mi delfín blanco".
Ana cree que sus relaciones con Jorge se enfrían y que quizá tenga que ser así. Cristina le
dice que no, que ni hablar de eso. Pero se queda pensativa y recuerda que en alguna ocasión
Jorge le ha confiado que entre los dos a veces se abría un abismo, que estaban muy cerca, que
podían tocarse, pero que ahí estaba ese muro de cristal, justo entre los dos. No sabía explicarlo
mejor. Alguien o algo se interponía.
"Es extraño —le dijo una vez Jorge a su hermana— yo la quiero, bien lo sabes, y ella a mí,
pero ahí está ese abismo en medio"...
Ana, hacía tiempo que había perdido el miedo a Cristina, sintonizaba con ella, le
consultaba muchas cosas. La seguridad de Cristina fortalecía a Ana, y la bondad de Ana
ablandaba el corazón de la que antes fue una loba despiadada. Y así, cada una influía sobre la
otra en un trasvase mutuo de virtudes. Estar juntas les hacía ser mejores.
Yo tomaba apuntes de todas estas reacciones humanas. Mi profesión lo exige así, y anoté:
"Hay muchos factores que configuran a las personas. El clima: no es lo mismo ser un vasco
recio, acostumbrado a la lluvia y al fresco, como Violeta, parco en palabras; que un andaluz
dicharachero y ocurrente, siempre listo para bromear y sonreír. El entorno urbano o rural; en las
ciudades la gente es más culta y más sociable, aunque menos observadora; mientras que en el
campo son más contemplativos, más serenos y austeros. La propia familia influye también: no es
lo mismo quien es hijo único, quizá mimado; que aquel que tiene diez hermanos y nunca se le ha
consentido un capricho.
Todas estas cosas configuran y mucho las maneras de ser de cada persona, pero lo que más
configura, lo que más determina, es el propio corazón: los amores. Se podría decir: dime a quién
amas y te diré quién eres. El que ama a gente buena —el que se roza con gente de buen fondo—

6
ése tiene mucho hecho. Quien, por el contrario, se ve atraído por lo malvado o se roza y convive
con personas crueles o egoístas, ése, tiene muchas papeletas para convertirse en un despiadado o
en un egoísta.
Cristina quería a Ana: el alma de la loba perdía virulencia. ¿Y si hubiera muchas Anas? Si
hubiera muchas Anas generosas, sencillas... entonces, entonces habría muchas historias como
ésta. La bondad se pega. El bien es contagioso. El bien salta de unos a otros por el tendido
eléctrico del cariño... de la amistad... del amor... Lo malo es cuando uno se aísla, entonces no
puede transmitir nada. Si no hay amistad, cariño ni entrega, lo que podía ser un árbol frondoso se
convierte en un poste desnudo. Nadie puede ser dichoso en solitario. Para ser feliz hay que crear
otras felicidades, y para eso hay que meter a los demás en el propio corazón. Ser feliz "uno solo"
es algo que se da exclusivamente en el laboratorio.
Esa tarde de verano, después de hablar y hablar, acabaron las dos sentadas en las tumbonas
mirando a las estrellas, había muchas de todos los colores y de todas las intensidades.
Pepe y Jorge, que llegaron a esas horas de dar una vuelta, las vieron desde lejos, en las
tumbonas, se acercaron sigilosos y los dos se quedaron mirando a "las estrellas".

6
XXX

—Mira, Susana, allí, el moreno de la camisa de cuadros...


—Sí.
—Ese es el hermano de Ana.
—¡Ah, vaya! Pues se parecen como un huevo a una castaña.
—Pero qué basta eres, Susana, se ve que te has criado en la calle, pero procura disimularlo
un poco.
Estas lindezas y otras se decían las corifeas de la loba mientras se acercaban a Luis, el
hermano de Ana.
—¿Qué le querrá Patricia? —dijo una.
—No sé, espabilarlo, supongo.
Luis estaba con sus amigos sentado en las gradas del campo presenciando un encuentro de
fútbol del campeonato de verano entre el equipo de su urbanización y otro equipo venido de
fuera, no recuerdo de dónde. Era un campo pequeño y no había mucha gente. En aquella única
escalinata de gradas cabrían doscientas personas, pero no habría ni cincuenta. El césped estaba
muy verde a pesar del verano y el partido interesante. Ganaban los locales 3-0, Luis los conocía a
todos.
De pronto un defensa del equipo de fuera hizo un placaje de muerte al punta contrario que
se le iba. Todo el estadio se puso en pie. Era un penalti clarísimo. El árbitro no pitó nada. El
público gritó, silbó, pataleó, se oyeron palabras gruesas dirigidas al colegiado. Los jugadores lo-
cales envolvieron al árbitro: protestaban. Los ánimos se encrespaban más y más...
En ese momento Belén le dijo a Susana: "¡Ahora! Vamos". Y las dos bajaron por las gradas
libres en diagonal, hasta ponerse justo detrás del grupo en el que estaba Luis. Los chavales
gritaban y decían todo su repertorio de tacos. Ninguno se dio cuenta de que justo en ese
momento dos chicas acababan de dejar un sobre en el asiento correspondiente a Luis.
Cuando por fin se calmó el alboroto y todos volvieron a sentarse, Luis lo hizo también,
pero no notó nada, bajo sus posaderas había un sobre pero él no lo vio ni lo sintió.
Al terminar el partido con un resultado de 7-0 todos salían contentísimos, ya nadie se
acordaba de aquel penalti que el árbitro no pitó. Salió Luis y salieron sus amigos, pensaban
merendar por ahí para celebrar la victoria.
"El gordo", Carlos, salió el último y al pasar por el asiento correspondiente vio el sobre, lo
cogió, se sentó mientras todos se iban y leyó: "Para Luis Tellechea".
El gordo sentado en aquel sitio y solo ya en el campo, dudó, pero le pudo la curiosidad y
abrió el sobre. El gordo era otro empollón muy amigo de Luis. Sacó el papel y leyó: "Querido
Luis: Sé que en tu casa hay problemas económicos. Tengo que decirte algo. Ven esta noche.
Solo. Calle Los Sauces 7". No había firma pero sí unas iniciales: "PR".
El pobre gordo, sintió haber hecho eso, él no sabía que algo anduviera mal en casa de Luis
y de Ana, a los que conocía desde siempre, y le dio mucha pena.
Levantó el saco de su panza y puso rumbo a su casa, por el camino compró un sobre
nuevo. En casa escribió a máquina en el sobre: "Para Luis Tellechea". Metió dentro la carta,
chupó de sobra la solapa y lo pegó. "Ya está, aquí no ha pasado nada —se dijo—".
Inmediatamente cogió el teléfono y marcó el número de Luis. Lo descolgó el propio
interesado:
—¿Está Luis?

6
—¿Qué quieres gordo? Soy yo.
—Verte ahora mismo.
—¿Qué pasa?
—He encontrado un sobre dirigido a ti.
—¿Dónde?
—En el fútbol.
—Bien, y ¿qué dice?
—No sé, pero es urgente.
—¿No sabes, pero es urgente? Habla gordo, lo has leído.
—Puees, pueees, mira sí, lo he leído, pero lo he vuelto a cerrar. Yo no sé nada. ¿Puedo ir
ahora a llevártelo?
—Claro tío, y tráete el módem, de paso, que el mío se ha estropeado y necesito uno.
—Bueno, voy.
Y colgaron.

6
XXXI

—¿PR?, Cristina, ¿quién es PR?


—No sé, Ana, déjame pensar: PR —repitió en tono meditativo.
Luis salió de casa anoche con el gordo y nadie supo más de él. Ahora son las seis de la
mañana. Y Ana acaba de llegar al chalet de Cristina después de haber encontrado la carta en el
cuarto de Luis. Jorge y otros amigos llevan horas buscándole por ahí. Han estado en la dirección
que ponía en la carta, pero allí ya no quedaba nadie. Había habido juerga, pero ni rastro de nadie.
Había habido juerga, dice, ¡Qué espanto! Juerga, sí, es mejor llamarlo así, porque aquello
no era una fiesta. Aquello era un pretexto, una coartada, una tapadera. Esa gente se reunía para
hacer cosquillas a sus sentidos, uno por uno, científicamente... La palabra fiesta había sido
profanada en aquella casa. Yo lo vi. Era un ir y venir de carne humana vacía de sentido. En esas
fiestas no se habla, la gente no tiene nada que decir. Todo es tan vano que luego nadie recuerda
nada. ¿Qué será dentro de cien años de esos sesenta kilos de hembra? —me preguntaba yo al ver
un ejemplar de calidad que se acercaba a Luis—. Esa gente no busca la felicidad, busca el
vértigo —como diría el Fausto de Goethe—. Eso era la fiesta de los bichitos: sólo agitación; y en
el reparto de beneficios, no queda nada para el alma. Las fiestas, antes que nada, se llevan dentro
o son una cabalgata de cucarachas. Las tiene que organizar el corazón, o nacen muertas, como
los abortos: las juergas son los abortos de las fiestas.
Eso era lo que había en el corazón de Patricia y de toda su comparsa, muchos abortos,
muchas juergas. Un baile de marionetas sin rostro, sin voz, sólo carne... Ahí estuvo Luis, ahí lo
llevaron, a una juerga.
Yo me sentía muy inquieto: Luis se había metido, sin querer, en un nido de víboras. No
hago más que darles pistas, pero tanto los que le buscan fuera como estas dos, no se enteran de
nada. El custodio del chico se fue con los padres de viaje para echar una mano, y me he quedado
solo con todo el tomate.
"PR, PR..." —repite Cristina—. Y mira, ya se lo digo en directo: a la porra la discreción...
—¡Claro! PR. ¡La tonta esa!, la ex novia de Pepe: Patricia Ruiz, ¿te acuerdas? ¡Cómo no
me he dado cuenta antes!
Y a mí se me escapó un taco. ¡Será presumida! Ahora creerá que se le ha ocurrido a ella.
Estos mortales son la pera.
—Ahora caigo, en una fiesta suya conocí yo a tu hermano —dijo Ana.
—Exacto. ¡A su casa!... Esa se entera hoy. Vamos allá.
—¿Cómo?
—En la moto.

***

—Chica, la verja está cerrada. Tendremos que saltar. —Dijo Cristina, siempre más
decidida que Ana.
—Pues venga.
Saltaron por el muro porque era más fácil y nada más caer al otro lado, vieron brillar dos
ojos negros muy cerca de ellas. Las dos se quedaron paralizadas hasta que un ruido gutural del
doberman, anunciando que iba a empezar su desayuno, las hizo reaccionar.

6
Bien, y aquí sí que me quedé de piedra. Yo no le temo a los perros. Iba a deshacerme de él
provocándole un derrame cerebral para que pudieran seguir hasta la casa, cuando oí silbar en el
aire el puño de Cristina. ¡Extraordinario! Un fortísimo golpe en el cráneo dejó al perro KO y
soñando con los angelitos, ejem.
No, si éstas cuando se ponen, son valientes... Seguro que si en vez de un perrazo es un
ratón, empiezan a llorar. En fin...
Continuaron hasta la casa sin más interrupciones. Llegaron a la puerta, recompusieron sus
vestidos, se arreglaron el pelo y llamaron al timbre.
Nada. Pero había gente dentro porque se oían ruidos furtivos: el ruido que hace quien no
quiere hacer ruido.
—¡Patricia Ruiz! ¡Sal ahora mismo! Sabemos que estás ahí. —Dijo como en las películas.
Se abrió una ventana encima de ellas y apareció Patricia despeinada y con una sonrisa
tonta muy sospechosa de tener unas copas de más, muchas copas de más.
—¡Tú, asquerosa! ¿Dónde está Luis?
—Aquí, conmigo, mmm. Sabía que vendríais las dos; las dos santitas, ji, ji, ji, esta ha sido
mi venganza por lo de Pepe.
—¡Hija de perra! —gritó Cristina indignada— Pero si sólo es un niño. —En ese momento
apareció Luis por la ventana.
—Luis, querido, ¿qué te han hecho? Baja.
—Voy.
Tardó apenas unos segundos en abrirse la puerta y allí estaba Luis. Perfectamente sobrio y
entero, despejado. Las dos le abrazaron:
—¿Qué te ha hecho?
—Pueees nada, pobrecilla. Intentó emborracharme, pero yo, tieso. Beber, he bebido pero
nada, se ve que no me emborracho. Y luego, hombre, luego...
—¿Luego qué?
—Nada, la traje a su casa ¡estaba “malísima” y se puso muy tonta!
—¿Y qué? ¡Habla!
—Nada, me enseñó el ordenador de sus hermanos, es alucinante ¿sabéis? Un Bull
DPS9000. Uno de los grandes. Me he metido en la NASA con él. Me han pasado programas que
no tengo. He hablado con la NASA con el ordenador de Patricia ¿entendéis? ¡Es demasiao! ¡Qué
noche!
—Muy bien, muy bien, claro, claro. ¡Anda vámonos, rico! Menudo susto teníamos en el
cuerpo —dijo Cristina.
Y se fueron, dejando a Patricia llorando y borracha. Una borrachera que le duraría muchos
años.
De camino a la tapia recogieron al gordo que estaba en el invernadero. Un invernadero
inteligente, todo electrónico. Allí estaba el gordo con un cuaderno y un lápiz, copiando
programas y funciones y todo el sistema.
—¿Lo tienes todo, gordo? —dijo Luis.
—Todo, lo tengo todo.
—Desde luego, hijo, en esa tripa te cabe todo. ¡Anda! —Dijo Cristina.
Ana se reía a más no poder. Volvieron juntos andando, menos el gordo. El gordo iba en la
moto, despacio, al paso de los otros, zigzagueando a veces para mantener el equilibrio.
Cristina y Ana le gastaron bromas a Luis que él fingía no entender del todo: que si no le
gustaba Patricia o qué... A lo que Luis respondía: "No sabe nada de ordenadores. No sabe nada
de la vida".
Pero por dentro pensaba algo parecido a esto: "Patricia es un pastel que empacha, produce
dolor de tripa. No, no tomaré productos caducados. Ese bombón está relleno de gusanos,
blanditos, pero gusanos.

6
Patricia es una golosina, no un alimento. Los tazones de chocolate saben bien, pero luego
dan dolor de cabeza".

6
XXXII

—O sea, que vosotras dos le pasasteis el sobre de "la tonta esa" al niño...—dijo Cristina—,
a ver cómo me explicáis eso, parejita.
—Te aseguro, Cristina, te a-se-gu-ro, que no teníamos ni idea de lo que pretendía. Nos
engañó.
—Nos engañó, nos engañó; pues qué pena, además de colaborar con lo que pudo ser algo
nefasto, lo hacéis sin querer, engañadas. Eso sí que es triste: hacer las cosas sin querer.
Equivocarse sin querer, parece una excusa, pero no, duplica el error: malas y además tontas.
—No seas dura. La tonta esa nos dijo que tenía planes para Luisito y que tú ya estabas
enterada —arguyó de nuevo Susana—. Pero no te preocupes nos tomaremos una venganza larga
y amarga con Patricia. —Y pasó a un tono más confidencial—: "Sabemos que su padre..."
Os ahorro los detalles, en síntesis: el padre de Patricia era un desgraciado, y ellas
planeaban hacer que su mujer se enterara de ciertas cosas, eso provocaría una crisis matrimonial
y Patricia sufriría. Esta era sólo la primera parte de la venganza que habían tramado Belén y
Susana. La segunda parte era igual de larga y amarga.
Cristina les cortó, no quería que se la hiciese tanto daño:
—Sois perversas, ¿No os da pena? ¿Entre qué piedras escondéis vuestros corazones? —
dijo—.
—¿Pena?: Ja, ja, ja, ja. ¡Pena! ¿Corazón? Cristina, —dijo Belén— he conseguido no sufrir
a base de no amar. Mi corazón, igual que el tuyo, es pequeño y duro como un garbanzo y estoy
muy orgullosa de él, así quiero ser: nada me afecta.
Una vez me contaste la historia de aquel fraile ruso que sufría por todo, que se echaba las
culpas de todo lo malo que ocurría a su alrededor, que pedía perdón a los hombres y a los
animales y a la tierra misma que tenía bajo sus pies. Ese hombre era una llaga abierta. Yo te
pregunté si es que estaba loco, me dijiste que no, que sufría porque amaba. Era su corazón como
el de una niña sensible a quien todo afecta. Tú me enseñaste a no sufrir, a no afectarme: "no te
ames más que a ti misma —decías—, así no sufrirás".
Tiene gracia que tú nos llames perversas y no recuerdes lo que hicimos con Pablo, por
ejemplo, ¡Oh! aquello fue el martirio chino... Y lo hicimos juntas, querida, juntas. Y con María
que tuvo que irse a vivir a Sevilla, ji, ji, ji, jo, jo. Sí, fue realmente crudo, una verdadera
persecución. O lo que hicimos para separar a Paula de Rodrigo. ¿Te acuerdas? Y todo porque tú
querías tener un ligue con él, que entonces era carne fresca. Te lo cargaste, le convertiste en un
golfo. Cuando recobró la libertad ya no era más que un besugo, un besugo venenoso.
¿Dices tú que somos perversas? Inclúyete, Cristina, inclúyete. Tu has sido siempre el
cerebro del equipo: la loba, la vampiresa. ¿Recuerdas cuando conseguimos que cerraran la
heladería que estaba aquí al lado? Esa gente se arruinó. Sí, es verdad que aquella falsa
blancanieves era una cotorra... Nos hicieron una faena, y lo han pagado. Ahora son pobres. —Y
añadió con un retintín de burla: Me encantan los pobres, me encanta darles limosnas...
Cristina escuchó aquellos recuerdos anonadada, y había muchos más. Ahora veía el mal
dentro de sí con toda su hondura. Era verdad, esa era su obra, esa era la obra del odio. "Y yo
estoy esperando que llegue la primavera... para casarme...—pensó—. Yo soy un invierno. ¿Cómo
me voy a casar así? Nunca podré vestirme de blanco, tendría que vestirme de bruja. ¡Dios! ¿Qué
he hecho? Y le salió casi una oración: "¡Oh!, Dios, si existe un Dios, perdóname mis pecados, si

6
existen los pecados"... Pero los pecados sí existían, estaban ahí como enormes pasmarotes
negros... Los reconoció. Así que... esos eran los pecados...
¿Qué hacer? ¿llorar? Sí, querría llorar... Pero no, eso no sirve para nada. Los problemas se
arreglan de otra manera...
—Chicas, dijo al fin Cristina, voy a tratar de explicaros una cosa. Sentaos, Belén cierra la
puerta, poneos cómodas que tenemos para rato.
Y empezó: "Está claro que yo ya no soy la que era..." Y siguió haciéndoles ver que todos
aquellos años de enredos y de odios, de perseguir presas, etc., habían terminado. Pero que las
cosas no se podían quedar así: "Decimos que ahora ya somos buenas y listo... No". Había que
deshacer todo el daño causado. Para ello había que empezar por recordar todas aquellas
perfidias. Hacer una lista exhaustiva de las fechorías, todas, e ir arreglándolas lo mejor posible...
una por una.
—¡Estás loca! —dijo Belén—
—Sí.
—No... si ya... —corroboró Susana— tanto tiempo con Ana...Tu niñita ha resultado ser tu
domadora: Cristina, nunca te había visto de rodillas, hasta ahora la diosa eras tú.
—Pues obedece a tu diosa. Manos a la obra, tenemos mucho que hacer. Iremos por orden
cronológico para no liarnos. Primero la lista. Nos reuniremos todas las tardes aquí, en mi cuarto,
a las nueve, para analizar la jornada y planear la siguiente. ¿De acuerdo?
—Bueno,como quieras, será divertido... Total ¿qué más da el bien que el mal? Lo
importante es la "movida", la "marcha". —dijo Susana—.
—De eso ya hablaremos... Ahora a trabajar.
La "movida" tiene su propia ética. Susana, Belén y muchos más piensan que el
"movimiento" es bueno por sí mismo, porque es progreso. La contemplación es estática, aburre,
es peligrosa, puede hacernos pensar, y pensar siempre lleva a rectificar. No. ¿rectificar? No, eso
es volver atrás, es regresivo, va contra el progreso y el progreso es para ellos un dogma. Come
back? No. Pasa, pasa, pasa ¡rápido! La movida no deja tiempo para pensar. De una cosa a la otra,
¡rápido!

***

Y se pusieron a trabajar. Aquello duró varias semanas. Había que quedar con mucha gente,
dar explicaciones, escribir cartas a personas que ya no vivían allí.
Fueron necesarios varios viajes, algunos de ellos largos. A veces tuvieron que poner avisos
en los periódicos o convocar reuniones de afectados. El mal se ramificaba y tirando de un hilo
salía un tejido de consecuencias terribles. Muchas veces se asustaron ante la magnitud de los
efectos secundarios. Lo que era una bolita de nieve, se había transformado en verdaderos aludes
muy difíciles de parar. Pero pararon muchos.
Tampoco podían delatarse. Ellas utilizaban la expresión "fue un malentendido"; "una
persona anónima nos ha dicho"... En algún caso, sólo cuando fue estrictamente necesario, se
delataron con toda sinceridad.
La habitación de Cristina se convirtió en un despacho donde instalaron varias líneas
telefónicas y un fax. Algunos asuntos tenían repercusiones económicas fuertes. Hubo que pedir
créditos, para ello constituyeron una fundación. Obtenían fondos de sus padres, de sus amigos,
incluso dieron algunos sablazos a los millonarios de la zona. Todo era para "beneficencia", y era
verdad.
Los ángeles de estas chicas, que hasta ahora estaban "desplumados", vinieron a verme:
"¡Tú eres un cerebro!"; "¿Cómo lo haces?" —me decían—. Yo, en mi innata humildad, sonreía y

6
les hablaba de mi teoría del "baño de luz" y de la libertad. En realidad el mal no tiene futuro, no
llegará más allá...
Todo se resumía en: "ama y haz lo que quieras". ¿Quién dijo esto?

6
XXXIII

Con todo este jaleo Cristina estaba atareadísima y no veía mucho a su novio, a Pepe. El
pobre Pepe se encontraba en el mes de agosto más solitario de su vida. Harto de beber en el
tórrido vaso de la soledad, se fue a ver a Ana que lo refrescó. Tenía en la cabeza pensamientos
muy negros sobre su boda...
—Mira, es que no sé qué pasa. Llamo a Cristina y me dice que está ocupada, que no puede
quedar. No sé, creo que se ha echado atrás en lo de la boda: tiene la cabeza en otra cosa. Ana,
como tú la conoces bien, quizá podrías ayudarme, enterarte de qué pasa. Por lo menos que me lo
diga... Además, está todo el día con esas dos. No sé...
Ana no estaba enterada de todo el tinglado que había montado Cristina, pero sí tenía una
idea. De manera que habló con Pepe y le tranquilizó, sin contarle nada, claro, de lo que estaba
haciendo Cristina.
Más tranquilo, Pepe habló de otras cosas, de Jorge, de lo cambiado que estaba y le contó a
Ana confidencialmente algunas trastadas que habían hecho juntos. Y al hacerlo, no sintió placer
como otras veces, aquellos eran sus edificios defectuosos... Estaban sentados y charlaban a
gusto.
—Ana, ¿sabes?, tú influyes mucho en la gente.
—No me gustan los halagos —respondió, y le echó el vaso de Coca-cola por la cabeza, en
un gesto rápido, imprevisible.
Uno de los cubitos de hielo se le quedó instalado perfectamente en la coronilla, el otro
resbaló por delante y entró limpiamente por el cuello del polo desabotonado de Pepe. Pese al
calor, la sensación del hielo en contacto con la piel le resultó dolorosa. Una sensación
intensamente refrescante, demasiado refrescante. Se puso de pie como impulsado por un muelle
y desalojó al gélido inquilino. Contuvo un gritito y todo quedó en un: "Uf, vaya, qué puntería".
Fue entonces cuando el otro cubito, el que estaba en la coronilla, entró en acción. Efectivamente,
dada la inestabilidad del lugar, cuando Pepe se movió, el hielo bajó por detrás y cayó en la
butaca, donde de momento nadie se acordó de él. Pero solucionada la crisis que produjo el
primer cubito y ya completamente aliviado, Pepe se dejó caer en la butaca y ese fue su error,
porque allí sus posaderas, que buscaban tranquilidad, encontraron algo distinto, encontraron las
aristas picudas de un cubo geométricamente perfecto y bien duro. El choque fue tremendo. Unos
cuantos cm3 de H2O a 0ºC provocaron el más desgarrador y estridente chillido que Ana escuchó
aquel verano.

***

—Perdóname, te he puesto perdido, Pepe. —Dijo Ana ruborizada.


—No, no tiene importancia, en fin... Se nota que también Cristina te pega algunas de sus
malicias.
Y se echaron a reír.
Y yo también me eché a reír con mi pneumática risa. Y saqué otra cosa en claro: a la
bondad le sienta bien su pizquita de picardía.
—Entonces, lo de Cristina, ¿no es nada?, ¿seguro? —dijo Pepe cuando ya se despedía.

6
—Tranquilo, te lo aseguro. Lo que está haciendo Cristina, lo hace por ti. Ahora está
demostrando que te quiere de verdad. Quizá algún día te enteres de los detalles. Confía en mí y
confía en ella. No pasa nada. ¿Vale?
—OK. Me voy mejor. Adiós.
—Adiós.

***

Al subir a su cuarto, Ana se encontró con Luis que bajaba con el gordo. Los dos iban
cargados de aparatos.
—¿Dónde vais con tanta chatarra?
—A casa de Cristina.
—¿Quéee?
—Sí, es que le estamos montando un equipo informático. Nos ha encargado además varios
programas... Adiós.
—Adiós.

6
XXXIV

Jorge y Ana se veían todos los días. El curso que viene Jorge acabaría quinto y con él la
carrera.
Para el verano Jorge se había buscado trabajo en el despacho de un tío suyo. Estaban
encantados con él tanto los abogados como las secretarias. "Es que, no sé, me resulta muy fácil
ser simpático, Ana, estoy en un gran momento".
Yo pensaba en el trabajo que me estaba costando sacarle adelante. Su custodio estaba muy
animado, pero necesitaba la ayuda de un experto, en fin..., nos reuníamos y le iba instruyendo:
"mira Paco: en la mayoría de los hombres he encontrado inconsistencia para el bien; y la verdad
es que no los creo más consistentes para el mal. El gran error está en tratar de obtener de cada
uno en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee. Los
hombres más opacos emiten algún resplandor: este asesino toca bien la flauta; ese que parece tan
cruel es quizá un buen hijo; ese idiota compartiría con cualquiera que lo necesite su último
mendrugo. Y pocos hay que no puedan enseñarnos alguna cosa".
Jorge se lo contaba todo a su pareja. Pero entre los dos seguía ese fantasma...
—¿Qué hace mi hermana exactamente con todo ese rollo de la fundación?
—Tu hermana está esperando la llegada de la primavera...
—Ya empezamos con los enigmas. A ver... déjame pensar... : ¡La gallina! ¡Venga! ¿Qué
hace?
—Yo no lo sé exactamente, Jorge, pero sospecho que se está quitando las pulgas.
—¿Podrías ser más explícita?
—No.
—Bueno, a pesar de todo te invito a un helado. A ver, niño —dijo al chaval que atendía la
heladería— ¿Quién es la chica más guapa que ha venido en toda la tarde?
—Sin discusión: ésta —dijo el chaval. Ana, ruborizada e indignada, miró para otro sitio, no
la gustaba ser tratada como un artículo que se exibe.
—Pues... que lo sepas —y le habló más bajito— esta chica es un hada, ¿oyes? Un hada
madrina —y le guiñó un ojo. Luego, recuperando el tono normal, pidió: ponle al hada uno de ron
con pasas y a mí otro.
Al oir todo esto, Ana recordó algo que le dijo su madre hacía mucho: "A las chicas guapas
se las alaga y los alagos las debilitan. Ana, agradece los cumplidos, pero no dejes que te
ablanden el carácter".
Al rato aparecieron Luis y el gordo armando bastante ruido. Desde que cerraron la otra
heladería todos los de la urbanización tenían que venir a ésta que estaba junto al Cangrejo,
aunque se rumorea que la van a abrir otra vez los mismos propietarios...
—¿De dónde salís vosotros? —preguntó Jorge.
—Estábamos ahí fuera —dijo Luis— os hemos visto entrar y nos hemos dicho: Jorge es
tan bueno que seguro que nos invita a algo.
A Luis poco a poco se le habían pasado sus temores respecto a Jorge, y ahora eran buenos
amigos teniendo en cuenta la gran diferencia de edad.
Se sentaron fuera, en la terraza, los cuatro. Eran las nueve y media. Había poca gente por
allí. Del Cangrejo salía gente con cuentagotas.
Jorge les contaba un caso en el que estaba colaborando sobre un hombre que apuñaló a su
mujer por celos. Un caso con mucho morbo que entusiasmaba a los chicos.

6
De pronto salieron del Cangrejo, en pandilla, cinco tipejos armando camorra. Estaban bien
tocados. Uno de ellos se acercó a Ana, la miró descaradamente de arriba abajo, y dijo a sus
compinches: "Mirad, es un ángel". Otro, con cara de bestia, sugirió: "Vamos a llevarnos al
ángel... Las chicas son de todos, ¿no?".
Jorge fue el primero en ponerse de pie: "Muchachos, hay que aprender a beber... Y tú...
cara-bruto, ¿con eso de que las chicas son de todos te refieres a tu hermana o a tu madre?".
En otros tiempos, sin mediar palabra, Jorge se hubiese liado a puñetazos directamente, pero
ahora estaba menos belicoso, tenía paz, y avisó: "Este ángel tiene dueño y no está en venta.
Vuestro camino es por allí, porque en este lado estoy yo".
Le contestó otro: "Mi camino pasa por encima de ti y sigue por encima del angelito y de
esos dos mocosos".
Luis, se levantó también y con él el gordo. Ana seguía sentada pidiéndome que no hubiese
pelea: "Tomás ¡por favor!". Pero yo tenía ganas de marcha, ejem, y me pareció que teníamos
posibilidades: cuatro contra cinco, y además ellos están algo mareados.
Digo, que Luis se levantó y dijo al que había hablado: "Mocoso tu padre" —qué poca
imaginación tienen los de ciencias— y sin esperar más le pegó un cabezazo en la cara. El otro se
llevó las manos a la cabeza, descubriendo su guardia, y rápidamente recibió el terrible rodillazo...
Uno menos, pensé. Pero antes de que yo pensara nada, Jorge había sido alcanzado en el ojo
por un potente cruzado de derecha. El gordo tuvo su bautismo de fuego contra el más grande de
ellos, se enzarzaron por el suelo. Ana seguía intacta, animando a los suyos.
Vi que no, que la cosa se ponía fea: Jorge ya no es el que era... Hice trampas otra vez...
De pronto y sin que ellos supieran por qué, aparecieron dos coches de la policía —
encargué dos para asegurar.
Todo quedó en unos moratones.

***
Por la noche, Ana, en su cuarto, estaba confusa, le venían a la cabeza algunas frases que la
torturaban: "tú eres mi delfín blanco"; "Ana, tú influyes mucho en la gente"; "que sepas que es
un hada, un hada madrina"; "mirad, es un ángel"; "este ángel tiene dueño". Demasiados piropos
para merecerlos. "Alguien cubre mi parte oscura, ¿soy yo esa? ¿A quién ven?... Soy un
instrumento...
Ponderaba todas estas cosas que le ocurrían y se desconcertaba. Sufría y entonces venía a
mí en busca de luz, pero yo no tenía nada que darle. Aquello me excedía. Excedía mis
competencias.
Allí, en el fondo de su corazón, la figura de Jorge se agrandaba, y... luego, súbitamente,
desaparecía sin dejar rastro... ¡desaparecía! Jorge era sólo un capítulo, la historia era más larga...
¿Quién eres Ana?, ¿cuál es tu nombre?, ¿es Ana? ¿Qué buscas?, y... ¿qué tienes ahora?, ¿es
esta tu vida?, ¿dónde vas?, ¿de dónde vienes?
Eran muchas preguntas, y no había respuestas. ¿Dónde están las respuestas? Vive, las
respuestas están en la vida.

6
XXXV

Cristina, Susana y Belén decidieron que había que ampliar locales. Lo que empezó siendo
una reparación de daños, se convirtió en una "Fundación Asistencial Nacional de Ayudas".
Habían entrado en contacto con muchas personas que hacían donativos a la fundación y
con otras que necesitaban ayuda urgentemente.
Cambiaron de sede. Se hicieron con un pisito y pusieron un letrero en el portal con el
nombre de la fundación. Por allí desfilaban todo tipo de personas con problemas. Algunos con
problemas económicos, otros con problemas laborales, otros con problemas sentimentales o
legales. Era una especie de gestoría, consultorio, bufete asistencial.
Aquello sacó de la inacción a Susana y a Belén. Poco después Cristina pensó que ya era
hora de retirarse y dedicarle tiempo a Pepe, así que dejó a sus dos amigas con el "negocio" y
volvió a la vida normal.
Nadie supo nunca cuál fue el origen de aquella fundación, que con el tiempo llegó a tener
bastante influencia en el país.
De todos modos, Belén y Susana —a las que encantaba aquel trabajo— seguían
consultando a Cristina los casos más difíciles y la nombraron Presidenta Honoraria Vitalicia.
Concedían becas a estudiantes; canalizaban ayudas al Tercer Mundo; intervenían en
congresos internacionales. Se fue perdiendo un poco el ambiente familiar del "consultorio"
debido a la magnitud de la empresa.
A los cuatro años compraron un edificio en el centro de la ciudad y un miembro del
gobierno fue a inaugurarlo. Allí trabajaban médicos, psiquiatras, abogados y muchas secretarias.
El primer hospital lo construyeron en Calcuta y luego varios más en Bolivia y Perú.
Abrieron centros de ayuda a expresidiarios, a drogadictos, a madres solteras. Crearon
subvenciones para las madres con hijos no deseados. Casas para niños abandonados. Fomentaron
el asociacionismo juvenil. Crearon una institución para la defensa del nasciturus que hundió
varias clínicas abortistas.
Todo ello hecho con una mentalidad empresarial férrea y fría propia de doña Susana y doña
Belén, como las llegaron a llamar.
A Susana y a Belén les gustaba tramar y urdir, y lo hicieron, vaya que si lo hicieron.
Un día, cuando todos eran ya mayores, apareció una secretaria en el superdespacho de
Susana que, cómo no, estaba con Belén.
—Pregunta por ustedes una pobre, una mendiga, conoce sus nombres y apellidos, insiste en
verlas personalmente.
—¿Cómo se llama? —preguntó Susana.
La secretaria abrió el bloc donde tomaba sus notas y dijo:
—Patricia, Patricia Ruiz.
En efecto era la tonta esa, Patricia. Se miraron y:
—Que pase —dijeron las dos a la vez.
Sí, los corazones de Susana y de Belén se habían agrandado tanto como la Fundación
Asistencial Nacional de Ayudas y había hueco allí también para Patricia: "la tonta esa".

6
XXXVI

Cristina leía en voz alta, leía muy bien, y Pepe escuchaba... hasta que interrumpió.
—Ese Platón era griego, ¿verdad?
—Sí, era griego —respondió Cristina—. Escucha:
"Con palabras académicas no puede comunicarse el contenido de la palabra bueno. Sólo a
través de una prolongada convivencia, por medio de una frecuente conversación familiar, salta de
pronto una chispa que prende en el corazón y se abre camino por sí misma. La virtud no puede
ser aprendida de modo abstracto, sino que es estimulada por la conducta del hombre excelente".
—Sí, sí, algo cojo, pero es complicado. Está diciendo algo así como que un buen ejemplo
vale más que mil palabras.
—Justo —dijo Cristina— o dicho de otro modo que fray ejemplo es el mejor predicador.
Pero lo que más me gusta es cómo lo dice, fíjate: "la virtud no puede ser apren dida de modo
abstracto, sino que es estimulada por la conducta del hombre excelente". O sea, que ves un héroe
y te animas a ser heroico. El que posee algo con plenitud, ese es capaz de transmitirlo. Pero hay
que poseerlo con plenitud. Nadie da lo que no tiene. Si yo estuviera decrépita o fuera una niña,
no podría tener hijos, ya que no poseería la feminidad con plenitud. Esto es interesante. Sólo
puedo transmitir a otros las ideas que poseo con convicción. Está bien, ¿no?
—Sí. Y yo estoy convencido de que este libro te lo ha prestado Ana.
—No, Ana no necesita libros, ella lo lleva todo dentro. Por cierto, ¿sabes que el otro día me
llevó a confesar?
—¿Confe...qué?

***
Habían pasado algunos meses. Comenzó el curso y los que seguían estudiando volvieron a
los libros, Ana a su francés. Luego llegaron las Navidades cargadas de regalos, de nieve y de
nostalgia.
Subieron la cuesta de enero. Y siguió pasando el tiempo. La primavera estaba cada vez más
cerca. Fue a finales de febrero cuando, un día, sentadas en el salón de la casa de Cristina
hablaron Ana y ella.
Aquel día hablaron mucho, muy despacio, fue una conversación con una profundidad de
muchas atmósferas; de hecho, después, necesitaron burbujas de oxígeno.
El salón de Cristina tenía forma de "ele", era bastante grande. La puerta que daba al hall,
era de dos hojas. Los ventanales tomaban su luz del jardín. La calefacción funcionaba bien y la
temperatura era adecuada en la estancia. Estaban sentadas en un rincón, sobre unos sillones de
cuero negro, muy cerca una de otra. Una lámpara de pie con pantalla de pergamino cubría el
déficit de luz de esa tarde de invierno.
Cristina fumaba un cigarrillo y las volutas del humo hacían el ambiente más acogedor y
relajante. Muy bajito se oían los compases de "Islands", en un compacto que había en la otra
parte del salón. En este ambiente, tan concreto y tan eterno, se produjeron, sin violencia,
confidencias muy íntimas:
—Aquel día... en la piscina, ¿recuerdas?, lloré de pena; hasta entonces sólo había llorado
de rabia. Me quedé muy a gusto. Para mí fue como lavar el pasado. ¿Se puede lavar el pasado

6
con lágrimas? No sé. Me sentí mejor. Después de aquello miraba a la gente como de otra manera.
Fue como liberarme de una pesada carga: aquellas lágrimas eran un lastre, tenía que echarlas.
Pero después pasó el tiempo y, sin perder ese sentimiento de paz, notaba como que no
bastaba, que faltaba algo, algo más objetivo, más práctico: actuaciones.
La luz me vino, fíjate, hablando con Susana y con Belén. Y entonces fue cuando montamos
todo aquel tinglado de la reparación de daños: sentí la necesidad de pegar los trozos de las cosas
que había roto; lo malo es que no eran cosas, sino personas... A las dos les encantó la idea,
aunque ellas aún no han llorado. Entonces volví a estar muy tranquila. La verdad es que fue una
temporada alucinante, ya te contaré algún día... Nos sentíamos buenas, mucha gente nos daba las
gracias. Aquello terminó, ellas han continuado por capricho... Y ahora llevo unos días como con
un ahogo. Estoy tranquila, no creas, pero noto que falta más...
Ana, por favor, a ver si aprendes a fumar —dijo cambiando al tono normal—. Porque
resulta que Ana había cogido de la cajetilla de Cristina un cigarro —que en sus finas manos
parecía un cartucho de dinamita—, lo había encendido, y en la primera chupada se atragantó. Y
ahora tosía la pobre, el humo le salía por todos los orificios de la cara.
A Cristina le entró la risa y entonces, con la agitación de las carcajadas, se le cayó su pitillo
sobre la ropa. Las dos se liaron a manotazos con las briznas que, como fuegos artificiales,
volaron sobre el vestido de Cristina y luego al suelo. La risa aumentó ahora en decibelios, hasta
eclipsar por completo la música de "Islands", que pareció conformarse sin protestar. Las dos
continuaron riéndose después de apagar "el incendio". No, no había quemaduras, ni en la ropa, ni
en la alfombra. Lo comprobaron bien. Cuando al fin se calmaron, Cristina se arrellanó en el
sillón y continuó... "Siento que me falta algo. Ana, una cosa más ¿qué es eso de confesarse?".

***

Entraron en la capilla. Dentro había pocas personas. A la derecha estaba el altar, y frente a
la puerta tres confesonarios. En uno de ellos podía verse una luz encendida, con cuyos servicios
un sacerdote menudito —que tenía el pelo blanco peinado a raya— leía su libro de oraciones. El
silencio era total. Sólo se oía un leve murmullo: el de los que en esos momentos, a la sombra de
aquellos confesonarios, musitaban la verdadera historia de sus vidas.
Ana y Cristina se arrodillaron un rato. Después, Ana señaló el confesonario de la lucecita,
Cristina se puso de pie y caminó lentamente hacia él. Ana la veía de espaldas recorrer aquel
camino, un camino que había sido demasiado largo...
Cristina se acercaba muy despacio, pero sin vacilar. Sus rasgos se afilaron, estaba seria.
Dentro del pecho el corazón le saltaba como un pájaro en su jaula.
Por fin se oyó el crujir de la madera acomodándose al peso de Cristina, que la hería con sus
rodillas. Esas maderas se acomodaban a cualquier carga, habían sufrido los cuerpos pesados de
muchos penitentes.
Y un murmullo nuevo se unió a los anteriores: la verdad se dice siempre bajito.
Ana seguía clavada en su sitio, me pedía que ayudara a Cristina, que le diera fuerza, que le
diera valor. Pero era inútil, Cristina no necesitaba ni fuerza ni valor. Sólo necesitaba el perdón de
Dios y eso lo estaba alcanzando ahora.
La vida parece muy larga, pero lo que uno puede decir de ella se resume en breves
instantes: lo auténtico se condensa en pocas palabras: "unas pocas palabras verdaderas" —diría
Machado.
El mueble volvió a crujir cuando Cristina se levantó de él: esta vez fue un crujido de alivio.
Ahora Ana la veía venir de frente, pálida por el esfuerzo, andaba deprisa, casi corría, ¡qué
hermosa era Cristina! La veía venir resuelta, elegante: parecía una reina. Se hincó de rodillas al
lado de Ana, pegada, se rozaban. Y tras unos instantes comenzó a llorar. Lloró unas lágrimas
dulces, silenciosas, tonificantes, sin convulsiones: estaba cumpliendo la penitencia.

6
El plato preferido de Dios son las lágrimas de los arrepentidos; no hay que olvidar esto
nunca. Cristina no lo sabía, nadie se lo había enseñado, pero ya no lo olvidaría en toda su vida.
Salieron de la capilla por la puerta grande. Ya en la calle, Cristina se volvió como para
despedirse del edificio: "Habrá que volver por aquí", dijo. Lo que para ella fue durante tantos
años un ámbito irrespirable y hostil, era ahora el ambiente del hogar, allí estuvo a gusto.
Y en seguida empezaron a hablar y a reír y a comentar. El silencio anterior se transformó
en una alegría bulliciosa. Hacían mucho ruido, era un ruido de cascabeles. Llegaron a casa de
Cristina y descorcharon una botella. Se tomaron unas copas de champagne, casi se acabaron el
frasco. La química ahora se sumaba a la fiesta del alma. Todo el mundo estaba allí, Jorge, Pepe y
algunos más:
—Pero, ¿a qué viene todo esto?, ¿por qué brindamos?
—Es un secreto, un misterio —dijo Ana.
Y brindaron todos juntos por aquel misterio. La primavera ese año se adelantaba.

6
XXXVII

Todavía ocurrieron cosas desagradables. Un día Ana llegó a su casa, volvía de la facultad,
abrió la puerta con su propia llave. Detrás, en el jardín, los perros ladraban. Todavía no había
terminado de traspasar el umbral cuando oyó, lejanos, procedentes del salón, unos sollozos
ahogados y, en seguida, a su padre que decía: "No te preocupes, Bea, saldremos adelante,
tendremos más oportunidades".
Ana era incapaz de escuchar una conversación detrás de una puerta, pero esta vez lo hizo,
se quedó parada, como helada y escuchó los sollozos de su madre y los consuelos que le
administraba su marido.
En resumen la cosa consistía en que tenían que vender la casa y la finca para pagar unas
deudas, que con eso quedaban perfectamente liquidadas, los bancos no daban más créditos. Les
quedaba un piso que habían heredado y el trabajo que él había conseguido como asesor de una
empresa editorial. Pero eso sí, había que vender el chalet y trasladarse a aquel piso. Y todo ello
cuanto antes.
Ana, cuando salió de su asombro, entró en el salón y despacio se acercó a sus padres. Los
dos la miraron muy tristes y vieron que había oído todo. Su madre se levantó para abrazarla y
sólo le dio tiempo a decir: "Anita, querida". Porque Ana empezó a quitar importancia al asunto:
que el chalet estaba muy viejo, que a la finca no iban nunca, que estarían muy bien en el piso.
Que a qué venían esas caras tan tristes. Y además:
—Mamá, no llores que te vas a deshidratar, aunque ya querrías tú perder unos kilitos ¿eh?
La madre más guapa de la casa mua, mua, mua, mua.
A su padre le agarraba las manos y se las besaba, y a cada beso le decía:
—¿Cuánto vale un beso? Pues toma otro y otro y otro. Eres rico, papá. Y esta moneda no
se me acaba, cuando necesites no tienes más que pedirme, tengo millones y millones.
Luis estaba ya inquieto porque era la hora de comer y, al oír el pequeño tumulto, fue para
allá. En dos palabras le pusieron al corriente, con este no había que andarse con rodeos:
—Luis, nos hemos arruinado —dijo su padre—, tenemos que cambiarnos de casa, nos
vamos de la urbanización, ¿entiendes?
—Sí, ¿y qué? Yo lo que quiero es comer.
Todos se echaron a reír de la ocurrencia que el pillo de Luis soltó oportunamente. Violeta
apareció furtivamente atraída también por el jaleo. Se lo dijeron y comentó:
—Nos está bien, nos está bien, que ya era mucho lujo, señorito. Porque yo me voy al piso
¿eh?
—Por supuesto —le dijeron.
—¡Ah! —añadió— lo que yo digo: a las duras y a las maduras.
Por fin se fueron a comer. Luis les contó todo lo que sabía sobre quiebras y suspensiones
de pagos. De cómo la bolsa de Nueva York había bajado esos días. Al final los americanos tenían
la culpa de todo.

***

Más tarde, Ana en su cuarto repasaba —como siempre— los acontecimientos del día. ¿Qué
cosas nuevas traerá este cambio? ¿Qué pasará? Los amigos, el ambiente, todo cambiaría, se

6
rebelaba contra la inseguridad. Claro, para su padre la cosa era más dura todavía: nuevo trabajo,
y el terrible regusto de una derrota a su edad, una derrota como aquella.
Lo peor fue el reproche que me hizo: "Y tú, Tomás, qué ¿de vacaciones? ¿en qué has
estado pensando? ¿no se podía evitar esto?"
Con qué ganas le habría pegado un susto contestando directamente a sus preguntas, pero
eso hubiera sido una grave transgresión de las normas. Para hacer una cosa así se necesita un
permiso especial que se concede en muy contadas ocasiones.
Pero no, aquello no se podía evitar. Hasta última hora hice gestiones a “muy alto nivel".
Nada, la crisis era necesaria como parte de una maquinaria importante, aquello era parte de un
plan de la superioridad, concebido con antelación. Se me dijo que yo me limitara a continuar mi
trabajo, que mi labor era muy tenida en cuenta y estimada...
En fin, nada. Pero claro, ahora yo tenía que dar la cara ante Ana, sus reproches se dirigían a
mí.
Me quedé junto a ella y traje a su memoria las ideas de abnegación, de sacrificio; pero
fueron rechazadas.
De nada sirven las "razones" y los silogismos cuando los sentimientos se desencadenan con
vehemencia. En momentos así el cerebro se recalienta y cede los mandos de la nave a un piloto
más caprichoso: el corazón.
Es difícil de entender el sufrimiento. En el fondo es una cuestión de humildad: la vida se
me da, es un don, he de amarla entera con sus dulzuras y sus sinsabores. ¿Es malo el dolor?, a
esa pregunta se contesta con otra: ¿son malos los dentistas?... Cuando llega el sufrimiento hay
que pensar que “alguien” me está sacando las muelas picadas del alma.
Mientras se siente el dolor no todo ha terminado. Un poeta dijo: “En el corazón llevaba la
espina de una pasión, logré arrancármela un día: ya no siento el corazón”. El dolor es el testigo
del corazón. Sí, mientras hay sufrimiento sabemos que el corazón sigue ahí, en su sitio.
De todos modos es duro. Ante el dolor unos se hunden en el océano del desencanto,
mientras que otros crecen impetuosamente madurando y produciendo el fruto de la
“personalidad”.
Agustín de Hipona se preguntaba: “¿Cómo sabremos que el árbol es fuerte si el viento no
lo azota?”.
Ana, ahora estaba siendo zarandeada. Se debatía. El enemigo estaba activo. Miraba hacia
su futuro y no veía más que la boca de un negro túnel. La vida, que para ella había sido siempre
una sucesión de pasos claros dados a la luz del día, parecía ahora un piélago de movedizas
inseguridades. Sus previsiones se tambaleaban. Las pequeñas dificultades de la vida corriente
dejaban su tamaño doméstico y su aspecto tranquilo, para adquirir de pronto dimensiones
descomunales y rostro feroz.
"He sido abandonada —pensó— he sido engañada, se me pide algo que no puedo dar, no
puedo".
"¿Seguir el camino trazado, obedecer la orden que me envía el destino, trepar por la dura
pendiente que se pone ante mis ojos?; o, ¿dar la espalda y negarme a beber eso que parece un
amargo trago?... No puedo".
Era la batalla final y Ana la estaba perdiendo...
Tuve miedo una vez más. Sus pensamientos se tornaban más sombríos a cada momento. El
enemigo capitalizaba la situación. ¿Qué hacer? Piensa algo y piénsalo rápido —me dije—... La
ayuda vino de fuera...
De pronto empezó a sonar en el jardín el ruido de guitarras y canciones, la música se oía
cada vez más cercana. Se estabilizó justo debajo de nuestra ventana. Ana se asomó: eran "tunos":
"¡la tuna!". Había caras conocidas. Cantaban:

“¡Ay! corazón, ve y dile


que la quiero tanto,

6
porque cuando se entrega la vida
los dolores se acaban cantando”...

Y después:

“¡Ay! corazón, si te entregas


a un amor entero
tras las rosas están las espinas
porque así es el amor verdadero”.

Sólo un sentimiento vence a otro sentimiento. Lo que aportó al corazón de Ana aquella
canción no fue una conclusión intelectual inteligentemente pensada, sino un hermoso
sentimiento de amor y de entrega que venció por KO al intruso egoísmo que, por un momento,
nos tuvo al borde del precipicio.
Una melodía bastó para devolver la paz al alma que la perdía.
El enemigo salió una vez más con el rabo entre las piernas. Luego supe que todo fue cosa
de unos colegas agradecidos por mis lecciones y por la influencia de Ana sobre sus patrocinados.
Ana se durmió esa noche tarareando bajito: "tras las rosas vendrán las espinas, porque así es el
amor verdadero".

6
XXXVIII

Al final, la mudanza no urgía. La fecha del traslado quedó fijada para el mes de mayo.
Antes tenían que encontrar compradores, etc.
Lo que sí era inminente era la boda de Cristina. Faltaban días, y es que “aquí abajo” el
tiempo vuela.
La casa de Cristina y Jorge era un hervidero de actividad. Aquello parecía una tienda de
regalos: menajes de cocina; mantelerías; juegos de cama; cuberterías... Ella sonreía al ver llegar
todo aquel material que antes habría calificado de "cursilería incalificable": todo aquello le venía
muy bien. Una cosa es hablar y otra montar una casa.
Belén y Susana le regalaron con muy mala uva unos faldones rosas con flores amarillas
para una mesa camilla. Se lo llevaron personalmente: no querían perderse la cara que pondría "la
loba". Cristina, cuando lo vio, cuando vio aquel engendro, se lo quería hacer comer a las dos. Las
persiguió por toda la casa entre cajas y envoltorios. Al final la calmaron y entonces Susana sacó
un estuche que contenía un collar de perlas auténticas que les había costado un ojo de la cara. A
Cristina casi le da un "patatús", se enterneció y lo agradeció muchísimo. Pero aún quedaba el
golpe final, porque en ese momento Belén le entregó un paquetito más. Cristina lo abrió y al
abrirlo quedó a la vista un camisón de seda, era un camisón de película de dos rombos. "Guarras,
marranas, asquerosas", les dijo Cristina mientras ellas se desternillaban de risa.
El día que Ana no iba por su casa, Cristina se ponía histérica: "Jorge, vete a buscarla,
necesito ayuda". A Jorge bien poco trabajo le costaba ir a por ella. Cogía el coche y la traía.
—Cristina, ¿qué has hecho con el camisón aquél?... —le dijo Ana una vez con retintín.
—Lo tengo guardado —respondió Cristina en tono confidencial—, cuando tenga tiempo lo
convertiré en pañuelos.
Cristina adquiría cierta mentalidad doméstica, como se ve. Aprendía a devolver la vida a
las cosas muertas.
Otro día en que estaban las dos solas, ya tarde, en aquellos sillones de cuero negro, Ana le
contó lo de sus padres y lo del traslado y tal. Cristina se quedó confundida, aquello era una
catástrofe.
—Y ¿qué voy a hacer yo sin tenerte a mano? Moriré sin remedio.
—Bueno, te llevaré flores a la tumba todos los viernes —bromeó Ana.
—Hombre, siempre es un consuelo —dijo Cristina. Y luego poniéndose seria añadió:
Habrás sufrido lo tuyo... Y yo aquí feliz de la vida, soy una egoísta.
—Pues me gustas así... O sea, que no cambies, dijo Ana.
Y tuvieron que reírse.
Luis y Carlos, el gordo, regalaron a Pepe y a Cristina un programa de organización
doméstica que contenía desde un anotador de mensajes acoplable al teléfono, hasta una memoria
con cinco mil recetas de cocina. Y desde un sistema para llevar las cuentas, hasta un fichero de
proveedores. Además tenía reloj, lista de cumpleaños con avisador, calculadora, etc. Y todo lo
habían hecho ellos. Eso sí, simplificaron al máximo el manejo. Aquello encantó a Cristina de
verdad y empezó a utilizarlo inmediatamente: "Es muy práctico" —decía.
Hacía ya varios meses que Pepe había hablado con su padre sobre la vivienda. El padre de
Pepe era también arquitecto, pero se dedicaba a los negocios inmobiliarios. De manera que, en
seguida, consiguió la casa que quería. La amuebló él personalmente a su gusto: todas las paredes,
los techos y los suelos eran blancos. Los muebles eran todos ellos del mismo estilo, diseñados

6
por él, desde la mesa del comedor hasta la última banqueta de la cocina. Eran de madera vista,
color más bien oscuro. Las cortinas rojas sangre de toro, igual que las alfombras. Cuadros había
muy pocos, la mayoría hiper-realistas de buen tamaño, excepto en su estudio, donde llenó las
paredes con una selección de los dibujos que había hecho a Cristina, enmarcados en un verde
fuerte, había unos treinta. Los apliques daban una luz blanca indirecta y muy abundante.
Cuando Cristina y Ana fueron a verla, coincidieron: la casa era preciosa. Una cosa no le
gustó a Ana: era muy grande. Cristina se lo explicó: "Es que Pepe quiere tener cien hijos". Ana
sólo pudo comentar: "Pues este moro necesitará un harén". "De eso nada —respondió Cristina—
saldrán todos de aquí dentro, uno detrás de otro". Y Ana, por seguir la broma dijo: "¿Cien?"; a lo
que la otra replicó: "Me minusvaloras, querida, me minusvaloras". Y las risas se oyeron por toda
la casa.
No fueron cien, fueron siete. Del primero ya hablamos, murió a los doce años. Los otros
seis, todos niños menos la quinta, le dieron a Cristina con el tiempo un total de treinta nietos.
Pepe murió prematuramente a los cincuenta años, consumido por un cáncer de pulmón.
Cristina fue una gran madre: sus hijos la adoraban; desde el principio supieron que su madre era
una diosa, y la seguían... Todos los chicos salieron a ella, la niña, sin embargo, era como Pepe,
por eso la quiso más.
Un día, la niña, a los once años, cuando aún vivía Pepe, llegó del colegio demasiado seria.
Le contó a su madre que la profesora había hablado en la clase sobre los hombres y las mujeres y
tal... Cristina estuvo con ella hasta que se aseguró de que su hija estaba tranquila. Y después lloró
por cuarta y última vez en su vida.

6
XXXIX

La iglesia estaba llena de gente. Los novios delante del todo, en el centro de la nave,
flanqueados por los padrinos. Jorge y Ana en el primer banco muy cerca de los novios. Cristina
llevaba un traje blanco, sencillo, sin cola, "eso es una horterada" —repitió aquellos días. Pepe iba
de chaqué y estaba como una pila. Cristina no hacía ni un movimiento en falso, seria, pero
tranquila, dominadora: no olvidaba ni un detalle.
Estaba muy concentrada, completamente metida en lo que hacía, al revés que los
asistentes, los cuales, ostentaban una alegría ruidosa que se exteriorizaba en cuchicheos muy
frecuentes y en sonrisas de complicidad.
Pepe se volvía a mirar a Cristina con frecuencia, buscando apoyo. A veces ella se daba
cuenta y le miraba con serenidad, sin hablar, y otras, sólo encontraba el perfil de su novia
perfecto y concentrado: estaba metida dentro de sí. Eso le animaba y trataba de imitarla pero le
duraba poco, en seguida volvía a mirarla en busca de compañía. Y aquella actitud durante la
boda, fue como un resumen de lo que sería la historia de sus vidas.
El sacerdote ahora decía: "derrama tu gracia sobre estos hijos tuyos,... y hazlos fuertes en
el amor". A Cristina le dieron ganas de decir: “Amén, así sea, sea así: "fuertes en el amor". Yo fui
fuerte en el odio ¿seré también fuerte en el amor?: Así sea", pero se contuvo.
Después de un rato oyó: "Cristo va a bendecir vuestro amor y (...) os dará fuerza...". "¡Ah!,
claro, la fuerza me la vas a dar ¡Tú!, me la estás dando ¡Tú!, sí, sí". "Para que os guardéis
siempre mutua fidelidad...". "Siempre, siempre, siempre, la palabra más hermosa del diccionario,
esa es la palabra de hoy: siempre; y será la palabra de mañana —pensaba Cristina— hay que
construir un siempre". Y miró a Pepe que llevaba un rato con los ojos fijos en ella. Parecía que
él, falto de ideas, seguía la ceremonia leyéndola en los pensamientos de Cristina. No hablaron,
pero en esa mirada Pepe dijo: "Sí, hay que construir un siempre cada día, una fidelidad".
"Así, pues, ya que queréis contraer santo matrimonio —continuaba la voz—, unid vuestras
manos...". "¡Claro!, eso tenía que llegar, me lo figuraba, esta mano parecía un objeto perdido,
¡hala! déjate encontrar por quien te busca —pensó Cristina—“. Sus pensamientos cabalgaban
sobre las palabras que pronunciaba la voz de la liturgia. No tardó en darse cuenta de que lo que
ella sentía en esos momentos estaba escrito en el libro que el sacerdote recitaba. Aquellas
oraciones las habían oído antes muchas parejas. Pero Cristina se sorprendía ante la identidad que
parecía existir entre el proceso de sus emociones y las palabras que escuchaba. Eran dos líneas
paralelas que, muy juntas, seguían un mismo recorrido.
"Unid vuestras manos"— oyó, y dejó que Pepe atrapara lo que amaba con ternura, lo que
buscaba con tesón desde el principio. Al hallarla la reconoció como algo propio y se calmó. Con
esa mano entre las suyas Pepe era más fuerte, él se creía invencible. La mano de Cristina lo era
todo.
Y llega el momento culminante. Ahora hay que decir que sí. Esa calma adquirida al
contacto con Cristina, le prestó arrestos para pronunciar un "sí, quiero" que puso a prueba la
solidez del edificio. Del edificio material, de su edificio intelectual, y de las cuatro piedras que
Cristina llevaba puestas en su nuevo edificio de caridad. Fue el "sí" de un arquitecto decidido a
construir un hogar nacido en los muros fuertes de la Iglesia.
Después la voz se dirigió a Cristina: "... y prometes serle fiel en las alegrías y en las
penas..."; y ella contestó: "sí"— tranquilamente, bajito. Hubiera preferido decir: "claro".

6
Entonces recordó sus propias palabras: "yo ya no jugueteo, me retiré hace tiempo"; y esto la
entristeció: había jugado demasiado con el amor...
Luego hubo música y cantos y con ellos, una distensión general. La gente volvió a
cuchichear, y a toser, y a sonreír. Los niños que habían conseguido escapar del control de sus
padres, correteaban libremente por la nave... Algunas mujeres miraban a sus maridos con otros
ojos, como cuando sólo eran novios. Muchas veces en las bodas los matrimonios que asisten se
fortalecen olvidando rencillas y suspicacias.
Pero Cristina seguía metida dentro de sí misma, ahí se encontraba con Pepe. Pepe, tenía la
mano de ella, era suya, no la iba a soltar. Con eso se conformó y ya no la miró más.
Al cabo de un rato, Cristina oyó: "esto es mi cuerpo"; y pensó: "qué blanco, qué limpio. Es
una limpieza activa que blanquea, que sana, que se contagia. Es una pureza contagiosa. La
hermosura, el bien, y la bondad de todas las cosas brotan de ese pedazo de pan. Es la fuente de
todo. Ese es Dios. ¿Y yo?... Yo: barro. Una palabra tuya bastaría. ¡Una sola!... Una palabra tuya
me hará resplandecer con esa misma blancura. Mis manos sucias... Mi traje blanco... Mi vida
turbia. ¡Quiero ese cuerpo blanco!". Y... en seguida lo tuvo.
Ana estaba conmovida: sus amigos casados. Pensó en todo lo ocurrido en los últimos años.
Pensó en Jorge, ahí a su lado, ya no era un perro abandonado. Pensó en sí misma, en su futuro,
en su fuerza. Pensó en el amor, y entonces fue cuando recibió en la boca aquel alimento blanco,
fino, redondo, como un beso, como una respuesta.
Y sintió su peso, el peso de Dios. Era el peso de la cruz, de la entrega. Ese día se
celebraron otras bodas... Ese día Ana lo entendió todo.

6
XL

Pepe y Cristina desaparecieron en un avión con rumbo desconocido.


Todo volvió a la normalidad. El padre de Ana vendió muy bien el chalet y la finca y se
trasladaron al piso. Fue como un viaje muy largo, fue como cambiar de país.
Cambiar de hogar no era fácil. Algo se moría en el mundo cuando dejaron aquella casa tan
querida. Y muchas cosas amenazaban ruina en el corazón de Jorge cuando ayudaba en el traslado
de muebles. Era para él como desamueblar sus entrañas. Pero no, Jorge no se arruinaría ya:
estaba asegurado. En su cabeza se había encendido una luz, Ana la había encendido, y nadie la
iba a apagar. Era la luz de la verdad.

***
Ana y Jorge se veían menos, se llamaban. Después se llamaron menos... No era un amor
que moría, era un amor que crecía rompiendo un molde demasiado estrecho.
Ana y Jorge no se casaron nunca, Ana no podía ser propiedad de nadie. Ella era sólo para
Dios.

Vous aimerez peut-être aussi