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Elogio del fracaso

enero 8, 2019enero 7, 2019

“Sólo podemos ganar”. Se trata de una frase que podía haberse caído de un manual de
autoayuda, de una arenga en los vestuarios de un campo de fútbol o de un discurso de
Aznar. El problema es que yo la oí en mitad de la presentación de un libro de poemas de un
amigo y me sonó como una zambomba en medio de una orquesta sinfónica. “No importa lo
que ocurra, porque sólo podemos ganar” dijo el poeta que presentaba el libro de mi amigo y
de inmediato pensé que no, que de ninguna manera, que en cuestiones de literatura sólo se
puede perder. Contra los estamentos culturales, contra la tradición, contra el lenguaje,
contra los propios planes y los propios deseos. Se haga lo que se haga, se escriba lo que se
escriba: sólo se puede perder y eso es precisamente lo maravilloso de la vida y de la
literatura.

No conocía de nada al presentador del libro, pero terminamos por tropezarnos en varios
tinglados parecidos y pude comprobar no sólo que era un buen tipo sino que compartíamos
algunas pasiones comunes. Años después volví a coincidir con él en un acto en el Instituto
Cervantes y lo encontré cambiado de arriba abajo: había perdido su aplomo habitual, tenía
los ojos apagados y de la boca le colgaba un rictus de tristeza. Me dijo que acababa de
divorciarse de su mujer, que perderla a ella y a sus hijos había sido un golpe terrible del que
no sabría si algún día podría recuperarse. Intenté animarle con la clásica ristra de lugares
comunes sobre el tiempo y su poder lenitivo, un montón de topicazos perfectamente
superfluos y perfectamente inútiles. Lo último que supe de él es que un día fue a visitar a su
familia, subió hasta su antiguo dormitorio, abrió un cajón custodiado por un doble fondo,
sacó un revólver, se metió el cañón en la boca y se voló la cabeza de un tiro.

En cuanto me lo contaron, recordé la primera frase que había oído de sus labios -“Sólo
podemos ganar”- y el modo en que su suicidio, tan brutal, tan desesperado, la había puesto
patas arriba. Pero si hay una nota dominante en la ideología capitalista es haber instaurado
el término “ganar” en cualquier orden de la existencia humana, la convicción del paraíso
bajo la especie de un triunfo mundano: un billete de lotería, un matrimonio perfecto, un
premio literario. Uno de los corolarios más divertidos de la ley de Murphy asegura que el
capitalismo se basa en la creencia de que usted puede ganar; el comunismo en la creencia de
que usted puede empatar; el misticismo en la creencia de que usted puede abandonar el
juego. Pero la verdad es que: a) usted no puede ganar; b) usted no puede empatar; c) ni
siquiera puede abandonar el juego.

Por eso, porque sólo podemos perder, merece la pena seguir jugando en la literatura y en la
vida. Cuando le preguntaron quién era el mejor escritor estadounidense vivo, Faulkner
respondió que a un escritor hay que juzgarlo únicamente por su capacidad de fracasar. En
ese sentido, añadió, el mejor fracaso de la literatura estadounidense es el de Thomas Wolfe y
el segundo mejor fracaso el de William Faulkner. Ganar es sólo otra forma de perder, más
vistosa, más reposada, más enigmática, más lenta. Me pregunto si el pobre poeta suicida,
cuando hablaba de ganar, no se refería precisamente a eso.

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