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Los Fundadores del Olvido 1

HECTOR DAVID GATICA

LOS FUNDADORES
DEL OLVIDO
- OCTAVA EDICION -
2 Héctor David Gatica

4 PREMIOS NACIONALES

Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional


Premio Fondo Nacional de las Artes, año 1988.
Con la recomendación de los asesores Isidoro Blaisten, Jorge
Riestra e Ignacio Xurxo.

1er. Premio Nacional «R. J. Payró», 1982, Bs. As.


1er. Premio Nacional F.N.A., 1988, Bs. As.
Faja de Honor SADE, 1990, Bs. As.
Faja de Honor ADEA, 1994, Mza.

Dibujos: Miguel Angel Guzmán


Xilografías: Pedro Molina
Fotografías: Ramón Argentino Avila

Diseño
Carlos Paigés

© Copyright 2016. Héctor David Gatica

IMPRESO EN ARGENTINA
Los Fundadores del Olvido 3

TESTIMONIOS
4 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 5

HÉCTOR TIZÓN, Yala, Jujuy.


He recibido -o me han entregado ayer «Los Fundadores del Ol-
vido», que he comenzado a leer con gusto.
Por cierto que ya conocía de Ud. algunos excelentes poemas
que alguien me había traído.
También yo espero conocerlo personalmente, será seguramente
un placer.
Muchas gracias por su envío.
Un abrazo cordial de Héctor Tizón. Yala - Jujuy - 1989

MARCO DENEVI, Buenos Aires.


He leído uno por uno, sin apuro, sus relatos de «Los Fundadores
del Olvido».
Hasta cuando seguiremos ignorando a escritores como usted y
batiéndole el parche a tanto arribista, o a tanto intelectualoide
promocionado por alguna ideología política más anacrónica que un com-
padrito de Borges, o a tanto puerco que sólo sabe describir el chiquero
donde vive.
Entre las muchas desgracias que padecemos, no es la menor
esta invisible muralla china que parte al país en dos: de un lado, la falsa
cultura bochinchera que arrasa con todos los privilegios, y del otro lado
la cultura silenciosa que siembra y siembra y siembra y nunca recoge
nada.
Desde la soledad en la que vivo, apartado de todos los barullos
mundanales, le hago llegar mi simpatía y mi aprecio. Marco Denevi.
Bs. As. 1990.
6 Héctor David Gatica

ANDRÉS FIDALGO, Jujuy.


... En cuanto a la presentación de Moyano, suficiente en su bre-
vedad. Creo que Ud. se puede considerar satisfecho con haber llegado
(con trabajo y pasión, pero sin alborotos), a este libro. Sensibilidad pero
también oficio detrás del cual sabemos hay muchos años de tarea, para
completar este homenaje a los héroes anónimos que a fuerza de trabajo
honesto han ido fundando (por aquí y en muchos lugares más) antes el
olvido que las celebraciones afectuosas; más los silencios respetuosos
que los desfiles «con bandera y banda»...
Algo así es lo que Ud. dice, a través de paisanos y de un lenguaje
que no tienen nada de «literario» o tienen lo indispensable; a partir de
sus vidas. Los tipos que se describen (mejor, que se incorporan natural-
mente a los relatos), los elementos que se mencionan, los ambientes o
medios, los diálogos, todo, no hubiera podido ser manejado sino por
alguien que (como Ud.) hubiera compartido tales vivencias. Quedo real-
mente entusiasmado con este libro que, entre tanta charamusca, reivin-
dica a manifestaciones de literatura regional o del interior provinciano.
Andrés Fidalgo. Jujuy 1991.

ROBERTO VACCA, Buenos Aires


Leí con una demora digna de un político, tu excelente libro «Los
fundadores del olvido», que me hicieras llegar tres años atrás. Me sien-
to honrado por él, por la descripción de una realidad que me duele tan
de cerca, por la existencia de una suerte de «literatura secreta» que,
una vez más, pone en evidencia la existencia de tantas argentinas ocul-
tas y silenciosas.
Comparto además el sentido ideológico del prólogo, donde se
puede advertir la soberbia, en distintas presentaciones en el exterior de
escritores «plazamayistas» que se definen como argentinos.
Te envío un ejemplar de la revista y, junto a ella, esta idea ¿Ten-
drías inconveniente que reproduzca un cuento tuyo en ella? Podría ser
una separata como las que usualmente intercalamos. La revista se lee
mucho en las escuelas. Y podría ser una puntita de lanza para que algo
Los Fundadores del Olvido 7

de lo nuestro avance hacia los niños. Para ello, sólo necesito una auto-
rización tuya por escrito.
Felicidades y hasta tu respuesta. Roberto Vacca. Bs. As. 1996.

FRANCISCO COLOMBO, Córdoba


Historias de otro llano americano

Los fundadores del olvido. Héctor David Gatica. 136 páginas.


Legasa. Buenos Aires. 1988.
El autor es uno de los nombres destacados de la actual poesía
riojana; también una de las más importantes voces de la poesía argen-
tina. Tiene en su haber una intensa labor literaria como a su vez, una
profícua acción cultural, iniciada en su adolescencia, allá en los llanos
riojanos. Es un fiel testigo de la realidad de su comarca y, como los
escritores clásicos, une el tema aparentemente simple a los conflictos
más difíciles y su arte, su idoneidad estilística, corre pareja a su inexo-
rable solidaridad con sus semejantes, los hombres que habitan ese pai-
saje que ahora en muchas latitudes se los conoce gracias a su labor.
Hace unos años la narrativa ganó su entusiasmo y empezó a
entregar sus primeros relatos, trabajos que reiteran sus temas y perso-
najes que viven en sus poemas, porque son elementos indivisibles de su
mirada atenta y fiel.
Gatica se manifiesta como autor de claro y rico estilo, como a la
vez, profundo conocedor de los temas que trata, detalle fundamental en
toda creación artística. Por eso, sus hombres y mujeres, las situaciones
festivas o trágicas, se erigen en un mural vivo, trascendente y admonitorio.
Son páginas que respiran, que traducen una verdad que no podemos
dejar de conocer. Los personajes tienen sus nombres reales y reales
también son los parajes y pueblecitos perdidos en la soledad, donde la
vida nace del carbón, las cabras, algunas vacas. Utiliza un lenguaje
real, el que se habla todos los días en esos sitios y nadie se sonroja por
una palabra, porque todas las palabras nacieron para servir a los que
tenemos el privilegio del verbo. Este procedimiento puede llamar la aten-
8 Héctor David Gatica

ción, porque es costumbre entre nosotros utilizar eufemismos: y así ocu-


rre: nos acostumbramos a ocultar lo que debemos decir y empezamos a
mentir en el lenguaje y terminamos mintiendo en todo.
En este libro se reúnen siete narraciones; transcribimos sus títu-
los porque ellos crean un especial ambiente geográfico: Los fundadores
del olvido, Los troperos del Portezuelo de Arce, Camino de carros, La
herencia de las hachas, El tío Enrique, El rastro del guanaco y Las
muertes de Pedro Berón. Es admirable la técnica del autor en presen-
tar a sus protagonistas de improviso, como lo hace en Los troperos del
Portezuelo de Arce o bien el manejar una síntesis que aglutina lo que se
puede decir en el triple de espacio, embellecidas por sugerencias
vivenciales y un diálogo cotidiano.
Esta cosmovisión que plantea un conflicto campesino vigente, no
sólo queda en la exposición de los hechos, sino que como todo talentoso
creador va al fondo de la memoria colectiva y extrae un material valio-
so, como son los mitos o los símbolos. Es demostrativo el pasaje cuando
la mujer moribunda, dueña de un pedazo de tierra, les dice a sus hijos: «-
En Tama, en Solca, en Nacate hay piegras con rastros de guanaco y
avestruz; ese rastro lo tenemos nosotros mesmito en el corazón y ya no
se borrará nunca. Lo dibujaron los diaguitas porque la tierra fue de
ellos. Por eso nos pertenece».
Otro rasgo de este autor es el dominio de la técnica auditiva.
Reproduce de este modo el anochecer cuando dos troperos después de
pulsar la guitarra se disponen a dormir en medio del camino: «Solo a
ratos llegaba desde la chacra el ruido de las chalas que pisaban los
novillos».
El título del libro se refiere a esos ignorados pioneros criollos que,
contra sol y sed, soledad y hambre, levantaron un rancho a golpes de
años, de sudor y esperanza, criaron sus hijos, los que luego se fueron a
las grandes ciudades y el paisaje que fundaron siendo jóvenes y fuertes,
pasa de golpe a manos de extraños que con dinero y escrituras en
mano, ayudan a esas manos toscas y vencidas, a ejecutar sus propias
vidas. Esta obra concisa, vital, valiente, nos advierte que existe una
patria profunda, la América irredenta cuyos hijos -todos nosotros- tene-
Los Fundadores del Olvido 9

mos en nuestras almas, como lo afirma la madre moribunda, los dibujos


o pictografías indígenas como sello digital y signo de compromiso. Está
expuesta aquí en una realidad que resiste ser ignorada y busca en la
palabra de un poeta cierto para adquirir dimensión, porque quiere resu-
citar su felicidad, sin resentimientos ni venganza. Un libro excelente,
que sin lugar a dudas es parte de esa vasta y nutricia literatura regional
argentina, franja esta que sostiene a través de sus muchas vertientes
regionales argentinas, franja nuestra, imagen ante el mundo. Se acompaña
de un prólogo esclarecedor de nuestro compatriota Daniel Moyano,
actualmente en España. (FC)
La Voz del Interior (Cba.) 1990.

BETTY AGUILERA, Chilecito, La Rioja.


Tu libro me impactó desde el título. Es que el olvido necesita ser
fundado tan dolorosamente sobre la osamenta de los hombres, la mira-
da trágica de las bestias y el destino irremediable de las cosas?. Es el
olvido tan despiadado que procura borrar de los mapas, las gentes y los
nombres que van dibujando la geografía?
O es que solamente los poetas pueden hacer resucitar de entre
los muertos los tajos de la vida para tejer con ellos los tientos del re-
cuerdo?
Por qué nosotros no pensamos en la tierra y en el nombre con la
ternura y el dolor que tu vas dejando en cada línea del libro.
Leo y releo cada página y siento punzadas de remordimiento por
haber sepultado -yo también- nombres cargados de días y guadales y
por no haber expresado -o a tiempo- tantas gratitudes que me pesan en
el alma ahora que no tengo balanzas para medir mis hipotecas.
Por otra parte, tu libro me devuelve a la infancia, a la alegría, a
las noches con fogones y a los días de aprendizajes precoces e inaudi-
tos; esos que sólo son posibles lejos del asfalto, donde la vida enseña sin
escuchar y te llega hasta las vísceras su lenguaje de símbolos y gestos.
Qué lindo es leer tu libro. Hay páginas en que las letras se
desdibujan porque los ojos se llenan de neblina. En otras, las palabras
10 Héctor David Gatica

resaltan como estrellas cuando la sonrisa hace morisquetas en la boca,


temiendo ser irreverente si brota en carcajadas.
A veces, el alma se detiene a contemplar la belleza de una metá-
fora apretada entre palabras que luego se transforman en duendes o
gigantes de un mundo trágicamente real.
Qué síntesis perfecta de vida y muerte, de soles y de noches, de
silencios y de voces!
Cada capítulo es como un puñado de recuerdos y que al abrirse
le brotan alas para que esos hombres peregrinen por cielos nuevos,
donde -tal vez- descansen en pozos desbarrados, en carros livianitos,
sobre mulas y caballos sin aperos y con perros durmiendo bajo los árbo-
les sin hachas.
El capítulo «Camino de Carros» es, quizás, una de las páginas
más dolorosamente bellas que haya leído. Además de este manejo in-
creíble que haces de los sentimientos y las emociones de la gente, ade-
más de la pintura inigualable de esos paisajes sin colores a pesar de la
luz; además del amor por la tierra que te brota en cada línea y que aquí
no solo es palpable sino también, salobre y visible, además, digo, de todo
esto, este capítulo me lleva hacia mi abuelo, don Manuel Aguilera y me
ata a Santa Rosa, donde nací- Mi abuelo solía trabajar en un obraje y en
El Tembleque, hachaba tintitaco para cargar los vagones del ferroca-
rril. Todo lo que esto entraña, me lo hiciste revivir leyendo tu libro.
No puedo dejar de mencionar el lenguaje de tu obra.
Cuántos vocablos que ya no uso ni escucho aparecen allí, en la
carga vivencial de sus significados: el noque, el pañuelo bataraz, los
burros «hechores»; con sus onomatopeyas intactas: chala, tintitaco, chirle,
guadal, con la propiedad lingüística del mestizaje: gaveta, horcones, al-
forjas, jergón...
Realmente, si como tú dices «hay un lugar donde las huellas no
se borran nunca» ya estás andando por esos senderos enancado en un
bayo, con Los Fundadores del Olvido. Betti Aguilera. Chilecito -L.R..
Los Fundadores del Olvido 11

NACHO CHAZARRETA, La Rioja.


Y creo aún más: que Los Fundadores del Olvido es un libro dos
veces libro. Uno, el que lo constituyen sus cuentos magistralmente con-
cebidos y el otro, el que subyace en la significación que emerge de cada
relato, como si fuera de los pozos de Pedro Berón, en fuentes para
abrevar el derecho al sueño y al canto latinoamericano.
Gatica, de fino y atento oído, escucha lo que tantos no perciben,
firmemente convencido del destino del hombre y de su tierra.
Se me ocurre una figura: Un horno arde potente para vomitar el
carbón que luego volverá a ser lumbre, brasa y calor, para cumplir final-
mente su destino de disiparse en cenizas...
Los Fundadores del Olvido es un horno también que elabora bra-
sas. Pero no con destino de cenizas.
Y no serán nunca cenizas en la medida que cada uno reciba su
mensaje y se convierta a su modo y ¡en este tiempo! en los hacheros,
poceros, arrieros, alambradores marcados en el alma con «rastro del
guanaco» descripto en uno de los cuentos.
Digo por último que como García Márquez desde su Macondo,
Héctor David Gatica desde su Villa Nidia, genera un movimiento a
través de sus obras. Un movimiento que persigue nada más y nada
menos que la reivindicación del hombre de nuestra amada Latinoamérica.
Que así sea. Nacho Chazarreta. La Rioja

HORACIO RAUL CAMPOS


Destierro y realismo rural de Gatica

La violencia (del Estado, de conquistas, de grupos sociales ar-


mados, etc.) es un tema que informa a buena parte de la literatura
argentina y latinoamericana. Se puede rastrear la violencia en muchas
obras. Entre ellas, «El Matadero» de Esteban Echeverría, en «La Ar-
gentina» de Ruiz Díaz de Guzmán, , en «Y retiemblen los centros de la
tierra» (Gonzalo Celorio, México), «Las cartas que no llegaron» (Mauricio
12 Héctor David Gatica

Rosencof, Uruguay), «La virgen de los sicarios» (Fernando Vallejo,


Colombia) y «Glosa» (Juan José Sáer, Argentina), entre tanta otras.
Esa violencia puede ser externa a la obra, y otra veces, es la
obra en sí misma violenta. Por ejemplo: el «Facundo» (Sarmiento) o
«La fiesta del monstruo» (Borges), que son piezas totalmente violentas
y difamatorias contra un sector de la sociedad argentina.
Pero la violencia en el caso de la Argentina no es un simple
recurso de la ficción. Ella tiene plena conexión, como en otros países o
regiones, con la experiencia del mundo real. Una buena parte de la
sociedad argentina es perversamente violenta, lo que es una práctica
fundacional que nos acompaña desde el fondo de nuestra historia.
El destierro, el despojo y la tortura están presentes en la historia,
el ensayo y en el informe social: «El Informe» de Juan Bialet Massé y
«Los coroneles de Mitre» de Ricardo Mercado Luna, entre innumera-
bles manifestaciones artísticas, son ejemplo de ello.

FUNDACIONES PERDIDAS
El destierro es uno de los temas que informa a «Los fundadores
del olvido», un cuento que da título al libro de Héctor David Gatica. Ya
desde el título nos adelanta el despojo. Fundar el olvido, es fundar algo
para que después quede en el olvido por medio del enajenamiento o del
simple abandono forzoso.
Uno olvida cosas cuando se va a otro lado porque hace suyas
otras expresiones culturales; va, de a poco, olvidando lenguajes, los
sabores de las comidas, el perfume de las flores y la gente. Esto ocurre
en ese cuento porque hay personajes que se van para no volver. El
destierro pierde el sentido de la ubicación geográfica de las cosas que
lo acompañaban: la represa, el corral de las cabras, el tunal, o simple-
mente donde estaba tal o cual planta, tal o cual algarrobo, que, luego de
unos años, no están más.
Y cuando vuelve a su ciudad se siente forastero y no conoce a
nadie y nadie lo conoce a él. Nadie sabe qué hace y nadie sabe dónde
Los Fundadores del Olvido 13

vive porque simplemente es un desconocido, un turista. Los otros, a su


vez, son desconocidos para el desterrado.
El forastero saluda a todos aquellos que lo saludan aunque no
distingue quiénes son los que le levantan la mano o lo miran perplejo
porque él los ignora porque no está muy seguro de quienes son. A veces
recorre el centro del pueblo con alegría, pero también con angustia.
El desterrado que vuelve a su ciudad o a su puesto donde nació,
lo hace porque aún mantiene lazos familiares, culturales o sociales. Y lo
hace porque quizá cree que en algún momento volverá para quedarse
definitivamente o tal vez lo hace porque cree que nunca va a poder
volver.

LUCES Y ALAMBRES
Daniel Moyano escribe (en el prólogo a ese libro de Gatica, Bue-
nos Aires, 1989, Legasa), que «verdad y ficción se convierten así en
una misma sustancia» y que a raíz de esa amalgama «convencen y
conmueven». Por eso es justo traducir «verdad y ficción» en Gatica,
como «destierro y realismo rural», a pesar de los cuantiosos problemas
que acarrea el concepto «realismo».
También se destaca con nitidez en ese relato el eje «civilización y
barbarie», pero al revés de lo que plantean Joaquín V. González y Sar-
miento. Los «fundadores» de puestos llevan la impronta de la «civiliza-
ción» y los foráneos que se quedan con el puesto los podemos colocar
en el terreno de la «barbarie».
El personaje fundador le pone al lugar «La Estrella», que es como
si dijéramos la luz o las luces, sinónimos cabales de civilización. El per-
sonaje encargado de la fundación no le pone «La Estrella» porque sí,
sino por un motivo fundamental: mirando a las estrellas piensa y en-
cuentra un nombre. Pensar es otro sinónimo de civilización.
Además, alambra el puesto, que es otro fuerte símbolo del pro-
greso y la civilización. Aquí los elementos de la «civilización» en la
lógica sarmientina están invertidos y son reordenados para ponerlos del
lado de un fundador de un puesto.
14 Héctor David Gatica

Los fundadores del puesto además (esposo/mujer, en ese orden,


según el relato) contradicen otro aspecto fundamental de la visión
sarmientina: el desierto y la campaña son los espacio privilegiados de la
barbarie para el sanjuanino. En el relato de Gatica, el espacio rural es
donde se funda un lugar con todas las marcas de la civilización: alambran,
construyen, pueblan, siembran, elaboran derivados de la leche y los
hijos son mandados a la escuela.

DEGRADACION Y PERDIDA
La excelsa prosa de Gatica pinta con admirables pinceles a la
fundación y la potencia labradora de los personajes centrales del relato.
También con igual destreza narra el lento declive de Rosas Tello y Elina,
el matrimonio protagonista del cuento: «A él se le comenzaron a aflojar
la caderas, como a perro viejo. Ella empezó por arrastrar las alparga-
tas».
Se registra por lo tanto una degradación física de los fundadores,
que corre paralela al debilitamiento material del puesto, que van a dar
lugar al enajenamiento y olvido. Fundación, degradación, pérdida y des-
tierro, son los ejes fundamentales sobre los que se desliza la historia
básica de cuento.
Los personajes son los fundadores del olvido porque quedan al
margen de la historia escrita y ya no basta con que sólo se hable de
ellos. El personaje central está preocupado por esta cuestión.
El análisis de este riquísimo cuento no se agota aquí porque que-
dan varias cuestiones por examinar. Entre ellas, lo que está dicho y
también lo elidido: la degradación, las fundaciones truchas de otros pue-
blos, los signos de mal presagio, la pérdida de voz de Rosas Tello (equi-
valente a su muerte), los árboles secos, las estrellas sin luz, el papel de
la mujer, el alambrado roto, entre otros. El cuento puede ser leído como
un programa de fundación y progreso, que desemboca en la decaden-
cia. ¿Una metáfora de La Rioja?
Los Fundadores del Olvido 15

Héctor David Gatica


Y LAS TRAGEDIA DE LOS LLANOS
(De Escritores Riojanos de Roberto Rojo)

Héctor David Gatica expresa la tragedia de Los Llanos. Trage-


dia del siglo XX que es consecuencia de la derrota política del proyecto
federal que sustentaba La Rioja en el siglo XIX. Es así: Los Llanos
habían hecho historia con sus caudillos, que dieron batalla porque sa-
bían que no existía futuro posible sin equidad en el reparto de las rique-
zas nacionales. Y sufrieron las consecuencias de la insolencia de resis-
tir durante cincuenta años el dictado del centralismo porteño: la barba-
rie y el escarmiento, entonces, no se hizo esperar: El Chacho Peñaloza-
Los Llanos- es lanceado y decapitado.
Al siglo de los caudillos, dice Gatica, le sigue el siglo de los poe-
tas. Todo había cambiado y ya no se podía luchar -existir- a través de la
espada: era la hora de la pluma. Y Los Llanos, entonces engendra poe-
tas y escritores: Rosario Vera Peñaloza, Rosa Bazán de Cámara, Juan
Zacarías Agüero Vera, Nicandro Vera, Artemio Moreno, el propio An-
gel María Vargas tenía raíces llanistas por sus padres, y después Ferraro
y Gatica.
“Memoria de los Llanos”, primer libro de Gatica, es la memoria
de la tragedia de sus habitantes. Gatica le cuenta al mundo lo irreme-
diable; y sus coterráneos poco y nada pueden hacer por esa zona que
no levanta cabeza. Parece que los gobiernos provinciales, que suelen
hacen marketing con la Historia y lanzar frases de compromiso, tampo-
co pueden hacer mucho.
Los habitantes de Los Llanos son sobrevivientes
fantasmasgóricos, están condenados de antemano, por eso, pese a sus
esfuerzos, sólo fundarán el olvido, porque han nacido fuera de la Histo-
ria y vivirán fuera de la Historia.
Lugar de obrajes -cuenta Gatica-, poblado de hacheros, hacedo-
res de carbón, conductores de carros, criadores de cabras, arrieros,
alambradores, poceros y puesteros. Oficios duros, embrutecedores, y
el alcohol fluye para olvidar porque ya estaban olvidados. El testimonio
16 Héctor David Gatica

poético de Raúl González Tuñón en su poema “Los guitarreros de


Catuna”, escrito en 1925, no deja lugar a dudas.

Oh, qué caras bajo la luna/ los guitarreros de Catuna./ Es Peñaloza


como el Chacho/ el primero y está borracho./ Es Quiroga como Facun-
do/ y está borracho el segundo./ Hermanos, hermanos, hermanos,/ ¡que
tristeza la de Los Llanos!

La epopeya federal era un asunto muy lejano, porque la nueva


realidad, la secuela era patética. Guitarreros y cantores de Los Llanos,
hombres de fuerte consistencia física, de antepasados guerreros, pero
ya sin batallas que librar... Lo cuenta el propio Gatica: Llanos de La
Rioja, tierra de los cantores a caballo, don Carmen Ibáñez. Luna es uno
de ellos, su cuerpo es tan grande como la fortuna de años que lo habita,
un novillo entero le cabe en el apetito; sus manazas tapan la guitarra. Y
canta, canta con una boca de leguas, canta en contrapunto, lo hará hata
el alba, perdiendo quien cae primero del caballo herido por el vino. El
otro es don Domingo Arias, que llega de “Las Lagunitas”. Los juglares
estaban también ahí, los cantares del Siglo de Oro, el coplerío español
haciendo equitación. “Disciplinado Clavel”, de perfiles gongorinos, era
uno de esos cantos. Un ruido de tala derribado castiga el polvo largo del
llano y el cuerpo musical de don Carmen Ibáñez Luna ha quedado ten-
dido junto a las patas de la madrugada.
Gatica sigue un periplo parecido a Ferraro, también va a Mendoza
y a los países latinoamericanos pero ya es demasiado tarde para sacudirse
su Historia. Gatica va en busca de alfabetizarse en literatura, encuentra
una lista de autores que debe y necesita leer. Y los lee y los asimila muy
bien. Pero en realidad lo que estaba buscando era procurarse los recur-
sos para contar de la mejor manera la tragedia de Los Llanos. David y
su hermano Omar, para no morir, para colgarse de la Historia, empuñan
el mimeógrafo. Leen, escriben, imprimen y distribuyen, se conectan
con el mundo a través de las revistas “Alborada” y “Poesía Amiga”.
También Ferraro se conectaba con los escritores y poetas del mundo
Los Fundadores del Olvido 17

casi sin salir de su escritorio de la ciudad de La Rioja. Ambos recibían


libros, revistas y otras publicaciones de los sitios más diversos...
Es un lugar común el chiste malo que le hacen a David sobre la
inexistencia de Villa Nidia, su pueblo natal, casi pegado a la frontera
con San Luis. En realidad Villa Nidia es de una existencia precaria,
virtual, era y es la voluntad de un puñado de personas que buscaban un
lugar en el mundo, aunque fuera muy remoto, lejos de la civilización. El
poeta, con su pluma refundó Villa Nidia y gran parte de Los Llanos y
los difundió por todas partes.
Gatica, a través de todos sus libros, en prosa y en verso, elabora
sin prisa y sin pausa un descarnado testimonio. O mejor dicho si tiene
prisa porque una de sus preocupaciones fundamentales es combatir el
olvido, nada menos ...
El olvido, para Gatica, es Goliat. Gatica da batalla con su empa-
que de poeta, esmirriado, con anteojos que acentúan su fragilidad físi-
ca... Con su tonada llanista me dijo que ha visto cómo el olvido se lleva
cosas valiosas y eso lo desarma. Ahí está entonces su tarea ciclópea de
recopilación, que ya lleva varias publicaciones: todos los departamentos
de la provincia con sus poetas, sus escritores, sus leyendas, sus libros...
Además de su obra, ese es su mensaje al futuro, les dice a las genera-
ciones por venir esta gente vivió en La Rioja y escribió estas cosas ...
También me dijo que lleva escrito un diario íntimo de 1700 pági-
nas. Y sin embargo, confiesa, hay cosas que las leo y no me puedo
acordar, es increíble. Pese a esos olvidos, que seguramente se referirán
a episodios y otras menudencias de la vida diaria, estoy convencido de
que el poeta de Villa Nidia se puede postular tranquilamente para ser
uno de los hombres libro que soñó Ray Bradbury en Fahrenheit 451,
aquellos hombres que ante la amenaza de los bomberos que incendia-
ban bibliotecas deciden memorizar libros enteros, la memoria de Gatica
es prodigiosa, guarda un inmenso número de poemas de autores que
admira y honra en los recitales poéticos...
“La Cantata Riojana”, obra poética y musical, Gatica la letra y
Ramón Navarro la muúsica, fue inspirada por el libro de Ricardo Mer-
cado Luna “La ciudad de los naranjos”.
18 Héctor David Gatica

Después de leerlo Gatica y Navarro se dijeron tenemos que ha-


cer algo. Se pusieron a trabajar y al tiempo Gatica le dijo a Navarro: se
me desbocó el caballo... Gatica se entusiasmó y pronto la ciudad le
quedó chica, hagamos algo más abarcador, de toda la provincia. Así fue
que la Cantata hace un racconto de la historia riojana, los aborígenes, la
fundación, los problemas del agua hasta la realidad dolorosa de los años
de plomo...
Roberto Rojo

UN COFRE
Presentación: En la ciudad de La Plata
y en Casa de La Rioja, Bs.As., 1990,
por el poeta santiagueño Alfonso Nassif.

Este libro es un cofre lleno de sentimierntos, como todos los li-


bros de Héctor David Gatica.
Nuestro escritor saca a relucir en cada frase, en cada párrafo,
verdades axiomáticas de la vida de sus personajes, situaciones
restallantes, iluminadas desde una psicología profunda, haciendo que el
lenguaje vibre en la nota exacta.
Pocas veces, la narrativa Argentina ajusta con matemática pre-
cisión, el espíritu de la realidad y el espíritu del idioma a través del arte.
Esto no es casual. Ingresar como lo hace Gatica, al dominio de
los símbolos y los signos, de las refracciones y la temperatura de las
palabras es arte de elegidos.
Gatica no nombra con el lenguaje espejo.
Toto lo que existe tiene un nombre. Todo lo que existe tiene o
tendrá correlación en el lenguaje. De tal forma el idioma es un espejo,
que dibuja en imágenes mentales lo que nombra.
Treinta y cinco metros es la profundidad del pozo. Así lo habría
dicho con el lenguaje común.
35 metros adentro del corazón. Cuantas cosas dice el lenguaje
sin decirlas o mejor, dice a través del arte.
Los Fundadores del Olvido 19

Qué sabroso y dulce le hizo cosquillas a 35 mts. adentro.


El libro es todo así: Fuerza, amor, esperanza, podemos sumar la
vida y al tazar la suma total encontramos personajes de este libro. Per-
sonajes vivos luchando por la agonía de sus pueblos, pidiendo una geo-
grafía de recuerdos, ellos fundaron pueblos, pueblos lejanos, que tiem-
blan al borde del olvido esperando al poeta que pueda nombrarlos para
el jubileo de la memoria.
Gatica lee las sombras en el aire.
Gatica lee en el polvo que levantan los arrieros, los carros y los
sueños.
Gatica descifra a trasluz del silencio el destino de esos pueblos..
Alfonso Nassif

MEMORIA DE LOS LLANOS


Habana, 30 de setiembre de 1997

Un saludo cubanísimo para aquellos que visitaron mi hogar, que


también es su hogar durante el Encuentro Internacional de trabajado-
res, realizado en la Ciudad de La Habana.
El motivo de esta carta es para agradérceles profundamente por
haberme dado el privilegio de haber leído el libro “Memoria de los Lla-
nos” de Héctor David Gatica. Es el regalo más hermoso que he recibi-
do en mi vida, no tengo palabras para poder expresar lo que sentía
durante su lectura, me creía parte de sus relatos, parte de su poesía. Es
un poeta argentino que considero como un poeta cubano.
Ya sé que es muy requerido por los riojanos y como un riojano lo
quiero también.
Quiero ser parte de ustedes como ustedes son parte de nosotros.
Los apoyamos en nosotros y así será siempre. ¡Hasta Siempre Herma-
nos! Sara
20 Héctor David Gatica

EL CRONISTA DE LAS LEGUAS


Por Aníbal Albornoz Avila

La voz de este libro es una plegaria incesante. Un paisaje de


hombres transita el campo en distintos motivos y hechos. “Les quebró
los pulmones la insistencia del obraje/a Rosario Quintero y a sus her-
manos”. Un rezo podría decirse, por esa descripción del alma de los
hombres del monte, de los Llanos riojanos. Por la plegaria anda el car-
bonero, el hachero, el carrero o el pocero, entre una variedad de hom-
bres y oficios de la sobrevivencia. La palabra se abre a los cuatro vien-
tos con la sosegada pronunciación de Héctor David Gatica. El memo-
rioso juglar de Villa Nidia, el eco evocador de retamos, churcales y
estrellerios, cuenta los caminos demoledores de los hombres que osan
cruzar el monte del mundo: “Tres toneladas pesa el sol/ el tranco de las
bestias/ y el silencio del desierto”.
La memoria de Gatica quema recuerdos en cada verso de este
poemario capaz de conmover al ojo más frío que acierte leerlo. Los
habitantes de este libro viven y mueren con sus nombres puestos, nada
del recuerdo es olvido, por eso un poema nombra a Pedro Berón, el
pocero, y éste vive para la inmortalidad: “Vivió en los pozos, buzo de
ardilla,/ buscando el agua de hondas napas frías” (...) “¡Tantas sequías!
Cuántos que lo ataron/ para que baje y busque la corriente/ y así au-
mentar la sed del reumatismo/ que en cada hueso duele una vertiente”.
Atahualpa Yupanqui, en una carta amable desde París, le dice
“Don Rioja”, podría decirse también que el poeta Gatica, por esta sem-
blanza honda y perdurable, podría llamarse con ventaja “Don Llanos” y
tan sólo por ese poema a la muerte de Pedro Berón o aquellos versos
de “Larga sequía” (“Hoy no tendrá que abrir la boca al pozo balde/
para que venga el día desde abajo”), ya podría decirse que este cronista
de epopeyas humanas es uno de los más grandes poetas de este conti-
nente. Queda para decir en otra oportunidad de aquel otro volumen
aquí compilado, llamado Los Fundadores del olvido, en una prosa de
encomiable rigor literario y certeza humana. Este último libro, como
aquel Cuentos de Valle Vicioso del maestro Juan Bautista Zalazar, o el
Los Fundadores del Olvido 21

prestigioso Pedro Páramo y El llano en llamas, del mexicano Juan Rulfo,


es monumental en sonidos, en maestría poética y narrativa, capaz de
emocionar a la sangre para siempre.
Al poeta Héctor David Gatica (padre-poesía), los vientos lo con-
vidan a transitar las existencias en una trova sin tregua. Quiénes sospe-
chen que es un hombre sin olvidos, tienen la certeza absoluta.
Aníbal Albornoz Avila
22 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 23

LOS PEDRO BERON


DE GATICA

En un congreso sobre literatura argentina celebrado hace unos


meses en la Universidad Católica de Eichstatt, de Alemania Federal,
muchos de los escritores argentinos allí presentes decidieron que a la
realidad mejor ni mencionarla, la literatura llamada testimonial era una
calamidad cultural, aunque reconocían que obras como El matadero,
Facundo y Martín Fierro eran testimoniales. Al mismo tiempo, ellos
revelaron su desconocimiento o indiferencia por la literatura que se
produce en el interior del país. Ni siquiera debíamos permitirnos, según
tales maestros, el uso de la alegoría para mentar la abominable realidad,
por cuanto eso ya lo había hecho Borges.
Los escritores que hemos venido intentando incorporar nuestra
realidad del interior a la literatura nacional, quedábamos automáticamente
descalificados. Y Gatica entre ellos, claro.
Los alemanes se quedaron como petrificados ante lo rotundo de
esas afirmaciones. Yo intentaba esconderme bajo el pupitre, me sentía
medio indio, desubicado, que sé yo, alguien con poncho y boleadoras.
Menos mal que estaban presentes el tucumano David
Lagmanovich y el riojano Jaime Alazraki, que recordaron a sus colegas
que en el interior del país también se había hecho algo, y explicaron a
los alemanes la existencia de dos Argentinas simultáneas, la de Buenos
Aires y la otra.
24 Héctor David Gatica

La Rioja, que siempre ha vivido un poco a contrapelo del país,


indiferente u oponiéndose a las constantes dictadas por Buenos Aires,
ha sido, por su historia, su situación geográfica y su etnia, una franja
latinoamericana con todas sus peculiaridades culturales inherentes. Por
algo Sarmiento, que se sentía porteño y europeo, la utilizó como esce-
nario de la barbarie. Y por algo los diaguitas eran músicos y alfareros
mientras sus contemporáneos rioplatenses se comían a su «descubri-
dor».
Y bueno, Borges habrá hecho maravillosas alegorías, habrá men-
cionado el universo entero, pero nunca habló de los Llanos de La Rioja,
Gatica, sí.
Héctor David Gatica ha sido testigo y cronista de ese destino
latinoamericano de La Rioja. Los trabajos reunidos en Los fundadores
del Olvido responden plenamente a esa premisa.
Las particulares de su «crónica» son ese ojo que escudriña poé-
ticamente en los hechos, esto es, que los ve en profundidad, y un len-
guaje que se adapta a esa visión utilizando ese castellano singular que
ha quedado en nuestros campos.
Los hechos que cuenta Gatica participan a la vez de la verdad de
la realidad y de la que surge de la ficción.
Verdad y ficción se convierten así en la misma sustancia, por eso
convencen y conmueven. Le basta nombrar una cosa para ficcionalizarla.
Nombrarla, claro, desde su mirada, desde eso que hace que él sea el
poeta que es. Pedro Berón, por ejemplo, no se sabe si es hombre o
poema. Y lo mismo pasa con los personajes de sus relatos. No se sabe
si son hombres o palabras, de esas que todavía subsisten en boca de los
viejos y en algún rincón del diccionario.
Gatica ha convertido en palabra andadora a los muchos Pedro
Berón que conoció en su larga práctica y plática de los Llanos latinoa-
mericanos. Y este hecho, me parece, supera esas erróneas clasifica-
ciones de literatura testimonial e imaginativa, para ser simplemente lite-
ratura. En este caso, de la otra Argentina.
Daniel Moyano - Madrid, 1988.
Los Fundadores del Olvido 25

LOS FUNDADORES
DEL OLVIDO (1)
Este cuento se lo dedico al Ñato Pavani, fundador de «Los Tatas», que
aprendió a leer en la mirada de los animales.

Compró aquel campo y sin dudas debía «echarle obra», mu-


cha obra. Los cercos se hallaban aportillados, recorriéndolos, lo ata-
jó la noche y dispuso quedarse ahí. Saliendo a un desplayado le bajó
el apero al zaino y lo soltó maneado.
Tendido sobre las caronas se puso a pensar en el nombre que
le pondría a su puesto. Una estrella grandota, muy azul, temblorosa-
mente azul, lo distrajo y se puso a mirarla largamente, como si le
mandara luz para adentro. Ya sé, dijo: le pondré La Estrella. Y yo seré
su fundador.
Al dormirse soñó que tenía un cielo dentro suyo y que en él se
dedicaba a fundar estrellas infinitamente pequeñas. Llegó un momen-
to en que no aguantó más esa tarea de Dios y quiso ser hombre otra

1- Muchas veces se me ha sugerido que agregue una especie de vocabula-


rio con el significado de tantos términos desconocidos para quienes no han
vivido en el campo. He preferido dejarlo así, alimentando de esta manera la
imaginación del lector.
26 Héctor David Gatica

vez, fundador de puestos con nombres de estrellas solamente, por


eso lo estuvo peleando al sueño hasta que pudo despertar. Esto lo
consiguió al alba, cuando ya el lucero brillaba como un Dios.
Decidió que ahí donde pasó la noche formaría el casco de su
puesto. Días después regresó para empezar con lo que había que
empezar: el agua.
Y al agua hubo que buscarla en sus nacimientos, bajo tierra.
Asistido por un ayudante, se fue perdiendo en el suelo bayo, igual a
un quirquincho. Día tras día un poco más; primero por metros, des-
pués por centímetros. Al fin dio con ella, que de sabrosa y dulce le
hizo cosquillas a treinta y cinco metros adentro del corazón.
De puro gusto llenó una botella forrada con lona, ensilló y de
un galope se fue hasta la casa de los suegros, para que probaran esa
lindura.
Hacía poco que se habían casado. Más que agua, a ella le
parecía estar bebiendo por tragos la misma gloria. Y su hombre la
había ido a buscar hondamente bajo tierra para brindársela como una
flor.
Ahora le tocaba el turno al rancho. Hizo una gran torta de ba-
rro, le tiró pasto encima y la comenzó a pisar con el caballo.
Cuando estuvo a punto, bien amasado el barro, se puso a fa-
bricar adobes, hileras de adobes, hileras de días puestos a secarse al
sol.
Plantó los horcones, levantó las paredes y le puso techo de
jarilla y barro. Acto seguido hizo lo que hay que hacer después de
levantar un rancho: ponerle el alma adentro, o sea la mujer, para que
lo conserve limpio, barra el patio y le haga un altar a la vida.
Lo primero que ella le pidió fue un empalizado para cultivar su
jardín, amaba los claveles. Además, rancho en donde había una mu-
jer no podía faltar la albahaca. Si la amistad tuviera olor, ese olor
Los Fundadores del Olvido 27

tendría que ser el de la albahaca. Y es la tierra quien la brinda. Y es la


mujer quien la corta y la regala.
Ese año Rosas Tello debió irse al sur, a la cosecha del maíz.
Días y días a caballo con otros vecinos: Domingo Llanos de
Santa Rosa, Ramón Guardia de la Media Luna. Eran leguas a desta-
jo, a veces bajo porfiados temporales de los que los defendía el pon-
cho.
Las enormes distancias en busca de la espiga, los cardos y el
chamico.
A su regreso florecían los claveles y las albahacas despedían
perfume regadas por la espera de la Elina.
Apenas llegó, luego de darle un abrazo, corrió ella al jardín,
cortó un gajito verde y se lo puso en el bolsillo; después trajo un
clavel y se lo colocó en la cinta del sombrero. Ahí estaban una alba-
haca y un clavel despidiendo amor.
¿Cómo creó Dios el mundo? La Biblia dice algo pero no dice
mucho. Sí, en cambio, sabemos cómo Rosas Tello la fue haciendo a
La Estrella.
Luego de un descanso breve y bien ganado, Rosas hachó ra-
mas de lata y tusca, dio forma al chiquero y le echó unas cabras y un
chivato, poblando el puesto de balidos.
-¡Quien tuviera la suerte del chivo hediondo dueño de tantas
hembras! -bromeaba el Rosas.
-Por algo -le contestaba la Elina- debe ser que Dios le dio
bolas tan grandes...
El primer hijo llegó cuando él estaba para San Juan con un gran
arreo de novillos de don Jacinto Navarro.
A su regreso compró unos rollos de alambre, hachó buena can-
tidad de postes y varillas y se dispuso a alambrar.
Cada día al volver del trabajo, lo hablaba al Antonio y casi no
se animaba a tocarlo, por miedo a rasguñarle la piel con sus manos de
28 Héctor David Gatica

madera. Se le parecía tanto a él y a la mujer que no se explicaba


como alguien puede parecerse de esa manera, y a la vez, a dos per-
sonas distintas. Ella tampoco lo sabía, contentándose con mirarlo en
silencio, al niño y a él.
-Y si se parece a vos y se parece a mi -decía al fin la madre-
será nomás porque los dos nos parecemos a él.
-Cuando ando por el campo cortando rodrigones no hago más
que pensar y pensar.
-A mí me pasa lo mismo en el chiquero cada vez que acerco los
cabritos a «los ubres» calientes de las cabras.
-Tan chiquito y pensar que un día él va a ser el dueño y segui-
dor de todo lo que hacemos hoy nosotros.
-El -retrucó la mujer- y los doce que van a venir después.
Se rio el Rosas. Se rio de gusto. Y alzando la pala se alejó. Fue
cavando hoyo tras hoyo. Esa tarea la aprendió de pichón alambrando
para otros junto a su tata y más de una vez con farol y a media no-
che...
El viento de agosto, furioso y frío, lo halló desparramando pa-
los, caminar y caminar hombreando postes y tirándolos cerca de los
hoyos, enterrarlos después, dar vueltas y más vueltas el gusano del
taladro produciendo infinitos agujeros en la madera labrada, pasar las
hebras por ellos, grampear, colocar torniquetas y no saber al último,
cuáles eran los dedos y cuáles las tenazas. Tan tirante quedaba el
alambrado, como si fueran las cuerdas de una guitarra; era un gusto
darles un pellizcón y acercarles el oído a las hebras de alambre para
sentirles las vibraciones hasta que dejaban de sonar o se confundían
con la música del viento.
Al menos, esta vez, iba alambrando algo suyo, y de la Elina, y
del hijo que tenían, y de los otros que vendrían pues su mujer ya
andaba desgrampando suspiros.
Los Fundadores del Olvido 29

No fue tarea fácil encerrar todo el campo. Pero un día, como el


pozo de balde, como la casa, como el chiquero de las cabras también
estuvo terminado.
Más de una vez debió interrumpir la tarea para alcanzar unos
pesos. Por ahí conseguía un carro y realizaba largos viajes llevando
quesos. O compraba un vacuno, lo carneaba y vendía la carne.
Formar un puesto es tarea para toda la vida.
Los hijos seguían llegando. El hombre rozó un pedazo de tie-
rra, se puso a cercarlo y lo aró echándole maíz y frutales.
Después se dedicó a quemar parte del bosque haciendo algu-
nos hornos de carbón. El mismo hachaba, rodeaba la leña, armaba y
tapaba el horno, lo encendía y velaba el fuego lento que despedía
humo y olor de las troneras.
Sentíase con fuerza casi animal, no lo volteaba el cansancio, las
ganas de progresar eran más fuertes.
Al arreciar los vientos, las cabras se le quedaban muy seguido.
En una de esas campeadas llegó hasta La Porfía, que así como él
fundara La Estrella, a La Porfía la fundó don Albino Arabel, a quien
encontró aquella mañana más endemoniada que el ventarrón; la cau-
sa era muy simple: dos hijas suyas andaban noviando con unos Ibáñez
de Corral de Isaac, iban a casarse las dos al otro día pero esa noche
vinieron dos turcos ambulantes y se las llevaron.
Muy lejos hacia el norte, a los tres días, encontró las cabras, se
las tenían atajadas en La Conana.
Aprovechó el viento, los caminos y la campeada para ir despa-
rramando la noticia de las novias robadas por los turcos.
Consiguió un rastrón y comenzó por cavar la represa. El hijo
mayor, Antonio, en algo le ayudaba; montaba los mulares en tanto él
clavaba la gran pala y allá iba, con esa especie de carretilla gigante sin
ruedas, hasta la orilla donde amontonaba la tierra, levantando un bor-
de circundante en forma de herradura que guardaría las lluvias preci-
30 Héctor David Gatica

pitadas en los campos de La Estrella. Meses sacando y amontonan-


do tierra. Una vez terminada, en los primeros tiempos se abrían buracos
que se tragaban el agua en una semana. Poco a poco, con el trillar de
los animales fue tomando piso.
Finalmente bastaba que lloviera los tres primeros meses para
que ya «saliera al año».
Por el color de los rayos al ponerse el sol; por el olor del jarillal;
por la forma en que «se hacía» la luna; observando el comportamien-
to de algunos animales; consultando los vientos, Rosas Tello conocía
cuando estaba por llover y se preparaba. A la madrugada va a estar
llegando, decía; y era así. La tormenta se descargaba primero con
unas gotas que sonaban como pedradas en la panza de la tierra. Las
primeras oleadas de los remolinos corrían perfumando el alba de olor
a tierra mojada y luego el aguacero se descolgaba a baldazos. Des-
pués venían las crecientes deslizándose como lampalaguas pardas en
las acequias, o a los saltos en las barrancas, para ir reuniéndose agi-
tadas y luego quedar mansas y espumosas en la represa, donde un
coro de sapos y el bordo en herradura las atajaban.
La vida en cualquier parte del mundo es alegría a ratos, a ratos
tristeza. Nunca una sola cosa.
Así entonces después de la alegría que el agua trajo, que si la
pudiera medir, se lo hiciera en milímetros de dicha, vino la pena por la
enfermedad del tercero de los niños, ya de cinco años. Tiene que ser
muy grave una enfermedad para que se recurra al médico, distante
dos días de galope. Hubo velatorio de angelito en La Estrella, con
flores y alas blancas de papel y el llanto fuerte de la madre para ha-
cerlo oír a Dios y así poder entregarle al hijo.
Los años siguieron naciendo y muriendo. Para todo, al menos
sobre esta tierra, hay un primero de enero y un treinta y uno de di-
ciembre.
Los Fundadores del Olvido 31

Era el tiempo de lo fogones de San Pedro y San Pablo.


Rosas estaba haciendo corral, todo de palos, y una puerta muy
pesada. Años de buenas pasturas y lluvias copiosas le habían aumen-
tado el ganado.
Para distintos lados, algunos muy lejanos, se veían levantarse
las llamaradas. Sin dudas era junio, porque era el mes de los fogones.
Para un niño de campo, fogón es motivo de regocijo y de los fogones
lejanos vislumbre de magia. Era junio y toda la familia se reunió alre-
dedor del montón de ramas. Encendido el fuego, volaron los pajari-
tos, chillaron los cuices, explotaron como tiros las cháncaras que tira-
ron al fuego y vivaron, hasta quedar sin voz, a los santos que cuidan
las puertas del cielo: «¡Viva San Pedro y San Paaaaaaablo!».
Al día siguiente nuevamente la tarea del corral. Cuando éste
estuvo terminado, los niños comenzaron a travesear con el lazo. Ha-
bía que verlos cuando un ternero los tumbaba arrastrándolos de pan-
za. El padre los hacía participar de las tareas de campo ansioso de
que aprendieran a amarlas; amontonaba bosta seca de vaca, le pren-
día fuego y ahí ponía la marca al rojo; ese olor a pelo quemado de los
animales marcados quería que se les metiera por la nariz y les llegara
hasta el alma. En ausencia suya, sabía que los muchachos se iban a
domar terneros en el médano del corral, ensuciándose con las tortas
chirles que despedían las vacas, volviendo a la casa con la cabeza y
las ropas verdes, olorosas a estiércol fresco.
La madre sentía el orgullo de verlo al Antonio cada día más
hombrecito. Soñaban con que alguno de los hijos continuara cuidan-
do y mejorando el puesto de sus desvelos una vez imposibilitados
ellos.
Por eso fue que con una venta de terneros aprovechó para
comprar dos prendas codiciadas: una montura de cuero de chancho
para el Antonio y unos bastos para él, además de un mandil, un pelero
y caronillas. Pronto el muchacho entraría a «inquetarse» y se luciría
32 Héctor David Gatica

con un buen ensillado. El, por su parte, quería darse corte en alguna
fiesta; ya no estaba tan tirado y eso había que hacerlo ver en una
buena monta.
En el almacén de ramos generales de don Jacinto Navarro,
afincado en El Balde de Arce, supo que don Cantalicio Tello estaba
por tener fiesta en La Media Luna y se dispuso a estrenar los bastos.
Lo supo porque don Cantalicio mandó pedir un barril de vino y don
Jacinto le mandó dos, que cuatro hombres llevaron rodando por so-
bre médanos y troncos con doscientos litros cada uno. Más de un
criollo se iba enterando y tras comprar los «vicios» y bastimentos, se
invitaba a sí mismo para La Media Luna. Y allá quedaban, sobre los
recados, las alforjas con azúcar, yerba, harina y que a las mujeres y a
los niños se los llevara el diablo. Hasta que no terminaban la vaca
volteada y las dos bordalesas, la «joda» no concluía. Estas farras de
semanas enteras empobrecieron a un hombre rico como fue don
Cantalicio Tello, dueño de La Media Luna.
Rosas no era hombre para estas farras y sólo aguantó un par
de días, suficiente para divertirse un rato y lucir los bastos. La segun-
da noche, en momentos de armarse una de a cuchillos cerca del fuego
donde las mujeres freían enormes empanadas y orejudos pasteles,
campantemente don Cantalicio se acercó a las llamas y les tiró un
puñado de balas. Volaron las ollas, saltaron desorejados los pasteles,
destripadas las empanadas; dispararon las mujeres perseguidas por
los tizones y de los hombres, quedó sólo el remolinear de ponchos.
Desde atrás de unos horcones salían a los saltos las carcajadas de
don Cantalicio.
Entre el bullicio, quedaban una veintena de hombres en curda,
abundante vino tinto, grandes costillares colgados de la enramada,
piernas de carne oreadas al aire libre, metros de longanizas y una
docena de perros de distintos dueños que de rato en rato armaban
sus grescas.
Los Fundadores del Olvido 33

Al pasar de los años La Media Luna habría de quedar reduci-


da a un rancho tapera, donde viviría una mujer en la pobreza suma,
una tal Chucha Flores. La Media Luna de don Cantalicio Tello, con
tantas vacas mugiendo en el pastizal como litros de vino rodando en
los barriles, tendría su 31 de diciembre.
Consiguió que Don Cantalicio le facilitara una posta de lo que
aún quedaba de carne y al regresar a su rancho, sacó al patio una
mesita petista, buscó sal, afiló el cuchillo y se puso a charquear.
Qué sabrosos charquicarnes le preparó la Elina, hábil como
era para cocinar, para todo en fin, también para amar. ¡Las chanfainas
que le cocinaba, si es que merecían un cabrito! Y cuando él ayudaba
en una yerra, volvía con una baldada de huevos de toro -las «eséteras»
decían las mujeres cuando no se animaban a nombrarlos- Que man-
jar de blanditos y sabrosos esos huevos asados.
La Elina no sólo lo ayudaba dándole hijos y cuidando de la
casa: era un gusto verla a la hora de «la entrega», casi corriendo antes
de que la tapara el crepúsculo, cuando la majada regresaba, con un
cabrito en cada brazo acercándolos a las ubres cargadas de leche. O
en las mañanas, al alba, colgar el resto de sueño al lucero para poner-
se a ordeñar; baldadas de espuma tibia reunidas en el noque. Luego
agregarle el cuajo y a media mañana amasar la leche cuajada. Cuan-
do el sol se levantaba por sobre el bramido de los toros, ella ya tenía
el queso pisado en el aro, esperando ser llevado al zarzo. Después
repartía en bateas de madera de brea el suero para los perros y los
cerdos y guardaba cuajada, que al mediodía le servía a los niños con
arrope de tunas hecho por ella misma, pues tenían un lindo pencal. Y
si le restaba tiempo se le prendía al telar.
Más de una legua les quedaba la escuela. Ella llenaba los bolsi-
llos de las criaturas con maíz tostado y torta al rescoldo, o destapaba
alguna troje echándoles algarroba en las guadamicas, junto con el
cuaderno y el lápiz.
34 Héctor David Gatica

El siguió trabajando por La Estrella y encariñándose cada vez


más con ella. La veía crecer y crecían también sus hijos. Pero los
bríos ya no eran los mismos; él notaba que a cada árbol que secaban
las gallinas había en ellos, en los dos, un cambio. Cosa extraña lo que
ocurría en esos árboles a los cuales las aves domésticas elegían para
dormir, no sé si por el calor de sus pechugas, si por el abono fuerte
lloviéndoles todas las noches, o si por casualidad no más, el caso es
que esos árboles terminaban secándose. Así también les sucedía a
ellos, secados poco a poco por la presencia fatídica de no sé qué
extraños pájaros.
¡Cómo costaba formar un puesto! Así como quedan motas de
lana al paso de las ovejas por un alambre de púa, así iban quedando
tiras de vida en cada cosa que hacían: el pozo de balde. La casa. Los
alambrados. El corral. La represa. El chiquero. Las chacras... Todo
el casco del puesto, en fin.
Al paso de los años Rosas Tello fue agrandando y mejorando
la casa, reabrió acequias, desyuyó las chacras y en el verano les largó
hasta tres yuntas tirando sendos arados. Y hasta desmontó buen tre-
cho el camino que llegaba a su casa. Mas la vida ya andaba intentan-
do ponerle una manea.
Para entonces, la gente joven había comenzado por marcharse
a las ciudades. Así, luego del servicio militar, el Antonio salió engan-
chándose en la Policía Federal de Buenos Aires. Después, una familia
de Sampacho le pidió prestada la hija mayor; que allá se la tendrían
bien cuidada, le asignarían un sueldito, la ayudarían con ropas casi
nuevas y se la mandarían a la academia para que aprendiera costura.
Muy de tarde en tarde llegaba alguna carta y cada dos o tres
años les daban una vuelta de unos pocos días. Presentían que con los
otros iba a pasarles lo mismo. No se explicaban como es que no
extrañaban el olor a poleo de la represa, o el aire fresco y perfumado
Los Fundadores del Olvido 35

de las tardecitas galopando por ahí. Esas cosas comenzaron por


entristecerlos y debilitarlos.
Raro que no les diera por recordar el olor a caballo sudado,
que es el olor de las distancias.
Raro que no echaran de menos el olor a chiquero de cabras,
que es el olor a la infancia.
Raro que no vinieran más seguido a oír el balido y el relincho,
que son como los cencerros de los años felices.
Las golondrinas venían, se iban y volvían otra vez.
Los hijos ya no. Solo se iban.
En los días de invierno, a la nochecita, la Elina traía brasas de la
cocina y las echaba en un gran brasero, un fuentón empotrado en un
cajón. Ahí se los veía las horas conversando o simplemente viendo
cómo el silencio de las noches frías de julio les apagaba las brasas.
Cuando sólo quedaban las cenizas, se iban a dormir.
A él se le comenzaron a aflojar las caderas, como a un perro
viejo. Ella empezó por arrastrar las alpargatas.
Donde se abría una gotera se limitaba a tirarle tierra. Si afloja-
ba una vara sólo la ayudaba con un soporte.
Y ahí estaban los dos, envejeciendo, sin más compañía que un
criadito que les decía «tata», «mama» como tirarles una limosna.
Hasta ayer no más eran jóvenes y no los paraba ni la escarcha
ni la resolana. Se les vino la vejez de golpe, no se dieron cuenta cuan-
do llegó, arrebatándoles los hijos y un poco las ganas de vivir.
El día en que muriera uno de ellos morirían los dos. La perfec-
ción del amor no se forma en una tormenta; la serenidad del cre-
púsculo es su medida.
Rosas Tello anduvo aquella tarde dando una vuelta por el co-
rral; el sol de mayo comenzaba a debilitarse y temblaba amarillento
pálido como una hoja que amenaza caerse. Ahí hacían falta algunos
palos y no sabía cuando los iba a buscar.
36 Héctor David Gatica

Se acerca la mejor época para cortarlos -se dijo- Y no dijo


más.
Acercándose al pozo afirmó una mano en el travesaño que sos-
tenía la roldana y miró largamente hacia el fondo oscuro y profundo,
tan profundo como su soledad otoñal.
Convidó luego el tranco lento hacia la represa, el polear aún se
mantenía verde y oloroso. Corrió la mano áspera por sus ramas cor-
tando un montoncito de hojas, que se llevó a la nariz; el agradable
olor le traía el recuerdo de su Antonio, un recuerdo que ahora le
dolía. ¡Qué olores estaría amando su hijo mayor!
Subió al bordo de la represa y desde ahí se puso a contemplar
el agua, tan mansa y parda como la mirada de la Elina.
Las veces que los niños la bebieron a través de un cogollito que
tiraban sobre ella, hincados en el barro.
Bajó hasta la orilla del agua y se sacó el sombrero, como quien
se descubre ante un ser de mucho respeto; comprobó entonces, mi-
rándose en ella, que el agua tenía el pelo tordillo.
La represa estaba embancada y necesitaba una cava; pero a él
no le alcanzaban las fuerzas para aguantarse un rastrón.
Bajó hacia las chacras; tuscas, chañares, cardos y chamicos
amenazaban con quitárselas. Sintió como si esas malezas hubieran
echado raíces en su alma.
Llegaba la oración descargando carradas de quietud y silencio
cuando un zorro desparramó su grito por el aire, siendo contestado
por numerosas carcajadas a la redonda, como en una gran fiesta que
tenía por escenario todo el campo y los actores los zorros, ebrios de
infinito. ¡Las veces que el Antonio les puso las trampas, haciendo
luego una senda con una bolsa cargada de arena, tirándoles de trecho
en trecho un chicharrón o una vaina de algarroba! ¡Qué trampas lo
acecharían ahora a él en las grandes ciudades!
Los Fundadores del Olvido 37

Llegó hasta el patio de la casa, tan amplia como solitaria, y se


afirmó en un caballete. Desde el fondo del campo, donde aún queda-
ba un ramoneo, le llegó el bramido del toro pampa; conocía ese bra-
mido como si fuera la voz de un hermano.
Estuvo mirando la casa: grande, silenciosa, sola; habitada por
dos viejos; una criatura y muchas ausencias.
El había ido a la escuela hasta cuarto, en su tiempo la primaria
terminaba allí, no había más grados para los niños del campo. Le
gustaba la historia, aquella que contaba de los hombres que venían
fundando pueblos, pueblos que después se hacían ciudades, ciuda-
des que no olvidarían nunca el nombre de sus fundadores. Alguna
calle principal con su nombre, una plaza, un monumento seguro los
recordaría. ¡Y por qué nunca se enseñaba en las escuelas rurales el
nombre de los que fundaron los puestos vecinos! ¿No había historia
para ellos?
Le hubiera gustado que alguien se ocupase de ellos, un criollo
de ahí para que le pusiera amor a las palabras, alguien que al pisar
bosta chirle de vaca, sintiera el gusto a «apoyo» en su boca babeante
y espumosa de leche tibia. Que las escribiera un hijo de esos parajes
de modo que cuando pasara cabalgando cerca de un chiquero, abriera
«las narices» como hornallas para que por ellas entrara a cornazos el
olor a chivato, como un perfume de evocación. Unas pocas páginas
escritas por un baqueano de esos puestos, de modo que al oír el
quejido de la roldana, fuera capaz de volcar por sus palabras un noque
lleno hasta el aro con historias de esos campos. Que contara por
ejemplo que a la estancia La Analía la fundó don Galo, don Galo a
secas, no hacía falta el apellido porque don Galo, como ése, había
uno solo en todo el mundo. Que a Villa Nidia la fundó don Celso. Y
agregarles algo más, muy poco, además del nombre, como eso de
que a La Cañada la fundó don Silvestre Guardia y que su casa, una
vez al año, era iglesia donde oficiaba un tal cura Salor y donde la
38 Héctor David Gatica

gente empeñaba la semana; tiraba la taba, se pelaba en cuadreras o al


juego del monte, bailaba y además iba a misa, aunque fuera en pedo
pero iba. Que don Antonio Guardia fundó Nueva Esperanza, cavan-
do una represa más grande que un dique, de que era un gusto verlo
pasar en aquel «brek» tirado por tres caballos haciendo temblar los
caminos. Alguien que escribiera unas pocas páginas diciendo cosas
del Chañaral de los Loros, adonde llegó don Bautista Leyes y fundó
La Envidia, criando tres hijos que fueron el ejemplo de la unión de los
hermanos por muchas leguas a la redonda, de ellos tres Josefina los
cuidaba con gran cariño, Alfredo criaba vacas y tocaba la guitarra de
modo que nadie le pisaba el poncho y Venancio se dedicaba a la
docencia y a la política. Alguien que dijera... Pero no: si ellos sólo
eran LOS FUNDADORES DEL OLVIDO.
Rosas Tello pensaba en todo esto sin darse cuenta que el oto-
ño le estaba sacando el calor del cuerpo. Así lo encontró la mujer y le
costó llevarlo dentro; se le habían entumecido las piernas y la lengua.
Se les avisó a los hijos, Antonio, el mayor, llegó a la semana
con el turco Abraham, que según dijo se había comedido traerlo des-
de el pueblo más cercano.
Cuando vio al turco y lo oyó hablar así como hablan los turcos
en la lengua criolla, sintió como si una estrella se apagara en el firma-
mento de su lecho.
Después de las emociones del primer momento con lágrimas
incluidas, los hombres callaron; no era fácil la conversación. A él casi
no se le entendía, la única que lograba adivinarle era ella, que a cada
rato le estaba limpiando la saliva con un pedazo de sábana. Se quedó
callado mirándolos y le respetaron su silencio, un poco molestos por
aquella mirada.
Entrecerró los ojos y se puso a pensar en el común destino de
alguno de los puestos, donde sus fundadores dejaron sus vidas. Pen-
só en La Amalia, con una casas tan lindas, aquel molino y el agua
Los Fundadores del Olvido 39

llegando hasta el patio por un caño; que corrales, que alambrados,


que represa. Ahora era de alguien a quien no le conocían ni el nom-
bre, pues había puesto un encargado. Ni las casas viejas quedaban
para conservar el recuerdo de don Honorio Arabel en «La Porfía»,
las voltearon para que no dieran mal aspecto. Nueva Esperanza; con
esas galerías tan amplias donde solía sentarse doña Tránsito ya viuda;
la última vez que pasó por ahí vio debajo de ellas una majada de
cabras, que unos vecinos pobres miraban desde sus ranchos. El Bal-
de de Arce, donde don Jacinto Navarro llegó a tener un almacén
abastecido por cinco carros que traían constantemente mercadería
desde San Juan, cuando murió dejó mil vacunos, ni señas de las casas
quedaban, ni de los pozos que hicieron cavar en busca del agua aque-
llas cinco niñas de don Santiago Amaya, dueño de la Merced de la
Travesía, aquellas cinco Marías tan mentadas: María Lucrecia, María
del Rosario, María Juana, Juana María y María Dionisia.
Habló algo y no le entendieron; debió traducirles ella:
-Pregunta que: ¿así que al señor le gusta mucho el campo?
-Le gusta más que a nosotros que hemos nacido en él -contes-
tó Antonio.
Entre babas volvió a hablar y su compañera le limpió la boca,
el cuello y el pecho.
-¿Qué dijo mamá?
La madre miró primero al futuro dueño del campo, luego a su
hijo. Después habló:
-Que le diga a m´hijo que si al señor le gusta tanto el campo
como dice, lo lleve a la represa pa´que se vaya acostumbrando al
olor del poleo.
Y eso no más dijo porque un aluvión de babas espumosas le
inundó la voz, quedando cortado y sin resistencia como si fuera un
alambrado roto.
40 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 41

LOS TROPEROS DEL


PORTEZUELO DE ARCE
A mi querido suegro don Angel Carrizo, que compartió numerosos arreos
con los troperos que nombro en este cuento.
Además animadas conversaciones con él de obrajes, de carros de los que
fue conductor por largos y medanosos caminos, enriquecieron aún más mis
vivencias en ese mágico mundo.

Natividad Maldonado. Hombre de los siete oficios, como mu-


cha gente criada en el campo y hecha para vivir al servicio de otros.
De entre tantas habilidades destacamos dos o tres.
Reconocido en toda la región como pocero, él y un tal Pedro
Berón sobresalieron en eso de cavar y desbarrar pozos.
Su otro rebusque fue el de arriero. A este amor suyo nos va-
mos a referir especialmente más adelante.
Fiel peón de estancia, de la Estancia La Amalia, perteneciente
a don Galo Ortíz y a doña Edrulfina, guapo él, inteligente ella y por
quien todo se movía en La Amalia... Los peones cumplían sus man-
datos al pie de la orden, la respetaban y la querían recta así como era,
sabedores de que nunca les iba a faltar, sea por un par de pesos o
porque no estarían solos en cualquier imprevisto dentro de sus esca-
sas necesidades. Un hombre como ellos, es muy poco lo que necesita
de la vida.
42 Héctor David Gatica

Cada día, al regresar de sus faenas, luego de dar de beber a la


monta y de bañarla, sabían que en el galpón o en la cocina estaba la
pava rezongando en un brasero, esperándolos las gavetas de made-
ra, el mate de porongo y un buen pedazo de pan con queso, pan
amasado por las propias manos de doña Edrulfina con grasa de chan-
cho, todo eso hasta que llegara el almuerzo.
En esos lugares, La Amalia era una de las dos estancias que
contaban con molino, un cuadrito con cebada y el lujo de poseer una
pieza con piso de baldosa para recibir las visitas.
Hermosos tiempos de campear, de enlazar y marcar, de cuerear
y churrasquear. Y de contar con una buena silla de montar.
El dueño de la estancia, don Galo, hombre sabedor de anti-
guos cuentos, era famoso en leguas a la redonda. Además su hija
Amalia era una flor.
Mas los años lindos se van pronto, y eso sucedió con la estan-
cia aquella. Doña Edrulfina, que nunca cayó a la cama ni para dormir
la siesta, se enfermó justo cuando se hallaba en aquella gran matanza
de vizcachas a puro «sulfuro».
En la casa había una capillita donde estaba entronizada Nues-
tra Señora de las Libranzas, allí pasó ella en cama los últimos días de
su postración. Llamó a los peones y les indicó:
-En el potrero del «paraiso», casi al fondo, les quedan todavía
algunas vizcacheras, terminen esta semana con eso.
Luego se dirigió a su marido y poco menos que le ordenó.
-Negro, viaje solamente cuando usted sepa que me están por
enterrar, que no pasará de esta semana, para que me acompañe al
cementerio.
Ninguno de los rudos hombres vio una lágrima en su rostro
firme; posiblemente, en cambio, sí la vio alguna planta de peje, cami-
no de Quines.
Los Fundadores del Olvido 43

Natividad Maldonado no quiso seguir en La Amalia, no estan-


do ya la mano guiadora y generosa de ella. Ensilló su caballo y sin
decir adiós se fue. Cuando lo llamaron para pagarle la mensualidad
ya no estaba. Desde entonces se dedicó más a tropear y a su oficio
de pocero.
Aquí lo dejamos para verlo luego formando parte de un arreo,
cuyo lugar de partida también diremos luego.
Pedro Montivero. En Balde de los Torres tenía asentados sus
reales. Conocedor de todos los caminos y de todas las vueltas de la
vida, tropero de su propia hacienda, que en viajes de días y días,
jornada tras jornada acercaba a San Juan y hacia otras ferias muy
lejanas. Dicharachero como no había dos, rara vez se veía una risa
grande en su boca. La picardía le asomaba a
los ojos, que se achicaban y tenían un brillo
especial cuando soltaba una de las suyas, casi
siempre bien cargaditas, que a más de uno, o
una, hicieron poner rojo; sus decires tenían
ese sabor picante de cierto ají silvestre fácil
de confundir con el piquillín y que llaman «puta
parió». Mentado era cuando viajaba a la ciu-
dad con arreos o quesos; en cuantito se en-
teraban los profesionales del lugar, iban a ha-
cerle rueda para escucharle la chispeante pi-
cardía de su sabiduría criolla. Su esposa,
doña María, siempre lo estaba sujetando. -
Pero Pedro, no digás esas cosas delante de
la gente. Dejá de hablar guarangadas Pedro.
Pero ya estás hablando zonceras. Y él reco-
nocía que no podía comer en mesas decen-
tes, «pues no se me cae la mierda de la boca
oh». Don Pedro Montivero
44 Héctor David Gatica

Montaba una mula grandota, capaz de llevarlo en su marcha


sostenida hasta el fin del mundo, nunca se cansaban ninguno de los
dos. Pasaba un día junto a un cerco y se la mordió una cascabel
muriendo ahí mismo. Juntó tanta bronca que se las ingenió para atra-
parla viva, hizo fuego y ahí la entraba y la sacaba, para que se fuera
quemando de a poquito.
Otra vez en un baile de Santa Rosa, una niña del pago le tiró
una relación medio descomedida en una cueca, entonces le contestó
con otra que si aquí no escribo es porque nos pasaría lo que a la niña
de la cueca, que de tanta vergüenza se la tragó la tierra.
Más adelante sabremos algo más de él.
Carmen Ibáñez Luna. Alto, fornido, de cien kilos y algo más,
con unas manotas cuyas caricias hacían tem-
blar al mejor pintado. A pesar de tamaña osa-
menta, nadie podría pensar que en momentos
de emoción, unas lágrimas como las primeras
gotas de lluvia de verano caían de sus ojos.
Sin exagerar, diríase que vivió, comió y dur-
mió sobre el caballo. Era la imagen viva del
centauro. En cuantito nació, antes de que co-
menzara a gatear, lo pusieron sobre un potrillo
y le echaron la mamadera a las alforjas. A los
cinco años era capaz de cruzar, de día o de
noche, arriesgadas travesías, atrevidas distan-
cias. Para dormir, su sombra se metía bajo el
caballo sin sacarse el sombrero.
A medida que crecía se le hicieron fa-
miliares las provincias de Córdoba, La Rioja,
San Luis, San Juan y Mendoza cuyas capita-
les unía a caballo. Sus dominios se extendie-
ron por la Cañada Verde, en el Portezuelo de Don Cármen Ibáñez
Luna
Los Fundadores del Olvido 45

Arce, allá al sur de la Sierra de las Minas.


Cuando llegaba a una casa los zarzos comenzaban a temblar,
pues era capaz de despacharse medio queso.
Si había un cabrito en las brasas, el pedía disculpas y sacando
el cuchillo de la vaina cortaba la mitad y se retiraba, «para no estarse
arrimando». Y cuando las mujeres comenzaban a cansarse de servirle
mate, le cebaban por la bombilla, única forma de que dijera gracias
pues iba quemando como tizón.
Se presentaba como «el as de la verdad». Una vez le llevó un
cencerro al gobernador, asegurándole que había pertenecido a la tro-
pa de Facundo Quiroga. Según mentas, solo perteneció a su burra
mora, todo por desprestigiarlo, sabiendo que él era el as de la ver-
dad.
También había picardía en sus decires, que mezclaba con fre-
cuencia en su conversación.
Y hasta acá lo que en principio teníamos preparado para decir
de él.
La historia registra famosos encuentros entre colosos, no figura
en cambio el de tres grandes troperos, aunque esto de hablar de
grande dentro de lo que aparentemente es pequeño parezca absurdo.
Podemos dar el nombre de muchos doctores, de muchos generales,
de artistas, algunos célebres, otros no tanto ¿pero quien puede dar el
nombre de un tropero? Su única virtud fue arrear hacienda, hacer la
patria cuando nada estaba hecho. Y eso no necesita nombre. Al me-
nos para recordarse.
Aquí sí que hubiera querido venir bajando desde Huaco don
Buenaventura Luna, como buscando el encuentro de todos los troperos
de América: «Quise armar un fogón allá en la sierra/ en mis lejanos
pagos jachalleros/ que llamara cordial a los arrieros/ de todas las dis-
tancias de mi tierra». Hasta acá sí que hubiera querido llegarse
46 Héctor David Gatica

Atahualpa Yupanqui -don Ata-, trayendo la guitarra con que rastrea-


ba las raíces del canto y la leyenda del viento.

Apareció primero don Carmen Ibáñez Luna golpeando los


guardamontes y mandándoles chiflidos a su arreo. Seguro un toro no
tenía su corpulencia. Llegó a cierto lugar y comenzó a dar vueltas
alrededor de los animales hasta que logró que se echaran. Sin des-
montar, ahí esperó, armando un cigarro, rienda en mano.
Rato después vinieron del este con su arreo los otros dos
troperos; llegaron, juntaron haciendas y se bajaron por turno para
cinchar mejor, don Natividad primero, don Pedro después.
Natividad Maldonado era alto, algo encorvado por los años y
el duro oficio de pocero. Lucía la prenda que siempre lo distinguió de
todo ser humano viviente, orgullo de la soltería, un ancho cinto de
cuero con bolsillos a la vuelta. Verlo a él era representárselo al Inge-
nioso Hidalgo Don Quijote, el de la triste figura; delgado, rostro flaco
y enamorado de una Dulcinea que le decían la Honorilda, a quien
quiso toda su vida y que le tenía dicho a cuenta de ese amor:
-Yo soy pobre, así que lo que tengo para ofrecerle es mi cora-
zón y un buen pión pa su hacienda, de modo que cuando nos necesite
diga.
Don Pedro por su parte mostraba una estatura media. De los
tres, quizás el de mejor posición económica, pues poseía hacienda y
campo. Siempre usaba botas y llevaba consigo, colgado a la cincha,
un calzador que tenía la forma de una iguanita y que de alguna manera
lo distinguía -como a Maldonado el cinto ancho con bolsillos- Había
conseguido una mula sillera tan grandota y guapa como la anterior. A
esta su mula nadie podía ni acercársele que ya estaba soplando bufi-
dos, pero que él, y más teniendo un par de tragos dentro, era capaz
de abrazarle las patas; la bestia temblaba mas no se movía ni menos
lo pateaba.
Los Fundadores del Olvido 47

Y si le pegaba un chirlo en el anca juntaba las cuatro y ahí se


quedaba tiritando.
Ahora queda dicho: el lugar del memorable aunque ignorado
encuentro fue en El Portezuelo de Arce, al sur de la Sierra de las
Minas, desde donde partieron hacia el lejano Caucete.
En el Balde de la Viuda consiguieron encierre, ahí echaron la
novillada a una chacra con chala sin cayeschar y se fueron a desensi-
llar a unos cien metros de las casas.
Andaban los pájaros escondiendo el día en sus nidos cuando
encendieron el fuego. Eran tres personalidades, dignas de ser escu-
chadas noches enteras.
Don Natividad sabía inventar y narrar largas historias y entre-
tenidas aventuras en las cuáles siempre tomaba parte como uno de
sus personajes. Las andanzas le habían enriquecido aún más su ima-
ginación de novelista oral.
De don Pedro, la conversación era chispeante. La de don Car-
men, entretenida, trayendo a menudo lejanísimas memorias.
Si bien su vida de troperos era dura, ellos la hacían festiva con
ese espíritu superior con que la condimentaban, donde se respiraba la
libertad del viento y de los caminos largos...

«Qué alegría tendrá el viento


que va por los polvorientos
caminos
levantando remolinos».

Qué alegría tendrán los troperos que van arreando distancias y


silbándole al paisaje.
Comenzó la ronda del mate y de la conversación también; lo
mejor será escucharlos:
-¿Cuántos hijos tenés Carmen? -preguntó don Pedro.
48 Héctor David Gatica

-Déjame contar en los dedos... cuatro... siete... ocho legítimos


con el Alfonso, y seis naturales, sin contar las que se me han ido
baliadas...
-Me acuerdo -dijo don Pedro sonriendo, lo que significaba
que la salida del Carmen merecía una risotada- una vuelta que llevaba
un arreo y alcancé a ver una chinita, pasando Chepes, que iba por
entre el monte con un cabrito en los brazos, dejé los novillos, al diablo
que embromar, le hice una cortada con la mula y la atajé, primero la
chinita no quería aunque quería, entre balido y balido al fin llegamos a
un arreglo, la joda era que hacía con el cabrito, le dije que lo tuviera
de una pata, el caso fue que cuando estábamos en lo mejor abrió las
manos y el cabrito se disparó al diantre.
-Una vuelta -así comenzó don Natividad, hundiendo los pó-
mulos descarnados y haciendo gritar el mate en una chupada vento-
sa- me hallaba de paso en don Edrulfo, resulta que el viejo andaba
loco por enseñarle a castrar a la hija para que le fuera tomando las
riendas a la estancia. En esos días había venido de la ciudad a pasear
un viejito pariente de don Edrulfo, reumático el hombrecito. Me pidió
que le enlazara y le voltiara un burro hechor que mordía mucho a las
yeguas, una vez que lo tuve en el suelo le ordenó a la niña que empu-
ñara el cuchillo y que agarrara el güevo.
El viejito que estaba pasiando se acercó también a las
renguiadas. ¡Agarre el güevo mija! ¡Agarre el güevo, no le tenga mie-
do! ¡Cape mija! ¡Agarre el güevo! ¡Meta el tajo! Así ordenaba don
Edrulfo a grito pelado y la niña, colorada como una sandía, se aga-
chó, agarró las «escéteras» con una mano y con la otra mandó el tajo
y al burro se le cayó un pedo, entonces el viejito entumido dio un salto
pa atrás y don Edrulfo largando una carcajada le dijo: pucha, a esta
edá y sin saber que el pedo de burro había sido tan bueno pal reuma-
tismo.
Los Fundadores del Olvido 49

Don Carmen acompañó una carcajada con un chirlo en la ca-


becera del recado, de un chupetón despachó el mate y empezó a
tallar él teniendo el mazo de las palabras en su poder.
- Una vez en San Juan desmonto, llego a un boliche y me en-
cuentro con cuatro doctores que estaban calaveriando, me recono-
cieron y en el acto me llamaron.
- Venga don Carmen que aquí estamos en una discusión con
los colegas, unos dicen que una vaca sólo puede tener un ternero por
vez, otros que dos. Usted que sabe tanto del campo ¿qué nos puede
decir?
- Y hasta cinco también señores.
- ¡Eh!... no don Carmen, ¡como puede llegar a esa degenera-
ción! Además la vaca sólo tiene cuatro tetas.
¿Dónde va a mamar el otro?
- Se va a quedar de zonzo mirando, así como estoy yo mien-
tras ustedes chupan.
Se preparaba don Pedro para contar algo que le sucedió antes
de llegar a Marayes en una oportunidad en que viajaba con una carrada
de quesos, de los cuales había hecho abuso comiendo más de la cuen-
ta, cuando un trotecito los hizo callar; era el hombre de los avíos,
llevaba una mula a tiro donde cargaba el charqui y demás menesteres
para el largo viaje. Le ayudaron a bajar las cosas y retiraron brasas
del fuego. Justino se llamaba el mozo, unos le decían el mancero,
otros, el boyero.
Enterados de la presencia de don Carmen, llegaron unos hom-
bres trayendo una guitarra, la miró un rato desde el clavijero hasta el
puente, hizo sonar las bordonas, estiró y aflojó ante los ojos y los
oídos ansiosos de todos, acostumbrados solo a oír las cuerdas del
silencio en las noches apagadas del Balde de la Viuda. Los gruesos
dedos comenzaron a correr sobre los trastes mientras la otra manota
tapaba la boca de la guitarra.
50 Héctor David Gatica

Todos menos el guitarrero oyeron que el campo dejaba esca-


par un suspiro.
Y don Carmen Ibáñez Luna desenfrenó el canto.
Primero fue un estilo, «El Poncho Castaño»:

«Sos bandera de mi patria


que no sabe de congojas
tienes unas manchar rojas
como flores estampadas...»

Después la milonga:
«Uno tenía el pico blanco/ otro las manos vendadas/ otro una
estrella en la frente/ como manchau de esperanza».
Otro con un lunarejo/ mesmo en el medio del anca/ como lle-
vando pa siempre/ enancada una luz mala...»
Luego vinieron las coplas, don Carmen era tropero de coplas,
se las oyó a Domingo Arias -un payador del pago-, las había apren-
dido de la vida en los caminos, venían del fondo de los tiempos y él
las iba tropeando. Algunas llegaron un día de la antigua España, des-
bandándose aquí por la boca de los payadores, tal como lo hicieron
los juglares desde las gestas homéricas. Coplas que salían del canto
de don Carmen pudieran haberse originado en Góngora, en Quevedo,
recreadas por él. ¿O acaso no se han encontrado más de 300 versio-
nes de un mismo cuento popular anterior a Cristo? ¿No andan ro-
mances por América con más de 100 versiones? Y esto era tan sim-
ple como escuchar a un arriero iletrado, y tan profundo como beber
la sabiduría fundida del cancionero español, de himnos religiosos in-
dígenas y de la boca a veces epopéyica, a veces romántica de nues-
tro abuelo el gaucho. Otras llegaron de Bolivia; llevaban mulas y traían
coplas.
Los Fundadores del Olvido 51

Y don Carmen aparecía en la noche, a la luz del fogón, tan


corpulento y cierto como el algarrobo en el cual se había afirmado y
tan increíble como el misterio de su canto.
Cuando el cantor y la guitarra se callaron, vino el silencio y se
acostó en el camino.
Solo a ratos llegaba desde la chacra el ruido de las chalas que
pisaban los novillos.

Cuando pasaron por «la Represa» con la novillada, comenza-


ba a verse que los seguía la aurora, los alcanzaría un rato más allá.
En el verano, por lo común preferían viajar de noche para que
la hacienda sufriera menos; poco y casi nada dormían los arrieros, lo
hacían de ratitos y de a caballo a veces si no tenían cómo encerrar.
El sol les alumbró la copa del sombrero cuando entraban en las
salinas, haciendo brillar las astas de los toros, unas astas como manu-
brio. Pisaban la sal blanca, costrosa; a medida que avanzaban los
encandilaba ese reflejo que le sacaba el sol a la sal, casi hasta lasti-
marles las pupilas.
A mitad de la pampa de las salinas se hallaban Las Lagunas,
una especie de represas con agua salada y flamencos rosados.
Al comienzo los animales, llenos con la chala, se movían pesa-
dos; pero fueron pasando las horas y las leguas, adelgazándolos, vol-
viéndolos ariscos, desconfiados.
Ni en Los Cajones ni en Guayaguá habían podido alimentarlos.
A cada rato intentaba dispararse alguno. ¡Ten! ¡Ten! Ten repetían los
hombres para apaciguarlos, haciendo sonar de rato en rato los
guardamontes.
- Como estos animales sigan así -gritó don Pedro- a alguno de
nosotros nos va a sonar el culo en el suelo como atado de cucharas.
- Por estos lugares -dijo don Carmen- si habrá galopiado la
Martina Chapanay. Eramos grandes amigos.
52 Héctor David Gatica

- Ya estás mintiendo pos Carmen.


- Como pa mentir Pedro si soy el as de la verdá.
Don Natividad, que se había adelantado para atajar un arisco y
que andaba un poco lerdo de oído le comentaba a su gateado:
- Cuando pasemos por Vallecito, vamos a llegar a dejarle una
botella de agua a la Difunta Correa, esa manda la debo de cuando era
mozo.
Ya llevaban tres días de viaje sin que los animales comieran;
pasaban horas por un lugar desértico donde lo único que se veía era
arena, médanos y alguna zampa raquítica.
Dispusieron hacer un alto en el Pinchagual, ya los tapaba la
noche, que les cayó no sé de donde con unos gigantescos cuernos de
estrellas.
Los hombres tenían callosas las nalgas, duras como pezuña de
toro. No había luna; entre las sombras de la noche hambrienta las
pelambres se movían nerviosas, asustándose.
Los arrieros sentían necesidad de desentumecer las piernas y
de morder algo. Dispusieron que uno se bajaría y que los otros harían
una ronda hasta que los novillos se echaran.
Uno se bajó, encendió el fuego con algunas chamarascas y
esperó la llegada del mancero. Los otros dos permanecieron rondan-
do, repitiendo su ten, ten. No querían echarse, al fin lo hizo uno, des-
pués otro; tardó para que lo hicieran todos. Aun así, siguieron la ron-
da, el ambiente se hallaba tenso y uno que otro mugido hacían temer
una avalancha vacuna en cualquier momento.
Una arena siniestra era hollada por los cascos de la descon-
fianza. Pensaban reemplazarse a lo largo de toda la noche.
Los novillos comenzaron a rumiar una ración de tranquilidad.
Aprovechando la momentánea calma se apeó un segundo jine-
te y le aflojó el pegual a su monta para acomodar mejor el apero y
ajustar la cincha. En eso estaba cuando sintió como un rumor que
Los Fundadores del Olvido 53

pareció salir de cerca suyo y se fue extendiendo por toda la


novillada...ummmmmmmmmmmm. Conocedor de esta música
mugidora trágica, supo que el alto había terminado, parecía que a
todos los habían alzado al mismo tiempo.
Saltó como pudo sobre el apero a medio cinchar, la tromba se
le venía encima estrepitosamente, ciegamente. Disparó, disparó, siem-
pre adelante del tropel gritando su ten ten. Pero el apero se ladeó y el
arriero rodó por las arenas pasándole los novillos por encima.
Un buen rato se sintió aquel tropel atropellando la noche, ha-
ciendo temblar la quietud ancha y larga del desierto. Y se alejaban, y
se alejaban hasta que el silencio volvió a quedar inmóvil y solo.
Uno de los arrieros empujó un grito largo, parecido a una ago-
nía, un grito conteniendo su propia respuesta. Nadie le contestó, con-
testó su mismo grito que llevaba ya la respuesta del silencio. Volvió a
llamar levantando más el grito, sintió que le contestaban, lejos, lejísimo.
Galoparon entonces los dos gritos hasta encontrarse. Un encuentro
de dos. Faltaba el otro.
¿Qué había pasado con él? ¿Iría aún delante de la vacada?
¿Habría podido sacarle el cuerpo? ¿Ocurrió lo peor?
Lejano se sintió un trote hacia el este, sin dudas el mancero.
Toda la noche se estuvieron moviendo y llamando sin encon-
trar nada ni obtener respuestas. A ratos se paraban y escuchaban. El
silencio era tal en esos páramos que se les volvía inaguantable. Y
además había un algo subyacente trágico que casi les metía miedo en
los pellones, a ellos, capaces de enfrentarse con todos los asustos.
Pero aquella noche... Ni pensarlo.
Las sombras se andaban amontonando como queriendo ocul-
tar algo, que no era precisamente la vida, se arrastraban y parecían
gemir desde algún sitio que no acertaban en dar. Alguien arreaba sil-
bidos como si fueran almas en pena sueltas por el Pinchagual.
Nunca esos troperos tuvieron una noche más larga y más pe-
54 Héctor David Gatica

nosa.
Al fin llegó el alba y fueron apareciendo los rastros, al menos
fue lo primero que descubrieron sus ojos trasnochados, porque eso
es lo que andaban buscando.
El día les mostró la verdad, había caído y los novillos le pasa-
ron por encima llevándose cada uno un pedacito de su ser en las
pezuñas. Una gota de sangre en un rastro fue lo único que hallaron.
Arrieros de semejante talla no podían tener una muerte menor. Se
había ido por todos los rumbos. A partir de ahora, en cada rastro de
toro estaría él.
A la par que buscaban la novillada lo buscaban y lo encontra-
ban a él, rastreándolo por cerros y llanos, como quien busca la iden-
tidad de un país. Eso hacían los otros dos troperos. El boyero regre-
só. Regresó como se regresa de la muerte.
¿Quién de los tres fue? Por lo que la gente cuenta de lo que
cree que es la realidad, dicen que don Pedro Montivero murió en
Quines años después de quedar ciego, sin conseguir la ceguera qui-
tarle la pimienta que le daba sabor a su existencia. Que su mujer, la
María, habría de vivir más de un siglo para recordarlo, la María de los
no hablés zonceras Pedro.
Sigue diciendo la gente que don Carmen Ibáñez Luna murió de
cáncer a la garganta ya en el alero de los cien años, nada menos él,
que en toda su vida por único remedio tomó «un té de joselino», una
vez que se alzó un empacho. Que murió dos meses antes que José, su
hermano mayor; pero que el cáncer no logró enfermarle el canto.
Y por último la gente dice que don Natividad Maldonado, peón
de estancia, de la estancia La Amalia, pocero y arriero aún vive, aun-
que ya nadie logra hacerle oír ni una palabra; eso si, todavía contando
historias y siempre enamorado de la Honorilda, su Dulcinea del Puer-
to Alegre.
Todo eso es falso; la gente se engaña para conformarse. Lo
Los Fundadores del Olvido 55

cierto es que uno de ellos se quedó allá y ahora anda desparramado


en los rastros de todos los toros que braman en El Pinchagual.
Si usted alguna vez acierta pasar por ahí una noche ventosa de
viento Zonda, sentirá una de entre tres de estas alucinaciones: o que
el alma se le acongoja porque entre las oleadas del viento caliente
alguien le está contando una historia trágica; o que el corazón se le
anima retozón porque el viento le tira arena en remolinos como si
anduviera arreando una picardía; o que usted se detiene y escucha
porque alguien canta una copla, como que naciera de la tierra y se la
llevara el Zonda.
Y verá pasar dos troperos con un arreo de sombras.
56 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 57

CAMINO DE CARROS
Mi agradecimiento a Reynaldo Soria, carrero de mis
pagos cuando existían los obrajes, con quien mantuve largas
charlas antes de escribir este cuento.

«Que triste y solo has quedado Nada vale lo que fuiste


caminito de los carros... nada vale tu pasado
El tiempo te fue borrando y ahora tras de las lomas
se secaron tus chañares vas muriendo avergonzado».
los tordos y las calandrias -Arancibia Laborda-
alegran otros lugares.

Fotografía de Ramón Argentino Avila

Facundo Velazquez, carrero


58 Héctor David Gatica

COMENZÓ DE MARUCHO
Y TERMINÓ EN CARRERO

-¡Mulaaaaa!
Y el grito cayó sobre la mañana luminosa estorbándose con el
vuelo de un carancho y el temblor de veinticuatro patas llevando las
llantas por sobre troncos y malezas.
Abiertas las compuertas, los cargadores fueron apilando las
bolsas con carbón hasta pasar casi un metro las barandas.
Era un carro hermoso, grande sobre todo, llevaba escritas con
letras rengas estas palabras: el sin rumbo; así le había puesto su dueño
como reflejo del horizonte de su alma.
Qué orgullo machazo poderle cargar cuatro toneladas, sentirlo
crujiente como si se fuera a partir y ver tironear las bestias llevándose
el corazón quemado de esos campos.
Entró a las picadas y anduvo un rato por ellas hasta salir al
carril.
En los médanos grandes donde las huellas se hacían más hon-
das, el eje escapaba de tocar el guadal y la marcha se hacía lenta casi
hasta detenerse, entonces el pesado látigo recubierto de corriones,
con una cola estrepitosa, caía en las ancas que flaqueaban reconfor-
tándolas, o a veces abriéndoles cardenales rojos a flor de pelo.
Los ventarrones nortes en un par de días volvían a tapar las
huellas, por más profundas que fueran, y las ruedas al venir abriendo
semejantes medanales duplicaban los esfuerzos de los mulares.
A comienzos de siglo el había sido marucho. Marucho de ca-
rros. Marucho de heladas blancas como harina volcada sobre los
montes. Marucho de soles y de vientos, de soles infernales, de vien-
tos polvorosos. Marucho de invernales lluvias silenciosas.
Con un pantaloncito a media pierna sujeto por tiradores, había
viajado hasta San Juan en jornadas de 22 días, con la misma ropa y
Los Fundadores del Olvido 59

los mismos mocos floreciendo en las mangas de la tricota; con las


mismas alpargatas y los mismos calzoncillos amarillos como flor de
tusca, marrón oscuro al final de los tiempos del regreso. Con las mis-
mas estrellas y con el mismo silbido.
El montaba la yegua madrina, cumplía los mandados, se ade-
lantaba para hacer las compras de proveedurías, ponía el agua al
fuego y en las empantanadas tenía que cuartear.
En aquel tiempo se llevaba quesos a San Juan acomodados en
magollos de jarilla y se traía higos, aguardiente, vino. O bien se viaja-
ba a las provincias de Córdoba y San Luis llevando sal desde la pam-
pa de las salinas, que se vendía por almudes, trayendo a veces de
regreso dulcísimas y afamadas naranjas lujaneras y exquisitos uñigales.
¡Ay... aquellos campeones de la sal!... Don Isidoro Echenique, alto,
rostro seco, pómulos salientes, cejudo, ojos hundidos, pelo hirsuto,
descendiente de indio; o don Dionisio Ibáñez -don Yungue que dedi-
có toda su vida a juntar terrones de sal, por eso la pampa de las
salinas se le fue metiendo en la saliva y en los ojos hasta que al final se
los dejó blancos, con una costra de tiempo salado que puso noche a
su país de zampa y jume.
Montado en estos recuerdos, a la entrada del sol llegó a Villa
Nidia y desató entonces los recuerdos y la tropa; antes soltó de la
armella el «muchacho» trasero para evitar que el carro se culatiara,
después el delantero.
Los primeros fueron el cadenero de vuelta y el cuartero; uno un
macho todavía medio chúcaro que él bautizara el cuyucho y el otro
un tostado manso, grandote, llamado el tordo -tan tierno por otra
parte que daba pena dejarle caer el rebenque en el lomo-.
En el acto se tiraron al suelo y comenzaron a revolcarse para
desprenderse del sudor y del cansancio, un renovador baño de tierra.
Después le bajó los pecheros a la cadenera de mano -una mula
gateada de avanzada edad llamada la liebre- y le sacó el recado a la
60 Héctor David Gatica

sillera, una rosilla joven, grandota como el carro.


Por fin soltó los ganchos al cadenero del medio -macho pardo
de nombre chivato- y le tiró las abajeras a la varera -la golondrina-,
última en salir y revolcarse. Después los arreó al bebedero, todos
siguiendo la yegua madrina.
Era febrero, y se pasaba una sequía muy grande, al entrarse el
sol, como que la tierra suelta recién se levantara, nubes de polvo se
paseaban sobre los montes y se extendían a lo largo del camino.
Muchas yeguas, caballos, burros bajaban al bebedero, los
rebuznos de los porfiados «hechores» que seguían a las burras alza-
das y a las yeguas parecían no sentir los mordiscos ni las estruendosas
patadas, entre ese amor bárbaro y desbocado de las bestias, la vida
les saltaba a chorros, como en un poema de Walt Whitman.
En el almacén de don Celso compró los vicios, yerba y tabaco,
después pidió permiso para soltar esa noche las mulas en el campo;
en algunos lugares le daban permiso gratis, en otros, le cobraban el
agua y la encerrada.

Dibujo de M. A. Guzmán
Los Fundadores del Olvido 61

Encendió el fuego, puso la pava y ahí se quedó, sentado sobre


el apero, abriéndole huellas a los recuerdos. Miró por un momento el
carro; era como si llevara una carrada de crepúsculos.
La luna iluminó profusamente el campo, entreverándose con el
polvo suspendido sobre los jarillales.
Había un silencio que silbaba en los oídos, musicalizado por el
rezongo del agua caliente en la pava, un silencio herido a ratos por el
cencerro de bronce de la yegua madrina alejándose hacia el norte.
El mate y el cigarrillo eran sus únicos compañeros en esas
aplastantes soledades y a ellos se prendió.
Bajó del carro unas colchas viejas y unas lonas, puso la montu-
ra de cabecera y se acostó tapándose con el cielo.

LA MULA «LIEBRE» VUELA HACIA LA SIERRA

Con el canto de los gallos Facundo Velázquez salió del sueño y


enderezó sus carnes magras, avivó el fuego, puso un tarrito con agua
en él y se fue al campo según se lo indicaba la yegua madrina, juntó la
tropa, la ató, bebió un jarro de yerbiado y continuó la marcha hacia el
este. Aclaraba recién cuando el carro comenzó a moverse con un
traqueteo que de tanto oírlo ya no lo oía, pasó a formar parte de su
andar y de su forma de ser y de pensar, esa filosofía de la lentitud y de
la paciencia, de la indiferencia por el tiempo y la distancia, con los
ojos lejanos de tanto mirar huellas largas, aquellos caminos blancos,
la boca cargada de semanas sin palabras, sin más compañía que esos
mulares a los cuales había puesto nombre, y esa tabaquera fabricada
por las manos de su mujer, como para darse corte de no andar solo.
La primera tironeada la tuvo pasando La Cañada, en el bien
llamado «bordo hediondo», formado por un guadal de más de qui-
nientos metros. Primero las azuzó con palabras, que sólo de la boca
62 Héctor David Gatica

de un carrero pueden caer; el carro ya se quedaba.


En tiempos pantanosos más de una vez hubo que bajar toda la
carga y luego hombrear bolsa tras bolsa.
La cola del látigo estalló en el aire tirante; ni se movía «el sin
rumbo». El látigo cayó feroz sobre el cuyucho haciéndole brotar del
anca una hilerita roja; luego le tocó a la liebre y el rebenque al rebotar
pasó entre las orejas y le cerró un ojo al tordo. Cuando el látigo cruzó
el lomo del chivato, recién entonces se volvió a poner en marcha el
carro crujiéndole el cajón, resonando los bujes, rezongando la maza,
las llantas aplastando el médano.
Pasado el bordo con tal agitación de mulas y hombre, volvió la
monotonía, tan pesada como las cuatro toneladas de carbón, como
las toneladas de sol que empezaban a caer sobre el sombrero de
trapo y el pañuelo bataraz volteado hacia la espalda.
El traqueteo largo y sin pausa seguía metiéndose en la vida
suya y ahora el corazón también le traqueteaba, también tenía bujes
chirriadores y su rodar se hacía lento como si lo tirara la mula golon-
drina.
Echó una mirada sobre la liebre.- ¡Pobre mula vieja! Será el
último viaje que le voy a pedir; quedará después para que los niños
tiren ramas y vayan a la escuela.
Lento y sudoroso era el andar de la tropa, llevando de las va-
ras su destino de bestias amansadas.
El hombre trabajador dependiendo del hombre especulador. Y
a la vez los animales dándole su fuerza y vida, y las plantas su madera.
Hizo alto en El Pimpollo cuando el sol caía a fuego sobre las
saitillas, comenzando a bajarle las monturas a diciembre.
Los primeros en quedar libres fueron los cadeneros, cuando
quiso sacar las chasquillas al tordo, tan manso y grandote, vio que un
ojo del cuartero lagrimeaba; la punta del rebenque al rebotar había
dado en su pupila serena volcándole la mirada para siempre. Sintió
Los Fundadores del Olvido 63

remordimiento, lástima; quería mucho a su tropa, con ella se ganaba


la vida; pegarles en ciertas ocasiones para que tiraran parejo no signi-
ficaba falta de cariño.
Prepararía un poco de salmuera y en cuanto llegara a Caldén
pediría aceite quemado de auto para ponerle en las mataduras a la
sillera.
Bebieron las mulas, les puso la ración y él comió un pedazo de
queso y torta asada al rescoldo, esas tortas podían aguantar semanas
sin volverse piedra laja. Y ese queso criollo nunca se echaba a perder.
Después se tendió bajo un algarrobo desenganchando ronqui-
dos de rueda sin engrasar; sobre el rostro tenía puesto el chambergo,
y todos los soles, y todas las huellas, las profundas huellas.
Tras un corto pero sustancioso sueño, sacudió su blusa de brin
desteñida de tanto exponerla a la intemperie, las bombachas de pre-
tina desatada, colocándose las alpargatas y el sombrero para conti-
nuar viaje hacia La Médula.
Los rayos de madera continuaron circulando lentamente, des-
doblando la pereza del camino. Nuevas tironeadas por ratos, a medi-
da que las ruedas iban abriendo las huellas emparejadas por los
ventarrones; en tramos muy largos había una sola huella y no se podía
salir de ella ni para dar paso al viento. De vez en cuando se veían
cruces de carreros que cayeron borrachos bajo las ruedas.
El carro es algo muy grande decían, es el padre de la casa pues
permite alimentar toda la familia. Allá por el 37 un carro arnesado
costaba quinientos pesos y una tonelada de carbón se vendía a seis.
El carro de Facundo Velázquez a más de grande era rodado alto y
varas largas, por eso se lo podía cargar tanto, tanto por vez como la
vida de un bosque entero. En estos carros y por estas huellas se fue,
dejando un desierto de espinillos, la riqueza forestal de tantos bos-
ques.
64 Héctor David Gatica

Por estos carros cachacientos se alejaba el pulmón quemado


de nuestros bosques, el propio hombre hijo de esta tierra fue, poco a
poco, transportando la riqueza de su mundo.
Nuevos médanos, nuevos azotes igualando la tropa, las pala-
bras descolgándose como picotazos. Y otra vez la monotonía, el si-
lencio largo en una boca enhebrada por las horas que no pasan nun-
ca, apretada sobre el pucho, ese callado compañero de las leguas.
Facundo Velázquez sintió que él y el carro no se diferenciaban
y que formaban una sola alma y una sola madera andantes, sus brazos
eran varas extendidas siempre hacia las riendas y el látigo, hacia las
bolsas y los palos, hacia el tabaco y el vino. Y en el cajón sin com-
puertas de su pecho duro, un corazón que a ratos se volvía sin vida,
como los tizos embolsados, como la leña seca.
Miró largamente los arneses: firmes yuguillos que abrazaban
los pecheros del tordo y de la liebre, las cadenas que ataban al carro
al cuyucho así como a él lo ataban los caminos, las monturas que lucía
su tropa.
Como la recia sillera, la mula rosa, los carreros tenían puesto
un bozal que manejaban los hombres fuertes que les compraban la
mercadería o les pagaban el flete, a cambio de la ración del vino y el
tabaco. Miró la encimera y la barriguera de la golondrina, dejando
caer gotas de sudor sobre su tranca la varera. Después se puso a
mirar el paisaje muerto, hacia afuera y hacia adentro.
Las jornadas se cumplían sucesivamente: El Pimpollo, El Cadi-
llo, La Médula, La Aguada y finalmente Los Cerrillos.
Después de La Aguada fue la cosa.
Empezó a notar que la liebre mañeriaba, le sacaba el cuerpo a
la cinchada y tuvo que recordarle su obligación de tirar parejo ha-
ciéndole amores con el beso del rebenque, entonces se paró dete-
niendo toda la tropa y no hubo látigo que le sacudiera las ganas. La
vio colgada de los arneses, con la cabeza entre las patas.
Los Fundadores del Olvido 65

Al desatarla cayó sobre la huella... ¡La liebre estaba reventa-


da! Tendida en el guadal, la mula liebre caía en su ley. Mas la vida de
un carrero es demasiado dura como para entrar en sentimentalismos.
Imposible moverla él solo, tampoco podía dejarla ahí con vida, que
se fuera muriendo de hambre y sed...
Entonces de su cintura resbaló el cuchillo y degolló a la liebre
clavándole el puñal en la nuca.
A los matungos cuando están cerca de morir o se les pela la
cola y se los larga al campo que vayan a morirse lejos de las casas, o
se los mata y se les saca el cuero, que servirá para corriones o noque.
A su mula ni le iba a pelar la cola ni tampoco sacarle el cuero; el
guadal sediento se fue tragando su sangre. La mansa bestia pegó su
última patada, se la pegó a la tarde calurosa y seca echada también en
esos médanos, se la pegó al destino de vivir para qué, de haber naci-
do híbrida, hija de una yegua y de un burro hechor, de haber nacido
mula y no tener amores nunca, menos hijos, nada más que trabajo y
nada más.
Limpió el cuchillo en la tuza y volvió a montar, procurando sa-
car el carro hacia un costado; pero los montes no le permitieron ma-
niobrar lo suficiente y una de las ruedas, al pasar encima, le quebró
una pata a la liebre, esa con la cual había dado la última patada a su
destino cruel.
Y Facundo Velázquez siguió su camino, con una mula menos y
una pena más. Como si hubiese sido escrita para él aquella tonada
que dice: «Vos te quedaste en la huella/ y a mi me tocó penar».
El tiempo es largo, pensó, tan largo como este camino que me
lleva a los Cerrillos; a qué entonces apurarse de vicio, mejor atender-
le el consejo a la copla y «ponerlo al corazón al tranco».
Y llegó al fin a Los Cerrillos, pueblo cordobés de las muchas
planchadas y las montañas de carbón y leña junto a las vías del ferro-
carril. Ese día llegaban cuatrocientos carros, cuatrocientos carreros y
66 Héctor David Gatica

dos mil cuatrocientas mulas levantando semejante polvareda, que iba


a depositarse en las casas, en sus muebles, en la nariz y los ojos de
sus pobladores.
Cuatro o cinco básculas pesaban y ahí era el descontar pesaje
por carbonilla, por tizos, por cisco, por llovido; siempre tenía que
haber una razón que favoreciera la pesa del basculero. Y no era para
volverse con el carbón después de tan largo como lento viaje.
A él le tocó desocuparse cerca de las once, con un sol más
pesado que el carbón que había depositado en los planchones de Los
Cerrillos. Manubens Calvet en persona le extendió el vale, aún era
pobre.
Qué orgullo para él haber estado cerca del que un día, con el
andar del tiempo y de los carros, sería el rey del carbón, una de las
fortunas más poderosas del país.
Una historia cuyo primer capítulo comenzaba con la vida de
hacheros, carboneros y carreros y su último apéndice sería escrito
por los abogados y los jueces más renombrados, en un escándalo tan
grande como su herencia.
Con el vale se fue hasta la cantina, ahí había que hacer gasto;
cuatro toneladas de carbón importaban veinticuatro pesos. Compró
harina, maíz, azúcar y otras proveedurías y con el vuelto hizo un nudo
en el pañuelo y lo metió en el bolsillo.
Por todos lados se veían pañuelos bataraces y chambergos de
brin de conductores hombreando bolsas, cajones con mercaderías
más o menos similares, al hombro el rebenque macho, tirando risota-
das y bromas gruesas sacudidas por el alegrón del vino y el olor de
las alpargatas y los sobacos sudados.
A pesar del poderoso calor, entre un estorbarse de carros y
mulas, Facundo Velázquez no esperó que pasara la siesta para pegar
la vuelta.
Los Fundadores del Olvido 67

Luego de un par de horas de caminar, divisó y se fue acercan-


do a lo que el día anterior era la mula liebre. La mula andaba en el aire
con un olor fuerte y espeso. Corrida hacia un costado del camino se
la disputaban los jotes y los perros; un jote cargaba a picotazos sobre
un ojo, lo arrancaba y se lo devoraba, que era como devorar una
huella, todas las huellas que vio la liebre los treinta años que anduvo
tirando carros, otro jote le metía el pico corvo de carnívoro y las
garras en ese lugar adonde nunca le llegó el amor ni por donde nunca
vino una cría, y arrancaba y se atragantaba con tiras de esterilidad.
Cinco jotes tan negros como voraces se peleaban por la len-
gua, en tanto un perro garrapatiento se le metía en la panza persi-
guiendo los bofes y los hígados y otros tres se tarasqueaban por las
verijas.
Qué misteriosos y fúnebres esos animales negros, esos enor-
mes pájaros de la muerte que venían sabe quien de dónde, que revo-
loteaban grandes alturas traídos por su olfato sobrenatural cuando un
animal se muere, escudriñando con ojo telescópico, para largarse en
picada con una velocidad de flecha.
Los ojos de la mula liebre volarían a las sierras lejanas, de don-
de quizás venían esos jotes, y sus achuras trotarían por los campos
cordobeses en la barriga de esos perros vagabundos.
Sólo sus huesos quedarían ahí, junto al camino donde vivió y
cayó, para custodiar el paso del carrero solitario.
Cientos de veces había visto cuadros similares; esta vez no lo
aguantó, sentía que algo o alguien le sacaba a picotazos las entrañas,
por eso apuró la tropa antes de que se le fuera la vida en el buche
fatídico de las aves negras.
Cerrada la oración llegó a La Aguada, con muchas ganas de
buscarse un desquite.
A cada mular que fue soltando lo llamó por su nombre y le dio
un chirlo cariñoso en el anca: chivato, tordo, rosa, cuyucho, golondri-
68 Héctor David Gatica

na... y le sobró un chirlo porque le faltó un anca. Se lo pegó a las


varas y unas astillas gateadas se rompieron en los callos de sus manos
duras.
Caminó hasta el bebedero donde se lavó la cara tapada de
tierra, las manos con olor a riendas y a sudor de abajeras, secándose
con el pañuelo bataraz que defendía su espalda del sol y que en estos
casos hacía las veces de toalla. Se ajustó mejor la negra y larga faja
que le cubría los riñones y ya donosón se fue para el boliche.
Se hizo servir un medio litro que sacaron de una bordalesa; en
el mostrador había una bocha de mortadela perdiendo grasa por efec-
tos del excesivo calor aún a esa hora. En los estantes se veían latas de
conserva, tiras de cohetes, botellas con licores fuertes, del techo col-
gaban unos chorizos y en el suelo había una bolsa de tabaco.
Don Casimiro encendió un mechero y le preguntó si no anduvo
con otros carreros. Entre los dos estuvieron comentando que habían
subido las alpargatas y bajado los cueros y la cerda, que había subido
la grasa pero que las vacas y los quesos de ellos no valían nada.
- Deme don Casimiro una sardina grande y cuarto de galletas.
- ¿La querés con cebolla?
- Y mucha. Ponga también otro medio.
Llegó la hija del cantinero con un farol y don Casimiro se fue
llevando el mechero; Facundo sintió como si una lluvia fresca cayera
en los medanales de su corazón. Se animó a pedirle música.
- ¿Qué me puede poner un clavo niña?
- ¿Cuál don?
- El que sea de su gusto.
Ramona Nieves abrió la vitrola, una RCA Víctor de pesada
membrana, le cambió la púa, le dio cuerda y comenzó a sonar El
viejito del acordeón; la polca le hizo brincar la sangre. Después los
valses Tu olvido y Mi vieja ventana, aunque ya muy rayados, lo
llevaron por un mundo de sonidos extraños y suaves porque no eran
Los Fundadores del Olvido 69

sonidos de traqueteo, sintiendo unas ganas desconocidas de llorar,


de amar, de que una mujer le tirara una caricia o le regalara un clavel.
Miró de reojo a la Ramona Nieves y casi se le caen las cebo-
llas de la boca; el pelo largo recién destrenzado hasta la cintura, esos
labios atrevidos de la bolichera donde cabía el beso de un carrero; su
cuerpo y sus movimientos tenían la hermosura briosa de una potran-
ca.
La ranchera Bajo el parral lo hizo ponerse de pie, más de
inmediato se volvió a sentar cayéndosele el rebenque; estuvo tentado
de invitarla y al final no se animó, de zonzo que era sí ella estaba para
eso, para atender bien y con empeño a los carreros que llegaban de
vuelta y con plata, capaces de dejar toda su carga por un engaño.
Desató el pañuelo, sacó dinero y pidió más música y que le
sirvieran otro medio. Vinieron entonces los discos de don Buenaven-
tura Luna... Qué ganas de largar un grito y así soltarles las cadenas al
pecho. El vino tinto caliente y las canciones de don Buena amagaban
desatarle la boca; el vino todopoderoso, ayudado por la música, hizo
el milagro pero a la vez se le enganchó la lengua y entonces se quedó
con la boca abierta y sin soltar palabra.
Comenzaron a mezclársele las letras de las canciones -la vitrola
ya no funcionaba, lo cual no era necesario porque él la seguía oyendo
lo mismo-, sumiéndolo en un mundo surrealista... vengo al pie de tu
vieja ventana mi bien... han brotado otra vez los rosales... como palo-
mita buscando el nido... sombra del fuerte abuelo que ya se fue... no
los ves allá van galopando los últimos gauchos... andar y andar los
caminos sin nada que lo entretenga... bordar un rojo clavel con la
palabra te adoro... otro una estrella en la frente como manchau de
esperanza... penas del quinto cuartel... puentecito del río que pasa...
quema esas cartas donde yo he grabado... alma si tanto te han heri-
do... es en vano llorar... amémonos mi bien... que es condición del
varón el sufrir... mano a mano hemos quedado...
70 Héctor David Gatica

Cómo le gustaba cuando cantaba La Tropilla de Huachi Pam-


pa, o Tormo solo, o Gardel.
Desató otra vez el pañuelo, ya ni sabía lo que desenvolvía solo
vio la mano de ella retirando el billete y medio la rozó con los labios al
irse sobre la mesa; seguro que un poco de saliva tinta le puso porque
la vio limpiarse en la pollera. Y otra vez la cuerda de la vitrola movida
por el billete posiblemente de un peso que era como decir la cuarta
parte de la tonelada de carbón. La voz de Hilario Cuadros salió patentita
desnudando cuecas y tonadas. La música cuyana tenía gran influencia
en el sur de La Rioja y en todas estas gentes que para aliviar la vida
dura de los obrajes se trasladaban anualmente a Mendoza y San Juan
a las cosechas; con el tiempo, muchos terminaban quedándose allá...
pongalé por las hileras sin dejar ningún racimo... quiero elevar mi can-
to como un lamento de tradición... dos puntas tiene el camino y en las
dos alguien me aguarda... pobre mi negra donde andará... quiero a la
china más linda... la flor del quinto cuartel... cochero cuanto me co-
bra... los tiempos nunca han podido... tomá esta rosa encarnada... si

Dibujo de M. A. Guzmán

La mula «liebre» vuela hacia la sierra


Los Fundadores del Olvido 71

sientes doblar campanas no preguntes quien murió... Y ahí ya no pudo


más y un grito como nunca antes dio en su vida traspuso la puerta ya
sin llave de su curda y sacando el cuchillo le hizo saltar un pedazo de
madera a la mesa. Después se apaciguó y se puso a mirar como un
zonzo a la Ramona Nieves, sus cabellos se parecían al pelo de la
liebre, la mula liebre que lo acompañó treinta años, la mula liebre que
se le cayó en el camino, la mula liebre que él degolló por la nuca y que
tenía la sangre del color de ese vino, vino que él tomaba como el
medanal a la sangre degollada, la mula liebre que se quedó sola y
abandonada en la huella con una pata quebrada y la sangre volcada;
él la degolló, la mula liebre que no era un animal sino un camino, el
camino de Santa Teresa a Los Cerrillos, el camino que va desde el
hachero hasta Manobens Calvet, la mula liebre que salía trotando en
la panza de los perros hambrientos, la mula liebre que se quedaba sin
ojos y sin lengua y que salía volando, buscando los cielos más altos,
en el buche de los jotes y los caranchos. Ya no sabía si era la mula
liebre o la Ramona Nieves la que estaba ahí hurgándole los bolsillos,
la tomó del cabello -o de la tusa- y le plantó un beso empantanándose
hasta las babas, justo en el momento que cantaban los gallos anun-
ciando el amanecer, le pareció que la mula liebre le pegaba una pata-
da en la cabeza o que la Ramona Nieves lo revolcaba de un sopapo
cayendo no sé si bajo la mesa o bajo el carro y ahí ya no supo más
porque comenzó a roncar.

Se despertó a media mañana, el sol le había madurado más el


vino y aún seguía escuchando las canciones cuyanas, La Monjita,
Jarillero, Claveles mendocinos, Jardín de mi madre, La flor de
Guaymallén, Virgen de la Carrodilla... Tocó algo bajo los pellones,
algo duro que le hacía doler, era una botella de vino blanco, la ende-
rezó hacia el garguero y la dejó vomitar alcohol caliente casi hasta
enterar el cuarto, sentía fiebre y sed; después se quedó mirando con-
72 Héctor David Gatica

tra la luz solar el color rubio del licor y no pudo negarse a acercárselo
a la cara, nunca había acercado su cara a una rubia, ni en sueños; su
mujer tenía los cabellos más negros que un jote, más duros que una
pichanilla.
Acomodó a la amada botella rubia y se sorprendió al no ver la
liebre en su puesto de cadenera de mano, pensó que se había vuelto
invisible y como le pareció que la tropa flojeaba, en el lugar de la
ausencia hizo resonar de un rebencazo el anca del espacio vacío.
Siguió un trecho más entre cabeceada y cabeceada y al levantar de
un repente la vista le pareció ver que en lo alto, muy en lo alto volaba
la liebre rumbo a la sierra distante. Y claro, así como el crespín es un
ser humano convertido en pájaro, también un animal podía transfor-
marse.
Volvió a mirar con dificultad haciendo visera con las manos y
achicando los ojos, ahora le parecían muchas mulas liebres las que
volaban aunque de ratos también parecían pájaros. O la mula se con-
vertía por momentos en jotes o los jotes se convertían en la mula.
Adentro suyo sintió como si el vino le relinchara.

SE DESPEDÍA SACÁNDOLE LA LENGUA

No supo cuando pasó por La Médula, el trayecto lo hizo de un


tirón, viajando día y noche. En alguna parte, posiblemente cerca de El
Caldén, sintió que lo nombraban. Acercándose a Villa Nidia alguien
le gritaba: -Señor, se le va el caballo; por la voz lo reconoció a Pedro
Berón, ver, no lo vio. En alguna parte llegó a cambiar la botella, no
tenía con qué pagar, de eso no estaba seguro porque vino llevaba,
para asegurarse de ello embozaló un trago ligero. Por la noche, una
noche de luna en cuarto creciente volcado -por eso no llovía- cuando
pasaba a la par de los árboles más grandes que hacían sombras oscu-
Los Fundadores del Olvido 73

ras como jotes, le parecía que la liebre formaba otra vez parte de la
tropa, pero al salir de las sombras ya no estaba.
Doña Sara y los niños sintieron el traqueteo y se juntaron en el
patio del rancho para ver llegar el carro. Las mulas se detuvieron, el
cuerpo del hombre no. La mujer y los niños lo sacaron de entre las
patas del cadenero del medio a la rastra poniéndolo sobre un catre de
tientos.
Como el pañuelo le salía del bolsillo, doña Sara lo retiró y al
abrirlo, solo encontró arrugas sucias ahí donde antes habían anidado
los billetes, lo tiró a una batea y se fue con los hijos a desatar. Todos
se apenaron al no ver la mula vieja y el más chico le pegó al ojo hasta
que doña Sara lo hizo callar de un guantón.
Bajaron los comestibles, alpargatas para todos y un generito
para ella; ya iba a estrenar para las fiestas de La Candelaria el próxi-
mo 2 de febrero. Por mirar la tela florida casi cae al tropezar con el
tocón, ese perro además de sordo estaba muy viejo y únicamente
servía para estorbo; le erró una patada cuando se metía bajo el carro.
El interior del rancho se transformó en ronquidos y en tufo a
vino y a otros olores que emanaban del carrero borracho.
El día amaneció sereno, una serenidad enrarecida, la aurora
roció con luz rosada los ojos del perro tocón, que brillaron al sentirse
tocados por la luz.
Ultimamente se había puesto muy sordo, comenzó a disparar
para el lado opuesto desde donde lo llamaban, después ya no oía ni
los truenos. A veces le ladraba al silencio.
De ahí entonces que era insulto corriente entre los hijos de
Velázquez decirse «sordo como el tocón».
Comenzaron por flaquearle las caderas, se había vuelto flaco y
soltaba sarnas adonde se echaba. Estaba tan viejo y tan inútil que ya
no quedaba más remedio que ahorcarlo.
En su reinado canino no hubo perro que le igualara pelea.
74 Héctor David Gatica

Alguna vez también se pegó al carro de su amo y lo acompañó


hasta Los Cerrillos. ¿Y las veces que volvió a la casa con un mataco
bola?
Ninguno que no fuese de la familia podía entrar de noche a la
casa; pero ahora ya no oía los pasos de nadie y le costaba trabajo
levantarse, le gruñía al viento de echado. Dormía lo más y se lo veía
de mal humor, ladrando por si acaso, o porque las sarnas le picaban
el sueño. A ratos le asaltaban las pesadillas y hacía un gritito como si
ya fuese a alcanzar un animal, acaso a la muerte que ya la iba
tarasqueando. Pobre tocón.
El perro vio al amo con el lazo y por el movimiento de los
dedos advirtió las castañetas; les respondió moviendo el rabo y logró
enderezarse procurando hacerle fiestas.
No estaba lejano el día que debió ahorcar al topo el otro perro
bravo, porque se había cebado en una matanza de cabras, costumbre
que sólo termina con la horca.
Hombre y perro se alejaron juntos por la senda internándose
en el chañaral, juntos, como dos viejos amigos que en realidad lo
fueron. El perro restregaba sus sarnas en las piernas del hombre y le
lamía las manos y el lazo.
Llegaron las primeras ráfagas de un viento que prometía, hacia
la sierra vecina comenzaba a sentirse un bramido sordo y continuo.
De elegirle ese momento un color a la brisa sería el amarillo,
porque luego de sentirla pegada a su rostro sin querer desprenderse,
Facundo la vio irse moviendo las ramas de las breas y las zampas
florecidas de flores amarillas.
El tocón también tenía un color que se aproximaba al amarillo
aunque era más apagado. El de las flores silvestres era el color de la
vida, el del tocón, la muerte.
A unos doscientos metros del rancho monte adentro llegaron a
un algarrobo de tronco recio, ramas poderosas y copa desparrama-
Los Fundadores del Olvido 75

da. Empezaba a madurar la algarroba; el canto de los coyuyos no


llegaba ya a los oídos apagados del can.
El amo le puso el lazo en el cogote; ninguna resistencia, antes,
pensando en una muestra de cariño movió la cola y quiso lamerle las
manos. Unos tiros de lazo fracasaron por entre las ramas. Todo lo
miraba el animal atentamente. Una ráfaga de viento norte pasó ba-
rriendo bajo el árbol del cadalso, llevándose consigo el último ladrido
del tocón, casi un aullido -como el de aquellas noches de otros aulli-
dos distantes de perras «alzadas», escuchado sólo por su finísimo
oído-; el ladrido se fue alejando por entre las pichanas y las tuscas,
ambas de flores amarillas, que en ese momento representaba el color
de la vida balanceándose en las ramas, y era a la vez el color de la
muerte en unos pelos sarnosos, pronta a balancearse en un lazo. Bajo
ese árbol tan grande se lo podía ahorcar al viento si jodía mucho.
Comenzó a trepar el hombre llevando el lazo tomado del ca-
bestro, lo pasó por entre la rama porfiada y descendió. Hubiera de-
seado librarlo al viejo amigo de este mal momento, que un día no
volviera del campo y encontrarlo después comido por los gusanos.
Fue tan fiel y tan útil, le prestó tantos servicios, tantos; pero ya estaba
en la edad en que se debe ahorcar a un perro.
El lazo se fue poniendo tenso, cuando sintió esa tirantez ame-
nazando con levantarlo gruñó y quiso disparar; algo lo sujetaba de
arriba y no sólo que lo sujetaba si no que lo alzaba de las patas delan-
teras, dejándolas inútiles en el aire sin poder rasguñar tierra. Le tiró un
tarascón al aire y procuró morder el lazo, las patas traseras se le
estiraron al máximo, como en aquellos tiempos que corría sacha ca-
bras. Se encontró en el aire, las cuatro patas clausuradas. En el vai-
vén y el retorcerse alcanzó a ver de reojo, en un relámpago de ironía,
las manos queridas del amo tirando y sosteniendo firme la cuerda que
lo alzaba e intentó moverle el rabo por última vez. Primero salieron
gotitas de orina, después chorros que llegaron hasta el sombrero de
76 Héctor David Gatica

Dibujo de M. A. Guzmán

Se despedía sacándole la lengua


Los Fundadores del Olvido 77

su dueño; se le atajaba en la garganta el aire del campo con olor a


flores y yuyos.
Cuando lo vio con la lengua afuera volcada hacia un costado
porque ya no podía respirar, ató el lazo al tronco con varios nudos,
pues no quería que le pasara lo que otras veces, en que más de un
ahorcado volvió a la casa porque lo bajaron antes de tiempo. Ni que
lo hubiera colgado del viento, porque cuando éste se detuviera, re-
cién entonces lo descendería.
Facundo Velásquez se alejó ya solo por la senda, sin el perro,
sin el lazo, con un silbido bajo colgando de los labios.
Quebrachos y algarrobos, de flores también amarillas, miraban
a quien tantas veces pasó bajo sus sombras persiguiendo conejos,
balancearse empujado por el ventarrón que ahora corría desbocado.
El tocón parecía sacarle la lengua a las flores, forma de decir
adiós de un ahorcado, rito horroroso de burla hacia la vida.
Al atardecer se enteraron los niños, cuando el padre los mandó
que fueran a descolgarlo. Como ocurrió con la mula liebre, otra vez el
más chico soltó el llanto contra el empalizado del patio y otra vez
también, la mama Sara le cortó el moco a sopapos.
Dios, con el último rayo del sol, ahorcaba la tarde.
El viento cansado de tanto correr, acezando entre las ramas, se
había echado a descansar, acurrucado junto al tronco del gran árbol
como un perro; ahí lo sorprendieron los niños cuando fueron a bajar
al tocón, huyendo miedoso en cuanto los sintió a su lado.
El tocón quedó tirado bajo el árbol, con las patas tiesas y la
lengua contra el suelo cual si estuviera lamiendo un rastro, posible-
mente el rastro de la muerte, que al alcanzarla, ahí se entregaba a
merced de las moscas y sus queresas.
Ya de vuelta, los niños llenaron una bolsa de palitos, huesos y
cuanto trapo y tarro viejo encontraron a mano. El que reía de puro
gusto era el más chico.
78 Héctor David Gatica

Entre todos llevaron a la bolsa bajo un tala, que con tener una
sombra tan espesa, no podía no obstante ocultar bajo su copa la
claridad de una luna tan grandota y amarilla, igual a todas las flores
silvestres de esas tierras. Y ahí se pusieron a jugar a las ahorcadas:
ahorcaron la bolsa con huesos y con trapos, ahorcaron la sombra del
tala, ahorcaron a la luna que hace aullar a los perros, ahorcaron en fin,
sin darse cuenta, sus risas y sus juegos, sus juegos de niños campesi-
nos.

HAY UN LUGAR DONDE LAS HUELLAS


NO SE BORRAN NUNCA

Facundo Velázquez seguía con su destino atado al carro; los


obrajes de Pozo de Piedra, de Nueva Esperanza, mejor, todos los
obrajes de Ulapes al sur lo vieron cargando «el sin rumbo». Decir
Facundo Velázquez o decir el sin rumbo era nombrar la misma perso-
na, o el mismo carro, o la misma cosa. Ahí viene el sin rumbo y ya se
lo imaginaban a Facundo Velázquez con sombrero, pañuelo bataraz,
rebenque al hombro. Ahí viene Facundo Velázquez, y ya asomaba a
sus mentes el sin rumbo, cargado más arriba de las barandas y con su
nombre escrito con minúscula y desparejamente, hasta sentían el tra-
queteo del carro con sólo oír el nombre de Facundo.
Cierto día comenzaron a gruñir unos camiones muy grandes y
poderosos que se hacían abrir picadas y llegaban al pie de los mismos
hornos, los carros entonces se volvieron más perezosos, cada vez
más lentos comparados con esos motores veloces, hasta sentirse es-
torbos. Además con sus llantas de hierro estropeaban los caminos.
Como todo lo viejo, se dijeron, entramos a ser estorbo y a molestar.
Ya nadie los utilizaba para los viajes largos, hasta llegar al momento
en que hubo de parárselos del todo. Y ahí se quedaron, cansados,
como con vergüenza bajo un algarrobo, ellos los padres del camino.
Los Fundadores del Olvido 79

Las tropas fueron largadas a pastar, tirar alguna vez el arado,


sacar nocadas de agua cuando se ausentaban las lluvias.
Estas tropas habían quedado como esas familias que despa-
rraman los hijos conchabándolos para que se vayan a ganar la vida,
tal las mulas separadas del carro, ahora gobernadas por distintos amos,
a cual más generoso en sus azotes.
Vinieron después grandes sequías y calores y entró a morirse la
hacienda, agobiados los hombres de andar levantando vacas de la
cola o tropezando con osamentas.
Llegaron entonces nuevos camiones, más grandes todavía, ce-
rrados como jaulas, de inmensos acoplados, con capacidad para lle-
varse un arreo por vez sin necesidad de arrieros, camiones que asus-
taban, verdaderos jotes rodantes, llegaban en ese tiempo en que los
hombres sentíanse morir en todas sus esperanzas rurales, cuereando
que daba pena. A las vacas se las llevaban casi regaladas hacia las
praderas de las provincias más llovedoras. El olor a bosta que otrora
perfumaba los senderos, ahora era reemplazado por el tufo a nafta.
Años después les tocó a los equinos, los bretes cambiaron ba-
lidos por relinchos, rebenques por picanas. Igual que los abejorros
que entran y salen zumbando de las casas abandonadas donde fabri-
can sus huancoiros, así llegaban y se iban bramando estos camiones.
Cómo había cambiado todo en tan poco tiempo; los que antes
tiraban y llevaban, ahora iban arriba y eran llevados y ya no volverían.
Yeguas, potros, caballos, asnos, mulas; ese noble animal sobre cuyo
lomo nació y había ido creciendo el país.
Ya en otros tiempos solían andar comprando mulas nuevas y se
decía que era para llevarlas a Bolivia a trabajar en las minas, donde
en pocos años las volvían inútiles. Famoso por su invención de aven-
turas fue un comprador llamado Abraham Glellel. Entonces las que-
rían nuevitas, ahora las preferían viejas.
Facundo Velázquez había jurado no desprenderse nunca de su
80 Héctor David Gatica

amada tropa, pero la pobreza comenzó por patearle los estribos y


tuvo que ir largándolas de una en una.
No es que todos los poceros terminaran como Pedro Berón en
el fondo de un pozo; ni que todos los hacheros, en un rancho; ni que
todos los carreros sin tener que montar. Algunos consiguieron un
campito y empezaron a crecer, los desempató la inteligencia o la suerte,
no sé; cambiaron el carro por la camioneta, o el sulky por el auto, o
las mulas por vacas. Otros se largaron a changar por las ciudades o
las fincas y a lo mejor a algunos tampoco les fue mal, lo cierto es que
los que se iban ya no volvían y si volvían era porque habían vendido
hasta los jergones.
Dentro de la cabeza de Facundo quedaba el recuerdo de tan-
tos hacheros, carboneros y carreros que se criaron con él o que ya no
estaban... Le hubiera gustado verlos otra vez, acordarse de cosas de
carreros.
Qué lindo hubiera sido, porque al fin y al cabo uno se da cuenta
que fue feliz con lo que le tocó ser.
El macho tordo -que lo ató al carro por primera vez cuando
tenía apenas año y medio, madrugando juntos desde entonces, ahora
a los 35 años con la vida ya escapándosele-, fue el primero de la
tropa en viajar al país de los frigoríficos. Volvería posiblemente resu-
citado en exquisitas mortadelas para venderse en el boliche de don
Casimiro y luego caer en rebanadas grandotas y redondas, como una
rueda de carro, sobre su plato enlozado.
Otro viaje le tocó al cuyucho, de sus viejas mataduras saldrían
otras tantas sabrosas y oscuras bochas de mortadela.
En cuanto al chivato digamos que lo ataron a las varas en la
infancia, si tal puede decirse en tiempo mular, así como a Facundo
Velázquez de niño lo pusieron en el recado del marucho, y así fue
toda su vida de punta a punta hasta que no anduvo más el sin rumbo,
la cincha suya ayudó a mantener la familia del carrero una tonelada de
Los Fundadores del Olvido 81

tiempo sin mezquinarle verijas a un solo viaje. Yeguas, caballos, bu-


rros, mulas le hacían compañía en aquel viaje, dejando el último tribu-
to a la familia de su dueño en un billete verde de cincuenta pesos que
era el precio de su vejez.
Como la sillera murió mordida por una víbora de cascabel, la
última en venderse fue la golondrina, que hubiera transmigrado la
musicalidad de su relincho a la exquisitez de la mortadela, a no ser
por don Alfredo Leyes que la compró para arar en La Envidia.
A él le quedaba el burro blanco para monta. Ya casi no había
caballos en la zona y cuando las cabras se perdían los muchachos
salían a campearlas en bicicleta.
Al menos conservaba el carro para consuelo, compañía y me-
moria de su vida de carrero, de ése sí que tenía pensado no despren-
derse nunca.
¿Adónde estaban ellos si ya no se los oía traquetear por las
antiguas y abandonadas huellas? Salvo alguna excepción, tampoco
se los veía ya inmóviles bajo un árbol junto al rancho. Pensar que en
el 34 figuraban patentados en el municipio de Ulapes ochenta y cua-
tro carros. ¡No quedaba ni uno!
Se sabía de lugares donde un herrero los compraba y desar-
mada y de sus rayos de señor de los caminos, hacían rayos menores
de chata rodeadora y de sus varas anchas y firmes, resistentes a las
toneladas, varas delgadas de sulkys capaces de sostener dos perso-
nas y un pescante. El hierro era lo más codiciado. Verdaderos ce-
menterios de carros -por no decir osarios- tenían estos herreros; rue-
das por un lado, costales por otros, varas acá, rayos allá y algunos
todavía enteros a la espera de su destrucción.
Se tenía conocimiento por mentas que en San Juan los gitanos
los quemaban; una forma más rápida de obtener el hierro incinerando
la madera, total, para que necesitaban madera los gitanos cuya casa
es el mundo.
82 Héctor David Gatica

Facundo Velázquez amaba a su carro, viejo amigo de huellas


ya borradas por el tiempo y por el viento, por las crecientes y el
olvido. También amaba a su familia. Y cuando la miseria es grande,
los recuerdos también tienen precio y se venden.
La primera vez que los gitanos llegaron hasta su casa propo-
niéndole la compra los corrió. A la segunda, hasta se dejó adivinar la
suerte; la gitana le dijo que muy pronto se le iba a quemar lo más
querido que él tenía, ella lo veía en el agua del vaso; algo grande del
tamaño de un carro ardía en un brasero.
Y como dicen que la tercera es la vencida y alguna es la última;
la última fue. Su mujer no se lo hubiera perdonado si dejaba escapar
esa oportunidad.
Vio como lo sacaban de abajo del algarrobo donde hacía tiem-
po permanecía inmóvil; unos gitanos tiraban, otros empujaban, lo sa-
caban casi a la rastra como si se negara y pasaron por el patio vol-
teando palos del empalizado, llevándose a su amigo. En un arranque
de arrepentimiento intentó devolverles el dinero pero los gitanos, que
sólo entienden de comprar y vender, se rieron sin dejar de arrastrarlo,
lo alzaron en un camión grande a grandes voces y después se fueron
rumbo adonde se pone el sol.
Quedó contemplando ese camino por donde tantas veces pa-
sara con su carro rumbo a Los Cerrillos y se dijo con enorme pena
vecina al llanto... «Que triste y sólo has quedado caminito de los ca-
rros...»
Volvió al patio del rancho donde brillaban las huellas del sin
rumbo, que había salido como reculando por no marcharse, como
oponiéndose a dejar a su amigo de caminos en tanta soledad. Por eso
tuvieron que sacarlo medio a la fuerza, por eso le había dejado esas
huellas del adiós, que por cierto se borrarían ni bien pasara la escoba
de jarilla la Sara. Pero había un lugar donde las huellas del «sin rum-
bo» no se borrarían nunca, de eso estaba seguro.
Los Fundadores del Olvido 83

La Sara había traído el brasero y lo asentó en el patio, yéndose


en procura de la pava y las gavetas para servir unos mates. Las bra-
sas encendidas le golpearon las ganas, metió la mano al bolsillo y
sacando el fajo lo tiró al fuego para que se purificaran sus ganas de
llorar, como en un purgatorio de vergüenzas. Su mujer alcanzó a ver-
lo, arrojó la tetera con agua caliente, las gavetas rodaron mezclando
azúcar y yerba con tierra y se tiró sobre las brasas, quemándose las
manos, en procura de salvar aquellos pocos pesos.
Soplándose todavía los dedos, la mujer se enderezó dispuesta
a enfrentarse con su hombre y las palabras se le quemaron en la boca:
Facundo Velázquez habíase afirmado en el tronco del árbol, donde
ya no estaba el sin rumbo y su mirada lamía las huellas frescas del
carro, con la misma ternura con que el tocón le lamiera las manos
antes de ahorcarlo.

Dibujo de M. A. Guzmán
84 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 85

LA HERENCIA
DE LAS HACHAS

- Quiero que me raspes más cerca del gavilán; no debo fallarte


en un solo golpe si has de vértelas con semejante algarrobo; tiene
nidos de todos los pájaros que le cantaron a esta comarca y no sos-
tiene menos de doscientos años.
- Se me ha ido la mañana refregándote la cara a piedra y lima.
- Quiero quedar como para sacarle punta a un lápiz.
- Si me pudieras tantear los músculos verías que somos dos
aceros fabricados para la misma tarea; dos herramientas que se ayu-
dan para destruirse.

Apenas comienza el alba a despertar los pájaros y estos la


saludan uno a uno primero y luego en un coro que se contagia al
campo entero, Alfredo Palma sale de su sueño echándose el hacha al
hombro.
El algarrobo no le oyó los pasos pues se hallaba visitado por
centenares de cantores; sentía alegría dentro de su corazón endulza-
do por un colmenar añoso. Había serenidad en la fortaleza de su
tronco cascarudo, tan ancho como el paso de una yunta. Sabíase el
señor de esas regiones. Solo se dio cuenta de la presencia del hache-
ro cuando éste, colocándose bajo su amparo, se acomodó el som-
86 Héctor David Gatica

brero y empuñó el hacha, un hacha marca «Collins», capaz de cortar


la brisa mañanera con su filo, le dijo el acero al hacha.
- Ya verás como vas a tener gusto, sintiendo que en cada golpe
poderoso tuyo me hundo con ganas y hago saltar astillas más grandes
que tus alpargatas.
En cambio no hubo diálogo entre el árbol y el hombre, se mira-
ron simplemente y en silencio como dos amigos que se encuentran
para ayudarse a morir.
Y comenzó el hacha a repetir sus golpes contra el enorme tron-
co del gigante y el bosque reemplazó el canto de las aves por el golpe
seco del hierro.
Hubo temblor de nidos y un cuchicheo de pichones de zorza-
les. En distintas direcciones volaron diucas, calandrias, tijeretas,
pitojuanes y cholopes. El enorme algarrobo se estaba despidiendo de
sus amigos los pájaros y de los vientos lejanos, aquellos que escucha-
ba a largas distancias cuando se le acercaban bramando desde el
norte. Los palpitantes puntos cardinales miraron con pena semejante
estampa herida de muerte.
Un gran corte se fue ahondando en la madera centenaria por
los cuatro costados, en tanto las astillas salían volando como palomas
blancas.
El sudor empezó a mojar la camisa de «grafa» de Alfredo Pal-
ma, quien toda la mañana estuvo repitiendo aquellos golpes isócronos.
Tenía que despedirse también de ese sol padre y lo hizo desde
las ramas más altas, las primeras en saludarlo cada mañana, y de esa
sombra colosal que proyectaba, donde vinieron por años a pasar la
siesta miedosos liebrones, conejos de los palos y vacunos ariscos de
la sierra.
Alfredo Palma bebió un litro de agua de una sola sentada y se
escupió las manos para que el roce con el cabo no se las escaldara, a
Los Fundadores del Olvido 87

Fotografía de Ramón Argentino Avila

Alfredo Palma, hachero


88 Héctor David Gatica

pesar de que los callos no eran menos duros que el mismo palo de
chañar.
Cuatro cortes de veinte centímetros de ancho fueron hundién-
dose y juntándose hacia el corazón marrón de la madera. Y aquí hubo
un quejido, casi humano, un gemido agonizante de una vida vegetal
maravillosa, que se escapaba por el tronco de aquel poderoso llama-
dor de nubes y de pájaros. Cayó sobre sus ramas corpulentas en un
golpe que se esparció hasta la sierra.
Los pedazos de una casita de horneros rodaron sobre el pasto,
mezclándose con huevos de torcazas y pichones de canario boquean-
do.
Alfredo Palma se afirmó en el hacha y miró por un instante la
obra fantástica de sus brazos fuertes y sintió orgullo por ellos. Pensar
que algún día él también caería bajo el peso de esa hacha sobre la
cual se afirmaba y que por ahora le daba la subsistencia. Alzó la da-
majuana y dejó pasar por su garganta medio litro de agua más, prosi-
guiendo su tarea.
- Siento la alegría de haberle cortado el corazón al monte, dijo
el hacha y prosiguió.
No terminará mi acero hasta que no haya derribado totalmente
el bosque.
- Para entonces, serás solo un ojo de hacha tirado en la basura
de mi rancho, le retrucó el hombre.
- Siento que la misión mía es acabar con los habitantes de estas
tierras. Caerán los montes que hacen sombra en Pozo de Piedra, no
tendrán dónde anidar las aves ni quedará rama parada donde se gua-
rezcan ni sombreen los caballos y los toros.
- Y tampoco habrá vida para nosotros los hombres hacheros.
Quedaron un momento en silencio, entonces pudieron escu-
char la canción seca de cientos de hachas volteándole los hijos al
suelo. En ese mismo momento además, en la provincia vecina de
Los Fundadores del Olvido 89

Córdoba, en los departamentos de Río Seco, Río Primero, Río Se-


gundo y Río Tercero, Pocho y San Javier se hallaban en funciona-
miento ciento cincuenta obrajes, ciento cincuenta establecimientos
madereros derribando el mejor monte.
Al declinar el sol, Alfredo Palma había bebido ya diez litros de
agua. Cataratas de sudor le empapaban las ropas, se podía estrujar
su camisa. Era como un radiador que si no tiene agua funde el motor;
había que seguir bebiendo aunque sintiera náuseas de tanto lavaje de
intestinos.
Cerca de entrarse el sol volvió a su rancho «torito» de poco
más de un metro de alto sostenido por cuatro horcones.
El aguatero había pasado llenándole los tarros y sobre sus hue-
llas, vio los rastros de un león que se acercó venteando el líquido.
Se puso a matear, acompañado por un perro, las estrellas y las
vizcachas.
Al aclarar del siguiente día continuó con el mismo algarrobo en
la tarea, ahora de trocearlo. Un gigante parecido había derribado en
la provincia de San Luis, sacándole ¡sesenta varillas y treinta y siete
postes!.
A media mañana un hachazo seguro destapó los ríos rubios de
una colmena; era como si el árbol le pagara la muerte con la miel que
había dentro de su tronco.
Se agachó para saciarse de ella -manjar de hacheros. Alguna
vez la vida también es dulce, se dijo.
Sacaba pedazos de cera y chupaba su sabor almibarado, a
veces mezclado con el agriecito de la flor. Alguna vez la vida también
es dulce, se repitió; no todo es revolear el hacha y tirar árboles al
suelo.
Resto de la miel la guardó en un bote forrado con lona, que
tapó con cera para llevársela de regalo al patrón; él también tenía
niños pero prefería guardársela para los hijos del contratista.
90 Héctor David Gatica

Cerca suyo, en otro árbol aún de pie, un picahueso taladraba


su casa.
- Ya verán todos los carpinteros como no les dejaré una planta
en pie donde cavar sus nidos. Dijo el hacha con dureza.
- Hasta entonces, habrás echado unos pocos pesos a mi bolsi-
llo; y a mi cintura, este dolor que ya comienza a asomarme en los
riñones. Le contestó el hombre.
- Los árboles que derribamos, más vos, mi hachero, más yo, tu
hacha; todos, todos terminaremos. El único que saldrá ganando no
está acá.
Rayando el segundo día terminó con el enorme algarrobo.
Un árbol chico podía dar medio metro de leña, un mediano,
dos, un quebracho bien grande, hasta ocho. Este algarrobo le había
dado ¡veintidós metros!
Oscurecía ya cuando encendió el fuego. Una olla y un tarro
ennegrecido con un trozo de alambre por manija, se hallaban colga-
dos a un árbol para hacer compañía a la soledad del hombre. Le
vinieron arcadas. Las llamas azules, amarillas y coloradas, que juga-
ban subiendo y bajando y lamiendo los leños, dieron brillo a un vómi-
to de agua y sangre. Se oyó chistar a una lechuza.
Estación de Flores, Ferrocarril Oeste, La Porteña; todo está
referido a un punto de partida allá por 1854, un puntapié inicial que
veintisiete años después pasaría a una compañía inglesa, la cual en los
años 1915-18 «obtuvo ganancias superiores a las del mismo Tesoro
Público Nacional».
Estos rieles, con esas bestias de hierro encima, reemplazantes
de la carreta, la demoníaca locomotora -como la denominara Carlos
Dickens en «El Señalero»- metiéndose en la Argentina, devorándole
las entrañas, comiéndole los bosques desde la Forestal Chaqueña, o
en el ramal que en el 85 se extendió desde Córdoba hacia La Rioja
creando pueblos fantasmas que pronto morirían, y en los demás ra-
Los Fundadores del Olvido 91

males que fueron cubriendo las distancias de durmientes y estaciones,


de cambistas y señaleros, de pasoniveles y vagones.
La década del cuarenta encontró a muchos de nuestros hom-
bres alejándose de sus oficios, habilidades y hogares para sumarse a
la picada que se abría desde los Cerrillos, en la Provincia de Córdo-
ba, hasta los poblados y los campos del norte de San Luis, por donde
poco a poco partiría un mundo de altamisas y lechiguanas.
Para entonces, era niño Alfredo Palma, su padre lo sacó de
segundo grado y lo llevó con él, por eso llegó a conocer tanto de los
obrajes, del encargado, el contratista, los hacheros, el rodeador, del
carbonero y los carreros y los fletadores de leña y carbón.
Noches de candil asistidos por la sabiduría de viejas que cura-
ban una pulmonía, un intenso dolor de riñón o estómago, calenturas,
tortícolis o mordeduras de víboras, donde salían a relucir yuyos como
la manzanilla, el ajenjo, la doradilla, el palo azul, la grasa de iguana, la
grasa de león y la infundia.
Cuántas veces sintieron a la medianoche el misterioso llanto de
un niño, cueros arrastrándose por detrás del rancho, comentarios es-
peluznantes de la viuda que se les sentaba en las ancas a los jinetes
solitarios que iban con trago, o bien hablaban de quejidos, de luces
malas y de aparecidos.
El sabía de entretenidos velorios de angelitos, de rifas y tabeadas
por cabezas de chancho, y de las carreras, donde los hombres alivia-
ban el revoleo del hacha.
Algunas noches vio jugar a la pandorga y a la viscambra por
pan. Y aprendió a «gatiar» cuando se pudo tras una hembra, pues las
familias golondrinas dormían amontonadas; era peligroso entonces
pisar a un hermano o a un cuñado, equivocarse de cama o encontrar-
la ocupada por otro.
En los días de pago, grandes sumas hacía el cantinero mientras
los hombres tomaban. Hojas y hojas se llenaban con anotaciones de
92 Héctor David Gatica

las proveedurías.
A esa larga mano del cantinero se le buscaba desquite con las
«jaulas» que por ahí podían hacer en las apiladas para que diera más
metraje la leña.
Desde chico ayudó a rodear y apilar, todavía se orinaba en la
cama. A los catorce años volteaba madera como su padre y no pasó
tanto tiempo para alcanzar los diez metros, cúspide a la cual puede
aspirar el más aventajado de los hacheros.
A medida que pasaban los meses, los años, sentíase una bestia
derribando el monte, como si esas fuerzas estallantes en sus múscu-
los, bajo la firme camisa manga larga, no se fueran a terminar nunca.
Es un animal, decían, viéndolo derribar algarrobos.
Aquellos días, dispuesto a llegar a los doce metros, hacía fuego
al alba cerca del monte para yapar la luz.
Y eran doce metros limpitos, sin «conejos» ni «jaulas».
Parecía un fantasma moviendo los brazos ante un árbol solo
existente en la penumbra de las visiones más disparatadas, revoleando
la sombra de un hacha que se acercaba y se alejaba, se achicaba y
agrandaba según su revoleo y el trasfondo más débil o más fuerte, la
proyección más pequeña o más grande de llamas de aquel fuego in-
sólito. Y a medida que se acercaba el día aquello se iba pareciendo a
un hacha y a un hombre.
Los tiempos que siguieron a la entrada del riel hasta los mismos
bosques, fueron quitándole los oficios al hombre porque el hacha daba
más que todo. Comentaban que se iban a la «impresa».
Los obrajes se extendieron después al sur de la provincia de
La Rioja.
Por la noche mientras dormían los hacheros soñaban con ár-
boles que se les venían encima y que se partían en postes, rodrigones
y varillas.
Los Quintero, que eran varios hermanos, volteaban tres días y
Los Fundadores del Olvido 93

luego troceaban. Cuando uno de ellos llamado Jorge se fue a Mendoza,


dejó cortados sesenta quebrachos, sesenta gigantes caídos en el sue-
lo pardo, aptos para figurar en un capítulo del Quijote. Su hermano
Pedro pronto anduvo mal y quedó incapacitado para esa tarea. Más
pronto todavía su hermano Rosario, que cayó temprano a tierra por-
que el hacha le cortó el follaje del pulmón. Y en cuanto a su hermano
Herminio, quedó ciego. Fueron hacheros de menta, que empezaban
golpeando a la luz del fuego por ellos encendido, poco después de la
salida del lucero, cerca del monte, para que el día de trabajo se les
hiciera más largo.
Anónimas e intrascendentes historias de obrajes y de hacheros.
No sólo pues, caían los quebrachos, también caían los hom-
bres.
Cuando Alfredo Palma fue atacado por los primeros síntomas
de su enfermedad obligándolo al reposo, se dedicó a fabricar algunos
utensilios: bateas, morteros, rústicos banquitos, catres de tientos y
estribos chancheros.
A veces se iba a cazar lampalaguas, que las había hasta de
cinco metros. Al atardecer ponía las trampas a los zorros y por las
noches salía con los perros a buscar zorrinos y quirquinchos.
Cuando se sintió mejor volvió a pedir una «lucha» retornando
al monte, a los soles calcinantes, al fastidio de los insectos y la pelea
con el monte. Y ese cuerpo musculoso cayendo cada noche sobre los
peleros, como un árbol hachado.
Pero ya su tarea no duró mucho, pues ahí donde reinaron por
cientos y miles de hectáreas maderas tan nobles y fuertes como la del
algarrobo, el quebracho, el retamo y el tintitaco, sólo empezaron a
quedar los achaparrados jarillales, los quiscos, el chaguar y el gara-
bato.
Volví a los años al asiento de aquellos obrajes, semillero de
hombres de jornadas duras y corazón generoso, donde tantas veces
94 Héctor David Gatica

deposité mi amistad en medio de sus pobrezas y de una sinceridad


rara vez encontrada en las ciudades.
Alfredo Palma salió al ladrido furioso de los perros; en la oscu-
ridad lo llamé por el sobrenombre y reconoció mi voz.
Bajé del caballo y nos dimos un apretón de manos, hacía frío y
corría un poco de viento sur. Estaba solo. Entramos a la cocina de
quincha y nos sentamos junto al fogón. Desde su rostro tostado y sin
afeitar, sus ojos marrones de cargadas cejas y una boca con algunos
dientes menos me largó una sonrisa. Todavía vestía bombachas an-
chas y alpargatas negras.
El viento había aumentado y de ratos entraba por las rendijas
de la quincha haciéndome estremecer; entonces Alfredo Palma acer-
caba tizones al fuego. De repente posé la mirada en un papel que
descubrí clavado a un horcón.
- ¿Y eso?
- Unos parientes que tenemos en Córdoba nos mandaron una
encomienda envuelta con un diario, me puse a mirarlo y descubrí eso
que dice de mi patrón, mejor dicho de todos nosotros porque quien
no hachó alguna vez o quemó para Manubens Calvet, cuando tenía
planchada en los Cerrillos.
- Bien que me acuerdo porque he visto años enteros pasar
diariamente de dos, de tres y hasta de cinco carros por vuelta, le dije.
- Había días que entraban hasta cuatrocientos carros a los
Cerrillos, me retrucó Alfredo.
Tomé un mechero y me acerqué a leer, cosa que hice a duras
penas porque el hollín había ennegrecido el papel. Decía así:

«BATALLA JUDICIAL POR LA POSESION DE UNA HE-


RENCIA. N.A. La cuantiosa herencia dejada por Juan Feliciano
Manubens Calvet, amenaza desatar una batalla judicial entre quiénes
se disputan la fortuna ante la falta de herederos directos del extinto.
Los Fundadores del Olvido 95

Los apoderados de los muchos que demandan una parte de esa heren-
cia, estimada en alrededor de 200 millones de dólares, han determinado
con su férrea oposición que sea apartado el caso del tercer juez.
El extinto no tenía esposa legítima ni hijos reconocidos y sus cin-
co hermanos han muerto. Ante la falta de sucesores directos, su concu-
bina Margarita Eodhouse; una presunta hija natural a la que nadie co-
noce y buen número de sobrinos intentan hacer valer sus derechos y
heredar parte de sus bienes.
Según pudo estimarse, ese patrimonio está compuesto por 386.000
hectáreas, 11 viviendas y 11 automotores entre otros bienes.
La supuesta hija natural nacida en Isla Ombú, Paraguay, nunca
ha sido vista en tribunales. La representan sus letrados, el ex ministro
del Interior del gobierno del general Onganía, Guillermo Borda y un hijo
de éste.
La justicia deberá determinar quien tiene la razón. En este es-
cándalo se vería involucrado y removido por el Papa el anciano obispo
de Venado Tuerto».

Esa suma fabulosa es la gran herencia de las hachas, murmuré.


Esta otra es también herencia de las hachas, añadí, mirándolo a Alfredo
Palma; pero él no me entendió. O se hizo el que no me entendió.
Me restregué los ojos ahumados, dejé el candil y seguimos
conversando. Le pregunté de algunos hacheros.
- Los viejos hacheros ya no están, me dijo; así como no están
los árboles viejos. En cuanto a los Sorias, los Avilas, los Quinteros,
los Fernández se fueron a Mendoza no lejos de Rivadavia; viven al-
gunos en cuevas a la orilla de un río seco.
El otro día cedió el techo de tierra y cayó una mula sobre uno
de ellos que estaba acostado.
De las familias errabundas que iban de obraje en obraje casi
nada sabía. Machuca, Vera, Fernández, Ceballos, así como llegaron
de lugares desconocidos, posiblemente de la provincia de Córdoba a
la cual llamaban «La Provincia», llenando con sus apellidos extraños,
96 Héctor David Gatica

los distintos obrajes, hasta volverlos familiares y como símbolos de


esa tarea bruta, así también se fueron alejando de obraje en obraje,
hasta perderse en otros montes y no tener más noticias de ellos.
Le pregunté de Don Félix Mercado, de quien sabía que estuvo
en Corral de Isaac con dieciocho hijos.
- Sé que se fue al norte, para el lado de la ciudad de La Rioja,
donde todavía queda monte; me dijeron que lo han visto por sobre la
ruta en un ranchito más allá del Portezuelo, algunas hijas preñadas,
otras paridas, otras ocupadas de sirvienta y él y los muchachos siem-
pre haciéndole al hacha. Por mi parte -continuó- sigo viviendo en este
campo de los Leyes, ellos son muy buenos, nunca me pidieron el
rancho, además me permiten tener el caballo; hasta pude hacerle una
casita a la Difunta Correa.
Me contó que a don Sinencio Fernández lo mataron una noche
de vino de una sola puñalada, y que otra noche, también de vino, al
salir de un baile de Pozo de Piedra, a Nicolás Arce le cortaron una
vena del brazo, no siendo posible atajarle la sangre que saltaba a
chorritos reflejando las estrellas. Cosas del vino y del cuchillo. -Aho-
ra dicen que el finadito es muy milagroso; dejándole unas monedas y
alumbrándolo, hace encontrar las cabras.
- ¿Y qué pasa ahora que ya no hay hachadas?
- Un tiempo mataba zorros pero hubo gente que los persiguió
con veneno y casi los terminaron, por eso hay tantas liebres, conejos
y pumas. Este año me dediqué a cazar iguanas; también ya se van
acabando porque es mejor negocio que criar cabritos.

Cuando salí, se había nublado, no me veía las manos ni ponién-


dolas sobre los ojos. El viento se estaba aquietando.
Alfredo Palma me alumbró con el mechero hasta que monté,
agachándome para estrecharle la mano callosa y temblona, áspera
como la corteza de un quebracho. No me preocupaba la huella, sabía
Los Fundadores del Olvido 97

que el caballo me llevaría sin tener que conducirlo. Anduve un rato y


seguía sin ver nada, ni siquiera el caballo sobre el cual cabalgaba.
Húmedo estaba, casi a punto de llover. El silencio hachaba la noche.
A tal hora y en esos campos, no sé por qué se me dio por
silbar.

A pocos meses de aquella entrevista, me llegaron noticias de


que mi amigo había vuelto a los bosques.
Su hermano Pancho moría en un hospital, regresando a su tie-
rra dentro de un cajón. Días antes, en una visita que le hice, me pedía
por favor que lo sacara y lo llevase.
Y otro hermano suyo, Ignacio, sintiéndose mal mientras hachaba,
posiblemente por la picadura de una araña, fue a morir a los tres días
en el hospital de Chepes. A su hermano Manuel lo mordió una víbora
allá por Las Palomas. Falleció en el hospital de Villa Dolores.
Aquella tarde, una palomita creada por el hacha de Alfredo -
una astilla feroz- voló desde el algarrobo herido yéndose a posar en
uno de sus ojos, cerrándole medio paisaje para siempre. Había que-
dado tuerto.
Pero ahí no terminaría todo, también el otro ojo estaba senten-
ciado, y muy pronto, Alfredo Palma, el campeón del hacha, sería un
hachero ciego si no lograban curarlo.
La fortuna más fabulosa, los doscientos veinte millones de dó-
lares de la herencia de las hachas, con ser tantos, no alcanzarían para
devolverle la estampa verde de un sólo árbol, ni el vuelo de una sola
mirada.
Aguantándose ese dolor tan grande que le partía la cabeza,
golpeando con la misma herramienta el suelo reseco, a la sombra de
aquel árbol que no alcanzó a derribar, cavó como pudo una zanja
angosta y de no más de un metro de largo, y ahí, santiguándose, se-
pultó el hacha.
98 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 99

EL TIO ENRIQUE

- Pierden tiempo, les dije, regándolo con veneno ahí donde


mordió. Yo le voy a salar la cabeza con cianuro y ya van a ver.
Esto me comentaba, como si fueran momentos antes, sesenta
años después el Tío Enrique.
- Cuando el otro día vi que había triturado la cabeza comién-
dole hasta los sesos, me di cuenta que no volvería más; entonces
empezamos a seguirlo. Al poco trecho descubrimos que comenzaba
por abrir las manos y hundir las uñas.
Quedó un momento pensativo, como viéndolo al felino rasgu-
ñar la tierra y continuó:
- Le previne al Goyo Yubel: mirá, ya empieza a sentir los efec-
tos.
Me miró entre sonriente e inquisidor. Su pelo lacio y claro no
dejaba ver canas casi.
- Vimos después la orina fresquita antes de meterse a lo tupido
de un chañaral.
El tío Enrique se mantenía sentado en la rama baja de un retamo
del patio con los pies colgantes y los pantalones a media pierna; aca-
baba de bajarse de un matungo en el que había andado arreando
unos terneros.
100 Héctor David Gatica

Dibujo de M. A. Guzmán
Los Fundadores del Olvido 101

- Mirá Goyo, ése no ha andado ni quince metros en el bajo. Se


agachó el Goyo por meterse y lo tomé del forro de los pantalones.
No te metás que todavía está vivo y un rasguño que te haga te mata,
porque está envenenado hasta las uñas. En ese momento pegó el
grito uno de los perros, alcanzó a salir del monte y ahí quedó.
Al Tío Enrique había que dejarlo hablar, solo se lo podía inte-
rrumpir a los gritos y casi montándole la oreja. Estaba sordo. Ochen-
ta y cinco años había oído el canto de la naturaleza en la rama de los
algarrobos, en la represa musicalizada por los sapos y los pájaros
acuáticos, en los corrales y los chiqueros cercados de balidos.
Mientras los demás hablaban él cerraba los ojos y se quedaba
como dormido o marchito; pero a cualquier demostración de seguir
escuchándolo, abría los párpados pareciendo que toda la vitalidad
del monte en el verano le renacía de golpe, como esos musgos que
apenas pasa la llovizna ya están verdeando bajo los atamisquis y las
pichanas. Y no es para menos sabiendo que dentro suyo rugen cua-
trocientas fieras.
Yo también soy bueno que decía el Goyo Yubel por los veci-
nos; pero al único que le reconozco ventaja es a don Enrique; cuando
yo no puedo cazar un mañoso le mandó pedir idea.
Esto me cuenta mientras saca y me regala un cuero de león de
hermoso pelaje cazado el último invierno, en tanto su esposa Laurentina
Durán, mayor dos años que él, lo contempla con esa dulzura que sólo
puede darla medio siglo de alegrías y tristezas compartidas.
Y ya te digosobrino David que, si no te animás ponerle que son
cuatrocientos, sacale cien; pero yo te aseguro que contando los de
La Estrella, La Media Luna, El Balde Ultimo y Balde de los Torres,
Santa Ana y El Chañar, son más de cuatrocientos los leones que llevo
entrampados.
Cuando allá por los años de la década del cuarenta al cincuen-
ta se abría una picada desde Los Cerrillos -provincia de Córdoba-
102 Héctor David Gatica

hacia el suroeste y se extendía el riel trocha ancha de «El Pacífico» en


dos ramales, uno hasta El Chañar y el otro hacia Luján -provincia de
San Luis- las hachas comenzaron a golpear la tranquilidad del norte
puntano, derribándole los árboles a los espesos bosques, para ali-
mentar con leña el monstruo acezante de las locomotoras, la caldera
infernal de la máquina del tren.
Fue entonces cuando los leones abandonaron sus antiguas gua-
ridas, desparramándose hacia lugares menos sacudidos y las maja-
das comenzaron a diezmarse.
Aquí aparecen las andanzas del Tío Enrique, fogueado en la
caza de centenares de zorros.
Desde Balde de los Torres hasta Nueva Esperanza, un solo
león había comido doscientas cabras y no le podían dar caza ni cer-
cándole las aguadas. Los chiqueros temblaban de solo oír sus
maullidos nocturnos.
Cuando corría viento sur y las cabras comenzaban a caminar
contra él como buscándole los orígenes, hasta perderse atravesando
campos y campos, el felino las seguía y saltaba sobre ellas dejando el
tendal degolladas o destripadas. Mayor era el daño si se trataba de
ovejas, que tienen la costumbre de disparar y luego volverse a zapa-
tearle a la fiera.
Aquel otoño se hizo sentir por ciertas ráfagas frescas salpica-
das de hojas secas color de pelo de león y por algunas nubes cres-
pas.
Un amanecer mientras el Tío Enrique cabalgaba por la Media
Luna alzó el ala del sombrero y vio que el cielo estaba encrespado.
Ha muerto un angelito, se dijo.
Poco más allá el caballo dio un resoplido y paró las orejas;
bajó a unos barrancos y de ahí pudo espiar: esta vez la presa no era
una cabra sino un ternero destetado, ya lo había muerto y apretándo-
le las poderosas fauces en el testuz lo levantó, y empujándolo con sus
Los Fundadores del Olvido 103

paletas, lo trasladó como cincuenta metros -era de no creer- y se


puso a comer vorazmente sus bocados favoritos, la verija y el pecho.
Después enterró el resto, le tiró unas matas de pasto encima y se fue.
- Este no me jode.
Y de un galope partió a buscar las trampas. No las puso junto
a la presa, las colocó a unos veinte metros de ésta por donde intuyó
que volvería.
- Estos animales que cazan de día son los más difíciles.
Mañana antes de las doce cae.
El era el único que podía atrapar a ese azote de las majadas de
Los Nieva, de Balde Viejo, de los Olivera y del Moyar al sur.
A la mañana siguiente, por la sombra redonda de las plantas
supo que ya era el mediodía pasado y se fue con los hijos y los pe-
rros, llevando como única arma su palo leonero, un palo de tintitaco.
No le gustaba llevar escopeta; le fascinaba esa lucha cuerpo a cuer-
po, dándole derecho a la defensa y con riesgo para ambos, despre-
ciaba la ley de la ventaja cómoda y segura, respetaba al enemigo, un
respeto lindante con el cariño, casi como que amaba a su enemigo.
Entre él y un león se daba aquello que ocurre entre el pescador y el
pez, en el libro «El Viejo y el mar» de Ernest Hemingway.
Cuando el puma posó sigiloso su planta blanda sobre la
planchuela oculta bajo tierra y las fauces de hierro estallaron cerrán-
dose en su puño, rugió y voló en un salto descomunal, en cien saltos,
se tiró al suelo, mordió la trampa, la arañó en un intento ciego y feroz
por desprenderse de ella y disparó atropellando montes en procura
de perderla. Pero era una trampa del Tío Enrique. Todo el campo se
sacudía con aquella maraña de golpes, saltos, mordiscos y rugidos.
Ese puma era capaz de arañarle las verijas al mismo diablo y llevaba
más furia que una creciente derribando montes. Sus bufidos eran vol-
canes.
104 Héctor David Gatica

En cuanto sintió los perros quiso ganar un zampal pero no tuvo


tiempo, tirándose al suelo para comenzar la pelea. Un león busca
siempre cubrirse de atrás con el monte tupido y si éste no está cerca
se tira de espinazo al suelo.
Ladridos y zarpazos, un perro gritó despedazado por las ga-
rras, momento que aprovechó para alcanzar el monte de tres saltos.
- Tengan cuidado con la perra negra, no me la vayan a dejar
matar.
Esto le dijo al capataz, que también se sumó a la caza, momen-
tos en que el león se le sentaba encima comenzando a destrozarla,
entonces el palo de tintitaco se alzó por el aire y cayó con todas las
ganas primero sobre la nariz y luego sobre la sien, únicos lugares
vulnerables, y una enorme mancha color canario se desplomó a tie-
rra, siendo arremetida por la jauría hasta quitarle la vida.

La tala del bosque se había extendido a todas partes y los leo-


nes, ya familiarizados, llegaban a beber de los mismos tachos de los
hacheros cuando estos hachaban o dormían.
Cuando el Tío Enrique miraba el suelo, era como si leyera en
los rastros. Vaya si conocía esa escritura trazada por la garra de cua-
trocientos pumas sobre el suelo del norte puntano.
Al parecer, cada león tenía su dominio, eso ocurrió también
con «el serrano», llamado así porque había bajado de la sierra, se lo
conocía por la pisada gigantesca y brillante a causa de su talón liso de
andar sobre la piedra. Cuando cachorro le gustaba bajar al llano y
corretear iguanas y quirquinchos, y para divertirse no más asustaba
animales mayores. Cada vez más sentía que los elásticos de sus mús-
culos se volvían poderosos y que por debajo de su piel anaranjada le
comenzaban a rugir las ganas. Quería un dominio de muchas leguas
donde todo tiritara bajo su paso felino y donde sus mandíbulas terri-
bles pudieran triturar al miedo.
Los Fundadores del Olvido 105

Cuando sintió llegado el momento, dejó la sierra y se constitu-


yó en el dueño de una gran comarca desde los alrededores del pue-
blo de Quines hasta la estancia La Amalia, pasando por Santa Ana. El
no era un león conejero ni de majadas, se trataba de un potrillero; un
solo zarpazo suyo sobraba para matar.
No había trampa ni veneno que le hiciera daño porque él mata-
ba, comía hasta hartarse y no enterraba como los otros, pues no vol-
vía más, continuaba su recorrido y donde sentía hambre volvía a ma-
tar.
- Ese caballero no sabe que el dueño de Santa Ana soy yo y no
él; pero ya lo va a saber. Yo no voy a andar semanas enteras siguién-
dolo; que lo hagan los zorros por si les deja presa. Conozco el mo-
mento justo, cuando le descubra el estercolero o cuando entre en
celos.
Esto lo decía en voz baja el Tío Enrique mientras se preparaba
a degollar una oveja.
- Siempre me impresionó degollar este animal, porque al cla-
varle el cuchillo no bala, penetra toda la hoja; salta el chorro de san-
gre y ella se queda callada.
Colgó de un retamo y llamó a que alguien viniera a recibir los
«menudos».
- Se va a acabar el serrano potrillero.
Y lo peor era que había comenzado a matar mulas.
- Lo último sería que se afanara en matar gente.
Esto lo decía porque recordaba cuando en la primaria la maes-
tra les contó de Facundo Quiroga y el tigre cebado siguiéndolo por la
travesía camino de San Luis a San Juan.
Una tarde calurosa vino Goyo Yubel a contarle que había sen-
tido maullar al serrano.
- Que el capataz y los muchachos vayan a cercar el único pozo
que ha quedado con agua y que le dejen una sola pasada, sin ponerle
ninguna trampa.
106 Héctor David Gatica

El amor del serrano era violento como el sol de esos días, como
los vientos de ese mes, como la sequía de ese verano.
Las caricias de sus garras descascaraban los árboles y le saca-
ban pelos a una leona joven enteramente feroz. Amores de leones,
amores rugientes donde la fiereza humilla a la dulzura. Un león tiene
que ser siempre un león, hasta en el amor, y su felicidad, sanguinaria.
El serrano al menos lo sentía así.
Tuvo sed, venteó el agua y allá se fue. No quiso entrar por un
paso libre; dio vuelta hasta encontrar una parte baja y por ahí saltó.
Cuando el Tío Enrique descubrió la pasada, colocó una de las
trampas bajo el cerco atada a una rama muy pesada. Por otra parte,
en el pequeño charco que aún quedaba en el centro del pozo le hizo
un cercado en forma de horqueta y adentro le colocó la trampa.
Estos carnívoros, desconfiados por naturaleza, nunca entran
directo, lo hacen por la orilla y en forma cruzada. Ahí cayó la leona
transitando del amor a la muerte.
Al pasar vista al cerco no encontraron la otra trampa ni señas
de haberse arrastrado rama alguna. Es que había volado en un salto
de diez metros, llevándose trampa, gajo y todo.
Lo encontraron muy lejos en un bajo, haciendo un círculo a
puros mordiscos y tirándose sobre las plantas por deshacerse de la
trampa.- Se pasaba de un lugar tupido a otro, así anduvieron el resto
de la mañana y hasta después de la siesta. En una de esas disparadas
-el león no saca la mirada al hombre- el Tío Enrique estuvo a punto
de caer bajo la embestida si no fuera que los perros lograron sacárse-
lo de encima.
Ladridos, bufidos, gritos se mezclaban con la polvareda, cho-
rros de sangre y pelos de distintos colores.
Mordiscos y desgarros se sucedían y el sudor bañaba a los
hombres. Cada rugido les hacía parar los pelos. Temblaba el campo.
Esto hasta que pudo darse el enfrentamiento de tres campeo-
Los Fundadores del Olvido 107

nes dispuestos a decidir uno de los tres su última pelea. El implacable


serrano, el perro chirino -que era como decir el mejor perro leonero
que existió- y el Tío Enrique con su temible palo de tintitaco, ganador
de todas las batallas.
El chirino amagó el salto y el serrano largó el zarpazo. Así an-
duvieron como dos boxeadores, amagando uno y tirando el otro, y la
cola castigando los flancos de la furia.
Un amago, un zarpazo, un amago, un zarpazo. Un medio ama-
go y un zarpazo y ahí perdió el león, porque el perro tras su ardid
aprovechó para saltar como un proyectil hacia la garganta del rival,
prendiéndose de ella con el hocico ñato de bulldog y pegándose al
cuerpo de manera que no lo alcanzara con las garras.
Ahí mismo estuvo el golpe fatal del palo de tintitaco, rebotando
sobre la nariz en tres oportunidades.
Fue brutal la caída del serrano, del león potrillero arrastrando
al perro chirino pegado a su garganta.
Luego el Tío Enrique hizo retirar a los canes y a los hombres -
sus hijos, el capataz y el Goyo Yubel- y quedó mirando largamente.
Se le ocurrió que esos tres garrotazos los había descargado
sobre su propia vida, y que ese león sería el último que trampearía.
Además, después de matar al serrano no tenía sentido para él matar
un puma más.
Era el final de su existencia entre leones.
Se le acercó el chirino meneándole la cola esperando el premio
a semejante hazaña; pero esta vez el amo no le acarició la cabeza ni le
dirigió palabra, simplemente se limitó a mirarlo y a no mover los la-
bios.
Observó la trampa aferrada todavía al puño inmóvil y sangran-
te. Alguien diría mucho después con orgullo, sacándola de entre otros
trastos: Esta trampa es una de las trampas que perteneció al Tío En-
rique.
108 Héctor David Gatica

El palo de tintitaco le pesaba enormemente, ya no lo podía


sostener.

Meses después en una feria artesanal de la ciudad de La Rioja,


en la Plaza 25 de Mayo exponían un enorme león embalsamado al
que los chicos, aunque estaba prohibido, animábanse a tocarlo.
Santa Ana había sido vendida a un señor muy adinerado, capaz
de comprar el campo, los corrales, la casa, los yeguarizos y vacunos
y los recuerdos de las andanzas del más grande cazador de pumas de
la provincia de San Luis.
Y allá, al sur de Mendoza, en la progresista ciudad de General
Alvear, un viejo leonero de ochenta y pico de años, sentado casi todo
el día, miraba sin oír hacia la calle.

El tio Enrique con su esposa, Laurentina, y sus hijos.


Ambos pasaron los 90 años, él sordo, ella ciega.
Los Fundadores del Olvido 109

EL RASTRO DEL GUANACO

LA MUERTE DE LA ABUELA

Se acordó de los tiempos en los cuales aguardaba a su difunto


esposo, después de interminables días y hasta meses, en el cruce de
la Cordillera de los Andes llevando hacienda a Chile por el paso de
Come Caballos. A su regreso, le contaba de lugares como Guandacol,
donde fuera fundado el Convento de las Clarisas allá por el 1600 y
donde ejercían mayorazgo los Brizuela y Doria desde hacía 300 años.
Allí fundó su hogar el caudillo catamarqueño Felipe Varela. Le conta-
ba de El Zapallar, de las Salinas del Leoncito y un poco más arriba,
casi a tres mil metros de un refugio que hiciera construir Sarmiento en
Pastos Amarillos. O bien le comentaba que, viajando por el otro ca-
mino, en Jagüé tenían que herrar las vacas. Y que pasando Laguna
Brava hay un lugar que se llama El Veinticinco, porque ahí murieron
25 arrieros con todos sus animales, encontrándolos después del tem-
poral de a pie, aún congelados, teniendo de la brida a sus mulares, y
que esto había sucedido un 25 de Mayo.
En una de esas noches frías y de viento, junto al fogón, él le
había dicho, un poco en serio, un poco en joda:
- Cuando Juan se sienta capaz de hacerse cargo del puesto, en
alguno de esos arreos a Copiapó, en cuantito empiecen a faltarme
110 Héctor David Gatica

agallas pa cercar el potrero y cumplir con vos, me voy a largar pande


una guanacada.
Y así nomás debió de ser porque los otros arrieros, al volver
de su último viaje, le contaron como se había despeñado corriendo
un toro a orillas del Río de los Nacimientos.
«Posiblemente juera cierto, pero por voluntar suya, pa volver-
se relincho». Ella, le había tejido una manta con más de media docena
de cueros de guanaco que él le trajo de la alta cordillera, con una lana
hermosa de hasta treinta centímetros. Su marido los cazó con permi-
so del Yastay, ofrendándole maíz y chicha en una apacheta cerca de
Piedras Negras.
De seguro esa manta que ella le tejió con inmenso amor y em-
peño se volvió en él, al desbarrancarse, su cuero y su pelambre.
Estaba en cama. Las mujeres de su fortaleza nunca guardaban
cama y cuando lo hacían era ya para no levantarse. Hasta esa siesta
anduvo guapeando aquel día, barrió el patio, sacó leche, pisó un que-
so de cuatro kilos y hasta pegó unos golpes de pala en el telar.
De un tirón se le vinieron los años sobre el pañuelo negro y ahí
cayó en el catre de tientos, ese que les venía como herencia desde su
tatarabuelo y donde alguna vez descansara El Tigre de los Llanos de
paso para San Antonio.
Su hijo le estaba colocando al tordillo unas caronas tejidas por
ella, cuando lo mandó llamar con uno de los nietos.
- No gaste recao m´hijo; yo no paso de esta noche.
- ¡Pero mama!
Y no pudo seguir, no sólo porque se le cruzó la palabra, ella se
la atajó además con un ademán, indicándole el banquito de cuero de
yegua para que se sentara.
- Quiero que tu mujer y mis nietos vengan a pedirme la bendi-
ción.
Los Fundadores del Olvido 111

Y los fue besando a todos; un beso que tenía el poder del vien-
to norte.
- Ande vayan, siempre tendrán olor a monte, les dijo.
Un lagrimón de la Pancha cayó en los jergones.
- Dispongo de un mandato, que ha venido pasándose entre los
Pereyra.
Refregó la mano áspera contra un pelero bordado con su nom-
bre, «Rosaura» que le cubría los pies, y continuó:
- Esta tierra es nuestra desde que la dejaron los indios.
Hizo señas que prendieran una vela; las arrugas se le volvieron
sombras hondas en el rostro.
- En Tama, en Solca, en Nacate hay unas piegras con rastros
de guanaco y avestruz, ese rastro lo tenemos nosotros mesmito en el
corazón y ya no se borrará nunca. Lo dibujaron los diaguitas porque
la tierra fue de ellos. Por eso nos pertenece.
Se calló un momento como haciendo un minuto de silencio por
su raza.
- Lo que es por el lado de tu padre, cuando llegan los españo-
les al Yacampis ya nuembran un tal Gerónimo Pereyra y otros apelli-
dos que llevan puesteros de estos lados, como Alcaraz, Díaz,
Fernández, López, Maldonado, Oliva, Pérez, Ramírez, Romero, Soria,
Tello. Así que por esa rama la tierra que cuidamos es nuestra de hace
cuatrocientos años, según comentaba tu tata.
Hizo silencio otra vez, parecía que nadie respiraba.
La llamita parpadeante de la vela peleaba con las sombras de
la inmensa y oscura noche de los llanos sumida en silencios milenarios.
- Me lo bajan a San Nicolás.
La Pancha se apresuró a sacarlo de su altarcito adornado con
flores de pichana.
- El mandato es cuidar este suelo y no abandonarlo nunca, que
siempre siga siendo un Pereyra su dueño. Yo voy a entregarle mis
112 Héctor David Gatica

huesos. Prometa m´hijo ante este santo patrono San Nicolás que nunca
se irá diacá.
- Se lo prometo mama -dijo Juan santiguándose.
Dejó de existir al otro día a media tarde. Llegó gente de todos
los puestos a hacerle compañía al dolor del vecino, hasta de cinco
leguas. Al atardecer se levantó un poco de viento.
Lo notable fue ese arreo de animales vacunos que se llegaron
hasta cerca del patio y comenzaron a cavar con sus pezuñas y a mu-
gir. Nadie se animó a correrlos.
A lo largo de la noche doña Paula dirigió los rezos agregando y
quitando a los Ave Marías según su gastada memoria.
Se contaban cuentos y se tomaba mate. De ratos, llegaba una
olada de viento, se detenía haciendo parpadear las velas y pasaba.
El entierro se llevó a cabo al día siguiente, la subieron en un
sulky y los acompañantes la siguieron a caballo. Al pasar junto a una
loma, en una piedra grande, Juan Pereyra vio de reojo unos petroglifos
de rastros ungulados con dos dedos muy separados calzando fuertes
uñas y pensó, recordando las últimas palabras de su madre: ese ras-
tro lo tengo también en mi corazón.
El cementerio se hallaba dentro del mismo campo de los
Pereyra. En las tablas que conformaban las cruces se podía leer bo-
rrosamente el nombre de muchos vecinos, tan apreciados en vida.
La fosa ya estaba abierta. Cuando el cajón de la abuela des-
cendió sujetado por dos torzales que desprendieron ahí mismo de
sendos bozales, el primer puñado de tierra que cayó sobre la anciana
fue el de Juan, y se estremeció, porque sintió tantito en sus oídos la
voz de ella... Esta tierra es nuestra y mis huesos serán su mejor escri-
tura.
Se miró las manos... Estaban sangrando tierra.
Los Fundadores del Olvido 113

EL ÚLTIMO REZO

En aquellos días anduvo poniendo algunos palos que le falta-


ban al corral, engrasó los ejes del carro y los bujes del sulky, le ajustó
unas tuercas a la chata rodeadora, arregló cabezales y pecheros, hizo
recorridas al alambrado del potrero y le alcanzó el lazo nuevo a un
vecino de la Ciénaga Grande que estaba por carnear, para que lo
metiera en la bosta caliente.
Le acercaron noticias de gente que empezó a llegar de la ciu-
dad haciendo mediciones y poniendo precio a campos y cosas, des-
de ese día no pudo sosegar el corazón, algo como un terrón suelto
comenzó a romperse dentro suyo.
La tierra se hallaba dividida en mercedes indivisas, regalías de
grandes extensiones hechas a ciertos personajes por servicios pres-
tados a la corona de España o a las montoneras de Quiroga.
Ahora el Instituto del Minifundio y de las Tierras Indivisas (IMTI)
iba a sanear los títulos de propiedad, por eso el parcelamiento desde
el encuentro de los vientos al sur.
Cada parcela sería de cuatro mil hectareas, completadas con
numerosos puestos.
El Gobernador Interventor les había prometido «que en vez de
dueños pasarían a ser felices empleados, con beneficios sociales, co-
sas con las que antes ni soñaban».
El corazón de Juan Pereyra pegó una reculada pensando en su
puesto. No sé porque cada vez que se mencionaba «puesto» era
como sentirlo nombrar a su tata. Siempre había un animal para vol-
tear, un novillo, un capón, una vaca horra. Y esa leche blanca y espu-
mosa recién ordeñada por La Pancha, su mujer.
Las trojes trenzadas con chorizos de jarilla llenitas de algarro-
ba seca y esa chacra que anualmente paría por carradas dulces cala-
bazas y sabrosas angolas.
114 Héctor David Gatica

Las indemnizaciones no pagaban ni el alambrado. Una parcela


como la de puesto «El Río» con cuatro pozos baldes calzados con
mampostería, una represa, dos corrales con brete y manga, tres vi-
viendas y una superficie de cinco mil hectáreas fue tasada en cuarenta
millones de pesos ley. Los pozos solamente valían la mitad. ¿Y la
represa? ¿Y los corrales? ¿Y el alambrado? y ¿Y las cinco mil hectá-
reas de tierra?.
Si estas parcelas, con la leña seca solamente, se podían pagar
dos, tres veces y más también.

Dibujo de M. A. Guzmán

...ése sería el último rezo de su vida


Los Fundadores del Olvido 115

La indignación de Juan creció cuando supo de la manera como


se adjudicaban estas tierras.
Entró al campo santo sombrero en mano, viéndose rodeado
de cruces que le recordaban la desaparición de la vida.
Frente a una cruz de madera todavía nueva, con letras mal
caladas que decían ROSAURA DE PEREYRA, se hincó y dejó que
sus lágrimas, al caer sobre la tumba, le voltearan la hombría. El lo
sintió así.
Tenía tanto que contarle a su mama que de solo ser tanto y no
saber por dónde comenzar, se encontró sin palabras y hasta sin pen-
samientos. Cargó entonces con el silencio del cementerio y ahí se
quedó, de rodillas, acompañado por las tumbas, hasta que el crepús-
culo llegó posándose de una en otra cruz como un enorme pájaro
oscuro, entonces le pareció que había vuelto en sí y comenzó a
campear un Ave María, lo único que se acordaba en rezos, y tuvo, en
esa cáscara de tiempo, la certeza de que ese sería el último rezo de su
vida.
Al cerrar el portón del cementerio este crujió; era el dolor de
Juan -de muchos Juanes- y como no sabía quejarse, lo hacía por él
ese portón herrumbriento que se quedaba ahí, ex-propiado, lo mismo
que los huesos de su madre
Al pasar por el cerrito no pudo ver por la oscuridad el rastro
del guanaco; pero lo sintió adentro y volvió a recordar lo que le dijera
su madre, que el rastro del guanaco estaba en su corazón. Insaciable
trepador del viento y la montaña, caminador de la libertad, él sabía
que un guanaco es capaz de tirarse a los precipicios de la muerte
antes que verse presa de su enemigo.
Juan solía llegar casi siempre al galope a su casa.
Esa noche, hora en que los niños dormían ya, la Pancha lo
desconoció. De no ser por ese oído fino suyo capaz de sentir la caída
del rocío, no habría advertido su llegada. Pero sí, la sintió -la presin-
116 Héctor David Gatica

tió- y de muy lejos, al tranco lento de nunca llegar de su tordillo,


también desconocido esta vez.

EL TERNERO AGUSANADO

Como de costumbre, le tendieron en el patio.


Pidió que lo hicieran en el suelo, sobre un cuero de león, como
si quisiera estar más cerca de su tierra, abrazado a ella, con las sienes
rozando el polvo.
Miró un rato Las Tres Marías y otras estrellas de las más bri-
llantes cuando, al darse vuelta, vio como una vislumbre del lado del
cementerio, que se acercaba y se acercaba y ya no era vislumbre.
Mas no se escuchaba ningún motor. Era una luz posándose de alga-
rrobo en algarrobo, de quebracho en quebracho hasta bajarse cerca
de la chacra y venirse por la barda, dar un rodeo a los corrales, pasar
la tranquera del potrero y entrar por una empalizada al patio, hasta
llegar a los pies suyos. Esta no era una luz mala, venía desde los
orígenes a transmitirle un nuevo mandato, esta vez sin palabras. Supo
que su tierra no quedaría abandonada a los halcones, su madre sal-
dría cada noche desde los huesos sepultados y andaría en luz reco-
rriendo los campos del despojo.
La luz dio una vuelta completa a la cama y se alejó por donde
había venido.
Juan se levantó al alba. Esa madrugada la Pancha no sacó bal-
dadas de leche ni llenó ningún noque para hacer quesos; se limitó a
completar una cacerolada espumosa y tibia y la dejó sobre el fogón
para que tomaran los niños al levantarse. Se la veía trajinar muy lloro-
sa. Con unos pellones rozó el mortero y este cayó volteando chancuas
molidas el día anterior, los pollos y una gallina clueca se amontonaron.
Los Fundadores del Olvido 117

Bajo un algarrobo de enorme sombra estaba el carro sosteni-


do de adelante y de atrás por «muchachos» de madera de retamo;
sobre las varas encontrábanse los pecheros y una de las monturas se
había caído al suelo. Por primera vez Juan no la levantó limitándose a
mirarla y pasó.
Bajo la enramada se hallaba el sulky con los arneses sobre el
pescante. Y detrás de la casa, afirmada en la culata y con las varas
levantadas apuntando hacia el sol, la chata rodeadora.
Al mediodía la Pancha fue a llamar a los niños; la chacra paría
por todas partes: Zapallos, sandías, calabazas, melones y un maizal
que era una fiesta por el tamaño de los choclos, de granos blancos y
amarillos y de pelo rubio.
Luego del infaltable tincazo sobre la cáscara verde de las san-
días alargadas o redondas, los niños se entretenían en partirlas de un
solo golpe y con ambas manos sacaban a puñados su corazón rojo,
lo comían y tiraban lo demás.
Fue abierta palo por palo la puerta del chiquero de los chan-
chos, que enderezaron gruñendo y rezongando hacia las chacras.
Después, de una jaula soltaron dos canarios, un cardenal y una
reinamora.
El loro en cambio no quiso salir, limitándose a llamarla a doña
Rosaura.
¿Qué estaba por hacer Juan Pereyra? Había tres opciones:
Comprar su propio campo más los campos de algunos vecinos. Esa
no era una opción para quien nunca codició lo ajeno.
Quedaban entonces dos: Volverse peón de lo que antes fue
dueño o irse a la ciudad a comprar los cimientos de una casa, en
cambio de su puesto y esta miseria de vivir entre las cabras compar-
tiendo los días con el sol y con Dios. ¿Cual de ellas iba a elegir?
Porque había que elegir. Ninguna. Decidiría por su propia opción. O
en todo caso por la de sus ancestros.
118 Héctor David Gatica

Había visto a las familias de tantos vecinos y compadres des-


pedirse llorando, que dispuso no compartir su dolor, por eso eligió la
siesta, una siesta de cuarenta y cinco grados, una siesta de lagartos
solamente. Ni de lagartos.
Cualquiera que leyó a Anton Chejov y que contempló este éxo-
do anónimo de centenares de puesteros y su reemplazo por media
docena de terratenientes, habría coincidido con él en que «la felicidad
de un hombre no solo depende de la infelicidad de los otros nueve,
sino sobre todo de su silencio, de que no reaccionen».
La Pancha entró a la casa. Quedaban frazadas bordadas,
jergones tejidos a pala, ollas de hierro de tres patas, el catre de tien-
tos de la abuela Rosaura, los santos, arrinconados -les prendió una
vela-, baúles con chafalonías, rastras de plata y... no pudo mirar más
porque los ojos se le enturbiaron de tristeza.
Ya estaban afuera. Quedaban varios quesos en los zarzos y
media res colgada del techo.
Había un trompo tirado en el patio, Juancito, el menor de los
hijos, lo alzó y se lo metió en el bolsillo.
- Te vas a romper el pantalón con la púa- le gritó la madre.
Entonces el niño lo sacó y lo puso en el otro bolsillo dando un
brinquito. Ella sonrió. Parecía un tequerito haciendo cabriolas.
Iban a partir cuando Juan vio un ternero que balaba sangrando
por el pupo, entró entonces a un cuarto con frenos, bozales, maneas,
recados y otras pilchas de montar sacando un lazo muy fuerte de
cuero de guanaco trenzado por su tata, indicándole al hijo mayor que
trajera la «criolina». Una vez volteado el animal buscó un curampín, le
echó el fluído en la herida, esperó un momento y comenzó a hurgarle
la embichadura.- Son tantos los gusanos que salen -dijo el mucha-
cho- que se parecen a los hijos de doña Emilia. El padre se río de la
ocurrencia, volvió a tumbarle el tarrito triangular donde se leía
Manchester y le tapó luego el pupo con bosta seca de yeguarizo,
Los Fundadores del Olvido 119

soltándolo después y colgando el lazo del embramador, como si fue-


se un trofeo perdido.
- El ternero ya no es nuestro -les dijo- pero el dolor del ternero
sí.
El hijo mayor subió en el tordillo y en la yegua negra la madre
con el otro hijo. El prefirió seguirles de a pie.
La siesta aplastaba los yuyales al llegar la resolana, hora del
canto de los crespines que con su trino triste, desde las higueras,
hacen madurar las brevas.
Pasaron junto a la represa que al desaguarse en el último agua-
cero había retrocedido hasta las barrancas, en su espejo nadaban
patos silvestres y a su orilla asomaban la cabeza las gallaretas.
Al internarse en el monte los aturdieron los coyuyos cantándole
a la algarroba chocla, que colgaba sus racimos pintones desde todas
las ramas.
A mitad del potrero a la sombra de un tala estaba su majada
mostrando la señal en la oreja, orqueta y además zarcillo. De entre las
cabras el pastor les ladró primero, luego al reconocerlos les movió la
cola.
Callados siguieron el viaje, pensando en el progreso, el despe-
gue de la provincia, aunque fuese con gente de afuera, de más recur-
sos, lo importante era el avance, no el costo humano del avance.
Pronto los títulos de su campo serían saneados, aunque ya no le per-
tenecían, no importa, iban a ser mejorados legalmente, porque así
como venían en forma de derechos no valían. Ser derechosos desde
tiempos inmemoriales era un delito y había que pagarlo con el éxodo.
Tener poco o tener los suficiente no corría. Tener cinco mil o
quince mil hectáreas, o trescientas cincuenta mil como el dueño del
departamento «General Ocampo», don Cecilio Senares, era sí el jus-
to pago al talentoso.
120 Héctor David Gatica

No vio en la llanura ninguna manada de guanacos. Sentía gran


admiración y atracción por esos relinchos que cuidaban las abras fér-
tiles y aquellas tropillas, en la parte más alta, solos como un dios,
erguido el cuello y las patas inquietas, recibiendo los mensajes lejanos
del valle y la montaña, conocedores de todos los olores y de todos
los ruidos diurnos y nocturnos.
Venteador de aromas y peligros, los ojos del relincho clavan el
movimiento en el horizonte. Y cuando el peligro llega a sus sentidos
prodigiosos, levanta el hocico, suelta el alerta macho, da un brinco
descomunal y sale corriendo a los saltos con su manada detrás. La
agilidad y la velocidad son sus armas defensivas, no hay furia animal
que lo supere, sube y baja laderas despeñando perros. Y si las balas
lo agujerean continúa corriendo hasta quedar sin tripas adentro, enre-
dadas estas en sus patas endiabladas o colgando como tiras de algún
churqui espinudo.
Para Juan no era el cóndor el señor de la montaña sino el
guanaco. Y en la llanura, el refugio del guanaco es el horizonte y una
carrera de horas en silenciosa e infatigable velocidad.
¿Por qué no había soltado él su relincho puesto que llevaba el
rastro en el corazón? ¿Por qué no lo hicieron los demás puesteros
cuando los pumas humanos se lanzaron sobre sus rediles y sus cam-
pos, despojándolos de la paz de sus dominios?
Es que aquí no había nobleza de contrario, como ocurre entre
los guanacos donde si uno de ellos aspiraba a ser jefe, desafiaba al
guanaco relincho y apartándose ambos de la tropilla arriesgaban la
primera embestida, donde el encuentro de sus pechos recios retum-
baba en el valle. Después, la pelea era brutal, pero limpia y franca.
Tomó camino hacia el norte: Punta de los Llanos, Talamuyuna,
esquivó la ciudad de Todos los Santos, esta donde ahora se estaba
saneando su pasado y legalizando su futuro de paria, y se detuvo en
Arauco a soñar siquiera un rato con la paz del olivo cuatricentenario.
Los Fundadores del Olvido 121

Andando por desiertos llegó hasta Bañado de los Pantanos y


al ver su gente sencilla, de andar en burro todavía sin vergüenza, le
dieron deseos de quedarse.
Se enteró de sus cosechas de comino, de la fabricación casera
del patay, de que todos los años en una especie de minga, hacían
éxodo al acercarse el calor para largarle el río a sus sembradíos.
Dejó la familia en casa de Nicolás Cabrera -los pobres no tie-
nen problema en compartir sus pobrezas, los ricos en cambio, sí, sus
riquezas-, y se largó hasta la ciudad perdida, horas y horas caminan-
do por esos médanos de «upa», única vegetación, negada de som-
bra, con alguno que otro algarrobo gigante pero ya tumbado y seco.
Encontró después de horas y horas de calor y soledad, las
ruinas de una iglesia, un mortero grande de piedra con su mano y
restos de tinajas. Se quedó ahí, le habían prevenido que podía desco-
nocerlo el viento, no ocurrió. Toda la noche estuvo despierto, solo,
metido hasta los huesos del silencio, tratando de encontrarse con el
«Tabor», el espíritu del último cacique, pues necesitaba una luz que le
guiara los pasos.
Y regresó para continuar con su familia por el «valle vicioso»:
Alpasinche, Shaqui, Lorohuasi, Cuipán, Andolucas, Suriyaco.
La noche que estuvo en Pituil se emborrachó hasta las alparga-
tas con grapa, bebida fabricada en alambiques secretos, prohibidos,
clandestinos, casi sagrados para ese pueblo. El alcohol lo hizo creer-
se dueño de su tierra, por esa sola noche.
Otra mañana fresca de Angulos y Campanas sus niños proba-
ron las manzanas más ricas y las ciruelas más dulces, encontrando el
cielo más puro y transparente.
Por el faldeo del cerro mayor se llegó hasta las tamberías ya
depredadas y al dar con el camino real, el camino del inca, estuvo
tentado de alejarse por él hasta perderse en la Cordillera.
122 Héctor David Gatica

Bajó por el valle de Antinaco Los Colorados, que se abre in-


menso al oeste del Velasco, caminando y caminando como un relincho
con su tropa. Al llegar a la cueva del Chacho Peñaloza, se detuvo un
momento pensando en Peñaloza y dijo: -Este también llevaba el ras-
tro del guanaco en el corazón.
Atrás quedaba el Vilgo y el perfume de la flor del aire, un per-
fume no expropiado como ahora sus amados llanos.
Siguiendo al sur, caminó hasta ese pueblo del encuentro de los
vientos, Patquía, y desvió hacia Amaná, tierra de atardeceres mine-
ros, pasando después por el Valle de la Luna y Talampaya, lugar
donde estuvo varios días contemplando las piedras grabadas por los
aborígenes, como queriendo arrancarles el secreto milenario que bus-
caba.
Y prosiguió hacia el oeste, hacia el valle de los capallanes, des-
cubriendo la decadencia de un Vinchina otrora pujante cuando su tata
pasaba con aquellos arreos desde los llanos hacia Chile, por campos
verdeantes de alfalfa y familias que lucían las mejores platerías.
Al otro lado del pueblo, se detuvo a contemplar largamente
aquellas misteriosas estrellas formadas con piedras sobre el suelo.
¿Qué mensaje de siglos encerraban?
Y bordeando el río Bermejo ascendió por la cuesta de la Troya,
peleándole cada tramo al viento Zonda.
El calor sofocante, el ambiente llevado al máximo de sequedad
y una sed delirante estuvo a punto de terminar con ellos.
En Jagüé, pueblo de una sola calle que es además río y que se
va ahondando hasta mostrar las casas en lo alto del barranco, cono-
ció a don Juan Miranda y sus cien años, había traído desde Chile la
Virgen de Andacollo y ahí se le echó el burro y no siguió más, dispo-
niendo hacerle una iglesia en el lugar, valiéndose para juntar los mate-
riales no de limosnas sino de su tarea de cirquero, del cual era payaso
y llevando cada bolsa de cemento en burro, cruzando por aquella
Los Fundadores del Olvido 123

cuesta entonces sin caminos. Sesenta años entregado a esa tarea.


Decir Jagüé o Jaguel ya era lo mismo que decir Juan Miranda, último
pueblito riojano ya en las estribaciones precordilleranas.
Allí se enteró Juan Pereyra que al obispo riojano, en la única
fiesta del año de Jagüé, la fiesta religiosa, le gustaba participar del
baile de los chinos en honor a la Virgen de Andacollo.
- ¿Por qué te largaste Juan a andar así con tu familia, como si
fueras un pailero?.
- Me quitaron la tierra, obligándome a recibir el pago de una
miseria por ella.
- ¿Y por qué no te quedaste a pelearla?
- Me sentía muy solo. Donde mete mano gente del gobierno se
hace muy difícil. Con personas bien intencionadas de la ciudad tuvi-
mos una reunión en Olpas; pero después no pasó nada. El diario local
largó muchas notas y los poderosos diarios de Buenos Aires también,
pero solo lograron parar la cosa por un tiempito.
- ¿Y vos no podías comprar tu propia tierra?
- Hacían falta préstamos que sólo les daban a los ricos, la ma-
yoría gente de afuera, profesionales muchos, aunque de trabajar la
tierra no supieran ni la «a». Una tal Sociedad Riojana, donde se decía
que estaba metido hasta el hijo del interventor, se apoderaron de tres
parcelas, o sea como quince mil hectáreas. Por dar uno de tantos
ejemplos.
- La cosa es más grave todavía en este momento Juan, porque
una sola persona, de la provincia de Córdoba, está a punto de adue-
ñarse de una merced de cincuenta mil hectáreas.
- La merced de La Chimenea tiene esa extensión; dijo Juan
sintiendo que la bronca le encendía la sangre.
- Pero para consuelo tuyo te cuento que hemos sabido por
algo que un día se le escapó al obispo ante un amigo de aquí, que él y
124 Héctor David Gatica

dos sacerdotes de Chamical andan hablando con la gente moviéndo-


los a que defiendan sus derechos.
Y aquí se terminó la conversación pues de inmediato dispuso
regresar, no sin antes pasar por la iglesia y estarse un rato hincado, sin
hablar, ante la Virgen de Andacollo.
Volvió por Villa Castelli, por Villa Unión, cruzando la bella
Cuesta de Miranda, dispuesto a dejar su familia en un pueblito del
oeste.
En Los Tambillos lo enteraron de que dos sacerdotes y el obis-
po habían sido asesinados -Carlos de Dios Murias, Gabriel
Longueville, Enrique Angelelli-. Sus vidas tuvieron un precio, el de
cincuenta mil hectáreas, y un nombre. La Chimenea. Y el de una Pas-
toral: la de los pobres.
Las primeras luces de la mañana lo descubrieron en una finca
de Sañogasta, bajo la frescura de sus nogales, contemplando el ama-
necer que daba un tinte rosado a las nieves de la Mejicana, cuando
una bandada de plomos se le posó en el pecho, en momentos en que
un motor partía perdiéndose en las sinuosidades de la calle larga del
pueblo.
Cayó, ni sin antes sentir que desde su corazón, donde llevaba
el rastro del guanaco, partía un relincho que hacía temblar las nieves
eternas, en ese momento rosadas, del Famatina, y a ese tiempo que
separaba al descuartizado cacique Coronilla del desnucado obispo
de Punta de los Llanos.
Lentamente se tumbó, viendo cómo su sangre pintaba las pri-
meras nueces que esa noche habían caído al suelo. Y se murió pen-
sando que pronto comenzaría la cosecha de la nuez.
Los Fundadores del Olvido 125

LAS MUERTES DE PEDRO BERON

Este cuento fue representado por la Comedia Riojana en el


Teatro «Víctor María Cáceres». Director: César Torres. 2011;
en Villa Nidia, 2013 y en Ulapes.
126 Héctor David Gatica

LA TABEADA Y LA CARRERA

- Señor, ¡se le va el caballo!


- ¡El Pedro! Vos siempre con las tuyas. Rio Vicente Llanos.
Y era así nomás. Pedro Berón vivía acuñando sus decires de
boliche en boliche, por eso, asomándose nuevamente a la puerta re-
pitió: -Señor, ¡se le va el caballo! Bien sabía él que muy pronto ese
dicho sería una especie de moneda que chicos y grandes la harían
circular, porque su palabra acumulaba magia y se iba transmitiendo
de boca en boca y de pago en pago.
- ¡Qué sudado que está tu pingo, Pedro!
- También, cinco leguas sin tirarle las riendas.
- ¿Dónde has andado? -preguntó Vicente alcanzándole la ta-
baquera.
- Anduve por Bajo Hondo cavando un pozo balde.
Vicente lo invitó a que fuesen a tomar una vuelta.
Villa Nidia estaba de fiesta aquella tarde. Un calor rajante le
pegaba al campo y a los setecientos lagartos que arrastraban sus co-
las sobre la tierra encendida.
Por más que se hallaba enterrada en arena y tapada con bolsas
arpilleras mojadas, la cerveza más bien parecía caldo envasado. Pero
para sus bocas acostumbradas a las aguas calientes y espesas de las
represas en agote, era trago flor.
La gente iba apeándose. Se veían varios caballos con la cincha
floja atados por distintas partes. Los primeros en llegar fueron los
Llanos y los Morán de Santa Rosa y la Estrella, los Ruarte de la
Media Luna y don Mamerto Fernández con doña Sofía, don Mamer-
to que sabía tocar la guitarra y cantar cuando se encopaba: «y eran
dos que se querían, Mamerto con la Sofía».
- Señor, se le va el caballo; dijo Pedro Mirando de reojo los
ciento diez kilos de doña Juana Flores que se hallaba en cuclillas
Los Fundadores del Olvido 127

fritando empanadas.
Nada se salvaba de esos ojos felinos. Daba gusto verlo jugar al
truco a la débil luz de un farol kerosenero, la boina volcada sobre las
cejas al acecho de una seña. Además parecía que atravesaba las car-
tas con su mirada punteaguda.
A una niña de la Reserva se le voló la pollera al saltar de las
ancas del caballo de Ramón Gauna.
Se acercaron a la cancha. Una botella de vino circulaba de
boca en boca, cosa que a Vicente no lo disgustó. Tiraban la taba al
rayo del sol; ahí llegó Ramón Gauna, se escupió las manos, las restre-
gó contra el suelo y alzó el hueso calzado.
Levantando una polvareda pegajosa pasaron algunos hombres
de La Gloria, ataron sus caballos a una tusca y les aflojaron el pegual.
Las bestias estaban bañadas en un sudor espeso que les corría por
las paletas y las verijas.
Don Oscar, un hombre menudo de dientes grandes, fue el últi-
mo en apearse.
- Cien pesos a la espera gritó Vicente cuando vio que Pedro se
colocó en la otra punta de la cancha.
- ¡Pago esa bulla! -respondió don Oscar mostrando los dien-
tes-.
Gauna dejó de revolearla y tiró, acompañando el movimiento
con el brazo en alto y ésta picó y comenzó a rodar. La pisada de una
alpargata cayó firme sobre la taba -antes de que la ganara otro- y una
voz gritó ¡culo! Era Pedro.
Se cruzaron varias jugadas. Algunos hombres, sacándose el
sombrero, se pasaron el pañuelo por la frente y el cuello, el sudor
brillaba en los rostros oscuros, parecía que Dios quería fritarlos esa
tarde, igual que doña Juana a sus pasteles orejudos.
Pedro no le dio más soga al asunto -como en todo lo suyo-,
tiró de vuelta y media y esperó seguro. La taba quedó muda en el
128 Héctor David Gatica

queso de barro.
- Va a tener que buscar una pala para desenterrarla -le gritó a
don Oscar, que era el que esperaba y se vio claramente que al
hombrecito de los dientes grandes y amarillos no le gustó la broma.
Ahora llegaba gente de la Cañada -los Albelo, los Guardia, los
Soria- y la tabeada se fue encendiendo cada vez más. Nada podía
ser tibio a esta hora. Todo estaba como el tufo de doña Juana Flores
junto al fuego, que en ese momento levantaba el delantal y se lo pasa-
ba por el cuello.
- ¡Echate pa degollate! -dijo Pedro y se acercó a cobrarle un
tiro a don Oscar, pero éste había comenzado a jugar «de arbolito»,
por eso dejó escapar aquello de vos sos un atrevido y un tramposo y
yo te voy a enseñar a respetar. Y ya andaba su cuchillo abriéndole
tajos a la tarde y cortando pedazos de sol.
Ramón Gauna, Vicente Llanos, Berna Miranda y otros forma-
ron una especie de cerco. Pedro esperó sin moverse desde donde
reclamó el pago de su tiro.
La taba en tanto permanecía fija testimoniando su puño certe-
ro. Lo único que hizo fue echarse la boina un poco para atrás -nunca
lo vi a Pedro con sombrero- dejando toda entera al descubierto su
enorme frente, tenía el cuchillo empuñado y se mostraba tan sereno
como si fuese a probar un tiro de taba.
Don Oscar daba saltos poderosos hundiéndole el cuchillo al
aire quemante y quieto. Su mujer corpulenta, varias veces mayor que
su hombre, entraba a la rueda a trancos pesados haciendo trastabillar
a los del cerco. Y ahí anduvo de un lado para otro procurando atra-
par a su marido.
Pedro, que sabía como se maneja un cuchillo en las buenas y
en las malas, empezó a sentirse molesto, por eso fue que sin mayores
miramientos le dejó caer un planazo en la frente, con tan poca suerte
Los Fundadores del Olvido 129

que lo echó encima de su mujer haciendo rodar a ambos por la tierra


caliente.
A ella no le costó poco trabajo enderezar su voluminosa es-
tampa, miró primero el cuchillo de Berón y luego la frente de su ma-
rido donde comenzaba a asomar un chichón. Lo dio vuelta de un
manotazo, alzó el sombrero, se lo puso en la nuca y se fue a hacerle
compañía a los pasteles de doña Juana.
- Echate pa degollate -volvió a decir Pedro mirando a los pre-
sentes y poniéndose otra vez la boina sobre la frente.
La taba en las manos del pocero siguió echando clavadas de
vuelta y media.
Y cuando todos se trasladaron a la cancha de los caballos, ahí
se quedó don Oscar fritando ronquidos en el aire de fuego y tirando
piedritas con «las narices», como iguana que está echada en un are-
nal.
Ya los corredores se habían pesado y en ese momento saca-
ban los caballos de la pesebrera. Corría un zaino de Pablo Guardia
con un canario de La Porfia.
Los jinetes saltaron sobre sus montas y cada uno por su lado
dio un galope a todo el largo de la cancha.
Las primeras apuestas se cruzaron.
Colocaron los rayeros, y el juez hizo flamear un pañuelo.
Hubo una primera partida y las apuestas aumentaron.
Los corredores se tenían respeto y ninguno quería dar ventaja.
Ya iban doce partidas y era evidente que no deseaban igualar.
Era juez don Atalivar Zalazar, maestro y dueño de El Abra,
gran conocedor del Reglamento de Carreras de La Rioja, que en su
artículo 3º decía: «La primera función de los árbitros será el nombra-
miento de un tercero, y si no se avinieran en este nombramiento, él
será hecho por el Intendente Municipal de la Capital y por el Teniente
de Policía en los distritos...»
130 Héctor David Gatica

Don Zalazar les llamó seriamente la atención y amenazó con


acortarles las partidas y hasta con largarlos de sobreparado.
El artículo decía: «El convite para largar la carrera se hará y se
aceptará con la voz «vamos» y el azote, lo que no se entenderá supli-
do con ninguna otra señal, debiendo en caso de aceptación contestarse
en el acto de la misma manera».
- ¡Tengo quinientos pesos al zaino y la doy puesta ganada al
cuadril!
- Mal pálpito che Vicente; si gana, será cuando más a las pale-
tas.
Uno de los caballos se desbocó y casi pisa a las mujeres.
- Señor, ¡se le va el caballo! -le gritó Pedro a Clemente Albelo,
corredor del zaino.
Un solo árbol había cerca y ahí se amontonaban las damas,
alegría en el colorido de las faldas para los ojos machos de aquella
comarca. El sudor se mezclaba con la tierra que levantaban bestias y
hombres, apostadores de un tiempo de hachadas y cabríos.
Los caballos tascaban los frenos de ganas de correr, el más
mañero era Clemente Albelo, que tenía orden de no largar.
Contaba con que su caballo sería de más aguante; pero al pa-
recer se desengañó y su dueño le hizo señas que largara.
- Carajo, dijo Gauna; no dan lugar a que les bajemos los cue-
ros a otros matungos.
Los caballos venían esta vez «en buena proporción» y don
Atalivar Zalazar les bajó la bandera.
- ¡Se vinieron! Fue la voz que corrió de una a la otra punta de
la cancha. Las espuelas se hundieron sin asco y brotaron cardenalitos.
Las fustas también cayeron sin compasión sobre las ancas sudorosas,
sacándole pelos a los últimos rayos del sol.
- Qué paliza, gritó Vicente; parece una manga de piedra.
Los jinetes, en pelo, regresaron al tranco hasta cerca de la raya.
Los Fundadores del Olvido 131

No se podía desmontar pues se pierde la carrera. Las partes intere-


sadas también se hicieron presentes.
-Ganó el zaino al fiador- fue la sentencia.
El revuelo vino en el acto. Guachas, taleros, pellones comenza-
ron a sacudirse. Unos montaban, otros se desmontaban o caían. Al
comisario le hicieron volar el revólver de un talerazo.
Hasta que al fin se aquietó la fiesta de rebencazos, aunque las
palabras grandes seguían cayendo y mezclándose en el polvo. La
causa: la gente perdedora no estaba conforme con el fallo. Uno de los
más garroteados fue Vicente, por zonzo, según le dijo Pedro.
- Hay que saber ralearse amigo y esperar solo y no quedarse
amontonado como bosta de cojudo.
Los ánimos se fueron calmando y el crepúsculo vino a todo
galope a rayar en los portones de Villa Nidia.

EL BAILE Y DOÑA DELIA

Comenzaron a llegar sulkys con mujeres muy bien puestas para


el baile. A lo largo de la calle había numerosos caballos atados a los
postes del alambrado.
No se podía negar que Villa Nidia se hallaba de fiesta.
El baile era en la escuela a beneficio de la cooperadora, lo cual
estaba terminantemente prohibido por el Consejo de Educación; pero
que, de todos modos, se hacía igual en las escuelas de campaña,
único lugar donde podía albergarse a más gente, contando con la
comodidad de los bancos como asiento, de los escritorios para mos-
trador del bar y de los tablones para comedor.
Los bancos se veían puestos en un gran círculo y el patio rega-
do de la escuela hacia de pista; un aula servía de cocina y las otras
dos de comedor, donde se podía pedir un cabrito entero, un lechón,
132 Héctor David Gatica

una gallina, un pavo, un pato. Y de postre flan de huevos caseros o


algún dulce, también casero.
La gente venía de leguas y traía enancada hambre, sed y ganas
de amar.
Era la fiesta del año. Las otras que se realizaban muy seguido
en los ranchos del vecindario juntaban muy poca concurrencia y ser-
vían para rifar alguna cabeza de lechón, unas cabezadas, dar «vuelta
al horcón», echar unos tragos, un par de peleas y oír en una vitrola
antigua a cuerda, discos muy rayados.
No había pues en el resto del año ocasión para conversar a
gusto con las mujeres, con los amigos. A causa de esta falta de con-
tacto, las noches oscuras ocultaban el amor entre los pichanales y
más de una hija regalona aparecía con premio -o bien se la llevaban
en ancas- y a la hora de los gallos ocurrían cosas que el padre ni la
madre no se explicaban y que sólo se convencían cuando aquellos
cantos de gallos parían llantos de nietos a la débil luz de una vela.
Era la fiesta del año, por eso aquella noche los muchachos fu-
maban y reían mientras las damas iban tomando asiento a la redonda.
La Dominga estaba toda amarilla como flor de pichana. No era
menos la Justa con los aritos y esa peineta azul. No había pago que
no estuviera representado esa noche por muchas leguas al contorno.
A los hombres se los veía trajeados y con zapatos, ese traje y
esos zapatos que se ponían una o dos veces al año. Los menos, como
don Honorio Arabel, don Angel Garay y otros pocos, de bombacha,
rastra y botas. Muchos armados, con revólver o cuchillo.
La victrola -RCA Víctor- comenzó a funcionar y se oyeron los
primeros valses: Lágrimas y sonrisas, Ciudad de Córdoba, El aero-
plano; algunas rancheras: La mentirosa, Debajo del parral; Afilador,
tangos que hacían cosquillitas en el corazón: El choclo, Mano a mano,
Nueve de Julio, pasodobles y milongas.
Los Fundadores del Olvido 133

Ninguno se animaba a romper el miedo. Fue Vicente Llanos el


corajudo, que salió a bailar con su mujer, la Ignacia.
La cosa después ya fue más fácil y la pista -o el patio de la
escuela- se llenó de parejas. Si hasta el compadre Félix Maldonado
salió a sacudir las alpargatas en una ranchera repiqueteada a puro
talón. Como la gozaba bailando con doña Juana, entusiasmo y abran
cancha.
Sentada cerca de la música y de una bolsita a lunares hasta la
boca con bolillas, se hallaba la directora de la escuela, doña Delia,
que cerca de medio siglo había estado al frente de aquella casa, mu-
chos años con doble turno, directora y maestra a la vez, y que seguía
al lado de la juventud -ex alumnos- y de los nuevos niños que se irían
sumando. Todos se sentían hijos suyos y la querían y respetaban casi
con devoción. Habían sido alumnos los primeros, después los hijos y
los nietos continuaron bajo su tutela. Pedro la vio y fue a saludarla,
con la boina en la mano, era la única persona en el mundo ante quien
se descubría. El recordaba que en su tiempo asistían muchachos
grandes, casi hombres, y que una vez a él le había quitado un cuchillo
y tirado de las orejas, pues su juegos favoritos eran las «vistiadas».
La pista se hallaba iluminada con faroles y no menos de 300
personas habían ido a saludar a doña Delia esa noche.
Se vendía bastante cerveza y naranjada, pastillas para quitar el
tufo y convidar a las niñas, caramelos y cigarrillos. Las mujeres no
fumaban.
Don Oscar, ya recuperado del planazo y la curda, se paró a un
costado mirando atentamente el baile.
Vaya si habrá para comentar, porque después que pasaba la
fiesta, por muchos días se la seguía comentando, las peleas en primer
término, como estuvieron atendidos, si sobró o faltó comida, si co-
braron caro, las nuevas parejas de novios que se vieron y como algu-
na vieja arisca le echó tierra a las más jóvenes en una cueca.
134 Héctor David Gatica

A Pedro Berón le hubiese gustado ponerse a jugar al monte y


apostar la noche a las cuarenta; taparía la sota con la mitad de un
pozo balde por lo menos; mas en la escuela estaban prohibidas las
jugadas, por eso lo invitó a Vicente que fueran al comedor y pidió un
chivo con chanfaina.
Las niñas más buenas mozas y dispuestas andaban ofreciendo
los últimos números de la rifa que aún no se había completado.
La Dominga entró y Pedro la convidó con una costilla de ca-
brito, le compró un par de números y no resistió a la tentación de
tocarle la pierna, por lo que la niña lo miró enojada.
- Lo que se ha hecho pa tocar no hay que andarlo mezquinando,
dijo, y se le cuadró nuevamente a una paleta.
Afuera, el disco terminó y se golpearon las manos las parejas
para que fuera repetido. Así se hizo, después pararon la música y
comenzó el sorteo. La camisa al primer número, la cacerola a los
cien, la plancha a los trescientos, a los quinientos los zapatos y al
último un sombrero marca Flexil. Seguro que cuando ya faltaran unas
pocas bolillas se iban a asociar los finalistas. Daba gusto escuchar
cada nombre cantado, ahí también estaban representados todos los
puestos y pueblos más cercanos.
Vicente había mandado tanto cabrito y vino por el esófago que
se durmió en la silla. Por cierto que se alcanzó a enterar que Gauna
sacó la camisa, que era el primer premio. Los restantes se hallaban a
demasiados ronquidos de distancia.
Cuando Berna Miranda, que hacía de mozo, vino a recoger los
huesos y a traer la cuenta, Pedro amasaba un montón de billetes hasta
estrujarlos y hacía crujir los dientes, esos dientes que tenían potencia
hasta para romper una piedra y que tantas veces, masticaron la tosca
en el fondo de los pozobaldes cuando ya las cuñas de acero se le
caían de las manos sin poder llegar al agua.
Berna Miranda desdobló los billetes y se cobró la cuenta.
Los Fundadores del Olvido 135

Las manos callosas y firmes de Pedro tomaron lo restante y lo


volvieron a amasar como si quisieran hacer tortilla toda la ganancia de
su trabajo.
Apretó un rato más su dinero y lo echó luego al bolsillo sin
ningún cuidado; era el pago de setenta días de cavarle el ombligo a la
tierra para arrancarle el agua.
Dejó a Vicente roncando bajo la mesa y acercándose a la puerta
miró hacia la galería, doña Delia ya no estaba, se alegró, le hubiera
dado vergüenza pasar borracho delante suyo; pero por otra parte le
hubiera gustado ir a pedirle disculpas, seguro que con una sonrisa le
iba a decir que ya no tomara más y que se fuera a cuidar a la Petrona,
su mujer, y a la Teresita, su hija. Sintió entonces un poco de pena.
Aún quedaban muchas personas y sin dudas seguirían bailando
hasta que aclarara, saliera el sol y se volviera a entrar.
Cruzó por entre las parejas, se acercó a la calle y se puso a
orinar en un poste de retamo al compás del tango. La Cumparcita,
orinó mucho rato al punto de parecerle que el agua de todos los po-
zos que el cavó, la estaba volcando sobre aquel poste y hasta se
preocupó pensando en una inundación de orines suyos, que ya em-
pezaba a llegarle a los pies pues los sintió mojados. Sin dudas su vida
debía de ser un pozo muy profundo de cuyas aguas habían bebido
todos los que en ese momento estaban bailando.
Acomodó las caronas a su caballo, le ajustó bien la cincha y
salió al tranco, muy silenciosamente. En ese momento tocaban el vals
Desde el Alma.
Habría andado unos cien metros cuando descargó todos los
pulmones en un poderoso grito, nada más que un grito de borracho,
de un pobre infeliz que no sabe como divertirse decentemente en una
reunión.
Y le colgó las riendas al animal perdiéndose al galope en la
fiesta de la noche.
136 Héctor David Gatica

EL POZO BALDE Y LA PETRONA

Había tirado de las riendas a su caballo y ahora iba al tranco.


Pronto comenzaría a aclarar.
No sé por qué la madrugada le empezó a poner recuerdos
sobre el apero, a lo mejor el camino tan familiar por donde otro ano-
checer llevó en ancas a la Petrona. El le había dicho dejate robar, tu
tata no va a querer que nos casemos, además no hay registro civil ni
cura, ese galope de buscar la bendición de Dios tan lejos lo ahorra-
mos en mi rancho. Y en cuanto al acta de casamiento, qué mejor
documento que vivir juntos cinchando parejo y haciendo venir los
hijos.
- ¡Y qué va a decir la gente!
- Pal año ya no se van ni acordar.
- La mama me va maldecir.
- Pal tiempo nos va querer más que a los otros.
Con miedo y todo la Petrona le dijo que la buscara un sábado
por la noche, un 20 de agosto en que la luna iba a salir muy tarde, ella
estaría aguardándolo en el alambrado que hace esquina con el campo
de Las Latas.
Se acordó que esa noche traía con ella un atadito, subió en las
ancas -entonces tenía un pangaré- y salieron al tranco hasta alejarse
un poco. Al tiempo se enteró que el padre echó de menos a la hija y
salió a buscarla con los muchachos. En cuanto comenzaba a levantar-
se la luna siguieron los rastros hasta cierto punto, ahí desaparecían las
pisadas de ella, justo donde el alambrado hace esquina con el potrero
de Las Latas. Seguían las pisadas de un caballo herrado y el único
que por esos lados herraba era él, que había subido a La Sierra de las
Minas. Eso lo sabían los Tello. Enfrenaron entonces unos balderos
que tenían en el corral y en pelo lo siguieron por la calle arenosa y
Los Fundadores del Olvido 137

larga, era fácil seguirlo porque en ningún momento trató de ocultar las
huellas.
Junto a un algarrobo grande se detuvieron, comprobando que
el pangaré había trillado alrededor de una brea dejando orines y bos-
tas amontonadas.
Nada dijeron, dieron la vuelta callados y regresaron pensando
en las bostas del pangaré.
En esos recuerdos se hallaba cuando vio aparecer el rancho,
los perros lo reconocieron a la distancia y salieron a encontrarlo, sal-
tando por morderle los estribos.
Ya había fuego en la cocina. El vientre abultado de su mujer
hacía sombra contra el quinchado, de seguro un varón que lo reem-
plazaría cuando sus manos ya no pudieran tocarle el corazón a la
tierra.
- Según parece se llenó el noque.
- Y por cierto que no hay ser porque el viento se me ganó bajo
la pollera.
- ¿Y la Teresita?
- Está durmiendo
- ¿Todavía le dura el agua a la represa?
- Hace más de mes que estamos baldiando.
- Tengo un sueño...
- Vamos a aprovechar de sacar agua temprano así el sol no te
amodorra. Tomá unos mates mientras yo traigo el baldero.
Y secate esas alpargatas; ni que te las hubieras miado.
Fue a ver a la hija, estaba dormidita en un rincón sobre un
cuero de vaca y envuelta en un jergón. La miró un momento, tomó
unos mates y salió a ponerle el recado al animal.
Luego se fue hasta la tirada colocando el gancho en la argolla
de la cincha mientras su mujer descolgaba el noque.
138 Héctor David Gatica

Cuando él estuvo montado ella echó el cuero al pozo tirando


de la soga con una mano y con la otra afirmándose en los palos que
sostenían la roldana.
Pedro se fue acercando por la tirada, llegó bien contra el cerco
que separaba del brocal y ella movió la soga para que el noque se
hundiera en el agua y saliera bien lleno. El animal dio media vuelta y
empezó a caminar. Cuando iba llegando a la punta de la tirada un
silbido de la mujer le anunció que el noque había salido y que debía
dar la vuelta aflojando la soga, ella lo tomó y apoyando el aro de
hierro en el borde de la pileta dejó caer la panzada de agua que traía
el cuero.
Era para no creer, parecía mentira que habiendo tanta sequía
acostada sobre los montes pudiera salir esa agua limpia y fresca de
una tierra reseca y mortecina. El miró desde el otro extremo y capujó
el pensamiento de su mujer, esa mujer oscura y fea tenía la misma
hermosura y frescura por dentro, tierra donde él había cavado el amor
que ahora refrescaba su vida, si hasta la barriga de ella se parecía en
ese momento al noque, que de aquí a dos meses se iba a llenar y a
desocupar, era como tirar una soga de nueve meses y tendrían otro
hijo. Siempre que la soga no se cortara antes de que el noque saliera
del pozo; este último pensamiento, no sé por qué, lo hizo estremecer-
se.
Ya habían baldeado más de dos horas cuando ella tuvo la sen-
sación de que ese cambio de aire que se producía al entrar y salir el
noque no le estaba haciendo bien, sintió como si el hijo se moviera
pateándole el cuero tirante del ombligo. Se lo dijo a él y no quiso
recibir más agua, dejó el noque a un costado y se fue a la casa.
Pedro desenganchó la soga, ató con pedazos de corriones y
terrones de tosca algunos agujeros que se le habían abierto al cuero y
lo colocó en la punta de un palo como un gran sombrero, dio de
beber al baldero, lo desensilló y se fue luego para el rancho.
Los Fundadores del Olvido 139

La Petrona no había alcanzado a llegar al catre, caída de espal-


das echaba espuma por la boca, mientras el vientre hinchado le tirita-
ba lo mismo que a una yegua que la han hecho correr preñada.
La alzó al catre, le puso un poncho encima y miró hacia el
rincón. La Teresita ya no estaba ahí.
Ensilló rápido y salió al galope, dos leguas quedaban hasta Vi-
lla Nidia, único lugar donde podía conseguir algún remedio. Pensar
en médico, imposible, el pueblo más cercano donde había hospital
era Chepes y estaba a más de cien kilómetros. De paso, le dejó dicho
a don Martín, su suegro, que se acarreara hasta su rancho.

Xilografía de Pedro Molina

Hoy no tendrás que abrir la boca al pozo balde para que


venga el día desde abajo. (De Memoria de Los Llanos)
140 Héctor David Gatica

A las dos horas estaba de vuelta. El rostro de la Petrona se


había oscurecido aún más y su vientre parecía que iba a partirse, pero
ya no tiritaba. No hizo falta que le explicaran nada, salió en silencio y
se afirmó en un poste, ahí se quedó inmóvil mientras el sol le atravesa-
ba los sesos. Ahí estuvo toda la tarde.
Había que ir nuevamente a Villa Nidia, a lo de don Celso, esta
vez a buscar un par de botellas de aguardiente y un poco de tablas,
clavos, velas y lienzo para la mortaja. Y dos metros de tela negra para
el vestido de luto de la Teresita.
Don Oscar -el del planazo- se encargó de eso. También ya
habían llegado Vicente, Berna, Gauna, Clemente Albelo. Todo el ve-
cindario iría sin dudas a pasar la noche junto a la muerta, haciéndole
compañía al dolor de Pedro.
Fue Vicente Llanos quien lo sacó de junto a aquel poste donde
se había quedado afirmado la tarde entera, tan tieso como el mismo
palo. En ese momento tomó el martillo un hombre muy servicial lla-
mado Felipe Cabañez, que comenzó a clavar las tablas. Pedro le
pidió que fabricara un cajón más alto que largo, de manera que pu-
diera estar bien cómodo el vientre de su mujer y el hijo querido que
tenía adentro.
La cruz la hizo Gauna con las mejores tablas que trajo don
Oscar.
Mientras clavaban el cajón, estuvo pensando en esa mañana,
cuando sacaban agua.
Esta vez se había cortado la soga antes de que el noque saliera
del pozo.

LA TERNERA Y EL VIENTO

Me lo dijo a mí y yo me quedé mostrando una sonrisa de


Los Fundadores del Olvido 141

incredulidad que se me endureció en los labios por la tierra flotante, y


como él no agregara nada más debí preguntárselo.
En esos meses de agosto en adelante y así hasta fin de año, el
viento se enloquece en los llanos de La Rioja. Comienza poco des-
pués de la salida del sol y a eso de las once es una polvareda que de
ratos no deja ver ni a medio metro. Nubes de tierra pegando con
piedritas y metiendo el médano por todas partes, hasta que al atarde-
cer comienza a detenerse para regalar un crepúsculo calmo, de un
color blanquecino pardo, que es hermoso porque da una sensación
de convalescencia. Al otro día seguirá corriendo y así por semanas.
Lo vi cuando estuvo casi sobre mi, más que verlo lo sentí por-
que pegó un golpe fenomenal en los guardamontes de cuero
frenándome el caballo en la nariz.
- ¡Lindo día, amigo! -me había gritado para que pudiera sentir-
lo.
- ¿Y lindo día para qué? -le repliqué.
- Para borrar los rastros -dijo y dando una risotada espoleó el
caballo y siguió al galope.
Quedé pensando en su picardía y al volver mis ojos sobre el
camino vi que el viento ya había tapado los rastros del caballo des-
alojando toda posibilidad de rastreo.
Lo vio venir a Vicente y lo esquivó, debía de andar buscando
las cabras.
Pasó por detrás de la casa de Gauna. En la cocina de quincha
el viento se estiraba y pasaba por entre las ramas secas, para terminar
jugando con las enaguas de brin de la Felipa, que se hallaba soplando
el fuego.
Un poco más allá vio a los niños de Berna tirados de panza en
una senda jugando sobre la arena.
Salió del camino y tomó hacia el norte rompiendo unos cercos.
Las pichanas se movían y rascaban el suelo con sus ramas más bajas.
142 Héctor David Gatica

El campo se movía sacudido por el viento norte.


Se apeó junto a una tusca y le ajustó bien la cincha al caballo,
por las dudas hubiera que sacarlo a la rastra al viento de abajo de los
algarrobos.
Volvió a montar y desató el trenzado abriéndolo en una gran
armada; sabía que en ese bajo, oculta entre los montes, pastaba una
ternera. Se colocó del lado del viento y pegó un fuerte golpe con la
guacha sobre los guardamontes y largó un grito que hizo ladear las
jarillas, dando un rodeo a todo galope. No tenía necesidad de corra-
les ni de atajos para enlazar un arisco, lo demostró una vez más cuan-
do su lazo ciñó el pescuezo colorado del viento de ese día. El caballo
resistió bien el tirón y un montón de pelos y balidos rodaron por el
suelo.
Sonrió al ver la marca. También a él le habían puesto la marca
muchas veces, lo marcaron cada vez que le pagaron su trabajo; cuan-
do pidió plata adelantada para comprarle las alpargatas a la Teresita.
Hasta cuando le dieron tablas para que pudiera enterrarla a su mujer.
Si antes de que lo parieran ya lo habían marcado a ser hijo del viento,
de este viento que él conocía como a su único padre y que ahora le
borraría los rastros para que nadie se enterara de su pecado.
¿Y si lo descubrían? Total si la única libertad que el hombre
puede tener la había sepultado cavando la tierra como las vizcachas a
lo largo de su vida.
De un solo golpe de cuchillo desapareció la señal de la ternera,
echó lo que pudo en una bolsa y cortó por entre el monte cuidando
que nadie pudiera verlo.
El viento quebraba ramas y tiraba médano igualando altos y
bajos, tapando con gran ternura lo que podía, en especial los rastros
del caballo de Pedro.
Lindo día, pensó otra vez.
Los Fundadores del Olvido 143

LA TERESITA Y EL POZO BALDE

La Teresita estaba jugando a su lado mientras él trenzaba unos


lazos, una soga para reemplazar a la otra que ya se volvía peligrosa.
Estuvo pensando si la vida era una trenza a la cual estábamos
atados y si uno mismo la iba alargando o acortando, si de esa trenza
se encargaba uno de elegir y cortar el cuero, sobarlo, hacer el trenza-
do, o si ya venía lista para que nada más nos mantuviéramos sujetos a
ella mientras descendíamos al pozo que cada cual debía cavar. De ser
esto último, si había que tomarse sin más ni más a esa soga, o si la
podría cortar de un solo tajo de cuchillo.
A veces le parecía que la libreta del cantinero no era más que
un corrión de esas sogas, que el trabajo suyo de pozos tan hondos y
pagas tan pandas era otro corrión de la misma soga; que los dueños
de todos esos campos donde él enteraba días al galope para cruzar-
los, se le antojaba, eran otro corrión más largo todavía. El testuz de
los novillos que enlazó en su vida y el curampín con el cual les sacó los
gusanos de las embichaduras, o las marcas con las que había quema-
do tantos terneros y que no fueron ciertamente suyos, le parecía que
daban más cuero como para otro corrión.
En cambio cuando se alzaba un pedo de esos que le hacían
crujir los dientes, se le ocurría que se ponía a morder esa trenza y que
hasta en algo la jodía; por eso los hacía crujir con más ganas.
La Teresita le atajó la filosofía mientras trenzaba y se la atajó
de un solo golpe, la hizo polvo contra el suelo porque tirando con
bronca un pedazo de torta dura se fue sin protestar, a trancos cortos,
a la casa del abuelo Martín.
Pedro dejó el lazo, alzó el hacha y se fue a cercar portillos.
Todo oficio campero sintió alguna vez la dureza de la mano
suya, pues cuando había que cercar, hachar, domar, arar, alambrar,
arrear, carnear, a nada le sacaba el bulto.
144 Héctor David Gatica

Desde el mediodía que el hacha empezó a caer sobre el silen-


cio del campo volteando montes y raleando sombras. Y las ramas
espinudas y flexibles rebotaban y se adherían a medida que eran cas-
tigadas fuertemente contra el cerco, haciendo de los portillos una
muralla vegetal, trenzado que no permitiría paso ni al viento.
Un galope le detuvo el aliento, levantó la boina volcada sobre
la frente y se quedó esperando. Por una picada asomaba en ese mo-
mento su suegro al galope y no paró hasta echarle encima el mancarrón.
- ¡Malas noticias, Pedro!
- ¿Qué pasa don Martín?
- ¡La Teresita!
- ¿Qué le ocurrió a la Teresita?
- ¡Acaba de caerse al pozo balde!
Una cosa nunca vivida antes sacudió las carnes del pocero y el
corazón se le cayó a los pies, igualito que cuando a un noque lleno se
le corta la soga al llegar al brocal. Quizás había palidecido por prime-
ra vez, se notó como en el aire.
- Andaba jugando y en un descuido se desbarrancó, la alcanzó
a ver la Josefa que en ese momento estaba entregando en el chiquero.
Y cuando juimos...
Las palabras asustadas de don Martín lo volvieron en sí, se
agachó como para alzar el corazón que se le había caído al polvo y de
un salto estuvo en las ancas, saliendo a lo que el baldero daba.
Al acercarse vieron que doña Josefa maniobraba un espejo,
aprovechando el sol inclinado, para iluminar el fondo negro del pozo.
Pedro arrancó, de un zarpazo, un garrote del cerco y de un
tirón se sacó el cinto y lo ató sobre el arco del noque para que le
sirviera de asiento.
Don Martín, sin bajarse, se fue al trote hasta la punta de la
tirada, ajustó fuerte la cincha y enganchó la soga. Al lado estaba su
mujer para prenderse ella también. El pocero se hallaba ya sentado
Los Fundadores del Olvido 145

sobre el noque y comenzó el descenso. A mitad de la tirada el soguero


y doña Josefa apuraron el paso llevados por el peso en aumento del
pocero a medida que bajaba más el noque, doña Josefa casi se arras-
traba. En tanto, Pedro apretó los dientes y sonaron como cuando se
tomaba de más. El último tramo lo hicieron casi al trote.
El pocero se afirmó en un hueco del costado y esperó un mo-
mento; las manos de su suegra se volvieron luz reflejando con el es-
pejo los rayos del sol de julio. Las aguas estaban quietas y había algo
rojo sobre de ellas. Miró hacia arriba y vio en los costados, de trecho
en trecho, brillando marcas frescas de sangre, la Teresita había baja-
do rebotando de costado a costado, despedazándose en el descen-
so.
Entró su cuerpo en el agua con mucho cuidado, se habría hun-
dido hasta la cintura cuando sus pies tocaron algo blando, luego algo
más duro que se le ocurrió era la cabecita de ella, trató de pisar a un
costado y lo consiguió. Agachándose hundió sus manos y su rostro en
busca de la hija, tanteó unos cabellos flotantes y se agachó aún más
perdiéndose en el agua ensangrentada. Al palpar un temblor tibio se
hundió más todavía, metiendo las manos bajo una columna vertebral
sin consistencia y, enderezándose, sacó a flor de agua el cuerpo me-
nudo.
Le pareció que la pequeña había abierto la boca emitiendo un
quejido muy leve, casi como una brisa.
Pedazos de ropa y de carne faltaban de muchas partes. Pedro
quedó un momento quieto y en silencio mientras arriba, a doña Josefa
y a don Martín se les hacía nudo la espera. Alzando los ojos les gritó
que levantaran la soga y alcanzaran el jergón y el poncho. Y en tanto
esperaba el regreso del noque se llevó a la Teresita contra el pecho y
se afirmó en un costado del pozo. Le costaba mantenerse en pie,
nunca había sentido tan flojas las piernas, como si no aguantaran el
peso de la hija muerta. Hubiera preferido quedarse toda la vida ahí,
146 Héctor David Gatica

pudriéndose en alma y huesos. Pero el cuero ya estaba de vuelta,


envolvió el cuerpecito en el jergón y luego en el poncho y lo echó al
noque gritándoles que lo levantaran con mucho cuidado. Sintió como
si la hija se alejara de él, lentamente, dejándolo abandonado en el
pozo; lloró. En el fondo de aquel socavón sólo Pedro Berón podía
consolar a Pedro Berón.
Al fin retiraron el cuerpo, hubo un momento de silencio y luego
el llanto sin ataduras de doña Josefa que llegó hasta él, rebotando de
costado en costado, tal cual había caído la Teresita. Y mientras ella se
lo llevaba al rancho, con su suegro emplearon el resto de la tarde en
agotar el pozo para que no quedara ni un pedazo de oreja, ni un
pedazo de nariz, ni un pedazo de nalga. Ni un cabello.
La última carne desgarrada en salir fue la del propio Pedro.
Sintió frío fuera, se había entrado el sol y comenzaba a helar.
Estaba totalmente empapado y así, goteando agua y dolor, se
fue hasta la cocina a secarse junto al fogón.
Don Martín salió a avisar a algunos vecinos y se llegó hasta
Villa Nidia a comprar clavos, tablas, velas, papel creep para las alas
del angelito y alguna bebida.
Fue llegando gente, las mujeres hicieron flores de papel. Cien
veces se había comentado ya la caída del angelito y la desgracia del
padre.
La luna se puso bien sobre el techo del rancho; desde aquel
cielo claro parecía el espejo de doña Josefa alumbrando un pozo muy
profundo y del ancho del mundo.
Pedro estaba borracho, con una botella de aguardiente entre
las piernas. Sentado detrás de la casa apretaba fuertemente un peda-
zo de tosca, que él mismo le quitó alguna vez a las entrañas de la
tierra; sus manos se veían blancas, pero no blancas de ser blancas si
no blancas de gastadas, de luyirse, de encallecerse, de estar tanto
tiempo en contacto con la tosca.
Los Fundadores del Olvido 147

Esas manos eran ya un pedazo de tosca que terminaba en de-


dos machucados y cabezones como martillos.
La helada, también blanca, enharinaba la noche. El agua de los
tarros comenzaba a congelarse. Nadie se animaba hacer compañía al
pocero, su terrible silencio alejaba. Su soledad de tosca era un recha-
zo blanco.
Estaba mudo, más mudo que la tierra, apretando los dientes y
haciéndolos crujir, mascando su destino.
Adentro, mientras tanto, con alitas y coronas, velaban la se-
gunda muerta suya.

LA FIEBRE MALTA

Y Pedro cayó en desgracia, si es que desgracia no fue su pro-


pio nacimiento. El verano último había llovido poco y el invierno se
hacía muy largo y mezquino, una tierra como lana tizada flotaba sobre
los montes, en especial cerca de los caminos, notándose más al entrarse
el sol. Un solo animal que pasara levantaba más tierra que un tren,
que ese tren en el cual viajó alguna vez cuando probó suerte en las
cosechas de maíz en Santa Fe.
Salvo la represa de Nueva Esperanza, que casi siempre salía al
año, las demás se agotaron. Para peor no salió pasto y la hacienda se
moría por todas partes. Los campos blanqueaban sembrados de es-
queletos y habían comenzado a entrar unos camiones enormes que se
llevaban la hacienda, poco menos que regalada, a provincias más
ricas como Córdoba y La Pampa.
Pedro tuvo tanto trabajo como nunca y eso fue lo que lo perju-
dicó; las aguas bajaban cada vez más y había que desbarrar muchos
pozos, hacerles nuevas cavas. Se envolvía el rabo con una bolsa arpi-
llera y descendía al fondo, ahí comenzaba a llenar noques y más noques
148 Héctor David Gatica

y éste, traído desde fuera, ascendía cargado y desde que salía hasta
que llegaba a flor de tierra, treinta, cuarenta, cincuenta metros, iba
largando barro que caía sobre el pocero, sobre su cabeza, en los
brazos, en los hombros, en el espinazo, en las piernas, en el cuello, en
la cara, en los oídos, en la boca, en la nariz y así días y días. Si,
porque la sequía arrancaba mugidos a los vacunos y balidos largos a
las cabras.
La comida al mediodía se la mandaban por el noque; era peli-
groso salir, los vientos continuos lo podían flechar con una pulmonía.
Sólo subía al terminar la fajina diaria, en cuanto estaba fuera lo envol-
vían con un poncho y así se iba hasta la casa a sacarse un poco el
barro recibido en la jornada y a ponerse ropa seca.
Hasta los pensamientos se le habían embarrado. Cuando al-
guien hablaba de Dios él se lo representaba como un cuero pelado y
en forma de bolsa, largando barro sobre sus pestañas, o como un
gran pozo, el mismo Dios que había cerrado con muerte los ojos de
su mujer y de su hija. Alguna vez se acercó a la iglesia para las fiestas
patronales de la Virgen de la Candelaria, en un pueblito del norte de
San Luis, pero no entendía nada cuando el cura hablaba del pecado,
de ser honrado, de hacer la caridad, de amar a Dios, de no tomar
tanto vino ni trabajar en día domingo; si el vino era lo único que le
quitaba un poco el gusto a barro. Y eso de rezarle al barro que él
mismo sacaba y se echaba sobre los ojos no le parecía bien. ¿Y que
harían las cabras si un domingo dejaba de cavarles agua? Menos
entendía aún cuando hablaba del pecado. Posiblemente los únicos
que no cometían eso que llamaban pecado eran los que tenían buena
casa, buena cama, buena comida, buena ropa, hijos limpios, educa-
dos y bien alimentados, buena crianza y un Dios que seguramente no
era ni de barro ni de tosca.
El estar tanto metido en el agua, a veces hasta los tobillos, a
veces hasta las pantorrillas, a veces hasta la cintura, doblado sobre su
Los Fundadores del Olvido 149

trabajo, le fue metiendo una soga de reumatismo en los huesos, el


dolor lo iba cavando cada vez más. Asimismo los riñones y la cintura
lo atacaban terriblemente por las noches. Para peor se le enancó la
fiebre malta, que de hacía algunos años, se iba ganando en los huesos
de la mayoría de los pobladores del sur de los llanos de La Rioja. No
tenía remedios, ni quien se los comprara. Estaba hecho un arco, los
calambres lo atacaban a cada momento y lo hacían gritar, y esa fie-
bre, y ese malestar.
Se encontraba abandonado y la única que se llegaba hasta el
rincón donde permanecía tirado, para alcanzarle un plato de guiso,
era su cuñada. Si la Petrona viviera... Si al menos la Teresita... El
último lazo que lo ataba a este mundo era la soga con que solía bajar
al fondo de la tierra, que de tenerla a mano y poder moverse se la
hubiera echado al cuello para que nadie los pudiera separar.
Ya nada en él tenía agua porque se estaba secando por todos
lados, él, que tantas veces dio de beber, ahora comenzaba a sentirse
tierra seca, noque arrugado y lleno de agujeros por donde se le esca-
paba la vida, pozo oscuro y abandonado poblado de víboras que le
culebreaban por las carnes flacas mordiéndolo y envenenándolo. Y
se le antojaba que su corazón era una roldana vieja a punto de rajar-
se.
Seis meses llevaba ya y le parecía que no se levantaría nunca
más, cuando unos vecinos comedidos, los Leyes, le consiguieron los
remedios que lo aliviarían. Poco a poco se fue recuperando y hasta
supo ser agradecido con la cuñadita regalándole un hijo -que segura-
mente sería pocero-. Cuando ella le contó lo que estaba pasando se
dio cuenta que había llegado al agua y que seguía con su oficio de
cavador hasta en la postración.
No bien se volvió a sentir hombre recomenzó su tarea. Debía
cavarle un pozo a Saúl Quinteros y otra vez enterró la pala internán-
150 Héctor David Gatica

dose poco a poco. Se sintió con fuerza suficiente para hacerle un


hueco más a la tierra.
Nunca había sentido lo que esta vez a medida que paleaba
tirando los cascotes por sobre el hombro. El sudor se le volvía barro
en todo el cuerpo. Cuando ya no pudo sacar la tierra por sus propios
brazos porque el pozo se le hacía muy hondo, comenzó a utilizar el
noque.
A los cuatro metros encontró napa de arena muy corrediza y
tuvo que ponerse a enmarcar, no fuera que algún desmoronamiento le
sepultara los días; utilizó madera de retamo.
Trabajaba con gran esmero, era como si estuviera enmarcando
su propia alma. Miró con el recuerdo hacia atrás y le pareció que
todos los días suyos estaban calzados por aquellos palos.
Siguió enmarcando y cavando, hasta que comenzó la tosca;
ahora entraba a funcionar el pico. Con cada golpe los músculos se
cimbraban casi hasta vibrar, el noque entraba y salía con más lentitud
levantando los profundos y pesados pensamientos de Pedro, pensa-
mientos que tenían la dureza de la tosca.
Ahora el pico ya no respondía y hubo que echar mano a la
pesada maza y las barretas; las cuñas de acero se quebraban en aque-
llas piedras, era como si estuviera rompiéndole la cabeza a la muerte.
Ese día apenas si avanzó unos centímetros.
Por las noches mientras dormía le temblaba el cuerpo. Qué
torpe y trémulo se notaba, tanto que al querer orinar se orinó los
dedos y no pudo menos que putiarse.
Sus manos continuaron rebotando por varios días y haciéndo-
se cada vez más parecidas a la tosca. La cintura le dolía mucho, po-
siblemente los riñones se le habían vuelto de tosca también. Escupió;
entre su saliva y esa tosca seca y gris no había diferencia. Le saltó de
esa tosca a los ojos y ni siquiera pestañeó, sus pupilas tenían la misma
dureza, la misma aspereza. Y de tosca era ese corazón que le golpea-
Los Fundadores del Olvido 151

ba dentro rompiéndole silencios y sequedades, donde habitaba una


profunda soledad endurecida que ni a fuerza de barretas podrían abrír-
sela, porque estaba sellada con dos muertes. Soledad que la sentía
tan dura, que acaso se acercaba a una tercera. Tuvo la sensación de
estarse cavando su propia tumba.
El panorama comenzó a cambiar una tarde, la conformación en
el fondo del pozo era distinta. Una sonrisa rompió el endurecimiento
de la boca reseca humedeciéndolo por dentro.
Esa noche soñó que bajaba hacia un mundo húmedo y blanco,
que su existencia ya no era un pozo oscuro, profundo, quieto, falto de
aire sino un horizonte poblado de vientos, de vida, de ganas, había
tirado el taparrabos y tenía puesto un pantalón nuevecito y una cami-
sa blanca, sin una mancha de tierra ni de tosca ni de barro. Hasta
Dios era otro.
Por la mañana volvió a bajar al pozo. Saúl Quintero y su familia
estaban ahí, esperando que ese día les naciera agua a sus deseos.
Puso mayor empeño en la tarea, hasta le pareció que lo estaba
haciendo con cariño, como si forjara algo eterno para él, exclusiva-
mente para él, personal de él, lo primero que en su vida hacia para sí
y ese pensamiento lo hizo feliz. Cuánto tiempo que no experimentaba
ese gozo de sentirse algo, aunque más no fuera sentirse dueño de ese
pozo.
Masticó un terrón de tosca, era cada vez más húmeda y ahora
comenzaba a mezclarse con arena. Ay la arena, esa delicia capaz de
hacer alegrar al más terco, era arena parecida a la risa de la Teresita
y a los cantos religiosos de las mujeres en las procesiones de Villa
Nidia:
«Oh María, madre mía
oh consuelo del mortal
amparadme y guiadme
a la Patria Celestial».
152 Héctor David Gatica

De puro gusto no más la tomó y se la pasó por la cara; su


caricia húmeda y fresca, le hizo mimos. Se miró un momento los ca-
llos; cuántos pozos cabían en ellos hechos golpe endurecido. Bajó un
poco más la vista y vio el primer lloradero comenzando a filtrar. Sintió
como si una vertiente se le hubiese abierto en los callos para dar agua
milagrosamente sin necesidad de cavar más pozos. Nunca más.
Un grito que lo sacó de las raíces del pecho se levantó hacia la
superficie estallando en los oídos sedientos de los Quintero... ¡Agua!
Un chorro de agua clara y fresca saltó desde la arena y abrazó
los pies del pocero que se hincó ante ese altar cristalino. Abrió la
boca lo más que pudo inclinando la cabeza con entera devoción y
comenzó a beber ruidosamente. Era como si se le hubiera cortado
una arteria a la tierra. Un río pasó por su garganta medanosa regando
el desierto que llevaba por dentro.
Pedro acababa de darle una boca más de agua a los llanos,
que subiría por los noques para ahuyentar al balido sediento de las
cabras y hasta para colorear algún pequeño jardín de margaritas, cla-
veles y albahaca.
Se hizo sacar y estuvo una semana fuera preparando la pileta y
el bebedero. Fue poco después del mediodía cuando se dispuso en-
trar a darle la última cava y dejar en funcionamiento el pozo. En ese
momento no había ninguna bestia mansa como para atarla, pero si
varios hombres.
Corría un poco de viento, que se llegó hasta Pedro como quien
se acerca a un hijo.
Estaba tan seguro y confiado que no permitió que agregaran
otro lazo a la soga para preveer cualquier riesgo.
Echándose la boina un poco hacia atrás les pegó un chiflido a
los echadores como para darles más ánimo y les gritó:
- ¡Señor, se le va el caballo!
Cinco hombres se prendieron firme y Pedro fue desaparecien-
Los Fundadores del Olvido 153

do lentamente; primero las piernas, luego el taparrabos de lona, la


cintura, el pecho fornido, los hombros, el cuello, la boca agrietada, la
nariz fina, los ojos agudos, la enorme frente, la boina, los brazos ex-
tendidas con músculos tirantes cual esos alambrados que él supo ha-
cer en potreros ajenos. Y por último las manos desnudas de cosa que
las pudiera atar a este mundo, tomadas sólo de esa soga que le sos-
tenía el cuerpo en el aire ante la boca abierta y oscura de la tierra.
Los hombres aflojaban lentamente. Habrían andado un par de
metros cuando en el otro extremo se sintió como un tiro cayendo
amontonados los cinco y mezclándose con el polvo suelto de la tira-
da, mientras la soga saltaba por los aires formando una gran armada
que vino a cerrarse en el pescuezo azul del cielo.
154 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 155

LA RISA OSCURA DEL CARBON


Este cuento le quedó faltando a LOS FUNDADORES DEL OLVIDO, de
manera que recién figura a partir de la tercera edición.

I
DON LUIS, DOÑA JUANA Y EUDÉ

Don Luis Fernández comenzó a poner los rieles de palo sobre


el suelo desmalezado mientras Eudé Cabáñez descargaba en la can-
cha chatadas y chatadas de leña, hasta cerrar la cuenta de cien vuel-
tas acarreando algarrobos trozados.
Doña Juana Flores, a esas mismas horas, mecía su humanidad
en el patio de la Escuela 112 de Villa Nidia, levantando y bajando el
cucharón que trasladaba el locro desde la olla a los platos, lo sé, lo
digo y lo sostengo porque yo mismo era uno de los niños haciendo
fila, esperando el alimento de maíz con carne de cabra que se sirve a
los alumnos en el último recreo.
Eudé Cabáñez completaba el acarreo de leña calculando que
las cien chatadas ya rodeadas alcanzarían para unas setecientas bol-
sas.
Y ahora comenzaba con la jarilla, se necesitaban unas cinco
chatadas.
156 Héctor David Gatica

Colocados los rieles a 80 cms. uno de otro puso leña fina, el


pie digamos, y le fue dando forma al horno. Sabido es por todo hom-
bre del oficio que cuando la tierra es brava el horno debe ser largo y
no muy ancho, porque si no se ventila demasiado y toma mayor fuer-
za el fuego.
La cooperadora le pagaba unos pocos pesos y ella yapaba
llenando la ollita suya, que llevaba consigo siempre atenta al locro, al
guiso, a la sopa, en fin que no le hacía asco a nada la regalona. Des-
pués se colocaba, cucharón en mano, tras de la olla grande.
Se podía terminar hasta con diez rieles en un horno de ocho
metros de largo y dos de alto. Ahora estaba poniendo la leña parada
mientras iba dejando lugar para la «vizcachera».
No se perdía tras la olla, la veíamos muy bien pues su cuerpo
era doble ancho y algo más alto, que es lo mismo que decir cien kilos.
En cambio a él podía confundírselo con un palo de atamisqui, de
pocas carnes, menudo, será que esta vez Dios se confundió y la cos-
tilla se la sacó a la mujer para intentar un medio hombre.
Champa tras champa fue tirando tierra sobre la jarilla, paladas
de sangre bombeándole el corazón, ese horno de tronera roja adon-
de había quemado sus años trozados como el monte. Abrió luego
don Luis los tres primeros «humeritos», uno arriba del horno, los otros
al costado y cada dos metros tres humeritos más de modo que, cada
cucharón de locro sobre el plato enlozado le devolvía un alegrón a
doña Juana al ver iluminarse la sonrisa de un niño más, hijo del pocero
Pedro Berón, del alambrador Manuel Flores y así, hasta completar el
centenar de guardapolvos color tierra que no tiza y la mula, pidiéndo-
le descanso al Eudé y el morral con maíz, como para juntar ganas y
poder seguir acarreando rebuznos.
El horno, con dos días de armado, se parecía a un enorme toro
echado rumiando, masticando miles de algarrobos cortados por la
boca hambrienta del hacha.
Los Fundadores del Olvido 157

Aprovechó que no corría viento para encenderle fuego. Cómo


le hubiera gustado en ese momento apagarle el incendio a la Juana y
no estarle prendiendo fuego a la leña. Pero doña Juana se hallaba ya
dirigiendo sus pasos hacia la escuela. Dejó el horno tirando hilitos de
humo y se fue a preparar un guiso.
Al anochecer llegué al obraje cuando él, tras despachar su
menguada cena limpiaba el plato junto al fuego con un cogollo de
jarilla, lo limpiaba y lo perfumaba con las hojas yodadas de la planta.
Le hice una broma y en el acto me contestó «así me limpio y me
perfumo el culo». Tras lo cual dejó escapar su risotada. De dónde
sacaba fuerzas para reírse tan fuerte aquel hombre tan chiquito?.

II
EL FUEGO, LAS MORCILLAS Y LA CHATA

Iban ya cuatro días y cinco metros de fuego. En un horno, lo


primero que se quema es lo de arriba. Los humeritos dejaron de fun-
cionar y comenzó el tiraje, por lo que se subió al lomo dónde aún no
llegaba el fuego -esta operación traicionó a más de un carbonero con
algún hundimiento sorpresivo, asándole la pierna-. Si metiendo un
palo llegaba hasta el piso, era señal de que no había ya leña cruda. El
horno iba quedando chato ahí donde ya estaba listo el carbón. Hizo
un hueco, colocó la pala en su empeine y ésta se humedeció, porque
aquí hay palos sin quemar todavía, pensó, sus pensamientos se ha-
bían tornado tan solo en eso, pensamientos de carbón, que única-
mente se le encendían cuando por las noches la tocaba a la Juana,
qué ganas sentía entonces de abrirle un humerito para que pudiera
respirar el amor y para que en vez de olor a leña quemada se llenara
el aire de la pieza, de la casa, de todo el campo del olor a la Juana,
para que así su existencia no fuera tan negra como el carbón ni tan
158 Héctor David Gatica

dura como el palo. Meses quemando algarrobos, quebrachos,


tintitacos, retamos y cuando ella se le encendía en ganas no estaba él
para apagarle el fuego, corriendo el peligro de que se ladeara igualito
a lo que le ocurrió más de una vez con los hornos, entonces había que
correr a clausurar humeros dándoles una palmadita con la pala. Pero
como echarle palmaditas a la Juana si estaba tan lejos. A esta altura
de sus pensamientos sintió celos y desconfió de que otro en su larga
ausencia pudiera enderezarle el fuego a su mujer, tapar ese humerito
que era de su propiedad, su único bien. Qué tentación de tirar ahí
mismo la pala al diablo y correr hasta el rancho, pero, cruel ley de su
oficio oscuro, la leña estaba primero, siempre primero.
El viento fuerte que comenzó a correr le llevó los pensamien-
tos, pues había que cerrar las vizcacheras.
Esa noche don Luis Fernández sintió el cansancio de un día de
vigilancia, atento a lo que pasaba debajo de la champa que pudiera
ser peligroso, no tuvo fuerzas para encender un fueguito en medio de
aquella soledad de campo, sombras, zorrinos y colcones como para
calentar la comida, conformándose con un pedazo de torta al rescol-
do y queso criollo que desgarró así nomás con las manos negras de
carbón, pues no le había quedado agua ni para beber.
Como hacía calor y además por las víboras y las arañas «polli-
to» se acostó en un desplayado sobre un lío de bolsas arpilleras y se
puso a mirar las estrellas, le parecieron brasas en un inmenso horno
que en vez de tierra estaba tapado de cielo. El mundo es un horno
muy grande, se dijo para sí, Dios es su carbonero y las estrellas son
carbones encendidos.
Cuando las tres Marías se colocaron brillantes sobre su cabe-
za, debió levantarse para dar una vuelta al horno, no había que des-
cuidarse ni de día ni de noche, pues el sudor de meses podía volverse
cenizas en un instante.
Eudé Cabáñez llegó muy temprano en su chata, comenzaba a
Los Fundadores del Olvido 159

rodear leña para otra cancha.


- Como va el fuego don Luis?
- Está en la mitad, ya tengo que retirarle champa para refres-
carlo, dentro de un ratito voy a sacarle los tizos y darle vuelta la tierra
al pie.
- Cuando va a empezar a sacar el carbón?
- Dentro de tres días, ¿por qué?
- Ayer lo vi a Facundo Velázquez y me preguntó para venir con
el carro.
- ¿No la has visto a la Juana y a los niños?
- Aprovechando el fin de semana la llamaron de la Porfía que
fuera a preparar unas morcillas.
Acá se terminó la conversación y Eudé se fue echando la chata
por sobre zampas y pichanas.
Don Luis hizo los cálculos de que este horno le daría veinte
toneladas, que necesitaba un mes de fuego, fuego lento por supuesto,
porque así sale más pesado el carbón; eran morcillas negras y morci-
llas blancas -nadie las hacía como ella por eso era tan buscada- las
blancas se diferenciaban de las negras porque llevaban harina y vina-
gre, ya tres semanas sin verlo al hombre ni olfatearlo; pensar que esa
chata que iba atropellando y quebrando montes manejada por él y
tirada por esa mula tan mansa y aguantadora, le daba cada día la
comida para sus ocho niños ¡mula de mierda! y tras el insulto el azote.

III
LA RISA NEGRA DEL CARBÓN

Desató el primer lío de lonas, iba a comenzar la embolsada, él


se sabía capaz de llenar cien bolsas por día, eso significaba trabajar
con siesta y todo, y así nomás fue.
160 Héctor David Gatica

Alargué el brazo y sobre mi plato cayó el puchero más grande,


claro, pensé, porque yo soy el hijo de la directora y del maestro de
cuarto, sin caer en la cuenta, infeliz de mí, que a doña Juana le intere-
saba más el hijo del carrero. Cien niños le pusieron el plato esa maña-
na al cucharón y aunque nuestra niñez pase -no estamos en edad de
pensar eso- y ya no concurramos más a la escuela- si nunca vamos a
dejar de concurrir a la escuela - y ella hubiera muerto -para un niño
no existe la muerte- lo mismo seguirán alargándose cien brazos po-
niendo otros tantos platos al cucharón de doña Juana Flores, esa
mujer gorda que de vez en cuando seca el sudor de su frente con el
delantal, igual le seguiremos pidiendo la «tumba» más grande -«A mí
me llaman el tonto/ porque me falta un sentido/ le falta una tumba a la
olla/ el tonto se la ha comido»- y ya ese cucharón no será con locro,
vendrá cargado chorreándose con los más bellos recuerdos de la
niñez.
Sus músculos iban adquiriendo la dureza de la madera tanto
alzar rollizos y tirarlos sobre los días en cuanto obraje se presentó
para darle tarea, a él, a su mula y a su chata.
Mientras medio horno continuaba quemándose, en la otra mi-
tad refrescada ya se podía comenzar a sacar la mercadería, lo de
refrescada era más bien una ilusión.
En tanto clasificaba el carbón el calor asfixiante que salía de las
entrañas aún abrazadas de aquel horno, se sumaba a la de arriba que
venía del fuego del sol del verano a la siesta, asándole el cuerpo y el
alma al carbonero. Todo adquiría la negrura de una vida quemada en
medio del campo. Se pasó la mano por la frente chorreando sudor y
se le volvió también negra la mirada al entrarle carbón en los ojos,
tintos los labios escupió y la saliva cayó negra sobre la tierra ardiente.
Sus pensamientos ese momento salían oscuros, tanto que no le deja-
ban mirar dentro suyo, seguramente ni su sangre era roja sino negra y
el corazón debía estar bombeando carbonilla, cinco mil glóbulos ne-
Los Fundadores del Olvido 161

gros, ninguno rojo. Y por esa costumbre suya de reírse con ganas
hasta de las miserias, hizo el intento y esta vez la risa se le quemó,
dejando sobre la página de la siesta la risotada negra del carbón.

IV
EL ERA EL MÁS IMPORTANTE Y NO HABRÍA
DE QUEMARSE EN EL OLVIDO.

Declinaba la tarde calurosa cuando empuñó la horquilla y co-


menzó a embolsar. Cuántos de sus años fueron quemados y embol-
sados así y mal pesados en las básculas de Juan Feliciano Manubens
Calvet en Los Cerrillos, contribuyendo con los doscientos, o más,
millones de dólares de semejante fortuna y agrandando su pobreza -
con el perdón de la palabra agrandar-. Pero Manubens Calvet no
tenía descendientes a quiénes dejarle su plata, en cambio él tenía hijos
y mujer a quiénes hacerles parte de su cariño, aunque fuera de pobre.
Las primeras sombras de la noche las echó a la última bolsa -
por eso si hay noches que aparecen más claras que otras, se debe a
que parte de sus sombras se quedaron embolsadas-.
Y se fue a descansar. No había diferencia entre la noche y su
rostro, sus manos y la ropa, o sí, porque la noche destapaba las pri-
meras estrellas brillantes que se iban multiplicando a medida que au-
mentaba su negrura, en él en cambio nada brillaba. Mas él tenía pen-
samientos y las sombras no y esos sí se le volvieron luminosos al
pensar en la Juana y en los niños, para quienes él quemaba y embol-
saba su amor.
Se tiró sobre un lío de bolsas y siguió sacando del horno de su
cabeza los mejores pensamientos. A quién nombraban cuando había
que hablar de poceros? A Pedro Berón o a Natividad Maldonado. A
quiénes llamaban en Villa Nidia cuando comenzaban las lluvias y lle-
162 Héctor David Gatica

Dibujo de Hugo Albarracín

Alargué el brazo y sobre mi plato


cayó el puchero más grande.
Los Fundadores del Olvido 163

gaba el tiempo de la siembra? A los aradores Diego Ibáñez y Pedro


Miranda. Si de hacheros se trataba, sabido es que saltaba el nombre
de los Quintero y los Palma. Nómbrese un carrero y volaba el nom-
bre de Facundo Velázquez revoleado como un azote. Si grandes arrie-
ros, don Carmen Ibáñez Luna, don Natividad Maldonado. Los me-
jores alambradores, los Flores. El leonero más famoso de San Luis
don Enrique Gatica -el tío Enrique- Y si preguntaban por un carbone-
ro tanto en el norte puntano como en el sur riojano, se encendía un
nombre, un solo nombre, don Luis Fernández. Le hizo ponerse bien
ese pensamiento, saberse lo más importante en algo, así sea en el más
humilde de los oficios. Su nombre no se apagaría como la brasa del
carbón. Jamás habría de quemarse ya en las llamas del olvido.

V
EL HORNO SE INCENDIA

El se sabía pobre, muy pobre para los pesos pero rico para el
carbón, Pedro Berón, siendo pobre, que hombre rico para los pozos.
Alfredo Palma, pobre también, de rico para el hacha...
Manubens Calvet en cambio rico para los pesos, muy rico, como
pobre para los hijos, ni uno.
Y se durmió con estos pensamientos, se durmió sobre las bol-
sas. Tenía un horno mitad enfriándose, mitad quemándose y hubo
como un bufido, luego otro y otro -los volcanes debían de ser así-,
saltaron palos encendidos, se fue desprendiendo la champa y no ha-
bía nadie cerca que lo auxiliara, andaba con la pala de aquí para allá
como un endemoniado tratando de tapar el fuego, todo se le conver-
tía en llama y se le volvía ceniza a causa de un viento que llegó cruza-
do. Al fin terminó tirando la pala y así como estaba se fue a su rancho
llevando las manos peladas, sin un peso, el viento continuaba corrien-
164 Héctor David Gatica

do y el olor a humo lo había seguido hasta su casa, iba a contarle a su


mujer que tras un mes de ausencia regresaba con las manos vacías, se
dio cuenta que no podía hablar, que le reventaba el llanto como un
horno incendiado, pues el Arturito y la Belarmina corrieron a pedirle
caramelos, instante en que salió de la pesadilla.
La luna se estaba levantando, corría viento del sur oeste y le
llegaba suave el humo de la leña, miró sus manos y vio que las tenía
sucias, limpiamente sucias, bellamente negras de carbón, entonces
estalló de una risotada, todo había sido un mal sueño, pues ahí esta-
ban sus manos ennegrecidas gritando que no eran cenizas sino car-
bón lo que sus dedos clasificaron la tarde anterior, benditos dedos
sucios porque era la muestra de que había estado embolsando.
Por las dudas se llegó hasta el horno espantando vizcachas y
lechuzas, los humeritos trabajaban lenta y silenciosamente mientras el
humo era llevado hacia el noroeste por el viento cruzado perfumando
el rocío de la noche.

VI
EL SÉQUITO DE DON LUIS FERNÁNDEZ

Pasaron años, Eudé siguió descargando en este mundo leña y


niños, los mayores se habían ido a trabajar a las fábricas de San Luis,
otros seguían con él.
Doña Juana hizo ese viaje largo del cual solo se vuelve en el
recuerdo, seguramente andará sirviéndoles cucharonadas de locro a
los ángeles, porque aunque los ángeles, dicen, no tienen necesidades
físicas, si el locro lo prepara doña Juana mejor será que lo coman.
En cuanto a don Luis, se fue corriendo de obraje en obraje
hasta no saberse donde andaba quemando, que otra cosa podría ha-
cer si ésa era su misión en la tierra.
Los Fundadores del Olvido 165

Un día me enteré que se hallaba de regreso, fui hasta el campo


donde se apagaba su ancianidad, campo que por cierto no era suyo,
lo encontré en un rancho, que tampoco era suyo, viviendo con su hijo
el Arturito, apenas me vio me gritó ya sé que me ha puesto en un libro
de poesías como el carbonero, y soltó una carcajada que sacudió el
campo, había terminado todo en él, menos su carcajada. Estaba por
decir que había perdido todo, mas como iba a perder todo si nunca
tuvo nada. Si había perdido, perdió su mujer, sus años, su trabajo
pues ya no quedaban árboles para quemar. El sí que no tenía donde
caerse muerto. Pero, ay, esa carcajada que ni el fuego de mil hornos
se la pudo quemar. Por esa risa estruendosa podían ofrecerle las ri-
quezas del mundo y no la cambiaría, pues él ahora era sólo su risa.
Meses después me avisaron que alguien me buscaba, salí al
patio y vi a don Luis a caballo, no se podía bajar.
- Vine de dos leguas a buscar la enfermera que me colocara
una inyección y no la encontré y antes de volverme quise verlo, no
puedo desmontar.
Le saqué una foto, quizás la única en su vida -salvo la obligato-
ria del enrolamiento- y le puse su nombre a un retamito que acababa
de plantar.
Falleció a los pocos días y como no tenía donde vivir, menos
donde morir, fue velado en la capilla. Del municipio consiguieron el
cajón, tan pobrecito que aunque el muerto pesaba menos que un car-
bón, se desclavó antes de llegar al cementerio. Estaba bien así por-
que de haber sido un cajón de lujo no estaría a tono con la pobreza
del difunto ni con su vida carbonera.
Y si don Luis ya no pesaba como es que se desclavó el cajón?
Evidente, estaban haciendo peso los miles de toneladas de carbón,
de ese carbón quemado por hombre tan pequeño de risa tan grande,
quemado también él ahora por el fuego de la muerte.
166 Héctor David Gatica

Qué poquitos éramos los que lo acompañábamos... Las apa-


riencias engañan, lo cierto no era lo que se veía, la verdad sucedía
más allá.
Ahí estaban, unos vivos otros ya muertos -hay ausencias más
poderosas que una presencia- formando el séquito de don Luis
Fernández y llevándolo al único pedacito de suelo que esta vez sí,
sería suyo y para siempre ahí en el cementerio, venían digo el pocero
Pedro Berón acompañado de todos los pozos que cavó, volcando
agua a nocadas sobre el incendio del carbonero. El carrero Facundo
Velázquez en su viejo carro -que pudo rescatar antes de que se lo
quemaran los gitanos-, después sí se lo arrebatarían, acarreando por
toneladas la muerte hecha carbón, y tras de él los carreros de los
llanos de Chepes al sur. Nunca hubo un séquito ni igual ni parecido.
Venían don Natividad Maldonado y don Carmen Ibáñez Luna con un
arreo de novillos pampa por las dudas su amigo quisiera hacer unos
guisitos carreros en viaje tan largo. También los Flores con los tala-
dros en mano, extendiendo rollos y rollos de alambre, dispuestos a
alambrar la muerte del carbonero, de todos los carboneros. Un sé-
quito que llegaba, pasando La Constancia de los Arabeles y Santa
Teresa de los Velázquez hasta la Sierra de las Minas, pues que tam-
bién venía don Enrique Gatica -el Tío Enrique- seguido por sus cua-
trocientos leones trampeados, comiéndose los dedos de la mano por
liberarse de la trampa de la muerte. Don Rosas Tello se sumó, trayen-
do en ancas de la mula su campo «La Estrella», que logró sacársela al
turco Abraham, ya sin árboles, para que don Luis Fernández sembra-
ra en él su risa. Y no podía faltar, ahí estaba, hacha en mano, Alfredo
Palma y cientos de hacheros más -muchos se levantaron de sus tum-
bas y otros de su pobreza- llegaban desde las provincias vecinas de
San Luis, de Córdoba y por cierto de La Rioja y con ellos, formando
un entierro infinito, un bosque descomunal de algarrobos, quebrachos,
tintitacos y retamos mostrando en sus corpulentos troncos hachados
Los Fundadores del Olvido 167

y quemados la risa negra del carbón.


Nadie faltó. Oh, sí que faltaron, porque no se enteraron -tam-
poco les importaba ahora- de la muerte de su carbonero Luis
Fernández, faltaba Manubens Calvet y los millones de dólares que
fueron quemados uno a uno en los hornos de don Luis, ahí sí que el
acompañamiento pasaba la sierra y hasta más allá de la pampa de las
salinas. Faltaban en fin los que se enriquecieron con la risa negra del
carbón.

Espero que Ud. lector no falte, don Luis Fernández lo está


esperando, allá en el país iba a decir de las cenizas pero no, me rec-
tifico, lo está esperando allá en el país del fuego del carbón, junto a
los fundadores del olvido.
168 Héctor David Gatica
Los Fundadores del Olvido 169

LIBROS PUBLICADOS

MEMORIA DE LOS LLANOS. Poesía, 1961. Quince ediciones. Traducido


al francés y al italiano.
LOS DIAS INSOLITOS. Poesía, 1986. Cuatro ediciones. Faja de Honor
de SADE, Bs. As., 1987. Desgarrado testimonio del genocidio del
denominado «Proceso».
LOS DIAS DEL AMOR. Poesía, 1988. Cinco ediciones. Tiempos del
noviazgo, el casamiento y la llegada de los hijos, en convivencia con la
flora y la fauna del lugar.
HIMNOS FARISAICOS. Poesía, 1988. Cuatro ediciones. Testimonios
bíblicos.
PAIS DESVELADO. Poesía, 1988. Cuatro ediciones. Que cuenta lo
que ocurría en los días anteriores al golpe militar del 76. Escrito antes
de Los Días Insólitos y publicado después.
LOS FUNDADORES DEL OLVIDO. Cuentos, 1989. Cuatro ediciones y
cuatro premios nacionales: «Roberto J. Payró», 1982, Bs. As.; Primer
Premio Fondo Nacional de las Artes, 1988, Bs. As.; Faja de Honor de
SADE, 1990, Bs. As.; Faja de Honor de ADEA, 1994, Mendoza. Que
narra la vida de hombres de trabajo rudo en los llanos de La Rioja, con
temática similar a la de Memoria de los Llanos.
MAPA DE LA POESIA RIOJANA. Ensayo, 1989. Que trata de poetas
riojanos en 17 capítulos y 300 págs., desde la fundación de La Rioja
hasta fines del siglo XX, movimientos literarios e instituciones culturales.
DIARIOS DESDE VILLA NIDIA. Prosa, 1990.
EL LIBRO DE LOS POETAS JOVENES. Poesía, 1991. En 159 págs.
La poesía de veinte autores riojanos jóvenes.
ESTE CANTO ES AMERICA. 1993. En dos tomos de un total de 840
170 Héctor David Gatica

págs., la poesía de América país por país, incluida Centro América. De


la Argentina, región por región y provincia por provincia y al final el canto
de España, acompañado por crónicas de viajes del autor por alguno de
los países americanos visitados (Uruguay, Chile, Paraguay, Bolivia, Perú).
GEOGRAFIA POETICA DE AMERICA. 1993. 73 Págs. Viajes por
América.
UNA AVENTURA EN TRES TIEMPOS. 1993. 42 Págs. Historia de tres
revistas.
UNA VOZ PARA MI TIERRA. Prosa, 1997. En 45 capítulos de 175 págs.
Cuenta la increíble aventura de las revistas «Alborada» y «Poesía Amiga»,
editadas en una zona rural denominada Villa Nidia.
ANTOLOGIA POETICA RIOJANA, 1998. En 315 págs. Una muestra
cronológica de la poesía riojana.
CANTATA RIOJANA, 2001. Siete ediciones, llevada al disco por Ramón
Navarro en música y letra de H. D. Gatica, en 1985, presentada en 13
provincias argentinas, 18 departamentos riojanos y en los teatros más
importantes de Bs. As.: San Martín, Cervantes, Colón. También en el
escenario mayor de Cosquín. En el libro se cuenta de su creación,
viajes y representaciones.
INTEGRACION CULTURAL RIOJANA, 2001, 2002, 2003, 2004. Obra
en cuatro tomos de un total de 2.650 págs. Declarada por la Cámara de
Diputados «Patrimonio Cultural de la Provincia de La Rioja» –Ley Nº
7639 (20-04-04)- donde están contenidos culturalmente los 18
departamentos provinciales. -TOMO I: Lamadrid, Sanagasta y Capital. -
TOMO II: Los ocho departamentos de los llanos: Independencia,
Chamical, Belgrano, Ocampo, Angel V. Peñaloza, Quiroga, Rosario Vera
Peñaloza y San Martín. -TOMO III: Vinchina, Varela, San Blas, Arauco
y Castro Barros. -TOMO IV: Chilecito y Famatina.
CUENTOS Y RELATOS DE LA RIOJA, 2002. Dos ediciones. En 420
págs. La excelente cuentística de 54 autores riojanos, cuya primera
edición fue realizada por la Universidad Nacional de La Rioja (UNLAR).
BREVE ANTOLOGIA, 2004, Edit. Vinciguerra, Bs.As.
NUEVO MAPA DE LA POESIA RIOJANA, 2005. En 375 págs. y 24
Los Fundadores del Olvido 171

capítulos, actualización del «Mapa de la Poesía Riojana».


LA CARPETA VACIA, 2006. Que cuenta las experiencias de un docente
riojano en Educación del Adulto en una villa miseria de Mendoza y en
una escuela primaria de La Rioja.
EL CANTO DEL CANARIO. Cuentos, 2007. Con temática rural y urbana.
ANTOLOGIA POETICA, 2008. En 250 págs., una selección de la poesía
de 7 libros de su autor.
EL VIAJE, 2009. Poesías clasificadas en 5 jornadas, escritas a lo largo
de medio siglo.
OBRAS COMPLETAS. Tomo I. 2º Edición 2010. Siete libros, 566 págs.
OBRAS COMPLETAS, 2010. Tomo II. Seis libros, 617 págs.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo I – Diario – Mayo 2013 –
427 págs. (1956/1969)
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo II. 2014 – 429 a 603 págs.
(1970/1976). Edición restringida.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo III. Primavera 2014 – 605 a
752 págs. (1977/1985). Edición restringida.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo IV. Verano 2014 – 753 a
893 págs. (1985/1990). Edición restringida.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo V. Otoño 2015 – 895 a 1048
págs. (1981/1995). Edición restringida.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomo VI. Invierno 2015 – 1049 a
1176 págs. (1996/2000). Edición restringida.
MIS SUEÑOS DE AQUELLOS DIAS. Tomos VII y VIII. Primavera 2015
– 1177 a 1454 págs. (2001/2010). Edición restringida. Quedan en
corrección y tipeado para ser editados, los tomos correspondientes
hasta completar las 2000 pags escritas hasta 2014.
TIEMPO DE REGRESO, 2016. Poesía, 140 páginas.
ESTE CANTO ES AMERICA, 2016, 546 páginas. Poesía de 24 paises.
172 Héctor David Gatica

REVISTAS
ALBORADA. Cuarenta y cinco ediciones, durante once años: 1954-
1965. (Fundada con su hermano Omar).
POESIA AMIGA. Revista Internacional de poesía, cinco años, trece
ediciones. Con viajes por Uruguay, Chile, Paraguay, Bolivia y Perú,
visitando poetas y recogiendo su poesía para esta revista. Dedicándole
un número por país.
CAMINANDO. (1985-2015) Tercera revista nacida en Villa Nidia y la
más antigua, vigente, de la provincia. Dir. Omar Gatica.
JUNTOS EN LA CULTURA. Boletín cultural al permanecer al frente de la
Dirección General de Cultura de La Provincia de La Rioja.
INTEGRACION CULTURAL. Trece ediciones. Se trata de una publicación
cultural que cubrió la provincia de La Rioja departamento por
departamento (1989-2000). El número 12 de 265 págs.

GRABACIONES
CANTATA RIOJANA. Emi Odeón, Bs. As., 1985. Y en disco compacto
en 1993, con música de Ramón Navarro. En 2015 es grabada por el
coro de la Legislatura.
MEMORIA DE LOS LLANOS. Primera y segunda parte del libro, grabado
en «La Galera», La Rioja, 1994, con música de Ramón Navarro (h).
RIOJA ESCONDIDA. Chaya, grabada por «Arraigo», con música de
Ramón Navarro.
TU GRITO. Grabado en «La Galera», con música de Ramón Navarro.
(Pertenece a la grabación «En Familia»).
GATICA POR GATICA. Audiovisual de la obra del autor, por Martín Ptasik.
DE MI INFANCIA EN VILLA NIDIA. Con música y participación de Ramón
Navarro.
LOS DIAS INSOLITOS. Con participación y música de Ramón Navarro
Los Fundadores del Olvido 173

SEIS CICLOS CULTURALES


Tras una primera incursión por la provincia a lo largo de 1973 y luego de
un paréntesis de 12 años, durante más de 2 décadas (1985-2003) dimos
vida a un total de 6 ciclos culturales recorriendo 7 veces toda la provincia.
Hay pueblos visitados hasta en 10 oportunidades.
He aquí esos ciclos:

Primer Ciclo
CREAR (1973). Campaña de Reactivación de Educación del Adulto para
la Reconstrucción. Creación de más de 300 centros educativos. Un año
de duración con presencia en toda la provincia, recorriéndola
permanentemente.
Segundo Ciclo
JUNTOS EN LA CULTURA (1985-1988). Desde la Dirección General de
Cultura, recorriendo la provincia en dos oportunidades; en la primera,
visitas de un día; en la segunda, quedándonos una semana en cada
departamento, acompañados de alrededor de 10 instituciones,
provinciales y nacionales, dictando cursos de teatro, danza, música,
conferencias sobre distintos temas; espectáculos con artistas locales
y delegaciones de Capital; entrega de distinciones, etc.
Tercer Ciclo
CANTATA RIOJANA (1986). Presentación de esta obra con los intérpretes
originales por los 18 departamentos, 13 provincias y en los principales
teatros de Bs. As.: Colón, Cervantes, San Martín.
Cuarto Ciclo
INTEGRACION CULTURAL (1989-2000). Bajo el lema "Los pueblos que
se conocen se aman", más de una década recorriendo la provincia con
delegaciones artísticas, publicando una revista homónima, reconociendo
valores locales, impulsando inquietudes.
174 Héctor David Gatica

Quinto Ciclo
FERIA ITINERANTE DEL LIBRO RIOJANO (1983-1984). Dos años
llevando a los pueblos del interior libros de autores riojanos, charlas
diversas, recitales poético musicales y dando participación a intérpretes
y autores de cada lugar visitado. Tarea conjunta con el Lic. Miguel Bravo
Tedín.
Sexto Ciclo
INTEGRACION CULTURAL RIOJANA (2001-2006). Haciendo la
presentación de los 4 tomos de esta obra (2.650 págs.), declarada por
la Cámara de Diputados "Patrimonio Cultural de la Provincia de La Rioja".
Se alcanzó la sorprendente cifra de treinta presentaciones, acompañados
estos actos por poetas representativos de diversos departamentos,
autoridades municipales y numeroso público.

DISTINCIONES - PREMIOS
NOMINACIONES
Primer Premio al poema ilustrado, NOA, Tucumán (Con el plástico M.
A. Guzmán), 1971.
Beca F. N. A. En letras, 1972.
Primer Premio Nacional «R. J. Payró», de Gente de Letras, Bs. As.,
1962.
Por dos veces Faja de Honor de SADE, Bs. As., En poesía y cuento,
1987, 1994.
Faja de Honor de ADEA, Mendoza, 1994.
Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía, Bs.
As., 1994.
Ciudadano Ilustre de La Rioja, 1995.
Distinción Homenaje Grandes del Nuevo Cuyo, San Luis, 1995.
Diploma: En su carácter de escritor y periodista, se le confiere el grado
de Miembro Activo Correspondiente de esta Institución, en
Los Fundadores del Olvido 175

reconocimiento a sus relevantes méritos en el ARTE Y LA CULTURA


UNIVERSALES. México en el Arte y en la Cultura.
Visitante Distinguido de la Ciudad de Tarija – Bolivia. 22/11/2008.
Visitante Ilustre. Andalgalá, Catamarca. 25/04/2013.
Mención de Honor por el Poema «Hosanna a la lluvia», Cartagena –
España. 28/11/2014.
Ciudadano ilustre de La Rioja, 1995.
DPTO. FELIPE VARELA, Villa Unión, 1998. Imposición nombre Héctor
David Gatica al Centro Cultural de Villa Unión.
Pueblo y Gobierno de La Rioja en homenaje a los creadores e intérpretes
de la Cantata Riojana, 2000.
Impónese nombre de Héctor David Gatica a una avenida de la ciudad de
La Rioja, 2003.
Declárase Patrimonio Cultural de la Provincia de La Rioja a Integración
Cultural Riojana en sus 4 tomos (2.650 págs. Ley Nº 7639 (20. 04.
2004) .Cámara de Diputados de la Prov. De La Rioja, 2004.
DPTO. GRAL. SAN MARTIN, 2008. La Cámara de Diputados de La
Rioja a Héctor David Gatica en reconocimiento a su destacada labor
que enorgullece al Dpto. Gral. San Martín. Sesión en Ulapes.
El Gobierno del Pueblo de La Rioja Al Sr. Héctor David Gatica en
reconocimiento por su aporte a la cultura provincial y nacional, 2009.
La Cámara de Diputados rinde homenaje a Héctor David Gatica al
cumplirse 30 años de la Cantata Riojana, 2015.
Cámara de Diputados: Otorga Distinción al Sr. H. D. Gatica por su
destacada obra y trayectoria desarrollada en el campo de la cultura.
Además, otras Distinciones en la mayoría de los Departamentos
riojanos.
176 Héctor David Gatica

BREVE BIOGRAFIA

Héctor David Gatica nació en Villa Nidia, Dpto. San Martín, Prov. de La
Rioja, en 1935, hijo de Celso Gatica y Delia Durán. Fueron ocho
hermanos.
Cursó sus estudios primarios en la Esc. 112 de la misma localidad,
abandonando los mismos por prescripción médica (problemas de visión).
A los treinta años comenzó su carrera docente, como alumno libre en
La Rioja y regular en Mendoza, recibiéndose de maestro en 1968.
En la Universidad de La Rioja cursó primer año en Ciencias de la
Educación, debiendo abandonar su carrera universitaria por el golpe
militar.
Se desempeñó de maestro de Educación del Adulto en el Bº. San Martín,
Mendoza y en primaria, en la Esc. 112 de Villa Nidia y en la Esc. 177
de La Rioja.
Fue coordinador Provincial de la CREAR (Campaña de Reactivación del
Adulto) al frente de más de trescientos coordinadores de centros
educativos.
Director General de Cultura de la Prov. de La Rioja.
Miembro del Directorio de Radio y Televisión Riojana (RTR, Canal 9).
Creador de EL FAMATINA DE PLATA, habiéndose entregado más de
100 distinciones.
Asesor Cultural ad honorem del municipio capitalino.
Casado con Noelia Carrizo. Sus hijos: David Gabriel, Pablo Esteban
(ambos escriben) y Daiana Macarena.
Los Fundadores del Olvido 177

INDICE

TESTIMONIOS .................................................................................. 3

LOS PEDRO BERON DE GATICA .................................................. 23

LOS FUNDADORES DEL OLVIDO ................................................. 25

LOS TROPEROS DEL PORTEZUELO DE ARCE ........................... 41

CAMINO DE CARROS .................................................................... 57


Comenzó de marucho y terminó en carrero ...................... 58
La mula «liebre» vuela hacia la sierra ............................... 61
Se despedía sacándole la lengua ..................................... 72
Hay un lugar donde las huellas no se borran nunca ......... 78

LA HERENCIA DE LAS HACHAS ................................................... 85

EL TIO ENRIQUE ............................................................................ 99

EL RASTRO DEL GUANACO ....................................................... 109


La muerte de la abuela ................................................... 109
El último rezo ................................................................. 113
El ternero agusanado ..................................................... 116
178 Héctor David Gatica

LAS MUERTES DE PEDRO BERON ........................................... 125


La tabeada y la carrera ................................................... 126
El baile y doña Delia ...................................................... 131
El pozo balde y la Petrona ............................................. 136
La ternera y el viento ...................................................... 140
La Teresita y el pozo balde ............................................ 143
La fiebre malta ............................................................... 147

LA RISA OSCURA DEL CARBON ................................................. 155


I. Don Luis, doña Juana y Eudé ..................................... 155
II. El fuego, las morcillas y la chata ................................ 157
III. La risa negra del carbón ............................................ 159
IV. El era el más importante y no habría ......................... 161
de quemarse en el olvido. ............................................... 161
V. El horno se incendia .................................................. 163
VI. El séquito de don Luis Fernández ............................. 164

PUBLICACIONES ......................................................................... 169

BREVE BIOGRAFIA ..................................................................... 176

INDICE ...................................................................................... 177


Los Fundadores del Olvido 179

Se terminó de imprimir en septiembre de 2016


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180 Héctor David Gatica

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