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Acerca de una confianza instituyente y la palabra sobre sexualidad en la

escuela. Reflexiones sobre la experiencia de educar1.

Ma. Beatriz Greco1

“Tengo alumnos que improvisan en lenguas


que ignoro” Joseph Jacotot (1829)

“¿Qué acontece con la sexualidad cuando


profesoras y profesores que trabajan con el
currículo de la escuela comienzan a discutir
sus significados? ¿Será que la sexualidad
cambia la manera como la profesora o el
profesor deben enseñar?” Déborah Britzman
(1999: 85)

Hablar de sexualidad en la escuela y más aún, hablar de educación de la


sexualidad sigue siendo hoy fuente de conflicto, desacuerdos, interrogantes
que no se contestan y, a menudo, confusiones, cuando las mismas palabras
parecen ser dichas desde significaciones y posiciones teórico-prácticas muy
diferentes. ¿Hablar de sexualidad en la escuela es enseñar sobre sexualidad o
en nombre de la “verdadera” sexualidad?, ¿es “educar” a otros hacia la
formación de un tipo específico de sexualidad?, ¿es advertir acerca de los
riesgos de una sexualidad humana siempre disonante, interrumpiendo espacios
y lógicas escolares?, ¿es controlar una genitalidad y reproducción
adolescentes pensadas a destiempo para encauzarlas, limitarlas,
“normalizarlas”, vigilarlas?

Intentaremos, en principio, desplegar la idea de que se hace indispensable un


debate acerca de estos temas, una “puesta en común” de pensamientos y
enfoques, no necesariamente para borrar diferencias y unificar toda reflexión
sino para comprender desde dónde estamos hablando y con qué criterios nos

1
Villa, A. (Comp.) Sexualidad, relaciones de género y de generación: perspectivas histórico
culturales en educación. Buenos Aires. Novedades Educativas, 2008, en edición.
proponemos trabajar. Tal vez, el desacuerdo no deba tanto reducirse como
hacerse visible, reconocible, comprensible.

Propongo pensar el desacuerdo2 no en el sentido de oponer dos conceptos


diferentes, claramente enunciados como tales, sino como el que proviene de
nombrar con una misma palabra dos formas muy distantes de pensar, de
concebir lo humano –la sexualidad, en este caso-, de considerar al sujeto, las
relaciones de género, las relaciones de poder, lo social, lo político, etc.

Es así que bajo el nombre de sexualidad, muy diversas ideas, valores,


concepciones, ideologías pueden ponerse en juego: desde una cosmovisión
exclusivamente “biológica” –o biologizante- de aquello que determina al ser
humano en su sexualidad y que considera el ejercicio de la misma como una
de sus “funciones biológicas” naturales a –en el otro polo- un pensamiento
histórico, político de lo que implica lo sexual en lo humano y su
desnaturalización, por tanto, sexualidad pensada como construcción socio-
histórica. Paralelamente, cada una de estas diversas maneras de pensar la
sexualidad y sus variantes, conlleva un enfoque en torno a una posible
“pedagogía”, una forma de considerar e implementar lo que se intenta definir
como “educación sexual”. Y a la vez, también, una modalidad de establecer la
relación pedagógica que permita la “transmisión” acerca de estas temáticas.

De esta manera, tomar una posición en relación a cómo pensar la sexualidad


lleva a delinear modos posibles de educar en estos temas, sustentados, a su
vez, en formas de relación pedagógica que habilitan esos modos. Dicho en
otros términos: la manera de concebir la sexualidad es una de las condiciones
para desplegar un tipo u otro de educación de/sobre/en la sexualidad, a partir
de relaciones pedagógicas determinadas.

Acerca de este último punto en particular: los modos de relaciones


pedagógicas para abordar la temática de la sexualidad -concebida como una
construcción socio-histórica- trataremos en este artículo.
El trabajo que realizan profesores/as que tratan temas de sexualidad con sus
alumnos en la escuela media, se acompaña, casi invariablemente, de
preguntas y redefiniciones acerca de su función docente y su lugar de adultos
ante los/as jóvenes, o a su lado. Muchos docentes, cuando consideran aquello
que requiere su trabajo, particularmente en educación sexual, manifiestan que
no sólo necesitan contar con información actualizada y validada acerca de los
diversos temas que enseñarán sino que se sienten llevados a:
- recorrer su propia historia como alumnos o alumnas y las formas
explícitas o implícitas en que recibieron educación sexual: en general
casi todos/as refieren no haber hablado de sexualidad en la escuela
(tampoco en sus familias) y haber recibido un mandato de silencio al
respecto, lo cual les genera un doble esfuerzo, aprender sobre el tema y
aprender a transmitir como docentes algo que no les fue transmitido
como alumnos/as
- reconocer las posibilidades y límites que ellos/as mismos/as
experimentan cuando enseñan estos temas, las incomodidades, los
temores, los pudores y también aquello que los convoca con más fuerza
y convicción, cuando hablan con sus alumnos/as. En general las
limitaciones más marcadas se manifiestan en relación a temas referidos
a la genitalidad y a las relaciones sexuales, no así cuando estos/as
docentes encaran temas referidos a la sexualidad-afectividad y la pareja
adulta o adolescente, las relaciones afectivas en la adolescencia, el
respeto por las diferencias, la revisión de estereotipos de género, la
cuestión de los derechos, etc. En estos casos, siempre se vinculan
internamente con la necesidad que experimentaron alguna vez –siendo
ellos/as mismos/as adolescentes- de contar con un adulto para hablar de
estos temas
- reconocer que, a la vez que aparece como indispensable poner y dejar
circular las palabras en torno a la sexualidad en el ámbito de la escuela,
existe un “derecho al pudor o a la intimidad” que establece límites
necesarios a respetar: no todo puede ser dicho directamente, no todo es
comunicable, transmisible, transparentable en el ámbito de la escuela
- tener en claro sus convicciones personales acerca de temas “difíciles” ,
de amplia repercusión mediática y debate social y saber qué posición
asumir en tanto profesionales: muchos/as docentes trabajan sosteniendo
la posición ética de ofrecer a sus alumnos/as diversas perspectivas,
voces, miradas, opiniones, incluyendo su propia opinión o convicción
personal, pero no imponiéndola como “la” única posible
- pensar, leer, capacitarse y discutir con colegas y/o con otros
profesionales acerca de lo que se entiende por “prevención” en materia
de sexualidad y salud, lo cual también supone una posición personal y
profesional: en ocasiones se considera que prevenir implica ”producir”
comportamientos deseables en los otros “dando” la información correcta
mientras que para muchos/as docentes la prevención es un efecto
deseable (tener conductas de cuidado, por ejemplo, durante las
relaciones sexuales) a partir de que se abren espacios de conversación
diálogo e intercambio con los/as adolescentes
- desistir de hacer de la información un “fetiche”, esto es, valorar el
espacio de la palabra que circula entre adolescentes y con los adultos
como un lugar de trabajo en sí mismo, donde la información “pura”
puede tener lugar pero no es el centro del trabajo ni su transmisión el
único objetivo
- considerar que “trabajar con otros” –como es el caso del transmitir y
enseñar- supone, a la vez, “trabajar con uno/a mismo/a”. Si esto no
ocurre, ese “uno/a mismo/a” puede convertirse en un “punto ciego”, lugar
de certeza absoluta, un lugar incuestionable e incuestionado depositario
de una verdad que tampoco se cuestiona

Pensar a los/as adolescentes, entonces, aquellos/as con quienes trabajan a


partir de conflictos, consultas personales que les son dirigidas o situaciones
disruptivas en el espacio escolar, y hablar con ellos y ellas, enseñarles,
acompañarlos, conduce a pensarse a sí mismos/as como adultos/as, docentes,
mujeres y varones y en la responsabilidad que sienten que deben asumir. La
mirada parece dar vuelta sobre sí misma, recaer sobre ese lugar que a menudo
permanece inanalizable: el propio lugar como sujeto y como profesional.

De una u otra manera, trabajar temas de sexualidad en la escuela remite ya no


exclusivamente a los destinatarios: alumnos y alumnas, sino a una modalidad
de relación docente-alumno que, si bien no es inédita, no es generalizada,
reclama condiciones específicas de formulación y despliegue. Denominamos a
esa relación: confianza, diálogo, espacio entre dos diferentes y en igualdad,
espacio de palabra habilitante que se abre a partir del ejercicio de una
autoridad pedagógica particular.

La confianza, particularmente, pensada en términos políticos, instituyente,


relacional, parece ser esa condición sin la cual, la palabra entre docentes y
alumnos/as en torno al tema de la sexualidad, no puede desplegarse. La
confianza que es tal cuando se ofrece de antemano y sin garantías.
Trabajaremos este concepto para reconocer su textura particular, sus hilos y
reveses.

Una pedagogía del diálogo y la confianza. Volver a pensar la relación


pedagógica

¿Por qué este lugar relevante para la confianza?


Con frecuencia reclamada por los/as jóvenes, experimentada y desarrollada a
partir de algunos/as docentes, la confianza es un modo de mirar al otro/a, es un
“a priori” que instituye la relación, que la habilita y la hace posible. Es aceptar
que ese/a otro/a tiene mucho para decir y para pensar y que no podemos
anticipar su decir y su pensar; no lo sabemos todo acerca del otro/a (tampoco
acerca del saber a transmitir) y sólo dando confianza y confiando es como se
instalará esa relación que permite hacer lugar a la singularidad, a la sexualidad,
a la afectividad, en la escuela.

Dice Laurence Cornu (2002: 75): “La confianza es la reciprocidad, se establece


entre uno mismo y el otro; es el otro nombre de la libertad, y rechaza todo
poder sobre el otro, o del otro sobre uno mismo”. Pareciera que la confianza
habita entonces los espacios “entre”, adultos y jóvenes, docentes y alumnos
/as, y no reside únicamente en uno o en otro polo de la relación. El poder no es
ejercido sobre el otro/a sino que se juega en ese espacio intermedio que es el
espacio de la palabra horizontal, la que va y viene sin necesidad de jerarquías,
aún cuando se mantenga la asimetría que funda toda relación de transmisión.
Igualdad y confianza. Poder compartido. Palabra igualitaria en torno a uno de
los enigmas de lo humano: la sexualidad, que rechaza jerarquías entre los
sujetos. Relación pedagógica particular que desarticula la división de mundos
que la escuela -a veces- propicia.

El mundo dividido en “ellos/as vs nosotros/as” es un mundo de jerarquías y


desigualdades e instituye, por el contrario, una relación de desconfianza, ésta
es fundamentalmente, la condición para la dominación. Desconfianza en las
posibilidades del otro/a, en sus modos de ser, en su identidad, en su
sexualidad, para luego ejercer un dominio que lo/a vuelva “confiable”,
semejante a lo que se espera que sea, que haga, que piense, que viva, que
ame.

Por el contrario, la confianza que habilita la relación pedagógica a través de la


cual la sexualidad puede hablarse, se contrapone al dominio, es condición
previa para una relación de igualdad, es decisión de confiar en alguien, que
luego recibirá confirmación a causa misma de haber confiado. La confianza es
condición para la educación en general y para una educación en la sexualidad;
se instala más allá de voluntades y obligatoriedades, es decisión personal y
política, se da de antemano, al azar y sin garantías, sin esperar nada a cambio,
por fuera de un circuito de saber-poder.

La confianza –pensada en estos términos- posee lenguajes propios: el del


diálogo, la narración, el relato, la historia singular escuchada y respetada, la
palabra que circula sin “apropiaciones” cristalizadas. Si la confianza instituye la
relación es porque, ante todo, parte del reconocimiento de que allí hay dos
sujetos diferenciados, en posiciones asimétricas y a la vez, en igualdad. Un
sujeto adulto, ejerciendo su profesión, dispuesto a escuchar y dialogar, a
reconocer y dar cabida a la diferencia con el/ la que el joven se presenta. Otro
sujeto, que comienza a transitar un camino y que requiere para ello de un
acompañamiento, del ofrecimiento de alguien que ya ha hecho sus propios
recorridos y tiene la responsabilidad de “estar allí”, disponible.
Con frecuencia, los/as jóvenes y adolescentes, en las escuelas, afirman que
una educación sexual es indispensable, que la escuela debería hacerse cargo
de tomar estos temas y, a la vez, reniegan de la posibilidad de hablar de éstos
con cualquier docente. El rechazo a “hablar” se centra en aquellas relaciones
con profesores/as ante quienes se sienten juzgados, mirados “bajo sospecha”,
o con quienes intentan imponer un solo modo de ver, de entender, de pensar.
Curiosamente, muchos alumnos/as solicitan poder contar con docentes
“capaces”, “especializados”, “que sepan” y, a la vez, demandan ser
escuchados/as, respetados/as, tomados/as en cuenta a la hora de enseñar. Es
posible, entonces, que no sólo pidan información válida y “objetiva”, sino que
perciban que la sexualidad no puede tratarse como un tema más ajeno a la
subjetividad y a las relaciones intersubjetivas , como un contenido ajeno a
ellos/as mismos, a su experiencia como sujetos varones y mujeres en un
mundo de relaciones sociales.

Ello no supone que la educación sexual en la escuela deba transformarse en


una exposición de la vida personal, ni por parte de docentes ni de los
alumnos/as. Todo lo contrario. No sugerimos que la confianza se establezca
relatando situaciones íntimas o historias particulares, sea en el contexto del
aula o en el de la consulta privada a un profesor/a, tutor/a, preceptor/a (aún
cuando esto ocurre a menudo). La confianza de la que hablamos tiene más
que ver con un modo de considerar, de mirar al otro a la hora de enseñar y
aprender –como se dijo al principio-, una apuesta a las posibilidades de ese
otro, a que su experiencia de vida existe y no puede ser desconocida, a que su
palabra puede ser escuchada, leída, reconocida en tanto alguien capaz de
expresarse, a su modo, con sus limitaciones.

La confianza en las relaciones pedagógicas no es un borramiento de la relación


pedagógica y de sus lugares diferenciados. Por el contrario, el diálogo docente-
alumno que instituye confianza e instituido por ella, en torno a temas de
sexualidad, no tiene por qué abandonar el marco de la escuela y sus
propósitos. No obstante, para ello, demanda una revisión del lugar del docente
en su función de enseñar, del lugar del adulto en su lugar de autoridad
pedagógica y de su relación con el saber.
¿Una cuestión de autoridad?... o la autoridad pensada de otra manera

Ante la “crisis de autoridad” contemporánea, Laurence Cornu3 se pregunta si es


posible retomar la noción de autoridad y proponer otra interpretación que la del
retorno simplista a los “valores tradicionales”. ¿Se puede pensar de otra
manera la autoridad en el dominio de la educación?

En un primer sentido aproximativo, la autoridad es el hecho de poder hacerse


“obedecer” por otro. Es significativo que el término obediencia no tenga lugar
entre los ideales educativos. Se considera allí generalmente un “cierto poder”,
pero la autoridad no es justamente el poder, en el sentido de recurrir a una
coacción (física o psíquica) para actuar sobre otro. Decir que no hay más
autoridad es decir que una legitimidad hasta allí admitida, ya no lo es más. De
hecho, sólo hay autoridad legítima, en tanto es reconocida. Es justamente lo
que la distingue del poder: el poder es empleo de fuerzas, que permite una
acción sobre las cosas o los seres. La autoridad sólo tiene lugar fuera del
poder, es decir, en el hecho de que dos seres admiten su legitimidad:
reconocen, cada uno en su lugar, el hecho de que haya lugares diferentes.

¿Cómo la autoridad, capacidad de hacerse obedecer, se distingue de formas


de poder sobre otro? ¿En nombre de qué habría que plegarse a tal autoridad?
¿Hace falta, incluso, que haya autoridad? Las tres cuestiones sobre las cuales
se presenta la puesta en cuestión de la legitimidad de la autoridad son las de
su ejercicio, la de su fuente y la de la diferencia de lugares. Son también tres
aspectos de la crisis, de desigual gravedad.

Ejercicio de la autoridad. Efectos de la confianza.

Que alguien “ordene” y que otro “obedezca” de mayor o menor buen grado en
el marco de una relación pedagógica: ¿se trata de un poder desapercibido,
sutil, revelador de una violencia simbólica?
Por ejemplo, un joven profesor siente que tiene que afianzar su autoridad frente
a sus alumnos, el recurso al “exceso de autoridad” se produce cuando
experimenta la inquietud de no saber y el riesgo de no ser reconocido, pero
cuando su autoridad está mejor asentada no tiene miedo a los límites de su
propio saber, a su ignorancia, ni tampoco a lo desconocido de sus alumnos.
Comprende la fragilidad y la reciprocidad del conocimiento. Su temporalidad,
finitud, transitoriedad. Se hace indispensable, por ello, aceptar que la autoridad
tiene un límite: hay un momento en que ya no se sostiene, el otro cesa de ser
alumno, niño, la autoridad pedagógica no dura toda la vida. Hay un momento
en el que se pasa una “línea de sombra”, en palabras de Joseph Conrad, y
donde nos encontramos “en la otra orilla”, al mando de la propia vida.

Lo que da el sentido y la medida de la autoridad es su finalidad. Es cuestión de


saber con qué objetivo se ejerce, y esta pregunta es crucial en la relación entre
generaciones. ¿Con el objetivo de mantener el orden, de sostener lo antiguo,
con el objetivo de regular funciones, con el objetivo de no cambiar nada? ¿O
con vistas a constituir un mundo común? ¿Con vistas a la emancipación? Es en
la calidad de la relación actual que la autoridad hace sensible su presencia o
reconocimiento. Esto es más evidente cuando la propuesta está relacionada
con la emancipación.

La emancipación implica imaginar una autoridad que se constituye


simplemente de confianza. No sólo por inspirar confianza sino ofreciendo
confianza a otro, lo que consiste en renunciar a formas de poder sobre otro, a
permitirle acrecentar su poder de comprensión y de acción, en un encuadre de
garantía. Tal es la exigencia de hoy: encontrar, inventar formas de ejercer la
autoridad educativa otorgando confianza, lo que quiere decir dejar de lado
viejas formas de relación de control, desconfianza y culpabilización. Se trata de
saber escuchar y saber decir, comprender las preguntas y saber decir los
límites. Dirigirse a. Considerar sujetos. Así como la desconfianza es
contagiosa, la confianza es recíproca, se arriesga a construir, más que a
controlarlo todo. Esta apuesta simple parece la mas difícil, el ejercicio de una
autoridad hecha de confianza está siempre por inventarse.
La fuente de la autoridad: proteger lo frágil.

Hoy todo ocurre como si se hubiera sacralizado el saber al punto de hacer de la


ciencia la legitimidad y la razón de ser de la autoridad. Es en nombre de la
ciencia que se exige tal o cual comportamiento. La ciencia devino, en el lugar
de la religión, la Autoridad, en nombre de la cual se actuaría. Pero la ciencia no
puede fijar los límites que buscamos, ella no tiene límites, dice los hechos, los
describe, constata, prueba. La ciencia no elige, no puede decir en nuestro lugar
“lo que vale”, lo que queremos garantizar para otro que no sabe todavía: ya
que es esto lo que dice el término autoridad (auctor), el autor, el garante. ¿Qué
queremos garantizar con la ciencia que ninguna instancia exterior, anterior o
superior puede garantizarnos? Que el saber vale la pena, ya lo sabemos, pero
¿por qué? ¿en nombre de qué? En realidad, la desaparición de la autoridad
“tradicional” nos confronta con la cuestión de la autoridad bajo la forma de la
responsabilidad: ¿a qué queremos responder, si no es a un absoluto o un
pasado intangible? ¿Qué consecuencias queremos asegurar y en cuáles
queremos estar presentes?

La autoridad en educación revela lo que es: una responsabilidad y esta


responsabilidad tiene una fuente, es la natalidad, según Arendt (1958, 2005),
el hecho del nacimiento, el hecho de que lleguen “recién llegados” al mundo.
He aquí lo que la crisis desnuda. La esencia de la educación y de la autoridad,
es la natalidad, porque la llegada de “recién llegados” revela dos fragilidades: la
del pasado y la del futuro. Tal es la doble responsabilidad de la educación: la
primera es responder al pasado, decir a los recién llegados: he aquí nuestro
mundo, ellos no destruirán lo que vale y lo apreciarán si se lo hacemos sentir.
Pero el hecho del nacimiento, es también lo frágil, la novedad y la pluralidad de
los nuevos que hay que proteger, hacer crecer, “aumentar”: la autoridad es lo
que aumenta, hace crecer al “menor” hasta que pueda ser “mayor”, tanto como
para responder por sí mismo. La autoridad es el nombre de la garantía que se
juzga necesaria para lo que debe ser protegido. Es por esto que se distingue
del poder: no “poder sobre otro” sino emancipación. Capacidad de
interponerse, de proteger las tentativas, las iniciativas, lo que está en peligro de
ser destruido. La autoridad es lo que se opone al reino de la fuerza, lo que
debe interponerse para proteger lo posible. A la autoridad se le cree y se la
respeta, se le admite sus exigencias si sostiene su palabra, si los adultos
sostienen su lugar, y en este lugar, sostienen su palabra.

Lugares simbólicos y espacio de hospitalidad

“Autoridad, hospitalidad: a los lugares de


garantes, la invitación democrática de
hacer lugar: velar porque la morada sea
habitable y receptora de los nuevos bajo
la ley” Laurence Cornu (2003)

“La hospitalidad se ofrece, o no se


ofrece, al extranjero, a lo extranjero, a lo
ajeno, a lo otro. Y lo otro, en la medida
misma en que es lo otro, nos cuestiona,
nos pregunta. Nos cuestiona en
nuestros supuestos saberes, en
nuestras certezas, en nuestras
legalidades, nos pregunta por ellas y así
introduce la posibilidad de cierta
separación dentro de nosotros mismos,
de nosotros para con nosotros”
(Segoviano, 2000:7)

Una crisis de autoridad supone que la tradición ya no opera como antes, que el
mundo no es habitable de la misma manera. Sin duda subsisten tradiciones en
diversos lugares, es decir, maneras recibidas de transmitir, pero la autoridad
del pasado como tal ya no opera, es éste un hecho masivo, irreversible.
“Nuestra herencia no está precedida de ningún testamento”, dice el poeta René
Char, citado por Cornu. Hoy es necesario interrogarse qué transmitir, en
nombre de qué y cómo, a fin de hacer “en común” ese mundo habitable.

La crisis de la autoridad puede contribuir a borrar la necesidad de lugares


generacionales, simbólicos, psíquicamente necesarios para asegurar la
sucesión de los sujetos humanos. Pero también es una oportunidad para volver
a pensarla, recrearla, “hacerla” al modo en que hoy los tiempos la reclaman. El
desafío consiste en no reintroducir jerarquías sino en pensar lugares no
intercambiables en el tiempo, que deben ser protegidos y habitados de una
cierta manera para que continúe habiendo espacio para los “recién llegados”.
Afirmar una autoridad que sea garante de la vida así como capaz de sostener
las prohibiciones llamadas “estructurantes”, no es conservar ciertos privilegios,
sino proteger a lo nuevo, a las generaciones que llegan y su capacidad de
responder.

Si la autoridad exige firmeza es finalmente la que se opone a las pretensiones


todopoderosas. Entonces, no sólo no está fuera del poder sino que resiste a
“todo poder”. Se trata de una autoridad no autoritaria, capaz de interrumpir, de
decir “no”, de oponerse a la repetición automática de Lo mismo. Como
decíamos, el desafío es doble: consiste en “inventar” otra cosa, diferente del
retorno al patriarcado o paternalismo y también en “inventar” formas de
protección de la vida que no pidan a cambio una obediencia absoluta. En un
mundo que no ofrece ninguna perspectiva de futuro para muchos y sólo arroja
un borramiento de lugares de autoridad (es decir de garantes) en provecho de
las funciones de los técnicos -es decir de ejecutantes- se impone la necesidad
de hacer lugar a esta autoridad “por venir”, hecha de confianza, reconocimiento
y espacios de libertad.

La autoridad es siempre recibida por otros antes que nosotros, pero nosotros
no la recibimos más que “sin testamento”, como afirma el poeta, sin que haya
que seguir las últimas voluntades de los que vinieron antes, como mandatos
inquebrantables. Una vez recibida, es necesario aceptar este lugar de garante,
y “hacer espacio”, para los que vienen. Transitoria, transitiva, la autoridad así
repensada es una cuestión de hospitalidad.
“(...) La autoridad en educación supone un decir. (...) La autoridad se significa,
pero no sólo (ni necesariamente) en símbolos de poder y solemnidades sin
réplica, sino en palabras dirigidas, y no solamente conminatorias, en palabras
que dicen el sentido de un espacio habitable”. (Cornu, 2005)

Una relación entre padres e hijos, enseñantes y alumnos, es ante todo, una
relación temporal: unos han nacido antes que otros, lugares irreversibles. Es
también temporaria: los padres fueron hijos, han llegado a un lugar nuevo para
ellos; la educación tiene un fin, y los nuevos, a su vez, podrán cambiar de
lugar, aceptar o no la carga. Anterioridad y pasaje de lugares para suceder, dar
continuidad en el tiempo.

He aquí de lo que se trata “ser garante”: no de la esencia abstracta de la


autoridad en general, sino de un universal antropológico. La autoridad en
educación, vinculada a este universal concreto, tendría su principio no en el
poder de hacerse obedecer sino en la necesidad de significar las prohibiciones
humanizantes, indisociables del reconocimiento de una filiación, en un
“dispositivo” de lugares asimétricos garantes de humanidad.

“Significar” estas prohibiciones es hacer una estructura común, es decir, poner


esa estructura “en acto”. Entonces se traducen, se interpretan, se metaforizan
diversamente, en la diversidad de culturas y de sus historias: hay mil maneras
de hacerlo.

“Autoridad, hospitalidad: en el lugar de garantes, la invitación democrática es la


de “hacer lugar”: cuidar que la morada sea habitable y acogedora de los
nuevos bajo la ley” (Cornu, 2003).

Saberes “indisciplinados” e “ignorancias” desplegadas.


“Se puede enseñar lo que se
ignora si se emancipa al alumno”
Jacques Rancière (1987)

En este sentido, preguntarse por la autoridad no sólo implica preguntarse por la


posición del adulto en estos temas sino también por su relación con el saber.
¿Cuál es el conocimiento necesario para hablar de sexualidad en la escuela?
¿Qué tipo de especialidad hace falta para trabajar estos temas? ¿Se trata del
dominio de un campo de conocimiento o de un conjunto de técnicas o métodos
educativos particulares? La acción educativa en este terreno requiere de la
revisión de estos aspectos; lejos de formular un “pedagogía de la confianza”
que prometa una técnica nueva y segura (Cornu, 2001) señala que hay un
trabajo por hacer en cada docente consigo mismo, con los modos de
relacionarse con el saber sobre sexualidad, con las formas de mirar y
reconocer a sus alumnos/as, con sus posibilidades de hablar y escuchar.

¿Es posible por parte del maestro desplegar su ignorancia como modo de
enseñar? ¿Cómo pensar un maestro ignorante? Un pedagogo francés del siglo
XIX, Joseph Jacotot4, afirmaba que era posible enseñar lo que se ignora y que
tenía alumnos que improvisaban en lenguas que él ignoraba. ¿Cómo enseñar
lo que se ignora y dejar que un alumno improvise en otra lengua?. ¿Puede un
maestro ser ignorante de lo que enseña? Jacotot pasó por una experiencia que
lo llevó a afirmar este aparente “imposible” en pleno siglo de las luces y del
conocimiento. Se encontró, en una situación azarosa, dando clase a alumnos
flamencos que desconocían el francés, desconociendo él mismo el holandés.
Sin lengua en común para entenderse, buscó y encontró lo que él llamaba
“una cosa en común”: un libro, el Telémaco, traducido en las dos lenguas. Lo
ofreció a sus alumnos y les dijo: “lean, busquen, comparen, investiguen,
hablen, improvisen”. Al cabo de unos meses sus alumnos podían comprender
su lengua y pasar del holandés al francés sin dificultad. Se sorprendió a sí
mismo reconociendo que les había enseñado sin saber la lengua necesaria
para explicarles el libro. Se dijo a sí mismo que, confiando en la igualdad de las
inteligencias de sus alumnos, éstos habían aprendido. Se aventuró a poner por
delante la igualdad y luego, verificarla, impulsando al trabajo a sus alumnos en
torno a esa “cosa en común” que, a maestro y a alumnos, reunía en un mismo
espacio. A partir de allí, la “igualdad de las inteligencias” fue su punto de
partida, su modo de instituir la confianza en toda relación de transmisión, de
negarse a la desigualdad, a la impotencia del alumno, a considerarlo alguien
inferior en sus capacidades, necesitado de explicaciones que sólo él poseía.

La historia de Jacotot puede ser una metáfora que nos ayude a pensar los
temas que hoy nos ocupan y que demandan un lugar de reconocimiento en la
escuela. Es posible que debamos reformular estos términos, utilizar otras
palabras, nombrar de otras maneras la “cosa en común”, la “igualdad de las
inteligencias”, pero sin duda Jacotot y Rancière, nos hacen pensar de nuevo
acerca de la trama que reúne a un maestro y un alumno en torno a un
conocimiento.

Débora Britzman (1999:85) lo pregunta de esta manera: “¿Qué acontece con la


sexualidad cuando las profesoras y profesores que trabajan en el currículo
escolar comienzan a discutir sus significados? ¿Será que la sexualidad cambia
la manera como la profesora o el profesor deben enseñar? ¿O será que la
sexualidad debería ser enseñada exactamente de la misma forma que
cualquier otra materia? ¿Cuándo los profesores piensan sobre la sexualidad en
qué piensan? ¿Qué tipo de conocimiento podría ser útil para su pensamiento?
¿Existe una posición particular que debería asumirse cuando se trabaja con el
conocimiento de la sexualidad? ¿Cuáles son las relaciones entre nuestro
contenido pedagógico y las interacciones que tenemos con nuestros alumnos y
alumnas?”

Los saberes acerca de la sexualidad humana, entendida ésta en toda su


complejidad, no pueden restringirse sólo a la “naturaleza” humana, a la
biología, a la medicalización o psicologización de los procesos del desarrollo y
la vida. Es así que los concebimos como saberes “indisciplinados” que
atraviesan fronteras entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, entre la
historia, la filosofía, la pedagogía, la psicología, el derecho...
Es por ello también que llamamos “despliegue de la ignorancia” en la
enseñanza, a la apertura de sentidos desde un no saberlo todo, generación de
condiciones para la experiencia, ausencia de certezas sobre el conocimiento,
sobre uno/a mismo/a y la/el otra/o, no clausura mediante un saber ni de la
situación de aprendizaje. Un maestro ignorante (Rancière, 1987), es aquel que
puede enseñar hasta lo que ignora porque enseña generando condiciones para
que el/la otro/a aprenda por sí mismo/a, habilitando a sus alumnos y alumnas
para que aprendan por sus propios medios, en el marco de un vínculo de
confianza, “en diálogo” con el adulto. Ignorancia es una manera de decir
generación de condiciones para, no transmisión de saberes o haceres
cerrados, no fijación, no cristalización de una situación ya conocida. Ignorancia
es una manera de decir experiencia.

En este sentido, es posible concebir las experiencias, como un modo de


aproximarnos a otra manera de hablar y de “hacer” en educación y en
educación de la sexualidad, sin intentar establecer lo que debe hacerse y lo
que no, sino comprender que existen diferentes formas de producir
transformaciones en el pensamiento de los/as alumnos/as.

Estas formas pueden ser la generación de experiencias críticas, como las


denomina Woods (1997), es decir, experiencias de aprendizaje decididamente
centradas en los/as alumnos/as, no totalmente planificadas, donde el/la
docente habilita el espacio y la propuesta oficiando de mediador en las
actividades, facilitando, activando, animando diferentes modos de expresión. O
como afirma Britzman (1999: 89) “El modelo de educación sexual que tengo en
mente está más próximo a la experiencia de lectura de libros de ficción y
poesía, de ver películas y del involucramiento en discusiones sorprendentes e
interesantes, pues cuando nos implicamos en actividades que desafían nuestra
imaginación, que nos promueven preguntas para reflexionar y que nos hacen
llegar más cerca de lo indeterminado del eros, siempre tenemos algo más para
hacer, algo más para pensar”.

Un trabajo pedagógico en este sentido, como decíamos, articulando disciplinas,


atravesando sus fronteras, desplegando ignorancias de maestros/as y
alumnos/as, reuniendo en torno a una “cosa en común”, demanda confianza:
esa confianza recíproca que instituye un vivir juntos/as y aprender “en
comunidad”.

Reflexiones sobre la experiencia de educar

“(...) Por eso, posiblemente, las marcas más permanentes que atribuimos a las
escuelas no se refieren a los contenidos pragmáticos que ellas pueden
habernos presentado, pero sí se refieren a situaciones del día a día, a
experiencias comunes o extraordinarias que vivimos en su interior, con
compañeros, con profesores, con profesoras. Las marcas que nos hacen
recordar, aún hoy, a esas instituciones tienen que ver con las formas como
construimos nuestras identidades sociales, especialmente nuestra identidad de
género y sexual. (...)” (López Louro, 1999: 5)

“(...) Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que
todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en
noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos
pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los
infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso
bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que disipa lentamente
entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver
retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una
oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos
de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El
hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de
acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o
placenteros- sin que ninguno de ellos se halla convertido en experiencia”
(Agamben, 2003: 8)

“El modelo de educación sexual que tengo en mente está más próximo de la
experiencia de la lectura de libros de ficción y poesía, de ver películas y de la
implicación en discusiones sorprendentes e interesantes, ya que cuando nos
comprometemos en actividades que desafían nuestra imaginación, que nos
proporcionan cuestiones para reflexionar y que nos hacen llegar más cerca de
la indeterminación de eros, tenemos siempre algo más para hacer, algo más
para pensar” (Britzman, 1999: 89)

Una experiencia no es un experimento5, una experiencia no es un imperativo,


ni un absoluto ni una totalidad que se establece en forma permanente y
definitiva. Una experiencia no se impone, se comparte, se ofrece, se vive desde
adentro –en términos espaciales- o en un tiempo finito –en términos
temporales- Puede ser una propuesta o una situación en la que nos vemos
inmersos, pero siempre es un acontecimiento que nos afecta, nos involucra,
nos transforma. Los espacios y los tiempos de la experiencia son subjetivos,
singulares y, a la vez, pueden ser colectivos, compartidos con otros –aunque
no necesariamente-. Una experiencia no se controla, no se calcula, no se mide,
no se manipula, no se estandariza, posiblemente no se repite ni se fuerza.

La experiencia es una praxis que desarticula dicotomías entre teoría y práctica,


ciencia y técnica, entre pensar y hacer, saber y no saber. Está fuertemente
atravesada por “acciones” que podemos nombrar como pensar, representar,
habitar, construir, explorar, transitar, navegar, problematizar, preguntar,
historizar, interrumpir, diferenciar, inaugurar, mirar desde nuevos lugares.

En un trabajo reciente (Entin, Greco, 2007) relatábamos una experiencia de


este tipo en el territorio de la educación sexual que generó un interesante
debate a la hora de pensar de qué manera ponerla en movimiento. La forma
de trabajo se desarrolló a modo de una experiencia teatral y la obra de teatro
fue representada por el grupo “Ovejas Negras” integrado por adolescentes de
la villa 11/14 del Bajo Flores, se llamó “Sexualidades” y fue creada por los /las
adolescentes a lo largo de un taller coordinado por una profesora de teatro. Se
propuso así un trabajo denominado “teatro foro”, donde las escenas son
representadas una primera vez para luego abrir el debate con el público de
modo que se reflexione acerca de los temas tratados. En una segunda
instancia, se vuelven a repetir las escenas pero en esta oportunidad se le
brinda al público la posibilidad de intervención, con la consigna de que pueden
interrumpir la escena para proponerle al personaje un cambio fundamentado. El
personaje puede, entonces, aceptar o no la modificación sugerida en función
de los argumentos que se le dan. También el espectador tiene la posibilidad de
pasar a representar la modificación propuesta.

Las escenas presentadas por los/as adolescentes fueron cinco y trataron


distintos temas relacionados con la sexualidad adolescente: métodos
anticonceptivos, embarazo, noviazgos, aborto, homosexualidad masculina,
amistad entre varones, pudor y vergüenza, placer, entre otros.

El público que presenció y trabajó, en esta oportunidad, fueron docentes y


alumnos de diversos profesorados docentes de la Ciudad de Buenos Aires.
Una gran variedad de voces provenientes tanto de los/as docentes como de
las/os alumnas/os se hicieron escuchar en estos espacios. En cada
representación se fue generando un clima particular e irrepetible, donde cada
escena, comentario o intervención y propuesta ponían a jugar no sólo las ideas
de los participantes (actores y público) sino su posición personal, opiniones,
aceptaciones y rechazos sobre el tema sexualidad, su lugar y visión de adultos
o adolescentes, los temores y prejuicios ante los/as adolescentes, los saberes
y desconocimientos tanto de adultos como de adolescentes. Los diálogos que
se fueron estableciendo entre docentes o futuros docentes y adolescentes
revelaron una tendencia a suponer que éstos últimos debían ser
“corregidos/as” en sus errores más que escuchados/as, “aleccionados/as” más
que acompañados/as en las situaciones que planteaban, a veces “juzgados/as”
cuando quien intervenía no estaba de acuerdo con la posición asumida por el
actor o actriz. En ocasiones, parecía tenderse a la búsqueda de una
“pedagogización” de la sexualidad, más que a la apertura de espacios de
intercambio, escucha, producción de conocimientos y acceso a información
diversa, necesaria para la toma de decisiones, por ejemplo ante la utilización
de métodos anticonceptivos determinados o un embarazo no deseado o en una
situación de discriminación.

Advertimos, a través de esta experiencia que, si algún aspecto requiere ser


revisado a la hora de abordar temas de sexualidad, son los modos de
circulación de la palabra, esos que permiten decir o escuchar genuinamente,
dejando que la palabra sea apropiada en diversos momentos, por diversos
“actores” o “actrices” y sin que nadie tome posesión de ella.

Los “lugares de habla”: tiempos y espacios de la palabra

“Una ciudad respira cuando en ella existen lugares


de habla, poco importa su función oficial: el café de
la esquina, la plaza del mercado, la cola en el
correo, el kiosco de diarios, la puerta de la escuela a
la hora de salida” de Certeau, 1990

Las escuelas que transitamos cotidianamente y que habitamos desde los más
diversos lugares están hechas de palabras, son mundos donde lo que
decimos, cómo lo decimos, a quiénes nos dirigimos, a quiénes escuchamos y
desde qué posición lo hacemos determinan lugares, fijan identidades o las
recrean, abren posibilidades o las clausuran. En este sentido, podría decirse
que la escuela -y sus formas- no es tanto un espacio y un tiempo donde se
habla -de los conocimientos, de la cultura, de lo que las generaciones deben
compartir, sostener y recrear-, sino que los modos de hablar en ella otorgan
sentido a esos espacios y esos tiempos, configurándolos y ordenándolos de
modos diversos. Propongo pensar así que, las escuelas pueden ser
concebidas como “lugares de habla” según los modos de circulación de la
palabra que se promuevan.

Las palabras sobre sexualidad en la escuela han sido largamente silenciadas,


son ellas las que diciéndose o no diciéndose, arman los espacios entre los
sujetos o los cierran, permiten que un niño, niña o adolescente despliegue un
saber sobre sí mismo/a y los otros o experimente que no hay allí posibilidad
alguna para saber. Las maneras de dirigir esas palabras hacen que las
situaciones se signifiquen y los sujetos las vivan, las respiren, se apropien de
ellas, dialoguen, se asuman autorizados a hablar o no. En relación a la
conversación, Michel de Certeau dice: “músicas de sonidos y sentidos,
polifonías de locutores que se buscan, se escuchan, se interrumpen, se
entrecruzan y se responden”. Dice también, como lo traíamos al inicio de este
apartado, acerca de las voces, que “una ciudad respira cuando en ella existen
lugares de habla, poco importa su función oficial: el café de la esquina, la plaza
del mercado, la cola en el correo, el kiosco de diarios, la puerta de la escuela a
la hora de salida” . Es así que los “lugares de habla” de una ciudad son
espacios vivientes y habitables, donde es posible respirar, oxigenarse, palpitar,
utilizando la palabra como “aire”, que permite hacer circular diferentes
significaciones y no imponiendo una sola. Es posible que existan muchos
lugares donde se habla, pero no en todos ellos se respira ni la palabra que se
dice es condición de vida humana. Podríamos decir que no todo lugar donde se
habla es un “lugar de habla”.

Cuando se afirma que “de eso no se habla” en relación a la sexualidad, hay un


aspecto de lo humano que permanece negado, un recorrido del camino en la
infancia y la adolescencia que nadie acompaña, una parte de “lo nuevo” que
crece que no es reconocida o valorada: el cuerpo, las relaciones con los otros,
el placer, las diferencias, los encuentros con otros y otras, los modos de
configurarse las familias, de elegir la paternidad o maternidad, el cuidado de la
salud individual y colectiva, los derechos, etc.

El desafío hoy, en la escuela -y no sólo en relación a la sexualidad- es pensar


“cómo se habla”, desde dónde, con qué palabras y qué cadencia, para qué,
otorgando cuáles sentidos, haciendo lugar a cuáles voces. Si suponemos que
sólo es posible la afirmación de una verdad única y taxativa o la información
que “baja” desde arriba hacia quienes están “debajo”, desde lo correcto a lo
incorrecto, la palabra no circula sino que se cristaliza perdiendo significación.

Algunas experiencias nos ofrecen un paisaje diferente: un alumno elige una


poesía que le gusta en una actividad propuesta por su profesora de lengua y
literatura, le gusta porque habla de “las niñas”, porque es “repiola” y le hace
entender lo que piensan las chicas, cómo sienten, cómo aman a los chicos...
Cuando le piden que escriba sobre el significado de la poesía, afirma: “no se
entiende esta poesía”. El lenguaje poético ha traducido para él pensamientos
que lo mueven a leer, a entender a “las niñas”, a disfrutar de las palabras, a
hacer experiencia con ellas, aunque crea que aún no puede decirlas por sí
mismo ni ofrecer su propia contra traducción. Su profesora espera seguir
trabajando en ello. Al año siguiente, su alumno escribe entre los jóvenes
escritores de segundo año en una publicación que la escuela promueve.

Acudimos nuevamente a las palabras de Rancière (1987): “Quizá ahora se


comprenda mejor la razón de los prodigios de la enseñanza universal: los
recursos que pone a trabajar son simplemente los de una situación de
comunicación entre dos seres razonables. La relación de dos ignorantes con el
libro que no saben leer solamente radicaliza este esfuerzo constante por
traducir y contratraducir los pensamientos en palabras y las palabras en
pensamientos. Esta voluntad que preside la operación no es una receta de
taumaturgo. Es el deseo de comprender y hacerse comprender sin el cual
ningún hombre daría sentido a las materialidades del lenguaje. Hay que
entender ese comprender en su verdadero sentido: no el ridículo poder de
desvelar las cosas, sino la potencia de la traducción que enfrenta a un hablante
con otro hablante. La misma potencia que permite al “ignorante” arrancar al
libro “mudo” su secreto”

Una alumna mayor, de cuarto año, de una escuela nocturna, se resiste al


trabajo con los textos, no habla, no participa, se opone al trabajo de su
profesora, la desafía con su silencio, ésta elige finalmente un cuento de Castillo
que relata una historia de vida muy dura, de jóvenes que viven en la calle,
solos, a la intemperie, sin adultos y sin palabras de adultos que acompañen; lo
lee para el grupo y no explica nada. Ante la sorpresa de la docente, la alumna
comienza a hablar cuando escucha el cuento, éste la invita misteriosamente a
desplegar su experiencia, su pensamiento, su propia lectura y se hace así
posible un diálogo entre “pares”, docente-alumna, seres iguales que se
emocionan ante la palabra del texto.

Siguen las palabras de Rancière (1987): “Pienso y quiero comunicar mi


pensamiento, inmediatamente mi inteligencia emplea con arte signos
cualesquiera, los combina, los compone, los analiza y he aquí una expresión,
una imagen. Un hecho material que será a partir de ahora para mí el retrato de
un pensamiento, es decir, de un hecho inmaterial. (...) un día me encuentro con
otro hombre frente a frente, repito, en su presencia, mis gestos y mis palabras
y, si quiere, va a adivinarme (...) ahora bien, no se puede convenir con palabras
el significado de las palabras. Uno quiere hablar, otro quiere adivinar, y eso es
todo. De este concurso de voluntades resulta un pensamiento visible para dos
hombres al mismo tiempo”

El maestro ignorante, a quien presentábamos anteriormente, nos hace ver que


pensar, decir, esforzarse por comprender o hacerse comprender, traducir,
adivinar, contratraducir son operaciones de la inteligencia, del aprendizaje y de
la enseñanza que no siempre se ven habilitadas en la escuela porque la
exigencia de la lógica de la certeza y de los mundos divididos entre seres
desiguales establece otras maneras del conocer, confirmadoras de un orden
de desigualdad.

Los rasgos que nos reúnen en tanto seres hablantes, atañen a alumnos y a
docentes, a jóvenes y a adultos, a sujetos con experiencias y condiciones de
vida muy diferentes; es lo que nos coloca en posición de igualdad, aquello que
desarticula superioridades e inferioridades, aunque temporariamente algunos
enseñen y otros aprendan.

Es desde esta posición de igualdad que proponemos pensar el encuentro


educativo, entre alumnos y alumnas de todas las edades, con una autoridad
que “protege lo frágil” dando la palabra, generando “lugares de habla”,
haciendo que circule esa energía humana del decir que se resiste a verse
limitada y vuela en cuanto tiene la oportunidad.

“Los pensamientos vuelan de un espíritu a otro sobre el ala de la palabra”, dice


Rancière y despliega las razones por las cuales sólo entre iguales, incluso
cuando existen un maestro y un alumno, es posible hablar, dejar volar la
palabra, pensar, escuchar, aprender, conocer. Una relación de igualdad
sustenta toda relación pedagógica emancipadora, y paradójicamente a la vez,
asimétrica, ya que está a cargo del/la docente autorizar a sus alumnos,
ubicarlos de lleno en ese espacio de relación en el que se despliega el poder
del “entrar en diálogo” con otro, del habitar un “lugar de habla” donde se
instituya la ley humana fundamental.

Final abierto

Sabemos que hay un camino a recorrer transformando lógicas de pensamiento


y de acción en las escuelas, renovando miradas, ampliando lo pensable y lo
decible y que, en temas de sexualidad, recién comenzamos. Nuestras
anteriores reflexiones nos invitan a considerar nuevas propuestas, algunas ya
en tren de realizarse en muchas escuelas, vinculadas con:

- el debate organizado en torno a situaciones o análisis de casos para


promover la consideración de las diferentes perspectivas en juego,
recurriendo a periódicos, libros, textos diversos o también creados por
los mismos/as alumnos/as en grupo o individualmente

- la experiencia artística: lectura de libros de ficción y poesía,


escritura de diferentes textos, viendo películas o fragmentos de
películas, viendo o representando obras de teatro, muestras de pintura,
fotografía, exposiciones, tomando como eje alguno de los temas
vinculados a la sexualidad para luego abrir charlas y debates acerca de
éstos

- a través de la posibilidad de “experiencias críticas” donde los


alumnos/as son convocados a escribir un libro, un guión, filmar un video,
escribir y representar escenas teatrales, tomar fotografías, armar una
muestra, etc. donde el docente tiene un rol de facilitador, activador,
animador, y renuncia a dirigir y controlar completamente la experiencia.
Esta requiere de diferentes momentos: conceptualización, planificación,
exploración, convergencia, consolidación y celebración, según los pasos
que señala Woods (1997). En el caso de los temas de sexualidad, podrá
elegirse una temática prioritaria para profundizar y transformar en
“experiencia crítica” en diferentes grupos, promoviendo luego puestas
en común visibles para toda la institución
- hacer de la vida cotidiana de la escuela un “lugar de palabra” en
diferentes momentos: el diálogo informal entre docentes y alumnos/as,
los espacios de tutorías, las situaciones escolares donde haya conflictos
o no, los consejos de aula y de convivencia. En ellos será
particularmente importante pensar cómo se da la circulación de la
palabra, tal como lo señalábamos anteriormente, cuidando que todos/as
puedan expresarse

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Notas

1Profesora e investigadora de la Facultad de Psicología y de la Facultad de


Derecho – UBA – Mg en Filosofía – Universidad Paris VIII -
beagreco@gmail.com

2Tomo esta idea de desacuerdo del filósofo Jacques Rancière, particularmente


desplegada en su libro El desacuerdo. Política y filosofía. (1996)

3
Retomo diferentes planteos que realiza la autora en sus textos (consultar en
bibliografía)
4
Figura que rescata de los archivos históricos, el filósofo contemporáneo
Jacques Rancière, para hablar de la igualdad, en este caso, entre un maestro y
un alumno, y criticar una educación basada en superioridades e inferioridades,
donde autoridad es sinónimo de dominio. Ver El maestro ignorante. Cinco
lecciones de emancipación intelectual

5
Sobre este aspecto puede consultarse a Giorgio Agamben en su texto
Infancia e historia, donde desarrolla la idea de la destrucción de la experiencia
en la modernidad. Para un abordaje directamente referido al terreno de la
educación: Jorge Larrosa, en La experiencia y sus lenguajes y Ricardo
Baquero, en Del experimento escolar a la experiencia educativa. La
“transmisión” educativa desde una perspectiva psicológica situacional

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