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NECESIDAD DE MANTENERSE FIEL A LAS PROMESAS JURADAS

Mas para gozar dicha semejante, menester es mantenerse siempre a la altura de nuestra
profesión, permanecer en el estado de oblación absoluta, ser fieles de por vida a nuestros votos. En el
bautismo, el cristiano se compromete a “morir al pecado”, a esforzarse en “vivir siempre para Dios”1;
el monje, de la misma suerte, por su profesión se obliga a desprenderse más y más de lo creado, para
seguir más de cerca a Jesucristo.
Es esta ardua empresa que exige harta generosidad, porque la naturaleza caída tiende a recobrar
de nuevo lo que una vez dio. Pero esto no nos es lícito; y si lo hiciéramos por nuestra infidelidad
voluntaria, nos atraeríamos la cólera divina. Con palabras asaz impresionantes nos recuerda nuestro
glorioso Padre que, “si faltamos a nuestra promesa, seremos condenados por aquel a quien
pretendemos burlar”2. No olvidemos que la cédula de nuestra profesión está registrada en el cielo en
el libro de la predestinación, y que seremos juzgados tanto por lo prometido en el bautismo como por
los votos que hicimos “delante del altar santo, y en la presencia de Dios”3. El pensamiento de no haber
observado los votos emitidos libremente será la terrible congoja para el religioso a la hora de la
muerte; porque Dios juzga según verdad: no entra en discusiones, sino que “hasta nuestras mismas
justicias juzga” (Sal 74, 3). Examinemos con frecuencia el objeto de nuestra triple promesa y
comprobemos si hemos sido fieles, no obstante todas las contrariedades y dificultades, en guardar la
estabilidad, en corregir nuestros malos hábitos, en vivir según la obediencia bajo el caudillaje del que
para nosotros representa y hace las veces de Jesucristo.
Ciertamente, esta fidelidad se compadece bien con nuestras miserias y con las flaquezas y
debilidades que nos torturan y que deploramos e intentamos reparar; mas no se puede conciliar con
la tibieza habitual y no combatida, con una frialdad estoicamente mantenida, con repetidas
infidelidades consentidas. Una persona religiosa, monje o monja, que especula mercantilmente con
Jesucristo, que estima se le pide demasiado, que se “reserva algo” (Lc 9, 62) en la donación de sí
misma, y “mira atrás”, no es digna de Jesucristo. Para tales almas no es posible ni la perfección ni la
unión íntima con Dios.
Es necesario, pues, que con todo ardor nos apliquemos a mantenernos siempre fieles. Están en
una monstruosa aberración los que creen que con haber profesado no deben ya preocuparse de nada.
Al contrario: desde entonces empieza para nosotros la verdadera vida de unión con Jesucristo en el
sacrificio.
Unión de sacrificio, decimos; pero también carrera de ascensiones interiores. Dios, si es lícito
hablar así, se compromete a ayudarnos, a cooperar a nuestra santidad; y estemos seguros de que lo
cumplirá. “Dios es fiel” (1Co 1, 9), y no faltará al alma que sinceramente le busca. Jesucristo ha
dicho: “Los que por mí abandonaron padre, madre, hermanos, hermanas, bienes, recibirán el ciento
por uno y la vida eterna”. Garantiza esta promesa con una especie de juramento: “En verdad os digo”
(Mt19, 28-29). Su palabra es la verdad: es infalible. Si somos fieles en unirnos únicamente a Jesús,
desde ahora y sin descuento alguno ya recibiremos el céntuplo prometido: se nos colmará de grandes
e inmensas bendiciones; porque Él es el amigo más sincero, el más fiel de los esposos.
Pidamos al Señor la gracia de jamás abandonarlo. “Lo juré, Señor Jesús, y deseo guardar todos
los mandamientos de tu justicia” (Sal. 118, 106). Contigo y por tu amor, quiero cumplir los mínimos
detalles de mi Regla. “Ni una tilde, ni una sola coma será para mí cercenada de vuestra ley” (Mt 5,
18).
Dirijamos una mirada a nuestro modelo. Cristo se ofrece al Padre al entrar en el mundo: desde
este momento hace, por decirlo así, profesión: desde ese instante se ofrece todo, si bien las
manifestaciones de esa oblación irán apareciendo durante el curso de su vida hasta la muerte en la
cruz: “Lo quise, Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 39, 9). Nunca retractó esta su

1
Véase El bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, en Jesucristo, vida del alma (edición española) del autor.
2 Regla, cap. 88.
3 Ceremonial de la profesión monástica.
voluntad, esta donación de sí mismo; nunca cercenó nada del holocausto; mas durante su vida terrenal
se consagró por entero a cumplir el beneplácito del Padre, hasta aceptar el cáliz de amargura. Él podía
decir, pues, con toda verdad, antes de morir: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). Contemplemos con
frecuencia a Jesucristo en la fidelidad inmutable con que realiza su misión, y pidámosle la gracia de
no restarle nada de aquello que una vez le entregamos. Como Él, y por amor suyo, todo lo dimos en
el acto de la profesión; lo bueno que desde entonces practicamos es a cuenta de ese débito cotidiano,
es la manifestación externa de una voluntad que hemos hecho irrevocable por los votos.
San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a hacer revivir en sí la gracia de la ordenación, por
la cual participa del eterno sacerdocio de Cristo (2Tim 1, 6.). De igual modo debemos nosotros hacer
revivir la arrecia de la profesión, renovando a menudo la fórmula. El sacramental monástico podemos
reiterarlo cuando queramos; cuantas veces usemos de este medio, nuestras almas recibirán un nuevo
influjo de vida divina.
Repitámoslo: nuestra santidad no es más que desarrollo y consecuencia de la profesión
monástica, fuera de la cual no la encontraremos; y si guardamos constantemente las promesas juradas,
Dios nos conducirá a la santidad, puesto que los votos religiosos nos han consagrado enteramente a
su servicio.
Después de la santa misa no hay acción más digna de Dios que la oblación de sí mismo por la
profesión religiosa; no hay estado más grato a sus ojos que aquel en que se halla el alma, determinada
a permanecer constantemente fiel. Es una práctica muy santa y provechosa renovar la profesión todos
los días, por ejemplo, en el ofertorio de la misa, y unir entonces nuestro sacrificio al de Jesús.
Ofrezcámonos con Él “en espíritu de humildad y con corazón contrito, para que nuestro sacrificio sea
al Señor aceptable”4. Recibe, eterno Padre, no sólo a tu divino Hijo, mas también a nosotros en Él y
por Él: es Él “una hostia pura, santa e inmaculada”5; nosotros, en cambio, somos pobres criaturas;
pero, por miserables que seamos, no nos rechazarás, a causa de tu Hijo Jesús, que es nuestra
propiciación y al cual queremos estar unidos y rendirte “por Él, con Él y en Él gloria y honor, Padre
omnipotente, en unión de tu Espíritu”6.
Si nos asociamos con todo corazón al sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, nuestra vida
cotidiana será la expresión práctica de la oblación que efectuamos el día de la profesión, y como
prolongación de la misa en la cual se inmola nuestra divina cabeza; y así nuestra existencia se
transfigurará en un himno de alabanza, como incesante Gloria que se eleve hasta Dios, como incienso
del sacrificio “en olor de suavidad”: acto de adoración perfecta renovada constantemente. Los votos
nos clavan con Cristo en la cruz; y puede decirse que estos místicos clavos fueron forjados por la
Iglesia, esposa de Jesucristo; porque ella es, en efecto, quien aprueba y ratifica nuestros votos. La
intervención directa de la Iglesia nos garantiza el que los votos sean gratos a Dios y útiles a nuestras
almas. Indudablemente, el estado religioso se hace duro a la naturaleza, porque la obliga a renunciar
sin descanso a sí misma y a las criaturas. Santa Gertrudis, contemplando en el día de Todos los Santos
las multitudes de elegidos, vio a los religiosos entre las filas de los mártires: ello significaba que la
perfección religiosa convierte nuestra vida en un perpetuo holocausto7. “No digáis –expresaba un
escritor de los primeros siglos–, no digáis que en estos tiempos no hay sufrimientos de mártires, pues
la misma paz de que disfrutamos tiene sus mártires. Reprimir la ira, huir de la impureza, guardar la
justicia, menospreciar la avaricia, doblegar el orgullo, ¿no son actos de martirio?”8.
Empero, un alma fiel y generosa encuentra en esta oblación de sí misma siempre renovada, un

4 Ordinario de la Misa.
5 Canon de la Misa.
6 Ibíd.
7 El Heraldo del divino amor, lib. IV, c. 55.
8 «Nadie diga que en nuestros tiempos no puedan existir las luchas de los mártires, porque la paz tiene también sus mártires. Efectivamente, moderar la ira,

huir de la lascivia, observar la justicia, despreciar la avaricia y humillar la soberbia no deja de constituir un gran martirio». MIGNE P. L., t. XXXIX, col. 2.301
(Sermones atribuidos a san Agustín). Encontramos el mismo pensamiento en san Gregorio: «Aunque actualmente no se presentan ocasiones de persecución,
tiene también nuestra paz sus martirios; porque, si bien no ofrecemos nuestro cuello de carne al filo del acero, despedazamos, sin embargo, con una espada
espiritual los deseos carnales en nuestra mente». Homilía LIII sobre el Evangelio. Ya se comprende que la Palabra martirio no ha de tomarse aquí a la letra,
y que la aureola del martirio sólo corresponde al que derrama la sangre por la fe.
gozo extraordinario, una dicha que siempre aumenta, porque procede de Aquel que es la beatitud
infinita e inmutable: “En ti, Señor, no hay mudanza” (Hb 1, 12). Y es precisamente por este Bien
divino por lo que lo abandonamos todo, “tal como el que encontró la piedra preciosa, que por
comprarla, vende lo que tienen (Mt 13, 46). Esta felicidad la encontraremos si le buscamos
constantemente; la poseeremos un día en una perfecta unión, abismándonos en aquel bien infinito; y
tanto más nos sumergiremos en Él cuanto más nos hayamos desprendido de las criaturas por ligarnos
exclusivamente a Jesucristo: “He aquí que lo hemos dejado todo por seguirte”.

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