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CAPÍTULO 4

2. LA AMISTAD CON EL MUNDO ES ENEMIGA DE DIOS


(4,1-6).

a) La causa de todas las contiendas (4,1-3).

1 ¿De dónde vienen entre vosotros las guerras y


de dónde las luchas? ¿No vienen precisamente de
aquí, de vuestras pasiones, que hacen la guerra
en vuestros miembros? 2 Codiciáis y no tenéis.
Matáis y envidiáis, y no podéis conseguir nada.
Lucháis y combatís. No tenéis, porque no pedís. 3
Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para
gastarlo en vuestras pasiones.

Ahora Santiago va en busca de las raíces de la falsa


sabiduría y de sus perniciosos frutos, y las deja al
descubierto sin contemplaciones. Emplea palabras
apasionadas tomadas del oficio de las armas y de las
costumbres de la guerra 46. Podríamos decir -usando
un término algo fuerte- que ha estallado una guerra
civil en las comunidades a las que se dirige la carta.
Las disensiones y tensiones existentes, se deben, por
lo visto, a la indigencia de la mayoría y al antagonismo
social que provoca el hecho de que al lado de unos
pocos ricos haya una masa de fieles pobres y
miserables (cf. 2,1-9; 5,1-6). La aspiración
perfectamente comprensible de estos pobres, su deseo
de poseer más bienes y de vivir sin los temores y
zozobras de su indigencia, se ha desviado siguiendo un
camino falso. Surgen tiranteces y brotan la envidia y
las desavenencias entre los cristianos, lo que
demuestra que los móviles son puramente terrenales y
egoístas. Se ha declarado el «estado de guerra» en las
comunidades, porque el egoísmo todavía domina el
espíritu y el corazón de muchos cristianos.
Toda dádiva perfecta, ya esté destinada al individuo o
a la comunidad, desciende de Dios (1,17). A él, pues,
debe encaminar el hombre sus afanes si la paz ha de
reinar «en el propio corazón» y «en las comunidades».
La paz del mundo se funda en la paz de Dios, que se
infunde a los que viven según el espíritu de Dios. Pero
esa paz no la lograrán los fieles a no ser que se libren
del dominio de las pasiones e intenciones egoístas. La
salvación del mundo sólo puede venir de dentro y de
arriba. Todo lo demás es un fraude impío. Con esto
Santiago está muy lejos de rechazar por completo el
deseo de los que quieren mejorar su nivel de vida. Al
contrario; enseña incluso el camino para poder
conseguir algo: pedir a Dios con confianza que nos
conceda sus dones. Hemos de pedir los bienes que nos
son realmente necesarios en este mundo para la vida,
para esa vida que Dios da ya en este mundo a los que
confían en él y cumplen su voluntad. Porque, a fin de
cuentas, lo que se desea es la vida, una vida plena,
rica, segura, que ofrezca alegría y satisfacción. Eso es
lo que se revela en esta codicia, envidia y discordia.
Esta aspiración ha sido infundida por el Creador en el
corazón del hombre. El hombre está destinado a la
vida, Pero lo que es trágico en la situación del mundo
distanciado de Dios es que ya no sabe ni quiere
reconocer que sólo Dios tiene derecho a disponer de la
vida. Cree, incluso, que puede llegar a conseguir y
obtener por la fuerza la plenitud de la vida, que puede
conseguirla prescindiendo de Dios y yendo contra su
voluntad. Esta es la ley del hombre de este mundo
desde la rebelión de su primer padre, Adán, que por
sus propias fuerzas quiso ser «como Dios» (Gén 3,5).

Pero esta aspiración está condenada al fracaso;


conduce a la envidia, al odio, a la discordia y, por fin, a
la muerte. Esto es lo que expresan claramente las
palabras escogidas por Santiago: codicia, altercado,
guerra, homicidio. Sin duda hay que excluir que se
haga alusión a casos reales de asesinato. Santiago
emplea aquí la dura expresión «matar» para recordar
la afirmación de Jesús: Quien odia a su hermano, es un
homicida. Le pesa que viva y quisiera que perdiera la
vida, que fue donada por Dios tanto a su hermano
como a él mismo (d. Mt 5,21s; lJn 3,15). ¿Cómo
pueden conducir a la vida esta tendencia y esta forma
de obrar?

Pero los cristianos piden todos los días en la oración


este don de la vida, piden cada día la bendición divina.
¿Cómo, pues, su miserable situación no experimenta
ningún cambio? Si Dios puede disponer libremente de
todas las cosas, ¿no sería para él cosa fácil contestar a
las súplicas de sus fieles siervos con dones
superabundantes? ¿No ha dicho Jesús, el Señor:
«Pedid, y os darán» (Mt 7,7), y: «Todo el que pide,
recibe» (Mt 7,8)? Santiago rechaza este reproche
implícito al modo divino de proceder, y al decir: «Pedís,
y no recibís, porque pedís mal, para gastarlo en
vuestras pasiones» (4,3), recuerda las palabras de
Jesús. Dios es fiel, cumple las promesas de Jesús, su
enviado, pero los cristianos de quienes se habla aquí
no oran con el espíritu de Jesús que aparece en el
padrenuestro. Sus ruegos no se supeditan enteramente
a la voluntad salvífica del Padre: «Hágase tu
voluntad.» No; con la ayuda de la oración pretenden
que su voluntad egoísta se salga con la suya; quieren
satisfacer sus apetitos puramente terrenales. Se nota,
en último término, la influencia de los espíritus malos,
que han conseguido dominar a estos cristianos, todavía
imbuidos del espíritu del mundo. Quieren abusar de los
dones de Dios para sus propios fines. Es, pues, natural
que Dios no pueda atender sus súplicas, que no tienen
por objetivo la vida, que procede de sus manos divinas,
ni propagan en el mundo el reino de Dios.

Santiago ha puesto al descubierto un gran peligro que


suelen correr los cristianos. La tentación primordial del
hombre, y precisamente del hombre piadoso, es
pretender adueñarse de Dios y ponerle al servicio de
los propios intereses. Quien pretende esto y se enfada
con Dios cuando éste no atiende sus peticiones
egoístas, no ha tomado en serio su cristianismo. La fe
consiste en entregarse por completo y sin condiciones
a la voluntad de Dios, diciendo siempre con filial
confianza: «Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú»
(Mc 14,36). La oración del cristiano pone de manifiesto
si el que ora está todavía contaminado del espíritu del
mundo irredento o si realmente es un creyente. Si todo
lo pone en manos de Dios y por consiguiente recibe de
las manos divinas todo lo que Dios quiere darle,
movido por su amor y por su poder salvador. Con esta
norma hemos de medir continuamente la autenticidad
de nuestra fe.
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46. No puede interpretarse literalmente las palabras drásticas que
aquí se emplean para caracterizar una situación poco satisfactoria.
Tales exageraciones son propias del estilo usado en la literatura
mora! y didáctica. Desde Erasmo se ha propuesto con frecuencia
corregir la palabra phoneuete (matáis) y escribir phthoneite
(tenéis celos), pero esta corrección no tiene ningún punto de
apoyo en la transmisión del texto hasta los tiempos de Erasmo, y
además tiene que ser matizada desde eI punto de vista estilístico
por carecer de fundamento.
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b) Dios quiere todo el hombre (4,4-6).

4 Almas adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del


mundo es enemiga de Dios? El que quiera ser
amigo del mundo se constituye en enemigo de
Dios.

Si el cristiano se entrega al espíritu de este mundo, al


espíritu del príncipe de este mundo y de sus cómplices,
se aparta de Dios, pacta con el enemigo de Dios,
comete adulterio. Santiago se vale de la imagen del
amor conyugal que los profetas habían aplicado a la
relación existente entre Israel y el Dios de la alianza
47. Igual que Pablo, aplica esta relación a la que existe
entre Dios y su Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. La
Iglesia es la esposa de Dios, porque el Mesías la
adquirió para sí mediante su muerte: «Os desposé con
un solo marido, para presentaros como virgen pura, a
Cristo» (/2Co/11/02).

Santiago utiliza esta imagen al introducir la


exclamación «almas adúlteras». Los que han sido
bautizados y elegidos viven en comunión indisoluble de
vida y de amor con Dios. Por esa razón, quien no
corresponde al amor de Dios de todo corazón, quien
busca otros amantes, otro amigo -el mundo caído,
enemigo de Dios-, demostrando así que, en el fondo,
sólo se ama a sí mismo, rompe su comunión de amor
con Dios. Estas palabras de Santiago no deben
dejarnos indiferentes. Recordemos que la medianía, el
nadar entre dos aguas, el flirtear y juguetear con el
espíritu de este mundo, equivale a una traición. ¿Quién
no percibe en esta palabra de Santiago, que nos
advierte y nos acusa al mismo tiempo, el rastro de la
amarga acusación: «Tengo contra ti que has dejado tu
amor primero» (/Ap/02/04»?

Por tanto, «se constituye» traidor y enemigo de Dios


quien tiene más aprecio del espíritu y de los hijos de
este mundo que de Dios. No es posible ningún
compromiso entre Dios y el «mundo» 48, dominado
por el espíritu del enemigo de Dios. Quien no se
subordina a Dios y no le obedece con docilidad comete
adulterio y traiciona el amor de Dios. Dios no quiere
migajas de nuestro amor, actos concretos,
exteriormente irreprochables, de sumisión a la ley; no
se contenta con que, movidos por nuestros
sentimientos, le dediquemos unas horas de entusiasmo
dominical o festivo. Dios quiere nuestro corazón, nos
quiere enteros. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» 49.
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47. Cf. Is 1,21; Jr 3,1s; Is 57,3ss; Os 1-3; Ez 10,22
48. Cf. Jn 8,34ss; 15,18-16,4; 17,4ss.; 1Jn 2,15ss.
49. Mt 22,S7; Mc 12,30; Lc 10,27; cf. Jn 15,9-17; IJn 2,79; 3,9 24;
1Co 13; St 2,8ss.
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6 ¿O creéis que dice en vano la Escritura «Con


celos desea Dios el espíritu que puso en
nosotros»?

¿Qué quiere decir Santiago con estos «celos» de Dios?


50. El buen espíritu de Dios en el hombre, el nuevo yo
del cristiano, no puede ser desbancado por el espíritu
malo de este mundo, por los deseos mundanos. El
cristiano en este mundo tiene que luchar, y esta lucha
tiene lugar en su propio corazón. El nuevo yo del que
ha renacido por la fe y el bautismo tiene que
imponerse a todos los malos estímulos que tienen su
origen en los miembros, en el yo, sometido a la
tentación, del hombre que no ha sido aún plenamente
redimido.

Conforta saber que Dios vela sobre su buen espíritu.


Nos mueve a poner el máximo esfuerzo saber que
vendrá el día en que Dios pedirá la devolución de su
buen espíritu, y que ya ahora exige que este buen
espíritu se emplee en el servicio divino, como una
respuesta de su amor. La razón de que Dios exija el
amor del hombre exclusivamente para sí, para que
cumpla su voluntad, es el amor pleno de Dios, que ha
querido entrar en comunión de amor con los hombres.
Dios vela celosamente sobre la alianza de amor que ha
concertado con todos los bautizados; pedirá cuentas a
quienes pequen ligera o alevosamente contra esta
comunidad de amor. ¿Cómo es posible no corresponder
al amor de Dios, que nos ha infundido un nuevo yo,
una nueva vida, la vida por excelencia, con un amor
igualmente exclusivo? El verdadero amor, ¿no ha de
estar celoso por la correspondencia amorosa de la
persona amada? ¿No hemos de estar agradecidos de
que el amor de Dios se preocupe tan celosamente de
nuestra salvación?
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50. Esta frase no se encuentra en el Antiguo Testamento.
Probablemente está tomada de una escritura, es decir, de un
escrito judeo-helenistico. Es evidente que el canon de la Sagrada
Escritura del Antiguo Testamento no estaba definitivamente
cerrado, y por eso Santiago cita una «Escritura» que nos es
desconocida, un libro que no está incluido en el canon,
probablemente un libro profético, que el autor considera como
«Sagrada Escritura». Cf. Jds 9s.14, donde igualmente se citan
escrituras apócrifas, aunque sin la formula «dice la Escritura». En
cambio la primera carta de san Clemente Romano 23,3, escrita
hacia el año 95 después de Cristo, cita también una escritura
profética desconocida, pero con la fórmula «dice la Escritura»; cf.
A segunda carta de san Clemente Romano 11,2: «Palabra
profética», en que se da la misma cita que en la primera carta
23,3.
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6 Pero él da todavía una gracia mayor. Por eso
dice: «Dios resiste a los soberbios, pero da su
gracia a los humildes» (Prov 3,34).

Dios ama a los suyos y quiere que se salven. Eso es lo


que quiere decir Santiago con la prueba de la Escritura.
También el celo de Dios y su acción directora están al
servicio de su amor salvador. Si Dios interviene con
normas y con castigos, si quiere todo el hombre, lo
hace con la intención de disponer a la persona amada
para recibir favores y gracias más valiosas, un amor
más intenso de Dios. Quien quiere recibir un don, tiene
que tender y abrir la mano; quien quiere recibir como
es debido el amor de Dios, tiene que limpiar su corazón
de toda egolatría y de todo extravío mundano, porque
el espíritu del mundo culmina en la presunción, en el
orgullo; quiere suplantar a Dios y convertirse en centro
de todas las cosas. Por eso Dios resiste a los soberbios
de corazón maligno y sólo da su amor a los sencillos y
los humildes, porque ellos, como María, saben que todo
lo bueno, todo lo grande, todo lo que tiene verdadero
valor, procede de Dios.

Esta ley fundamental de la redención, que ya fue


reconocida y proclamada en el Antiguo Testamento -
como lo demuestra la cita-, tiene importancia
primordial para nosotros. Dios envió a su Hijo,
haciéndole nacer de una humilde doncella, en cuya
insignificancia Dios había puesto los ojos, mientras
había rechazado toda la grandeza y el orgullo de este
mundo (cf. Lc 1,47ss). Su Hijo renunció a su majestad
y se presentó como el siervo sufriente de Dios, hasta
llegar a la máxima humillación de la ignominia de la
cruz 51. Esta es la actitud que Jesús pide a sus
discípulos: «Aprended de mí, porque soy manso y
humilde de corazón» (Mt 11,29). Dios se da sin
reservas a quien se abre del todo a su amor y se
entrega a su voluntad. Pero esto no es cosa fácil,
porque el egoísmo se introduce en lo más íntimo del
corazón y pretende poseer el amor de Dios al servicio
de sus propias aspiraciones. Es necesario renunciar
continuamente al egoísmo y a la propia glorificación y
abrirse a Dios. Sólo apartándonos decididamente del
espíritu de este mundo y convirtiéndonos a Dios
podemos entrar en comunión con el.
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51. Cf. Mc 10,45; Flp 2,5-11; Hch 3,13ss; 5,29ss; Hb 5,7-10.
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3. TOMAD EN SERIO VUESTRA FE (4,7-12).

a) Convertíos a Dios (4,7-10).

7 Someteos, pues, a Dios. Resistid al diablo y


huirá de vosotros.

Santiago nos exhorta a renunciar a toda mediocridad y


a someternos enteramente a la voluntad de Dios. Creer
significa obedecer a Dios, someter nuestra voluntad a
la suya, reconocerle como Señor y guía de nuestra
vida. «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc
22,44). Para comprobar si la fe es auténtica basta ver
si va acompañada de sumisión a Dios. Mediante esta
sumisión el elegido se convierte en creyente, se
despoja del espíritu mundano y se libera de su
dominio, derriba el trono del propio ya egoísta y
penetra en la zona de la influencia divina. Ama a Dios
quien cumple su voluntad.

No bastan la profesión de fe ni los ejercicios externos


de piedad. Con este precepto terminante, Santiago da
testimonio, una vez más, de la enseñanza de nuestro
Señor Jesucristo (d. Mt 7,21).

A la sumisión a Dios tiene que corresponder la renuncia


a Satanás. No puede concebirse un compromiso entre
Dios y Satán. El hecho de ser cristiano lleva consigo
necesariamente la lucha contra las incesantes
tentaciones y amenazas de Satán. Nadie puede
sustraerse a esta lucha, porque nadie puede servir a
dos señores (Mt 6,24). O Dios o Satán. Pero quien se
ha decidido por Dios enteramente y sin reservas, no
está solo. Dios le asiste, le cubre con la armadura de
su invencible poder 52, «Si Dios está con nosotros,
¿quién contra nosotros?» (Rom 8,31). No solamente es
invencible, sino que la experiencia le enseñará que
Satán se retira, porque ante el poder de Dios tiene que
reconocer el fracaso de sus intrigas y confesar su
impotencia.
....................
52. Cf. 1Ts 5,8; Ef 6,1ss; Rm 13,14.
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8 Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros.


Pecadores, limpiad las manos; los que obráis con
doblez, purificad los corazones. 9 Reconoced
vuestra miseria; lamentaos y llorad. Que vuestra
risa se convierta en llanto y vuestra alegría en
tristeza.

También aquí es preciso precaverse de una falsa


seguridad. La conversión a Dios no es tan sólo una
decisión del espíritu. Tiene que manifestarse en la
oración. El que quiere convertirse necesita orar, y su
conversión se renueva continuamente gracias a la
oración. En la oración tenemos acceso al amor de Dios;
en ella nuestra entrega se traduce en confianza, en
súplica, en obediencia, en acción de gracias y en
alabanza. Dios responde a la oración que brota de un
corazón sincero, Se acerca al creyente que incrementa
continuamente su comunión de amor con Dios y
experimenta con alegría y agradecimiento las riquezas
de la benevolencia divina. Pero la oración tiene que
brotar de un corazón puro, porque sólo el inocente, el
que está sin pecado, puede acercarse al Dios santo 53.
Por eso es necesario apartarse de la mediocridad y de
los sentimientos mundanos. Hay que poner fin al
mariposear indeciso entre Dios y el mundo, que es
signo de falta de fe, y convertirse decididamente a
Dios. El poder de Satán se funda en la impotencia de la
oración tibia y de la fe vacilante. La lejanía de Dios se
debe a la indecisión e incredulidad del hombre, no a la
omnipotencia de Dios ni a su infinita superioridad sobre
el mundo. Es ésta una idea interesante para quien
quiera tomar en serio su fe.

Solo una consecuencia es posible: reconocer la miseria


de la propia situación y arrepentirse sinceramente. Una
actitud escéptica y melancólica no sirve para nada. Eso
es lo que quiere significar la acumulación y la
gradación de las exhortaciones a la penitencia y a la
conversión. ¡Cuánta miseria se oculta con frecuencia
tras la máscara de la satisfacción mundana, de la
agitación! ¡Cuántas veces se llega a un vil compromiso
con esa miseria, de la cual en definitiva, siendo
sinceros, no se quiere de ningún modo salir! Si se
quiere dejar de ser esclavo del propio yo, y sustraerse
al dominio de Satán y acercarse a Dios, es preciso
reconocer la propia miseria, aborrecerla y confesarla.

El advenimiento del reino de Dios presupone


necesariamente la conversión y la penitencia (Mc
1,14s). Quien teme cumplir estos dos requisitos
indispensables, permanecerá siempre vacilante y
alejado de Dios.
....................
53. Cf. 3,5; Lev 21,21; Ez 40,46; Sal 24,3; Is 1,16; Eclo 38,10, Heb
12,14; IJn 3,3.
....................

10 Humillaos ante el Señor y os ensalzará.

Para eso es necesaria la humildad (cf. 4,6). Hay que


desprenderse de sí mismo, cortar todos los vínculos
que nos atan a los intereses personales egoístas y al
espíritu de este mundo. Hay que reconocer la
propensión al pecado, la miseria y la impotencia. Quien
se conforma dócilmente a la voluntad de Dios,
experimentará en su vida el principio fundamental de la
redención: quien se busca a sí mismo, se pierde;
quien, en cambio, se entrega a Dios, se encuentra a sí
mismo (cf. Jn 12,25). Jesús expresó este principio con
las siguientes palabras: «Porque todo el que se ensalza
será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc
14,11).

Pero para aceptar esta inversión de valores es


necesario medir con la medida de Dios. Sólo quien cree
podrá experimentar y verificar esta exaltación, porque
juzga con los ojos de Dios, y se ve a si mismo, su
propia vida y el mundo a la luz de Dios. Sabe, además,
que la exaltación definitiva no tendrá lugar antes del
retorno del Señor. Desde que el Señor murió, resucitó
y subió a los cielos, esa reordenación final y definitiva
está ya cerca, muy cerca. El fin influye ya en forma
decisiva y profunda sobre el presente, que avanza
rápidamente hacia la plenitud: «el juez está a las
puertas» (5,9). Por eso nadie puede retrasar su
conversión. Es preciso que cuanto antes, ahora mismo,
tomemos la firme resolución de darnos por entero a
Dios, porque la exigencia de Dios, la oferta que nos
hace y nuestra miseria no toleran ninguna dilación. No
se puede abusar del amor de Dios ni traicionarlo.

b) Pero, ante todo, no juzguéis (4,11-12).

11 No habléis mal unos de otros, hermanos. El


que habla mal de un hermano, o juzga a su
hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Y si
juzgas a la ley, no eres cumplidor de la ley, sino
su juez. 12 Uno es el legislador y juez: el que
puede salvar o perder. Pero tú, ¿quién eres para
juzgar al prójimo?

Llega ahora Santiago al núcleo de esta perícopa: hablar


mal unos de otros, juzgarse, condenarse,
desacreditarse, llegando incluso a calumniar al
hermano. Esta actitud puede esconderse tras una
máscara de celo por la perfección del hermano y de la
comunidad; pero, en realidad, brota de un corazón
apegado a sí mismo, que no ama, y destruye toda
comunión.

Evidentemente, hay motivo para estar preocupado y


temer que este proceso de continua división, so capa
de piedad, se convierta en un serio peligro para las
comunidades. Santiago se esfuerza una vez más por
superar este peligro (1,19-21.26s; 3,1-4.12; 5,9). Por
eso designa estas habladurías, censuras, juicios y
calumnias con expresiones duras: hablar mal y juzgar,
lo que pretende es dejar al descubierto la verdadera
intención de tales actos. Quien así procede, no presta
ningún servicio a la justicia y santidad de Dios; al
contrario, va contra la «ley regia», la «ley de libertad»,
contra el amor desinteresado y respetuoso del prójimo.
Este mandamiento de Dios constituye el núcleo de
todos los mandamientos, e incluye en sí todos los
mandamientos de la segunda tabla (cf. 2,8-13; Dios
dio a Moisés los diez mandamientos en dos tablas).

El que mira a su hermano sin amor y confiando en su


propia justicia habla contra él, obra contra la voluntad
de Dios y se opone a la «ley primordial» de Dios (Lv
19,15-18). Más aún, se erige en nuevo legislador,
contra la ley de Dios, porque no gradúa sus juicios y
sus acciones según la medida de Dios, sino según la
medida de su propia justicia. Con esta presunción
farisaica se desliga de la obligación fundamental de
toda criatura de Dios, es decir, de la obligación de
cumplir la voluntad del Señor, nuestro Dios. Niega,
además, con altanería, el poder soberano que Dios
tiene para determinar, con omnímoda libertad, el
camino que hemos de seguir para salvarnos y para
alcanzar la perfección. La vida y la muerte, la salvación
o la desgracia de todos los hombres está tan sólo en
manos de Dios.

Todos los que censuran los mandamientos de Dios y el


camino que Dios ha trazado para salvarnos y quieren
reformar la humanidad según los propios criterios, se
colocan por encima de Dios. Muchos creen poder crear
una Iglesia para una Iglesia de perfectos y justos
utilizando como instrumentos una crítica sin
miramientos, un realismo aparentemente inexorable y
un radicalismo despiadado, pero chocan con la
voluntad de Dios y con la voluntad de su enviado,
humilde, que se entregó a la muerte por los pecadores.
Todos los que fiándose de su propia justicia juzgan y
condenan a los demás, en término se condenan y se
juzgan a sí mismos, porque ¿quién puede ser justo
ante la santidad infinita de Dios? ¿Quién puede negar
sus pecados ante el divino juez? Dios juzga según la
ley fundamental del amor misericordioso. ¿Y quién
puede afirmar con la conciencia tranquila que ha
cumplido a la perfección el mandamiento fundamental
del amor al prójimo y que es realmente un
«observador de la ley»? Si se aplica esta divina norma
del amor al prójimo, ¿no resultan también hipócritas
las conversaciones tan frecuentes entre nosotros, en
que se murmura de la falta de amor, del egoísmo, del
orgullo y dureza de corazón de nuestros hermanos en
el cristianismo y en general de nuestro prójimo? ¿No
sería mucho mejor para todos nosotros y para nuestras
comunidades, si siempre que vamos a juzgar
prematuramente nos preguntáramos: «Y tú ¿quién
eres, que juzgas a tu prójimo?»

VII

CONTRA LA PRESUNTUOSA CONFIANZA EN Sf MISMO


4,13-5,6

Santiago utiliza aquí el lenguaje judicial de los profetas


para atacar dos casos típicos del modo mundano de
pensar y de proceder, que ya había fustigado en la
precedente sección (cf. 3,15; 4,1-4): la excesiva
confianza en sí mismo de los mercaderes, de miras
puramente terrenales (4,13-17), y el egoísmo y la
dureza de corazón de los jueces injustos (5,1-6). La
exposición de los dos casos comienza con las mismas
palabras: «Y ahora vosotros», que son una invitación a
los interesados a someterse a Dios y a su señorío, que
se manifestará en breve y los convencerá de lo
estúpido de su actitud. En el trasfondo de estas
amenazas proféticas hay una conciencia viva de la
proximidad del juicio divino y del retorno de Cristo,
pero el hecho de que esa máxima expectación del
juicio final no se haya cumplido, no quita seriedad ni
valor a las palabras de Santiago. Nadie que quiera
tomar en serio su cristianismo, más aún, nadie que
viva y actúe en este mundo, puede cerrar sus oídos a
esta llamada, so pena de estrellarse contra Dios.

1. ¡AY DE LOS QUE CONFÍAN EN SÍ MISMOS! (4,13-


17).

A) Sólo Dios es dueño del futuro (4,13-14).


13 Y ahora vosotros, los que decís: «Hoy o
mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el
año; negociaremos y ganaremos.» 14 ¡Vosotros,
precisamente, que no sabéis cómo será mañana
vuestra vida! Sois vapor, que un momento
aparece y al punto se disipa.

Los casos típicos de extravío mundano aquí citados no


se refieren a individuos concretos de la comunidad,
necesidados de convertirse. Lo que en realidad interesa
a Santiago es mostrar en el ejemplo de estos hombres
acaudalados y poderosos la insensatez del espíritu del
mundo. Quien, en sus cálculos, prescinde de Dios y del
carácter transitorio y efímero de la vida humana; quien
hace planes sin acordarse de Dios y se siente seguro
en el mundo, es un necio. No tiene en cuenta la
experiencia palpable y evidente de la vida terrena: la
impotencia del hombre ante el futuro. El hombre no
sólo no puede disponer del futuro, sino que ni siquiera
sabe lo que le traerá; no conoce el mañana. Esto es
tan evidente que tras la fachada externa y aparente de
seguridad se echa de ver la temeridad de sus planes y
su insensatez y ofuscación. ¿Acaso el hombre por su
propias fuerzas es algo más que vapor tenue, que al
punto se disipa sin dejar rastro de sí? Según Santiago,
no sólo es vanidad la vida en general, sino también el
hombre, que hace planes para el tiempo futuro: no sois
más que vapor.

A la luz de esta realidad que todo lo ilumina, hay que


medir todo lo que en el mundo tiene categoría y
nombre, poder y riqueza, influencia e importancia. Con
esta medida podemos liberarnos de la envidia, de la
codicia, de la amargura y de la falta de fe, y podemos
valorar las cosas en su justo valor. Con esta medida
hemos de medir también nuestros planes y objetivos,
nuestra concepción de la vida. Entonces es fácil sacar
la consecuencia de que sólo Dios puede dar la
seguridad. Quien no cuenta siempre con Dios, es un
necio, un vapor que al punto se disipa.

b) Pecado de la presuntuosa confianza (4,15-l7).


15 Debíais, por el contrario, decir: «Si el Señor
quiere, viviremos y haremos esto o aquello.» 16
Pero ahora os jactáis de vuestras fanfarronerias.
Toda esta jactancia es mala. 17 Pues el que sabe
hacer el bien y no lo hace, comete pecado.

Pero eso no es motivo para dejar que las cosas sigan


su curso. Precisamente porque el tiempo futuro es
incierto y misterioso, debemos poner nuestra confianza
en Dios, someternos por entero a su voluntad y a su
providencia. Esta sumisión humilde a la voluntad del
omnisapiente Creador y Señor nos libera de la
insensata confianza en nuestras propias fuerzas y de la
actividad infatigable con que esperamos alcanzar la
felicidad. Sabemos que estamos bien guardados por la
voluntad salvífica del Padre, que vela por todo, por lo
grande y por lo pequeño, por lo sublime y por lo
insignificante (cf. Mt 6,25-34). Sabemos también que
todas las adversidades, incluso la cruz, cooperan al
bien (Rom 8,28). La frase «si el Señor quiere», se
transforma paulatinamente en «como Dios quiera»; la
providencia de Dios ocupa el lugar de los propios
planes y objetivos. Sólo Dios puede dar la plenitud de
vida, que el hombre espera para el futuro y quiere
alcanzar con su esfuerzo, y la dará a los que se dejan
guiar por él.

¿Por que, pues, son tantos los que, debiéndolo todo a


Dios, le rehúsan su amor y quieren dominar el futuro y
correr tras la vida con sus propias fuerzas? ¿Por qué
somos tan propensos a atribuirnos todo lo bueno que
hay en nuestra vida, a gloriarnos de nuestra habilidad,
de nuestra fuerza y perspicacia, de nuestra previsión y
de nuestros éxitos? ¡Como si todo esto lo debiéramos
tan sólo a nuestro esfuerzo! ¿Por qué muchos piensan
incluso que la piedad sólo es una forma de evasión
ante la dureza del mundo, un intento de compensar la
propia ineptitud y debilidad, una señal de la propia
angustia y debilidad? «¿Qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como
si no lo hubieses recibido?» (lCor 4,7).
En realidad, esta presunción no es sino jactancia y, por
tanto, un pecado, porque menoscaba la gloria de Dios,
le niega la debida gratitud, y coloca el propio yo en el
lugar de Dios, tributándole un culto, un incienso
idolátrico. «Mi voluntad», «mi mérito», «mi honor», en
lugar de «tu gracia», «tu voluntad», «tu honor», es el
modo de hablar de las personas que Santiago declara
culpables. No es de extrañar que este proceder atraiga
el juicio de Dios.

Esta audacia no sólo es insensata, sino peligrosa. Está


sometida al juicio. Santiago termina este grupo de
versículos con una observación de carácter general:
Quien obra contra su ciencia y su conciencia, peca. Con
esta conclusión quiere Santiago evitar que se dé a lo
anterior una interpretación torcida, como si sólo se
refiriese a las personas del mundo, a los que están
fuera de la Iglesia. También el cristiano está expuesto
continuamente al peligro de actuar confiando
excesivamente en sí mismo, de actuar
temerariamente. La forma más sutil de esta altiva
arrogancia es el orgullo espiritual, combatido en varios
pasajes de su carta (1,9ss; 1,26; 2,1ss; 3,1s.9-18;
4,11). Una vez más se echa de ver que Santiago quiere
tender un puente sobre la grieta entre la fe y la vida,
quiere que la profesión de fe vaya madurando hasta
convertirse en actividad inspirada por la fe. Lo único
que puede salvarnos es vivir la fe, cumplir la voluntad
de Dios.

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