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José Ramón Suárez Villalba

Memoria y reflexión acerca del curso.


Seminario de prácticas docentes e investigación
para la enseñanza de la filosofía y su historia.

Al finalizar estos tres meses muchos temas han sido abordados en las clases,
algunos de un modo más extenso, otros de forma intermitente y muchos de forma fugaz.
Yo procuraré aludir a algunos de ellos y, aunque para ello tenga que dejar en el tintero
unos cuantos, intentaré hacer balance y pensar sobre lo que, más allá de los contenidos
concretos, he llegado a plantearme a partir de lo trabajado en clase, en cuanto respecta a
mi relación personal y profesional con la educación y la labor docente.

Durante las primeras sesiones del curso hablamos a menudo sobre la figura del
docente, comentando distintos modelos e ideales presentes en el imaginario común.
Todos teníamos guardábamos en nuestra memoria el recuerdo de algún profesor (real o
imaginario9 que ejemplificaba para nosotros aquello en lo que consistía la labor
docente. Un poco más adelante, otra noción fue muy recurrente en las clases. Me refiero
a la de teoría implícita de la enseñanza. En cuestiones de educación, decíamos todo el
mundo se permite opinar y esto de algún modo se debe a que, a lo largo de nuestra vida,
todos hemos conocido experiencias de aprendizaje y enseñanza, lo cual lleva consigo el
tener una cierta comprensión de qué es enseñar. Tenemos así cada uno una teoría propia
de la enseñanza. Esto me hizo pensar, que posiblemente nuestra idea acerca de qué sea
enseñar y nuestros imaginarios sobre el docente no podían ser por completo ajenos. A
fin de cuentas, si un docente es aquel que enseña a sus alumnos, el modo en que
entendamos el enseñar debe corresponderse con el modo en que nos representemos la
figura del maestro.

De un lado, institucionalmente la docencia se representa como la instrucción del


profesor al alumno en torno a un currículo vinculante. Que la labor del profesor está
acotada y condicionada por planes y currículos oficiales, es un hecho con el que todo
docente tiene que lidiar en la tensión que surge entre su propia iniciativa personal y la
normatividad impuesta por la institución a su labor. No se trata únicamente de que los
contenidos que deben ser enseñados sean prescritos por la institución, sino que más allá
de eso la metodología, criterios de evaluación y objetivos son también estandarizados
para todos los alumnos. Todo esto deja poco margen al docente para el desarrollo de
contenidos autónomos y la iniciativa propia. El modelo de diseño de programaciones y
sistemas oficiales de docencia parece inspirarse en los de producción industrial o
adiestramiento militar, en los cuales las metas de producción son definidas según un
programa de trabajo específico. En mi opinión en tiene un cierto valor integrador y
generador de identidad común (todos los alumnos estudian en todo un país los mismos
contenidos), pero no está nada claro hasta donde llega su eficiencia en el ámbito
educativo, donde el educando es siempre un ser individual e irrepetible. Además, según
esta comprensión de la educación el docente es un técnico u operario que debe ejecutar
las programaciones que le son dadas por instancias superiores. Esta comprensión de la
educación realiza un reparto de labores: de un lado los técnicos que diseñan los
currículos piensan qué debe ser enseñado y programan conforme a tales nociones; del
otro, el docente proletario ejecuta órdenes ateniéndose al plan precisado.

Lo que de esto resulta es que, en tanto que mero ejecutor de lo que otros piensan,
el potencial y criterio del docente es infravalorado y a la postre ignorado. La capacidad
crítica y de investigación de los propios docentes debe ser puesta en valor, así como su
formación especializada en la materia que imparten y su capacidad de transmitir. Frente
a ese modelo de docencia jerarquizado y sistematizado, defendería uno que reivindique
la figura del docente como trabajador autónomo y capaz, poniendo en valor su juicio
propio y el desarrollo de sus recursos personales como comunicador y transmisor de
saber. Esto no implica absoluta arbitrariedad ni tampoco el ausencia de investigación.
La moderna pedagogía fundada en la psicología y en los métodos de la estadística y el
estudio sobre muestras no es la única vía para la investigación en enseñanza. De hecho
en mi opinión, la labor de un profesor a lo largo de su vida es siempre de investigación
y búsqueda. Notar que esto es cierto sólo requiere aceptar otro sentido para
investigación, uno más vinculado el quehacer del artista, que va aprendiendo día a día
por ensayo y error, haciendo pruebas y teniendo siempre en cuenta la singularidad e
idiosincrasia del público que tiene delante.

En este sentido, en clase hemos hablado a menudo de posibles métodos de


trabajo y evaluación sobre nuestra propia labor docente. La evaluación fue un tema
muy presente en algunas sesiones. Contrapusimos a menudo la mera calificación frente
a la evaluación, el feed back abundante dado al alumno frente a la pobreza de una nota
sin más numérica, las competencias evaluadas, los índices con que medimos tales
competencias o la responsabilidad que asumimos cuando evaluamos a alguien. Esta
responsabilidad se concreta en el docentes en el certificar oficialmente que un alumno
ha alcanzado un cierto conocimiento. Que el docente pueda certificar esto implica que
con su responsabilidad, el docente adquiere una cierta autoridad. Comentamos que los
eventos de evaluación no deben reducirse a procedimientos por los que se obtenga un
comentario sobre el desempeño del alumno, sino que debe procurarse que estos se
conviertan en verdaderos eventos de aprendizaje para él. Por ello deben ser frecuentes y
no aislados y formar parte de la vida y dinámica habitual del aula.

Pero esta evaluación no debe reducirse únicamente a considerar el trabajo de los


alumnos, sino que además debía poder medir nuestro propio desempeño en el aula y el
éxito de los métodos y procesos adoptados en nuestro trabajo. En este contexto la
propia observación de nuestra actuación en el aula (y la de los estudiantes ante
nosotros) mediante la grabación de las sesiones, era una herramienta muy útil para
poder trabajar y mejorar en esa vía. Como esta, muchos otros métodos de investigación
y mejora de propio trabajo podrían plantearse y desarrollarse por parte del profesor de
modo autónomo. Ante la vida escolar en torno a expertos en currículos, en instrucción y
en evaluación, a los que se asigna la tarea de pensar, mientras que los profesores se ven
reducidos a la categoría de simples ejecutores, el docente debe encontrar un espacio
para hacer valer su conocimiento y valía intelectual ante el currículo y procedimientos
prediseñados. Esta actitud no es exactamente la del artista (que siempre busca la
originalidad y la simpatía de su público a toda costa), sino más bien la del experto.

Otra noción muy útil y significativa en el desarrollo del curso fue la de concepto
matriz. En torno a ella se desplegaba toda una propuesta pedagógica que, aunque
parecía partir de la experiencia y aprendizaje personales, daba la impresión de
concordar perfectamente con las premisas de la teoría del aprendizaje significativo. La
propuesta de utilización de concepto matriz se concretaba en el diseño de los
contenidos del currículo poniendo el acento en una noción ancla, una noción
preferentemente familiar para los alumnos (quizás incluso común), cuyo significado se
precisaría y matizaría sucesivamente y que serviría de hilo conductor para el desarrollo
de los contenidos del curso.

Según la teoría del aprendizaje significativo, para aprender es necesario


relacionar los nuevos contenidos aprendidos con las ideas y conocimientos que
componen el bagaje previo, al que de un modo técnico nos referiremos con el término
“estructura cognitiva”. La estructura cognitiva no es otra cosa que el conjunto de
conceptos e ideas que cada individuo posee, así como su jerarquización y organización.
Al pedir el empleo de una noción familiar, común, la propuesta de concepto matriz
apela a esa estructura, pretende así encontrar algo previamente conocido sobre lo que
fundamentar el nuevo conocimiento. El alumno no es una tábula rasa o mente en
blanco en que el conocimiento debiera grabarse desde cero. Ningún educando comienza
de cero. La relación entre la nueva información y esta estructura siempre está presente.
Por otro lado, el planteamiento del concepto matriz estructura el nuevo conocimiento de
un modo lógico en torno a un concepto ancla, el cual sirve como guía cada vez que el
alumno se siente perdido, ayuda a la integración y retención de dicho conocimiento. Por
eso creo que aúna a un tiempo virtudes pedagógicas y epistemológicas con las que
puede ser muy ventajoso contar en el aula.

Nos preparamos para llegar a ser profesores de filosofía. Qué significaba esto
dentro del currículo oficial fue al comienzo de curso un tema frecuente. La filosofía
proporciona, entre otras capacidades, la de pensamiento crítico. Pero, ¿a caso otras
disciplinas no lo ejercitan, o están estas carentes de él? Qué significaba enseñar filosofía
se convirtió en un problema para nosotros, quizá porque también lo es para la filosofía
misma. La labor de enseñar, de compartir el propio saber (y las propias dudas) está de
algún modo esencialmente unida a la filosofía misma desde la antigüedad. Ya allá en
Grecia la filosofía (tal como la conocemos, como la practicó Platón) nacía a un tiempo
con la sofistica y la figura del docente profesional. La relación de filosofía y
pedagogía, cierto es, ha sido a menudo conflictiva. Pero aun así, la filosofía tiene en sí
misma algo que la vincula irremediablemente a la enseñanza, quizás porque filosofar se
hace siempre con otros, teniendo en cuenta al otro (y esto, aunque pensemos a solas).
Lo que también quedó claro desde el comienzo del curso es que la enseñanza no se
limitaba a la instrucción, la mera transmisión de contenidos. El problema aquí es como
diferenciar en primer lugar instrucción de educación. La instrucción describe y explica
hechos y la educación, sin embargo, procura desarrollar capacidades y potenciar
valores. Ambas son formas de enseñanza diferentes, pero no excluyentes, sino
complementarias. Creo que en toda educación se da a la vez instrucción de algo, o sino
se convierte en algo meramente retórico y moralizante. Y al revés, puede darse
instrucción sin que al mismo tiempo estemos educando, lo cual explica que alguien
pueda instruirse indefinidamente sin por ello llegar a ser una persona educada. En
nuestra labor docente, instrucción y educación deben ir pues siempre de la mano. No se
trata de que la filosofía sea el lugar particular en que la educación y los valores morales
deben ser inculcados. Esto ha de ser transversal a toda la enseñanza. Pero tampoco de
que podamos reducir nuestra docencia a la instrucción y transmisión de meros
contenidos. Ambas dimensiones están, en mi opinión, siempre presentes en el trabajo
del buen profesor.

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