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Un intruso en mi vida

Angela Devine

Un intruso en mi vida (1997)


Título Original: Unwelcome intruder
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Julia 849
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Marc Le Rossignol y Jane West

Argumento:
Jane West debía enfrentar la verdad: Marc Le Rossignol la tenía
exactamente donde él quería. El arrogante francés casi se apropiaba de su
preciosa viña, y era sólo una cuestión de tiempo antes de que él se
adueñara también a ella. ¿Estaría él representando un letal juego de
seducción… o una venganza?
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CAPITULO 1
—PARECE que tu padre te ha dado plantón —observó Brett. Mirando hacia
todos los lados en el aeropuerto, que se vaciaba rápidamente, Jane se sintió
inclinada a darle la razón. Eran más de las once y la mayoría de los pasajeros ya
se habían internado rápidamente en la gélida noche otoñal. Sólo se veían unos
cuantos empleados y una familia que había extraviado el equipaje en la
pequeña terminal de Hobart. De su padre, ni rastro.
—Creo que tienes razón —admitió con tristeza—. Pero no comprendo por
qué no ha aparecido. Hace dos semanas le escribí diciéndole cuándo llegaba.
¡Quién podía imaginar que habría este retraso en mi vuelo por problemas del
motor! Bueno, ya sabes cómo es papá, no se puede confiar en él. Me temo que,
después de todo, no podré llevarte a tu casa, Brett.
—Vaya, no se acaba el mundo por eso, compañera. Te diré lo que haremos,
iré a hablar con el tipo del mostrador de Hertz para ver si nos alquila un coche,
y luego seré yo el que te lleve a casa.
—Gracias, Brett, eres un verdadero encanto.
Suspirando aliviada, Jane se dejó caer en uno de los asientos azules, con el
equipaje esparcido sin orden a su alrededor. Estaba muerta de cansancio tras el
largo vuelo desde Tailandia a Melbourne, donde la avería les retuvo
interminables horas, y el vuelo final hasta Tasmania. Así las cosas, por una vez
se sintió muy feliz al permitir que Brett tomara las decisiones por ella.
Observando su figura rechoncha, sonrió con cariño. El querido Brett, con su
cara colorada, sus diestras manos, y su pelo blanco como la leche, que ya
comenzaba a desaparecer por el cogote. Aunque sólo tenía veintisiete años, uno
más que la propia Jane. ¡Lástima que nunca le hubiera inspirado nada más que
un sentimiento fraternal! Desde que se conocieran en el colegio más de veinte
años atrás, Brett siempre había sido su admirador y protector, pero Jane sabía
que, sin esa chispa indefinible y misteriosa del amor, nunca sería nada más. A
pesar de habérselo dejado bien claro cientos de veces, Brett no perdía las
esperanzas. Además de ser un hombre de buen carácter, era cabezota hasta lo
indecible.
—Compañera, todo arreglado. En marcha. Diez minutos después ya
avanzaban por la autopista serpenteante que conducía a Richmond. Brett
conducía sin prisas, igual que hacía todo lo demás, mientras Jane dormitaba a
su lado, admirando de vez en cuando las sombras de los eucaliptos muertos y
los densos matorrales bajo la luz de la luna, las manchas blancas de las ovejas,
inmóviles en los pastos, los perfiles fantasmales de las granjas, ya oscuras y
silenciosas hasta la aurora. Una ráfaga de viento levantó una polvareda
mientras cruzaban el pueblo entre las casas Georgianas de arenisca y sus
cuidados jardines. Acá y allá se veían unos pocos signos de vida
tranquilizadores, la música y las risas procedentes de un bar abierto de última
hora, el humo de las chimeneas encendidas, la luz de las farolas, y luego de
nuevo la quietud del campo abierto. Jane se echó hacia delante, acelerado el

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corazón, cuando vislumbró sus viñas y la vieja granja llamada El Rincón del
Talabartero, donde pasó su niñez.
—Tus viñas tienen muy buena pinta —comentó Brett—. Hará un mes estuve
hablando con tu capataz, Charlie. Al parecer podréis hacer la cosecha justo
después de Semana Santa.
—En realidad por eso he vuelto. En Francia, estaba aprendiendo tanto que de
muy buena gana me habría quedado otros seis meses.
—Vaya, me alegro de que no lo hayas hecho —afirmó Brett con mesura,
dejando caer la mano izquierda sobre una rodilla de Jane.
Ésta se sintió como si fuera una manzana que palpaban para comprobar su
grado de madurez. No era una sensación exactamente desagradable, pero sólo
despertó en ella incomodidad y deseos de escapar.
—Brett, no —murmuró, apartándole la mano.
—Algún día te rendirás —dijo él en tono jovial—. No soy un mal tipo, Jane.
Soy una persona estable y tengo mi propia granja.
Aliviada, Jane observó que llegaban a la carretera de gravilla que conducía a
la parte trasera de su casa.
—No te invito a pasar, Brett, porque es tarde y estoy muerta después del
viaje.
—Claro. No te preocupes. Al menos, permíteme que te acompañe a la puerta.
—Bueno, pero sólo hasta la trasera —replicó Jane, algo molesta—. Con eso
basta. Veo que papá ha dejado la luz de la entrada encendida. Tal vez no recibió
el mensaje sobre el retraso del vuelo.
—¿Seguro que estarás bien? ¿No puedo hacer nada más por ti? ¿Quizás un
beso de buenas noches?
—¡No! ¡Oh, Brett, déjalo ya! Te tengo muchísimo afecto, pero no de esa
manera.
—¡Algunas mujeres no tenéis buen gusto! —se lamentó Brett, rozándole la
mejilla antes del volverse hacia el coche alquilado—. Nos veremos en un par de
días, Jane.
A pesar del cansancio, Jane se detuvo unos momentos para aspirar el aire
fresco de la noche, con el inconfundible aroma del eucalipto. Croaban las ranas,
y vio el resplandor rojo de los ojos de una zarigüeya en las ramas de un árbol.
Sonrió de oreja a oreja. ¡Desde luego, tenía ganas de volver a casa! Y lo mejor
era que sus viñas estaban listas para su primera cosecha.
Decidió bajar a la bodega para celebrar su vuelta con un buen vino de su
colección. Al día siguiente invitaría a alguien a comer para acabar la botella.
Optó por un tinto de crianza y se le hizo la boca agua pensando en su
extraordinario bouquet.

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Oyó una sonora pisada a sus espaldas y se volvió, esperando encontrar a su


padre en la casa. Sin embargo, se halló ante un completo desconocido. Tendría
unos treinta y tantos años, y un rostro muy grave. Vestía pantalones grises y
camisa con el cuello abierto. Bajo su pelo castaño oscuro, Jane observó los ojos
castaños más hostiles que había visto en la vida.
El hombre avanzó hacia ella como un cazador que se cierne sobre su presa. A
Jane le dio un brinco el corazón.
—¿Qué quiere? —preguntó en tono agudo y nervioso, retrocediendo un
paso, y blandió la botella a modo de arma.
—Te quiero a ti —replicó el extraño, abalanzándose sobre ella.
Jane gritó, arrojó la botella y echó a correr. La botella estalló en mil pedazos
al pegar contra la pared. Corrió por los pasillos de la bodega entre barriles y
estanterías, buscando una de las dos salidas.
Intentó abrir la puerta, dando un violento tirón. Nada sucedió. Era como una
pesadilla. ¿Le daría tiempo a escapar? Algo que había al otro lado bloqueaba la
puerta. Lanzando un sollozo de frustración, se lanzó contra ella. Fue inútil.
Entonces una mano poderosa cayó sobre su hombro y la obligó a volverse.
—Vaya, parece que te tengo justo donde quería —murmuró una voz ronca,
masculina.
—¡Oh, no, no te atrevas!
Jane blandió la linterna que llevaba para alumbrarse y entonces le dio un
golpe en la mejilla, pero el desconocido no se inmutó y se limitó a estrujarle los
dedos hasta que soltó su arma defensiva. Encolerizada, le dio una patada en la
espinilla. Con expresión resignada, el tipo asió uno de sus brazos y se lo retorció
por la espalda. Ella sintió una pequeña punzada de dolor que era una
advertencia.
—No quiero hacerte daño, mademoiselle. Creo que tú y yo debemos tener
una pequeña conversación.
—¿Y de qué íbamos a hablar? —replicó Jane indignada—. Es un lunático que
me ataca sin ningún motivo.
Él dirigió la luz de la linterna hacia el rostro de Jane. Deslumbrada, ella
pestañeó.
—Muy bonita —murmuró con aire de experto—. Ojos grandes y verdes,
rasgos delicados, pelo largo, rubio y rizado. No esperaba encontrar aquí a un
intruso tan atractivo, debo reconocerlo. Díme, ¿qué estás haciendo en mi
bodega?
—¿Su… su bodega? Está loco. Esta es mi bodega, no la suya.
—Ah, comienzo a entenderlo. No eres una delincuente juvenil, sino que te
has escapado de algún manicomio. Mereces compasión.

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—¡Ni soy una delincuente ni me he escapado del manicomio! ¡Aquí el único


chalado que hay es usted! Mi padre es el propietario de estas tierras, y son mías
todas y cada una de estas botellas y barriles.
Jane dio una palmada contra una de las estanterías para enfatizar sus
palabras.
—¡No hagas eso! —exclamó su interlocutor horrorizado—. Es muy malo para
el vino.
—¡Lo sé! Yo hago vino. ¿Por qué me tomó por una delincuente?
El hombre encogió los hombros.
—Lo siento. He tenido algunos problemas con gamberros desde que tomé
posesión de estos viñedos.
—¿Cómo dice? No le comprendo. ¿No estaré soñando una absurda
pesadilla?
—Parece que se trata de una confusión. Dices que estas tierras pertenecen a
tu padre. ¿Cómo se llama?
—Colin West.
—¿Y tú?
—Jane West.
—Bien. Comenzamos a entendernos. Permite que me presente. Soy Marc Le
Rossignol.
—Encantada —respondió Jane con aire sarcástico.
—Oh, piensas, y con razón, que éste no es el lugar conveniente para
intercambiar cortesías. Señorita West, ¿subimos al salón para aclarar el
problema?
—¿En casa? ¿Vive aquí? ¿Acaso es un invitado de mi padre?
—No exactamente. Más bien, somos socios, pero te lo explicaré todo en el
salón.
El hombre abrió sin ningún problema la puerta y le cedió el paso como si
fuera un anfitrión recibiendo a su invitado.
—Pasa. Si piensas quedarte a pasar la noche, tendré que arreglar ciertas cosas
para ti. Un baño, una cena y un dormitorio.
Para expresar su ánimo, Jane entró como si fuera una reina tomando la
posesión de un continente y luego cerró la enorme puerta de cedro de una
patada. Entonces giró sobre sus talones, plantó las manos en las caderas y se
enfrentó al extraño.
—Mire, señor Le Rossignol o como se llame…

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—Marc, por favor. Vosotros los australianos sois muy informales, ¿no? Cómo
estoy en tu país, lo correcto es respetar vuestras costumbres. ¿Podría llamarte
Jane?
—¡Puedes llamarme como te dé la gana, siempre y cuando salgas de mi casa!
Y cuanto antes, mejor. ¿Pero antes te importaría explicarme qué está sucediendo
aquí?
—A su debido tiempo. Ahora te apetecerá sin duda asearte y comer algo. La
ropa que llevas está para ir a la basura.
Jane le lanzó una mirada asesina. El tipo recorrió su cuerpo con mirada
desaprobadora. Al parecer no le agradaban las mujeres que viajaban en
vaqueros desgastados. ¡Pues le importaba un rábano recibir o no su aprobación!
¿Cómo se atrevía a mirarla de arriba abajo como si fuera un objeto a la venta, y
no de muy buen aspecto precisamente?
Observando el aspecto inmaculado de su camisa a rayas azules y blancas y el
pantalón gris plisado pensó que no le habría importado lo más mínimo haber
atinado con el botellazo y ver las prendas ahora salpicadas de manchas de vino,
que serían casi imposibles de quitar.
No se debía sólo a la situación que le resultara tan antipático. Había algo en
su actitud, tan confiada y resuelta, como si pudiera dominar el mundo y a todos
los que lo habitaban. Su innegable atractivo probablemente tenía algo que ver
con el aura de autoridad que irradiaba. Mediría algo más de metro ochenta, y
tenía anchos hombros, cintura estrecha y muslos robustos, pero su rostro era lo
que más llamaba la atención. La mandíbula que le daba un aspecto duro, la
astucia que reflejaban sus ojos castaños cuando los estrechaba, la sonrisa
burlona y las facciones viriles le otorgaban el aire de un hombre nacido para
triunfar. Ignorando la inspección, aparentemente, Marc Le Rossignol observó
las etiquetas de su equipaje.
—Has hecho un largo viaje, mademoiselle. Desde Tailandia, nada menos.
—En realidad algo más. Sólo pasé una noche en Bangkok antes de reanudar
el viaje.
—¿Y… de dónde venías?
—De Francia.
—Ah, de mi propio país. Hablaremos de ello en la cena. Pero antes querrás
darte un baño.
Marc dejó las bolsas de Jane en el suelo, se dirigió al vestíbulo y sacó de un
armario una toalla blanca enorme, una alfombrilla de baño y una esponja.
—El cuarto de baño es la segunda puerta a la izquierda.
—¡Ya sé dónde está el baño! —rugió Jane.
Él la miró con expresión burlona.
—Claro, claro. Bueno, entonces iré a calentar algo para cenar.

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Jane estaba que mordía cuando abrió el grifo de agua caliente para llenar la
antigua bañera con patas a modo de garras. ¿Cómo se atrevía aquel
desconocido a tratarla como si fuera una invitada en su propia casa? ¿Qué
estaría haciendo allí? Parecía un sueño surrealista e inquietante, pero eran muy
reales las nubes de humo que salían de la bañera y el fragante olor a castañas
que emanaba del gel. Lanzando un quejido cansino, se encaminó con paso
decidido hacia el vestíbulo para llevarse al baño la más pequeña de sus dos
bolsas. Cuando echó el cerrojo, tan sólo deseaba relajarse en el agua espumosa y
luego acostarse. Por desgracia, debía utilizar su cerebro exhausto para intentar
aclarar el embrollo con aquel extraño que aparentemente había tomado
posesión de su casa.
Le hizo esperar deliberadamente, pero los resultados no fueron los
apetecidos. Casi se queda dormida en el agua, y se espabiló cuando oyó que
aporreaban la puerta.
—¿No te habrás ahogado, verdad? ¿Debo entrar a rescatarte? Puedo romper
el cerrojo si me necesitas.
Alarmada por la amenaza, Jane salió de la bañera y comenzó a secarse a toda
prisa. Luego limpió el vapor que cubría el espejo y se observó con mirada
crítica. Si hubiera estado sola, se habría puesto un pijama viejo y unas
zapatillas. Titubeó. ¿Debería ponerse unos vaqueros y un jersey más viejos aún
para provocarle, o de punta en blanco?
Desde la infancia, siempre había procurado afrontar las situaciones difíciles
asegurándose de presentar el mejor aspecto posible. Pero, si se arreglaba,
¿pensaría el desconocido que estaba aviniéndose a su juego? Se miró en el
espejo. Pelo rubio, largo y rizado, ojos verdes y grandes, cara con forma de
corazón, barbilla pequeña y puntiaguda, y una boca generosa, desafiante.
—¿Por qué me preocupo de lo que pueda pensar? —se dijo en voz alta—.
¡Me pondré lo que me apetezca!
Abrió la bolsa y sacó una muda limpia de ropa interior, pantis, zapatos y la
única extravagancia loca que había traído de Francia, un vestido verde claro
que se moldeaba a las curvas de su cuerpo, otorgándole un aspecto mil veces
más elegante y sofisticado del habitual. Se vistió, se cepilló el pelo y se perfumó.
Se adornó con un collar de oro y perlas, se pintó los labios de rojo escarlata y
brillante. Luego, preparándose para la batalla, irguió los hombros y abrió la
puerta del baño para entrar a la carga.
—Espérame en el comedor —gritó una voz masculina que comenzaba a
resultar odiosamente familiar—. Me reuniré contigo en un minuto.
Jane, al ver el comedor, lanzó una exclamación de asombro. Un mantel de
encajes exquisitos cubría la mesa grande de cedro, que su padre y ella sólo se
molestaban en utilizar para las ocasiones especiales, como la cena de
nochebuena. Las velas ardían en un candelabro de plata, y su luz titilante se
reflejaba en las copas de cristal, los cubiertos de plata y la vajilla de la mejor
porcelana. De la cocina venían aromas que hacían la boca agua. Alguna clase de

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estofado de carne y otras delicias. ¿Tal vez tarta de manzana? Los ánimos de
Jane revivieron mágicamente. Acaso fuera pequeña y tuviera un aspecto
bastante frágil, pero tenía un apetito voraz. ¡Quizás no fuera tan malo tener a un
francés chalado en casa, si cocinaba tan extraordinariamente bien!
Poco después apareció el loco francés en el comedor. Miró a Jane y una
sonrisa aprobadora iluminó su rostro.
—Muy chic —murmuró—. Te felicito. Temía que pudieras vestirte como una
vendimiadora después de la cosecha.
Jane se sonrojó, vacilando entre agradecer el cumplido o mostrarse indignada
por su comentario.
—¿Puedo ayudarte en la cocina?
—No hace falta. Está todo preparado. Sólo he tenido que calentar la comida.
Toma una copa de jerez mientras sirvo la sopa.
Sin decir más, el hombre se puso a revolver entre las botellas del mueble bar.
—Un Reynella semiseco, por favor —le pidió Jane.
—Buena elección. Yo tomaré lo mismo. Bueno, ahora siéntate a la mesa y
cenaremos.
Jane tomó un sorbo del líquido de color pajizo y sabor almendrado,
observando a Marc con expresión perpleja cuando éste se encaminó hacia la
cocina. Regresó con dos panecillos calientes envueltos en una servilleta y a
continuación con dos platos de sopa.
—Sopa juliana —anunció, dejando un plato frente a Jane.
—Bon appetit —dijo Jane de modo automático.
—¿Hablas francés?
—En realidad, no. Con fluidez, no, desde luego. Pero acabo de pasar seis
meses en la región de Champagne.
—¿En serio? ¿Y qué hacías allí?
—Ampliar mis conocimientos sobre la elaboración del champán.
—¿Es una simple afición, o tu profesión?
—Es mi profesión —respondió Jane orgullosamente.
—¿Y has estudiado el tema?
—Sí. Cuando me gradué en el instituto, me matriculé en un curso en el sur de
Australia, trabajé un año en Penfold's y luego regresé a Tasmania para intentar
poner en marcha mi propia bodega familiar. Eso ocurrió hace cinco años.
—Entonces, ¿tus propias manos son las que han plantado estas viñas y
montado el equipo? ¿Eres la persona que ha organizado toda esta empresa?
—Sí —afirmó Jane con satisfacción—. Planté los viñedos de uvas Riesling y
Cabernet Shiraz hace varios años, y desde entonces me he ocupado de todo el

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proceso de cultivo. Ha sido un trabajo muy duro, aunque mi padre me ha


echado una mano, y Charlie Kendall, que trabaja para nosotros. De hecho, se
ocupa de todo con tal eficacia que he podido marcharme seis meses a Francia
sin ninguna complicación para aprender más sobre el tema de la
comercialización.
—Has hecho bien, una operación a pequeña escala muy digna. Aunque
deberías haber puesto más redes sobre las viñas. Las protege de los pájaros y
previene la botritis.
—¿Entonces, eres un experto en la materia?
—Lo llevo en la sangre. Mi familia ha elaborado caldos cerca de Burdeos
desde hace más de quinientos años.
—¿Y qué estás haciendo aquí?
—Cada cosa en su momento —replicó Marc, levantándose de la mesa—.
¿Has acabado con la sopa? ¿Puedo llevarme el plato?
Se fue a la cocina y Jane se quedó pensativa, bebiendo sorbos de jerez. Le
intrigaba aquel hombre. ¿Quién era? ¿Qué hacía en Tasmania? Si se hubieran
conocido en circunstancias diferentes, posiblemente le habría parecido
fascinante. Tal y como eran las cosas, se sentía muy, muy incómoda e
intranquila.
Al poco rato regresó Marc con una cacerola que dejó sobre un salvamanteles.
Jane aspiró profundamente, percibiendo los aromas de la carne asada, el vino
tinto, el laurel y la pimienta.
—Boeufá la bourguignonne —murmuró.
—Ah, tu olfato no te engaña —observó Marc—.Pero la verdadera prueba está
en el vino. Dime qué te parece éste.
Entonces sacó una jarra de un armarito y sirvió una pequeña cantidad de
líquido de tono purpúreo en la copa de Jane. Ella se la llevó a la nariz para
aspirar el aroma, dio un meneito al vino y tomó un sorbo.
—¡Es magnífico! De sabor intenso y bien equilibrado, de una finura con
cualidades de encaje y de excelente aroma afrutado y maduro.
—Muy cierto. Has aprendido mucho en Francia.
Jane se sirvió un buen plato de estofado, con guarnición de cremosas patatas
nuevas y zanahorias en salsa de mantequilla y especias. Por unos momentos
casi se olvidó del desagrado y desconfianza que le causaba Marc Le Rossignol.
—Oh, claro que aprendí mucho. Es un lugar asombroso, donde se puede
encontrar una técnica insuperable, y tanta dedicación y tradiciones. Los
viticultores franceses son maravillosos.
—Ah, sí. Pero donde hay facultad de admiración, también debe haberla de
crítica. ¿Qué aspectos negativos observaste en mi país?
—Bueno…

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—Por favor, no te cortes. Sé sincera conmigo.


—Acaso demasiado énfasis en la tradición. A veces tenía la impresión de que
había demasiado miedo a probar nuevas cosas.
—No podría estar más de acuerdo contigo. Los viticultores australianos son
más aventureros, dudan menos a la hora de experimentar con nuevas
tecnologías. Creo que ahora mismo Australia es un lugar muy interesante para
cualquier persona que se dedique a este negocio. Por eso estoy aquí.
Jane dejó el tenedor sobre el plato y le dirigió una mirada preocupada.
—¿Por qué estás aquí?
Con una de sus sonrisas burlonas, Marc cambió de tema.
—¿Te gusta cocinar?
Jane se irritó, pero decidió no insistir, al menos de momento, pero renació
todo el desagrado que sentía hacia Marc Le Rossignol. Durante el resto de la
cena se limitó a dar respuestas secas a sus preguntas. Sólo pasó por un
momento de debilidad cuando Marc llevó a la mesa una tarta de pera y azúcar
moreno que estaba tan deliciosa, que no le quedó otro remedio que felicitarle.
—Exquisita —reconoció de mala gana—. ¿Siempre puedes hacer que
aparezca una cena de tres platos en cuestión de minutos?
Marc esbozó una sonrisa.
—Por lo general, sí. Me gusta la buena comida y, afortunadamente,
quedaban las sobras de anoche. Y, afortunadamente también, esta tarde he
estado demasiado ocupado con otras cosas como para acordarme de comer.
—Ocupado, ¿con qué cosas?
Sus miradas se encontraron.
—Te has bañado y has comido. Creo que ahora tal vez ya estés preparada
para afrontar la verdad. Vamos al salón y hablaremos.
Disimulando su nerviosismo, Jane le siguió al salón. El fuego ardía en el
hogar de la chimenea y la habitación se veía invitadora, con el agradable olor
del limpiador con esencia de limón para maderas, la piel de los viejos sofás y el
olor del fuego. No había cortinas, pero las contraventanas de cedro no dejaban
pasar el frío, y la descolorida alfombra persa con sus ya ajados motivos de tonos
escarlatas y azules, otorgaba a la habitación un aire familiar y tranquilizador
para Jane. En el vestíbulo, el reloj del abuelo dio la una, en el mismo momento
que Jane se acomodaba sobre un confortable sillón de cretona junto al fuego. De
alguna forma, percibió en la campanada cierto timbre siniestro, como si
anunciara el fin de todo lo que había conocido y amado, como si se hallara ante
un peligroso hechicero que estaba allí para cambiar su vida para siempre. Su
alarma aumentaba a cada instante.
—¿Qué estás haciendo aquí? —estalló por fin—. ¿Por qué te has adueñado de
mi casa?

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—Es muy simple. Eres la hija de Colin West, ¿verdad? —Sí.


—Bueno, no puedo imaginar la razón por la que no te lo ha dicho tu padre,
pero supongo que me toca explicártelo a mí. Se han producido grandes cambios
aquí. En primer lugar, tu padre ha vendido todo su ganado. En segundo
lugar… Marc titubeó.
—¿En segundo lugar? —le animó Jane.
—He firmado un arrendamiento sobre la propiedad, con derecho a
comprarla en cualquier momento durante los tres próximos meses.
Jane lanzó un gemido cuando asimiló por fin las implicaciones de sus
palabras.
—¿Quieres decir… que podrías convertirte en el dueño de estas tierras ahora
mismo?
—Exactamente.
Ella se quedó sin habla por un momento, consternada.
—¿La casa? ¿Los viñedos? ¿Las dependencias accesorias… todo?
—Todo —respondió él gravemente. De repente, la incredulidad de Jane dio
paso a la rabia, intensa y peligrosa.
—¡Eso es ridículo! —exclamó, poniéndose en pie bruscamente—. Este ha sido
mi hogar desde que nací. Y los viñedos, la planta para elaborar el vino… ¿Qué
pasa con todo eso?
El rostro de Marc permaneció inescrutable. La luz del fuego bañaba sus
rasgos, dándole un aspecto algo diabólico.
—Todas las propiedades van incluidas en la venta —afirmó con mesura—.
Podrías llevarte las propiedades muebles, pero eso no constituye demasiado.
Sólo la colección de vinos, los barriles vacíos, y escaleras, capachos y demás
aperos de labranza. El resto será todo mío si decido seguir adelante con la
compra.
Jane anduvo con pasos tambaleantes por la habitación, las lágrimas
escociendo en sus ojos. Luego se volvió hacia Marc como un animal
arrinconado.
—¡Eso es imposible! Yo puse la mayor parte del dinero para levantar este
negocio. Tenía una herencia de mi abuela, y me gasté hasta el último centavo en
la inversión. ¡Mi padre no puede vender a mis espaldas sin mi aprobación!
Marc se encogió de hombros. Su voz era fría y serena, muy distante.
—He estudiado los aspectos legales detalladamente antes de firmar este
contrato. Siempre lo hago. No hay la menor duda de que tu padre es el
propietario legal de todas estas tierras. En cuanto a los pagos que afirmas haber
realizado, ¿tienes alguna prueba de ello?
A Jane le puso furiosa el tonillo escéptico de la pregunta.

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—¡Yo no afirmo que he realizado esos pagos! ¡Los he realizado de verdad!


—¿Posees documentos que lo demuestren?
La mente de Jane vagaba entre la incredulidad y la fatiga.
—Sí. No. No exactamente. Cuando recibí la herencia de mi abuela, mi padre
me convenció para que formara una empresa. Todo fue increíblemente
complicado.
—¿Por casualidad, no se tratará de la empresa Saddler's Vineyards Limited,
verdad?
—Sí.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Marc, acercándose hacia Jane—. Lo siento
verdaderamente por ti, Jane. Parece que tu padre te ha… ¿cómo expresarlo con
suavidad? He visto los documentos referentes a la formación de la empresa. Tu
padre figura como director en jefe y controla el capital de la misma. Has sido
una chica muy tonta al dejar en manos de otra persona el control de tus
intereses. ¿Por qué obraste de esa forma?
Jane alzó la cabeza bruscamente, los ojos encendidos. La melena rubia
parecía crepitar con vida propia alrededor de sus hombros.
—¡Porque confiaba en él! ¿Vale? ¡Confiaba en él! Es mi padre, por el amor de
Dios. No me haría una cosa así.
—¿Estás segura?
Jane lanzó un bronco gemido y se acercó al fuego, mirando sin ver la danza
de las llamas. Ciertos recuerdos amargos concernientes a su madre cruzaron
por su cabeza.
—Del todo, no —afirmó por fin con voz derrotada—. Oh, supongo que no lo
haría deliberadamente. Se sentiría convencido de que estaba haciendo lo
correcto, y sin duda tendrá una u otra excusa. Pensaría que iba a conseguir
grandes beneficios para mí con alguna de sus típicas ocurrencias descabelladas.
Mi madre siempre se quejaba de que se gastaba todo su dinero, antes de la
separación. Yo solía atribuirlo a su amargura, pero ahora no estoy tan segura…
¿Estás diciéndome que estoy arruinada?
—Sólo si llevo a cabo el proyecto de compra. En caso contrario, existe la
posibilidad de que recuperes tus derechos de propiedad.
Jane se volvió hacia él bruscamente.
—¡Entonces no lo hagas, por favor, no lo hagas! —gritó apasionadamente—.
Tú mismo has reconocido que se nota en los viñedos un trabajo impresionante.
¡No me hagas renunciar a mis sueños!
Marc sacudió la cabeza, expresando su fastidio.
—¿Y por qué habría de importarme?

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CAPITULO 2
—¡PORQUE es una cuestión de simple decencia! —exclamó Jane. Marc la
miró como si no hubiera oído jamás la palabra decencia.
—Sigo sin comprender qué tengo que ver yo en todo esto. Es evidente que,
antes de nada, debemos telefonear a tu padre a Nueva Zelanda para saber cuál
es la situación legal exactamente.
—¡La situación legal! Eso es lo único que te importa, ¿verdad? ¡La situación
legal! ¿No tienes sentimientos?
El rostro de Marc permaneció impasible. Sólo parecían vivos sus ojos,
sombríos y pensativos. Pero su rostro parecía de granito. No daba el menor
asomo de esperanza a Jane.
—Para mí tan sólo se trata de una transacción comercial. A tu padre le he
entregado una cantidad de dinero extremadamente generosa a cambio de la
opción a comprar estas propiedades. Además he tenido que hacer complicados
arreglos en Francia para poder ausentarme durante estos tres meses. ¿Por qué
iba a arrojar por la borda todos mis esfuerzos?
Jane dejó escapar un suspiro, derrotada. Marc tenía razón. ¿Por qué iba a
hacer una cosa así? Al fin y al cabo, se hallaba en esta situación sólo por su
propia culpa, aunque este conocimiento tampoco le hacía más soportable el
problema. De hecho, le sucedía todo lo contrario. Se sentía desolada, humillada,
traicionada. Y aquel extraño sin sentimientos nada hacía por confortarla,
limitándose a observarla como un juez.
—¿Y qué harías con la propiedad si la compraras? Aquí los métodos de
elaboración son muy diferentes. Esto no es Francia.
Marc sonrió con inesperado atractivo.
—Ahí reside la causa por la que me he embarcado en este proyecto. Quiero
renovar este negocio. Es una suerte que las estaciones se sucedan al revés en los
dos hemisferios. Puedo hacer dos vendimias si paso la mitad del año en Europa
y la otra aquí, y utilizando lo mejor de la tradición francesa y las innovaciones
australianas. Doble posibilidad de conseguir vinos excelentes. Me parece ideal.
—¿Y estás dispuesto a arruinarme con tal de llevar a cabo tus proyectos?
—No seas melodramática, querida. No estás arruinada todavía. Y, aunque lo
estuvieras, sólo a ti podrías achacar la culpa. Sabes, me parece que eres un poco
tonta, ingenua e impetuosa. Jane apretó los puños.
—Tú, engreído… ¡Te odio! ¡Ojalá nunca hubieras aparecido por aquí!
—Pues yo comienzo a alegrarme de ello. No tienes modales, señorita. Me
atacas con botellas y linternas. ¿Qué será lo próximo? ¿Un cuchillo de trinchar
pavos? ¿Ataque con uñas y dientes? Esta última posibilidad podría resultar
interesante.

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Algo en su tono grave y ronco produjo un surgimiento de excitación dentro


de Jane, que sólo sirvió para indignarla aún más. Se dirigió hacia la puerta, pero
Marc bloqueaba la salida y no hizo el menor ademán de moverse. Permanecía
inmóvil, y tenía un aspecto amenazador. Se veía grande y muy viril. Ella se
detuvo sin saber qué hacer, pues no quería salir de manera poco digna,
rodeando el obstáculo. La pausa fue un error. Observando sus ojos castaños y
burlones, de pronto sintió por segunda vez la chispa de la atracción, un
hormigueo eléctrico en brazos y piernas. El aroma de su colonia, especiado y
erótico, embriagó sus sentidos. Horrorizada, se lanzó hacia la puerta.
—¡No te preocupes! —exclamó—. No volveré a atacarte.
Marc la miró con expresión divertida.
—No te creo capaz de hacerme ningún daño. Hablando de otra cosa,
¿adonde irás ahora? Si estás pensando en ir a ahogar tus penas en algún rincón,
te lo prohibo.
—¿Y a ti qué más te da? En cualquier caso, tal y como están las cosas, quiero
acostarme.
—Prepararé una de las habitaciones para invitados.
—¡No harás una cosa así! No soy una invitada. ¡Yo vivo aquí! Arriba tengo
mi habitación.
—Ah, claro. El cuarto cerrado donde el señor West ha dejado sus cosas. ¿El
que hay frente a las escaleras?
—Sí, y puedes irte haciendo a la idea de que no pienso quedarme sólo esta
noche, sino todo el tiempo que quiera. No me marcharé permitiendo que te
salgas con la tuya, y me importa un comino los contratos que tengas. Si quieres
que me vaya, tendrás que sacarme a rastras de aquí.
La sonrisa de Marc se hizo más ancha.
—Esa opción también podría resultar interesante.
—¡Eres imposible!
Hirviendo de rabia, Jane salió del salón acompañándose con un sonoro
portazo. Recordó entonces el comentario de Marc acerca de sus modales y abrió
de nuevo la puerta, asomando la cabeza.
—¡Gracias por la cena! —dijo con voz siseante. Luego se retiró de nuevo y
esta vez el portazo retumbó en toda la casa.
Arriba, cuando entró a su habitación no halló el menor consuelo en el papel
estampado de las paredes, tan familiar, con sus espigas verdes de trigo, ni en las
cortinas de encaje. Por el contrario, se irritó más aún al ver que, efectivamente,
su padre había guardado allí buena parte de sus pertenencias. Con ominoso
estruendo arrojó al suelo las cajas de cartón que había sobre la cama. Se metió
bajo el edredón de plumas, apagó la luz de la mesilla y cerró los ojos. El corazón
le palpitaba desbocado, y tenía intención de permanecer en vela, buscando

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algún modo de proteger sus viñedos y su hogar, pero pronto la venció la fatiga
y se durmió.
Y dormirse no resultó en absoluto una experiencia agradable. Oyó en sueños
el estruendo de motores de avión, de botellas hechas añicos, y le persiguieron
visiones de Marc Le Rossignol, acechando entre las llamas de la chimenea como
un príncipe de los infiernos. Hacia el amanecer las pesadillas dieron paso a un
sueño más profundo, en el que de alguna manera percibía el aire fresco que
acariciaba las cortinas y las ramas que llamaban suavemente a su ventana. Era
casi mediodía cuando por fin despertó. Por un instante sintió bienestar, pero
enseguida recordó la noche anterior y dejó escapar un lamento.
—¡Oh, no! ¡No puede quitarme mi hogar! ¡No puede! ¡No puede!
Saltó de la cama y abrió las cortinas. El arce japonés que le había hablado en
sueños con su particular código mecía sus hojas escarlatas sobre un brillante
cielo azul. A pesar de sus malos recuerdos, la hermosa escena le levantó el
ánimo. Abajo, el intenso verde del jardín se veía rodeado por el seto de tejos, de
un verde más oscuro. Y más allá las hileras de las viñas, agitándose sin ninguna
prisa bajo el sol otoñal. En la lejanía las colinas adquirían un tono azulado más
azul que el del cielo. Parecía una verdadera mala pasada del destino que una
calamidad se cerniera sobre ella en un día tan hermoso. ¡Bien, no se rendiría sin
luchar!
Por fortuna su habitación contaba con un cuarto de baño donde podría
arreglarse sin tener que enfrentarse a Marc despeinada y soñolienta. Tras una
buena ducha refrescante, se puso unos vaqueros limpios, una camisa y
alpargatas, se recogió la rebelde melena en una cola de caballo, y bajó. Estaba en
la cocina quemando por segunda vez unas tostadas, cuando apareció Marc de
repente. Al tomar una de las humeantes tostadas lanzó un improperio en
francés y la dejó caer en el cubo de la basura. Después desenchufó el tostador y
también lo arrojó a la basura.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Jane indignada—. Tenemos ese tostador
desde hace quince años.
—Ya se nota. Es difícil de controlar cuando lo utiliza una persona eficiente
como yo, y puede ser un peligro si hace la tostada una mujer que no se
preocupa de vigilar el fuego y cuyo sentido del olfato evidentemente no
funciona. ¿Quieres quemar la casa? No te preocupes por ese cacharro. Mañana
te compraré un tostador nuevo.
—¡No quiero otro tostador! ¡Quiero ése!
Incluso a sus propios oídos sonaba como un crío petulante. Y todavía fue
peor cuando corrió hasta el cubo de la basura e intentó recobrar su tostador.
Marc se interpuso en su camino.
—¿Quieres pelear conmigo por ese cacharro? —le propuso Marc.
Jane apretó los dientes.
—No.

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—Muy bien. Después de todo, tienes un poco de sentido común. Y, como ya


no puedes quemar más tostadas, tal vez aceptarás mi invitación a desayunar
como es debido.
—¿Qué quiere decir eso de desayunar como es debido?
—Café, café de verdad, croissants de almendras, y una baguette. En
Tasmania hay algunas panaderías sorprendentemente buenas.
Jane frunció el ceño, en silencio. Quería rechazar la oferta, pero aquellos
croissants que Marc estaba poniendo en una cesta sobre la mesa de la cocina,
rellenos de crema de almendra, espolvoreados con almendras y azúcar glassé,
resultaban difíciles de rechazar. Probar uno no le haría ningún daño. Después
de todo, sería absurdo morir de hambre, a pesar de que su vida estuviera en
ruinas.
—De acuerdo —respondió de mala gana. Fortalecida por dos tazas de
fragante café recién hecho, un croissant, un pain au chocolat y un buen pedazo
de crujiente pan francés, Jane comenzó a pensar que, quizás, Marc no fuera el
monstruo que había visto en sus pesadillas. Pero le seguía poniendo nerviosa
aquella forma en que la observaba, tranquila y burlona a la vez. Aunque en el
fondo quizás fuera un nombre muy agradable. No sabía que su opinión iba a
cambiar en el transcurso de aquella misma mañana.
Cuando acabaron de recoger el desayuno, metiendo en el lavaplatos la vajilla
sucia, Marc se volvió hacia ella.
—Bueno, creo que lo mejor será telefonear a tu padre antes que nada.
—Muy bien —convino Jane, y le dio un brinco el corazón.
Era tan grave como se había temido. Marcó el número que le dio Marc, que
resultó ser de Queenstown, en Nueva Zelanda. Primero, su padre afirmó que
estaba encantado de hablar con ella. Luego, al saber que estaba en Australia y
que se había enterado del asunto del contrato con Marc, su humor cambió. Se
puso a la defensiva y comenzó a soltar bravatas. Dijo a Jane que había firmado
el contrato por su propio bien, porque la oferta de Marc era demasiado
espléndida como para rechazarla, y que ambos se forrarían gracias a un negocio
relacionado con unos apartamentos que planeaba construir.
Jane procuró razonar con él, luego le suplicó, y por fin perdió los estribos y
comenzó a gritar. En ese punto Marc tomó el teléfono de sus manos y se hizo
cargo de la situación. Donde Jane se había mostrado frenética e incoherente, él
se mostró frío y racional, pero a ella le dio la impresión de que estaba
comenzando a rendir a su padre. Escuchando la mitad de la conversación, Jane
comenzó a albergar esperanzas, pues veía que Marc hacía razonar a su padre. Y
así su frustración resultó más grande cuando oyó que Marc se despedía
amablemente sin haber obtenido una resolución clara del problema.
—¿Qué ha pasado? —gritó Jane, muy acalorada—. ¡Le tenías atrapado!
Podrías haber conseguido que se echara atrás en el negocio, ¿verdad?
Marc se encogió de hombros.

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—Probablemente.
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? La situación es completamente injusta
para mí, ¡tú mismo acabas de decírselo! Entonces, ¿por qué no le has hecho
renunciar a seguir adelante?
—Porque no me convenía.
A Jane le entraron ganas de romper algo. A ser posible, sobre la cabeza de
Marc.
—Supongo que es razonable tu posición —le echó en cara—. Es evidente que
sólo te preocupan tus propios intereses. ¿Por qué iba a esperar otra cosa?
Las pupilas de Marc se dilataron, se encendieron con un brillo peligroso por
un instante. Luego dedicó a Jane una larga mirada.
—Mis motivos no importan. Lo fundamental es que me quedaré aquí tres
meses. Ahora la cuestión es qué harás tú.
—Yo también me quedo. No pienso moverme.
Marc esbozó una extraña sonrisa.
—¿Y, cuando lo irresistible tropieza con lo inamovible, qué sucede?
—Yo no diría que seas irresistible —afirmó Jane.
—Ni yo que tú seas inamovible.
La voz de Marc era ronca, y el brillo de sus ojos daban la impresión de
ocultar algo misterioso, meditabundo y arrebatado a la vez. A Jane le recordaba
a un tigre atrapado en una trampa.
—Estoy seguro de que podría moverte si me lo propusiera.
—¡Basta de juegos! Me quedo y no hay más que hablar.
—¿De verdad? ¿Y de dónde sacarás dinero para vivir? Supongo que tu padre
habrá reservado algún capital para tus gastos…
Jane lo miró en silencio, abatida. ¿Y si su padre la había dejado en la ruina?
Tenían una cuenta conjunta que utilizaban para pagar los gastos de las
propiedades. Cualquiera de los dos podía sacar dinero en todo momento, y Jane
nunca se había preocupado por el tema, a pesar de que su madre le había
advertido que no era prudente. Ahora le asaltaban oscuros presentimientos. ¿Y
si su padre había limpiado la cuenta?
—¡Estoy segura de que me habrá dejado algún dinero!
—¿Por qué no telefoneas al director del banco y lo compruebas?
Con cara escéptica, Marc le ofreció el teléfono. Jane marcó el número con
dedos temblorosos. Ojalá Marc no estuviera mirándola con aquella expresión,
mitad compasiva, mitad suficiente. Incluso antes de que el director respondiera
a su pregunta, el silencio inicial y prolongado que guardó hizo temer a Jane que
iba a llevarse una decepción muy amarga. Cuando colgó, sentía una profunda
humillación, una rabia no menos profunda.

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—¿Y bien? ¿Te ha dejado suficiente dinero?


—No. Tú lo sabías, ¿verdad? Ha transferido todo a Nueva Zelanda, excepto
unos cuantos dólares. ¿Qué haré? Debo pagar el salario de Charlie, y pronto
vendrán los vendimiadores para la cosecha.
—No te preocupes por ese tema. En el contrato que firmé, se establece que
los gastos que se produzcan en los viñedos durante los próximos tres meses,
correrán a mi cuenta. El verdadero problema eres tú. Parece que dependes de
mi caridad, Jane, si me decido a ser caritativo…
Ella lo miró horrorizada. ¡Si se quedaba, Marc pagaría cada bocado de
comida que se llevara a la boca, cada barra de jabón con que se lavara las
manos! Y la sonrisa de Marc le decía que él estaba pensando exactamente lo
mismo.
—Sí, chérie, me temo que así están las cosas. Si te quedas, cada mañana
tendrás que suplicarme que comparta mis croissants contigo. Tendrás que
pedirme dinero para ir de compras o para la gasolina del coche. ¿Es lo que
quieres?
—¡Oh, vete al infierno!
Marc lanzó una carcajada, nada conmovido por su estallido de cólera.
—Siempre he pensado que la mujer de mi vida sería alta, pelirroja y
comedida en cualquier situación. Pero tú, tú me recuerdas a… ¿cómo se llama
ese bicho tan feroz que tenéis aquí, ése que gruñe y enseña los dientes? Un
diablo, eso es. Eres un pequeño diablo de Tasmania, ¿verdad?
Jane le lanzó una mirada fulminante.
—Esas criaturas tienen muy mal café. Aunque tengo entendido que son
buenas mascotas si puedes domarlas, pero sólo un hombre de cada mil es capaz
de conseguirlo.
—¡Inténtalo!
Marck sonrió provocativamente.
—Podría intentarlo. Sería un reto comprobar si puedo lograr que comas de
mi mano. Bueno, ya basta de bromas. ¿Qué va a ser de ti?
—Me quedo aquí.
—¿Y qué sucederá cuando quieras salir, a comprar ropa o gasolina, a la
peluquería?
—¡Nunca voy a la peluquería!
—¿Nunca? Entonces, ¿esa maravillosa cabellera tan larga y rubia es natural?
—Sí.
—Pues es muy hermosa. Bueno, no perdamos el hilo de la conversación.
Aunque no vayas a la peluquería, necesitarás algún dinero para cubrir tus
gastos.

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—No pienso salir. Me quedaré aquí hasta que te marches.


—¿Y si no te doy de comer?
—Comeré uvas.
—¡Vaya fiera de mujer, no es poco fanfarrona! No, no, Jane, esto no
funcionaría. Además, necesito todas las uvas para conseguir el mejor vino
posible. Tengo una idea mucho más razonable. Te daré empleo.
—¿Cómo dices?
—Sí, puedes ser mi ayudante personal durante los tres próximos meses, con
un salario de…
Marc pronunció una cantidad cuya largueza hizo pestañear a Jane.
—¿Por qué querrías hacer una cosa así? —le preguntó con recelo.
—Me parece una buena idea. Podría enseñarte muchas cosas, Jane. Tengo
treinta y cuatro años, llevo doce dedicándome a fabricar vino, y he trabajado
más tiempo aún en los viñedos de mi familia. Sería una oportunidad excelente
para ti.
—Quizá —admitió de mala gana Jane—. ¿Pero qué provecho sacas tú?
—Bueno, no me gustaría encontrarte mendigando por las calles, o planeando
un sabotaje a mis espaldas. De esta manera, puedo vigilarte. Además, me
gustaría poner a prueba mis habilidades domando a un genuino diablo de
Tasmania.
Jane odiaba que le tomaran el pelo. Desde la niñez era la forma más segura
de conseguir que tuviera una rabieta. Ahora abrió la boca para dar réplica a la
estúpida e insultante proposición de Marc, pero luego se contuvo. Si no la
aceptaba, ¿qué podía hacer? Debería abandonar por completo su hogar, o
permanecer en una situación más humillante todavía. ¿Estaba preparada para
suplicar un croissant cada mañana? ¡En absoluto! ¿No le convendría más
trabajar para Marc? Además, si se quedaba, tal vez lo convencería para que no
comprara la propiedad…
En el rostro de Jane se dibujó una sonrisa radiante.
—Muy bien —declaró con cara de buena persona—. Trato hecho.
De súbito, algo incomodó a Marc.
—Existen condiciones. Nada de bombas en el coche, ni incendios en el
cobertizo, ni veneno en el café.
—Moi! —preguntó Jane con aire inocente.
Marc suspiró y sacudió la cabeza.
—A lo largo de los siglos los hombres de mi familia han poseído el don de la
profecía —se lamentó—. Un cosquilleo misterioso en la columna nos previene
de la inminencia de un desastre. Y yo ahora siento un cosquilleo misterioso en
la columna.

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A pesar de los malos augurios de Marc, no sucedió ningún desastre. De


hecho, Jane y Marc pronto desarrollaron un grande y mutuo respeto
profesional. Sin embargo, por mucho que admirara los conocimientos de Marc,
Jane se sentía presionada por una tensión insoportable. En su determinación
por mantenerse en su territorio a cualquier coste, no se había detenido a
considerar la íntima relación que había emprendido con aquel francés tan fino y
burlón.
Cada mañana bajaba las escaleras y debía verlo en el lado opuesto de la mesa
en la cocina, como si estuvieran casados. ¿A quién le tocaba hacer la colada?
¿Qué cenarían? Discutían por mil cosas y, lo peor de todo, era la atracción que
sentía hacia él, alarmante y no deseada en absoluto. A pesar de que intentaba
sofocarla, no era más inmune al magnetismo animal de Marc que cualquier otra
mujer en su situación. Su debilidad la enfurecía. Nunca había confiado en
hombres con mirada de dormitorio y voz ronca y acariciante. En cualquier caso,
nunca desde la experiencia que tuvo a los diecinueve años, cuando se enamoró
locamente de Michael Barrett, su tutor de Química en Adelaide.
Michael la persiguió con tal empeño que le llegó al corazón, y luego se llevó
el chasco cuando oyó a otros estudiantes bromeando cruelmente sobre los
métodos con los que siempre intentaba seducir a las alumnas más atractivas de
cada nuevo curso. Por fortuna la cosa no había llegado tan lejos entre ellos,
aunque su orgullo salió malparado. Todavía le ardían las mejillas al recordar
una tarde particularmente tórrida en el piso de Michael, cuando él la besó
violentamente y… Bueno, sentía la amarga certidumbre de que Marc era igual
que Michael, tan sólo interesado en conseguir mujeres como si fueran goles en
un partido de fútbol. ¡Y Jane no tenía la menor intención de verse añadida a su
lista!
Sin embargo, cada vez le resultaba más duro enfrentarse con Marc en la mesa
a la hora del desayuno, cuando aparecía con el albornoz azul marino que dejaba
entrever su pecho bronceado y musculoso. Inevitablemente, la mata de vello
oscuro y rizado que cubría su pecho atraía su mirada, que luego ascendía por el
robusto cuello hasta la línea agresiva del mentón, para finalizar el recorrido en
la media sonrisa que se curvaba en sus labios cuando leía el periódico. ¡Qué
tonta era! ¿Por qué no se conformaría con un hombre aburrido, afable y devoto
como Brett? Pero aparentemente era una ley de la naturaleza que los únicos
hombres que hacían palpitar su corazón eran completamente inútiles como
Michael. O peligrosos y poco dignos de confianza como Marc. No, seria mucho
más sensato dejar de anhelar la luna y conformarse con las estrellas.
Cuando cumplió veintisiete años dos semanas después de su regreso, le
entró la depresión, y durante el desayuno permaneció en silencio,
meditabunda, suspirando. Si conocía bien a Brett, éste aparecería en cualquier
momento del día, probablemente con un rollo de alambre para el viñedo, y
definitivamente con otra de sus propuestas prosaicas. ¡Vaya, pues en esta
ocasión verdaderamente debería aceptar su proposición! Al fin y al cabo,
deseaba formar una familia y apreciaba a Brett. Además, nunca rejuvenecería y
no quería sentir que el amor había pasado de largo a su lado. A veces pensaba

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que, probablemente, sería la única mujer virgen a los veintisiete años de


Australia. O del mundo. Volvió a suspirar.
—Mon Dieu! —exclamó Marc—. ¿Qué te ocurre?
¿Tienes asma?
Jane hizo una mueca.
—No.
Se levantó bruscamente, apartando a un lado su taza de café, y se dirigió
hacia las puertas acristaladas que conducían al jardín.
—¿Adonde vas? —le preguntó Marc, con el ceño fruncido.
Jane se detuvo con la mano en el picaporte y se volvió. Sintió que despertaba
en ella un hormigueo de excitación no deseado cuando recorrió con la mirada
cada detalle de su cuerpo, desde el cabello peinado hacia atrás sin esmero, los
ojos entornados y la sonrisa torcida, hasta el cuerpo musculoso que tensaba el
tejido del albornoz. Se estremeció y desvió la mirada.
—Al jardín —respondió, y luego prosiguió como si hablara consigo misma—.
¡Nadie me quiere, todo el mundo me odia, y me marcho a comer lombrices al
jardín!
La mirada perpleja de Marc casi le hizo estallar en carcajadas cuando salió a
respirar el aire fresco del jardín. Por fortuna estaba aguantando el buen tiempo.
Aunque hacía frío a primera hora, no había nubes en el cielo y el día sería
soleado. Si continuaba el buen tiempo, pronto tendría una excelente cosecha.
Sin embargo su optimismo duró poco y pronto dio paso a la desolación. ¡Su
vida era un desastre! Iba a perder su hogar y el único sustento de su vida. Nadie
la amaba, excepto Brett, y en realidad deseaba que no lo hiciera. ¡Y, lo peor de
todo, estaba atrapada en aquella situación ridícula y humillante con Marc Le
Rossignol, a quién deseaba y odiaba con igual fervor!
Iba por la tercera vuelta al jardín, cuando oyó el sonido de una furgoneta en
la parte trasera de la casa. Se animó de inmediato. ¡Debía ser Brett! Sintiéndose
como si estuviera a punto de pasar al quirófano del dentista, se sentó en la mesa
de pino próxima a la barbacoa. Si Brett le proponía el matrimonio, aceptaría, se
prometió a sí misma. De ese modo, haría feliz a Brett y se libraría para siempre
de Marc.
Poco después apareció Brett con una lechuga bajo el brazo.
—Feliz cumpleaños.
—Gracias.
—Te he traído una manga de riego. Pensé que preferirías algo práctico.
—Gracias. Es un detalle muy amable por tu parte.
—No es para tanto. Y supuse que te vendría bien una lechuga de mi huerta.

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Brett dejó la lechuga sobre la mesa y luego tomó entre sus brazos a Jane
cuando ésta se levantó. Tenía la cara tan colorada como siempre, la expresión
afable, y Jane deseó responder al fervor emocionado que veía brillar en sus ojos.
Pero, por alguna razón, no pudo. En el último momento, cuando Brett se inclinó
para besarla, apartó la cabeza y el beso aterrizó en la mejilla en lugar de los
labios.
—Ah, vamos, Jane. Puedes hacerlo mejor. Dame un beso como es debido.
Jane sintió el impulso de echar a correr, pero se quedó inmóvil cuando miró
hacia la cocina y vio a Marc asomado tras las puertas acristaladas. Y entonces
pensó locamente en decir a Brett que amaba a Marc y volar a sus brazos. ¿Cómo
podía ser tan estúpida? En lugar de eso, entrelazó los brazos alrededor de la
cintura de Brett y le besó en los labios. Brett se quedó asombrado primero, y
luego encantado. Le devolvió el beso con un fervor cálido y húmedo,
desagradable.
—Ah, eso es —exclamó él en tono aprobador—. ¡Sabía que te rendirías si
tenía suficiente paciencia! Mira, Jane, ¿qué me dices si nos dejamos de tonterías
y nos casamos ahora mismo?
Jane lo miró horrorizada. Era la proposición que esperaba, la que tenía
intención de aceptar. Abrió la boca para decir que sí y se vio asaltada por un
pánico ciego que la dejó sin habla.
—¡No! —gritó al fin, apartándose del perplejo granjero—. Lo siento, Brett,
eres un hombre muy, muy agradable, pero no te amo y nunca te amaré. Ahora,
por favor, ¡vete!
En su acelerada huida, casi tumbó a Marc al topar con él.
—¡Aparta! —exclamó, percibiendo confusamente las fuertes manos que
aferraban sus brazos para que no perdiera el equilibrio.
Y percibiendo también el olor intenso y viril del cuerpo tan cercano al suyo,
del brillo interrogante de aquellos ojos castaños. Se le ocurrió que no tendría
ninguna duda a la hora de besar a Marc o aceptar una propuesta matrimonial
suya. Le dio un violento empujón y corrió hacia las escaleras.
—¡No permitas que me siga! —le dijo sin parar de correr, y desapareció.
A pesar de lo mucho que deseaba encerrarse en su habitación para no volver
a salir jamás, no pudo sino detenerse arriba de las escaleras para ver qué
ocurría. Poco después oyó los pesados pasos de Brett en la cocina.
—¡Apártese de mi camino, amigo! —lo oyó decir en tono bastante afable.
Estirando el cuello, Jane vio que Marc le cerraba el paso con igual afabilidad.
—Ella no quiere verlo —explicó Marc con voz tranquila teñida de frialdad.
—Bueno, a ver si me entiende. No he venido aquí para perder el tiempo ni
para molestar a Jane, sabe. Quiero pedirle que se case conmigo.

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—Lo siento por usted. Pero parece que ya le ha dado una respuesta, y ésta es
no.
—Es por culpa suya —replicó Brett en tono acusador—. Viene aquí, le mete
en la cabeza sus estrafalarias ideas extranjeras. Apuesto a que está intentando
que se vuelva contra mí para disfrutar de una aventurilla asquerosa con ella y
luego marcharse dejándola con el corazón roto.
—Lo que haya entre Jane y yo no es asunto suyo —afirmó Marc con altivez
aristocrática—. Sin embargo, ya que parece un buen hombre, le diré una cosa.
De hecho, Jane y yo nos entendemos bastante bien. Naturalmente, en estas
circunstancias, no quiere complicarse la vida con ningún otro hombre. Ni yo lo
consentiría.
—¡Pero si sólo lleva aquí dos semanas! ¿Cómo diablos puede haber llegado
tan lejos en tan poco tiempo? —Olvida que Jane pasó seis meses en Francia.
Brett frunció el ceño, titubeando.
—¿Quiere decir que ya la conocía antes de venir aquí? Marc se limitó a
enarcar las cejas levemente, sugiriendo una respuesta afirmativa.
—¡Vaya, ella nunca me dijo nada! —¿Por qué iba a decírselo? Jane le
considera un amigo muy querido, ciertamente, pero sin duda no querrá hablar
con usted de su vida amorosa.
—Oh, ¿entonces el amor es la cuestión? Bien, mejor que así sea, amigo,
porque le diré una cosa: No voy a pelear con ningún tipo que se gane con juego
limpio a Jane, si ella en verdad le prefiere. ¡Pero, si se aprovecha de ella y sus
intenciones no son serias, le haré tragarse sus resplandecientes dientes!
—¿Estaría considerando la compra de esta casa si mis intenciones no fueran
serias? Ahora, vamos, Brett, Jane le ha pedido que se marche. Por favor, váyase
sin armar un escándalo y seguro que pronto nos reuniremos todos a tomar una
copa como buenos amigos.

—De acuerdo —refunfuñó Brett—. Pero, tenga cuidado, amigo, porque no le


perderé ojo, ¿me entiende?
Cuando oyó el motor de la furgoneta que partía, Jane bajó las escaleras y
entró en la cocina, abochornada. Sentía consternación, remordimientos por
haber provocado la escena besando a Brett. Al mismo tiempo, se sentía
agradecida a Marc por haberse librado de Brett, y avergonzada por las mentiras
y medias verdades que le había oído decir para conseguirlo. ¡Y su inquietud
creció al ver a Marc tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido!
—¿Qué significa todo este lío? —preguntó Marc con una extraña mirada.
Jane pestañeó.
—¡No me preguntes! ¡Podría morirme de vergüenza!
—Parece que eres una mujer bastante frívola y poco digna de confianza.
Besas al pobre hombre apasionadamente en un momento, y en el siguiente le

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ordenas que se vaya y me pides que le eche. Si voy a tener que actuar como un
matón de discoteca, al menos quiero saber la razón.
—¡Oh, no lo comprenderías! Mira, es mi cumpleaños, y sabía que Brett se
declararía. Siempre lo hace en esta fecha. Sólo que esta vez iba a aceptar su
proposición, pero entonces me regaló la lechuga y yo lo besé, y luego dije que
no y me siguió.
—Oh, eso aclara las cosas —observó Marc con cierto brillo burlón en la
mirada.
—¡No te rías de mí! ¡Esto es serio!
—¡Por supuesto que es serio! Una proposición matrimonial siempre es una
cosa seria. Pero no me has explicado la cuestión esencial. Cuando este excelente
joven vino a declararse con una lechuga, ¿por qué una lechuga?, me pregunté.
¿Por qué no un ramo de rosas? ¿Por qué le rechazaste?
—Porque no lo amo. Y pensé que podría aceptarle a pesar de ello, pero no
pude.
—¡Claro! ¿Y por eso le besaste con los ojos cerrados, como una loba en celo?
—¡Estabas espiándome!
—No pude evitarlo. Estaba cerca de las puertas del jardín y todo ocurrió
antes de que pudiera apartarme. Dabais una imagen patética, debo decir. Como
beso, no fue impresionante.
—¿Oh, de verdad? ¿Debo suponer que tú puedes hacerlo mejor?
—No lo dudes.
Antes de que pudiera reaccionar, Jane se vio envuelta entre sus brazos y
lanzó un gemido. Fue el último sonido que hizo durante un buen rato.
Apenas capaz de respirar, se vio besada con un ardor que le dio vértigo.
Sintió una corriente eléctrica de alto voltaje que cosquilleaba por todo su
cuerpo. Su resistencia se desvaneció. Se derretió entre los brazos de Marc,
alzando los labios temblorosos en busca de los suyos cuando el abrazo se hizo
más fuerte. Cerró los ojos y se dejó llevar por una ráfaga de excitación cuya
intensidad la impresionó. Nunca había sentido nada igual. Un calor palpitante
se extendía por cada poro de su cuerpo, sus pezones se endurecieron, un
torbellino de sensaciones que atraían su atención. Era profundamente
consciente de la presión insistente del cuerpo viril de Marc, de las caricias de
sus manos por la espalda, rítmicas y absorbentes, del aroma embriagador y
masculino que emanaba en oleadas. En aquel momento de locura, tan sólo
deseaba liberarse de la ropa que la oprimía y ofrecerse a él sin ningún pudor.
Pero cuando Marc llevó las manos sobre sus senos, se apartó lanzando un
gemido.
—¡Marc, no!
Él hizo que alzara la barbilla y la miró con ojos encendidos como brasas.

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—Pensé que me deseabas —murmuró con voz ronca.


Jane estaba demasiado turbada como para no ser completamente sincera.
—Te deseaba… te deseo. Pero…
Retrocedió dos pasos, turbada, las mejillas ardiendo.
—Pero eres una buena chica que no anda jugueteando con hombres que
apenas conoce.
«¿Jugueteando?», pensó Jane. ¿Eso era todo lo que había sido para él ese beso
que había encendido toda clase de pasiones desconocidas en su interior?
—Así es —respondió con frialdad, dándole la espalda.
Marc la asió por un brazo.
—¿Sabes que tienes los ojos verdes más encantadores que he visto en la vida?
—¿Oh, de verdad? ¿Por eso me besaste, por mis encantadores ojos verdes?
—Exactamente —replicó Marc con expresión divertida.
Lanzándole una breve y furiosa mirada, Jane supo que no le había afectado el
encuentro tanto como a ella. Oh, Marc sin duda se había excitado. Ella lo había
notado en su mirada entornada, en la tensión de sus músculos, en la presión
dura y caliente que se lo hacía saber. Pero sus sentimientos no estaban
implicados en el asunto. La arrogancia indiferente con la que Marc Le Rossignol
contemplaba el mundo permaneció inmutable. Jane se vio asaltada por un
sentimiento rabioso, vengativo. Tenía ganas de pegarle, de herirle, de conseguir
que se sintiera vulnerable como el resto de los mortales.
—Te odio —murmuró sin aliento—. Ojalá no hubieras aparecido nunca por
aquí.
—Entonces, ¿qué piensas hacer para solucionar tu problema? —replicó Marc
para provocarla.

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CAPITULO 3
—HARÉ cualquier cosa para que te marches de aquí —prometió Jane.
—¿Trucos sucios incluidos?
—¡He dicho cualquier cosa!
Lanzó a Marc otra mirada encendida antes de cruzar la habitación. Cuando
iba a abrir las puertas acristaladas del jardín, Marc la alcanzó e hizo que se
volviera.
—¿Vas a comer lombrices otra vez? —le preguntó en son de burla—. Tengo
una idea mejor. ¿Por qué no comes conmigo?
—Acabo de desayunar.
—Quiero decir más tarde, naturalmente. Ya es hora de que nos conozcamos
mejor.
—No, gracias.
Marc frunció los labios.
—Considéralo una orden. Forma parte de tu trabajo mantenerme informado
sobre la marcha de las cosas en el viñedo. Podrás hacerlo mientras comemos.
Jane hizo una mueca de desagrado, pero Marc permaneció impasible,
observándola con una leve expresión sarcástica.
—De acuerdo —respondió ella por fin.
—¿Te gustaría comer en algún sitio en especial? —le preguntó Marc,
dedicándole una sonrisa triunfante.
Por un momento, Jane tuvo la tentación de llevarle a un antro especialmente
repulsivo, donde había probado con Brett una vez las hamburguesas más
repugnantes de toda su vida. Desde entonces apodó al lugar «La Esponja
Grasienta», pero estrategias infantiles de esa clase sólo servirían para irritar a
Marc sin conseguir nada.
—Podríamos ir al Moorilla Winery. Tienen un viñedo familiar como el que
yo quiero establecer aquí. Está en las afueras de Hobart, a orillas del río
Derwent, y tiene un restaurante muy agradable. Quizá te interese probar
algunos de sus vinos.
—Buena idea —convino Marc en tono aprobador.
Poco después de la una se adentraron en la serpenteante carretera que
conducía a las bodegas Moorilla. El sol otoñal resplandecía sereno, reluciendo
sobre las perfectas hileras de viñas verdes, sobre las aguas azules del río, y
calentando el suelo de terracota en la entrada del restaurante. Observando las
mesas invitadoras que había en la terraza, Marc dirigió a Jane una mirada
interrogante.
—¿Por qué no comemos fuera? —sugirió—. El día lo merece.

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—Como quieras. Pero no esperarás que el buen tiempo se prolongue,


¿verdad? Aquí los cambios son muy bruscos. Tenemos tempestades, incendios,
temporales de frío y lluvia. Hay muchas cosas que podrían arruinar tu cosecha.
Marc esbozó una sonrisa.
—Tengo la ligera sensación de que pretendes echarme de aquí, pero no te lo
tendré en cuenta. En parte es verdad lo que cuentas, lo sé. Los veranos de
Tasmania son más fríos que los franceses, y también sé que aquí en Moorilla
hacen un vino bastante bueno y quiero probarlo ahora mismo. Por tanto, ¿por
qué no dejas de contarme historias atroces y te unes a mí?
El tono de Marc era amable, pero su proposición constituía una orden más
que una invitación. Hirviendo por dentro, Jane se vio forzada a obedecer. Una
vez informado de los intereses de Marc, el camarero les llevó sobre una bandeja
un surtido de vinos para que los probaran. A pesar de su irritación, Jane pronto
se concentró en la cata, saboreando los vinos, comparándolos y discutiendo con
Marc sobre su calidad. Tras probar tres vinos blancos y dos tintos, cayó en la
cuenta de que estaba muerta de hambre.
—¿No quieres comer? —apremió a Marc.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó él, hojeando una carta.
—Creo que deberías probar el plato combinado de especialidades típicas, y
de segundo tal vez carne o pescado.
Poco después tuvieron ante ellos unos platos de ternera ahumada,
codornices, ostras crudas y otros entremeses tentadores.
—La comida es excelente —afirmó Marc, obviamente sorprendido.
Jane sintió un placer momentáneo que rechazó de inmediato. Siempre se
había sentido orgullosa de la isla donde vivía, y disfrutaba introduciendo a los
extraños a su gastronomía elaborada, pero no quería que Marc comenzara a
mostrar apego al lugar. Ni tenía intención de bajar la guardia y dejarse seducir
por él.
—Bueno, la comida de Tasmania es bastante buena —afirmó con tono
despreocupado—. Pero no creo que te agradara vivir aquí. Esto es el fin del
mundo. Sin duda echarías en falta las tradiciones de Francia, su cultura, sus
monumentos…
Marc esbozó una leve sonrisa.
—Olvidas que pretendo disfrutar de lo mejor de ambos mundos. Europa,
para la tradición y la vida cosmopolita y sofisticada; esta isla, para la gran
escapada. Burdeos la mitad del año, Tasmania el resto. ¿Qué podría ser mejor?

—¿Vives en Burdeos? —preguntó Jane, renunciando por un momento a la


hostilidad.
—Sí. ¿Lo conoces?

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—Hum. Es una tierra hermosa.


—Muy hermosa —convino Marc rotundamente—. Nunca he sabido decidir
cuál es la estación más espléndida. En verano, con las viñas exuberantes y
verdes, y el sol que ilumina hasta las más oscuras emociones. O en otoño,
cuando celebramos grandes fiestas después de la cosecha. O en primavera,
cuando los bosques se llenan de flores. O incluso en invierno, cuando las tierras
son frías y las cepas oscuras parecen dormitar en la nieve.
Jane lo miró preocupada, sintiéndose conmovida a su pesar ante la calidez
con que hablaba de su tierra natal. Parecía un hombre muy sensible, pero Jane
reaccionó enseguida. ¿Marc Le Rossignol, sensible? ¡Nunca! Tenía la
sensibilidad de una manguera. Aun así, se sentía intrigada por sus palabras
respecto a Burdeos. ¿No le había mencionado en otra ocasión que poseía un
viñedo en aquella región?
—¿No me dijiste que tú familia llevaba quinientos años produciendo vino en
Burdeos?
——Ouí.
¡Quinientos años! La mera idea puso a Jane la carne de gallina.
—¡Qué maravilla pertenecer a una familia con una tradición de ese calibre!
¿Cómo es el viñedo? ¿Y tu familia? Cuéntamelo.
Marc encogió los hombros.
—El equipo es antiguo, y bastante achacoso en parte. Y a la casa le ocurre lo
mismo. Está en las afueras de St Sulpice, un pueblecito bellísimo. Y te diré una
cosa: si te gustan las tradiciones, en Burdeos te sentirías en la gloria. A veces
tengo la impresión de que la mano de la tradición pesa sobre todas las cosas,
pero es maravilloso a pesar de ello. Todo el mundo se conoce en el pueblo, y
existen pequeños rituales para todo, desde la elaboración del vino hasta la
forma de tomar café en una terraza. A veces es bueno, pero otras tengo la
sensación de que me aplasta el pasado.
—¿Qué quieres decir?
—Te pondré un ejemplo. Un tipo de uva de nuestros viñedos pertenecía a
una antigua variedad cuya cosecha es muy complicada, y sólo se utilizaba para
elaborar un vino bastante ordinario. Siempre me irritó el asunto, y un buen día
tomé una decisión y levanté las cepas, usando gas mostaza para fumigar la
tierra. Luego planté otra clase de viñas. Mon Dieu!, la que se armó! Cualquiera
hubiera pensado que había gaseado a la gente del pueblo. Todo el mundo se
alzó en contra mía, mis amigos y mi familia incluidos, echándome en cara mi
naturaleza destructiva y violenta. Todavía recuerdo a mi padre con su vieja
boina enfundada y lágrimas en los ojos, lamentándose de que hubiera llevado la
vergüenza a la familia Le Rossignol.
Jane se imaginó la escena y sonrió. Evidentemente, Marc pertenecía a una
familia humilde, a pesar de sus modales aristocráticos. De alguna forma, Jane se

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ablandó un poco, sobre todo debido a la nota de cariño que percibía en su tono
aparentemente indignado.
—Aprecias mucho a tu familia, ¿verdad? —le preguntó con cierto deje de
envidia.
—Por supuesto que sí. Pero es una familia como otra cualquiera. Les quiero a
todos y todos me vuelven loco. Desde el primero, hasta el último. Jane
pestañeó.
—¿Cuántos sois?
—Bueno, está mi padre, jubilado ya, pero que sigue ocupándose de algunas
tareas en la bodega. Mi madre, cuyos intereses principales son la cocina, el
jardín y sus nietos. Tengo dos hermanos pequeños, Paul y Robert, ambos
casados, y ambos viticultores aferrados a la tradición. Y, por último, Laurette,
mi hermana pequeña, que es licenciada en Química y se dedica a la
investigación. Te agradaría Laurette. Ha vivido en Estados Unidos y tiene una
mente abierta, pero hasta ella se ha comprometido con una viticultura
tradicional. Y sólo quedo yo, el rebelde, el alborotador, el destructor de los
antiguos vinos sagrados. «¡Buena cosa que se haya marchado a Australia», se
dicen mis queridos parientes unos a otros, estremeciéndose de alivio. «¡Así tal
vez nuestras viñas se librarán de la destrucción!»
Jane esbozó una sonrisa sin poderlo evitar.
—Una curiosidad. ¿Qué tal salieron las viñas que plantaste?
Ahora sonrió Marc.
—Muy bien. Conseguimos una producción tres veces mayor que antes, y la
vendimia resultó mucho más sencilla. Esta es en realidad la verdadera razón
por la que mi familia jamás me ha perdonado.
—Supongo que aún así te seguirán queriendo, ¿no? —dijo Jane con voz
teñida de melancolía.
—Por supuesto. Pero noto algo raro en tus palabras. ¿Acaso temes no contar
con el cariño de los tuyos?
A Jane le alarmó su capacidad de percepción, y tornó a replegarse como una
tortuga asustada en su caparazón. Se encogió de hombros.
—No tengo una familia numerosa precisamente, sólo a mis padres.
—Un padre que intenta vender la finca de la familia a tus espaldas —
murmuró Marc pensativamente—. ¿Qué me dices de tu madre? ¿Aún vive?
Jane tragó saliva y bajó la mirada, deslizando un dedo sobre el borde de su
copa de vino.
—Sí, pero no podría decirse que sea una madre convencional.
—¿No tienes hermanos ni hermanas?
—No. Mis padres nunca llegaron a entenderse bien, y se divorciaron cuando
tenía diez años. Mi madre había trabajado de arquitecto en Melbourne y, tras la

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separación, se marchó lanzando un gran suspiro de alivio para reanudar su


carrera.
—Y tú te irías con ella, claro.
—No. No me deseaba. Oh, dijo que me dejaba porque a mí me encantaba la
granja y, por tanto, no podía soportar la idea de separarme de ella, pero en
realidad yo quería seguir a su lado a toda costa. No me deseaba, ésta era la
verdadera razón, ni más ni menos.
Incluso ahora, con veintisiete años, no podía disimular el dolor. «¿Por qué le
cuento todo esto?», pensó acalorada. Nunca se lo había dicho a nadie.
Horrorizada, vio que Marc posaba una mano en la que tenía libre.
—Pauvre petite —murmuró.
—¡No, no soy una pobrecilla! Soy dura y no tengo escrúpulos; más te vale no
olvidarlo.
En aquel momento les llevaron el plato fuerte, interrumpiendo la discusión.
Durante el resto de la comida, Jane no dejó de percibir el perezoso escrutinio de
Marc, y le costó seguir el hilo de la conversación. Mientras hablaban de la lluvia
y los tipos de uva, sus pensamientos volaban una y otra vez hacia el beso que
Marc le había dado, y también hacia lo que habían hablado sobre sus
respectivas familias.
Deseo no haberle contado todo ese rollo sentimental acerca de su madre,
como si hubiera sido una pobre huerfanita digna de compasión, abandonada en
una cesta frente a una puerta cualquiera. Temía que Marc conociera la
naturaleza de sus inseguridades más profundas y se aprovechara de ello.
Jane prefería que la gente la considerase una mujer decidida y dura de pelar,
y no blanda como un merengue. En realidad era un cúmulo de contradicciones.
Por carácter siempre había sido confiada e impetuosa, abierta a los sentimientos
y con un genio muy vivo. Por otra parte, el temor a que ninguno de sus padres
la quisiera de verdad había sido siempre un tema tabú que nunca confesó a
nadie. Hasta entonces. ¿Por qué se lo habría dicho a Marc??? Acaso porque él
tenía la habilidad de sacarle cosas que no quería decir.
Y doblaba su irritación que fuera un hombre tan impenetrable y seguro de sí
mismo. ¿No se suponía que los franceses eran hombres apasionados, volubles y
de sangre caliente? ¡Pues vaya, éste no lo era! Este tenía la fuerza reposada de
un volcán dormido, y sólo la explosión ocasional de ira o deseo daba indicios de
las profundidades ardientes que podían latir bajo la apacible fachada. Recordó
el brillo de sus ojos cuando la besó, y comenzó a albergar la convicción secreta
de que, en las circunstancias apropiadas, Marc Le Rossignol podía estallar y
perder por completo el control. De súbito sintió ganas de provocarlo, de hacerle
perder los estribos y hervir de… ¿de qué? ¿De pasión, de rabia, de celos? ¿Pero
cómo podría despertar dichas emociones en él? ¿Y por qué iba a desearlo?
Cayó en la cuenta de que Marc había dejado de hablar de viñedos y ahora
estaba concentrado en la seria tarea de probar su vino y saborear el bistec. Su

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ensimismamiento concedió a Jane la oportunidad de observarlo a placer.


Comenzó por las facciones que parecían labradas en piedra, la mandíbula
robusta y la sonrisa torcida. Descendió sobre la camisa Pierre Cardin hasta las
manos bronceadas que tenía apoyadas en la mesa. Le produjo una extraña
sensación de intimidad observar el vello oscuro que rodeaba la cadena de su
Rolex, los dedos largos, fuertes y sensibles a la vez.
«¿Cómo será en la cama?», se preguntó Jane, sonrojándose, llena de
consternación y excitación ante las imágenes sensuales que de inmediato
pasaron por su mente. ¿Qué le estaba ocurriendo? En toda su vida, jamás había
estado sentada mirando a un hombre e imaginando cosas tan escandalosas y
deliciosas. «Me gustaría desabrocharle la camisa lentamente, y deslizar las
manos sobre la mata de vello que cubre su pecho», pensó. «Y luego descender
hasta posar las manos en su cinturón… Lo desabrocharía y luego le acariciaría
la piel, sintiendo aumentar su dureza y calor. O… ¡ya lo sé! Me gustaría estar en
la cama con él, los dos desnudos, y le cubriría de fruta. Fresas con nata desde el
ombligo hacia abajo, y le mordisquearía y lamería lentamente, descendiendo
más y más, hasta…»
Tragó saliva y cerró los ojos por un momento, dejando escapar un leve
suspiro. «O tal vez en un lago de agua cristalina. Nos quitaríamos la ropa y
nadaríamos, y luego de repente él me envolvería entre sus brazos y me besaría
igual que esta mañana y…»
—¿Qué te apetece más? —preguntó Marc con voz acariciante.
Jane se sobresaltó y lo miró horrorizada. ¿Le habría leído los pensamientos?
Entonces advirtió que la camarera había regresado para llevarse los platos y
estaba ahora ofreciéndoles dos cartas de postres. Poco a poco se apagó el
intenso color rosa de sus mejillas y, musitando algo inaudible, Jane tomó la
carta.
—¿Qué te apetece más? —repitió Marc—. ¿Tarta de queso, pasteles de coñac,
o fresas con nata?
Jane se atragantó.
—Las fresas, no —murmuró—. Cualquier cosa menos eso.
Marc le dirigió una mirada extraña pero, por fortuna, no le hizo ninguna
pregunta.
Acabaron de comer en silencio y, en el viaje de regreso, Marc parecía
preocupado por algo. Jane agradeció la oportunidad de recobrar la calma y,
cuando sus emociones turbulentas amainaron, decidió que probablemente
padecía una crisis de mediana edad bastante temprana. Desequilibrio
hormonal, eso era. Pero debía dominarse. Sin duda Marc Le Rossignol era un
hombre atractivo, bien parecido, de una arrogancia indiferente, capaz de
encender a cualquier mujer que tuviera sangre en las venas. Pero el hecho de
que sintiera una atracción física y primitiva hacia él no significaba que estuviera
enamorada. Y sólo el amor podía disculpar la forma irracional en que estaba
comportándose. Era ridículo, pues apenas sabía nada de él. Incluso cabía la

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posibilidad de que estuviera casado o comprometido. La idea le causó tal


sobresalto que soltó la pregunta sin poder contenerse.
—No estás casado, ¿verdad?
Marc la miró sorprendido.
—No. ¿Por qué?
—Oh. Vaya. Por nada en especial. Sólo… ya sabes, por hablar de algo —
balbuceó Jane.
«¡Serás mema!», se reconvino alterada. «¡Imbécil! ¿Qué pretendes? ¿Qué crea
que eres la tonta del pueblo? Y puestos en ello, ¿por qué no le cuentas la verdad
y le dejas helado? Díle algo así como: Oh, simplemente me preguntaba si ya te
habrían pescado, porque me gustaría acostarme contigo.»
A Jane se le pusieron los ojos como platos cuando se mordió el labio superior
con los dientes por miedo a que se le escaparan las palabras de la boca. Marc la
observaba, y parecía bastante incómodo.
—¿Por qué haces esas muecas tan raras?
—No hago ninguna mueca —se apresuró a responder Jane—. Sencillamente,
soy así.
—No, no lo eres. Normalmente, eres una mujer muy bonita pero, cuando
sacas la mandíbula de esa manera, pareces una fiera asediada en un rincón. ¿Es
la terrorífica palabra «matrimonio» la que te afecta de esa manera?
—¡No!
—¿Acaso has pasado por la amargura de un matrimonio fracasado?
—¡No! Ni he estado casada, ni tengo intención de estarlo.
—¿Por qué no? ¿Odias a los hombres? No puedo evitar la sensación de que
alguna experiencia negativa te ha amargado el carácter.
—¿No podemos hablar de otra cosa?
—Empezaste tú. Me preguntaste si estaba casado.
—Bueno, olvídalo, ¿de acuerdo? Ha sido una pregunta estúpida por mi
parte. ¡De todas maneras, nadie me ha amargado el carácter!
—Oh, ya lo veo. Y esas extrañas miradas que me lanzas, ¿no representan
hostilidad?
—Yo… no —tartamudeó Jane.
—¿Y eres perfectamente amigable conmigo? Jane volvió la mirada hacia la
ventanilla, sintiéndose atrapada. No podía decirle que sentía un profundo
resentimiento hacia él por haberse adueñado de su casa, arruinando sus sueños,
pero que, por otra parte, sentía una increíble atracción sexual hacia él. Así las
cosas, le dedicó una sonrisa forzada.
—Oh, sí, perfectamente amigable.

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Marc asió una de sus manos con fuerza.


—No mientas, Jane. Sé que me odias. Seamos sinceros. Aquí tenemos un
choque de voluntades que supone un verdadero desafío. Tú quieres librarte de
mí, y yo quiero quedarme. Ya te lo advierto: ganaré yo.
Jane rabió en silencio durante el resto del viaje, deseando perder de vista
cuanto antes a su odioso acompañante. Marc no regresó directamente a la casa,
sino que se detuvo en la entrada del viñedo para examinar las uvas. Probó una
y asintió pensativamente.
—Ven aquí —ordenó a Jane.
A Jane no le hizo ninguna gracia su brusquedad, pero a ella también le
interesaba conocer el estado de las uvas. Estaba a punto de extender la mano
hacia un racimo, cuando Marc le metió una uva en la boca. El breve roce de sus
dedos bastó para provocar un estremecimiento que fue muy mal acogido. Jane
procuró concentrarse en saborear el zumo dulce y cálido de la uva.
—Creo que podremos recogerlas la semana que viene —proclamó Marc—.
¿Estás de acuerdo?
Jane asintió.
—Y ahí empezará la verdadera fiesta —añadió él con los ojos chispeando—.
Podemos elaborar juntos el vino.
Jane procuró con todas sus fuerzas no dejarse arrastrar por la ilusión de su
oponente.
—Podrían surgir muchos problemas —observó para desanimarle—. Tal vez
llueva…
—Cierto, pero si todo sale bien me sentiré muy satisfecho. Probablemente me
quedaré.
Jane torció los labios.
—Entonces supongo que no esperarás que te desee buena suerte.
Marc lanzó un suspiro de irritación y asió a Jane por el brazo. Aparentemente
iba a decir algo, pero entonces sacudió la cabeza y apretó los dientes. Cuando
habló por fin, lo hizo con sequedad.
—Sube. Te llevaré a casa.
Jane sintió una pequeña satisfacción al haber conseguido enfadarle. Le apartó
la mano.
—No, gracias. Prefiero caminar.
La casa no se hallaba demasiado lejos pero, cuando llegó Jane, el coche ya
estaba aparcado y la puerta trasera abierta. Marc se había desvanecido
aparentemente. Estaba llegando a la puerta cuando oyó el zumbido del fax en el
estudio y aceleró el paso. Marc bajaba las escaleras corriendo y tropezaron en el
vestíbulo.

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—Hay un fax —dijo Jane.


—Ya lo oigo —respondió Marc—. Voy a ver qué dice.
Jane abrió la boca para protestar, pero pensó que lo más probable es que el
fax fuera para Marc y no para ella. Un amargo recordatorio más de que él era el
propietario de la casa y ella estaba allí debido a su tolerancia.
—Será mejor que vengas —gritó Marc desde el estudio—. Esto te afecta a ti
también.
Jane corrió a reunirse con él.
—¿De qué se trata? ¿Es de mi padre? ¿Ha ocurrido algo?
—No, es de Simone —respondió Marc en tono neutro, leyendo la hoja de
papel que tenía en la mano.
—¿Quién es Simone? —preguntó Jane, el ánimo yéndosele a los pies.
Marc seguía leyendo, y en su rostro se dibujó una expresión complacida. En
sus ojos se veía cierto asomo de burla cuando por fin alzó la cara.
—Simone Cabanou, una vecina mía de Burdeos.
Vendrá a la granja para conocer de cerca los métodos de los vinicultores
australianos.
Jane se vio asaltada por una oleada de amargura más intensa. Por lo general,
le agradaba tener invitados, pero le enfurecía sentir que ni siquiera le habían
consultado, sino tan sólo informado, respecto a aquella invitada en particular.
Obviamente, Marc no consideraba que la casa siguiera siendo suya. ¡Así se lo
llevara el infierno!
—Qué bien —dijo fríamente—. Estoy encantada.
—¿De verdad? —preguntó Marc, dirigiéndole una mirada escrutadora—. Lo
dudo.
Simone llegó tres días después. Por aquel entonces, Jane había dejado de lado
sus resentimientos, e hizo los preparativos que habría hecho para recibir a
cualquier otro invitado. Sábanas limpias en la cama de la mejor habitación para
visitas, crisantemos dorados y bermejos en un jarrón de cristal sobre la repisa de
la chimenea, y una caja de bombones y un par de revistas de cotilleos en la
mesilla de noche. Sin embargo, no tenía demasiadas ganas de conocer a la
misteriosa Simone en persona.
Para su sorpresa, Marc apareció a media tarde, cuando estaba
inspeccionando las tinajas, y le preguntó si le gustaría acompañarle al
aeropuerto para recibir a su invitada.
—Muy bien —respondió Jane, limpiándose las manos en los vaqueros—.
¿Pero no preferirías estar solo con ella?
Marc encogió los hombros despreocupadamente.

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—Tendré todo el tiempo del mundo para estar solo con ella más tarde —
replicó.
Su respuesta no satisfizo por completo a Jane. Durante el viaje hacia el
aeropuerto, incluso consiguió sobreponerse al desagrado innato que le producía
hacer preguntas personales.
—¿Por qué viene Simone en realidad? —preguntó a quemarropa.
Marc estaba contemplando los prados dorados y las colinas azules que
recoman y se tomó su tiempo para responder, como si el paisaje le interesara
más que Simone.
—En parte por curiosidad, creo —dijo al fin—. Nos conocemos desde hace
muchos años y demostró mucho interés cuando le hablé de mi nuevo proyecto.
Nos hemos mantenido en contacto desde que vine, y tal vez quiera convencer a
su familia para introducir unas cuantas innovaciones australianas en sus
viñedos.
—¿También se dedica su familia a la vinicultura?
—Sí. Tienen un viñedo grande cerca del nuestro. Simone es economista y se
ocupa de todos los aspectos financieros del negocio. Precisamente la semana
pasada le hablé del sistema de espaldares movibles que usáis en Australia. Aquí
es una práctica común, pero en Francia constituiría un cambio revolucionario.
Simone está muy interesada en conocer el sistema a fondo y los beneficios que
podría reportar.
—Oh —murmuró Jane, algo aliviada.
Si la visita de Simone sólo se debía a motivos profesionales, tal vez no se
quedaría mucho tiempo. Por otra parte, viniendo del otro lado del mundo, sería
extraño que hiciera el viaje para pasar sólo unos días.
—¿Se quedará mucho tiempo? —preguntó, procurando disimular sus
sentimientos.
Marc le lanzó una mirada sorprendida.
—Se quedará todo el tiempo que quiera, por supuesto. Somos… viejos
amigos.
Su forma de pronunciar la palabra «amigos» hizo sonar campanadas de
alarma en la mente de Jane. «¿Amigos, o algo más?», pensó con recelo. A ella
misma le asombró la antipatía que sintió. Ni siquiera conocía a Simone, y cabía
la posibilidad de que la pobre mujer fuese una buena persona. Se dijo que su
desagrado instintivo sólo se debía a la invasión de su hogar, pero tenía la
molesta sensación de que la culpa podía ser de los celos. ¡Qué estupidez! Marc
no significaba nada para ella. Sólo la había besado una vez, un incidente que era
mejor olvidar. Entonces, ¿por qué se indignaba al descubrir que Marc y Simone
eran viejos amigos? Mejor sería mirar el lado bueno de la cosa. Con un poco de
suerte, Simone hallaría el panorama en el viñedo tan descorazonador que los
dos harían el equipaje para marcharse de inmediato. Sin embargo, de alguna
manera, la idea de la marcha de Marc no la animó tanto como esperaba.

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El avión aterrizó a la hora prevista, a las cuatro y cuarto clavadas. Simone fue
de los primeros viajeros en aparecer en la sala de llegadas, y a Jane se le encogió
el corazón cuando la vio. La francesa parecía venir directamente de una
pasarela de modelos, y no de un vuelo horrible desde Europa. Alta y delgada,
lucía un traje de chaqueta y pantalón beige con bordes escarlatas de encaje. El
pelo negro recogido en un moño permitía admirar su cuello de cisne y sus
rasgos perfectos. El maquillaje parecía sacado de un salón de belleza, y
remataba su imagen con varios accesorios elegantes: pendientes de oro y perlas,
reloj lujoso de oro y bolso de piel. Cuando vio a Marc, sus ojos castaños se
iluminaron y esbozó una sonrisa radiante, revelando unos dientes blancos
perfectos.
—¡Marc!
—¡Simone!
Como arrastrados por un mismo impulso, corrieron a encontrarse,
intercambiaron un caluroso abrazo y se besaron las mejillas. Jane, dos pasos
atrás, no pudo sino admitir de mala gana que formaban una pareja de película.
Simone era casi tan alta como Marc, y ambos poseían el aura que otorga el
dinero, el poder y el buen gusto. Una vez finalizado el saludo, se produjo un
parloteo en francés que Jane no pudo seguir. Permanecía petrificada,
sintiéndose como una enana vestida con ropas procedentes de la caridad.
Simone además tenía una voz encantadora, un murmullo melodioso que hizo
volver la cabeza y dedicarle miradas de admiración a varios hombres que
pasaron. Por fin llegó a un alto el fuego cruzado de francés. Marc se volvió,
sonriendo todavía, posó la mano sobre un hombro de Jane y la llevó hacia
delante.
—Te presento a Jane —dijo en inglés—. Se ha pasado toda la mañana
arreglando tu habitación, Simone.
—Qui estcel C'est ta domestique! —preguntó Simone.
—Habla en inglés, chérie —le urgió Marc en tono reprobador—. Jane no
domina el francés. No, no es la criada. Es la hija del propietario del viñedo, y
sigue viviendo en la casa por el momento. Es un arreglo temporal, por
supuesto.
—Ya veo —dijo Simone pensativamente.
Extendió la mano de largas uñas pintadas de rojo escarlata hacia Jane. Su
apretón de manos careció de calidez, y su mirada fue escrutadora más que
amigable. No es que Jane pudiera culparla por su falta de simpatía. Ella misma
no estaba dando precisamente saltos de alegría. Prácticamente todas las
palabras de Marc le habían dolido de una forma o de otra. No le gustó que
Simone la tomara por una criada, y menos aún que Marc definiera su estancia
en la casa como un «arreglo temporal». Y peor aún eran sus sospechas
crecientes respecto a la naturaleza de la relación entre Marc y Simone. Acaso su
francés fuera limitado, pero sabía que chérie significaba querida. Estrechando la

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mano a Simone con la mayor brevedad posible, habló en un tono frío y tenso,
muy diferente de lo usual en ella.
—Bienvenida a Tasmania, Simone. Espero que disfrutes de una estancia muy
feliz.
«Y breve», añadió para sus adentros.

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CAPITULO 4
LA tensión fue en aumento durante los días que siguieron. A pesar de la
explicación de Marc, Simone ciertamente tendía a tratar a Jane como si fuera la
«domestique» de la casa, y Jane reaccionó pasando el mayor tiempo posible en
los viñedos y la bodega para evitarla. No era una solución perfecta, pues le
atormentaba pensar en lo que estarían haciendo en la casa Simone y Marc. No
sólo hablarían de espaldares movibles, de eso estaba segura.
Un día, Jane entró en el salón y se vio ante otro parloteo endiablado en
francés. Simone tenía las manos en las solapas de la camisa de Marc, y lo miraba
con una expresión fría y, de alguna forma, distorsionada en su cara bonita.
Marc le devolvía la mirada con el ceño fruncido y cara de aburrimiento.
Cuando crujió la pesada puerta de cedro ambos dejaron de hablar y volvieron
la cara hacia Jane. Simone apartó bruscamente las manos de la camisa de Marc,
cruzó la habitación con los senos palpitantes, se detuvo para lanzar a Jane una
mirada venenosa y luego desapareció.
—¿He interrumpido algo? —preguntó Jane con aire inocente.
—Sólo estábamos discutiendo sobre el coste por litro de los tanques de acero
inoxidable para almacenamiento —respondió Marc en tono inexpresivo.
—Es asombroso las cosas por las que se enfada la gente, ¿verdad?
—Asombroso —convino Marc secamente.
Jane dejó escapar un suspiro de irritación. Cuando se trataba de esta clase de
esgrima verbal, Marc podía vencerla sin despeinarse. Era evidente que él no
quería hablar del tema, pero algún demonio curioso incitó a Jane.
—Mira, Marc, tal vez no sea asunto mío, pero…
—Tienes razón. No es asunto tuyo —la interrumpió Marc.
Su brusquedad indignó a Jane.
—¡No hay necesidad de ser tan rudo! Simone es mi invitada en cierto modo
y, si está enfadada por algo, no puedo dejar de preocuparme por ello. Después
de todo, podría tener algo que ver conmigo.
Marc respiró profundamente y miró a Jane con expresión inescrutable.
—Tiene todo que ver contigo —murmuró—. Pero sigue sin ser asunto tuyo.
Marc rozó por un momento los labios de Jane con los suyos y luego salió de
la habitación sin mirar atrás. Jane se tocó la boca y se estremeció. Aún podía
sentir la calidez hormigueante de su beso, pero sólo le había dejado una
sensación misteriosa de infelicidad. «Le deseo, pero no confío en él», pensó
desolada. «No tengo la menor idea de lo que hay entre él y Simone, pero sin
duda hay algo. Oh, ¿por qué habrá tenido que venir aquí?»
Por fortuna sus pensamientos tomaron un rumbo muy distinto a la mañana
siguiente, cuando Marc anunció que podían comenzar la vendimia. De
inmediato, Jane se colgó al teléfono para llamar a la gente que se había ofrecido

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a trabajar. Vendimiadores no faltaban. Había muchos quinceañeros deseosos y


felices de conseguir un dinero extra, y algunos de sus viejos amigos se habían
ofrecido a echarle una mano sólo por divertirse con la faena.
Al día siguiente, poco después de amanecer, llegaron los vendimiadores y
Jane se pasó más de una hora repartiendo espuertas, guantes de jardinería y
tijeras de podar. Entonces comenzó el trabajo de verdad, horas y horas cortando
racimos de uvas, llenando las espuertas y vaciándolas luego en recipientes de
mayor tamaño. Resultaba una tarea agradable, con el sol resplandeciente y las
verdes hojas de las viñas meciéndose al compás de una suave brisa, pero
después de la comida el ritmo de Jane comenzó a decrecer. Al final de la
jornada, tenía las muñecas doloridas, la cara y los brazos quemados, y la ropa
polvorienta y pringada de zumo. Peor aún, tenía arranques de hambre tan
severos que, en varias ocasiones, podría haber jurado que olía a asado jugoso de
carne.
—¿Qué te parece si invitamos a todos a cenar en Richmond? —preguntó a
Marc con voz fatigada mientras observaban la última carga de uvas en el
tractor.
—Tengo una idea mucho mejor —afirmó Marc—. He decidido seguir la
antigua tradición de Burdeos y he organizado una cena con baile para los
vendimiadores.
—¿Una cena con baile? —repitió Jane alarmada—. Pero, ¿cuándo? ¿Cómo?
¿Quién hará la comida? ¿Y los músicos?
—He encargado la cena a un servicio de catering, y he contratado a unos
músicos.
—Yo no puedo permitirme…
Marc puso dos dedos sobre los labios de Jane.
—Corre a mi cuenta. Ahora, vamos, quiero que todo el mundo se reúna en el
granero cuanto antes.
Estaban acercándose al granero cuando Jane advirtió que el olor a carne
asada no había sido una alucinación. Cuando Marc ofrecía una fiesta, sin duda
lo hacía con clase. Estaban asando a la barbacoa un enorme buey frente al
granero, y el aroma hacía la boca agua. Procedentes del granero se oían risas,
voces e instrumentos musicales que estaban afinando.
—¿Qué hacen todos aquí? —preguntó Jane—. ¿Soy la única que no sabía lo
de la fiesta?
Marc, divertido por su asombro, entornó los ojos.
—De hecho, lo eres. Esta mañana, mientras buscabas guantes en el cobertizo,
se lo dije a todos y les hice jurar que guardarían el secreto. Quería darte una
sorpresa.
Jane se sintió inesperadamente conmovida por aquellas pocas palabras.

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—¿Quieres decir que lo has hecho sólo para complacerme? —le preguntó con
un asomo de emoción en la voz.
—Oh, tampoco diría eso —replicó Marc encogiendo los hombros—. Pensé
que pondrías pegas si lo sabías, por tanto decidí que resultaría más fácil de
organizar sin consultarte.
«Oh, fantástico», pensó Jane. «No tenía la menor intención de agradarme,
sino tan sólo de demostrar su arrogancia comportándose como si fuera el dueño
del lugar». Antes de que pudiera abrir la boca para protestar, Marc le dio un
empujoncito en el hombro.
—Venga, muévete —la ordenó—. Mejor será que te laves y arregles cuanto
antes para que puedas disfrutar de la fiesta.
Frunciendo el ceño pensativamente, Jane se retiró a la casa. Pero se limitó a
lavarse la cara y las manos y cepillarse el cabello, que estaba lleno de polvo y
trozos de hojas. Parecía poco adecuado ponerse buenas ropas cuando la mayor
parte de los vendimiadores todavía llevaban las prendas sudadas y manchadas
con las que habían trabajado.
A pesar de todo, se sintió en desventaja cuando entró en el granero y vio a
Simone, luciendo una elegante blusa de seda a juego con una falda escarlata que
colgaba en pronunciados pliegues alrededor de sus largas piernas. Y Simone no
se había ensuciado como todos los demás precisamente, pues se había pasado el
día ataviada con un vestido de color crema y un sombrero de paja, sentada a la
sombra de un árbol, anotando el peso de cada carga de uvas.
Sin embargo, Marc, que estaba a su lado, parecía un verdadero trabajador. Al
igual que Jane, sólo se había lavado la cara y las manos y peinado, pero llevaba
las mangas de la camisa remangadas, revelando los brazos bronceados y
musculosos, y el frente de la camisa lucía manchas de zumo. Bajo el aroma de
su loción de afeitar, se percibía olor a tierra y sol, a fruta madura. Saludó a Jane
con abierta sonrisa, y se acercó a ella con dos copas de champán.
—Toma una copa antes de que te ponga a trabajar —le advirtió—. Brindo por
nuestra sociedad y nuestro viñedo.
Jane abrió la boca para discutir y luego se lo pensó mejor. No era el momento
adecuado para pelearse por el uso de expresiones como «nuestra sociedad», no
cuando tantos amigos se habían reunido para disfrutar de la fiesta, y no para
hacer el papel de espectadores de una buena pelea. Dejó a un lado los recelos,
chocó su copa contra la de Marc y esbozó una sonrisa titubeante.
—Por nuestra sociedad —dijo antes de beber. Las burbujas le hicieron
cosquillas en la lengua, luego percibió el excelente sabor y lanzó un gemido de
sorpresa.
—Es excelente, Marc. ¿Qué es?
—Veuve Clicquot.
—¿Veuve Clicquot? ¿El mejor champán que existe? ¿Y has traído suficiente
para más de cuarenta personas?

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—¿Por qué no? Vale la pena celebrar esta ocasión. Además, el resto de la
fiesta es bien sencillo.
Mirando alrededor, Jane comprendió lo que quería decir, pero también sabía
que la rústica escena costaba mucho dinero. Lamparillas de papel iluminaban el
granero, llenándolo de una luz sutil de tono amelocotonado. Tres mesas
alargadas habían sido colocadas en U sobre caballetes, cubiertas por manteles
de cuadrados rojos y blancos dos de ellas, y la tercera rebosante de entremeses
variados y un surtido de aperitivos digno del más lujoso restaurante. En la
pared opuesta del granero habían montado un pequeño escenario para los
cuatro músicos que formaban un grupo folclórico de la tierra, indígenas
conocidos como hombres de los matorrales. A la derecha del escenario habían
improvisado una barra.
—Voy a decir unas palabras para dar la bienvenida a todo el mundo —
murmuró Marc, inclinándose para decírselo al oído—. Después quiero que nos
olvidemos de toda formalidad y nos divirtamos. Me gustaría que me ayudaras
a servir las copas en la barra, si no te importa. He traído una buena selección de
vinos para que los prueben nuestros invitados, y podrías ayudarme a responder
a las preguntas que sin duda nos hará la gente.
—De acuerdo —respondió Jane, intrigada ante la perspectiva.
Tenía la impresión de que iba a formarse una buena juerga.
Y la diversión no faltó. El discurso de Marc fue breve y ocurrente, y todo el
mundo rió a placer. Luego los dos se pusieron a trabajar detrás de la barra, y
pronto se vieron sirviendo sin parar copas de Tasmanian Chardonnay, Pinot
Noir, Cabernet Sauvignon y Rhine Riesling, mientras explicaban los puntos
fuertes de cada vino. La cena fue excelente y, cuando sirvieron los postres y el
café, la banda de los matorrales tocó unas alegres melodías hechas para bailar.
Jane se retiró para ocuparse de que sirvieran más platos de merengue de limón,
pero enseguida la requirió Marc para que le ayudara en la barra a poner copas
de Oporto australiano, Tokay y moscatel para acompañar el café. Cuando todo
el mundo estuvo servido, Jane se puso una copa de moscatel tan espeso y
concentrado que se pegaba a los laterales de la copa.
—Hum, me encanta —murmuró llena de satisfacción después del primer
sorbo.
—Bueno, creo que no podremos hacer moscatel aquí —observó Marc—. Pero
es formidable pensar que el próximo año podríamos saborear nuestro propio
Chardonnay, ¿no te parece?
«El próximo año podríamos saborear nuestro propio Chardonnay». Las
palabras reverberaban en la cabeza de Jane. Al parecer, Marc ya había tomado
una decisión respecto a la compra de la finca. Aun así, contemplando sus ojos
castaños y centelleantes, Jane no sintió la punzada de consternación que
esperaba, sino una oleada embriagadora de excitación ante la perspectiva de
que Marc siguiera a su lado un año después.
—¿De verdad piensas comprar la finca y quedarte aquí?

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—¿Por qué no? —replicó Marc—. Tiene muchas posibilidades.


En ese momento, Jane observó que había alguien esperando al otro lado de la
barra. Simone, con su copa vacía de oporto en la mano y una sonrisa en la cara
que no llegaba a sus ojos.
—Te he oído sin poderlo evitar, Marc —dijo con dulzura—. Pero, aunque
compres la finca, no es realmente necesario que te quedes aquí. Podrías
contratar a alguien que se ocupe de todo en tu lugar. Tu tiempo es demasiado
valioso como para que lo pierdas en este lugar alejado de la mano de Dios.
Marc le llenó la copa y se la dio.
—No sé, Simone —dijo con aire pensativo—. Me atrae Tasmania. Creo que
me gustaría vivir aquí seis meses al año.
Simone dijo algo intraducible en francés y, una vez más, la conversación
adquirió un ritmo que Jane no pudo seguir. Pero los ojos oscuros y encendidos
de Simone, sus sonrisas forzadas y breves y el aliento entrecortado, indicaban
que estaba enfadándose. Por fin, con evidente esfuerzo, la francesa respiró
profundamente y dejó sobre la barra la copa sin tocar.
—Me pregunto si me podrías prestar a Jane un momento —dijo en inglés a
Marc—. Pronto regresaré a Francia y hay un par de detalles financieros que me
gustaría discutir con ella.
—¿No sería mejor mañana? —replicó Marc.
—Ahora —insistió Simone.
Jane sintió renovados ánimos ante la inminente partida de Simone, pero su
júbilo se quebró muy pronto, cuando siguió a la otra mujer al jardín. Aunque
había hecho un buen día, el aire de la noche era muy fresco, y de común
acuerdo se dirigieron hacia el fuego donde habían asado el buey. A la luz de las
llamas anaranjadas, Jane percibió que la irritación seguía trasluciéndose en las
facciones de Simone, aunque ésta obviamente se esforzaba en aparentar calma.
—¿De qué quieres hablarme? —le preguntó con curiosidad.
Simone hizo un ademán hacia una mesa con bancos de madera, dispuesta
bajo un árbol. Podían oír el tumulto de la fiesta en la distancia, pero a ellas les
rodeaba el cielo estrellado y oscuro, el dulce aroma de los narcisos tempranos.
Simone aparentemente se dedicó a poner en orden sus pensamientos antes de
responder.
—Quiero hacerte un favor —anunció por fin en tono persuasivo.
—¿Qué clase de favor? —preguntó Jane con recelo.
—Soy economista. Marc confía en mis consejos financieros, y me ha contado
la forma en que cediste el control de tu capital a tu padre y ocupaste una
propiedad que ya no te pertenece. Es una locura, por supuesto, pero creo que
puedo convencer a Marc de que renuncie a la adquisición del viñedo.
Naturalmente, necesitarías un buen abogado para recuperar el control de tu
dinero, pero…

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Jane no estaba escuchando. Sentía náuseas, como si le hubieran dado un


puñetazo en el estómago. A pesar de su antipatía inicial hacia Marc, había
comenzado a confiar en él. Ahora se sentía traicionada al saber que había
comentado sus asuntos privados con una extraña. Aunque Simone fuera una
amiga íntima dedicada a las finanzas, ¿acaso bastaba este hecho para humillar a
Jane revelando lo ingenua y estúpida que había sido? Y, en cualquier caso, ¿que
pintaba Simone en este negocio?
—¿Por qué no quieres que compre la finca? —preguntó, interrumpiendo a
Simone.
La francesa se sorprendió ante la brusquedad de la pregunta.
—Supuse que te agradaría la idea —protestó—. Es lo que quieres, ¿no?
Jane guardó silencio, pensativa. ¿Era lo que quería? Tres semanas antes,
habría dado saltos de alegría ante la perspectiva de perder de vista a Marc para
siempre. Ahora no estaba tan segura…
—Tal vez —respondió.
—No pareces muy contenta —se quejó Simone—. Pensé que te encantaría la
idea. Marc me habló con gran elocuencia sobre lo mucho que amas esta tierra y
lo que has trabajado en ella. Casi se me saltaron las lágrimas al escucharle.
«Seguro», pensó Jane, encorajinada. Sólo podía imaginar a Simone con
lágrimas en los ojos ante una pérdida de un millón de francos en una operación
financiera. O quizás si se le rompiera el tacón de uno de sus zapatos de
cocodrilo.
—¿Y tú que ganas si Marc no compra la finca? —le preguntó.
—Nada —replicó Simone, abriendo desmesuradamente los ojos—. Tan sólo
deseo hacerte un favor e impedir que Marc asuma un riesgo financiero
considerable. Para mí sería un gran placer ayudaros a ambos.
—Vaya, aprecio tu generosidad —replicó Jane con cierto deje sarcástico,
poniéndose en pie—. Pero no considero necesario que utilices tus influencias.
Preferiría arreglar el asunto con Marc directamente.
Se volvió hacia el granero, pero Simone la asió por el brazo.
—¡Espera! Supongo que es cierto que tengo intereses personales en este tema.
No quería hablar de mis asuntos privados, pero no me dejas otra opción. Muy
bien, seré perfectamente sincera contigo, Jane. Marc y yo tenemos intención de
casarnos, y no me gusta que le persigas.
—¡Yo no le persigo! Más bien lo contrario, él…
Jane enmudeció, poco dispuesta a revelar su propio secreto. Aquel beso era
sólo una cuestión entre ella y Marc, de nadie más.
—Más bien lo contrario, ¿él me persigue a mí? —observó Simone con
malicia—. No me sorprendería.

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—¿No? —preguntó Jane horrorizada—. Entonces, si pretendes casarte con él,


¿no esperas que no se dedique a perseguir a otras mujeres?
Simone lanzó una carcajada, un ruido agudo, como la rotura del cristal.
—Eres una chica muy dulce y soñadora —afirmó—. Marc es un hombre, al
fin y al cabo. Cualquier mujer sensata cierra los ojos ante esas aventurillas.
—¡Pues yo no lo haría! —gritó Jane acaloradamente.
Simone encogió los hombros, como si acabara de demostrar su teoría.
—No, evidentemente te tomas la vida muy en serio, y ésta es la razón por la
que no deseo que sufras por culpa de Marc, querida.
—¿De verdad? —preguntó Jane con aire escéptico—. Te quedas en vela por
la noche, pensando, «¿cómo puedo salvar a la pobrecita Jane del malvado Marc
Le Rossignol?» ¡Es un verdadero detalle por tu parte!
—No eres tan ingenua como pareces, ¿verdad?
—Tú verás.
Simone asintió pensativamente, como si hubieran llegado a una nueva etapa
de sus negociaciones. Entonces hizo un ademán hacia la mesa.
—Sentémonos otra vez a discutir el asunto con calma. ¿Un cigarrillo?
—No fumo.
Jane observó el encendedor de Simone, con incrustaciones de ópalo, y puso
mala cara. ¿Por qué tenían que proclamar todas las posesiones de Simone su
riqueza, posición y buen gusto? La apariencia de riqueza deslumbra a los
ignorantes, sin lugar a dudas. ¡Aquella mujer debía cortarse las uñas de los pies
con tijeras de oro!
—De acuerdo —dijo Simone, dejando escapar una bocanada de humo—.
Seamos francas. Si tienes un lío con Marc, saldrás malparada. Y, sinceramente,
me importa un bledo si ocurre. Lo que me preocupa de verdad es que Marc esté
perdiendo tiempo y dinero en el fin del mundo, cuando debería estar en Europa
conmigo.
—¿Y qué te hace pensar que me liaré con Marc?
—Sobre todo, esa expresión de devoción perruna con que lo miras —
respondió Simone con ironía—. Oh, no te culpo. Es un hombre muy atractivo.
Montones de jovencitas de ojos ensoñadores se han vuelto locas por Marc en el
pasado, y a él le agrada la admiración que despierta. Lástima que sólo sea un
juego para él. Disfruta de tres semanas de loca pasión, y luego siempre vuelve a
mis brazos.
—¡No te creo! Estoy convencida de que Marc no es así. Y, en cualquier caso,
tú no puedes amarlo cuando hablas de él con esa lengua viperina. Simone dio
un respingo.
—¡Amor! En la vida hay muchas cosas aparte del amor, como descubrirás
algún día. Mi relación con Marc no es estrictamente amorosa. Existen otras

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cosas que nos unen. Hablamos la misma lengua, procedemos del mismo
ambiente, nos comprendemos. Si nos casáramos, el matrimonio funcionaría. Por
otra parte, Marc jamás consideraría la posibilidad de mantener contigo algo
más que un romance fugaz, sin ningún futuro.
—Bien, ¿y cómo sabes que tiene intención de casarse contigo? Sólo sé lo que
tú dices. Puedo preguntarle si es verdad o no.
Por un momento, Simone la miró sorprendida, pero luego encogió los
hombros con indiferencia.
—Hazlo si quieres. Aunque probablemente lo negará. No es hombre al que le
agraden las mujeres posesivas, y sólo conseguirás hacer el ridículo si le atosigas
a preguntas. Serías más sensata si preservaras tu amor propio y renunciaras a
él. Te prometo que lo convenceré de que renuncie a comprar tu finca si lo haces.
—No —afirmó Jane rotundamente, poniéndose en pie una vez más—. No
haré ningún trato contigo, Simone. Marc no es ningún trofeo por el que
debamos pelear. Es un hombre maduro que puede elegir su propio camino en
los negocios o en el amor sin nuestra ayuda. Además, no creo ninguna de las
atrocidades que cuentas sobre él, y opino que tienes mucha cara, interfiriendo
en mi vida privada. Ahora, por favor, si me disculpas, debo atender a los
invitados.
A pesar de sus palabras desafiantes, Jane se sentía como si se hubiera clavado
una espina venenosa cuando regresó al granero. Miró a uno y otro lado,
buscando a Marc entre la multitud. Por fin lo localizó y entonces sintió un
molesto hormigueo. Estaba en una esquina de la barra, charlando con una
atractiva pelirroja de unos veinte años. Marc tenía un brazo sobre los hombros
de la chica, y sus caras se veían muy juntas. La escena sugería intimidad y llenó
de aprensión a Jane. ¿Habría sido sincera Simone al advertirle que sufriría, o sus
comentarios tenían la única intención de que viera motivos de reproche donde
sólo había una conversación perfectamente inocente? No lo sabía, y las dudas la
atormentaban.
Se abrió paso entre las mesas para acercarse a Marc y la chica. ¿Eran
imaginaciones suyas, o Marc dedicaba a la chica miradas seductoras cuando
llevó dos copas de vino para ambos? Estaba intentando acercarse más, cuando
alguien la asió por un brazo, sobresaltándola. Se volvió bruscamente.
—¡Oh, Brett! Me has dado un buen susto.
Resultó un alivio ver la cara de Brett, sonriente y bronceada por el sol. Al
menos era un hombre abierto, honesto y sencillo. Si tuviera dos dedos de frente,
se casaría con él en lugar de anhelar a un despiadado rompe—corazones como
Marc. Tal vez debiera invitar a Brett a cenar algún día, o preguntarle si le
gustaría acompañarla al cine. ¿O sería cruel animarle cuando sus propios
sentimientos eran un caos?
—Brett…

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No pudo decir más. Brett extendió una de sus manazas rojas y sacó entre la
multitud a una morena alta y de senos exuberantes; luego sonrió de oreja a
oreja mirando a las dos mujeres.
—Te he buscado por todas partes, Jane —dijo alegremente—. Quiero
presentarte a Karen. La conocí cuando fui a Surfers Paradise de vacaciones,
hace pocas semanas. Me dijo que quizás viniera a Tassie y le dejé mi dirección.
¡Nunca imaginé que pudiera venir, pero aquí está! Va a pasar unos días en mi
casa, pero le ha gustado tanto el lugar que está considerando la posibilidad de
buscar trabajo y quedarse. Es enfermera, así que puede encontrar empleo en
cualquier parte. Karen, ésta es mi vieja amiga Jane. Trepábamos a los árboles y
jugábamos juntos de pequeños.
Cuando estrechó la mano a Karen, Jane sintió una ridícula compasión de sí
misma. La chica tenía una sonrisa muy agradable y, por la expresión cariñosa
con la que miraba a Brett, no era difícil adivinar que un romance prometedor
estaba naciendo entre ellos. Jane se alegraba por ambos, pero no podía evitar
una sensación de melancolía. Parecía que su único y fiel admirador por fin la
abandonaba.
—Hola, Karen. Encantada de conocerte.
Durante el resto de la fiesta, Jane hizo todo lo que pudo para participar de la
diversión. Saltó al son de los banjos y las flautas de latón; anduvo de grupo en
grupo, asegurándose de charlar con todo el mundo, se preocupó de que no
faltaran bebidas para nadie, e improvisó camas para tres o cuatro crios que
habían acompañado a sus padres y ahora estaban muertos de sueño. Sin
embargo, mientras cumplía con su papel de anfitriona, su mirada no cesaba de
dirigirse hacia Marc, y sentía en el pecho un extraño dolor.
Cuando partió el último invitado, cayó en la cuenta de lo que le sucedía.
Aunque debía volar al día siguiente, Simone se quedó levantada hasta altas
horas, permaneciendo junto a Marc con la mirada alerta, como un fiero perro
guardián. Viéndolos juntos, Jane se sintió desolada. «Sé lo que es malo para
mí», pensó amargamente. «Estoy enamorada de él. ¡Qué estúpida soy! Estoy
enamorada…»
Cuando despertó a la mañana siguiente, Marc y Simone ya iban camino del
aeropuerto. Resultó un alivio vagar por la casa a sus anchas, sola con sus
emociones turbulentas. Aun así, no podía dejar de pensar en lo que sucedería
cuando regresara Marc. ¿Sería capaz de disimular sus verdaderos sentimientos?
¿O Marc la miraría un segundo y adivinaría sus inquietudes?
Tal y como fueron las cosas, la prueba no resultó tan penosa como había
temido. Cuando Marc regresó, se concentró en el trabajo, y no hubo besos ni
escenas de alta carga emocional. No hubo espacio para nada más que
interminables horas de trabajo en el lagar.
—¿Preparada para comenzar a elaborar el vino? —le había preguntado en el
momento que cruzó la puerta.
—¡Sí! ¡Me muero de ganas!

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—Soy duro conmigo mismo cuando se trata de trabajar, y espero que hagas
lo mismo. ¿Serás capaz de soportar el ritmo?
—¡Compruébalo! —lo desafió Jane.
Marc no bromeaba. Durante las cuatro semanas siguientes ambos respiraron,
comieron, durmieron y soñaron pensando sólo en el vino. Primero habían de
pisar la uva, luego los vinos tintos fermentaron «en su pellejo» mientras las
uvas blancas se metieron en la prensa antes de la fermentación. Debían añadir
dióxido de sulfuro, ácido ascórbico y ácido tartárico, y no disfrutaron de un
minuto de respiro.
Por fin, tras un mes de trabajo incesante, todo el vino estaba guardado en
toneles y listo para madurar. Para celebrar el fin de la primera etapa de su
empresa, Marc invitó a cenar a Jane en un restaurante de los alrededores, y
brindaron con una botella del mejor champán francés.
—Creo que nos merecemos unas vacaciones —dijo Marc—. Bueno, digamos
unas vacaciones de trabajo. ¿Qué te parece si dejamos a Charlie Kendall al
cuidado de la bodega y visitamos los viñedos de Tasmania?

Corregido por SCC 47


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CAPITULO 5
LOS ojos de Jane se dilataron debido a la sorpresa, mientras poco a poco
asimilaba las implicaciones de la sugerencia de Marc. Estar juntos día y noche,
encerrados en un coche y durmiendo en moteles, obligados a una intimidad de
alto voltaje incluso peor de la que ya habían experimentado.
—Pero… nos llevaría varios días —protestó.
Marc parecía disfrutar con su incomodidad, y en sus ojos castaños brilló la
malicia cuando deslizó la mirada lentamente sobre el generoso escote de su
mejor vestido de fiesta.
—Sin duda nos llevaría varios días —repitió Marc, adoptando un aire
pensativo—. ¿Por qué no me habré dado cuenta? ¿Tal vez porque estamos a
finales del siglo veinte? ¿O porque somos dos personas adultas que hemos
compartido una casa durante siete semanas sin sufrir efectos nocivos para la
salud?
Jane se sonrojó hasta las raíces del cabello ante su tono burlón. ¡Sin efectos
nocivos! «Habla por ti, Marc Le Rossignol. ¡Yo jamás me he sentido tan
atormentada como en estas siete semanas!» Ignoró la vocecilla interior que le
decía que tampoco se había sentido tan feliz en la vida…
—¡Deja de burlarte de mí! No es tan sencillo viajar en compañía de otras
personas, sobre todo si no las conoces bien. Puedes llegar a no querer ver a tu
acompañante ni en pintura.
Marc bebió un sorbo de champán con aire reflexivo.
—Pues a veces yo te veo soñando despierto y no me molesta.
A Jane le dio un brinco el corazón cuando vio los ojos felinos que la
admiraban bajo la tenue luz de la lámpara. ¿Querría decir…? ¿Sería posible que
él…? El cuerpo de Marc ejercía una insistente atracción sobre Jane, la cual se
inclinó hacia delante, los labios entornados, respirando a un ritmo irregular,
sólo consciente de que él estaba mirándola con una avidez primitiva y desnuda.
«¡Me desea! ¡Me desea tan malamente como yo le deseo a él!» Y no cabía duda
de que Jane le deseaba; la ansiedad palpitaba en cada poro de su cuerpo, el aire
que les envolvía parecía arder y crepitar, incendiado por sus intensos anhelos.
De pronto Marc bajó las pestañas y, cuando alzó la vista de nuevo, su expresión
había cambiado. Lucía la sonrisa habitual, burlona y perezosa.
—Te has metido dentro de mi piel por culpa de tantas cosas —prosiguió en
un susurro—. Te dejas las toallas mojadas en el suelo del baño, nunca friegas
después de usar la cocina, pones una música pop atroz a altas horas. Pero tienes
algo… Sí, tienes algo. Creo que podría soportar tu compañía alrededor de una
semana mientras visitamos los lagares. Si te preocupa guardar el debido recato,
naturalmente podríamos dormir en habitaciones separadas.
Jane comenzó a hervir de cólera.

Corregido por SCC 48


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—¡Mejor será que dejes de hablar de mi recato! —exclamó indignada—.


Cualquiera que te oyera, pensaría que soy una heroína virgen sacada de un
melodrama puritano. ¡Y debes saber que eso dista mucho de ser verdad!
Naturalmente, insistiré en utilizar habitaciones separadas si nos vamos, pero no
porque vaya a morirme de vergüenza si me ves el tobillo. ¡Y ya que hablamos
de toallas mojadas, te diré que tú también tienes unas cuantas costumbres
bastante insoportables! Como la manía de ordenar el estudio de manera que
nunca pueda encontrar nada. Y tu forma de poner la mesa, todo en perfecto
orden, la simetría impecable. ¡Me pone enferma!
Demasiado tarde advirtió Jane la leve sonrisa burlona de Marc. ¡Había
mordido el anzuelo!
—¡Eres un canalla! Lo haces aposta, ¿verdad? ¡Echas el cebo y esperas que
pique!
Marc le dedicó un guiño malicioso a modo de réplica. Jane contuvo el aliento.
¿Por qué sería el condenado atractivo hasta la locura? ¡Con esas líneas alargadas
que surgían en sus mejillas cuando sonreía, y los labios torcidos y burlones, era
prácticamente irresistible! Comenzaba a temer que el único modo de conservar
la sensatez sería poner una enorme distancia entre ellos. Sin duda, resultaría
más prudente no emprender ese viaje, aunque no podía dejar de sentir una
mezcla de ilusión y aprensión ante la perspectiva de explorar la isla con él.
¡No! Debía mantenerse firme y permanecer fuera de su alcance. Ya tenía la
vida bastante complicada, con la incertidumbre respecto al futuro del viñedo.
No necesitaba exponerse a los riesgos que aquel viaje implicaría
inevitablemente. Sus ojos verdes se ensombrecieron cuando sacó el champán de
la cubeta de hielo y se sirvió una segunda copa.
—¿Y por qué no vas solo? —disparó a quemarropa.
Marc arqueó las cejas.
—Qué poco hospitalaria. Suponía que me enseñarías la isla. Después de todo,
pronto me marcharé de aquí y tal vez no nos veremos con demasiada
frecuencia.
A Jane le dio la sensación de que habían abierto una trampa de repente bajo
sus pies.
—¿Te… te marchas? —tartamudeó—. ¿Por qué tan pronto? Falta más de un
mes para que caduque tu opción de compra.
Marc también se sirvió otra copa de champán y tomó un sorbo, reflexionando
antes de responder.
—Simone y yo nos quedamos hablando un buen rato la noche anterior a su
marcha —dijo—. Me convenció de que fuera a Francia para ocuparme de ciertos
asuntos financieros urgentes. Le prometí que regresaría para resolver los
problemas tan pronto como acabara de elaborar el vino.
—Oh —murmuró Jane, bajando la mirada para disimular su desolación.

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¡Así que Simone había ganado! Obviamente, la francesa estaba decidida a


apartar a Marc de la influencia de Jane, y la facilidad con la que lo había
logrado, demostraba el poder que ejercía sobre él. La consternación y la
desilusión eran tan grandes, que por un instante no pudo ocultarlas.
—¿Volverás? —preguntó a Marc de sopetón.
—Tal vez.
—Entonces, ¿cuál es el objeto en visitar los lagares de Tasmania si vas a dejar
el viñedo al cuidado de otra persona? ¡Hasta cabe la posibilidad de que no
compres la finca! Me pareció oírte decir que te gustaba este lugar.
—Y me gusta. Creo que es una isla fascinante, llena de gente encantadora. Y
su habitante más encantadora es una fierecilla rubia con unos increíbles ojos
verdes y un carácter de espanto. Por supuesto, también tiene sus cualidades.
Trabaja dieciocho horas diarias sin protestar, y opina que se merece unas breves
vacaciones, ahora que ha tocado a su fin el trabajo más duro. Entonces, ¿no
vienes conmigo, chérie?
Mientras pronunciaba estas palabras, Marc enredó un dedo entre el cabello
rizado de Jane. Ella apartó la cabeza enfadada, haciendo que la melena
ondulara alrededor de los hombros. ¿Se creería el hombre que se había caído
ayer de la higuera? Obviamente, sólo tenía intención de divertirse unos días
antes de regresar a Francia junto a la mujer que realmente deseaba como
esposa. Este conocimiento facilitó la decisión a Jane. No era tan estúpida como
para acostarse con Marc, sabiendo que iba a partir en cuestión de días. De
súbito, se le ocurrió una idea. Si verdaderamente iba a marcharse tan pronto, no
existía ningún motivo por el que debiera privarse de unas buenas vacaciones.
Ciertamente, no daba la impresión de que fuera a producirse ninguna escena
dramática entre ellos. Además, así tendría oportunidad de demostrarle que no
se moría de ganas de meterse en su cama, que sólo le consideraba un colega de
su gremio. En sus labios se dibujó una peligrosa sonrisa.
—Eres muy amable, Marc —susurró con dulzura.
Marc frunció el ceño.
—Nunca me fío de ti cuando te pones en plan cariñoso —se lamentó—.
Bueno, ¿qué me dices del viaje?
Jane se bebió de un trago el champán que quedaba en la copa. Sintió una
oleada embriagadora de burbujas que llevó fuego a través de sus venas.
Entonces lanzó a Marc una mirada prolongada, pausada, desafiante.
—Que sí —respondió.
Cinco días después, Jane observaba pensativamente a Marc, mientras éste
hacía volar su coche sin esfuerzo sobre las curvas de la autopista que descendía
por la costa oriental de Tasmania. Era un excelente conductor, detalle que no
sorprendió a Jane. Al parecer, era bueno en muchas cosas. Todo lo que hacía
Marc Le Rossignol, lo hacía con brillantez, sin aparente esfuerzo, y a Jane le
producía una increíble frustración este hecho. Durante el viaje alrededor de la

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isla, había descubierto que era un bailarín excelente, un diestro jinete y un


nadador poderoso, así como un experto en vinos y un lingüista brillante.
Habían hecho una ruta a caballo a través de los bosques aromáticos y
soleados del valle de Huon, desayunado en el giratorio restaurante del casino
de Wrest Point, mientras contemplaban el amanecer sobre el puerto de Hobart,
y disfrutado de una tarde memorable catando vinos en el viñedo de Pipers
Brook con un grupo de turistas japoneses, antes de asistir a una cena con baile
en el Launceston Country Club. Sin embargo, el recuerdo más nítido que
guardaba Jane en la memoria era la imagen de Marc, llevando a una niña que se
había cortado el pie doscientos metros a lo largo de la playa de Coles Bay, para
dejarla en los brazos de su madre.
La expresión adorable de la llorosa niña, agarrándose al cuello de Marc, hizo
que Jane se preguntara si no le habría juzgado equivocadamente. Aunque fuera
un cruel rompecorazones y un negociante terco como una muía, Jane
comenzaba a sospechar que, bajo la superficie, era algo más que eso. Un
hombre al que le gustaban los niños, que se preocupaba por ellos de verdad,
capaz de protegerles y ofrecerles ternura cuando las circunstancias lo exigían.
«¡Para!», se dijo Jane. Cualquiera que la oyera pensaría que era un santo, y no lo
era. Sería peligroso idealizarle.
Dejó de mirar a Marc deliberadamente y volvió la cabeza hacia la ventanilla.
El mar era de color verde jade, y las playas de un blanco cegador. Hacía calor en
el coche, demasiado calor. Bajó el cristal de la ventanilla y le asaltaron el
estruendo de las enormes olas y el aroma fresco de los eucaliptos. Marc la miró
de reojo y sonrió.
—Este lugar es asombroso —dijo—. Cientos de playas de arena fina y apenas
una persona a la vista.
—Pronto llegará el invierno —observó Jane.
—Pero no hace mucho frío —replicó Marc—. Aunque la temperatura del
agua es demasiado baja para nadar, el clima es suave y soleado. Sería lógico
pensar que habría multitud de gente, pero sin embargo el lugar está
prácticamente desierto. Me siento como si fuéramos los únicos seres humanos
sobre la tierra.
«Ojalá lo fuéramos», pensó Jane, sintiendo un extraño hormigueo en el
vientre. «Entonces no tendría que preocuparme de que otra mujer estuviera
apartándote de mí. Serías todo mío». Le perturbaba saber que, a pesar de todas
sus buenas intenciones, se sentía más atraída que nunca hacia Marc. «Le echaré
en falta cuando se vaya, me moriré de pena», se quejó para sus adentros. ¿Cómo
podría soportarlo? Sin embargo, exteriormente, no dio el menor indicio de sus
emociones.
—No cuentes con que se prolongue el buen tiempo —le advirtió—. Cinco
días seguidos es casi un récord.
Marc dejó escapar una profunda carcajada.

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—Vaya, esperemos que aguante hasta que hayamos visto la Isla de María.
¿No me contaste que un italiano intentó plantar allí un viñedo hace casi cien
años?
—Así es. Aunque ahora sólo quedan ruinas. Diego Bernacchi se estableció en
la isla a principios de siglo, e intentó cultivar viñas. Por desgracia, a los
australianos no les interesaba el vino en aquella época. Por fortuna, las cosas
han cambiado.
—Obviamente era un hombre que se adelantó a su tiempo —observó Marc—
. Espero que nosotros unidos podamos triunfar donde él falló.
«Nosotros unidos». Las palabras aguijonearon a Jane con su veneno. La clase
de expresión que habría utilizado Marc si estuvieran contemplando la
posibilidad de un futuro compartido o, por qué no, del matrimonio. Pero, de
casarse con alguien, se casaría con Simone Cabanou, no con Jane West. A pesar
de todo, debía quitarse de encima las preocupaciones. Haciendo un esfuerzo, le
dio una breve respuesta.
—Yo también lo espero.
—Creo que primero nos alojaremos en Orford —prosiguió Marc—. Luego
podemos regresar en coche a Triabunna y tomar el ferry de la isla.
—¿Dónde dormiremos esta noche?
—He alquilado una casa. Sé que los hoteles grandes son divertidos, pero me
apetecía algo más hogareño, ¿te parece bien?
—Supongo que sí —musitó Jane, preocupada.
Tal y como estaban las cosas, sólo le faltaba un lugar cálido y acogedor, con
fuego en la chimenea y sofás mullidos. En los hoteles grandes, rodeados de
gente, al menos no corría el riesgo de perder la cabeza y confesarle sus
verdaderos sentimientos.
Marc frunció el ceño ante su reacción carente de entusiasmo, pero no dijo
nada.
Cuando llegaron a la casita, ubicada en las afueras de Oarford, Jane
comprobó que se trataba de la clase de ambiente que temía. Tenía un jardín
donde el jazmín fragante colgaba sobre una valla blanca de madera; la
barandilla de la veranda era de hierro labrado. En el interior, las camas de
bronce, los edredones estampados, el jarrón de flores sobre la mesa del
comedor, la cesta de bombones artesanales en la cocina y la colección de música
de Gershwin, creaban un ambiente perfecto para el encuentro de dos amantes.
Por desgracia, para Jane la casa constituía un lugar lleno de peligros. ¡A Marc
sin duda le encantaría! Era el típico nidito de amor donde podía aumentar con
facilidad el calor del ambiente y seducirla antes de marcharse para siempre. De
hecho, tal vez hubiera elegido el lugar con ese propósito. Pero Jane sólo veía
una trampa de aroma atrayente que le ponía la carne de gallina.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta? —preguntó Marc, viendo su expresión recelosa
mientras recorría la casa de habitación en habitación.

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—Está bien —replicó con indiferencia—. Personalmente, prefiero las camas


de agua, el rock y las esculturas modernas.
Marc pestañeó.
—¿En serio prefieres esa clase de rollos? —preguntó, perplejo.
—En serio. ¿Por qué no?
Jane mentía, pues en realidad sus gustos iban más bien encaminados hacia
las fundas de almohada bordadas de encaje blanco, las cenas íntimas a la luz de
las velas, y los tangos.
—Yo no comprendo el heavy metal —gruñó Marc—. Ni el arte moderno, por
cierto.
—Vaya, no lo comprendes, ¿eh? —afirmó Jane dulcemente—. Será por el
hueco generacional.
—¡El hueco generacional! ¡Si sólo te llevo siete años! Y, si lo hay, también hay
formas de cerrarlo.
Según hablaba, el timbre de su voz se hizo más grave y profundo, su mirada
más turbia y sensual. Extendiendo la mano, acarició a Jane la mejilla. Ella sintió
un escalofrío y cerró los ojos, pero entonces recordó su resolución de mantener
las distancias entre ellos.
—Perderemos el barco —le recordó.
Poco después se hallaron rodeados de agua, mientras la estela del ferry se
desvanecía a sus espaldas. Las gaviotas planeaban en el cielo, olía a aire salado.
Un silencio profundo cayó sobre ellos cuando llegaron a la orilla.
—Es como retroceder en el tiempo —se maravilló Marc, mirando
alrededor—. Nada de carreteras, nada de tiendas. Ni siquiera hay una
población residente, ¿verdad?
—Sólo el guarda forestal y su familia —replicó Jane.
La belleza de la isla soñolienta y serena les fascinó a los dos, aunque también
se veían recordatorios del pasado más tenebroso. Las ruinas de la vieja prisión
de Darlington ofrecían un aspecto misterioso y desierto, con sus hileras de
celdas y los edificios accesorios vacíos. En una ocasión, desde un alto,
vislumbraron una granja abandonada que la vegetación engullía poco a poco.
Pero, para los dos viticultores, lo mejor de todo fueron las huellas del viñedo de
Diego Bernacchi.
—Espero que al nuestro le vaya mejor —afirmó Marc, contemplando los
densos helechos que llegaban hasta las orillas del mar—. Me gustaría pensar
que, dentro de quinientos años, nuestra bodega seguirá en funcionamiento,
como la que tiene mi familia en Francia.
Jane sintió una emoción agridulce. Si fueran amantes, se agarraría a su
cintura, apoyaría la cabeza en su hombro y le aseguraría con fervor que

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confiaba en el futuro. Tal y como eran las cosas, se mantuvo a un metro de


Marc, rígida, anhelando con todo su corazón hallarse entre sus brazos.
La temperatura estaba descendiendo apreciablemente durante el viaje de
regreso a Triabunna. Las olas eran grises como el acero, con sus penachos
blancos de espuma, y tenían el viento de cara, con lo que cada oleada provocaba
un tremendo impacto. Una vez en tierra, se metieron en el coche para volver a
la casa de campo y agradecieron el calor reinante en el interior. Marc encendió
la chimenea y corrió las cortinas. La leña comenzó a crepitar y lenguas naranjas
de fuego se elevaron por el cañón de la chimenea. Luego se volvió hacia Jane
con expresión interrogante.
—¿Qué te parece? ¿Nos quedamos aquí esta noche y preparamos algo de
cenar?
—Oh, el tiempo tampoco es tan malo —observó Jane, alarmada por la
sugerencia de Marc.
—De acuerdo, cenaremos en el restaurante que hay en el promontorio. Pero,
te lo advierto, si llueve, mañana harás tú el desayuno. Y fregarás los platos.
Una hora después, Marc la miró con sonrisa triunfal. Acababan de tomar los
entremeses de salmón ahumado, y estaban asomados a las ventanas del
restaurante, cuando retumbó un trueno en la distancia.
—Tomaré yogur de frutas, cereales, huevos con bacon, zumo de naranja y
café sólo —le informó, muy satisfecho.
La camarera, que se acababa de acercar para llevarse los platos vacíos, se
quedó perpleja al oírle.
—¿Está seguro, señor? —preguntó a Marc—. Ya había encargado los beef
tournedos con guarnición de verdura para usted, pero supongo que podemos
anular la orden.
Jane estalló en carcajadas sin poderlo evitar, y casi se atragantó cuando un
Marc de aspecto miserable intentó explicarse. Todavía estaba riéndose cuando
la camarera asombrada optó por retirarse. Marc la miró con irritación fingida.
—¿Te gusta que haga el ridículo, verdad?
—No lo dudes. Es un cambio digno de agradecer, «Don Perfecto».
Marc adoptó una expresión sombría.
—Yo no soy perfecto, ni mucho menos —gruñó—. Si fuera perfecto, no
tendría los pensamientos que tengo ahora mismo.
—¿Cuáles? —preguntó Jane, pecando de imprudente.
Marc se inclinó hacia delante y habló en un susurro ronco, tan bajo que sólo
ella podía oírle.
—Estoy pensando que me gustaría llevarte a la casa de campo, desnudarte
sin prisas junto al fuego y besar cada poro de tu cuerpo hasta que ardas de
deseo, para que sientas lo mismo que yo. Y luego entraría dentro, muy dentro

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de ti, hasta que gimieras, agarrándote a mi cuerpo. Y finalmente se estremecería


todo tu cuerpo y gritarías mi nombre, y yo sabría que eras verdaderamente mía.
A Jane se le atragantó una bocanada de aire en la garganta. Sus ojos se
dilataron. Su corazón comenzó a palpitar a un ritmo sofocante.
—¡Marc, no! —suplicó con voz ronca—. No te burles de mí de esa manera.
—No estoy burlándome, hablo en serio. Es lo que deseo, Jane, y lo sabes. Y es
lo que tú deseas también.
—No lo es. No lo es.
Pero lo era. Las palabras de Marc habían despertado una emoción nueva
para ella, que ahora tenía la sensación de que todo su cuerpo vibraba al compás
de una electricidad hormigueante de puro deseo. Un calor secreto y oscuro
estaba desperezándose, palpitando en las profundidades de su interior. Aunque
le urgía a dejar de pronunciar aquellas palabras fascinantes y prohibidas, a la
vez estaba inclinándose hacia él con los labios entornados y los senos echados
hacia delante. Llena de consternación, se puso rígida y luego se encogió en el
asiento, bajando la mirada, las mejillas sonrojadas.
Marc tomó una de sus manos, acariciándola.
—¿Lo ves? —murmuró—. Miénteme si quieres, pero te traiciona tu propio
cuerpo.
Por fortuna, en ese instante apareció la camarera con los tournedos de Marc y
el solomillo a la pimienta de Jane. Mientras él procedía a probar el vino de
borgoña que había elegido para acompañar la comida, Jane hincó el diente a la
jugosa carne. Aprovechó esta pausa para apagar el fuego de pasión que había
sentido. Cuando se retiró la camarera, Jane se imaginó que Marc quizá volviera
a las andadas. Su temor resultó infundado. Entablaron una conversación sobre
la gastronomía australiana, las variedades de uvas, y sus películas favoritas.
Cuando salieron del restaurante, Jane se sentía confiada y relajada, una grave
equivocación por su parte.
La lluvia seguía cayendo con insistencia cuando llegaron a la casa de campo.
La fragancia de la tierra mojada y las flores flotaba en el aire. Jane esperaba en
la veranda, encogida y tiritando, mientras Marc insertaba la llave en la
cerradura. Luego él abrió la puerta y le cedió el paso. Jane encendió la luz del
vestíbulo y Marc la siguió, esperando con actitud paciente a que se quitara el
abrigo empapado. Jane apenas había tenido tiempo de vislumbrar el aparador
de caoba y el espejo de marco dorado que había colgado sobre aquél, cuando la
luz vaciló un instante para luego extinguirse por completo; tenía atascado un
brazo en la manga del abrigo y lanzó un grito de sorpresa. Marc posó una mano
sobre sus hombros para tranquilizarla. Ella se puso nerviosa y contuvo el
aliento. Era la clase de gesto confortante que se le hacía más alarmante que
tranquilizador. En la inesperada oscuridad, percibía intensamente el calor, el
tamaño y la virilidad del cuerpo de Marc, tan cerca del suyo.

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—No te preocupes —dijo él en tono reposado—. Probablemente se habrá


quemado un fusible, a menos que la tormenta haya dañado el tendido eléctrico
en alguna parte. Repararé la avería enseguida.
—¿Cómo verás?
—Hay velas y cerillas en el armario que hay junto a la nevera, en el tercer
cajón.
Jane dejó escapar una risa apagada. ¡Cómo no iba Marc a saber una cosa así!
Sintiéndose como el famoso contorsionista Houdini, se libró por fin de las
garras de su abrigo y luego avanzó palpando el aire hacia el perchero de bronce
para colgar la prenda empapada. Unos segundos más tarde sintió el roce del
abrigo de cachemir de Marc cuando éste hizo otro tanto.
—¿Preparada para la gran aventura?
Sin esperar respuesta, Marc tomó su mano izquierda y juntos atravesaron el
vestíbulo. Perturbada por el calor de Marc, Jane procuró concentrar la atención
en otras cosas, como el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado metálico, los
lamentos del viento o la suavidad de la moqueta. Hallarse en medio de la
oscuridad tenía algo de primitivo, algo que despertaba deseos de pegarse a
Marc para protegerse de ocultos horrores que acechaban a su alrededor. Viejas
pesadillas de brujas, monstruos y enormes arañas peludas atravesaron sus
pensamientos. Cuando rozó algo frío y mojado que colgaba al pie de las
escaleras, lanzó un grito de espanto.
—¿Qué te pasa? —preguntó Marc.
—Me ha tocado algo.
Jane sintió el endurecimiento y dilatación de los músculos de Marc cuando
éste se movió para investigar. Luego oyó sus carcajadas.
—Es la toalla mojada que dejaste colgada en la barandilla —le explicó Marc,
algo irritado.
—Oh —murmuró Jane.
Cuando llegaron a la cocina sin haber sido mordidos, devorados ni
convertidos en criaturas reptantes por mágicas manos, Marc se apartó de Jane
para buscar las velas y las cerillas. Entonces la luz titilante y amistosa de una
vela iluminó con su luz dorada la habitación y, de súbito, el mundo volvió a ser
un lugar seguro y acogedor. Marc la miró y arqueó las cejas, con cara de
asombro.
—¿Cómo has podido pensar que te había «tocado algo»? Aquí sólo estamos
nosotros.
~—¡Si te burlas de mí, te pegaré! Sencillamente, a veces la oscuridad me
produce un miedo irracional, sobre todo cuando me pilla de improviso.
—No te preocupes, chérie. Yo te protegeré —le prometió Marc en un tono
ligerísimamente burlón—. ¿Por qué no vas al salón? El fuego debe dar algo de
luz todavía. Yo iré a ver si puedo arreglar la avería y luego me reuniré contigo.

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Tomando una vela, Jane salió de la cocina y se encaminó hacia el salón,


situado en la parte trasera de la casa. El fuego teñía de luz rojiza la estancia, y
ella dejó escapar un suspiro de alivio cuando se sentó en el sofá. El ambiente era
tan acogedor que casi le entraron ganas de echarse a dormir. Quitándose los
zapatos, recogió las piernas sobre el sofá y se quedó contemplando el fuego.
Cuando Marc apareció unos minutos después, casi se había dejado llevar por
un agradable sopor con cualidades de ensueño.
—¿Arreglaste la avería?
Marc sacudió la cabeza.
—Me temo que no. Debe haber un corte en el tendido eléctrico. ¿Te apetece
tomar una copa de oporto antes de acostarnos?
—Hum, sí, por favor.
Marc echó dos troncos al fuego y luego sirvió la bebida.
—Mueve las piernas —ordenó afablemente, y luego se acomodó junto a ella.
«Ojalá pudiera ser siempre así», pensó Jane con un sentimiento agridulce de
pesar. También sería maravilloso estar casada con Marc, y sentarse juntos por la
noche frente al fuego, con una copa de vino y tal vez una música suave y
romántica de fondo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Marc se levantó y se acercó al
equipo musical, poniendo uno de sus conciertos preferidos. Las notas
melancólicas acariciaron el aire y Jane se hundió en el sofá, cerró los ojos y
sintió una punzada de ansiedad. «Te amo», pensó en silencio. «Te amo, Marc.
Nunca podré olvidar este momento». Jamás se había sentido tan viva, vigorosa
y dolorosamente viva, con todos sus sentidos despiertos a las sensaciones. Las
voces de los cantantes flotaban en la habitación, entremezclándose
gloriosamente los timbres masculino y femenino. El calor del fuego bañaba su
piel, y la luz anaranjada resplandecía a través de sus párpados cerrados.
Saboreó con parsimonia el oporto, deseando que aquel instante pudiera ser
eterno.
Marc estaba sentado tan cerca que podía percibir el aroma almizcleño de su
loción de afeitar, los músculos de sus muslos endureciéndose cuando se movía,
el sonido profundo y tranquilo de su respiración. Consciente de que era una
estúpida, mas sin poderlo evitar, dejó caer la cabeza por un momento, de
manera que rozó un hombro a Marc. De inmediato, éste llevó la cara sobre su
pelo, aspirando su fragancia, y deslizó alrededor de sus hombros un brazo,
antes de apartar la copa de oporto de sus dedos en un gesto deliberadamente
perezoso. Jane abrió los ojos bruscamente. Vio que Marc había dejado las copas
sobre la mesa, y que estaba mirándola con una expresión que provocó las
palpitaciones desbocadas de su corazón. Observando su mirada hambrienta de
deseo, Jane supo sin lugar a dudas cuáles eran sus intenciones cuando se inclinó
hacia ella.

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—¡No! —suplicó con voz atormentada, apartando la cara para no recibir el


beso en los labios.
—¿Por qué no?
Marc alzó la mano hacia la barbilla de Jane y la obligó a volverse. Esta vez los
labios de Marc rozaron los suyos en una caricia provocativa y fugaz que la dejó
temblorosa, insatisfecha.
—Es lo que queremos los dos.
—No —replicó ella sin aliento—. No lo es… Yo…
De súbito, la actitud de Marc se transformó. Desapareció su aire burlón,
dando paso a una pasión tormentosa y desconocida. Con un diestro y ágil
movimiento, cayó de rodillas ante ella y envolvió su rostro entre las manos.
Tenía fuego en los ojos, y en una de sus mejillas se podía apreciar la contracción
nerviosa de un músculo.
—Dime que no me deseas y ahora mismo me iré arriba y no volveré a tocarte
jamás —dijo con voz ronca, apremiante—. ¡Pero, por todos los cielos, dime la
verdad, Jane! Te he deseado desde el instante que te vi por primera vez.
Enciendes fuego en mis venas, eres una especie de locura que se apodera de mí
y no me suelta. Y a ti te ocurre lo mismo, ¿no es verdad? ¿No es verdad?
¡Contéstame, mujer!
Jane abrió la boca para protestar, para mentir, para ofrecer alguna excusa que
la protegiera de la peligrosa marea de ansiedad que estaba arrastrándola. «No
ha dicho que me amara», se dijo, «sólo que me desea. Y cabe la posibilidad de
que aún tenga intención de casarse con Simone… de que… Acaso esto sólo
sea… un juego… una trampa… un…
—¿Y bien? ¡Dímelo! ¿Me deseas, o no?
Marc puso la cara tan cerca de la suya, que Jane pudo observar con nitidez el
brillo centelleante de sus ojos, el gesto torcido de sus labios, y oír el sonido
irregular de su respiración agitada. Jane recordó que una vez se había
preguntado lo que sería ver a Marc Le Rossignol perdiendo el dominio de sí
mismo. Ahora lo sabía. Y su mirada llameante exigía la verdad y nada más que
la verdad. Jane contuvo el aliento y se estremeció.
—Sí, te deseo —dijo en un gemido.
Una llama triunfal se encendió en los ojos de Marc cuando éste la estrechó en
un abrazo tan fiero que Jane temió que fuera a romperle los huesos. Y el beso no
fue de los fugaces, sino profundo, ansioso y salvaje. Jane estaba sin aliento
cuando Marc se apartó al fin y la aferró por los hombros, contemplando su
rostro como si estuviera aprendiéndose de memoria todos y cada uno de sus
rasgos.
—Eres hermosa —dijo con voz ronca—. Hermosa y apasionada como una
fiera. Y voy a hacerte mía.

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Con arrogancia sensual, como si estuviera tomando posesión de Jane, Marc


comenzó a desabrochar lentamente el corpiño sedoso de su traje. No dejó de
mirarla a los ojos ni por un momento mientras lo hizo.
Jane tenía la impresión de ser una esclava examinada por su nuevo amo. A
pesar de ello, en lugar de sentirse indignada, se vio asaltada por una violenta
excitación. La verdad era que deseaba que Marc la tomara, que la dominara,
que la poseyera por completo, que clamara que sólo sena suya y de nadie más.
Una oleada de calor húmedo y palpitante atravesó su cuerpo cuando Marc le
quitó la chaqueta de seda y la arrojó a un lado con indiferencia. Su sostén era
sólo una brizna de encaje color café que pronto corrió la misma suerte. En el
momento en que sus senos de puntas rosadas quedaron a la vista, una riada de
color inundó sus mejillas. Hasta ese punto había llegado en otras ocasiones,
pero no con la suficiente frecuencia como para conservar la calma. Y, más allá,
era territorio desconocido. ¿Sería consciente Marc de su inexperiencia? Y, si no
lo era, ¿no sería una locura permitirle seguir adelante, cuando albergaba tantas
dudas respecto a sus sentimientos? «¡Tal vez sea una locura, pero le amo!»,
decidió con renovados ánimos. «Es el único hombre al que he amado en la vida
y voy a arriesgarme».
Marc le dedicó una sonrisa exultante y ella le devolvió la sonrisa, procurando
mostrar una despreocupación comparable a la suya. Cuando agachó la cabeza y
se llevó a los labios uno de sus pezones, Jane se arqueó, ofreciéndose como si
fuera una experta en el tema. Pero las caricias de sus labios provocaron una
excitación tan eléctrica que no pudo contenerse más y comenzó a gemir,
aferrándose a su pelo convulsivamente.
Marc no tenía ninguna prisa, y dedicó al otro seno el mismo tormento
delicioso. Marc se apoyó sobre los talones y la miró con avidez, Jane sentía
fuego en el cuerpo, dolorida de palpitante deseo. Con dedos diestros, Marc bajó
la cremallera de su falda, que cayó al suelo. Por primera vez en su vida, Jane
experimentó la sensación inquietante de hallarse completamente desnuda ante
un hombre. Palidecía y se acaloraba alternativamente, entornaba los labios, y
tuvo que reprimir el impulso de cubrirse con las manos el triángulo sedoso y
rubio donde culminaban sus piernas.
—No seas tímida —ordenó Marc, deslizando una mano sobre sus senos,
descendiendo por su vientre hasta tocarle el lugar más íntimo de todos—.
Relájate. Tienes un cuerpo hermoso, deberías estar orgullosa de él. Ah, eso esta
mejor. Sí, sí. Y puedo ofrecerte muchísimo más placer, chérie. Tan sólo deja que
te separe las piernas. Así…
Jane no podía creer lo que Marc hizo a continuación. Por supuesto, había
leído sobre el tema en revistas de mujeres, furtivamente en la sala de espera del
médico, retornando a las páginas de decoración cuando se sentía observada.
Pero, de ahí a experimentarlo en su propio cuerpo… Las revistas no decían lo
que era tener al hombre amado excitándote de una manera tan íntima. La
excitación crecía hasta niveles inimaginables en su interior, y comenzó a gemir

Corregido por SCC 59


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y jadear, arqueando el cuerpo hacia atrás cuando de súbito alcanzó el clímax


asombroso que colmó sus deseos.
—¡O—o—o—h! —jadeó, y luego se echó hacia delante, estremeciéndose,
apenas capaz de respirar.
Marc tiró de ella y la envolvió entre sus brazos, mordisqueándole el pelo y
los hombros, y acariciándola por todo el cuerpo con delicadeza, a suave ritmo.
—Sabía que serías una mujer apasionada y sensual —le susurró al oído—.
Hay una fiereza secreta que flota en tus ojos como el humo.
«¿La hay?», se preguntó Jane, llena de incertidumbre. «En ese caso, ojalá
supiera qué hacer con ella. ¡Si tan sólo pudiera excitarle tanto como él a mí!
Defraudarle me mataría, pero, si no lo intento ahora mismo, me echaré atrás. En
cualquier caso, parece extraño que él esté completamente vestido, cuando yo
estoy como vine al mundo». Sin atreverse a mirarlo a la cara después de lo que
acababan de hacer, volvió la cabeza para hablarle al oído.
—¿Por qué no te desnudas? Así haces que me sienta sola.
Marc dejó escapar una suave carcajada.
—Muy bien, mi pequeña sirena —murmuró—. No puedo negarte nada
cuando me lo pides con esa voz ronca tan seductora. Y ciertamente no quiero
que te sientas sola en un momento como éste.
Con agilidad felina, Marc se puso en pie y comenzó a desnudarse. Hasta
entonces, Jane no había advertido verdaderamente el cuerpo tan impresionante
que tenía. Desde los anchos hombros hasta las piernas robustas, pasando por
las estrechas caderas, era todo músculo duro y viril. A la luz anaranjada del
fuego, Jane pensó que nunca había visto nada tan fabuloso como aquel macho
desnudo y excitado a más no poder. Sin embargo, lo que más la conmovió fue
su manera de mirarla.
Tenía entornados los ojos, qué centelleaban en la penumbra mientras
contemplaba su cuerpo con una avidez cuya intensidad la intimidó. Había
lascivia en esa mirada, un hambre animal carente de ningún pudor que no
ofrecía excusas, pero bajo aquella capa de anhelos urgentes, Jane vislumbró algo
más. Una chispa fugaz de ternura que transfiguró su pasión en algo glorioso.
«Le importo», pensó maravillada. «Al menos eso creo». Dejó de respirar por
un momento, paralizada por una oleada de euforia. Cuando Marc extendió una
mano hacia ella en un ademán imperioso, Jane se puso en pie y se encaminó
hacia sus brazos, flotando como una sonámbula.
El contacto con su cuerpo cálido y musculoso resultó una fortísima impresión
para ella. Era una sensación desconocida, pero maravillosa, verse estrechada
contra su desnudez, sentir el vello rizado y áspero de su pecho, esa dureza
caliente y viril que palpitaba contra su propio cuerpo. Era tan grande, tan
poderoso, tan exigente, que se sentía gloriosa, embriagadoramente femenina
entre sus brazos. Cuando Marc hundió la cara en su cuello, mordisqueándole
una oreja, se estremeció de placer. El contoneo instintivo de sus caderas hizo

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que Marc lanzara un ronco gemido. Cerrando los ojos, él asió sus suaves nalgas
y la embistió con fuerza.
—Me vuelves loco —dijo entre jadeos—. Nunca he deseado a una mujer
como te deseo a ti. Y voy a tomarte hasta que me pidas compasión.
Cómo sucedió, Jane no lo sabía, pero, de pronto, se halló tendida sobre la
espalda en el suelo, con el peso de Marc aplastándola satisfactoriamente contra
la alfombra de piel de carnero. Pensó que iba a morirse de puro gozo cuando
Marc se apoyó sobre los codos y comenzó a explorar su cuerpo con la lengua.
Aquellos mordisqueos, aquellas lamidas y besos húmedos eran demasiado
exquisitos y atormentadores como para soportarlo y, por fin, dejando escapar
un gemido de protesta, Jane enredó los dedos con su cabellera y le hizo subir la
cabeza. Marc la miró con expresión interrogante, algo burlona, y Jane le besó en
los labios apasionadamente, sin ningún recato.
Marc no necesitó una segunda invitación. Lanzando un profundo rugido
triunfal, le separó las piernas y la penetró. Jane sintió un agudo dolor por un
momento; algo que se desgarraba la hizo gritar. Entonces el instinto tomó las
riendas y su cuerpo se hizo suave y resbaladizo, dando la bienvenida a Marc
como si éste fuera su amante de toda la vida. La fuerza rítmica de sus
embestidas ya no la alarmaban, y se abandonó a las sensaciones embriagadoras
que la asaltaron.
La habitación parecía girar a su alrededor; Jane cerró los ojos, apenas
consciente del calor del fuego, del picor de la alfombra, del repiqueteo de la
lluvia en el tejado. Todos sus sentidos se concentraban en la experiencia
increíble que estaba viviendo. Entrelazó los brazos alrededor del cuello de Marc
y se aferró a él, deleitándose en la forma con que la fuerza dura y masculina de
Marc se adentraba en las profundidades de su interior, sintiendo placer y
angustia a la vez ante la conciencia de que el hombre amado estaba tomándola
por primera vez. Era tan especial, tan trascendental que se le inundaron los ojos
de lágrimas, y se sintió emocionada, jubilosa y melancólica a la vez. «Ojalá lo
supiera Marc. Ojalá pudiera decírselo. Ojalá fuera tan especial para él como
para mí», pensó. De pronto perdió por completo el control de todos sus
sentidos, cuando una sensación desconocida comenzó a crecer y crecer en su
interior, como la ola de un maremoto.
—Marc, yo…
Jane enmudeció cuando la ola rompió repentinamente, arrastrándola a un
remanso de placer que la hizo estremecerse y abrazar a Marc, pronunciar su
nombre entre gemidos.
—¡Oh, Marc! ¡Oh, Marc! ¡Te amo!
Marc la estrechó con más fuerza; su respiración se aceleró, y Jane podía sentir
los latidos frenéticos de su corazón. Entonces, con una embestida final, él lanzó
un ronco gemido, alcanzando el clímax también, y luego se derrumbó sobre
Jane.

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Durante un buen rato sólo se oyeron sus respiraciones, el crepitar del fuego,
los lamentos del viento y la lluvia en la distancia.
Marc seguía tendido sobre Jane, los dedos enredados entre su cabello, la
áspera mejilla pegada a la de aquélla, suave y delicada. Pero Jane no protestó.
De hecho, se sentía en la gloria bajo la masa cálida y dura que la estrujaba
contra el suelo. ¿Volvería a abrazarle de esa manera, a experimentar una unión
tan íntima una vez más?, se preguntaba Jane, y sus ojos se llenaron de absurdas
lágrimas. Pestañeó un par de veces y tragó saliva, esperando que Marc no lo
advirtiera. Una vana esperanza.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Marc, con cara de preocupación.
Entonces se incorporó, apoyándose sobre un codo, y tocó una de las lágrimas
que resbalaba por sus mejillas.
—¿Estás llorando?
—No.
—¡Jane! ¿Qué pasa? ¿Te hice daño?
—¡No! —explotó—. ¡Deja de interrogarme! Estoy bien.
—Mira —comenzó Marc, moviéndose a su lado—. Si te ocurre algo malo,
debes…
Con el movimiento, Marc hizo un descubrimiento y luego alzó lentamente
los ojos. Llena de consternación, Jane le sostuvo la mirada. En el rostro de Marc
observó una mezcla de orgullo e irritación.
—Es tu primera vez, ¿verdad? —preguntó con suavidad.
Jane asintió, mordiéndose el labio, incapaz de hablar. Para su sorpresa, Marc
agolpó su cabellera a cada lado de su rostro y la miró con expresión inquisitiva.
—Chérie, ¿por qué no me lo dijiste? —murmuró—. La primera vez es muy
especial. Es un honor que me hayas elegido.
Jane se esperaba que Marc se mostrara hostil, poniéndose a la defensiva ante
el temor de verse atrapado por un compromiso que no deseaba. Era capaz de
enfrentarse a su desdén, pues éste le habría devuelto su personalidad
batalladora y agresiva. Pero su amabilidad era más de lo que podía soportar.
Para su horror, el torrente de lágrimas creció, nublándole los ojos y
resbalando por las mejillas.
—¡Desearía que no tuvieras que volver a Francia! —explotó.
Luego se tapó la cara con el brazo para ocultar su estúpida y sensiblera
compasión de sí misma.
Marc apartó el brazo de su cara sin miramientos. Sus ojos castaños la
estudiaron con una expresión inescrutable. Jane le lanzó una mirada encendida,
odiándolo por ser tan reservado y frío, tan insensible a las emociones que la
asolaban. Así las cosas, las siguientes palabras de Marc la dejaron petrificada.

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—Entonces, si no quieres separarte de mí, ¿por qué no me acompañas a


Francia?

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CAPITULO 6
UNA dolorosa esperanza comenzó a revolotear en el pecho de Jane. ¿Aquello
significaba que Marc compartía sus sentimientos? ¿Se había enamorado
también?
—¿Quieres decir… que me amas también? —preguntó, los ojos chispeando
como brasas.
Los rasgos de Marc sufrieron otra transformación. Tras la indulgencia y el
escrutinio, se endureció su expresión, tornando burlona.
—Yo no he dicho eso, encanto. Sencillamente, opino que sería una lástima
que nuestra pequeña aventura concluyera cuando apenas ha comenzado.
Sus palabras fueron como puñaladas crueles, pero al menos Jane ya no tenía
ganas de llorar, sino de darle un puñetazo en la nariz. Enjugándose las
lágrimas, se incorporó, entrelazando los brazos alrededor de las rodillas,
envolviéndose en una pelota protectora. ¿Cómo había sido tan estúpida como
para exponerse a un ridículo tan espantoso? La ansiedad cálida y trémula de
súbito dio paso al antagonismo más enfebrecido. En su rostro apareció una
expresión peligrosa.
—¿Por qué sería una lástima?—preguntó agresivamente.
Marc encogió los hombros.
—Bueno, el sexo mejora después de la primera vez.
—¿Insinúas que fui un desastre?
—Todo lo contrario, creo que estuviste fabulosa. Para ser una principiante.
—¡Cerdo engreído!
La violencia de sus emociones sorprendió a la propia Jane. Odiaba a Marc,
sentía deseos de pegarle por humillarla de ese modo. Pocos minutos antes le
consideraba un hombre sensible, tierno, cariñoso. Ahora con su actitud
convertía una experiencia de belleza casi mística en un asunto feo y sórdido.
¿Por qué? ¿Por qué se había vuelto tan odioso? ¿Todos los hombres eran así
después de conseguir lo que querían?
—No es necesario que te pongas nerviosa —afirmó Marc con retintín.
—¡Vete al infierno! Ir a Francia contigo… ¡ni siquiera cruzaría la carretera!
—Una pena. Podríamos pasarlo de miedo. Te llevaría a París, cenaríamos en
un restaurante a orillas del Sena, visitaríamos Notre Dame y la Torre Eiffel,
bailaríamos en unas salas nocturnas fantásticas. Luego bajaríamos a Burdeos y
así podrías conocer el paisaje campestre. Francia es hermosa en esta época del
año, y podríamos hacer paradas en el viaje para visitar los mejores viñedos y
bodegas.
—¿Oh, sí? —dijo Jane, cargada de sarcasmo—. ¿Y luego?

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—¿Quién sabe? —murmuró Marc, la mirada opaca e impenetrable—. Es


inútil levantar murallas alrededor del amor, o atarlo con normas y contratos.
Eso destruye la magia.
Jane se quedó callada, mordiéndose el labio mientras procuraba ponerse a
buenas con su propia angustia. Marc no tenía ningún problema para hablar de
«amor», pero era evidente que quería decir sexo. El acto amoroso la había
llenado de un júbilo exultante, pero tras su breve muestra de ternura, Marc se
comportaba como un hombre perseguido a la carrera. Dispuesto a vivir una
pasión «sin condiciones», pero incómodo ante la perspectiva de verse atrapado.
Obviamente, le daba pánico que ella pudiera esperar algo más serio de su parte,
como una boda y un compromiso para toda la vida.
—¡No te preocupes, no voy a pedirte que te cases conmigo! ¡Sé que no
tendrías agallas!
Marc frunció los labios y sus ojos se encendieron, desafiantes.
—Igual que tú tampoco tendrías agallas para vivir una aventura conmigo.
Creía que tenías coraje, pero según parece me equivoqué.
—No se trata de falta de coraje —exclamó Jane—. Sencillamente, tengo la
medida saludable de respeto por mí misma, y no quiero que me utilices como si
fuera una hembra caliente siempre dispuesta para su dueño y señor.
—¿Y no lo eres? —replicó Marc con ganas de picarla—. Me dio la impresión
de que era lo que querías.
Marc la asió por la cabellera y la aprisionó entre sus brazos. Jane se revolvió
como una fiera, siseando improperios, pero tras unos segundos, sus propias
hormonas la traicionaron y se rindió. Su presencia imponente y viril era tan
excitante que, sintiendo los brazos de acero que la estrechaban, la lengua que
penetró entre sus labios con urgencia, sólo pudo sollozar levemente antes de
sucumbir por completo.
Resultaba difícil de creer que ambos pudieran estallar en llamas tan pronto,
pocos minutos después de haber hecho el amor, pero en cuestión de segundos
la pasión de ambos quedó fuera de control, como si la mismísima rabia la
alimentara. Sin embargo, lo que comenzó tan violentamente, pronto se convirtió
en una unión tierna y exquisita, de cuerpo y alma. Esta vez Jane sólo sintió una
pequeña molestia cuando Marc se deslizó en su interior y estableció un ritmo
que la elevó más y más, hasta una cima invisible donde se vio arrebatada por el
éxtasis una vez más.
Jane había pensado que lo odiaba, pero estaba tendida a su lado,
abrazándose a él como si no pudiera soportar la idea de perderle. Por fin, Marc
se incorporó, apoyándose sobre un codo, y recorrió con un dedo el valle
formado por sus senos. La miró esbozando una sonrisa extraña, triste.
—Perdóname por lo que te he dicho antes —dijo con sequedad—. Despiertas
en mí las emociones más extrañas, Jane, y algunas son extremadamente

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destructivas. Pero sigo queriendo con toda mi alma que vengas a Francia
conmigo. ¿Lo harás?
Jane lo miró fijamente, llena de perplejidad. Como disculpa, resultaba
insatisfactoria por completo, pues no explicaba nada. Marc ni siquiera parecía
especialmente arrepentido, sino molesto y resentido con los sentimientos que
despertaba Jane en él, cualesquiera que fuesen. Sería una estupidez aceptar una
invitación ofrecida con tanta brusquedad, casi de mala manera. Y, sin
embargo… «No puedo permitir que se marche, no lo soportaría», pensó. «Sé
que es una locura, pero al menos será mío unos cuantos meses más. O semanas.
O días. Hasta que se canse de mí».
—¿Vendrás? —insistió Marc.
—Sí —respondió Jane, resentida.
Una semana después, Jane estaba frente a la puerta principal de la casa,
dando a Brett una llave y una lista final de instrucciones.
—Charlie se ocupará de la bodega y el viñedo —decía—. Pero me gustaría
que echaras un vistazo a la casa de vez en cuando, por si los gamberros. Te lo
agradecería.
—No te preocupes. Me has dejado teléfonos donde puedo contactar contigo,
¿no?
—Está todo anotado en la lista.
—¿Cuándo piensas volver?
Por la cara de Jane cruzaron dispares emociones. Esperanza, preocupación,
confusión.
—No lo sé —reconoció.
—Entonces debe ser algo serio —afirmó Brett—. Nunca lo habría imaginado
de ese franchute, pero te deseo buena suerte, compañera. En realidad, no
podían salir mejor las cosas, ¿verdad? Marc y tú, Karen y yo. Entre nosotros
parece que la cosa va en serio también.
—¡Qué bien! —exclamó Jane sinceramente, poniéndose de puntillas para dar
un beso en la mejilla a Brett—. Es una chica encantadora. Espero verte casado
cualquier día de éstos.
—Sí, no sería extraño —replicó Brett con una sonrisa radiante.
Jane apretó los dientes tan fuerte que se hizo daño para no revelar sus
verdaderos sentimientos sobre el tema del matrimonio. Marc había dejado bien
claro que el matrimonio no entraba en sus planes, pero conocía bien a Brett, su
sentido de la lealtad y la decencia, y no quería provocar un enfrentamiento
directo entre los dos hombres. Al fin y al cabo, ella había tomado una decisión y
debería afrontar las consecuencias. A pesar del dolor que la producía, había
decidido que quería a Marc Le Rossignol a cualquier precio, aunque implicara
renegar de sus deseos de formar una familia con el hombre adecuado. Y, lo que
era más, pretendía disfrutar de la relación mientras durase. Aunque Marc la

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abandonara a su suerte una vez finalizado el viaje, estaba resuelta a sacar el


máximo provecho de cada precioso momento del viaje.
Extrañamente, triunfó, al menos durante un tiempo. Viajaron vía América, y
pasaron una noche inolvidable en las islas Hawai, devorando cantidades
enormes de cerdo a la barbacoa y frutas tropicales antes de aprender a bailar el
huía—huía en una playa de palmeras bajo la luz de la luna, sin parar de reír.
Luego vivieron un fin de semana mágico en Nueva York, alojados en una suite
desde donde podían contemplar todas las luces de Manhattan a sus pies. Y
luego París, una ciudad hecha para amantes. Jane adoró cada día, y guardó los
recuerdos en su memoria como si fueran joyas.
La alegría de vivir la sostuvo hasta que llegaron a Burdeos. Mientras
recorrían en coche la hermosa campiña del estuario de Gironde, sus ánimos se
derrumbaron súbitamente. ¡Era inútil! Volando en avión de continente en
continente, había resultado sencillo pretender que era una mujer amante del
placer y sofisticada. Pero contemplar aquel lugar hizo que descendiera a la
tierra con un sobresalto. ¡Aquello era real! Marc había pasado allí la mayor
parte de su vida, y allí tenía a su familia y sus amigos. Entonces se dio cuenta de
que deseaba desesperadamente ser aceptada por ellos, convertirse en parte de
sus vidas.
¿Cómo había podido convencerse de que podría mostrarse sonriente y
despreocupada cuando les llegara la hora de separarse? ¡No quería separarse de
Marc! Quería ser suya, para siempre. ¡Aquel viaje era una farsa patética! Y qué
diferente habría sido si hubiera sido genuino. Si tan sólo Marc estuviera
llevándola a su casa, lleno de orgullo, para que conociera a sus familiares y
amigos, antes de anunciar su boda venidera, qué emocionada se sentiría. Por el
contrario, con cada kilómetro que recorrían se apoderaba de ella más y más la
horrible sensación de ser una intrusa que no pintaba nada allí.
Una débil sonrisa rozó sus labios mientras contemplaba las casas de color
miel, con los tejados rojos y las contraventanas verdes, el campo tan limpio y
ordenado, con profusión de árboles e hileras de viñas. Cuando hicieron una
parada para comer en un pequeño restaurante anexo a una bodega, Jane
permaneció en silencio, preocupada, aunque también guardó en la memoria
cada detalle, el canto de los pájaros, el estruendo lejano de las motocicletas en la
carretera, el eco de los pasos del propietario cuando les guió por la escalera de
caracol que llevaba a la bodega, donde probaron sus mejores vinos. En el patio
del restaurante había un jardín con una vieja fuente de piedra en el centro, que
representaba la cabeza de un león, y allí comieron paté de hígado de oca,
quiche, ensalada y pan crujiente. Marc le dedicaba una sonrisa de vez en
cuando a través de la mesa, pero su desolación no dejaba de crecer y crecer,
hasta que amenazó con atragantarla.
—Estás muy callada —observó Marc cuando regresaron al coche para
proseguir la jornada—. ¿Te pasa algo?
—¿Estás seguro de que a tus padres no les molestara que me presente de esta
manera? —soltó a quemarropa.

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Marc se encogió de hombros.


—Ya les dije que venías. ¿Por qué iba a importarles?
—Porque hay una gran distancia entre Australia y Francia. No es la clase de
viaje que hagas sólo para tomar una taza de café. No pensarán…
Jane enmudeció, pero las palabras flotaban en su cabeza, amargas y
silenciosas. «¿No pensarán que hay algo serio entre nosotros?» Sin duda los
padres de Marc podían imaginarse algo así, cuando Marc la llevaba a su casa
desde el lado opuesto del planeta. Y ella misma, ¿podía pensarlo? Inquieta,
agitó la cabeza, haciendo que su melena se arremolinara, como si así pudiera
librarse de sus pensamientos. Marc se limitaba a mirarla con expresión burlona,
divirtiéndose, sin ofrecerle ninguna ayuda para sacarla de sus agobiantes
dudas. Por fin, se vio obligada a hacerle una pregunta directa.
—¿Qué les has dicho de mí? —dijo con voz atormentada.
—Sólo que eras una amiga que viene a pasar unos días.
—Oh —musitó Jane, algo decepcionada.
—Y que queremos dormir juntos, compartiendo habitación.
Jane casi se tragó la lengua.
—¡Oh, Marc, no habrás sido capaz! ¡No! No me atreveré a mirarles a la cara.
¿Qué pensarán de mí?
Marc elevó la vista hacia el cielo, como si Jane estuviera armando un
escándalo por minucias.
—Que eres una mujer adulta que disfruta de los placeres de la vida. ¿Qué
tiene eso de malo?
«Todo», pensó Jane con amargura, apretando el labio inferior entre los
dientes a la vez que volvía la cara hacia la ventanilla. «¡No me acuesto contigo
sólo porque sea uno de los grandes placeres de la vida, aunque lo sea, sino
porque te amo!» Pero Jane ya había hecho el ridículo una vez, revelándole sus
sentimientos, y estaba decidida a no repetir. Encogió los hombros.
—Nada —respondió fríamente.
—Hazlo otra vez —ordenó Marc.
—¿Qué?
—Encoge los hombros. Estuviste asombrosa. Parecías una verdadera
francesa. Debes poseer un talento natural para la mímica.
—Cuéntame —dijo Jane con dulzura—. ¿Hay alguna manera típicamente
francesa de romper a alguien la nariz? De haberla, me gustaría poner a trabajar
mi talento para aprenderla.
—Estás enfadada conmigo por algo, ¿verdad?
—Qué observador eres.

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—¿Qué te pasa?
—¿Por qué no pones toda esa intuición francesa a trabajar y lo adivinas,
chérie?
El resto del viaje permanecieron en silencio, hasta que casi habían llegado a
Cadillac, aunque Marc lanzaba de vez en cuando a Jane largas miradas
escrutadoras.
Jane estaba ocupada intentando controlar el fermento de sus emociones.
Todo aquel cinismo no surgía de ella con naturalidad, y tenía el presentimiento
de que acumular emociones pronto iba a provocar una violenta explosión. Se
dio cuenta ahora de que le dolía la forma en que se había visto embarcada en
aquella relación, hecha a medida de Marc, con sus propias leyes. Estaba muy
bien pretender que quería ser tan sofisticada y superficial como él, pero no lo
era. Ella deseaba un compromiso para toda la vida, profundo, apasionado y
tempestuoso. Amor y matrimonio, nada más. Y lo más probable era que no lo
consiguiera, a menos que Marc cambiara drásticamente. Le lanzó una mirada
afilada. Êl le hizo una mueca y apartó la mirada. Tal vez él cambiará
drásticamente, pensó, sin demasiadas esperanzas. «Tal vez congeniaré tan bien
con sus padres y sus amigos, que se dará cuenta de que estamos hechos el uno
para el otro». Comenzó a soñar despierta, imaginando que la madre de Marc
decía mil elogios de ella por cocinar tan extraordinariamente. Esto resultaba
difícil de creer en realidad, pues Jane más bien era de las que se le quemaban los
huevos revueltos. De pronto, Marc dobló por una carretera secundaria.
—Hemos llegado —anunció.
Jane se sobresaltó y alzó la vista. Ante sus ojos había una puerta de hierro
labrado, rodeada por un muro dorado de estuco adornado con enredaderas. Era
la entrada de un gigantesco palacio. Jane no sabía qué pensar.
—¿Qué es esto, otra bodega? —preguntó—. ¿Vas a comprar una botella de
vino a tus padres?
—No exactamente —respondió Marc, torciendo los labios—. Esta es mi casa,
y mis padres deberían estar en alguna parte.
Jane dejó escapar un gemido. Aquel edificio tenía espacio para alojar a un
ejército. A través de la puerta abierta, podía ver un amplio patio de grava. A su
alrededor, formando tres lados de un cuadrado, se erigía un elegante palacio
del siglo dieciocho. Más allá del edificio principal, en la parte opuesta del patio,
se alzaban torres de una época más antigua todavía. La clase de torres que Jane
recordaba haber visto en su cuento de La Cenicienta cuando era niña.
—Me dijiste que tu casa era vieja y destartalada —murmuró, pasmada.
—Y lo es —afirmó Marc con aire despreocupado—. La sección más antigua
se construyó en el siglo catorce, y parte del mobiliario, incluso en la parte más
moderna, se cae a trozos. Sobre todo los armarios Luis XIV.
—¿Luís XIV? —repitió Jane en un susurro—. ¿No vivió en siglo diecisiete?

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—Así es. Pero no te preocupes por eso. Es un palacio grande, lleno de cosas
antiguas y bellas, pero llevamos una vida bastante informal en muchos
aspectos.
Jane no podía imaginar nada menos informal que el vestíbulo de entrada del
palacio, o la gente que salió a recibirlos. Había una mujer alta, de rasgos
aristocráticos y pelo gris, cuyos ojos oscuros y penetrantes y sonrisa de esfinge
le recordaba a Marc de alguna manera extraña. La acompañaba su marido, un
hombre de pestañantes ojos azules, un par de centímetros más bajo que ella, de
expresión cálida y encantadora. Ambos iban exquisitamente vestidos, de una
manera nada informal. La madre de Marc lucía blusa blanca de seda, un traje
rojo de sastre, pendientes y collar de oro, zapatos de tacón alto, y el pelo gris
arreglado con una permanente de mucho estilo. El señor no se quedaba atrás,
ataviado con traje gris carbón, camisa de rallas, y corbata azul y gris. Cuando
avanzaron hacia ella, Jane reprimió el impulso de hacer una reverencia o volver
corriendo al coche para cepillarse el pelo.
—Jane, me gustaría presentarte a mis padres. Monsieur y madame Le
Rossignol.
—Enchantée —murmuró Jane.
—Es una joven muy hermosa, mademoiselle West —le dijo el padre de Marc,
asintiendo en gesto aprobador—. Y de las que mejorará con la edad. Está claro
que mi hijo tiene el gusto de un connaisseur.
La risa nítida y abierta de Jane vibró en el aire.
—Hace que me sienta como un vino añejo —protestó, los ojos risueños—.
Pero, gracias, monsieur. Y, por favor, llámeme Jane. Mademoiselle West suena
demasiado formal.
Los padres de Marc parecían sorprendidos por su invitación, y Jane se
preguntó, incómoda, si no habría metido la pata.
—Los australianos son muy informales —se apresuró a explicar Marc—. En
Australia es normal entre los adultos tutearse desde el momento de la
presentación. Es señal de intenciones amistosas.
—Ah, bon —afirmó monsieur Le Rossignol—. En ese caso, Jane, puedes
llamarnos Yvonne y Armand.
Al oír la invitación, la madre de Marc no puso muy buena cara que se diga,
pero dedicó a Jane una sonrisa breve y forzada que no llegó a sus ojos.
—Mi marido tiene razón… Jane —dijo heroicamente—. Por favor, llámanos
por nuestro nombre de pila si esa es la costumbre de tu país. Ahora, si os parece
bien, os mostraré vuestras habitaciones. Luego podemos reunimos todos a
tomar una copa de vino en el jardín.
—No es necesario, maman —protestó Marc—. Yo puedo enseñar el camino a
Jane.
—Es mi invitada, Marc. Debo asegurarme de que tenga todo lo que necesite.

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Sintiéndose desgraciada, Jane siguió a Yvonne hacia la parte más antigua del
palacio. Se sentía falta de confianza, incómoda, como si lo hubiera hecho todo
mal desde el mismísimo principio. Y su incomodidad creció todavía más
cuando Yvonne les guió hasta una suite en lo alto de un torreón. La vista desde
la ventanita cortaba el aliento, con kilómetros y kilómetros de viñedos, bosques
y granjas rústicas, pero Jane sólo tenía ojos para otra cosa. La gigantesca cama
del siglo dieciséis que dominaba la alcoba, para su imaginación sobrecalentada
un símbolo desafiante de su relación ilícita con Marc.
¿Qué pensaría Yvonne Le Rossignol de Jane, viviendo una aventura con su
hijo tan descaradamente, bajo su propio tejado? ¿Desearía perderla de vista?
¿Estaría consternada y lo disimulaba? ¿Le echaría una bronca de órdago a Marc
cuando Jane no pudiera oírles? Cualesquiera que fueran las respuestas
verdaderas para estas preguntas, Yvonne no ofreció el menor indicio de sus
sentimientos cuando abrió la cama e hizo un ademán hacia la mesilla de noche,
donde había flores, pañuelos de papel, libros y un jarrón de agua.
—Espero que encuentres todo a tu gusto, Jane —dijo enérgicamente—. Me
temo que el cuarto de baño está en el piso de abajo, lo cual es un inconveniente,
hay que reconocerlo, pero Marc pensó que te gustaría el ambiente romántico del
viejo castillo. Gastón subirá enseguida con tu equipaje y, si tiras de esa cuerda
de la pared, suena una campana en la cocina. Si necesitas cualquier cosa, úsala,
pero ten paciencia. Nuestra ama de llaves tiene muchos años y sube las
escaleras a su ritmo.
Jane se sintió como si fuera una intrusa sin corazón que sólo había ido a
Francia con el propósito de torturar a viejecitas con juanetes. Dirigió a la madre
de Marc una sonrisa preocupada.
—Gracias —murmuró—. Eres muy amable.
Entonces decidió probar su francés como gesto de buena voluntad.
—Vous étes tres gentille, madame.
—Je vous en prie, mademoiselle —replicó Yvonne suavemente, y entonces se
retiró.
—¡No le gusto! —explotó Jane en el momento en que se apagó el eco de sus
pasos en las escaleras de piedra.
—No seas ridícula —dijo Marc—. Dale tiempo.
—Me dijo vous. Esa es la forma poco amistosa de «tú», ¿no?
—¡No necesariamente! Estaba siendo educada, eso es todo. Pertenece a la
vieja escuela y sus modales son más formales que los tuyos. En cualquier caso,
le has gustado a mi padre.
—Puede —musitó Jane con aire escéptico—. Pero quizás sólo esté fingiendo.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó Marc, envolviéndola entre sus brazos
y besándola apasionadamente—. La timidez no suele ser uno de tus problemas.

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A pesar de sus palabras, Marc no parecía demasiado interesado en oír la


respuesta de Jane. Comenzó a mordisquearle una oreja de la forma en que
normalmente le producía escalofríos de excitación, pero esta vez apartó
bruscamente la cabeza y le dirigió una mirada asesina.
—¡Yo no suelo sentirme como una intrusa! Y aquí me siento así. Soy
extranjera y no sé cómo debo comportarme. Me siento confusa y fuera de lugar.
—Pronto te adaptarás —le aseguró Marc con aire despreocupado—. Además,
puedes agarrarte a mí. Yo te serviré de guía.
Jane se sentó sobre la cama y lanzó un suspiro de irritación.
—¡Yo no soy de las que se agarra!
A la vez que lo decía, Jane perdió la confianza en la verdad de su afirmación.
En otro tiempo se había enorgullecido de su independencia, pero ahora,
profundamente enamorada, tenía la sensación de estar hundiéndose en arenas
movedizas. Lo más irritante era que verdaderamente sentía un impulso
instintivo y poderoso a agarrarse a Marc y dejarse guiar por él. Si las cosas
hubieran sido de otro modo, tal vez lo habría hecho. Lo miró de golpe y
entonces descubrió que era el culpable de la mayor parte de su inseguridad. Si
tan sólo no hubiera insistido en compartir la habitación, no se habría sentido tan
incómoda bajo el escrutinio de su madre. O si hubieran llegado como una pareja
comprometida, podría haber afrontado la prueba con más aplomo. Lo que la
consternaba y la hacía sentirse vulnerable era la indignidad e incertidumbre de
su posición.
—¿Te gusta? —preguntó Marc de pronto.
—No sé —musitó Jane, encogiendo los hombros bruscamente.
Marc intentó una vez más quitarle el malhumor. Agazapándose frente a ella,
dio un salto y la envolvió entre sus brazos. Entonces hundió la cara entre su
cabello, pero Jane le apartó de un empujón.
—¿No deberíamos bajar? —preguntó secamente—. Tus padres estarán
esperándonos, ¿no es así?
Lanzando un suspiro, Marc se volvió hacia la puerta y abrió el camino.
Hallaron una mesa puestas a la sombra de un árbol, en el jardín amurallado que
había al pie de la torre. Jane sacó los regalos que había traído de Australia, una
corbata para el padre de Marc, y un broche de ópalo para su madre, y se dieron
exclamaciones de sorpresa y placer. Armand insistió en estrenar la corbata de
inmediato, y la madre de Marc adoptó una actitud más afable cuando pidió a
Jane que le pusiera el broche en la solapa de su chaqueta.
—Gracias, querida. Es magnífico.
Armand se puso a abrir las botellas de vino y agua mineral, haciendo a Jane
y Marc un gesto para que se sentaran.
—¿Qué tomarás, Jane, blanco o tinto? —preguntó.
—Tinto, por favor.

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—Dile qué te parece, Jane —apremió Marc, con una nota de orgullo en la
voz.
Algo más confiada, ella tomó la copa de Cabernet Sauvignon, aspiró el
aroma, la removió y sorbió con aire pensativo.
—Excelente. Tiene color vivo, aroma suave a tabaco, y un toque ligero de
esencia a bayas rojas. El sabor, muy denso, vigoroso.
—¡Ah, esta pequeña tiene paladar! —exclamó Armand encantado—. Has
estado entrenándola, Marc.
—No. Ya lo tenía cuando la conocí. Jane también es una profesional del vino.
—¡Formidable!. Entonces deberíamos dejar esta mesa y hacer una cata como
es debido en la bodega, ¿no os parece? ¿Qué me dice, mademoiselle Jane?
Jane miró con expresión interrogante a la madre de Marc, la cual alzó las
manos con aire decepcionado.
—¡Bajad, bajad! Jane, pronto comprobarás que los hombres de esta familia
tienen tinto en las venas. Si puedes hablar con conocimiento de vinos, te
ganarás sus corazones, pero no permitas que te aburran. Nos veremos a la hora
de cenar.
Marc y Jane disfrutaron de dos horas placenteras en la bodega y el viñedo,
mientras Armand iniciaba a su invitada en los misterios del terroir, esa
indescriptible combinación de tierra, clima y otros factores que otorgaban a
cada vino su propia personalidad. Y adoptó un tono lírico hablando de colinas
de arenisca, orientaciones hacia el norte y el uso de las claras de los huevos para
aclarar el vino nuevo. Marc observaba la escena divirtiéndose, con aire
aprobador, mientras Jane y su padre cataban, comparaban y discutían. Poco
después de las cinco, Armand miró su reloj y luego a Jane con aire contrito.
—Mon Dieu! ¡Te pido mil perdones, Jane! Me divierto tanto que me olvido
del tiempo. No pretendía entretenerte tanto rato.
—Yo también me he divertido —replicó Jane sinceramente.
—Bon —afirmó Armand, lleno de satisfacción—. Entonces mañana podemos
continuar. Te enseñaré el viñedo donde arrancamos las cepas viejas que no
producían, y fumigamos la tierra con gas mostaza antes de reponerlas. ¡Ah, la
que armaron los tradicionalistas, pero deberías ver la mejora de producción que
hemos logrado!
Jane pestañeó, desviando la mirada hacia Marc, que estaba detrás de su
padre, aunque omitió mencionar que sabía quién era el responsable de la
innovación.
—Debes estar muy satisfecho de tu decisión —afirmó con diplomacia.
—Sí, sí. ¿Y sabes lo que les digo ahora a mis críticos? ¡Les digo, la tradición es
una buena cosa, pero también debemos innovarnos! Y en ese aspecto los
australianos podéis mostrarnos el camino. Por lo que me ha contado mi hijo, en

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el campo de la elaboración del vino, sois grandes innovadores. Vaya, pues es lo


que necesitamos… un matrimonio del viejo mundo y el nuevo.
Armand los miró con cariño, y en sus ojos apareció un súbito brillo, como si
acabara de caer en el doble sentido de sus propias palabras.
—Un matrimonio del viejo mundo y el nuevo —repitió, riéndose suavemente
para sus adentros—. Sí, desde luego, eso podría ser exactamente lo que
necesitamos.
Miró a Jane con expresión maliciosa de complicidad, como si esperara que
ella pudiera darle quizás una noticia excitante. Si en realidad estuviera allí
como una nuera en perspectiva, Jane se habría sentido conmovida por el
evidente apoyo de Armand a su causa. Tal y como eran las cosas, la indirecta
tan directa de Armand sólo la llenó de confusión, y volvió la vista hacia Marc
sin poderlo evitar, medio esperando que confirmara las sospechas de su padre.
Sin embargo, Marc se limitó a ladear los labios, esbozando una expresión de
exasperación, aburrida y sarcástica. Armand lanzó un leve suspiro y sacudió la
cabeza.
—Bueno, mes enfants, se hace tarde y no debo demorarme más —dijo con
tristeza—. Lleva a Jane arriba para que repose, Marc, y nos veremos después en
la cena.
Una vez cerrada la puerta de la alcoba en la torre, Marc tomó a Jane entre sus
brazos y le dedicó una sonrisa irónica.
—Siento los intentos poco sutiles de mi padre para emparejarnos. Siempre ha
querido que me casara, y es incapaz de aceptar que no todo el mundo considera
el matrimonio como un pasaporte a la eterna felicidad.
—No te disculpes —replicó Jane, odiándole por su cinismo—. Creo que tu
padre es un encanto.
—Vaya, pues tú sin duda le has conquistado.
—Tal vez, pero no creo que tu madre llegue a aceptarme jamás —afirmó,
apartándose de Marc.
—¿Y eso qué importa? Lo más probable es que, después de estos días, no
vuelvas a aparecer por aquí.
—Gracias. Es interesante saber que acabo de llegar y ya me quieres echar.
—¿Yo he dicho eso? —preguntó Marc, echando chispas por los ojos.
Marc la aferró del brazo cuando pasaba junto a él, caminando de un lado a
otro, y la aprisionó entre sus brazos en un arrebato que la alarmó y embelesó.
Antes de que supiera lo que estaba ocurriendo, Jane estaba devolviéndole el
beso con toda la fuerza impetuosa de su cóctel de rabia, odio y amor. Ante la
explosiva mezcla, Marc contuvo el aliento y comenzó a desabrocharle el vestido
con movimientos nerviosos, bruscos. Pronto rodaron juntos sobre la gigantesca
cama, jadeando, gimiendo y besándose con intensa y mutua necesidad.

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Jane se rindió a Marc con absoluto abandono, pero sus emociones no


acababan de ser plenas. Aunque sentía puro dolor de amor, fascinación y
desolación, no podía revelárselo a Marc. Guardar el patético secreto dibujó en
sus ojos una expresión embrujada, en sus labios una sonrisa melancólica, a
pesar de que él acabara de llevarla a las cumbres del éxtasis. Un buen rato
después de que sus respiraciones se hubieran calmado, cuando todavía yacían
exhaustos, Marc se incorporó, apoyándose sobre un codo, y la miró
detenidamente.
—Tus ojos están llenos de secretos —se lamentó, acariciándole la cara con las
yemas de los dedos—. Nunca puedo saber lo que estás pensando.
—Estoy pensando que es terrible desear algo con todo el corazón y temer que
nunca podrás conseguirlo —admitió Jane en un susurro.
Marc adoptó una expresión meditabunda y pareció que estaba a punto de
decir algo, pero entonces frunció el ceño y permaneció callado. Se levantó, se
acercó a la ventana y se puso a contemplar el paisaje campestre. Cuando habló
por fin, sorprendió a Jane con sus palabras.
—Supongo que estarás pensando en tu viñedo de Tasmania —afirmó sin
volverse.
«No, estaba pensando en ti», deseaba exclamar Jane, pero las palabras se le
atragantaron. Llenándose de asombro, cayó en la cuenta de que apenas se había
acordado del viñedo durante el viaje. Sólo tenía pensamientos para Marc. Sin
embargo, no podía reconocerlo cuando él se mostraba tan distante y frío, tan
empeñado en recordarle que no había lugar para ella en su hogar, que cualquier
sugerencia de matrimonio entre ellos era completamente ridícula.
—Sí, estoy pensando en mi viñedo —mintió, apretando los labios.
—Debe significar mucho para ti —afirmó Marc con cierto deje de amargura.
—¡Significa todo para mí!
Jane podía sentir el amor, la pasión y la rabia vibrando en su propia voz, y
tan sólo le quedaba esperar que él creyera que el viñedo constituía la causa de
sus emociones.
—Comprendo —murmuró Marc, y por un breve momento volvió a ser el de
siempre, tranquilo e indiferente—. Bien, estoy seguro de que encontraremos
alguna solución. No soy un ogro. No quiero privarte de lo que te pertenece por
derecho.
—¿No? Eres muy amable, pero volvemos a la pregunta difícil. ¿Qué me
pertenece por derecho?
La luz disminuía rápidamente, y Jane ya no podía ver las facciones de Marc
con claridad. Enmarcado por el rectángulo de cielo plateado, parecía una
sombra amenazante, el intruso inoportuno que le había considerado una vez. Le
palpitaba el corazón a un ritmo inconstante, y la carga de odio y amor que
soportaba estaba sofocándola. Sabía bien lo que consideraba suyo por derecho.
Marc Le Rossignol como marido, amante y padre de sus hijos, junto a ella por el

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resto de su vida. Pero ése era el derecho que él nunca le concedería. En la


penumbra creciente, creyó ver sus labios curvándose en una sonrisa sardónica.
—Estás muy rara —observó—. Desde que llegamos aquí, tu conducta es muy
extraña.
Jane se prometió tratarle con la misma frialdad que era tratada. Aunque casi
estaba temblando por culpa de sus intensas emociones, se esforzó en adoptar
una actitud tranquila.
—¿De verdad estoy rara? —preguntó con suavidad, levantándose para
recoger su ropa—. Bueno, ¿y por qué no iba a estarlo? ¿Acaso no es la
inconstancia un privilegio de la mujer?
—Desde luego, tuyo lo es —refunfuñó Marc—. Te embarcaste en este.viaje
por tu propia voluntad, y aparentemente te has divertido de lo lindo en
América y París. Y ahora, desde que llegamos aquí das la impresión de andar
sobre ascuas… No, ¿cómo lo expresáis vosotros? ¡Cómo un gato sobre ladrillos
calientes! ¿Por qué? ¿Qué te pasa?
Jane esbozó una amarga sonrisa, ajustándose el vestido con movimientos
bruscos y enfadados.
—Adivínalo.
Marc musitó entre dientes un improperio. A diferencia de Jane, no se molestó
en vestirse con prisas, indiferente a su propia desnudez.
Disparando una mirada disimulada hacia su cuerpo viril y salvaje, Jane
deseó poseer su capacidad para permanecer impasible ante todo. Su presencia
constituía un tormento para ella, un recordatorio de una increíble intimidad
física que carecía de correspondencia en el terreno emocional. En ese momento
había tanta distancia entre ellos que podrían haber pasado por absolutos
desconocidos, o enemigos declarados incluso. ¿Se había dado a un hombre que
nunca le permitiría cruzar el umbral de su corazón? La idea le hizo tanto daño
que sus ojos se encendieron de hostilidad.
—¿Es posible que te hayas cansado de mí tan pronto? —preguntó Marc en
tono insultante—. No hace falta seguir con este pequeño romance, sabes, si ya
no te divierte. Podemos separarnos cuando quieras.
—¡Como te parezca! —exclamó Jane—. No queremos caer en el tedio,
¿verdad?
Una oleada de lágrimas calientes y punzantes anegó sus ojos. ¿Tan pronto
habían caído tan bajo? ¡Bueno, no podía decir que Simone no le hubiera
advertido! Obviamente, Marc sólo se había divertido con ella, y ahora buscaba
un modo de darle la patada. Apretó el labio superior entre los dientes,
procurando no perder los estribos.
—Así que ya te has cansado, ¿verdad? —preguntó Marc sin alzar la voz—.
¡Mafoi!. No has tardado mucho.

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—¡No me he cansado! —explotó Jane, demasiado turbada como para más


subterfugios—. Estoy preocupada, me siento confusa. Tal vez para ti sólo sea
una broma, pero yo no voy por el mundo de aventura en aventura en busca de
nuevas diversiones. Cuando tu padre me habla, como si esperase que nos
casáramos, hace que me sienta arrinconada. Hace que me sienta… Oh, no
puedo… Es… Nosotros…
Jane enmudeció, incapaz de expresar sus sentimientos ante la mirada
silenciosa e inquietante de Marc. Con desconcertante brusquedad, él cerró las
cortinas y encendió una lámpara, llenando la habitación de luz amelocotonada.
—¿Qué quieres hacer para solucionarlo? —preguntó a Jane en tono reposado.
«Quiero casarme contigo», pensó Jane, pero el orgullo no le permitía
pronunciar las palabras. No cuando Marc estaba mirándola con las cejas
arqueadas en expresión burlona, con su sonrisa cruel dibujada en los labios.
Desesperada, buscó algún modo de conseguir alguna pista de sus intenciones,
algún indicio de que, además de apetito sexual, también tenía sentimientos
implicados en la relación. Si pretendía regresar a Australia, ¿no quería decir que
al menos le quedaba alguna esperanza de desarrollar una verdadera relación
con él?
—¿Qué piensas hacer con las propiedades de mi padre? —preguntó de
súbito—. ¿Todavía estás interesado en comprarlas y ocuparte de ellas
directamente?
—¡No lo sé! —respondió Marc en tono cortante, los ojos encendidos—.
Francamente, ya no supone una cuestión de importancia para mí. En cualquier
caso, lo más probable es que no compre.
Jane sintió un escalofrío y cerró los ojos. Por tanto, no volvería a verlo jamás
cuando concluyera el viaje. ¿Cómo podría soportarlo?
—Comprendo —dijo con voz temblorosa—. Mira, Marc, me preguntaste qué
quería hacer. Te lo diré. Esta aventura que estamos viviendo se me ha ido de las
manos. Quiero dejar de dormir contigo.
Si se esperaba que Marc discutiera, exigiera explicaciones, o la arrastrara a
una pelea tempestuosa, se llevó un chasco. Él se limitó a encoger los hombros y
comenzó a vestirse.
—Como quieras. Por cuestión de la cortesía debida a mis padres, espero que
te quedes una semana más o dos para que conozcas la región antes de regresar
a Australia. Hay una habitación de invitados al pie de la torre. Esta noche bajaré
tus cosas.
—¿No pensará tu madre…? —comenzó Jane con voz atormentada.
—¡No pensará nada! —la interrumpió Marc—. Ni siquiera tiene por qué
enterarse.
Jane pestañeó cuando Marc acabó de vestirse con cara de muy pocos amigos.

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Bajaron a cenar en silencio, un silencio hostil y cargado de tensión.


Verdaderamente era una lástima, pues la madre de Marc se había tomado
muchas molestias con los preparativos de la cena. Un mantel blanco
almidonado y adamascado cubría la pesada mesa de caoba, con un jarrón lleno
de lirios naranjas en el centro. La vajilla era de delicada porcelana china, las
copas de cristal y la cubertería de plata, todo iluminado por la luz titilante de
los candelabros. Ante aquel panorama, Jane hizo todo lo que pudo para
comportarse como una invitada agradecida, y pronto se embarcó en una
conversación con el padre de Marc sobre su reciente estancia de seis meses en la
región de Champagne.
La cena fue excelente. Escalopines en salsa de crema seguidos por una
cacerola de carne con aceitunas y pasta con tomate, finalizando con mousse de
limón en los postres. Lo que había comenzado como simples buenas maneras
pronto dio paso a un genuino placer, cuando Jane descubrió una inesperada
afinidad con la madre de Marc, en la forma de un interés común por coleccionar
encajes antiguos. Estaban inmersas en una discusión sobre técnicas de punto
cuando Marie llevó el café y los volubles ánimos de Jane emprendían el vuelo
otra vez. Quizás fuera aceptada en aquel lugar, quizás los padres de Marc se
encariñaran con ella. Y, cuando él viera lo bien que encajaba en su familia, acaso
reconsideraría su oposición al matrimonio. Le dirigió una sonrisa titubeante en
gesto de paz, pero Marc tan sólo frunció el ceño a modo de réplica.
—Oh, Marc —dijo su madre, rompiendo el breve silencio—. Quiero que
mañana no aceptes ningún compromiso. He invitado a comer a toda la familia
para que conozcan a Jane.
—Estupendo —respondió él sin demasiado interés.
—Y hay algo más, chéri. Simone ha llamado esta tarde para saber cuándo
vendrías. Le expliqué que ya habías llegado y, como me dijo que tenía que
discutir algunos asuntos de gran importancia contigo, la invité a pasar unos
días.

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CAPITULO 7
JANE dejó la taza de café sobre el plato con cierto estruendo. ¡Como si ya no
estuvieran bastante mal las cosas entre Marc y ella, ahora tendría que soportar a
Simone, que sin duda disfrutaría de ver su incomodidad! Seguramente, Marc
no lo consentiría. ¿Protestaría de algún modo, tomaría alguna acción defensiva
para mantenerlas separadas? Después de todo lo que había sucedido entre Marc
y Jane durante las semanas recientes, él sin duda no desearía reunir a las dos
mujeres… ¿o sí? Para su consternación, Marc se limitó a arquear levemente las
cejas al oír el anuncio de su madre, esbozó una tenue sonrisa pensativa y
asintió.
—Muy bien —dijo—. De todas maneras quería localizar a Simone. Así me
ahorraré el problema de perseguirla.
Jane apenas pudo contener la rabia ante el comentario de Marc. Cuando
Armand propuso que jugaran a las cartas, alegó una jaqueca que rápidamente
estaba haciéndose genuina y escapó a la parte más antigua del castillo. Marc la
alcanzó cuando ya estaba en la habitación del torreón, metiendo su ropa en la
maleta, los labios fruncidos en una fina línea y los ojos verdes oscurecidos por
nubarrones tormentosos.
—Entonces, ¿todavía quieres abandonarme? —preguntó Marc en tono suave.
Jane le lanzó una mirada abrasadora.
—Sí —respondió sin más.
En realidad, no estaba tan segura de su decisión como parecía. Cuando se
enteró de la inminente llegada de Simone, sintió un loco impulso de alterar su
decisión respecto a dejar de dormir con Marc, un impulso primitivo de aferrarse
a su hombre y pelear contra toda posible rival. Sin embargo, una breve reflexión
le demostró que sería ridículo. Si Marc ni siquiera se preocupaba de intentar
convencerla de que se quedara o llegar a un compromiso auténtico con ella,
entonces compartir la cama con él no iba a cambiar las cosas. Sin duda, si
Simone visitaba el palacio con el propósito expreso de seducir a Marc, pronto
convencería a Marc fácilmente de que se librara de Jane. No, sería mejor
preservar su orgullo y poner fin a la aventura amorosa por su propia iniciativa.
Lanzándole otra mirada cargada de odio, Jane cerró la maleta con dedos
temblorosos.
—¿Ya tienes todo preparado? —preguntó Marc.
Jane podría haberle abofeteado.
—¿Eso es todo lo que vas a decir?
—¿Qué más podría añadir? —dijo él en tono burlón—. ¿Que estoy desolado
por tu abandono? ¿Que me has destrozado el corazón más allá de lo
imaginable?
—¡Oh, cállate! —exclamó Jane, incapaz de soportarlo más.

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Mientras Marc bajaba sin dificultad las dos pesadas maletas por la escalera
de caracol, Jane percibía llena de incomodidad la atmósfera opresiva que
flotaba entre ellos. Marc demostraba una tranquilidad casi insultante ante la
situación, pero a Jane le pareció ver algo peligroso resplandeciendo en sus ojos
cuando dejó las maletas en el suelo de la habitación para invitados. Ella se
peguntó, expectante, si estarían al borde de una confrontación que les despojara
de toda pretensión de civilización y desnudara sus verdaderos sentimientos.
Casi se llevó una decepción cuando Marc le deseó buenas noches con un frío
ademán.
Una vez sola, Jane echó el pestillo a la puerta como si corriera peligro de ser
atacada y luego se desnudo impetuosamente, esparciendo las ropas por todo el
suelo de una forma que habría puesto los pelos de punta a Marc. Entonces cayó
en la cuenta de que a Marc ya no le preocupaba lo desordenada que pudiera
ser, y sintió una punzada de dolor. La simple tarea de ponerse el camisón le
recordó lo mucho que había cambiado su vida desde que lo conoció. En el
pasado solía ponerse un viejo pijama de algodón para dormir, y había
comprado aquella prenda verde pálido de raso con encajes de color crema con
el único propósito de impresionar a Marc. Resultaba una patética ironía lucirla
para dormir en medio de aquella enorme y antigua cama francesa, acurrucada
en soledad. Una alcoba como aquélla sería perfecta para amantes, pero para una
sola persona se volvía bastante lúgubre.
Sin él, allí iba a sentirse terriblemente sola, pensó, desanimándose. «¡Oh, no
seas tan endeble!», se dijo. Muchas mujeres rompían con el hombre amado y no
por eso se derrumbaban al quedarse solas.
El hombre amado… Las palabras resonaron en su mente y Jane pestañeó. Sí,
ése era el problema. Seguía enamorada de Marc. Entonces, ¿por qué había
insistido en separarse de él, cuando era algo que no deseaba en absoluto?
Todavía tenía la posibilidad de subir de puntillas las escaleras a la habitación de
Marc y acabar tendida en la cama, en un derroche de pasión que arrancaría
sollozos de su corazón. Pero a la mañana siguiente nada habría cambiado, se
dijo con amargura. «Seguiría sin saber si le intereso de verdad o si para él sólo
se trata de un simple juego». Sería más prudente conservar el resto de su
orgullo y negarse a volver a dormir con él.
Una vocecilla molesta sonó en su mente, insistiendo en que, si
verdaderamente tenía un poco de orgullo, abandonaría el palacio de inmediato
y no vería a Marc nunca más. «¡Oh, no, no podría!». Ofendería a los padres de
Marc. Sin embargo, en el fondo sabía que aquello era una mera excusa. En
realidad anhelaba su compañía con tanta desesperación que se sentía incapaz
de abandonarle. Era una especie de adicción a una droga fuerte, de la que sólo
se podía librar poco a poco, con la amenaza constante de la recaída. Y la cosa
sería aún peor cuando apareciera Simone. ¿Cómo podría soportarlo, cuando lo
viera con otra mujer?

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Sorprendentemente, la prueba de enfrentarse con él a la mañana siguiente


resultó menos dura de lo que esperaba. Poco después de las siete, llamaron a la
puerta de la alcoba.
—¡Entre! —murmuró Jane bostezando.
Entonces se incorporó, apartando el cabello que cubría sus ojos. La puerta de
roble se abrió con un crujido y allá estaba Marc, ya vestido y con pose de
camarero, con una bandeja ovalada alzada sobre la palma de su mano derecha.
—Qué significa…
—Una oferta de paz —explicó Marc, bajando la bandeja a la altura de la
cintura con un florido ademán para dejarla a continuación sobre el regazo de
Jane—. Pensé que podríamos tomar café con bollos y luego dar un paseo. Ya es
hora de que te familiarices con los alrededores, si piensas quedarte…
Había un leve indicio de duda en su última frase, y Jane sintió que se
acaloraban sus mejillas bajo la mirada escrutadora de Marc. Incapaz de mirarlo
a los ojos, asintió brevemente, llena de turbación.
—Sí, voy a quedarme —respondió de un tirón—. Pero no pienso compartir la
habitación contigo, Marc. Sencillamente, creo…
Él posó un dedo sobre los labios de Jane, interrumpiendo sus excusas
embarulladas antes de que comenzaran realmente.
—Sobran las explicaciones —afirmó Marc en tono despreocupado—. Hay
muchos otros placeres que podemos compartir. Disfrutar del paisaje, salir a
cenar, de compras…
Jane dejó escapar un débil suspiro, tomando el primer sorbo de café solo y
humeante. De alguna manera, Marc se las arreglaba para situar su relación
amorosa a la misma altura que cualquier otro pasatiempo entretenido. ¿No
significaba nada más para él? Jane no se atrevía a preguntar, por miedo a
meterse en un terreno peligroso, donde se sentia vulnerable.
—Tienes razón, supongo —convino, esforzándose en adoptar una actitud
despreocupada comparable a la suya—. Entonces, ¿tienes algún plan?
Marc pegó un mordisco a un bizcocho cubierto de pasas y azúcar glaseada
antes de asentir.
—Hum. A mis padres nunca se les ve el pelo los domingos por la mañana,
así que pensé que podríamos dar un paseo hasta el pueblo de St Sulpice, visitar
los lugares más interesantes y luego regresar a la una para esa lamentable
comida familiar.
Media hora después, Marc y Jane se detuvieron en el camino que conducía al
pueblo y se dieron la vuelta, contemplando la impresionante vista del palacio,
sólido y altivo sobre la alfombra de hierba, rodeado por hileras simétricas de
vides en todas direcciones. El sol resplandeciente iluminaba los tejados y
proyectaba largas sombras sobre los setos recortados que bordeaban la terraza.
Más allá de los torreones, la estructura añadida en el siglo dieciocho apenas era

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visible, oculta por una amplia variedad de árboles, abedules plateados, fresnos,
olmos y un par de pinos.
—Es un lugar asombroso, ¿verdad? —observó Jane, protegiéndose los ojos
del sol—. Casi como dos hogares completamente diferentes unidos tan sólo por
el vestíbulo.
—Eso es exactamente —convino Marc—. Según la tradición familiar, uno de
mis antepasados del siglo dieciocho deseaba casarse con cierta chica, pero a ella
no le gustaba el viejo castillo. Se lamentaba de que fuera oscuro e incómodo.
Entonces él se gastó más de la mitad de su fortuna en construir la parte más
moderna para complacerla.
—¡Oh, qué historia más hermosa! Debía ser un hombre encantador. ¿Tú
serías capaz de hacer algo parecido si amaras a una mujer y desearas casarte
con ella?
—No —respondió Marc secamente—. Creo que las mujeres ya son bastante
irracionales de por sí sin necesidad de que los hombres las animen.
Jane hizo una mueca.
—No te gustan demasiado las mujeres, ¿verdad? —dijo en tono acusador.
Marc esbozó esa sonrisa perezosa y sarcástica que a Jane siempre le daba
ganas de abofetearle.
—Las mujeres están muy bien en su lugar —replicó con cierto hastío—. Pero
un hombre sería estúpido si se dejara dominar por ellas. O si modificara su vida
con el único fin de complacerlas. Yo nunca lo haría.
Durante el resto del paseo de tres kilómetros hasta St Sulpice, Jane observó
de vez en cuando a su acompañante con irritación. A veces tenía la impresión
de estar a punto de comprender lo que detonaba el interés de Marc Le
Rossignol, pero siempre se veía frenada por su exasperante empeño en ahogar
toda implicación emocional. Albergaba la fuerte sospecha de que alguna mujer
le había hecho sufrir en otro tiempo, amargándole y poniéndole en contra de
todas las demás. De ser así, ¿conseguiría de alguna manera traspasar su
indiferencia y despertar sus sentimientos? Y Simone, ¿dónde encajaba en
aquella situación? ¿Sería cierto que le daba igual que Marc tuviera aventuras
con otras mujeres, a pesar de que fuera a casarse con ella? ¿O se trataba tan sólo
de una mentira descarada para librarse de Jane? Ésta sufría de sólo pensarlo.
Acaso debía echarle coraje y preguntarle a Marc directamente. Sin embargo, el
orgullo y la vergüenza prolongaron su silencio.
Por fortuna, Marc cambió el hilo de sus pensamientos, indicándole árboles
que había trepado en la infancia, el remanso del río donde había pescado con
sus hermanos, una vieja ermita en ruinas que le hizo detenerse y estallar en
carcajadas nostálgicas…
—Una vez, después de pescar, llevé allí a mi hermana pequeña —recordó—,
le dije que la ermita estaba embrujada y luego simulé oír lamentos procedentes
de su interior. Cuando le pedí que entrara conmigo a investigar, le dio un

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ataque de histeria y se puso a dar alaridos de terror. Claro que, por la noche, es
un lugar bastante lúgubre.
—¿Cómo pudiste ser tan despreciable? —preguntó Jane, indignada.
—No fui despreciable —protestó Marc, sonriendo—. Era un hermano de lo
más normal. Quería mucho a Laurette pero, como comprenderás, no podía
decírselo, ¿no te parece?
Jane dejó escapar un leve suspiro cuando dejaron el camino para tomar una
carretera de grava blanca, flanqueada por álamos. A veces tenía la sensación de
que los hombres eran seres de otro planeta, incapaces de comprender los
sentimientos de una mujer. ¿Había cambiado en algo la conducta de Marc,
ahora que era un hombre adulto? Siendo niño, se había divertido tomando el
pelo a su hermana, y ahora aparentemente también disfrutaba atormentando a
Jane. ¿Pero qué sentía realmente por ella? ¿Lo descubriría Jane algún día?
—Mira, ahí está el pueblo, en lo alto de la colina —dijo Marc, interrumpiendo
sus pensamientos.
—Oh, qué bonito —exclamó Jane.
Desde la distancia, parecía la ilustración de un cuento de hadas pero, según
se acercaban, Jane distinguió los detalles de las casas, con sus muros amarillos
de estuco, contraventanas verde pálido y tejados de color naranja, en los cuales
a veces se veía el perfil incongruente de las antenas parabólicas. Mientras
remontaban las cuestas de guijarros de la villa, varias personas les saludaron
desde el umbral de sus casas, y en cada ocasión Jane hubo de estrechar manos
para ser presentada formalmente. Cuando se cruzó con ellos una carreta tirada
por un caballo, que descendía la cuesta con las ruedas de madera chirriando y
crujiendo, el hombre que la conducía saltó al suelo con un grito de alegría para
abrazar a Marc y estrechar la mano a Jane. Cuando ya alcanzaron la plaza en la
cima de la colina, Jane tenía la sensación de conocer a medio pueblo.
Marc la llevó a una mesa que había en la calle, frente a la pastelería, donde
podía gozarse de una agradable panorámica de la iglesia, con su campanario, y
las casas que colgaban precariamente en la ladera de la colina. Una mujer muy
risueña se acercó a servirles y se produjo la inevitable ronda de presentaciones,
saludos e intercambio de noticias familiares antes de que les ofreciera un menú
escrito a mano.
—¿Qué tomarás? —preguntó Marc—. ¿Café, pan, bizcocho?
—Todo eso. Y zumo de naranja si es posible, por favor. ¡Menuda cuestecita!
—Pero valía la pena subir por la vista, ¿no crees?
Jane sonrió ante la inconfundible calidez de su voz.
—Adoras esta tierra, ¿verdad? —le preguntó.
Marc asintió.
—Así es. No se trata solamente del paisaje o la arquitectura, aunque ambos
sean hermosos, sino de la gente. Sé que tienden a ser conservadores y a veces

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me sacan de mis casillas, pero me gusta la sensación de pertenecer a esta


comunidad.
Jane asintió, sintiendo un asomo de envidia. En cierto modo, ella podría decir
lo mismo de su hogar en Tasmania, pero nunca había poseído los estrechos
lazos familiares que aparentemente ataban a Marc a ese lugar. Era algo que
anhelaba, pero que no tenía esperanzas de experimentar. A pesar de la envidia,
o quizás debido a ella, comenzó a bombardear a Marc con preguntas sobre su
familia y su época de juventud.
Sus anécdotas resultaron muy gráficas, ofreciendo a Jane una imagen
inolvidable de una comunidad muy unida donde el trabajo y la diversión se
compartían al ritmo de las estaciones. Observándolo mientras describía con ojos
brillantes y gestos cambiantes acontecimientos pasados, Jane sintió el tirón de la
atracción con más fuerza que nunca. Amaba a ese hombre, lo amaba con un
fervor e intensidad que le daban miedo. Sentada en aquella placita tranquila del
pueblo, no podía creer que fuera tan cínico y despiadado como pretendía. Marc
era un producto de aquella tierra, donde la gente se amaba, odiaba y peleaba
acaloradamente, donde las lealtades se sentían profundamente y las emociones
seguían encendidas al rojo vivo a pesar del paso de los años. Marc pertenecía a
ese lugar, y Jane sabía sin lugar a dudas, aunque no albergara demasiadas
esperanzas, que deseaba compartir dicho sentimiento con él.
Y el deseo creció en el transcurso del día, con la llegada el resto de la familia
para la comida festiva. La madre de Marc había dispuesto una larga mesa, a la
sombra de los árboles, junto al viejo palacio, y Jane se empeñó en ganar puntos
ayudando a colocar en la mesa cestas de pan y botellas de vino, aunque casi no
se atrevía a poner las manos sobre la hermosa porcelana antigua, y otro tanto le
sucedió con las copas de cristal tallado. Cuando el clan se reunió por fin, poco
después de la una, a Jane al principio le intimidó el exuberante caos de abrazos,
gritos y parloteos en francés. Doce contra uno parecía una desventaja
insuperable, pero a la larga todos los Le Rossignol dejaron de palmearse la
espalda y se volvieron para incluirla en la tumultuosa reunión. Cuando Marc la
llevó al centro del círculo, procuró concentrarse para recordar los nombres de
todo el mundo. Por fortuna, Marc habló en inglés.
—Jane, me gustaría que conocieras al resto de mi familia. Mi hermano Paul,
Christine, su mujer, y sus dos hijas, Sophie y Colette. Y, por el otro lado, mi
hermano Robert, Monique, su mujer y Pierre, su pequeño.
Y ésta es mi hermana Laurette y su prometido, Jacques Dussert. Me gustaría
presentaros a todos a Jane West. Jane se dedica a la elaboración del vino, y es
posible que compre el viñedo de su familia en Australia.
Jane sintió una punzada de decepción, observando todas las caras sonrientes
que tenía a su alrededor. Todo lo que había dicho Marc era cierto, pero nada
sugería que ella fuera algo más que una colega del gremio del vino. Aun así,
creyó apreciar cierta curiosidad en los ojos de las mujeres en particular cuando
éstas se acercaron para estrecharle la mano y besarla en ambas mejillas. Había
un fuerte parecido familiar entre los Le Rossignol. Paul y Robert eran tan altos

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como Marc, también de piel bronceada, aunque ninguno de los dos poseía su
indefinible magnetismo animal. Sólo Laurette, morena y menuda, con los ojos
azules y llenos de vida de su padre, parecía poseer esa cualidad desafiante y
sardónica. Por el momento, Jane registró sólo pequeños detalles respecto a los
demás invitados. La tal Christine era rubia y rolliza, de sonrisa afable, y sus dos
hijas se parecían mucho a ella, hasta en los sofisticados vestidos que lucían. Y
Monique era alta, morena y elegante, y se hallaba demasiado ocupada
tranquilizando a su hijo Pierre, que tenía una rabieta, como para ofrecer a Jane
unas breves palabras a modo de saludo. En cuanto a Jacques Dussert, tenía el
pelo rizado y de tono cobrizo, una sonrisa contagiosa y la mirada siempre
clavada en Laurette.
—Armand, vamos a tomar el aperitivo y luego nos sentaremos a comer —
sugirió la madre de Marc.
Al principio, Jane se sintió bastante agobiada, pues la mayor parte de la
conversación transcurría en francés. Sin embargo, una vez comenzó la comida,
se halló sentada junto a Laurette, la cual hablaba muy bien en inglés. Como
Marc pronto se vio envuelto en un acalorado debate con su padre y sus
hermanos sobre técnicas de destilación, fue Laurette la que tradujo a Jane
retazos de la conversación, le ofreció comida y le hizo preguntas sobre
Australia. Resultó una compañía muy entretenida y, gracias a su tacto,
enseguida Jane se sintió integrada en el grupo, atreviéndose incluso a hacer
algún comentario titubeante en francés.
Poco rato después, estaba tan relajada que pudo disfrutar a gusto del
exquisito pato en salsa de cerezas y de la tarta de manzana que tomaron de
postre. De vez en cuando, Marc se volvía hacia ella para hacerle algún
comentario o pregunta, y así, cuando sirvieron los licores, comenzaba a sentirse
como un miembro más de la familia. Y todavía se sintió mejor cuando Laurette
se compadeció de las dos niñas nerviosas y sugirió que jugaran al escondite en
el jardín. La mayoría de los adultos rechazaron la proposición estremeciéndose
de horror, decantándose por disfrutar de las copas de licor, pero Jacques se
puso en pie de un salto para unirse al juego. Para sorpresa de Jane, Marc
también se levantó lentamente y ofreció sus servicios a Sophie y Colette.
—Vamos, Jane —ordenó—. No se puede uno fiar de estas niñas tan traviesas.
Tendremos que jugar también.
—Hurra, hurra —gritó Colette—. Tío Marc juega a un escondite especial,
Jane. Pretende ser un monstruo que caza niñas pequeñas para comérselas.
Comprobar lo bien que se llevaba Marc con sus sobrinas llenó a Jane de una
extraña melancolía. No había ni rastro de su arrogancia y sofisticación
habituales mientras perseguía a las niñas entre los setos, abalanzándose sobre
ellas y provocando huidas raudas y alaridos de miedo y regocijo. «¡Sería un
padre maravilloso!», pensó Jane cuando una niña salió disparada entre los
matorrales y se lanzó a sus brazos, perseguida por el monstruo que aullaba y le
pisaba los talones. La fuerza del impacto casi dio con Jane en el suelo.
Abrazando a la niña, Jane estalló en carcajadas.

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—¡Para ya, Marc! —protestó—. La niña tendrá pesadillas por tu culpa.


—¡Tonterías! Le encanta —replicó él con mirada risueña.
Por un momento se quedaron mirándose, riéndose uno de otro sobre la
cabeza de Colette. Entre ellos flotó una corriente cálida, y Jane sintió nacer la
esperanza de que tal vez pronto pudieran llenar el vacío que les separaba.
Entonces, la expresión de Marc se transformó súbitamente, como si hubiera
visto algo detrás de Jane. De inmediato volvió a ser el hombre de costumbre,
suave, frío y algo burlón.
—Vaya, mira quién ha venido —murmuró.
Jane giró sobre sus talones, siguiendo la dirección de su mirada, y dejó
escapar un débil gemido de consternación.
—¡Simone! —dijo, casi sin aliento.
Era como si el sol acabara de ocultarse tras un negro nubarrón, y Jane sintió
frío en la piel. Su incomodidad aumentó cuando Marc se acercó a Simone y la
besó en las mejillas. Se dijo que era la costumbre en Francia y no significaba
nada en especial, pero el resto de la familia también le ofreció una calurosa
bienvenida, como si fuera una invitada habitual. Sólo Laurette mostró una
sorprendente frialdad, ofreciendo la mejilla de mala gana a Simone y
saludándola de una manera reservada, chocante en su personalidad
extrovertida. Cuando vio a Jane, Simone le lanzó una mirada encendida de
hostilidad por un momento, pero avanzó hacia ella con la mano extendida y
una sonrisa encantadora en los labios.
—¡Jane, qué sorpresa! —dijo—. ¿Cómo es que has venido?
—Marc me invitó —respondió Jane en tono beligerante.
Simone arqueó las cejas depiladas y luego se volvió hacia Marc con expresión
indulgente.
—Qué buena idea, chéri —dijo—. El largo vuelo desde Australia es aburrido
y agotador hasta lo inenarrable. Creo que has demostrado mucha viveza al
traerte compañía para combatir el tedio del viaje. Además, a Jane le sentará bien
conocer un poco de mundo antes de regresar a su hogar.
Oyéndola, Jane se sintió como un vídeo clasificado X, con garantía de ofrecer
entretenimiento, pero Marc aparentemente no percibió ningún matiz insultante
hacia ella en las palabras de Simone. Cuando se volvió hacia sus padres, Marc
frunció el ceño pensativamente.
—Debéis excusarnos a Simone y a mí —afirmó bruscamente—. Tenemos que
discutir ciertos asuntos de gran importancia, y tal vez nos lleve un buen rato.
Creo que lo más conveniente es que vayamos adentro para aclararlos de
inmediato. Si podéis ocuparos de Jane mientras tanto, os lo agradecería.
—Claro que pueden —musitó Jane entre dientes—. Y Laurette y Jacques
también pueden jugar al escondite conmigo.

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Jane observó la mirada entre divertida y asombrada de Laurette, y supuso


que la hermana de Marc debía haber oído sus palabras. Sorprendentemente, la
chica salió en su defensa.
—¿No pueden esperar tus negocios con Simone, Marc? —preguntó con
suavidad—. Jane ha hecho un largo viaje para visitarnos, y sería una lástima
estropear su estancia con asuntos financieros.
Jane dirigió a Laurette una breve sonrisa agradecida. Era un detalle de
amabilidad por parte de la hermana de Marc ofrecerle su apoyo, y además
demostraba mucho tacto al insinuar que la discusión se limitaría a temas
económicos. Aun así, su intervención no obtuvo el resultado apetecido. Marc
sólo dirigió a su hermana una mirada de reojo reprobadora, como si estuviera
ante una niña maleducada que se entrometía en asuntos de adultos.
—No queda otro remedio —afirmó Marc—. Simone y yo debemos aclarar
ciertas cosas ahora mismo. Tendréis que disculparnos.
—Mon Dieu —exclamó la madre de Marc—. Al menos sirve una copa de
vino a la pobre Simone antes de llevártela, Marc.
Simone esbozó una sonrisa triunfante cuando se sentó a tomar una copa de
Sauternes. La impaciencia de Marc era evidente. Mientras la francesa sorbía el
licor con parsimonia, él se puso a repiquetear con los dedos sobre la mesa y, en
el instante en que su amiga tragó la última gota, se puso en pie.
—Tal vez estemos ocupados unas horas —anunció—. Por tanto, será mejor
que me despida ahora de todos vosotros. Gracias por venir. Veros de nuevo ha
sido muy grato.
Sus palabras pusieron a todo el mundo en movimiento, pues Christine y
Monique también comenzaron a murmurar que debían marcharse. Pronto todos
se hallaron en pie, reuniendo a los pequeños y recogiendo sus pertenencias.
Observando el ritual de despedida, Jane sintió que la desolación se apoderaba
de ella. Para su sorpresa, mientras contemplaba los besos y abrazos con cara de
infelicidad, Laurette le dio una palmadita en el hombro y le dirigió una sonrisa.
—Jacques y yo pasaremos aquí la noche —dijo—. Me gustaría conocerte un
poco más. ¿Por que no vienes a tomar una taza de café a mi habitación?
—Gracias —respondió Jane sinceramente—. ¿Pero no deberíamos ayudar a
tu madre a recoger los platos?
Madame Le Rossignol chasqueó la lengua.
—No te preocupes por eso. Una chica del pueblo vendrá esta tarde para
ayudar a Marie. Ellas se ocuparán de todo. Vete a charlar con Laurette.
La joven francesa guió a Jane a través del palacio hasta una habitación
inmensa y de armoniosas proporciones, con vistas a la terraza y los viñedos.
Los artesanados de escayola, de color blanco y verde almendra eran bellísimos,
y las cabezas y los pies de las dos grandes camas con dosel lucían exquisitas
filigranas de madera labrada. Sin embargo, Laurette se comportaba con la
mayor naturalidad en el suntuoso entorno.

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—Quítate los zapatos y relájate —invitó a Jane—. Que este lugar parezca un
museo, no te obliga a comportarte como si estuvieras en la iglesia. Túmbate en
una cama y ponte cómoda. Yo haré lo mismo en cuanto prepare el café.
Laurette abrió uno de los armarios empotrados en una pared, descubriendo
una cocina en miniatura que incluía un fuego de gas, fregadero, nevera y un
armarito para la cubertería y la vajilla. Poco después, el aroma del café recién
hecho flotó en el aire.
—¿Estás segura de que no estoy robándote tiempo con tu prometido? —
preguntó Jane, quitándose los zapatos obedientemente y acomodándose sobre
una de las camas.
—Por supuesto que no —respondió Laurette con una sonrisa—. Jacques tenía
intención de salir de pesca esta noche. Dice que le ayuda a olvidarse de otras
cosas cuando venimos aquí. Aunque compartimos un apartamento en Nantes, a
mí madre casi le dio un ataque cuando sugerí que sería razonable que
durmiéramos juntos aquí. Mi madre tiene una mentalidad de la edad media
respecto a esa clase de cosas.
—¡Oh, no! —exclamó Jane con cara de preocupación—. Tenía la sensación de
que podíamos ofenderla. Marc y yo…
Jane enmudeció, pensando de súbito que tal vez fuera más prudente no decir
nada, pero Laurette estaba mirándola con ojos risueños.
—¡Lo sé todo! —afirmó en un susurro teatral—. Mamá me contó el horrible
secreto. Habéis dormido en una de las habitaciones del torreón. Bueno, Marc es
más despiadado que yo, así que probablemente habrá hecho oídos sordos a sus
lamentos. Pero, debo advertirte que espera oír un anuncio de boda cualquier
día de estos para poner las cosas en su sitio. Jane pestañeó.
—¿De verdad? —dijo horrorizada—. Pobrecilla. ¡Qué vergüenza! Mira, creo
que podría contarte la verdad, Laurette. Marc y yo discutimos y me he
trasladado de habitación. Además, aunque durmiéramos juntos, él nunca ha
dicho nada que sugiriera algo serio.
—¿Insinúas que no tienes intención de casarte? —preguntó Laurette,
perpleja—. Pues yo estaba convencida de lo contrario. Cuando te vi mirando a
Marc después de la comida, podría haber jurado que estabas enamorada.
Una sombra cruzó por el rostro de Jane.
—Eso no quiere decir que él me ame, ¿no es así? —afirmó con amargura.
—Debe considerarlo algo serio cuando te ha traído aquí. Nunca lo había
hecho con ninguna otra mujer, aparte de Simone. Y apostaría a que hace siglos
que no le interesa esa mujer. Creo que nunca le ha perdonado que se casara con
Gilíes.
—¿Simone está casada? —preguntó Jane con cara de asombro.

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—Lo estaba. Su marido era un piloto de carreras y murió en un accidente


hace varios años. Si Marc la hubiera amado de verdad, ya se habría casado con
ella hace tiempo. ¡El cielo lo sabe, a Simone ganas no le faltan!
—¡Cuando vino a Tasmania me dijo que iban a casarse! —exclamó Jane.
A Laurette se le pusieron los ojos como platos.
—¡Pues es la primera noticia que tengo! Y no me creo ni una palabra. Marc
no estaría viviendo una aventura contigo si tuviera intención de casarse con
Simone, ¿no te parece?
Jane suspiró y sacudió la cabeza.
—No estoy segura —reconoció.
—¡Pero algo te habrá dicho sobre lo que siente!
—Ahí está el problema. ¡No me ha dicho nada! —dijo Jane
apasionadamente—. No sé cuál es mi posición respecto a él. Es tan reservado.
Ahora le tocó a Laurette suspirar y sacudir la cabeza.
—Supongo que tienes razón. Marc tiende a ocultar sus sentimientos, pero eso
no implica que no tenga ninguno. Mira, ¿por qué no hablas con él, Jane?
Explícale lo mucho que está desconcertándote. Pregúntale qué espera de ti.
Descubre tu posición.
Jane aceptó una taza de café solo bien fuerte de Laurette y asintió con
gravedad.
—De acuerdo, lo haré —prometió.
Unas horas después en su habitación, Jane se despertó de un sueño agitado y
oyó, procedente de la escalera de piedra, el sonido que estaba esperando. El
sonido de pasos sigilosos que subían a la habitación de Marc. Era casi
medianoche, y obviamente había concluido su conferencia con Simone. Le dio
un brinco el corazón al pensar en lo que estaba a punto de hacer, pero ya había
tomado la decisión. No podía soportar más la incertidumbre, por tanto estaba
resuelta a llevar a la práctica el consejo de Laurette. Aunque le costara un gran
esfuerzo, hablaría con franqueza a Marc, le diría que lo amaba y le pediría que
se sincerara con ella de igual modo. Respirando profundamente, se miró en el
espejo. La melena rubia caía en oleadas alrededor de sus hombros, y sus ojos se
veían enormes, llenos de preocupación. Casi parecía una huerfanita. Pero bajo
el camisón de raso latía un inconfundible cuerpo de mujer, y su mandíbula
apretada denotaba resolución. Si Marc no estaba interesado en mantener una
relación seria y comprometida con ella, estaba decidida a escuchar la verdad de
sus labios.
Alzando el borde del camisón para que no rozara en el suelo, Jane subió de
puntillas los fríos escalones de piedra y llamó a la puerta de roble con firmeza.
Se produjo un largo silencio, y luego la puerta se abrió con un crujido. Pero no
se encontró con Marc en el umbral de la puerta. Era una mujer, y lucía un
camisón aún más liviano que el de Jane.

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—¡Simone! —exclamó Jane sin aliento.


—Hola —dijo la otra mujer con sonrisa burlona—. Me temo que Marc ya está
acostado, y yo estaba a punto de reunirme con él. ¿Tu visita se debe a alguna
cuestión urgente?

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CAPITULO 8
JANE pasó una noche de espanto. Tras la primera I conmoción que sufrió
cuando vio a Simone en el dormitorio de Marc, musitó algo incoherente y se
retiró a su propia habitación, pero su incredulidad pronto dio paso a una
mezcla de rabia y desolación que no la dejó dormir durante horas. A las cuatro
de la madrugada, todavía estaba tendida en la oscuridad, con los ojos
enrojecidos y un dolor de cabeza martilleante, incapaz de decidir qué haría a
continuación. Incapaz de pensar en nada excepto en la traición cruel de Marc.
Por fin, hacia el amanecer, se rindió a un sueño turbulento, pero poco después
le despertaron unos golpes en la puerta.
—¡Marc! —murmuró fascinada.
Sintió un breve y engañoso asomo de júbilo ante la perspectiva de verlo, pero
entonces la memoria la golpeó como una apisonadora. El corazón se le fue a los
pies. Aunque, tal vez, llevara la intención de ofrecerle una explicación…
—Adelante —ordenó, sintiéndose miserable.
La puerta crujió al abrirse. Esta vez no fue Marc quien apareció con una
bandeja de café y croissants, sino Simone. Jane se puso rígida, mirando a la otra
mujer ojo avizor, alerta los sentidos.
—¿Qué quieres? —preguntó con recelo. Simone la miró pensativamente por
un momento, luego cruzó la habitación y dejó la bandeja sobre la mesilla de
noche. Se acomodó en una silla junto a Jane, con el aire de un agente a punto de
interrogar a un testigo de pocas luces.
—Te he traído algo de desayuno —dijo con parsimonia—. ¿Por qué no te lo
tomas mientras tenemos una pequeña charla?
—¿Sobre qué?
—Sobre tu situación aquí —respondió Simone, mirando muy de cerca a
Jane—. Pobrecita, ¿has llorado, verdad?
—No —contestó Jane con aire desafiante—. Sencillamente, se me notan las
ojeras antes de maquillarme por la mañana.
Entonces se echó hacia delante para observar a Simone con igual proximidad
y fijeza.
—Ya veo que tienes el mismo problema. Simone le lanzó una mirada
chispeante y amenazadora, pero respiró profundamente y forzó una sonrisa.
—No puedo echarte en cara que me tengas antipatía —dijo—. La situación es
complicada para ambas. Siento haberte avergonzado anoche, pero debes
comprender que no había visto a Marc desde hace varias semanas, y nuestros
encuentros siempre son bastante tórridos. A pesar de eso, no hay motivo para
que sufras. Estoy segura de que Marc se acostará contigo esta noche.
—¡No, no lo hará! —exclamó Jane indignada—. A ti puede que todo ese rollo
del eterno triángulo te parezca sofisticado y atractivo, pero a mí me repugna.

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—Entonces, ¿qué piensas hacer?


—Para empezar, voy a decirle a Marc lo que pienso de su conducta
detestable —anunció, preparándose para levantarse.
Simone la asió por un brazo, deteniéndola.
—Puedes hacerlo si te apetece, ¿pero seguro que eso es lo que quieres? Si
subes a verlo ahora, sabes bien que perderás los nervios, empezarás a llorar y
harás el ridículo. Además, no impresionarás a Marc. Sabes que él te mirara con
esa expresión suya fría y hastiada, ¿verdad? No sé si te habrás percatado, pero
no le gustan las escenas.
Jane tenía cada músculo de su cuerpo temblando, cargado de adrenalina, así
que casi tenía ganas de pelea, de decir a Marc lo que pensaba y descargar toda
su rabia y aflicción. ¿Pero le haría algún bien? Cuando vio la leve sonrisa
burlona de Simone, supo que la francesa tenía razón. Marc se limitaría a
dedicarle una de sus miradas frías de desagrado si le montaba una escena de
celos. Sólo conseguiría caer más bajo.
—¡Desearía estar a un millón de kilómetros de aquí! —exclamó
apasionadamente.
Simone asintió.
—No es mala idea. Por supuesto, puedes quedarte aquí si quieres, ¿pero
deseas verdaderamente prolongar esta situación?
—¡Claro que no!
—Entonces, ¿por qué no regresas a Australia? Yo me encargaré de explicar
las circunstancias a los señores Le Rossignol. Puedo decirles que recibiste una
llamada urgente, por ejemplo diciéndote que tu padre o tu madre han
enfermado. Y estaría encantada de acercarte en mi coche a Brive. De allí a París,
hay un viaje de cuatro horas en tren, y estoy segura de que pronto podrías volar
a Australia sin ningún problema.
—¡Tú lo que quieres es librarte de mí! —afirmó Jane, encendida de rabia.
Simone se encogió de hombros.
—No lo niego. Pero no puedes culparme por ello, ¿no te parece? Desde
luego, la situación sería más cómoda para mí si te marcharas, y probablemente
mucho menos dolorosa para ti.
Aquella afirmación era irrebatible. Jane se mordió los nudillos y se quedó
mirando el vacío. Se le ocurrió la posibilidad de acudir a Laurette en busca de
consejo, pero rechazó la idea. No, no podía enfrentarse a Laurette y confesarle
lo mucho que Marc la había hecho sufrir. Sencillamente, se disolvería en
lágrimas si lo intentaba. Por mucho que le desagradara Simone y odiara la
solución que le proponía, era la mejor alternativa. Y siempre podría escribir a
sus anfitriones para agradecerles su hospitalidad. De pronto, se decidió.
—Muy bien, me marcho —dijo con tono lúgubre.

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—Muy sensato por tu parte —murmuró Simone—. Mira, subiré a vestirme y


volveré con las llaves del coche en…. ¿digamos diez minutos?
Nadie las vio partir del palacio. Jane no dejaba de esperar que alguien abriera
una ventana y les preguntara a gritos dónde iban, pero nada ocurrió. El palacio
parecía dormir en paz bajo el cielo pálido de primera hora cuando el deportivo
rojo de Simone tomó la carretera de grava blanca que llevaba a través de la
alameda.
Tardaron casi dos horas en llegar a Brive, pero Jane no abrió la boca en todo
el viaje. Asomada a la ventanilla, se sentía desgraciada. Le dolía el corazón y
tenía un nudo amargo en la garganta. Todavía le costaba creer que Marc la
había traicionado. Por fortuna, Simone no intentó iniciar la conversación,
concentrándose en la carretera. Cuando llegaron a la estación de Brive, la
francesa se ocupó eficientemente de aparcar, transportar el equipaje de Jane y
comprarle un billete de tren. Sin embargo, Jane se rebeló cuando su
acompañante se empeñó en esperar hasta que se marchara en el tren.
—No es necesario que te quedes para asegurarte de que me voy —musitó
entre dientes.
Simone arqueó las cejas.
—Sólo pretendía ser amable —protestó.
Jane dio un respingo.
—Te doy las gracias por haberme traído, pero no hace falta que seamos
hipócritas. No somos amigas, Simone. Tú quieres librarte de mí y yo me
marcho. Eso es todo; por tanto, despidámonos y dejemos las cosas como están.
—De acuerdo —convino Simone, encogiendo los hombros—. Adiós. Y buena
suerte con tu viñedo. Creo que Marc no lo comprará.
—No —susurró Jane en un suspiro—. Bueno, adiós, Simone. Espero que
Marc y tú seáis muy felices.
La mentira más grande que había dicho en toda su vida, pensó Jane mientras
observaba la elegante figura de Simone saliendo de la sala de espera. No
deseaba que fueran felices, sino tan desgraciados como ella. Un torbellino de
rabia, celos e incredulidad surgió en su interior, emociones que se mezclaron
con otras más profundas de ternura y pesar. A pesar de todo, después del trato
que había recibido por parte de Marc, anhelaba verlo. Observando el mar de
caras desconocidas que la rodeaba, se sintió desolada por completo. Entonces,
una agitación repentina se produjo en la entrada de la estación, atrayendo su
atención. Su corazón dejó de latir por un momento.
¡Era él! Esbelto, moreno y aparentemente hirviendo de cólera, se abría paso
bruscamente entre la multitud que se interponía en su camino. De súbito, su
mirada localizó a Jane y se le iluminó el rostro, como si fuera un águila que
acabara de divisar a su presa. Jane giró sobre sus talones para huir a toda prisa,
pero una larga vagoneta para transportar equipajes le bloqueó el paso.

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Embargada por el pánico miró a su alrededor en busca de otra ruta de escape,


pero Marc la aferró con fuerza de la muñeca en ese instante.
—En nombre de Dios, ¿se puede saber adonde crees que vas? ¿Por qué te ha
traído Simone a la estación? ¿Dónde está?
—Se ha marchado —murmuró Jane con sequedad, respondiendo a la más
sencilla de las preguntas.
Los ojos de Marc chispeaban de ira.
—¡Todavía no me has dicho qué demonios estás haciendo aquí! No suele ser
habitual en los círculos donde se practica la mínima cortesía que un invitado
desaparezca a las seis de la madrugada con todo su equipaje sin ofrecer la
menor explicación a sus anfitriones. ¡Quiero saber qué estás haciendo aquí!
—¿Cómo adivinaste dónde estábamos? —balbuceó Jane.
—Oí el motor del coche y vi por un instante a “la parejita”. Una vez vestido,
me costó un esfuerzo de mil diablos adivinar lo que os traíais entre manos. Pero
eso no importa. ¿Qué estás haciendo en la estación?
Jane contuvo el impulso de replicar que no solía ser habitual en los círculos
donde se practica la mínima cortesía acostarse con dos mujeres en noches
alternas. Se encogió de hombros con indiferencia.
—Recibí una llamada de mi padre —mintió—. Me dijo que le había salido
bien una operación de bolsa y que podía transferirme el capital de la antigua
cuenta que me correspondía, por tanto se acabaron mis problemas económicos.
Quiero regresar a casa y tener en mi poder todos los documentos firmados
antes de que haga alguna locura de las suyas. Si renuncias a comprar la
propiedad, entonces probablemente yo misma podré comprársela a mi padre.
Marc la miró horrorizado, lleno de incredulidad.
—¿Y te marchabas así, sin más? ¿Y no se te ha ocurrido que podías
solucionar por fax todos los papeleos con tu padre? Mis padres esperaban que
te quedaras unos días más, y yo quería enseñarte más cosas de mi tierra.
Por un momento a Jane le conmovió su obvia desolación, pero el recuerdo de
Simone ataviada en ropa íntima en el umbral de su dormitorio endureció su
corazón.
—Bueno, tal y como están las cosas entre nosotros, ahora todo eso resultaría
absurdo, ¿no crees? —afirmó con frialdad.
Marc frunció el ceño.
—¿Te refieres a lo que sucedió anoche? —preguntó Marc, obviamente
irritado—. Mira, eso no significa nada, Jane. ¡Fue algo trivial, sin importancia!
No hay ninguna razón para que arruine el cariño mutuo que nos tenemos.
El orgullo de Jane fue tocado en su punto más sensible. ¿Cómo se atrevía a
restar importancia al incidente con Simone? Encolerizada, sintió el deseo de

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devolver el golpe bajo a Marc, de hacerle sufrir tanto como ella sufría por su
culpa.
—¿Cariño, qué cariño? —musitó entre dientes, y entonces tuvo un arranque
de inspiración y de sus labios surgieron palabras fluidas y letales—. Creo que
tampoco estaña de más que supieras la verdad, Marc. Sólo me he acostado
contigo porque esperaba que me ayudarías a recobrar mi propiedad. Por tanto,
ya no hay nada que me retenga aquí, ¿verdad?
Marc palideció. Se veía fuego en sus ojos.
—Eres una perra —murmuró—. Una perra intrigante y despreciable.
—Todo vale en el amor y en la guerra —replicó Jane—. Bueno, ¿quieres que
te envíe las pertenencias que dejaste en Tasmania? Supongo que no te apetecerá
regresar allí.
Marc lanzó una breve carcajada teñida de amargura.
—¡Pido a Dios no volver a ver nunca ese lugar! Ni a ti.
Jane se volvió para que Marc no viera el brillo de las lágrimas en sus ojos,
pero enseguida recobró el dominio de sí misma.
—Adiós, Marc. ¿O debería decir adieu?
Dos días después, Jane llegó a Tasmania, deprimida y agotada. Resultó una
doble impresión pasar tan rápidamente de la época estival en Europa al crudo
invierno de Tasmania, pero aquel tiempo ingrato armonizaba con su estado de
ánimo. Tomó un taxi para ir a la granja y se empapó hasta los huesos en el
breve recorrido desde el coche hasta el porche trasero. Mientras observaba los
faros rojos que se alejaban por la carretera, se apoderó de ella la desolación.
Aunque todavía no eran las cinco, casi había oscurecido ya. Las colinas estaban
nubladas, y el cielo poseía el color del plomo. Soplaba un viento que parecía
augurar malos presagios y embestía en violentas ráfagas procedentes del oeste.
Pero peor que el clima helado era el frío de su corazón. Apretando los dientes,
abrió la puerta trasera y entró en la casa con sus maletas.
El interior de la granja, que siempre consideró tan cálido y acogedor ahora se
le hacía tan lúgubre como el paisaje gris. Pensó que un baño caliente la
confortaría pero, cuando estaba abriendo los grifos, recordó que Marc y ella
habían cortado el servicio de agua caliente antes de marcharse. Bueno, habría
de conformarse con lavarse con agua fria y luego improvisar una comida. Hizo
hervir por dos veces una olla de agua en el hornillo eléctrico. La primera para
lavarse la cara y las manos, la segunda para prepararse una taza de té. Mientras
sorbía el líquido caliente y fragante, cayó en la cuenta de que prácticamente no
había probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas. A pesar de ello, le
dio náuseas la mera idea de comer. Sin embargo, su sentido común se rebeló
ante la perspectiva de enfermar por culpa de Marc.
Abrió la puerta de la nevera y pasó revista a las existencias, que se hallaban
en paquetes etiquetados esmeradamente por la caligrafía de Marc. Sacó una
bolsa de plástico que contenía estofado de carne y metió un plato en el

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microondas. Fue una equivocación. El aroma que hacía la boca agua del
estofado pronto flotó por la cocina, recordándole dramáticamente su anterior
regreso a casa. Pensó en Marc y la turbulenta escena acaecida en la bodega,
seguida por la cena a la luz de las velas en mitad de la noche. En aquel tiempo
pensaba que lo odiaba, pero volviendo la vista atrás la experiencia adquirió una
cualidad agridulce, nostálgica.
¡Debería haberse dado cuenta de que su desconfianza inicial hacia Marc
estaba bien fundada! Y debería dar gracias de que el velo hubiera caído de sus
ojos a tiempo de saber quién era Marc exactamente antes de hacer una locura
irremediable. Sin embargo, no sentía el menor agradecimiento cuando se sentó
en la cocina para comerse el estofado más sola que nunca. Cuando acabó de
comer, dejó los platos sucios en el fregadero, subió arrastrando los pies a su
habitación y se derrumbó sobre la cama. Y allí tampoco halló el alivio deseado.
A través de penosas horas de oscuridad, en sus oídos vibró el estruendo de
motores de avión. El viento aporreaba los cristales de las ventanas, perturbando
su sueño. Y cuando por fin cayó en un sueño profundo, le asaltaron confusas
pesadillas donde veía a Marc y Simone. Se despertó poco después de las ocho
para descubrir que seguía lloviendo.
—Debo recobrar el ánimo como sea —dijo en voz alta, incorporándose sobre
la cama—. ¡Así no puedo seguir! Por mucho que me haya herido Marc, tengo
trabajo que hacer y no debo rendirme.
Después de darse una ducha y ponerse ropa limpia, revolvió la cocina en
busca de algo para el desayuno. Una vez más recordó a Marc inevitablemente,
pues el congelador contenía bolsas etiquetadas de croissants de almendras, pan
francés e incluso granos de café congelados. Repitiéndose que no debía ser
endeble, Jane puso en una bandeja bizcochos y café, y luego encendió la
chimenea en el cuarto de jugar, donde se sentó para intentar aclarar sus
pensamientos.
—Veamos —dijo en voz alta—. Sin duda habrá algo que hacer en la bodega o
el viñedo.
En aquella época del año siempre había zanjas que cavar y averías que
reparar en los edificios, por no mencionar la desinfección y fertilización de la
tierra, la reposición de rodrigones, y el cuidado de los plantones. Aunque la
lluvia imposibilitaba muchas de estas tareas. Al menos, con el mal tiempo, era
muy poco probable que Charlie Kendall apareciera por allí, lo cual resultaba un
alivio. Jane no tenía ganas de ver a nadie. Quizás cuando el tiempo mejorase
después de unos días, podrían iniciar juntos la poda. Entretanto, se dedicaría a
ordenar el cobertizo de los aperos.
Una vez más se vio forzada a recordar la obsesión de Marc por el orden.
Todos las cosas estaban en sus respectivos estantes, con los sacos de Rovral y
Bayleton alineados en los más altos, y las tijeras de podar, las espuertas para la
recolección y los guantes de jardinero en los más bajos. La tela metálica y las
mangueras de irrigación, cómo no, también se hallaban en el lugar adecuado.

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Así las cosas sólo podía dedicarse a una cosa, la que más temía afrontar:
envolver las pertenencias de Marc para enviárselas.
Se sintió incómoda cuando entró en la amplia habitación para invitados y vio
la cama donde habían dormido después de hacerse amantes. Pero, mientras se
movía por el cuarto abriendo armarios y cajones, sus nervios comenzaron a
sosegarse. Por supuesto le entristeció ver la chaqueta de cuero, los jerséis de
cachemir y los zapatos italianos de artesanía que solía ponerse Marc. Aún peor
fue el indefinible aroma de su loción de afeitar, especiada y sutilmente
inquietante, que parecía flotar todavía en el aire. Sin embargo, no encontró en el
dormitorio nada especialmente alarmante. Ningún desorden de la clase que
solía provocar Jane en el momento en que se establecía en un lugar. Ni revistas
viejas en el suelo, ni menús de restaurantes ni entradas de teatro, apreciados
por puro sentimentalismo. Ni fotos de amigos… ¡Un momento!
Jane estaba revolviendo los mapas y folletos turísticos ordenados con esmero
en el cajón superior del escritorio, cuando de pronto encontró una carpeta
amarilla de fotos. La abrió y vio que se trataba de las fotos sacadas durante el
viaje por los viñedos de la isla. La mayoría llevaban escritas en el reverso
alguna leyenda y la fecha en que habían sido tomadas. Llena de melancolía,
Jane frunció los labios al ver algunas fotos suyas excelentes, sensitivas,
reveladoras y muy, muy bien hechas. Se la veía sonriendo maliciosamente sobre
la grupa de un caballo, o feliz y exuberante con el restaurante giratorio de
fondo, o pensativa y profesional en la bodega de Pipers Brook.
Las fotos donde se veía a Marc no eran tan buenas ni de lejos. Jane había
hecho la mayoría de ellas, y casi todas estaban mal enfocadas o le sacaban sin
media cabeza. Aun así, había un par de ellas donde salían juntos, que les había
hecho un japonés en la pista de baile del Launceston Country Club. Marc lucía
esmoquin y Jane su vestido de fiesta verde, pero era la expresión que se veía en
las caras de ambos lo que llamaba la atención. No se trataba tanto del júbilo
radiante que se translucía en sus propios ojos, como de la ternura con que la
miraba Marc.
«¡Me amaba de verdad!», se dijo apasionadamente. Me amaba, al menos
durante cierto tiempo. Guiada por un repentino impulso dio la vuelta a la foto y
escribió con una pluma su propia leyenda: «Amado Marc, aunque me hayas
partido el corazón, siempre te amaré. Siempre, siempre, siempre. Jane».
Entonces, con los sentimientos revueltos en un torbellino de locura, hizo una
bola con la foto, la arrojó al suelo y lanzó un gemido de irritación.
—¿Cómo puedo ser tan estúpida? —se preguntó en voz alta—. ¡Tengo que
olvidarle, no puedo seguir revolcándome en la miseria! Quizás, si me deshago
de todas sus cosas, me sentiré mejor.
Jane se puso a correr de un lado a otro de la habitación, recogiendo ropa de
las perchas y los cajones, arrojando todo sobre la cama. Cuando tuvo una pila
desordenada de cosas amontonada, salió de la habitación en busca de cajas de
cartón y cinta adhesiva. Acababa de encontrar las tijeras de la cocina en el baño
del piso superior, cuando sonó el teléfono. Sin demasiado interés, contestó.

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—¿Diga?
—Jane.
Se quedó helada. Era la voz de Marc, tan próxima que daba la impresión de
que estaba en la habitación junto a ella.
—Necesito hablar contigo. Tenemos que aclarar muchas cosas.
—¡No! ¡No tenemos nada de lo que hablar! —gritó con fiereza—. Por todos
los cielos, déjame en paz, por favor. ¡No quiero volverte a ver en la vida!
A Jane se le quebró la voz y colgó el teléfono con violencia. Sintió un
escalofrío.
—Voy a estar tranquila —pronunció lenta, nítidamente—. Voy a ponerme
una taza de café y a estar muy, muy tranquila.
El agua que había puesto en el fuego acababa de comenzar a hervir cuando
oyó que llamaban a la puerta. Durante un segundo de absurda locura, su
corazón pegó un brinco, como si esperase la aparición de Marc. Entonces
recordó que Marc estaba en Europa. Probablemente sería Charlie.
—Adelante —dijo con languidez.
Oyó ruidos de cosas revueltas, como si alguien estuviera reordenando sus
pertenencias. Fue a la puerta y la abrió de golpe. No era Charlie, sino Brett, con
un periódico sobre la cabeza para protegerse de la lluvia, y una barra de pan y
un cartón de leche bajo el brazo.
—Hola, Jane —dijo alegremente—. ¿Por qué no nos dijiste que volverías tan
pronto? Te habría traído algo de comer como es debido. Tal y como fueron las
cosas, vi el humo de la chimenea y se me ocurrió pasar con un poco de pan y
leche.
Haciendo un esfuerzo, Jane procuró aparentar normalidad.
—Oh, Brett, qué detalle por tu parte. Pasa a secarte. Dime, ¿cómo está Karen?
Brett pisó con fuerza la alfombrilla de la puerta, arrojó el periódico mojado
en el porche y ofreció el pan y la leche a Jane con la delicadeza de un jugador de
rugby.
—Karen está fenomenal —respondió, sonrojándose—. De hecho, tenemos
intención de casarnos.
—Qué maravilla —exclamó Jane sinceramente, olvidando sus propios
problemas por un momento y abrazándole.
—¿Cómo está Marc? —preguntó Brett, con el aire del que esperaba oír
buenas noticias.
El rostro de Jane se arrugó. Aferró el pan y la leche como si estuviera
sosteniendo un bebé abandonado.
—¡Oh, Brett! —sollozó.

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Diez minutos después comenzaron a remitir los lamentos de Jane. Sentado en


el sofá del cuarto de jugar Brett le enjugaba las lágrimas con un pañuelo de
papel y la observaba con cara de preocupación.
—Mataré a ese franchute si se atreve a aparecer por aquí —prometió.
—No aparecerá —le aseguró Jane, desolada—. Me dijo que no quiere volver
a ver Tasmania jamás. Ni a mí tampoco. Oh, Brett, me moriré de pena.
—Vamos, no empieces otra vez cariño —susurró su amigo para consolarla—.
Tarde o temprano conocerás a otro hombre, no lo dudes.
—No quiero conocer a nadie. ¡Le quiero a él! Al menos… ¿qué estoy
diciendo? Por supuesto que no lo quiero. ¡Lo odio! Pero jamás me casaría con
otro.
Brett parecía muy preocupado.
—Debes hacer algo con tu vida. Te quedarás sola si no reaccionas.
—Quiero estar sola. Estoy harta de los hombres. En cualquier caso me queda
el viñedo y la bodega, aunque ya no me importe demasiado. Además, mi padre
corrupto probablemente venderá la propiedad a cualquiera si se le presenta la
ocasión.
—¡No! —exclamó Brett, dándose un palmetazo en uno de sus rollizos
muslos—. ¡Por mi vida que no lo hará! No puedo ofrecerte ninguna ayuda
respecto a tus problemas con ese francés, Jane pero desde luego puedo
ayudarte, y pienso hacerlo a conservar el viñedo. No es justo que tu padre
pueda manejar el dinero que heredaste de tu abuela. Te diré lo que deberías
hacer. Si Marc Lee Russett… Lee Rossy…
Como de costumbre, a Brett se le atragantó el apellido de Marc.
—… si ese franchute no compra El Rincón del Talabartero, entonces tendrás
que comprarlo tú. De este modo al menos poseerás una casa y un trabajo
aunque no te cases.
Jane le miró como si fuera un marciano con dos cabezas.
—¿Comprar El Rincón del Talabartero a mi padre? —repitió—. ¿Cómo
podría? No tengo dinero, aparte de lo que ya está invertido en su empresa.
—Tú no tienes dinero, pero yo sí —replicó Brett—. Tengo ahorrado un
capital considerable y puedo avalarte si pides un crédito.
Jane lo miró con cara de perplejidad.
—¿De verdad lo harías por mí?
—Por supuesto que sí. Además opino que sería una buena inversión pues
algún día necesitarás un buen contable que se ocupe de tus papeles.
Jane estaba tan emocionada que no pudo articular palabra por unos
momentos. Cuando lo hizo las lágrimas amenazaron con brotar una vez más.

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—Claro que sí no lo dudes —dijo con voz ronca—. ¡Oh, Brett, eres un
verdadero amigo!
Le abrazó con todo el corazón, y Brett, bastante nervioso, le dio palmaditas
en la espalda.
—Vamos no empieces a llorar otra vez —le pidió—. Lo que haremos será
algo práctico. Telefonearemos a tu padre para decirle que quieres comprarle la
finca. ¿Ha caducado ya la opción de compra?
Jane frunció el ceño, haciendo memoria.
—Creo que sí pero no estoy segura. En todo caso estoy segura de que Marc
ya no desea comprar la finca.
¡Oh, vamos, Brett, llama a mi padre y acabemos de una vez por todas!
Jane buscó el número, Brett lo marcó y luego le ofreció el aparato. Jane
respiró profundamente procurando dominar los nervios ante la discusión a la
que se enfrentaría inevitablemente a continuación. Para su sorpresa, la
conversación fue muy breve. Cuando colgó y se volvió hacia Brett, tenía los ojos
como platos y las mejillas cenicientas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Brett, expectante.
—Demasiado tarde —susurró Jane—. Marc ha comprado la finca.

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CAPITULO 9
JANE sintió una puñalada de dolor ante la crueldad de Marc. ¿Podía ser tan
vengativo como para castigarla por abandonarle, comprando su finca y dejándola en la
calle? Seguía sentada, enmudecida y consternada, mientras Brett parloteaba
acaloradamente, hablando de amenazas, protestas y planes de venganza. Una extraña
calma descendió sobre Jane, la cual alzó una mano para interrumpir el encendido
discurso.
—No pasa nada, Brett —afirmó con una frialdad que la asombró a ella
misma—. Te agradezco mucho todo lo que has hecho pero no quiero pelear. Ya
no me importa. Sencillamente haré el equipaje y me marcharé sin hacer ruido
cuando Marc tome posesión de la finca aunque no es probable que aparezca en
persona para reclamarla.
—¿Pero adonde irás? ¿Qué harás? —preguntó Brett lleno de indignación—.
¡Es una injusticia!
Jane encogió los hombros.
—Ya no me importa el dinero ni la finca —dijo con expresión de cansancio—.
Y estoy segura de que encontraré trabajo en alguna parte.
—Mira, compañera…
—No, Brett. Dejémoslo de una vez, por favor. No tendré ningún problema.
Su resolución la llevó hasta el fin de semana cuando se acercó a Richmond y
regresó con el diario nacional que publicaba las ofertas de empleo.
Los frentes fríos se habían desvanecido y hacía un tiempo engañosamente
tranquilo. Contemplando el cielo azul y el sol resplandeciente, casi podía
pensarse que era un día primaveral, de no ser por las viñas desnudas que
formaban oscuras hileras en las colinas. Pronto deberían podarlas pero ése ya
no era su problema. Lanzando un suspiro, aparcó el coche en el círculo de
grava, luego paró el motor y entró en la casa. Acababa de sentarse en la mesa
del comedor para leer las ofertas de empleo, cuando oyó el motor de otro coche
que llegaba. Dejó de sonar y Jane escuchó pasos sobre la grava, por lo que se
levantó a abrir la puerta trasera.
—¿Eres tú, Bre…? ¡Oh!
El universo comenzó a girar a su alrededor, rompiéndose en fragmentos de
extraordinario colorido. La luz del sol reflejada en las hojas cubiertas de rocío, el
aroma de las flores, la suave textura y el corte perfecto de la chaqueta de cuero
de Marc, la elegancia de sus pantalones beige, la camisa verde claro y la corbata
de tono otoñal. Era Marc, no cabía ninguna duda, aunque Jane apenas podía
creer lo que estaba viendo. Retrocedió un paso, conteniendo el aliento.
—¿Qué haces aquí? ¿Acaso has venido a echarme? Marc se tomó su tiempo
antes de responder, mirándola de arriba abajo con descaro insultante. Tenía los
ojos brillantes y un rictus amargo en los labios. Jane se irritó cuando pasó a su
lado para entrar, como si fuera el dueño y señor de la casa. Bueno, en realidad

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lo era, ¿no? ¡O lo sería pronto! Permaneció en pie, apoyándose sobre el respaldo


de una silla.
—No, todo lo contrario —replicó con sequedad, arrojando un papel sobre la
mesa—. Aquí tienes el título de la propiedad. ¡Tómalo!
—Yo… yo no comprendo —balbuceó Jane.
—Pues la cosa es muy sencilla. Compré la propiedad y la puse a tu nombre.
Ella lo miró fijamente la perplejidad patente en sus facciones.
—¿A mi nombre?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque me desagradaba la posibilidad de que tu padre pudiera hacerte
otra faena si dejaba la finca en sus manos. Por mucho que nos odiemos, Jane te
debo algo.
—No tienes que retribuirme las relaciones sexuales que tuvimos.
Marc se aproximó a ella y le alzó la barbilla, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Por asombroso que te parezca, no voy a «retribuirte» por una cuestión
sexual, si es así como lo quieres decir. Me diste algo mucho más grande que el
sexo y quiero ofrecerte algo a cambio.
Jane tenía un amargo nudo en la garganta que apenas le permitía articular
palabra.
—¿Qué te di? —preguntó.
Una sombra cruzó por el rostro de Marc, pero éste continuó mirándola
fijamente.
—Tu virginidad con todo lo que eso implica. Inocencia. Confianza. ¿Amor?
Siento que te debo algo.
Jane contuvo el aliento ante la mezcla explosiva de odio y ternura que veía en
sus ojos. Cuando habló lo hizo con voz empapada de sarcasmo, y sus palabras
brotaron como una lluvia de balas.
—Y mi «inocencia», mi «confianza», mi «amor» significaban mucho para ti,
¿verdad?
—Tal vez te parezca extraño, pero así es —replicó Marc con frialdad—. Hasta
que me traicionaste y abandonaste.
—¿Que yo te traicione? ¡Desde luego, hay que tener mucha caradura para
decir eso, después de la forma en que me trataste!
Marc frunció el ceño.
—No sé qué demonios quieres decir —musitó entre dientes—. Tengo la
conciencia tranquila. No vale la pena seguir aquí, intercambiando insultos

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contigo. Mira el título de propiedad, firma el documento para mi abogado, y me


marcharé.
Jane agarró bruscamente los papeles y los arrojó entre las manos de Marc.
—¡No lo quiero! Ya no me importa el viñedo.
—¡No es eso lo que me decías en Francia!
—Me importa un rábano lo que te dijera en Francia. Tú te crees que puedes
llegar aquí y tranquilizar tu conciencia por lo que hiciste con Simone
cediéndome la propiedad, ¿verdad? ¡Pues te diré que vas por muy mal camino!
Ninguna propiedad, ninguna cantidad de dinero podrá compensarme jamás
todo lo que sufrí por tu culpa, y no aceptaré nada que provenga de ti. Ahora,
fuera de aquí, por favor. ¡Déjame en paz! Ya me has arruinado la vida, ¿acaso
no te basta con eso?
Marc la miró con expresión desconcertada.
—Lo que hice con Simone —repitió suavemente—. ¿Puede saberse qué hice
exactamente con Simone, según tu opinión?
—¿Tengo que deletreártelo? ¡Sabes condenadamente bien lo que hiciste! Te
acostaste con ella la noche anterior a mi partida.
Marc se quedó boquiabierto.
—¿Te has vuelto loca, Jane? ¡Yo no hice nada parecido!
Ahora le tocó desconcertarse a ella, pero enseguida recordó nítidas imágenes
que había visto con sus propios ojos.
—¡No me engañes! Aquella noche subí a tu habitación y Simone me abrió la
puerta en camisón. Me dijo que tú ya te habías acostado.
Marc se volvió bruscamente y dio un puñetazo sobre la mesa que retumbó en
el comedor.
—Aquella noche no estaba en mi habitación. ¡Me fui a pescar con Jacques!
Jane lo miró con expresión atormentada, sintiendo las frenéticas
palpitaciones de su corazón. Deseaba creerle más que nada en la vida. Sin
embargo, no podía librarse de la terrible sospecha de que pretendía burlarse de
ella otra vez.
—¿Entonces por qué me dijo Simone que estabas allí?
Sus miradas se encontraron y se produjo un prolongado silencio, mientras
ambos llegaban a la misma conclusión. Por fin Marc respiró profundamente,
estremeciéndose.
—Porque me quería para ella —musitó entre dientes—. ¡Mon Dieu, qué tonto
he sido! Pensar que la creí cuando me aseguró que le gustabas y nos deseaba lo
mejor… Jane, ¿y para que subiste a mi cuarto aquella noche?

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Jane pensó en mentir para proteger su orgullo, pero la mirada preocupada y


oscura de Marc parecía desnudarla, y percibió una calidez acariciante en su voz
que no había antes.
—Subí a decirte que te amaba —confesó con voz ronca—. Y a preguntarte si
tú sentías algo por mí.
Una lágrima tembló sobre sus pestañas antes de resbalar por la mejilla en
silencio. Ella tragó saliva y se la enjugó. De pronto se halló estrujada entre los
brazos de Marc.
—¡Oh, amor mío, amor mío! —susurró Marc con voz profunda—. ¡Hemos
sido un par de verdaderos estúpidos! ¿Es demasiado tarde para decirte que te
amo con todo mi corazón?
Jane se vio arrastrada por un vértigo de emociones. Júbilo, esperanza,
incredulidad…
—¡Marc, no te burles de mí! No podría soportar otro engaño.
—Te amo de verdad, Jane —insistió él, y le alzó la barbilla para poder mirar
sus brillantes ojos verdes.
—Te amo como nunca he amado a una mujer, como no volveré a amar jamás.
Jane le observaba, atormentada por las dudas, anhelando poder creerle.
—¿Entonces por qué no me lo dijiste antes?
Marc suspiró, pasándose una mano por la cabeza.
—Porque luchaba contra mis sentimientos. No me había enamorado desde
que tenía diecinueve años, y esto era mucho más profundo y real, tanto que me
asustó. No quería sentirme tan vulnerable.
—¿De quién te enamoraste cuando tenías diecinueve años?
Marc le dirigió una sonrisa algo torcida.
—Creo que ya lo sabes, ¿no?
—¿Simone? —preguntó Jane, sintiendo una punzada de dolor.
Marc asintió con tristeza.
—¿Qué pasó?
—Todo —respondió Marc, encogiendo los hombros—. O nada. Depende de
cómo lo mires. ¿De verdad quieres saberlo?
Jane titubeó. ¿Quería saberlo? Le producía un dolor increíble imaginar a
Marc enamorado de otra mujer, mayor aún tratándose de Simone, pero
consideraba importante saber lo que había ocurrido si verdaderamente deseaba
comprenderle.
—Sí, quiero saberlo —insistió. Marc se apartó de Jane y se puso a caminar
alrededor de la habitación.

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—Era un estudiante universitario de diecinueve años cuando sucedió.


Regresé a casa para la vendimia y, la noche de la fiesta, Simone y yo bebimos
demasiado. Era una noche cálida y… Al principio sólo nos tumbamos en la
hierba de una colina, besándonos bajo las estrellas, y entonces… Fue mi primera
experiencia sexual y me dejó temblando, confundido por mil emociones. Dije a
Simone que la amaba, que quería casarme con ella, y ella me aseguró que sentía
lo mismo que yo.
Marc enmudeció, perdido en los recuerdos.
—¿Y entonces? —le apremió Jane.
—Tuve que regresar a la universidad de París y aquellas mismas navidades,
volví a casa decidido a establecer con Simone un compromiso formal. Tenía un
anillo de compromiso que pretendía regalarle, pero casi siempre estaba
acompañada y no encontraba la ocasión oportuna para declararme. Un piloto
de carreras llamado Gilíes Boutin visitaba su casa con especial frecuencia. Era
mucho más mayor que Simone, pues tendría alrededor de treinta y ocho años,
por lo que no le concedí demasiada importancia, suponiendo que sería un
amigo de sus padres. Y entonces vi que Simone ya llevaba un anillo en la mano
izquierda, un anillo mucho mejor que el mío. Simone me dijo que acababan de
comprometerse.
Jane puso los ojos como platos, aunque gracias a las revelaciones de Laurette,
la historia tampoco le sorprendió demasiado. Sintió una oleada de tierna
simpatía ante las desventuras del joven Marc.
—¿Cómo te sentiste? —le preguntó en un susurro.
—Me quedé hundido, pero la depresión sólo duró unos días. Poco a poco
descubrí que no me dolía tanto perder a Simone como el golpe que supuso para
mi orgullo. Mirando atrás, creo que nunca sentí verdadero amor por ella, sino
que sólo se trató de la chifladura de un veinteañero. Y con el tiempo llegué a
agradecer su rechazo.
—¿Por qué? —preguntó Jane, intrigada.
—Porque no dejé de ser un romántico incorregible. Si algún día me llegaba la
hora de casarme, me casaría con una mujer que me amara en cuerpo y alma. Y
Simone no me quería de esa manera. Después de la muerte de Gilíes, cuando
me dijo con absoluta claridad que aún deseaba casarse conmigo, yo supe sobre
seguro que sólo se debía a que me había convertido en un hombre adinerado.
¡Opté por seguir soltero antes que implicarme en una relación tan vacía como
ésa!
—¿Nunca consideraste la posibilidad de casarte con ninguna otra mujer?
—No. Porque nunca he topado con ninguna que iluminara una habitación
con su presencia, ninguna que me hiciera sentirme extasiado y miserable a la
vez, que me enloqueciera y me hiciera sentir que no podría vivir sin ella. Hasta
que te conocí.
Jane dejó escapar un suspiro prolongado y tembloroso.

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—¿Sientes lo que dices? —le preguntó con voz entrecortada.


Marc suspiró a su vez, asintiendo.
—Sí, claro que lo siento. Y no es que me gustara precisamente cuando
ocurrió. Ya estaba muy acostumbrado a mi vida de soltero y no me hacía
ninguna gracia sentirme tan vulnerable ante otra persona así que procuré
librarme por todos los medios de la atracción que sentía hacia ti. La primera vez
que dormimos juntos cuando me dijiste que me amabas pensé que era el rey del
universo. Deseaba protegerte, complacerte y hacerte mía para siempre. A la vez,
tus palabras me llenaron de pavor. ¿Y si te perdía, o si cambiabas de opinión
como hizo Simone? ¿Y si la novedad de la experiencia te había engañado
respecto a tus propios sentimientos? Debido a mi propia experiencia, sabía bien
que la primera vez puede resultar muy engañosa. Temía que pudieras estar
diciendo cosas de las que te arrepentirías después y tuve que morderme la
lengua para no declararme a ti en ese momento con el riesgo de agobiarte. Al
mismo tiempo no podía soportar la idea de separarme de ti. Por eso te pedí que
fueras a Francia conmigo, con el propósito de descubrir si me amabas
verdaderamente con la misma desesperación que yo sentía.
—¡Ojalá lo hubiera sabido! —gritó Jane—. Me sentía tan desolada,
convencida de que para ti sólo representaba una aventurilla sin importancia.
Simone me dijo que tenías la costumbre de acostarte con jovencitas, sólo unas
cuantas semanas con cada una de ellas por pura diversión.
Marc contuvo el aliento bruscamente.
—Esa mentirosa… Bueno, olvidémonos de ella. Queria verte en mi propio
ambiente para comprobar si podías encajar en él. Cuando observé que no te
gustaba lo más mínimo, me sentí consternado y aliviado a la vez.
—¡Pero sí me gustó! —protestó Jane—. Lo que no me gustaba era la
sensación de que allí nunca podría sentirme en mi sitio. Y deseaba integrarme
con tanta intensidad, ser tu mujer, parte de tu familia. Deseaba que me amaras
y anunciaras un compromiso serio.

Marc le hizo una mueca burlona.


—Eso no es lo que me dijiste en la estación de Brive. Me dijiste que te habías
acostado conmigo sólo para recobrar el viñedo. ¿Qué dices a eso, mademoiselle!
—Mentí. Quería hacerte daño para que sufrieras tanto como me habías hecho
sufrir a mí. No podía soportar la idea de que te acostaras con Simone.
Marc la atrapó por el cabello y la estrechó entre sus brazos.
—Debería darte una zurra. ¿Cómo pudiste pensar tal cosa de mí?
Ciertamente, no llevé a Simone al palacio para acostarme con ella.
—¿Por qué la llevaste?
—Existían muchos asuntos financieros que debíamos aclarar. Hace mucho
tiempo, mis padres pensaron que el mantenimiento del palacio constituía una

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carga demasiado costosa para ellos. Como da la casualidad de que ninguno de


mis hermanos está interesado en el palacio, se me ocurrió la idea de
comprárselo directamente a mis padres. Paso por una época de grandes
cambios en mi vida, y quería asegurarme de que todos los detalles financieros
estuvieran en orden.
Jane frunció los labios.
—¡Cómo no ibas a querer tú las cosas en orden! —dijo en tono acusador—.
Pero me temo que tendrás que buscarte otro contable para el futuro, Marc.
—Estoy de acuerdo. De hecho, ya he dejado muy claro a Simone que no
deseo tener nada que ver con ella de ahora en adelante.
—Hum —murmuró Jane, recordando sus afirmaciones previas—. ¿A qué
grandes cambios te referías,Marc?
Los ojos de Marc chispearon, risueños y maliciosos.
—Estoy considerando la posibilidad de casarme —afirmó en tono
mesurado—. Y espero tener muchos hijos, por lo que necesitaré mucho espacio
para acomodarlos. El palacio me pareció un lugar adecuado.
—Marc, el palacio tiene sesenta y siete habitaciones —susurró Jane
débilmente.
Marc le dio el abrazo del oso.
—Hum —murmuró, simulando preocupación—. Entonces debemos
ponernos a trabajar cuanto antes, si queremos llenar todas las habitaciones.
De pronto, Marc se puso serio y a Jane comenzó a palpitarle el corazón.
Intuía que Marc estaba a punto de hacerle la pregunta que anhelaba escuchar. Y
así sucedió.
—¿Te casarás conmigo, Jane? ¿Serás mi mujer y la madre de mis hijos?
Ella se puso de puntillas y le dio un beso prolongado, invitador.
—Por supuesto que sí —respondió. Marc se echó hacia atrás para mirarla,
con la respiración entrecortada. Aferró a Jane por los hombros con tanta fuerza
que le hizo daño, pero a ella no le importó; tan sólo le importaba la expresión de
júbilo que veía en su rostro, la increíble emoción que le hizo lanzar un súbito
grito triunfal.
—¡Sí! ¡Sí! Mon Dieu… me has hecho el hombre más feliz de Australia. ¿Qué
digo, de Australia? ¡Del mundo entero! En este momento soy el rey del
universo, Jane. Y tú… tú eres mi reina.
Con un movimiento tan repentino que sorprendió a Jane, la alzó entre sus
brazos y la miró con ojos encendidos de emoción. Entonces le dio un beso en los
labios que le dijo a Jane todo lo que necesitaba saber. En el pasado habían
compartido una intensa pasión, ansiedades incontenibles, pero nunca aquella
ternura profunda y dolorosa. El beso de Marc era ávido, anhelante, exigente,
pero también le ofrecía algo nuevo para ella. Marc ya no se mostraba reservado

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y distante, sino que la besaba con toda la intensidad de una naturaleza


apasionada y exuberante que había pasado demasiado tiempo reprimida. Por
fin Marc alzó la cabeza para recobrar el aliento.
—¡Te amo! —insistió—. Te amo, te amo, te amo, Jane. Y ese amor me abrasa,
me duele, me estremece de pura necesidad de ti. Y quiero que tú sientas lo
mismo por mí.
—Lo siento —susurró ella.
—¡Entonces, dìmelo!
—Te amo, Marc.
Jane pronunció las palabras con suavidad, tímidamente, pero con el tono
distintivo de la verdad. Marc lanzó un ronco gemido triunfal, estrechándola con
brazos de acero.
—Entonces nada podrá salvarte, mademoiselle. ¿O debería decir madame?
Porque tengo la intención de convertirte muy pronto en madame Le Rossignol,
mi mujer y la madre de mis hijos. Y es a mi futura esposa a la que deseo llevar a
mi cama en este mismo momento para hacerla mía. Sin mentiras,
malentendidos ni dudas que lo estropeen. Sino con confianza. Con dignidad.
Con amor eterno entre nosotros. ¿Te parece bien?
Jane estaba tan emocionada que apenas podía articular palabra. Lo miró, las
emociones resplandeciendo en sus ojos, una débil y temblorosa sonrisa
jugueteando en las comisuras de sus labios.
—Sí, me parece muy bien —replicó con voz ronca.
Marc plantó otro beso apasionado en sus labios y luego la llevó en volandas a
través del vestíbulo hasta su viejo dormitorio. Lleno de impaciencia, cerró la
puerta de una patada y dejó a Jane en el medio de la gigantesca cama.
Tendiéndose junto a ella, tomó su cabello a manos llenas, reuniéndolo a los
lados de su rostro.
—Eres tan hermosa —dijo en un suspiro—. Tan, tan hermosísima. Te amo
más de lo que podría explicarte con palabras.
Marc la miró como si quisiera devorarla. Jane alzó una mano y deslizó un
dedo por su mejilla.
Con sensualidad parsimoniosa y deliberada, comenzó a desabrocharle la
camisa e hizo otro tanto con el cierre frontal del sostén. Los senos quedaron
libres de su confinamiento y Marc agachó la cabeza para mordisquear la carne
suave y tersa, aspirando el aroma de su piel. Entonces, con la misma intensidad
deliberada y provocativa, tomó entre los dedos uno de los pezones y se lo llevó
a la boca. Jane cerró los ojos y gimió de placer cuando comenzó a chuparlo.
Marc no tenía ninguna prisa, y Jane arqueaba el cuerpo y se estremecía de lado
a lado de la cama, jadeando y ofreciéndose a él. Marc hizo una breve pausa que
dobló la ansiedad de Jane antes de otorgar el mismo trato a su otro seno. Sólo
cuando Jane comenzó a sollozar y temblar, empujándole y abrazándose a él
alternativamente, se compadeció de ella.

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—¿Estás preparada? —murmuró.


—Sí. Oh, sí, Marc. Amor mío.
Marc lanzó un gruñido profundo y se puso en pie de un salto. Con
movimientos nerviosos se desnudó, arrojando la ropa a un lado. Entonces se
deslizó sobre Jane, cerniéndose sobre ella con una mirada ávida que provocó las
palpitaciones desenfrenadas de su corazón.
Jane extendió las manos hacia Marc y dejó escapar un profundo suspiro de
satisfacción cuando se sintió estrujada bajo aquel cuerpo caliente, duro y viril.
Ya tendrían tiempo para juegos de amor prolongados en otras ocasiones. Esta
vez deseaba a Marc violentamente, en aquel mismo momento, deseaba sentirle
en los rincones más profundos de su ser con la mayor urgencia. Con dedos
temblorosos le acarició íntimamente, guiándole hacia el centro cálido y húmedo
de su feminidad. Marc jadeó de pura satisfacción cuando penetró en su interior
y ella movió el cuerpo, resbaladizo y tembloroso, para acomodarle.
—Te amo, Marc —murmuró.
Él enredó los dedos con su cabello y posó los labios sobre los suyos,
exigiendo y ofreciendo, compartiendo.
—Yo también te amo, Jane —afirmó con voz profunda.
Cuando sus cuerpos comenzaron a moverse al mismo ritmo, como si formaran un
solo ser, Jane entrelazó los brazos alrededor de su cuello y se abandonó a un placer
demasiado profundo como para describirlo con palabras. Se desvanecieron todos sus
problemas y preocupaciones. Marc estaba allí realmente. Y ya no era un intruso
amenazador, sino su hombre. Su hombre adorado. A veces la vida era tan perfecta, que
podía hacer gritar a una chica de pura felicidad.

Fin

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