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Universidad de Guadalajara

Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades


Departamento de Filosofía
Seminario sobre Descartes 2018-A
Docente: Luis Enrique Ortiz Gutiérrez
Alumno: Cuauhtli Esaú Santiago Aroña

Cogito e intuición: consideraciones cartesianas

Introducción

En este escueto texto presento algunas consideraciones breves con respecto a la


concepción cartesiana de la intuición, a fuer de irse explicitando en concatenación con su
método gnoseológico. Con lo expuesto se tiene el propósito de arrojar luz sobre la noción
de intuición y la conexión que hay de por medio para que el Cogito adquiera el rango de
«medio autónomo de conocimiento». Buscando recordar esto en el presente momento
histórico de la filosofía para mostrar la fuerza y autodefensiva que el cartesianismo posee
todavía frente a ciertas impugnaciones y pretensiones.

Con todo, Descartes parece ser considerado como el iniciador de una tradición que rompe

en buena medida con la filosofía que lo precede, y es a esta tradición «de ruptura» a la que

posteriormente suele ser suscrito el «gran chino de Königsberg» [Kant]. Lo anterior, al


menos en lo que a Descartes concierne, no deja de tener cierto fundamento en la cuestión,
toda vez que la aspiración a ser comprendido como el iniciador de un nuevo modo de
filosofar parece estar documentada de modo explícito, de hecho, en varios pasajes de las
obras centrales del filósofo francés. Tampoco es poco habitual que se considere que el
corazón de esa pretensión de novedad estaría bien justificado en el desarrollo de un
proyecto filosófico nuevo que pondría el énfasis en la esfera de la conciencia y la intuición,
superando de este modo la pretensión de una posición realista ingenua que pretende acceder
a los objetos del mundo sin mediación.
Con Descartes la filosofía ya no trataría más de «las cosas mismas» sino de cómo ellas se
nos aparecen en la mente o del modo en que nuestra subjetividad impide o en el mejor de
los casos condiciona nuestro conocimiento del mundo «tal como es». La anterior no es sólo
una descripción posible y plausible del proyecto cartesiano, sino también del kantiano. De
hecho, aunque el mismo Kant en más de alguna ocasión parece verse en la necesidad de
desmarcarse de las variantes anteriores de ese proyecto general que él mismo identifica con
el nombre general Idealismo, enmarca él, a la vez, su propia filosofía bajo esta etiqueta [B
274-279] (Kant, 2014).

Descartes: cogito intuitum

Descartes no se cansa de repetir, en diversas formas, su afirmación del valor de la intuición


en el conocimiento. Expone su firme y constante resolución de no dejar de observar cuatro
preceptos, de los cuales «fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no
supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la
prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y
distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda».
(Descartes, Discurso del método, 2014) Más terminantemente, dice «...vamos a enumerar
aquí todos los actos de nuestro entendimiento por medio de los cuales podemos llegar al
conocimiento de las cosas, sin temor alguno de errar; no admitimos más que dos, a saber: la
intuición y la deducción». (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011).

El gran filósofo, amante de la claridad y la distinción, no sólo especifica el sentido de los


vocablos «intuición» y «deducción», sino que establece una jerarquía entre ambos actos del
espíritu. Así, dice de la deducción que es la simple inferencia de una cosa de otra; que por
deducción «...entendemos todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas
conocidas con certeza». (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011). Y con
referencia a la intuición y a su superioridad en el orden cognoscitivo, explica: «Entiendo
por intuición, no el testimonio fluctuante de los sentidos, ni el juicio falaz de una
imaginación incoherente, sino una concepción del puro y atento espíritu, tan fácil y distinta,
que no quede en absoluto duda alguna respecto de aquello que entendemos, o, lo que es lo
mismo: una concepción no dudosa de la mente pura y atenta que nace de la sola luz de la
razón, y que, por ser más simple, es más cierta que la misma deducción, la cual, sin
embargo, tampoco puede ser mal hecha por el hombre...» (Descartes, Reglas para la
dirección del espíriritu, 2011).

Para tener una mejor comprensión de la intuición en Descartes, precisa, aunque sea breve,
una incursión en su gnoseología. En lo que al conocimiento se refiere, Descartes tiene en
cuenta a «...nosotros que conocemos y las cosas que deben ser conocidas» (Descartes,
Reglas para la dirección del espíriritu, 2011). En nosotros que conocemos, hay cuatro
facultades apropiadas para ello: el entendimiento, la imaginación, la memoria y los
sentidos; pero la fuerza cognoscitiva es puramente espiritual, por lo que debe llamarse
pensamiento o espíritu, aunque según sus diversas funciones reciba el nombre de
entendimiento puro, o imaginación, o sentidos, o memoria. Ahora bien, destacando
Descartes una jerarquía de las funciones espirituales cognoscitivas, de esas cuatro
facultades, y sin perjuicio de que utilice el auxilio de las otras cuando sea necesario «...sólo
el entendimiento es capaz de percibir la verdad», (Descartes, Reglas para la dirección del
espíriritu, 2011) ya que éste «...no puede jamás ser engañado por ninguna experiencia, si se
ciñe exclusivamente a la intuición precisa del objeto...» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu,
2011)
.

En cuanto a las cosas que por sí mismas deben ser conocidas, es sabido el giro radical que
plantea la filosofía cartesiana. Ya no se puede juzgar «...que la imaginación reproduce
fielmente los objetos de los sentidos, ni que los sentidos reciben las verdaderas figuras de
las cosas, ni finalmente que las cosas externas son siempre tales como aparecen; pues en
todas estas cosas estamos sujetos a error...» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011). Ahora
las cosas no son dadas en sí mismas, sino que se hallan presentes en el espíritu como ideas
o representaciones y creemos que a éstas corresponden realidades existentes fuera del yo
que las piensa. Las cosas se han convertido en ideas; por tanto, el material que constituye el
conocimiento, no son las cosas, sino las ideas.

Con esto se invierten los términos del criterio de la verdad. Hasta entonces, la filosofía
antigua y medieval, con un criterio trascendente, definía la verdad por la realidad: es
verdadera la idea que es adecuada o conforme con la cosa. Pero como ahora la realidad
existente está en crisis, no puede definirse la verdad por una incógnita, y, en consecuencia,
no puede invocarse la adecuación o conformidad. Desde este instante se define la realidad
por la verdad, y el criterio de ésta será la evidencia, que, según el principio cartesiano, se
encuentra al final de todo análisis. Así, se postula un criterio inmanente de la verdad, ya
que ésta no se busca en la adecuación de las ideas con las cosas, fuera de las ideas, por así
decirlo, sino en las ideas mismas, en su interior. En efecto, lo verdadero es lo evidente y lo
evidente es lo que se presenta clara y distintamente al espíritu; luego la verdad de las ideas
está en su evidencia, o más exactamente, en su claridad y distinción. Son éstas las ideas
claras y distintas, a las cuales llama Descartes naturae simplices –naturalezas simples–, ya
que ellas «...son todas conocidas por sí mismas y que nunca contienen falsedad alguna».
(Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011)
. Siendo también evidente «...que nos engañamos
cuando alguna vez juzgamos que una de esas naturalezas simples no es totalmente conocida
por nosotros; porque si de ella llegamos a conocer algo por pequeño que sea –lo cual es
necesario, puesto que se supone que juzgamos algo de la misma–, por esto mismo se ha de
concluir que la conocemos toda entera; pues de otro modo no podría llamarse simple, sino
compuesta de lo que en ella conocemos y de aquello que creemos ignorar». (Descartes, Reglas para
la dirección del espíriritu, 2011)
.

En resumen, tenemos como elementos básicos del conocimiento: de parte de las cosas, las
ideas claras y distintas o naturalezas simples; de parte de nosotros, una fuerza espiritual
cognoscitiva con una superior función racional. Y, por último, aprehensión y conocimiento
de las naturalezas simples se realiza por una inspección del espíritu; lo que expresa así
Descartes: «...no hay que poner ningún trabajo en conocer estas naturalezas simples, porque
son suficientemente conocidas por sí mismas; sino solamente en separarlas unas de otras, y
(Descartes, Reglas para la
con la atención fija contemplar intuitivamente cada una por separado»,
dirección del espíriritu, 2011)
agregando después, «...toda la ciencia humana consiste en esto
solamente: en ver distintamente cómo esas naturalezas simples concurren a la composición
de otras cosas» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011).

Con lo expuesto, podemos ya dirigir la atención hacia lo que constituye la clave de bóveda
del sistema filosófico cartesiano y nuestro tema: el Cogito, ergo sum. Desde el mismo
Descartes en vida, hasta hoy, se ha refutado esta proposición. La objeción ha sido la misma
casi siempre: el Pienso, ‘por lo tanto’ existo, desde el punto de vista lógico, forma parte de
un silogismo irregular cuya premisa mayor está sobreentendida, el silogismo sería entonces:

(Premisa mayor: Todo lo que piensa existe).


Premisa menor: Yo pienso,
Conclusión: por lo tanto existo.

Ya inmediatamente al filósofo, un gran sistemático, Baruch de Spinoza, aunque discrepante


del cartesianismo, unas veces con respecto al método y otras en cuanto a problemas
doctrinales, da a la intuición el mismo sentido que Descartes: «forma superior de conocer
que fundamenta los ulteriores razonamientos». Spinoza, adepto a la teoría de las ideas
claras y distintas, no utiliza la duda universal ni adopta el Cogito como punto de partida de
su sistema, pero al explicar el método cartesiano rechaza categóricamente que el Cogito,
ergo sum sea un silogismo.

Por la atención que pusieron los cartesianos a esa objeción, es fácil comprender la
extraordinaria importancia que tiene la misma. En efecto, si el Cogito, ergo sum forma
parte de un silogismo, no es una proposición intuida, sino una conclusión incierta que exige
la demostración de la premisa mayor; por tanto, esta cuña que introduce la crítica derrumba
todo el edificio filosófico que Descartes ha construido. El filósofo se da cuenta de este
peligro y se defiende expresando que el error más considerable en esto es que este autor
supone que el conocimiento de las proposiciones particulares debe siempre ser deducido de
las universales, siguiendo el orden de los silogismos de la dialéctica, en lo que demuestra
saber poco de cómo la verdad debe buscarse; porque lo cierto es que para encontrarla se
debe siempre empezar por las nociones particulares para llegar después a las generales, bien
que se pueda también, recíprocamente, habiendo encontrado las generales, deducir otras
particulares.

En las «Meditaciones Metafísicas», el solo título de la Meditación Primera, «De las cosas
que pueden ponerse en duda», determina claramente de dónde parte Descartes al afrontar el
problema gnoseológico. Efectivamente, la duda penetra e impregna, por así expresarlo, esta
Meditación Primera; duda que puede ser definida por dos notas esenciales: metódica y
universal. Metódica, porque sólo de la duda puede originarse la certidumbre; y la duda, a
fin de cuentas, es el método analítico aplicado al problema del conocimiento. Universal,
porque se duda de todo juicio; a tal extremo, que, para no aceptar las verdades evidentes de
las matemáticas, se apela a la famosa hipótesis dialéctica del malin génie, con lo que la
duda cartesiana adquiere un carácter hiperbólico. La atenta lectura de esta Primera
Meditación muestra que se trata exclusivamente de una investigación por vía analítica, la
que el filósofo, en sus «Rèponses aux secondes objetions faites sur les Méditations
métaphysiques», declara expresamente haber seguido por parecerle ser la práctica
intelectual más verdadera.

El objetivo de Descartes es francamente expuesto en la Meditación Segunda: «Arquímedes,


para levantar la tierra y transportarla a otro lugar, pedía solamente un punto de apoyo firme
e inmóvil; también tendré yo derecho a concebir grandes esperanzas, si tengo la fortuna de
(Descartes, Meditaciones metafísicas, 2011)
hallar sólo una cosa que sea cierta e indudable» . En esta
misma Meditación se resume el resultado de la anterior y se llega a una radical conclusión
en las siguientes palabras: «Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; estoy
persuadido de que nada de lo que mi memoria, llena de mentiras, me representa, ha existido
jamás; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el
movimiento y el lugar son ficciones de mi espíritu. ¿Qué, pues, podrá estimarse verdadero?
Acaso nada más sino esto: que nada hay cierto en el mundo» (Descartes, Meditaciones metafísicas, 2011).

Descartes ha arribado al momento crucial y se pregunta si no habrá algún Dios o alguna


potencia que ponga esos pensamientos en su espíritu, respondiéndose categóricamente: «No
(Descartes, Meditaciones
es necesario; pues quizá soy yo capaz de producirlos por mí mismo».
metafísicas, 2011)
. En esta simple frase está virtualmente contenido el gran descubrimiento del
(Descartes, Meditaciones
filósofo, pues de inmediato se dice: «Y yo, al menos, ¿no soy algo?»
metafísicas, 2011)
. Pero como todo ha sido negado, incluso los sentidos y el cuerpo, como
Descartes está persuadido de que no hay nada en el mundo, ¿tendrá, entonces, que decir: yo
no soy?, «ni mucho menos; si he llegado a persuadirme de algo o solamente si he pensado
alguna cosa, es sin duda porque yo existía. Pero hay cierto burlador muy poderoso y astuto
que dedica su industria toda a engañarme siempre. No cabe, pues, duda alguna de que yo
soy, puesto que me engaña; y, por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo
no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De suerte, que habiéndolo pensado
bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por
constante que la proposición siguiente: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera,
(Descartes, Meditaciones metafísicas,
mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu»
2011)
. Mas esta certeza no basta, porque si yo soy, ¿qué soy?; Descartes repasa todo lo que
pertenece a la naturaleza del cuerpo y no encuentra nada que pueda decir que está en él. Se
dirige entonces a los atributos del alma y halla ahí el pensamiento como un atributo que le
pertenece: «el pensamiento es lo único que no puede separarse de mí. Yo soy, existo, esto
es cierto; pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que dure mi pensar; pues acaso podría
suceder que, si cesase por completo de pensar, cesara al propio tiempo por completo de
existir. Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues,
hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o
una razón, términos éstos cuya significación desconocía yo anteriormente. Soy, pues, una
cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que
piensa» (Descartes, Meditaciones metafísicas, 2011).En forma parecida, expone también:
«Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario
que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: yo pienso, ‘por lo
tanto’ soy, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos
no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer
principio de la filosofía que se encontraba buscando» (Descartes, Discurso del método, 2014).

El proceso dubitativo se ha detenido: si dudo, pienso; si pienso, existo. Tras la duda


universal permanece irreductible algo: yo, que soy una cosa pensante. Cogito, ergo sum.
Como bien dice Husserl, el meditador ha llevado a cabo «...un regreso hacia el [yo]
filosofante en un segundo y más hondo sentido, hacia el ego de las puras cogitationes»
(Husserl, 2005). No hay aquí, ciertamente, ningún silogismo irregular o entimema de
primer orden. El Cogito es la evidencia primaria, la idea clara y distinta, la naturaleza
simple por excelencia, aprehendida intuitivamente; es la verdad absolutamente indubitable,
meta de la duda y punto de partida y soporte de la filosofía cartesiana.

En verdad consideramos que Descartes ha provocado él mismo indiscutiblemente esta


equivocación al decir ‘por lo tanto’ (ergo). En consecuencia, consideramos que la
atribución al Cogito del carácter de silogismo se debe principalmente a una cuestión formal
de expresión que suscita el propio filósofo al emplear la palabra ergo, que, como es sabido,
se utiliza siempre en el último juicio o conclusión de los silogismos. Pasando eso por alto,
como debe hacerse, sólo hay que atender al hecho innegable de que Descartes analiza; y si
en definitiva puede afirmar la supuesta premisa mayor –Todo lo que piensa existe–, lo hace
como conclusión y no como inicio, es decir, al revés de como querían los impugnadores del
Cogito que le dan esa significación silogística. Por eso, a la petición de que pruebe la
premisa mayor, Descartes responde que lo que prueba que todo lo que piensa existe, es que
apercibo en mi pensamiento mi existencia y en la idea del pensamiento la idea de la
existencia.

Correspondió históricamente a Kant, en quien precisamente culminó el idealismo moderno


iniciado con Descartes, la postura negativa más radical frente al Cogito. Para Kant, la
intuición –Anschauung– es el elemento básico del conocimiento por ser la relación primera
y más inmediata que puede tener éste con el objeto; ahora bien, «por la índole de nuestra
naturaleza, la intuición no puede ser más que sensible, de tal suerte que sólo contiene la
manera como somos afectados por los objetos. El Entendimiento, al contrario, es la facultad
de pensar el objeto de la intuición sensible. Ninguna de estas propiedades es preferible a la
otra. Sin sensibilidad no nos serían dados los objetos, y sin el entendimiento, ninguno sería
pensado. Pensamientos sin contenido, son vacíos; intuiciones sin conceptos, son ciegas. De
aquí que sea tan importante y necesario sensibilizar los conceptos (es decir, darles un objeto
en la intuición), como hacer inteligibles las intuiciones (someterlas a conceptos)» (Kant, 2014).

Es evidente que si Descartes establece una jerarquía en las facultades cognoscitivas, opone
la intuición a la deducción y postula una intuición espiritual; Kant no acepta preferencias
entre la sensibilidad y el entendimiento, opone la intuición al concepto y rechaza toda
intuición que no sea sensible o empírica. Kant sólo admite, pues, la intuición que jamás
dejará de ser sensibilidad porque es derivada –intuitus derivatus–; ésta proporciona el
material empírico que elabora conceptualmente el entendimiento. El conocimiento
propiamente dicho queda encerrado en los límites del mundo fenoménico. La intuición
intelectual, en el sentido de una intuición primitiva u originaria –intuitus originarius–, que
por sí misma nos diera la existencia real del objeto, la declara imposible y sólo admite la
posibilidad de ella en el Ser Supremo.

Eliminada toda intuición que no sea la sensible, ipso facto, corre la misma suerte el «Yo»
como cosa pensante de Descartes. En Kant, el «Yo» [trascendental] adquiere un sentido
puramente gnoseológico como unidad que acompaña a todas las representaciones: el yo
pienso, constituye la apercepción pura. El «Yo» kantiano es la unidad trascendental de la
apercepción, por medio de la cual todo lo diverso dado en una intuición se reúne en un
concepto del objeto. De ahí que «si la facultad de llegar a ser consciente de sí mismo debe
investigar (aprehender) lo que hay en el espíritu, es necesario que la conciencia sea
afectada, y solamente de esta manera puede producirse la intuición de sí mismo; pero la
forma de esta intuición, existente ya antes en el espíritu, determina, en la representación del
Tiempo, la manera de componer la diversidad en el espíritu; éste se percibe, en efecto, no
como él se representaría a sí mismo inmediata y espontáneamente, sino según la manera de
ser afectado interiormente, y, consiguientemente de aquí, como él se aparece a sí propio y
(Kant, 2014)
no como es». . Como explica Cassirer, no podemos «...separar el propio yo de
todas las funciones del conocimiento en general, y colocarle enfrente de ellas como objeto
absoluto. Si afirmamos de él que le conocemos como es en realidad, esta afirmación se
mantiene justamente; pero no se pone en él algún otro modo más alto y más cierto del ser
que el que corresponde también a las cosas empíricas exteriores» (Cassirer, 2013).

Con otros argumentos, en el «Paralogismo de la sustancialidad», rebate Kant el Cogito


como verdadera realidad sustancial; en definitiva, no sólo elimina toda intuición que no sea
la sensible o empírica, sino que también transforma el «Yo» (existencial) cartesiano en un
«Yo» fenoménico. Cuando Kant construye su sistema, la circunstancia filosófica era trágica:
eran discutibles, si no habían fracasado rotundamente, los intentos idealistas de evadir el
solipsismo franqueando el tránsito de la inmanencia a la trascendencia, para dar una base
objetiva a la Metafísica y a la Ciencia; y, pese a estos esfuerzos y sus consiguientes
fracasos, ahí estaban en contraposición inconcebible una Metafísica en crisis y una Ciencia
objetiva y válida. Entre un mundo exterior inexplicable en sí mismo y una humanidad
empeñada vanamente en explicarlo, se alzaba inconmovible, como si tal problema no
existiera, la ciencia de su tiempo. A ella se dirigió Kant indagando su pura estructura
lógica, las condiciones de su posibilidad. El resultado es sabido: un mundo nouménico
incognoscible, que, a riesgo de un rescate posterior por la razón pura práctica, descartaba la
Metafísica como ciencia; un mundo fenoménico, con realidad empírica, campo de la
Ciencia a la que proporciona la materia del conocimiento; un sujeto lógicamente
construido, con Espacio y Tiempo y Categorías como formas puras, a priori, de la
Sensibilidad y del Entendimiento; una intuición sensible, en tanto que es afectada la
capacidad receptiva o sensibilidad; y conceptos que elabora el entendimiento con el
material ofrecido.

Ahí la única forma de conocimiento es la conceptual; conocer es condicionar intuitiva y


categorialmente; conocimiento verdadero es solamente el de las Matemáticas y la Física. El
dictum kantiano proclamó la inexistencia de intuiciones no sensibles, tanto por faltar los
órganos cognoscitivos adecuados, cuanto por no existir, o ser incognoscibles en sí, sus
posibles correlatos objetivos. Hablar de intuición del ‘Cogito’ y de sustancia pensante es
un contrasentido, porque no hay intuición intelectual y porque la sustancia misma no es
más que una forma categorial. Claro está que la impugnación kantiana del Cogito obedecía
a los fundamentos de su propio sistema, era una consecuencia obligada de ellos. Empero,
aun en pleno apogeo criticista la intuición volvía por sus fueros en figuras tan
doctrinalmente discrepantes como Herder, Jacobi, Biran, Fichte, Hegel, Schelling,
Schopenhauer y otros.

Después, el nacimiento de algunas ciencias y el progreso de otras, la «crítica filosófica» y


las investigaciones gnoseológicas y epistemológicas, han abierto brechas en la fortaleza del
criticismo; las murallas levantadas contra el Cogito cartesiano y contra todo conocimiento
que no sea puramente conceptual, han sido pulverizadas. Hoy se admiten formas de
conocimientos: el discursivo y el intuitivo. Fuera de discusión la intuición misma como
forma de conocimiento, le están planteadas en el plano teorético, entre otras, estas
interrogantes esenciales: su legitimidad o validez en las diversas esferas del saber; su
sometimiento, en última instancia, al examen de la razón; y la posibilidad de un correlato
estructural sujeto cognoscente/objeto del conocimiento.
La casi totalidad de la filosofía actual, exceptuando la supervivencia del neokantismo de la
Escuela de Marburgo fundada por Hermann Cohen, se encuentra bajo el signo de la
intuición, que ha devenido método por excelencia de la misma. Ello se debe en gran parte a
una de las figuras ejemplares del pensamiento de este siglo: Edmund Husserl. Aspirando
Husserl, como Descartes muchos siglos antes, al ideal de una ‘ciencia’ [filosófica] exenta
de supuestos, que le impone el intuitivismo como «principio de todos los principios», crea
la Fenomenología haciéndola descansar en la Wesenschau o ‘intuición esencial’.
Reconociendo en las «Meditaciones Metafísicas» el prototipo de la reflexión filosófica,
retoma las mismas en el Cogito y, mediante una reducción, transforma el ego cogitans en
ego trascendental. Por eso, aunque desecha la mayor parte del contenido doctrinal de la
filosofía de Descartes, sugiere y acepta que la Fenomenología se le podría llamar un neo-
cartesianismo, porque desarrolla radicalmente motivos cartesianos.

Trabajos citados

Cassirer, E. (2013). Kant, vida y doctrina. México: FCE.

Descartes, R. (2014). Discurso del método. Barcelona: Gredos.

Descartes, R. (2011). Meditaciones metafísicas. Madrid: Gredos.

Descartes, R. (2011). Reglas para la dirección del espíriritu. Barcelona: Gredos.

Husserl, E. (2005). Meditaciones cartesianas. México: FCE.

Kant, I. (2014). Crítica de la razón pura. Madrid: Gredos.

Guadalajara, Jalisco, México. 22 de mayo del 2018.

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