Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Introducción
Con todo, Descartes parece ser considerado como el iniciador de una tradición que rompe
en buena medida con la filosofía que lo precede, y es a esta tradición «de ruptura» a la que
Para tener una mejor comprensión de la intuición en Descartes, precisa, aunque sea breve,
una incursión en su gnoseología. En lo que al conocimiento se refiere, Descartes tiene en
cuenta a «...nosotros que conocemos y las cosas que deben ser conocidas» (Descartes,
Reglas para la dirección del espíriritu, 2011). En nosotros que conocemos, hay cuatro
facultades apropiadas para ello: el entendimiento, la imaginación, la memoria y los
sentidos; pero la fuerza cognoscitiva es puramente espiritual, por lo que debe llamarse
pensamiento o espíritu, aunque según sus diversas funciones reciba el nombre de
entendimiento puro, o imaginación, o sentidos, o memoria. Ahora bien, destacando
Descartes una jerarquía de las funciones espirituales cognoscitivas, de esas cuatro
facultades, y sin perjuicio de que utilice el auxilio de las otras cuando sea necesario «...sólo
el entendimiento es capaz de percibir la verdad», (Descartes, Reglas para la dirección del
espíriritu, 2011) ya que éste «...no puede jamás ser engañado por ninguna experiencia, si se
ciñe exclusivamente a la intuición precisa del objeto...» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu,
2011)
.
En cuanto a las cosas que por sí mismas deben ser conocidas, es sabido el giro radical que
plantea la filosofía cartesiana. Ya no se puede juzgar «...que la imaginación reproduce
fielmente los objetos de los sentidos, ni que los sentidos reciben las verdaderas figuras de
las cosas, ni finalmente que las cosas externas son siempre tales como aparecen; pues en
todas estas cosas estamos sujetos a error...» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011). Ahora
las cosas no son dadas en sí mismas, sino que se hallan presentes en el espíritu como ideas
o representaciones y creemos que a éstas corresponden realidades existentes fuera del yo
que las piensa. Las cosas se han convertido en ideas; por tanto, el material que constituye el
conocimiento, no son las cosas, sino las ideas.
Con esto se invierten los términos del criterio de la verdad. Hasta entonces, la filosofía
antigua y medieval, con un criterio trascendente, definía la verdad por la realidad: es
verdadera la idea que es adecuada o conforme con la cosa. Pero como ahora la realidad
existente está en crisis, no puede definirse la verdad por una incógnita, y, en consecuencia,
no puede invocarse la adecuación o conformidad. Desde este instante se define la realidad
por la verdad, y el criterio de ésta será la evidencia, que, según el principio cartesiano, se
encuentra al final de todo análisis. Así, se postula un criterio inmanente de la verdad, ya
que ésta no se busca en la adecuación de las ideas con las cosas, fuera de las ideas, por así
decirlo, sino en las ideas mismas, en su interior. En efecto, lo verdadero es lo evidente y lo
evidente es lo que se presenta clara y distintamente al espíritu; luego la verdad de las ideas
está en su evidencia, o más exactamente, en su claridad y distinción. Son éstas las ideas
claras y distintas, a las cuales llama Descartes naturae simplices –naturalezas simples–, ya
que ellas «...son todas conocidas por sí mismas y que nunca contienen falsedad alguna».
(Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011)
. Siendo también evidente «...que nos engañamos
cuando alguna vez juzgamos que una de esas naturalezas simples no es totalmente conocida
por nosotros; porque si de ella llegamos a conocer algo por pequeño que sea –lo cual es
necesario, puesto que se supone que juzgamos algo de la misma–, por esto mismo se ha de
concluir que la conocemos toda entera; pues de otro modo no podría llamarse simple, sino
compuesta de lo que en ella conocemos y de aquello que creemos ignorar». (Descartes, Reglas para
la dirección del espíriritu, 2011)
.
En resumen, tenemos como elementos básicos del conocimiento: de parte de las cosas, las
ideas claras y distintas o naturalezas simples; de parte de nosotros, una fuerza espiritual
cognoscitiva con una superior función racional. Y, por último, aprehensión y conocimiento
de las naturalezas simples se realiza por una inspección del espíritu; lo que expresa así
Descartes: «...no hay que poner ningún trabajo en conocer estas naturalezas simples, porque
son suficientemente conocidas por sí mismas; sino solamente en separarlas unas de otras, y
(Descartes, Reglas para la
con la atención fija contemplar intuitivamente cada una por separado»,
dirección del espíriritu, 2011)
agregando después, «...toda la ciencia humana consiste en esto
solamente: en ver distintamente cómo esas naturalezas simples concurren a la composición
de otras cosas» (Descartes, Reglas para la dirección del espíriritu, 2011).
Con lo expuesto, podemos ya dirigir la atención hacia lo que constituye la clave de bóveda
del sistema filosófico cartesiano y nuestro tema: el Cogito, ergo sum. Desde el mismo
Descartes en vida, hasta hoy, se ha refutado esta proposición. La objeción ha sido la misma
casi siempre: el Pienso, ‘por lo tanto’ existo, desde el punto de vista lógico, forma parte de
un silogismo irregular cuya premisa mayor está sobreentendida, el silogismo sería entonces:
Por la atención que pusieron los cartesianos a esa objeción, es fácil comprender la
extraordinaria importancia que tiene la misma. En efecto, si el Cogito, ergo sum forma
parte de un silogismo, no es una proposición intuida, sino una conclusión incierta que exige
la demostración de la premisa mayor; por tanto, esta cuña que introduce la crítica derrumba
todo el edificio filosófico que Descartes ha construido. El filósofo se da cuenta de este
peligro y se defiende expresando que el error más considerable en esto es que este autor
supone que el conocimiento de las proposiciones particulares debe siempre ser deducido de
las universales, siguiendo el orden de los silogismos de la dialéctica, en lo que demuestra
saber poco de cómo la verdad debe buscarse; porque lo cierto es que para encontrarla se
debe siempre empezar por las nociones particulares para llegar después a las generales, bien
que se pueda también, recíprocamente, habiendo encontrado las generales, deducir otras
particulares.
En las «Meditaciones Metafísicas», el solo título de la Meditación Primera, «De las cosas
que pueden ponerse en duda», determina claramente de dónde parte Descartes al afrontar el
problema gnoseológico. Efectivamente, la duda penetra e impregna, por así expresarlo, esta
Meditación Primera; duda que puede ser definida por dos notas esenciales: metódica y
universal. Metódica, porque sólo de la duda puede originarse la certidumbre; y la duda, a
fin de cuentas, es el método analítico aplicado al problema del conocimiento. Universal,
porque se duda de todo juicio; a tal extremo, que, para no aceptar las verdades evidentes de
las matemáticas, se apela a la famosa hipótesis dialéctica del malin génie, con lo que la
duda cartesiana adquiere un carácter hiperbólico. La atenta lectura de esta Primera
Meditación muestra que se trata exclusivamente de una investigación por vía analítica, la
que el filósofo, en sus «Rèponses aux secondes objetions faites sur les Méditations
métaphysiques», declara expresamente haber seguido por parecerle ser la práctica
intelectual más verdadera.
Es evidente que si Descartes establece una jerarquía en las facultades cognoscitivas, opone
la intuición a la deducción y postula una intuición espiritual; Kant no acepta preferencias
entre la sensibilidad y el entendimiento, opone la intuición al concepto y rechaza toda
intuición que no sea sensible o empírica. Kant sólo admite, pues, la intuición que jamás
dejará de ser sensibilidad porque es derivada –intuitus derivatus–; ésta proporciona el
material empírico que elabora conceptualmente el entendimiento. El conocimiento
propiamente dicho queda encerrado en los límites del mundo fenoménico. La intuición
intelectual, en el sentido de una intuición primitiva u originaria –intuitus originarius–, que
por sí misma nos diera la existencia real del objeto, la declara imposible y sólo admite la
posibilidad de ella en el Ser Supremo.
Eliminada toda intuición que no sea la sensible, ipso facto, corre la misma suerte el «Yo»
como cosa pensante de Descartes. En Kant, el «Yo» [trascendental] adquiere un sentido
puramente gnoseológico como unidad que acompaña a todas las representaciones: el yo
pienso, constituye la apercepción pura. El «Yo» kantiano es la unidad trascendental de la
apercepción, por medio de la cual todo lo diverso dado en una intuición se reúne en un
concepto del objeto. De ahí que «si la facultad de llegar a ser consciente de sí mismo debe
investigar (aprehender) lo que hay en el espíritu, es necesario que la conciencia sea
afectada, y solamente de esta manera puede producirse la intuición de sí mismo; pero la
forma de esta intuición, existente ya antes en el espíritu, determina, en la representación del
Tiempo, la manera de componer la diversidad en el espíritu; éste se percibe, en efecto, no
como él se representaría a sí mismo inmediata y espontáneamente, sino según la manera de
ser afectado interiormente, y, consiguientemente de aquí, como él se aparece a sí propio y
(Kant, 2014)
no como es». . Como explica Cassirer, no podemos «...separar el propio yo de
todas las funciones del conocimiento en general, y colocarle enfrente de ellas como objeto
absoluto. Si afirmamos de él que le conocemos como es en realidad, esta afirmación se
mantiene justamente; pero no se pone en él algún otro modo más alto y más cierto del ser
que el que corresponde también a las cosas empíricas exteriores» (Cassirer, 2013).
Trabajos citados