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Claudio Biondino
Hay algo esperándote en la plaza. Tenés miedo de encontrártelo al llegar, pero sabés
muy bien que es imposible evitarlo. ¿Cómo harías para negarte a ir al quiosco de la
plaza si te lo pide el Cuervo? ¿Le vas a decir al matón del pueblo que sabés que hay
“algo” esperándote? Imposible. Por supuesto, el Cuervo te pide que vayas, como todos
los días. Tenés que ir a comprarle los cigarrillos porque si no te va pegar hasta dejarte
la cara como una ciruela madura, y los otros chicos se van a reír de vos más que de
costumbre. Empezás a caminar hacia la plaza, preguntándote si no será mejor una
paliza del Cuervo que lo que te espera allá. Por un momento titubeás, pensás en volver.
Pero la imagen del abusón es más real que el futuro, aunque estés seguro de conocerlo.
La plaza parece tan tranquila como de costumbre. Algunas parejas pasean, varias
familias meriendan sentadas a la sombra de los árboles, los jubilados pasan el rato
jugando al truco o a las bochas. Pero la sensación de que hay algo ahí, esperándote, no
desaparece. Llegás al quiosco y notás algo extraño. Don Manuel no está en la puerta
como es su costumbre. Con el sol de frente, no podés ver lo que pasa en el interior. Sólo
ves un manchón oscuro, que se le aparece a tu imaginación afiebrada como una boca a
punto de engullirte. Ni siquiera llegás a entrar: un hombre sale corriendo de la negrura
como alma que lleva el diablo. Debe de ser un ladrón, pensás, porque no es alguien del
pueblo. Te quedás helado donde estás, a un par de metros del quiosco.
Y entonces sucede: entra en acción el agente del destino que, da la casualidad,
también es uno de los cinco agentes de la policía del pueblo. El Turco Bennasar nunca
disparó su arma reglamentaria desde que salió de la escuela de suboficiales, hará de
eso unos 30 años, pero es sabido que no se pierde un solo policial de los que pasa la
televisión. Cuando ve al flacucho que acaba de salir corriendo del quiosco, se da
cuenta de que está demasiado gordo para alcanzarlo. Sin pensar dos veces, saca su
arma y dispara: uno, dos, tres tiros.
El flaco, un turista que pasaba por el pueblo, cae muerto en la esquina. Don Manuel
también queda seco en el quiosco, porque había tenido un infarto y el flaco había
salido corriendo a buscar un médico. Y vos te quedás a mitad de camino, tirado en la
vereda con una bala en la columna. Antes de desmayarte, lo ves: el destino está ahí,
observándote. Es una sombra grande, gruesa, que se acerca para regodearse en su
obra. “Tenías razón”, te dice, “estaba esperándote en la plaza. Lo siento, no es nada
personal”. Después, todo es oscuridad. Cuando recobrás la conciencia, unos días más
tarde, te enterás de que ya no vas a volver a caminar. “Agradecé que te salvaste por un
pelo”, dice el médico. Vos no estás tan seguro de haber tenido más suerte que el flaco o
que don Manuel.
Llegaré a la existencia por obra y gracia de tu voluntad. Si no fuera por esa carta
dirigida a vos mismo, yo nunca pasaría de ser una mera conjetura; un recurso fácil para
explicar el sinsentido del mundo. Pero la escribiste (y la escribirás). Para mí, Santiago,
vos sos la sombra del destino. Por eso te merecés escuchar la historia que me espera,
aunque más no sea bajo la forma de esta pesadilla que te angustia en medio de la noche.
Sé que olvidaré, rápidamente, el origen textual de mi ser. Vagaré por el limbo
exterior al espacio y al tiempo, hasta que mi madre me haga de carne y sangre. Aunque
al principio no recordaré mis orígenes, llegaré a ser cruel y lúdico, tal como vos me
imaginarás. De niño disfrutaré imponiendo mis deseos. Haré sufrir a los demás por pura
diversión. Me gustará, sobre todo, la tortura psicológica: hacer creer a mis víctimas que
las perdonaré, justo antes de aplastarles la cara. Pero no por eso desdeñaré la violencia
física sin vueltas. Las armas serán una de mis pasiones (es más, serán mi principal
medio de vida), aunque no las utilizaré directamente. Sería demasiado arriesgado. No
querré terminar muerto o preso como los malos de las películas.
Siempre sentiré la necesidad de protegerme, pero no sólo por un puro instinto de
conservación. Mis precauciones tendrán que ver con la certeza de un destino que
cumplir. La sensación se irá acrecentando con los años, hasta convencerme de su
realidad. Sin embargo, no sospecharé nada acerca de mi origen, y menos aún sobre la
naturaleza de la misión, hasta que te conozca. Entonces intuiré, al principio de un modo
confuso, que mi propia existencia estará relacionada con tu dolor. Será un
descubrimiento extraño, pero no lo cuestionaré. Mi naturaleza estará condicionada para
actuar, no para reflexionar sobre los misterios del mundo. Esperaré, paciente, a que
llegue el momento de hacerte daño.
Un día llegará la oportunidad, y no vacilaré en arruinar tu vida. Después de hacerlo
me acercaré a vos como la sombra que en realidad soy, y te susurraré mis disculpas: “no
es nada personal”. Y no lo habrá sido, en serio. Sólo negocios. El negocio de la
supervivencia. Por eso cultivaré cuidadosamente tu temor a mis golpes, y te mandaré a
comprar cigarrillos justo cuando intuya que al Turco se le está por zafar un tornillo. Qué
le vamos a hacer Santiago, no tendremos elección: así es la vida.
Octubre 2006
Publicado en La Idea Fija 11. Septiembre 2007
http://www.laideafija.com.ar/larevista/cuentos/cuentos/BIONDINO_asieslavida.html