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Así es la vida

Claudio Biondino

La luz de la tarde le llegaba desde el jardín. Sentado ante su escritorio, frente al


ventanal, Santiago observaba el monitor con la mente en blanco. Ese día no había
logrado producir ni siquiera media página decente. La visita de la familia de su hermana
le había trastornado la rutina diaria: escribir desde que se levantaba hasta la noche,
cuando los ojos le ardían demasiado para continuar. Necesitaba contemplar la quietud
del jardín para concentrarse. Más allá de aquel paisaje estaba el mundo de los otros, y él
no podía mantener vivo el suyo cuando era invadido por las gentes del exterior.
Los invasores eran esta vez sus sobrinos, que correteaban entre los rosales jugando a
las escondidas. A Santiago le gustaba ver a los chicos riendo, mientras se revolcaban en
el barrial. Sin embargo, habría preferido no verlos nunca más. No es que le recordaran
su infancia, cuando él también podía trepar a los árboles y robarle las frutas a los
vecinos. Ya había pasado demasiado tiempo en la silla de ruedas como para extrañar la
movilidad de un cuerpo intacto. Pero los niños eran como una semilla atroz; una serie de
futuros en potencia que le amargaban el presente. Eran capaces de crecer y tender
puentes hacia los otros, en lugar de cultivar jardines para separar mundos.
Él también podría haberlo hecho, pensaba Santiago, si el destino se lo hubiera
permitido. Si tan sólo aquel abusón no lo hubiera elegido a él para utilizarlo de
mandadero... Tenía muy claro que otras personas, en su misma situación, no se habían
refugiado dentro de una burbuja protectora. Pero el destino debía de saber que él era
especialmente vulnerable. No había casualidades en su telaraña. Por eso lo había
elegido, de entre muchos otros, para dejarlo paralizado de la cintura hacia abajo.
Desde entonces Santiago vivía en su burbuja de letras, y la verdad es que no le había
ido nada mal en la profesión. El éxito trajo consigo la casona con jardín, que le ayudó a
completar el muro a su alrededor. Sólo así podía creer que la vida era escribir. El mundo
de los otros se había vuelto irreal con el tiempo, como si no fuera más que la proyección
de una de sus novelas. Pero de vez en cuando el afuera se le presentaba con toda su
solidez, personificado en sus hermanos y, sobre todo, en sus sobrinos. La sensación de
irrealidad se volvía entonces sobre su propio universo. Escribir no era la vida; no podía
serlo. Era sólo un sucedáneo con el que un lisiado evitaba enfrentarse a la realidad.
En momentos como ese, Santiago se daba cuenta de que toda su obra hablaba del
destino. Lo imaginaba como un dios cruel, lúdico, a quien un día se le había antojado
acomodar las fichas para hacerlo asistir, en el lugar y el momento justos, a la cita con la
bala que debía atravesarle la columna. Comprendía todo esto, pero el bloqueo le
impedía utilizarlo en sus ficciones. Esta vez, sin embargo, mientras observaba jugar a
sus sobrinos, una idea nueva tomó forma en su mente. Podía escribirse a sí mismo una
carta acerca de la fatalidad. “Si el destino manda, el tiempo no existe”, se dijo Santiago.
Aunque no podía salvar al niño que había sido, aún podía hablarle para que aceptara las
cosas tal como eran. Cerró los ojos y posó las manos sobre el teclado.

Hay algo esperándote en la plaza. Tenés miedo de encontrártelo al llegar, pero sabés
muy bien que es imposible evitarlo. ¿Cómo harías para negarte a ir al quiosco de la
plaza si te lo pide el Cuervo? ¿Le vas a decir al matón del pueblo que sabés que hay
“algo” esperándote? Imposible. Por supuesto, el Cuervo te pide que vayas, como todos
los días. Tenés que ir a comprarle los cigarrillos porque si no te va pegar hasta dejarte
la cara como una ciruela madura, y los otros chicos se van a reír de vos más que de
costumbre. Empezás a caminar hacia la plaza, preguntándote si no será mejor una
paliza del Cuervo que lo que te espera allá. Por un momento titubeás, pensás en volver.
Pero la imagen del abusón es más real que el futuro, aunque estés seguro de conocerlo.
La plaza parece tan tranquila como de costumbre. Algunas parejas pasean, varias
familias meriendan sentadas a la sombra de los árboles, los jubilados pasan el rato
jugando al truco o a las bochas. Pero la sensación de que hay algo ahí, esperándote, no
desaparece. Llegás al quiosco y notás algo extraño. Don Manuel no está en la puerta
como es su costumbre. Con el sol de frente, no podés ver lo que pasa en el interior. Sólo
ves un manchón oscuro, que se le aparece a tu imaginación afiebrada como una boca a
punto de engullirte. Ni siquiera llegás a entrar: un hombre sale corriendo de la negrura
como alma que lleva el diablo. Debe de ser un ladrón, pensás, porque no es alguien del
pueblo. Te quedás helado donde estás, a un par de metros del quiosco.
Y entonces sucede: entra en acción el agente del destino que, da la casualidad,
también es uno de los cinco agentes de la policía del pueblo. El Turco Bennasar nunca
disparó su arma reglamentaria desde que salió de la escuela de suboficiales, hará de
eso unos 30 años, pero es sabido que no se pierde un solo policial de los que pasa la
televisión. Cuando ve al flacucho que acaba de salir corriendo del quiosco, se da
cuenta de que está demasiado gordo para alcanzarlo. Sin pensar dos veces, saca su
arma y dispara: uno, dos, tres tiros.
El flaco, un turista que pasaba por el pueblo, cae muerto en la esquina. Don Manuel
también queda seco en el quiosco, porque había tenido un infarto y el flaco había
salido corriendo a buscar un médico. Y vos te quedás a mitad de camino, tirado en la
vereda con una bala en la columna. Antes de desmayarte, lo ves: el destino está ahí,
observándote. Es una sombra grande, gruesa, que se acerca para regodearse en su
obra. “Tenías razón”, te dice, “estaba esperándote en la plaza. Lo siento, no es nada
personal”. Después, todo es oscuridad. Cuando recobrás la conciencia, unos días más
tarde, te enterás de que ya no vas a volver a caminar. “Agradecé que te salvaste por un
pelo”, dice el médico. Vos no estás tan seguro de haber tenido más suerte que el flaco o
que don Manuel.

Llegaré a la existencia por obra y gracia de tu voluntad. Si no fuera por esa carta
dirigida a vos mismo, yo nunca pasaría de ser una mera conjetura; un recurso fácil para
explicar el sinsentido del mundo. Pero la escribiste (y la escribirás). Para mí, Santiago,
vos sos la sombra del destino. Por eso te merecés escuchar la historia que me espera,
aunque más no sea bajo la forma de esta pesadilla que te angustia en medio de la noche.
Sé que olvidaré, rápidamente, el origen textual de mi ser. Vagaré por el limbo
exterior al espacio y al tiempo, hasta que mi madre me haga de carne y sangre. Aunque
al principio no recordaré mis orígenes, llegaré a ser cruel y lúdico, tal como vos me
imaginarás. De niño disfrutaré imponiendo mis deseos. Haré sufrir a los demás por pura
diversión. Me gustará, sobre todo, la tortura psicológica: hacer creer a mis víctimas que
las perdonaré, justo antes de aplastarles la cara. Pero no por eso desdeñaré la violencia
física sin vueltas. Las armas serán una de mis pasiones (es más, serán mi principal
medio de vida), aunque no las utilizaré directamente. Sería demasiado arriesgado. No
querré terminar muerto o preso como los malos de las películas.
Siempre sentiré la necesidad de protegerme, pero no sólo por un puro instinto de
conservación. Mis precauciones tendrán que ver con la certeza de un destino que
cumplir. La sensación se irá acrecentando con los años, hasta convencerme de su
realidad. Sin embargo, no sospecharé nada acerca de mi origen, y menos aún sobre la
naturaleza de la misión, hasta que te conozca. Entonces intuiré, al principio de un modo
confuso, que mi propia existencia estará relacionada con tu dolor. Será un
descubrimiento extraño, pero no lo cuestionaré. Mi naturaleza estará condicionada para
actuar, no para reflexionar sobre los misterios del mundo. Esperaré, paciente, a que
llegue el momento de hacerte daño.
Un día llegará la oportunidad, y no vacilaré en arruinar tu vida. Después de hacerlo
me acercaré a vos como la sombra que en realidad soy, y te susurraré mis disculpas: “no
es nada personal”. Y no lo habrá sido, en serio. Sólo negocios. El negocio de la
supervivencia. Por eso cultivaré cuidadosamente tu temor a mis golpes, y te mandaré a
comprar cigarrillos justo cuando intuya que al Turco se le está por zafar un tornillo. Qué
le vamos a hacer Santiago, no tendremos elección: así es la vida.

Octubre 2006
Publicado en La Idea Fija 11. Septiembre 2007
http://www.laideafija.com.ar/larevista/cuentos/cuentos/BIONDINO_asieslavida.html

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