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Claudio Biondino
Yo soy Ubik. Antes de que el universo existiera, yo existía. Yo hice los soles y los
mundos. Yo creé las vidas y los espacios en los que habitan. Yo las cambio de lugar a
mi antojo. Van donde yo dispongo y hacen lo que yo les ordeno. Yo soy el verbo, y mi
nombre no puede ser pronunciado. Es el nombre que nadie conoce. Me llaman Ubik,
pero Ubik no es mi nombre. Yo soy. Yo siempre seré.
Philip K. Dick
Sir William despertó de la muerte con un grito, desgarrado por dentro durante un
instante que le pareció interminable. Casi de inmediato, sin embargo, recordó que su
verdadero nombre era Segismundo.
—¡Eh, Segis, reacciona! —Myra lo sacudió con todas sus fuerzas— ¡Ya no estás allí!
El joven, con los ojos en blanco, se esforzó por concentrarse en la voz que lo
llamaba. Primero dejó de temblar, después logró enfocar de nuevo su mirada sobre
Myra.
—Ha sido sólo un sueño —murmuró.
—Así es, un sueño. No puedo creer que tu cuerpo resista tanto a las drogas
supresoras. Tienes que dejar el juego por un tiempo, o vas a perder la cabeza.
Segismundo cerró los ojos y se relajó en el sillón. Unos minutos después, el cóctel
había reparado los peores daños. La memoria de su última vida-sueño, de todas sus
vidas-sueño, seguía allí, pero ya no saturaba su capacidad sináptica. Los recuerdos,
debidamente compactados, se volvieron borrosos: jirones de imágenes que él podía
distinguir de su vida real.
El caballero William de Vries había vivido setenta y tres años; el sueño-adicto
Segismundo Polish los había experimentado en una hora. Se vio a sí mismo como
William. Luego se recordó como Robin Hood, Lux Niell, Sandokán, Imago-Six y
muchos otros. Segismundo tenía treinta y dos años, pero había vivido más de mil. Fuera
del horario de oficina había matado dragones, gobernado imperios, viajado por el
espacio. Y había intentado tiranizar pueblos, pero Myra no se lo había permitido.
—¿Te sientes mejor?
—Sí, Marian… perdón, Myra.
—¡De nuevo Marian! Tu mente la experimentó hace como tres o cuatro vidas.
Realmente te afectó ese sueño, ¿verdad?
—Es que… ¿cómo podía imaginarme lo que Marian era capaz de hacer?
—¿Hablas en serio? ¿A quién se le ocurre que Robin Hood haga planes para asesinar
a Ricardo y transformarse en un nuevo Juan Sin Tierra? El seteo inicial de Marian no le
habría permitido quedarse con un tirano.
Seteos, pensó Segismundo. Myra siempre le estaban poniendo límites. Ya estaba
harto de encontrar frenos en cualquier dirección en la que se moviera.
—El caso es que no me volví un tirano. ¡Tus malditos seteos me lo impidieron, pero
no evitaron que perdiera a Marian!
—Lo que cuenta es la intención. Marian no estaba programada para soportar tu
actitud. No le quedaba otra salida más que suicidarse.
Segismundo se levantó de un salto y tomó a la chica por los hombros.
—¡Quiero una vida más, Myra! La última. Una vida libre. Quiero jugar un Libre
Albedrío.
—Ah, ¿nada más? ¿No quieres ser también un rey en la realidad? —Myra no se
había inmutado por la reacción de Segismundo. Lo miraba con la misma tranquilidad de
siempre, y eso era lo más irritante—. Si la poli descubre que sigo manteniendo este
agujero después de la prohibición, lo cierran y me multan. Pero si averiguan que permití
jugar un Libre Albedrío, me meten presa por intento de asesinato, idiota. O incluso por
asesinato, si al final consigues matarte.
Segismundo la soltó y se dejó caer de nuevo en el sillón, con la cara entre las manos.
Si no podía ser libre ni siquiera en la vida-sueño, pensó, prefería desaparecer.
Myra se acuclilló frente a él y le acarició el pelo.
—Tranquilízate, Segis. Sabes muy bien que no hay cóctel que pueda con un Libre
Albedrío. Y menos en tu caso. Terminarías haciendo alguna barbaridad, dirigiendo un
genocidio o algo así, y después no podrías soportarlo.
—Pero no son reales, no sienten nada. Y tú sabes que no soy un sádico —levantó la
vista hacia Myra—. Es sólo que…
—…Que estás enojado con el universo, ya lo sé. Y quieres descargarte. Me lo
explicaste mil veces.
—Al menos setea al máximo los grados de libertad. Restricciones mínimas. ¡Ellos no
son reales!
—¡No importa que no sean reales! No eres consciente de eso cuando los pisoteas. Y
es justamente porque no eres un sádico psicópata que después no te lo vas a perdonar.
—¡La conciencia no tiene nada que ver! El inconsciente sabe que se trata de un
juego, y que yo jamás actuaría así en la realidad.
—Pero ese mismo inconsciente es un hijo de puta contradictorio y te va a aplastar
con su culpabilidad. Mira cómo quedaste por esa Marian. En tiempo subjetivo la
perdiste hace unos doscientos años o más, y todavía no superaste lo que pasó.
Segismundo no respondió. Myra siempre ganaba esas discusiones. Estaba agotado, y
decidió que por el momento era mejor cambiar de tema. Se levantó y miró a su
alrededor. El soñadero era en verdad un agujero desagradable y sucio.
—Deberías limpiar un poco este lugar, Myra. Si no, vas a empezar a perder clientes.
La muchacha pareció captar la intención de Segismundo, se sentó en el sillón que él
había dejado libre, y le siguió el juego.
—¡Ja! Nadie viene aquí por el aspecto de las instalaciones.
—Al menos podrías ponerle un nombre, para hacerlo más atractivo.
—En ese caso, tendría que pensar un buen nombre… ¿Qué te parece Rekal
Incorporated?
—¿Re… qué?
Myra lo miró en silencio durante un momento, y luego preguntó: —¿Nunca leíste a
Philip Dick?
—No, que yo recuerde.
—Entonces te lo recomiendo. Creo que lo encontrarías inspirador.
—Bueno, tal vez lo haga. Ahora debo irme. Tengo que recuperarme para que no me
echen del trabajo mañana. Adiós, Myra.
Segismundo se dirigió hacia las escaleras que ascendían desde el soñadero hacia la
vida real, pero el llamado de Myra lo detuvo.
—Eh, Segis, ¿cuándo vas a pagarme las dos últimas vidas-sueño? Me caes bien, pero
tengo que mantener andando esta linda empresita.
—Ah, sí, casi lo olvido. Hoy no tengo dinero, pero la semana que viene te pagaré lo
que te debo, y la vida-sueño que tome entonces.
—¿La semana que viene? ¿Nunca escuchas lo que te digo? ¡Tu cerebro necesita más
descanso! No quiero perder a un cliente tan bueno, así que no vuelvas por aquí en
menos de un mes, ni siquiera para pagarme, ¿entendido?
Segismundo esbozó una sonrisa. Myra lo hacía enojar, pero era la única persona del
mundo real, además de Estrella, que lo trataba como un ser humano sin fijarse antes en
el estado de su cuenta bancaria.
—Gracias, Myra. Procura no enviar matones a buscarme.
—Por mí no te preocupes. Pero ten cuidado con los matones de la poli.
Segismundo la miró extrañado.
—Creo que están estrechando el cerco, Segis.
II
Segismundo entró a su departamento con una mezcla de alivio y terror. ¿Dónde había
dejado las píldoras supresoras? Las buscó desesperado, tirando sillas, abriendo puertas,
desparramando papeles. Nunca las había necesitado tan pronto. El primer síntoma lo
asaltó en el tren, cuando creyó reconocer en los rostros de los pasajeros a los siervos de
Sir William de Vries. Si sufría un ataque en plena calle, si lo atendía un médico y pasaba
el informe a la poli, estaría en graves problemas. De pronto, recordó dónde las había
dejado, pero cayó al suelo con los ojos en blanco.
Sir William estaba enfurecido. Deseaba castigar de inmediato a los aldeanos por
haberse aliado con el dragón. Los hizo llevar, encadenados, a la ciudad. Quería que
todos presenciaran la ejecución masiva que había planeado. Ningún plebeyo se
atrevería a burlarse de él otra vez. Reunió al pueblo frente al castillo y ordenó a los
guardias que hicieran postrar a los traidores a sus pies. Y entonces sucedió. En lugar
de leer la sentencia de muerte, algo lo obligó a proclamar el perdón para los aldeanos.
¡Viva William el magnánimo!, gritaba la gente. ¡Viva el matador de dragones!
Horrorizado y confundido, Sir William regresó a la oscuridad de sus habitaciones, lleno
de vergüenza y rabia por su debilidad.
Cuando llegó al soñadero, el sábado por la tarde, sólo quería escapar de todo por una
última vez. El domingo era su cumpleaños, y casi prefería no salir vivo de la vida-sueño
para no tener que afrontarlo. Bajó las escaleras con la mente en blanco, pero se
sobresaltó al descubrir que Myra tenía compañía. No parecía tratarse de un cliente. Un
hombre barbado, de impecable traje y sombrero blancos, que aparentaba unos setenta
años, lo saludó con una sonrisa.
—Buenas tardes, señor Polish. Lo esperábamos.
—¿Quién es usted?
—Digamos que para usted seré, por el momento, el señor Basilio. Represento a la
Policía Estatal.
Segismundo se volvió hacia la escalera, pero la voz del viejo lo frenó en el acto.
—Mis agentes lo esperan afuera, y no serán tan amables como yo.
Segismundo miró a Myra, pero la muchacha bajó la vista.
—No busque refugio en su amiga. A partir de este momento, tomo el establecimiento
a mi cargo.
—¿De qué habla? Si es policía, ¿cómo puede tomar a su cargo algo ilegal?
El viejo rió con gesto amigable.
—Caballero —dijo—, no haga preguntas ingenuas. El establecimiento se utilizará en
un programa criminológico experimental. Me gustaría que usted se una al proyecto.
—Pero, yo no soy un criminal.
—Bueno, un sueño-adicto no puede ser condenado a prisión, es cierto. Pero puedo
hacerlo encerrar por el motivo que se me ocurra. Y puedo hacerle la vida imposible en
la cárcel. Por otro lado, estoy en condiciones de ofrecerle una salida a sus problemas, si
colabora con nosotros. Sé que ha perdido su trabajo por comportamiento antisocial. Y
también sé que sus acciones oníricas parecen estar orientadas hacia el crimen.
—Pero, ¿cómo puede saber eso?
Segismundo miró a Myra, pero ella seguía con la vista fija en el suelo. La cadena de
traiciones no tiene fin, pensó. Miró de nuevo a Basilio, y se dijo que lo mejor sería
seguirle el jugo para ganar tiempo.
—Y si decido colaborar, ¿en qué consiste el experimento?
—Esa actitud está mucho mejor —dijo Basilio, los dientes reluciendo en una enorme
sonrisa paternal—. Sólo quiero darle lo que usted desea: la oportunidad de jugar un
Libre Albedrío.
Segismundo tardó en reaccionar. Su mente no podía procesar la contradicción. Lo
estaban amenazando con ir a la cárcel si no accedía a realizar sus sueños. Sonrió ante la
perspectiva, pero estaba seguro de que tenía que haber alguna trampa en la propuesta.
—Bien, supongamos que acepto. En ese caso, si todo sale bien, ¿me dejarán en paz?
—No sólo eso. Si todo sale bien, le conseguiremos un empleo.
—Pero no es seguro que todo salga bien, ¿verdad? Si me someto a un Libre Albedrío,
es posible que termine muerto. Y ustedes habrán experimentado con un pobre diablo
descartable.
Por primera vez, la sonrisa de Basilio se desdibujó.
—Señor Polish, para serle franco, su autocompasión me resulta repugnante.
—Ya está hablando como mi dragón.
—¿Cómo quién?
—No importa, lo que quiero saber es si tengo posibilidades de sobrevivir al
experimento.
—Somos nosotros los que queremos averiguar eso. Es uno de los aspectos de la
investigación.
—¿Uno de los aspectos?
El viejo sonrió de nuevo.
—Por supuesto. Imagine lo que pasaría si la policía tuviera a su disposición un
método para averiguar, en una hora, si un individuo tiene tendencias antisociales
innatas. Sería toda una revolución criminológica. Podríamos detener a los potenciales
delincuentes antes de que cometan su primer delito. ¿No le parece maravilloso? Sería un
mundo más tranquilo y seguro para todos.
—Oiga, usted no sabe nada sobre este juego. Que alguien cometa un crimen virtual
no significa que lo haría también en la realidad. El inconciente siempre sabe que…
—Nuestros criminólogos no opinan lo mismo —lo interrumpió Basilio—. La vida-
sueño es indistinguible de la vida real cuando se está en el juego, y eso no está en
discusión. Pero sólo podemos descubrir las tendencias antisociales en la versión Libre
Albedrío. Como comprenderá, necesitamos hacer algunas pruebas antes de presentar el
proyecto al Consejo, pero no estamos autorizados a hacerlas legalmente. Y es aquí
donde entra usted, amigo.
—Un conejillo de indias.
—Oh, por favor, deje de victimizarse. ¿No le queda un poco de dignidad para
afrontar las consecuencias de sus actos?
Segismundo estaba rojo de rabia.
—Para usted debe ser muy fácil decirlo. Seguramente no nació hipotecado.
Basilio palideció. Ya no quedaban rastros de su amabilidad inicial.
—Usted no tiene idea de las condiciones en las que vine a este mundo. Y no voy a
explicárselas ahora. Tal vez más adelante, si todo sale bien.
—Es decir, si sobrevivo.
—No sólo si sobrevive, señor Polish. También debemos evaluar cómo sobrevive.
Aquí esta, pensó Segismundo, llegamos a la trampa.
—Voy a decírselo claramente —continuó el viejo—. Todo habrá salido bien si tiene
usted un comportamiento moralmente correcto durante su Libre Albedrío. En ese caso,
lo ayudaremos a recuperarse de su adicción y a conseguir un buen empleo. Si no es así,
en caso de que sobreviva lo consideraré un pre-criminal, y lo haré encerrar, por el
motivo que se me antoje inventar, en el calabozo más oscuro que encuentre. Usted será
la primera prueba del funcionamiento de esta tecnología criminológica.
—¿Comportamiento moralmente correcto? ¿Y quién es usted para juzgar eso? ¿En
base a qué leyes lo juzgará?
Basilio se limitó a encogerse de hombros. La ordalía iba a ponerse en marcha, y no
había nada que pudiera hacerse para evitarlo. Bien, pensó Segismundo, en ese caso,
jugaría todas las fichas.
—¿Puedo pedir un detalle para el seteo?
El anciano pareció adivinar cuál sería el pedido: —¿Quién desea ser durante el
juego? —preguntó.
—Quiero ser yo mismo —respondió Segismundo—. Quiero nacer en las mismas
condiciones en las que nací en el mundo real. Hipotecado, familia disfuncional, todo.
Usted debe tener acceso al archivo mnemónico estatal. Allí encontrará los datos que
necesite.
—Me gusta eso —dijo Basilio—. Quiere probarse a sí mismo, ¿eh? Acepto. De
hecho, creo que es la simulación ideal. Y ahora, por favor, diríjase a su cápsula
acostumbrada. Tiene treinta y tres años para enmendarse.
—Pero, ¿no va a solicitar mis datos al archivo? ¿Y por qué treinta y tres?
—No se preocupe, ya tengo sus datos. Y no aceptaré más preguntas. Le he dicho que
se dirija a la cápsula.
—¿Por qué tiene mis datos mnemónicos? —Había algo muy extraño en el viejo, y
Segismundo lo notaba cada vez con mayor intensidad. Comenzó a temblar, como si
hubiera visto una aparición—. No creo que haya traído esos datos por si acaso. Acabo
de darle la idea.
Basilio sacó un arma del bolsillo y le apuntó a la cabeza. —Haga lo que le ordené.
Ahora.
Segismundo comenzó a retroceder, lentamente, y entró a la cápsula. —Usted no es
policía, ¿verdad? Usted… ¿Qué diablos es usted?— alcanzó a preguntar. Pero la
oscuridad se lo llevó, sin conocer la respuesta a su pregunta.
III
El tranvía dejó a Segismundo en un barrio pobre y alejado de la ciudad, tal vez en el sur.
Al fin había salido el sol, pero no pudo reconocer el lugar. Vagó al azar por las calles de
tierra, observando las antiguas casas de madera, chapa, y toscos ladrillos a la vista.
Algunos hombres adormilados guiaban sus carros tirados por caballos, y de vez en
cuando se detenían frente a algún almacén de ramos generales. Los niños, de pantalones
cortos, jugaban en el barro. Uno de los chicos tenía el torso desnudo, y las costillas
marcadas parecían a punto de romperle la piel. Segismundo nunca había visto un niño
en ese estado, ni siquiera en los edificios de los hipotecados. Luego se dio cuenta de que
los hombres, embutidos en sus ropas viejas y manchadas, parecían más bajos y delgados
que lo normal.
—¿Es que a nadie le gusta la comida del Estado en este lugar? —dijo, sin querer, en
voz alta.
—¿Cree que pasan hambre por diversión? —preguntó un hombre sentado en un
banco de madera, sin mirarlo. Estaba reparando un eje de carreta—. El Estado no envía
ningún tipo de ayuda por aquí.
—Lo siento, es que yo…
—Ya lo sé. En tu tiempo la miseria no llega a estos extremos, excepto entre los parias
que ustedes llaman antisociales.
—Usted, ¿me conoce?
—Myra me dijo que vendrías.
—¡Gracias al cielo, estoy salvado! —dijo Segismundo, y le extendió la mano—. Soy
Segismundo Polish.
—Joe Chip —dijo el hombre, mirándolo de soslayo, pero sin darle la mano—. Y
estás muy lejos de estar salvado.
Abatido, Segismundo se sentó en el banco, junto a Joe.
—Oiga —le dijo—, no entiendo lo que le ha pasado a mi vida, a mi mundo, ya no sé
qué hacer.
—Bueno —dijo Joe—, puedes empezar por ayudarme a reparar este eje roto. Por el
momento sólo sostén ese extremo mientras yo trabajo en el otro. Si quieres, puedo
enseñarte algún oficio. Tal vez consigas algún trabajo para llenar la olla de vez en
cuando.
—¿Trabajar? —Segismundo se puso de pie, sobresaltado—. Escuche, Myra me dijo
que usted podía ayudarme a encontrar algo para detener la destrucción que está
causando el dragón.
Joe sonrió, dejó lo que estaba haciendo, y encendió un cigarrillo.
—Myra no te dijo eso. Tú se lo dijiste a ella. Si crees que existe tal arma contra el
dragón, bueno, tal vez exista, pero eso depende de lo que hagas a partir de ahora. Yo
sólo puedo ayudarte si te ayudas a ti mismo.
Segismundo recordó las palabras de la muchacha, y no pudo responder.
—Bueno —continuó Joe—, ¿piensas quedarte ahí parado todo el día, o vas a
ayudarme con el eje?
El taller de reparaciones de Joe Chip se las arreglaba bastante bien para mantenerse a
flote, pese a que de vez en cuándo debía re-fundarlo, ya que el tiempo retrocedía y la
gente olvidaba su existencia.
—¿Cómo es que nosotros mismos no retrocedemos, Joe? —le había preguntado una
vez Segismundo.
—Amigo —había respondido Joe—, si no empiezas a reconocer la diferencia entre
los protagonistas del sueño y el decorado, nunca vas a estar preparado para cuando
venga a buscarte el dragón.
Hacía ya mucho tiempo que Segismundo había dejado de hacerse preguntas
filosóficas. ¿Cuánto tiempo? Lo ignoraba, pero a juzgar por las habilidades adquiridas,
mucha agua había corrido bajo el puente, en un sentido o en otro. Eso ya no le
importaba. Tampoco quería saber si Joe era real, es decir, si tenía un alter-ego en el
mundo verdadero. Se lo había preguntado, por supuesto, pero su respuesta había sido
tan oscura como la de Myra. Sólo le había respondido que era su turno de controlar a los
devoradores; una amiga lo había dejado a cargo, y cuando su tiempo se cumpliera, él le
dejaría el puesto a otra persona.
Ahora, Segismundo estaba más interesado en hacer buenas reparaciones, y en el
comedor que el taller financiaba para los niños del barrio. Tal vez no sean reales,
pensaba Segismundo, tal vez sólo formen parte de un decorado, pero era insoportable
verlos morirse de hambre y de frío. Era mucho peor que lo de las hipotecas. Si no quería
volverse loco, debía comportarse como si todo el mundo fuera real.
El ánimo de Segismundo mejoró durante su aprendizaje en el taller. No sabía si
lograría sobrevivir y escaparse del dragón, pero estaba resignado a la incertidumbre.
Algo había cambiado drásticamente dentro de él. Por momentos se sentía como si fuera
otra persona; alguien que había estado atrapado en su mente durante toda su vida, y
ahora buscaba desesperadamente manifestarse a través de su conciencia. Ya no echaba
de menos los lujos de su vida anterior. Y aunque ansiaba ver de nuevo a Myra, hasta
había llegado a sentirse aliviado en compañía de Joe, de los chicos del comedor, y del
trabajo que había aprendido. Si todo eso estaba destinado a durar poco, por lo menos
habría llegado a ser alguien verdaderamente útil por una vez en su vida, soñada o no.
Una tarde, mientras reparaba una silla rota, recordó la verdadera vida de Segismundo
Polish. Una vida que había despreciado y que ahora añoraba volver a sentir en su propia
piel. A pesar del dolor que sintió al pensar que quizá nunca volvería a ser él mismo, el
recuerdo lo hizo feliz, de una forma que nunca antes había experimentado.
Pero la felicidad tambaleó el día en que volvió a oír el estrépito que lo había
despertado una noche para llevarlo a su nuevo mundo. Reconoció inmediatamente el
batir de alas del dragón, y decidió salir del taller para tratar de divisarlo.
—¿Lo has oído, Joe?
—Sí —respondió su amigo sin levantar la vista de la mesa del trabajo— Creo que
viene del norte.
—Voy a buscarlo —dijo, y salió a la calle.
Afuera todo parecía normal, excepto por la ausencia total de personas. Le dolió
comprender que había perdido a los chicos del comedor, pero estaba decidido a
encontrar a su enemigo. Caminó hacia el norte por la calle principal del que ahora era
un pueblo separado de la ciudad, y no un barrio suburbano. El retroceso del tiempo se
había acelerado últimamente. Durante un largo trecho no encontró rastros de la bestia,
hasta que logró divisar, a lo lejos, un gran agujero en la trama del mundo.
Conque has empezado a comerte también este decorado, pensó. Bueno, no me
rendiré sin dar batalla.
Regresó al taller y empezó a rebuscar entre los materiales desordenados.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Joe.
—Debo buscar piezas para construir algún tipo de arma. Una ballesta o algo así, no
lo sé.
—Deja eso, Segis. Ya construiste tu arma.
—¿A qué te refieres?
—Te dije que todo dependía de que te ayudaras a ti mismo, ¿recuerdas? Pues bien,
aquí tienes.
Joe sacó algo del bolsillo, se acercó a Segismundo, tomó su mano, y depositó el
objeto en ella. —Aquí tienes tu arma —dijo—. Pero recuerda que siempre dependerás,
en última instancia, de tus acciones. Sólo los soñadores responsables pueden usar esto.
Segismundo caminó de nuevo por la calle central, y se detuvo justo donde terminaba el
pueblo. Más allá sólo se encontraba la nada provocada por el dragón, que volaba en
círculos sobre su cabeza.
—¿Qué hacías escondido aquí, Segis? —le dijo—. ¿Pensabas que no iba a
encontrarte?
—No, pero tal vez haya aprendido algunas cosas desde la última vez que nos vimos.
Segismundo sacó el arma de su bolsillo y apuntó frente a él.
—¿Qué piensas hacer con ese estúpido aerosol? —preguntó el dragón.
La bestia trataba de aparentar confianza, pero Segismundo notó la duda en su voz
rasposa. Por toda respuesta, presionó el vaporizador, y la parte del mundo que conectaba
el pueblo con la ciudad reapareció ante él, como si el dragón nunca la hubiera tocado.
La bestia intentó devorar de nuevo ese trozo del decorado, pero sus dientes no
encontraron dónde asirse, y su fuego se apagó sin fuerzas cuando tocó el camino. Rugió
con furia y se lanzó contra su enemigo pero ya era tarde: Segismundo se había rociado a
sí mismo con la sustancia protectora. El dragón comenzó a escupir fuego en todas
direcciones, dominado por la rabia, pero el aerosol reconstruía en el acto todo lo que la
bestia lograba eliminar.
—Nada está más allá del absoluto —dijo Segismundo, y apuntó el aerosol hacia el
dragón—. Ni siquiera tú.
—Tampoco tú —respondió el dragón, y se alejó rápidamente entre las nubes.
—Tampoco yo, por supuesto. Pero ahora no te será tan fácil acabar conmigo.
En ese momento, Segismundo vio dos figuras que se acercaba hacia él por el camino
de la ciudad, el mismo que acababa de reconstruir.
—Lo has vencido —dijo una de las ellas, cuando estuvo frente a Segismundo.
—Myra, has vuelto —dijo Segismundo, feliz de ver a la muchacha que lo había
salvado. A su lado estaba Basilio.
—Tú me has traído de vuelta, Segis. Pero debes resolver lo que harás ahora. ¿Vas a
reconstruir tu antiguo mundo?
Segismundo contempló el aerosol. Tenía el poder en sus manos, un poder mayor del
que jamás había imaginado. Con él podría dominar el mundo ficticio, mantener a raya al
dragón, y luego regresar a su vida real, cuando terminara el juego. Tardó unos instantes
en responder y, antes de hacerlo, dejó caer al suelo su extraña arma.
—No —dijo, mirando a Myra—. He aprendido algunas cosas aquí, trabajando con
Joe. Este mundo ya estaba degradado antes de que interviniera el dragón. No quiero
reinar sobre un mundo así. Y además, he recordado. Lo he vuelto a hacer, Myra, quebré
el juego otra vez. Sé que puedo regresar al mundo real pero, bueno, allí estoy acabado.
—No lo estás. Con lo que acabas de hacer, le has demostrado a Basilio que no eres
un criminal, y que el juego no es seguro para detectar pre-criminales.
—No me importa el juicio de él —dijo, señalando a Basilio—. Aquí sólo quería
demostrarle al dragón que no es omnipotente, pero estoy cansado. Si quiere devorarme,
que lo haga. De todos modos, allá sólo me convertiría en un paria. No soy un criminal,
no destruiría la vida de otros, pero sí he destruido la mía… Además…
Myra se sobresaltó. —Además, ¿qué?
—Bueno —continuó Segismundo—, creo recordar otras cosas. Tal vez pienses que
estoy loco, pero tampoco creo que mi otra vida sea real. ¿Es que alguna vida puede
serlo?
El viejo miró entonces a Myra, con expresión de triunfo. —Bien, mi querido
Clotaldo, parece que he ganado la apuesta: el muchacho estaba preparado.
—¿Clotaldo? —preguntó Segismundo, extrañado.
—Mi Clotaldo, tu Myra, da igual —respondió Basilio.
Myra parecía también muy satisfecha. —¿No sabes quién es Clotaldo? Bueno,
entonces no sólo deberías leer a Dick; también a Calderón.
—¿También? —preguntó el viejo, frunciendo el ceño.
Segismundo miró a Myra en silencio, esperando una explicación.
—Ya lo comprenderás, Segis. Has pasado la prueba. Todo lo que debes hacer ahora
es confiar en Don Pedro —dijo, señalando al hombre a su lado—. Hay algo que falta
hacer para que salgas de este nivel, y él se encargará de ello.
—¿Don Pedro? —preguntó Segismundo, confundido. Luego, casi sin poder creerlo,
comprendió quién era el anciano que estaba junto a Myra. Se volvió hacia él. —¿Acaso
es usted…?
Pero no pudo terminar la frase. Donde esperaba encontrar al viejo, encontró la boca
del dragón, que lo devoró de una sola dentellada.
Enero 2008
Una versión anterior recibió una Mención Especial en el VII Concurso de Relatos ‘El
Melocotón Mecánico’, y fue publicada posteriormente en la antología Asuntos
familiares y otros relatos, Grupo AJEC, Granada, 2011