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Les dejo una pregunta

Por Juan Forn


Publicado en la contratapa del diario Página 12 de Argentina en su edición del 19 de agosto
de 2018.

Cómo serían de snobs en Cambridge que se jactaban de que sus premios Nobel en ciencias
(físicos, químicos, biólogos, médicos) practicaran también la excelencia en una actividad
paralela, amateur: el químico Haldane escribía con más sapiencia inigualada sobre religiones
comparadas, el físico Bronowski era una autoridad en poetas románticos, el legendario JD
Bernal sabía más que nadie en el mundo sobre arte iraní. El bioquímico Joseph Needham
parecía calzar justo en el perfil: tenía futuro de Nobel a los 36 años, había logrado darle a su
campo de investigación (la embriología) una importancia cada vez más central en el concierto
de las ciencias, junto a su esposa y compañera de investigación Dorothy, con la que formaba el
único matrimonio en el que ambos cónyuges eran miembros de la Real Sociedad de Ciencias.
Needham había huido de chico del explosivo matrimonio de sus padres, que lo usaban a él
como campo de batalla. Hasta se cambió el nombre cuando empezó su vida en Cambridge (lo
habían bautizado Noel Joseph Terence, el padre le decía Terence, la madre le decía Noel, él
eligió llamarse Joseph cuando logró huir de ellos). Cambridge podía tolerar bien las aficiones
del joven Needham por el nudismo, el marxismo, el acordeón y las danzas medievales, pero
quedó boquiabierto cuando él decidió abandonar la bioquímica para dedicar los cincuenta
años que le quedaban de vida al estudio de la China.

Todo empezó con un grupo de tres estudiantes chinos que se incorporó a sus clases, antes del
comienzo de la Segunda Guerra. Asombrado por la manera en que entendían mucho más
claramente que sus pares occidentales lo que él explicaba, Needham le pidió a una de ellos,
llamada Lu Gwei-Djen, que le enseñara la suficiente caligrafía para poder leer en chino. “Pasar
de las fórmulas químicas a los cristalinos caligramas chinos fue como sumergirse en un río de
montaña en un día de mucho calor”, escribió años después. En medio de la guerra, Needham
logró viajar con una delegación de científicos europeos en misión de buena voluntad a China.
Los invasores japoneses estaban destruyendo las bibliotecas de cada ciudad china que
tomaban; había que salvar como fuera aquellos tesoros de saber ancestral. El resto de la
comitiva estuvo tres meses y se volvió; él se quedó seis años recorriendo a lomo de burro el
país entero, internándose en sus bibliotecas y escuelas y templos, desde las junglas de
Birmania al desierto de Gobi. Volvió al final de la Segunda Guerra, con una montaña de libros y
testimonios, que se centuplicó en los años siguientes, a través de la correspondencia que
estableció con estudiosos chinos y extranjeros de todo el mundo enamorados como él de la
China.
El ingenuo propósito inicial de Needham era “escribir a mi regreso un breve opúsculo que
explicara por qué la ciencia moderna no se originó en China sino en Europa, habiendo los
chinos inventado todo antes”. El breve opúsculo se convirtió, para la consternación y luego
para el orgullo de Cambridge, en una obra de dieciocho volúmenes de mil páginas cada uno,
que Needham fue escribiendo a lo largo de los cuarenta años siguientes, los primeros veinte
solo, luego con un equipo de ayudantes y por fin con una institución entera: el Instituto
Needham de Sinología, creado especialmente para él por Cambridge cuando resultó evidente
(según palabras de uno de los popes del claustro universitario que no le tenía la menor
simpatía) que “la historia de la ciencia y la civilización que está haciendo Needham es
seguramente el más imponente trabajo de síntesis histórica y comunicación intercultural jamás
intentado por un solo hombre”.

Puestos uno al lado del otro, los tomos de Ciencia y Civilización en China ocupan un estante de
seis metros de longitud. La demencial obra de Needham reúne, explica e interpreta todos los
logros que, a lo largo de tres mil años, alcanzaron los chinos en la matemática, la astronomía,
la física, la química, la geología, la zoología, la botánica, la hidráulica, la metalurgia, la ciencia
marítima y textil, la higiene y la medicina. Lo fascinante del asunto (por si las demenciales
proporciones del asunto no fueran suficientes) es que Needham inventó una manera única de
usar las notas al pie de página, para compartir las perlas que descubría como lector. “Era un
virtuoso de la cita”, dijo de él Eric Hobsbawm. Según Simon Leys, la sola lectura de las notas a
pie de página de Needham ofrecen una educación integral completa. Sus derivas y
asociaciones son asombrosas, iluminatorias. Borges y Bioy lo definieron como un Mil y Una
Noches chino y saquearon sin empacho sus páginas para inventar escritores orientales
imaginarios, en las antologías de literatura fantástica que hacían para “distraerse del oprobio”
en los años peronistas (¿estarían contentos hoy?). George Steiner lo compara con Proust:
según él, Needham no sólo rescató del pasado y reconstruyó un mundo entero ante nuestros
ojos sino que, como Proust, lo hizo por amor a una persona. En el caso de Proust, el Albert
camuflado de Albertine en su libro. En el caso de Needham, aquella joven llamada Lu Gwei-
Djen que le enseñó los seis mil caracteres de mandarín que hacían falta para comprender un
texto en chino.

Needham conformó un ménage-à-trois increíblemente armónico con su esposa y con Lu Gwei-


Djen, que se prolongó hasta la muerte de Dorothy en 1987 (durante todo ese tiempo, Dorothy
continuó las investigaciones de Needham en bioquímica y Lu Gwei-Djen fue su mano derecha
en la monumental obra sobre China). El secreto de tan asombroso logro suele adjudicarse a la
empatía de Needham con el concepto chino de ying y yang, pero Dorothy decía que su marido
ya entendía la cuestión no sólo desde sus días como científico, cuando buscó en la embriología
el punto de encuentro, el fin de las disputas, entre biólogos y químicos, sino desde mucho
antes: en aquellos turbulentos años iniciales en que era prenda y víctima de la polaridad entre
sus padres. Según Dorothy, Needham buscó toda su vida eso que los chinos bautizaron “la
democrática dualidad de la vida”.
El rechazo a los opuestos, la fascinación con los complementarios, puede verse en casi todas
las facetas de Needham. Mantuvo hasta el fin su credo marxista, y volvió comunistas a muchos
de sus colegas, pero él no se afilió nunca al partido. Al mismo tiempo asistió a la iglesia
anglicana todos los domingos de su vida, pero desde aquel viaje a China prefirió evitar el oficio
religioso e ir cuando la iglesia estaba vacía. Llevaba años ya sumergido en su libro sobre China
cuando aceptó escribir la introducción a una magna obra científica conjunta titulada La
Química de la Vida, y allí les recordó a sus colegas que el atávico concepto de aliento vital era a
fin de cuentas una manifestación de protofisiología neumática y que la invención del
Benedictine y otros licores monásticos habían sido consecuencia de los afanes alquimistas por
llegar a la esencia a través de la destilación.

Dorothy murió en 1987. Luego de dos años, Needham se casó con Lu Gwei-Djen. La novia tenía
ochenta y cinco el día de la boda y murió dos años más tarde. Pero Needham,
asombrosamente, siguió trabajando. Creía que, si llegaba hasta los ciento siete, podría
terminarla tarea. Dos días antes de su muerte, a los noventa y cinco, estaba trabajando en el
escritorio de su instituto. Cuando le cuestionaban haberse pasado cincuenta años escribiendo
un libro que superaba los tres millones de palabras sin haber logrado nunca contestar aquella
pregunta inicial, hoy conocida como La Pregunta Needham (“¿Por qué se estancó China,
después de inventar todo antes que Occidente?”), él se limitaba a mostrar los dientes en una
sonrisa amarilla de viejo chino y contestaba, con impecable pronunciación cambridgeana: “No
me disgustaría ser recordado por una pregunta”.

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