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15/11/2015 «De los valores de la democracia a la educación cívica» por Eduardo S.

 Vila Merino

   

N.º 60 MARZO­ABRIL 2009 12
  

  

DE LOS VALORES DE LA DEMOCRACIA A LA
EDUCACIÓN CÍVICA
Por Eduardo S. Vila Merino
  
  

E ste artículo pretende aportar elementos de análisis para el debate ético, político y
pedagógico sobre la democracia como medio y como fin, así como sobre el papel de
sus principales valores, la igualdad y la libertad, como referentes para la construcción
de un concepto de ciudadanía que pivote entre los ejes de la participación activa, la
responsabilidad social solidaria y los derechos humanos. Desde este marco teórico, que
a su vez sólo cobra sentido en su puesta en práctica, es desde donde podemos hablar
de educación democrática como una educación en y para la democracia, reflexionando
y aportando principios para su praxis.
 
Introducción
En un mundo globalizado, donde las   
injusticias adquieren también tal dimensión,
especialmente sensible en nuestro contexto
latinoamericano, y donde la democracia como
medio y como fin siempre parece estar entre
paréntesis o cuestionada, creo fundamental
recuperar la reflexión en torno a sus valores     
principales y sus implicaciones educativas.
De hecho, desde mi punto de vista, la esencia
de la democracia se haya encarnada en sus
valores: la libertad y la igualdad. Aunque
enmarcados dentro de los valores de la
modernidad clásica y, por tanto, al servicio de La  esencia  de  la  democracia  se  haya  encarnada
la construcción de una imagen racionalista  en sus valores: la libertad y la igualdad.
del mundo que rechaza los dualismos y    
pretende la integración del ser humano en la
naturaleza (TOURAINE, 1994), estos valores, sin pretensiones absolutistas, tienen su
límite el uno en el otro, siendo el de ambos la dignidad humana, entendida como valor
con pretensiones universalistas hacia el cual el ser humano y cualquier comunidad se
debe, y, consiguientemente, también el primer referente que debe tener la propia
democracia a la hora de preguntarse a sí misma sobre su actuar, aunque éste se
encuentre presidido por sus valores.
  
“La democracia está hecha para la libertad. Donde hay un residuo de
autoritarismo no se puede hablar de democracia.” (BILBENY, 1999; p. 39).
  
“La igualdad es el otro valor fundamental de la democracia. Es inconcebible el
demócrata que abomina de la igualdad o la pone en entredicho. (...) La igualdad
va unida a la libertad, y viceversa. Razón de esto último: si no tolero que otro me
mande sin que yo le haya dado autorización, es porque, en el fondo, ese otro es
alguien ‘como yo’, un igual a mí. ¿Por qué tengo que ceder a su coacción? Y al
revés, si lo que procuramos es ser iguales en dignidad, derechos y obligaciones,

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es para que podamos ser cada uno un ‘yo’, un ser libre, y no haya quien sea más
libre que otros o a costa de su libertad.” (BILBENY, 1999; p. 44).
  
Desde esta perspectiva que comenta Bilbeny es desde donde la democracia, a través
de sus valores, debe ser y constituir una forma de dar(nos) a los otros desde nuestra
alteridad y conseguir que ésta sea valorada desde su condición de tal, como una
manera de impregnar nuestro quehacer de humanidad a partir de la libertad y de la
igualdad que la misma otorga. Esta concepción de la diferencia es una manifestación
de lo que podemos llegar a ser con los demás y con la oportunidad de ser y participar
en una sociedad democrática donde los bienes materiales y simbólicos (entre los que se
sitúa la educación) se redistribuyan equitativamente, pues no podemos olvidar que la
tangibilidad ética del valor de la igualdad proviene de la equidad, es decir, de dar no
igual, sino en función de la necesidad. Una sociedad, por otro lado, que, para ser
democrática, también debe tener en la responsabilidad social de sus miembros otro
pivote fundamental para construir a partir de ahí la libertad de los mismos, la cual a su
vez sólo se podrá dar si es para todas y todos. De esta manera, Sen examina la idea de
la libertad y su importancia para conseguir una buena sociedad, una sociedad
democrática, estableciendo estos dos componentes en su análisis:
  
“1) el valor de la libertad personal: la libertad personal es importante y debe
garantizarse a aquellos que ‘importan’ en una buena sociedad, y 2) la igualdad
de la libertad: todo el mundo importa y la libertad que se garantiza a uno debe
garantizarse a todos. Los dos componentes entrañan que la libertad personal
debe garantizarse de manera compartida a todos.” (SEN, 2000 p. 283).
  
Este análisis tiene unas implicaciones políticas que hay que añadir a las
consideraciones éticas antes enunciadas, cuyos máximos referentes son la cooperación,
como eje de la solidaridad y elemento político que vertebra a la igualdad, y la
participación, como auténtico e imprescindible adalid de la construcción compartida de
la libertad sin ningún tipo de coacción antidemocrática. Sería un absurdo democrático
hablar de igualdad para las personas que se encuentran en situación de esclavitud y de
libertad cuando exista trabajo forzoso.
  
La ciudadanía como sujeto político de la democracia
Pero claro, además de lo ya visto, los valores democráticos de la igualdad y la
libertad, así como sus referentes desde el mundo de la ética y de la política, poseen
unos elementos que podríamos denominar mediadores, o sea, instrumentos para la
construcción del proceso democrático a través del consenso y el desarrollo de lo más
humano del ser humano a través del lenguaje: me refiero a los derechos humanos,
como referente para la convivencia y la justicia, y al diálogo como posibilitador
imprescindible para la realización de todo acto que podamos llamar democrático. Desde
mi punto de vista, las claves hay que encontrarlas en pensamientos como los que
expresan nuestra necesidad de convivencia  con las otras personas, ya que ello
precisamente nos hace más humanos, pues reconociéndonos en los otros es como
mejor podemos conocernos nosotros mismos. No en vano, la diversidad de culturas y
comunidades son fuente de riqueza, y como tal deben entenderse desde la praxis
democrática.
De esta manera, y sintetizando algunas de las cuestiones abarcadas hasta el
momento, he desarrollado el siguiente cuadro con el fin de percibir de manera global
dichas cuestiones desde las distintas dimensiones de referencia:
  
VALORES
ÉTICA POLÍTICA MEDIADORES EDUCACIÓN
DEMOCRÁTICOS

Derechos
Igualdad Equidad Cooperación Principio de equidad
humanos/Diálogo
Diálogo/Derechos
Libertad Responsabilidad Participación Principio de inclusión
humanos
  
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Si consideramos que la democracia descansa, sobre todo, en una cultura socio­


política de la ciudadanía, esta cultura debe incluir la necesaria presencia de los valores
democráticos. De esta manera, no podemos hablar de un valor sin el otro. Como nos
recuerda Touraine, con un guiño a los valores emergentes de la modernidad
tradicional:
  
“Cierto que un régimen que privilegia la libertad puede dejar que se incremente
la desigualdad y, a la inversa, que la búsqueda de la igualdad pueda hacerse al
precio de una renuncia a la libertad. Pero es más cierto todavía que no hay
democracia que no sea la combinación de esos dos objetivos y que no los una
mediante la idea de fraternidad.” (TOURAINE, 1994; p. 162).
  
Esto permite que nos introduzcamos de lleno en la definición del sujeto
democrático a partir del concepto de ciudadanía. Desde una perspectiva clásica, la
ciudadanía social cubre el conjunto de derechos y deberes referidos al bienestar del
ciudadano, definido éste en un sentido muy amplio, aunque puede analizarse desde
una doble dimensión:
­ Ciudadanía sociopolítica, que engloba los derechos necesarios para la puesta en
práctica de la libertad personal no exenta de responsabilidad social, así como para la
participación en los asuntos públicos y la toma de decisiones sociales en condiciones
de igualdad.
­ Ciudadanía ética, que abarca los derechos necesarios para el cumplimiento de los
derechos humanos y la posibilidad de que todas las personas tengan unas condiciones
de vida dignas.
Y es que no podemos obviar lo que nos anuncia con acierto el profesor Gimeno
Sacristán:
  
“En tanto es una forma cultural, la ciudadanía requiere de una organización
social asentada en una determinada cultura formada por aquellas creencias,
normas y procedimientos que el sujeto debe subjetivar como atributos
incorporados a su pensamiento, a sus valores y a su comportamiento. Se trata
de una nueva realidad que impone y propone un modelo de vida y un modelo
educativo para encauzar el desarrollo de las redes sociales entre los seres
humanos.” (GIMENO SACRISTÁN, 2001; p. 163).
  
    Por tanto, si hablamos de la ciudadanía
como constitutiva del sujeto democrático, ésta
debe estar compuesta y tener su base en los
valores de igualdad y libertad, y tener como
finalidad el encauzamiento social de los
mismos en todas los tipos de relaciones,
normativas e interpersonales, afectivas y
comunicativas, entre las ciudadanas y
ciudadanos. Pero, para ello, nuevamente hay
    
que diferenciar esta concepción de la
emergente democracia formal de corte
neoliberal, para lo cual es necesario que las
personas sientan la existencia de un vínculo
con sus conciudadanos y que éste se
manifieste a través de una política cultural y
educativa que permita la participación en
acciones comunicativas para la formación de
un espacio público discursivo.
Con  el  término  ciudadanía  se  debe  hacer
referencia  al  derecho  de  todas  las  personas  a Así, con el término ciudadanía se debe
participar  en  la  construcción  de  una  sociedad   hacer referencia al derecho de todas las
democrática,  por  lo  que  se  trata  de  un  derecho personas a participar en la construcción de
inclusivo, como todos los derechos.
una sociedad democrática, por lo que se trata
    de un derecho inclusivo, como todos los

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derechos. Además, eso implica que el concepto de buen ciudadano parta de una
exigencia ética para con los otros de forma que todos tengan acceso a los bienes,
simbólicos y materiales, de manera equitativa y responsable social y ecológicamente.
Por tanto, y siguiendo con las palabras de Gimeno Sacritán sobre el concepto de
ciudadano y ciudadana, podemos decir que:
  
“Se trata de una construcción históricamente muy elaborada, cuya esencia
radica en comprendernos y respetarnos como libres, autónomos e iguales, al
tiempo que se vive con otros; condición de la que deriva una forma de percibirse
a sí mismo en relación con los demás: una identidad.” (GIMENO SACRISTÁN,
2001; p. 152).
  
Aparte de esto, los criterios de participación en común y el reconocimiento de los
intereses bajo pretensiones de entendimiento deben implicar constantes
transformaciones en las que el camino se haga al andar, es decir, donde democracia y
ciudadanía sean procesos siempre en (re)construcción sobre la base de sus valores, ya
que a ser ciudadano o ciudadana se aprende siéndolo.
Además de esta perspectiva educativa, imprescindible para el desarrollo y la
asunción de la ciudadanía, no podemos olvidarnos nuevamente del contexto donde ese
desarrollo se lleva a cabo. Muchas son las propuestas en este sentido, pero la mayor
parte de ellas actualmente están vinculadas, de una u otra manera, a lo que se ha dado
en llamar ‘mundialismo democrático’. En palabras de Bilbeny:
  
“La alternativa al globalismo neoliberal es el mundialismo democrático. Es la
opción contraria al llamado, también, ‘pensamiento único’, que no ve otro orden
posible que el orden neoliberal hoy existente. En el mundialismo no hay ‘un solo
mundo al margen de todos los demás’, sino ‘muchos mundos en un solo mundo’,
que es plural. Es la opción, en una palabra, por un pensamiento pluralista y a la
vez inclusivo, no disgregador. (...) el mundialismo democrático, movido por lo
cívico, no lo económico, y por lo que es común a los pueblos, no a los más
favorecidos por el mercado, se propone un gobierno de los poderes públicos y por
el público en general. La democracia es vista, desde esta perspectiva, como un
experimento en gran parte por hacer.” (BILBENY, 1999; p. 92).
  
La democracia educativa y la educación para la democracia
Partiendo de esta realidad, podríamos decir con Taylor (1994) que las formas
principales de respeto desde la ciudadanía deben darse sobre la identidad
intransferible de cada persona y sobre las formas de acción y concepciones apreciados
por los colectivos minoritarios. El comunitarismo de Taylor propone el concepto de
reconocimiento como categoría fundamental para armonizar las demandas de igualdad
de las democracias modernas y el reconocimiento de las particularidades culturales e
históricas, para alcanzar un ‘igual reconocimiento’ a través de una ‘política de la
diferencia’ donde la dignidad pasa de ser un  derecho a un valor con pretensiones
universalizantes.
Así, Taylor reclama el reconocimiento cultural como base necesaria y suficiente del
sistema de derechos, mientras que Habermas advierte de que ello depende siempre de
la aprobación de los individuos, si bien reconoce que ésta se encuentra en función del
reconocimiento de sus particularidades y vinculaciones. En este sentido, se da una
mediación de la esfera pública entre el sistema de derechos y el reconocimiento de las
diferencias, ya que es en la formación deliberativa de la misma donde se va a conformar
el proceso político de la democracia, que siempre debe tener como pretensión el
autoentendimiento colectivo y el desarrollo de una comunidad ética. Así, el propio
Habermas afirma que
  
“la política no tiene sólo una función mediadora, sino que es cabalmente
conformadora del proceso de constitución de la sociedad. La ‘política’ se concibe
como la forma reflexiva de la eticidad de una forma de vida, como el medio en el
que los miembros de comunidades de solidaridad más o menos emergentes de
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manera natural se hacen conscientes de sus dependencias mutuas y, con


voluntad y con conciencia, dan forma y desarrollan como ciudadanos sus
relaciones de mutuo reconocimiento en una asociación de sujetos de derecho
libres e iguales.” (HABERMAS, cit. por THIEBAUT, 1998; p. 142).
  
Así pues, para que los valores    
democráticos sean verdaderamente
constitutivos de una sociedad democrática,
ésta requiere de una esfera pública
permanentemente activa, lo que conlleva a su
vez el ejercicio constante de una ciudadanía
plena en derechos democráticos y con el     
único deber, como exigencia de la propia
democracia, de la puesta en práctica de sus
valores.
Por otro lado, para que una democracia
sea educativa, es imprescindible que la
Para  que  una  democracia  sea  educativa,  es
educación sea democrática. Y, en sentido imprescindible  que  la  educación  sea
inverso, para que se dé una educación   democrática.  Y,  en  sentido  inverso,  para  que  se
democrática, es necesaria una democracia dé una educación democrática, es necesaria una
que sea educativa. Esta interrelación democracia que sea educativa.
dialéctica no es, sin embargo, simétrica en su    
reciprocidad, puesto que todo proceso democrático tiene un componente educativo
inherente a sus valores, virtudes y aspiraciones, pero, al mismo tiempo, a ser
demócratas, como hemos explicitado ya, se aprende viviendo en democracia. De ahí el
papel fundamental de los procesos educativos en la formación y desarrollo de la
democracia y para el ejercicio de una ciudadanía activa.
  
“La educación en la democracia es una tarea encaminada al desarrollo de una
personalidad que hace del diálogo, la confrontación de ideas y la participación
los elementos de su proceso formativo permanente. (...) Educar para y en la
democracia, considerada esta última como el mejor método para resolver las
tensiones y conflictos que se dan en la sociedad en el ámbito individual, nacional
y global, se asienta sobre la idea de una ciudadanía que participa en la
construcción cultural y moral y en el sostenimiento de la democracia misma. En
este sentido, la democracia no es algo alejado de las personas, no es una
instancia meramente formal e institucional, sino un estilo de vida legitimado por
una norma basada en el diálogo, la comunicación y el consenso.” (TUVILLA,
1998; p. 113).
  
Desde esta óptica, el proceso educativo sólo puede considerarse como un medio
para el desarrollo autónomo y crítico de las personas, un desarrollo que interrogue y
cuestione el mundo que nos rodea, los valores culturales socializados en nuestro
entorno y los modos de sentir, pensar y actuar que se derivan de todo ello. Por eso
hablamos de un proceso de (re)construcción personal y colectiva a través de una
concepción dinámica y transformadora de la cultura.
Otra consecuencia de esta visión debe ser, por consiguiente, el priorizar el papel
protagonista de las personas en su educación, entendida como un derecho humano
absolutamente imprescindible e irrenunciable, y la presencia como criterios
configuradores del quehacer en las instituciones educativas de los valores
democráticos. Se trata no sólo de una necesidad de participación, sino de dar la
palabra a todos los actores sociales con el referente continuo de crear formas de
racionalidad enfocadas hacia el entendimiento como respuesta a una realidad social
impregnada de vejaciones pseudodemocráticas e intereses privados economicistas que
se priorizan a los humanos y educativos. Interesantes en este sentido resultan las
propuestas de Guttman:
  
“Una educación democrática debería presentar a los estudiantes diversas
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perspectivas y equiparlos para deliberar como ciudadanos igualitarios acerca de


por qué y cuándo resulta justificable acordar el desacuerdo sobre una cuestión
(como el culto religioso) y cuándo es moralmente necesario decidir
colectivamente acerca de una política individual sustantiva (como la no
discriminación sexual y racial). Las decisiones acerca de tolerar la diversidad
religiosa pero no la discriminación racial o sexual se deben realizar
colectivamente, por su propia naturaleza, ya sea a nivel estatutario o
constitucional. La reciprocidad exige que estas decisiones se justifiquen en
público, en la medida de lo posible, a las personas que se vean obligadas por
ellas.” (GUTTMAN, 2001; p. 376).
  
    Partiendo de aquí, debe quedarnos bien
claro que la educación democrática es un
proceso que emana de un ideal a la vez
político y educativo. Y ello es así en la medida
en que permite el desarrollo de políticas
culturales emancipadoras a la vez que
abogan por la horizontalidad en la toma de
    
decisiones desde principios dialogadores
inclusivos donde todas las voces tengan su
espacio y todas las personas sean actores
dentro de los procesos normativos y
sustantivos del quehacer educativo, ya sea
dentro o fuera del ámbito institucional. En tal
sentido, conviene recoger las afirmaciones de
Debe  quedarnos  bien  claro  que  la  educación
Popkewitz, cuando dice:
democrática  es  un  proceso  que  emana  de  un  
ideal a la vez político y educativo.   
    “Las prácticas discursivas de la
escolarización son más que una simple
transmisión de ideas; constituyen los principios de realidades. Los discursos no
son simples estrategias de comunicación, sino también prácticas culturales y
políticas.” (Popkewitz, 1998;  p. 159).
  
Por consiguiente, en este contexto debe ser absolutamente necesario el profundizar
en las instituciones educativas y sus dimensiones curriculares y organizativas para
acabar aterrizando en el contexto de participación directa (aula u otros espacios
educativos no formales) como expresión última e ineludible del mundo de la ética
discursiva y la democracia en la praxis social y educativa. De esta manera, considero
que el análisis educativo de los principios de igualdad desde la diferencia y libertad
para la inclusión debe hacer suyas estas cuatro dimensiones:
1. Una educación común, para la convivencia de las personas desde la riqueza de
su heterogeneidad y el desarrollo de iniciativas transformadoras a nivel educativo y
social.
2. Un currículum común, para desarrollar conocimientos, actitudes y
procedimientos plurales, dialógicos y coherentes con los valores democráticos.
3. Una organización común, para fomentar métodos y estrategias didácticas
diversas, siempre desde los principios del aprendizaje cooperativo y en función de todos
los miembros de la comunidad educativa y sus contextos de desarrollo.
4. Un espacio común, para educar a ciudadanos y ciudadanas críticas y
demócratas.
En definitiva, se trata de hacer una apuesta coherente y constante por la
democracia, donde el componente crítico hacia las injusticias se complete y se haga
verdaderamente revolucionario desde las propuestas de mejora que debe conllevar el
mismo, pues lo contrario puede ser postmodernamente peligroso. Y ello, tanto desde
una perspectiva micropolítica, desde los contextos inmediatos de acción e influencia de
las personas, colectivos e instituciones democráticas, como desde una perspectiva
macropolítica, según la cual una visión democrática de la educación debe estar
comprometida con el fomento de un extenso debate público en el que las propuestas y
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políticas educativas puedan ser probadas a través del diálogo crítico y en el que todas
las personas participen activamente. 
Por tanto, y sintetizando algunas de las ideas aquí expuestas sobre la democracia,
recurrimos nuevamente a las palabras de Bilbeny:
 
“La educación democrática enseña a escuchar. ‘Oír’ es difícil en nuestra sociedad
del ruido. ‘Escuchar’ lo es más todavía. Y, sin embargo, de la actitud de escucha
de la voz y las razones del otro –y de las nuestras, en la intimidad de nuestra
conciencia– depende la suerte de la democracia en todos sus aspectos básicos:
como un ‘instrumento’ y unos ‘valores’, un ‘proceso’ en el tiempo y un
‘compromiso’ personal a cada momento.” (BILBENY, 1999; p. 141).
 
Profundizar en esto, tanto desde el contexto social (como ciudadanas y ciudadanos)
como desde el contexto educativo (como educadoras y educadores comprometidos ética
y políticamente con los valores democráticos y la lucha contra la exclusión de las
personas y las culturas minoritarias), debe ser nuestra prioridad y nuestra senda.
  
  

PARA SABER MÁS:
BILBENY, Norbert (1999): Democracia para la diversidad. Ed. Ariel, Barcelona.
GIMENO SACRISTÁN, José (2001): Educar y convivir en la cultura global. Eds.
Morata, Madrid.
GUTTMAN, A. (2001): La educación democrática. Una teoría política de la
educación. Ed. Paidós, Barcelona.
POPKEWITZ, Thomas S. (1998): La conquista del alma infantil. Política de
escolarización y construcción del nuevo docente. Ed. Pomares­Corredor,
Barcelona.
TAYLOR, Charles (1994): La ética de la autenticidad. Ed. Paidós, Barcelona.
THIEBAUT, Carlos (1998): Vindicación del ciudadano. Ed. Paidós, Barcelona.
TOURAINE, Alain (1994): ¿Qué es la democracia? Ed. Temas de Hoy, Madrid.
TUVILLA, José (1998): Educación en derechos humanos: hacia una perspectiva
global. Desclée de Brouwer, Bilbao.

  
  

Eduardo  S.  Vila  Merino  es  diplomado  en  Maestro  en  Educación  Primaria  y  licenciado  en
Psicopedagogía. Doctor por la Universidad de Málaga y Experto Universitario en Educación
de Personas Adultas. Diversas publicaciones de libros, capítulos y artículos, sobre todo en el
ámbito  de  la  teoría  de  la  educación,  la  educación  intercultural,  la  ética  y  los  derechos
humanos  y  la  coeducación.  Cursos  de  formación  al  profesorado  y  participación  asidua  en
jornadas  y  congresos  a  nivel  estatal  e  internacional.  Actualmente  Maestro  de  Primaria  y
Profesor  Asociado  en  el  Dpto.  De  Teoría  e  Historia  de  la  Educación  de  la  Universidad  de
Málaga.

    
    
GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. Número 60. Marzo­Abril 2009. ISSN
1696­9294.  Director:  José  Antonio  Molero  Benavides.  Copyright  ©  2009  Eduardo  S.  Vila  Merino.  ©  2002­
2009  Departamento  de  Didáctica  de  la  Lengua  y  la  Literatura.  Facultad  de  Ciencias  de  la  Educación.
Universidad de Málaga.

    
    
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