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IMAGO: DE LA IMAGEN A LO IMAGINARIO*

Jean-Claude Schmitt**

Partamos de una hipótesis sencilla: aquella de una función imaginable en la cual


las imágenes materiales -pintadas, esculpidas- no son el único producto sino sólo uno de
los aspectos, una modalidad entre otras posibles, al igual que las imágenes psíquicas lo
son de la memoria, del sueño o del éxtasis visionario; o la metáfora como modalidad de
las imágenes lingüísticas, de gran importancia en el lenguaje poético o el discurso
teológico o incluso medio de reflexión del lenguaje literario: como Ernest Curtius lo
demostrara oportunamente, es mediante las imágenes de la navegación, de las distintas
partes del cuerpo, o del teatro, que tradicionalmente la literatura europea se representa a
sí misma1. Y sobre estas imágenes del teatro, se reconoce también después de los
trabajos de Frances A. Yates, su importancia en la retórica y las técnicas del “arte de la
memoria”2. Nos introduciremos en el vasto y complejo territorio de la imagen o de las
imágenes, el cual sólo puedo esquematizar circunscribiéndolo en el término genérico y
latino de imago, para luego insistir particularmente sobre algunas de sus regiones, sobre
la inflexión de su historia y las funciones que estas imágenes vinculadas unas con otras
pudieron cumplir en el funcionamiento y en las transformaciones de la sociedad
medieval.

Las regiones de la imagen

Cada uno de los campos que se evocan más arriba goza de una relativa
autonomía debido a modos particulares de funcionamiento y a formas propias de
enunciación.
La enunciación lingüística naturalmente padece el inconveniente del tiempo, de
la diacronía de la palabra y de la frase. Testimonio de esto es, una frase cuyo significado
es primordial: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gen. 1, 26): la
frase bíblica despliega en el tiempo, a voluntad de las funciones sintácticas que acciona,
la distinción del Creador y de la criatura, la anterioridad del primero, la mediación de su
acción, la subordinación necesaria del hombre creado a imagen y semejanza de Dios.
Asimismo establece la posibilidad de un comentario verbal, que se desprende de
considerar esta temporalidad, subrayando que la acción divina más allá del primer
instante de la Creación, sigue desplegándose en la historia, donde se juegan los destinos
diferenciados de la “imagen” y la “semejanza”. Pero la frase bíblica está sustentada en
los manuscritos medievales, miniaturas, imágenes materiales que funcionan de manera
muy diferente, ya que están unidas en la simultaneidad de un “permitir ver” que se
opone al desarrollo diacrónico del “decir”, condensando en el orden de lo visual la
intención del Creador, su acto de palabra y el resultado acabado del mismo, el hombre y
la mujer.
Así, la imagen material se acerca a la imagen onírica, que también se yuxtapone
con la sincronía, asociando a su antojo elementos heterogéneos. La iconografía de los
sueños de la Edad Media encierra incluso en un espacio único (enmarcado a veces por
una cortina que se abre como para dar testimonio de la revelación del sueño) la figura
del soñador adormecido y las de los objetos de su sueño. Éstos están situados uno junto
al otro, sin tener en cuenta el orden de sucesión al cual puede obligarlos una narración 3
(como aquel de los sueños del faraón interpretado por José).
No obstante, el sueño sólo existe realmente, tanto para el individuo que lo soñó
como con mayor razón para su entorno, en la medida en que es contado, es decir, que se
plega a la lógica del lenguaje, del análisis y de la interpretación. Encontramos entonces
entre el sueño y el lenguaje, el mismo tipo de relación que entre el lenguaje y las
imágenes materiales: sucede que un texto escrito (como el saludo angélico de la
Anunciación) toma un lugar en la imagen para precisar su sentido y, que un comentario
escrito u oral (ekphrasis) perfeccionará o modificará el sentido de la imagen.
Inversamente, una miniatura “ilumina” frecuentemente un texto (como un verso
bíblico).
Más que una simple relación texto/imagen, encontramos una gran cantidad de
modalidades del imago, unas y otras irreductibles, pero igualmente inseparables. Ellas
organizan la relación cruzada del sueño, del lenguaje, de las imágenes materiales. Esta
relación define el área completa de la “imagen” medieval, haciendo uso de estudios
interdisciplinarios -más complejos de los que se pensó tradicionalmente- ya que cada
una de esas disciplinas precisó dar cuenta separadamente de estas áreas (historia del
arte, del idioma, de la literatura, entre otros).

Imagen y desemejanza

Sin embarcarnos aquí en análisis concretos, parece deseable precisar la


articulación de las modalidades del imago medieval, en el ámbito de una cultura
profundamente marcada por el cristianismo como lo testimonian la iconografía, la
literatura visionaria y desde luego la historia de las distintas formas de expresión de la
devoción.
La noción de imago –a la cual ya aludimos- sirve de fundamento a la
antropología cristiana: Dios creó al hombre “a su imagen” (ad imaginem) y
“semejanza”(similitudinem). Inicialmente el tema de la imagen se inscribe en el drama
de la historia de la humanidad, puntualizada por la Caída (es decir la pérdida de la
“semejanza” del hombre y Dios), la redención por la Encarnación y el sacrificio del hijo
de Dios, la Resurrección de los muertos y el Juicio final. El ad de la fórmula bíblica
indica que para el hombre, esta historia es un proyecto, el proyecto de una restitución
plena de la imagen perdida que sólo tiene un vestigio (vestigium) en sus presentes
tribulaciones, en un estado de “desemejanza” y alejamiento de Dios, en el cual el
hombre debido al Pecado original, se hundió a sí mismo 4. En este drama que es el
fundamento de toda la historia, el hombre encarna el cambio, ya que Dios es un ser
inmutable. Tanto como el hombre, Dios está ligado con la imagen, pero como su
verdadero y único Creador: es Él, dice Gilbert Nogent en el siglo XII, el “vendedor de
estampas”, medida estable de todo bien en el seno de una inestabilidad general de la
naturaleza y de los hombres5.
La “región de desemejanza”, en la que el hombre se ha hundido, es el lugar
donde se producen todas las obras humanas y entre ellas, las imágenes materiales 6. Para
la mayoría, durante muchos siglos, las imágenes no tuvieron otra función que
representar el drama de la historia cristiana: en los manuscritos, en los tímpanos de las
catedrales, en los vitrales de las iglesias; acumulándose imágenes de la Creación y de la
Caída, de la expulsión del Jardín del Edén, de la Pasión de Cristo (momento que es la
bisagra, el cardo, alrededor del cual gira enteramente este drama según Tertuliano), de
la Resurrección y del saludo a los Bienaventurados, en la que se restaurará plenamente
la imagen original, eterna y gloriosa del hombre. Múltiples indicios confluyen en esta
figuración del drama escatológico y en su mediación: así los indicios testamentarios de
los cuerpos desnudos de la inocencia original a la disimulación vergonzosa de la
desnudez de los primeros padres (la hoja de parra es el primer signo de la desemejanza);
los índices de una “sexualidad de Cristo” que simbolizan su “humanización” 7; los largos
vestidos inmaculados de los elegidos, signos de la reunión bienaventurada de los
cuerpos y de las almas. En esos detalles, el pintor no imita nada, la función de su arte no
es la mimesis clásica. La imitación, en el sentido habitual del término, es rechazado por
la cultura cristiana en la condena tanto a imitadores y juglares como a sus actos 8. El
pintor o el escultor no tienen delante de sus ojos modelos materiales, una belleza
concreta o la Naturaleza. Ellos evocan un drama y una Promesa, en imágenes que no
son miméticas, que antes bien se consideraban “indiciales”: imágenes que se cubren con
toques rojo sangre, signo como el misterio de la Encarnación toma forma hasta en la
materia y los pigmentos de la imagen aflorando en la superficie del fresco o del cuadro.
Los destellos aportados por el oro que se utiliza para manifestar la divinidad que los
habita o incluso eleva a los cuerpos destacando las figuras, contorsiones que tal vez
desafíen los cánones de nuestra estética y nuestra concepción de la fisiología, son la
expresión -para aquellos que los hicieron y aquellos que los contemplan- de una tensión
hacia el cielo y la Salvación. “En la proyección de” estas imágenes medievales está el
reconocimiento de la Promesa, el sello de la Redención9.

La imagen como mediadora

Es evidente el paralelo entre la problemática medieval de la imagen material y


aquella de la imagen visionaria tal como Agustín la define: la imaginatio está en el
espíritu del hombre, ese lugar intermedio entre, por un lado el cuerpo y el sentido de la
vista (visio corporalis), por otro las aspiraciones del alma hacia lo invisible, la
contemplación de Dios más allá de toda figuración posible (visio intellectualis). La
visio corporalis alcanza apariencias de ser, en el sueño o la experiencia visionaria.
Subsana la ausencia, franquea las barreras de la muerte 10, devela los Fines últimos,
anticipa el tiempo de la Promesa. Como todo lo que participa a la vez del cuerpo y del
alma, de lo terrestre y de lo celeste es, a instancia de las imágenes materiales, el lugar de
una tensión permanente, de una contradicción entre fuerzas antagónicas.
Por una lado, la imaginatio corre le riesgo de enredarse en la pesadez del cuerpo
y los deseos de la carne. Es por eso que las peores sospechas se han depositado a través
el tiempo sobre el mundo de los sueños, vinculadas con la ausencia de control de la
voluntad sobre el cuerpo adormecido, con los “poseedores” de una carne relajada 11. Se
necesitaría toda la voluntas de un alma bien adiestrada para contener apuestas
semejantes: una monja de Underlinder confesaba a sus hermanas que “más de una vez
su alma conoció las presiones de pensamientos impuros que ella no hubiera sabido
imaginar ni figurarse, incluso si lo hubiera querido”12.
En el otro extremo, la espiritualidad monástica (particularmente entre los
cistercenses) buscaba relacionar la visión espiritual hacia lo alto: era concebida como un
alejamiento de todo lo referido al cuerpo, a la contemplación de los objetos materiales.
En contrapartida, el alejamiento voluntario de la pesadez del cuerpo, de los alimentos
terrestres así como de las imágenes materiales (las esculturas de los claustros, los
colores variados de los vitrales, las iluminaciones de los libros religiosos), dejaban libre
curso al afloramiento de imágenes lingüísticas y a las metáforas: la lengua de San
Bernardo lo atestigua perceptiblemente.
Entre ambos extremos y sobre todo a partir del siglo XIII, lo “espiritual” asume
mejor su parte corporal. La “neumofantasmología” que se afirma en esta época otorga
sus bases teóricas a esta concepción dialéctica de la relación entre el espíritu y la carne
que se nutren en la imaginatio o fantasía13. Ella une saberes que hemos aprendido a
separar, como la teología mística, la cosmología, la psicología, la óptica y la medicina.
Quita los prejuicios desfavorables contra la imaginación, que la asociaban
tradicionalmente con los actos del Maligno, y rehabilita el sentido de la vista como
instrumento tanto del amor mundano como religioso. Por otro lado, abre los ojos y los
sentidos a los goces que encarnan los mitos de Narciso o de Pigmalión y su iconografía.
Por el otro, permite a los místicos complacerse en la contemplación carnal de los
sufrimientos y de las imágenes de Cristo que nutre sus éxtasis14.

Imágenes y visiones

En cuanto a las mujeres místicas de fines de la Edad Media, la imagen de


devoción –el Cristo crucificado, la imago Pietatis, los Arma Christi, o la Pietá-
constituye el soporte de la visión que por otro lado le da las apariencias de la vida, del
movimiento, del lenguaje, de la efusión de lágrimas y de sangre, dicho de otro modo,
los signos de una Presencia real 15. Gracias a la imagen, los místicos se inmiscuyen en la
relación privilegiada de las personas santas y divinas a las que se asimilan, entre la
Virgen y el niño, o entre Juan y Cristo 16. Margarita Ebner toma al Niño en el pesebre, lo
pone sobre su seno y se acuesta en su lecho sobre el crucifijo. En éxtasis delante del
crucifijo, Angela de Foligno se sentía “crucificada por la visión del crucifijo”.
Aldobrandesca de Siena sintió la necesidad imperiosa de probar la sangre que veía
escaparse de la herida del costado del crucifijo delante del cual ella rezaba. Más tarde,
en memoria de este hecho, hizo pintar una Pietá sosteniendo su Hijo muerto sobre sus
rodillas17. Entre la imagen y el devoto, es determinante el intercambio de miradas: al
fijar la imagen con su vista, éste último se siente invadido por una presencia viva, antes
de encontrar en el sueño la afirmación de su poder activo. ¿Acaso entre los siglos IX y
XI, Occidente no renovó la antigua fascinación por los ídolos, al descubrir la tercera
dimensión, en beneficio de las “imágenes” de Cristo, de la Virgen o de los Santos, de los
cuales Sainte-Foy de Conques es el más celebre?
En algunos casos, la visión mística o el sueño tiene lugar delante de la imagen:
de esta forma demuestran su carácter sagrado y su eficiencia. En otros casos, el sueño es
anterior y su función es justificar con antelación la realización de la imagen, invocando
una relación inmediata con lo divino. Este es el caso del sueño del abad Robert Mozat,
hacia fines del siglo X, a partir del cual, el obispo de Clermont, Etinne, hace eregir una
imagen majestuosa de la Virgen del Niño en su nueva catedral 18. Apertura del más allá,
convocación de lo divino, el sueño es, en la cultura y la sociedad medieval, el más
eficaz medio de justificación de toda novedad, como así también de toda posición y
ambición social, individual y colectiva.

Hacia una “civilización de la imagen”

Una vez que hemos delimitado un campo de búsquedas y establecido un método


de acercamiento, nos queda diseñar la trama de una historia que se desarrolla
necesariamente en la larga duración de la cultura cristiana, de su imaginario y de sus
imágenes, tomando en cuenta no sólo las formas iconográficas o narrativas sino sus
funciones dentro del contexto social, político o ideológico, en proceso de renovación
constante. Respecto a ello, es esencial notar que toda imagen funciona en uno o varios
espacios limitados, organizándose alrededor de dos polos: por un lado el universal (la
cristiandad, el imperio cristiano), por el otro el particular y el local (tal iglesia de
peregrinaje que guarda “su” imagen santa). Los cambios históricos que afectan las
relaciones entre ambos polos antagónicos o complementarios deben haber jugado un
papel decisivo en la importancia y las distintas funciones de las imágenes.
El imperio constantiniano no se fundó ideológicamente alrededor de una imagen
(en el sentido literal del término), sino alrededor del signo triunfal de la cruz, objeto en
principio de visión, luego de reproducción material y de formas de adoración litúrgicas.
Posteriormente, toda renovación del ideal del imperio universal, con los Carolingios y
luego los Ottonienses, se tradujo en una nueva exaltación del signum original, por la
necesidad contraria a toda idea de un culto rendido a imágenes particulares, como
testimonian los Libri Carolini.
A la inversa, el culto a ciertas imágenes está atestiguado a partir de la primera
mitad del siglo IX y más ampliamente a partir del año mil. Son imágenes de formas
singulares y nuevas (crucifijos en tres dimensiones, estatuas-relicarios o imágenes del
tipo de la de santa Foy) y este culto se desarrolló gracias a la división feudal del poder y
del espacio lítico, de una segmentarización de la sociedad: cada monasterio, cada iglesia
tiene su imagen majestuosa, rival de las otras, pero aliada en caso de amenaza común.
La función de la estatua-relicario, que pone en relieve conjuntamente los poderes
milagrosos de un cuerpo santo y la fuerza simbólica de su esfinge, es la de defender una
iglesia, sus tierras y sus hombres contra la codicia de los terratenientes de la región. En
la economía de los milagros que aseguran la reputación de la “majestad”, los sueños
desempeñan un papel esencial como ya que permiten una relación interactiva entre el
peregrino y el santo o la santa que aparece en su sueño para cuidarlo, amenazarlo o
castigarlo.
En los siglos XII y XIII, la gama de imágenes santas se extiende y se diversifica.
La reconstitución de amplios espacios políticos (reinos, papados, imperios) las impulsa
al nivel universal, que no tiene mejor lugar de elección que Roma. De allí en más, ya no
puede circunscribirse sólo a la cruz, sino alrededor de una imagen milagrosa, no
realizada por la mano del hombre (acheiropoiete), relacionando místicamente el sitio
pontificio a la Pasión de Cristo: es la Verónica, de la cual Inocencio III lanza el culto a
principios del siglo XIII. Localmente otras imágenes sirven de palladium a diferentes
ciudades (como cuando la ciudad está sitiada), y de emblema (como en las monedas). El
mejor ejemplo es el Volto Santo Lucques. Tales imágenes adquieren rápidamente una
reputación universal que las distingue de otras de la época feudal de los signos
anteriores: la relación entre lo local y lo universal, que lleva a varios autores a comparar
explícitamente a la verónica y el Volto Santo.
Habría que ver en qué medida las mujeres místicas y profetisas de las ciudades
italianas o flamencas de fines de la Edad Media, con sus cuerpos demacrados, cuyas
heridas sangrantes y dolorosas dan testimonio de la reserva inagotable de milagros,
sirvieron de anclaje y de emblema a la “religión cívica” de la cual encarnaban las
aspiraciones colectivas. La manipulación por parte de estas santas de las imágenes de
piedad que nutrían sus visiones habría sido de ese modo para asistir la utilización por
parte de la colectividad cívica de los cuerpos-imágenes, entre vida y muerte, de estas
mujeres con reputación de santas19.
Sin separar jamás las formas y las funciones, la gama inacabable de los “objetos
visuales” (visiones, imágenes, reliquias entre otros) y los contextos sociales de su
manipulación (política, litúrgica, mística, cívica entre muchas posibles) esperamos dar
poco a poco una representación más rica y completa de la historia de esta “civilización
de la imagen” que se transformó cada vez con mayor intensidad a lo largo del tiempo,
en la civilización occidental20.
*
Traducido del francés por Miguel ángel Ochoa.
**
Jean Claude Schmitt, “Imago: de l’image à l’imaginaire” en Jérôme Baschet et Jean Claude Schimitt (Dir.), L’Image.
Fonctions et usages des images dans l’Occident médiéval, Paris, Le Leopard D’Or, 1996, Vol. 5, pp.29-37.
1
Ernest Robert Curtius, La literature européenne et le Moyen Age latin, trad. fr. Paris, Presses Universitaires de France,
Paris, 1986, pp. 219-244. Para una discusión de los conceptos de Curtius ver: Peter von Moos, “ ‘Imago’: ein Phantom
der Exemplaforschung” en Geschichte als Topik. Das rhetorische Exeplum van der Antike zur Neuzeit und die historiae
im Policraticus, Johans von Salisbury, Hildesheim, Zürich, New York, G. Olms Verlag, 1988, pp. 593-597.
2
Frances A. Yates, L’art de la mémoire (1966), trad. fr. Paris, Gallimard, 1975 y Mary Carruthers, A study of Memory
in Medieval Culture, Cambridge, Cambridge University Press, 1990 (nueva edición, 1993), pp. 122-155. Para una
reevaluación de la obra de Frances A. Yates, cf. Jean-Philippe Antoine, “Mémoire, lieux et invention spatiale dans la
peinture italienne des XIII et XIV siècles” en Annales ESC, novembre-decembre 1993, Nro. 6, pp. 1447-1469.
3
A. Paravicini-Bagliani, G. Stabile (eds.), Träume im Mittelalter. Ijonologische Studien, Stuttgart-Zürich, Belser Verlag,
1989.
4
R. Javelet, Image et ressemblance au XIIe siècle de saint Anselme à Alain de Lille, Paris, 1967, 2 vol.
5
Guibert de Nogent designa así al Creador a propósito de la belleza en principio espiritual de su madre: “Et certe,
quamvis momentánea pulchritudo sit sanguinum instabilitate vertibilis, secundum consuetum imaginarii boni modum
bona negari non potest” (Guibert de Nogent, Autobiographie, ed. E-R. Labande, Paris, Les Belles Lettres, 1981, pp. 12-
13).
6
Gerhard B. Ladner, Ad imaginem Dei. The Image of man in Mediaeval Art, Latrobe, Penn., The Archabey Press, 1965.
7
Leo Stenbeirg, La sexualité du Christ dans l’art de la Renaissence et son refoulement moderne (1983), trad. fr. Paris,
Gallimard, 1990.
8
Jean-Claude Schmitt, La raison des gestes dans l’Occident medieval, Paris, Gallimard, 1990.
9
Georges Didi-Huberman, Fra Angelico. Dissemblance et figuration, Paris, Flammarion, 1990.
10
Jean-Claude Schmitt, Les revenants. Les vivants et les morts dans la société medieval, Paris, Gallimard, 1994.
11
Jacques Le Goff, “Les rêves dans la culture et la psychologie collective de l’Occident medieval” (1971), reeditado en
Pour une autre Moyen Age..., Paris, Gallimard, 1977, pp. 299-306. Tullio Gregori (ed.), I Sogni nel Medievo, Roma,
Ateneo, 1985. S. F. Kruger, Dreaming in the Middle Ages, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.
12
J. Ancelet-Hustache, “Les Vitae sonorum d’Unterlinden”. Edición crítica del Ms 508 de la Biblioteca de Colmar,
Archives d’histoire doctrinale et littéraire de Moyen Age, 1930-31, pp. 317-517. “Quod, nec una quidam vice, turpi
aliqua cogitacione in animo pulsata fuerit, quam ymaginari atque configere se nescire, etiam si vellet, constanter
affirmativ”. Cf. E. Vavra, “Bildmotif und Frauenmystik. Funktion und Rezeption” en Peter Dinzelbacher, Dieter R.
Bauer (ed.), Frauenmystik im Mittelalter, Ostfildern bei Sttugart, Schwabenverlag, 1985, pp. 201-203.
13
Giorgio Agamben, Stanze. Parole et fantasme dans la culture occidentale (1977). Trad. fr. Paris, Christian Bourgeois
éditeur, 1981, pp. 150-167 (2da. Ed. Rivages, 1994). Para un análisis iconológico de las transformaciones abiertas en el
arte europeo por esta fantasmología, ver Edgar Wind, Mystères païns de la Renaissance (1958), trad. fr. Paris,
Gallimard, 1992. Y para una aproximación más psicoanalítica: Hubert Damisch, Le jugement de Pâris. Iconologie
analytique I, Paris, Flammarion, 1992.
14
Jeffrey H. Hamburger, “The Visual and the Visionary: The Image in late Medieval Monastic Devotion” Viator.
Medieval and Renaissance Studies, 29, 1989, pp. 161-182 y fig. 24.
15
F. O. Büttner, Imatio Pietatis. Motive der christlichen Ikonographie als Modelle zur Verähnlichung, Berlin, Geb.
Mann Verlag, 1983.
16
Hans Belting, Bild und Kult. Eine Geschichte des Bildes ver dem Zeitater der kunst, Munich, C. H. Beck, 1990, pp.
457-470.
17
Chiara Furgón, “Le mistiche, le visioni e l’iconografia: rapporti ed influenssi” en Atti del convegno su La Mistica
femmenile del Trecento, Todi, 1982, pp. 5-45. Monica Chiellini Nari, “La contemplazione e le immagini, il ruolo
dell’iconografia nel pensiero della beata Angela da Foligno” en Angela da Foligno. Terziara Francescana, Atti del
Convengo storico nel VII centenario dell’ingresso della beata Angela da Foligno nell’Ordine Francescano Secolare
(1291-1991), Foligno (17, 18, 19 de noviembre de 1991), bajo la dirección de Enrico Menesto, Spoleto, Centro Italiano
di Studi sull’Alto Medioevo, 1992, pp. 227-250.
18
Jean-Claude Schmitt, “Rituels de l’image et récits de vision” en Testo e Immagine nell’Alto Medievo, Spoleto, Centro
Italiano di Studi sull’Alto Medioevo, 1994, pp. 419-462.
19
Caroline W. Bynum, Jeûnes et festins sacrés. Les femmes et la nourriture dans la spiritualité médiévale (1987), Paris,
Le Cerf, 1994. Para un trabajo de historia socio-religioso más marcado, cf.. André Vauchez, Laïcs en Moyen Age.
Pratiques et expériences religieuses, Paris, Le Cerf, 1987, pp. 239-286.
20
Para una mirada global y retrospectiva, ver, desde un ángulo original, Régis Debray, Vie et mort de l’image. Une
histoire du regard en Occident, Paris, Gallimard, 1992.

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