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La Ciudad y Yo

La ciudad nos hace y nos deshace; la modernidad se ha caracterizado por su desarrollo eminentemente
urbano. Desde sus inicios, el conflicto campo-ciudad se hizo patente, en algunos lugares, como en
Inglaterra, fue de baja intensidad. En la mayor parte del mundo occidental el conflicto ha sido violento.
Se trata de un problema que parece no tener solución; las urbes demandan, con intensidad, servicios y
energía; el presupuesto destinado a su desarrollo crece de manera geométrica mientras que el campo va
quedando en el abandono. Los campesinos emigran a las ciudades y el problema se reproduce.

II

Hace más de 7 mil años surgió la primera gran ciudad: Ur, ubicada en las ricas tierras de Mesopotamia,
la región considerada madre de la civilización, por lo menos de la civilización del trigo, vio nacer
ciudades legendarias y, con ellas, civilizaciones que han determinado lo que nosotros, a más de siete
milenios de distancia, somos.
Recientemente fue descubierta, bajo las aguas del golfo de Cambia, en la India, los vestigios de una
ciudad que habría florecido 7,500 años antes de cristo; eso implica que existió hace 9,500 años. La
ciudad habría medido unos 10 kilómetros cuadrados.
Pensemos en los hombres y las mujeres que las habitaron; pensemos en ellos, acostumbrados a vivir en
grupos tribales más o menos pequeños, de no más de 300 habitantes.
Karl Sagan supone, en Los dragones del Edén, que el ser humano no evoluciona tanto por su
inteligencia como por su agresividad. Su hipótesis no es descabellada; existen varias teorías para tratar
de explicar la salida que nuestros antepasados hicieron de la selva africana.
Me gusta pensar que el antepasado que compartimos con los chimpancés se internó en las sabanas en
busca de mejores oportunidades para sobrevivir; los veo tímidos, agrupados, buscando su alimento a
veces en la selva y a veces en la sabana. Los veo, luego, siguiendo a los depredadores para alimentarse
de sus despojos.
Después, miles de años más tarde, han dejado de ser tímidos. Aún siguen a los depredadores, pero ya
no se alimentan de sus despojos. Crean estrategias para robarles las presas una vez que las cazaron.
Para lograrlo se requiere de trabajo en equipo y mucha, mucha agresividad.
Dos o tres millones de años después, nuestros ancestros, menos parecidos ahora a los chimpancés,
ahora semejantes a nosotros, domesticaron a los vegetales. Las tierras fértiles de mesopotamia, del río
amarillo, del río Ganges, del valle de México o del altiplano de América del sur generaron las
condiciones idóneas para el asentamiento de tribus y la creación de nuevas ciudades.
La historia es casi la misma en los albores de la humanidad; rara vez los encuentros de diferentes tribus
fueron pacíficos. La guerra, la muerte y el dolor parecían ser la norma.

III

Pensemos, pues, en aquellos hombres y mujeres que crearon Ur. ¿Cómo pudieron convivir tantas tribus
en tan poco espacio? ¿Cómo fueron capaces de inhibir su agresividad para relacionarse y generar el
concepto “civilizado”. El proceso debió ser violento, pero efectivo.
Y es que, precisamente, en esa región cercada por los ríos Tigris y Éufrates, surgieron los códigos
jurídicos más antiguos; el Hammurabi, el Hitita, el Asirio y el Moico.
Ciertamente, las leyes jugaron su papel. Pero nunca son suficientes. Tanta agresividad requería algo
más que la inhibiera, y ese algo fueron los tabús. Todo grupo humano lleva consigo sus prohibiciones
internas, tan internas que yacen en el inconciente, tan internas que alcanzan, incluso, a explicar parte
del mundo.

IV

Y sin embargo, las ciudades no llegarían a su máximo esplendor sino hasta bien entrado el siglo XIX de
nuestra era; la alta edad media las vio reproducirse como Burgos; surgían aquí y allá. Para alimentarse
les bastaba un buen monasterio y una ruta comercial.
En sus orígenes, las ciudades trastocaron las relaciones sociales; pulverizaron a las tribus para
convertirlas en algo presente, pero indeterminado. Las ciudades modernas surgieron al revés; a partir de
un trastocamiento de las relaciones sociales. Pero igual; pulverizaron las relaciones comunitarias.
Siguen ahí, pero de manera indeterminada.
La historia encierra símiles, pero no identidades. Los lazos de pertenencia quedan arraigados en los
habitantes de las ciudades; pertenecemos a la misma tribu, pero sólo cuando estamos lejos o nos
sentimos amenazados. Mientras tanto, no damos un peso por nuestros vecinos.
De vez en cuando, luego de un partido de futbol, cuando nos encontramos fuereños agresivos, durante
un mitin, resurge desde nuestro interior la tribu y nuestros valores son otros; han dejado de ser los
valores civilizados para transformarse en valores tribales, necesarios para la sobrevivencia del clan, del
grupo o de la humanidad entera.
Las ciudades son, desde hace 9,500 años, una sopa de tribus, de comunidades, determinadas por un
conjunto de relaciones entre los particulares. Son tan intrincadas esas redes de relaciones tribales y
comunales que prácticamente estamos, claneramente (por decirlo de alguna manera) emparentados.
Cada uno de nosotros, decía Borges, sintetiza a toda la humanidad. Nuestra lengua se divide en
regionalismos, localismos y hablas; en este mar de tribus y comunidades interrelacionadas, estamos
obligados, socialmente hablando, a dominar varias hablas y alternarlas según nuestros interlocutores.

La ciudad nos envuelve, nos hace, nos domina. Un amigo aseguraba que los aztecas no fueron
diezmados sólo por la lanza y las enfermedades de los conquistadores; lo fueron también por los rigores
de la montaña cuando escaparon de su ciudad: eran gente civilizada.
Miramos al mundo desde nuestras ciudades, lo referimos a partir de ellas. Para explicarlo sin ellas
tenemos que hacer un ejercicio de abstracción. Y es que las ciudades y nosotros hemos terminado por
ser uno mismo.

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