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Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías habituales de la ciudad –
siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es un milagro –, he vuelto a
pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña.
En la canción Grándola vila morena sonando en la radio esa madrugada, como
señal convenida para actuar, y en los soldados y sus vehículos abandonando
sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En los blindados del capitán
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Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió el gobierno, en las
guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la revolución, en la
gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos
muchachos encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo
guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la
camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una cena
y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío que se lo
pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en el cañón
del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por toda la
ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría Revolución de los
Claveles.
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Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un
monumento con un carro blindado M-47, sobre la inscripción También los
tanques pueden traer la libertad.