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Salvador Novo
PERSONAJES
• Francisco – Mayordomo • Ricardo – Chofer de Antonia • Irene
• Lupe – Secretaria de Antonia • Carmen – Ex novia de Ernesto • Clara – amiga íntima de Antonia
• Eugenia – Joven embarazada • Margot • Gloria – hija de Clara, la niña bien
• Antonia – La culta dama • Beatriz • Pedro
MAYORDOMO.- La señora no tardará en bajar, señorita Lupe. Tenga la bondad de sentarse. (Sale.)
LUPE.- Gracias, Francisco. (A Eugenia.) Tome usted asiento. Me perdonará usted si mientras aguardamos, arreglo estos papeles. Y a
propósito ¿le devolví su carta de recomendación?
EUGENIA.- No, señorita. La guardó usted.
LUPE.- Es cierto; aquí está. Sino que con tantos papeles...
EUGENIA.- Claro.
LUPE.- No habrá dificultad, estoy segura. Viene usted bien recomendada. La señorita Carmen tiene mucha influencia con la señora.
¿Usted la conoce hace mucho?
EUGENIA.- ¿A la señora? No, nunca la he visto. Pero todo el mundo sabe que es muy caritativa y muy buena.
LUPE.- Es más que eso. Es la dama más virtuosa y más inteligente que pueda haber. Le aseguro que es un gran privilegio servirla, estar
como yo cerca de ella. Pero no me refería a la señora, sino a la señorita Carmen. ¿Hace mucho que la conoce usted?
EUGENIA.- Pues no. Es curioso, pero tampoco la he visto nunca.
LUPE.- ¿Pero entonces?
EUGENIA.-Tampoco yo lo entiendo. A la fábrica de camisas en que yo trabajaba no iba nunca ninguna señora. No pudo conocerme
ahí.
LUPE.- Acaso por sus dueños, sabría de usted, de su caso...
EUGENIA.- Lo creo difícil en un taller clandestino, de judíos, por destajo...
LUPE.- ¿Y la familia de usted?
EUGENIA.- Mi padre es el único. Era comerciante en pequeño. Y... no está aquí.
LUPE.- De modo que esta carta...
EUGENIA.- Una tarde, al llegar a mi vivienda, encontré un recado, casi anónimo, diciéndome que me presentara en las oficinas de la
maternidad por una carta. Es ésa. De ahí la llamaron a usted, y...
LUPE.- Es curioso. (Examinando la carta.) La señorita Carmen no suele ser tan empeñosa para recomendar a nadie. En fin...
EUGENIA.- ¿Cree usted que bastará esa carta?
LUPE.- La señora es muy buena, ya se lo he dicho, hace el bien, como ella dice, sin ver a quién.
EUGENIA.- Usted es...
LUPE.- Su secretaria privada. No soy la única, pero puedo jactarme de ser la más confidencial de sus secretarias. Una sola no podría
despachar todos sus asuntos. ¡Se ocupa de tantas cosas!
EUGENIA.- Una amiga íntima, pues...
LUPE.- No aspiro a ese título. Soy, si usted quiere, su más fiel y devota servidora. Lo poco que soy y que valgo, todo se lo debo a ella.
Sin ella, yo...
EUGENIA.- ¿Usted también...?
LUPE.- No, no es eso. Lo que yo le debo es que me haya abierto en la vida otros horizontes. Yo trabajaba en un salón de belleza, del
que era cliente la señora. Le gustaba mi modo, y acabó por pedirme para su servicio exclusivo. Poco a poco fue interesándose en mi
vida, y un día - lo recuerdo como si lo estuviera viendo - un sábado por la mañana, mientras tenía metida la cabeza en la escafandra del
permanente me habló de la cultura y del espíritu. Luego me regaló su libro, que acababa de publicar, con su autógrafo. Un libro precioso.
Mi Biblia, como lo llamo yo: "Eva piensa", se llama, y es una antología completísima del pensamiento femenino desde la más remota
antigüedad, hasta lo más reciente; desde Xántipa, la esposa de Sócrates, hasta Pita Amor.
EUGENIA.- Ha de ser precioso...
LUPE.- Así empezó su rescate de mi vulgaridad, de mi inutilidad. Al poco tiempo, me inscribía en la Universidad Femenina, y en dos
años...
ANTONIA.- ¡Lupe!,
LUPE.- (Levantándole.) ¡Señora!
ANTONIA.- Buenos días. (A Eugenia.) Perdone usted que la haya hecho esperar. Siéntese, por favor. (Eugenia obedece. Lupe queda
en pie, arreglando sus papeles.) Lupe. Estaba haciéndole su biografía, ¿no es así? Alcancé a oírla. Debe usted perdonar el entusiasmo
que pone en alabarme. En realidad, no lo merezco. (A Lupe.) La señorita es...
EUGENIA.- Eugenia Suárez, para servirla.
LUPE.- La recomendada de la señorita Carmen. (Le tiende la carta.)
ANTONIA.- (Ojea la carta.) Perfectamente. Lupe: ¿quiere telefonear desde la biblioteca a la Maternidad? Dígale a la Madre Rosita que
ya sé que no hay camas, pero que vea cómo se arregla. Que la señorita se internará mañana mismo. Usted la llevará. Y de paso cerciórese
por teléfono de si todas las señoras del grupo vendrán a almorzar. Hábleles a todas.
LUPE.- Bien, señora. (A Eugenia.) Con su permiso. (Sale.)
ANTONIA.- Es un tesoro de muchacha, aunque a veces tenga que reñirla por la propaganda que me hace. Le habrá dicho a usted quién
sabe qué cosas, ¿no?
EUGENIA.- La admira a usted mucho. Se ve que la quiere de veras.
ANTONIA.- ¡Admirarme! No vale la pena. Yo hice por ella lo que por tantas otras muchachas. Mostrarle el camino, eso es todo. El
mérito de haberlo seguido, es todo suyo.
EUGENIA.- ¡El camino! No es siempre fácil descubrirlo por una misma.
ANTONIA.- El bien. Hacer el bien. Todos llevamos dentro una chispa divina de servicio. No tiene apenas mérito descubrirla en los
demás, revelársela. Eso es lo que yo hago. Como quien cuida de un .jardín, de unas plantas, para no dejarlas torcer su rumbo, su
crecimiento; para conducirlas a su plena y florida realización. También en el jardín de la sociedad hay plantas que necesitan guiarse,
orientarse; que conviene salvar, poner en regla, como quien dice...
(Eugenia baja la cabeza.)
Y hay insectos nocivos e inconscientes que se complacen en dañarlas. Y que son tanto más culpables, cuanto que son hombres... (La
observa.)
EUGENIA.-Señora; creo que debo informarla de mi caso, de mis circunstancias. No quiero que se engañe a mi respecto. Siento que es
honrado decirle que...
ANTONIA.- (Interrumpiéndola.) No me cuente su historia. Las muchachas descarriadas que auxiliamos empiezan a vivir desde su
aceptación en la Maternidad. Lo anterior no existe, no cuenta. No averiguarnos el nombre ni las circunstancias de su desgracia.
Procurarnos convertirlas en la dicha de verse madres y adoptamos a la criatura, rodeándola de comodidades como -a una bella, inocente
flor-. Colocamos a la madre en un trabajo digno, y nos encargamos ya para siempre de la educación de su hijo.
EUGENIA.- - Pero es preciso que sepa usted mi origen y el de mi desamparo.
ANTONIA: iSh! Nada, nada. Ni una palabra. El pasado no existe.
EUGENIA.- Es usted más buena de lo que dicen, señora. Yo no encuentro palabras para agradecerle su protección. Le juro que no ha
de arrepentirse. Sé trabajar, no importa en qué.
ANTONIA.- No es hora de hablar de eso. Ya hallaremos el modo de arreglarlo todo convenientemente. Lo importante ahora es esa
criatura que va a nacer. Le advierto que no carecerá de nada. Una de nosotras adopta y bautiza a cada chico nacido en la Maternidad.
Así, cuando las madres, por que las hay, no crea vuelven a su vida, o se casan, o qué sé yo, la criatura halla siempre el amparo de un
hogar decente.
EUGENIA.- ¿Quiere usted decir que una pierde a su hijo?
ANTONIA.- Sólo en el caso de que quiera perderlo. Entendámonos. Nuestra sociedad lo que hace es salvar, proteger a los niños. Suple
con ello al padre desnaturalizado y canalla que lo engendró, digamos, zoológicamente y ayuda a la madre a enderezar su ruta-. Pero si
ella, que ya dio un mal paso, elige ese camino...
Ricardo, Antonia, Eugenia.
RICARDO.- Perdone, señora. Me dijo el joven que le preguntara si lo puedo llevar al Centro en el coche grande.
ANTONIA.- ¿El joven? ¿Se levantó ya? Yo no lo he visto.
RICARDO.-Me lo dijo anoche. Lo encontré en Leda. Su coche estaba descompuesto y me pidió que me encargara de remolcarlo hasta
el taller. Y de una vez me dijo que, por si no la veía a usted en la mañana, le avisara que va a usar su coche.
ANTONIA.- ¿Dijo usted Leda? ¿Es algún cine, o club? No recuerdo haber oído ese nombre.
RICARDO.- Es un... centro nocturno, señora.
ANTONIA.- Que usted... ¿frecuenta?
RICARDO.- De vez en cuando. Es muy popular.
ANTONIA.- ¿Y el joven?
RICARDO.- ¡Oh, Sí! Va mucha gente decente. La música es buena y...
ANTONIA.- Bien. El joven puede disponer del coche hasta... hasta las cinco de la tarde.
RICARDO.- Muy bien, señora. Con su permiso.
ANTONIA.- Diga, Ricardo... ¿llevó al señor a la oficina?
RICARDO.- No, señora. Se fue temprano al golf. Pasaron por él. Hoy es jueves.
ANTONIA.- Bien, Ricardo. (Ricardo sale.)
(Antonia se encamina a la escalera, como para subir a buscar a Ernesto. Regresa, nerviosa; va hacia la biblioteca, se asoma.)
ANTONIA.- ¡Lupe! (Luego a Eugenia.) Pues creo que es todo por ahora. La madre Rosita ya debe estar avisada. Vaya tranquila,
intérnese. Me tendrán informada. No vacile en pedir cuanto necesite.
(Lupe entra. Espera.)
ANTONIA.- (A Lupe.) Déle un poco de dinero a esta muchacha y acompáñela.
EUGENIA.- ¡No, señora, por Dios! Mil gracias. Y no se moleste, señorita. Buenos días Y otra vez muchas gracias. (Sale.)
(Antonia se pasea nerviosamente.)
LUPE.- ¿Ocurre algo, señora?
ANTONIA.- Lo de siempre. Que esto no es un hogar. Luis en el golf, o en el club de banqueros, o sepa Dios dónde y este muchacho
que ni siquiera sé por dónde anda. ¡Tengo que venir a saber por boca del chofer que pasa las noches en un sitio al que van los dos!, en
el que se encuentran, en el que me manda recados con mi chofer, ¡como si no viviéramos en la misma casa! Y que chocó su coche, o
algo así.
LUPE.- No se aflija, señora. El joven es muy joven. Ya sentará cabeza. Por ahora es muy natural que se divierta como todos los jóvenes
de hoy.
ANTONIA.- Es urgente que se case. Es el único remedio. Que sienta la responsabilidad de un hogar, del matrimonio, sus deberes para
con la sociedad. Pero empiezo a temer lo peor, y a creer en las leyes de la herencia. En realidad, si ha de salir a su padre...
LUPE.- El señor es distinto. Son los negocios lo que lo absorbe.
ANTONIA.- Sí, los negocios. Pero cada cosa tiene su lugar en la vida. No se puede decir que Luis tenga más ocupaciones que yo, por
ejemplo. Consejos, juntas de accionistas, compañías, sí; pero hasta son menos importantes que mis caridades, que también absorben mi
tiempo. Pero no todo. Bien podríamos llevar una vida hogareña, como todo el mundo; sentarnos juntos a la mesa, confiarnos nuestros
problemas... Pero no. Ha hecho su mundo aparte. Tolera mis actividades, pero de lejos, siempre que no le signifiquen más que firmar
un cheque. Por ejemplo, hemos sido patrocinadores de la Sinfónica desde un principio. Pero hacerlo que me acompañe, ni amarrado.
Fui siempre sola o con amigas. Era un bochorno. Y ¿sabe usted adónde se iba todos los viernes?
LUPE.- Tendría asamblea...
ANTONIA.- Sí, asambleas campales. ¡Se iba a la lucha libre! ¡Un espectáculo tan salvaje en vez de un concierto sinfónico! (Lupe calla,
se aflige, menea la cabeza.)
Ahora ni siquiera Ernesto nos liga ya. También con él todo es cuestión de cheques. Dice que me lo ha dejado a mí, que soy la intelectual
de la familia.
LUPE.- En eso, tiene mucha razón.
ANTONIA.- Y cuando le hablo de que es necesario que se case; de que debemos los dos procurar que lo haga con una muchacha
conveniente, católica, culta; esquiva la conversación, me sale con que en eso no debemos meternos. ¡Como si no fuera de la mayor
importancia saber con quién se entablan parentescos!
LUPE.- Yo creo que el joven sabrá elegir esposa a su tiempo. La señorita Carmen...
ANTONIA.- No. Carmen no. Por fortuna, eso ha terminado. Es... ella confiesa dos años mayor que él, y las mujeres envejecemos tan
aprisa...
LUPE.- Pues yo estaba en que eran novios...
ANTONIA.-Lo fueron, sí. Puedo decir que yo lo concerté todo. Cuando llegó de Italia me pareció un buen partido; rica, elegante, de
buena cuna, huérfana, apta como nadie para organizar fiestas rumbosas... Pero luego he sentido que no es enteramente buena de corazón.
Y me alegro que hayan terminado. (Confidencial.) Tengo otros planes...
CARMEN, Antonia, Lupe.
CARMEN.- (Entrando.) ¿Soy la primera? ¡Lo temía!
ANTONIA.- ¡Carmen! ¿Cómo estás? No han de tardar. Siéntate. (A Lupe.) ¿Telefoneó usted a todas las señoras?
LUPE.- Sí, señora. Todas vendrán.
CARMEN.- Pasé por Beatriz, pero ya había salido. Me dijeron que, para acá, pero se ha de haber ido a la masajista. Una nueva sueca,
que está haciendo prodigios, dicen. Ojalá. ¿Y usted cómo ha estado?
ANTONIA.- Como siempre.
CARMEN.- ¿Ocupadísima? Creí que nos encontraríamos anoche en la exposición.
ANTONIA.- No pude ir. Era miércoles, día de costura, y ya sabes. Nunca sabe una a qué hora sale.
CARMEN.- Claro, hay tanto de quién hablar. Estuvo precioso, realmente. Lástima que no fuera usted.
ANTONIA.- Uno de estos días pienso ir a visitar la exposición. Me han dicho que es un chico muy talentoso. ¿Son buenos sus .cuadros?
CARMEN.- La verdad, no los vi. A mí el arte... Pero el pintor es un chico muy atractivo. Corrientito, claro, pero mono. Y la verdad, su
vernissage estuvo muy bien concurrido. Susana sabe hacer las cosas. Ya sabe usted, por supuesto, quién lo descubrió, ¿no?
ANTONIA.- Sí, algo he leído...
CARMEN.-La famosa viuda. Es chistosísimo. Usted sabe que ella tiene la manía de las casas. Y como le ha dado por entrar a brazo
partido en sociedad, se las hace decorar por quien más le cobre, a ver si así logra que vaya la gente a sus fiestas. Claro que ni así. Es una
nueva rica de lo peor. ¡Y tiene una fama!
ANTONIA.- ¿Y dices que ella descubrió al pintor?
CARMEN.- ¡Ah, sí! Fue a pintarle su casa, dicen. El salón, donde ella ha colgado sus retratos de gran señora, figúrese! Y un Chirico,
un Picasso, un Matisse, un Braque... Se los trajo de Europa, en una de tantas escapadas. Y el muchacho, por divertirse, se puso a copiar
esos cuadros En las paredes... Como a remedarlos, ¿ve? En eso, entró ella. Yo no sé qué le habrá llamado más la atención: si el chico, o
lo que pintaba. El caso es que desde ese momento lo adoptó, le compró ropa, le pasa una mensualidad, ¡y acaba de lanzarlo! ¡la hubiera
usted visto anoche! ¡Qué aires de Catalina de Médicis! Hoy en la mañana ha de haber agotado los periódicos en busca de su nombre.
Ahí estaba Melchorita, la cronista social. Yo le digo Melchorita, ya sabe usted quién digo. Con esa mirada de complicidad, tratando de
sentirse en su casa en todas... Es una chinche.
ANTONIA.- Pero muy útil, no me lo negarás.
CARMEN.- No, claro. Siempre que sepa una cómo utilizarla. Se muere por chismes, que llama notas. Acatarra por teléfono pidiéndolas.
Y es divertido hacerla meter la pata.
ANTONIA.- Yo les tengo un poco de miedo a los periodistas. La gente les cree todo. En realidad, la reputación de todo el mundo está
en sus manos, ¿no crees?
CARMEN.- ¡A un precio tan cómodo! Agradecen desmesuradamente una confianza que ellos saben desmesurada. Basta admitirlos,
tutearlos, darles de comer y beber...
ANTONIA.- ¡Si te oyeran! Menos que nadie tú tienes razón para hablar mal de ellos. Siempre te han tratado a las mil maravillas.
CARMEN.- Es que creen que les sirvo todo el tiempo que están a mi servicio.
Ernesto, Antonia, Carmen, Lupe.
ERNESTO.- (Aparece en la escalera.) Hola, Carmen... Buenos días, mamá... ¿Qué tal, Lupe?...
CARMEN.- ¡Qué madrugador! No creí que estuvieras en casa. Como no vi tu coche al entrar...
ERNESTO.- Está en el taller. ¿Te avisó Ricardo, mamá?
ANTONIA.- Sí, me avisó. Tenía la esperanza de que te quedaras a comer. Me lo habías prometido.
CARMEN.- ¿Viene Gloria, no?
ANTONIA.- Es posible que venga, con Clara.
ERNESTO.- Pero mamá: ¿yo qué hago entre tanta señora?
CARMEN.- Sentirte Sultán, por ejemplo. Y además, Gloria no es una señora. Es una chica monísima, tonta de encargo, casi prima
tuya...
ANTONIA.- ¡Carmen, por Dios!
CARMEN.- Puedes darle conversación mientras nosotras arreglamos el mundo, lanzamos una nueva campaña contra la incultura, o en
favor de los cuadrúpedos impecunios...
ANTONIA.- Bien sabes que hoy no trataremos ningún asunto importante. Es simplemente un almuerzo común y corriente. (A Ernesto.)
Y pensé que te gustaría quedarte. Cada señora va a preparar un platillo y almorzaremos en el jardín.
CARMEN.- O a traerlo de su casa. Es más cómodo. A mí me tocaron los postres y ya los encargué del Amba.
ANTONIA.- No tienes remedio. Lupe: voy a firmarle esos papeles. ¿Los trajo?
LUPE.- Están en la biblioteca, señora.
ANTONIA.- ¿No te importa quedarte sola mientras llegan las demás?
ERNESTO.- Yo me despido, mamá.
ANTONIA.- Puedes llevarte el coche, pero lo necesito a las cinco.
CARMEN.- Oh, no se preocupe. Arreglaré las flores. Están horribles.
ANTONIA.- Haz lo que quieras. (Sale, seguida por Lupe.)
ERNESTO.- (Medio mutis.) Nos vemos.
CARMEN.- Espera, oye... Parece que me tuvieras miedo.
ERNESTO.- ¿Miedo? No seas tonta. (Regresa, sigue en pie.)
CARMEN.- Dame un cigarro, ¿quieres? (Ernesto se lo da. Se lo enciende.) Ayer de nuevo me dejaste esperándote.
ERNESTO.- Por favor, Carmen.
CARMEN.- No creas que yo te abdique tan fácilmente.
ERNESTO.- ¿Vamos a empezar otra vez?
CARMEN.- Cuantas veces sea necesario. Pero siéntate. Ya ves que tu mamá ha dispuesto que te quedes a comer, y lo harás.
ERNESTO.- No. Ya he dicho que no puedo quedarme.
CARMEN.- Te quedarás. Harás lo que te mande tu madre. Lo haces siempre, siempre lo has hecho. Eres su niño.
ERNESTO.- ¡Bah!
CARMEN.- ¿Crees que no sé que es ella quien te indujo a romper conmigo? ¿La que ha dispuesto siempre de la conducta de los que
tiene cerca?
ERNESTO.- ¿Qué tiene ella que ver en lo nuestro?
CARMEN.- Al principio, pensó que yo estaba bien para esposa tuya, sin consultar siquiera conmigo si yo, a mi vez, te hallaba, digamos,
adecuado para el empleo.
ERNESTO.- En todo caso, tú no te opusiste.
CARMEN.- Dio la casualidad de que yo también te encontraba... ciertas ventajas, de orden práctico y entré gustosa en la combinación.
Era sencillo. Y conveniente para ambas partes. Nuestro matrimonio habría resultado una copia certificada del suyo, con la ventaja de
que ella seguiría mandando en él, en ti y en mí. Y a mí no me importaba que lo creyera. Ya se vería. Un marido como tú viste mucho,
lo confieso. Hace falta, como una buena marca de coche, y sirve lo mismo. Ya ves, por ejemplo, cuánto le sirve a Antonia el nombre y
el dinero de tu papá y qué poco le estorba.
ERNESTO.- Eres de un cinismo...
CARMEN.-...que habría asegurado a su tiempo nuestro divorcio por... incompatibilidad de caracteres. Todavía no renuncio a la
esperanza de divorciarme de ti, querido. Pero antes, por supuesto, sería indispensable que nos casáramos.
ERNESTO.- Pero, Carmen, entiéndelo. Nos conocemos ya demasiado bien para querernos.
CARMEN.- Y ya nos queremos lo suficientemente mal como para parecer casados. Más vale pues legitimar esta situación. Estamos a
tiempo. No vas a hacerme creer que te has enamorado repentinamente de Gloria.
ERNESTO.- ¿Y si así fuera?
CARMEN.- Si así fuera, la compadecería todavía más de lo que la compadezco. Pero ni es así, ni tú le gustas a Gloria.
ERNESTO.- ¡Ah! ¿Te lo ha dicho?
CARMEN.- No necesita decírmelo. Eso se ve.
ERNESTO.- Pues yo tengo completamente otra impresión.
CARMEN.- ¡Oh, claro! Tú qué vas a pensar. Yo, o ella, te da prácticamente lo mismo. Mamá lo quiere, y está bien. Ayer pensó que
fuera yo, y tú accediste. Cómo a mí me afectara la decisión, ni tú ni ella lo tomaban en cuenta. Ahora cambia de idea, y tú te amoldas.
Ahora piensa que es mejor Gloria, esa estúpida, precisamente por estúpida. Lo que Gloria opine tampoco cuenta. ¡Se te parece tanto!
También a ella la manda su mamá. Y las dos mamás son muy, muy amigas. ¡Qué cuadro más beatífico!
ERNESTO.- Criticas a mi madre, y eres peor que ella.
CARMEN.- Me halagas...
ERNESTO.- ¿Por qué decretas que Gloria y yo no podemos querernos? ¿Quién te da derecho a diagnosticar que yo no le gusto, o no le
convengo, y que por el solo hecho de que mi madre apruebe o favorezca nuestro noviazgo, no debe cumplirse?
CARMEN.- Veo que te inclinas por el método interrogativo. Pero no es a mí a quien debes preguntarme nada. Pregúntatelo tú mismo,
pregúntaselo a Gloria. A mí sólo una interrogación puedes hacerme: si voy a permitir que tu madre y tú me pongan en el ridículo de una
boda tan propalada, que de repente y sin que yo lo resuelva, se cancela. Y la respuesta es ésta, querido: No. Ene - O.
ERNESTO.- Allá tú. No veo cómo puedas impedirlo.
CARMEN.-Ves pocas cosas, generalmente. Pero yo no. Yo veo muchas.
ERNESTO.- Ya has visto, leído, el pensamiento de Gloria, ¿no?
CARMEN.- Tendría que ser analfabeta para leer ese pensamiento.
ERNESTO.- Ya te ha dicho que no me quiere; que se resigna a lo que su madre acuerde con la mía a su respecto.
CARMEN.- Acuerde. Es la palabra. Como en los ministerios.
ERNESTO.- Te habrá dicho también a quién quiere, entonces; con quién preferiría casarse, y por qué no a mí.
CARMEN.- Bien sabes que la pobre carece de voluntad, tanto como de inteligencia. Se casará contigo si la obligan -y si yo lo permito-
y no será hasta entonces cuando despierte. Su despertar será muy duro. No para ella, sino para ti. Y, desde luego, para tu madre.
ERNESTO.- ¿Qué insinúas?
CARMEN.-Que no todas las esposas insatisfechas se aturden en obras piadosas. Las hay mucho más prácticas y son mucho más
numerosas.
ERNESTO.- ¿No crees que te anticipas demasiado?
CARMEN.- ¡Oh, sí! Yo me anticipo siempre. Yo te he engañado a priori, desde antes de nuestro compromiso. Sólo que así es mejor y
no tiene importancia. Lo triste es que te lo hagan después.
ERNESTO.- Eso correría de mi cuenta, ¿no crees?
CARMEN.- ¿Quieres decir, que es cosa que no debiera importarme?
ERNESTO.- Ni esa, ni ninguna otra de las que a mí conciernen.
CARMEN.- Y sin embargo, ya ves, me importan. Hago míos los casos ajenos. Llega a hacerse un hábito. Es parte de nuestra labor...
social, como dice tu madre.
ERNESTO.- ¿Quieres dejarla en paz?
CARMEN.- ¿Cuando ella es la que me ha declarado la guerra?
ERNESTO.- Si eso crees, ¿por qué no se lo dices abiertamente?
CARMEN.- ¿Decirle qué?
ERNESTO.- Lo que piensas realmente de ella, lo que piensas de mí y de Gloria.
CARMEN.-Pero si es que estamos en guerra; si ella lo sabe, casi todo. Y por mi parte, yo sé bien lo que piensa de mí. Sólo que ambas
guardamos un silencio estratégico acerca de nuestras posiciones...
ERNESTO.- Cállate. Viene gente.
CARMEN.- ...y de nuestras armas...
Margot, Beatriz, Irene, Carmen, Ernesto
MARGOT.- ¡En pleno idilio! ¡Los sorprendimos!
BEATRIZ.- ¡Linda, qué tal! ¡Ernesto!
CARMEN.- Pasé por ti, pero ya habías salido.
IRENE.- (A Ernesto). Qué milagro que estás en casa. ¿Vamos a tener un hombre a la mesa?
BEATRIZ.- (A Carmen.) Ay, de veras, se me olvidó, perdóname.
MARGOT.- Ya la conoces. A mí también me tiró plancha. Nos encontramos en el salón.
ERNESTO.- Ya me iba. Estaba dándole conversación a Carmen mientras llegaban ustedes.
IRENE.- ¡Qué lástima! Yo voy a hacer los hors-d'oeuvre. ¿Quédate no? Dile, Carmen.
CARMEN.- Ya he tratado de retenerlo, pero es inútil. Le aburrimos.
BEATRIZ.- ¿Es posible?
ERNESTO.- De ningún modo, sino que yo no sabía y ya hice un compromiso.
MARGOT.- Tiene razón. Los compromisos son sagrados.
IRENE.- Pero podrías telefonear excusándote.
BEATRIZ.- ¿Y Antonia no ha bajado?
CARMEN.- Está en la biblioteca. Vendrá en seguida. ¿Sigues con los masajes?
MARGOT.- Yo también los estoy tomando. San magníficos. He perdido tres kilos en dos semanas.
CARMEN.- Pobre del que se los encuentre!
IRENE.- Yo le digo que me los pase. A mí me hacen falta.
BEATRIZ.- Yo te regalaría unos cuantos, de buena gana.
IRENE.- Ojalá se pudiera. ¡Todo está tan mal repartido en el mundo!
CARMEN.- ¡Irene! ¡Tú has estado leyendo libros otra vez!
MARGOT.- ¡Ah, eso sí! Se pasa las noches leyendo. Y en cuanto a la comida...
CARMEN.-Tampoco le aprovecha. Entiendo. Deberías buscar al enemigo del doctor Vergara.
IRENE.- ¿Crees que tenga enemigos?
CARMEN.-Aparte los maridos de las señoras que adelgaza y rejuvenece, debe de haber más de un médico que le tenga envidia; que le
lleve la contraria y que engorde a sus clientes. A eso me refiero.
IRENE.-Ay, pues no había pensado...
CARMEN.- También se nota, querida.
BEATRIZ.- Pues yo no voy a hacer más que la ensalada Víctor; la que les gusta, ya saben. Tallos de apio apenas cocido, con anchoas
encima, puntas de espárrago, una vinagreta, huevos duros, aceitunas negras...
MARGOT. No digas la receta, Beatriz. ¡Así ya no es sorpresa!
IRENE.- ¡Ay, no! ¡Yo también iba a hacer mis hors-d'oaunre con apio y queso!
CARMEN.- Por lo visto será un almuerzo vegetariano.
IRENE.- ¿Con Queso?
CARMEN.- Las vacas eran, hasta hace poco, vegetarianas. ¿No lo revelan tus libros?
BEATRIZ.- ¿Y tú, que vas a hacer?
CARMEN.- Postres. Yo siempre estoy a los postres. Me anticipo a advertirlo.
BEATRIZ.- Yo eso sí, terminantemente prohibido.
MARGOT.- Pues ya debías haber empezado. Acuérdate que el profesor nos enseñó a empezar siempre por los postres.
CARMEN.- No te preocupes. Llegarán a tiempo.
IRENE.- ¡Eso es trampa! ¡Los hiciste en tu casa! ¡No se vale!
CARMEN.- ¡Te juro que no!
IRENE.- Pues entonces, ¿cómo dices que llegarán? Se trata de un concurso. Tenemos que hacerlo todo aquí.
MARGOT.- Claro. Si quieres yo te ayudo. Mi soufflé es cosa de un momento, con la batidora.
BEATRIZ.- ¡Ay, pobre de Ernesto! Con razón no quiere quedarse. Con esta conversación...
ERNESTO.- ¡Oh no! Si es muy interesante! Pero ya he dicho que...
IRENE.- Muchos señores saben cocinar. En realidad, los grandes cocineros han sido siempre del sexo fuerte. Caréme, Gouffé...
CARMEN.- ¡Qué erudición!
MARGOT.- Eduardo me contó que un grupo de amigos empezó a tomar clases con el Barón. Cada cual llevaba una botella de vino y
luego se sentaban a comerse lo que habían hecho.
CARMEN.- Antropófagos. Procedían igual que Saturno.
BEATRIZ.- Adolfo fue una vez. Allí aprendió a hacer el bisque de ostiones, y ahora cada vez que invita a su grupo al póker, se lo coloca.
IRENE.- Ya lo he probado en tu casa. ¡Me dio un dolor de estómago!
MARGOT.- Es que con el ansia no dejan hervir el bechamel y, claro, se empacha uno con la harina cruda.
CARMEN.- ¿Pues no que son muy buenos cocineros?
IRENE.- Bueno, los profesionales, se entiende.
BEATRIZ.- A mí no me gustaría que Adolfo aprendiera cocina. La comida debe ser un secreto sagrado del hogar. Conforme pasa el
tiempo, y los hombres se alejan de una, el mejor modo de retenerlos es por el estómago.
CARMEN.- El sitio por hambre.
BEATRIZ.- No por hambre; por gula.
CARMEN.- Que es un pecado. Un pecado substituto.
MARGOT.- ¡Ay, hija! Tú estás bien lejos de eso; ¡pero ya verás a su tiempo cómo es forzoso ir poco a poco substituyendo los pecados!
BEATRIZ.- ¡Margot! ¡Vas a escandalizar a los muchachos!
CARMEN.- Yo me conformo con no entender. En cuanto a Ernesto, de todos modos se conforma.
MARGOT.- No sabe una qué se acaba primero; si la parte física, o la parte moral.
CARMEN.- Ha de ser la parte inmoral.
ERNESTO.- Si me permiten, voy a llamar a mi mamá.
BEATRIZ.- ¡Oh, no! No la apremies. Ha de estar ocupada.
CARMEN.- No hay que cortarle la inspiración. Estará dictando el discurso inaugural para la semana del perro trashumante.
MARGOT.- ¡Pues es verdad! ¡Ya está cerca!
IRENE.- Yo no sé cómo Antonia puede con tanta cosa. Yo ya con la costura de los miércoles apenas puedo.
BEATRIZ.- Ay, yo este año ya no quisiera encargarme de lo del teatro. Siempre es el mismo problema, que no sabe una qué obras
poner: si zarzuelas o dramas. ¿Qué le gustaría más a la gente?
MARGOT.- Eso no importa. Siempre sacamos buen dinero.
BEATRIZ.- Sí, pero a veces la gente no va y es horrible. Se conforman con comprar los boletos
IRENE.- Es que hay que exigir que vayan vestidos. Verás cómo así sí van todos, aunque no les guste. Como a La ópera.
MARGOT.- Tienes razón. Y hay que dar un coctel, y una cena después.
CARMEN.- Y cobrarlo aparte, muy caro.
BEATRIZ.- Naturalmente. Todo es para la caridad. Con lo que cenan cien personas una vez, alcanza para quinientos desayunos al año
para los niños pobres.
CARMEN.- ¡Qué hermoso espectáculo! Quinientos niños famélicos devorando un plátano todas las mañanas, ¡porque cien señores con
úlcera cenaron ostiones!
MARGOT.- Para que luego digan que los ostiones no sirven de nada.
BEATRIZ.- ¡Margot!
ANTONIA.- (Entrando.) ¡Pero qué es esto! ¡Todas en gran charla! ¡A qué horas vamos a comer!, Cómo estas, linda (A Beatriz.) Margot,
Irene... ¿Y Gloria? ¿No ha llegado? Ernesto no te vayas.
ERNESTO.- Iba a ordenar que trajeran unos cocteles.
BEATRIZ.- Muy buena idea. Me muero de sed.
IRENE.- (A Ernesto.) Entonces, ¿te quedas?
CARMEN.- Sería un desaire a Gloria que te fueras. Ya no debe: tardar.
ANTONIA.- Es extraño que no haya llegado ya. ¡Lupe! (A Ernesto.) Si decides quedarte, voy a mandar a Lupe en el coche.
ERNESTO.- Bueno; como quieras, mamá. Voy a ordenar los cocteles. (Sale.)
ANTONIA.- (A Lupe.) Que la lleve Ricardo, Lupe. Reparta todas esas invitaciones personalmente. Es todo por hoy. Y mañana, no se
le olvide llevar a la muchacha a la Maternidad.
MARGOT.- ¿Qué muchacha?
ANTONIA.- Una. Carmen la recomienda.
CARMEN.- ¿Decía usted?
ANTONIA.- Tu recomendada; trajo una carta tuya. ¿Ya no te acuerdas?
CARMEN.- Ah, sí.
ANTONIA.- Naturalmente, la atendí. Antes no tuve tiempo de decírtelo.
CARMEN.- Gracias. No se arrepentirá.
IRENE.- ¿De cuándo acá tan filantrópica?
CARMEN.- Oh, ya ves...
LUPE.- Con permiso. Hasta mañana, señora. (Sale.)
MARGOT.- Bueno. Yo voy a la cocina. Apuesto a que no habrán sacado la mantequilla ni los huevos del refrigerador. Y luego cuesta
un trabajo que suban...
IRENE.- Yo voy contigo. Si Beatriz insiste tendré que hacer sin apio los canapés.
BEATRIZ.- Vamos. Yo también tengo que trabajar. ¿trajeron sus delantales, muchachas?
ANTONIA.- Hay delantales en el office – en el cajón de en medio.
MARGOT.- Sí, ya sé en cual, yo traje el mío (Salen Margot, Irene y Beatriz.)
ANTONIA.- ¡Qué boruca! ¿Y tú? ¿No vas con ellas?
CARMEN.- No.
ANTONIA.- Qué bueno que convenciste a Ernesto de que se quedara.
CARMEN.- No lo convencí yo. Es que la obedece a usted, como siempre.
ANTONIA.- Hum, no creas... Llega una época en la que los hombres hacen lo que quieren.
CARMEN.- O acaban por creerlo.
ANTONIA.- Hoy, por ejemplo, supe una cosa muy desagradable.
CARMEN.- ¿Sí?
ANTONIA.- De lo que hace Ernesto por las noches; adónde va. Lugares indecorosos y horribles.
CARMEN.- ¡Al cine!
ANTONIA.- No bromees. Clubes nocturnos. Y si siquiera fueran céntricos y elegantes; siquiera como el Patio...
CARMEN.- ¡No me diga! El Waikiki!
ANTONIA.- ¿Frente al Ambassadeurs? Nunca he estado, naturalmente, pero ése no ha de ser tan malo, a juzgar por su ubicación.
CARMEN.- No. Creo que no es malo.
ANTONIA.- Tiene que sentar cabeza, ya es tiempo, Elegir libremente una esposa adecuada y formar un hogar. Créeme que siento que
hayas roto con él. Aunque por otra parte me alegro. Es tan menor que tú, relativamente...
CARMEN.- Y las mujeres envejecemos tan aprisa... Lo ha dicho usted otras veces.
ANTONIA. -Y no es la edad sólo. Es también el carácter, las aficiones. Lo he pensado mucho. Ernesto es lo único que tengo. Debe
casarse, pero permanecer a mi lado, bajo mi guía, bajo mi amparo. En otras palabras: su matrimonio no debe privarme de un hijo.
CARMEN.- Sino enriquecerla con una hija, ¿no es eso?
ANTONIA.- Eso es. Yo no entiendo la familia sino como un vasto matriarcado que se ramifica, pero sin abandonar nunca sus raíces Tú
me comprendes.
CARMEN.- ¡Oh, sí! Perfectamente.
ANTONIA.- ¿Y no me guardas rencor?
CARMEN.- ¡Qué cosas se le ocurren! Rencor ¿por qué?
ANTONIA.- Tú en realidad no naciste para el matrimonio. Te gusta viajar, divertirte...
CARMEN.- Mucho. ¿Adónde le gustaría que me fuera?
ANTONIA.- ¿A mí? Eso es cosa tuya. ¿Piensas irte pronto? ¿De nuevo a Italia?
CARMEN.- Francamente, no lo había pensado. Le agradezco el consejo.
ANTONIA.- Tan fácil que es ahora. En mis tiempos, cuando fuimos a Europa con papá, barco desde Veracruz hasta el Havre. Días y
días, con mareo y aquella comida que llega a darte en cara. Hoy, en un día de avión...
CARMEN.- Ya debería darse una vuelta, para recordar. Los que lo conocieron antes encuentran a París muy cambiado.
ANTONIA.- Y ha de estar, figúrate. Con dos invasiones americanas encima...
CARMEN.- Podría usted aprovechar el viaje de bodas de Gloria.
ANTONIA.- ¿De Gloria?
CARMEN.- Con Ernesto. Clara y usted los cuidarían. Y de paso, recordarían sus tiempos.
ANTONIA.- Entonces, tú también lo has notado
CARMEN.- Sí, lo he notado.
ANTONIA.- A mí me parece muy bien
CARMEN.- Es lo único que importa.
ANTONIA.- ¡Clara y yo somos tan amigas! Como hermanas, casi.
CARMEN:.- Así todo quedará en familia. El matrimonio ideal por partida doble.
ANTONIA.- ¡Tienes que ayudarme!
CARMEN.- ¡De mil amores!
CLARA.- (Entrando con Gloria) ¡Ay, Toña! Llegamos muy tarde, ya lo sé. Pero si vieras cómo estaba ese tráfico ¡Carmela! ¿Las demás,
no han llegado?
CARMEN.- ¡Qué tal, Clara! ¡Gloria!
ANTONIA.- Acaban de irse a la cocina. (A Gloria.) ¡Linda! ¡Qué bueno que viniste!
CARMEN.- ¿No la esperaba?
GLORIA.- (A Antonia.) Gracias, señora.
CLARA.- Vino realmente por acompañarme, pero ella de cocina... No quería venir.
GLORIA.- ¡Oh, no!, ¡mamá! ¡Si sí quería!
ANTONIA.- No es un defecto. (A Gloria.) Siéntate, linda A mí en realidad tampoco me apasiona mucho que digamos, sino que ya ves...
les ha dado por eso ahora.
CARMEN.- La canasta uruguaya o la del mandado. Casi es lo mismo.
CLARA.- ¿Vieras que tampoco el juego le gusta? Es una muchacha rarísima. La tengo que sacar a la fuerza
CARMEN.- ¿Sacarla? o ¿meterla?
CLARA.- Decías.
.
ANTONIA.- Sus juegos de palabras, ya conoces a Carmen. No hay que hacerle mucho caso. ¿Te quitas el sombrero? déjalo ahí, en
cualquier parte.
CLARA.- ¡Ah, sí! ¿Y Luis?
ANTONIA.- Bien, creo que se fue al golf temprano.
CLARA.- Años que no lo veo. No, miento. El domingo lo vimos, ¿verdad, Gloria?
GLORIA.- Si mamá.
CLARA.- Comimos en el Country, allí estaba. Pero nomás de lejos lo vimos.
ANTONIA.- (A Gloria.) ¿Golf sí juegas?
GLORIA.- Un poco. Apenas comienzo.
CLARA.- Acompaña a Alfredo. Ya ves que a él se lo recetaron .después del infarto. Pero sólo nueve agujeros. Y dos veces por semana.
CARMEN.- Los dieciocho en abonos, Como quien dice.
GLORIA.- ¿Usted juega golf?
CARMEN.- Puedes tutearme, querida.
GLORIA.- Ah, sí, claro.
CARMEN.- Yo no, no juego golf. Pero tampoco cocino.
CLARA.- No vayas a decirme que no vas a hacer nada. Mirones no se admiten.
ANTONIA.- Habías quedado en hacer los postres.
CARMEN.- Los habrá, no se apuren. Pero Gloria y yo seremos los jueces del concurso. Si no quién va a juzgar... imparcialmente.
ANTONIA.- Te olvidas de Ernesto. Va a quedarse a comer.
CLARA.- ¿Lo invitaste? Quiero decir; ¿vendrá?
CARMEN.- No ha salido. Fue por unos cocteles. Habrá ido hasta el Polo por el hielo.
CLARA.- (A Antonia.) ¡Ay, ni te lo he dicho! Me lo dijo el propio arzobispo, que fue el sábado a bendecir la casa de Aurora. ¿Por qué
no fuiste? La casa les quedó muy bonita, colonial, con alberca.
ANTONIA: No pude materialmente. ¿Que es lo que dijo Su Ilustrísima?
CLARA.- Que es un hecho que vendrá el Cardenal Agnini para las fiestas de la Basílica. ¡Figúrate!
ANTONIA.- Habrá que recibirla dignamente.
CLARA.- Y podremos aprovecharlo. Yo le pregunté a Su Ilustrísima si los cardenales pueden casar, y dijo que sí, que por supuesto.
Que administran todos los sacramentos.
CARMEN.- Del bautismo a la extremaunción. Han de ser más alegres, con medias coloradas.
ERNESTO.- (Entrando con una -bandeja.) Aquí están ya. Buenos días, Gloria. Señora...
ANTONIA.- Pero ¿y Francisco?
ERNESTO.- Las señoras tienen ocupado a todo el mundo en la cocina. No me soltaban. Y tuve que traerlos yo mismo. (Le ofrece una
copa a Clara.)
CLARA.- Yo no, gracias. Yo voy a la cocina. ¿Vamos, Antonia?
ANTONIA.- SI, vamos. (Ernesto Le Ofrece Una Copa.) Yo no, hijo. (Inicia Su Mutis mientras Ernesto brinda una copa a Gloria, luego
a Carmen; deposita la bandeja en un mueble y empuña su propia copa.)
ERNESTO.- Bueno, ¡salud!
CARMEN.- ¿Sin brindis? No, espera. (Las señoras se vuelven intrigadas a mirar)
¡Gloria! ¡Brinda conmigo!
GLORIA.- A tu salud, Carmen.
CARMEN.- ¡Por los sacramentos!
TELÓN
ACTO SEGUNDO
CUADRO I
La misma escena
Ernesto.hojea los periódicos. Al instante, Lupe aparece por la biblioteca. Se detiene, espera.
ERNESTO.- Ah, sí. Sus periódicos.
LUPE.- No hay prisa, puede usted acabar de leerlos.
ERNESTO.-Hoy tendrá usted mucho que recortar, me imagino.
LUPE.- Sí, en realidad. Aunque casi siempre. Si no es de una cosa, es de otra.
ERNESTO.- Mi madre debería tomar un servicio de cortes. Sería más fácil.
LUPE.- Ya una vez lo hicimos, pero no se puede confiar en ellos. En el legajo de la Sociedad Protectora de Animales, mandaban las
notas sobre el fusilamiento de las vacas aftosas.
ERNESTO.- Un desperdicio, claro.
LUPE.- Sólo yo sé lo que le interesa a la señora que se recorte.
ERNESTO.- No lo dudo. Aunque podrían guardar el periódico entero.
LUPE.- También se colecciona.
ERNESTO.- ¿Por partida doble?
LUPE.- Los periódicos completos, para la hemeroteca de la Sociedad Palas Atenea. Los recortes especializados, según; adonde
correspondan. Por ejemplo, ahora con la llegada del Cardenal...
ERNESTO.- Comprendo. La agencia de recortes habría podido confundir a los cardenales de San Luis con los de Roma.
LUPE.- No entiendo.
ERNESTO.-Es una broma.
LUPE.- ¿Una broma sacrílega?
ERNESTO.- Deportiva, no más.
LUPE.- ¿Desocupó usted ya el Excélsior?
ERNESTO.- Es el que estaba leyendo. ¿Lo necesita?
LUPE.- Describe muy bien la llegada de Su Eminencia, Y trae su bendición autógrafa, y el calendario de sus actividades.
ERNESTO.- En eso no me fijé.
LUPE.- Pero ya sabrá usted que esta noche...
ERNESTO.- Sí, ya lo sé. Cenará aquí.
LUPE.- Prácticamente todo el día va a consagrárselo a las obras de la señora. Antes de venir acá, bautizará a unos niños en la Maternidad.
Eso será a las seis de la tarde. Bendecirá la nueva capilla de los pobres de San Vicente, donde almorzará con las señoras; tomará el
desayuno en la Casa Hogar de Coyoacán...
ERNESTO.- ¿No está usted leyendo en reversa?
LUPE.- Su primer acto de hoy fue la misa solemne en la Basílica. Me encantaría haber ido.
ERNESTO.- ¿No fue usted?
LUPE.- Imposible. Hay mucho que hacer hoy, comulgué, de todas maneras.
ERNESTO.- Aja. Siquiera, ¿no?
LUPE.- Es la primera vez en muchos años que voy a la Villa este día.
ERNESTO.- He oído decir que no puede uno ni acercarse. Danzantes, turistas...
LUPE.- Es un poco difícil, sí, pero vale la pena el esfuerzo. (Pausa. lee.) Ya vio usted lo que dice aquí... Melchorita, como la llama la
señorita Carmen?
ERNESTO.- Nunca leo su columna. Me irrita. ¿Se mete conmigo?
LUPE.- Bueno, sí, un poco; pero para bien. Da a entender que Su Eminencia hizo el viaje expresamente para oficiar en la boda más...
dice "popof", de la temporada.
ERNESTO.- ¡Idiota!
LUPE.- ¿No le gustaría que el cardenal bendijera su unión?
ERNESTO.- Me da lo mismo.
LUPE.- ¿Cómo va a ser lo mismo? Ocasiones como éstas hay pocas. ¡Cuántas parejas hacen el viaje a Roma para casarse allá! O bien,
allá celebran sus bodas de plata, como lo tiene pensado la señora. Usted no tendrá que esperar tanto. Ya están corriendo las
amonestaciones, y además se puede arreglar la dispensa.
ERNESTO.- Está usted en todo, por lo que veo.
LUPE.- Es mi papel... cumplo con mi deber.
ERNESTO.- ¿Fue usted siempre así? ¿O es que mi madre la ha domesticado a su modo?
LUPE.- No sabría decirlo. Perdóneme si le he molestado. No creí que... (Va a retirarse a la biblioteca, cuando)
FRANCISCO.- (Entrapado por la izquierda.) Señorita Lupe, muchos días de éstos. Acepte usted este pequeño regalo. (Le tiende una
cajita.)
LUPE.- Gracias, Francisco. No se hubiera usted molestado.
ERNESTO.- Conque... Claro. Qué torpe soy. Lupe, perdóneme. Muchas felicidades. (La abraza.) Le debo su cuelga
LUPE.- Gracias, joven. No quería yo que se acordaran Qué pena.
FRANCISCO.- Y señorita Lupe: ahí está - un hombre que insiste en ver a la señora.
LUPE.- La señora salió. A misa, desde temprano. No regresará en todo el día. Además, aquí no recibe. Y hoy menos.
FRANCISCO.- Ya se lo dije, pero insiste.
LUPE.- ¿No dijo su asunto?
FRANCISCO.- Dice que sólo se trata de dar las gracias y de pedir un favor.
ERNESTO.- Será al revés, Francisco.
FRANCISCO.- Eso digo yo, pero no. Primero quiere dar las gracias, y luego pedir un favor.
LUPE.- ¿Cree usted que debamos recibirlo?
ERNESTO.- ¿Debamos? Allá usted.
LUPE.- ¿Qué aspecto tiene?
FRANCISCO.- Pues...
ERNESTO.- ¿No trae sotana? ¿Tiene cara de hambre? ¿Chino? ¿Negro?
FRANCISCO.- Ya es grande. Se ve muy derrotado. No muy limpio.
ERNESTO.- ¿No querrá una cama en la Maternidad?
FRANCISCO.- No me pareció, señor.
ERNESTO.- Vendrá a asesinarnos. Debe ser un ateo.
LUPE.- Repítale que no está la señora. Que me vea a mí en el despacho, mañana, a cualquier hora.
ERNESTO.- (A Francisco.) No, espera. Recíbalo, Lupe. Yo me quedo aquí por lo que se ofrezca. (A Francisco.) Hazlo pasar. (A Lupe.)
Devuélvame el Excélsior. (Se hunde a leerlo.)
(Lupe aguarda. Francisco sale por la ir izquierda.)
FRANCISCO.- (Entrando.) Por aquí.
PEDRO.- (Entrando, cohibido.) Gracias.
(Francisco recoge un cenicero y sale hacia la biblioteca. Intrigado.).
LUPE.- Buenos días, Soy la secretaria de la señora Arizmendi.
PEDRO.- Mucho gusto, señorita.
LUPE.- La señora no está. Pero puede hablar conmigo. Es lo mismo.
PEDRO.- Gracias.
LUPE.- (Al ver su indecisión.) Siéntese usted si gusta.
PEDRO.- Gracias. (Se sienta.)
LUPE.- Usted dirá...
PEDRO.- Pues señorita... Es que no sé cómo empezar. Por el camino ya había resuelto qué decir. Esperaba ver a la señora y agradecerle...
(Gimotea.)
LUPE.- ¿Sí?
PEDRO.- Lo que ha hecho por mí por mi hija-. Usted debe saberlo.
LUPE.- Realmente...
PEDRO.- ¡Pobrecita de mi hija! Yo tengo la culpa de todo, lo reconozco. Y le perdono lo que hizo. Qué iba a hacer, sola, ¡desamparada!
Y la señora la amparó. Hizo mis veces. Qué gran corazón. Y bueno, se comprende que a ella la hubiera auxiliado; pero a mí ¿qué
obligación tenía? Ni siquiera estoy seguro de que mi hija se lo haya pedido. Ella qué iba a saber que con una fianza yo podría salir de la
cárcel.
LUPE.- De modo que usted...
(Ernesto se asoma detrás de su periódico.)
PEDRO.- Sí, señorita. Acabo de salir de la cárcel gracias a la señora, a ese ángel protector de los desamparados.
LUPE.- Debe haber un error. La señora...
(Suena en la biblioteca el teléfono.)
PEDRO.- Una fianza. Dos mil pesos. Era todo lo que necesitaba, ¿pero quién iba a dármela? Yo no conocía a nadie. Tres años en la
cárcel y todo por una letra. Yo iba a depositar el dinero, se lo juro, en cuanto me pagaran...
LUPE.- Pero señor, yo le aseguro...
FRANCISCO.- (Entrando de la biblioteca.) Joven, le hablan por teléfono.
ERNESTO.- ¿Quién es?
FRANCISCO.- La Señorita Carmen.
ERNESTO.- ¡Qué fastidio! (A Pedro.) Soy el hijo, único, del ángel protector. Mucho gusto. No, no se levante. Vuelvo en seguida. (Corre
a la biblioteca. No quiere perderse la narración.)
PEDRO.- ¿El joven; es hijo de la señora?
LUPE.- (Levantándose) Mire, señor. Yo puedo asegurarle que la señora nada tiene que ver con su liberación. Debe haber un error.
PEDRO.- No puede haberlo, ¿No le dieron ustedes la cama en la Maternidad... Amparo a Eugenia Suárez, hace dos meses?
LUPE.- En efecto, pero...
PEDRO.- ¿No acaba de tener su niño?
LUPE.- A eso fue.
PEDRO.- ¿Y no sacaron de la cárcel al padre indigno de tan cumplida muchacha?
LUPE.- Usted!
PEDRO.- Yo, señorita. De nuevo padre, y por primera vez abuelo, ¡todo en un solo día! Y hombre libre, todo gracias a la señora ¡y a la
Virgen de Guadalupe!
LUPE.- ¿Qué pruebas tiene usted?
PEDRO.- ¿De que Eugenia sea mi-hija? ¿Lo duda usted?
LUPE.- No. De que la señora lo haya sacado de la cárcel.
PEDRO.- Pruebas, ninguna, claro. Sólo este recado que me entregaron al salir de la cárcel: léalo usted. Bueno, está muy sucio, mojado
con mis lágrimas. Yo se lo leeré: "Se lo debe usted todo a doña Antonia Arizmendi. Su hija dio un mal paso y está en la Maternidad
Amparo, gracias a la señora Arizmendi. Ya es usted abuelo". Y luego aquí las direcciones de la Maternidad y de esta casa. Fui allá
primero, pero no me dejaron entrar a ver a mi hija y a agradecer
LUPE.- Bien. Yo informaré a la señora. Ahora, márchese.
PEDRO.- ¿Podré ver a mi hija? ¿Y a mi nieto?
LUPE.- Mañana, sí. Búsqueme en la Maternidad a las diez de la mañana. Y márchese ahora. Tome. (Le da dinero. Casi lo empuja fuera,)
PEDRO.- ¡Dios se lo pague! ¿Me despide del joven por favor?
LUPE.- Sí, sí adiós. (Sale Pedro.)
ERNESTO.- (Saliendo de la biblioteca.) ¿Se fue ya?
LUPE.- Sí. Tenía prisa.
ERNESTO.- ¿En qué acabó la historia? Era muy divertida. No sabía yo que mamá se dedicara también al rescate de delincuentes.
LUPE.- Es también una obra de caridad.
ERNESTO.- ¿Y lo de su hija? Habló de una hija ¿no?
LUPE.- Si.
ERNESTO.- ¿Alguna oveja descarriada?
LUPE.- Por supuesto.
ERNESTO.- ¿Que ustedes auxilian?
LUPE.- Ya lo oyó usted.
ERNESTO.- Parece usted preocupada, ¿Paso algo?
LUPE.- Oh, no, nada. Es un caso frecuente, no tiene importancia.
ERNESTO.- Es curioso.
LUPE.- ¿Qué?
ERNESTO.- Carmen me preguntó si no habíamos recibido hoy una visita rara.
LUPE.- ¿Eso dijo?
ERNESTO.- Sí. Insistió mucho. Yo creí que se refería al Cardenal. Se rió mucho.
LUPE.- Claro. (Pausa, recoge sus periódicos, preocupada) ¿No va usted a salir?
ERNESTO.- Voy a esperar a Gloria.
LUPE.- En otros tiempos, los novios iban a visitar a las novias.
ERNESTO.-Más que los tiempos, son distintas las circunstancias.
LUPE.- Lo dice usted como si lo lamentara.
ERNESTO.-Lo acepto, simplemente. Tomo las cosas como vienen. ¿No hago bien?
LUPE.- Cuando menos, lo hace usted bien.
ERNESTO.- Me tranquiliza.
LUPE.- ¿El qué?
ERNESTO.- Su... Visto Bueno.
CLARA.- (Entrando, seguida de Gloria. Trae una caja consigo.) Aquí la dejaremos mientras. (Deja la caja sobre un mueble.) Felicidades,
Lupe. ¿Cómo estás, Ernesto?
LUPE.- (Acomidiéndose.) Permítame, señora.
ERNESTO.- Buenos días, señora. Gloria, ¿qué es eso?
GLORIA.- Mamá insistió en traerlo ella misma. Yo le decía que podíamos mandarlo mañana.
CLARA.- Un regalo. No lo he desenvuelto. Pesa bastante. Es de Ortega. (Lupe recoge los periódicos dispersos.) ¿Dónde están poniendo
los regalos? Caben todavía en la biblioteca?
LUPE.- Hemos sumido los libros, y ocupan todos los estantes. También la mesa, por supuesto.
ERNESTO.- No sé qué vamos a hacer con tantas "tachuelas de plata".
GLORIA.- ¡Tachuelas!, ¡qué chistoso nombre!
CLARA.- Se cambian, hijo. O se mandan fundir si ya tiene uno esas piezas. Siempre sucede que le regalan a uno lo que no le hace falta.
Aunque ha habido bodas tan bien organizadas, que dejan dicho en las platerías lo que quieren y así completan su vajilla. Pero da pena,
¿no?
ERNESTO.- Debería dar, claro.
CLARA.- A mí me da hasta que los regalos se exhiban aquí y no en la casa, como debería ser. Pero en fin todo el mundo sabe que
ahorita nosotros prácticamente no tenemos casa, hasta que no acaben la de San Ángel. Siete meses, dijo el arquitecto. Ya pasa del año.
Y si nos hubiéramos ido a Europa mientras como quería Alfredo, menos. El pent house es cómodo, más ahora que nos quedemos solos,
pero no hay materialmente lugar para los regalos. Por eso decidimos Antonia y yo reunirlos aquí, pero la gente sigue mandándolos a
casa.
LUPE.- Aquí han llegado muchos también. Preciosos. (A Gloria.) No quiere usted verlos?
GLORIA.- Ya los vi. antier. ¿Hay más?
ERNESTO.- Tachuelas de plata. Y cinco licuadoras:
CLARA.- ¿Cinco?
LUPE.- Dos son batidoras. Únicamente tres son licuadoras.
CLARA.- Ah, vaya. ¿Por qué no vas a verlas, Gloria?
GLORIA.- Como quieras, mamá.
ERNESTO.-Vamos. Nos llevaremos éste. (Lo toma, mientras caminan hacia la biblioteca.) ¿Qué tienes ganas de hacer? ¿Bádminton?
¿Nadar un rato?
GLORIA.- Me gustaría nadar, pero no traje ropa. Platicaremos, nomás.
ERNESTO.- Bueno, platicaremos. (Salen.)
CLARA.- Bonita pareja, verdad, ¿Lupe?
LUPE.- Perfecta. Ojalá sean felices.
CLARA.- ¿Lo duda usted? Lo tienen todo para serlo: juventud, posición, salud... Pocas veces sucede que todos los interesados en un
matrimonio estén tan de acuerdo como en éste. Las suegras tienen mala fama, pero esta vez no podrían llevarse mejor. Tanto por el lado
de Antonia como por el mío, es como si las dos volviéramos a casarnos en nuestros hijos, así estamos las dos de contentas; como si
nuestra vieja amistad rejuveneciera.
LUPE.- Quizá yo no debiera inmiscuirme, señora, pero ¿está usted segura de que la señorita Gloria quiere a Ernesto? ¿De que está
enamorada de él?
CLARA.- ¿Y de quién más iba a estar enamorada?
LUPE.- ¡Oh, no! No quise decir eso.
CLARA.- ¿Entonces?
LUPE.- Es que puede no conocer a otro muchacho, no pensar en otro, no estar enamorada de otro, y sin embargo... no estarlo de Ernesto.
CLARA.- ¿No le ha correspondido? ¿No ha aceptado voluntariamente el compromiso? Se conocen desde pequeños. Dejaron de verse,
claro, los años de colegio de Gloria en Canadá, pero... pero volvieron a verse ya jóvenes, ya en edad... ¿Por qué dice usted eso? Gloria
está tan enamorada de Ernesto, como él de ella.
LUPE.- Eso es lo que me preocupa.
CLARA.- ¿Qué quiere usted decir?
LUPE.- Señora, perdóneme. A la señora Antonia no me atrevería yo a decirle esto, a hablarle así. Mi respeto por ella llega casi al temor,
y lo que ella obligue a su hijo a hacer...Pero él es hombre. Él, hoy o. mañana, podrá hacer lo que quiera. Gloria no. Ella es mujer, y las
mujeres, una vez trazado un camino, contraído un lazo...
CLARA.- Las mujeres de nuestra clase Usted, que viene de otra, ya debiera haber observado esa diferencia.
LUPE.- La he observado, señora; justamente porque provengo de otra clase. Y me ha dolido verlo. Porque quiero, porque le vivo
agradecida a la señora, me duele el vacío de su vida, que ella procura en vano llenar con mil actividades altruistas.
CLARA.- ¡Se las reprocha usted! Usted, que por ella, ¡por esas actividades altruistas, está entre nosotros!
LUPE.- No se trata de mí, señora. Insúlteme si quiere. Sé cuál es mi lugar. Se trata de la hija de usted, de su felicidad, de su futuro.
CLARA.- De todo eso no se preocupe. Yo me ocupo.
LUPE.- Le pido mil perdones.
CLARA.- No hay de qué. No me ha ofendido usted. Es hasta cierto punto natural que la excesiva confianza que Antonia deposita en
usted la haga a veces... excederse. Pero no se lo tomo a mal. Tiene buena intención, y hasta se lo agradezco. (Lupa calla, humillada.)
¿Qué harán esos chicos?
LUPE.- Habrán ido al jardín.
CLARA.- Yo tengo que irme al almuerzo de San Vicente. Quise nomás dejar a Gloria y el regalo, de paso. ¿Usted se queda? (Se levanta.)
LUPE.- Quisiera ir un momento a la Maternidad. Ya casi terminé los recortes. Puedo acabarlos en casa.
CLARA.- Si quiere la dejo, es camino. Pero el bautizo es en la tarde, ¿no?
LUPE.- Sí, todo está ya listo, pero tengo que hablar con una pensionista de la Maternidad. Un asunto imprevisto y un poco enojoso.
CLARA.- ¿Sí?
LUPE.- No sé si comunicárselo a la señora. Quizás usted pueda ayudarme a resolver. A la señora le disgusta muchísimo que surjan
problemas familiares con las pensionistas. Y esto es tan misterioso además...
CLARA.- (Sentándose de nuevo.) ¿De qué se trata?
LUPE.- Hace un momento vino un hombre a identificarse como el padre de una de las muchachas alojadas en la Maternidad. Acaba dé
salir de la cárcel.
CLARA.- ¡Qué horror!
LUPE.- Es un tipo bastante siniestro.
CLARA.- Ave María Purísima! ¡Un asesino!
LUPE.- Podría ser. Y lo grave, y lo; misterioso, es que afirma que la señora lo sacó de la cárcel.
CLARA.- ¡No es posible! ¿O sí?
LUPE.- Claro que no. Yo lo sabría. De todos modos, ese hombre llegó aquí, sabe que su hija está en la Maternidad, que ha tenido un
hijo, quiere verla...
CLARA.- Su hija lo habrá informado...
LUPE.- Lo curioso es que no. Hace tres años que no saben uno del otro.
CLARA.- ¿Y entonces?
LUPE.- Hay algo raro en todo esto. Muy raro. Sé muy bien quién es la muchacha Eugenia Suárez.
CLARA.- ¿Quién la recomendó? Supongo que no la habrán admitido sin recomendación.
LUPE.- No, claro; la traía. De la señorita Carmen.
CLARA.- Entonces no hay por qué temer. Con preguntarle a Carmen... Ella ha de saber lo del padre. Y a lo mejor ella es quien lo sacó.
LUPE.- ¿También usted lo cree?
CLARA.- Es muy fácil salir de dudas. Podemos hablarle por teléfono.
LUPE.- No, mejor no.
CLARA.- Por qué no? Está usted muy misteriosa. le pasa que le pasa?
LUPE.- Es que en todo esto hay circunstancias extrañas. Desde la recomendación de la muchacha. Nunca ha visto ella a la señorita
Carmen.
CLARA.- Cómo la recomendó entonces?
LUPE.- De un modo muy extraño. Por trasmano, diríamos. Y en cuanto al padre, también él recibió un simple recado al salir de la cárcel,
de donde en ese recado le dicen que lo sacó la señora. Y no es cierto, me consta.
CLARA.- Y piensa usted que Carmen... ?
LUPE.- Mientras estaba ese hombre aquí, la señorita Carmen llamó por teléfono, y le preguntó a Ernesto si no había recibido una visita
rara. Eso me hizo sospechar.
CLARA.- Que curioso! Pero en todo caso qué puede proponerse Carmen?
LUPE.- Temo que nada bueno. Está dolida, resentida. Finge que no, pero yo siento que su ruptura con el joven Ernesto, cuando todo
estaba ya tan adelantado...
CLARA.- Allá ella. ¿No será que usted hubiera preferido que Ernesto se casara con Carmen?
LUPE.- Oh, no, señora! A decir verdad, nunca estuve de acuerdo.
CLARA.- Es usted difícil de complacer...
LUPE.- Pero ahora no se trata de eso. Este asunto del presidiario me ha puesto nerviosa. Tengo que aclararlo.
CLARA.- Vamos pues. La dejaré en la Maternidad.
LUPE.- Permítame nomás guardar estos periódicos. (Va hacia la biblioteca. Entra.)
GLORIA.- (Seguida de Ernesto, sale de la biblioteca.)¿Nos vamos, mamá?
ERNESTO.- ¿Te vas con ella?
CLARA.- SI quieres, quédate. Lupe se va conmigo.
ERNESTO.- Hoy no hay comida en esta casa, pero podemos anticiparnos a la cena. Algo habrá.
GLORIA.- Me quedo, mamá?
CLARA.- Bueno, quédate. Pero no puedo mandarte el coche.
ERNESTO.- Yo te llevo a la tarde.
GLORIA.- Bueno.
CLARA.- Temprano, eh? Tienes que arreglarte.
GLORIA.- Sí. Ya estoy peinada.
(Lupe aparece bajando.)
LUPE.- Cuando usted disponga, señora.
CLARA.- Adiós, Ernesto. Pórtense bien. (Salen Clara y Lupe)
LUPE.- Con permiso, señorita Gloria. (Salen.)
ERNESTO.-¿Qué hacemos? ¿Quieres ir al jardín?
GLORIA.- No. Hace frío.
ERNESTO.- Y querías nadar...
GLORIA.- No me acordaba del frío.
ERNESTO.- Quieres un whiskey?
GLORIA.- No. Sabe a medicina.
ERNESTO.- Otra cosa!
GLORIA.- No, nada, gracias.
ERNESTO.- Quieres oír música?
GLORIA.- Si tú quieres...
ERNESTO.- No, yo no. Lo decía por si te divierte.
GLORIA.- Yo estoy bien así, pero si quieres, pon un disco
ERNESTO.- ¿Qué te gusta?
GLORIA.- ¿Qué tienes?
ERNESTO.- Hay de todo aquí. Beethoven, Berlioz, Brahms, Mendelssohn, Mozart, Ravel, Strawinsky, Tchaikowsky... Por riguroso
orden alfabético.
GLORIA.- ¿No tienes discos de Carmen Cavallaro?
ERNESTO.- Si, claro. Aquí están, ¿también a ti te gustan?
GLORIA.- Mucho.
ERNESTO.- ¿Más que la música seria?
GLORIA.- Ésa me aburre.
ERNESTO.- ¿Cómo entonces nunca faltas a la sinfónica?
GLORIA.- ¡Qué remedio! Mamá me lleva.
ERNESTO.- ¿Haces siempre lo que quiere tu madre?
GLORIA.- Siempre. ¿Tú no?
ERNESTO.- Sí. Es ridículo.
GLORIA.- ¿Por qué?
ERNESTO.- En un hombre, sí. En una mujer es lo natural, pero uno... uno debería rebelarse, imponerse...
GLORIA.- ¿Te ha obligado tu madre a hacer algo que no quieras?
ERNESTO.- No, en realidad. Lo que me molesta es que sea ella siempre quien toma las decisiones. Aunque sean la mismas que yo
tomara por mi cuenta.
GLORIA.- ¿Te refieres a nosotros?
ERNESTO.- Pues sí, por ejemplo. No es que yo no quiera, Gloria, ni que crea que no podamos ser felices. Es que me irrita que ella
disponga de nuestras vidas como propias; que en todo esté, que todo lo ordene.
GLORIA.- Yo también he pensado mucho. Pero yo me resigno. Estoy tan acostumbrada!
ERNESTO.- Pero tú me quieres,¿verdad? Tú me aceptaste libre, voluntariamente, ¿no?
GLORIA.- Claro que te quiero. Siempre te he querido, como hermano, como de la familia. Nuestro noviazgo y nuestro matrimonio me
parecen sencillamente naturales, como el curso obligado, como la continuación normal de mi vida.
ERNESTO.- ¿Nunca has querido a otro?
GLORIA.- No. A nadie.
ERNESTO.- Y a mí, ¿me quieres mucho, mucho?
GLORIA.- Con pasión, como en el cine, francamente no. Estoy acostumbrada a ti. Creo que en eso consiste quererse ¿Y tú? ¡Oh!,
supongo que no te lo debo preguntar, en los hombres es distinto, pero dime,... ¿tú has querido a otra?, ¿O quieres a otra?
ERNESTO.- Sí, es distinto, pero te lo diré. Hubo una muchacha... Fue una relación de otra clase. No habría podido casarme con ella.
Nunca lo pensé siquiera, ni ella. Nunca supo siquiera mi verdadero nombre. Me creía un estudiante pobre.
GLORIA.- ¿Y la quisiste? ¿La quieres todavía?
ERNESTO.- No he vuelto a saber de ella. ¿Para qué? Pero ahora se trata de nosotros; de ti, sobre todo: ¿Has pensado en lo que es el
matrimonio? Unirse para toda la vida; tomar los votos, como una monja al profesar, para consagrarse a un solo hombre. Se necesita más
que un afecto de hermanos para consumarlo.
GLORIA.- No sé. Supongo que todo irá normalmente: que viajaremos, pondremos nuestra casa, tendremos hijos... y que ellos a su vez
serán como nosotros, cuando tú y yo seamos como son nuestros padres y. como han sido nuestros abuelos. Es lo natural, ¿no? Es como
hemos sido educados tú y yo, y nuestros padres. Tú manejarás los negocios de tu padre, y yo...
ERNESTO.- Tú aprenderás a beber whiskev, y a jugar canasta uruguaya, y a aplaudir a Beethoven y a coser miércoles para los niños
pobres...
GLORIA.- Sí, como mi madre, como la tuya.
ERNESTO.- Gloria. Estamos a tiempo.
GLORIA.- Se acabó el disco.
ERNESTO.- Gloria...
GLORIA.- Pon otro, ¿quieres? De Cavallaro...
Ernesto lo pone. Empieza a sonar. Cae muy lentamente el
TELON