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PREPARACIÓN
 PRÓXIMA
 AL
 MATRIMONIO:
 ACOMPAÑAMIENTO
 DE
 LOS


NOVIOS
EN
SU
ITINERARIO
DE
FE
Y
DE
MADURACIÓN
VOCACIONAL.

José
Noriega
Bastos.


1.‐
Planteamiento
del
problema.

2.‐
La
cuestión
central
en
el
noviazgo:
alcanzar
la
integración.

2.1.‐
Noviazgo
y
sentido
de
la
vida.

2.2.‐
La
dificultad
del
noviazgo.

2.3.‐
La
tarea
del
noviazgo.

2.4.‐
La
construcción
del
sujeto
y
el
ideal
de
comunión.

2.5.‐
La
verificación
del
amor.

2.6.‐
La
Iglesia,
hogar
para
los
novios.

3.‐
Un
obstáculo
esencial:
las
relaciones
prematrimoniales.

4.‐
Conclusión.


1.‐
PLANTEAMIENTO
DEL
PROBLEMA.



 La
 dificultad
 mayor
 con
 que
 se
 encuentran
 una
 gran
 parte
 de
 los
 novios

que
 hoy
 se
 casan
 no
 es
 sólo
 que
 no
 entiendan
 la
 profundidad
 del
 amor
 que
 se

desean
y
prometen
mutuamente,
o
que
el
planteamiento
de
su
noviazgo
y
futuro

matrimonio
esté
en
contraste
con
lo
enseñado
por
la
Iglesia,
sino
principalmente

que
su
amor
es
frágil.
Su
personalidad
moral
es
una
personalidad
débil
y
por
ello,

después
 de
 casarse
 se
 sienten
 abrumados
 y
 sobrepasados
 por
 las
 dificultades

que
se
les
presentan
en
su
nueva
vida
de
matrimonio.
Intentan
solucionar
estas

dificultades
 sin
 atacar
 de
 raiz
 la
 cuestión
 implicaría
 colocar
 un
 parche
 o
 un

remiendo,
 que
 tarde
 o
 temprano
 manifestaría
 la
 inviabilidad
 de
 la
 misma
 vida

conyugal,
desgarrándose
la
tela
toda.
Por
ello,
muchos
de
los
conflictos
de
fondo

que
se
manifiestan
después
son
cuestiones
que
no
han
sido
abordadas
en
toda
su

densidad
durante
el
noviazgo.



 Estas
dificultades
no
son
propiamente
problemas
que
pudieran
tener
una

solución
más
o
menos
practicable
en
dependencia
de
la
mayor
o
menor
argucia

de
 las
 personas
 para
 solucionarla.
 Ciertamente
 la
 psicología
 y
 la
 sociología

podrán
ofrecer
determinados
elementos,
en
ocasiones
decisivos,
pero
la
solución

será
parcial
si
no
afronta
el
misterio
que
se
esconde
detrás
de
esas
dificultades.

Ya
 el
 filósofo
 existencialista
 Gabriel
 Marcel
 había
 distinguido
 entre
 dos

realidades
muy
distintas:
el
problema
y
el
misterio.




 Problema
 sería
 aquella
 cuestión
 que
 plantea
 una
 dificultad
 técnica,

solucionable
 a
 través
 de
 la
 propia
 razón
 y
 que
 por
 ello
 permanece
 en
 manos

siempre
 del
 propio
 dominio:
 sería
 por
 ello,
 susceptible
 de
 manipulación.
 Por
 el

contrario,
el
misterio
implica
una
cuestión
que
desborda
a
la
propia
racionalidad,

ante
 la
 que
 no
 cabe
 una
 solución
 técnica,
 por
 lo
 que
 la
 razón
 no
 podrá

manipularla.
 La
 actitud
 apropiada
 ante
 el
 misterio
 sería
 la
 de
 acogida,
 la
 de

veneración.



 Los
 novios
 son
 conscientes
 de
 que
 se
 encuentran
 ante
 un
 misterio,
 y
 no

ante
 problemas
 técnicos.
 Su
 propia
 experiencia
 de
 la
 novedad
 que
 implica
 el

amor
en
sus
vidas
les
hace
intuir
que
están
llamados
a
algo
mucho
más
grande



 1

que
ellos
mismos,
mucho
más
grande
que
sus
proyectos
y
deseos.
Descubren
que

su
vida
esconde
una
vocación
que
les
trasciende
y
que
el
tiempo
que
ahora
se
les

abre
 y
 se
 les
 da,
 anterior
 a
 su
 matrimonio,
 es
 un
 tiempo
 de
 gracia
 en
 el
 que

pueden
paulatinamente
prepararse
a
los
retos
que
les
va
a
implicar.



 La
 Iglesia,
 cuando
 habla
 a
 los
 novios,
 no
 les
 habla
 desde
 una
 tradición

fosilizada
 de
 esquemas
 morales
 pasados
 de
 moda,
 sino
 que
 les
 habla
 desde
 la

experiencia
 del
 misterio
 del
 amor
 de
 Cristo,
 y
 lo
 que
 quiere
 es
 ayudarles
 a

clarificar
 el
 misterio
 de
 su
 vocación
 y
 cómo
 pueden
 ellos
 prepararse

efectivamente
a
acogerlo
y
vivirlo
en
su
plenitud.
Por
ello
no
se
inmiscuye
en
un

terreno
que
no
le
competa,
o
pretenda
hacer
valer
determinadas
normas
ligadas

a
 contextos
 socioculturales
 ya
 pasados.
 Vuelvo
 a
 repetir,
 sería
 un
 craso
 error

abordar
 el
 noviazgo
 desde
 la
 problemática
 que
 conlleva
 su
 vivencia
 en
 los

jóvenes
actuales.
No
les
ayudaríamos
de
verdad
si
no
les
descubrimos
el
misterio

al
que
se
preparan
a
vivir
en
su
carne,
que
es
el
misterio
del
amor
esponsal
de

Cristo
por
su
Iglesia
(Ef
5).



 Y
 como
 todo
 misterio
 cristiano,
 también
 el
 misterio
 del
 amor
 esponsal

asume
en
sí
mismo
la
lógica
de
la
Encarnación.
Por
ello
la
cuestión
definitiva
en

el
 noviazgo
 es
 la
 preparación
 de
 su
 propia
 carne
 a
 acoger
 el
 don
 del
 amor

esponsal
en
la
unidad
de
los
dos.



 Intentaré
desarrollar
en
este
estudio
en
primer
lugar
lo
que
esto
implica

para
 el
 noviazgo,
 para
 pasar
 en
 un
 segundo
 momento
 a
 abordar
 una
 dificultad

decisiva
que
encontramos
en
la
vivencia
de
tantos
novios
que
al
no
comprender

la
 densidad
 de
 la
 unión
 de
 la
 carne,
 la
 anticipan.
 El
 influjo
 que
 supone
 esta

mentalidad
para
la
comprensión
de
la
relación
propiamente
conyugal
es
radical,

como
veremos.


2.‐
LA
CUESTIÓN
CENTRAL
EN
EL
NOVIAZGO:
ALCANZAR
LA
INTEGRACIÓN.


2.1.‐
Noviazgo
y
sentido
de
la
vida.



 En
 ocasiones
 se
 oye
 hablar
 del
 noviazgo
 como
 de
 un
 tiempo
 de

discernimiento.
 El
 motivo
 de
 ese
 discernimiento
 vendría
 determinado
 por
 la

dificultad
de
conocer
si
esta
persona
concreta
es
o
no
la
mujer
o
el
hombre
de
mi

vida,
 aquel
 o
 aquella
 con
 la
 que
 compartir
 y
 realizar
 las
 esperanzas
 e
 ilusiones

que
 uno
 posee
 en
 lo
 más
 íntimo
 de
 su
 ser.
 En
 este
 sentido
 se
 abre
 una
 duda

existencial
sobre
lo
que
la
otra
persona
quiere
de
veras,
y
si
será
capaz
o
no
de

satisfacer
las
propias
expectativas.



 Ese
 planteamiento,
 sin
 embargo,
 desconoce
 algo
 esencial:
 y
 es
 que
 el

hombre
no
sabe
todavía
cuál
es
el
sentido
de
su
vida,
qué
quiere
hacer
con
ella.

Se
trata
del
sentido
existencial
de
la
propia
vida,
que
no
es
en
modo
alguno
una

cuestión
 teórica,
 sino
 existencial,
 ya
 que
 expresa
 la
 plenitud
 de
 la
 propia

humanidad
 asumida
 de
 una
 forma
 personal
 gracias
 al
 descubrimiento
 que



 2

realizará
en
los
distintos
encuentros
con
otras
personas1:
el
sentido
de
la
vida
no

es
algo
que
uno
pueda
deducir
con
su
inteligencia,
sino
algo
que
se
le
da
y
se
le

revela
a
la
persona:
por
ello
lo
podrá
reconocer
como
su
propio
fin,
amándolo.



 Son
 distintos
 los
 encuentros
 interpersonales
 que
 revelan
 aspectos

esenciales
de
la
vida:
entre
ellos
destaca
el
encuentro
del
niño
con
sus
padres
y

hermanos,
 por
 el
 que
 descubre
 su
 ser
 de
 hijo
 en
 cuanto
 que
 le
 es
 dado

previamente
y
en
cuanto
que
es
participado
con
sus
hermanos
sin
que
él
lo
haya

elegido.
 Se
 trata
 del
 elemento
 esencial
 de
 la
 identidad
 del
 hombre,
 la
 primera

respuesta
 que
 podemos
 dar
 de
 una
 forma
 existencial
 a
 la
 inquietante
 pregunta

¿quién
soy
yo?
Yo
soy,
ante
todo,
hijo,
porque
existe
un
amor
que
me
precede
y

que
me
ha
llamado
a
la
vida.



 Pero
la
pregunta
sobre
la
propia
identidad
no
queda
respondida
de
todo

con
la
afirmación
de
muestro
ser
filial.
Porque
el
sentido
de
mi
propia
identidad

me
 proyecta
 a
 una
 plenitud
 que
 no
 sólo
 recibo,
 sino
 que
 también
 construyo.

Existe
otro
encuentro
interpersonal
en
la
vida
de
una
persona,
del
todo
especial,

y
 es
 cuando
 se
 pone
 en
 juego
 la
 diferenciación
 sexual:
 se
 trata
 del
 encuentro

entre
 un
 hombre
 y
 una
 mujer
 que
 acontece
 en
 el
 interior
 de
 cada
 uno
 de
 ellos,

cuando
ante
una
determinada
persona
de
sexo
contrario,
surge
la
experiencia
del

amor.



 Este
encuentro
revela
al
hombre
un
sentido
nuevo
de
su
vida,
el
hombre

existe
 también
 para
 crear
 en
 él
 una
 comunión
 de
 personas
 llegando
 a
 ser
 una

sola
carne.
La
unión
en
la
carne
se
les
presenta
con
toda
su
belleza,
ya
que
ella

posibilita
 una
 unión
 absolutamente
 singular
 entre
 ambos,
 una
 unión
 conyugal

que
implica
una
totalidad
peculiar,
una
exclusividad
singular
y
una
capacidad
de

expandir
 la
 propia
 comunión2.
 Es
 una
 unión
 que
 se
 basa
 en
 una
 identidad
 de

ambos
y
en
una
diferencia
en
la
forma
de
ser
hombres.
La
peculiaridad
mayor
se

encuentra
en
que
la
diferencia
no
es
vista
como
una
oposición,
una
separación,

sino
como
una
ocasión
de
comunión.
La
alteridad
de
la
otra
persona
implica
una

diferenciación
sexual
que
es
asimilada
en
la
tensión
de
amor,
por
lo
que
el
amor

no
elimina
jamás
la
diferencia,
sino
que
la
promueve.
La
comunión
de
dos
seres

de
 idéntica
 dignidad
 pero
 diferentes
 en
 el
 modo
 como
 ambos
 viven
 la

humanidad,
 se
 realiza
 en
 la
 unión
 de
 la
 carne
 y
 en
 ella
 es
 vivida
 por
 la

complementariedad
que
implica.


La
 diferenciación
 sexual
 posibilita
 una
 comunión
 enteramente
 personal
 que

proyecta
 a
 la
 persona
 a
 su
 construcción.
 La
 atracción
 sexual
 desvela
 al
 hombre

paulatinamente
 su
 misterio,
 ya
 que
 ella
 es
 una
 llamada
 a
 la
 comunión,
 cuya

especificidad
propia
es
de
aquellos
que
la
sienten
deben
construirla,
hacerla
real,

actual,
porque
se
les
da
solamente
en
promesa.



2.2.‐
La
dificultad
del
noviazgo.



























































1
Cfr.
J.J.
Pérez
Soba,
“Dall´incontro
alla
comunione”,
en
L.
Melina‐J.
Noriega,


Domanda
sul
bene
e
domanda
su
Dio,
PUL‐Mursia

Roma
1999.

2
A.
Scola,
Il
misterio
nuziale,
1.
Uomo
e
donna,
PUL‐Mursia,
Roma
1999.



 3


 Es
 ahora
 cuando
 se
 le
 desvela
 al
 hombre
 la
 dificultad
 de
 su
 vocación,

porque
 la
 carne
 posibilita
 una
 comunión
 y
 llama
 a
 ella,
 pero,
 sin
 embargo,
 el

hombre
 no
 se
 encuentra
 preparado
 para
 realizar
 una
 comunión
 personal
 en
 la

carne
misma.
Ello
se
debe
a
que
se
trata
de
una
comunión
propiamente
personal,

para
 la
 que
 no
 basta
 la
 sola
 atracción
 de
 la
 carne
 o
 la
 sola
 afinidad
 afectiva.
 La

comunión
personal
sólo
es
posible
por
la
intervención
de
un
elemento
nuevo
que

es
la
propia
libertad,
que
lleva
al
hombre
al
don
de
sí
mismo.
Este
don
implica
un

doble
 movimiento:
 en
 cuanto
 don
 es
 la
 entrega
 del
 propio
 ser
 a
 la
 persona

amada,
pero
en
cuanto
don
personal,
pretende
la
respuesta
de
la
persona
amada,

por
lo
que
implica
la
acogida
de
la
otra
persona
como
ella
es
en
sí
misma.



 El
don
de
la
persona
por
el
que
ambos
construyen
la
mutua
comunión
se

basa
y
se
apoya
en
los
diversos
dinamismos
que
se
activan
en
la
experiencia
de

encuentro
con
la
otra
persona
sexuada
en
forma
diferente.
La
originalidad
de
la

experiencia
del
amor
revela
al
hombre
facetas
nuevas
de
su
ser,
y
gracias
a
esta

experiencia
aprende
a
reconocer
su
riqueza
y
complejidad.
Son
dinamismos
que

poseen
 una
 capacidad
 de
 reacción
 peculiar
 y
 original
 de
 la
 que
 se
 deriva
 una

finalidad
 propia3:
 se
 trata
 del
 dinamismo
 corporal
 que
 reacciona
 a
 los
 valores

corporales
 y
 está
 finalizada
 en
 la
 unión
 corporal;
 del
 dinamismo
 afectivo,
 que

reacciona
ante
los
valores
ligados
a
la
masculinidad
o
feminidad
y
que
pretende

la
unión
afectiva;
del
dinamismo
espiritual
que
reacciona
ante
la
divinidad
de
la

persona
 misma
 y
 está
 finalizada
 en
 la
 comunión
 personal;
 y
 del
 dinamismo

trascendental,
 que
 reacciona
 ante
 el
 misterio
 que
 esconde
 cada
 persona
 y
 está

finalizado
en
la
comunión
con
Dios.



 La
 complejidad
 de
 estos
 dinamismos
 que
 se
 van
 despertando

paulatinamente
implica
una
novedad
en
la
propia
vivencia
de
los
novios,
ya
que

experimentan
estos
dinamismos
como
propios,
pero
en
una
tensión
entre
sí.
Esto

es,
son
dinamismos
que
pueden
contraponerse
dentro
de
la
misma
persona
o
en

relación
 a
 la
 persona
 amada.
 Y
 cuando
 quiere
 controlarlos,
 enfocarlos,

experimenta
 que
 no
 posee
 sobre
 ellos
 un
 control
 claro.
 Lo
 que
 el
 hombre

experimenta
es
que
estos
dinamismos
no
se
hallan
integrados
por
sí
mismos,
que

pueden
 reaccionar
 de
 modo
 separado,
 desintegrando
 al
 hombre
 y
 haciendo

imposible
el
don
de
sí
mismo
y,
por
ende,
la
misma
comunión.



 La
 propia
 experiencia
 de
 la
 atracción
 entre
 un
 hombre
 y
 una
 mujer
 se

complica
y
se
agrava
cuando
al
dinamismo
del
deseo
se
introduce
el
problema
de

la
 concupiscencia
 fruto
 del
 pecado
 original:
 tras
 el
 pecado
 de
 paraíso
 lo
 que

queda
 modificado
 inmediatamente
 es
 la
 mirada
 de
 Adán
 a
 Eva
 y
 viceversa,
 ya

que
 inmediatamente
 se
 cubren
 y
 se
 acusan
 mutuamente.
 En
 la
 armonía
 del

principio
nace
una
mirada
que
se
fija
en
el
cuerpo
como
posible
objeto
de
placer,

olvidando
 su
 carácter
 personal
 y
 esponsal,
 para
 inaugurar
 una
 relación
 de

dominio
 sobre
 el
 otro:
 como
 si
 la
 sexualidad
 ya
 no
 fuese
 para
 posibilitar
 la

comunión
sino
el
placer4.
El
amor
se
hace
“curvo”,
concentrándose
ya
sea
en
la



























































3
Cfr.
K.
Wojtyla,
Amor
y
responsabilidad,
Razón
y
Fe,
Madrid
1979.

4
Cfr.
Giovanni
Paulo
II,
Uomo
e
donna
lo
crèo,
Città
Nuova
Editrice,
Roma
1985,


121‐144



 4

misma
persona
y
olvidándose
del
otro,
ya
sobre
los
mismos
novios,
haciendo
que

vivan
en
un
intimismo
su
propio
amor5.


El
deseo
entre
ambos
se
muestra
así
ambiguo
y
concupiscente,
fragmentando
la

posibilidad
misma
de
relación
entre
ellos
y
la
misma
interioridad
de
la
persona:

entre
la
dignidad
que
reconoce
al
otro
y
el
deseo
del
placer,
entre
la
idealización

y
 la
 necesidad
 de
 aceptar
 al
 otro
 como
 es.
 La
 sexualidad
 es
 vivida
 ahora
 como

una
experiencia
desgajada
del
conjunto
de
la
persona
y
del
ideal
de
plenitud
de

su
vida.



2.3.‐
La
tarea
del
noviazgo.



 La
propia
experiencia
de
atracción
que
la
otra
persona
suscita
en
uno
y
la

proyección
que
implica
hacia
una
comunión
personal
nos
manifiestan
cuál
es
la

tarea
fundamental
durante
el
noviazgo:
se
trata
de
la
integración
paulatina
de
los

diversos
dinamismos
hasta
llegar
a
posibilitar
el
don
de
sí
mismos
enteramente

libre
y
gozoso
por
la
entrega
y
por
la
acogida
mutua.
Los
novios
experimentan
la

necesidad
 de
 construirse
 a
 sí
 mismos
 primeramente
 y
 a
 la
 vez
 ayudar
 a
 la

persona
amada
a
construirse
a
sí
misma.



 Ahora,
 cuando
 la
 persona
 quiere
 unificar
 e
 integrar
 estos
 dinamismos

diversos,
percibe
que
no
posee
un
control
sobre
ellos
definitivo.
Su
impulsividad

sexual
 escapa
 en
 muchas
 ocasiones
 a
 su
 voluntad,
 y
 la
 dinámica
 afectiva
 que

despierta
 el
 amor
 con
 sus
 distintos
 movimientos
 de
 unión,
 odio,
 esperanza,

desesperanza
 y
 tristeza
 no
 son
 directamente
 influenciables
 por
 la
 inteligencia:

más
aún,
cuando
quiere
dominarlos,
se
revelan
contra
él.
Ya
el
mismo
Aristóteles

afirmaba
que
el
hombre
no
posee
un
dominio
total
sobre
su
afectividad,
porque

ella
 tiene
 un
 dinamismo
 propio
 que
 depende
 de
 los
 bienes
 concretos
 que
 se
 le

presentan
y
que
convienen
a
su
situación
existencial.


Ahora
bien,
no
siendo
directamente
espiritual,
la
afectividad
es
plasmable
por
el

espíritu:
 aunque,
 es
 cierto,
 de
 modo
 indirecto.
 Esto
 es,
 la
 misma
 razón
 puede

“seducir”
a
la
afectividad
con
la
belleza
del
bien
de
la
comunión
que
le
propone,

mostrándole
 como
 sus
 mismos
 dinamismos
 e
 intereses
 no
 quedan
 olvidados
 ni

perdidos
 si
 secunda
 tal
 ideal,
 sino
 engrandecidos.
 El
 espíritu
 es
 capaz
 de

“convencer”
a
la
afectividad
como
el
buen
gobernante
convence
a
súbditos
libres

acerca
de
sus
planes,
atrayéndoles
por
la
verdad
y
posibilidad
de
sus
propuestas.

Se
trata
de
un
gobierno
político,
como
de
ciudadanos
libres,
adquirido
a
base
de

trabajo
e
inteligencia.



 Aparece
así
clara
la
necesidad
de
“construir
a
la
persona”,
de
construir
un

sujeto
 integrado,
 capaz
 de
 amar
 con
 todo
 su
 ser,
 sin
 divisiones
 ni
 tensiones

internas.
Amar
con
pasión
y
con
cabeza,
con
afecto
y
con
humildad,
con
coraje
y

con
sencillez,
no
es
fruto
de
un
flechazo,
ni
de
una
experiencia,
sino
de
un
trabajo

y
del
tesón
que
se
ha
puesto
en
ello.



























































5
Pontificio
Consejo
para
la
Familia,
Preparación
al
sacramento
del
matrimonio,


1996.



 5


 El
peor
mal
de
unos
novios
es
no
darse
cuenta
de
la
necesidad
que
tienen

de
ayudarse
a
construir
mutuamente,
de
amarse
con
inteligencia.
Al
giro
de
unos

años
 se
 encontrarán
 desilusionados
 y
 vacios
 ¿Por
 qué?
 ¡Por
 que
 pensaban
 que

bastaba
sólo
el
amor,
que
bastaba
sólo
cultivar
el
sentimiento
del
amor!


2.4.‐
La
construcción
del
sujeto
y
el
ideal
de
comunión.


¿En
 dónde
 se
 basa
 la
 construcción
 del
 propio
 sujeto?
 Esta
 construcción
 sólo

puede
 basarse
 de
 una
 forma
 eficaz
 y
 duradera
 en
 lo
 que
 la
 experiencia
 del

encuentro
con
la
otra
persona
ha
despertado
en
ambos.
Aquella
experiencia
les

mostró
cómo
la
soledad
no
era
el
destino
del
hombre,
sino
la
comunión
que
se

les
daba
en
promesa.
Se
trataba
de
una
comunión
entrevista
y
que
en
razón
de
su

intrínseca
 fuerza
 y
 de
 su
 propia
 belleza
 sedujo
 a
 ambas
 personas.
 Su
 belleza

estaba
constituida
por
el
ideal
de
una
comunión
interpersonal
en
la
que
ambos

se
 entreguen
 y
 se
 acojan
 mutuamente,
 y
 porque
 se
 les
 da
 en
 promesa,
 deben

creer
 en
 él
 y
 esperar
 alcanzarlo.
 Lo
 que
 es
 definitivo
 en
 este
 momento
 es
 que

ambos
 tengan
 una
 misma
 fe
 y
 una
 esperanza.
 Ya
 Lewis
 había
 afirmado
 esta

realidad
 al
 describir
 el
 nacimiento
 de
 la
 amistad
 no
 en
 cuanto
 las
 personas

amadas
 se
 concentran
 en
 sí
 mismas,
 sino
 en
 un
 ideal
 común:
 “Pero

¿cómo?¿También
 tú?,
 pensaba
 que
 yo
 era
 el
 único”…
 Cuando
 dos
 personas
 de

este
 tipo
 se
 encuentran
 juntos,
 cuando
 en
 grandes
 dificultades,
 condividen
 la

misma
 visión,
 entonces
 nace
 la
 amistad””En
 este
 sentido
 la
 frase
 ¿me
 quieres

bien?
 Significa
 ¿ves
 la
 misma
 verdad?
 O
 por
 lo
 menos,
 ¿valoras
 la
 misma

verdad?”6



 La
 promesa
 que
 han
 intuido
 trasciende
 a
 ambas
 personas.
 Y
 trasciende

por
 ello
 sus
 propios
 deseos
 y
 estados
 afectivos,
 sus
 propias
 historias
 y
 sus

proyectos,
su
manera
de
ser
y
de
enfocar
las
cosas.
Es
esta
trascendencia
de
su

propia
 vocación
 que
 intuyen
 la
 que
 les
 permite
 trascenderse
 a
 sí
 mismos:

superar
el
influjo
tan
poderoso
de
su
historia,
de
su
manera
de
ser,
de
sus
deseos

y
 proyectos,
 para
 ir
 integrándose
 paulatinamente,
 superándose
 a
 sí
 mismos
 en

orden
a
ser
capaces
de
entregarse
y
acogerse.


2.5.‐
La
verificación
del
amor.



 Nos
encontramos
ante
un
momento
decisivo
en
la
vida
de
una
persona,
y

es
el
momento
de
la
personalización
de
todo
lo
que
ha
acontecido
en
ella
por
la

experiencia
de
su
verdad.
El
amor
tiene
su
verdad.
No
todas
las
verdades
lo
son

del
 mismo
 tipo:
 la
 verdad
 del
 amor
 es
 una
 verdad
 singular,
 no
 verificable

empíricamente,
 ni
 ajena
 a
 uno
 mismo
 o
 externa
 a
 él,
 ni
 deducible
 de
 otras

experiencias
humanas:
se
trata
de
una
verdad
intersubjetiva
que
pone
en
juego

la
 subjetividad
 de
 dos
 personas.
 Ahora
 bien,
 no
 por
 ello
 deja
 de
 ser
 verdad.

Todos
hemos
tenido
experiencia
de
lo
tremendamente
decepcionante
que
es
un

amor
falso
y
de
las
heridas
que
causa
en
el
propio
interior.
Sólo
la
decisión
a
vivir

en
 la
 verdad
 del
 amor
 hará
 posible
 que
 los
 novios
 que
 acaban
 de
 descubrir
 su

amor
 y
 con
 ello
 el
 sentido
 de
 su
 vida
 puedan
 ir
 alcanzando
 paulatinamente
 la



























































6
C.S.Lewis,
I
quatro
amori,
87



 6

plenitud
que
se
les
ofrece.
Si
se
niegan
a
vivir
en
la
verdad
de
su
amor,
acabarán

haciendo
imposible
la
comunión
personal
para
pasar
a
una
relación
de
dominio.


La
 experiencia
 de
 la
 atracción
 sexual
 promete
 mucho,
 coge
 toda
 la

persona,
 su
 memoria
 e
 imaginación,
 llega
 hasta
 obsesionar.
 Pero
 luego,
 por
 sí

misma,
 da
 poco,
 muy
 poco,
 y
 acaba
 desilusionando,
 hastiando.
 Uno
 entonces

podría
 volverse
 escéptico
 ante
 el
 amor
 y
 perder
 la
 esperanza.
 Al
 fin
 y
 al
 cabo,

afirmaría,
“no
hay
más
que
lo
que
hay,
sexo”.
De
la
ilusión
pasó
al
aburrimiento,

al
 tedio.
 ¿Por
 qué
 de
 todo
 ello?
 Quizá
 porque
 no
 se
 quiso
 descubrir
 su
 verdad

última
 y
 verificarla.
 Porque
 siempre
 es
 preciso
 verificar
 el
 amor,
 lo
 que
 ha

ocurrido
en
uno
mismo,
antes
de
llegar
a
manifestarlo.


¿Qué
es
lo
que
hay
que
verificar?
Principalmente,
si
ambas
personas
han

intuido
la
misma
promesa
de
comunión
capaz
de
plenificar
todo
su
ser.
Verificar,

también,
 si
 uno
mismo
 va
integrando
 las
diversas
dimensiones
 del
amor
y
si
la

otra
persona
va
paulatinamente
integrándolas
también.
Verificar
si
uno
es
capaz

de
entregarse
de
veras
y
de
acoger
a
la
otra
persona
como
es
en
sí
misma
y
por
sí

misma.
Verificar
si
realmente
la
otra
persona
ha
llegado
a
“unirse
interiormente”

a
uno
mismo
de
tal
modo
que
llegue
a
ser
un
alter
ego
y
viceversa.



 Esta
 verificación
 se
 realizará
 casi
 inconscientemente,
 a
 través
 de
 las

reacciones
ante
tantas
circunstancias,
a
través
de
los
planes
proyectados
juntos,

de
las
conversaciones,
de
los
distintos
momentos
vividos
juntos
o,
incluso,
en
la

ausencia
de
la
persona
amada.
Es
así
como
entendemos
que
para
los
novios
toda

la
realidad
adquiera
un
valor
simbólico
singular.



 Se
nos
revela
así
el
tiempo
del
noviazgo
como
un
tiempo
de
maduración

en
 la
 verdad
 del
 amor,
 de
 descubrimiento
 de
 su
 verdad
 honda
 y,
 por

consiguiente,
 de
 construcción
 de
 un
 modo
 de
 ser
 “común”
 de
 ambos,
 de
 esa

“personalidad
 comunional”
 en
 la
 verdad.
 No
 podemos
 obviar
 este
 aspecto
 del

trabajo
pastoral
con
los
jóvenes,
y
quizá
sea
el
que
más
nos
demandan:
que
les

enseñemos
a
fortalecer
su
amor
débil,
incipiente,
inexperto,
pero
inmensamente

prometedor.
Para
ello
será
preciso
reconducirles
a
su
interior,
a
su
corazón,
de

donde
emanan
las
buenas
y
malas
acciones,
y
allí,
ayudarles
a
poner
orden
en
sus

deseos,
 reconduciéndolos
 a
 través
 de
 la
 redención
 de
 la
 propia
 memoria
 e

imaginación.



 Cuando
 los
 distintos
 dinamismos
 vayan
 siendo
 ordenados,
 cuando
 la

pulsión,
con
toda
la
energía
que
implica
vaya
dirigiéndose
hacia
la
persona,
y
el

afecto
con
toda
su
riqueza,
vaya
aceptando
a
la
persona
tal
como
es
en
sí
misma
y

no
 tal
 como
 uno
 la
 hubiera
 podido
 idealizar,
 entonces
 tendremos
 una
 unidad

característica
 peculiar
 en
 el
 hombre,
 ya
 que
 es
 impulso
 y
 afecto
 integrado
 se

convertirá
en
una
luz
y
en
una
energía
que
dirige
a
la
persona
toda
hacia
el
don

de
 sí
 misma,
 construyendo
 la
 comunión
 que
 anhela.
 Virtus
 en
 latín
 significa

energía,
fuerza,
poder,
excelencia.
Y
ya
los
clásicos
asignaban
una
virtud
al
amor,

esto
es,
una
excelencia,
una
energía
al
amor:
se
trata
de
la
virtud
de
la
castidad.

El
amor
entre
un
hombre
y
una
mujer,
cuando
se
haya
integrado
y
unificado,
se

torna
en
un
amor
capacitado,
fortalecido,
capaz
de
iluminar
la
vida
cotidiana
con

una
 luz
 nueva
 que
 le
 haga
 sensible
 para
 descubrir
 cómo
 construir
 la
 misma



 7

comunión.
La
carne
se
ha
dejado
penetrar
del
espíritu
y
ahora
nos
encontramos

con
una
carne
espiritualizada,
transfigurada.



 ¿Acaso
 no
 será
 esta
 la
 raíz
 de
 la
 debilidad
 del
 amor
 con
 que
 los
 novios

contraen
 matrimonio?
 Su
 consentimiento,
 su
 acto
 de
 donación,
 es
 un

consentimiento,
 sí,
 de
 su
 libertad.
 Pero
 no
 de
 una
 libertad
 cualificada,

potenciada,
 unificada,
 sino
 de
 una
 libertad
 meramente
 espiritual,
 basada
 en
 un

querer
 puro
 y
 no
 en
 la
 unidad
de
una
persona
que
ama
 con
todo
 su
ser,
 por
lo

que
 después
 se
 sentirá
 abrumada
 ante
 las
 dificultades
 que
 se
 le
 presentarán7.

Los
 jóvenes
 esposos
 querrán
 la
 comunión
 en
 el
 respeto
 y
 la
 promoción
 de
 la

alteridad,
pero
su
afecto
y
sus
pulsiones
irán
por
otro
lado,
olvidando
la
persona

misma
amada
para
concentrarse
en
determinados
valores
suyos.


2.6.‐
La
Iglesia,
hogar
para
los
novios.



 Ante
 esta
 situación
 de
 disgregación,
 es
 mucho
 más
 fácil
 intentar

solucionar
 con
 urgencia
 los
 problemas
 que
 pudiera
 presentar
 una
 afectividad

descontrolada
 o
 una
 impulsividad
 no
 encauzada.
 Y
 hoy
 en
 día
 la
 técnica
 nos

ofrece
muchos
medios.
Sin
embargo
la
cuestión
de
fondo
quedaría
sin
tocar.
Lo

que
es
verdaderamente
difícil
es
ayudar
a
reconstruir
la
persona,
ayudar
a
que
la

persona
pueda
construir
su
vida
en
la
comunión
conyugal.



 La
 Iglesia
 en
 su
 labor
 evangelizadora
 con
 los
 novios
 se
 dirige
 no
 solo
 ni

principalmente
 a
 informarles
 sobre
 cuestiones
 técnicas
 referentes
 a
 la

naturaleza
 del
 matrimonio
 y
 la
 familia,
 sino
 principalmente
 a
 formar
 su
 amor,

proponiéndoles
no
sólo
la
verdad,
sino
ofreciéndoles
la
posibilidad
de
participar

en
el
misterio
que
se
encuentra
en
el
origen
del
mismo
matrimonio
cristiano.
Ya

el
 mismo
 filósofo
 griego
 había
 señalado
 que
 quien
 no
 poseía
 virtudes,
 lo
 que

necesitaba
 era
 un
 amigo.
 Es
 el
 amigo
 quien
 le
 ofrece
 su
 amistad
 como
 un
 don

primero
 capaz
 de
 despertar
 el
 sentido
 de
 la
 belleza.
 La
 Iglesia,
 como
 comunión

de
 los
 amigos
 del
 Señor,
 nos
 ofrece
 esa
 comunión
 con
 Cristo,
 en
 donde
 cada

novio
y
cada
novia
puede
encontrar
el
sentido
último
de
ese
tiempo
de
noviazgo

tan
 formidable:
 se
 trata
 de
 un
 tiempo
 de
 verdadera
 preparación,
 de

entrenamiento,
de
fortalecimiento
en
orden
a
poder
llegar
al
don
de
sí
mismo
en

el
 matrimonio.
 Abrazados
 por
 la
 amistad
 que
 el
 Señor
 les
 ofrece,
 los
 novios

descubren
 el
 verdadero
 misterio
 que
 encierra
 su
 vida:
 la
 vocación
 a
 participar

del
amor
esponsal
más
grande
que
jamás
haya
existido:
el
amor
de
Cristo
por
su

esposa
la
Iglesia
que
le
movió
a
ofrecerse
en
sacrificio
de
sí
mismo
por
ella8.



 Es
así
como
los
novios
podrán
entonces
“creer
en
el
amor”
con
serenidad.

Porque
verán
que
su
amor
no
se
encuentra
solo
ante
una
tarea
inmensa
que
les

desborda
y
que
dependiera
únicamente
de
sus
propias
fuerzas.
Creer
en
el
amor

implicará
 para
 todo
 novio
 cristiano
 creer
 en
 el
 misterio
 que
 les
 abraza
 y
 les

capacita
 desde
 dentro
 generando
 en
 ellos
 las
 virtudes.
 De
 esta
 manera,
 sólo

cuando
se
ha
trabajado
y
se
han
cultivado
las
virtudes,
se
puede
creer
en
el
amor,


























































7
Cfr.
S.
Pinckaers,
Les
sources
de
la
morale
chretienne,
Fribourg
1993,
361‐385.

8
Cfr.
L.
Melina
–P.
Zanor,
Qale
dimora
per
l´agire?
Dimensione
ecclesiologiche


della
morale,
PUL‐Mursia,
Roma
2000.



 8

y
dar
el
paso
de
entregarse
con
la
serenidad
de
que
tal
entrega
no
dependerá
de

la
espontaneidad
de
un
momento
afectivo,
sino
de
la
riqueza
del
don
recibido:
la

comunión
no
será
la
tarea
encomendada
a
una
libertad
débil,
sino
el
don
que
les

precede.
La
fortaleza
de
su
amor
está
precedida
por
el
don
del
amor9.


3.‐
UN
OBSTÁCULO
ESENCIAL:
LAS
RELACIONES
PREMATRIMONIALES.



 Hoy
 en
 día
 constatamos
 con
 amargura
 que
 los
 novios
 van
 a
 casarse
 sin

creer
realmente
en
el
amor.
Quizá
se
acerquen
movidos
por
una
vaga
confianza

de
que
con
un
poco
de
suerte
las
cosas
les
pueden
salir
más
o
menos
bien,
y
de

que,
en
todo
caso,
más
vale
esto
que
seguir
en
la
soledad.



 Quería
 abordar
 una
 cuestión
 central
 que
 es
 preciso
 que
 los
 novios

aclaren,
so
pena
de
no
poder
llegar
a
entender
lo
que
implicaría
la
donación
en
la

carne
 propia
 de
 los
 esposos.
 Me
 estoy
 refiriendo
 al
 tema
 de
 las
 relaciones

prematrimoniales.
Quizá
sea
uno
de
los
aspectos
más
controvertidos
en
nuestros

novios
 hoy,
 ya
 que
 el
 tiempo
 del
 matrimonio
 se
 ha
 dilatado
 tanto.
 La
 cuestión

actual
se
plantea
no
en
la
dificultad
de
integrar
durante
el
noviazgo
las
distintas

dimensiones
 del
 amor,
 o
 en
 que
 puedan
 existir
 durante
 el
 noviazgo

determinados
actos
que
no
sean
concordes
con
la
enseñanza
moral
de
la
Iglesia,

sino
en
querer
justificar
las
relaciones
prematrimoniales
una
vez
que
se
ha
dado

el
 clima
 afectivo
 propicio
 y
 se
 pueda
 controlar
 los
 efectos
 no
 deseados
 que

pudieran
tener.



 ¿En
 razón
 de
 qué,
 se
 afirma,
 la
 Iglesia
 debe
 inmiscuirse
 en
 la
 relación

entre
un
hombre
y
una
mujer?
Parece
como
si
la
Iglesia
fuese
una
aguafiestas
de

la
sinceridad
del
amor
y
de
la
espontaneidad
de
su
manifestación,
coaccionando

las
conciencias
de
los
novios.
Ahora
bien,
si
la
Iglesia
continúa
hoy
hablando
con

los
 novios
 y
 continúa
 proponiéndoles
 un
 estilo
 de
 vida
 lo
 hace
 no
 en
 razón
 de

cuestiones
culturales,
sino
en
razón
del
misterio
del
que
es
depositaria10.



 El
 misterio
 del
 matrimonio
 es
 el
 misterio
 de
 una
 donación
 y
 de
 una

acogida
 total,
 posibles
 sólo
 en
 cuanto
 participación
 del
 don
 de
 Cristo.
 Este

misterio
se
vive
en
multitud
de
actos
con
los
que
los
esposos
se
dan
y
se
reciben

mutuamente
en
la
entrega
corporal.
Se
trata
de
una
entrega
y
de
una
acogida
en

la
totalidad
de
lo
que
ambos
son.
La
entrega
sexual
es
signo
de
la
entrega
de
la

persona.
 Pero
 signo
 eficaz,
 que
 la
 actualiza.
 La
 intencionalidad
 de
 los
 actos

propios
 por
 el
 que
 los
 esposos
 se
 unen,
 es
 precisamente
 esta:
 crear,
 actualizar

una
 comunión
 por
 la
 entrega
 sexual.
 Se
 trata
 de
 un
 acto
 libre
 de
 entrega
 y
 de

acogida
mutua
que
respeta
y
promueve
el
bien
de
la
persona
que
ama.
Este
bien

es
su
bien
como
persona,
no
sólo
en
tal
o
cual
dimensión
de
su
vida.
El
bien
que

uno
desea
para
la
persona
amada
es
la
mutua
comunión:
por
lo
que
se
desea
que

la
otra
persona
alcance
su
plenitud
también
en
el
don
de
sí
misma
y
en
la
acogida

de
uno.



























































9
Cfr.
J.
Noriega,
“La
fortaleza
y
la
comunión”,
en
Communio
22
(2000)
14‐18.

10
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica
2350.



 9


 ¿Qué
 es
 lo
 que
 ocurre
 en
 las
 relaciones
 prematrimoniales?
 Ciertamente

desde
un
punto
de
vista
exterior
nos
encontramos
ante
un
mismo
tipo
de
acto,

que
 puede
 ser
 vivido
 incluso
 con
 la
 misma
 intensidad
 afectiva,
 pero,
 si
 nos

fijamos
 bien,
 posee
 una
 intencionalidad
 muy
 diferente.
 Ello
 se
 debe
 a
 que
 no

existe
 el
 marco
 de
 referencia
 por
 el
 que
 el
 lenguaje
 de
 la
 sexualidad
 tiene
 el

sentido
esponsal:
al
no
existir
la
entrega
de
la
persona
y
la
acogida
del
otro
en
la

totalidad
de
lo
que
la
persona
es
por
la
mutua
manifestación
de
su
voluntad
que

asume
 también
 la
 dimensión
 pública
 del
 amor
 integrándola
 en
 el
 amor
 a
 la

persona,
 tal
 acto
 se
 dirige
 a
 un
 experimentarse
 sexualmente,
 probarse
 en
 el

cuerpo,
 gozarse
 mutuamente.
 Pero
 ello
 implica
 un
 tenerse
 sin
 recibirse,
 sin

acogerse.
 Y
 no
 se
 pueden
 acoger
 en
 verdad
 no
 porque
 no
 existan
 papeles,
 sino

porque
 no
 se
 han
 entregado
 en
 la
 totalidad
 de
 lo
 que
 ambos
 son,
 incluida
 la

dimensión
 pública
 de
 la
 persona
 y
 la
 capacidad
 de
 decidir
 en
 sentido
 contrario

en
 el
 futuro.
 El
 verdadero
 amor
 no
 puede
 olvidar
 estos
 dos
 aspectos
 de
 la

persona,
 sino
 que
 debe
 integrarlos:
 la
 persona
 también
 es
 relacionalidad,

sociabilidad
y
temporalidad.



 Esta
 intencionalidad
 de
 querer
 probarse
 sexualmente
 sin
 entregarse
 ni

acogerse
 en
 totalidad
 hace
 imposible
 la
 intencionalidad
 de
 acoger
 a
 la
 otra

persona
en
su
alteridad,
ya
que
la
aceptación
de
la
alteridad
del
otro
implica
la

valoración
de
lo
que
para
ella
es
su
bien
como
persona.
De
modo
similar,
“querer

una
experiencia
sexual
con
una
persona
con
la
que
todavía
no
estoy
casado”
es

incompatible
 intencionalmente
 con
 el
 “querer
 a
 la
 persona
 como
 tal”,
 porque

para
que
la
persona
sea
ella
misma
en
esta
dimensión
precisa
la
entrega
total
de

quien
es
“corpore
et
anima
unus”.
La
misma
razón
percibe
que
la
intencionalidad

dirigida
 a
 “experimentarse
 sexualmente”
 o
 “probarse
 sexualmente”
 no
 tiene

nada
que
ver
con
la
intencionalidad
dirigida
a
“darse”,
“entregarse
sexualmente

en
la
totalidad
de
lo
que
ambos
son”.



 Las
 relaciones
 prematrimoniales
 implican
 la
 lógica
 de
 probar
 para

entregarse,
 o
 del
 probar
 sin
 darse,
 reservándose,
 gozarse
 sin
 poseerse.
 Pero

probar
 a
 la
 otra
 persona
 no
 te
 conduce
 nunca
 a
 entregarte
 a
 ella:
 porque
 la

entrega
personal
verdadera
se
basa
en
la
fe
en
el
amor,
no
en
la
experiencia
de

satisfacción
 subjetiva.
 Esta
 extraña
 lógica
 de
 las
 relaciones
 prematrimoniales

hace
 difícil
 comprender
 entonces
 la
 densidad
 e
 incondicionalidad
 de
 la
 entrega

propia
de
la
unión
conyugal,
ya
que
introduce
la
necesidad
continua
de
la
prueba

antes
 de
 toda
 entrega,
 o
 de
 la
 posibilidad
 de
 usar
 aunque
 sea
 con
 el

consentimiento
de
la
otra
persona.
Siempre
es
posible
el
egoísmo
a
duo.



 Ciertamente
 al
 matrimonio
 acuden
 los
 novios
 hoy
 en
 muchos
 casos
 con

una
 experiencia
 sexual
 ya
 vivida.
 Lo
 que
 es
 esencial
 es
 mostrarles
 que
 si
 hasta

antes
de
la
boda
han
podido
probarse,
a
partir
de
la
entrega
de
sus
personas
no

puede
 aplicarse
 la
 misma
 lógica:
 desde
 entonces
 en
 adelante
 deberá
 ser
 otra

cosa,
ya
que
no
se
trata
de
probarse
sexualmente
o
experimentarse
sexualmente

sin
problemas,
sino
de
entregarse
sexualmente
según
la
lógica
misma
del
amor

conyugal
y
su
verdad
más
esencial,
que
es
la
lógica
del
don
total
de
uno
mismo.



 Es
 así
 como
 podemos
 entender
 la
 verdad
 enorme
 de
 las
 palabras
 de
 la

Madre
 Teresa
 de
 Calcuta
 cuando,
 dirigiéndose
 a
 los
 novios,
 les
 decía
 que
 el



 10

regalo
mayor
que
podían
hacerse
el
día
de
sus
bodas
era
el
regalo
de
su
propia

virginidad.
Belleza
y
audacia
en
estas
palabras.
Todos
entendemos
su
radicalidad

y
 cómo
 esto
 supone
 una
 variación
 de
 las
 costumbres
 sexuales
 de
 nuestros

jóvenes.
La
cuestión,
sin
embargo,
no
es
si
es
difícil
o
no,
sino
si
expresa
la
verdad

de
este
tiempo
de
gracia
que
es
el
noviazgo.
La
dificultad
nunca
será
la
debilidad

humana,
sino
la
pérdida
de
la
verdad
del
misterio
que
Cristo
nos
ha
entregado.

Ante
la
debilidad
contamos
siempre
con
el
sacramento
del
perdón
que
es
capaz

de
curar
nuestras
heridas
y
restablecer
la
pureza
del
amor,
haciéndolo
de
nuevo

fuerte,
 excelente,
 verdaderamente
 capaz
 de
 lo
 mejor.
 Pero
 es
 preciso
 siempre

inmunizar
a
los
novios
de
la
radical
tentación
por
la
que
una
vez
experimentada

la
propia
debilidad
en
temas
de
castidad,
ya
no
hubiera
posibilidad
de
alcanzar
la

pureza
del
amor.



 Sólo
 un
 planteamiento
 secular
 del
 matrimonio
 y
 del
 noviazgo
 deja
 al

hombre
en
manos
de
su
propia
libertad
débil
para
después
querer
justificar
sus

errores
con
la
consabida
excusa
de
“lo
siento,
lo
hice
porque
te
amaba”.
El
amor

jamás
 justifica
 nada.
 Al
 contrario:
 cuando
 uno
 ama
 de
 verdad,
 se
 reprocha

enormemente
 la
 torpeza
 y
 la
 falta
 de
 inteligencia
 de
 su
 amor:
 porque
 con
 ella

arruinó
lo
que
más
quería.


4.‐
CONCLUSIÓN.



 El
 anuncio
 que
 la
 Iglesia
 hace
 a
 los
 novios
 del
 evangelio
 del
 amor
 no

podrá,
por
tanto,
olvidar
la
belleza
del
misterio
que
les
proclama.
Es
un
evangelio

exigente,
chocante
para
nuestro
mundo,
como
lo
fueron
las
palabras
de
Jesús
en

lo
 referente
 a
 la
 sexualidad
 y
 a
 la
 familia,
 y
 por
 ello
 deberá
 acompañar
 a
 los

novios
 en
 su
 camino
 de
 maduración
 personal,
 de
 progresiva
 adquisición
 de
 las

distintas
virtudes
que
fortalecen
su
libertad
débil
y
fluctuante.



 El
 modo
 como
 los
 acompañará
 dependerá
 de
 tantos
 aspectos
 en
 los
 que

se
concrete
la
realidad
eclesial
en
la
que
vivan
los
novios,
ya
sea
en
su
parroquia

o
 en
 los
 movimientos
 o
 grupos
 apostólicos.
 Lo
 que
 es
 cierto
 es
 la
 necesidad
 de

ofrecer
 a
 los
 novios
 un
 espacio
 de
 comunicación,
 un
 hogar
 donde
 puedan
 ser

acogidos
 con
 sus
 inquietudes
 e
 ilusiones,
 donde
 puedan
 ser
 fortalecidos
 en
 sus

esperanzas
fundamentales,
clarificados
en
la
verdad
de
la
vocación
a
la
que
están

llamados.



 El
proceso
de
maduración
de
una
persona
implica
una
naturalidad,
por
lo

que,
 existiendo
 en
 un
 ambiente
 familiar
 apropiado,
 la
 misma
 experiencia
 de
 la

vida
 irá
 sirviéndole
 de
 ocasión
 de
 crecimiento.
 El
 mismo
 principio
 rige
 la

situación
del
noviazgo:
lo
esencial
es
que
tal
noviazgo
se
encuentre
en
un
hogar

apropiado
 donde
 crecer
 y
 confrontarse.
 En
 la
 misma
 experiencia
 de
 la
 vida

trabajará
la
gracia
forjando
en
los
novios
las
virtudes
necesarias
para
afrontar
la

nueva
situación
a
la
que
se
preparan.
Este
lugar
apropiado
es
la
Iglesia.
Es
en
ella

donde
es
posible
creer
en
el
amor,
porque
en
ella
comprenderán
que
el
amor
se

les
 ha
 dado
 como
 un
 don
 gratuito.
 Esta
 es
 nuestra
 esperanza
 cada
 vez
 que
 nos

acercamos
a
los
novios:
que
el
Esposo
está
ya
con
nosotros.


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