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NOVIOS
EN
SU
ITINERARIO
DE
FE
Y
DE
MADURACIÓN
VOCACIONAL.
José
Noriega
Bastos.
1.‐
Planteamiento
del
problema.
2.‐
La
cuestión
central
en
el
noviazgo:
alcanzar
la
integración.
2.1.‐
Noviazgo
y
sentido
de
la
vida.
2.2.‐
La
dificultad
del
noviazgo.
2.3.‐
La
tarea
del
noviazgo.
2.4.‐
La
construcción
del
sujeto
y
el
ideal
de
comunión.
2.5.‐
La
verificación
del
amor.
2.6.‐
La
Iglesia,
hogar
para
los
novios.
3.‐
Un
obstáculo
esencial:
las
relaciones
prematrimoniales.
4.‐
Conclusión.
1.‐
PLANTEAMIENTO
DEL
PROBLEMA.
La
dificultad
mayor
con
que
se
encuentran
una
gran
parte
de
los
novios
que
hoy
se
casan
no
es
sólo
que
no
entiendan
la
profundidad
del
amor
que
se
desean
y
prometen
mutuamente,
o
que
el
planteamiento
de
su
noviazgo
y
futuro
matrimonio
esté
en
contraste
con
lo
enseñado
por
la
Iglesia,
sino
principalmente
que
su
amor
es
frágil.
Su
personalidad
moral
es
una
personalidad
débil
y
por
ello,
después
de
casarse
se
sienten
abrumados
y
sobrepasados
por
las
dificultades
que
se
les
presentan
en
su
nueva
vida
de
matrimonio.
Intentan
solucionar
estas
dificultades
sin
atacar
de
raiz
la
cuestión
implicaría
colocar
un
parche
o
un
remiendo,
que
tarde
o
temprano
manifestaría
la
inviabilidad
de
la
misma
vida
conyugal,
desgarrándose
la
tela
toda.
Por
ello,
muchos
de
los
conflictos
de
fondo
que
se
manifiestan
después
son
cuestiones
que
no
han
sido
abordadas
en
toda
su
densidad
durante
el
noviazgo.
Estas
dificultades
no
son
propiamente
problemas
que
pudieran
tener
una
solución
más
o
menos
practicable
en
dependencia
de
la
mayor
o
menor
argucia
de
las
personas
para
solucionarla.
Ciertamente
la
psicología
y
la
sociología
podrán
ofrecer
determinados
elementos,
en
ocasiones
decisivos,
pero
la
solución
será
parcial
si
no
afronta
el
misterio
que
se
esconde
detrás
de
esas
dificultades.
Ya
el
filósofo
existencialista
Gabriel
Marcel
había
distinguido
entre
dos
realidades
muy
distintas:
el
problema
y
el
misterio.
Problema
sería
aquella
cuestión
que
plantea
una
dificultad
técnica,
solucionable
a
través
de
la
propia
razón
y
que
por
ello
permanece
en
manos
siempre
del
propio
dominio:
sería
por
ello,
susceptible
de
manipulación.
Por
el
contrario,
el
misterio
implica
una
cuestión
que
desborda
a
la
propia
racionalidad,
ante
la
que
no
cabe
una
solución
técnica,
por
lo
que
la
razón
no
podrá
manipularla.
La
actitud
apropiada
ante
el
misterio
sería
la
de
acogida,
la
de
veneración.
Los
novios
son
conscientes
de
que
se
encuentran
ante
un
misterio,
y
no
ante
problemas
técnicos.
Su
propia
experiencia
de
la
novedad
que
implica
el
amor
en
sus
vidas
les
hace
intuir
que
están
llamados
a
algo
mucho
más
grande
1
que
ellos
mismos,
mucho
más
grande
que
sus
proyectos
y
deseos.
Descubren
que
su
vida
esconde
una
vocación
que
les
trasciende
y
que
el
tiempo
que
ahora
se
les
abre
y
se
les
da,
anterior
a
su
matrimonio,
es
un
tiempo
de
gracia
en
el
que
pueden
paulatinamente
prepararse
a
los
retos
que
les
va
a
implicar.
La
Iglesia,
cuando
habla
a
los
novios,
no
les
habla
desde
una
tradición
fosilizada
de
esquemas
morales
pasados
de
moda,
sino
que
les
habla
desde
la
experiencia
del
misterio
del
amor
de
Cristo,
y
lo
que
quiere
es
ayudarles
a
clarificar
el
misterio
de
su
vocación
y
cómo
pueden
ellos
prepararse
efectivamente
a
acogerlo
y
vivirlo
en
su
plenitud.
Por
ello
no
se
inmiscuye
en
un
terreno
que
no
le
competa,
o
pretenda
hacer
valer
determinadas
normas
ligadas
a
contextos
socioculturales
ya
pasados.
Vuelvo
a
repetir,
sería
un
craso
error
abordar
el
noviazgo
desde
la
problemática
que
conlleva
su
vivencia
en
los
jóvenes
actuales.
No
les
ayudaríamos
de
verdad
si
no
les
descubrimos
el
misterio
al
que
se
preparan
a
vivir
en
su
carne,
que
es
el
misterio
del
amor
esponsal
de
Cristo
por
su
Iglesia
(Ef
5).
Y
como
todo
misterio
cristiano,
también
el
misterio
del
amor
esponsal
asume
en
sí
mismo
la
lógica
de
la
Encarnación.
Por
ello
la
cuestión
definitiva
en
el
noviazgo
es
la
preparación
de
su
propia
carne
a
acoger
el
don
del
amor
esponsal
en
la
unidad
de
los
dos.
Intentaré
desarrollar
en
este
estudio
en
primer
lugar
lo
que
esto
implica
para
el
noviazgo,
para
pasar
en
un
segundo
momento
a
abordar
una
dificultad
decisiva
que
encontramos
en
la
vivencia
de
tantos
novios
que
al
no
comprender
la
densidad
de
la
unión
de
la
carne,
la
anticipan.
El
influjo
que
supone
esta
mentalidad
para
la
comprensión
de
la
relación
propiamente
conyugal
es
radical,
como
veremos.
2.‐
LA
CUESTIÓN
CENTRAL
EN
EL
NOVIAZGO:
ALCANZAR
LA
INTEGRACIÓN.
2.1.‐
Noviazgo
y
sentido
de
la
vida.
En
ocasiones
se
oye
hablar
del
noviazgo
como
de
un
tiempo
de
discernimiento.
El
motivo
de
ese
discernimiento
vendría
determinado
por
la
dificultad
de
conocer
si
esta
persona
concreta
es
o
no
la
mujer
o
el
hombre
de
mi
vida,
aquel
o
aquella
con
la
que
compartir
y
realizar
las
esperanzas
e
ilusiones
que
uno
posee
en
lo
más
íntimo
de
su
ser.
En
este
sentido
se
abre
una
duda
existencial
sobre
lo
que
la
otra
persona
quiere
de
veras,
y
si
será
capaz
o
no
de
satisfacer
las
propias
expectativas.
Ese
planteamiento,
sin
embargo,
desconoce
algo
esencial:
y
es
que
el
hombre
no
sabe
todavía
cuál
es
el
sentido
de
su
vida,
qué
quiere
hacer
con
ella.
Se
trata
del
sentido
existencial
de
la
propia
vida,
que
no
es
en
modo
alguno
una
cuestión
teórica,
sino
existencial,
ya
que
expresa
la
plenitud
de
la
propia
humanidad
asumida
de
una
forma
personal
gracias
al
descubrimiento
que
2
realizará
en
los
distintos
encuentros
con
otras
personas1:
el
sentido
de
la
vida
no
es
algo
que
uno
pueda
deducir
con
su
inteligencia,
sino
algo
que
se
le
da
y
se
le
revela
a
la
persona:
por
ello
lo
podrá
reconocer
como
su
propio
fin,
amándolo.
Son
distintos
los
encuentros
interpersonales
que
revelan
aspectos
esenciales
de
la
vida:
entre
ellos
destaca
el
encuentro
del
niño
con
sus
padres
y
hermanos,
por
el
que
descubre
su
ser
de
hijo
en
cuanto
que
le
es
dado
previamente
y
en
cuanto
que
es
participado
con
sus
hermanos
sin
que
él
lo
haya
elegido.
Se
trata
del
elemento
esencial
de
la
identidad
del
hombre,
la
primera
respuesta
que
podemos
dar
de
una
forma
existencial
a
la
inquietante
pregunta
¿quién
soy
yo?
Yo
soy,
ante
todo,
hijo,
porque
existe
un
amor
que
me
precede
y
que
me
ha
llamado
a
la
vida.
Pero
la
pregunta
sobre
la
propia
identidad
no
queda
respondida
de
todo
con
la
afirmación
de
muestro
ser
filial.
Porque
el
sentido
de
mi
propia
identidad
me
proyecta
a
una
plenitud
que
no
sólo
recibo,
sino
que
también
construyo.
Existe
otro
encuentro
interpersonal
en
la
vida
de
una
persona,
del
todo
especial,
y
es
cuando
se
pone
en
juego
la
diferenciación
sexual:
se
trata
del
encuentro
entre
un
hombre
y
una
mujer
que
acontece
en
el
interior
de
cada
uno
de
ellos,
cuando
ante
una
determinada
persona
de
sexo
contrario,
surge
la
experiencia
del
amor.
Este
encuentro
revela
al
hombre
un
sentido
nuevo
de
su
vida,
el
hombre
existe
también
para
crear
en
él
una
comunión
de
personas
llegando
a
ser
una
sola
carne.
La
unión
en
la
carne
se
les
presenta
con
toda
su
belleza,
ya
que
ella
posibilita
una
unión
absolutamente
singular
entre
ambos,
una
unión
conyugal
que
implica
una
totalidad
peculiar,
una
exclusividad
singular
y
una
capacidad
de
expandir
la
propia
comunión2.
Es
una
unión
que
se
basa
en
una
identidad
de
ambos
y
en
una
diferencia
en
la
forma
de
ser
hombres.
La
peculiaridad
mayor
se
encuentra
en
que
la
diferencia
no
es
vista
como
una
oposición,
una
separación,
sino
como
una
ocasión
de
comunión.
La
alteridad
de
la
otra
persona
implica
una
diferenciación
sexual
que
es
asimilada
en
la
tensión
de
amor,
por
lo
que
el
amor
no
elimina
jamás
la
diferencia,
sino
que
la
promueve.
La
comunión
de
dos
seres
de
idéntica
dignidad
pero
diferentes
en
el
modo
como
ambos
viven
la
humanidad,
se
realiza
en
la
unión
de
la
carne
y
en
ella
es
vivida
por
la
complementariedad
que
implica.
La
diferenciación
sexual
posibilita
una
comunión
enteramente
personal
que
proyecta
a
la
persona
a
su
construcción.
La
atracción
sexual
desvela
al
hombre
paulatinamente
su
misterio,
ya
que
ella
es
una
llamada
a
la
comunión,
cuya
especificidad
propia
es
de
aquellos
que
la
sienten
deben
construirla,
hacerla
real,
actual,
porque
se
les
da
solamente
en
promesa.
2.2.‐
La
dificultad
del
noviazgo.
1
Cfr.
J.J.
Pérez
Soba,
“Dall´incontro
alla
comunione”,
en
L.
Melina‐J.
Noriega,
Domanda
sul
bene
e
domanda
su
Dio,
PUL‐Mursia
Roma
1999.
2
A.
Scola,
Il
misterio
nuziale,
1.
Uomo
e
donna,
PUL‐Mursia,
Roma
1999.
3
Es
ahora
cuando
se
le
desvela
al
hombre
la
dificultad
de
su
vocación,
porque
la
carne
posibilita
una
comunión
y
llama
a
ella,
pero,
sin
embargo,
el
hombre
no
se
encuentra
preparado
para
realizar
una
comunión
personal
en
la
carne
misma.
Ello
se
debe
a
que
se
trata
de
una
comunión
propiamente
personal,
para
la
que
no
basta
la
sola
atracción
de
la
carne
o
la
sola
afinidad
afectiva.
La
comunión
personal
sólo
es
posible
por
la
intervención
de
un
elemento
nuevo
que
es
la
propia
libertad,
que
lleva
al
hombre
al
don
de
sí
mismo.
Este
don
implica
un
doble
movimiento:
en
cuanto
don
es
la
entrega
del
propio
ser
a
la
persona
amada,
pero
en
cuanto
don
personal,
pretende
la
respuesta
de
la
persona
amada,
por
lo
que
implica
la
acogida
de
la
otra
persona
como
ella
es
en
sí
misma.
El
don
de
la
persona
por
el
que
ambos
construyen
la
mutua
comunión
se
basa
y
se
apoya
en
los
diversos
dinamismos
que
se
activan
en
la
experiencia
de
encuentro
con
la
otra
persona
sexuada
en
forma
diferente.
La
originalidad
de
la
experiencia
del
amor
revela
al
hombre
facetas
nuevas
de
su
ser,
y
gracias
a
esta
experiencia
aprende
a
reconocer
su
riqueza
y
complejidad.
Son
dinamismos
que
poseen
una
capacidad
de
reacción
peculiar
y
original
de
la
que
se
deriva
una
finalidad
propia3:
se
trata
del
dinamismo
corporal
que
reacciona
a
los
valores
corporales
y
está
finalizada
en
la
unión
corporal;
del
dinamismo
afectivo,
que
reacciona
ante
los
valores
ligados
a
la
masculinidad
o
feminidad
y
que
pretende
la
unión
afectiva;
del
dinamismo
espiritual
que
reacciona
ante
la
divinidad
de
la
persona
misma
y
está
finalizada
en
la
comunión
personal;
y
del
dinamismo
trascendental,
que
reacciona
ante
el
misterio
que
esconde
cada
persona
y
está
finalizado
en
la
comunión
con
Dios.
La
complejidad
de
estos
dinamismos
que
se
van
despertando
paulatinamente
implica
una
novedad
en
la
propia
vivencia
de
los
novios,
ya
que
experimentan
estos
dinamismos
como
propios,
pero
en
una
tensión
entre
sí.
Esto
es,
son
dinamismos
que
pueden
contraponerse
dentro
de
la
misma
persona
o
en
relación
a
la
persona
amada.
Y
cuando
quiere
controlarlos,
enfocarlos,
experimenta
que
no
posee
sobre
ellos
un
control
claro.
Lo
que
el
hombre
experimenta
es
que
estos
dinamismos
no
se
hallan
integrados
por
sí
mismos,
que
pueden
reaccionar
de
modo
separado,
desintegrando
al
hombre
y
haciendo
imposible
el
don
de
sí
mismo
y,
por
ende,
la
misma
comunión.
La
propia
experiencia
de
la
atracción
entre
un
hombre
y
una
mujer
se
complica
y
se
agrava
cuando
al
dinamismo
del
deseo
se
introduce
el
problema
de
la
concupiscencia
fruto
del
pecado
original:
tras
el
pecado
de
paraíso
lo
que
queda
modificado
inmediatamente
es
la
mirada
de
Adán
a
Eva
y
viceversa,
ya
que
inmediatamente
se
cubren
y
se
acusan
mutuamente.
En
la
armonía
del
principio
nace
una
mirada
que
se
fija
en
el
cuerpo
como
posible
objeto
de
placer,
olvidando
su
carácter
personal
y
esponsal,
para
inaugurar
una
relación
de
dominio
sobre
el
otro:
como
si
la
sexualidad
ya
no
fuese
para
posibilitar
la
comunión
sino
el
placer4.
El
amor
se
hace
“curvo”,
concentrándose
ya
sea
en
la
3
Cfr.
K.
Wojtyla,
Amor
y
responsabilidad,
Razón
y
Fe,
Madrid
1979.
4
Cfr.
Giovanni
Paulo
II,
Uomo
e
donna
lo
crèo,
Città
Nuova
Editrice,
Roma
1985,
121‐144
4
misma
persona
y
olvidándose
del
otro,
ya
sobre
los
mismos
novios,
haciendo
que
vivan
en
un
intimismo
su
propio
amor5.
El
deseo
entre
ambos
se
muestra
así
ambiguo
y
concupiscente,
fragmentando
la
posibilidad
misma
de
relación
entre
ellos
y
la
misma
interioridad
de
la
persona:
entre
la
dignidad
que
reconoce
al
otro
y
el
deseo
del
placer,
entre
la
idealización
y
la
necesidad
de
aceptar
al
otro
como
es.
La
sexualidad
es
vivida
ahora
como
una
experiencia
desgajada
del
conjunto
de
la
persona
y
del
ideal
de
plenitud
de
su
vida.
2.3.‐
La
tarea
del
noviazgo.
La
propia
experiencia
de
atracción
que
la
otra
persona
suscita
en
uno
y
la
proyección
que
implica
hacia
una
comunión
personal
nos
manifiestan
cuál
es
la
tarea
fundamental
durante
el
noviazgo:
se
trata
de
la
integración
paulatina
de
los
diversos
dinamismos
hasta
llegar
a
posibilitar
el
don
de
sí
mismos
enteramente
libre
y
gozoso
por
la
entrega
y
por
la
acogida
mutua.
Los
novios
experimentan
la
necesidad
de
construirse
a
sí
mismos
primeramente
y
a
la
vez
ayudar
a
la
persona
amada
a
construirse
a
sí
misma.
Ahora,
cuando
la
persona
quiere
unificar
e
integrar
estos
dinamismos
diversos,
percibe
que
no
posee
un
control
sobre
ellos
definitivo.
Su
impulsividad
sexual
escapa
en
muchas
ocasiones
a
su
voluntad,
y
la
dinámica
afectiva
que
despierta
el
amor
con
sus
distintos
movimientos
de
unión,
odio,
esperanza,
desesperanza
y
tristeza
no
son
directamente
influenciables
por
la
inteligencia:
más
aún,
cuando
quiere
dominarlos,
se
revelan
contra
él.
Ya
el
mismo
Aristóteles
afirmaba
que
el
hombre
no
posee
un
dominio
total
sobre
su
afectividad,
porque
ella
tiene
un
dinamismo
propio
que
depende
de
los
bienes
concretos
que
se
le
presentan
y
que
convienen
a
su
situación
existencial.
Ahora
bien,
no
siendo
directamente
espiritual,
la
afectividad
es
plasmable
por
el
espíritu:
aunque,
es
cierto,
de
modo
indirecto.
Esto
es,
la
misma
razón
puede
“seducir”
a
la
afectividad
con
la
belleza
del
bien
de
la
comunión
que
le
propone,
mostrándole
como
sus
mismos
dinamismos
e
intereses
no
quedan
olvidados
ni
perdidos
si
secunda
tal
ideal,
sino
engrandecidos.
El
espíritu
es
capaz
de
“convencer”
a
la
afectividad
como
el
buen
gobernante
convence
a
súbditos
libres
acerca
de
sus
planes,
atrayéndoles
por
la
verdad
y
posibilidad
de
sus
propuestas.
Se
trata
de
un
gobierno
político,
como
de
ciudadanos
libres,
adquirido
a
base
de
trabajo
e
inteligencia.
Aparece
así
clara
la
necesidad
de
“construir
a
la
persona”,
de
construir
un
sujeto
integrado,
capaz
de
amar
con
todo
su
ser,
sin
divisiones
ni
tensiones
internas.
Amar
con
pasión
y
con
cabeza,
con
afecto
y
con
humildad,
con
coraje
y
con
sencillez,
no
es
fruto
de
un
flechazo,
ni
de
una
experiencia,
sino
de
un
trabajo
y
del
tesón
que
se
ha
puesto
en
ello.
5
Pontificio
Consejo
para
la
Familia,
Preparación
al
sacramento
del
matrimonio,
1996.
5
El
peor
mal
de
unos
novios
es
no
darse
cuenta
de
la
necesidad
que
tienen
de
ayudarse
a
construir
mutuamente,
de
amarse
con
inteligencia.
Al
giro
de
unos
años
se
encontrarán
desilusionados
y
vacios
¿Por
qué?
¡Por
que
pensaban
que
bastaba
sólo
el
amor,
que
bastaba
sólo
cultivar
el
sentimiento
del
amor!
2.4.‐
La
construcción
del
sujeto
y
el
ideal
de
comunión.
¿En
dónde
se
basa
la
construcción
del
propio
sujeto?
Esta
construcción
sólo
puede
basarse
de
una
forma
eficaz
y
duradera
en
lo
que
la
experiencia
del
encuentro
con
la
otra
persona
ha
despertado
en
ambos.
Aquella
experiencia
les
mostró
cómo
la
soledad
no
era
el
destino
del
hombre,
sino
la
comunión
que
se
les
daba
en
promesa.
Se
trataba
de
una
comunión
entrevista
y
que
en
razón
de
su
intrínseca
fuerza
y
de
su
propia
belleza
sedujo
a
ambas
personas.
Su
belleza
estaba
constituida
por
el
ideal
de
una
comunión
interpersonal
en
la
que
ambos
se
entreguen
y
se
acojan
mutuamente,
y
porque
se
les
da
en
promesa,
deben
creer
en
él
y
esperar
alcanzarlo.
Lo
que
es
definitivo
en
este
momento
es
que
ambos
tengan
una
misma
fe
y
una
esperanza.
Ya
Lewis
había
afirmado
esta
realidad
al
describir
el
nacimiento
de
la
amistad
no
en
cuanto
las
personas
amadas
se
concentran
en
sí
mismas,
sino
en
un
ideal
común:
“Pero
¿cómo?¿También
tú?,
pensaba
que
yo
era
el
único”…
Cuando
dos
personas
de
este
tipo
se
encuentran
juntos,
cuando
en
grandes
dificultades,
condividen
la
misma
visión,
entonces
nace
la
amistad””En
este
sentido
la
frase
¿me
quieres
bien?
Significa
¿ves
la
misma
verdad?
O
por
lo
menos,
¿valoras
la
misma
verdad?”6
La
promesa
que
han
intuido
trasciende
a
ambas
personas.
Y
trasciende
por
ello
sus
propios
deseos
y
estados
afectivos,
sus
propias
historias
y
sus
proyectos,
su
manera
de
ser
y
de
enfocar
las
cosas.
Es
esta
trascendencia
de
su
propia
vocación
que
intuyen
la
que
les
permite
trascenderse
a
sí
mismos:
superar
el
influjo
tan
poderoso
de
su
historia,
de
su
manera
de
ser,
de
sus
deseos
y
proyectos,
para
ir
integrándose
paulatinamente,
superándose
a
sí
mismos
en
orden
a
ser
capaces
de
entregarse
y
acogerse.
2.5.‐
La
verificación
del
amor.
Nos
encontramos
ante
un
momento
decisivo
en
la
vida
de
una
persona,
y
es
el
momento
de
la
personalización
de
todo
lo
que
ha
acontecido
en
ella
por
la
experiencia
de
su
verdad.
El
amor
tiene
su
verdad.
No
todas
las
verdades
lo
son
del
mismo
tipo:
la
verdad
del
amor
es
una
verdad
singular,
no
verificable
empíricamente,
ni
ajena
a
uno
mismo
o
externa
a
él,
ni
deducible
de
otras
experiencias
humanas:
se
trata
de
una
verdad
intersubjetiva
que
pone
en
juego
la
subjetividad
de
dos
personas.
Ahora
bien,
no
por
ello
deja
de
ser
verdad.
Todos
hemos
tenido
experiencia
de
lo
tremendamente
decepcionante
que
es
un
amor
falso
y
de
las
heridas
que
causa
en
el
propio
interior.
Sólo
la
decisión
a
vivir
en
la
verdad
del
amor
hará
posible
que
los
novios
que
acaban
de
descubrir
su
amor
y
con
ello
el
sentido
de
su
vida
puedan
ir
alcanzando
paulatinamente
la
6
C.S.Lewis,
I
quatro
amori,
87
6
plenitud
que
se
les
ofrece.
Si
se
niegan
a
vivir
en
la
verdad
de
su
amor,
acabarán
haciendo
imposible
la
comunión
personal
para
pasar
a
una
relación
de
dominio.
La
experiencia
de
la
atracción
sexual
promete
mucho,
coge
toda
la
persona,
su
memoria
e
imaginación,
llega
hasta
obsesionar.
Pero
luego,
por
sí
misma,
da
poco,
muy
poco,
y
acaba
desilusionando,
hastiando.
Uno
entonces
podría
volverse
escéptico
ante
el
amor
y
perder
la
esperanza.
Al
fin
y
al
cabo,
afirmaría,
“no
hay
más
que
lo
que
hay,
sexo”.
De
la
ilusión
pasó
al
aburrimiento,
al
tedio.
¿Por
qué
de
todo
ello?
Quizá
porque
no
se
quiso
descubrir
su
verdad
última
y
verificarla.
Porque
siempre
es
preciso
verificar
el
amor,
lo
que
ha
ocurrido
en
uno
mismo,
antes
de
llegar
a
manifestarlo.
¿Qué
es
lo
que
hay
que
verificar?
Principalmente,
si
ambas
personas
han
intuido
la
misma
promesa
de
comunión
capaz
de
plenificar
todo
su
ser.
Verificar,
también,
si
uno
mismo
va
integrando
las
diversas
dimensiones
del
amor
y
si
la
otra
persona
va
paulatinamente
integrándolas
también.
Verificar
si
uno
es
capaz
de
entregarse
de
veras
y
de
acoger
a
la
otra
persona
como
es
en
sí
misma
y
por
sí
misma.
Verificar
si
realmente
la
otra
persona
ha
llegado
a
“unirse
interiormente”
a
uno
mismo
de
tal
modo
que
llegue
a
ser
un
alter
ego
y
viceversa.
Esta
verificación
se
realizará
casi
inconscientemente,
a
través
de
las
reacciones
ante
tantas
circunstancias,
a
través
de
los
planes
proyectados
juntos,
de
las
conversaciones,
de
los
distintos
momentos
vividos
juntos
o,
incluso,
en
la
ausencia
de
la
persona
amada.
Es
así
como
entendemos
que
para
los
novios
toda
la
realidad
adquiera
un
valor
simbólico
singular.
Se
nos
revela
así
el
tiempo
del
noviazgo
como
un
tiempo
de
maduración
en
la
verdad
del
amor,
de
descubrimiento
de
su
verdad
honda
y,
por
consiguiente,
de
construcción
de
un
modo
de
ser
“común”
de
ambos,
de
esa
“personalidad
comunional”
en
la
verdad.
No
podemos
obviar
este
aspecto
del
trabajo
pastoral
con
los
jóvenes,
y
quizá
sea
el
que
más
nos
demandan:
que
les
enseñemos
a
fortalecer
su
amor
débil,
incipiente,
inexperto,
pero
inmensamente
prometedor.
Para
ello
será
preciso
reconducirles
a
su
interior,
a
su
corazón,
de
donde
emanan
las
buenas
y
malas
acciones,
y
allí,
ayudarles
a
poner
orden
en
sus
deseos,
reconduciéndolos
a
través
de
la
redención
de
la
propia
memoria
e
imaginación.
Cuando
los
distintos
dinamismos
vayan
siendo
ordenados,
cuando
la
pulsión,
con
toda
la
energía
que
implica
vaya
dirigiéndose
hacia
la
persona,
y
el
afecto
con
toda
su
riqueza,
vaya
aceptando
a
la
persona
tal
como
es
en
sí
misma
y
no
tal
como
uno
la
hubiera
podido
idealizar,
entonces
tendremos
una
unidad
característica
peculiar
en
el
hombre,
ya
que
es
impulso
y
afecto
integrado
se
convertirá
en
una
luz
y
en
una
energía
que
dirige
a
la
persona
toda
hacia
el
don
de
sí
misma,
construyendo
la
comunión
que
anhela.
Virtus
en
latín
significa
energía,
fuerza,
poder,
excelencia.
Y
ya
los
clásicos
asignaban
una
virtud
al
amor,
esto
es,
una
excelencia,
una
energía
al
amor:
se
trata
de
la
virtud
de
la
castidad.
El
amor
entre
un
hombre
y
una
mujer,
cuando
se
haya
integrado
y
unificado,
se
torna
en
un
amor
capacitado,
fortalecido,
capaz
de
iluminar
la
vida
cotidiana
con
una
luz
nueva
que
le
haga
sensible
para
descubrir
cómo
construir
la
misma
7
comunión.
La
carne
se
ha
dejado
penetrar
del
espíritu
y
ahora
nos
encontramos
con
una
carne
espiritualizada,
transfigurada.
¿Acaso
no
será
esta
la
raíz
de
la
debilidad
del
amor
con
que
los
novios
contraen
matrimonio?
Su
consentimiento,
su
acto
de
donación,
es
un
consentimiento,
sí,
de
su
libertad.
Pero
no
de
una
libertad
cualificada,
potenciada,
unificada,
sino
de
una
libertad
meramente
espiritual,
basada
en
un
querer
puro
y
no
en
la
unidad
de
una
persona
que
ama
con
todo
su
ser,
por
lo
que
después
se
sentirá
abrumada
ante
las
dificultades
que
se
le
presentarán7.
Los
jóvenes
esposos
querrán
la
comunión
en
el
respeto
y
la
promoción
de
la
alteridad,
pero
su
afecto
y
sus
pulsiones
irán
por
otro
lado,
olvidando
la
persona
misma
amada
para
concentrarse
en
determinados
valores
suyos.
2.6.‐
La
Iglesia,
hogar
para
los
novios.
Ante
esta
situación
de
disgregación,
es
mucho
más
fácil
intentar
solucionar
con
urgencia
los
problemas
que
pudiera
presentar
una
afectividad
descontrolada
o
una
impulsividad
no
encauzada.
Y
hoy
en
día
la
técnica
nos
ofrece
muchos
medios.
Sin
embargo
la
cuestión
de
fondo
quedaría
sin
tocar.
Lo
que
es
verdaderamente
difícil
es
ayudar
a
reconstruir
la
persona,
ayudar
a
que
la
persona
pueda
construir
su
vida
en
la
comunión
conyugal.
La
Iglesia
en
su
labor
evangelizadora
con
los
novios
se
dirige
no
solo
ni
principalmente
a
informarles
sobre
cuestiones
técnicas
referentes
a
la
naturaleza
del
matrimonio
y
la
familia,
sino
principalmente
a
formar
su
amor,
proponiéndoles
no
sólo
la
verdad,
sino
ofreciéndoles
la
posibilidad
de
participar
en
el
misterio
que
se
encuentra
en
el
origen
del
mismo
matrimonio
cristiano.
Ya
el
mismo
filósofo
griego
había
señalado
que
quien
no
poseía
virtudes,
lo
que
necesitaba
era
un
amigo.
Es
el
amigo
quien
le
ofrece
su
amistad
como
un
don
primero
capaz
de
despertar
el
sentido
de
la
belleza.
La
Iglesia,
como
comunión
de
los
amigos
del
Señor,
nos
ofrece
esa
comunión
con
Cristo,
en
donde
cada
novio
y
cada
novia
puede
encontrar
el
sentido
último
de
ese
tiempo
de
noviazgo
tan
formidable:
se
trata
de
un
tiempo
de
verdadera
preparación,
de
entrenamiento,
de
fortalecimiento
en
orden
a
poder
llegar
al
don
de
sí
mismo
en
el
matrimonio.
Abrazados
por
la
amistad
que
el
Señor
les
ofrece,
los
novios
descubren
el
verdadero
misterio
que
encierra
su
vida:
la
vocación
a
participar
del
amor
esponsal
más
grande
que
jamás
haya
existido:
el
amor
de
Cristo
por
su
esposa
la
Iglesia
que
le
movió
a
ofrecerse
en
sacrificio
de
sí
mismo
por
ella8.
Es
así
como
los
novios
podrán
entonces
“creer
en
el
amor”
con
serenidad.
Porque
verán
que
su
amor
no
se
encuentra
solo
ante
una
tarea
inmensa
que
les
desborda
y
que
dependiera
únicamente
de
sus
propias
fuerzas.
Creer
en
el
amor
implicará
para
todo
novio
cristiano
creer
en
el
misterio
que
les
abraza
y
les
capacita
desde
dentro
generando
en
ellos
las
virtudes.
De
esta
manera,
sólo
cuando
se
ha
trabajado
y
se
han
cultivado
las
virtudes,
se
puede
creer
en
el
amor,
7
Cfr.
S.
Pinckaers,
Les
sources
de
la
morale
chretienne,
Fribourg
1993,
361‐385.
8
Cfr.
L.
Melina
–P.
Zanor,
Qale
dimora
per
l´agire?
Dimensione
ecclesiologiche
della morale, PUL‐Mursia, Roma 2000.
8
y
dar
el
paso
de
entregarse
con
la
serenidad
de
que
tal
entrega
no
dependerá
de
la
espontaneidad
de
un
momento
afectivo,
sino
de
la
riqueza
del
don
recibido:
la
comunión
no
será
la
tarea
encomendada
a
una
libertad
débil,
sino
el
don
que
les
precede.
La
fortaleza
de
su
amor
está
precedida
por
el
don
del
amor9.
3.‐
UN
OBSTÁCULO
ESENCIAL:
LAS
RELACIONES
PREMATRIMONIALES.
Hoy
en
día
constatamos
con
amargura
que
los
novios
van
a
casarse
sin
creer
realmente
en
el
amor.
Quizá
se
acerquen
movidos
por
una
vaga
confianza
de
que
con
un
poco
de
suerte
las
cosas
les
pueden
salir
más
o
menos
bien,
y
de
que,
en
todo
caso,
más
vale
esto
que
seguir
en
la
soledad.
Quería
abordar
una
cuestión
central
que
es
preciso
que
los
novios
aclaren,
so
pena
de
no
poder
llegar
a
entender
lo
que
implicaría
la
donación
en
la
carne
propia
de
los
esposos.
Me
estoy
refiriendo
al
tema
de
las
relaciones
prematrimoniales.
Quizá
sea
uno
de
los
aspectos
más
controvertidos
en
nuestros
novios
hoy,
ya
que
el
tiempo
del
matrimonio
se
ha
dilatado
tanto.
La
cuestión
actual
se
plantea
no
en
la
dificultad
de
integrar
durante
el
noviazgo
las
distintas
dimensiones
del
amor,
o
en
que
puedan
existir
durante
el
noviazgo
determinados
actos
que
no
sean
concordes
con
la
enseñanza
moral
de
la
Iglesia,
sino
en
querer
justificar
las
relaciones
prematrimoniales
una
vez
que
se
ha
dado
el
clima
afectivo
propicio
y
se
pueda
controlar
los
efectos
no
deseados
que
pudieran
tener.
¿En
razón
de
qué,
se
afirma,
la
Iglesia
debe
inmiscuirse
en
la
relación
entre
un
hombre
y
una
mujer?
Parece
como
si
la
Iglesia
fuese
una
aguafiestas
de
la
sinceridad
del
amor
y
de
la
espontaneidad
de
su
manifestación,
coaccionando
las
conciencias
de
los
novios.
Ahora
bien,
si
la
Iglesia
continúa
hoy
hablando
con
los
novios
y
continúa
proponiéndoles
un
estilo
de
vida
lo
hace
no
en
razón
de
cuestiones
culturales,
sino
en
razón
del
misterio
del
que
es
depositaria10.
El
misterio
del
matrimonio
es
el
misterio
de
una
donación
y
de
una
acogida
total,
posibles
sólo
en
cuanto
participación
del
don
de
Cristo.
Este
misterio
se
vive
en
multitud
de
actos
con
los
que
los
esposos
se
dan
y
se
reciben
mutuamente
en
la
entrega
corporal.
Se
trata
de
una
entrega
y
de
una
acogida
en
la
totalidad
de
lo
que
ambos
son.
La
entrega
sexual
es
signo
de
la
entrega
de
la
persona.
Pero
signo
eficaz,
que
la
actualiza.
La
intencionalidad
de
los
actos
propios
por
el
que
los
esposos
se
unen,
es
precisamente
esta:
crear,
actualizar
una
comunión
por
la
entrega
sexual.
Se
trata
de
un
acto
libre
de
entrega
y
de
acogida
mutua
que
respeta
y
promueve
el
bien
de
la
persona
que
ama.
Este
bien
es
su
bien
como
persona,
no
sólo
en
tal
o
cual
dimensión
de
su
vida.
El
bien
que
uno
desea
para
la
persona
amada
es
la
mutua
comunión:
por
lo
que
se
desea
que
la
otra
persona
alcance
su
plenitud
también
en
el
don
de
sí
misma
y
en
la
acogida
de
uno.
9
Cfr.
J.
Noriega,
“La
fortaleza
y
la
comunión”,
en
Communio
22
(2000)
14‐18.
10
Catecismo
de
la
Iglesia
Católica
2350.
9
¿Qué
es
lo
que
ocurre
en
las
relaciones
prematrimoniales?
Ciertamente
desde
un
punto
de
vista
exterior
nos
encontramos
ante
un
mismo
tipo
de
acto,
que
puede
ser
vivido
incluso
con
la
misma
intensidad
afectiva,
pero,
si
nos
fijamos
bien,
posee
una
intencionalidad
muy
diferente.
Ello
se
debe
a
que
no
existe
el
marco
de
referencia
por
el
que
el
lenguaje
de
la
sexualidad
tiene
el
sentido
esponsal:
al
no
existir
la
entrega
de
la
persona
y
la
acogida
del
otro
en
la
totalidad
de
lo
que
la
persona
es
por
la
mutua
manifestación
de
su
voluntad
que
asume
también
la
dimensión
pública
del
amor
integrándola
en
el
amor
a
la
persona,
tal
acto
se
dirige
a
un
experimentarse
sexualmente,
probarse
en
el
cuerpo,
gozarse
mutuamente.
Pero
ello
implica
un
tenerse
sin
recibirse,
sin
acogerse.
Y
no
se
pueden
acoger
en
verdad
no
porque
no
existan
papeles,
sino
porque
no
se
han
entregado
en
la
totalidad
de
lo
que
ambos
son,
incluida
la
dimensión
pública
de
la
persona
y
la
capacidad
de
decidir
en
sentido
contrario
en
el
futuro.
El
verdadero
amor
no
puede
olvidar
estos
dos
aspectos
de
la
persona,
sino
que
debe
integrarlos:
la
persona
también
es
relacionalidad,
sociabilidad
y
temporalidad.
Esta
intencionalidad
de
querer
probarse
sexualmente
sin
entregarse
ni
acogerse
en
totalidad
hace
imposible
la
intencionalidad
de
acoger
a
la
otra
persona
en
su
alteridad,
ya
que
la
aceptación
de
la
alteridad
del
otro
implica
la
valoración
de
lo
que
para
ella
es
su
bien
como
persona.
De
modo
similar,
“querer
una
experiencia
sexual
con
una
persona
con
la
que
todavía
no
estoy
casado”
es
incompatible
intencionalmente
con
el
“querer
a
la
persona
como
tal”,
porque
para
que
la
persona
sea
ella
misma
en
esta
dimensión
precisa
la
entrega
total
de
quien
es
“corpore
et
anima
unus”.
La
misma
razón
percibe
que
la
intencionalidad
dirigida
a
“experimentarse
sexualmente”
o
“probarse
sexualmente”
no
tiene
nada
que
ver
con
la
intencionalidad
dirigida
a
“darse”,
“entregarse
sexualmente
en
la
totalidad
de
lo
que
ambos
son”.
Las
relaciones
prematrimoniales
implican
la
lógica
de
probar
para
entregarse,
o
del
probar
sin
darse,
reservándose,
gozarse
sin
poseerse.
Pero
probar
a
la
otra
persona
no
te
conduce
nunca
a
entregarte
a
ella:
porque
la
entrega
personal
verdadera
se
basa
en
la
fe
en
el
amor,
no
en
la
experiencia
de
satisfacción
subjetiva.
Esta
extraña
lógica
de
las
relaciones
prematrimoniales
hace
difícil
comprender
entonces
la
densidad
e
incondicionalidad
de
la
entrega
propia
de
la
unión
conyugal,
ya
que
introduce
la
necesidad
continua
de
la
prueba
antes
de
toda
entrega,
o
de
la
posibilidad
de
usar
aunque
sea
con
el
consentimiento
de
la
otra
persona.
Siempre
es
posible
el
egoísmo
a
duo.
Ciertamente
al
matrimonio
acuden
los
novios
hoy
en
muchos
casos
con
una
experiencia
sexual
ya
vivida.
Lo
que
es
esencial
es
mostrarles
que
si
hasta
antes
de
la
boda
han
podido
probarse,
a
partir
de
la
entrega
de
sus
personas
no
puede
aplicarse
la
misma
lógica:
desde
entonces
en
adelante
deberá
ser
otra
cosa,
ya
que
no
se
trata
de
probarse
sexualmente
o
experimentarse
sexualmente
sin
problemas,
sino
de
entregarse
sexualmente
según
la
lógica
misma
del
amor
conyugal
y
su
verdad
más
esencial,
que
es
la
lógica
del
don
total
de
uno
mismo.
Es
así
como
podemos
entender
la
verdad
enorme
de
las
palabras
de
la
Madre
Teresa
de
Calcuta
cuando,
dirigiéndose
a
los
novios,
les
decía
que
el
10
regalo
mayor
que
podían
hacerse
el
día
de
sus
bodas
era
el
regalo
de
su
propia
virginidad.
Belleza
y
audacia
en
estas
palabras.
Todos
entendemos
su
radicalidad
y
cómo
esto
supone
una
variación
de
las
costumbres
sexuales
de
nuestros
jóvenes.
La
cuestión,
sin
embargo,
no
es
si
es
difícil
o
no,
sino
si
expresa
la
verdad
de
este
tiempo
de
gracia
que
es
el
noviazgo.
La
dificultad
nunca
será
la
debilidad
humana,
sino
la
pérdida
de
la
verdad
del
misterio
que
Cristo
nos
ha
entregado.
Ante
la
debilidad
contamos
siempre
con
el
sacramento
del
perdón
que
es
capaz
de
curar
nuestras
heridas
y
restablecer
la
pureza
del
amor,
haciéndolo
de
nuevo
fuerte,
excelente,
verdaderamente
capaz
de
lo
mejor.
Pero
es
preciso
siempre
inmunizar
a
los
novios
de
la
radical
tentación
por
la
que
una
vez
experimentada
la
propia
debilidad
en
temas
de
castidad,
ya
no
hubiera
posibilidad
de
alcanzar
la
pureza
del
amor.
Sólo
un
planteamiento
secular
del
matrimonio
y
del
noviazgo
deja
al
hombre
en
manos
de
su
propia
libertad
débil
para
después
querer
justificar
sus
errores
con
la
consabida
excusa
de
“lo
siento,
lo
hice
porque
te
amaba”.
El
amor
jamás
justifica
nada.
Al
contrario:
cuando
uno
ama
de
verdad,
se
reprocha
enormemente
la
torpeza
y
la
falta
de
inteligencia
de
su
amor:
porque
con
ella
arruinó
lo
que
más
quería.
4.‐
CONCLUSIÓN.
El
anuncio
que
la
Iglesia
hace
a
los
novios
del
evangelio
del
amor
no
podrá,
por
tanto,
olvidar
la
belleza
del
misterio
que
les
proclama.
Es
un
evangelio
exigente,
chocante
para
nuestro
mundo,
como
lo
fueron
las
palabras
de
Jesús
en
lo
referente
a
la
sexualidad
y
a
la
familia,
y
por
ello
deberá
acompañar
a
los
novios
en
su
camino
de
maduración
personal,
de
progresiva
adquisición
de
las
distintas
virtudes
que
fortalecen
su
libertad
débil
y
fluctuante.
El
modo
como
los
acompañará
dependerá
de
tantos
aspectos
en
los
que
se
concrete
la
realidad
eclesial
en
la
que
vivan
los
novios,
ya
sea
en
su
parroquia
o
en
los
movimientos
o
grupos
apostólicos.
Lo
que
es
cierto
es
la
necesidad
de
ofrecer
a
los
novios
un
espacio
de
comunicación,
un
hogar
donde
puedan
ser
acogidos
con
sus
inquietudes
e
ilusiones,
donde
puedan
ser
fortalecidos
en
sus
esperanzas
fundamentales,
clarificados
en
la
verdad
de
la
vocación
a
la
que
están
llamados.
El
proceso
de
maduración
de
una
persona
implica
una
naturalidad,
por
lo
que,
existiendo
en
un
ambiente
familiar
apropiado,
la
misma
experiencia
de
la
vida
irá
sirviéndole
de
ocasión
de
crecimiento.
El
mismo
principio
rige
la
situación
del
noviazgo:
lo
esencial
es
que
tal
noviazgo
se
encuentre
en
un
hogar
apropiado
donde
crecer
y
confrontarse.
En
la
misma
experiencia
de
la
vida
trabajará
la
gracia
forjando
en
los
novios
las
virtudes
necesarias
para
afrontar
la
nueva
situación
a
la
que
se
preparan.
Este
lugar
apropiado
es
la
Iglesia.
Es
en
ella
donde
es
posible
creer
en
el
amor,
porque
en
ella
comprenderán
que
el
amor
se
les
ha
dado
como
un
don
gratuito.
Esta
es
nuestra
esperanza
cada
vez
que
nos
acercamos
a
los
novios:
que
el
Esposo
está
ya
con
nosotros.
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