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Alguien regaló a Camila Ersky, el día que cumplió veinte años, una pulsera de oro con una rosa de rubí. Era una reliquia de
familia. La pulsera le gustaba y sólo la usaba en ciertas ocasiones, cuando iba a alguna reunión o al teatro, a una función de
gala. Sin embargo, cuando la perdió, no compartió con el resto de la familia, el duelo de su pérdida. Por valiosos que fueran,
los objetos le parecían reemplazables. Sólo apreciaba a las personas, a los canarios que adornaban su casa y a los perros. A
lo largo de su vida, creo que lloró por la desaparición de una cadena de plata, con una medalla de la virgen de Luján,
engarzada en oro, que uno de sus novios le había regalado. La idea de ir perdiendo las cosas, esas cosas que fatalmente
perdemos, no la apenaba como al resto de su familia o a sus amigas, que eran todas tan vanidosas. Sin lágrimas había visto su
casa natal despojarse, una vez por un incendio, otra vez por un empobrecimiento, ardiente como un incendio, de sus más
preciados adornos (cuadros, mesas, consolas, biombos, jarrones, estatuas de bronce, abanicos, niños de mármol, bailarines de
porcelana, perfumeros en forma de rábanos, vitrinas enteras con miniaturas, llenas de rulos y de barbas), horribles a veces
pero valiosos. Sospecho que su conformidad no era un signo de indiferencia y que presentía con cierto malestar que los
objetos la despojarían un día de algo muy precioso de su juventud. Le agradaban tal vez más a ella que a las demás personas
que lloraban al perderlos. A veces los veía. Llegaban a visitarla como personas, en procesiones, especialmente de noche,
cuando estaba por dormirse, cuando viajaba en tren o en automóvil, o simplemente cuando hacía el recorrido diario para ir a su
trabajo. Muchas veces le molestaban como insectos: quería espantarlos, pensar en otras cosas. Muchas veces por falta de
imaginación se los describía a sus hijos, en los cuentos que les contaba para entretenerlos, mientras comían. No les agregaba
ni brillo, ni belleza, ni misterio: no hacía falta.
Una tarde de invierno volvía de cumplir unas diligencias en las calles de la ciudad y al cruzar una plaza se detuvo a descansar
en un banco. ¡Para qué imaginar Buenos Aires! Hay otras ciudades con plazas. Una luz crepuscular bañaba las ramas, los
caminos, las casas que la rodeaban; esa luz que aumenta a veces la sagacidad de la dicha. Durante un largo rato miró el cielo,
acariciando sus guantes de cabritilla manchados; luego, atraída por algo que brillaba en el suelo, bajó los ojos y vio, después
de unos instantes, la pulsera que había perdido hacía más de quince años. Con la emoción que produciría a los santos el
primer milagro, recogió el objeto. Cayó la noche antes que resolviera colocar como antaño en la muñeca de su brazo izquierdo
la pulsera.
Cuando llegó a su casa, después de haber mirado su brazo, para asegurarse de que la pulsera no se había desvanecido, dio la
noticia a sus hijos, que no interrumpieron sus juegos, y a su marido, que la miró con recelo, sin interrumpir la lectura del diario.
Durante muchos días, a pesar de la indiferencia de los hijos y de la desconfianza del marido, la despertaba la alegría de haber
encontrado la pulsera. Las únicas personas que se hubieran asombrado debidamente habían muerto.
Comenzó a recordar con más precisión los objetos que habían poblado su vida; los recordó con nostalgia, con ansiedad
desconocida. Como en un inventario, siguiendo un orden cronológico invertido, aparecieron en su memoria la paloma de cristal
de roca, con el pico y el ala rotos; la bombonera en forma de piano; la estatua de bronce, que sostenía una antorcha con
bombitas de luz; el reloj de bronce; el almohadón de mármol, a rayas celestes, con borlas; el anteojo de larga vista, con
empuñadura de nácar; la taza con inscripciones y los monos de marfil, con canastitas llenas de monitos.
Del modo más natural para ella y más increíble para nosotros, fue recuperando paulatinamente los objetos que durante tanto
tiempo habían morado en su memoria.
Simultáneamente advirtió que la felicidad que había sentido al principio se transformaba en malestar, en un temor, en una
preocupación.
Apenas miraba las cosas, de miedo de descubrir un objeto perdido.
Desde la estatua de bronce con la antorcha que iluminaba la entrada de la casa, hasta el dije con el corazón atravesado con
una flecha, mientras Camila se inquietaba, tratando de pensar en otras cosas, en los mercados, en las tiendas, en los hoteles,
en cualquier parte, los objetos aparecieron. La muñeca cíngara y el calidoscopio fueron los últimos. ¿Dónde encontró estos
juguetes, que pertenecían a su infancia? Me da vergüenza decirlo, porque ustedes, lectores, pensarán que sólo busco el
asombro y que no digo la verdad. Pensarán que los juguetes eran otros parecidos a aquéllos y no los mismos, que
forzosamente no existirá una sola muñeca cíngara en el mundo ni un solo calidoscopio. El capricho quiso que el brazo de la
muñeca estuviera tatuado con una mariposa en tinta china y que el calidoscopio tuviera, grabado sobre el tubo de cobre, el
nombre de Camila Ersky.
Si no fuera tan patética, esta historia resultaría tediosa. Si no les parece patética, lectores, por lo menos es breve, y contarla
me servirá de ejercicio. En los camarines de los teatros que Camila solía frecuentar, encontró los juguetes que pertenecían, por
una serie de coincidencias, a la hija de una bailarina que insistió en canjeárselos por un oso mecánico y un circo de material
plástico. Volvió a su casa con los viejos juguetes envueltos en un papel de diario. Varias veces quiso depositar el paquete,
durante el trayecto, en el descanso de una escalera o en el umbral de alguna puerta.
No había nadie en su casa. Abrió la ventana de par en par, aspiró el aire de la tarde. Entonces vio los objetos alineados contra
la pared de su cuarto, como había soñado que los vería. Se arrodilló para acariciarlos. Ignoró el día y la noche. Vio que los
objetos tenían caras, esas horribles caras que se les forman cuando los hemos mirado durante mucho tiempo.
A través de una suma de felicidades Camila Ersky había entrado, por fin, en el infierno.
© Silvina Ocampo: Los objetos. Publicado en La furia y otros cuentos, 1959.
SCHUJER, SILVIA: La única dama
Julián López
(Bs. As., 1965)
VILARIÑO, Idea: Ya no
Ricardo Carpani
Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
No llegaré a saber
ni si era de verdad
ni quién fuiste
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
para siempre y tú
ya
no serás para mí
Ya no estás
en un día futuro
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.
Idea Vilariño
ONETTI, Juan Carlos: El cerdito
(Uruguay, 1909-1994)
OCAMPO, Silvina: El retrato mal hecho
Silvina Ocampo
(Argentina, 1903/1993)
Lucía Clérici
Lucía Clerici nació en Rosario (Santa Fe) y estudió arte escénico y dibujo artístico en Mendoza. Utilizó de joven el seudónimo Mónica Mores y se
hizo popular como locutora radial y de televisión. Como escritora fue distinguida por textos de los diversos géneros que ha explorado: poesías para
canciones, cuentos breves y cuentos infantiles. El cuento “La Juana” fue tomado del libro “Las provincias y su literatura. Mendoza” (Ed. Colihue,
Bs. As., 1991)
Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se
sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras
afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del
algodón más peludo. De la penumbra que traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos.
Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus
bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para
adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado
estaba en la mesa esperando que lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la noche dormía
tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola. Y por primera vez pensó que sería bueno tener al Iado un
marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores
que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados.
Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor y fue feliz por
algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el poder del telar, solo pensó en todas las cosas
que este podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera las más
bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes posible.
—¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio? —preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que fuera de piedra
con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puertas, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero
ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras los peines
batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
—Es para que nadie sepa lo del tapiz —dijo. Y antes de poner llave a la puerta le advirtió:
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de criados. Tejer
era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande
que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Solo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza, para no hacer
ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del revés y pasando velozmente de un lado para otro comenzó a destejer su
tela. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía.
Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando cuando el marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. Espantado miró a su alrededor. No tuvo
tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas.
Rápidamente la nada subió por el cuerpo. Tomó el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces como si hubiese percibido la llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente entre los hilos
como un delicado trazo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.
MARINACOLASANTI
Marina Colasanti (Asmara, antigua colonia italiana de Eritrea, 26 de septiembre de 1937): escritora, traductora y periodista ítalo-brasileña.
Su familia emigró de Italia a Bra
Clelia Landini
Delia Sosa
Delia Sosa es artista plástica nacida en la localidad de Rafaela, ciudad donde actualmente
reside. Ejerció la docencia como profesora de Inglés en escuelas secundarias. Integra la
Comisión Directiva de E. R. A. (Escritores Rafaelinos Agrupados) y coordina el Taller Literario
en la Casa del Escritor, perteneciente a esta institución.
—¡Es dulce…! —dijeron los niños que, como todos los niños del mundo, eran muy
curiosos y se la habían llevado a la boca.
—¡Tiene gusto a frutilla! —dijeron unos.
—¡Es como chocolate blanco! —dijeron los niños que, como todos los niños del
mundo, nunca se equivocan.
La verdad es que era nieve, nieve que caía en copos tenues, blanda, plena de
mansedumbre. Nieve con sabor a helado de frutas, y a chocolate blanco.
Esa tarde de verano, pesada y caliente, el sol se había ocultado temprano detrás
de un espeso colchón de nubes bajas.
—¡Haremos barquitos de papel! —dijeron los niños, que como todos los niños del
mundo, solo pensaban en jugar.
Pero no había sido tormenta de tierra, ni lluvia de verano, ni los niños habían
podido hacer navegar sus barquitos de papel. El pueblito serrano, escondido en el
valle, se vio cubierto, en la plácida media tarde de enero, por inesperados copos de
nieve. Nieve, nieve espesa, nieve blanca, nieve pura… pero con sabor a frutas. Y a
helado de chocolate blanco. Y que, además, no se derretía por el calor; por lo
contrario, un agradable aire fresco se movía entre los copos, con reminiscencia de
invierno.
Hacia el ocaso, el pueblo era una fiesta. Chicos y grandes hicieron muñecos de
nieve, jugaron con pelotas de nieve, comieron helados de nieve.
—¡Juguemos! —decían los niños, con las bocas llenas de dulzura, como las
bocas de todos los niños del mundo.
—¡Que siga, que siga! —exclamaron los niños que, como todos los niños del
mundo, pensaban solo en la maravilla del presente.
En las laderas de las sierras, en los techos de las casas, en las calles, en los
jardines, podía observarse un manto muy blanco, como de blanca ceniza. Las casa,
adentro, estaban vacías. De tanto en tanto podía verse un exiguo montoncito de
ceniza gris.
Los niños, nada dijeron. Allí no había ningún niño que se pusiera a llorar.
alguna vez,
en Hiroshima
y Nagasaki.
Mi mayor alegría con este cuento (lloré al escribirlo) fue que muchas escuelas lo utilizaron como texto;
incluso hasta lo representaron. Me enviaron cartas… aún me conmuevo: soy esencialmente docente.
Amo verdaderamente a los niños, detesto la guerra y las naciones y las personas que la provocan y
realizan (R.F.)
ROSITA FASOLÍS
(Argentina)
Rosita Fasolís nació en Rosario (Argentina), lugar donde reside actualmente. Por su obra
literaria ha recibido numerosos premios, tanto a nivel local, nacional e internacional.
Aunque se define como “una docente”, es en verdad una genial narradora con un estilo
siempre fresco, incisivo y atrapante.
Todos los chicos se enteraron de que voy a tener un hermano. Mi mamá, que fue a la reunión de la Cooperadora, no tuvo mejor idea y se lo contó
a todos los padres. Bueno, mucha falta no hacía porque ya tiene una panza regrande. Por supuesto que nada le entra, así que se ha tenido que
hacer unos pantalones enormes. Me mostró su panza y yo me impresioné al verla tan estirada pero ella me aseguró que nada le duele y que es
muy lindo sentir al bebé cuando se mueve. A veces me pone la mano sobre su vientre y siento como una patada o un codazo. Es como algo
mágico imaginarse a un bebé allí, casi nadando. Lástima que yo no estuve dentro tuyo digo y ella me dice, como siempre, pero estuviste en mi
corazón que viene a ser lo mismo. Pero no es lo mismo para mí. Los chicos me felicitaron cuando se enteraron aunque me parece que María José
y Loli se pusieron a secretear. A mí no me importa. No, mejor dicho, a mí me dijo mi mamá que no te importe y esta vez voy a tratar de hacerle
caso porque estoy casi feliz con lo que me pasa y ya no veo las horas de que el bebé llegue para poder ponerles esos escarpines tan chiquitos
que tejió mi abuela. Son como un pompón blanco con unas florcitas y una cinta. Quedate tranquila abuela, que yo me voy a encargar de contarle a
mi hermano que vos se los tejiste y le voy a mostrar tus fotos cuando sea grande, para que te conozca y sepa que él también tuvo abuela y para
que te quiera como yo. Eso está muy bien dice mi papá que por suerte tiene otro trabajo, aunque mi mamá se queje no es lo tuyo Eduardo, no es
lo tuyo. Pero es un trabajo contesta él así que se ve que está contento lo mismo. Mi mamá también trabaja ahora. Ella se enoja cuando lo digo y
me reta siempre trabajé ¿O qué es esto de estar haciendo cosas en la casa? Bueno, es que yo trabajar le llamo a eso de irse a otro lado y mi
mamá ahora sí se va todas las tardes a venderles cremas de belleza a las vecinas. Para mi mamá son bárbaras aunque yo no creo lo mismo
porque veo que muchas de las que se las compran siguen viejas y feas lo mismo. Se lo dije los otros días y casi me mata, y le contaba después a
mi papá esta chica si habla me va a llevar a la ruina. A los viejos no los entiendo, así que me prometo una vez más que cuando sea grande no me
voy a parecer a ellos. Aunque ya soy grande para las cosas que le convienen a mi mamá y chica para las cosas que a mí me gustan. Lo mismo me
pasa a mí dice ella, soy demasiado joven para ser vieja y demasiado vieja para ser joven. Y es verdad, mi mamá es así, ni joven ni vieja, como yo,
ni chica ni grande. Ya va a pasar dice para consolarme, aunque se ve que volverse vieja no le gusta ni medio.
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Estela Smania
(Argentina)
Estela Smania, autora de hits como "Pido gancho" o "Ay Renata", comenzó a escribir para niños y jóvenes a partir de sus trabajos en radios cordobesas. Su primer libro, "La
noche de los ruidos" (Sudamericana), surgió del programa "En casa y con Jacinto". La inspiración para darles vida a los personajes aparece de la forma "menos esperada y
en los lugares inesperados", comenta. Y menciona la anécdota del cuento "¿Conocés a José?", que nació cuando iba en ómnibus a trabajar: "Iba sentada detrás de un señor
con un pelo parado". Ella confiesa que cuando la historia aparece "la alegría es inmensa". Después "viene cómo narrarla y ésa es una tarea sobre la que se reflexiona. Hallar
el punto de vista es fundamental y hace que cada historia, a pesar de ser un tema no original, sea definitivamente única", enfatiza.Tampoco Estela prueba sus textos antes de
editarlos. "Sólo una vez, cuando decidí meterme en la piel de una adolescente y tenía a mis hijas de esa edad." ¿Cómo supo si funcionaba? "Una me acusó de haber leído su
diario íntimo, algo que no había hecho", acota.
Hoy cumplí once años y papá me regaló un libro de Italia lleno de mapas y fotos de iglesias, de plazas, de parras, de lanchas y de gente italiana
vestida con ropa de antes. Ahora ya sé de dónde vino mi abuelo porque papá hizo un redondel donde decía Sicilia. Debe ser muy distinto al pueblo
de nosotros y seguro que allí los barrios son todos iguales, no como acá.
Nosotros vivimos en un barrio que está entre el centro y las villas de la gente pobre. Todos los hombres de esta cuadra son empleados, como
papá. Pero mi hermano y yo somos más morochos que los chicos de los vecinos. De eso me di cuenta el año pasado, el día que se armó la gran
pelea.
Yo iba a cuarto y era amiga de todo el barrio. Más que nada de Chichita y Jorge Petrelli, dos chicos muy rubios que viven aquí a la vuelta. También
jugaba con la gorda Marín, que es una aburrida, y con Marta Fraile, que siempre se hace la bonita porque tiene ojos verdes. A veces lo
invitábamos a Carlitos, el hijo del dueño de la Tienda El Siglo, que por ser hijo de ricos es bastante tarado. Pero ese año estaba también un chico
holandés que vino a la Argentina porque el padre tenía que estudiar no sé qué de la Shell o del petróleo.
Desde que llegó el holandés todos andábamos atrás de su monopatín y de todos esos juguetes raros que trajo de Inglaterra. Lo que más nos
divertía era enseñarles palabras como “culo” y “carajo” y otras peores. Jorge Petrelli le pedía: —Decí soy un maricón —y nosotros llorábamos de la
risa antes de que él empezara a repetirlo.
Yo no sé por qué le entendía algunas palabras de las de él. Capaz que es cierto lo que dice mi papá, que soy más viva que el zorro. Y con eso de
que lo entendía, siempre terminaba consiguiendo algo más que los otros.
Un día Chichita Petrelli se enojó porque nunca le tocaba usar el monopatín. Claro, cuando yo lo agarraba, siempre me iba desde mi casa hasta el
correo, que son tres cuadras en bajada con la calle toda de asfalto.
Ese día, cuando volví del correo, ella se puso a llorar y, como no se lo daba, me miró con cara de perra y me gritó delante de todos los chicos: —
¡Negra catinga! ¡Sos una negra catinga! —Ahí fue cuando yo me puse rabiosa, porque eso lo dicen a los pobres que tienen cara de indios, a los
negritos, y ahí no más le grité más fuerte: —Y vos sos una rubia podrida. ¡Una rusa de mierda! ¡Sos una culosucio! ¡Eso es lo que sos! ¡Mejor
lavate la bombacha, que siempre andás sacando fotos gratis y se te ve toda la mugre! ¡Y sos muy mocosa para que te guste el holandés! ¡Y ahora
TODOS van a saber que un día en la escuela un chico te tocó el culo! —Ella estaba toda colorada y me empezó a decir: —Andate, india olorosa…
—pero no la dejé terminar y le tiré el monopatín por la cabeza y vi que le salió sangre.
Enseguida disparamos a mi casa, con mi hermano, que es menor que yo y más tonto para pelear. Le conté a mamá que no iba a ser más amiga
de Chichita. Y le iba a mentir un poco pero entró la señora de Petrelli sin tocar el timbre y se peleó con mamá y se fue diciendo que éramos una
porquería.
Después me di cuenta de que papá estaba escuchando todo desde la pieza. Cuando la señora ya estaba lejos él apareció con el cinto y nos pegó
a mí y a mi hermano y le dijo a mamá que ella tenía la culpa de que fuéramos tan camorreros y que las indias no sirven para criar hijos, no como
su mamá que era italiana y los tenía bien cortitos y los hacía trabajar de chicos.
Mamá lloraba y mi hermano como un bobo se le colgaba de la pollera.
Y ahí fue cuando se me ocurrió que tenía que estar del lado de papá, porque si me parecía a él nadie más me iba a gritar negra catinga. Por eso,
ahora, no me subo más al paredón. Ahora juego con la gorda aburrida y me pongo los ruleros y, cuando cumpla los dieciocho, me voy a teñir el
pelo de rubio.
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(En “Leer la Argentina” Nº 4. Publicación a cargo del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación y la Fundación Mempo Giardinelli. Bs. As., Eudeba, 2005).
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JUANA PORRO
Nació en San Antonio Oeste, Río Negro, en 1949, y reside actualmente en Viedma. Es profesora en Letras, título obtenido en la Universidad Nacional del Sur. Es
actualmente investigadora y docente titular con dedicación exclusiva en el Profesorado en Lengua y Comunicación Oral y Escrita de la Universidad del Comahue.
Se llamaba María Isabel, pero le decían Nacha, no sabía por qué, y tampoco le importaba. Como
tampoco le importaba que los chicos del caserío le gritaran "Nacha-cucaracha" o el almacenero le pidiera la plata antes de darle la botella de vino.
Lo único que verdaderamente le importaba era salir de la casilla de madera y chapa, tan oscura, tan húmeda, con esa sola ventanita demasiado
alta que le impedía mirar hacia afuera. Salir de la casilla y buscar piedras redondas y flores amarillas en el yuyal junto a las vías del ferrocarril.
Allí estaba enterrado Panchito, el caracol: "¡Sacá esa inmundicia de aquí!" le había gritado la abuela cuando ella lo puso sobre la mesa, y su padre
de un manotazo lo dejó triturado, tan lindo que era con sus cuernitos mojados y su casa lisa, como de cáscara de huevo.
Casi todos los días Nacha ponía las flores silvestres sobre la diminuta tumba marcada con una madera.
Después se iba a mirar cómo trabajaban los hombres que construían el puente que uniría su ciudad con otra ciudad, para eliminar la barrera. Los
hombres tenían cascos amarillos y brazos musculosos, almorzaban asado, y muchos mediodías le daban un pedazo de carne sobre un trozo de
pan.
-Tomá, para que te terminen de crecer los dientes y no parezcas una vieja desdentada- bromeaban. Y Nacha se reía, se reía, encogiendo sus
hombritos flacos.
Como garuaba, se puso el saquito roto, no fuera a ser que se le arruinara el pulóver que le había dejado la visitadora social. Siempre le había
quedado grande y, aunque hacía tiempo que lo tenía, todavía le llegaba hasta el borde de la pollera. Un chalequito gris con agujeros en los codos
y manchas que no salían a pesar de los fregados.
Se limpió los mocos con una manga y salió, escabulléndose de la abuela, que mateaba mientras sus ojos, distraídos, perseguían un sueño o quizá
nada.
En los charcos formados durante la noche se mojó las zapatillas. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo, el mismo escalofrío que la sacudía cuando
regresaba de su vagabundeo y estaba su madre esperándola con los brazos en jarras y los ojos furiosos.
-¡Mocosa callejera! ¡En vez de quedarse para ayudar a la abuela! ¡Y mírese la pinta, roñosa! ¡Me mato trabajando para que sea gente y lo único
que sabe es escaparse! En cinco casas lavé y planché hoy. Cinco casas... para que el vago de su padre se lo tome en tinto y la vaga de mi hija
ande por ahí como un perro perdido. Yo, a los siete años, prendía el fuego, cocinaba, bombeaba el agua, cuidaba a mis hermanos más chicos.
-Es que estoy cansada..., tan cansada... Esta vaga..., igualita que el padre.
-Tené paciencia, la Nacha no es mala... Hace cosas de chicos... El Juan no tiene suerte, ya va a encontrar algún trabajo en firme... Yo te entiendo,
claro que te entiendo... Si no tuviera las piernas enfermas te ayudaría, pero qué se le va a hacer.
Nacha se paró junto a las vías. Los trenes pasaban despacito por la cuestión del puente. A veces se quedaban parados un rato allí y ella miraba
las caras de la gente a través de los vidrios de las ventanillas. Casi nadie reparaba en su presencia.
Pero esa mañana sí, una señorita muy linda se asomó, le hizo señas y le tendió un billete.
-Tomá, para que te compres caramelos. Un hombre de corbata, un poco más atrás, le alcanzó unas monedas. Nacha se puso a caminar a lo
largo del vagón y muchos otros le entregaron dinero.
Cuando el tren echó a andar y se perdió a lo lejos, Nacha reía, saltaba en dos pies, en un pie, daba vueltas como una marioneta.
Apretó las monedas y los billetes en sus manitas amoratadas por el frío y corrió hasta su casilla.
-Mirá, abuela, me lo dieron en el tren... Mirá... -seguía riendo, mojada, desdentada, mientras se quitaba las zapatillas y la abuela contaba el tesoro.
-Trescientos pesos, Nacha ¡Qué bien! Otras veces paró el tren y no dieron nada ...¿vos pediste?
-Vení para acá. Dejame ver..., dejame ver... Pero claro, si es ese saquito, el saquito roto. Desde mañana te lo vas a poner todos los días y te vas a
quedar junto a la vía esperando que pare algún tren. Miralos bien a los de adentro, ¿sabés?, y si no sueltan nada, vos estirá la mano para que se
den cueta. ¿Entendiste? Así tu madre se pone contenta y no dice más que somos una carga. Así tu madre... se pone contenta... y no te pega
más... ni piensa en irse y dejarnos solos... ¿me entendiste?
Nacha no tiene tiempo de juntar flores amarillas para la tumba de Panchito. Tampoco tiene tiempo de hacer los deberes que le dan en la escuela -
la visitadora social dijo que si no la mandaban a la escuela podrían ir presos-. Ni bien se quita el guardapolvo dudosamente blanco que le dio la
cooperadora, la abuela le pone el saquito roto y la manda a las vías, a esperar los trenes que paran...
Hasta que anochece, Nacha se queda allí, estirando la mano, poniéndose en puntas de pie para golpear con sus nudillos los vidrios bajos de las
ventanillas y avisarle a la gente que ahí está ella. Se aburre, se cansa mucho y le duelen las piernitas flacas. "Hay que aprovechar ahora, porque
pronto van a terminar el puente y los trenes no se detendrán más", dijo su padre.
Nacha sueña de noche con trenes veloces que la persiguen, con trenes larguísimos que pasan junto a ella sin detenerse, y se despierta con la
frente mojada de sudor.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que su madre ya no se pone contenta con lo que lleva, le parece poco, le grita igual que antes, le pega igual
que antes y no quiere que se saque de encima ese saquito roto por cuyos agujeros le entra todo el frío del invierno y se le escapa toda la maravilla
de la infancia.
Poldy Bird
(Argentina -Paraná-, 1941)
CASAS, Fabián: Cancha rayada
y en el asfalto recalentado
en el vidrio, enceguece.
dispuestos a inmolarse,
nos sentamos y enciendo el motor:
FABIÁN CASAS
(Bs. As., Argentina, 1965)
“Levántese, m’hija”, dijo la madre sacudiendo con suavidad el brazo de la niña, que dormía sobre unos cojinillos.
El amanecer aún no había despuntado y, para el lado de las serranías altas, la noche era un largo bostezo.
Como el de la niña. Pero no tardó en seguir la orden de la madre; se levantó con ganas, porque iba a ser el día
del viaje al pueblo. Siete, tal vez ocho años, enjuta pero con fuerzas para ir a buscar el agua al arroyo, levantar
el balde con la soga del empobrecido aljibe, arrear las cabritas. Una niña activa y dispuesta, a pesar de las
comidas flacas. Rufino Cuevas preparaba el carrito: un cajón –habría servido para llevar verduras, tal vez- con
dos ruedas que él mismo había tallado y encajado en un eje de la misma madera. Allí viajaría la niña, porque el
viaje era largo y se podía cansar. Y después el carrito serviría para traer algunas cosas; acaso harina, aceite,
algún embutido. Eso, con suerte. Mientras se preparaba, Rufino iba recordando cómo, cuando era chico, el río
bramaba. Tanto, que una vez se llevó la ranchería, y los que no murieron ahogados o con la peste se fueron
como sonámbulos para no volver nunca, nunca más. El rancho del padre de Rufino estaba en lo más alto y era
el más alejado del río; incómodo para buscar el agua pero a seguro. Y allí se habían quedado, con unas pocas
cabras y otras pocas gallinas; también, una vaca y un caballo que al fin murieron de hambre. A Rufino le había
quedado en la nariz el olor a muerte de la tierra cuando, al bajar el torrente, sobrevivió tan sólo la porquería.
Pero después había venido la seca, y duraba años, muchos años. Ahora sólo tenían, además de las cabritas,
algunas ponedoras que sobrevivían con el poco maíz que podían cosechar. Y dos de los siete hijos que habían
tenido con la Delfina. Cuatro mujeres y tres varones. Dos de los muchachos los mellizos, Francisco y Pedro, los
mayores, se habían ido sin rumbo -tendrían trece años por entonces, con un arreo que había pasado como por
casualidad, porque nadie pasaba por allí salvo en época de elecciones, y no supieron más de ellos aunque
Rufino bajó al pueblo y preguntó a todo el que se le cruzaba si no había visto a sus muchachos, y al dotor
Mansilla le rogó llorando que se los encontrara, pero los muchachos no volvieron ni nadie por años supo decir
que los había visto; el otro, justito el que se llamaba Rufino como el padre, se había ahogado en el dique,
muchas, muchas leguas al Norte. Eso les habían dicho; el muchacho era arisco y desobediente, y se había
marchado justamente en el camioncito que venía a buscarles los documentos a Rufino y a la mujer, y después
(siempre era domingo) los llevaban a ellos, con o sin la cría, los metían en un galpón en la orilla del pueblo, y los
iban sacando de a unos cuántos para subirlos al camión y llevarlos a que votaran (les daban la boleta, claro
está); después les devolvían los documentos y los largaban con unos pesos y una bolsa con alimentos. Las
elecciones eran buenas para ellos. A los críos no los habían documentado. La hija mayor, Asunta, debía tener
ahora dieciséis años, más o menos. Y la que seguía, Rosarito, catorce o quince. Hacía mucho que, por una
causa u otra, no las veían. Habían hecho el viaje juntas, una ponchada de años atrás. Ahora estaban la Rita, y
la de dos años, que ni nombre tenía porque la llamaban Chiquita. A ésa nadie la había bautizado, a los otros sí,
un cura joven que iba envejeciendo con la resolana mientras pasaba de tanto en tanto a lomo de mula, y que no
casó a los padres porque no tenían los papeles del civil.
Aún no clareaba cuando empezaron el viaje, con unas tortas fritas del día anterior que la madre había
acomodado en el morral junto a dos botellas de plástico (una de las preciadas posesiones) con agua de la más
clara que Delfina había podido conseguir. El viaje sería una marcha solitaria y silenciosa, los pies cansados de
Rufino que no emitiría queja alguna, luego el sol ardiente, algún que otro comentario hecho con casi
monosílabos, las ganas de la Rita de conocer el pueblo, los arbustos resecos y arrancados por el viento girando
por las cuestas adormecidas y algo en Rufino que era lo mismo que había quedado en la Delfina: un desgano
del alma que no llegaba a ser tristeza porque hacía tiempo que ni eso les había quedado.
Llegaron casi al mediodía. A Rita los ojos se le ponían enormes mirando las rancherías primero, después las
calles asfaltadas y las casitas bien pintadas y los árboles que daban sombra y las vidrieras de los negocios y las
letras que no conocía, grandes y de todos los colores, de las propagandas, y el hombre que iba con una
máquina que Rufino llamó bicicleta y vendía algo que era helado, como los inviernos en la serranía, pero algún
que otro chico se acercaba, le daba algo al vendedor y se iba de allí sacando el papel a una cosa de color que
después lamía y lamía. Rita dijo “¿puedo?”, señalando al heladero y su riqueza. Rufino le dijo que sí, pero que
después, cuando llegaran a lo del dotor. Allí iban, a lo del dotor Mansilla. Tendrían que llamar por el costado, no
por la puerta principal de la oficina. Ojalá estuviera, pensaba Rufino, aunque había acordado, dos semanas
atrás, que ese día se iban a encontrar. Rufino le había pedido un almanaque, e iba tachando día a día; en la
sierra no importaban los días pero en este caso sí. Y como él sabía leer alguito, podía reconocer qué día era
lunes, y cuál jueves, por ejemplo. A Rita le seguían deslumbrando las casas prolijas, el verano tan ardiente en la
choza y tan amable allí, las flores que nunca antes había visto, los perros –todos distintos- que les ladraban y le
hacía acordar al Flaco, que era el pichicho que Rufino había llevado alguna vez a la casa y que se había muerto
como todo en ese lugar, porque allá arriba se morían las plantas, las flores, los sueños, las palabras, y la
pequeña, que a pesar de las hambrunas era inteligente, percibía esos viajes, lentos y persistentes, hacia la
nada.
Por suerte para Rufino, el dotor Mansilla estaba, y lo iba a recibir, como dijo el empleado de la cochera, que era
el lugar a donde Rufino debía ir. Como las otras veces, el dotor lo recibiría en una salita allí, cerca de los
automóviles. Y así fue. El hombre lo trató como siempre, lejano, frío, frunciendo la nariz porque -.Rufino no era
tonto- le molestarían el olor a transpiración y a ropa vieja y lavada tan sólo con agua del arroyo. Pero no estaría
mucho allí. Se acordó del pedido de Rita y le preguntó al dueño de la tabacalera si le podía comprar un helado.
“Nada más eso, dotor”, dijo con una voz que se le atragantaba solita en la garganta. El señor del lugar mandó al
empleado que si pasaba algún vendedor, le comprara el helado a la niña. Alentado por el gesto, Rufino se
animó a preguntar por Asunta y Rosarito. “Están bien. Son buenas trabajadoras”, fue la respuesta escueta. “¿Se
pueden ver?” dijo Rufino con un hilo de voz. “No, hombre, qué dice, ellas están en la finca”. Claro, allá, lejos del
pueblo, en la plantación estarían. “Está muy flaca” dijo Mansilla, apuntando a Rita. “Pero es fuerte, ya va a ver”
repuso Rufino, temiendo que lo mandaran a casa con la Rita a cuestas. “Bueno, le daremos de comer. Esperate
aquí, que te van a traer unas cosas”. Claro, pensó Rufino, como la otra vez con las dos gurisas. Por lo menos la
Rita iba a alimentarse bien, y la Delfina y él tendrían para varios días. “Y estate atento, que pronto hay
elecciones” dijo el dotor mientras desaparecía por una puerta lateral. Después, irse sin mirar atrás, el carrito
cargado con los víveres y sin Rita, la cuesta arriba, el sol caliente y sin piedad, los arbustos secos, la noche que
llegaría montada en un bellísimo atardecer.
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ROSITA FASOLÍS
(Argentina, 1946)
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ROSA FASOLÍS nació en Rosario (provincia de Santa Fe), Argentina, en 1946. Docente y escritora de poesía, narrativa y ensayo. Ganó numerosos premios a nivel local,
provincial, nacional e internacional. Coordinó talleres literarios (entre ellos el de la Casa de la Cultura de la UNR). Posee numerosas publicaciones en diarios (La Capital y El
Litoral), revistas y antologías; dos libros editados por premio: "Después", de cuentos, y "Tramas y Construcciones", de poesía. En 1994 el libro "Sacramento y ceniza", de
poesía, obtuvo la mención de honor en certamen trienal José Pedroni, de la Provincia de Santa Fe. El cuento “El viaje de Rita” fue publicado
en http://gacetaliterariavirtual.blogspot.com. Vive actualmente en Rosario.
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Samanta Schweblin (Buenos Aires – 1978) es egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires. En 2001 obtuvo el primer premio del Fondo
Nacional de las Artes y el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti con su primer libro “El núcleo del Disturbio” (Planeta, 2002). En el 2008 obtuvo el premio Casa
de las Américas, por su libro de cuentos "Pájaros en la boca", y la beca FONCA de residencias para artistas del gobierno Mexicano. Muchos de sus cuentos han sido
traducidos al alemán, al inglés, al italiano, al francés, al portugués, al sueco y al servio, para su publicación en numerosas antologías, revistas y medios culturales.
Qué candor.
No había ni una mancha
en su blanquísimo interior.
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(En fin, valiente hallazgo:
"El negro que tenía el alma blanca",
aquel novelón).
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Pero podría decirse de otro modo:
Qué alma tan poderosamente negra
la del dulcísimo pastor.
NICOLÁS GUILLÉN
(Cuba, 1902/1989)
GARCÍA MÁRQUEZ, GABRIEL: Un señor muy viejo con unas alas enormes
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues
el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes.
El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido
en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un
hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus
enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta
el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas
descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a
hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de
las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron
para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para
quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos.
Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo
encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco
después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua
dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo
el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas,
como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que
los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde
del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos
visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran
cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su
catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina
decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de
desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo
en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al
comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano:
tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos
terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un
breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios
de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán
y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste
escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio
un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda,
con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para
ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la
muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más
desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las
cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra,
Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de
peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el
calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales
de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como
despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo
nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le
picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con
ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que
consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo
creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron
un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su
reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la
de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante
sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto
tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un
noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto
término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer
que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel,
sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en
duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador
no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado
de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las
bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan
temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres
dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las
heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel
cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de
Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y
jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se
metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como
un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no
estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se
había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el
resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al
mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos
en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan
naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá
y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía
estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le
habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le
echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni
siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más
apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de
pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba
muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana,
Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se
asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las
hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero
en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas,
sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo
hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del
mar.
(Colombia, 1927)
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un
hombre de aspecto distinguido.
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
-¿Siete nomás?
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía
ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
-El diablo.
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
-Entonces el diablo...
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir
remordimientos y dijo sin mirarme:
-Siendo así...
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas.
Esta imagen dio origen a otros pensamientos:
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego
con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un
pequeño sonido gutural. Yo insistí:
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.
-Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino.
Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas,
crecían tristezas, remordimientos.
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
-¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi
amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía
sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi
acompañante volvió a preguntarme:
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a
gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los
limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es
que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra...
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina...
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo...
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño,
como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo,
componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando
salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos.
Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y
hermosa. ¿El alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a
mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:
-¿Qué condición?
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en
regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
-Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del
campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente,
prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa,
preguntó:
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y
parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron
creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien
me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que
llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
-Pareces agitado.
-Sí, pero...
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír
alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rio mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de
nuestra casa.
México, 1918/2001